Title: El tesoro misterioso
Author: William Le Queux
Release date: August 28, 2009 [eBook #29830]
Language: Spanish
Credits: Produced by Chuck Greif and the Online Distributed
Proofreading Team at http://www.pgdp.net
BIBLIOTECA DE «LA NACION»
GUILLERMO LE QUEUX
———
BUENOS AIRES
1909
I. | —El desconocido de Manchester |
II. | —Donde aparecen ciertos hechos misteriosos |
III. | —En el que se refiere una historia extraña |
IV. | —En el que se cruza por un terreno peligroso |
V. | —En el cual el misterio aumenta considerablemente |
VI. | —En el que figuran tres aes mayúsculas |
VII. | —El misterioso extranjero |
VIII. | —En el que se habla la verdad |
IX. | —La casa del silencio |
X. | —El hombre de los secretos |
XI. | —En el que se explica el peligro de Mabel Blair |
XII. | —El señor Ricardo Dawson |
XIII. | —Se revela el secreto de Burton Blair |
XIV. | —La opinión de un perito |
XV. | —Ciertas cosas que descubrimos en Mayvill |
XVI. | —En el que se confirman dos hechos curiosos |
XVII. | —Que se refiere puramente a un desconocido |
XVIII. | —Las encrucijadas de Owston |
XIX. | —En el que se encuentra un rastro |
XX. | —La lectura del registro |
XXI. | —Peor que la muerte. |
XXII. | —El misterio de una aventura nocturna |
XXIII. | —Que es en muchos conceptos asombroso |
XXIV. | —Terrible revelación |
XXV. | —El nombre sagrado |
XXVI. | —Frente a frente |
XXVII. | —Las instrucciones de su Eminencia |
XXVIII. | —Descripción de un descubrimiento asombroso |
XXIX. | —En el que se refiere una historia extraña |
XXX. | —El móvil y la moral |
Conclusión |
En estos tiempos modernos, de agitada precipitación y grandes combinaciones, cuando el origen de familia no tiene valor alguno, las fortunas se hacen en un día, y las reputaciones se pierden en una hora, los secretos de los hombres son, algunas veces, muy extraños. Uno de éstos es el que revelo en este libro; uno que será, aseguro anticipadamente, enigmático y sorprendente para el lector.
El misterio ha sido tomado de la vida diaria, y hasta hoy la verdad concerniente a él ha sido considerada estrictamente confidencial por las personas mencionadas aquí, aun cuando ahora me han permitido que haga públicas estas notables circunstancias.
William Le Queux
EL DESCONOCIDO DE MANCHESTER
—¡Muerto! ¡Y se ha llevado su secreto a la tumba!
—¡Jamás!
—Pero se lo ha llevado. ¡Mira! Tiene la quijada caída. ¡No ves el cambio, hombre!
—¡Entonces, ha cumplido su amenaza, después de todo!
—¡La ha cumplido! Hemos sido unos tontos, Reginaldo... ¡verdaderamente tontos!—murmuré.
—Así parece. Confieso que yo esperaba confiadamente que nos diría la verdad cuando comprendiese que le había llegado el fin.
—¡Ah! tú no lo conocías como yo—observé con amargura.—Tenía una voluntad de hierro y un nervio de acero.
—Combinados con una constitución de caballo, porque, si no, haría mucho tiempo que se hubiera muerto. Pero hemos sido engañados... completamente engañados por un moribundo. Nos ha desafiado, y hasta el último momento se ha burlado de nosotros.
—Blair no era un tonto. Sabía lo que el conocimiento de esa verdad significaba para nosotros: una enorme fortuna. Lo que ha hecho, sencillamente, es guardar su secreto.
—Y dejarnos sin un centavo. Aunque hemos perdido miles, Gilberto, no puedo menos de admirar su tenaz determinación. Recuerdo que ha tenido que atravesar por momentos aciagos, y ha sido un buen amigo, pero muy bueno, con nosotros; por lo tanto, creo que no debemos abusar de él, aun cuando nos cause mucho sentimiento el hecho de que no nos haya dejado su secreto.
—¡Ah, si esos labios blancos pudiesen hablar! Una sola palabra, y los dos seríamos hombres ricos—exclamé con pena, contemplando la cara pálida del muerto, con sus ojos cerrados y su barba afeitada, que yacía sobre la almohada.
—Desde un principio su intención fue ocultar su secreto—observó, cruzando los brazos, mi amigo Reginaldo Seton, que estaba de pie al otro lado de la cama.—No a todos los hombres les es dado hacer un descubrimiento como el suyo. Años ocupó para resolver el problema, cualquiera que fuese; pero no podemos dudar, ni por un momento, que consiguió su objeto.
—Y el beneficio que sacó fue de más de un millón de libras esterlinas—agregué yo.
—Más bien dos, calculando por lo bajo. Recuerda que, cuando por primera vez lo conocimos, pasaba las mayores estrecheces de dinero... ¿y ahora? En la semana pasada solamente, regaló veinte mil libras al fondo del Hospital. Y todo esto lo debe a haber podido resolver el enigma que hace tiempo nosotros nos esforzamos por descubrir. No, Gilberto, no ha procedido bien con nosotros. Debes acordarte que fuimos nosotros quienes le ayudamos, lo enderezamos, y, en fin, hicimos todo lo que pudimos por él, y en vez de revelarnos la clave del secreto que descubrió, y lo colocó entre los hombres más ricos de Londres, se ha negado a hacerlo, a pesar de que sabía que iba a morir. Le prestamos dinero cuando su situación era precaria, le costeamos la educación de Mabel cuando él no tenía con qué pagarla y...
—Y él nos pagó hasta el último centavo... con intereses—le interrumpí.—Vamos; dejémonos de discutir aquí su proceder. El secreto se ha perdido para siempre: eso basta.—Y cubrí con la sábana la cara del pobre muerto; el semblante de Burton Blair, el hombre que, durante los últimos cinco años, había sido uno de los misterios de Londres.
Una vida extraña y aventurera, una carrera más notable quizá que muchas de esas que forjan los novelistas, se había cortado repentinamente, mientras el secreto del origen de su enorme fortuna (secreto que ambos habíamos anhelado compartir durante los últimos cinco años, porque en cierto grado tenemos justos títulos para participar de sus ventajas) había desaparecido junto con él para nunca más volver.
La pieza en que estábamos era un pequeño dormitorio, bien amueblado, del Queen's Hotel, de Manchester. La ventana daba sobre la obscura fachada del Hospital, y el ruido y bullicio del tráfico de Piccadilly ascendían hasta la habitación del muerto. Su historia era ciertamente una de las más extrañas que hombre alguno haya referido. Su misterio, como lo veremos, era verdaderamente pasmoso.
La luz de aquella tarde triste de febrero desaparecía con rapidez, y al darnos vuelta lentamente para bajar e informar al gerente del establecimiento del fin desgraciado que había tenido un pasajero, noté que en un rincón estaba la maleta del muerto, y las llaves colocadas en sus cerraduras.
—Mejor es que tomemos posesión de ellas—observé, cerrando la maleta y poniendo en mi bolsillo el pequeño manojo de llaves.—Sus albaceas las necesitarán.
Luego, cerramos la puerta, y dirigiéndonos a la oficina, comunicamos la desagradable noticia de la muerte ocurrida en el hotel.
El gerente estaba preparado, sin embargo, pues, media hora antes, el médico le había manifestado que el desconocido no tenía remedio. Desde el principio su enfermedad había sido un caso sin esperanza.
He aquí, en breves palabras, lo que había sucedido: Burton Blair se había despedido de su hija Mabel, partiendo en la mañana del día anterior de su mansión de la plaza Grosvenor, para ir a tomar el expreso de las diez y media que de Euston salía para Manchester, donde tenía que arreglar algunos negocios particulares, según había dicho. Antes que el tren llegara a Crewe, se sintió mal repentinamente, y uno de los sirvientes del coche-restaurant lo encontró desmayado en uno de los compartimientos de primera.
Le dieron brandy y algunas otras bebidas reconfortantes, que le hicieron revivir lo bastante para llegar hasta Manchester, donde le ayudaron a bajar del tren en London Road, y dos mozos de cordel lo subieron después a un cab y lo acompañaron al hotel.
Una vez allí, al acostarlo, volvió a caer en un estado de completo desvanecimiento. Se llamó a un médico, pero no pudo emitir ningún diagnóstico sobre la enfermedad, contentándose con decir que el paciente tenía gravemente afectado el corazón, y que, en vista de eso, el desenlace sería fatal y rápido.
A las dos de la mañana del día siguiente, Blair, que no había dado su nombre ni había manifestado quién era, a la gente del hotel, pidió que telegrafiaran a Seton y a mí, lo que dio por resultado que ambos, llenos de ansiedad y de sorpresa, nos pusiéramos en viaje para Manchester, adonde llegamos una hora antes del desenlace final, encontrándonos con que nuestro amigo estaba en un estado desesperante.
Al entrar en la pieza nos encontramos con el médico, un tal doctor Glenn, hombre joven y más bien agradable, que estaba asistiéndolo. Blair se hallaba en ese momento completamente consciente, y escuchó la opinión médica sin alterarse.
En verdad, parecía que acogía con gusto la muerte en vez de temerla, pues cuando oyó que se encontraba en tan crítica situación, una débil sonrisa se dibujó en su pálida cara arrugada, y observó:
—Todos tenemos que morir; así, pues, lo mismo da que sea hoy que mañana.—Luego, volviéndose a mí, añadió:—Ha sido mucha bondad en usted, Gilberto, venir expresamente a despedirse—y alargó su delgada mano fría, buscó la mía y la estrechó fuertemente, mientras sus ojos se clavaban en mí con esa extraña mirada fija que sólo aparece en los ojos de un hombre cuando se encuentra al borde de la tumba.
—Es el deber de un amigo, Burton—respondí con profunda solemnidad.—Pero todavía puede tener esperanza; los médicos se equivocan a menudo. ¿No tiene usted, acaso, una espléndida constitución?
—Desde que era muy chico no recuerdo haber estado casi un solo día enfermo—contestó el millonario en voz baja y débil;—pero este ataque me ha vencido completamente.
Tratamos de cerciorarnos con exactitud de cómo se había enfermado, pero ni Reginaldo ni el doctor pudieron sacar nada en claro.
—Perdí el conocimiento de pronto, y no recuerdo nada más—fue todo lo que el moribundo dijo.—Pero—añadió, volviéndose otra vez a mí,—no avisen a Mabel hasta que todo haya terminado. ¡Pobre criatura! Mi única pena al irme de este mundo, es tener que dejarla. Ustedes dos fueron en los años pasados sumamente buenos con ella; ¿no es verdad que ahora no la abandonarán?—imploró, hablando lentamente y con grandísima dificultad, mientras sus ojos brillaban llenos de lágrimas.
—Ciertamente que no, viejo amigo—contesté yo.—Viéndose sola, necesitará de alguien que la aconseje y se ocupe de sus intereses.
—Los pillos de los abogados se encargarán de eso—exclamó con una extraña dureza en su voz, como si no hubiera tenido estimación alguna por sus abogados.—No, quiero que usted vele por ella, que se cuide de que ningún hombre la haga su esposa por amor a su dinero, ¿me comprende? Docenas de individuos andan en este momento detrás de ella, lo sé, pero preferiría antes verla muerta que casada con uno de ellos. Debe casarse por amor... sí, por amor, ¿me oye? Prométame, Gilberto, que la protegerá, que velará por su suerte, ¿quiere?
Reteniendo todavía su mano entre las mías, le prometí cumplir lo que me pedía.
Estas fueron las últimas palabras que pronunció. Sus pálidos labios se contrajeron de nuevo, pero no brotó de ellos ningún sonido. Sus ojos vidriosos estaban fijos en mí con una mirada terrible y dura, como si hubiera estado esforzándose por decirme algo.
Tal vez me estaba revelando el gran secreto, el secreto de cómo había resuelto el misterio de hacer fortuna y de poseer más de un millón de libras esterlinas, o tal vez me hablaba de Mabel. Pero nosotros no pudimos saber lo que fue. Su lengua se negaba a articular una palabra más; el silencio de la muerte habíase apoderado de él.
Así desapareció de este mundo, y así fue cómo yo me encontré ligado a una promesa que tenía la intención de cumplir, aun cuando él no nos había revelado su secreto, como nosotros confiadamente lo habíamos esperado. Cuando nos mandó llamar, habíamos creído que, dándose cuenta de su estado agonizante, lo hacía para darnos a conocer ese misterioso medio que nos haría más ricos de lo que jamás habíamos soñado. Pero en este caso el desengaño había sido cruelísimo. Durante cinco años, lo confieso, habíamos esperado confiados en que algún día repartiría con nosotros parte de su fortuna en compensación de los servicios que le habíamos hecho en lo pasado. Sin embargo, parecía ahora que fríamente había despreciado la deuda de gratitud que tenía para con nosotros, y al mismo tiempo me había impuesto a mí una obligación no muy fácil de cumplir: la tutela de Mabel, su única hija.
DONDE APARECEN CIERTOS HECHOS MISTERIOSOS
Debo declarar que, teniendo en cuenta todas las misteriosas y curiosas circunstancias de lo pasado, la situación, para mí, estaba muy lejos de ser satisfactoria.
Al encaminarnos juntos aquella noche fría por la calle Market discutiendo el asunto, porque habíamos preferido salir a quedarnos en el salón del hotel, a Reginaldo se le vino a la imaginación la idea de que tal vez entre los objetos pertenecientes al muerto estuviese el secreto escrito y sellado.
Pero en este caso, salvo que estuviera dirigido a nosotros, sería abierto por las personas que el moribundo había designado con el calificativo de «los pillos de los abogados,» y, según todas las probabilidades, ellos sabrían sacarle para sí todo el provecho posible.
Sus abogados eran, como nosotros lo sabíamos, los señores Leighton, Brown & Leighton, firma eminentemente honorable de Bedford Row; por lo tanto, les dirigimos un telegrama desde la oficina central, informándolos de la muerte repentina de su cliente, y pidiéndoles que uno de ellos viniera en el acto a Manchester, para que estuviese presente en las indagaciones que se iban a efectuar, por haber declarado el doctor Glenn que serían necesarias. Como el muerto había manifestado el deseo de que, por entonces, Mabel ignorase la realidad, no le avisamos el trágico y doloroso suceso.
La curiosidad nos hizo volver pronto al hotel y subir a la habitación del muerto, para examinar el contenido de su maleta y pequeña valija, pero, fuera de sus ropas, un libro de cheques y unas diez libras esterlinas en oro, no encontramos nada. Sin embargo, no creo estar equivocado al afirmar que ambos habíamos tenido la esperanza de encontrar la clave del notable secreto que de una manera desconocida había conseguido, aun cuando no era creíble que un objeto tan valioso lo hubiera tenido en su equipaje.
En el bolsillo de una pequeña cartera de apuntes, que formaba parte de lo que había en la maleta, descubrí varias cartas, todas las cuales examiné y vi que no eran de importancia, salvo una, sucia y mal escrita en incorrecto italiano, que contenía algunas frases que despertaron mi curiosidad.
Verdaderamente, tan extraño era el tenor en que estaba escrita esa carta, que, con aprobación de Reginaldo, resolví guardarla y hacer algunas averiguaciones.
Muchas cosas y hechos secretos habían rodeado la vida de Burton Blair, los cuales durante años nos habían intrigado, y en consecuencia, estábamos dispuestos, si era posible, a aclarar el extraño misterio que lo había envuelto en vida, a pesar de haberse llevado a la tumba el secreto de su enorme fortuna.
Nosotros éramos los únicos en el mundo que conocíamos la existencia del secreto, pero ignorábamos la clave necesaria para poder abrir esa fuente de inagotables riquezas. Para todos era un misterio indescifrable el medio de que se había valido para hacer esa enorme fortuna, y hasta su hija Mabel no lo conocía.
En la City y en sociedad creían algunos que poseía grandes sumas invertidas en minas, y que era un feliz especulador en acciones, mientras otros declaraban que era dueño, por lo menos, del terreno, o, mejor dicho, de toda la planta urbana de dos grandes ciudades de los Estados Unidos, afirmando algunos, con más aplomo, que el origen de su fortuna provenía de concesiones que había conseguido del Gobierno otomano.
Todos, sin embargo, se equivocaban en sus suposiciones. Burton Blair no poseía un acre de tierra, no tenía un solo chelín invertido en compañía alguna, no se interesaba, ni estaba comprometido en concesiones de ningún Gobierno o empresas industriales. No. El origen de la gran fortuna que en el espacio de cinco años lo había puesto en condiciones de comprar, decorar y amueblar de una manera regia, una de las más espléndidas mansiones de la plaza Grosvenor, mantener tres de los más costosos Panhards (los automóviles eran su pasión favorita), y poseer esa magnífica morada antigua de tipo jacobiano, conocida con el nombre de Mayvill Court, en Herefordshire, era completamente desconocido para todo el mundo y procedía de donde nadie sospechaba siquiera. Sus millones eran ciertamente muy misteriosos.
—Me asombraría de que se sacara algo en claro de las averiguaciones que se van a hacer—exclamó Reginaldo, algunas horas más tarde.—Indudablemente sus abogados tampoco saben nada.
—Puede ser que haya dejado algunos papeles que revelen la verdad—contesté.—Los hombres que en vida son silenciosos y reservados, a menudo suelen confiar sus secretos al papel.
—No creo que Burton lo haya hecho.
—Recuerda que puede haberlo hecho en beneficio de Mabel.
—¡Ah! ¡por Job!—murmuró mi amigo,—no había pensado en eso. Si deseaba que fuera para ella, debe haber dejado su secreto en manos de alguna persona en quien confiara implícitamente. Sin embargo, él confiaba en nosotros... hasta cierto punto. Somos los únicos que tenemos algún conocimiento verdadero del estado de sus asuntos.—Y mi amigo Reginaldo, rubio, de piernas largas y seis pies de alto, el tipo perfecto del inglés muscular y flexible, aun cuando estaba dedicado al comercio de frivolidades y monadas femeninas, se calló lanzando un sordo gruñido de disgusto, y encendió cuidadosamente un nuevo cigarro.
Pasamos una noche triste vagando por las principales calles de Manchester, sintiendo que con la muerte de Burton Blair habíamos perdido un amigo sincero; pero, cuando a la mañana siguiente nos encontramos en el hall del Queen's Hotel con Herberto Leighton, el abogado, y tuvimos una larga consulta con él, el misterio que rodeaba al muerto, aumentó considerablemente.
—Ustedes dos conocían muy bien a mi difunto cliente—observó el abogado, después de algunos preliminares.—¿Saben si existe alguna persona a quien pudiera ser de provecho su muerte repentina?
—Esa es una pregunta extraña—dije yo.—¿Por qué?
—Es que tengo motivos para creer—explicó con cierta vacilación aquel hombre moreno y de facciones afiladas,—que ha sido víctima de una infamia.
—¡De una infamia!—exclamé atónito.—Usted no cree seguramente que ha sido asesinado, ¿no es verdad? Eso no puede ser, estimado amigo. Se enfermó en el tren, y ha muerto aquí en nuestra presencia.
El abogado, cuya fisonomía había tomado un aspecto más grave aún, se encogió de hombros sencillamente, y dijo:
—Debemos, por cierto, aguardar el resultado de la investigación, pero tengo la creencia, por ciertos informes que poseo, de que Burton Blair no ha fallecido de muerte natural.
Aquella misma noche, el «coroner» (médico de policía) efectuó su investigación en una pieza privada del hotel, y, en conformidad con la opinión de los dos médicos que habían comprobado la defunción y hecho la autopsia en la mañana de ese mismo día, declaró que la muerte se debía únicamente a causas naturales. Se descubrió que Burton Blair había padecido de debilidad natural al corazón, y que el desenlace fatal había sido acelerado por el movimiento del tren.
No había absolutamente nada que pudiera inducir a sospechar que se hubiese cometido un crimen; por lo tanto, el jurado pronunció el veredicto, de acuerdo con la prueba pericial, de que la muerte era debida a causas naturales, y concedió permiso para trasladar el cadáver a Londres, donde debía ser sepultado.
Una hora después de terminada la investigación llamé aparte al señor Leighton, y le dije:
—Como usted sabe, desde hace varios años he sido uno de los íntimos amigos de Blair, y, naturalmente, estoy muy interesado en saber qué razones ha tenido usted para sospechar que se ha cometido una infamia.
—Mis sospechas eran bien fundadas—fue su contestación, algo enigmática.
—¿En qué se fundaban?
—En el hecho de que mi cliente fue amenazado, y que, a pesar de no haberlo comunicado a nadie más que a mí y reírse de las precauciones que yo le indiqué, vivía constantemente temeroso de ser asesinado.
—¡Extraño!—exclamé.—¡Muy extraño!
Nada le dije de esa notable carta que había encontrado en el equipaje del muerto. Si lo que él decía era verdaderamente cierto, entonces en la muerte de Burton Blair se encerraba un secreto de los más extraordinarios, reflejo fiel del de su extraña, romántica y misteriosa vida; secreto que era inescrutable, pero absolutamente sin igual.
Pienso que será necesario explicar las curiosas circunstancias que nos pusieron en contacto con Burton Blair, y describir los hechos misteriosos que se produjeron después que hicimos relación. Es tan notable esta historia desde el principio hasta el fin, que muchos de los que la lean se sentirán inclinados a dudar de mi veracidad. A éstos, antes de empezar, les indicaré que pueden hacer averiguaciones en Londres, en ese pequeño mundo de aventureros, especuladores, prestamistas y perdedores de dinero, conocido con el nombre de la City, donde estoy seguro que no tendrán dificultad alguna en obtener aún más detalles interesantes sobre el hombre de los misteriosos millones a que en parte se refiere esta narración.
Y, ciertamente, los hechos fieles concernientes a él se verá que forman, no vacilo en decirlo, uno de los más notables romances de la vida moderna.
EN EL QUE SE REFIERE UNA HISTORIA EXTRAÑA
Con el fin de explicar la verdad sencilla y llanamente, debo, en primer lugar, decir que yo, Gilberto Greenwood, era un hombre de escasos recursos, a quien una tía, ascética y de la iglesia bautista, pero poseedora de una pequeña fortuna, le había dejado una renta vitalicia; mientras mi amigo Reginaldo Seton, a quien conocía desde niño, cuando juntos habíamos estado en Charterhouse, era hijo de Jorge Seton, dueño de un negocio de encajes de la calle Cannon y concejal de la Municipalidad de Londres, el que murió dejando a Reginaldo de veinticinco años, con una pesada carga de deudas y un negocio anticuado y noble, pero que iba decayendo rápidamente. Sin embargo, como Reginaldo se había formado en una fábrica de Nottingham, conociendo el comercio de encajes, continuó valientemente los pasos de su padre, y, debido a su dedicación al negocio, consiguió desenvolverse lo bastante bien para evitar presentarse en quiebra ante los tribunales, y pudo asegurarse una renta anual de algunos cientos de libras.
Ambos éramos solteros, y compartíamos las confortables habitaciones que habíamos tomado en la manzana de casas, divididas en pisos, recientemente construidas en la calle Great Russell; y como éramos aficionados a la caza de zorros, el único deporte que podíamos concedernos como goce, también alquilábamos juntos una casa anticuada y barata, en una aldea rural, conocida con el nombre de Helpstone, a ochenta millas de Londres, situada en la posesión de los Fitzwilliams. Allí solíamos ir todos los inviernos a pasar generalmente dos días de la semana.
Como ninguno de nosotros disponía de muchos recursos, teníamos, como puede imaginarse, que hacer bastantes economías, porque la caza de zorros es una distracción costosa para un hombre pobre.
Sin embargo, poseíamos afortunadamente un par de buenos caballos cada uno, y apretando un poquito en una cosa y otro poquito en otra, podíamos darnos el goce de esas excitantes carreras a través del campo, en las cuales la sangre se pone en movimiento y bulle de agitación a la vez que rejuvenece a todos los que toman parte en ellas.
Reginaldo veíase obligado algunas veces a quedarse en la ciudad por las exigencias de su negocio; de modo que frecuentemente residía solo en la vieja casa revestida de verde hiedra, teniendo a mi lado a Glave, mi sirviente, para que me atendiera.
Era una tarde de enero, terriblemente fría; Reginaldo estaba ausente en Londres, y yo, que había pasado todo el día cazando, volvía a caballo completamente desfallecido. El encuentro de la partida esa mañana había sido en Kat's Cabin, Huntingdonshire, y después de dos buenas carreras me hallé más allá de Stilton, a dieciocho millas de mi casa.
Sin embargo, el rastro había sido excelente, y habíamos gozado de un deporte muy bueno. Una vez que terminó la cacería, tomé un buen trago de mi frasco y partí a través del campo, en medio de la obscuridad que empezaba a tender su manto.
Felizmente pude vadear el río a la altura del molino Water Newton, lo que me economizó la larga vuelta por Wansford, y cuando me encontré a una milla de casa, dejé que mi caballo marchara al paso, como siempre lo hacía, para que pudiera tranquilizarse antes de llegar a su caballeriza. Ya las sombras de la tarde iban convirtiéndose en profunda obscuridad, y el fuerte viento me cortaba las carnes como cuchillo al pasar las encrucijadas que hay a media milla de la aldea de Helpstone, cuando de repente surgió de junto del alto seto de acebos la figura de un hombre corpulento, y una voz profunda exclamó:
—Disculpe, señor, pero soy un forastero en estos lugares, y tengo a mi hija desmayada. ¿Hay por aquí cerca alguna casa?
Entonces, al acercarme, vi arrinconada contra un montón de piedras, a un lado del camino, la delgada figura débil de una niña como de dieciséis años, envuelta en una capa gruesa y de color obscuro, mientras, a la luz de los últimos destellos del día, distinguí que el individuo que me hablaba era un hombre de aspecto tosco, barba negra, lenguaje bastante correcto y como de unos cuarenta y cinco años, más o menos, vestido con un traje usado de sarga azul y un gorro con visera, que le daba cierto aire de marino. Su cara era curtida y con algunas cicatrices, mientras sus anchas y enérgicas quijadas demostraban fuerza de carácter y tenaz determinación.
—¿Se ha enfermado su hija?—le pregunté cuando la hube examinado bien.
—Hemos caminado mucho hoy, y creo que está rendida. Hace como media hora que sintió un desvanecimiento, y al sentarse perdió el conocimiento y quedó insensible.
—No debe permanecer aquí—observé cuando me hube dado cuenta de que el padre y la hija eran unos vagabundos.—Es tan grande el frío, que se helará completamente. Mi casa está un poco más allá. Voy en el acto y volveré con una persona que ayude a llevarla.
El hombre empezó a agradecerme, pero yo espoleé mi caballo, y pronto estuve en el patio de la cuadra. Llamé a Glave y le ordené que me acompañara al sitio donde habían quedado mis dos caminantes.
Un cuarto de hora después colocábamos a la pobre niña desmayada sobre un canapé en mi confortable y abrigado gabinete; le hacíamos beber a la fuerza un poco de brandy, y al fin abría sus ojos, llenos de asombro, mirando con infantil temor lo que la rodeaba, que era para ella completamente desconocido.
Su mirada se encontró con la mía, entonces vi que su rostro era de una belleza extraordinaria, de ese tipo moreno medio trágico, y que sus ojos resaltaban más brillantes por la palidez mortal de su cara.
Las facciones eran bien modeladas, hermosas y finas en todas sus líneas, y cuando se dirigió a su padre, para preguntarle qué había sucedido, noté que no era una simple criatura hija de los caminos, sino, al contrario, una niña sumamente inteligente, bien amanerada y de buena educación.
Su padre, en pocas palabras, le explicó nuestro inesperado encuentro y mi hospitalidad; entonces ella me sonrió dulcemente y pronunció algunas palabras de agradecimiento.
—Debe haber sido el intenso frío, me parece—añadió.—Me sentí de pronto entumecida, mi cabeza empezó a girar y no pude tenerme en pie. Pero realmente es mucha bondad en usted. Cuánto siento hayamos tenido que molestarle de esta manera.
Le aseguré que mi único deseo era verla completamente restablecida, y, mientras hablaba, no pude dejar de reconocer que su belleza era notable. Aun cuando muy niña, pues su figura no había acabado de desarrollarse completamente, su cara era, sin embargo, una de las más perfectas que he visto.
Desde el primer momento que mis ojos la vieron, me pareció indescriptiblemente encantadora. Era evidente que se encontraba sin fuerzas, como lo demostraba el modo penoso e inquieto con que se movía en el canapé. Su pobre falda negra y sus gruesas botas estaban llenas de barro y gastadas por las caminatas, y comprendí, por la manera cómo despejó su frente y echó abajo la desordenada masa de sus cabellos, que le dolía la cabeza.
Glave, que no se hallaba de muy buen humor por la presencia de esos dos vagabundos desconocidos, entró y me anunció que la comida estaba servida; pero ella, firmemente, aun cuando con dulzura y gracia, rehusó mi invitación a comer, diciendo que, si yo se lo permitía, prefería más bien quedarse allí delante del fuego media hora más.
En vista de esto, le envié un plato de sopa caliente por la anciana señora Axford, nuestra cocinera, mientras su padre, después de lavarse las manos y arreglarse un poco, me acompañó al comedor.
Parecía medio muerto de hambre, y al principio se mostró taciturno y reservado; pero luego, cuando hubo apreciado lo bastante mi carácter, me dijo que se llamaba Burton Blair, que hacía diez años que había perdido a su esposa, durante su ausencia en el extranjero, y que la pequeña Mabel era su única hija. Como su aspecto lo demostraba, la mayor parte de su vida la había pasado en el mar, y tenía su certificado de capitán de buque menor, pero últimamente había residido en tierra.
—Hace ya tres años que estoy aquí—continuó,—y puedo asegurarle que han sido bastante duros. ¡Pobre Mabel! Es un verdadero tesoro, como lo era su pobre y querida madre. Hace tres años que padece hambres y penas, y, sin embargo, jamás se ha quejado. Ya conoce mi carácter, sabe que cuando Burton Blair resuelve hacer una cosa ¡por Job! la hace—y apretó fuertemente sus enérgicas quijadas, mientras en sus ojos se reflejó una mirada de decisión y persistencia tenaz, la más terrible que he visto en un hombre.
—Pero ¿por qué razón, señor Blair, ha abandonado usted el mar para perecer de necesidad en la tierra?—le pregunté, pues la curiosidad habíase despertado en mí.
—Porque... porque tengo una razón... una razón muy poderosa—fue su contestación vacilante.—Usted me ve esta noche sin hogar y hambriento (rió amargamente Burton Blair), pero tal vez mañana podré ser un millonario.
Y su cara asumió una misteriosa expresión, inescrutable como la de una esfinge, que me dejó penosamente confundido.
Muchas y muchas veces desde entonces he recordado esas extrañas palabras proféticas que pronunció sentado en mi mesa, cuando no era más que un pobre vagabundo de los caminos, muerto de frío, hambriento, sucio, mal vestido y exhausto, pero que abrigaba la firme creencia, por absurdo que parezca, de que antes de mucho tiempo poseería millones.
Recuerdo bien cómo me sonreí al oír su vaga afirmación. Todo hombre que desciende mucho en la escala social, se aferra a la débil creencia de que su suerte cambiará, y que, debido a algún capricho de la fortuna, volverá sonriente a subir a su antiguo nivel. La esperanza jamás muere dentro del pecho del hombre arruinado.
Valiéndome de ciertas preguntas prudentes, traté de conseguir mayores informes sobre la esperanza que abrigaba de llegar a tener fortuna, pero no quiso decirme nada, absolutamente nada.
Después que comió bien, aceptó un cigarro, tomó su café con brandy, y fumó con la tranquilidad del hombre satisfecho, que no tiene un solo pensamiento que lo aflija ni ninguna preocupación en el mundo, o, mejor dicho, como un hombre que sabe exactamente lo que el destino le tiene reservado.
Así, desde el principio, Burton Blair fue un misterio. Cuando volvimos adonde estaba Mabel, la encontramos durmiendo tranquilamente, postrada por la fatiga. Entonces persuadí a su padre de que se quedara en mi casa aquella noche, con el fin de que la pobre niña pudiese descansar, y, como consintiera, nos volvimos al comedor, donde nos sentamos a fumar y permanecimos varias horas conversando.
Me refirió la historia de sus crueles años pasados en el mar, las extrañas aventuras que le habían sucedido en países salvajes, cómo escapó de una muerte segura en las manos de una tribu de nativos en Camarones, y cómo, por espacio de tres años, había sido capitán de un vapor de río en el Congo, representando en esas regiones el papel de un pioneer de la civilización.
Sus conmovedoras aventuras las relataba tranquila y naturalmente, sin fanfarronadas ni demostraciones de alarde, y su manera sencilla y verdadera me demostró que era uno de esos hombres que aman la vida de aventuras por sus vicisitudes y peligros.
—Y ahora ando detrás de los molinetes de Inglaterra—añadió riendo.—Usted debe pensar, no hay duda, que todo esto es muy extraño; pero, hablándole con sinceridad, señor Greenwood, le diré que me ocupo activamente en una investigación muy curiosa, cuyo feliz resultado me hará algún día poseedor de una fortuna que ni en mis sueños más extravagantes me forjé jamás. ¡Vea!—exclamó de pronto, con una mirada de extraña fiereza en sus grandes ojos obscuros, al desabotonarse rápidamente su saco azul y sacar de debajo de él un pedazo cuadrado y chato de gamuza muy usada y manchada, dentro de la cual parecía que se encerraba algún precioso documento u otro objeto de valor.—¡Mire! Mi secreto está aquí. Algún día descubriré la clave; puede ser mañana, pasado, o tal vez en el año próximo, pero al fin se producirá. ¿Cuándo? eso es absolutamente indiferente y sin valor. El resultado será el mismo. Mis años de continuo viaje e investigación se verán premiados, seré rico, y el mundo quedará maravillado.—Y, riéndose satisfecho, casi triunfante, volvió a guardar en su pecho, con todo cuidado, su precioso tesoro; luego se puso de pie y quedó parado dando la espalda al fuego, en la actitud de un hombre que confía completamente en lo que está escrito en el libro del destino.
Aquella escena de media noche, con todos sus románticos y extraños detalles, aquel episodio de lo pasado, cuando el fatigado caminante y su hija habían sido mis huéspedes por vez primera, y todos sus recuerdos acudieron a mi memoria la tarde fría y brillante en que descendí de un coche, al siguiente día de la investigación verificada en Manchester, delante de la gran mansión blanca de la plaza Grosvenor, y supe por Carter, el solemne sirviente, que la señorita Mabel estaba en casa.
Aquella espléndida morada, con sus exquisitas decoraciones, mobiliario verdaderamente de estilo Luis XIV, sus valiosas pinturas y magníficos ejemplares de esculturas del siglo diecisiete, morada de una persona para quien no significaban nada todo ese lujo y todo ese gasto, era seguramente un testimonio suficiente de que el pobre y mal traído vagabundo que había pronunciado esas misteriosas palabras en mi pequeño comedor cinco años antes, no había sido un charlatán o un necio fanfarrón.
El secreto encerrado dentro de esa sucia bolsita de gamuza, cualquiera que hubiese sido, le había producido más de un millón de libras esterlinas, y seguía siempre produciendo enormes sumas, hasta que la muerte había venido a poner fin repentinamente a su explotación. El misterio de todo aquello no tenía solución; el enigma era completo e indescifrable.
Estas y otras reflexiones cruzaron por mi mente al subir detrás del lacayo la ancha escalera de mármol y ser introducido en el gran salón oro y blanco, cuyas paredes estaban tapizadas por entrepaños de seda color rosa pálido, mientras sus cuatro grandes ventanas tenían vista sobre la plaza.
Todas esas pinturas inapreciables, esos hermosos muebles, gabinetes e incomparables bric-a-brac, habían sido comprados con el producto del misterioso secreto; de ese secreto que en el corto espacio de cinco años había transformado en millonario al vagabundo extenuado y sin hogar.
Contemplando distraídamente la melancólica plaza con sus árboles sin hojas, quedeme parado sin saber cómo haría para comunicar de la mejor manera posible la triste nueva de que era portador, cuando oí a mi espalda un suave «frou-frou» de una falda de seda, y, dándome vuelta prontamente, me encontré delante de la hija del muerto, cuyo aspecto era ahora, a la edad de veintitrés años, mucho más dulce, bello, gracioso y femenino, que cuando por vez primera nos habíamos conocido, tiempo ha, de una manera extraña y en medio de un camino.
Su negro traje, su figura temblorosa y sus pálidas mejillas, humedecidas por las lágrimas, me indicaron que esta joven, por quien tenía que velar, conocía ya la penosa y triste realidad. Se paró delante de mí, resaltando aún más su hermosa y trágica presencia, con su pequeña y blanca mano nerviosamente apoyada en el respaldo de una de las doradas sillas del salón, como buscando sostén en medio de su dolor.
—¡Lo sé!—exclamó con voz cortada, cosa desconocida en ella, y sus ojos fijos en mí.—Sé para qué ha venido a verme, señor Greenwood. Hace una hora que lo he sabido por el señor Leighton, que ha estado aquí. ¡Ah, mi pobre padre querido!—suspiró, y las palabras se anudaban en su garganta al correrle las lágrimas.—¿Para qué iría a Manchester? Sus enemigos han triunfado, como yo lo temía desde hace tiempo. Sin embargo, él no pensaba mal de nadie, ni creía en la perversidad de ningún hombre, pues tenía un corazón muy generoso. Siempre se negó a escuchar mis advertencias, y se reía de todas mis aprensiones. Pero ¡ay! la terrible realidad es ya un hecho. ¡Mi pobre padre!—tartamudeó, con su bello rostro blanco hasta los labios.—¡Está muerto... y su secreto ha desaparecido!
EN EL QUE SE CRUZA POR UN TERRENO PELIGROSO
—¿Sospecha usted, Mabel, que su papá ha sido víctima de una mala acción?—le pregunté a la pálida y enervada joven que estaba de pie delante de mí.
—Sí, lo sospecho—fue su contestación clara y sin vacilación.—Usted conoce su historia, señor Greenwood; usted sabe que él llevaba a todas partes un objeto guardado en una bolsita de gamuza, objeto que era su más precioso tesoro. El señor Leighton me ha dicho que se ha perdido.
—Desgraciadamente es así—repliqué.—Los tres la hemos buscado entre sus ropas y demás equipaje; hemos hecho averiguaciones e interrogado al sirviente del coche-restaurant que lo encontró sin conocimiento en el tren, a los mozos de cordel que lo llevaron hasta el hotel, y, en fin, a todo aquel que podía saber algo, pero no ha sido posible encontrar el menor rastro del objeto buscado.
—Porque ha sido robado deliberadamente—observó.
—Entonces usted abriga la creencia de que ha sido asesinado para ocultar el robo.
Movió la cabeza afirmativamente, con su cara siempre pálida y rígida.
—Pero recuerde, Mabel, que no existe prueba alguna de que se haya cometido un crimen. Ambos médicos, dos de los mejores de Manchester, han declarado que la muerte se ha producido debido a causas enteramente naturales.
—A mí no me importa nada de lo que ellos digan. La bolsita que mi pobre padre cosió con sus propias manos, que durante todos estos años pasados guardó tan cuidadosamente, y que por algún motivo extraño no quiso depositarla en ningún banco o en una segura caja de hierro, ha desaparecido. Sus enemigos se han posesionado de ella, como yo tenía la certeza de que lo harían.
—Recuerde que él me mostró esa bolsita de gamuza, la primera noche que nos conocimos—le dije.—Me declaró entonces que lo que en ella se encerraba le daría fortuna... y ciertamente que ha sido así—añadí, paseando la mirada por el magnífico salón.
—Le dio riquezas, pero no felicidad, señor Greenwood—respondió tranquilamente.—Esa bolsita, cuyo contenido jamás vi, ni supe lo que era, la llevó siempre consigo, ya en su bolsillo, ya pendiente del cuello, desde que vino a su poder, muchos años ha. En todos sus trajes tenía un bolsillo especial para guardarla, y de noche la colocaba en un cinturón, hecho también especialmente para el objeto, que usaba bien ajustado a la cintura. Creo que la consideraba como una especie de hechizo, o talismán, que, además de ser la fuente de su gran fortuna, lo preservaba de todas las desgracias y males. La razón de esto no puedo decirla, porque no la conozco.
—¿Nunca se cercioró usted de qué índole era el objeto que él consideraba tan precioso?
—Traté muchas veces de hacerlo, pero nunca quiso revelármelo. «Era su secreto» me decía, y no añadía una palabra más.
Reginaldo y yo habíamos tratado innumerables veces de saber lo que encerraba esa misteriosa bolsita, pero no habíamos tenido mejor éxito que la encantadora joven que estaba de pie delante de mí. Burton Blair era un hombre raro, tanto en actos como en palabras, muy reservado en sus asuntos particulares, y, sin embargo, aunque parezca bastante extraño, cuando la prosperidad le sonrió, convirtiose en un príncipe de bondad y de nobleza.
—¿Pero quiénes eran sus enemigos?—le inquirí.
—¡Ah! eso también lo ignoro completamente—respondió.—Como usted lo sabe, durante los dos últimos años se ha visto rodeado por aventureros y parásitos de todas clases, como les sucede siempre a los hombres ricos, a los cuales, Ford, su secretario, ha conseguido mantener a buena distancia. Puede ser que les fuera conocida la existencia de ese precioso objeto, y que mi pobre padre haya sido víctima de alguna trama infame. A lo menos esa es mi firme idea.
—Entonces, si es así, hay que informar a la policía—exclamé.—La bolsita de gamuza que él me mostró la noche de nuestro primer encuentro, se ha perdido, y aun cuando todos la hemos buscado con el mayor empeño y cuidado, ha sido inútil. Sin embargo, ¿qué beneficio podrá reportar a la persona que la posea, si le falta la clave de lo que en ella se encierra?
—¿Pero no estaba también esa clave, sea lo que fuere, en manos de mi padre?—preguntó Mabel Blair.—¿No fue el descubrimiento de esa misma clave lo que nos dio todo esto que poseemos?—repitió, con esa encantadora dulzura femenina que era su más atrayente característica.
—Exactamente. ¡Pero su papá, que era tan prudente y sagaz, no debía llevar consigo ambas cosas: el problema y la clave! No puedo creer que cometiese semejante necedad.
—Ni yo tampoco. Aun cuando era su única hija, y la depositaria de toda la historia de su vida, había una cosa que me ocultaba persistentemente, y era la índole de su secreto. Algunas veces he abrigado la sospecha de que tal vez no era muy honorable; que probablemente sería uno de esos que un padre no se atreve a revelar a su hija. Y, sin embargo, nadie lo ha acusado jamás ni le ha echado en cara un acto doloso o deshonesto. Otras veces me parecía notar en su fisonomía y maneras un sello de verdadero misterio, que me hacía pensar que el origen de nuestra fortuna ilimitada era extraño y romántico, y que si el mundo tenía conocimiento de él, lo consideraría como una cosa increíble. Una noche que estábamos sentados aquí después de la comida, y mientras fumaba, se entretuvo en hablarme de mi pobre madre, que murió en unas habitaciones de una obscura calle de Manchester, cuando él estaba ausente en un viaje por la costa occidental de Africa; pero en el correr de la conversación declaró que, si Londres llegaba a conocer alguna vez el origen de sus riquezas, se quedaría asombrado. «Pero—añadió—es un secreto que tengo la firme intención de llevármelo a la tumba.»
Muy extraño era, pero estas mismas palabras me las había dicho dos años antes, estando sentado delante del fuego en nuestras habitaciones de la calle Great Russell, al hacerle yo alusión a su maravillosa suerte. Estaba muerto, y una de dos, o había cumplido su amenaza de destruir toda prueba de su secreto, encerrado en la usada bolsilla de gamuza, o le había sido hábilmente robado.
La curiosa y mal escrita carta que había encontrado en el equipaje de mi amigo, a la vez que me había llenado de confusión, había hecho nacer en mí ciertas sospechas que hasta ese momento no había abrigado. No le dije nada de esto a Mabel, porque no deseaba causarle mayores penas ni ansiedades. Desde que nos habíamos conocido la primera vez, y durante todos los años transcurridos, siempre habíamos sido buenos amigos. Aun cuando Reginaldo era quince años mayor que ella, y yo trece, creo que a los dos nos consideraba como si hubiéramos sido sus hermanos mayores.
Nuestra amistad había principiado desde el día que encontramos a Burton Blair muriéndose de hambre y vagando por los caminos, y nos unimos para costear, con nuestros modestos recursos, su educación y la pusimos en una escuela de Bournemouth para que se acabara de perfeccionar.
Resolvimos que era completamente imposible permitir que una niña tan joven y delicada anduviera vagando por toda Inglaterra sin objeto determinado, en busca de algún vago informe secreto que parecía ser el fin de su errante padre; por lo tanto, después de aquella noche en que nos conocimos por vez primera en Helpstone, Burton Blair y su hija permanecieron una semana como nuestros huéspedes, y al cabo de muchas consultas y pequeñas economías, conseguimos poner a Mabel en la escuela, servicio que después ella nos agradeció con la más noble sinceridad.
Pobre criatura, cuando el destino nos hizo encontrarla, estaba completamente debilitada y exhausta. La pobreza ya había impreso su marca indeleble en su dulce rostro, y su belleza empezaba a marchitarse bajo el peso de los sufrimientos, decepciones y viajes errantes, cuando tan felizmente la descubrimos y nos fue posible arrancarla de esa vida de privaciones, dolorosas caminatas y fatigas, a través de interminables caminos.
Contra lo que nosotros esperábamos, transcurrió bastante tiempo antes que pudiéramos conseguir que Blair consintiese en que su hija volviera al colegio, porque, en verdad, tanto el padre como la hija se amaban entrañablemente y estaban muy apegados. Sin embargo, al fin triunfamos, y cuando el tosco y barbudo caminante llegó a ver realizados sus deseos, no se olvidó de agradecernos de una manera muy positiva lo que por ellos habíamos hecho. Realmente, nuestra desahogada posición actual se la debíamos a él, porque no sólo le había regalado a Reginaldo un generoso cheque que lo puso en condiciones de pagar todas las deudas que pesaban sobre su negocio de encajes de la calle Cannon, sino que a mí me había enviado, hacía tres años, con motivo de ser el día de mi cumpleaños, dentro de una modesta caja de plata, una letra contra sus banqueros, por una buena cantidad, lo cual me proporcionó, desde entonces, una pequeña renta anual muy confortable.
Burton Blair nunca olvidó a sus amigos... ni tampoco perdonó una mala acción que se cometiera con él. Mabel era su ídolo, la única y verdadera depositaria de sus secretos, y parecía todavía más extraño que ella no supiera absolutamente nada sobre la misteriosa fuente de donde surgían sus colosales entradas.
Permanecimos sentados más de una hora en ese gran salón, cuyo mismo esplendor respiraba misterio. La señora Percival, la agradable dama patrocinadora y compañera de Mabel, viuda de cierta edad de un cirujano naval, entró donde estábamos nosotros, pero pronto se retiró, completamente trastornada, al tener conocimiento del trágico suceso.
Cuando le comuniqué a Mabel la promesa que le había hecho a su padre, sus pálidas mejillas se cubrieron de un leve carmín.
—Ciertamente, es mucha bondad la suya, señor Greenwood, molestarse por mis asuntos—me dijo, mirándome y bajando luego sus ojos modestamente.—Supongo que en adelante tendré que considerarlo como mi tutor—y riose ligeramente, dando vuelta a su anillo en derredor de su dedo.
—No como a su tutor legal—contesté.—Los abogados de su papá serán, no hay duda, quienes ocuparán ese puesto, pero sí, más bien, como su protector y amigo.
—¡Ah!—respondió tristemente,—creo que necesitaré ambas cosas, ahora que ya no existe mi pobre padre.
—Hace ya más de cinco años que soy su amigo, Mabel, y, por lo tanto, confío en que me permitirá cumplir la promesa que hice a su papá—exclamé, poniéndome de pie delante de ella y hablándole con profunda solemnidad.—Sin embargo, desde el principio debemos entendernos de una manera clara y formal. Por consiguiente, permítame, Mabel, que le hable en este momento con toda la mayor ingenuidad posible, como un hombre lo debe hacer con una mujer que es su verdadera amiga. Es usted joven, Mabel, y... vamos, usted lo sabe, muy... muy bella...
—No, señor Greenwood, le aseguro que hace usted muy mal en decir eso—me interrumpió, sonrojándose al escuchar mi cumplimiento.—Estoy convencida de que...
—Escúcheme, le ruego—continué con fingida severidad.—Es usted joven, muy bella y rica; posee, por lo tanto, los tres atributos necesarios que hacen que una mujer sea preferida en nuestra actual época moderna, ya que ahora se estiman en tan poca cosa el amor y los sentimientos. Bien entonces; las personas que observen nuestra íntima amistad declararán, no hay duda, con mala intención, que estoy tratando de casarme con usted por su dinero. Estoy seguro de que el mundo dirá esto, pero yo quiero que usted me prometa refutar en el acto semejante afirmación. Deseo que usted y yo seamos amigos firmes y sinceros, como lo hemos sido siempre, sin el más ligero pensamiento de afecto recíproco. Puedo admirarla, como siempre la he admirado, lo declaro ahora, pero todo amor de mi parte hacia usted está completamente descartado, teniendo presente que soy un hombre de recursos limitados. Comprenda bien, Mabel, que no deseo hacer méritos por lo pasado, ahora que su padre no existe y se encuentra usted sola. Comprenda también, desde el principio, que al tenderle mi mano lo hago como amigo sincero, lo mismo que lo haría con Reginaldo, mi antiguo condiscípulo y mejor amigo, y que, en adelante, defenderé sus intereses como si fuesen los míos propios.—Y, entonces, le tendí mi mano.
Durante un momento vaciló, porque mis palabras, al parecer, le habían producido la más profunda impresión.
—Muy bien—dijo tartamudeando, y me miró a la cara un segundo.—Es un convenio, si así lo quiere usted.
—Deseo, Mabel, cumplir la promesa que le hice a su padre. Como usted sabe, tengo para con él una gran deuda de gratitud por su generosidad, y anhelo, por consiguiente, como prueba de mi agradecimiento, ocupar su lugar y proteger a su hija, proteger a usted, Mabel.
—¿Pero no somos, acaso, nosotros dos, mi padre y yo, los que estamos, en primer término, endeudados con usted?—exclamó.—Si no hubiera sido por la benevolencia del señor Seton y de usted, yo habría seguido vagando, tal vez, hasta morir en algún camino.
—¿Y qué es lo que su papá buscaba?—le pregunté.—Seguramente, él se lo debió decir.
—No, nunca me lo dijo. Ignoro la razón que tuvo para andar tres años recorriendo toda Inglaterra. Tenía un fin expreso, no hay duda, que al cabo realizó, pero jamás me reveló lo que era.
—Supongo que debía ser algo que se relacionara con el objeto que llevaba siempre consigo, ¿no es verdad?
—Creo que sí—fue su contestación. Luego añadió, volviendo a sus observaciones anteriores.—¿Por qué habla usted de su deuda para con él, señor Seton, cuando yo bien sé que usted, con el fin de poder pagar la pensión de mi colegio en Bournemouth, vendió su mejor caballo, y no pudo, por consiguiente, gozar de sus cacerías esa temporada? Se privó usted del único placer que tenía, para que yo pudiera estar en las mejores condiciones posibles.
—Le prohíbo que vuelva a mencionar eso—le dije rápidamente.—Recuerde ahora que somos amigos, y que entre amigos no puede haber cuestiones de deudas.
—Entonces no debe usted hacer alusión a los pequeños servicios que mi padre le hizo—respondió riendo.—¡Vamos, voy a ser ingobernable, si usted no sabe cumplir la parte que le toca en el convenio!
Y así fue cómo nos vimos obligados, desde ese momento, a renunciar a todo, y volver a reanudar nuestra amistad sobre una base firme y perfectamente bien definida.
Sin embargo, ¡qué extraño era! La belleza de Mabel Blair, al contemplarla de pie, delante de mí, en aquella magnífica mansión, que ahora le pertenecía exclusivamente, era, no hay duda, capaz de trastornar la cabeza de cualquier hombre que no fuese un juez severo o un cardenal católico; muy diferente, por cierto, de la pobre niña, desmayada y sin fuerzas, que por primera vez vi caída, junto al camino, en medio del triste crepúsculo invernal.
EN EL CUAL EL MISTERIO AUMENTA CONSIDERABLEMENTE
La desaparición o pérdida del precioso objeto, documento o lo que fuese, encerrado dentro de la bolsita de gamuza, que el muerto había conservado tan cuidadosamente durante tantos años, era ahora, por sí sola, una circunstancia muy sospechosa, mientras las vagas pero firmes aprensiones de Mabel, que no quería o no podía definir, habían despertado en mí nuevos recelos sobre la muerte de Burton Blair, recelos que me hacían pensar que había sido víctima de una infamia.
En el acto que me despedí de ella, me encaminé a Bedford Row, donde tuve otra consulta con Leighton, al cual le expliqué mis serios temores.
—Como ya le dije, señor Greenwood—exclamó el abogado cuando hube terminado, recostándose en su silla y mirándome gravemente a través de sus anteojos,—creo que mi cliente no ha fallecido de muerte natural. En su vida ha habido algún misterio, alguna extraña circunstancia romántica que, desgraciadamente, nunca creyó conveniente confiármela. Poseía un secreto, según me dijo, y, debido al conocimiento de ese secreto, obtuvo su gran fortuna. Hace media hora que he hecho un cálculo aproximado del valor actual de sus bienes, y, por lo bajo, creo que la suma pasará de dos y medio millones de esterlinas. Pero decirle, en confianza, que el total de esta fortuna pasa derecho a su hija, exceptuando varios legados, entre los cuales están incluidas diez mil libras para el señor Seton y otras diez mil para usted; dos mil para la señora Percival, y algunas pequeñas sumas para los sirvientes. Pero—añadió,—hay una cláusula en el testamento muy enigmática, y que le afecta a usted íntimamente. Como ambos tenemos sospechas de que se ha cometido un acto infame, pienso que puedo mostrársela ahora mismo, sin aguardar el entierro de mi infortunado cliente, y la lectura formal de su testamento.
Se levantó, y de una gran caja negra de papeles, con la siguiente inscripción: «Burton Blair, Esquire», sacó el testamento del muerto, y, abriéndolo, me mostró la siguiente cláusula:
«(10) Dono y lego a Gilberto Greenwood, de Los Cedros, Helpstone, la bolsita de gamuza que se encontrará en mi persona en el momento de mi muerte, con el objeto de que pueda sacar provecho de lo que hay dentro de ella, y como compensación de ciertos servicios valiosos que me hizo. Pero es preciso que recuerde siempre esta rima:
Henry the Eighth was a knave to his queens,
He'd one short of seven—and nine or ten scenes!
y que sepa ocultar muy bien el secreto a todos los hombres, exactamente como yo lo he hecho.»
Era todo. ¡Una cláusula extraña, ciertamente! ¡Burton Blair, después de todo, me había legado su secreto; el secreto que le había dado su colosal fortuna! Sin embargo, había desaparecido... robado, probablemente, por sus enemigos.
—Es una copla curiosa—sonrió el abogado.—Pero el pobre Blair tenía, según creo, poca cultura literaria. Poseía mayores conocimientos marinos que poéticos. Empero, después de todo, la situación es bien molesta e intrigada para usted, el secreto del origen de la enorme fortuna de mi cliente le ha sido legado, y, ahora, se encuentra con que le ha sido robado de esta extraña manera.
—Pienso que sería mejor consultar a la policía, y explicar nuestras sospechas—dije con amarga pena al ver que la bolsita de gamuza había caído en otras manos.
—Estoy completamente de acuerdo con usted, señor Greenwood. Iremos juntos a la Scotland Yard y solicitaremos que inicien las pesquisas necesarias. Si, en efecto, el señor Blair ha sido asesinado, entonces el crimen se ha cometido de la manera más secreta y notable, para decir lo menos posible. Pero hay otra cláusula en el testamento, que es algo inquietante, y que se relaciona con su hija Mabel.
El testador ha designado como su secretario y administrador de sus bienes, a una persona desconocida para mí, de quien nunca he oído hablar: a un tal Paolo Melandrini, italiano, que, según parece, vive en Florencia.
—¡Qué!—grité, atónito.—¡A un italiano para secretario de Mabel! ¿Quién es ese hombre?
—Una persona que no conozco, como ya he dicho, cuyo nombre, en verdad, nunca se lo oí mencionar a mi cliente. Cuando hice el testamento, no hizo más que dictármelo para que yo lo escribiese.
—¡Pero eso es absurdo!—exclamé.—Ciertamente que no es posible permita usted que un extranjero desconocido, que bien puede ser un aventurero por todo lo que sabemos, tenga completo contralor sobre sus bienes.
—Temo que no se pueda evitar—replicó Leighton, gravemente.—Aquí está escrito, y nos veremos obligados a comunicarle a este hombre, sea quien sea, su nombramiento, con un sueldo de cinco mil libras anuales.
—¿Y tendrá, en efecto, completo poder sobre sus asuntos?
—Absolutamente. Para decir verdad, ella hereda toda la fortuna con la condición de que acepte a este individuo como su secretario y consejero confidencial.
—¡Blair debía estar loco!—exclamé.—¿Conoce Mabel a este misterioso italiano?
—No ha oído nunca nada sobre él.
—En ese caso, pienso que antes de informarlo de la muerte del pobre Blair y de la buena fortuna que le aguarda, debemos, por lo menos, descubrir quién es él. De cualquier modo, podemos vigilarlo cuidadosamente, una vez que esté en su puesto, y ver que no malgaste el dinero de Mabel.
El abogado suspiró, limpió lentamente sus anteojos, y observó:
—Tendrá en sus manos la administración de todo, y, por lo tanto, será difícil saber lo que desaparece, o cuánto guarda en su bolsillo.
—Pero, ¿qué motivo pudo tener Blair, o qué se posesionó de él, para haber dictado semejante cláusula? ¿Usted no le hizo notar la locura que cometía?
—Sí, se lo hice notar.
—¿Y qué le dijo?
—Reflexionó un momento, pensó mis palabras, suspiró, y luego me contestó: «Es imperativo, Leighton. No tengo otra alternativa.» Por eso he sospechado que procedió así bajo presión.
—¿Cree usted que este extranjero estaba en condiciones de exigírselo?
El abogado sacudió afirmativamente la cabeza. Era evidente que él opinaba que existía una razón secreta para introducir en la casa de Mabel a este desconocido, razón sólo conocida por Burton Blair y este individuo. Me pareció extraño que Mabel no me lo hubiera dicho, pero quizá habría vacilado al manifestarle yo la promesa que le habría hecho a su padre, y en vista de eso, no se habría animado a herir mis sentimientos. La situación se hacía, cada hora que pasaba, más misteriosa y complicada.
Yo estaba, sin embargo, decidido a efectuar dos cosas: primero, recuperar el objeto más precioso del millonario, el cual me lo había legado junto con la orden expresa de recordar esa copla extraordinaria, que se había impreso en mi mente; y segundo, hacer averiguaciones secretas sobre este extranjero desconocido, que tan repentinamente había aparecido tomando parte en el asunto.
Aquella misma tarde, a eso de las seis, habiéndome reunido con Reginaldo, pues así lo habíamos convenido, en el estudio del señor Leighton, los tres subimos a un coche y nos dirigimos a la Scotland Yard, donde tuvimos una larga conferencia con uno de los oficiales superiores de la policía, a quien explicamos las circunstancias y nuestras sospechas de que se hubiera cometido un crimen.
—Voy a ordenar, por cierto, que se hagan averiguaciones en Manchester y en otras partes—contestó al fin,—pero como el testimonio médico ha demostrado tan concluyentemente que ese caballero ha muerto por causas naturales, no me es posible abrigar muchas esperanzas de que nuestro departamento policial de detectives o el de Manchester pueda ayudarles. Los motivos que alegan ustedes para suponer que ha sido víctima de un acto infame, son muy vagos, como deben ustedes mismos reconocerlo, y, según mi entender, la única base verdadera que tienen para estas sospechas es el robo de ese documento, objeto o lo que sea, que llevaba consigo. Sin embargo, no se mata a un hombre, por lo general, a la plena luz del día, con el fin de cometer un robo, que cualquier ratero hábil lo puede hacer sin recurrir a ese medio. Además, si sus enemigos o rivales sabían lo que era o conocían la costumbre que tenía de llevarlo siempre consigo, habrían podido apoderarse de él fácilmente sin asesinarlo.
—Pero él estaba en posesión de cierto secreto—observó el abogado.
—¿De qué índole era el secreto?
—Desgraciadamente, no tengo la menor idea sobre ello. Nadie lo conoce. Todo lo que sabemos es que su posesión lo sacó de la pobreza y lo enriqueció, y que había una persona, por lo menos, que estaba ansiosa por conseguir poseerlo.
—Naturalmente—observó el anciano director auxiliar de la oficina de investigaciones criminales.—Pero ¿quién es esa persona?
—Tengo la desgracia de no saberlo. Mi cliente me lo manifestó hará un año, pero no me indicó ningún nombre.
—¿Entonces, no abriga usted sospechas sobre alguien, sea quien sea?
—A nadie puedo señalar. La bolsita de gamuza, dentro de la cual estaba el documento u objeto, ha sido robada, y este hecho ha despertado nuestros recelos.
El enjuto y grave empleado movió la cabeza muy dudosamente.
—Esa no es bastante base para fundar una sospecha de asesinato, especialmente cuando hay que tener en cuenta que poseemos todos los testimonios de la pesquisa que se ha efectuado, de la autopsia y del veredicto unánime del jurado de los coroner. No, caballeros—añadió,—no encuentro un fundamento serio para abrigar sospechas verdaderas. Después de todo, puede ser que el documento no haya sido robado. Parece que el señor Blair era de un carácter algo excéntrico, como muchos hombres que repentinamente surgen y se elevan en el mundo, y es posible lo haya ocultado en algún punto seguro. Para mí, esto me parece que es lo más probable, especialmente cuando él había expresado el temor de que sus enemigos trataran de apoderarse de él.
—¡Pero, si hay sospecha de crimen, es deber de la policía investigarlo, ciertamente!—exclamé yo, con algún resentimiento.
—Convencido. Pero ¿dónde está la sospecha? Ni los médicos, ni el coroner, ni la policía local, ni el jurado, abrigan la menor duda de que no ha muerto por causas naturales—arguyó.—En este caso, la policía de Manchester no tenía derecho ni necesidad de intervenir en el asunto.
—Pero ha habido un robo.
—¿Qué prueba tienen ustedes de eso?—preguntó, levantando sus cejas encanecidas y golpeando la mesa con su pluma.—Si pueden ustedes demostrarme que se ha cometido un robo, entonces pondré en movimiento las varias influencias bajo mi mando. Por el contrario, ustedes sólo sospechan que esa bolsita, cuyo contenido se ignora, ha sido robada. Sin embargo, puede ser que esté oculta en algún punto difícil de descubrir, pero, no obstante, bien segura. Como ustedes tres, empero, sostienen que el desgraciado caballero ha sido asesinado con el fin de apoderarse de este misterioso y pequeño objeto, que él guardaba con tanto cuidado, me comunicaré con la policía de la ciudad de Manchester y le pediré que hagan todas las averiguaciones que le sea posible. Más que eso, caballeros—añadió suavemente,—temo que mi departamento no pueda ayudarles.
—Entonces, todo lo que me queda que responder—observó el señor Leighton, duramente,—es que está completamente justificada la opinión pública sobre la futilidad de esta rama de la policía, para el descubrimiento de los crímenes, y no dejaré de llamar la atención del público en este asunto por medio de la prensa. Es, sencillamente, una vergüenza.
—Yo, señor, procedo según mis instrucciones, como también en conformidad con lo que usted mismo me ha manifestado—respondió.—Le aseguro a usted que, si yo ordenase que se hiciesen investigaciones en todos los casos en que se sospecha o se afirma que se han cometido homicidios, necesitaría una fuerza de detectives tan grande como la del ejército inglés. No pasa un día sin que reciba docenas de visitantes secretos y de cartas anónimas, todas ellas comunicando supuestos asesinatos, en que, generalmente, se mencionan personas por quienes tienen algún motivo de antipatía. Dieciocho años al frente de este departamento pienso que me han enseñado a saber distinguir los casos que merecen ser investigados, y el de ustedes no lo es.
Todo argumento probó ser inútil. El funcionario policial tenía la convicción de que Burton Blair no había sido víctima de un crimen, y, por lo tanto, no podíamos esperar ninguna ayuda de él. Con marcado disgusto nos levantamos y salimos de la Scotland Yard, volviendo a Whitehall.
—¡Es un escándalo!—declaró enojado Reginaldo.—El pobre Blair ha sido asesinado, todo parece indicarlo, y la policía, sin embargo, no quiere levantar ni un dedo para ayudarnos a conocer la verdad, porque un médico ha descubierto que el corazón era su punto débil. Es fijar un premio al crimen—añadió, cerrando los puños ferozmente.—Voy a referirle todo el asunto a mi amigo Mill, el miembro del Parlamento por Derbyshire del Oeste, y pedirle que haga una interpelación en la Cámara de los Comunes. ¡Veremos qué dice a esto el nuevo secretario del interior! Será una píldora bien desagradable para él, no lo dudo.
—¡Oh! ya tendrá preparada alguna disculpa oficial escrita a máquina, no tema usted—rió Leighton.—Si ellos no quieren ayudarnos, nosotros debemos hacer las investigaciones por nuestra cuenta.
El abogado se despidió de nosotros en la plaza Trafalgar, conviniendo en reunirse con nosotros en la de Grosvenor, después del funeral, para leer formalmente el testamento delante de la hija del muerto y de su compañera, la señora Percival.
—Y, después—añadió,—tendremos que dar pasos activos para descubrir a este misterioso individuo que en lo porvenir deberá manejar su fortuna.
—Yo seré quien me encargue de las averiguaciones—dije.—Felizmente, hablo el italiano, y, por consiguiente, antes de comunicarle la muerte de Blair, iré a Florencia y me cercioraré de quién es este hombre.
En verdad, abrigaba la sospecha de que la carta que había tomado de entre los papeles del muerto, la cual la había guardado secretamente para mí, había sido escrita por este individuo, Paolo Melandrini. Aun cuando no tenía dirección ni firma, y estaba escrita con un carácter de letra pesado y falto de educación, era, evidentemente, la carta de un toscano, pues descubrí en ella cierta ortografía fonética, que es puramente florentina. La extraña comunicación decía lo siguiente:
«Su carta me llegó esta mañana. El ceco (ciego) está en París, de paso para Londres. Lo acompaña la niña, y es evidente que algo saben. Por lo tanto, tenga mucho cuidado. El y sus ingeniosos amigos tratarán, probablemente, de jugarle una mala partida.
»Yo estoy todavía en mi puesto, pero el agua ha subido tres metros, debido a las grandes lluvias que se han producido. Sin embargo, la explotación ha sido buena, así es que espero verme con usted, a la hora de las vísperas, en San Frediano, en la tarde del día 6 del próximo. Tengo algo muy importante que decirle. Recuerde que «el ceco» tiene malas intenciones, y proceda en conformidad a ellas. Addio.»
Innumerables veces traduje, palabra por palabra, esta curiosa misiva. Me parecía llena de un significado y doble sentido ocultos.
Lo más probable era que la persona conocida con el sobrenombre de «el ciego», que era el enemigo de Blair, según se adivinaba por la carta, había conseguido apoderarse de la preciosa bolsita de gamuza, que, por derecho, me pertenecía ahora, como también del misterioso secreto que encerraba.
EN EL QUE FIGURAN TRES AES MAYÚSCULAS
El acto que se llevó a cabo la siguiente tarde en la biblioteca de la mansión de la plaza Grosvenor fue, como puede suponerse, muy triste y penoso.
Mabel Blair, vestida de luto, con sus ojos llenos de lágrimas, permaneció sentada y silenciosa mientras el abogado leyó secamente el testamento, cláusula por cláusula.
No hizo ni un comentario, cuando ni siquiera proclamó la designación que había hecho el muerto, nombrando al italiano desconocido para administrador de la fortuna de su hija.
—Pero ¿quién es ese hombre, me hace el favor de decir?—preguntó la señora Percival, con su voz tranquila y educada.—Jamás oí al señor Blair hablar de esa persona.
—Ni yo tampoco—declaró Leighton, que había suspendido un momento para arreglarse bien los anteojos, y después prosiguió la lectura del documento hasta el fin.
Todos nos alegramos cuando terminó la grave ceremonia. En seguida, Mabel me indicó, en voz baja, que deseaba verse a solas conmigo en el salón de la mañana; y cuando estuvimos los dos allí y hube cerrado la puerta, me dijo:
—Anoche he estado registrando la pequeña caja de hierro que hay en el dormitorio de mi padre, donde algunas veces guardaba sus papeles particulares, cartas confidenciales y otras cosas. Encontré una cantidad de cartas de mi pobre madre, que le había escrito hacía años, cuando andaba navegando, pero nada más, salvo esto.—Y sacó de su bolsillo una pequeña carta de juego, manchada y arrugada, un as de copas, sobre la cual había escritas ciertas mayúsculas cabalísticas, en tres columnas.
Con el fin de que mis lectores puedan darse clara cuenta del arreglo y posición en que estaban las letras, creo conveniente reproducirla aquí.
A | A | |
O | O | |
N | I | |
O | I | |
S | N | |
T | ||
G | ||
K | ||
A |
—¡Es curioso!—observé, dándole vuelta en mi mano ansiosamente.—¿Ha tratado usted de descubrir qué significado encierran estas palabras?
—Sí, pero creo que son cifradas. Notará usted que las dos columnas superiores empiezan con A, y que la de abajo termina con la misma letra. La carta es el as de copas, y, en todos estos puntos, descubro algún significado oculto.
—No hay duda—respondí.—¿Pero se ha fijado usted si estaba guardada cuidadosamente?
—Sí, estaba dentro de un sobre de hilo, bien sellado, y con un letrero de mi padre, que decía: «Burton Blair, privado». ¿Qué podía significar?
—¡Ah! yo también cavilo en lo mismo—exclamé, reflexionando profundamente en el asunto y contemplando aún las tres columnas de catorce letras. Traté de descifrar aquel enigma por los métodos de uso general y conocidos, pero no pude sacar nada inteligible. Aquí se encerraban algunas palabras ocultas, y siendo completamente indescifrables, me producían ansiedad y me daban mucho que pensar. La razón por qué Blair había conservado esa carta con tan profunda reserva, era un misterio, por no decir otra cosa.
Sospeché que en ella debía haber algún hilo oculto de su secreto, pero no pude adivinar de qué naturaleza sería.
Después que discutimos largamente el asunto, sin llegar a ninguna conclusión satisfactoria, le aconsejé que hiciera un viaje al extranjero con la señora Percival, por unas pocas semanas, para que cambiara de ambiente y se esforzara en olvidar su inesperada desgracia, pero sacudió la cabeza, murmurando:
—No, prefiero quedarme aquí. La pérdida de mi querido padre me será tan dolorosa aquí como en el extranjero.
—Pero debe tratar de olvidar—insistí con profunda simpatía en presencia de su pena.—Nosotros estamos haciendo los mayores esfuerzos para descubrir el misterio que rodeaba las acciones de su padre y las causas que han producido su muerte. Esta noche parto para Italia, con el objeto de hacer averiguaciones secretas sobre este individuo que ha sido nombrado su secretario.
—¡Ah! sí—suspiró.—¿Qué motivo podrá haber tenido mi padre para poner mis asuntos en manos de un extranjero? ¿Quién será este hombre?
—Probablemente, debe ser algún antiguo amigo de su papá—le indiqué.
—No—contestó.—Yo conozco a todos sus amigos. Sólo tuvo un secreto para mí, el del origen de su fortuna. Siempre se negó a decírmelo.
—Parto directamente para Florencia, y veré de descubrir todo lo que pueda antes que los abogados le notifiquen a este misterioso individuo el fallecimiento de su papá—le dije.—Puede ser que consiga saber algo que nos sea de mucho beneficio en el porvenir.
—¡Ah! es usted muy bueno, señor Greenwood—replicó, levantando sus hermosos ojos y mirándome con una expresión de profunda gratitud. Debo confesar que la idea de tener que verme íntimamente ligada a un desconocido, y que este desconocido es un extranjero, me produce un gran temor y recelo.
—Pero tal vez sea joven y buen mozo el verdadero Paolo del romance... y usted su Francesca—le indiqué sonriendo.
Sus dulces labios se entreabrieron ligeramente, pero sacudió la cabeza, suspirando al contestar:
—Hágame el favor de no anticipar nada sobre eso. Confío y espero que sea viejo y muy feo.
—De modo que no pueda despertar mis celos, ¿no es verdad?—exclamé riendo.—Le aseguro, Mabel, que si nuestra amistad no estuviese apoyada sobre bases tan bien definidas, me permitiría representar el papel de amante. Usted sabe que yo...
—Vamos, déjese de necedades—interrumpió, levantando su pequeño dedo con fingida reprobación.—Recuerde lo que dijo ayer.
—Dije lo que pensaba y tengo intención de hacer.
—Y lo mismo hice yo. Hablándole con franqueza, le diré que me gusta considerarlo como si fuese mi hermano mayor—declaró.—Creo que nunca amaré a nadie—añadió, pensativamente, mirando el brillante fuego de la chimenea.
—No, no; no diga eso, Mabel. Algún día encontrará a un hombre de su misma condición, lo amará, se casará con él y será feliz—le observé, con mi mano apoyada en su hombro.—Recuerde que con su fortuna puede elegir la flor del mercado matrimonial.
—¿Algún joven aristócrata empobrecido, quiere usted significar? No, gracias. He tenido oportunidad de conocer a un buen número de ellos, pero su afecto simulado ha sido siempre demasiado débil. La mayoría de ellos querían mi dinero para poder levantar los gravámenes de sus posesiones. No, preferiría, más bien, a un hombre pobre... aun cuando es seguro que nunca me casaré... nunca, jamás.
Permanecí callado un momento; luego le dije con torpeza:
—Yo siempre pensé que se casaría usted con el joven lord Newborough. Parecían muy buenos amigos.
—Lo éramos... hasta que él me propuso casamiento.
Y mirome a la cara con esa franca y serena mirada de sus espléndidos ojos, en los cuales se reflejaba una expresión llena de asombro, casi como los de una criatura.
Su carácter era extrañamente complejo. Cuando era una niña alta y de figura sinuosa, en los primeros días de nuestra amistad, conocí que era altiva, de elevados pensamientos y tenaz, pero, al mismo tiempo, de una índole dulce y afectuosa, que la hacía atrayente y simpática para todos aquellos que la conocían y tenían contacto con ella. Su natural era tan tranquilo y suave, que el amor en ella parecía un impulso inconsciente.
A menudo había pensado que era demasiado buena, demasiado dulce y demasiado bella, para ser lanzada en medio de los zarzales del mundo, verse expuesta a caer y herirse con las espinas de la vida. El mundo es tan cruel y despiadado y está tan lleno de trampas para la juventud incauta de la alta sociedad, como para la de las clases bajas. Por lo tanto, era mi deber, si me hallaba dispuesto a cumplir mi promesa hecha al hombre que descansaba silencioso en su tumba, protegerla de los mil y un engaños de aquellos que se esforzarían en tratar de aprovecharse de su sexo e inexperiencia.
Sus privaciones y vida de sufrimientos cuando niña, mientras su padre se encontraba ausente en el mar, y esos meses de fatiga y caminatas en busca de los molinetes de Inglaterra, habían hecho su efecto en ella. Para Mabel, el amor casi no era una pasión o sentimiento, sino más bien un encanto ilusorio, un sueño que un hechizo de hadas destruía o afirmaba a su capricho. Era tan exquisitamente delicado su carácter, como lo era su rostro, que parecía que hasta el más leve contacto lo profanaría. Como las notas de una dulce y melancólica música que llega notando en las alas de la noche y del silencio, y que más bien sentimos que oímos; como la suave exhalación de la violeta que fenece sobre el sentido que hechiza; como el copo de nieve que se disuelve en el aire antes que lo haya empañado la tierra; como la ligera marea separada de la fuerte ola que una ráfaga la destruye, tal era su naturaleza, rebosante de esa modestia, gracia y ternura, sin las cuales una mujer no es mujer.
Mientras la veía allí de pie delante de mí, delicada y frágil figura vestida de riguroso luto, con su mano entre las mías, agradeciéndome la investigación que iba a emprender en favor de ella, y deseándome bon voyage, me estremecí al pensar qué sería de ella viéndose arrojada en medio de una suerte adversa y cruel, de todas las corrupciones y lobos hambrientos de la sociedad, tal vez sin energía para resistir, sin voluntad para proceder, o sin fuerza para sufrir.
Sola y desamparada en semejante caso, el fin tenía que ser inevitablemente desastroso.
Me despedí de Mabel, alejándome con el sentimiento de que, amándola como confieso que la amaba, sin embargo era indigno de ella. Ciertamente, ¡estaba jugando una partida peligrosa!
Desde aquella noche de invierno en que nos conocimos en Helpstone, había concebido un afecto poderoso, sincero y creciente por ella; pero ahora que era dueña de grandes riquezas, me daba cuenta de que había dos barreras que se oponían a nuestro casamiento: la diferencia de edades y el hecho de ser yo un hombre pobre. En verdad, ella jamás había desplegado para cautivarme ninguna de las coqueterías femeninas, ni nunca me había dado el menor motivo o pretexto que me hiciese pensar que yo la había conquistado. Había hablado con franqueza y sinceridad: ella me consideraba como si hubiese sido su hermano mayor; eso era todo.
Aquella misma noche, mientras me paseaba por la cubierta del vapor que atravesaba el canal en medio de un fuerte viento de invierno, contemplando la luz giratoria de la bahía de Calais, que a cada momento se distinguía mejor, mis pensamientos estaban dedicados a ella.
El amor es el maestro, la pena es el domesticador, y el tiempo es el médico del corazón humano. Mientras las máquinas se movían, el viento rugía y el agitado mar se sacudía violentamente, yo me paseaba de arriba abajo, cavilando, confundido en la carta de juego que llevaba en mi bolsillo, y reflexionando en todo lo que había sucedido. Las fértiles fantasías de la juventud, las visiones de esperanzas ha tiempo fenecidas, las sombras de alegría no producidas, los vivos colores de la aurora de la existencia; en fin, todo lo que mi memoria había atesorado, desfilaron por delante de mí, pero ya no existían dentro de mi corazón.
Recordé esa verdad de Rochefoucauld: «Il est difficile de définir l'amour: ce qu'on en peut dire est que, dans l'âme, c'est une passion de régner, dans les esprits, c'est une sympathie; et dans le corps, ce n'est qu'une envie cachée et délicat de posséder ce que l'on aime, après beaucoup de mystères.» Sí, yo la amaba con todo mi corazón, con toda mi alma, pero reconocía que no me era permitido hacerlo. Mi deber, el deber que había prometido cumplir al moribundo cuya vida había sido un romance secreto, era asumir el carácter de protector de Mabel, y no convertirme en su amante y así sacar provecho de su fortuna. Blair me había legado su secreto, con el fin, no hay duda, de ponerme en condiciones de no andar a la caza de riquezas, y como se había extraviado, era mi deber no ahorrar esfuerzo alguno para recuperarlo.
Con estos sentimientos, firmemente arraigados en el fondo de mi corazón entré en el wagonlit en Calais, empezando la primera etapa de mi viaje a través de Europa desde el canal hasta el Mediterráneo.
Tres días después me paseaba por la vía Fornabuoni, en Florencia, por esa calle de palacios medioevales, bancos y consulados, que durante tantos inviernos me ha sido tan familiar, hasta que preferí las partidas de caza en Inglaterra a los rayos solares del Lung'Arno y el Cascine.
Esa brillante mañana de febrero, al recorrer la larga y tortuosa arteria nombrada, llena de ociosos florentinos y de ricos extranjeros que habían salido de paseo, vi a varios caballeros y señoras de mi relación. Lo de Doney y Giacosa, los puntos favoritos de reunión para los hombres, estaban atestados de ricos holgazanes tomando coktails, o ese agradable petit verre conocido en la vía Fornabuoni con el nombre de piccolo, mientras los canastos de los vendedores de flores transmitían un suave y agradable matiz al sombrío, severo y colosal palacio de Strozzi.
Las banderas de diferentes naciones que flameaban en los consulados, sobresaliendo entre todas las del siempre popular «Mayor», me recordaron que era la fiesta de Santa Margarita.
En los años pasados, cuando solía vivir «en pensión» con dos oficiales de artillería de ejército italiano y un holandés, estudiante de arte, en el último piso de uno de esos grandes y viejos palacios de la calle dei Banchi, la vía Fornabuoni era el lugar elegido para mi paseo matinal, porque allí se encuentra uno con todo el mundo: las damas ocupadas en sus compras en las tiendas o de paso para las bibliotecas y librerías; los hombres charlando en las aceras, hábito que pronto adquieren todos los ingleses que establecen su residencia en Italia.
Era asombroso ver cuántas caras conocidas encontré esa mañana; pares ingleses y sus esposas, miembros del parlamento, magnates financieros, tiburones de la City, grandes fabricantes y turistas de todas las nacionalidades y condiciones.
Su alteza el Conde de Turín, que volvía de los ejercicios, pasó a caballo riendo con su edecán y saludando a todos aquellos que conocía. La mayoría de las mujeres vestían sus más elegantes toilettes con pieles, porque soplaba un viento frío venido del Arno; la esencia de las flores vagaba en el ambiente, y las risas e incesante charla resonaban por todos lados, porque la antigua ciudad de rojas azoteas estaba llena de alegría. Tal vez no hay en el mundo una ciudad tan llena de encantos, ni tampoco de mayores contrastes, que la vieja y extraña Florencia, con su maravillosa Catedral, su antiguo puente, con sus hileras de joyerías, sus magníficas iglesias, sus pesados palacios y sus obscuras calles, silenciosas y medioevales, algunas de las cuales poco han cambiado desde la época en que Giotto y el Dante las cruzaban. El tiempo ha asentado muy levemente su mano sobre la ciudad de las flores, pero cuando lo ha hecho ha sido alternado lo existente hasta quedar desconocido, y la extravagante modernidad de ciertas calles y plazas de la actualidad disgusta ciertamente a aquellos que, como yo, han conocido a la vieja ciudad antes de que se construyera la plaza Vittorio, siempre la plaza Vittorio, sinónimo de vandalismo, y cuando existía aún el antiguo Ghetto, pintoresco aunque sucio.
Dos hombres, ambos italianos, se detuvieron al verme pasar, para saludarme y desearme ben tornalo. Uno era un abogado, cuya esposa tenía fama de ser una de las mujeres más bonitas de la ciudad, en la cual, aunque parezca extraño, el tipo más notable de belleza es el de cabellos rubios. El otro era el caballero Alimari, secretario del cónsul general inglés, o el «Mayor», como lo denominaban todos.
Hacía dos horas que había llegado a Florencia, y después de darme un baño en el Saboya, salí con el objeto de descontar un cheque en casa de French, antes de empezar mis investigaciones.
El encuentro con Alimari, sin embargo, hizo que me detuviera un momento en mi camino, y después que me manifestó el placer que le producía mi vuelta, le pregunté:
—¿Conoce usted, por casualidad, a una persona de apellido Melandrini, Paolo Melandrini? Su dirección es vía San Cristófano, número 8.
Me miró de un modo extraño con sus ojos vivos, después se pasó la mano por su obscura barba, y al fin contestó en inglés, con un leve acento extranjero:
—La dirección no parece muy atrayente, señor Greenwood. No tengo el placer de conocer a ese caballero, pero la calle San Cristófano es una de las más peores y pobres de Florencia, detrás, exactamente, de Santa Croce, yendo por la vía Ghibellina. Pero, no le aconsejaría que fuera de noche a ese barrio, porque hay allí algunos tipos muy malos.
—El hecho es—expliqué,—que he venido expresamente a cerciorarme de algunos datos referentes a ese individuo.
—Entonces, no lo haga usted en persona—fue el consejo de mi amigo.—Emplee a alguno que sea florentino. Si se trata de un caso de averiguaciones confidenciales o secretas, ciertamente, tendrá mucho más éxito que el que usted pueda alcanzar. En el acto que ponga usted los pies en esa calle, se sabrá en todas las casas de vecindad que un inglés anda haciendo preguntas. Y—añadió con una sonrisa significativa,—en la vía San Cristófano se ofenden si les dirigen preguntas.
EL MISTERIOSO EXTRANJERO
Conocí que su consejo era bueno, y en el correr de la conversación, mientras tomábamos un piccolo en casa de Giacoso, me indicó que debía ocupar a un tal Carlini, hombre muy astuto aunque viejo y feo, quien se había encargado algunas veces de ciertas investigaciones privadas del consulado inglés.
Una hora después el viejo se presentaba en el Saboya. Era un hombre pequeño, encorvado, de cabeza blanca, miserablemente vestido, con un sombrero blando, grasiento, de color gris, echado a un lado; un verdadero florentino típico del pueblo. En los mercados lo conocían con el nombre de «Babbo Carlini», según supe después, y las cocineras y sirvientas encontraban placer en hacerlo el blanco de sus travesuras y bromas.
Todos creían que era un poco tonto, y él hacía por robustecer esas ideas, porque le daba mayores facilidades para sus investigaciones secretas, pues la policía acostumbraba emplearlo en los casos graves, y muchos criminales habían sido aprehendidos debido a su astucia.
En mi dormitorio, solo con él, le expliqué, en italiano, la misión que deseaba llevase a cabo.
—Sí, signore—era toda su respuesta, cada vez que yo hacía una pausa.
Sus botines estaban en un estado lastimoso, todos rotos, y le hacía inmensa falta una muda de ropa limpia; pero, sin embargo, de uno de los bolsillos asomaba un paquetito de toscani, esos cigarros largos, delgados y de a un penique, que tan predilectos son para el paladar italiano.
—Recuerde—le dije al viejo—que usted debe encontrar, si es posible, un medio de hacer relación con Paolo Melandrini, obtener de él mismo todos los datos que pueda sobre su persona, y arreglar las cosas de modo que yo pueda, lo más pronto posible, verlo sin que él me vea. Este asunto—añadí—es estrictamente privado, y lo tomo a usted a mi servicio por el término de una semana, con el sueldo de doscientas cincuenta liras. Aquí tiene cien para que pague sus gastos generales.
Tomó los verdes billetes de banco con sus manos como garras, y murmurando Tanti grazie, signore, los guardó en el bolsillo interior de su miserable chaqueta.
—No debe permitir, ni por un momento, que ese individuo sospeche que se están haciendo averiguaciones concernientes a él, y recuerde bien que no debe saber que hay en Florencia un inglés que pregunta por él, porque si esto sucede, entonces en el acto sus sospechas se despertarán. Tenga mucho cuidado con todo lo que diga y haga, y venga esta noche a informarme. ¿A qué hora nos veremos?
—Tarde—gruñó el viejo.—Puede ser que sea un obrero, y, en ese caso, no podré saber nada de él hasta la noche. A las once vendré al hotel.—Y se retiró, dejando la atmósfera impregnada de un olor fuerte a tabaco y ajos en estado de descomposición.
Empecé a reflexionar qué pensaría de mí la gente del hotel cuando vieran la clase de visitante que recibía, porque el Saboya es uno de los más elegantes de Florencia; pero pronto se disiparon mis recelos, porque al salir, oí exclamar, en italiano, al portero del hall:
—¡Hola, Babbo! ¿Algún nuevo remiendo?
El viejo no hizo más que una mueca de satisfacción, y, dando otro gruñido, salió a la calle, bañada de sol.
El día fue largo y lleno de ansiedad para mí. Anduve vagando por el Ponte Vecchio y a la luz opaca y mística de la Santissima Anunzziata; por la tarde fui a visitar a varios amigos, y a la noche comí en casa de Doney, pues preferí cenar aquí antes que en la apretada table d'hôte del Saboya, lleno de ingleses y americanos.
A las once esperé en el hall del hotel al viejo Carlini, y cuando llegó, le hice subir, lleno de ansiedad, a mi pieza.
—He estado todo el día haciendo averiguaciones—principió, hablando en su lengua florentina, ligeramente ceceosa,—pero he descubierto muy poco. El individuo que usted necesita, signore, parece ser un misterio.
—Así lo esperaba—respondí.—¿Qué ha sabido respecto a él?
—Lo conocen en la vía San Cristófano. Tiene un pequeño departamento en el tercer piso del número 8, al que sólo va de tiempo en tiempo. En vista de esto, traté, entonces, de interrogar a la cuidadora, que es una anciana de ochenta años. Había averiguado que Melandrini estaba ausente, y viendo algunas piezas de ropa puestas a secar en una ventana, me presenté como agente de policía para notificar que era una contravención colgar ropa en la parte exterior de las casas, contravención que se castigaba con una multa de dos liras. Después me preocupé de obtener algunos datos sobre su padrone. La anciana me dijo todo lo que sabía, que no es mucho. Tiene la costumbre de llegar inesperadamente, por lo general de noche, y permanece uno o dos días, pero jamás sale a la calle en plena luz del día. No sabe dónde vive cuando está ausente. Con frecuencia llegan cartas para él con estampillas inglesas, y ella se las guarda. Me mostró una que ha llegado hace diez días y la tiene, en espera de su dueño.
—¿Podría ser de Blair?—pensé yo para mí.
—¿Qué clase de letra era la del sobre?—le pregunté.
—De tipo inglés, gruesa y pesada. Noté que la palabra signore está mal escrita.
La letra de Blair era gruesa, porque, generalmente, escribía con pluma de ave. Tuve ansias de poderla ver.
—¿Entonces, la vieja sirvienta no tiene la menor idea de cuál es su verdadera dirección?
—Absolutamente ninguna. Le ha advertido que si van a buscarlo, conteste que no tiene fijeza en sus movimientos, y que todo asunto o mensaje deben dejárselo por escrito.
—¿Qué aspecto tiene el departamento?
—Está muy pobremente amueblado, sumamente sucio y abandonado. La anciana es casi ciega y sin fuerzas.
—¿Dice la vieja que es un caballero su padrone?
—No la he podido preguntar cómo es, pero, por averiguaciones que he hecho en otras partes, he sabido que es un individuo que muy probablemente tiene asuntos con la policía o con algo parecido. El dueño de una taberna que hay en la esquina de la calle, me dijo, en confianza, que hará unos seis meses que dos hombres, sin duda alguna agentes de policía, anduvieron haciendo investigaciones muy activas respecto a este individuo, y que, durante un mes, establecieron vigilancia sobre la casa, pero él no ha aparecido más desde ese tiempo. Me lo ha pintado como un hombre de regular edad, con barba, muy reticente, que usa anteojos, habla con leve acento extranjero y rara vez entra en una taberna o pasa un rato en el día con sus vecinos. Sin embargo, es evidente que tiene recursos, porque, en varias ocasiones, al saber la miseria o desgracias de algunas de las familias que viven en esa calle, las ha visitado silenciosamente y dispensado su caridad de una manera generosa. Es a esto, según parece, a lo que debe el respeto que ha inspirado, mientras, por otra parte, ha tratado intencionalmente de rodear de misterio su identidad.
—Con algún objeto ha de ser, no hay duda—observé.
—Ciertamente—fue la respuesta de aquel viejo extraño.—Todas mis averiguaciones tienden a demostrar que es un hombre de secretos, y que está ocultando su verdadera identidad.
—Puede ser que esas habitaciones no las tenga más que para la dirección de las cartas—le indiqué.
—¿Sabe, signore, que es la misma opinión que yo tengo?—me dijo.—Puede ser que resida en otra parte de Florencia, dado lo que sabemos.
—Pues debes descubrirlo. Es imprescindible que yo sepa todo lo concerniente a él antes que me vaya de aquí; por consiguiente, voy a ayudarte a vigilar su vuelta.
Babbo sacudió la cabeza y empezó a jugar con su cigarro, que estaba ansioso poder fumar.
—No, signore. Usted no debe presentarse en la calle de San Cristófano, porque en el acto notarían su aparición. Déjeme todo el asunto a mí solo, signore. Voy a tomar una persona que me ayude, y espero que los dos podremos, antes de mucho tiempo, encontrar a este misterioso individuo y seguirle la pista.
Recordando la curiosa carta en italiano que había tomado de entre los papeles del muerto, le pregunté al viejo si conocía algún punto llamado San Frediano—el lugar señalado para la cita entre el hombre que había escrito la carta y mi pobre amigo fallecido.
—Ciertamente—replicó.—Detrás del Cármine está el mercado de San Frediano, y en Lucca hay la iglesia de San Frediano, también.
—¡En Lucca!—repetí.—¡Ah! pero Lucca no es Florencia.
Sin embargo, recordé de pronto que la carta fijaba claramente la hora de las vísperas para la entrevista. Por lo tanto, el lugar convenido debía ser, ciertamente, una iglesia.
—¿No conoce alguna otra iglesia de San Frediano?—le pregunté.
—Sólo la de Lucca.
Era evidente, entonces, que la entrevista debía verificarse en ese punto, el 6 de marzo, dado que no había otro templo de ese nombre. Si mientras tanto no podía conseguir mayores datos sobre Paolo Melandrini, estaba decidido a acudir a la cita y vigilar al que estuviese allí.
Le di permiso a Carlini para que fumara, y, sentado en un sillón bajo, pronto el viejo me llenó la pieza con el fuerte humo y olor de su cigarro barato, a la vez que me refería los más minuciosos detalles de todo lo que había conseguido saber en ese miserable barrio florentino.
El lazo secreto que había unido a Burton Blair con este misterioso italiano, era un problema que no podía resolverse. Era notorio que existía algún motivo poderoso para que él lo hubiera nombrado administrador de la fortuna de Mabel, y, sin embargo, todo aquello era un completo enigma, exactamente como el origen misterioso de donde el millonario había obtenido su enorme riqueza.
Cualquier cosa que fuera lo que descubriésemos, sabía que tenía que ser alguna extraña revelación, porque, desde el primer momento que me encontré con el caminante y su hija, vi que estaban rodeados de un ambiente de notable romance y misterio, que, con la muerte de ese robusto hombre, poseedor del secreto, era ahora mayor aún, y mucho más inexplicable.
No pude dejar de abrigar fuertes sospechas de que Melandrini, cuyos movimientos eran tan misteriosos y llenos de recelo, debía haber tenido alguna parte en el robo hecho a Blair de esa pequeña y curiosa bolsita que me había legado en su testamento.
Esta era una extraña fantasía que me había forjado, pero que, a pesar de todos los esfuerzos que hacía, no podía desechar de mi mente. Tan errantes parecían los movimientos de aquel hombre desconocido, que era posible que hubiera estado en Inglaterra cuando la muerte de Blair; si era así, entonces, mayores tenían que ser las sospechas que recayeran sobre él.
Ansiaba febrilmente volverme a Londres, pero no podía hacerlo hasta no terminar por completo mis investigaciones. Pasó una semana entera, y Carlini, con su hijo político como auxiliar en el asunto, joven de cabellos negros y de la clase baja, estableció vigilancia, día y noche, sobre la casa del número 8, pero fue inútil. Paolo Melandrini no apareció a reclamar la carta llegada de Inglaterra, que lo estaba esperando.
Una noche, Carlini me trajo la carta para que la viera, pues había conseguido que la vieja sirvienta se la diera, mediante un prudente soborno de veinte francos. En mi pieza pusimos a calentar una pava, con el vapor despegamos el sobre y sacamos la hoja de papel que había dentro.
Era de Blair. Estaba escrita en inglés, fechada dieciocho días atrás en Londres, plaza Grosvenor, y decía lo siguiente:
«Me veré con usted, si en efecto lo desea. Llevaré los papeles y confiaré a usted la misión de emplear personas que sepan guardar silencio. Dirija su contestación a la dirección siguiente: Señor Juan Marshall.—Birmingham.—B. B.»
El misterio aumentaba. ¿Por qué Blair deseaba emplear personas que supieran guardar silencio? ¿De qué índole era el trabajo que necesitaba tanto secreto?
Evidentemente, Blair tomaba todas las precauciones posibles para recibir las cartas del italiano, indicándole que se las dirigiese, bajo diferentes nombres, a los hoteles adonde iba por una noche, y allí las reclamaba.
Mabel habíame hablado a menudo de las frecuentes ausencias de su padre, ausencias que duraban algunas veces una, dos y hasta tres semanas, y en que no se sabía su destino ni dejaba su dirección. Ahora habían quedado aclarados sus extraños viajes errantes.
Consumido por la mayor ansiedad, esperé día tras día, pasando horas enteras tratando de descifrar el enigma enloquecedor de la carta de juego que tenía en mi poder, hasta que, en la mañana del 6 de marzo, en presencia de que Carlini no tenía éxito en Florencia, me fui con él a la vieja ciudad de Lucca, adonde llegamos por la vía de Pistoya, a las dos de la tarde.
En el hotel Universo me dieron, para alojarme, ese inmenso dormitorio con esas maravillosas pinturas al fresco, que fue ocupado por Ruskin durante tanto tiempo, y antes que el Ave María resonara a través de las colinas y planicies, me separé de Babbo y encamineme, como turista, a la magnífica iglesia medioeval, cuya obscuridad sólo la atenuaban las velas que ardían en los altares laterales y delante de la imagen de Nuestra Señora.
Cuando entré, estaban en el momento de las vísperas, y el silencio de muerte que reinaba en el inmenso interior del templo, era sólo interrumpido por el murmullo bajo del reverente sacerdote.
Había una docena de personas en la iglesia, todas mujeres, salvo uno—un hombre que, de pie detrás de una de las columnas circulares, esperaba allí, pacientemente, mientras las demás estaban de rodillas.
Diose vuelta rápidamente luego que oyó resonar sobre el mármol mis pasos ligeros, y entonces pude verlo cara a cara.
Contuve la respiración, y luego quedé como clavado en el sitio, completamente azorado y pálido.
El misterio era enormemente más profundo de lo que yo me había imaginado. La realidad que se me presentaba ahora, era como para atontar y hacer vacilar.
EN EL QUE SE HABLA LA VERDAD
La hermosa iglesia antigua, con sus pesados dorados, sus altares relucientes y sus magníficas pinturas al fresco, estaba tan en tinieblas, que, al principio, recién entrado de la calle, no pude distinguir nada bien, pero así que mis ojos se fueron acostumbrando a la sombría luz, vi, a unas pocas yardas de donde yo estaba, un rostro que me era familiar, una cara que me hizo quedar con la respiración en suspenso y me llenó de inquietud.
De pie allí, detrás de esas pocas mujeres arrodilladas, con la débil luz oscilante de las velas de los altares iluminando suficientemente su rostro, estaba aquel hombre con su cabeza inclinada reverentemente, y, sin embargo, sus obscuros ojos como cuentas parecían lanzar miradas escudriñadoras a todos lados.
Por sus facciones, facciones duras, más bien siniestras, y su barba canosa y enmarañada que conocía por haberla visto una vez en Inglaterra, comprendí que ese era el hombre con quien Burton Blair debía haber celebrado la entrevista secreta; pero, contrario a lo que yo esperaba, me hallé que vestía el tosco hábito carmesí y el grueso cordón del monje capuchino, presentando una figura triste y silenciosa en su actitud de pie y con los brazos cruzados, mientras el sacerdote, en su espléndida vestidura, murmuraba las oraciones.
En medio de aquella silenciosa semiobscuridad sentí caer sobre mis hombros un frío helado, sepulcral. El suave perfume del incienso parecía aumentar, con ese ambiente de increíble magnificencia, de melancólica soledad encantada, de opulencia extrañamente desproporcionada con la pobreza y suciedad que reinaba en la plaza exterior. Más allá de donde estaba el silencioso monje, cuyos penetrantes ojos misteriosos estaban fijos en mí de una manera tan inquisitiva, se veían lejanos puntos obscuros, atravesados de trecho en trecho por rayos de luces multicolores que penetraban por alguna gran ventana, y mucho más allá colgaba del alto y abovedado techo la roja luz tenue de la lámpara del santuario.
Las columnas, junto de una de las cuales estaba yo de pie, se elevaban hasta arriba, apiñadas como altos árboles del bosque, dando pruebas del paciente trabajo de toda una generación de hombres; todas ellas talladas en la piedra viva, infinitamente durables, a pesar de la delicadeza de la obra, y transmitidas a nosotros a través de lejanos siglos de existencia.
El monje, ese hombre cuya cara barbuda había visto en Inglaterra una vez, se había arrodillado, y estaba murmurando sus oraciones y pasando las cuentas del enorme rosario que colgaba de su cintura.
Una mujer vestida de negro, con la cabeza cubierta con la santuzza negra que usan las mujeres de Lucca, había entrado sin hacer ruido, y estaba arrodillada a unos pocos pasos de mí. Oprimía contra su pecho a una miserable criatura de pocos meses, en cuya carita arrugada la muerte ya había impreso su marca. Rezaba con fervor por ella, mientras los cirios iban gastándose gradualmente, los pobres cirios que esta desgraciada mujer había colocado delante de la humilde imagen de San Antonio. El contraste entre la prodigiosa opulencia del templo y los harapos de la pobre suplicante; entre la persistente durabilidad de aquellos miles de santos con vestiduras de oro, y la fragilidad de ese pequeño ser sin esperanza, era cruel y aplastador.
La mujer seguía arrodillada, repitiendo en vano y obstinadamente sus oraciones. Me miró, con sus ojos llenos de aflicción, adivinando la compasión que había despertado en mí; luego volvió su mirada hacia el capuchino, hacia ese hombre de cara dura y barba canosa que poseía la clave del secreto de Burton Blair.
Yo permanecía de pie detrás de la pesada columna, inclinado reverentemente, pero alerta. La pobre mujer, después de una rápida mirada por todo aquel esplendor que la rodeaba, volvió, con mayor ansiedad que antes, sus ojos hacia mí... sí, hacia mí, que era un extranjero desconocido. Y pensé: ¿le escucharán sus plegarias esas magníficas imágenes divinas? ¡Ah! no lo sabía.
Yo, en su lugar, habría preferido llevar a la pobre criatura a uno de esos nichos que hay en los caminos, donde reina soberana la Virgen de los Contadini. Las madonnas y santos de Ghirlandago, Civitali y Della Quérica, que moran en esa espléndida iglesia antigua, parecen seres ceremoniosos, insensibilizados por la pompa secular. Por extraño que parezca, yo no podía creer que se ocuparían de esa pobre mujer, o de su hijo deforme y moribundo.
Las vísperas terminaron. Las figuras obscuras que habían estado en oración, se levantaron, atravesaron el piso de mármol hasta la puerta y desaparecieron, mientras las luces eran rápidamente apagadas. La mujer, con su hijo agonizante, quedó perdida en medio de las tinieblas.
Deseando que el capuchino pasase por junto a mí, con el objeto de poderlo ver mejor, me dejé estar en la iglesia. ¿Le hablaría, o permanecería silencioso y haría que Babbo lo vigilase?
Se aproximó lentamente hacia mí, con sus grandes manos metidas en sus anchas mangas de su hábito carmesí, vestidura que sólo una vez cada diez años la renuevan los de su orden, y que usan constantemente, estén en pie o en cama.
Me había parado delante de la antigua tumba de Santa Tita, la patrona de Lucca, a la cual menciona el Dante en su Infierno. En la pequeña capilla ardía una sola luz en una gran lámpara antigua de oro, puesta allí por los orgullosos hijos de la ciudad tres siglos atrás, cuando temieron la invasión de la peste negra. Al darme vuelta, vi que, aun cuando me observaba atentamente, parecía estar esperando todavía al hombre que ¡ay! ya no existía.
Ahora que con mejor luz podía ver bien sus facciones, no vacilé en confirmar mi anterior sospecha: era el mismo hombre que un año antes había conocido en la mesa de Burton Blair, en su mansión de la plaza Grosvenor.
Recordaba muy bien la ocasión. Era en junio, en el período álgido de la season londinense, y Blair me había invitado, en compañía de varios amigos solteros, a comer en su casa y después a ir al teatro Imperio. El hombre que había encontrado vestido de religioso, con sandalias usadas, se había presentado entonces de una manera muy diferente, como un verdadero hombre de mundo, en situación próspera, con un hermoso diamante en la pechera de su camisa y en traje de comida, de corte especialmente elegante. Burton nos lo había presentado como el señor Salvi, el renombrado ingeniero, y se había sentado en la mesa enfrente de mí, conversando en excelente inglés con todos.
Me impresionó como un hombre que había viajado mucho, especialmente por el Extremo Oriente, y, por ciertos conceptos que emitió, saqué la conclusión de que, como Burton Blair, había pasado varios años en el mar, y que era un amigo de los antiguos tiempos, anteriores al gran secreto que tan provechoso le había sido. Los demás convidados eran todos conocidos y de mi relación; dos de ellos financistas de la City, cuyos nombres eran bien familiares entre los habitués del Stock Exchange; el tercero, heredero de un condado, del cual ya está en posesión, y el cuarto, sir Carlos Webb, un elegante joven, de tipo moderno, perteneciente al Cuerpo de Guardias.
Después de gozar con la exquisita comida que se nos sirvió, preparada por el famoso chef francés de Burton Blair, partimos en coche al teatro Imperio, y después de pasar un par de horas en el Grosvenor Club, concluimos la noche en el de Bachelors (solteros), del cual era miembro sir Carlos.
Mientras estaba allí parado en la penumbra silenciosa de la majestuosa iglesia, mirando aquella obscura figura misteriosa que se paseaba pacientemente a lo largo de la nave, esperando al que no vendría nunca más, recordé lo que en esa lejana noche, había despertado en mí un extraño sentimiento de disgusto contra él. En breves palabras referiré el incidente.
Después de salir del Imperio, nos paramos en la plaza Leicester para subir a los coches que habíamos tomado, cuando oí al italiano que le decía a Blair en su idioma: «No me gusta ese amigo vuestro, ese que se llama Greenwood. Es demasiado curioso e inquisitivo.» Mi amigo se rió al oír esto, y le contestó: «Ah, caro mío, no lo conocéis. Es mi mejor amigo.» El italiano replicó gruñendo: «Me ha estado haciendo preguntas de importancia toda la noche, y le he tenido que mentir.» De nuevo Blair se rió, murmurando: «No es la primera vez que habéis tenido que cometer ese pecado.» «No, replicó el otro en voz baja, con la intención de que yo no lo oyera, pero, si me presentáis a vuestros amigos, tened cuidado de que no sean tan astutos o tan inquisitivos como este Greenwood. Podrá ser un buen sujeto, pero, aun cuando lo sea, no debe conocer, ciertamente, nuestro secreto. ¡Si lo llegase a saber, eso puede significar la ruina para nosotros, recordad!»
Y luego, antes de que Blair pudiera contestarle, subió a un hansom que en ese mismo momento habíase aproximado y detenido junto de la acera.
Desde entonces había alimentado una manifiesta antipatía contra ese hombre que me había sido presentado con el nombre de Salvi, no porque yo mire con recelo y prevención a todo extranjero, como lo hacen algunos ingleses que participan tan neciamente de ese prejuicio insular, sino porque se había esforzado en prevenir a Blair contra mí. Sin embargo, al cabo de una semana el incidente habíase borrado de mi memoria y no me había vuelto a acordar más de él, hasta que este inesperado y extraño encuentro lo había renovado.
¿Sería posible que este monje, de cara bronceada por el sol, fuera el mismo hombre que tenía alquilado ese pequeño departamento en Florencia, y cuyas apariciones eran tan misteriosas y subrepticias? Tal vez sí, porque todo ese secreto de que rodeaba su domicilio, podía atribuirse al hecho de que a un capuchino no le es permitido poseer casa alguna fuera de su convento.
Esas visitas a Florencia, de tarde en tarde, era probable que las hiciera cuando lo mandaban a recorrer la campiña para recoger las donaciones y limosnas de los contadini, que se destinan para los pobres de la ciudad.
En toda la provincia de Toscana, ya sea en la choza del pobre, ya en el palacio de un príncipe, el paciente, humilde y caritativo fraile capuchino es bien acogido; en la casa de todo contadino está siempre preparado para él un pedazo de pan y una botella de vino, y en las villas y palacios de los ricos encuentran siempre un lugar en la sala de los sirvientes. Sería imposible calcular cuántos italianos pobres se salvan anualmente de perecer de hambre por la sopa y el pan que todos los días reciben en la puerta de todo monasterio capuchino. Basta decir que esta orden de hábito carmesí y de casquete negro es la más grande y sincera amiga que tiene la clase más necesitada y pobre.
Indudablemente, Babbo Carlini me debía estar esperando afuera, sentado en las gradas de la iglesia. ¿Reconocería en este monje, reflexionaba yo, la descripción que había conseguido de Paolo Melandrini, el desconocido que debía ocupar el puesto de secretario y consejero de Mabel Blair?
Las últimas personas que habían quedado rezando en la antigua capilla del Santísimo Sacramento, se habían ido, resonando sus pisadas sobre las baldosas hasta que hubieron desaparecido, y yo me encontré solo con la figura silenciosa y casi extática del hombre a cuyo lado, un año antes, había estado de pie en el Grand Circle del teatro Imperio, mirando y criticando una danza.
¿Me dirigiría a él y le recordaría nuestro conocimiento? Su abierta manifestación contra mí me hacía vacilar. Era evidente que había abrigado dudas sobre mi persona aquella noche de la comida en la plaza Grosvenor; por lo tanto, en las actuales circunstancias sus sospechas aumentarían, no había duda. ¿Lo encararía audazmente y de este modo le demostraría mi intrepidez, como también le haría saber que estaba al tanto de sus subterfugios? ¿O me retiraría y vigilaría sus movimientos?
Decidí al fin hacer lo primero, por dos razones. En primer lugar, porque tenía confianza de que me hubiera reconocido como amigo de Burton; y en segundo lugar, porque, teniendo que habérselas con un hombre de esa clase, es siempre más ventajoso y da mejor resultado proceder de una manera franca y declarar el conocimiento de las cosas, que ocultar cuidadosamente hechos como los que yo sabía. Si le establecía vigilancia, sus sospechas serían mayores, mientras si procedía abiertamente, podía conseguir desarmarlo.
Girando sobre mis talones, me dirigí directamente adonde se había parado a esperar pacientemente la llegada de Blair, según parecía.
—Perdone, signore—exclamé en italiano,—pero creo, si no estoy en un error, que nos hemos conocido... en Londres, hace un año... ¿no es verdad?
—¡Ah!—replicó, dulcificando su cara con una sonrisa al tenderme su mano grande y endurecida,—he estado cavilando todo este tiempo, señor Greenwood, si me reconocería en este traje. Me alegro mucho, muy mucho, de poder renovar nuestra relación.
Y dio mayor énfasis a sus palabras, significativas o fingidas, con un fuerte y estrecho apretón de manos.
Le expresé la sorpresa que me causaba encontrar al hombre de mundo y viajero, convertido en un monje morador de un claustro, a lo que respetuosamente me respondió en voz baja, pues estábamos dentro de un recinto sagrado:
—Después le diré a usted todo. No es tan notable ni sorprendente como sin duda le parece a usted. Le aseguro, en mi condición de capuchino, que mi vida tranquila y meditativa es mucho más preferible que la del hombre de mundo que, como usted, se ve obligado a llevar la existencia febricitante de la época moderna, en que se aprecia como meritorio al afortunado sin conciencia ni escrúpulos y se consideran el más grande pecado las desgracias de la vida de uno cuando llegan a descubrirse.
—Sí, comprendo bien lo que usted me dice—repliqué, sorprendido sin embargo de su afirmación y cavilando si, después de todo, no estaría tratando simplemente de engañarme.—La vida del claustro debe ser de infinita calma y dulzura. Pero si no me equivoco—añadí,—está usted aquí en espera de nuestro común amigo, Burton Blair, con quien tenía concertada una entrevista.
Levantó ligeramente sus negras cejas, y podría haber jurado que mis palabras lo sobresaltaron; pero, sin embargo, ocultó con el mayor cuidado la sorpresa que le causaron, y me respondió en un tono natural y tranquilo:
—Así es. Estoy aquí para verlo.
—Entonces, siento tenerle que decir que no lo volverá a ver nunca más—le dije en voz baja y con toda gravedad.
—¿Por qué?—tartamudeó, abriendo desmesuradamente sus negros ojos llenos de estupor.
—Porque—contesté,—porque el pobre Burton Blair ha muerto... y su secreto ha sido robado.
—¡Qué!—gritó, con una mirada de terror y una voz tan fuerte, que su exclamación repercutió bajo el alto y abovedado techo.—¡Blair muerto... y el secreto robado! ¡Dios! ¡es imposible... imposible!
LA CASA DEL SILENCIO
El efecto de mis palabras sobre el corpulento capuchino, cuya figura parecía casi gigantesca, debido al grosor de su poco artístico hábito, fue tan curioso como inesperado.
El anuncio de la muerte de Blair pareció dejarlo totalmente enervado. Parecía que había estado allí esperando, en cumplimiento al compromiso hecho, completamente ignorante del fin prematuro cabido en suerte al hombre con quien lo había ligado tan íntima y secreta amistad.
—Cuénteme... cuénteme cómo ha sido—tartamudeó en italiano,—y su metal de voz era casi un murmullo, como si hubiese temido que algún curioso pudiera estar escondido en aquella soledad tenebrosa.
En pocas palabras le expliqué lo sucedido, y él me escuchó en silencio. Luego que hube terminado, murmuró algo, se persignó, y, como nos despertaron los pasos que se aproximaban del sacristán, salimos afuera y nos dirigimos hacia la ancha plaza, que ya estaba envuelta en una semiobscuridad.
El viejo Carlini, que estaba sentado en un banco acabando de fumar un cigarro, nos vio en el acto que aparecimos, y yo noté que abrió los ojos llenos de asombro, pero, fuera de eso, no manifestó sospecha ni hizo el menor movimiento.
—¡Poverino! ¡Poverino!—repetía el monje al caminar lentamente costeando las viejas murallas de la en un tiempo orgullosa ciudad.—¡Pensar que nuestro pobre amigo Burton ha muerto tan repentinamente... y sin decir una palabra!
—No exactamente una palabra—le dije:—Antes de morir dio varias instrucciones y dejó algunos encargos, entre los cuales está el haber puesto a su hija Mabel bajo mi cuidado.
—Ah, la pequeña Mabel—suspiró.—Ya hace ciertamente diez años desde que la vi en Manchester. Era entonces una criatura como de once años, alta, de cabellos negros, bonita, muy parecida a su madre... ¡pobre mujer!
—¿Conoció usted a su madre?—le pregunté con cierta sorpresa.
Movió afirmativamente la cabeza, pero se negó a dar mayores informes.
Cuando nos encaminábamos hacia el Ponto Santa María, la puerta de la ciudad, donde los empleados de uniforme del dazio estaban sin hacer nada pero listos para cobrar el impuesto sobre todo artículo de consumo, aun cuando fuese bien insignificante, que entrara por allí, se volvió de pronto a mí y me inquirió:
—¿Cómo ha sabido que yo tenía combinada una cita para esta noche con nuestro amigo?
—Por la carta que le escribió usted, y que se encontró en su valija después de su muerte—respondí con franqueza.
Lanzó un gruñido de evidente satisfacción. Yo supuse, en verdad, que debía estar receloso de que Burton antes de morir me hubiera dado a conocer algunos detalles de su vida. Recordé en ese momento el curioso enigma cifrado que se encerraba en la carta de juego, pero no hice la menor alusión sobre ello.
—¡Ah! ¡ya veo!—exclamó al punto.
Pero si esa pequeña bolsita, o lo que fuera, que siempre llevaba consigo, oculta entre sus ropas o suspendida alrededor de su cuello, se ha perdido, ¿no significa que ha habido en esto una tragedia, es decir, un robo y un asesinato?
—Hay marcadas sospechas—contesté,—aun cuando, según los médicos, ha muerto debido a causas puramente naturales.
—¡Ah! ¡no creo!—exclamó el monje, cerrando los puños fieramente. Uno de ellos ha conseguido al fin robar esa bolsita que él guardó siempre con tanto cuidado, y estoy convencido de que se ha cometido el asesinato para ocultar el robo.
—¿Uno de cuáles?—pregunté ansiosamente.
—Uno de sus enemigos.
—¿Pero sabía usted lo que contenía esa bolsita?
—Jamás me lo quiso decir—fue la respuesta del capuchino, mirándome de lleno a la cara.—Sólo me dijo que su secreto estaba encerrado dentro de ella... y tengo motivos para creer que así era.
—¿Pero usted conocía su secreto?—le interrogué, con los ojos fijos en él.
Noté por el cambio que se produjo en su semblante, moreno, cuánto lo había alarmado mi pregunta.
Ya no podía negar completamente su ignorancia, pero, no había duda, estaba buscando algún medio de engañarme.
—Sólo sé lo que me explicó de suyo—respondió.—Y no fue mucho, porque, como usted lo sabe, era un hombre muy reticente. Me refirió, hace mucho tiempo, sin embargo, las circunstancias un tanto románticas en que lo conoció a usted, qué buen amigo fue con él antes que la suerte le sonriera, y cómo usted y su amigo (he olvidado su nombre) pusieron a Mabel en el colegio en Bournemouth, arrancándola de esa vida de fatiga y caminatas errantes que Burton había emprendido.
—Pero ¿por qué andaba vagando de esa manera por los caminos?—le pregunté.—Para mí ha sido siempre un enigma.
—Y para mí también. Creo que se ocupaba en buscar la clave del secreto que llevaba consigo, el secreto que le ha legado a usted, según me ha dicho.
—¿No le recordó a usted nada más?—inquirí, recordando que este hombre debía haber sido amigo antiguo de Blair, por las observaciones que había hecho sobre Mabel, cuando era niña.
—Nada más. Su secreto le perteneció siempre, y no lo reveló a nadie, pues temía ser traicionado.
—Pero ahora que está en otras manos, ¿qué es lo que usted presupone?—le dije, caminando siempre a su lado, porque ya habíamos salido de la ciudad e íbamos por ese ancho camino sucio que conduce al puente Mariano y continúa ascendiendo hacia las montañas, en una extensión de quince millas, hasta ese frondoso y bastante alegre punto de verano, bien conocido de todos los italianos y algunos ingleses, que se llama los Baños de Lucca.
—Por lo que supe en Londres cuando tuvimos ocasión de conocernos—contestó mi compañero, muy gravemente,—presupongo que el secreto del pobre Blair ha sido robado de una manera muy ingeniosa, y que la persona en cuyo poder está ahora, sabrá sacar buen provecho de él.
—¿En perjuicio de su hija Mabel?
—Ciertamente. Ella deberá ser la principal víctima, la que tenga más que perder—contestó, con una especie de suspiro.
—¡Ah, si él hubiera confiado a alguien sus asuntos, podría, conociendo la verdad, combatir esa astuta conspiración! Pero parece que todos, como en efecto sucede, estamos en la más completa obscuridad. ¡Aun sus abogados nada saben!
—¡Y usted, a quién el secreto ha sido legado, lo ha perdido!—añadió.—Sí, señor, la situación es, ciertamente, muy crítica.
—En este asunto señor Salvi—le dije,—como amigos del pobre Blair, debemos esforzarnos en hacer todo lo que podamos para descubrir y castigar a sus enemigos. Dígame, por lo tanto ¿conoce usted el origen de la vasta fortuna de nuestro desgraciado amigo?
—Aquí no soy el señor Salvi—fue la réplica tranquila del monje.—Me conocen como fray Antonio de Arezzó, o, más breve, fray Antonio. El nombre de Salvi me lo dio el pobre Blair, que no quiso introducir entre sus amigos mundanos a un monje capuchino. En cuanto al origen de su fortuna, creo que conozco la verdad.
—Entonces ¡dígamela, dígamela!—grité lleno de ansiedad.—Puede ser que nos dé el hilo para saber quiénes son esas personas que han conspirado con tanto éxito contra él.
De nuevo el monje volvió hacia mí sus penetrantes ojos obscuros, esos ojos que en las tenues tinieblas de San Frediano parecían tan llenos de fuego y también de misterio.
—No—contestó, en un tono duro y decisivo.—No tengo permiso para decir nada. El ha muerto, dejemos descansar su memoria.
—¿Pero por qué?—inquirí.—En estas circunstancias de graves sospechas, y en que el secreto, que por derecho me pertenece, ha sido robado, es deber de usted seguramente explicar lo que sabe, con el fin de que podamos obtener un hilo que nos guíe. Recuerde también que el porvenir de su hija depende del descubrimiento de la verdad.
—No puedo decirle nada—repitió.—Mis labios están sellados por mucho que lo sienta.
—¿Por qué?
—Por un juramento que hice hace años, antes de entrar en la orden de capuchinos—respondió. Luego, después de una pausa, añadió, con un suspiro:—Todo es muy extraño... mucho más extraño de lo que ningún hombre ha soñado, tal vez... pero no puedo decirle nada, señor Greenwood, absolutamente nada.
Me quedé silencioso. Sus palabras habían sido demasiado mortificantes y enigmáticas, como también decepcionantes. Todavía no había podido saber si en realidad era mi enemigo o amigo.
En ciertos momentos parecía sencillo, franco y sincero, como lo son todos los de su orden religiosa; pero en otros parecía haber dentro de él esa notable astucia, hábil diplomacia y penetrante doble vista del jesuita.
El hecho mismo de que Burton Blair, habiéndome ocultado su amistad—si es que existía amistad—con este vigoroso monje, de cara bronceada y arrugada, me hacía abrigar contra él una especie de vaga desconfianza. Y, sin embargo, cuando recordaba el tono de la carta que le había escrito a Blair, ¿cómo podía dudar de que su amistad, aun cuando secreta, no fuese real y sincera? No obstante, volvían a mi memoria aquellas palabras que le había alcanzado a oír en la plaza Leicester, las cuales renovaban en mí las dudas y cavilaciones.
Caminaba al lado de este hombre, sin preocuparme adonde nos dirigíamos. Estábamos ya en medio de la campiña. La inmovilidad de todo, el silencio que reinaba y el brillo luminoso de los últimos tintes de aquella puesta de sol de invierno, comunicaban cierta melancolía a los grises montes toscanos cubiertos de olivos. Esa tranquilidad, ese sosiego inmenso que se expandía sobre todo, esa inalterable calma de la atmósfera, esas luces inmóviles y esas grandes sombras, producían en uno la impresión de una pausa en el movimiento vertiginoso de siglos, de una espera intensa, de un momento de reflexión, o más bien quizá, una mirada de melancolía hacia el lejano pasado, cuando los astros, seres humanos, razas y religiones no existían.
Delante de nosotros, al dar vuelta una curva del camino, vi elevarse en alto sobre la ladera de una colina, medio oculto por los verdes y grises árboles, un enorme y blanco monasterio antiguo.
Era el Convento de los Capuchinos, su hogar, me dijo fray Antonio.
Me paré un momento, y contemplé el blanco edificio, casi sin ventanas, quemado por el calor y los rayos solares de trescientos veranos, levantándose como un baluarte—como en un tiempo lo fue—contra el fondo de los purpúreos Apeninos. Escuché el sonido de la vieja campana que emitía sus llamamientos con la misma nota antigua, con la misma voz vieja de los siglos pasados. Fue entonces, en ese momento, cuando el encanto de Lucca y sus hermosos alrededores se grabaron en mi espíritu. Sentí, por la primera vez, que brotaba de todas partes una atmósfera de soledad y separación del resto del mundo; un ambiente de misterio, esencia viviente de lo que es aquel lugar, fácil de destruir ¡ay! pero que todas las cosas la exhalan aún porque están impregnadas de él: ciertamente, es el alma agonizante de la en un tiempo brillante Toscana.
Y allí, a mi lado, aplastando todos mis pensamientos, como la sombra de una esfinge gigante se expande y alarga sobre las arenas del desierto, estaba de pie ese corpulento monje, de tez bronceada, pies descalzos, hábito de un carmesí desteñido, su cintura ajustada por un cordel de cáñamo, y con un semblante de misterio, mientras dentro de su corazón se encerraba el gran secreto que había sido legado a mí y que ocultaba el origen de la fortuna de Burton.
—¡El pobre Blair ha muerto!—repetía incesantemente, como si todavía hubiera dudado de que su amigo no existía ya y le fuera imposible creerlo. Sin embargo, yo tardaba en convencerme de su sinceridad, porque bien podía estarme engañando, después de todo.
Como me invitara, lo acompañé a subir el tortuoso y escarpado camino hasta que llegamos a la pesada puerta del monasterio, a la cual llamó. Resonó un fuerte y solemne campanazo, y unos segundos después se abrió la pequeña ventana de reja, apareciendo detrás la cara del hermano portero, de blanca barba, que nos hizo entrar en el acto.
Me condujo a lo largo del silencioso claustro, en medio del cual había un maravilloso pozo medioeval de hierro forjado, y después por interminables corredores de piedra, cada uno alumbrado por una sola lámpara de kerosene, lo que hacía parecer más sombría y melancólica la casa.
De la capilla, que estaba en el extremo del gran edificio, llegaba el murmullo del canto que en voz baja entonaban los monjes; pero más allá reinaba el silencio de una tumba. Figuras obscuras y espectrales pasaban sin hacer ruido por junto de nosotros y parecían desaparecer era la obscuridad; la puerta del refectorio estaba abierta, y a la luz opaca que proyectaban dos o tres lámparas, pude distinguir magníficas esculturas, espléndidas pinturas al fresco y las dos largas filas de bancos de roble, ennegrecidos por el tiempo, en que se sientan a comer los hermanos capuchinos.
De pronto mi guía se paró delante de una puerta, la que abrió con su llave, y me encontré dentro de una diminuta y desnuda celda, sin alfombra, cuyo mobiliario se componía de una cama de ruedas, una silla, una mesa-escritorio y un estante de libros bien provisto. En la pared había un gran crucifijo de madera, delante del cual se persignó al entrar.
—Esta es mi casa—explicó en inglés.—No muy lujosa, es cierto, pero no la cambiaría por ningún palacio del mundo. Aquí todos somos hermanos, y el superior es nuestro padre que provee a todas nuestras necesidades humanas, incluyendo el rapé que consumimos. Aquí no hay celos, no hay rivalidades, no hay calumnias ni disputas. Todos somos iguales, todos estamos perfectamente contentos, porque todos hemos aprendido esa dificilísima lección de amor fraternal.
Y acercó la única silla que había para que me sentara, pues estaba sudoroso y cansado después de esa larga caminata y escarpada ascensión desde la ciudad al convento.
—Es una vida muy dura, ciertamente—observé.
—Al principio, sí. Tiene uno que ser fuerte de mente y de cuerpo, para poder pasar con éxito el período de prueba—respondió.
Pero después la vida del capuchino es indudablemente una de las más deliciosas de la tierra, unidos como estamos para hacer el bien y ejercer la caridad en nombre de San Antonio. Pero—añadió, con una sonrisa,—yo no lo he traído aquí, señor, para tratar de convertirlo de su fe protestante a la nuestra. Le pedí que me acompañara, porque me ha comunicado usted un hecho que encierra un profundo y notable misterio. Me ha puesto en conocimiento de la muerte de Burton Blair, el hombre que fue mi amigo, y que por propio interés debía venir a verme esta noche en San Frediano. Existían razones particulares, las razones más poderosas que un hombre puede tener, para que hubiera cumplido su promesa y hubiese acudido a la cita. Pero no lo ha hecho. ¡Sus enemigos se lo han impedido, y le han robado su secreto!
Mientras hablaba, anduvo buscando algo en un cajoncito de la pequeña mesa-escritorio, y por fin sacó un objeto, añadiendo con profunda solemnidad:
—Usted conocía a Blair íntimamente, más íntimamente que yo, tal vez, en estos últimos años. Conocía a sus enemigos como también a sus amigos. Dígame, ¿ha tenido oportunidad de ver alguna vez el original de cada uno de estos hombres?
Y me puso ante los ojos dos retratos.
Uno de ellos me era completamente desconocido, pero el otro lo reconocí en el acto.
—Este es mi viejo amigo Reginaldo Seton—exclamé,—que también era amigo de Blair.
—No—declaró el monje, en un tono duro y significativo,—no su amigo, señor... su más terrible enemigo.
EL HOMBRE DE LOS SECRETOS
—No comprendo lo que quiere usted decir—le dije,—resentido de ver la acusación que hacía a mi más íntimo amigo.—Seton ha sido mejor amigo que yo para con el pobre Blair.
Fray Antonio se sonrió de un modo extraño y misterioso, como sólo el sutil italiano puede hacerlo. Pareció compadecerse de mi ignorancia, y tuvo deseos de burlarse de mi fe en la sinceridad de Seton.
—Yo sé—rió;—yo sé casi tanto como usted por una parte, mientras que por la otra mis conocimientos se extienden algo más allá que los suyos. Todo lo que puedo decirle, es que he observado, y, por lo tanto, he sacado mis conclusiones.
—¿De que Seton no era su amigo?
—Sí, de que Seton no era su amigo—repitió lenta y muy claramente.
—Pero por cierto que usted no le hace una acusación directa—exclamé.—Seguramente, usted no cree que él es el responsable de esta tragedia, si es que ha habido una tragedia en esta muerte, ¿no?
—Yo no formulo una acusación directa—fue su ambigua respuesta.
El tiempo revelará la verdad, no hay duda.
Ansiaba poderle preguntar abiertamente si algunas veces no se hacía pasar con el nombre de Paolo Melandrini; sin embargo, temía hacerlo, por recelo de despertar sus indebidas sospechas.
—El tiempo será el único que podrá revelar que Reginaldo Seton fue uno de los mejores amigos del muerto—dije pensativamente.
—Al parecer, sí—fue la dudosa contestación del capuchino.
—¿Un enemigo tan mortal como el Ceco?—le interrogué, mirándole a la cara mientras tanto.
—¡El Ceco!—tartamudeó, lleno de sorpresa por mi audaz pregunta.—¿Quién le ha hablado de él? ¿Qué sabe usted respecto a ese hombre?
El monje se había olvidado evidentemente de lo que le había escrito en la carta a Blair.
—Sé que está en Londres—repliqué, tomando por guía sus propias palabras.
La niña le acompaña—añadí,—a pesar de serme completamente desconocida la identidad de la persona a que me refería.
—¿Y bien?—preguntome.
—Y si están en Londres, no es seguramente con buenas intenciones.
—¡Ah!—exclamó.—¿Blair le ha dicho a usted algo... le ha manifestado sus recelos?
—Ahora, al último, se había apoderado de él el temor de que lo asesinaran secretamente el día menos pensado—contesté.—Sin duda alguna, le temía al Ceco.
—Y ciertamente que tenía razón de temerle—exclamó fray Antonio, con sus obscuros ojos brillantes, vueltos hacia los míos en medio de la semiobscuridad.—El Ceco no es un individuo fácil de manejar.
—Pero ¿con qué fin ha ido a Londres?—le pregunté.—¿Acaso ha ido con malas intenciones?
—El corpulento monje se encogió de hombros, y respondió:
—Dick Dawson no ha sido nunca hombre de muy buen genio. Evidentemente algo debe haber descubierto, y ha jurado vengarse.
Sus observaciones me habían dado a conocer un dato importantísimo: que el hombre conocido en Italia con el sobrenombre de «el ciego», era un inglés llamado Dick Dawson, un aventurero, muy probablemente.
—¿Entonces, sospecha usted que haya sido cómplice en el robo del secreto?—le indiqué.
—Como la pequeña bolsita de gamuza ha desaparecido, me inclino a pensar que debe haber pasado a sus manos.
—¿Y la niña?
—Dolly, su hija, lo ayudará en todo, eso es seguro. Es tan astuta como su padre, y posee una notable habilidad femenina; es una joven peligrosa, por no decir otra cosa. Yo previne a Blair de que tuviera cuidado de los dos—añadió,—recordando de pronto, según parece, su carta.—Pero me alegro que haya usted reconocido a uno de estos dos individuos cuyas fotografías le he mostrado. Ha dicho usted que se llama Seton, ¿no es así? Bien entonces, si es su amigo, le aconsejo que esté siempre alerta. ¿Está usted seguro de que no ha visto jamás a este otro hombre? ¿qué no conoce a este amigo de Seton?—me interrogó muy encarecidamente.
Tomé en mi mano el retrato y me acerqué adonde estaba la opaca lámpara de kerosene. Lo examiné muy atentamente y me fijé en todos sus detalles. Era un hombre de cara larga, calvo, barba entera, cuello muy alto, levita negra y un elegante moño de corbata. El adorno que tenía sobre la pechera de su camisa, era un tanto peculiar, pues parecía una pequeña cruz de alguna orden extranjera de caballería, y producía más bien un efecto delicado y novedoso. Los ojos eran los de un hombre astuto, vivo y penetrante, mientras las mejillas hundidas daban a su rostro un aspecto notable y ligeramente macilento.
Era una fisonomía que, según mis recuerdos, no la había visto nunca, pero, sin embargo, sus peculiaridades eran tales, que en el acto se grabó indeleblemente en mi memoria.
Le manifesté que me era imposible saber quién era, a lo cual replicó él, insistiendo:
—Cuando regrese, vigile los movimientos de su titulado amigo Seton, y entonces puede ser que tenga oportunidad de conocer a su amigo, cuyo retrato le he mostrado. Una vez que esto suceda, escríbame, y déjemelo a mi cargo.
Guardó de nuevo la fotografía en el cajoncito de su mesa, pero, al hacerlo, mis ojos alcanzaron a distinguir dentro una carta de juego, el siete de bastos, con algunas letras escritas en ella de la misma manera o muy similares a las que había en la carta que yo tenía guardada en mi bolsillo. Le hice alusión, pero se sonrió simplemente y cerró en el acto el cajón.
Sin embargo, el hecho de encontrarse el enigma cifrado en su poder, era ciertamente algo más que extraño.
—¿Suele usted ausentarse de su casa?—le pregunté al fin, recordando cómo lo había conocido en la mesa de Blair, con motivo de la comida en su casa de la plaza Grosvenor, pero no muy satisfecho del descubrimiento de la carta con las curiosas inscripciones enigmáticas.
—Rara vez... muy rara vez—respondió.—Es sumamente difícil conseguir permiso, y cuando se obtiene, es con el fin único de visitar a la familia.
Si hay algún monasterio cerca del lugar adonde nos trasladamos, debemos pedir que se nos conceda una cama en él, antes que permanecer en una casa particular. Las reglas le parecen duras—añadió sonriendo;—pero le aseguro que para nosotros no lo son, ni sufrimos absolutamente nada. Todas ellas son benéficas para la felicidad y el bienestar del hombre.
De nuevo traté de hacer recaer la conversación en lo que me interesaba, esforzándome en conseguir algunos datos sobre el secreto misterioso del muerto, que estaba convencido de que le era conocido. Pero fue inútil. No quería decirme nada.
Todo lo que me manifestó fue que la razón de esa entrevista que debía haber tenido lugar esa noche en Lucca, era muy poderosa, y que si el millonario no hubiera muerto, indudablemente habría acudido a ella.
—Tenía por costumbre verse conmigo de tiempo en tiempo, ya en la iglesia de San Frediano, o en otros puntos de Lucca, como también en Pescia o Pistoya—añadió el monje.—De cuando en cuando, variábamos el sitio de reunión.
—Y esto explica, por cierto, sus misteriosas ausencias—observé yo, recordando que sus movimientos habían sido con frecuencia muy errantes, de modo que hasta Mabel había ignorado su dirección. Se suponía generalmente que había partido a Escocia o al norte de Inglaterra; pues nadie se imaginó nunca que sus repentinos viajes fueran tan lejanos, y que se encontrara, cuando menos se pensaba, en la Italia central.
Los informes del monje demostraban también que Blair había tenido algún motivo muy poderoso para celebrar estas secretas entrevistas. Fray Antonio, su amigo ignorado, había sido indudablemente el más íntimo y de mayor confianza.
—¿Por qué razón nos había ocultado a todos, hasta a la misma Mabel, esta extraña y misteriosa amistad?
Miré fijamente la severa cara del monje italiano, tostada por el sol, y traté de penetrar el misterio escrito en ella, pero fue en vano. No hay hombre en el mundo que sepa guardar tan bien un secreto como el sacerdote confesor, o el humilde fraile, cuya morada es su pobre celda.
—¿Y cuál es su intención, después de lo que ha sucedido con el pobre Blair?—le pregunté al fin.
—Mi intención, como la suya, es descubrir la verdad—replicó.—Será una cosa difícil, no hay duda, pero tengo confianza de que al fin triunfaremos, y que usted recuperará el secreto perdido.
—Pero ¿no podrán utilizarlo mientras tanto los enemigos de Blair?—interrogué.
—¡Ah! eso no podremos impedirlo, por cierto—contestó fray Antonio.—Nosotros debemos preocuparnos del porvenir, y dejar que el presente se cuide solo. Usted, en Londres, hará todo lo que sea posible para descubrir si Blair fue víctima de una infamia y quiénes fueron los autores de ella, mientras yo, aquí en Italia, trataré de saber si ha existido, fuera del robo del secreto, algún otro móvil.
—Pero si la bolsita de gamuza hubiera sido robada, ¿no cree usted que Blair la habría extrañado? Estuvo completamente consciente durante varias horas antes de morir.
—Se podía haber olvidado de ella. La memoria de los hombres decae a menudo en las últimas horas que preceden a la muerte.
La noche había extendido su negro manto antes que la campana con su gran badajo de madera, la misma que servía para despertar a los monjes a las dos de la mañana, hora en que se levantan a orar, resonase a lo largo del claustro, como recordándome que debía retirarme de aquella silenciosa morada, donde era un extraño.
Fray Antonio se levantó, encendió una gran linterna vieja de bronce, y me guió a través de los solitarios y tranquilos corredores, de la pequeña plaza y de la ladera de la colina hasta el camino real, que en medio de la obscuridad resaltaba blanco y recto.
Luego, después de haberme encaminado, tomó mi mano entre sus grandes palmas ásperas y encallecidas, debido al duro trabajo en su pedazo de jardín, y me dijo:
—Confíe en mí, que yo haré todo lo que me sea posible. Yo conocía al pobre Blair; sí, lo conocía mejor que usted, señor Greenwood. También conocía algo de su notable secreto, sé cuan extraño es lo sucedido, y qué misteriosas son todas las circunstancias. Mientras usted vuelve a Londres y prosigue sus investigaciones, yo trabajaré aquí, haciendo las mías. Voy a hacerle una indicación, sin embargo, y es la siguiente: si llega a conocer a Dick Dawson, haga amistad con él y con Dolly. Son una pareja extraña, el padre y la hija, pero la amistad con ambos puede serle de provecho.
—¡Qué!—exclamé.—¿Amistad con el hombre que ha confesado usted que es uno de los más crueles enemigos que tuvo Blair?
—¿Y por qué no? ¿No es un rasgo de diplomacia ser bien recibido en el campo enemigo? Recuerde que es usted el que más arriesga en este asunto, pues en él se juega el secreto que le ha sido legado—¡el secreto de los millones de Burton Blair!
—Y tengo la intención de recuperarlo—declaré con firmeza.
—Yo espero que lo conseguirá, señor—exclamó en una voz que me pareció llena de doble significado.—Espero que lo conseguirá—replicó de nuevo.
Despidiéndose luego con un Adio, e buona fortuna, fray Antonio, el hombre de los secretos, se dio vuelta y se alejó, dejándome parado en el obscuro camino real.
No había avanzado unas cincuenta yardas, cuando de en medio de la sombra de algunos arbustos que había a un lado, apareció una pequeña figura negra, y por la voz que me saludó, conocí que era el viejo Babbo, a quien no esperaba, pues había creído que se hubiera cansado de aguardarme. Pero comprendí que nos había seguido y que al vernos entrar en el monasterio, se había puesto a esperar mi vuelta con toda paciencia.
—¿Ha descubierto el señor lo que deseaba?—me preguntó el viejo italiano, prontamente.
—Algo, no todo—fue mi réplica.—¿Ha visto a ese monje con quien he estado?
—Sí. Mientras usted estaba en el convento, yo he hecho algunas averiguaciones, y he sabido que el capuchino más popular de todo Lucca, es fray Antonio, y que sus actos de caridad son bien conocidos. Es él quien anda mendigando de puerta en puerta, por toda la ciudad, para conseguir los céntimos y las liras que hacen que los pobres tengan diariamente su ropa y pan. Es fama que era muy rico, y que al entrar en el convento de los capuchinos donó a la orden sus riquezas. También se sabe que tiene un amigo que quiere mucho, un inglés conocido por la gente de la ciudad, con el sobrenombre de el Ceco, porque tiene un ojo casi perdido.
—¡El Ceco!—grité.—¿Qué ha descubierto respecto de éste?
—La dueña de una pequeña quesería que hay junto de la puerta por donde salimos de la ciudad, es muy comunicativa. Como todas las de su clase, parece que admira grandemente a nuestro amigo el capuchino. Me ha hablado de las frecuentes visitas de este inglés tuerto, que ha residido tanto tiempo en Italia, que puede casi pasar por italiano. Parece que el Ceco, tiene la costumbre de parar en la vieja posada de la Croce di Malta, viniendo acompañado algunas veces de su hija, una joven muy linda.
—¿De dónde suelen venir?
—¡Oh! todavía no he podido averiguar eso—contestó Babbo.—Sin embargo, parece que las constantes visitas de el Ceco al monasterio capuchino, han despertado el interés público. La gente dice que ahora fray Antonio no es tan activo como antes para buscar dinero para los pobres, pues está demasiado ocupado con su amigo inglés.
—¿Y la niña?
—Debe ser de una belleza notable, porque tiene fama hasta en Lucca, que es una ciudad de niñas bonitas—contestó el viejo, haciendo una mueca.—Habla el toscano perfectamente, y puede hacerse pasar con facilidad por italiana, así dicen. Su espalda no es tiesa como la de esos otros ingleses que uno ve en la vía Tornabuoni, si el señor me perdona la crítica—añadió disculpándose.
Estos informes que probaban que Dick Dawson, contra quien el monje había puesto en guardia a Burton Blair, era en efecto el amigo del capuchino, hacían que la situación fuera más enigmática y complicada.
Reconocí que en esas frecuentes visitas y conferencias debía haberse tramado el complot secreto contra mi pobre amigo, conspiración que había sido llevada a cabo con éxito, según parecía.
La joven Dolly nunca había ido al monasterio, pero era evidente que había estado en Lucca, como cómplice de la trama para obtener el valioso secreto de Burton Blair, el secreto que hoy me pertenecía por la ley.
En vista de esto, resolvimos hacer algunas averiguaciones en la Croce di Malta, esa antigua y vieja posada situada en una estrecha calle lateral, peculiarmente italiana, y que prefiere que se la designe aún con el nombre de albergo, en vez del moderno de hotel.
Dick Dawson, conocido como el Ceco, se encontraba indudablemente en Londres, pero contando con la ayuda y connivencia del ingenioso y astuto hombre de los secretos, que tan hábilmente había tratado de entablar conmigo una falsa amistad.
—¿Sería, en efecto, este hombre, que bajo el pobrísimo hábito de religioso encubría sus malos actos, responsable de la muerte del desgraciado Blair y de la misteriosa desaparición de ese pequeño y extraño objeto, que era su más preciado tesoro?
No sé por qué, tenía el convencimiento de que esta sospecha era una realidad.
EN EL QUE SE EXPLICA EL PELIGRO DE MABEL BLAIR
De las averiguaciones que a la mañana siguiente hizo el viejo Babbo en la Cruz de Malta, resultó evidente que el señor Ricardo Dawson, fuese quien fuese, venía a Lucca constantemente, y siempre con el fin de visitar y consultar al popular monje capuchino.
Algunas veces el inglés tuerto que hablaba el italiano tan bien, iba al monasterio y permanecía allí varias horas, y otras fray Antonio venía a la posada y se encerraba con el huésped en el mayor secreto.
El «ceco», así llamado por su ojo defectuoso, aparentemente era un hombre de recursos, porque sus propinas a los mozos y mucamas eran siempre generosas, y cuando estaban allí hospedados, tanto él como su hija, ordenaban lo mejor que podía procurarse. Venían de Florencia, pensaba el padrone, pero de esto no estaba seguro. Las cartas y telegramas que solía recibir, pidiéndole que les reservara habitaciones, llegaban fechadas en diferentes ciudades de Francia o Italia, lo cual parecía demostrar que constantemente viajaban.
Estos fueron todos los informes que pudimos obtener. La identidad del misterioso Paolo Melandrini permanecía aún sin descubrirse. El principal objeto que me había traído a Italia no había sido llenado, pero, sin embargo, estaba satisfecho de haber descubierto al fin a dos de los más íntimos y a la vez secretos amigos del pobre Blair.
Pero ¿por qué este misterio? Cuando recordaba cuán estrecha había sido nuestra amistad, me quedaba sorprendido, y hasta un poco disgustado, de ver que me había ocultado la existencia de estos dos hombres. Por mucho que sintiera tener que pensar mal de un amigo muerto, no podía evitar que me asaltara la sospecha de que su relación con estos individuos formaba parte de su secreto, y que este último era algo deshonroso.
Poco después de mediodía, guardé mis cosas dentro de mi valija, e impelido por un poderoso deseo de regresar para poder defender los intereses de Mabel Blair, abandoné Lucca, partiendo para Londres. Babbo me acompañó hasta Pisa, donde cambiamos de trenes; él para retornar a Florencia y yo para tomar el coche-dormitorio del expreso que corre de Roma a Calais.
Mientras estaba parado en la plataforma de la estación de Pisa, el viejo harapiento, que hacía más de media hora que se había puesto pensativo, exclamó de pronto:
—Se me ha ocurrido una idea extraña, señor. Usted recordará que supe en la vía San Cristófano que el señor Malandrini usaba anteojos con arcos de oro. ¿No será, acaso probable, que los use en Florencia para ocultar el defecto que tiene en la vista?
—¡Yo también creo lo mismo!—respondí.—¡Me parece que ha adivinado! Pero, por otro lado, ni su sirvienta ni sus vecinos sospechan que sea extranjero.
—Habla muy bien el italiano—convino el viejo,—pero dicen que tiene un leve acento.
—Vuelva en el acto a la vía San Cristófano—le dije, excitado por su última teoría—y haga mayores averiguaciones sobre la vista y los anteojos de este misterioso individuo. La anciana que está al cargo de sus habitaciones lo ha de haber visto sin anteojos, no hay duda, y le podrá decir lo que hay de verdad.
—Sí, señor—me contestó. Y luego yo le di escrita mi dirección en Londres, adonde debía despacharme un telegrama, si sus sospechas se confirmaban.
Diez minutos después, el ruidoso expreso de Calais a Roma, el limitado tren compuesto de tres vagones-cama, coche-restaurant y coche de equipajes, entraba en la gran estación abovedada, y, despidiéndome del ridículo viejo Babbo, subía al tren y me era señalado mi compartimiento hasta Calais.
Describir el largo y tedioso viaje de vuelta del Mediterráneo al Canal, oyendo siempre el crujido de las ruedas, y con la misma monotonía, interrumpida únicamente por el anuncio de que la comida estaba servida, es inútil. Todos aquellos que lean esta extraña historia del secreto de un hombre, que hayan viajado de ida y vuelta por ese camino de hierro que va a Roma, saben bien qué molesto y pesado se hace cuando uno se transforma en constante viajero entre Inglaterra e Italia.
Basta decir que treinta y seis horas después de haber subido al expreso en Pisa, atravesaba la plataforma de la estación Charing Cross, entraba en un hansom y partía para la calle Great Russell. Reginaldo no había vuelto aún de su negocio, pero, sobre mi mesa, entre una cantidad de cartas, encontré un telegrama de Babbo, en italiano, que decía:
«Melandrini tiene echado a perder el ojo izquierdo. Es el mismo hombre; no hay duda ninguna sobre eso.—Carlini.»
El individuo que estaba destinado a ser el secretario y consejero de Mabel Blair, era el enemigo más terrible de su difunto padre, el inglés, Dick Dawson.
Permanecí de pie mirando el telegrama, completamente azorado.
La extraña copla que el muerto había dejado escrita en su testamento, recomendándome que la recordase, latía incesantemente en mi cabeza:
King Henry the Eighth was a knave to his queens,
He'd one short of seven—and nine or ten scenes!
¿Qué significado oculto podía encerrar? Los hechos históricos de los casamientos y divorcios del Rey Enrique VIII, eran tan conocidos para mí como lo son para todo niño inglés del Reino Unido que haya llegado al cuarto grado. Sin embargo, algún motivo debía haber tenido Blair, ciertamente, para haber puesto esta extraña rima en su testamento; tal vez era la clave de algo, ¿pero de qué sería?
Después de hacerme una rápida toilette y cepillarme bien, porque estaba muy sucio y fatigado por el largo viaje, tomé un coche y me dirigí a la plaza Grosvenor, donde encontré a Mabel vestida delicadamente de negro, sentada leyendo en su confortable y bonita habitación particular, que su padre, dos años antes, la había hecho decorar y amueblar lujosamente y con todo gusto como su boudoir.
Se puso de pie en el acto que me vio, y me saludó con apresuramiento cuando el sirviente anunció mi presencia.
—Otra vez está de vuelta, señor Greenwood—exclamó.—¡Oh, cuánto me alegro! He extrañado mucho no haber sabido nada de usted. ¿Dónde ha estado?
—En Italia—repliqué, sacándome el sobretodo por indicación de ella, y sentándome después a su lado en un silla baja.—He estado haciendo ciertas averiguaciones.
—¿Y qué ha descubierto?
—Varios datos que tienden más bien a aumentar que a aclarar el misterio que rodeaba a su pobre padre.
Noté que su rostro estaba más pálido que cuando me había ausentado de Londres, y que parecía enervada y extrañamente ansiosa. Le pregunté por qué no había ido a pasar una temporada en Brighton o en algún otro punto de la costa Sud, como le había indicado antes, pero me replicó que había preferido quedarse en su casa, y que, hablando francamente, había estado esperando con impaciencia mi llegada.
Le expliqué, en breves palabras, lo que había descubierto en Italia, refiriéndole mi encuentro con el monje capuchino y nuestra curiosa conversación.
—Jamás le oí hablar de él a mi padre—me dijo.—¿Qué clase de hombre es?
Se lo describí lo mejor que pude, y le conté cómo lo había conocido en una comida dada en su casa, durante su ausencia en Escocia con la señora Percival.
—Yo pensaba que un monje, una vez que entraba en una orden religiosa, no podía volver a usar el traje de la vida seglar—observó.
—No puede hacerlo, ciertamente—respondí.—Ese mismo hecho aumenta las sospechas que abrigo contra él, unido a las palabras que le alcancé a oír fuera del teatro Imperio.
Y entonces le referí el incidente, exactamente como lo he hecho en un capítulo anterior.
Permaneció un momento silenciosa, con su delicada barba fina apoyada sobre la palma de su mano, contemplando pensativamente el fuego. Luego, por fin, me preguntó:
—¿Y qué ha sabido respecto a este misterioso italiano en cuyas manos me ha dejado mi padre? ¿Lo ha conocido usted?
—No, no lo he visto, Mabel—contesté.—Pero he descubierto que es un inglés de regular edad y no italiano, como habíamos pensado. Creo que no me pondré celoso por las atenciones que tenga con usted, pues adolece de un defecto físico. Sólo tiene un ojo.
—¡Sólo tiene un ojo!—repitió tartamudeando, cubriéndose su rostro de una instantánea palidez mortal, al ponerse de un salto en pie:—¡Un hombre que sólo tiene un ojo... e inglés! ¿Usted no quiere referirse, ciertamente—gritó—a ese individuo que se llama Dawson, Dick Dawson?
—Paolo Melandrini y Dick Dawson son una misma y sola persona—respondí con franqueza, completamente azorado al ver el efecto aterrador que habían tenido sobre ella mis palabras.
—Pero no es posible que mi padre me haya dejado en las manos de ese demonio, de ese individuo cuyo solo nombre es sinónimo de todo lo que implica brutalidad, astucia y maldad. ¡No puede ser cierto... debe haber algún error, señor Greenwood... debe haberlo! ¡Ah! usted no conoce como yo la reputación de ese inglés tuerto, porque si la conociera, preferiría antes verme muerta que asociada a él. ¡Debe salvarme!—gritó aterrorizada, estallando en un torrente de lágrimas.—Usted ha prometido ser mi amigo. Debe salvarme, debe salvarme de ese hombre... sí, de ese hombre cuyo simple contacto esparce la muerte!
Apenas hubo pronunciado estas palabras, vaciló, tendió aturdidamente sus finas manos blancas, y hubiera caído al suelo sin sentido, si yo no hubiese dado un salto adelante y la hubiera tomado en mis brazos.
—¿Quién podía ser este Dick Dawson—cavilaba yo—para que tanto terror y odio le produjera; este hombre tuerto que evidentemente estaba ligado con el misterioso pasado de su padre?
EL SEÑOR RICARDO DAWSON
Confieso que deseaba con ansias ver aparecer a este inglés tuerto, a quien Mabel Blair tenía un terror pánico, para poder juzgarlo.
Lo que hasta entonces había conseguido saber sobre él no era muy satisfactorio. Parecía evidente que, en combinación con el monje, poseía el secreto del pasado del muerto, y quizá Mabel temía alguna desagradable revelación que se relacionara con los actos de su padre y con el origen de su fortuna. Este fue el pensamiento que se me ocurrió cuando estaba ayudando a aplicar algunos remedios y reconfortantes a la insensible niña, pues había dado la voz de alarma al verla caer desmayada, acudiendo, en el acto, su fiel compañera, la señora Percival.
Mientras permaneció sin conocimiento, con su cabeza recostada sobre un almohadón de seda lila, la señora Percival estuvo arrodillada a su lado, y pienso que me miraba con considerable recelo, pues, ignorando lo sucedido, creía que yo era el causante. Me inquirió con cierta dureza por el motivo de aquel inesperado desmayo de Mabel, pero yo le contesté sencillamente que había sido una descomposición repentina, y que la atribuía al calor sofocante de la habitación. Cuando volvió en sí, le pidió a la señora Percival y a Bowers, su doncella, que nos dejaran solos, y, cuando la puerta se cerró, me preguntó, pálida y ansiosa:
—¿Cuándo va a venir aquí ese hombre?
—Cuando el señor Leighton ponga en su conocimiento la cláusula consignada en el testamento de su papá.
—El podrá venir—dijo con toda firmeza,—pero antes que cruce este umbral, yo habré abandonado la casa. El puede proceder como le parezca bien, pero yo no residiré bajo el mismo techo que él, ni tendré comunicación alguna con él, sea lo que fuere.
—Comprendo sus sentimientos, Mabel—exclamé,—¿pero cree usted que es prudente seguir esa línea de conducta? ¿No será mejor esperar a vigilar los movimientos del individuo?
—¡Ah! ¡pero usted no lo conoce!—gritó.—¡Usted no sospecha lo que yo sé que es la verdad fiel!
—¿Y qué es eso?
—No—respondió en una voz baja y ronca,—no puedo decírselo. No pasará mucho tiempo sin que la descubra, y entonces, no se sorprenderá de que yo aborrezca hasta el nombre de ese sujeto.
—¿Pero qué motivo ha podido tener su papá para insertar semejante cláusula en su testamento?
—Porque se ha visto obligado—replicó enronquecida.—No pudo evitarlo.
—Y si se hubiera negado... si se hubiera negado a dejarla en las manos de semejante persona... ¿qué habría sucedido entonces?
—Su ruina hubiese sido inevitable—contestó.—Todo lo sospeché en el momento que supe que un hombre misterioso y desconocido había sido designado secretario y administrador de todos mis asuntos.
Sus descubrimientos en Italia han venido a confirmar mis recelos.
—Pero usted va a seguir mí consejo, Mabel. Al principio, por lo menos, debe armarse de paciencia y sufrirlo—insistí, cavilando, entretanto, si su odio se debería a que tal vez sabía que era el asesino de su padre. Su antipatía contra él era violenta, pero no pude descubrir qué razón tenía para ello.
Sacudió la cabeza al oír mi argumento, y me dijo:
—Siento no ser suficientemente diplomática para poder ocultar de ese modo mi antipatía. Nosotras las mujeres somos hábiles en muchas cosas, pero siempre damos a conocer irremediablemente lo que nos disgusta.
—Será muy sensible—le observé—tratarlo con manifiesta hostilidad, porque puede hacer fracasar todas nuestras futuras oportunidades de éxito para descubrir la verdad respecto a la muerte de su papá y del robo de su secreto. El mejor consejo que puedo darle es que guarde absoluto silencio, aparente indiferencia, pero esté siempre en guardia y alerta. Más tarde o más temprano, este hombre, si, en efecto, es su enemigo, se descubrirá él mismo. Entonces será tiempo suficiente para que nosotros procedamos firmemente, y, al fin, usted triunfará. Por mi parte, considero que cuanto más pronto le avise Leighton a este individuo su nombramiento, será mejor.
—¿Pero no hay medio de poder evitar esto?—gritó, aterrada.—¡La muerte de mi pobre padre es, ciertamente, demasiado dolorosa sin necesidad de que venga esta segunda desgracia a aumentar la aflicción!
Me hablaba con la misma franqueza que lo hubiera hecho con un hermano, y comprendí, por su modo vehemente, ahora que sus sospechas se habían confirmado, cuán grande y completa era su desesperación. En medio de todo el lujo y esplendor de aquella regia mansión, ella surgía como una figura pálida y abandonada, con su tierno corazón juvenil destrozado por la pena de la muerte de su padre y por un terror que no se atrevía a declarar.
Un antiguo proverbio, repetido con harta frecuencia, dice que la fortuna no trae felicidad, y, ciertamente, que a menudo hay más tranquilidad de ánimo y goce puro de la vida en una cabaña que en un palacio. El pobre tiene inclinación a mirar con envidia al rico; sin embargo, debe recordarse que muchos hombres y mujeres que van cómodamente arrellanados en sus lujosos carruajes y servidos por sirvientes de librea, contemplan con anhelo a esos humildes trabajadores de las calles, bien convencidos de que esos millones de seres que ellos designan con el término de «las masas», son, en verdad, mucho más felices que ellos. Muchas mujeres de título, decepcionadas y cansadas del mundo, a menudo jóvenes y bellas, cambiarían contentas sus posiciones con las hijas del pueblo, cuya existencia, aun cuando de duro trabajo, está, sin embargo, llena de inocentes placeres y de tanta felicidad como es posible obtener en nuestro mundo de lucha. Esta afirmación podrá parecer extraña, pero declaro que es verdadera. La posición del oro puede dar lujo y fama; puede poner a los hombres y mujeres en condiciones de eclipsar a sus semejantes, como también puede conquistarles honores, estimación y hasta popularidad. ¿Pero de qué sirve todo esto? Pedidle la opinión al gran propietario, al rico y al millonario, y, si hablan con sinceridad, os dirán, en confianza, que no son tan felices como parecen, ni gozan tanto de la vida como el modesto hombre de recursos independientes, que se ve sometido a una diminución por el impuesto sobre la renta.
Mientras estaba allí sentado con la hija del muerto, esforzándome en convencerla de que recibiera sin marcada hostilidad al misterioso individuo, no podía dejar de notar el vívido contraste entre el lujo de todo lo que la rodeaba y la pesada carga de tribulaciones de su corazón.
Apuntó la idea de vender la casa, y retirarse a Mayvill, para vivir allí en el campo tranquilamente con la señora Percival, pero yo insistí en que esperara, al menos por ahora. Daba lástima pensar que las espléndidas colecciones de pinturas pertenecientes a Burton Blair, todas ellas obras notables de los maestros antiguos, las hermosas tapicerías que hacía pocos años había comprado en España y la incomparable colección de mayólicas, cayeran bajo el martillo de un rematador. Entre los diferentes tesoros que había en el comedor, se ostentaba el cuadro de la Sagrada Familia, de Andrea del Sarto, el cual había costado a Blair dieciséis mil quinientas libras esterlinas en casa de Christie, y que era considerado como uno de los más bellos originales de ese gran maestro. Además, el mobiliario estilo Renacimiento italiano, la vajilla de porcelana antigua de Montelupo y Sayona y de magnífica plata vieja inglesa, constituían una fortuna, y seguirían siendo propiedad de Mabel, con gran satisfacción para mí, como que todo le había sido legado a ella.
—Sí, ya sé—respondió al oír mis argumentos.—Todo es mío salvo esa bolsita que encierra el secreto, la cual es suya, y que, desgraciadamente, se ha perdido.
—Usted debe ayudarme a recuperarla—insistí.—Está en nuestros mutuos intereses hacerlo así.
—Por cierto que le ayudaré en todo lo que me sea posible, señor Greenwood—respondió.—Después que partió usted para Italia, yo hice registrar la casa de arriba abajo, y yo misma examiné los cajones donde guardaba mi padre su correspondencia, sus otras dos cajas de hierro y ciertos puntos donde algunas veces solía ocultar sus papeles privados, con el fin de descubrir si, temiendo alguna tentativa que pudieran haber efectuado para robar la bolsita, la había dejado en casa. Pero todo ha sido en vano. Ciertamente, en esta casa no está.
Le agradecí sus esfuerzos, sabiendo que había procedido con toda energía en beneficio mío; pero, convencido de que era inútil todo registro que se hiciera dentro de la casa, y que si el secreto se recuperaba alguna vez, sería descubriéndolo en las manos de uno u otro de los enemigos de Blair.
Permanecimos juntos largo rato discutiendo la situación. La razón de su odio a Dawson no quería decirla, pero esto no me causaba sorpresa alguna, porque en su actitud veía el deseo de ocultar algún secreto del pasado de su padre. Empero, después de mucha persuasión, conseguí que consintiera en que se le avisara al hombre misterioso el puesto que debía ocupar, y que lo recibiera sin dar a conocer el menor signo de disgusto o antipatía.
Esto lo consideré un triunfo de mi habilidad diplomática, porque, hasta cierto punto, poseía sobre ella una completa influencia, como que había sido su mejor amigo durante esos días tristes y penosos de sus años pasados. Pero cuando ya se trataba de un asunto que envolvía el honor de su padre, era enteramente impotente y nada conseguía. Era una niña de firme individualidad propia, y, como todas las que poseen esta cualidad, tenía el don de rápida penetración, y peculiarmente expuesta a los prejuicios, debido a su alto sentimiento del honor.
Halagó mi amor propio declarando que ella habría deseado que yo hubiera sido nombrado su secretario, a lo cual le contesté agradeciendo su cumplido, pero afirmando que semejante cosa no hubiese sido nunca posible.
—¿Por qué?—me interrogó.
—Porque usted me ha dicho que el tal Dawson viene aquí a ocupar ese puesto por derecho propio. Su padre se vio obligado, bajo coacción, a poner esa desgraciada cláusula en su testamento, lo cual significa que le temía.
—Si—suspiró en voz baja.—Usted tiene razón, señor Greenwood. Está absolutamente en lo justo. Ese hombre tenía en sus manos la vida de mi padre.
Esta última observación me pareció muy extraña. ¿Habría sido culpable Burton Blair de algún crimen desconocido, que le hacía tener miedo a este misterioso inglés tuerto? Tal vez sí. Quizá Dick Dawson, que durante años había residido en la Italia rural haciéndose pasar como italiano, era el único testigo sobreviviente de algún acto deshonroso que Blair había cometido, y que, en la época de su prosperidad, habría deseado borrar, con cuyo fin hubiera dado contento un millón de oro. Tal fue, en verdad, una de las muchas ideas que surgieron en mi mente, viendo el misterio que rodeaba ese terror que producía en Mabel el solo nombre de Dawson. Sin embargo, cuando recordaba la bondadosa y firme honestidad de Burton Blair, su sinceridad, sus elevados pensamientos y sus actos anónimos de beneficencia por puro amor a la caridad, hacía a un lado todas esas sospechas y resolvía respetar la memoria del muerto.
A la noche siguiente, antes de las nueve, mientras Reginaldo y yo estábamos tomando el café y conversando en nuestro confortable comedorcito de la calle Great Russell, Glave, nuestro sirviente llamó a la puerta, entró y me entregó una tarjeta.
Salté de mi asiento, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—Esto sí que es gracioso, viejo—grité, volviéndome a mi amigo.—Aquí tenemos a Dawson en persona.
—¡Dawson!—tartamudeó el hombre contra quien me había prevenido el monje.—Hagámosle entrar. Pero, ¡por Job! debemos tener cuidado de lo que digamos, porque, si todo lo que se dice de él es cierto, debe ser extraordinariamente perspicaz.
—Déjamele a mí—le dije. Y luego añadí, volviéndome a Glave:
—Haga pasar adelante a ese caballero.
Y ambos quedamos en anhelante expectativa aguardando la aparición del hombre que conocía la verdad del bien oculto pasado de Burton Blair, y el cual, por alguna razón misteriosa, se había encubierto durante largo tiempo bajo el disfraz de italiano.
Un momento después fue introducido a nuestra presencia, y, saludándonos, exclamó, con una sonrisa:
—Supongo, caballeros, que tengo que presentarme yo mismo. Me llamo Dawson, Ricardo Dawson.
—Y yo soy Gilberto Greenwood—dije con cierta frialdad.—Mi amigo, aquí presente, se llama Reginaldo Seton.
—De ambos oí hablar a nuestro mutuo amigo, Burton Blair, hoy, por desgracia, fallecido—exclamó; y lentamente se sentó en la gran silla de brazos de mi abuelo, mientras yo quedeme de pie sobre el tapiz de la chimenea, dando la espalda al fuego para poder verlo mejor.
Vestía un traje de tarde bien hecho y un sobretodo negro, pero en su tipo no había ningún rasgo que indicara que era un hombre de carácter. De mediana estatura, de una edad regular, como de cincuenta años, a mi juicio, con anteojos redondos, arcos de oro y grueso cristal de roca, a través de los cuales parecía guiñarnos como un profesor alemán, su aspecto general era el de un hombre serio y observador.
Bajo una masa de cabellos griscastaños aparecía su arrugada frente y un par de ojos azules hundidos, uno de los cuales contemplaba el mundo con especulativo asombro, mientras el otro era opaco, nebuloso y sin vista. Sus extrañas cejas venían a juntarse sobre su nariz algo carnosa, y su barba y bigote tenían ya un color gris. De las mangas de su sobretodo salían sus manos de dedos pequeños y morenos, que retorcían y golpeaban con nerviosa persistencia, y de un modo que indicaba la alta tensión de aquel hombre, los brazos tapizados de la silla en que estaba sentado delante de nosotros.
—La razón que he tenido para venir a molestarlos a esta hora—dijo como disculpándose, pero con una misteriosa sonrisa en sus gruesos labios,—es que he llegado a Londres esta misma noche, y acabo de saber que, por su testamento, mi amigo Burton Blair ha dejado en mis manos la administración de los asuntos de su hija.
—¡Oh!—exclamé fingiendo sorpresa, como si aquello hubiera sido nuevo para mí.—¿Y quién ha dicho eso?
—Tengo informaciones privadas—repuso evasivamente.—Pero antes de entrar a proceder, he pensado que era mejor que viniera a verme con ustedes, para que nos podamos entender bien desde el principio.
Sé que ustedes dos han sido amigos muy buenos e íntimos de Blair, mientras yo, debido a ciertas circunstancias curiosas, me he visto obligado, hasta hoy, a permanecer enteramente en el fondo del escenario, como su amigo secreto. También estoy bien al tanto de las circunstancias en que se conocieron y de la bondad y caridad de ustedes para con mi amigo muerto y su hija; en una palabra, él me lo contó todo, porque no tenía secretos para mí. Sin embargo, ustedes, por su parte—continuó, mirándonos con su solo ojo azul,—deben haber considerado su repentina fortuna como un completo misterio.
—Así ha sido, ciertamente—observé.
—¡Ah!—exclamó con rapidez en un tono de mal oculta satisfacción.—¡Entonces él no les ha revelado nada!
En el acto comprendí que, inadvertidamente, le había dicho a aquel hombre lo que justamente más deseaba saber.
SE REVELA EL SECRETO DE BURTON BLAIR
—Cualquier cosa que Burton Blair me haya dicho ha sido en la más estricta confianza—exclamé, ofendido por el entrometimiento de aquel individuo, pero, sin embargo, contento interiormente de haber tenido la oportunidad de conocerlo y poder tratar de cerciorarme de sus intenciones.
—Por cierto—respondió Dawson con una sonrisa, mientras su único ojo me miraba parpadeando a través de sus anteojos, arcos de oro.—Pero su amistad y gratitud nunca hicieron que llegase al grado de revelarle su secreto. No. Si usted me disculpa y permite, señor Greenwood, le diré que pienso que es inútil estemos combatiendo de esta manera, teniendo en vista que yo sé mucho más de Burton Blair y de su vida pasada, que lo que usted sabe.
—Aceptado—le dije.—Blair fue siempre muy reticente. Se consagró a resolver un misterio y consiguió su objeto.
—Y con eso ganó una fortuna de más de dos millones de libras esterlinas, que todavía las gentes consideran un misterio. Sin embargo, no hay misterio en esos montones de cauciones que están depositadas en sus Bancos, como no lo hubo en el dinero con que las compró—rió.—Fue en buenos billetes del Banco de Inglaterra y en sólidas monedas de oro del reino. Pero ya el pobre no existe; todo ha acabado—añadió con un aire algo pensativo.
—Pero su secreto existe aún—observó Reginaldo.—El lo ha legado a mi amigo.
—¡Qué!—estalló el tuerto, dándose vuelta hacia mí con verdadero espanto.—¿Le ha dejado a usted su secreto?
Parecía completamente trastornado por las palabras de Reginaldo, y noté el brillo perverso de su mirada.
—Me lo ha dejado. El secreto es mío ahora—repuse, aun cuando no le dije que la misteriosa bolsita de gamuza se había extraviado.
—¿Pero no sabe usted, hombre, lo que eso implica?—gritó, poniéndose de pie delante de mí y entrelazando y retorciendo sus delgados dedos nerviosa y agitadamente.
—No, no lo sé—contesté riendo, pues trataba de aparentar que tomaba sus palabras con ligereza.—Me ha dejado como legado la bolsita que llevaba siempre consigo, junto con ciertas instrucciones interesantes que me esforzaré en cumplir.
—Muy bien—gruñó.—Proceda como le parezca más conveniente; pero prefiero que haya usted quedado dueño del secreto y no yo, eso es todo.
Su disgusto y terror aparentemente no conocían límites. Luchó por ocultar sus sentimientos, pero todo esfuerzo fue en vano. Era evidente que existía alguna razón muy poderosa para tratar de impedir que el secreto viniera a mis manos; pero su creencia de que la bolsita ya estaba en mi poder destruía mi sospecha de que este misterioso hombre estaba ligado a la muerte extraña de Burton Blair.
—Créame, señor Dawson—le dije, con la mayor calma,—no abrigo temor alguno del resultado de la bondadosa generosidad de mi amigo. En verdad, no veo qué motivo pueda haber para abrigar ningún recelo. Blair descubrió un misterio que, a fuerza de paciencia y esfuerzos casi sobrehumanos, consiguió resolver, y presumo que, guiado, probablemente, por un sentimiento de gratitud por la pequeña ayuda que mi amigo y yo pudimos hacerle, ha dejado su secreto bajo mi custodia.
El hombre permaneció silencioso durante unos minutos con su único ojo fijo en mí, inmóvil e irritado.
—¡Ah!—exclamó al fin con impaciencia.—Veo que lo ignora usted todo completamente. Tal vez es mejor que siga así.—Luego añadió:—Hablemos ahora de otro asunto, del porvenir.
—¿Y qué tiene el porvenir?—le interrogué.
—He sido nombrado secretario de Mabel Blair y administrador de sus bienes.
—Y yo le prometí en su lecho de muerte a Burton Blair defender y proteger los intereses de su hija—le dije, en una voz tranquila y fría.
—¿Puedo, entonces, preguntarle, ya que tratamos el asunto, si abriga usted intenciones matrimoniales respecto a ella?
—No, no debe usted preguntarme nada de eso—grité enfurecido.—Su pregunta es una injuriosa impertinencia, señor.
—Vamos, vamos, Gilberto—interrumpió Reginaldo.—No hay necesidad de promover una disputa.
—No, por cierto—declaró con aire imperioso el señor Ricardo Dawson.—La pregunta es bien sencilla, y como futuro administrador de la fortuna de la joven, tengo perfecto derecho de hacerla. Entiendo—añadió,—que se ha convertido en una niña muy atrayente y amable.
—Me niego a responder a su pregunta—manifesté con vehemencia.—Yo también podría preguntarle por qué razón ha estado usted todos estos años pasados viviendo ocultamente en Italia o por qué recibía su correspondencia dirigida a una casa de una calle secundaria de Florencia.
Su rostro perdió sus bríos, sus cejas se contrajeron ligeramente, y noté que mi observación le había causado cierto recelo.
—¡Oh! ¿Y cómo sabe usted que he vivido en Italia?
Pero con el fin de extraviarlo y confundirlo, me sonreí misteriosamente y respondí:
—El hombre que posee el secreto de Burton Blair también conoce ciertos secretos concernientes a sus amigos.—Luego añadí intencionadamente:—El Ceco es bien conocido en Florencia y en Lucca.
Su cara se puso blanca, sus delgados dedos nervudos se agitaron de nuevo y la contorsión que estremeció las comisuras de su boca, demostraron cuán profunda e intensa había sido la impresión que le había producido la mención de su sobrenombre.
—¡Ah!—exclamó.—Blair me ha traicionado, entonces me ha jurado en falso, después de todo. ¿Eso les dijo a ustedes, eh? ¡Muy bien!—Y se rió con la extraña risa hueca del hombre que contempla la venganza.—Muy bien, caballeros. Veo que en este asunto, mi posición es la de un intruso.
—Hablándole con franqueza, señor, le diré que justamente es así—intervino Reginaldo.—Era usted desconocido hasta que se leyó el testamento del muerto, y no creo anticiparme en afirmar que la señorita Blair tendrá cierta inquietud de verse obligada a ocupar a un extraño.
—¡Un extraño!—rió con altanero sarcasmo.—¡Dick Dawson un extraño! No, señor, usted verá que para ella no soy un extraño. Por otra parte, pienso que también tendrá oportunidad de saber que la joven acogerá bien mi intención en vez de desagradarle. Esperen y verán—añadió, con un tono sumamente confiado.—Mañana tengo intención de ir a la oficina del señor Leighton, y hacerme cargo de mis obligaciones como secretario de la hija del difunto millonario Burton Blair—y acentuando las últimas palabras, se rió de nuevo en nuestras caras desafiadoramente.
No era un caballero. En el momento en que entró en la pieza lo conocí. Su aspecto externo era el de un hombre que ha tenido contacto con gente respetable, pero era sólo un barniz superficial, pues cuando perdía la calma y se agitaba, demostraba que era tan rudo como el tosco hombre de mar que tan repentinamente había expirado. Su acento era pronunciadamente londinense, a pesar de que se decía que, como había residido tantos años en Italia, se había convertido casi en un italiano. Un hijo verdaderamente de Londres no puede nunca ocultar sus enes nasales aun cuando haya pasado su vida en el más lejano confín del mundo. Ambos nos habíamos dado cuenta rápidamente de que el desconocido, aun cuando de contextura más bien delgada, era extraordinariamente muscular. Y este era el hombre que celebraba esas frecuentes entrevistas secretas con Fray Antonio, el grave monje capuchino.
Había demostrado que no nos tenía miedo, por la manera audaz con que había venido a vernos, y la franqueza con que nos había hablado. Se conoció que tenía plena confianza en su posición, y que interiormente se reía de nuestra ignorancia.
—Hablan ustedes de mí, caballeros, como de un extraño y desconocido—exclamó, abotonándose su sobretodo después de una corta pausa y tomando su bastón.—Supongo que lo seré esta noche... pero mañana no lo seré ya. Espero que muy pronto aprenderemos a conocernos mejor; entonces es posible que confíen en mí un poco más de lo que han hecho esta noche. Recuerden que durante muchos años he sido el amigo más íntimo del muerto.
En la punta de la lengua tuve la observación de que el motivo que había tenido el pobre Burton para poner en su testamento esa extraña cláusula, era el temor que él le inspiraba, y que la había insertado bajo coacción; pero felizmente me dominé, y con cierta cortesía le dije «buenas noches».
—Que me ahorquen, Gilberto—gritó Reginaldo, cuando el tuerto se hubo retirado.—La situación a cada momento se hace más interesante y complicada. Es evidente que Leighton va a tener que habérselas con un cliente duro.
—Sí—suspiré.—El tiene la mejor parte de todos nosotros, porque se ve claro que Blair lo tenía al tanto de todo, pues era de su completa confianza.
—¡Es mi opinión, Greenwood, que Blair nos ha tratado ruinmente!—estalló mi amigo, eligiendo un nuevo cigarro, y mordiéndole la punta con enojo.
—Recuerda que me ha dejado su secreto.
—Puede ser que lo haya destruido después de haber hecho el testamento—apuntó Reginaldo.
—No; o debe estar escondido, o ha sido robado, eso es lo que no ha podido aclararse. Por mi parte, considero que gradualmente va disipándose la idea que abrigamos de que se había cometido un asesinato. Si él hubiese sospechado que había sido víctima de una infamia, seguramente nos habría indicado algo antes de morir. De eso estoy completamente convencido.
—Es muy probable—observó con cierta duda, sin embargo.—Pero lo que tenemos ahora que descubrir es si existe aún esa bolsita que él siempre llevaba consigo.
—Es evidente que el tal Dawson se encontraba en Inglaterra antes de la muerte del pobre Blair. Puede ser que haya pasado a su poder—indiqué yo.
—De todos modos, es muy probable que trate de apoderarse de ella—convino Reginaldo.—Debemos saber con fijeza dónde estaba y qué hizo el día en que Blair perdió tan misteriosamente el conocimiento en el tren. No me gusta el individuo, aparte de su alias y secreta amistad con Blair. Su intención es mala, viejo, bien mala. La he visto brillar en el único ojo que tiene. Recuerda lo que dijo sobre que Blair lo había traicionado. Me parece que abriga la idea de vengarse en la pobre Mabel.
—Mejor es que no trate de ofenderla—exclamó ferozmente.—Tengo que cumplir la promesa que le hice al pobre Burton, y la cumpliré. ¡Sí, juro por Dios que lo haré! al pie de la letra. Buen cuidado tendré de que no caiga en las manos de ese aventurero.
—Ella le teme anticipadamente. ¿Por qué será?
—Por desgracia, no quiere decírmelo. Es posible que este hombre esté en posesión de algún secreto deshonroso del muerto, cuyo conocimiento, si se hiciera público, podría dar por resultado el descrédito de Mabel y su expulsión de la buena sociedad.
Seton gruñó, se recostó en el respaldo de su silla y quedó contemplando el fuego pensativamente.
—¡Por Job!—exclamó, después de una breve pausa.—¿Si será eso así?
A la mañana siguiente, mientras estábamos almorzando, llegó un muchacho mensajero con una tarjeta de Mabel, en la que me pedía que fuese en el acto a su casa. Sin perder un minuto, por lo tanto, tomé de un sorbo mi café, me puse apresuradamente el sobretodo y un cuarto de hora después entraba en la alegre sala de mañana de la mansión de la plaza Grosvenor, donde la hija del muerto, con su cara encendida por la agitación, me esperaba.
—¿Qué es lo que hay?—le pregunté al tomarle la mano, temeroso de que el hombre que ella detestaba hubiese venido ya a verla.
—Nada grave—me contestó riendo.—Es que tengo una nueva muy buena para usted.
—¿Para mí? ¿qué es?
Sin contestarme, colocó sobre la mesa una pequeña y lisa cigarrera de plata, que en un ángulo de la tapa tenía las iniciales B. B., monograma que se veía grabado en toda la vajilla de Blair, en sus carruajes, arneses y demás objetos propios.
—Vea lo que hay dentro de ella—exclamó, señalándome la caja que tenía por delante, y sonriendo dulcemente con profunda satisfacción.
La tomé ansiosamente, levanté la tapa y miré lo que había en su seno.
—¡Qué!—grité, casi fuera de mí de alegría.—¡No puede ser cierto!
—Sí—rió ella.—Lo es.
Y después con dedos temblorosos, saqué del interior de la caja el precioso objeto que me había sido legado, la pequeña bolsita usada de gamuza del tamaño de la palma de la mano de un hombre, a la cual estaba unida una delgada pero muy fuerte cadena de oro para poderla colgar del cuello.
—La encontré esta mañana por casualidad, exactamente como está, en un cajoncito secreto de un viejo escritorio que hay en la pieza de vestir de mi padre—explicó.—El que la debió colocar allí por precaución antes de partir para Escocia.
La conservaba en mi mano completamente atónito, pero, no obstante, con el más profundo deleite.
¿El hecho de que Blair se hubiera separado de ella, dejándola guardada en esa caja, antes que arriesgarse a llevarla consigo durante ese viaje al Norte, no probaba que había temido ser víctima de un ataque para conseguir su posesión? Sin embargo, el pequeño y curioso objeto, que en tan extrañas condiciones me había sido legado, estaba ahora en mi mano, y era una bolsita plana, cuidadosamente cosida, de piel de gamuza, ennegrecida por el uso y el tiempo, como de media pulgada de grueso, y que encerraba algo duro y liso.
Dentro de ella se ocultaba el gran secreto, cuyo conocimiento había transformado en millonario a Burton Blair, el pobre marino sin hogar. Lo que era, ni Mabel ni yo pudimos ni por un momento imaginarnos.
Ambos estábamos sin aliento, igualmente ansiosos de cerciorarnos de la realidad. No hay duda, jamás hombre alguno se vio en su vida delante de un problema más interesante o enigmático.
En silencio tomó un par de pequeñas tijeras de hacer ojales de encima de la mesita-escritorio que había junto de la ventana, y me las entregó.
Luego, temblándome la mano de agitación, introduje la punta en el extremo de la bolsita y la corté largo a largo, pero lo que cayó sobre la alfombra un momento después nos arrancó dos fuertes exclamaciones de sorpresa.
La posesión más valiosa de Burton Blair, el gran secreto que durante todos esos años pasados y en sus viajes errantes había llevado siempre consigo, al fin descubierto, resultó ser verdaderamente pasmoso.
LA OPINIÓN DE UN PERITO
Sobre la alfombra, a nuestros pies, yacía desparramado un paquete de muy pequeñas cartas de juego, más bien sucias, que había caído de la bolsita, y el cual contemplábamos los dos de pie con sorpresa y desengaño.
Por mi parte, yo había esperado encontrar dentro de esa bolsa-tesoro de gamuza algo de más valor que esos pedazos de cartón duro, manoseados y bastante gastados, pero nuestra curiosidad se despertó instantáneamente cuando me agaché, alcé una de ellas y descubrí ciertas letras escritas con tinta obscura medio borrada, similares a las que había en la carta que tenía ya en mi poder.
Resultó ser un diez de oros, y con el fin de que los lectores puedan darse una idea clara de cómo estaban arregladas las letras, reproduzco una copia de ella enfrente.
—¡Qué extraño!—exclamó Mabel, tomando la carta y examinándola atentamente.—Debe ser algún enigma cifrado, igual al otro que encontré dentro de un sobre sellado en la caja de hierro.
—No hay duda—dije yo, al notar, mientras estaba agachado, recogiendo el resto del paquete,—que todas ellas, tanto por el anverso como por el reverso, tenían catorce o quince letras escritas, en tres columnas, todas, por cierto, enteramente ininteligibles.
Las conté. Formaban un paquete de treinta y una cartas, faltando el as de copas, que habíamos encontrado antes. Debido a haberlas llevado siempre consigo, el roce constante y durante tanto tiempo, había gastado las puntas y los filos, mientras el lustre había desaparecido hacía ya mucho.
Ayudado por Mabel, las extendí todas sobre la mesa, verdaderamente atontado por aquellas columnas de letras que demostraban que algún profundo secreto encerraban, pero que nos fue completamente imposible descifrar.
En el anverso del as de bastos había tres columnas paralelas, de cinco letras cada una, colocadas en esta forma:
E H N
W E D
T O L
I E H
W H R
Luego, di vuelta al rey de espadas, y en el reverso encontré sólo estas catorce letras:
Q W F
T S W
J H U
O F E
Y E
—¿Qué significará todo esto?—exclamé, examinando cuidadosamente, a la luz, los caracteres escritos. Las letras eran mayúsculas, y tan torpe e inseguramente trazadas como las del as de copas; no hay duda, debían haber sido hechas por una mano sin educación. Las A denotaban una forma de letra extranjera más que inglesa, y el hecho de que algunas cartas estaban escritas por el anverso y otras por el reverso, parecía indicar que había algún significado oculto. Fuese lo que fuese, aquello se presentaba como un problema enigmático e intrincado.
—Es muy curioso, ciertamente—observó Mabel, después de haber estado un rato tratando en vano de juntar algunas palabras inteligibles con las letras en columnas, valiéndose del método fácil de cálculo.—No tenía la menor idea de que mi padre hubiese llevado oculto de este modo su secreto.
—Sí—dije,—es verdaderamente asombroso. No hay duda, su secreto está escrito aquí, y lo sabríamos, si poseyéramos la clave. Pero es probable que sus enemigos conozcan su existencia, o si no, él no lo hubiese dejado guardado aquí al partir para Manchester. Puede ser que Dawson lo sepa.
—Es muy probable—contestó ella.—Era el hombre de relación más íntima de mi padre.
—Su amigo, dice él que era.
—¡Amigo!—gritó ofendida.—No, su enemigo.
—Y, por lo tanto, su papá le temía, ¿no es así? Fue esa razón la que lo indujo a insertar en su testamento esa imprudente cláusula.
Entonces le referí la visita que la noche anterior nos había hecho Dawson, todo lo que nos había dicho y la atrevida actitud desafiadora que había adoptado con nosotros.
Suspiró, pero no pronunció una sola palabra. Noté que mientras yo hablaba su semblante se había puesto algo más pálido, pero permaneció callada, como si hubiese temido hablar, por recelo de que inadvertidamente fuese a manifestar lo que tenía intención de que permaneciese siendo un secreto.
Mi pensamiento absorbente en aquel momento era, sin embargo, la aclaración del problema que se encontraba oculto dentro de esas treinta y dos cartas, bien manoseadas, que estaban delante de mí. El secreto de Burton Blair, cuyo conocimiento le había producido su fortuna de millones, se encerraba allí, y ahora que por legado me pertenecía, estaba en mis intereses hacer toda clase de esfuerzos para conseguir descubrir la verdad exacta. Recordé el inmenso cuidado que había tenido con esa bolsita que yacía vacía sobre la mesa, y la negligente confianza con que me la había mostrado esa noche en que no era más que un vagabundo sin hogar que andaba recorriendo los caminos en busca de los molinetes.
Mientras la tenía en su mano mostrándomela, había visto brillar sus ojos con una luz viva de esperanza y anticipación. Algún día sería un hombre rico, me había profetizado, y yo, en mi ignorancia, había creído entonces que era un soñador, un iluso. Pero al mirar en torno de esa pieza en que estaba ahora de pie y ver ostentándose obras de Murillo y del Tintoretto, que cada una de ellas constituía una pequeña fortuna, me vi obligado a confesar que había cometido un error y que mi desconfianza había sido injusta.
¡Y ahora el secreto escrito sobre ese pequeño paquete de cartas, de aspecto tan insignificante, era mío... con tal que pudiera descifrarlo!
Era imposible que pudiese haber una situación más enigmática y mortificante para un pobre hombre como yo. El hombre a quien en un tiempo había podido proteger, me había dejado, como prueba de reconocimiento, el secreto del origen de su enorme riqueza, pero tan bien oculto, que ni Mabel ni yo podíamos descifrarlo.
—¿Qué va a hacer?—me interrogó al fin, después de haber permanecido diez minutos en silencio examinando las cartas.—¿No habrá en Londres algún perito que pueda encontrar la clave? Es probable que esas personas que se dedican al arte de la criptografía puedan ayudarnos.
—No hay duda—respondí,—pero en ese caso, si consiguieran hacerlo, descubrirían el secreto para ellos.
—¡Ah, no había pensado en eso!
—Las instrucciones que ha dejado su papá en el testamento, son muy explícitas y terminantes, recomienda la mayor reserva en el asunto.
—Pero la posesión de estas cartas sin la clave no es, ciertamente, de mucho beneficio—arguyó.—¿No podría consultar a alguna persona experta, y cerciorarse por qué medios sería posible descifrar esta clave de enigmas?
—Podré hacer averiguaciones en un sentido general—repliqué,—pero colocar ciegamente el paquete de cartas en las manos de un perito, sería, me temo, entregar a otros la posesión más reservada de su papá. Puede ser que haya aquí escrito algún dato que no sea conveniente ni agradable que el mundo lo sepa.
—¡Ah!—exclamó, alzando rápidamente la vista y mirándome.—Algunos datos concernientes a su pasado, quiere usted decir. Sí. Tiene razón, señor Greenwood. Debemos ser muy prudentes y saber guardar bien el secreto de estas cartas, especialmente si, como usted lo ha indicado, Dawson conoce los medios de poder hacer inteligible este enigma.
—El secreto me ha sido legado, y, por lo tanto, voy a tomar posesión de ellas—le dije.—Haré, también, algunas averiguaciones, y me cercioraré por qué medios se pueden poner estas cifras en un inglés comprensible.
Pensé en ese momento en un señor Bayle, profesor de un colegio preparatorio situado en Leicester, que era un verdadero perito en estas cuestiones de cifras, claves y anagramas, y resolví no perder tiempo en ir allí y conocer su opinión.
A mediodía tomé el tren en St. Pancras, y a eso de las dos y media me encontraba sentado con él en su pieza particular del colegio. Era un hombre de regular edad, completamente afeitado y de rápida inteligencia, que con frecuencia había ganado premios en los varios certámenes de competencia ofrecidos por diferentes periódicos; hombre que parecía haber aprendido de memoria el Diccionario de citas familiares, de Bartlett, y cuyo ingenio y habilidad para descifrar enigmas era incomparable. Mientras fumábamos, le expliqué el punto sobre el cual deseaba me diese su opinión.
—¿Puedo ver las cartas?—me preguntó, sacando la pipa de su boca y mirándome con cierta sorpresa, según me pareció.
Mi primer impulso fue negarme a mostrárselas, pero después recordé que era uno de los más grandes peritos que había en estas materias, y, por consecuencia, saqué el pequeño paquete del sobre en que lo había puesto.
—¡Ah!—exclamó en el momento que las tuvo en su mano y las recorrió rápidamente.—Este es el más complicado y difícil de los enigmas cifrados, señor Greenwood. Estuvo en boga durante el siglo xvii en España e Italia, y después en Inglaterra, pero en los últimos cien años, o más, parece que ha caído en desuso, debido, probablemente, a su gran dificultad.
Con el mayor cuidado colocó en filas sobre la mesa todas las cartas, y se entregó a largos y complicados cálculos entre las pesadas bocanadas de humo que despedía su pipa.
—¡No!—exclamó al fin.—No es lo que yo esperaba. Por medio del sistema de deducciones no conseguirá nunca la solución. Podrá tratar de descifrarlo durante cien años, pero será en vano, sí no descubre la clave. Hay, en verdad, tanto ingenio en esta clase de cifra, que un escritor del siglo pasado calculó que en un paquete de cartas cifradas como éstas, existen, por lo menos, cincuenta y dos millones de posibles arreglos y combinaciones.
—¿Pero cómo está escrita la cifra?—pregunté muy interesado, aun cuando abatido al ver que no podía ayudarme.
—Del siguiente modo—replicó.—El autor del secreto decide lo que quiere dejar registrado, y entonces arregla las treinta y dos cartas en el orden que desea. Después escribe las primeras treinta y dos letras de su registro, recuerdo, o lo que sea, en el anverso o reverso de las treinta y dos cartas, una letra en cada una consecutivamente, empezando por la primera columna, y siguiendo luego por las columnas segunda y tercera, por su orden, hasta que pone la última letra de la cifra. Se suelen también colocar en el lugar de los espacios ciertas letras, y algunas veces el enigma se hace todavía más difícil de descifrar para el que por casualidad encuentra las cartas, cuando se las baraja de una manera especialmente arreglada al llegar a la mitad de lo que se está escribiendo.
—¡Muy ingenioso!—observé, completamente confundido por la extraordinaria complicación del secreto de Burton Blair.—¡Y, sin embargo, las letras están escritas con tanta claridad!
—Así es—rió el profesor.—A simple vista parece el más sencillo de todos los métodos de cifras, y, no obstante, es completamente ininteligible, salvo que se conozca la fórmula exacta en que está escrita. Cuando se consigue eso, la solución es fácil. Se arreglan las cartas en el orden que estuvieron cuando fueron escritas, y tomando una letra de cada carta sucesiva, se deletrea el enigma, leyendo hasta abajo una columna tras otra y pasando por alto las letras colocadas en el lugar de los espacios.
—¡Ah!—exclamé ansiosamente.—¡Cuánto deseo conocer la clave!
—¿Entonces es un secreto muy importante?—preguntó Bayle.
—Sumamente importante—respondí.—Es un asunto reservado que ha sido puesto en mis manos, y que estoy obligado a resolver.
—Me temo que nunca pueda conseguirlo, salvo que exista la clave, como ya le he dicho. Es demasiado difícil para que yo trate de hacerlo. Las complicaciones, que parecen de construcción tan sencilla, protegen eficazmente el secreto de toda solución posible y lo garanten de cualquier peligro. Por lo tanto, todos los esfuerzos que se hagan para descifrarlo sin conocer el orden en que estuvieron las cartas, será necesariamente inútil.
Volvió a colocarlas dentro del sobre y me las entregó, sintiendo no poderme ayudar en nada.
—Podrá intentar descifrarlo todos los días durante años y años—declaró,—y no conseguirá aproximarse a la verdadera solución. Está demasiado bien protegido para poderlo resolver por casualidad, y es, en verdad, la cifra más ingeniosa y segura que haya ideado el ingenio de un hombre.
Me quedé un rato más y tomé una taza de té con él; pero a las cuatro y media entraba en el expreso y partía para Londres, decepcionado de mi viaje completamente estéril. Dado lo que me había explicado, el secreto se hacía más impenetrable e inescrutable que nunca.
CIERTAS COSAS QUE DESCUBRIMOS EN MAYVILL
—La señorita Blair, señor—me anunció Glave al día siguiente, un poco antes de las doce. Me encontraba solo en mi pieza particular, fumando y completamente confundido en la empresa de resolver el problema de las cartas del muerto.
De un salto me puse en pie para recibir a Mabel, que estaba encantadora y muy elegante con sus ricas y abrigadas pieles.
—Supongo que si la señora Percival supiera que he venido sola aquí, me daría una grave conferencia sobre la impropiedad de venir a visitar a un hombre en sus habitaciones—me dijo riendo, después que la saludé y cerré la puerta.
—Casi se puede decir que es la primera vez que me ha honrado con una visita, ¿no es así? Y me parece que no necesita inquietarse mucho por lo que piense la señora Percival.
—¡Oh! cada día está más rígida—refunfuñó Mabel.—No debo ir aquí, ni tampoco allá; se asusta de que hable con este hombre o con aquel otro, y así todo por el mismo estilo. Verdaderamente, me voy cansando de esto, le aseguro—declaró, sentándose en la silla que yo acababa de desocupar, desprendiendo el cuello de su pesada capa de pieles y acercando su precioso pie al fuego de la chimenea.
—Pero ha sido para usted una amiga muy buena—le argumenté.—Según lo que yo he podido ver, ha sido la más cómoda de las damas de compañía.
—La verdaderamente modelo es aquella que desaparece por completo cinco minutos después que ha entrado en la habitación—manifestó Mabel.—Y es justo que le conceda a la señora Percival lo que le corresponde, porque ella nunca se ha prendido de mí en los bailes y reuniones, siempre me ha dejado en libertad, y si me ha encontrado sentada en algún punto retirado y obscuro, ha tenido a mano un pretexto para dirigirme a otra parte. Sí—suspiró,—supongo que no debo quejarme cuando recuerdo esas viejas regañonas en cuyo poder están otras niñas. Por ejemplo, lady Anetta Gordon y Violeta Drummond, dos preciosas niñas que se han estrenado en esta última season, sufren verdaderas torturas con esas viejas brujas que las acompañan a todas partes. Ambas me han contado que no pueden levantar los ojos para mirar a un hombre, sin que al día siguiente tengan que soportar una dura conferencia sobre las maneras corteses y la modestia propia de una niña.
—En verdad, no creo tenga, hasta ahora, muchos motivos por qué lamentarse. Su pobre padre era muy indulgente con usted, y estoy seguro de que la señora Percival, aun cuando algunas veces pueda parecer un poco rígida, sólo lo hace por su bien—le dije con toda franqueza, de pie sobre el tapiz de la estufa y contemplando su hermosa figura.
—¡Oh! ya sé que en su concepto soy una niña muy voluntariosa—exclamó, con una sonrisa.—Siempre solía usted decir eso cuando estaba en el colegio.
—Lo era, hablándole con sinceridad—contesté abiertamente.
—Por cierto. Ustedes los hombres nunca tienen indulgencia con una niña, ni le conceden nada. Son dueños de su libertad cuando visten por primera vez sus pantalones largos, mientras que a nosotras, las pobres niñas, no nos dejan solas ni libres un segundo, ni dentro ni fuera de la casa. No importa que seamos tan feas como una bruja o tan bellas como Venus, tenemos que estar amarradas a alguna mujer de edad, que muy frecuentemente sucede que es tan aficionada a un «flirteo» moderado como la ingenua joven que está a su cargo. Discúlpeme, señor Greenwood, que le hable tan cándidamente, pero mi opinión es que los métodos modernos de la sociedad son todos fingidos y engañadores.
—Parece que hoy no está usted con muy buen humor—observé, sin poder dejar de sonreírme.
—No, no lo estoy—confesó.—La señora Percival está haciéndose muy pesada. Deseo ir esta tarde a Mayvill, y ella no me quiere dejar ir sola.
—¿Por qué desea, con tanto empeño, ir sola?
Se sonrojó ligeramente, y por un momento pareció desconcertada.
—¡Oh! no tengo tanto empeño en ir sola—replicó tratando de convencerme.—Lo que yo objeto es la necedad de quererme impedir que viaje sola como cualquiera otra joven lo hace. Si una doncella tiene la libertad de hacer sola un viaje por ferrocarril, ¿por qué no puedo yo hacerlo también?
—Porque usted tiene que respetar las conveniencias de sociedad, y una sirvienta no necesita eso.
—Pues entonces prefiero el lote que le ha tocado a ésta en suerte—declaró de una manera que me hizo comprender que algo la debía haber incomodado.
Yo, por mi parte, hubiera sentido muchísimo que la señora Percival le hubiera consentido ir sola a Herefordshire, pero era evidente que tenía alguna razón secreta para no querer que su respetable compañera fuera con ella.
—¿Qué podría ser?—cavilaba yo.
Le pregunté la razón que tenía para desear ir a Mayvill hasta sin una doncella, pero se excusó diciendo que quería ver si estaban bien cuidados los otros cuatro caballos de caza por el encargado del stud, como también para hacer un registro completo en el estudio de su padre, por si quedaban allí papeles importantes o íntimos. Ella tenía las llaves en su poder, y deseaba hacer esto antes de que ese hombre odioso ocupase su puesto.
Esta indicación, inventada evidentemente como excusa, me pareció que debía efectuarse sin más demora; pero era tan claro que deseaba ir sola, que al principio vacilé ofrecerle mi compañía. Nuestra amistad era de un carácter tan íntimo y estrecho, que podía, por cierto, hacerle esa proposición sin salirme de los limites propios; sin embargo, resolví tratar de saber primero el motivo tan poderoso que tenía para desear viajar sola.
Pero Mabel era una mujer inteligente, y no tenía intención de decírmelo. Se conocía que la dominaba un deseo secreto de ir sola a esa espléndida mansión de campo que era ahora de su propiedad, y que no quería que la señora Percival la acompañase.
—Si va a registrar la biblioteca, ¿no sería mejor, Mabel, que yo la acompañase y ayudara?—le indiqué al fin.—Esto es, por cierto, si usted me lo permite—añadí disculpándome.
Quedó silenciosa un momento, como quien está ideando un medio de resolver un dilema; después me respondió:
—Si quiere usted venir, para mí será un verdadero placer. Sí, debe ayudarme, porque puede ser que descubramos la clave del enigma cifrado de las cartas. Mi pobre padre, medio mes antes de morir, estuvo allí unos tres días.
—¿Y cuándo partiremos?
—A las tres y media, de la estación Paddington. ¿Será cómodo para usted? Vendrá conmigo y será mi huésped.
Y se rió picarescamente al ver cómo se rompían las conveniencias, y no se tenía en cuenta el probable disgusto que le causaría a la señora Percival.
—Muy bien—asentí; y diez minutos después la acompañaba hasta abajo y le hacía subir, sonriendo dulcemente, en su elegante victoria, cuyo cochero y lacayo vestían ahora de luto.
¿No es verdad que suponen ustedes que estaba jugando una peligrosísima partida? Y era así, en efecto, como después tendrán ocasión de verlo.
A la hora señalada me reuní con Mabel en Paddington, y dejando a un lado sus tristes meditaciones y desgracia, emprendimos el viaje hasta la estación Dunmore, más allá de Hereford. Una vez aquí, subimos al coche que nos esperaba, y después de andar casi tres millas, bajamos delante de la espléndida mansión antigua que dos años antes había comprado Burton Blair, porque el paraje se prestaba admirablemente para las partidas de caza y para la pesca con caña.
Irguiéndose en medio de su hermoso parque, a mitad de camino entre King's Pyon y Dilwyn, Mayvill Court era, y lo es todavía, uno de los puntos de campo dignos de verse. Era una mansión ideal hereditaria. La gran casa antigua, con sus elevadas torres cuadradas, su entrada estilo rey Jacobo, su puerta cochera, los hermosos bojs de fantásticas formas y el reloj de sol de su primoroso jardín anticuado, poseía un delicioso encanto de que pocas mansiones antiguas podían jactarse; y, además, en su perfecto estado de conservación, sin ninguna alteración ni en sus más pequeños detalles, se encerraba otro interesante rasgo de su atracción.
Por espacio de casi trescientos años había estado en poder de sus primitivos dueños, los Baddesley, hasta que Blair la había comprado, incluyendo el mobiliario, las pinturas, armaduras, y, en fin, todo lo que en ella había.
Eran ya cerca de las nueve cuando la señora Gibbons, la anciana ama de llaves, nos recibió, con los ojos llenos de lágrimas por la muerte de su señor, y entramos en el gran hall revestido con entrepaños de roble, en el cual se veían la espada y el retrato del valeroso caballero, capitán Enrique Baddesley, de quien todavía se recordaba allí una romántica historia.
Habiendo escapado difícilmente con vida del campo de batalla, el capitán espoleó su corcel y se encaminó a su hogar, seguido muy de cerca por algunos soldados de Cromwell. Su esposa, dama de gran valor, tuvo apenas tiempo de esconderlo en la cámara secreta antes de que llegara el enemigo a registrar la casa. Sin acobardarse mucho, ella misma les ayudó y personalmente los guió por toda la mansión. Como sucedía en muchos otros casos, había que pasar por el dormitorio principal para poder entrar en la pieza secreta, y cuando los soldados penetraron en el primero para inspeccionarlo, sus sospechas se despertaron. Por lo tanto, decidieron quedarse allí a pasar la noche.
La esposa del perseguido les mandó una abundante cena y un poco de vino, mezclado convenientemente con una buena dosis de droga, que dio por resultado que los desagradables huéspedes se durmieran profundamente, y que el valiente capitán, antes de que hubiesen desaparecido los efectos del vino, se encontrase muy lejos de su alcance.
Desde aquel día la vieja mansión había permanecido absolutamente como era, sin sufrir la menor alteración, con su hilera de obscuros y envejecidos retratos de familia en el gran hall, su amueblado estilo rey Jacobo y sus antiguos yelmos y lanzas que habían sufrido los golpes y choques de la batalla de Naseby. La noche era terriblemente fría. En la gran chimenea abierta ardían enormes trozos de leña, y mientras estábamos de pie delante del fuego, calentándonos después del viaje, la señora Gibbons, que había sido informada de nuestra visita por un telegrama despachado con tiempo, nos anunció que había preparado para nosotros una buena cena, por que sabía que no íbamos a poder llegar a la hora de la comida.
Ella y su esposo le manifestaron a Mabel su más profundo pesar por su reciente desgracia.
Después de quitarnos nuestros abrigos, pasamos al pequeño comedor, donde Gibbons y un sirviente, de librea, nos atendieron y sirvieron la cena, con toda esa majestad antigua característica en aquella espléndida mansión que tantos siglos contaba de existencia.
Gibbons y su esposa, viejos servidores de los antiguos dueños, estaban algo sorprendidos, según me pareció, de ver que yo solo había venido en compañía de su joven ama, a pesar de que Mabel les había explicado que deseaba hacer un examen de todos los objetos pertenecientes a su padre que había en la biblioteca, y que por esa razón me había invitado para que la acompañara.
Sin embargo, debo, por mi parte, confesar que yo no había sacado aún ninguna conclusión respecto al móvil verdadero de aquella visita; a pesar de que estaba convencido de que había en ello algún motivo ulterior, que no podía, empero, ni sospechar.
Después de cenar, la señora Gibbons condujo a mi linda compañera a su pieza, mientras Gibbons me mostró la que había preparado para mí. Era una gran habitación situada en el primer piso, cuyas ventanas daban amplia vista sobre los ondulados prados que se extendían hasta Wormsley Hill y Sarnesfield. Ya en varias ocasiones anteriores había ocupado esta misma pieza, y la conocía bien, con su gran cama antigua, tallada, de cuatro pilares, sus anticuados tapices y colgaduras, cómodas y guardarropas de estilo rey Jacobo y su cielo raso de roble bruñido.
Después de hacerme una ligera toilette, volví a reunirme en la biblioteca con mi elegante y delicada joven huéspeda. Era una gran pieza larga y antigua, donde ardía un brillante fuego, y las lámparas estaban suavemente sombreadas con pantallas de seda amarilla. De un extremo a otro se veían las hileras de libros con sus lomos grises, los que probablemente hacía medio siglo que no habían sido tocados.
Después que Mabel me permitió fumar un cigarrillo y le dijo a Gibbons que deseaba que nadie la viniese a molestar durante una hora o más, se levantó y cerró con llave la puerta, para que pudiéramos emprender el trabajo de investigación sin que sufriéramos interrupción alguna.
—No sé si descubriremos algo que sea de interés—dijo, volviendo sus hermosos ojos hacia mí, dominada por una agitación que no pudo reprimir al dirigirse al gran escritorio y sacar de su bolsillo las llaves de su padre.—Supongo que esta tarea le incumbe al señor Leighton—añadió,—pero prefiero que usted y yo echemos una mirada a los asuntos de mi padre, antes que venga el abogado a examinarlos con sus ojos escudriñadores.
Parecía que abrigaba cierta esperanza de encontrar algo que deseaba ocultar al abogado.
El escritorio del muerto era un pesado mueble anticuado, de roble tallado, y al abrir ella el primer cajón y sacar lo que contenía, acerqué dos sillas y me puse a ayudarle, con el fin de hacer un examen metódico y completo. Los papeles eran, en su mayoría, cartas de amigos y correspondencia con abogados y comisionistas de la City, que le hablaban sobre sus diferentes inversiones de dinero. Pude darme cuenta, por algunas que leí, de cuán enormes habían sido los beneficios que había obtenido de ciertas negociaciones verificadas en Sud Africa, mientras en otras se hacían alusiones a asuntos que para mí eran sumamente enigmáticos.
La ansiosa actitud de Mabel era la de una persona que busca un documento que cree que allí está. Apenas se tomaba el trabajo de leer las cartas; no hacía más que examinarlas rápidamente y ponerlas a un lado. Así fuimos registrando un cajón tras otro hasta que vi en su mano un gran sobre azul, sellado con lacre negro, y que tenía el siguiente letrero, escrito por su padre:
«Para que sea abierto por Mabel después de mi muerte.—Burton Blair.»
—¡Ah!—murmuró casi sin resuello,—¿qué contendrá esto?—E impacientemente, rompió los sellos y sacó una gran hoja de papel escrita con letra muy junta, a la cual estaban ligados con un broche varios otros papeles.
También cayó algo más del sobre, que yo recogí, y con gran sorpresa me encontré con que era una instantánea muy gastada y rajada, pero que se conservaba por estar adherida a un pedazo de lienzo. Representaba un paisaje de encrucijadas en una región campestre llana y más bien desolada, con una casita solitaria, que probablemente había sido en un tiempo una casa de portazgo, de altas chimeneas, situada sobre la orilla del camino real, teniendo al costado un pequeño jardincillo rodeado de reja. Delante de la puerta se veía un pórtico rústico cubierto de rosas trepadoras, y fuera, sobre un lado del camino, un viejo sillón Windsor, que parecía que acababa de quedar desocupado.
Mientras examinaba la fotografía junto de la luz, la hija del muerto leía rápidamente el documento que su padre había escrito.
De pronto lanzó un grito de espanto, como horrorizada por algún descubrimiento que había hecho, y, sobresaltado, me di vuelta para mirarla. Su rostro había cambiado completamente; hasta los labios tenía blancos.
—¡No!—tartamudeó enronquecida.—¡No... no puedo creerlo... no quiero creerlo!
Otra vez miró el papel que tenía en la mano para releer esas fatídicas líneas.
—¿Qué es lo que hay?—inquirí ansiosamente.—¿Puedo saberlo?—Y me acerqué adonde ella estaba.
—No—respondió con firmeza, colocando el documento detrás.—¡No! ¡Ni usted debe conocer esto!—Y con una rapidez pasmosa lo hizo pedazos, arrojando los fragmentos al fuego antes que yo pudiera salvarlos.
Las llamas se elevaron, y un momento después, la confesión del muerto, si tal cosa era, quedó consumida por ellas y desapareció para siempre, mientras su hija estaba de pie, macilenta, rígida y pálida como una muerta.
EN EL QUE SE CONFIRMAN DOS HECHOS CURIOSOS
Aquella acción súbita e inesperada de Mabel me sorprendió y disgustó, porque yo había creído que nuestra amistad era de una naturaleza tan íntima y estrecha, que me hubiera permitido, por lo menos, dar una mirada a lo que había escrito su padre.
Sin embargo, cuando reflexioné un momento después que el sobre había sido especialmente dirigido a ella, comprendí que su contenido había sido destinado expresamente para que sólo sus ojos lo vieran.
—¿Ha descubierto algo que la ha trastornado?—le pregunté, mirando fijamente su cara pálida y arrugada.—Espero que no sea nada muy desconcertador.
Contuvo la respiración un momento, con su mano puesta instintivamente sobre su pecho, como si hubiera querido tranquilizar los fuertes y violentos latidos de su corazón.
—¡Ah! desgraciadamente lo es—replicó.—Ahora conozco la verdad, la verdad terrible... espantosa.
Y, sin añadir una palabra más, se cubrió el rostro con sus manos y estalló en un mar de lágrimas.
Estuve en el acto a su lado tratando de consolarla, pero pronto me di cuenta de la impresión profunda de horror y espanto que habían producido en ella esas palabras escritas por su padre. Su dolor era inmenso; todo su ser estaba embargado por una pena inconsolable.
El silencio que reinaba en aquella pieza larga y anticuada, era interrumpido sólo por sus amargos sollozos y por el solemne tic-tac del gran reloj antiguo que había en el extremo más lejano de la habitación. Mi mano se apoyaba tiernamente sobre el hombro de la pobre niña, pero transcurrió un largo rato antes de que pudiera conseguir que enjugase sus lágrimas.
Cuando lo hizo, vi por su semblante, que había cambiado y era otra mujer.
Volvió junto a la mesa-escritorio y alzó el sobre, leyendo por segunda vez la inscripción que Blair había escrito sobre él, y luego sus ojos se fijaron en la fotografía de la casa solitaria situada cerca de las encrucijadas.
—¡Qué!—exclamó, sobresaltada,—¿dónde ha encontrado esto?
Le expliqué que había caído del sobre; entonces la tomó y la miró un largo rato. Después, dándola vuelta, descubrió algo que yo no había notado: escritas débilmente con lápiz y medio borradas, se leían las siguientes palabras: «Encrucijadas de Owston, 9 millas más allá de Doncaster, sobre el camino Selby.—B. B.»
—¿Sabe usted lo que es esto?
—No, no tengo la menor idea—respondí.—Debe ser algo que su papá cuidaba mucho. Parece muy gastada, como si alguien la hubiera llevado guardada en el bolsillo.
—Bien, entonces yo se lo diré—me dijo.—No tenía idea de que aún la conservara, pero creo que la ha guardado como un recuerdo de esos fatigosos viajes a pie del lejano pasado. Esta fotografía representa el sitio que andaba buscando por toda Inglaterra—añadió, conservándola todavía en su mano.—No tenía más que esta instantánea por guía, y, por lo tanto, nos vimos obligados a recorrer de arriba abajo todos los caminos reales del país, con el fin de encontrar el punto buscado. No fue hasta casi un año después que usted y el señor Seton tuvieron la generosidad de ponerme en la escuela, en Bournemouth, cuando mi padre consiguió descubrir lo que había andado buscando durante tres largos años, pues él siguió solo sus fatigosas excursiones. Una noche de verano consiguió, por fin, identificar las encrucijadas de Owston, y encontró viviendo en la casa a la persona que había buscado tan empeñosamente y con tanto sacrificio.
—Es curioso—exclamé yo.—Cuénteme más al respecto.
—Nada más hay que contar, salvo que, debido al descubrimiento de la casa, obtuvo la clave del secreto; a lo menos, eso es lo que yo le he entendido siempre que ha hablado de esto—contestó.—¡Ah! recuerdo bien aquellas interminables y cansadoras caminatas cuando niña; cómo recorríamos esos largos, blancos e inacabables caminos, con sol y con lluvia, envidiando a la gente que iba en coches y en carros, a hombres y mujeres que andaban en bicicletas, y, sin embargo, mi valor se sostenía siempre con las palabras de aliento de mi padre y su declaración de que algún día habíamos de poseer una gran fortuna. Esta fotografía la llevaba constantemente consigo, y en casi todas las encrucijadas la sacaba, examinaba el paisaje y lo comparaba, sin saber, por cierto, si la vieja casa había sido derribada después de sacada la instantánea.
—¿No le dijo nunca la razón que tenía para desear tan empeñosamente visitar esa casa?
—Solía decirme que el sujeto que vivía en ella, el mismo que tenía por costumbre sentarse en las tardes de verano en la silla colocada en el exterior de la casa, era su amigo, aun cuando hacía mucho tiempo que no se veían y éste ignoraba si mi padre vivía aún. Creo que habían sido amigos en el extranjero, cuando mi padre había andado navegando.
—¿Y la razón que tenía su papá para estos constantes viajes errantes era identificar dicho paraje?—exclamé, contento de haber aclarado al fin un punto, que, durante cinco años o más, había sido un verdadero misterio.
—Sí. Un mes después que hubo conseguido su anhelado objeto, vino a Bournemouth a verme, y me dijo en confianza que su dorado sueño de poseer una gran fortuna estaba próximo a realizarse. Había resuelto el problema, y dentro de una o dos semanas esperaba tener abundantes recursos. Casi inmediatamente después de esto desapareció, y estuvo ausente un mes, como usted recordará. Al cabo de ese tiempo volvió rico; tan rico, que usted y el señor Seton se quedaron enteramente confundidos. ¿No recuerda usted esa noche que estábamos en Helpstone, cuando salí por una semana de la escuela para estar con mi padre, porque acababa de volver de su viaje? Nos habíamos reunido todos después de la comida y mi pobre padre recordó la vez aquella en que también allí mismo nos habíamos congregado con otro objeto, cuando me enfermé en el camino y fui traída a la casa de ustedes. ¿Y no recuerda que el señor Seton pareció poner en duda la afirmación de mi padre, que declaró tener ya una fortuna de cincuenta mil libras?
—Lo recuerdo—repliqué, al encontrarse sus hermosos ojos puros con los míos.—Recuerdo bien cómo su padre nos dejó completamente confundidos cuando bajó y trajo su libro de cuentas de un banquero, que probaba tener un balance a su favor de cincuenta y cuatro mil libras esterlinas. Después de esto fue para nosotros un misterio más grande que nunca. Pero dígame—añadí en voz baja y ansiosa,—qué ha sido lo que ha descubierto esta noche que tanto la ha impresionado?
—Casi he encontrado la prueba de un hecho que durante años he temido que fuera cierto; un hecho que no sólo afecta la memoria de mi pobre padre, sino que también me afecta a mí. Estoy en peligro... sí, en peligro personal.
—¿Cómo?—le pregunté rápidamente, sin comprender el significado de sus palabras.—Recuerde que yo le prometí a su padre ser su protector.
—Lo sé, lo sé. Es mucha bondad la suya—dijo, mirándome agradecida con esos maravillosos ojos que siempre me habían tenido fascinado por el hechizo de su belleza.—Pero—añadió, sacudiendo tristemente su cabeza,—me temo que en esto sea usted impotente. Si el golpe cae, como tiene que suceder más tarde o más temprano, seré aplastada y quedaré perdida. No hay poder que pueda entonces salvarme; ni aun su fiel y noble amistad me servirá.
—Ciertamente, Mabel, que habla usted de una manera muy extraña. No la entiendo.
—Así lo creo—fue su contestación breve.—Usted no lo sabe todo. Si lo supiera, comprendería cuán arriesgada es mi posición y qué grande es el peligro que me amenaza.
Estaba de pie, inmóvil como una estatua, su mano apoyada en un ángulo del escritorio y sus ojos fijos en el alegre fuego.
—Si el peligro es tan grande y verdadero, creo que debo saberlo. ¡Estar prevenido es estar preparado!—le observé decisivamente.
—Es bien real y grande, pero como la confesión de mi padre ha sido sólo para mí, no puedo revelarla. Su secreto es mío.
—Ciertamente—respondí, aceptando su resolución, la cual era natural, dadas las circunstancias. No podía revelar las confidencias de su difunto padre.
Sin embargo, si lo hubiera hecho, ¡cuán diferente hubiese sido el curso de los acontecimientos! Indudablemente, la historia de Burton Blair era una de las más extrañas y románticas que había sido dado a un hombre referir, y las extrañas circunstancias que ocurrieron después de su muerte, fueron, ciertamente, más notables y enigmáticas aún. Todo el asunto, desde el principio hasta el fin, era un enigma completo.
Más tarde, cuando Mabel se hubo tranquilizado algo más, concluimos nuestro trabajo de investigación, pero descubrimos muy poca cosa de interés fuera de varias cartas en italiano, sin fecha ni firma, a pesar de que eran, evidentemente, de puño y letra de Dick Dawson, el amigo... o enemigo, del millonario. Leyéndolas, encontré que era la correspondencia de una relación íntima, que participaba de la fortuna de Blair y le ayudaba secretamente en la adquisición de sus riquezas. Se mencionaba mucho en ellas «el secreto», y descubrí también repetidas advertencias sobre que no debía revelar nada del particular a Reginaldo ni a mí.
En una carta hallé este párrafo en italiano:
«Su hija se está transformando en una verdadera dama. Espero que algún día será condesa, o tal vez duquesa. Sé, por su parte, que Mabel, a su vez, está convirtiéndose en una muy linda joven; y pienso que usted debería, dados su posición y nombre, hacerle contraer un buen enlace. Pero conozco cuán anticuadas son sus ideas al respecto, pues es usted de los que creen que una mujer debe casarse sólo por amor.»
La lectura de estas cartas dejó impreso vívidamente en mí un hecho decisivo, y fue: que si el tal Dawson participaba secretamente de la fortuna de Blair, no tenía necesidad ciertamente de obtener su secreto por medios infames, puesto que lo conocía.
El reloj de la caballeriza dio las doce antes que Mabel llamara a la señora Gibbons, y el esposo de ésta viniese también en seguida, trayéndome un reconfortante whisky y un poco de agua caliente.
Mi pequeña y linda compañera me estrechó alegremente la mano, deseándome buenas noches, y después se retiró, acompañada por el ama de llaves, mientras Gibbons se quedó mezclando mi bebida.
—Triste cosa, señor, lo que le ha sucedido a nuestro pobre amo—se arriesgó a decir el bien enseñado servidor, que toda su vida la había pasado al servicio de los anteriores propietarios.—Me temo que la pobre y joven señorita sienta demasiado el peso de su desgracia.
—Lo siente demasiado, Gibbons—respondí, tomando un cigarrillo y quedándome de pie con la espalda hacia el fuego.—Era una hija muy amante y dedicada a su padre.
—Ahora es la dueña de todo, según nos ha dicho el señor Ford cuando estuvo aquí, hace unos tres días.
—Sí, todo es de ella—le dije;—y espero que usted y su esposa la servirán tan fielmente y tan bien como lo han hecho con su padre.
—Trataremos de hacerlo, señor—fue la respuesta del grave servidor, de cabello gris.—Todos la quieren mucho a la señorita, que es hoy nuestra joven ama. Es muy buena con todos los sirvientes.
Luego, como yo permaneciera silencioso, colocó preparada sobre la mesa mi luz, me hizo un saludo y diome las buenas noches.
Cerró la puerta al salir, y entonces quedé solo en esa gran pieza antigua y silenciosa, donde las movibles llamas proyectaban extrañas sombras y luces en los puntos obscuros, y el viejo y alto reloj Chippendale marchaba tan solemnemente como lo había hecho durante un siglo.
Después de tomar mi bebida caliente, me acerqué de nuevo al escritorio de mi amigo muerto, y lo examiné cuidadosamente para ver si tenía algunos cajones secretos. Lo sometí a un registro metódico, pero como no pude encontrar ninguna cavidad insospechada o botón oculto, después de echar una última mirada a esa fotografía que había hecho andar a Blair vagando extenuado durante meses y años para identificarla, apagué las lámparas y cruzando el gran hall antiguo, con sus armaduras de pie que parecían conjurar visiones de caballeros espectrales, subí a mi pieza.
El brillante fuego le daba a la vieja estancia, con sus colgaduras fúnebres, un aspecto alegre y confortable que contrastaba con la fuerte helada exterior, y no teniendo deseos de dormir todavía, me eché en una silla de brazos y senteme a reflexionar profundamente.
De nuevo el reloj de la caballeriza dio la hora, la media, y creo que después debí dormitar un rato, porque me desperté súbitamente al sentir unos leves pasos furtivos sobre el bruñido piso de roble delante de mi puerta. Escuché, y oí distintamente que alguien se deslizaba suavemente y bajaba por la gran escalera, que crujía muy despacio.
El extraño aspecto de aquella vieja mansión y sus muchas históricas tradiciones produjeron en mí algunos recelos, según parece, pues me encontré pensando en robos, ladrones y visitantes nocturnos. Otra vez me puse a escuchar con toda atención. ¡Quizá no era más que un sirviente, después de todo! Sin embargo, cuando miré mi cronómetro y vi que faltaba un cuarto para las dos, en el acto quedó descartada de mi mente la idea de que los sirvientes no estuvieran ya descansando.
De pronto, en la pieza que quedaba debajo de la mía, oí claramente un ruido lento, áspero y desapacible. Luego, todo volvió a quedar en silencio.
Sin embargo, como unos tres minutos después, me pareció oír un vago murmullo de voces, y entonces, apagando rápidamente la luz, corrí una de las pesadas cortinas de mi habitación, y miré hacia afuera, viendo, con gran sorpresa, dos figuras que cruzaban el prado dirigiéndose hacia el bosque de arbustos.
La luna estaba algo oculta por las nubes, pero a la luz opaca y nebulosa que esparcía, pude distinguir que aquellas dos figuras eran un hombre y una mujer. A él me fue imposible reconocerlo de espaldas; pero el porte y el modo de caminar de su compañera, al encaminarse con paso apresurado hacia el sombrío círculo de obscuros y desnudos árboles, me eran muy familiares.
Aquella era Mabel Blair. El secreto estaba descubierto. Su repentino deseo de venir a Mayvill había sido con el fin de celebrar una entrevista a media noche.
QUE SE REFIERE PURAMENTE A UN DESCONOCIDO
Sin un momento de vacilación me puse mi sobretodo, cubrí mi cabeza con un gorro de golf y bajé a la pieza que quedaba debajo de la mía, donde encontré abierta una de las grandes ventanas, y por ella salí rápidamente al enarenado camino.
Tenía la intención de descubrir el motivo de esta entrevista nocturna y la identidad de su compañero, que debía ser evidentemente algún novio secreto cuya existencia nos había ocultado a todos. Pero, seguirla derecho a través del prado iluminado por los rayos de la luna, era hacerse descubrir en el acto. Por lo tanto, me vi obligado a dar una vuelta circular y tortuosa, buscando siempre el amparo de las sombras, hasta que al fin llegué al bosque de arbustos, donde me paré y me puse a escuchar ansiosamente.
Allí no se oía más que el suave crujido de las ramas y el triste gemido del viento. Un lejano tren cruzaba el valle, y en algún lugar de la aldea próxima ladraba un perro. No pude, sin embargo, distinguir voces humanas. Lentamente me abrí paso a través de las hojas caídas hasta que hube orillado todo el bosque, y entonces saqué la consecuencia de que debían haberlo cruzado por alguna senda extraviada y luego haber penetrado en el parque.
Mi marcha se hacía más difícil, porque la luna no estaba lo suficientemente cubierta por las nubes para que mis movimientos hubieran quedado protegidos por las sombras, y temía dar a conocer mi presencia si salía a campo abierto.
Pero el proceder de Mabel de venir aquí a verse con este hombre, fuera quien fuera, me llenaba de confusión y embarazo. ¿Por qué no se veía en Londres con él?—cavilaba yo.—¿Sería tan poco presentable este novio, que su aparición en Londres fuese cosa imposible? No es raro ni tampoco una novedad que una niña de buena cuna se enamore del hijo de un labrador, como no lo es que un caballero ame a una campesina.
Muchas niñas bonitas de Londres sienten en la actualidad una secreta admiración por algún joven gañán o un caballerizo buen mozo de la posesión de su padre, encerrándose la gravedad de este amor no declarado en la completa imposibilidad de su realización.
Siendo todo ojos y oídos, continué mi marcha, sacando la mayor ventaja posible de la sombra, pero parecía que había tomado una dirección diferente de la que yo había creído, dado que habían partido casi cinco minutos antes que yo.
Al fin conseguí llegar a la relativa obscuridad que proyectaba la vieja avenida de hayas que conducía directamente a la casa del guarda sobre el camino de Dilwyn, y proseguí a lo largo de ella como cerca de media milla, cuando de pronto mi corazón saltó de alegría, porque delante de mí distinguí a los dos que iban a la par conversando animadamente.
Mis celos e ira se despertaron en el acto al ver aquello, y temiendo que pudieran oír mis pasos sobre el camino cubierto de dura nieve, me deslicé detrás de los árboles y tomé por encima del césped del parque, consiguiendo pronto aproximarme casi a la par de ellos sin hacer ruido ni atraer su atención.
Cuando llegaron al viejo puente de piedra a través del río, que formaba la salida del lago, se pararon, y yo, ocultándome detrás de un árbol, pude entonces, a la luz de la luna, que felizmente había adquirido mayor brillo, ver bien las facciones del misterioso compañero de Mabel. Juzgué que debía tener alrededor de veintiocho años, y me pareció un hombre vulgar, mal educado, de nariz chata y ancha y cabellos amarillos, cuya figura pesada, apoyado como estaba contra el bajo parapeto, era indudablemente la de un agricultor. Su cara era de facciones duras y prematuramente curtida, mientras el corte de su traje era de ese tipo marcado de «confección» hecha en la sastrería-emporio de las ciudades provincianas. El sombrero duro de fieltro lo tenía un poco inclinado a un lado, como acostumbran llevarlo en sus paseos de domingo los dandys de barrio y los mozos campesinos.
Por lo que pude observar, me pareció que la trataba con extraordinario desdén y gran familiaridad, hablándole de «tú» y encendiendo en su presencia un cigarrillo ordinario, mientras ella, por su parte, no parecía estar muy tranquila, como si hubiera asistido, más bien obligada, que por su gusto.
Se había abrigado confortablemente con una gruesa capa de lana y una bien ajustada gorra con visera, la cual, traída sobre la frente y los ojos, medio ocultaba sus facciones.
—Realmente, Herberto, no puedo comprender el objeto que persigues—la oí argumentarle.—¿De qué beneficio posible te puede ser semejante acción?
—De mucho—contestó el hombre, añadiendo en una voz grosera y ruda, que llevaba impresa la inenarrable marca del lenguaje inculto del paisano.—Lo que digo lo haré. Tú sabes bien eso, ¿no es así?
—Por cierto—contestó.—Pero ¿por qué me tratas de esta manera? Piensa en el peligro a que me expongo viniendo a verte aquí de noche. ¿Qué pensaría la gente si lo supiera?
—¡Qué me importa a mí de lo que pueda pensar la gente!—exclamó con indiferencia.—Tú has conseguido, no hay duda, guardar las apariencias... pero yo no, felizmente.
—Pero ¿no es verdad que no harás lo que dices en tono de amenaza?—le preguntó, en una voz de verdadero tenor.—Recuerda que nuestros secretos son mutuos. Yo jamás te he descubierto... ni poco ni mucho.
—No lo has hecho, porque sabías cuál sería el resultado, en ese caso—rió con desprecio.—Nunca he confiado en la palabra de una mujer... aseguro que nunca. Ahora que ha muerto el viejo, eres rica, y yo quiero dinero—añadió decisivamente.
—Pero todavía no tengo nada—replicó.
—¿Y cuándo vas a tenerlo?
—No sé. Antes hay que cumplir con todas las formalidades legales; así me lo ha dicho el señor Greenwood.
—¡Oh! ¡maldito sea Greenwood!—estalló el sujeto.—Dicen que siempre está en Londres contigo; pídele a él, entonces, que te haga dar por los abogados un poco de dinero. Puedes manifestarle que estás apurada, pues tienes que pagar unas cuentas, o alguna otra cosa por el estilo. Cualquier mentira será buena para él.
—Imposible, Herberto—contestó, tratando de mantenerse serena.—Debes tener paciencia y esperar.
—¡Oh, sí, ya sé!—gritó.—Dime que soy bueno y fiel como un perro y todas esas cosas; pero debes saber que para mí no es esa clase de juego... ¿me entiendes? No tengo dinero, y debo... mejor dicho, preciso alguno ahora... en el acto... esta misma noche.
—Te digo que no tengo nada—declaró.
—Pero tienes una buena cantidad de joyas, vajilla de plata y otras chucherías. Dame algo de eso, que yo mañana puedo venderlo fácilmente en Hereford. ¿Dónde tienes ese brazalete de diamantes, el que me mostrate, que te regaló el viejo en tu último cumpleaños?
—Aquí—replicó, y, alzando su muñeca, mostró la hermosa joya de diamantes y zafires que su padre le había obsequiado, de un valor, por lo muy bajo, de doscientas libras esterlinas.
—Dame esto, entonces—exclamó.—Me durará un día o dos hasta que me consigas dinero.
Ella vaciló, dando a conocer que no estaba dispuesta a acceder a semejante petición, y más especialmente cuando el brazalete era el regalo último que le había hecho su padre. Sin embargo, al repetir aquel hombre su exigencia en un tono más amenazador, quedó de manifiesto que su influencia era suprema, y que en sus manos sin escrúpulos se veía tan desamparada como una pobre criatura.
La situación fue para mí una verdadera revelación. Sólo pude sospechar que era el resultado de un inocente «flirteo» antes de que la fortuna la hubiera sonreído, lo cual había hecho que se desarrollara en aquel hombre vulgar una gran arrogancia, tratando de imponerse sobre su buen natural; y después, viendo que era generosa y tierna, había asumido esta actitud de dominio sobre sus actos. Es muy difícil poder seguir el curso de los pensamientos y modo de ser del campesino.
En la Inglaterra rural de hoy en día existe muy poca gratitud sincera de los pobres hacia los ricos, y llega a tal grado, que en los distritos de campo, casi no se aprecia el don de la caridad, mientras la gente rica se va cansando de sus esfuerzos por agradar o mejorar la condición del pueblo. El campesino moderno, aun cuando muy honrado en sus tratos y negocios con los de su clase, no puede resistir a la tentación de ser inmoral cuando vende sus productos o su trabajo al hombre de fortuna. Parece que forma parte de su religión sacar, sea por medios lícitos o ilícitos, todo lo que pueda, del caballero, y luego injuriarlo en la cervecería de la aldea y burlarse de él, presentándolo como un tonto que se deja engañar de esa manera. Por mucho que sienta tener que declararlo, sin embargo, todo esto es una amarga y evidente verdad, pues la inmoralidad y el engaño son en la actualidad los dos rasgos más notables de la vida en las aldeas inglesas.
Estaba parado, inmóvil y atónito, escuchando esa extraña conversación entre la hija del millonario y su amante secreto.
La arrogancia de aquel hombre me hacía hervir la sangre. Más de una docena de veces, cuando la despreciaba insultándola, o luego la adulaba, para después amenazarla, y por fin aparentaba un afecto repelente, me sentí impelido por el deseo de abalanzarme sobre él y darle una buena y sana lección. Pero contuve mi mano, debido a que reconocí que en este asunto, en vista de su gravedad, sólo podría ayudar a Mabel permaneciendo escondido y utilizando lo que sabía en favor de ella.
Sin duda Mabel se había creído, en su inexperiencia juvenil, enamorada de ese hombre, pero ahora el horror de la situación se le presentaba en toda su vívida realidad y se veía envuelta y pillada sin esperanza. Probablemente había acudido a la cita alimentando la vana ilusión de ver si podía desembarazarse de su peligrosa posición; pero el hombre a quien llamaba Herberto descubrió pronto que él era el dueño de todos los honores en la partida empeñada.
—Vamos—le dijo al fin, en su grosero lenguaje,—si es verdad que no tienes dinero, dame el brazalete y asunto concluido. No creo que queramos pasar aquí toda la noche esperando, pues tengo que estar mañana temprano en Hereford. Cuanto menos se hable, será mejor.
La vi temblar de terror, blanca hasta los labios, encogiéndose como para evitar su contacto.
—¡Ah! Herberto, es demasiada crueldad la tuya—dijo llorando,—demasiada crueldad... después de todo lo que he hecho para ayudarte. ¿No tienes lástima, no tienes... compasión?
—No, no tengo ninguna—aulló.—Quiero dinero, y debo obtenerlo. Me tienes que pagar mil libras en el término de una semana... ¿has oído?
—¿Pero cómo puedo hacer eso? Espera y más tarde te daré esa suma, te lo prometo.
—Te digo que no voy a dejarme engañar más—gritó furioso.—He manifestado que quiero el dinero, porque de otro modo, voy a hacer público todo. ¿Entonces adonde vas a ir a parar, eh?—Y se rió de una manera dura y triunfante, mientras ella retrocedía pálida, aterrada y sin aliento.
Apreté los puños de ira, y hasta hoy me asombro cómo pude dominarme para no saltar de mi escondite y arrojar por el suelo a ese impudente campesino. Hubiera sido capaz en aquel momento de dejarlo muerto en el sitio.
—¡Ah!—gritó ella, con sus manos juntas, tendidas hacia él en actitud de súplica,—seguramente que no tienes la intención de hacer lo que dices, no es posible que pienses en semejante cosa, no; ¡no puedes hacerlo! Me librarás, me ahorrarás ese sufrimiento, ¿no es cierto? ¡Prométemelo!
—No, no te lo ahorraré, salvo que me pagues bien—fue su brutal respuesta.
—Lo haré, sí, lo haré—le aseguró en voz enronquecida, en una voz de una mujer eminentemente desesperada, aterrorizada, temerosa de ver descubierto algún terrible secreto suyo.
—¡Ah!—exclamó con desprecio, encogiendo el labio,—una vez me trataste con desdén, porque te considerabas una gran dama, pero yo voy ahora a vengarme, como vas a verlo. Eres en este momento dueña de una gran fortuna, y te declaro abiertamente que tengo intención de que la repartas conmigo. Procede como te parezca mejor, pero recuerda lo que significará para ti el negarte a hacerlo: ¡la exposición!
—¡Ah!—gritó ella desesperadamente,—¡esta noche te has revelado bajo tu verdadera faz! ¡Bruto! ¡me perderías, sin el menor remordimiento!
—Porque, querida niña, no me estás jugando limpio—fue su contestación arrogante y fría.—Has pensado que te habías librado para siempre de mí muy ingeniosamente, hasta que esta noche me he vuelto a presentar aquí, como ves, pronto, vamos... dispuesto a ser pensionado, ¿le llamaremos así? No creas que tengo el ánimo de permitir que me engañes esta vez; por lo tanto, dame el brazalete como primer pago, y no hablemos más. Y le tiró un manotón al brazo, que ella evitó, haciendo un rápido movimiento.
—No acepto—exclamó con una repentina y feroz determinación.—¡Ahora te conozco! Eres brutal e inhumano, sin una pizca de amor o estimación... un hombre de esos que por conseguir dinero es capaz de arrastrar al suicidio a una pobre mujer. Ahora que has salido libre de la cárcel tienes intención de vivir sobre mí: tu carta con esa proposición es suficiente prueba. Pero esta noche te declaro aquí que no conseguirás de mí ni un penique más de la suma que se te paga ahora todos los meses.
—Para sellar mis labios—interrumpió.—Y vi en sus negros ojos un relámpago maligno, criminal.
—No necesitas tenerlos sellados más tiempo—replicó de un modo abiertamente desafiador.—Yo misma voy a manifestar la verdad, y poner así fin a este brillante plan tuyo de chantaje. De consiguiente, creo que me has entendido ahora—añadió firmemente, con un valor que era admirable.
Reinó silencio entre ellos durante un momento, interrumpido sólo por el extraño grito de una lechuza.
—¿Entonces, esta es absolutamente tu decisión?—preguntó en voz dura, y noté que su rostro estaba blanco de ira y disgusto al reconocer que, si ella manifestaba la verdad y hacía frente a las consecuencias de su propia exposición, fuera ella lo que fuese, su poder sobre la joven quedaría destruido.
—Mi resolución está tomada. No temo ninguna revelación que puedas hacer concerniente a mí.
—De todos modos, dame ese brazalete—exigió salvajemente, apretando los dientes, agarrándola por un brazo y tratando a la fuerza de desprender el broche de la joya.
—¡Suéltame!—gritó.—¡Bruto! ¡Suéltame! ¿Vas a robarme, después de haberme insultado?
—¡Robarte!—murmuró, con una perversa expresión de odio desenfrenado en su grosera cara pálida.—¡Robarte!—silbó pronunciando un sucio juramento,—¡más que eso voy a hacer! ¡Voy a ponerte donde tu maldita lengua no vuelva a moverse más, y donde no podrás decir la verdad!
Y desgraciadamente, antes que yo pudiera conocer sus designios la tomó por las muñecas y, con un movimiento rápido, la obligó a retroceder tan violentamente contra el bajo parapeto del puente, que durante un momento estuvieron unidos en un abrazo de muerte.
Mabel gritó aterrada, al darse cuenta de sus intenciones, pero un instante después, con una vil imprecación, arrojola de espaldas por sobre la muralla, cayendo ruidosamente y desamparada al fondo de las profundas y obscuras aguas.
En el acto me abalancé a salvarla, mientras el criminal huía, pero ¡ay! era demasiado tarde, porque vi espantado, al escudriñar ansiosamente la obscuridad de aquel abismo, que la masa flotante de hielo la había cubierto, y había desaparecido completamente de la vista.
LAS ENCRUCIJADAS DE OWSTON
El ruido de los pasos rápidos del asesino, al escapar por la sombría avenida en dirección al camino, sacome del desaliento en que estaba y me produjo una viva sensación de mi responsabilidad en presencia de aquello, y en el acto me quité el sobretodo y el saco, parándome después a mirar lleno de ansiedad la negra obscuridad de debajo del puente.
Aquellos segundos me parecieron horas, hasta que de pronto alcancé a ver en medio del río un bulto blanco, y sin un momento de vacilación me lancé al agua en su busca.
La impresión del agua fue muy dura, pero, felizmente, soy un fuerte nadador, y ni el intenso frío ni la fuerza de la corriente tuvieron mucho poder para impedir mi avance hacia donde estaba el cuerpo de la inconsciente niña. Después que la tomé, sin embargo, tuve que luchar terriblemente para evitar que me arrastrara hacia la curva, donde yo sabía que el río, unido a otro su afluente, se ensanchaba, y donde las probabilidades de efectuar el salvamento hubieran sido muy débiles.
Durante algunos minutos luché con todas mis fuerzas para conseguir mantener sobre la superficie la cabeza de la pobre niña inconsciente, sin embargo, era tan poderosa la corriente, con sus masas de hielo flotante, que toda resistencia parecía imposible, y ambos fuimos arrastrados cierta distancia río abajo, hasta que al fin, llamando en mi auxilio mis últimas fuerzas, conseguí salir del peligro con mi insensible carga y llegar a un banco de arena, donde pude sosteniendo una fiera lucha, saltar a tierra y arrastrar a la pobre niña sobre la orilla helada.
Muchos años antes había asistido por un tiempo a un curso de primeros auxilios, y recordé en aquel momento las instrucciones que había recibido entonces y me puse en el acto a trabajar para producir una respiración artificial. Era un trabajo pesado para hacerlo solo, con mis ropas mojadas adheridas a mi cuerpo, heladas y duras por el frío terrible; pero perseveré sin embargo, decidido, si posible era, a volverla a la vida, y esto lo conseguí felizmente media hora después.
Al principio no pudo pronunciar una palabra, y yo no la interrogué. Me bastaba saber que todavía estaba viva, porque cuando la traje a tierra creí que ya era inútil todo auxilio humano, y que el cobarde atentado de su vulgar amante había tenido éxito. Tiritaba y se estremecía de la cabeza a los pies, pues el viento de la noche cortaba como un cuchillo, y, al fin, por indicación mía, se puso de pie y, apoyándose pesadamente sobre mi brazo trató de caminar. La tentativa fue muy débil primero, pero luego aceleró algo el paso, y, sin mencionar ninguno de los dos lo que había sucedido, la conduje por la larga avenida hasta la casa. Una vez dentro, me manifestó que era innecesario llamar a la señora Gibbons, y en voz muy baja me imploró que callase todo lo que había presenciado. Tomó mi mano entre las suyas y la retuvo.
—Quiero que olvide usted, si es su voluntad hacerlo, todo lo que ha pasado—exclamó, profundamente ansiosa.—Ya que me siguió usted y oyó lo sucedido entre nosotros, quiero que considere que esas palabras no han sido jamás pronunciadas. Quiero que... que...—tartamudeó, y luego se calló sin concluir la frase.
—¿Qué es lo que desea que haga?—le pregunté después de un breve momento de penoso silencio.
—Quiero que me mire usted todavía con alguna estimación, como siempre lo ha hecho—murmuró, bañada en lágrimas,—porque no me gusta pensar que haya descendido en su aprecio. Recuerde que soy una mujer... y los impulsos e indiscreciones de una mujer pueden perdonarse.
—Usted no ha perdido absolutamente nada de mi estimación, Mabel—le aseguré.—Lo único que siento es que ese bribón haya cometido con usted ese terrible y ultrajante atentado. Pero ha sido una felicidad que la haya seguido, aun cuando creo que debo disculparme por haber asumido el carácter de espía.
—Me ha salvado la vida—contestó en un murmullo, al estrecharme la mano con afecto como dándome las gracias. Luego se deslizó veloz y silenciosamente por la gran escalera y perdiose de vista.
A la mañana siguiente se presentó en el comedor a la hora del almuerzo, sin que al parecer se notaran casi los estragos producidos por su peligrosa escapada de la muerte, siendo tal vez las únicas huellas visibles dos negros y grandes círculos alrededor de sus ojos, que daban a conocer su terrible ansiedad y su insomnio. Pero sin embargo charló alegremente, como si no hubiera tenido ninguna preocupación en el mundo por qué afligirse. Mientras Gibbons estuvo sirviéndonos, no pudo hablar con confianza, pero cuando sus ojos se fijaban en mi, su mirada estaba llena de expresión significativa.
Al fin, cuando terminamos, y juntos atravesamos el gran hall para volver a la biblioteca, le dije:
—¿Va a permitir que el desgraciado incidente de anoche pase inadvertido? Si lo hace, me temo que ese hombre pueda cometer otro atentado contra su vida. Será ciertamente mucho mejor que sepa, una vez por todas, que yo he sido testigo de su infame cobardía.
—No—respondió en voz baja y dolorida.—Le ruego que no discutamos eso. Debe pasar inadvertido.
—¿Por qué?
—Porque, si yo tratara de hacerlo castigar, él podría declarar algo... algo que deseo que permanezca siendo un secreto.
Yo sabía eso, y recordé cada palabra de aquella acalorada conversación nocturna. El bribón conocía algún secreto suyo, el cual temía ella que fuera revelado, pues debía ser deprimente y perjudicial.
¡Desde el principio hasta el fin era ciertamente un enigma de lo más notable y extraño! Desde la noche de invierno cuando la encontré caída a la orilla del camino real en Helpstone, hasta este mismo momento, se habían ido sucediendo y amontonando misterios sobre misterios, secretos sobre secretos, hasta que, con la muerte de Blair y el paquete de pequeñas cartas que tan curiosamente me había legado, el problema había asumido gigantescas proporciones.
—Ese hombre la hubiera asesinado, Mabel—exclamé.—¿Le tiene miedo?
—Sí, le tengo—contestó sencillamente, con su mirada fija a través del prado y del lejano parque, y suspiró.
—¿Pero no debería usted ahora asumir la defensiva en vista de que ese hombre ha intentado deliberadamente quitarle la vida?—le argumenté.—¡Su villana acción de anoche ha sido verdaderamente criminal!
—Lo ha sido—dijo con una voz hueca y confusa, volviendo sus ojos hacia mí.—No tenía la menor idea de su intención. Confieso que he venido aquí, porque me obligó a que viniera a tener una entrevista con él. Ha sabido la muerte de mi padre y comprende ahora que puede obtener dinero de mí; que tendré por fuerza que ceder a sus exigencias.
—Pero creo que me podrá decir su nombre, por lo menos—exclamé.
—Herberto Hales—contestó, no sin alguna vacilación. Después añadió:—Pero deseo, señor Greenwood, que me haga el favor de no mencionar otra vez este penoso asunto. ¿Usted no sabe cómo me trastorna cuanto depende del silencio de este hombre?
Se lo prometí, aun cuando antes hice los mayores esfuerzos para tratar de inducirla a que me diera algún indicio sobre la naturaleza del secreto que poseía este grosero campesino. Pero fue inflexible y se negó a decirme nada.
Que el secreto era algo que la afectaba a ella o a su honor, parecía evidente, porque cada vez que yo le indicaba que sería bueno obligar a ese hombre a que se enfrentara cara a cara con ella, se estremecía de terror a la sola idea de la espantosa revelación que en venganza podía hacer.
Cavilaba si ese documento, dedicado a ella solamente, escrito por el que no existía ya, y que había destruido la noche anterior, no tendría alguna conexión con el secreto de Herberto Hales. En verdad, cualquiera que fuese la índole de lo que ese hombre sabía, el hecho es que era tan poderoso su secreto, que la obligaba a venir de Londres para arreglar con él, si era posible, las condiciones.
Felizmente, empero, todos los moradores de Mayvill ignoraban por completo los acontecimientos de la noche anterior, y cuando a mediodía abandonamos la mansión, de regreso para Londres, Gibbons y su esposa nos despidieron en la puerta y nos desearon feliz viaje.
El mayordomo y su esposa creían, por cierto, que el objeto de nuestra rápida visita había sido registrar los efectos del muerto, y con la curiosidad natural de los sirvientes, ambos estaban deseosos de saber si habíamos descubierto algo de interés, aunque no podían interrogarnos directamente. La curiosidad aumenta cuanto mayor es la fidelidad y confianza que se tiene en un sirviente, hasta que este servidor, fiel y reservado generalmente, sabe tanto y conoce tan bien los asuntos de su amo o ama como ellos mismos. Burton Blair había tenido particular predilección por el matrimonio Gibbons, y casi parecía que éstos se consideraban menospreciados porque no se les informaba de todas las disposiciones del testamento de su difunto amo.
Nosotros sólo les participamos el legado de doscientas libras para cada uno que les había hecho Blair, lo cual les causó el más profundo placer.
Después de dejar a Mabel en la plaza Grosvenor y de despedirme de ella, me volví inmediatamente a la calle Great Russell, y me hallé con que Reginaldo acababa de volver de su negocio de la calle Cannon.
Procediendo en conformidad a la súplica de mi dulce y encantadora amiguita, no le dije nada sobre el desagradable y excitante incidente de la noche anterior. Todo lo que le conté fue el examen que habíamos hecho del escritorio de Blair y lo que habíamos descubierto en él.
—Debemos ir y ver esa casa de las Encrucijadas, creo yo—exclamó cuando hubo visto la fotografía.—De King's Cross a Doncaster es un viaje rápido; podemos ir y volver mañana mismo. Me interesa conocer la casa que anduvo Blair buscando por toda Inglaterra y por cuyo motivo, vagó meses y años hasta descubrirla. Esta fotografía debió venir a su poder—añadió entregándomela,—sin ningún nombre o indicio de su ubicación.
Estuve conforme con que debíamos ir y ver por nuestros propios ojos la misteriosa casa; por lo tanto, después de pasar una noche tranquila y agradable en el Devonshire, partimos al día siguiente para Yorkshire en el primer tren matinal. Cuando llegamos a la estación de Doncaster, a la cual nos dirigimos desde Londres sin parar, tomamos una volanta y nos encaminamos por el ancho camino real, cubierto de nieve, que atraviesa por Benttey, recorriendo unas seis millas o más, hasta que, después de orillar el parque de Owston, nos encontramos de pronto sobre las Encrucijadas, donde se levantaba la solitaria y vieja casa, tal como la fotografía la representaba.
Era un edificio antiguo y extraño, parecido a esas viejas casas de portazgo que se ven en los grabados de la antigüedad, sólo que le faltaba la vieja barra de hierro. Sin embargo, se conservaban todavía los postes del portón, y como durante la noche había caído una sábana de nieve, el aspecto que presentaba el paraje, era verdaderamente invernal y pintoresco. La vieja casa, con sus anchas chimeneas despidiendo humo, parecía que había sido ensanchada después de sacada la fotografía, porque en el ángulo derecho se levantaba una nueva ala de ladrillo colorado, que la transformaba en una morada confortable.
No obstante, al aproximarnos más a ella, viéndola surgir de la blanca planicie cubierta de nieve, sentimos que respiraba silenciosamente el ambiente de esa época olvidada, cuando las mensajerías de York y Londres pasaban por allí, los enmascarados caballeros de los caminos estaban escondidos en el bosque sombrío de abetos que se extendía más allá de los abiertos terrenos comunales de Kirkhouse Green, y los postillones no se cansaban de alabar aquellos maravillosos y célebres quesos en la vieja posada Bell, en Stilton.
Nuestro cochero pasó de largo, y como a un cuarto de milla del punto le hicimos parar, bajamos y retrocedimos a pie, ordenándole que nos esperara.
Llamamos a la puerta y nos abrió una anciana con gorra y adornos de cintas. Reginaldo, que asumió la parte de interlocutor, pidiole disculpa y le manifestó que habíamos ido pasando; pero que, habiendo notado por su exterior que era evidentemente una antigua casa de portazgo, no habíamos podido resistir al deseo de llamar y pedir que se nos permitiera verla por dentro.
—Sean ustedes bien venidos, caballeros—contestó la mujer, en su grosero dialecto de Yorkshire.—Es una casa vieja y les aseguro que han venido muchas personas a visitarla en los años que llevo de estar en ella.
A través de la pieza se veían las negras y viejas vigas con dos siglos de existencia, mientras en un rincón estaba la anticuada chimenea que presentaba un aspecto confortable y atrayente con su asiento de roble bien lustrado, y la gran olla hirviendo sobre el alegre fuego. El mobiliario había cambiado poco del que existía en aquella antigua época de los coches y mensajerías, pero el ambiente general que reinaba, era de abundancia y comodidad.
—¿Hace mucho tiempo que vive usted aquí?—preguntó Reginaldo, después que examinamos lo que nos rodeaba y vimos la ventanita triangular en el rincón de la chimenea, desde donde el guardián del portazgo podía antiguamente dominar con la vista muchas millas a lo largo del camino carretero que se extendía a través de los brezales.
—El próximo día de San Miguel hará veintitrés años que estoy aquí.
—¿Y su esposo?
—¡Oh! aquí está—rió la mujer, llamándolo luego:
—Ven, Enrique, ¿dónde estás?—y después añadió:—No se ha ausentado ni un día de aquí, desde que volvió a la patria hace dieciocho años y dejó el mar. Ambos somos muy apegados a esta vieja morada. Un poco solitario, podría decir la gente refiriéndose al paraje, pero a sólo una milla está Burghwallis.
Cuando le oímos mencionar que su esposo había vuelto del mar, los dos pusimos toda atención a sus palabras. Aquí era donde residía, evidentemente, el hombre que Burton Blair había buscado de una punta a la otra de Inglaterra.
EN EL QUE SE ENCUENTRA UN RASTRO
Se abrió una puerta y avanzó un hombre alto, flaco, viejo, de blancos cabellos y barba gris puntiaguda. Se conocía que se había retirado al llegar nosotros para cambiarse el saco, porque traía puesta una chaqueta azul plegada que tenía muy poco uso, pero cuyo cuello estaba torcido, demostrando que acababa en ese momento de ponérsela.
Su cara veíase surcada profundamente de grandes y rectas arrugas a través de su frente; era la fisonomía de un hombre que durante años había estado expuesto a los rigores e inclemencias del viento y del tiempo de diferentes climas.
Después de saludarnos, se rió alegremente cuando le explicamos nuestra admiración por las casas viejas. Les dijimos que éramos de Londres, y que las casas de portazgos, por su relación con el antiguo medio de locomoción en lo pasado, siempre nos encantaban.
—Sí, eran días muy agitados aquéllos—dijo en una voz más bien fina para aquel aspecto tan tosco.—Hoy el automóvil ha ocupado el lugar de la pintoresca diligencia y sus parejas de caballos, y pasan por aquí bebiéndose los vientos a toda hora del día y de la noche, haciendo resonar sus cornetas. Imaginarse semejante cosa en el mismo punto donde Claudio Duval* paró al Duque de Northumberland y galantemente escoltó después a lady María Percy hasta Selby.
*Célebre salteador de caminos, de nacionalidad francesa, pero que fue joven a Inglaterra.
El viejo parecía deplorar la desaparición de la buena época pasada, porque era uno de esos hombres que son conocidos como «de la vieja escuela», lleno de estrechos prejuicios contra toda nueva idea, ya fuera de medicina, religión o política, y declaró que, cuando él era joven, los hombres eran hombres y sabían sostener lo suyo con éxito en competencia con el extranjero, ya fuese en la paz del comercio o en el choque de las armas.
Nos dijo que su apellido era Hales, lo cual me produjo la mayor sorpresa, pues era el mismo del novio secreto de Mabel, y en el correr de la conversación supimos que había estado un buen número de años en el mar, principalmente en viajes comerciales por el Atlántico y por el Mediterráneo.
—Pero ahora parece que está usted muy confortable—observé, sonriendo;—tiene una casa cómoda y atrayente, una buena esposa y todo lo que puede hacerlo feliz.
—Dice usted bien—contestó, tomando una larga pipa de arcilla de sobre el morillo de la abierta chimenea.—Un hombre no necesita nada más. Estoy demasiado contento y desearía que todo el mundo en Yorkshire estuviera tan confortable como yo en este tiempo tan duro.
La anciana pareja parecía sentirse halagada por nuestra visita, y nos ofrecieron bondadosamente un vaso de cerveza fuerte.
—Es cerveza casera—declaró la señora Hales.—Las personas como nosotros no pueden darse el lujo de tener vino, pero pruébenla ustedes—insistió, y como nos vimos instados, tuvimos el gusto de encontrar una excusa para prolongar nuestra visita.
La anciana se fue a la cocina para traer vasos, y aprovechando esta circunstancia, Reginaldo se puso de pie, cerró rápidamente la puerta, y, volviéndose a Hales, le dijo en voz baja:
—Queremos conversar reservadamente con usted unos cinco minutos. ¿Reconoce usted ésto?—añadió, sacando la fotografía y poniéndosela por delante al anciano.
—¡Es mi casa!—exclamó sorprendido.—¿Pero qué hay con eso?
—Nada, salvo que debe usted contestar a mis preguntas. Son de la mayor importancia, y el objeto real de nuestra venida ha sido para poder hacérselas. Primero, ¿ha conocido usted un hombre llamado Blair, Burton Blair?
—¿Burton Blair?—repitió el anciano, apoyando sus manos en los brazos de su silla al inclinarse hacia adelante ansiosamente.—Sí; ¿por qué?
—Ese hombre descubrió un secreto, ¿verdad?
—Sí, por mi intermedio... e hizo millones debido a eso, según dicen.
—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
—Hará cinco o seis años.
—¿Cuándo al fin descubrió que vivía usted aquí?
—Eso es. Anduvo recorriendo todos los caminos de Inglaterra para encontrarme.
—¿Fue usted quien le dio esta fotografía?
—No, creo que la debió robar.
—¿Dónde lo conoció usted por primera vez?
—A bordo del Mary Clowle, en el puerto de Amberes. Era marino, como yo. ¿Pero por qué quiere usted saber todo esto?
—Porque—contestó Reginaldo,—Burton Blair ha muerto, y su secreto ha sido legado a mi amigo, el señor Gilberto Greenwood, aquí presente.
—¡Burton Blair ha muerto!—exclamó, poniéndose de un salto en pie, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.—¡Burton ha muerto! ¿Lo sabe Dick Dawson?
—Sí, y está en Londres—repliqué.
—¡Ah!—exclamó con impaciencia, como si todos sus planes se hubieran trastornado por el conocimiento anticipado que tenía Dawson de la noticia.—¿Quién se lo ha dicho? ¿Cómo demonios lo ha sabido?
Tuve que confesar mi ignorancia al respecto, pero, en contestación a su pregunta, deploré el fin trágico e imprevisto de nuestro amigo, y le manifesté cómo había quedado en posesión del paquete de naipes, en los cuales estaba escrito el enigma cifrado.
—¿Tiene usted una idea de lo que en realidad era su secreto?—preguntó el viejo enjuto.—Quiero decir, ¿sabe usted de dónde provenía su gran fortuna?
—Nada sé, absolutamente nada. Tal vez usted pueda decirnos algo, ¿no es verdad?
—No—dijo,—no puedo. De pronto se hizo rico, aun cuando un mes o dos antes había andado vagando y muriéndose de necesidad. Me encontró, y yo le di ciertos informes, los cuales me recompensó muy bien después. Fueron estos informes, según me dijo, los que formaron la clave para el secreto.
—¿Nada tenían que ver con este paquete de cartas y la cifra?—le interrogué impacientemente.
—No sé, pues jamás he visto las cartas de que usted hace mención. Cuando llegó aquí una noche fría, estaba exhausto, muerto de hambre y completamente abatido. Le hice comer, le di una cama para que descansara y le dije todo lo que quería saber. A la mañana siguiente, con dinero que yo le presté, tomó el tren para Londres, y cuando volví a saber algo de él, fue por una carta en que me comunicaba que había pagado a mi orden al Banco del condado, en York, mil libras esterlinas, como habíamos convenido que sería la suma que me pagaría por mis informes. Y les aseguro, caballeros, que nadie se quedó más sorprendido que yo, cuando al día siguiente recibí una carta del Banco confirmando la de él. Después depositó en el mismo Banco todos los años, el primero de enero, una suma igual, como un pequeño regalo, según él decía.
—¿Entonces, usted no lo volvió a ver más después de esa noche en que consiguió al fin encontrarlo?
—No, ni una sola vez—contestó Hales, dirigiéndose luego a su esposa que acababa de entrar, para decirle que estaba ocupado con nosotros en una conversación reservada y pedirle que nos dejara solos, lo cual hizo inmediatamente.—Burton Blair era un hombre de carácter original—continuó, volviéndose a mí,—y siempre lo fue. No hubo nunca mejor marino que comiera carne de buey salada, que él. Era un espléndido navegante y verdaderamente intrépido. Conocía tan bien el Mediterráneo como otros hombres conocen la calle Cable, en Whitechaple, y su vida había estado llena de aventuras. Pero en tierra era un loco atolondrado. Recuerdo con cuánta dificultad escapamos una vez con vida de una pequeña ciudad de la costa de Argelia. Movido por un impulso travieso, le levantó el velo a una niña árabe que encontramos en el camino, y cuando ella gritó pidiendo auxilio, nosotros apenas tuvimos tiempo de escapar corriendo velozmente, les aseguro—y se rió con ganas al recordar sus travesuras en tierra.—Pero los dos pasamos momentos duros en Camarones y en los Andes. Yo era mayor que él y cuando lo conocí por primera vez no pude menos de reírme de lo que creía era ignorancia suya. Pero pronto me di cuenta que él había sacado doble provecho que yo de sus viajes y aventuras en el corto tiempo que llevaba de navegación, pues tenía una hábil destreza para desertar e internarse en los puntos que deseaba, siempre que se le ofrecía una oportunidad. Peleó en media docena de revoluciones en los países de Centro y Sud América y solía decirnos que, en cierta ocasión, los rebeldes de Guatemala lo habían elegido su ministro de comercio.
—Sí—confirmé yo—era un hombre muy notable en muchos conceptos con una historia muy notable también. Desde el principio hasta el fin su vida era un misterio, y es ese misterio el que trato ahora, después de su muerte, de descubrir.
—¡Ah! Pero temo que sea una tarea muy difícil la suya—respondió su viejo amigo, sacudiendo la cabeza.—Blair era en todo sumamente reservado. No permitió jamás que su mano derecha supiera lo que su izquierda hacía. Nunca podrá usted conseguir conocer a fondo toda su viveza e ingenio, o sus motivos. ¿Y no puede usted adivinar la razón que ha tenido para dejarle su secreto?—añadió, como si hubiese sido un pensamiento repentino.
—Lo ha hecho sólo por gratitud. Pude en cierta ocasión prestarle una pequeña ayuda.
—Lo sé. Me contó todo lo sucedido, diciéndome cómo ustedes dos habían puesto en el colegio a su hija para que terminara su educación. Pero—continuó,—Blair ha tenido algún motivo para dejarle a usted esa cifra ininteligible; puede estar seguro. El sabía muy bien que jamás obtendría solo su solución.
—¿Por qué?
—Porque otros, antes que usted, lo han intentado y fracasaron.
—¿Quiénes son ellos?—inquirí, con gran sorpresa.
—Uno es Dick Dawson. Si lo hubiera conseguido, habría ocupado el lugar de Blair, transformándose en millonario. Lo que hay es que no ha sido perspicaz, y el secreto pasó a nuestro amigo.
—Entonces, ¿usted no cree que yo pueda descubrir alguna vez la solución del enigma cifrado?
—No—contestó el anciano, con mucha franqueza,—no lo creo, ni se lo predigo tampoco. ¿Y qué es de su hija?—añadió.—Me parece que se llamaba Mabel, ¿no es así?
—Está en Londres y ha heredado toda la fortuna—respondí. Al oír esto, la cara arrugada del viejo se iluminó con una severa sonrisa, y observó:
—No hay duda, hará una espléndida conquista matrimonial. ¡Ah! si usted pudiera conseguir que le dijera todo lo que sabe, lo pondría en posesión del secreto de su padre.
—¡Qué! ¿acaso ella lo conoce?—exclamé.—¿Está usted seguro de eso?
—Lo estoy; ella sabe la verdad. Pregúnteselo.
—Lo haré—declaré yo.—¿Pero no puede usted decirnos qué clase de informes le dio a Blair esa noche que al fin lo volvió a encontrar?—le pregunté persuasivamente.
—No—replicó en un tono decisivo,—fue un asunto reservado, y debe seguir siéndolo. Mis servicios fueron recompensados, y en cuanto a mí me concierne, yo me he lavado las manos y nada tengo que hacer de él.
—Pero usted puede decirme algo respecto a esta extraña pesquisa de Blair; algo, quiero decir, que pueda ponerme en la senda de la solución del secreto.
—El secreto de cómo obtuvo su fortuna, dice usted, ¿eh?
—Por cierto.
—¡Ah! mi estimado señor, eso no lo descubrirá nunca, fíjese bien, aun cuando llegue a vivir hasta los cien años. Burton Blair se cuidó bien de ocultar eso a todo el mundo.
—Y estuvo muy bien ayudado por hombres como usted—le dije, con un tanto de impertinencia,—me temo.
—Tal vez, tal vez, sí—replicó rápidamente, con su cara enrojecida.—Le prometí guardar silencio y he cumplido mi promesa, porque la posición desahogada y confortable de que gozo ahora, la debo únicamente a su generosidad.
—Un millonario puede hacer cualquier cosa, ciertamente. Su dinero le asegura sus amigos.
—Amigos, sí—respondió el anciano, gravemente;—pero no felicidad. El pobre Burton Blair era uno de los hombres más desgraciados, estoy bien seguro de eso.
Yo sabía que hablaba la verdad. El millonario me había confesado muchas veces, en confianza, que había sido mucho más feliz en sus días de penurias y atolondradas aventuras allende los mares, que ahora que era propietario de la gran mansión de West End y de la primera posesión rural del condado de Herefordshire.
—Atención—exclamó Hales, de pronto, paseando su mirada penetrante de Reginaldo a mí y sucesivamente,—voy a hacerles una advertencia—y bajó la voz hasta convertirse casi en un débil murmullo.—Ustedes dicen que Dick Dawson ha vuelto. ¡Tengan cuidado con él! ¡Pueden apostar su cabeza, seguros de que ese hombre tiene malas intenciones! ¡Tengan, también, mucho cuidado de su hija; ella sabe más de lo que ustedes piensan.
—Nosotros abrigamos una ligera sospecha de que Blair no ha muerto de causas naturales—observé.
—¿Tienen ustedes recelos?—exclamó, sobresaltado.—¿Por qué creen eso?
—Las circunstancias han sido tan notables, que nos han hecho entrar en dudas—repliqué, y entonces pasé a explicarle el trágico fin de nuestro amigo y todo lo sucedido, como ya he tenido ocasión de referirlo.
—¿No sospechan ustedes nada de Dick Dawson?—preguntó ansiosamente el anciano.
—¿Por qué? ¿Tenía algún motivo para desear verse libre de nuestro amigo?
—¡Ah! Yo no sé. Dick es un cliente muy entretenido. Siempre lo tuvo bajo su dominio a Blair. Formaban una pareja muy notable; el uno surgiendo como millonario, y el otro viviendo en el extranjero, creo que en Italia, en el mayor secreto y retiro.
—Dawson debía tener algún motivo muy poderoso para permanecer tan oculto—observé.
—Porque se veía obligado a estarlo—contestó Hales, con un movimiento misterioso de cabeza.—Existían razones para que él no asomase a la luz su rostro. Yo mismo me quedo asombrado de ver cómo se ha atrevido ahora a mostrarse.
—¡Qué!—grité ansiosamente,—¿acaso lo necesita la policía?
—Me imagino que no recibiría con agrado la visita de cualquiera de esos caballeros escudriñadores de la Scotland Yard—contestó el anciano, después de cierta vacilación.—Recuerden ustedes que yo no hago ninguna acusación, absolutamente ninguna. Sin embargo, si intenta cometer alguna mala acción, pueden ustedes mencionarle, como de paso, que Enrique Hales vive todavía, y está pensando en venir a Londres para hacerle una visita matinal. Observen entonces el efecto que estas palabras producirán en él—y el anciano se rió, añadiendo:—¡Ah! señor Pájaro Dawson, me imagino que todavía tiene que arreglar sus cuentas conmigo.
—¿Entonces nos ayudará usted?—exclamé con vehemencia.—¿Puede usted salvar a Mabel Blair si quiere?
—Haré todo lo que pueda—fue la respuesta de Hales,—porque reconozco que se está tramando por alguna parte una ingeniosísima conspiración.—Luego, después de una corta pausa, durante la cual rellenó de tabaco su pipa, y con sus ojos fijos en mí pensativamente, añadió:—Hace un momento que ha dicho usted que Blair le ha legado su secreto, pero no me ha explicado los términos exactos de su testamento. ¿No decía nada sobre eso?
—En la cláusula en que me hace la donación, hay una extraña copla que dice:
King Henry the Eighth
was a Knave to his queens,
He'd one short of seven
and nine or ten scenes!
e insiste también en que oculte el secreto a todos los hombres, exactamente como él lo ha hecho. Pero, estando cifrado el secreto—añadí,—me será imposible conocerlo.
—¿Y no tiene la clave?—sonrió el viejo marino, de rostro endurecido por las inclemencias del mar.
—¡Ninguna... salvo que la clave esté oculta dentro de esa rima!—exclamé, ocurriéndoseme, por primera vez, este extraño y rápido pensamiento. Y de nuevo repetí en alta voz la copla. Sí, todas las cartas de juego que hay en ese paquete de naipes, están mencionadas en ella:
King (rey), eight (ocho), Knave (sota),
Queen (reina), seven (siete),
nine (nueve), ten (diez).
Mi corazón dio un salto. ¿Sería posible que arreglando las cartas en el orden siguiente pudiera leerse el registro?
¡Si era eso así, entonces el extraño secreto de Burton Blair era mío al fin!
Manifesté mi sorprendente y súbita idea, y la cara tostada del anciano se iluminó con una sonrisa triunfante, exclamando:
—Arregle las cartas y haga la prueba.
LA LECTURA DEL REGISTRO
El sobre que encerraba en su seno las treinta y dos cartas, estaba en mi bolsillo, junto con la fotografía pegada al lienzo; por lo tanto, despejé la cuadrada y vieja mesa de roble, las saqué ansiosamente y las coloqué encima de ella, mientras Reginaldo y el anciano me miraban faltos de aliento.
—El primero mencionado en la rima es el rey—dije.—Pongamos los cuatro reyes juntos.
Una vez arreglados, coloqué los cuatro ochos, las cuatro sotas, las reinas, ases, nueves y dieces, en el orden que llevaban en la poesía.
Reginaldo fue más rápido que yo en leer la primera columna y declaró que era un enredo enteramente ininteligible. Luego leí yo, y, profundamente decepcionado, me vi obligado a confesar que, después de todo, allí no se encontraba la clave.
Sin embargo, recordé lo que mi amigo de Leicester me había explicado, advirtiendo cómo podía encontrarse en la primera letra de cada carta, leyendo consecutivamente una tras otra en todo el paquete, y traté, repetidas veces, de arreglarlas de una manera inteligible, pero no tuve ningún éxito. La cifra seguía tan confusa y enigmática como siempre.
Noches enteras había pasado con Reginaldo, tratando, en vano, de descubrir algo, pero siempre había sido inútil, pues no habíamos podido nunca descifrar ni una sola palabra.
Cambié las letras de arriba a abajo, pero el resultado fue el mismo.
—No—observó el anciano Hales,—todavía no ha conseguido encontrar lo que buscaba; pero estoy seguro, sin embargo, de que anda cerca. Esa copla da la clave, usted me lo ha hecho notar.
—Sinceramente creo que es así, pero la cuestión es descubrir el arreglo conveniente de las cartas—declaré agitado y sin aliento.
—Justamente—observó Reginaldo con tristeza.—En eso está la ingeniosidad de la cifra. Es tan sencilla, y, sin embargo, tan extraordinariamente complicada a su vez, que las posibles combinaciones que pueden hacerse con ella ascienden a millones. ¡Piensa en ello!
—Pero tenemos la rima, la cual, distintamente, nos indica su arreglo.—Y volví a repetir la copla.—Es bastante claro, y debíamos haberlo visto desde un principio—respondí.
—Entonces, pruebe con el rey de un palo, con el ocho de otro, la sota de otro... y así con los demás—indicó Hales, agachándose con vivo interés sobre las pequeñas cartas.
Sin pérdida de tiempo seguí su consejo, y cuidadosamente volví a colocarlas de la manera que había dicho. Pero de nuevo el resultado fue ininteligible, pues no fue más que un grupo de letras enigmáticas engañadoras y decepcionantes.
Recordé lo que mi amigo, perito en la materia, me había dicho, y mi corazón se abatió profundamente.
—¿No conoce usted, en efecto, los medios por los que puede resolverse el problema?—le pregunté al anciano señor Hales, pues se había apoderado de mí en ese momento la sospecha de que él los conocía bien.
—Le aseguro que no puedo decirle nada—fue su rápida réplica,—porque no los conozco. Sin embargo, a mí me parece que esa copla forma, de alguna manera, la clave. Intente otro arreglo de las cartas.
—¿Cuál? ¿Qué otro puedo probar?—pregunté confundido, pero él sólo sacudió la cabeza.
Reginaldo, con papel y lápiz en la mano, estaba tratando de descifrar y hacer comprensibles las letras por medios que varias veces había intentado yo, a saber: substituyendo la A por la B, la C por la D, y así todas las demás. Después probó añadir dos letras, luego tres, y más aún, con el fin de descubrir la clave, pero, como ya me había sucedido antes a mí, su trabajo fue enteramente perdido.
Mientras tanto, el anciano, que parecía manejar las cartas con demasiado interés, estaba, lo vi, tratando de volverlas a arreglar él solo, colocando su dedo sobre una, luego sobre otra y después sobre una tercera, como si hubiera sabido el arreglo concreto de ellas, y leyendo para sí el registro.
¡Tal vez era posible que estuviera en posesión de la clave del problema que teníamos allí desplegado, y que se estuviese enterando del secreto de Burton Blair, mientras nosotros permanecíamos ignorándolo!
De pronto, el anciano y enjuto marino se enderezó, y, mirándome, exclamó, con una sonrisa de triunfo:
—Mire, señor Greenwood; aquí hay cuatro palos, ¿no es verdad? Haga la prueba por orden alfabético: los bastos, copas, espadas y oros. Primero tome todos los bastos y arréglelos así: rey, ocho, sota, reina, as, siete, nueve, diez; luego las copas, y después los otros dos palos. Una vez terminado el arreglo vea lo que puede sacar de eso.
Ayudado por Reginaldo, procedí de nuevo a colocar sobre la mesa las cartas como me había indicado, y las arreglé, según la extraña rima, en cuatro columnas de ocho cartas cada una, por orden alfabético.
—¡Al fin!—gritó Reginaldo, casi fuera de sí de gozo.—¡Al fin! ¡Ya la tenemos, viejo! ¡Mira! Lee la primera letra de cada carta hasta abajo, una columna después de otra. ¿Qué es lo que deletreas?
Los tres estábamos sin poder respirar, y aparentemente el más agitado de todos era el viejo Hales, o, tal vez, nos había estado extraviando y fingiendo ignorancia. Había arreglado solo la primera fila, la de bastos, pero ya se leía lo siguiente:
Rey | BONTDRNNCROAUIT |
Ocho | EITYGOJTAENNWNH |
Sota | TNHJENTYNDJOIDE |
Reina | WTESJTHFDTOLLTC |
As | EWJIWHEOEHNDLHR |
Siete | EHLXHEFUFEEEFEO |
Nueve | NEEPEFIRERWOIOS |
Diez | TRFARIFJNEINNLS |
—La primera columna empieza con la palabra Between (¡Entre!)—grité, contemplando atónito lo primero comprensible que había descubierto.
—¡Sí, y yo veo otras palabras en las demás columnas!—exclamó Reginaldo, arrebatándome, lleno de agitación, algunas de las cartas que yo tenía, y ayudándome a arreglar las otras filas.
Aquellos instantes han sido los más agitados, nerviosos y solemnes de mi vida. El gran secreto que había producido toda su fabulosa riqueza a Burton Blair, iba a quedar revelado para nosotros.
¡Podía convertirme en un millonario, como había sucedido con su difunto dueño!
Una vez arregladas todas las cartas en el orden correspondiente: las ocho de copas, las ocho de espadas y las ocho de oros debajo de las ocho de bastos, tomé un lápiz y escribí la primera letra de cada carta.
—¡Sí!—grité, casi fuera de mi razón y presa de la mayor excitación,—el arreglo es perfecto. ¡El secreto de Burton Blair está descubierto!
—¡Es una especie de registro!—exclamó Reginaldo.
Y empieza con las palabras: Entre el Ponte del Diávolo... ¡Este nombre es italiano, y supongo que querrá decir: ¡Puente del Diablo!
—El Puente del Diablo es un antiguo puente medioeval que hay cerca de Lucca—expliqué rápidamente, y luego recordé la cara grave del monje capuchino, que vivía en el silencioso monasterio próximo a dicho paraje. Pero en ese momento toda mi atención estaba dedicada a aclarar el enigma, y no tenía tiempo para reflexionar. La letra Y estaba colocada en algunos puntos en lugar del espacio, con el fin aparentemente de confundir, y así ocultar el secreto de cualquiera solución probable o casual.
Al fin, después de un cuarto de hora casi, porque algunas de las letras estaban bastante borradas, descubrí que el registro cifrado que había estado escribiendo era un extraño documento que contenía lo siguiente:
«Entre el Puente del Diablo y la punta donde el Serchio se une al Lima, sobre la orilla izquierda, a cuatrocientos cincuenta y seis pasos desde la base del puente donde el sol brilla sólo una hora el cinco de abril y dos horas el cinco de mayo, a mediodía, descended veinticuatro escalones, detrás de los cuales puede un hombre defenderse de cuatrocientos. Hay dos grandes rocas, una a cada lado. En una de ellas se encontrará grabada una vieja E. Bajad a la mano derecha y hallaréis lo que buscáis. Pero primero encontrad al anciano que vive en la casa de las Encrucijadas.»
—¿Qué significará todo esto?—observó Reginaldo, y, volviéndose al señor Hales, añadió:—La última parte se refiere a usted.—El anciano se rió intencionalmente, y comprendimos que sabía más de los asuntos de Blair, que lo que quería confesar.
—Significa que en ese estrecho y romántico valle de Serchio se halla escondido algún secreto, y estas son las instrucciones para descubrirlo—dije.—Conozco el tortuoso río y el punto exacto donde, a través de los siglos, el agua ha conseguido abrirse paso sobre un lecho rocalloso y profundo lleno de peñascos gigantescos, saltos torrentosos y hondas lagunas. Sobre este puente se cuentan muchas extrañas historias del diablo, asegurándose que fue él en persona quien lo construyó, con la condición de tomar para sí el primer ser viviente que pasase por él, y que fue un perro. En realidad—añadí,—el paraje es uno de los más agrestes y románticos de toda la campiña toscana. Es extraño, también, que a sólo tres millas del lugar indicado viva en el monasterio capuchino fray Antonio.
—¿Quién es fray Antonio?—preguntó Hales, quien contemplaba aún las cartas con toda atención.
Le expliqué, y el anciano se sonrió, pero yo conocí que en la descripción del monje había reconocido a uno de los amigos de Blair, de los años pasados.
—¿Quién habrá escrito este registro?—le interrogué.—Blair no ha sido, eso es evidente.
—No—fue su contestación.—Ahora que legalmente le pertenece, por donación de nuestro amigo, y que ha conseguido descifrarlo, puedo, también, contarle algo más sobre eso.
—Sí, hágalo—gritamos ansiosamente los dos.
—Bien entonces; voy a referir cómo fue—explicó el enjuto anciano, apresando el tabaco en su larga pipa.—Hace varios años que era yo primer piloto del buque «Annie Curtis», de la matrícula de Liverpool, ocupado en el comercio de frutas del Mediterráneo y que regularmente hacía sus viajes entre Nápoles, Esmirna, Barcelona, Argelia y Liverpool. Nuestra tripulación era mixta, pues se componía de ingleses, españoles e italianos, y entre estos últimos había un viejo llamado Bruno. Era un individuo misterioso, originario de la Calabria, y entre los demás tripulantes se susurraba que había sido el jefe de una célebre partida de bandidos, que había sembrado el terror en la parte más al Sud de Italia, la cual había sido recientemente exterminada por los carabineros. Los otros italianos lo conocían por el sobrenombre de Baffitone, que, según creo, quiere decir Bigotudo.
Era muy trabajador, casi no bebía, y, al parecer, era bastante educado, porque hablaba y escribía bien el inglés, y, además, siempre estaba atormentando a los demás para que le hicieran enigmas y cifras, a cuya solución se dedicaba en sus momentos de ocio. Un día, que era la conmemoración de una fiesta religiosa, lo cual fue motivo de excusa para los italianos, pues lo aprovecharon como festivo, lo encontré en el castillo de proa escribiendo algo en un pequeño paquete de cartas. Trató de ocultarme lo que estaba haciendo; pero, despertada mi curiosidad, noté en el acto cómo las había arreglado, y ese hecho mismo me demostró qué cifra tan notablemente ingeniosa había descubierto.
El anciano se calló un momento, como si vacilara referirnos toda la verdad del asunto. Al fin, después de encender su pipa con una astilla, reanudó su relación, diciendo:
—Abandoné el mar, volví aquí al lado de mi esposa y pasaron seis años sin que supiera nada del italiano, hasta que un día, con aspecto de un hombre de recursos y vestido con un traje nuevo y sombrero duro, también nuevo, se presentó a verme. Todavía estaba en el «Annie Curtis», pero como la barca se hallaba en dique seco, él, según me dijo, había querido bajar a tierra para andar de jarana. Permaneció aquí dos días, y con su pequeña máquina fotográfica, adquisición muy reciente, evidentemente, anduvo sacando toda clase de vistas, incluyendo la de esta casa.
Antes de ausentarse me hizo depositario de sus secretos y me declaró que lo que a bordo de la barca se había sospechado era cierto, pues no era otro que el célebre Poldo Pensi, el bandido cuya osadía y ferocidad habían sido años antes narradas en verso y prosa en Italia. Sin embargo, desde que su partida había sido totalmente destruida, habíase reformado, y en vez de sacar provecho de ciertos datos que había adquirido durante su vida de bandolero, trabajaba para ganarse su subsistencia a bordo de un buque inglés. Los datos, según me dijo, los había obtenido de un cierto Cardenal Sannini, del Vaticano, a quien él tuvo secuestrado para conseguir un buen rescate, y eran de una índole tal, que podía convertirse en hombre de fortuna el día que quisiera serlo; pero, dado que el Gobierno de su país había ofrecido un gran premio por su captura, había resuelto ocultar su identidad y recorrer los mares. También me manifestó la noche antes de irse, aquí en esta pieza, donde estábamos sentados fumando, que el secreto estaba archivado en forma de registro cifrado, pero de una naturaleza tal, que ninguno que lo descubriera podría leerlo sin poseer la clave de la cifra.
—¡Entonces fue aquí, en estas cartas, donde le dejó estampado el secreto!—grité, interrumpiéndolo.
—Justamente. El secreto del Cardenal Sannini, obtenido por el famoso bandido Poldo Pensi, cuya terrible partida de bandoleros devastó media Italia hace veinticinco años, y que obligó al mismo Papa Pío IX a pagarle tributo, está escrito aquí, como usted lo acaba de descifrar.
—¿Y Pensi ha muerto?—pregunté.
—¡Oh! sí. Murió y fue enterrado en el mar, cerca del puerto de Lisboa, antes de que Burton Blair tomara posesión de las cartas. El secreto, según mis seguros informes, le fue arrancado a la fuerza al Cardenal Sannini, que, al atravesar la desierta e inhospitalaria región entre Reggio y Gerace, fue preso por Pensi y su gavilla, llevado a su baluarte, pequeña aldea de la montaña, como a tres millas de Micastro, y allí retenido prisionero, para exigir un gran rescate a la Santa Sede. Por ciertas razones ignoradas, parece que el astuto y anciano Cardenal no deseaba que el Vaticano tuviera conocimiento de su captura; por lo tanto, impuso como condición de su libertad que revelaría un secreto notabilísimo, el secreto escrito en estas cartas, lo cual hizo, y Pensi lo puso entonces en libertad, cumpliendo el compromiso.
—Pero Sannini era uno de los cardenales más altamente colocados en Roma—exclamé.—A la muerte de Pío IX se creyó que sería nombrado su sucesor en el Pontificado.
—Es cierto—observó el anciano, que parecía muy versado en toda la historia moderna de San Pedro, en Roma.—El secreto divulgado por el Cardenal, es, indudablemente, de inmenso valor, y si procedió así, fue para salvar su reputación, según creo, por lo que me dijo el bandido italiano, pues ellos habían descubierto que se encontraba en el extremo Sud de la península, contrariando las órdenes del Papa, que lo había mandado en opuesta dirección, y el objeto de éstos había sido promover una agitación religiosa, mal intencionada, contra Pío IX. De aquí que Sannini, en quien tanto confiaba Su Santidad, viose obligado a todo costo a ocultar la noticia de su captura, la cual debía permanecer absolutamente ignorada. Pensi me refirió cómo, antes de soltar al Cardenal, se trasladó, con el mayor sigilo, a cierto paraje de la provincia toscana y se cercioró de que el secreto que había revelado el gran eclesiástico era una realidad. Después de eso fue puesto en libertad, y, con una escolta que lo garantiera, marchó hasta Cosenza, donde tomó el tren para Roma.
—¿Pero cómo vino el secreto a poder de Burton Blair?—preguntó ansiosamente.
—¡Ah!—observó el viejo, mostrando las palmas de sus manos morenas y endurecidas,—esa es la cuestión. Sobre esas mismas cartas que usted tiene, sé que Poldo Pensi, el exbandido de Calabria, inscribió en inglés las instrucciones del Cardenal. En efecto, notará usted que la redacción revela que su autor ha sido un extranjero. Esas letras mayúsculas, casi borradas, fueron trazadas por él a bordo del «Annie Curtis», y conservó seguro su secreto hasta su muerte. Lo que él me refirió confidencialmente, no lo manifesté jamás a nadie hasta... vamos, hasta que Burton Blair me obligó a hacerlo esa noche en que reconoció esta casa por la fotografía sacada por Poldo, y me encontró de nuevo.
—¡Lo obligó!—exclamó Reginaldo.—¿Cómo?
PEOR QUE LA MUERTE
El alto y enjuto anciano me miró con sus ojos pardos y movió la cabeza.
—Burton Blair sabía demasiado—contestó evasivamente.—Según parece, después que yo me retiré llegó a ocupar el puesto de primer piloto, y Poldo, el hombre que había tenido en sus manos, para conseguir buenos rescates, a duques, cardenales y otros grandes hombres, trabajó a sus órdenes pacientemente. Algún tiempo después, Poldo cayó enfermo de un grave ataque de fiebre y murió, pero, aun cuando es bastante extraño, le dejó, así lo aseguraba Blair, el paquete de cartas con el secreto.
Dick Dawson, sin embargo, que estaba también en el buque como contramaestre, y que la mitad de su vida la ha pasado en bergantines italianos, en el Adriático, declara que esta historia es falsa, y que Blair robó la bolsita que encerraba las cartas de debajo de la almohada de Poldo, media hora antes de que éste muriera.
Sea esto verdad o mentira, sin embargo, los hechos quedan en pie, y son: que Poldo debió dejar escapar en medio del delirio de la fiebre parte de su secreto, y que Blair vino a ser el dueño de las pequeñas cartas. Tres semanas después de la muerte del italiano, Blair, al desembarcar en Liverpool, llevando consigo las cartas y la instantánea, emprendió ese larguísimo y fatigoso viaje por todos los caminos de Inglaterra, con el fin de encontrarme y conocer por mi intermedio la clave del secreto del famoso bandido, la cual yo poseía.
—Y cuándo consiguió encontrarlo, ¿qué sucedió?
—Afirmó solemnemente que Bruno se las había dado como un regalo de moribundo, y que la razón que tenía para buscarme era porque el viejo bandido, antes de morir, pidió ver la fotografía que estaba en su cofre de a bordo, y contemplándola un largo rato, le dijo en italiano, reflexivamente: «En esta casa vive el único hombre que conoce mi secreto.»
Esa fue la razón que evidentemente tuvo Blair para posesionarse de la fotografía, después de la muerte del italiano.
Cuando llegó aquí, me mostró el paquete de cartas, y me prometió mil libras esterlinas si le revelaba las confidencias del italiano. Como éste había fallecido, no hallé razón por qué negarme, y en cambio de la promesa del pago de dicha suma, le dije lo que quería saber, y entre otras cosas, le expliqué el arreglo de las cartas, de modo que pudo descifrarlas. La clave de la cifra la había descubierto ese día de fiesta que encontré a Poldo en el castillo de proa escribiendo un mensaje sobre las cartas, evidentemente dedicado para el Cardenal residente en Roma, porque después he sabido que el bandido y el eclesiástico, antes de la muerte de este último, mantenían frecuente pero secreta comunicación.
—Pero el tal Dawson debe haber sacado enorme beneficio de la revelación hecha por Blair—observé.—Parece que han sido amigos muy íntimos.
—Por cierto que ha sacado provecho—respondió Hales.
Blair, en posesión de este notable secreto, tenía un terror mortal a Dick, que podía declarar, como ya lo había hecho, que se le había robado al moribundo. Sabía muy bien que Dawson era un marino sin escrúpulos, del peor tipo que puede haber; por lo tanto, consideró muy prudente, supongo yo, entrar en sociedad con él y que le ayudase a explotar el secreto. Pero el pobre Blair debe haber estado siempre en las manos de Dawson, aun cuando es evidente que sus ganancias fueron enormes. Las de Dick no han sido menores, a pesar de que éste ha vivido, al parecer, en el más absoluto retiro y obscuridad.
—Dawson tenía miedo de venir a Inglaterra—observó Reginaldo.
—Sí—contestó el anciano.—Hace algunos años que hubo en Liverpool un feo incidente, y esa es la razón que ha tenido.
—¿Pero no existe ninguna prueba negativa de que el bandido reformado no le haya regalado el paquete de naipes a Blair?—pregunté enérgicamente.
—Ninguna. Por mi parte creo que Poldo se lo debió dar a Blair y recomendarle que volviera a tierra y me buscase, porque él había sido bueno y había tenido para con él muchas pequeñas finezas durante repetidas enfermedades. Poldo, al abandonar sus malas hazañas, se había hecho muy religioso y solía asistir a las misiones para los hombres de mar cuando estaba en tierra, como también Blair era, según ustedes saben, un hombre muy temeroso de Dios para ser marino. Cuando recuerdo todas las circunstancias, pienso que era muy natural que Poldo entregase el secreto del Cardenal, muerto, en manos de su mejor amigo.
—El lugar indicado es cerca de Lucca, en Toscana—observé.—Usted dice que el tal Poldo Pensi ha estado allí y ha hecho averiguaciones. ¿Qué fue lo que encontró?
—Lo que el Cardenal le había dicho que encontraría. Pero jamás me explicó lo que era. Todo lo que llegó a manifestarme era que el secreto convertiría a su dueño en un hombre muy rico, lo que ciertamente ha sucedido en el caso de Blair.
—La conexión que parece existir entre el difunto Cardenal Sannini y fray Antonio, el capuchino de Lucca, es extraña—observé.—¿Estará el monje en posesión del secreto? cavilo yo. No hay duda de que él tiene algo que ver con este asunto, como lo demuestran sus constantes consultas con Dawson.
—Es indudable—dijo Reginaldo, dando vuelta a las cartas sin objeto.—Ahora tenemos que descubrir la posición exacta de estos dos hombres, y, al mismo tiempo, impedir que el tal Dawson consiga tomar demasiada posesión de la fortuna de Mabel Blair.
—Eso déjemelo a mí—exclamé reservadamente.—Por ahora nuestra línea de conducta es bien clara. Debemos investigar el paraje que queda a orillas del Serchio y descubrir lo que está allí escondido.—Después, volviéndose a Hales, añadió:—En el registro he notado que ordena claramente: «Buscad primero al anciano que vive en la casa de las Encrucijadas.» ¿Qué significa esto? ¿Por qué se indica esa dirección?
—Porque creo que cuando el registro fue estampado en estas cartas—contestó,—yo era la única persona que sabía algo respecto al secreto del Cardenal; la única, fuera del interesado, que poseía la clave de la cifra.
—Pero al principio aparentó usted no conocerla—observé yo, mirando todavía con cierto recelo al anciano.
—Porque no estaba seguro de si procedían ustedes de buena fe—dijo riéndose con toda franqueza.—Me tomaron de sorpresa, y no tenía intención de expandirme prematuramente.
—¿Pero nos ha referido usted todo lo que sabe realmente?—exclamó Reginaldo.
—Sí, no sé nada más—replicó.—En cuanto a lo que hay en el punto que indica el registro, lo ignoro por completo. Recuerden que Blair me pagó lo justo, y aun más de lo estipulado; pero, como ustedes lo saben bien, era un hombre sumamente reservado en todo lo concerniente a sus asuntos, y me dejó sin saber nada.
—¿Y no puede darnos más informes sobre este tuerto que parece que ha sido socio de Blair en la extraordinaria empresa misteriosa?
—Nada más tengo que decir, salvo que es una relación muy poco apetecible. Fue Poldo quien le puso el apodo de «el Ceco».
—¿Y el monje que se llama fray Antonio?
—Jamás he oído hablar de esa persona; nada sé de él.
En la punta de la lengua tuve la pregunta de si tenía un hijo y si su nombre era Herberto, recordando aquella trágica escena nocturna en el parque de la mansión de Mayvill. Sin embargo, supe, por fortuna, contenerme y guardar silencio, prefiriendo ocultar lo que sabía y esperar el desenvolvimiento de los hechos y de aquella extraordinaria situación.
Sin embargo, mi corazón rebosaba de indignación y unos feroces y locos celos lo roían. Mabel, la dulce y bondadosa niña que yo tanto amaba, y cuyo porvenir había sido depositado en mis manos, había cometido el grave y triste error, como otras tantas niñas, de enamorarse de un hombre vulgar, torpe y muy inferior a ella. El amor en una cabaña, sobre el que tanto oímos, es muy bueno en teoría, como lo es el engaño de que se puede tener el corazón alegre aun cuando el bolsillo esté vacío; pero en estos tiempos modernos la mujer habituada a las comodidades y al lujo no puede nunca ser feliz en la modesta casa de cuatro piezas, así como no lo es el hombre que se casa valientemente por amor y renuncia a su herencia.
No. Cada vez que recordaba las amenazas y menosprecios de ese joven rufián, su arrogancia y su estallido final de pasión criminal, que tan cerca había estado de terminar con la vida de mi bien amada, mi sangre hervía de ira y se encendía mi cólera. El bribón había escapado, pero dentro de mi ser juraba que no quedaría impune.
Y, sin embargo, cuando rememoraba bien toda la escena, parecía que Mabel estaba completa e irresistiblemente bajo el poder de ese hombre, a pesar que había intentado desafiarlo.
Permanecimos con Hales y su esposa una hora más, aun cuando pocos datos nuevos obtuvimos, a excepción de algunas palabras que la anciana dejó escapar. Me cercioré de que tenían en efecto un hijo y que se llamaba Herberto, pero que no era de muy buena conducta.
—Estaba ocupado en las caballerizas de Belvoir—explicó su madre cuando yo la interrogué sobre él.—Pero hace como dos años que salió de allí, y desde entonces no lo hemos vuelto a ver. Algunas veces nos escribe de diferentes puntos y parece que prospera.
El tal individuo era, por lo tanto, como yo lo había supuesto por su aspecto, un cuidador de caballos, un caballerizo o algo por el estilo.
Eran casi las siete y media cuando llegamos de vuelta a King's Cross, y después de una ligera comida en un pequeño restaurant italiano que había enfrente de la estación, tomamos un coche y nos encaminamos a la plaza Grosvenor, con el objeto de comunicarle a Mabel nuestro éxito en la solución del enigma.
Carter, que fue quien nos hizo entrar, nos conocía tan bien, que no hizo más que conducirnos directamente arriba y hacernos pasar al salón, tan artísticamente iluminado con sus luces eléctricas sombreadas con la mayor delicadeza y hábilmente colocadas en todos los rincones imaginables. Sobre la mesa había una gran ponchera antigua, llena de espléndidas rosas Gloise de Dijón, que el jefe de los jardineros enviaba todos los días, junto con la fruta, de la posesión de Mayvill. Su arreglo se debía, como yo bien lo sabía, a las delicadas manos de la mujer que durante años había aprendido a admirar y a amar secretamente. Encima de una mesa lateral había una hermosa fotografía del pobre Burton Blair colocada en un pesado marco de plata, y en una esquina su hija había prendido un moñito de crespón como homenaje a la memoria del muerto. La gran casa estaba llena de esos delicados rasgos femeninos que revelaban la dulce simpatía de su carácter y la plácida tranquilidad de su vida.
De pronto la puerta se abrió, y ambos nos pusimos de pie; pero en vez de la linda joven chispeante y de corazón noble, con voz musical y semblante alegre y franco, entró el hombre barbudo, de anteojos, arcos de oro, que en un tiempo había sido contramaestre del buque Annie Curtis, de Liverpool, y después el socio secreto de Burton Blair.
—Buenas noches, caballeros—exclamó, saludando con ese aparente y forzado barniz de cortesía que adoptaba algunas veces.—Tengo mucho placer en agasajar a ustedes en la casa de mi difunto amigo. Como notarán ustedes, he establecido mi residencia aquí en conformidad a los términos del testamento del pobre Blair, y aprovecho con agrado esta nueva oportunidad que se me presenta, de volver a encontrarme con ustedes.
La fina impudencia de este hombre nos tomó de sorpresa. Parecía estar sumamente confiado y seguro de que su posición era inatacable e invencible.
—Hemos venido a ver a la señorita Blair—expliqué.—No sabíamos que iba usted a fijar tan pronto su residencia aquí.
—¡Oh! es mejor—afirmó.—Los grandes intereses de Blair requieren inmediata atención, pues hay muchos asuntos ligados estrechamente con ellos que no se pueden abandonar—y mientras hablaba, la puerta se abrió de nuevo y penetró una joven de unos veintiséis años, de cabellos obscuros y estatura regular, vestida con un traje negro escotado, algo ostentoso, pero cuyo rostro era más bien vulgar, aun cuando un tanto imponente.
—Mi hija Dolly—explicó el tuerto Dawson.—Permítanme ustedes que los presente,—y ambos le hicimos un saludo frío, porque nos chocaba sobremanera el modo de los dos, pues parecía que se habían establecido allí y tomado en sus manos el manejo de la casa.
—Supongo que la señora Percival todavía permanece aquí, ¿no es verdad?—inquirí después de un momento, al recuperar mi calma y tranquilizarme de la impresión que me había hecho el encontrar al aventurero y a su hija en posesión completa de esa espléndida mansión que medio Londres admiraba y la otra mitad envidiaba; la mansión que había aparecido tantas veces descripta y fotografiada en los magazines y periódicos de las damas.
—Sí, la señora Percival está en su gabinete privado. Hace cinco minutos que la dejó allí. Mabel, según parece, salió esta mañana a las once y aun no ha vuelto.
—¡No ha vuelto!—exclamé azorado.—¿Por qué?
—La señora Percival parece que está trastornada. Creo que abriga temores de que la haya sucedido alguna cosa.
Sin pronunciar ni escuchar una palabra más, bajé corriendo la ancha escalera con su balaustrada de cristal, llamé a la puerta de la pieza que había sido reservada para la señora Percival, dime a conocer, y en el acto fui recibido.
Apenas me vio la respetable y repulida viuda, se puso de pie y exclamó terriblemente angustiada:
—¡Oh, señor Greenwood, señor Greenwood! ¿Qué podemos hacer? ¿Cómo vamos a tratar a esta gente detestable? La pobre Mabel salió esta mañana y se dirigió en el bróugham a la estación Euston. Allí le entregó esta carta a Peters, dirigida para usted, y luego despachó el carruaje. ¿Qué significará todo esto?
Tomé la misiva que me entregaba, y temblando la abrí, encontrando, escritas apresuradamente con lápiz sobre una hoja de papel de esquela, estas pocas líneas:
«Estimado señor Greenwood: Indudablemente le causará a usted inmensa sorpresa saber que he abandonado para siempre mi casa. Bien sé que usted abriga por mí tan alta consideración y estima como yo por usted; pero, como mi secreto al fin va a ser conocido, no puedo permanecer haciendo acto de presencia y verme obligada a enfrentarme con usted, que es de todos los hombres al que menos me atrevo a encarar.
»Esa gente me perseguirá hasta la muerte; por lo tanto, prefiero vivir oculta lejos del alcance de sus burlas y de su venganza, antes que quedarme para ser el blanco de sus desprecios y tengan así la oportunidad de señalarme con su dedo burlón y desdeñoso.
»El secreto de mi padre jamás podrá ser suyo, porque sus enemigos son demasiado ingeniosos y astutos. Han tomado toda clase de precauciones para tenerlo bien asegurado contra sus esfuerzos y empeños. De consiguiente, le aconsejo, como verdadera amiga, que es inútil trate de luchar contra la tempestad. ¡Todo es en vano!
»¡Exponerme a la situación es peor para mí que la muerte! Créame que sólo la desesperación ha podido arrastrarme a dar este paso, porque los cobardes enemigos de mi padre y míos han triunfado.
»Le pido al mismo tiempo olvide completamente que ha existido en el mundo una persona del nombre de la desesperada, afligida e infortunada—Mabel Blair».
Quedé parado, con la carta abierta en la mano, manchada en lágrimas, absolutamente mudo y desconsolado.
EL MISTERIO DE UNA AVENTURA NOCTURNA
—Exponerme a la situación es peor para mí que la muerte—decía en su carta.—¿Qué podría significar eso?
La señora Percival adivinó por la expresión de mi semblante la gravedad de aquella carta, y, poniéndose rápidamente de pie, acercose a mí, colocó su mano con cariño sobre mi hombro, y me preguntó:
—¿Qué sucede, señor Greenwood, no puedo saberlo?
En contestación le di la carta. La leyó velozmente, y después dejó escapar un grito de espanto, comprendiendo que la hija de Burton Blair había huido del hogar. Era evidente que ella le temía a Dawson, habiéndose dejado dominar por la creencia aterradora de que su secreto, sea lo que fuere, se haría público ahora, y había huido, según parece, por no volver a encontrarse frente a frente conmigo. ¿Pero por qué? ¿De qué naturaleza podría ser su secreto para que tanto la avergonzara y la obligara a esconderse?
La señora Percival hizo llamar a Crump, el cochero, que había llevado en el bróugham a su joven ama hasta la estación de Euston, y lo interrogó.
—La señorita Mabel ordenó el cupé, señora, unos momentos antes de las once—contestó el hombre, saludando.—Llevó su valija de cocodrilo, pero, anoche despachó por Carter Patterson un gran baúl lleno de ropa usada, así le dijo la señorita a su doncella. Yo la llevé a Euston, allí bajó y entró en la boletería. Me hizo esperar como cinco minutos, apareciendo después con un mozo de cordel que tomó su valija, y luego ella me entregó la carta dirigida al señor Greenwood para que se la diera a usted, ordenándome que me retirara. Entonces me volví a casa, señora.
—No hay duda, ha partido para el Norte—observé cuando Crump se retiró y la puerta se cerró detrás de él.—Casi parece que su huida hubiese sido premeditada. Anoche mandó su equipaje.
Pensaba en ese momento en el arrogante y atrevido caballerizo, en ese impudente joven Hales, y cavilaba si sus renovadas amenazas no habrían conseguido que ella accediera a tener otra entrevista con él. Si eso era así, entonces el peligro era terriblemente extraordinario.
—La debemos encontrar—dijo con toda resolución la señora Percival.—¡Ah!—suspiró,—no sé, realmente, lo que irá a suceder, porque la casa está ahora en poder de este hombre odioso y de su hija, y él es un tipo de lo más grosero y mal educado. Se dirige a los sirvientes con toda familiaridad, exactamente como si fuesen sus iguales; ¡y hace un momento que cumplimentó a una de las mucamas por su buena presencia! Esto es terrible, señor Greenwood, terrible—exclamó la viuda, inmensamente chocada.—¡Es la exhibición más vergonzosa de su mala educación! Yo no puedo permanecer más tiempo aquí, ciertamente, ahora que Mabel ha creído conveniente abandonar la casa sin siquiera consultarme. Esta tarde vino lady Rainham, pero yo tuve que aparentar que no estaba. ¿Qué puedo decirles a las gentes en estas circunstancias tan angustiosas?
Comprendí cuán escandalizada estaba la estimable compañera de Mabel, porque era una viuda sumamente estricta, cuya misma existencia dependía de la etiqueta rigurosa y de las tradiciones de su honorable familia. Cordial y afable con sus iguales, era, sin embargo, muy fría e inflexible con sus inferiores teniendo el hábito de mirarlos a través de sus anteojos cuadrados de arcos de oro, y examinarlos como si hubiesen sido extraños seres de diferente carne y sangre. Era esta última idiosincrasia lo que siempre molestaba a Mabel, la cual profesaba esa creencia, tan femenina, de que uno debe ser bondadoso con los inferiores y sólo frío y duro con los enemigos. Sin embargo, bajo el ala protectora y la altiva tutoría de la señora Percival, Mabel había penetrado en el mejor y más elegante círculo social, cuyas puertas están siempre abiertas para la hija del millonario, y había dejado bien sentada su reputación como una de las debutantes más encantadoras de su season.
¡Cómo ha cambiado la sociedad en estos últimos diez años! En la actualidad, la llave de oro es el ábrete sésamo de las puertas de la sangre más azul de Inglaterra.
Ya no existen los viejos círculos exclusivistas, o, si hay algunos, han quedado obscurecidos y no tienen importancia. Las damas asisten a los salones-conciertos y se jactan de concurrir a los clubs nocturnos. Las comidas en los restaurants, que antes eran consideradas como un motivo de rebajamiento, son hoy un gran atractivo. Hace una generación que una dama de alta alcurnia objetaba razonablemente diciendo que no sabía al lado de quién podía sentarse; pero, en la actualidad, como sucedía en el teatro antes de la época de Garrick, la fama poco honorable de una parte de los concurrentes constituye un incentivo. Cuanto más flagrante es el escándalo respecto a alguna «impropiedad» bien dorada, mayor es el aliciente de comer en su compañía, y, si es posible, a su lado. ¡Tal es hoy la tendencia y el modo de ser de la sociedad de Londres!
Por espacio de un cuarto de hora, mientras Reginaldo estaba ocupado con los Dawson, père et fille, permanecí en consulta con la viuda, tratando de ver si conseguía algún indicio sobre el paradero de Mabel. La señora Percival pensaba que, más pronto de lo que creíamos, nos haría saber dónde estaba oculta; pero yo, conociendo tan bien la firmeza de su carácter, no participaba de su opinión. Su carta era la de una mujer que había tomado una resolución y estaba dispuesta a sostenerla, costara lo que costara. Temía enfrentarse conmigo, y por esa razón, no hay duda, ocultaría su resistencia. En casa de Cottus tenía a su nombre cuenta separada, así es que por falta de fondos no se vería obligada a revelar su actual paradero.
Ford, el secretario del muerto, hombre joven, como de treinta años, alto, atlético, completamente afeitado, asomó la cabeza, pero como nos encontrara conversando, se retiró en el acto. La señora Percival ya lo había interrogado, pero ignoraba completamente para dónde había partido Mabel.
El tal Dawson había usurpado en la casa la posición de Ford, y este último, lleno de resentimiento, estaba en constante acecho de sus actos y movimientos y dominado de los mayores recelos, como todos lo estábamos.
Reginaldo vino por fin a reunirse conmigo, y entró exclamando: «Este hombre es un tipo de lo más original que puede darse, por no decir otra cosa. ¡Conque a mí me ha invitado a tomar whisky con soda... en la casa de Blair! Considera la huida de Mabel como una broma, habla de ella en tono de chanza, asegurando que pronto estará de vuelta, pues no puede permanecer mucho tiempo ausente, y que él la hará volver en el momento que lo quiera o que necesite su presencia aquí. En una palabra, habla ese tipo como si Mabel fuera de cera en sus manos, y él pudiera hacer lo que le plazca con ella.»
—Financieramente la puede arruinar, eso es cierto—observé suspirando.—Pero lee esto, viejo—y le di la extraña carta de Mabel.
—¡Buen Dios!—tartamudeó cuando la hubo leído,—tiene un terror mortal a esta gente, no puede dudarse. Para escapar de ellos y de ti, ha huido... a Liverpool, para luego embarcarse con rumbo a América, quizá. Recuerda que en su niñez ha viajado mucho, y, por lo tanto, conoce las rutas.
—La debemos encontrar, Reginaldo—declaré decisivamente.
—Pero lo peor es que ha resuelto dar este paso por escapar de ti—me contestó.—Parece que tiene alguna razón poderosa para proceder así.
—Razón que sólo ella conoce—observé con melancolía.—Es, ciertamente, un contratiempo que Mabel haya desaparecido, por su propia voluntad, de esta manera, justamente cuando habíamos conseguido conocer con exactitud el secreto del Cardenal, origen de la fortuna de Blair. Recuerda todo lo que tenemos en juego y arriesgamos. No conocemos quiénes son nuestros amigos o nuestros enemigos. Tenemos que ir los dos a Italia y descubrir el punto indicado en ese registro cifrado, porque, si no lo hacemos, otros se anticiparán, y puede ser que lleguemos demasiado tarde.
Convino conmigo en que, perteneciéndome el secreto por haberme sido legado, debía dar inmediatamente los pasos necesarios para hacer valer mis derechos. No pudimos dejar de comprender que Dawson, como socio de Blair y partícipe de su enorme riqueza, debía conocer muy bien el secreto y haber dado ya los pasos convenientes para ocultarme a mí, su legítimo dueño, la verdad. Había que tenerlo muy en cuenta, pues era un hombre siniestro, poseedor de la astucia más insidiosa y del ingenio más diabólico en el arte de los subterfugios. Los informes recogidos en todas partes sobre él, demostraban que éste era su carácter. Poseía esa manera tranquila y fría del hombre que ha vivido a fuerza de aguzar su ingenio, y en este asunto parecía que su ingeniosidad, aguzada aún más por su vida aventurera, iba a tener que enfrentarse y luchar con la mía.
La inesperada resolución y repentina desaparición de Mabel eran de enloquecer, y el misterio de su carta, inescrutable. Si, en realidad, temía que pudiera ser revelado algún hecho vergonzoso y desagradable, debía haber tenido suficiente confianza en mí y haberme hecho su confidente. Yo la amaba, aun cuando jamás le había declarado mi pasión; por consiguiente, ignorando la realidad, ella me había tratado como amigo sincero, según había sido mi deseo. Sin embargo, ¿por qué no había buscado mi ayuda? ¡Las mujeres son seres tan extraños, después de todo!—reflexionaba yo.—¡Tal vez amaba a ese rústico hombre!
Pasó una semana ansiosa, febril, y Mabel no daba señales de vida. Una noche dejé a Reginaldo en el Devonshire, a eso de las once y media, y me encaminé a través de las calles húmedas y nebulosas de Londres hasta que llegué adonde el bullicio del tráfico cesaba, los coches arrastrábanse lentamente y sólo pasaban de cuando en cuando, y las húmedas y fangosas calzadas y aceras quedaron a disposición del policía y del pobre y tembloroso vagabundo sin hogar.
En medio de la densa neblina anduve embargado en profunda meditación, y cada vez más y más preocupado por aquel notable encadenamiento de circunstancias que hora por hora parecía enredarse más.
Había caminado siempre adelante, sin parar ni ocuparme en qué dirección me llevaban mis pies, pasando a lo largo de Knightsbridge, orillando el Parque y los jardines de Kensington, y cruzaba en ese momento la esquina del camino de Earl's Court, cuando una feliz circunstancia me despertó de mi profundo sueño, y por la primera vez tuve conocimiento de que era seguido. Sí, sentía distintamente pasos detrás de mí, que se apresuraban cuando yo me apresuraba, y aflojaban cuando yo aflojaba. Crucé el camino, y delante de la elevada y larga muralla del Holland Park, me paré y di vuelta.
Mi perseguidor avanzó unos pocos pasos, pero se detuvo súbitamente, y sólo pude distinguir, a la luz del débil farol que penetraba a través de la neblina londinense, una figura alta y descompuesta por la niebla enceguecedora.
Sin embargo, no fue bastante densa para impedirme encontrar mi camino, porque conocía muy bien esa parte de Londres. No era muy agradable, ciertamente, verse seguido con tanta persistencia a semejante hora. Sospeché que algún vagabundo o ladrón que había pasado junto a mí, había notado mi distracción y olvido de lo que me rodeaba, y se había vuelto para seguirme con mala intención.
Seguí de nuevo adelante, sin retroceder, pero apenas lo hice, sentí los pasos ligeros y suaves, como un eco de los míos, que furtivamente resonaban detrás de mí. Había oído contar curiosas historias sobre locos que rondan de noche las calles de Londres y siguen, sin objeto, a los transeúntes, siendo ésta una de las diferentes clases de insanidad bien conocida por los alienistas.
De nuevo crucé el camino, pasé a través de la plaza Edwarde, volviendo así sobre mis pasos, y tomé en dirección a la calle High, pero el misterioso individuo me seguía con igual persistencia. Confieso que experimenté cierta inquietud, viéndome en medio de esa espesa neblina, que en esa parte habíase puesto tan densa hasta el grado de obscurecer completamente los faroles.
De pronto, al dar vuelta a la esquina para penetrar en los jardines de Lexham, en un punto donde la neblina había cubierto todo con su negro manto, sentí que alguien me asaltaba repentinamente, y, al mismo tiempo, una aguda sensación penetrante detrás del hombro derecho.
El ataque fue tan recio, que lancé un grito, dándome vuelta en el acto para enfrentarme con mi asaltante, pero tan ágil había sido éste, que antes que pudiera hacerlo, me esquivó el cuerpo y huyó.
Oí sus pasos al retroceder corriendo por el camino de Earl's Court, y entonces grité llamando a la policía. Pero nadie me respondió. El dolor de mi hombro se hacía a cada momento más incómodo y mortificante. El desconocido me había herido con un cuchillo, y la sangre brotaba, porque la sentía, húmeda y pegajosa, caer sobre mi mano.
Volví a gritar: ¡Policía, policía! hasta que, por fin, oí una voz que me respondió en medio de la neblina y me encaminé en su dirección. Después de algunos otros gritos descubrí al vigilante y le referí mi extraña aventura.
Acercó a mi espalda su linterna sorda y exclamó:
—¡Es indudable, señor; le han dado una puñalada! ¿Qué clase de hombre era?
—No lo pude ver bien ninguna vez—fue mi torpe contestación.—Se mantuvo siempre a buena distancia, y únicamente se aproximó en un punto demasiado obscuro para poder distinguir sus facciones.
—No he visto a nadie, a excepción de un clérigo que encontré hace un momento por el camino de Earl's Court; por lo menos, si no era clérigo, vi que llevaba un sombrero de anchas alas parecido a los que éstos usan. Pero no pude verle la cara.
—¡Un clérigo!—exclamé tartamudeando.—¿Cree usted que podrá haber sido algún sacerdote católico?—porque mis pensamientos se habían concentrado en ese instante en fray Antonio, que era, evidentemente, el guardián del secreto del Cardenal.
—¡Ah! no puedo afirmarlo. No pude ver sus facciones. Sólo noté su sombrero.
—Me siento muy débil—le dije, al apoderarse de mí un fuerte desvanecimiento y languidez.—Desearía que me trajera un coche. Piense que lo mejor que puedo hacer es irme directamente a mi casa, que está en la calle Great Russell.
—Es un viaje muy largo. ¿No sería más conveniente que fuera primero al Hospital West London?—indicó el vigilante.
—No—repliqué decidido.—Quiero irme a casa y llamar a mi médico.
Luego, me senté en el umbral de una puerta que quedaba al terminar los jardines de Lexham y esperé la llegada del vehículo, pues el vigilante había ido al camino Old Brompton en busca de un hanson.
—¿Había sido atacado por algún maniático homicida que me había seguido todo el trayecto andado, o difícilmente había escapado de ser víctima de un infame asesinato? Tales eran mis cavilaciones mientras permanecía allí sentado aguardando. La última suposición era, para mí, decididamente, la más factible. Existía una razón poderosa para que se deseara mi muerte. Blair me había legado el gran secreto y yo acababa de conseguir descifrar el enigma que encerraban las cartas.
Este hecho debía haber llegado, probablemente, a conocimiento de nuestros enemigos; de ahí este cobarde atentado contra mi vida.
Sin embargo, semejante contingencia era aterradora, porque, si realmente era sabido que había descifrado el registro, entonces nuestros enemigos darían, ciertamente, todos los pasos necesarios en Italia para impedir que descubriéramos el secreto que yacía en ese punto de las orillas del tortuoso, agreste y desierto río Serchio.
Al fin llegó el hanson, y, deslizando una buena propina en la mano del policía, entré en aquél y partimos, lentamente, a través de la niebla, casi al paso, tal era la dificultad de poder marchar. Había colocado sobre el lado derecho de la espalda mi bufanda de seda, para restañar la sangre que manaba de mi herida.
Tan pronto casi como penetré en el hanson sentí fuertes vahídos y una extraña sensación de entorpecimiento que me subía por las piernas. Al mismo tiempo se apoderó de mí una curiosa repugnancia, y, aun cuando felizmente pude detener el derrame de sangre, lo que tendía a demostrar que la herida no era, después de todo, tan seria, mis manos empezaron a encogerse de una manera extraña, a la vez que mis carrillos se vieron atacados de un dolor peculiar, muy semejante al que se sufre cuando empieza un ataque de neuralgia.
Me sentía terriblemente enfermo y sin fuerzas. El cochero, que había sido informado de mi herida por el vigilante, abrió la puertecita de la cubierta para preguntarme cómo estaba, pero yo apenas pude articular unas pocas palabras. Si la herida era sólo superficial, ciertamente el efecto que producía en mí era extraño.
De las muchas luces nebulosas que vi en la esquina de Hyde Park, tengo un recuerdo claro; pero después de eso mis sentidos parecieron quedar atontados por la neblina y por el dolor que sufría, y no recuerdo nada más de lo que sucedió, hasta que de nuevo abrí penosamente los ojos y me encontré en mi cama, brillando a través de la ventana la hermosa luz del día, y vi a mi lado a Reginaldo y a nuestro antiguo amigo Tomás Walker, cirujano de la calle Reina Ana, de pie, observándome con profunda gravedad, que en aquel momento me pareció humorística.
Sin embargo, debo confesar que había muy poca gracia en la situación.
QUE ES EN MUCHOS CONCEPTOS ASOMBROSO
Walker estaba confundido, verdaderamente confundido. Mientras había estado yo inconsciente, él me había curado la herida, después de haberla examinado, supongo, e inyectado varios antisépticos. Había mandado llamar también, para consultar, a sir Carlos Hoare, el muy distinguido cirujano del Hospital de Charing Cross, y ambos habían estado grandemente confundidos en presencia de mis síntomas.
Cuando, una hora después, me sentí suficientemente fuerte para poder hablar, Walker me tomó la muñeca y me preguntó lo que me había sucedido.
Después que le hube explicado, todo lo mejor que pude, me dijo:
—Lo único que puedo decirle, mi querido amigo, es que ha estado tan cerca de la muerte como ninguna otra persona que yo haya asistido. Ha sido el suyo un caso de los más expuestos que pueden darse. Cuando Seton me llamó la primera vez y lo vi, creí que todo había terminado. Su herida es bien pequeña, más bien dicho, superficial, y, sin embargo, su estado de decaimiento y postración ha sido de los más extraordinarios; además, hay ciertos síntomas tan misteriosos, que a sir Carlos y a mí nos han llenado de confusión.
—¿Qué arma ha usado ese hombre? No ha sido un puñal común, ciertamente. Ha sido, no hay duda, una daga de hoja larga y delgada, un estilete, muy probablemente. He encontrado en la parte exterior de la herida, sobre la tela de su sobretodo, algo así como grasa, o, más bien dicho, gordura animal. Voy a hacer analizar un poco, ¿y sabe lo que espero encontrar en ella?
—No; ¿qué?
—Veneno—fue su contestación.—Sir Carlos está conforme con mi suposición de que usted ha sido herido con uno de esos pequeños y antiguos puñales con hojas perforadas, que tanto se usaron en Italia durante el siglo xv.
—¡En Italia!—grité, despertando en mí al solo nombre de ese país la sospecha de que el atentado debía haber sido cometido por Dawson o por su íntimo amigo, el monje de Lucca.
—Sí; sir Carlos, que, como probablemente usted lo sabe, posee una gran colección de armas antiguas, me ha dicho que en la Florencia medioeval acostumbraban impregnar la gordura animal con algún veneno muy poderoso y luego frotaban con esa mezcla la hoja perforada. Al herir a la víctima y retirar después el arma de la herida, quedaba en su seno una parte de la materia grasa envenenada, la cual producía un resultado fatal.
—Pero usted, ciertamente, no anticipa que estoy envenenado—exclamé tartamudeando.
—Está envenenado, no hay duda. Su herida no corresponde a su prolongada insensibilidad ni tampoco a esas extrañas y lívidas manchas que tiene en el cuerpo. ¡Mire el revés de sus manos!
Hice lo que me decía y me quedé horrorizado de encontrar en las dos unas manchas pequeñas, obscuras, color cobre, que se extendían también por las muñecas y los brazos.
—No se alarme mucho, Greenwood—rió el amable y buen doctor;—ya he conseguido dar vuelta a la peligrosa curva, y todavía no le ha llegado el tiempo de morirse. La escapada ha sido casi un milagro, porque el arma era de lo más mortífero que pueda imaginarse; pero, felizmente, llevaba usted puesto un grueso sobretodo, además de otras piezas de ropa pesadas, todas las cuales le chuparon la mayor parte de la sustancia venenosa antes de que pudiese penetrar a la carne. Y le aseguro que ha sido una suerte para usted, porque, si este ataque hubiese tenido lugar en verano, cuando las ropas son ligeras, no habría habido la menor esperanza de salvación.
—Pero ¿quién ha sido el autor de este atentado?—exclamé, enloquecido, con mis ojos clavados en esas feas manchas que cubrían mi piel, prueba evidente de que dentro de mi naturaleza se había introducido un veneno terrible.
—Alguien que le tendrá un odio implacable, me imagino—rió el cirujano, que era mi amigo desde hacía varios años y que tenía por costumbre asistir algunas veces a las partidas de caza con los Fitzwilliams.—Pero, vamos, viejo compañero, alégrese; uno o dos días tendrá que pasar con leche y caldo, dejar curarse la herida y permanecer muy tranquilo. Ya verá cómo pronto vuelve a recuperar su salud.
—Todo eso está muy bueno—respondí impacientemente,—pero yo tenía un mundo de cosas que hacer, y algunos asuntos privados que atender.
—Tendrá que dejarlos descansar por un día o dos, ciertamente.
—Sí—insistió Reginaldo;—debes estar tranquilo, Gilberto. Estoy demasiado contento de que no haya sido tan grave como al principio creímos. Cuando el cochero te trajo a casa y Glave corrió a buscar a Walker, yo me imaginé que morirías antes de que llegase. No sentía palpitar tu corazón, y estabas completamente helado.
—¡No adivino quién puede ser el infame que me ha herido!—grité.—¡Por Jacob! que si lo pillo, me parece que allí mismo le retuerzo su precioso cuello.
—¿Con qué fin te incomodas, cuando pronto vas a mejorar?—preguntó Reginaldo filosóficamente.
Pero yo permanecí callado, reflexionando en la opinión de sir Carlos Hoare, de que la daga empleada para el crimen frustrado, había sido una vieja arma florentina, envenenada. Este mismo hecho me hacía sospechar que el cobarde atentado llevado contra mi persona, había sido obra de mis enemigos.
Nosotros, por cierto, no le dijimos nada a Walker sobre nuestra curiosa investigación, porque considerábamos en ese momento que el asunto era estrictamente confidencial. El hablaba de mi herida de un modo jocoso, declarando que muy pronto recuperaría mi salud, si es que tenía un poco de paciencia.
Después que se retiró, poco antes de mediodía, Reginaldo se sentó al lado de mi cama, y gravemente nos pusimos a discutir la situación. Las dos cuestiones más apremiantes en ese momento eran, primero, descubrir el paradero de mi bien amada, y, segundo, ir a Italia a investigar el secreto del Cardenal.
Los días iban transcurriendo pesados, largos y cansados, días sombríos de principios de primavera, durante los cuales me revolvía en la cama, impaciente, desesperado e impotente. Ansiaba poderme levantar y actuar con actividad, pero Walker me lo prohibía. En cambio me traía libros y diarios, y ordenaba tranquilidad y absoluto descanso.
Aunque Reginaldo y yo teníamos siempre nuestro pequeño pabellón de caza en Helpstone, después de la muerte de Blair no habíamos ido ni una sola vez. Además, aquella estación había sido de extraordinario movimiento en el comercio de encajes, y Reginaldo parecía más esclavo que nunca de su casa de negocio.
Por consiguiente, permanecía solo la mayor parte del día, teniendo a Glave para que cuidase y supliese mis necesidades. De cuando en cuando venían a verme algunos amigos, conversando y fumando un rato conmigo.
Así pasó el mes de marzo, siendo mi convalecencia mucho más lenta de lo que Walker había pensado al principio. En el análisis se había descubierto un dañosísimo veneno irritante mezclado con la grasa, y parece que mi naturaleza había absorbido más de lo que en un principio se creyó, de aquí mi tardío restablecimiento.
La señora Percival, que, debido a nuestro insistente consejo, todavía residía en la mansión de la plaza Grosvenor, me visitaba algunas veces, trayéndome frutas y flores de los invernáculos de Mayvill, pero nada sabía sobre Mabel. Esta última había desaparecido tan completamente como si la tierra se hubiera abierto y tragádola. Deseaba con ansia abandonar la casa de Blair, ahora que estaba ocupada por los usurpadores, pero nosotros la habíamos llenado de halagos, con el fin de que permaneciese y pudiese moderar algo los actos de Dawson y su hija. A Ford le habían causado tanta exasperación las maneras de aquel hombre, que, al quinto día del nuevo régimen, había protestado, lo cual dio por resultado que Dawson, tranquilamente, colocara dentro de un sobre el importe de un año de sueldo, y en el acto lo dispensara de sus servicios para en adelante, cosa que había tenido intención de hacer desde un principio, no hay duda.
Sin embargo, el exsecretario privado nos ayudaba, y en ese momento estaba empeñado en hacer toda clase de averiguaciones para cerciorarse dónde estaba su joven ama.
—La casa está completamente al revés, todo en ella está trastornado—declaró un día la señora Percival, mientras me visitaba.—Los sirvientes se hallan rebelados, y la pobre Noble, el ama de llaves, pasa, le aseguro, por momentos terribles. Carter y ocho sirvientes más le han notificado ayer que se retiran de la casa. Este tal Dawson es el tipo más acabado de la mala educación y pésimos modales; sin embargo, le he alcanzado a oír que le decía a su hija, hace dos días, que estaba pensando seriamente en manifestarse a favor de la reforma y entrar en el Parlamento. ¡Ah! ¿qué diría la pobre Mabel si supiese semejante cosa? La hija, Dolly, como él la llama, esa muchacha vulgar, se ha establecido en el boudoir de Mabel, y está por hacerle renovar la decoración, pues quiere que sea de color amarillo, para que venga bien a su tez, según creo. Dado lo que dice el señor Leighton, parece que la fortuna del pobre señor Blair debe pasar enteramente a ser manejada por este individuo.
—¡Es una vergüenza, una abominable vergüenza!—grité encolerizado.—Sabemos que este hombre es un aventurero, y, sin embargo, somos completamente impotentes para poder proceder—añadí con amargura.
—¡Pobre Mabel!—suspiró la viuda, que realmente era muy apegada a ella.—Sabe, señor Greenwood—dijo, con un inesperado tono de confianza,—que más de una vez, después de la muerte de su padre, he pensado que ella está en posesión de la verdad; que conoce la razón de este extraño lazo de amistad que unía al señor Blair con este hombre sin conciencia, a quien tanto poder sobre ella y su fortuna le ha sido otorgado. Muchas confesiones reservadas me ha hecho, y creo que, si ahora quisiera manifestarnos la realidad, podríamos vernos libres de este demonio. ¿Por qué no lo hace... para salvarse?
—Porque actualmente le teme—contestó en voz dura, desesperado.—Posee cierto secreto que la hace vivir en constante terror. Ese es el motivo, creo yo, de su súbita desaparición y del abandono de su propio hogar. Ha dejado a ese hombre en posesión completa e incontestable de todo.
No había olvidado la arrogancia y la confianza en sí mismo, de que había hecho gala esa noche que por primera vez fue a vernos.
—Pero, señor Greenwood, ¿tendrá usted, ahora, la bondad de disculparme por lo que voy a decirle?—preguntó la señora Percival, después de una breve pausa y mirándome fijamente a la cara.—Tal vez no tenga derecho de mezclarme de este modo en sus asuntos más íntimos, pero confío que usted me perdonará cuando reflexione que si me atrevo a hacerlo, es por ella, por esa pobre niña.
—¡Y bien!—exclamé, algo sorprendido de su inesperado cambio. Generalmente era en extremo altiva y fría, crítica terrible que tenía en la punta de los dedos los nombres de las primas, tías y sobrinos de todo el mundo.
—La verdad es ésta—prosiguió.—Usted podría inducirla a que nos manifestase la realidad, tal es mi creencia, porque es la única persona que tiene alguna influencia sobre ella ahora que su padre no existe, y, permítame que se lo diga, tengo razones para saber que ella siente por usted una estimación muy grande.
—Sí—observé, no pudiendo contener un suspiro,—somos amigos... buenos amigos.
—Más que eso—declaró la señora Percival.—Mabel lo ama a usted.
—¡Me ama!—grité, dando un salto y sosteniéndome sobre un codo.—No, pienso que debe estar usted en error. Ella me considera más bien como un hermano que como un amante, y ha aprendido, según creo, desde el primer día que nos conocimos en tan románticas condiciones, a mirarme como una especie de protector.—No—añadí, moviendo la cabeza,—existen ciertos obstáculos que deben impedirle poder amarme, la diferencia de nuestras edades, de posición y todo lo demás.
—¡Ah! está usted completamente equivocado—exclamó la viuda, con toda franqueza.—Su padre le dejó a usted su secreto, según tuve ocasión de saber, para que sacase todo el mayor provecho posible, como él lo había hecho, y porque adivinaba la dirección que iba tomando el camino de Mabel.
—¿Cómo sabe usted esto, señora Percival?—la pregunté, medio inclinado a dudar de ella.
—Porque el señor Blair, antes de hacer su testamento, se confió en mí y me preguntó con franqueza si alguna vez su hija me había hablado de usted de alguna manera significativa que me hubiese hecho sospechar algo. Le confesé la verdad de lo que al respecto sabía, exactamente como acabo de referírselo a usted. Mabel lo ama... Lo ama tiernamente.
—Entonces le debo a usted en gran parte el que el pobre Blair me haya legado su secreto—observé, añadiendo algunas palabras de agradecimiento y embargándome luego en profunda meditación sobre lo que acababa de revelarme.
—No hice más que cumplir con mi deber para con ambos ustedes—fue su respuesta.—Ella lo ama, como ya se lo he dicho, y, por lo tanto, estoy convencida de que con poca persuasión usted podría conseguir que nos dijese la verdad respecto a Dawson. Ella ha huido, es cierto, pero más por temor de lo que pueda usted pensar de ella cuando su secreto se divulgue, que por horror a este hombre. Recuerde—añadió,—que Mabel lo ama apasionadamente, como muchas veces me lo ha confesado, pero por alguna razón extraordinaria, que permanece siendo un misterio, ella se esfuerza en reprimir su cariño. Teme, creo yo, que de su parte sólo haya amistad, que sea usted un soltero decidido, demasiado recalcitrante, para que pueda abrigar por ella ningún pensamiento de cariño.
—¡Oh, señora Percival!—exclamé, dominado por un súbito estallido de pasión—le aseguro... le confieso que siempre he amado a Mabel... que ahora la amo tierna, apasionadamente, con todo ese vehemente ardor que un hombre sólo siente una vez en su vida. Ella me ha juzgado mal. He sido yo el culpable, porque he estado ciego, he procedido neciamente y jamás he leído el secreto de su corazón.
—Entonces es preciso que ella sepa esto inmediatamente—contestó llena de simpatía la respetable señora.—Debemos, cueste lo que cueste, encontrarla, y decirle todo. Sí, hay que tener una reunión, y ella, por su parte, debe confesarle a usted sus sentimientos. Sé muy bien cuán profundamente lo ama—añadió,—sé cuánto lo admira y cómo, en la soledad de su habitación, ha llorado muchas veces amarga y largamente, porque creía que era usted indiferente y ciego a la ardiente pasión de su noble, sincero e inocente corazón.
—¿Pero cómo era posible hacer eso ahora? El paradero de mi bien amada era un misterio para todos nosotros, nadie lo conocía. Había desaparecido completamente, con el objeto de eludir la terrible revelación que tanto horror le causaba y que ella temía ver divulgada de un momento a otro.
Mientras yo seguía débil e imposibilitado, Ford y Reginaldo en los días subsiguientes se ocuparon con toda actividad de sus investigaciones, pero todo fue en vano. Apelé a Leighton, el abogado, y le pedí su opinión, pero lo único que se le ocurrió fue insertar avisos; sin embargo, ambos estuvimos conformes en que ese medio no era conveniente ni adaptable para ella.
Aun cuando pueda parecer extraña, Dorotea Dawson, o Dolly, como la llamaba su padre, la joven de cara morena, manifestaba también la más viva ansiedad por Mabel. Su madre había sido italiana, y ella hablaba el inglés con un leve acento extranjero, como que había vivido siempre en Italia, según decía. Vino a visitarme una vez, para expresarme su sentimiento por mi enfermedad. Su aparente aspecto vulgar se debía únicamente a su nacionalidad mixta, y aun cuando era una joven muy astuta, que poseía toda la sutil perspicacia del italiano, Reginaldo había descubierto que era una compañera viva y entretenida.
Sin embargo, todos mis pensamientos estaban concentrados en un dulce amor perdido, y en ese arrogante y vulgar individuo que, con sus amenazas y desprecios, la tenía sometida a su irresistible y oculto poder.
¿Por qué había huido aterrorizada de mí? ¿Por qué se había cometido ese cobarde e ingenioso atentado contra mi vida?
Había resuelto el secreto del enigma cifrado sólo para hundirme más profundamente todavía en un hondo abismo de dudas, desesperación y misterio, pues lo que me reservaba el libro cerrado del porvenir era, como lo verán ustedes, enloquecedor y pasmoso.
Cuando la luz se hizo, resultó la realidad de una manera terrible, dura e incontestable, pero, sin embargo, fue tan asombrosa y extraña, que la fe en ella vaciló y la duda pareció ocupar su lugar.
TERRIBLE REVELACIÓN
Transcurrieron varias semanas tristes y pesadas antes que me sintiese suficientemente mejorado para salir, y al fin, acompañado por Reginaldo, hice mi primer paseo en coche.
Estábamos a mediados de abril, el tiempo era todavía bastante frío, y el brillante mundo londinense no había vuelto aún de pasar el invierno en Monte Carlo, Cairo o Roma.
Cada año la sociedad se convierte en golondrina, volando hacia el Sud en el primer día frío de otoño, para volver más tarde a la ciudad, y cada season de Londres parece más prolongada que la anterior.
Por Piccadilly nos encaminamos a la esquina de Hyde Park, y luego, dando vueltas a Constitution Hill, tomamos por la Pall Mall. Una vez aquí, apoderose de mí el vehemente deseo de descansar un rato y gozar del aire de St. James Park; por lo tanto bajamos del coche, pagamos el pasaje al conductor, y apoyado en el brazo de Reginaldo, lentamente emprendimos la marcha por las enarenadas sendas del paseo hasta que encontramos un asiento conveniente.
El esplendor y la belleza de St. James Park, aun en un día de abril, constituyen siempre un goce para los verdaderos londinenses. Muchas veces me he asombrado de ver qué poca gente aprovecha de sus ventajas. Los maravillosos árboles, el delicioso lago con su sábana de agua plateada, todos los encantos y bellezas de los paisajes rurales ingleses, y luego esa sensación que se experimenta al darse cuenta de que lo rodean los grandes palacios, departamentos y oficinas del gobierno de nuestro gran imperio; o, en otras palabras, ese silencio de que se goza en su seno entremezclado con la vida exterior febril y tumultuosa, hacen que el parque de St. James sea uno de los más encantadores retiros de Inglaterra.
Reginaldo y yo nos repetimos varias veces esto mismo, y después, bajo la deliciosa influencia de aquel medio ambiente, llegó el momento de las reflexiones y reminiscencias, hasta que por último se sucedieron esos grandes silencios que se producen entre los amigos, y que son los mejores símbolos de su completa armonía de sentimiento e ideas.
Mientras permanecíamos sentados meditando, advertí que estábamos justamente en el punto por donde es más seguro ver pasar, a esa hora, a las figuras políticas más prominentes del día, ya para sus diferentes oficinas, o ya en camino al parlamento, donde iba a abrirse la sesión. En rápida sucesión pasaron hacia la puerta Storey un ministro del gabinete, dos pares del partido liberal, un conservador y un subsecretario.
Reginaldo, que tanto interés tomaba en la política, y a menudo había ocupado un asiento en la galería de las cámaras, me mostraba los políticos que iban pasando; pero mis pensamientos estaban en otra parte, habían volado hacia donde se hallaba mi amor perdido. Ahora que la señora Percival me había revelado cuáles eran los verdaderos sentimientos de Mabel, comprendía qué necio había sido en tratar de fingir indiferencia hacia ella, aparentando todo lo contrario de lo que en realidad existía en mi corazón. Había sido un gran tonto, y lo estaba pagando cruelmente.
Durante las semanas que había estado confinado en mi dormitorio, había conseguido hacerme de un buen número de libros, y descubierto ciertos hechos y datos concernientes al difunto cardenal que en cambio de su libertad había tenido que revelar su secreto.
Andrea Sannini, según parece, era natural de Perugia, llegó a arzobispo de Bolonia, y luego se le otorgó el capelo cardenalicio. Pío IX, de quien era gran favorito, lo designó para varias misiones delicadas ante diferentes potencias, y como demostró en su calidad de diplomático poseer una notable penetración y viveza, el Papa lo hizo tesorero general, como también director de los museos y galerías de fama universal del Vaticano. Fue una de las figuras más distinguidas y poderosas del Colegio de cardenales, según parece, y con motivo de la entrada de las tropas italianas en la Ciudad eterna el año 1870, adquirió una extraordinaria prominencia por la parte que tomó en ella. A la muerte de Pío IX, ocho años después, se creyó que sería designado como su sucesor, pero la elección recayó en su colega, el cardenal Pecci, que pasó a ser el Papa León XIII.
Estaba preocupado en todos estos datos que había conseguido después de muchísimo trabajo y pesada lectura, cuando Reginaldo exclamó de pronto, en voz baja:
—¡Mira, allí viene la hija de Dawson acompañada por un hombre!
Miré rápidamente en la dirección indicada y vi, cruzando el puente que atraviesa el lago y aproximándose hacia donde nosotros estábamos, una figura de mujer bien vestida, con una chaqueta elegante de pieles y una preciosa cofia, y a su lado un hombre alto y delgado, de traje negro.
Dolly Dawson caminaba tranquilamente, conversando y riendo, mientras él de cuando en cuando se inclinaba a su oído y le hacía algunas observaciones. Al levantar la cabeza y extender la mirada a través del lago, vi asomar sobre su sobretodo un cuello clerical y un pedacito de tela púrpura. Aquel hombre era evidentemente algún canónigo u otra dignidad de la iglesia católica.
Sería como de unos cincuenta y cinco años, de cabellos grises, bien afeitado y llevaba puesto un sombrero de copa de una forma algo eclesiástica; era en conjunto un hombre de aspecto más bien agradable, a pesar de sus delgados labios sensitivos y de su cara de una palidez ascética.
En el acto se me ocurrió que debían haberse reunido clandestinamente y andaban por allí para evitar que en la calle los pudieran reconocer. El sacerdote parecía tratarla con estudiada cortesía, y noté sus ligeras gesticulaciones al hablar, lo cual me hizo creer que era extranjero.
Le transmití mi pensamiento a Reginaldo, y éste me contestó:
—Hay que vigilarlos, viejo. No nos deben ver aquí. Desearía que se dirigiesen por el lado contrario.
Los seguimos con la vista durante un momento, temerosos de que, habiendo cruzado el puente, se dieran vuelta hacia donde nosotros estábamos, pero felizmente no lo hicieron, pues tomaron a la derecha costeando la orilla del lago.
—Si ese sacerdote es italiano, entonces debe haber venido expresamente de Italia para entrevistarse con ella—observé.—Porque desde el momento que había hablado con fray Antonio, parecía existir una curiosa conexión entre el secreto del cardenal fallecido y la iglesia de Roma.
—Es preciso averigüemos y sepamos lo que hay de verdad—observó Reginaldo.—Pero tú no debes permanecer más tiempo aquí. Se está poniendo demasiado frío para ti—añadió, poniéndose de pie de un salto.—Mientras tú te vuelves a casa, yo los seguiré.
—No—le dije.—Caminaré un poco contigo. Estoy interesado en este juego,—y levantándome también, introduje mi brazo en el suyo y emprendí la marcha apoyado en mi bastón.
Caminaban muy juntos, embargados en una animada conversación. Por las rápidas gesticulaciones del sacerdote, la manera cómo sacudía, primero, sus dedos apretados, y luego alzaba su mano abierta y tocaba su antebrazo izquierdo, podría haber afirmado que estaba hablando de algún secreto, cuyo poseedor había desaparecido. Si uno conoce bien el italiano, puede seguir hasta cierto punto el tema de la conversación por los gestos, pues cada uno de éstos tiene su significado particular.
Andando con la mayor rapidez que me fue posible, conseguimos poco a poco acercarnos, porque habían acortado el paso e iban con relativa lentitud. El sacerdote llevaba la palabra y hablaba con vehemencia, como tratando de persuadir a la hija del contramaestre del «Annie Curtis», para que procediese en el sentido que le indicaba.
Ella parecía pensativa, silenciosa e indecisa. Una vez se encogió de hombros, y se retiró de él, dándose vuelta como en actitud de desafío, pero en el acto el astuto sacerdote fue todo sonrisas y disculpas. Hablaban, no había duda, en italiano, para que así los transeúntes no pudieran entender su conversación. Noté que sus ropas eran de corte marcadamente extranjero y que sus zapatos eran bajos, aun cuando les había quitado las brillantes hebillas de acero.
En el momento que aparecieron cruzando el puente, ella venía riéndose alegremente de alguna observación de su compañero, pero ahora toda su alegría parecía haber desaparecido por completo y haberse dado cuenta del verdadero objeto de la misión de aquel extranjero. La senda que habían seguido conducía a la Horse Guard's Parade, y comprendiendo un momento después que mi debilidad no me permitiría caminar más, me vi obligado a volverme hacia las gradas de la columna de York, dejando solo a Reginaldo para que observase todo cuanto pudiese.
Volví a casa completamente exhausto y helado, pues, a pesar de haber llevado puesto mi gran sobretodo de lana, que usaba para los paseos en coche cuando estaba en Helpstone, no había podido evitar que se colara el viento frío y cortante. Permanecí dos horas completas sentado junto al fuego para reparar lo perdido, hasta que al fin volvió mi amigo.
—Los he seguido por todas partes—explicó, dejándose caer en un sillón que había enfrente de mí.—Es evidente que él la ha amenazado, y ella le tiene miedo. Cuando llegaron a Horse Guard's Parade, doblaron otra vez por Birdcage Walk y luego cruzaron el parque Green. Después la ha acompañado en coche a una de las tiendas de Fuller en la calle Regent. Parece que el sacerdote tiene un terror pánico a ser conocido, y antes de abandonar el parque Green, levantó el cuello de su sobretodo, para ocultar ese pedacito de púrpura que asomaba.
—¿Has descubierto su nombre?
—Lo seguí hasta el Saboya, que es donde para. Allí ha registrado su nombre como monsignore Galli, de Rimini.
Nuestras informaciones al respecto acababan aquí. Bastaban, sin embargo, para demostrar que el sacerdote estaba en Londres con un propósito fijo, probablemente para persuadir a la hija de el Ceco de que le diera ciertos informes que deseaba conocer vehementemente, y que tenía la intención de obtener por medio de ciertos datos importantes que poseía.
Pasaron varios días lluviosos y sombríos, y Bloomsbury presentaba su aspecto más melancólico. No había podido descubrir la menor huella de mi amor desaparecido, ni conseguir ningún otro dato de monsignore, el sacerdote de blancos cabellos. Parece que éste había abandonado el Saboya a la tarde siguiente, retornando, no hay duda, al Continente, pero ignorábamos si había tenido o no éxito en su misión.
Dolly Dawson, con quien Reginaldo había entablado una especie de agradable amistad, más con el propósito de poderla observar e interrogar que por otra cosa, vino a vernos para informarse de mi salud y saber si habíamos conseguido alguna noticia sobre el paradero de Mabel. Su padre—nos dijo,—habíase ausentado por varios días de Londres, y ella iba a partir para Brighton, a visitar una tía.
¿Sería posible que Dawson, habiendo tenido conocimiento de mi buen resultado en la solución del enigma cifrado, hubiera partido para Italia con el fin de salvar el secreto del cardenal y arrebatárnoslo? Hora por hora anhelaba recuperar todas mis fuerzas para poder partir hacia el sitio señalado a orillas del Serchio, pero me encontraba detenido dentro de aquellas estrechas habitaciones por mi terrible debilidad.
Pasaron cuatro largas y espantosas semanas de martirio, hasta que llegó mediados de mayo, y pude tener suficientes fuerzas para salir solo a caminar y dar unos cortos paseos por la calle Oxford y sus alrededores. El testamento de Burton Blair había sido ya aprobado, y Leighton nos manifestó, en las varias veces que nos visitó, el descuido, e indiferencia con que el tal Dawson manejaba los bienes.
Que el aventurero estaba en comunicación secreta con Mabel lo probaba el hecho de que ciertos cheques firmados por ella habían pasado por sus manos para ir al Banco; sin embargo, aun cuando parezca muy extraño, aparentaba completa ignorancia al respecto y declaraba no saber dónde se encontraba.
Dawson estaba ya de vuelta en la mansión de la plaza Grosvenor, cuando un día, a eso de las doce, Glave hizo pasar a mi presencia a Carter.
Conocí por su semblante la agitación que lo dominaba, y apenas entró, después de saludarme respetuosamente, exclamó:
—¡He conseguido descubrir la dirección de la señorita Mabel, señor! Desde que ella abandonó la casa no he perdido de vista las cartas enviadas al correo, como el señor Ford me había indicado que lo hiciera; pero el señor Dawson no le ha escrito nunca hasta esta mañana, que por casualidad, creo yo, envió una carta al correo dirigida a ella, entre un número de otras que entregó al mensajero. Está en Mill House, Church Enstone, cerca de Chipping Norton.
Lleno de alegría, di un salto y me puse en pie; le agradecí la noticia, ordené a Glave que le diera de beber y partí de Londres para Owfordshire por el tren de la una y media.
Antes de las cinco hallé a Mill House, casa sombría y anticuada, que quedaba detrás de un alto seto de bojes que había en la calle de la aldea en Church Enstone, sobre el camino real de Aylesburg a Stratford. Delante de la casa se extendía un pequeño prado, alegre y brillante con sus canteras de tulipanes y fragantes narcisos.
Una criada de burdo lenguaje me abrió la puerta e hízome pasar a una pieza baja, pequeña y anticuada, donde sorprendí a mi amada sentada en una gran silla de brazos, en actitud triste, leyendo.
—¡Señor Greenwood!—tartamudeó, levantándose rápidamente, pálida y sin aliento—¡usted! ¡usted aquí!
—Sí—contesté, cuando la sirvienta hubo cerrado la puerta y quedamos solos.—¡Al fin la he encontrado, Mabel... al fin!—Y, avanzando, tomé tiernamente sus dos manecitas entre las mías. Después, dominado por el éxtasis de aquel momento de placer, la miré de fijo a los ojos, exclamando:—Ha tratado de huir de mí, pero hoy la he vuelto a encontrar. He venido, Mabel, a confesarle con franqueza, a decirle... a decirle, mi queridísima Mabel, que... que la amo!
—¡Que me ama!—gritó, espantada, dando un salto atrás, y apartándome de su lado con sus dos blancas y pequeñas manos.—¡No! ¡No!—gimió.—Usted no debe... no puede amarme. ¡Es imposible!
—¿Por qué?—le pregunté rápidamente.—La he amado desde aquella primera noche que nos conocimos. Ciertamente que usted debe haber descubierto hace mucho tiempo el secreto de mi corazón.
—Sí—tartamudeó,—lo he conocido. Pero ¡ay! ¡es demasiado tarde... demasiado tarde!
—¿Demasiado tarde?—exclamé.—¿Por qué?
Quedó callada. Su semblante cubriose de una repentina palidez mortal y hasta sus labios se pusieron blancos: luego la vi temblar de pies a cabeza.
Repetí mi pregunta gravemente, con mis ojos fijos en ella.
—Porque—contestó al fin lentamente, en una voz trémula y tan baja, que apenas pude oír las fatales palabras que pronunció—¡porque ya estoy casada!
—¡Casada!—exclamé tartamudeando y quedándome rígido.—¡Y su esposo! ¿Cómo se llama?
—¿No adivina usted?—me preguntó.—¿No lo sospecha? El hombre que ya ha tenido oportunidad de conocer: Herberto Hales.
Sus ojos estaban bajos como avergonzados, mientras su barba fina descansaba abatida sobre su pecho jadeante.
EL NOMBRE SAGRADO
¿Qué podía yo decir? ¿Qué habrían dicho ustedes?
Me quedé silencioso. No supe qué palabras emitir. ¡Ese joven caballerizo, ese bribón, hijo del respetable y anciano marino que pasaba las tardes de sus plácidos días sentado a la puerta de su casa de las Encrucijadas, era, en efecto, el esposo de la hija del millonario! Parecía completamente increíble, sin embargo, al recordar aquella escena de media noche en el parque de Mayvill; en el acto reconocí cuán impotente y desamparada se hallaba en las manos de ese vulgar y arrogante gañán, de ese infame campesino, que, en un momento de loco frenesí, había cometido aquel desesperado y furioso atentado contra la vida de Mabel.
Reconocí también que hacía mucho tiempo que el amor, si es que existió alguna vez, había desaparecido entre ellos, y que la única idea que dominaba en el pensamiento de ese hombre, era sacar provecho de su unión con ella, abusar y explotarla vilmente, como tantas mujeres ricas y de elevada posición son en este mismo momento víctimas de iguales infortunios en Inglaterra. Como un relámpago acudió a mi mente el recuerdo de su negativa de perseguir y castigar a este hombre infame por el cobarde atentado contra su vida, y la razón se manifestó entonces clara y concluyente.
¡Era su esposa!
El solo pensamiento me produjo un espasmo de celos, dolor y odio, porque la amaba con toda la pasión sincera y honrada de que es capaz un hombre de bien. Desde que la señora Percival me había revelado la realidad, sólo había vivido para ella, pensando en volverla a encontrar y declararle francamente mi amor.
—¿Es esto cierto?—le pregunté al fin en una voz cuya aspereza no pude reprimir. Tomé su mano fría e inerte entre las mías y contemplé su hermosa cabeza caída.
—¡Ay de mí! desgraciadamente lo es—fue su débil contestación.—Es mi esposo; por consiguiente, todo amor entre nosotros está excluido—añadió.—Ha sido usted siempre mi amigo, señor Greenwood, pero ahora que me ha obligado a confesarle la realidad, nuestra amistad ha terminado.
—¿Y su esposo está aquí con usted?
—Ha estado—respondió,—pero se ha ido.
—Supongo que abandonó usted Londres secretamente para reunirse a él, ¿no es así?—observé con amargura y acritud.
—Porque me lo pidió. Deseaba verme.
—¿Para obtener dinero a fuerza de amenazas, como intentó hacerlo esa noche memorable en Mayvill?
La pálida y abatida niña movió afirmativamente la cabeza.
—He venido a vivir en esta casa, pero pagando—explicó.—Isabel Wood, una antigua condiscípula, vive aquí con su madre. Las dos creen que he hecho un casamiento secreto, contrariando a los míos, para lo cual he tenido que fugarme del hogar, y en estos dos últimos años han sido extraordinariamente bondadosas conmigo.
—¡Entonces hace dos años que está usted casada!—exclamé lleno de sorpresa y confusión, verdaderamente asombrado de ver la manera cómo había sido engañado.
—Sí, hace casi dos años. Nos casamos en Wymondham, en el condado de Norfolk.
—Cuénteme toda la historia, Mabel—la insté, después de una pausa prolongada, esforzándome por conservar una fingida calma exterior, que no coincidía ciertamente con mis sentimientos más íntimos y profundos.
Su pecho se levantaba y bajaba jadeante debajo de sus encajes y chiffons, sus grandes ojos maravillosos brillaban llenos de lágrimas. Durante largos cinco minutos permaneció dominada por la emoción y sin poder articular una palabra. Al fin, en una voz baja, enronquecida, dijo:
—No sé lo que pensará usted de mí, señor Greenwood. Estoy avergonzada de mí misma, y de la manera cómo lo he engañado. Mi única disculpa puede concentrarse en estas dos palabras: era imperativo. Me casé obligada por una terrible cadena de circunstancias, que usted sólo comprenderá cuando la luz se haga, cuando conozca toda la verdad.—Y volvió a quedar callada.
—¿Pero no me la dirá usted ahora?—insistí.—Como su mejor amigo, como el hombre que la ha amado sinceramente, creo que tengo derecho a conocerla.
Movió la cabeza con amarga tristeza, y, mirándome a través de sus lágrimas, respondió brevemente:
—Ya se la he dicho. Estoy casada. Sólo puedo pedirle perdón por haberlo engañado y manifestarle que me he visto obligada a hacerlo.
—¿Quiere usted decir que se ha visto precisada a casarse con él? ¿obligada por quién?
—Por él—tartamudeó.—Hace dos años que una mañana salí sola de Londres y me reuní con él en Wymondham, donde previamente había estado parando por espacio de quince días, mientras mi padre estaba pescando. Herberto me recibió en la estación, y nos casamos secretamente, actuando como padrinos dos hombres desconocidos, elegidos a la ventura. Después de celebrada la ceremonia, nos separamos. Me saqué el anillo y volvime a casa. Esa noche dábamos una comida, y entre los comensales estaba usted, lord Newborough y lady Rainham; después concurrimos al Haymarket. ¿No lo recuerda? Cuando estábamos sentados en el palco, me preguntó por qué me encontraba tan triste y pensativa, y yo me disculpé diciéndole que tenía un fuerte dolor de cabeza. ¡Ah! ¡si hubiera usted sabido!
—Recuerdo esa noche perfectamente—le dije, compadeciéndola.—¿Fue aquélla entonces la noche de su casamiento? Pero ¿cómo la obligó a que se casara con él? Las razones que lo impulsaron, son demasiado claras, por cierto. Quería sacar ventaja, no hay duda, ya fuera por el hecho de que usted no podría consentir que se supiera que era la esposa de un hombre vulgar, de un cuidador de caballos, o ya porque tenía la intención de entrar en posesión de su dinero a la muerte de su padre. Ciertamente que no es el suyo el primer casamiento de esta clase que se ha celebrado—añadí, con un sentimiento de espanto y confusión.
En el mismo momento en que mis esperanzas habían llegado al más alto grado y parecían próximas a ver realizados sus ensueños, debido a la declaración de la señora Percival, había caído el golpe terrible sobre ellas, y comprendí en el acto que era imposible todo amor entre nosotros. Mabel, la mujer a quien había amado con tanta pasión y ternura, era la esposa de un rústico campesino bruto que con sus amenazas la martirizaba hasta la locura, y que, como ya lo había demostrado, no vacilaría ante nada con el fin de conseguir sus despreciables fines.
El estado de mi ánimo y sentimientos era indescriptible. No tengo palabras para poder dar una idea adecuada de las emociones encontradas que destrozaban mi corazón, ni cómo lo torturaban cruelmente. Hasta ese momento había estado bajo mi protección, pero, ahora que ya sabía que era la esposa de otro, no tenía derecho para ejercer contralor sobre sus actos, no tenía derecho para admirarla, ni tampoco lo tenía para amarla.
¡Ah! si alguna vez se ha sentido un hombre desesperado, abatido y desengañado; si ha comprendido cuán inútil y sin objeto ha sido su vida triste y solitaria, ese hombre he sido yo.
Intenté persuadirla de que me contara cómo ese rústico campesino la había obligado a que se casara con él, pero las palabras se anudaron en mi garganta y la emoción me ahogó. Las lágrimas debieron agolparse en mis ojos, supongo, porque con un impulso de súbita simpatía, una explosión de ternura femenina que vibraba tan fuertemente dentro de su noble ser, colocó su mano cariñosamente sobre mi hombro y dijo, en una voz tranquila, serena y baja:
—No podemos revocar lo pasado, ¿para qué entonces pensar en ello? Proceda como le pedí en mi carta que lo hiciera. Perdóneme y olvide. Déjeme con mis penas. Ahora sé que me ha amado, pero es...
No pudo terminar la frase, porque se bañó en lágrimas.
—Sé lo que quiere usted decir—le dije confundido.—Demasiado tarde... sí, demasiado tarde. Nuestras dos existencias han sido destruidas por mi necedad... porque le oculté lo que como hombre sincero y honrado debía habérselo dicho hace ya mucho tiempo.
—No, no, Gilberto—gritó, llamándome por mi nombre por la primera vez,—no digo eso. La culpa no es suya, sino mía... mía—y se cubrió la cara con las manos y sollozó fuerte y melancólicamente.
—¿Dónde está su marido... o más bien dicho, ese hombre que intentó matarla?—le pregunté fieramente pocos minutos después.
—En algún punto del Norte, según creo.
—¿Y cuándo estuvo aquí con usted?
—Hace una semana que vino y permaneció un par de horas.
—¡Pero no es posible que siga abusando de usted de este modo! ¡Si no puedo seguir siendo su amante, puedo, sin embargo, ser siempre su campeón, Mabel!—grité lleno de decisión.—En adelante tendrá que arreglárselas conmigo.
—¡Ah, no!—tartamudeó, volviéndose hacia mí con recelo y temor.—No debe usted hacer nada. De otra manera podría él...
—¿Qué podría él hacer?
Quedó callada, contemplando por la abierta ventana, sin objeto ni interés, los anchos prados que se extendían delante de su vista, nebulosos y silenciosos en medio de la obscuridad del crepúsculo.
—¡Puede—dijo en voz baja y cortada,—puede decir al mundo la verdad!
—¿Qué verdad?
—La que él sabe... por medio de la cual me obligó a ser su esposa,—y se llevó la mano al pecho, como para detener los terribles latidos de su tierno corazón.
Intenté persuadirla de que me revelara el secreto, que confiara en mí sus cuitas, dado que era su más fiel y sincero amigo, pero se negó.
—No—exclamó en voz cortada,—no me lo pregunte, Gilberto, ahora que puedo permitirme llamarle así, pues de todos los hombres es a usted al que no puedo decírselo. A mí sólo me resta callar... y sufrir.
Su cara estaba pálida, muy pálida, y por la expresión de ella conocí que su resolución era irrevocable.
A pesar de la confianza y estimación que me tenía, comprendí que no habría poder en el mundo que la indujera a revelarme esa terrible verdad.
—Pero usted sabe la razón que tuvo su padre para designar a su amigo Dawson administrador de su fortuna—le dije.—Tenía confianza en que con una palabra suya se conseguiría hacerle retirarse del puesto que hoy ocupa. No es posible que aparente usted ignorar el misterioso motivo que tuvo su padre para proceder así.
—Ya se lo he dicho. Mi pobre padre también procedió bajo presión. El señor Leighton lo sabe también.
—¿Y conoce usted la razón?
Movió la cabeza afirmativamente.
—¿Entonces puede usted contrarrestar los planes de ese hombre?
—Sí, podría—contestó lentamente,—si me atreviera a hacerlo.
—¿Qué teme?
—Temo lo que mi padre temía—respondió.
—¿Y qué era eso?
—Que cumpliera cierta amenaza que muchas veces había hecho a mi padre, y más tarde a mí. El día que abandoné mi hogar me amenazó también... desafiándome a que pronunciara una sola palabra.
Sí, ese tuerto tenía sobre ella un poder absoluto, como se había jactado delante de la señora Percival. También conocía ese hombre el secreto del cardenal, mientras yo lo ignoraba.
Permanecimos sentados en esa pequeña y anticuada habitación hasta que el crepúsculo se convirtió en noche profunda, y ella se levantó penosamente y encendió la lámpara. A la luz noté, sobresaltado, cómo había cambiado su dulce rostro. Sus mejillas estaban pálidas y marchitas, sus ojos hinchados y enrojecidos, y todo su semblante denotaba una ansiedad profunda, terrible, ardiente, un terror pánico de lo desconocido que el porvenir le reservaba.
Ciertamente, su posición era extraña, casi inconcebible: una linda joven, con una fortuna de más de dos millones de libras depositada en poder de sus banqueros, y sin embargo perseguida, rondada por sus crueles enemigos que buscaban su ruina, degradación y muerte.
La revelación de su casamiento me había dado un golpe terrible, como para hacerme tambalear. Ya no podía ser para ella más que un simple amigo como cualquier otro hombre; todos los pensamientos de amor estaban excluidos, toda esperanza de felicidad abandonada. Jamás la había yo pretendido por su fortuna, eso puedo confesarlo honradamente. La había amado sólo por lo que ella valía en sí, porque era dulce y pura, porque conocía que su corazón era leal y sincero; que en carácter, fuerza de voluntad, gracia y belleza, era incomparable.
Durante un largo rato retuve su mano entre las mías, sintiendo cierta satisfacción, supongo, en repetir de esta manera lo que tantas veces había hecho en otro tiempo, ahora que ya tenía que despedirme para siempre de todas mis esperanzas y aspiraciones.
Ella permanecía sentada en silencio, dejando escapar profundos suspiros de dolor mientras yo hablaba, refiriéndole esa extraña aventura nocturna de las calles de Kensington, y cuán cerca había estado de la muerte.
—Entonces, sabiendo que ha conseguido usted leer el secreto escrito en esas cartas, han intentado sellar sus labios para siempre—exclamó al fin, en una voz dura y mecánica, casi como si hubiera estado hablando consigo misma.—¡Ah! ¿no se lo previne en mi carta? ¿no le he dicho que el secreto está tan bien e ingeniosamente guardado, que no conseguirá nunca saberlo o sacar provecho de él?
—Pero tengo la intención de perseverar en la solución del misterio de la fortuna de su padre—declaré, siempre, con su mano entre las mías, dándole mi adiós triste y amargo.—El me dejó su secreto, y yo he decidido partir mañana para Italia, a buscar el punto indicado y conocer la verdad.
—Entonces, es mejor que se economice esa molestia, señor—exclamó una voz de hombre vulgar y sin ninguna educación, que al oírla me sobresaltó y, al darme vuelta rápidamente, vi que la puerta se había abierto sin ruido, y en el dintel, contemplándonos con aparente satisfacción, estaba de pie el hombre que se interponía entre mi bien amado y yo: ¡el campesino rústico y brutal que la reclamaba con el derecho de darle el nombre sagrado de esposa!
FRENTE A FRENTE
—¿Me gustaría saber qué tiene usted que hacer aquí?—preguntome aquel vulgar individuo, de facciones groseras, cuyo chato sombrero gris y calzones cortos le daban un aspecto marcadamente de mozo de cuadra. Y se quedó de pie en el umbral de la puerta, cruzando los brazos desafiadoramente y mirándome a la cara.
—El asunto que me ha traído aquí, sólo a mí atañe—contesté, haciéndole frente con repugnancia.
—Si le incumbe a mi esposa, yo tengo derecho de saberlo—insistió.
—¡Su esposa!—grité, avanzando hacia él y dominando con dificultad el poderoso impulso que sentía de golpear y arrojar al suelo a ese joven rufián.—¡No la llame su esposa, hombre! ¡Llámela por su verdadero nombre: su víctima!
—¿Me dice usted eso como insulto?—dijo rápidamente, poniéndose blanca su cara de súbita ira. Mabel, al ver su actitud amenazadora, de un salto se interpuso entre nosotros y me suplicó que conservara mi calma.
—Hay algunos hombres para quienes no pueden ser insulto las palabras, por duras que sean—contesté violentándome,—y usted es uno de ellos.
—¿Qué quiere usted decir?—gritó.—¿Desea usted pelear?—y avanzó con los puños cerrados.
—No deseo pelear—fue mi rápida respuesta.—Lo único que le ordeno es que deje en paz a esta dama. Puede legalmente ser su esposa, pero yo asumiré el papel de su protector.
—¡Oh!—exclamó, encogiendo el labio con burla.—¿Querría saber con qué derecho interviene usted entre nosotros?
—Con el derecho que todo hombre tiene de proteger a una mujer desamparada y perseguida—contesté con toda firmeza.—Le conozco, y estoy bien al tanto de su ignominioso pasado. Ya que se atreve a desafiarme, ¿tendré acaso que recordarle un incidente que parece haber olvidado muy cómodamente? ¿No recuerda de cierta noche, no muy lejana, en el parque de Mayvill, cuando intentó usted cometer un crimen infame y brutal, no recuerda?
Dio un salto sobresaltado, luego me miró iracundo, brillando en sus ojos el fuego del odio criminal.
—¡Ella se lo ha dicho! ¡Maldita sea! ¡Me ha vendido!—exclamó lanzando a su temblorosa y aterrada mujer una mirada de profundo desdén.
—No, ella no me lo ha dicho—respondí.—Por casualidad me tocó ser testigo de su cobarde atentado. Yo fui quien la sacó con vida del río helado, adonde usted la arrojó criminalmente. Por ese acto que cometió entonces, va a responderme ahora.
—¿Qué es lo que quiere usted significar?—preguntó, y por las líneas de su semblante conocí que mi actitud y palabras le habían producido una inmensa inquietud.
—Quiero significar que no es a usted a quien le toca atreverse a desafiar, teniendo en vista el hecho de que, si no hubiera sido por la feliz circunstancia de haberme encontrado presente esa noche en el parque, hoy sería usted un asesino convicto.
Al oír las últimas palabras, se contrajo aterrado. Como todos los de su clase, era arrogante y tirano con el débil, pero tan fácil de dominar con firmeza como un perro que se somete a la voz de su amo.
—Y ahora—continué,—puedo añadir también que esa misma noche en que casi mató a esta pobre niña que es su víctima, oí sus exigencias. Es usted un vil explotador, el tipo más despreciable y ruin del criminal, y parece haber olvidado que para delitos como los suyos hay leyes severas que castigan.
Usted exige dinero valiéndose de amenaza, y en presencia de una negativa comete un atentado desesperado contra la vida de su esposa. Las pruebas que yo podría presentar contra usted en el tribunal de Asises, lo harían condenar a trabajos forzados por un término de años, ¿me comprende? Voy, por lo tanto, a hacer un convenio con usted: si me promete no molestar más a su esposa, yo guardaré silencio.
—¡Y me hace el favor de decirme quién demonios es usted para que me hable de esta manera... vamos, como un capellán de cárcel en su visita semanal a las celdas!
—Mejor es que sepa contener su lengua, hombre, y reflexione bien en mis palabras,—le dije.—No soy persona de entrar en argumentos. Procedo.
—Pues, proceda como mejor le plazca. Yo haré lo que crea más conveniente, ¿me oye?
—¿Y desafiará el peligro? ¿Se expondrá a todo? Muy bien—repliqué.—Usted conoce lo peor: el presidio.
—Y usted no—rió.—Si así no fuera, no hablaría como un verdadero idiota. Mabel es mi esposa, y nada tiene usted que hacer en el asunto, de manera que ya con esto es suficiente—añadió insolentemente.—En vez de tratar de amenazarme, soy yo quien tiene derecho de preguntarle por qué le encuentro a usted aquí... con ella.
—¡Voy a decírselo!—grité encolerizado, ardiéndome las manos de deseo de darle a ese imprudente bribón una buena y merecida lección.—Estoy aquí para protegerla, porque temo por su vida. Y permaneceré aquí hasta que usted se vaya.
—Pero yo soy su marido, y por consiguiente me quedaré—exclamó el individuo, completamente inalterable.
—Entonces ella se irá conmigo—exclamé con decisión.
—Yo no permitiré eso.
—Usted procederá como yo lo crea conveniente—le dije. Después, volviéndome a Mabel, que había permanecido callada, temblando y pálida, por temor de que nos fuéramos a las manos, añadí:—Póngase su saco y sombrero en el acto, porque se debe volver a Londres, conmigo.
—¡No lo hará!—gritó, sin ceder.—Si mis maldiciones y juramentos consiguen irritarla, los tendrá gruesos y en abundancia.
—Mabel—le dije, sin poner atención en las palabras del rufián, pero retrocediendo para permitirle que pasara,—póngase su saco, hágame el favor. Afuera me espera una volanta.
El bribón intentó hacer un movimiento para impedirle salir de la habitación, pero en el acto mi mano cayó pesadamente sobre su hombro, y en mi cara leyó mi determinación.
—¡Usted se arrepentirá de esto!—silbó amenazadoramente, pronunciando entre dientes una maldición.—Ya sé lo que anda usted buscando... pero—y se rió,—pero jamás obtendrá el secreto que le dio los millones a Blair. Usted cree tener en su mano el hilo que le descubrirá el misterio, pero pronto se dará cuenta de su error.
—¿Y cuál es mi error?
—No asociarse a mí, en vez de insultarme.
—No tengo necesidad de la ayuda de un hombre que atenta contra la vida de una pobre mujer desamparada—le respondí.—Tenga presente que en adelante debe permanecer alejado de ella, o ¡por Job! le aseguro que sin más acá ni más allá, pediré la cooperación de la policía, y su historia pasada demostrará la perversidad de su carácter.
—Haga lo que guste—rió de nuevo desafiadoramente.—Entregándome a la policía le hará a ella el peor de los males. Si duda de lo que digo, pregúnteselo. Tenga cuidado de cómo procede antes de ponerse en ridículo y hacerla víctima a ella.
Y con esta vana y áspera insolencia se dejó caer en el sillón y colocó sus pies sobre el enrejado de la chimenea, asumiendo una actitud indolente y encendiendo tranquilamente un cigarro ordinario y de desagradable olor.
—No tema, será uno solo el que saldrá perdiendo—respondí significativamente.—Y ese será usted.
—Está bien—exclamó,—ya veremos.
Salí de la pieza y me reuní a Mabel, que me esperaba vestida en el vestíbulo. Después de despedirse rápidamente de Isabel Wood, su antigua condiscípula, la saqué de allí, la hice subir a la volanta y con ella me volví a Chipping Norton.
Aun cuando, reflexionando con espíritu más sereno, no podía comprender la posición exacta que ocupaba este joven rufián que se llamaba Herberto Hales, o el significado verdadero de sus ominosas palabras finales de franco desafío, había conseguido, por lo pronto, arrebatar a mi amada de las garras de ese impudente, descorazonado y arrogante bruto y explotador, pero no me atrevía a prever por cuánto tiempo sería. Mi posición era insegura e incierta, como que no podía afrontar abiertamente la situación. Amaba a Mabel, pero no tenía derecho a hacerlo. Era, desgraciadamente, la esposa, ¡ay! la víctima, mejor dicho, de un hombre de tipo vulgar e instintos criminales.
Nuestro viaje hasta la estación de Paddington fue sin novedad, y en el más completo silencio casi. Nuestros corazones, que palpitaban tristemente, rebosaban de pena y dolor, sin alientos para poder pronunciar las más simples palabras. Una barrera insuperable se había interpuesto entre nosotros; ambos estábamos abatidos y enfermos de pesar. El pasado, lleno de esperanzas, había terminado; teníamos por delante el porvenir sombrío, melancólico y desesperante.
Cuando llegamos a Londres, me manifestó el deseo de ver a la señora Percival, y como se negara a volver a vivir bajo el mismo techo con Dawson, la conduje al York Hotel, en la calle Albemarle; después, en el mismo coche, me encaminé a la plaza Grosvenor, informando a la señora Percival dónde estaba mi amada.
La viuda no perdió un minuto en ir a su lado, y, a media noche, acompañado por Reginaldo, fui otra vez al hotel, porque quería darle ciertas instrucciones sobre su esposo, recomendándole que se negara a verlo, si llegaba a encontrarla, y también despedirme de ella, pues a las nueve de la mañana siguiente partíamos de Charing Cross, con rumbo a Italia.
Había resuelto, con Reginaldo, que no debíamos perder un momento más de tiempo, ahora que me sentía suficientemente mejorado y fuerte para viajar, y que era preciso marchar para Toscana, con el fin de averiguar la realidad de aquel misterioso registro cifrado.
Se despidió cariñosamente de los dos, e insistió en que no nos afligiéramos más por ella, a pesar de lo cual no pudimos dejar de notar cuán grande era su ansiedad respecto al resultado de mi desafío a su infame marido. Nos deseó buena suerte, rapidez en la peligrosa empresa que íbamos a emprender, éxito completo y pronto y feliz retorno a la patria.
LAS INSTRUCCIONES DE SU EMINENCIA
El verde y tortuoso valle de Serchio presentaba su más alegre y bello aspecto en el mes de mayo, la época de las flores en la vieja Italia. Alejado, bien alejado, de las grandes rutas por donde en invierno cruzan los numerosos turistas ingleses, americanos y alemanes, solitario e inexplorado, visitado sólo por los sencillos contadini de las montañas, el rumoroso río serpentea formando tortuosas curvas y caprichosos recodos, alrededor de ángulos puntiagudos, y bajo inmensos árboles con sus copas inclinadas, en torno de grandes peñascos y piedras enormes, gastadas y suavizadas por la acción del agua a través de los siglos.
En estos parajes solitarios del río, cuando se lanza impetuosamente desde los gigantescos Apeninos hacia el mar, moran, tranquilos y contentos, sin que el ser humano perturbe su plácida existencia, el brillante martín pescador y la majestuosa garza, sintiéndose dueños absolutos de él.
Cuando echamos a andar, habiendo dejado el coche que nos había llevado de Lucca al extraño puente medioeval llamado Puente del Diablo, la pintoresca, serena y solitaria belleza campestre del paisaje nos impresionó. El silencio era profundo, no se oía el menor ruido, a excepción del zumbido de los millares de insectos que pululaban al sol, y el suave rumor musical del agua, que en ese paraje se desliza tranquila sobre su lecho rocalloso.
Mi primer impulso cuando llegamos al Universo, en Lucca, fue subir al Monasterio y visitar a fray Antonio. Sin embargo, me parecía tan íntima su relación con el socio de Blair, el excontramaestre Dawson, que resolvimos explorar primero el punto señalado y hacer algunas observaciones. Por lo tanto, a las ocho de esa mañana subimos a uno de esos viejos y polvorientos coches toscanos de camino, cuyos caballos llevan de adorno ruidosas campanillas, y cerca del mediodía nos encontramos en la orilla izquierda del río, contando los cuatrocientos cincuenta y seis pasos, como indicaba el registro secreto inscripto en las cartas.
Le ordenamos a nuestro conductor que se volviera a esperarnos en la pequeña posada, o bodegón, que había junto al camino y por delante del cual acabábamos de pasar; y para evitar que nos observara de lejos, porque sabíamos que trataría de espiar furtivamente nuestros movimientos, nos vimos obligados, en vista de no haber una senda, a dar una vuelta por el centro de un bosquecillo, saliendo de nuevo a la orilla del río un poco más arriba.
Cuando estuvimos junto al agua, de pie en medio de los altos matorrales que crecían sobre las márgenes, sólo pudimos volver la mirada hacia el puente y calcular que estábamos como a unos cien pasos de él.
Después, marchando adelante en fila, nos abrimos camino con dificultad a través de las altas malezas, pastizales, gigantes helechos y enmarañadas trepadoras, avanzando lentamente hacia el puente señalado. En ciertos parajes los árboles entrelazaban sus copas, y el brillante sol penetraba por entre el follaje, yendo a reflejarse sus rayos sobre las rumorosas y agitadas aguas, produciendo un lindo efecto.
Según el registro, el lugar debía quedar en campo abierto, puesto que el sol brillaba sobre él durante una hora del mediodía, el cinco de abril y dos horas el cinco de mayo. Estábamos en ese momento a diecinueve de mayo, y, por lo tanto, la duración del sol sería, calculando aproximadamente, como de un cuarto de hora más.
En ciertos sitios el río quedaba despejado y libre para recibir el sol, mientras en otros la luz no debía poder penetrar nunca allí, pues sus orillas eran tan altas y encajonadas que lo impedían. De las grietas de las rocas surgían pinos de montaña y otros árboles que habían echado raíces y crecido enormemente, doblándose sobre el río hasta casi tocar el agua con sus ramas; de consiguiente, nuestro avance era cada vez más lento y difícil, por las escabrosidades de la ribera, la enmarañada vegetación silvestre y los pastizales.
Un hecho estaba demostrado: hacía mucho que nadie se había aproximado al punto indicado, porque no encontramos la menor huella que diera a conocer que las plantas de algunos intrusos hubiesen hollado una hoja o destruido una sola varita.
Al fin, después que subimos a lo largo de un escarpado peñasco que descendía abruptamente al agua, y hubimos calculado que nos hallábamos a cuatrocientos veinte pasos del viejo puente, dimos vuelta de pronto a un recodo del río y salimos a un espacio en donde éste se ensanchaba, aun cuando siempre se deslizaba a cien pies o más de profundidad, de modo que corría despejado con un ancho de cuarenta yardas, por lo menos, mirando hacia el firmamento.
—¡Aquí debe ser!—grité con ansiosa anticipación, parándome e inspeccionando rápidamente el paraje.—En las instrucciones dice que hay que bajar veinticuatro escalones. Supongo que debe querer significar escalones hechos en la roca; es preciso que los encontremos.
Y ambos empezamos a buscarlos con todo interés, pero no pudimos descubrir ninguna huella en medio de aquella enmarañada vegetación.
—El registro dice que hay que descender hasta el punto detrás del cual un hombre puede defenderse de cuatrocientos—exclamó Reginaldo, leyendo una copia del original que sacó del bolsillo.—Esto parece indicar que la entrada está en alguna estrecha grieta entre dos rocas. ¿No ves tú algo parecido?
Miré con ansiedad en derredor, pero me vi obligado a confesar que no distinguía nada que coincidiera con la descripción.
Tan abrupto era el obscuro peñasco de piedra caliza que bajaba hasta el agua, que me aproximé a su borde con gran precaución, y después, echándome de bruces, me arrastré y miré por sobre su peligrosa orilla. Al hacerlo, se aflojó un enorme pedazo de roca y cayó al río con gran estrépito.
Observé todo con mucho cuidado, pero no pude ver nada, absolutamente nada, que estuviera en conformidad con lo que el antiguo bandido Poldo Pensi había dejado registrado.
Durante media hora larga anduvimos escudriñando en vano, hasta que comprendimos, alarmados, que, como no habíamos medido con exactitud los pasos señalados desde el Puente del Diablo, no estábamos en el punto preciso. Retrocedimos el camino andado, lenta y trabajosamente, volviendo a tener que pasar por entre las malezas casi impenetrables, desgarrando nuestras ropas e hiriéndonos, y una vez que llegamos al puente, que era el punto de partida, emprendimos de nuevo la marcha.
Tan equivocado había sido nuestro cálculo, que a los trescientos ochenta y siete pasos de la segunda exploración pasamos por el lugar que con tanta minuciosidad habíamos escudriñado momentos antes, y continuando nuestro camino, siempre adelante, nos paramos al llegar a los cuatrocientos cincuenta y seis pasos, sobre la cima de un alto campo muy similar al otro, aun cuando más agreste y todavía más inaccesible.
—Aquí no parece haber nada—observó Reginaldo, cuya cara estaba toda lastimada por las malezas espinosas y chorreaba sangre.
Miré en contorno y tuve, con disgusto, que ratificar sus palabras. Los árboles eran grandes y sombríos donde estábamos parados, inclinándose algunos de ellos sobre la profunda quebrada por donde el río serpenteaba. Cautelosamente nos arrastramos de bruces hasta el borde de la roca, usando esta precaución, porque no sabíamos si la orilla estaba podrida, e inspeccionamos el punto con mirada penetrante.
—¡Mira!—gritó mi amigo señalando un lugar que había hacia el fondo del peñasco, a mitad de camino del profundo río, después que daba la abrupta vuelta,—allí hay unos escalones y una senda estrecha que conduce más abajo. ¿Y qué es aquello?
DESCRIPCIÓN DE UN DESCUBRIMIENTO ASOMBROSO
Miré y vi, sobre una especie de plataforma natural hecha en la roca, una pequeña choza de piedra, cuyo obscuro techo de teja contemplábamos desde la altura.
—Sí—exclamé,—allí están los veinticuatro escalones de que habla el registro, no hay duda. ¿Vivirá alguien dentro de esa choza?
—Bajemos e investiguemos—indicó Reginaldo ansiosamente, y pocos minutos después descubríamos una estrecha huella que conducía del bosque de castaños directamente a los toscos escalones, los cuales bajaban hasta una angosta abertura entre dos rocas. Sobre la que quedaba a la derecha vimos, profundamente grabada en la piedra, una anticuada E mayúscula, como de un pie de largo, y pasando por junto de ella, nos encontramos con un cangilón peligroso y lleno de escabrosidades, que, haciendo ziszases, conducía a la pequeña choza. La puerta cerrada y la ventanita de hierro de aquella solitaria cabaña despertaron nuestra curiosidad.
Un momento después, sin embargo, el misterio quedó descubierto. El frente de la choza era ojival, y sobre la clave había una pequeña cruz de piedra.
Era una celda de ermitaño, como tantos otros sitios antiguos de retiro y contemplación que hay en la vieja Italia, y acto continuo, al pasar por delante de las rocas y descender cautelosamente por la senda, abriose la puerta, y salió de la ermita un monje, en el que reconocí, con gran sorpresa mía, al corpulento y barbudo capuchino, fray Antonio.
—Caballeros—exclamó en italiano, saludándonos,—éste es un inesperado encuentro, ciertamente.—y nos señaló el banco de piedra que había fuera de la pequeña y baja choza, el cual noté que estaba hábilmente oculto por los grandes árboles, cuyas copas se inclinaban sobre el río, de manera que quedaba invisible de ambas márgenes del Serchio.
Cuando nos sentamos aceptando su invitación, él recogió su desteñido hábito carmesí y se sentó a nuestro lado.
Le manifesté la sorpresa que me causaba encontrarlo allí, pero él se sonrió, y dijo:
—¿Está usted decepcionado por no haber descubierto otra cosa?
—Esperamos conocer el secreto del cardenal Sannini—fue mi franca respuesta, sabiendo bien que él estaba en posesión de la verdad, y sospechando que, junto con el inglés tuerto, había sido también socio de Blair.
Las facciones, toscas y tostadas por el sol, del monje asumieron una expresión enigmática y confusa, porque comprendió que algo habíamos conseguido saber, pero sin embargo vaciló interrogarnos por temor de descubrirse a sí mismo. Los capuchinos, como los jesuitas, son admirables diplomáticos. Indudablemente la fascinación personal que ejercía el monje, se debía en parte a su espléndida presencia. Su cara era hermosa, despejada, con facciones bien delineadas y enérgicas, dulcificadas por unos ojos en que parecía brillar la luz de la perpetua juventud, con una cándida expresión modesta.
—Entonces ha recuperado usted el registro—observó al fin, mirándome fijamente a la cara.
—Sí, y como lo he leído—contesté,—he venido aquí a investigarlo y reclamar el secreto que me ha sido legado.
Respiró con fuerza, nos miró un momento a los dos, y sus negras cejas cargadas se contrajeron. Hacía calor donde estábamos sentados, porque el brillante sol italiano caía de plano sobre nosotros; por lo tanto, sin responderme, se levantó y nos invitó a entrar en su pequeña celda fresca, pieza cuadrada y desnuda, con piso de tabla, cuyo mobiliario se componía de una cama de madera, baja y anticuada, con un pedazo de una vieja colcha obscura por cobertor, un priedieu Renacimiento, de roble antiguo tallado, ennegrecido por el uso y el tiempo, una silla, una lámpara de colgar, y en la pared un gran crucifijo.
—¿Y el señor Dawson?—preguntó al fin, cuando Reginaldo se hubo sentado en la orilla de la cama y yo en la silla.—¿Qué es lo que él dice?
—No tengo necesidad de pedirle su opinión—repliqué rápidamente.—Por la ley el secreto del cardenal es mío, y nadie puede disputármelo.
—Salvo su actual poseedor—fue su tranquila observación.
—Su actual poseedor no tiene derecho sobre él. Burton Blair me lo ha regalado, y por consiguiente es mío—declaré.
—Yo no disputo eso—contestó el monje.—Pero como guardián del secreto del cardenal, tengo derecho de saber cómo ha venido a sus manos el registro inscripto en las cartas, y cómo ha conseguido usted la clave de la cifra.
Le referí exactamente todo lo que deseaba saber, y cuando se hubo cerciorado, exclamó:
—Ha conseguido usted triunfar ciertamente en lo que yo le predije que fracasaría, y su presencia aquí me llena de sorpresa. Aparentemente ha vencido todos los obstáculos que se le han presentado, y hoy viene a reclamar de mí lo que por derecho es suyo, sin duda alguna.
Parecía hablar con sinceridad, pero debo confesar que yo no tenía confianza en él y que todavía abrigaba recelos.
—Antes de que pasemos adelante, sin embargo—continuó, de pie, con sus manos metidas dentro de las anchas mangas de su hábito,—voy a preguntarle si tiene usted la intención de observar los mismos métodos que puso en práctica el señor Blair, el cual adjudicaba una octava parte del dinero derivado del secreto a nuestra orden de capuchinos.
—Ciertamente que sí—repliqué, algo sorprendido.—Mi deseo es respetar en todos conceptos las obligaciones de mi difunto amigo.
—Esa es una promesa que hace usted—dijo con cierta ansiedad.—Es preciso que la haga solemnemente... vamos, que jure. ¿Quiere repetirla? ¡Levante su mano—Y señaló el gran crucifijo que había en la blanca pared.
Levanté mi mano y exclamé:
—Juro proceder como Burton Blair ha procedido.
—Muy bien—replicó el monje, al parecer satisfecho de que era un hombre de honor.—Supongo entonces que ha llegado el momento de revelarle el secreto, aunque no dudo que le causará indecible sorpresa. Piense, señor, que es usted todavía un hombre relativamente pobre, pero que dentro de media hora será más rico de lo que se ha forjado en sus más extravagantes sueños... que tendrá millones, como sucedió con Burton Blair.
Le atendía atónito, dando apenas crédito a lo que mis oídos escuchaban. Sin embargo, ¿para qué me servía poseer riquezas fabulosas, ahora que había perdido a mi amor?
De una pequeña alacena sacó una vieja linterna herrumbrosa, y la encendió cuidadosamente, mientras nosotros dos la mirábamos llenos de interés y faltos de aliento. Después echó llave a la puerta y la aseguró con una barra de hierro, cerró los postigos de la ventana, y quedamos en tinieblas.
¿Iríamos a ver acaso alguna ilusión sobrenatural? Quedamos de pie esperando, ávidos y extáticos, sin darnos cuenta ni adivinar lo que iba a suceder.
Un momento después corrió su pesada cama, retirándola del rincón donde estaba, y vimos en el suelo, hábilmente oculta, una especie de puerta, que al abrirla dejó al descubierto un pozo profundo y obscuro.
—Tengan cuidado—nos advirtió,—porque los escalones son algo escabrosos y difíciles en ciertas partes,—y sosteniendo la linterna en alto, desapareció pronto de la vista, dejándonos detrás para que lo siguiéramos por esos toscos escalones hechos en la piedra viva y luego en la sólida roca, escalones húmedos y pegajosos donde el agua se filtraba y caía en sonoras gotas.
—¡Agáchense!—ordenó nuestro guía, y vimos el débil bulto de su luz iluminando nuestro camino a lo largo de una senda estrecha y tortuosa, que se extendía hasta el mismo corazón del enorme peñasco. Por ciertos puntos cruzábamos entre lodazales de barro y moho pegajoso, mientras el aire allí detenido despedía un olor desagradable, sucio y malsano.
De pronto salimos a un gran espacio abierto cuyas dimensiones no pudimos calcular a la débil luz de aquella pobre linterna.
—Estas cavernas se dilatan millas—explicó el monje.—Las galerías corren en todas direcciones y van directamente a parar debajo de la ciudad de Lucca y hacia el Arno. Jamás han sido exploradas. ¡Escuchen!
En medio de la extraña obscuridad oímos el distante rugido de lejanas aguas que caían estrepitosamente.
—Ese es el río subterráneo, el río que separa el secreto de todos los hombres, a excepción de usted—dijo.—Después siguió adelante, siempre a lo largo de un costado de la gigantesca caverna que cruzábamos, y nosotros lo seguimos, acercándonos cada vez más a esas ruidosas aguas, hasta que al fin nos ordenó pasar, y se puso a examinar las toscas y escabrosas murallas sobre las cuales resplandecían grandes estalactitas brillantes. Por fin encontró una gran señal blanca, igual a la letra E que había grabada en la roca a un lado de la entrada del enorme peñasco, y puso en el suelo su linterna.
—No avancen un paso más—exclamó.—Entonces hizo salir de un hueco, donde parecía estar bien escondido, un largo y tosco puente, que consistía en un solo tablón, con débiles barandillas a ambos lados. Lo empujó hacia adelante mientras yo sostenía en alto la luz, hasta que llegó al borde del profundo abismo, y lo atravesó, para que pudiéramos pasar.
Cuando estuvimos en medio de él, levantó más la linterna, y nos estremecimos al ver, allá en el fondo, como a cien pies de nosotros, una especie de cañada, por la cual corrían impetuosas masas de agua negra, rugiendo furibundas al perderse en las entrañas de la tierra, y formando una terrible trampa para aquellos que se aventuraran a explorar aquel extraño, curioso y húmedo lugar.
Después que pasamos el puente, volvimos a orillar una nueva muralla rocallosa que había a la derecha, atravesamos luego un túnel largo y angosto, y al fin salimos a otro espacio abierto, cuyas dimensiones tampoco nos fue posible calcular.
El monje colocó entonces su linterna en un nicho, en cuyo seno había varias velas puestas sobre toscas tablas y aseguradas entre tres clavos. Cuando las encendió y nuestros ojos se acostumbraron a la luz, vimos que estábamos en una especie de pieza, no muy grande, pero sí larga, angosta y más seca que las otras partes de la caverna.
—¡Mire!—exclamó el capuchino, haciendo un movimiento con la mano.—Aquí está todo, señor Greenwood, y todo es suyo.
Entonces comprendí, azorado y atónito, que alrededor de las murallas de esa pieza había, formando altas pilas, unos sobre otros, una inmensidad de sacos de cuero llenos hasta casi reventar. Toqué una pila que había al alcance de mi mano, y vi que lo que dentro se encerraba, era duro y angular y no cedía a la presión. También había varios cofres pequeños y anticuados, que, por su seguro aspecto, con sus fajas de hierro herrumbroso y tachonados de clavos, debían contener, pensé yo, las misteriosas riquezas que habían convertido en millonario a Burton Blair, cuando pocos días antes era un pobre caminante sin hogar.
—¡Qué!—grité azorado;—¡este es un inmenso tesoro escondido!
—Sí—contestó fray Antonio en su voz baja, profunda.—El tesoro escondido del Vaticano. Vea—añadió,—todo está aquí, a excepción de la parte que sacó el señor Blair,—y abriendo uno de los macizos cofres, sostuvo en alto la linterna y desplegó ante mis ojos una colección tan variada de cálices, patenas y custodias de oro, vestiduras recubiertas de joyas y pedrería y magníficas alhajas, como nunca antes había visto igual.
Reginaldo y yo nos habíamos quedado completamente confundidos y mudos en presencia de aquello. Al principio creí que estaba viviendo en un mundo encantado de leyendas y romances, pero cuando un momento después el áspero capuchino me recordó lo pasado, mi asombro fue ilimitado.
¡El secreto de Burton Blair estaba descubierto... y era mío!
—¡Ah!—exclamó el monje, riendo;—esta revelación lo ha dejado ofuscado, no hay duda. Pero ¿no le prometí que dentro de media hora sería usted varias veces millonario?
—Sí, pero refiérame la historia de toda esta gran riqueza—le dije con instancia, porque había cortado uno o dos de los sacos de cuero y descubierto que cada uno de ellos rebosaba de oro y piedras preciosas, incrustadas en su mayoría en crucifijos y ornamentos eclesiásticos.
EN EL QUE SE REFIERE UNA HISTORIA EXTRAÑA
—Creo justo que conozca ahora la verdad, aun cuando se han hecho los mayores esfuerzos para ocultársela—observó el monje, como hablando consigo mismo.—Bien, hela aquí. Usted, como protestante, tal vez sabe que los tesoros encerrados en el Vaticano, en Roma, son los más grandes del mundo, y también que cada Papa, con motivo de su jubileo o de algún otro notable aniversario, recibe un enorme número de regalos, mientras la iglesia de San Pedro, por su parte, constantemente recibe numerosos ornamentos y joyas como ofertas votivas. Todo esto se guarda en el tesoro del Vaticano, y constituye una colección de riquezas no igualadas por todos los millones de los modernos millonarios.
A principios del año 1870 el Papa Pío IX recibió, por medio de las maravillosas vías diplomáticas que posee nuestra Santa Iglesia, informes secretos anunciándole que las tropas italianas tenían la intención de bombardear y entrar a Roma, como también saquear el palacio del Vaticano. Su Santidad confió sus temores al gran cardenal Sannini, su favorito, que era entonces el tesorero general. Este sabía que existía aquí un seguro escondite, pues había vivido en este distrito siendo joven campesino; por lo tanto consiguió, en los meses de junio, julio y agosto de 1870, trasladar secretamente una gran cantidad del tesoro del Vaticano y guardarlo en este lugar, con el fin de salvarlo de las manos del enemigo.
Conforme a los temores de Su Santidad, el 20 de septiembre las tropas italianas, después de cinco días de bombardeo, entraron a Roma, pero, felizmente, no llevaron un recio ataque al Vaticano. Desde entonces permanece aquí el tesoro arrancado de su seno. El cardenal Sannini fue, según parece, traidor a la Iglesia, pues aun cuando indujo a Pío IX a que permitiera sacar el tesoro secretamente, jamás le dijo el punto exacto donde estaba oculto; y es extraño que los dos guardias suizos que le ayudaron en su obra al cardenal, y que, fuera de él, eran los únicos poseedores del secreto, desaparecieran tan completamente. Es muy probable, pienso yo, que hayan sido precipitados al fondo de ese río subterráneo que acabamos de cruzar. La pequeña entrada a estas galerías estaba antes oculta por sólo malezas y zarzas, pero después que el tesoro quedó guardado aquí, Su Eminencia descubrió que el paraje era muy adaptable para construir una ermita, e hizo construir esta pequeña choza que han visto ustedes sobre la pequeña abertura de la roca, al costado del enorme peñasco, con el objeto de ocultarla. Para que los albañiles no descubrieran la entrada, cerró primero, con sus propias manos, el agujero.
Por espacio de varios meses, durante la lucha entre el Gobierno italiano y la Santa Sede, abandonó su vestidura purpúrea y llevó una vida de ermitaño en esta celda, pero no tuvo otro objeto al hacer esto que cuidar el enorme tesoro tan hábilmente asegurado. Como usted sabe, fue, en cierta ocasión capturado por el terrible Poldo Pensi, tan temido en la Calabria, y obligado, con el fin de salvar su vida y reputación, a descubrir la existencia de su tesoro. Pensi, en vista de esto, vino aquí secretamente, vio el tesoro, pero como era en extremo supersticioso, cual lo son todos los de su condición, no se atrevió a tocar ni un solo objeto. Buscó un hombre que en un tiempo había formado parte de su partida y que después entró, arrepentido, en nuestro Monasterio, un tal fray Horacio, y le entregó la ermita para que la cuidara, pero sin decirle nada sobre el túnel secreto y sus cavernas subterráneas. Sannini y el Papa murieron, mientras fray Horacio, ignorando por completo el hecho de que residía sobre una verdadera mina de fabulosa riqueza, continuó viviendo aquí por espacio de dieciséis años, hasta que murió, y yo le sucedí en la ocupación de la celda, donde paso casi seis meses todos los años en meditación y orando.
Mientras tanto, el secreto de Su Eminencia, inscripto en la cifra secreta usada por el Vaticano en el siglo xvii, pasó, según parece, de las manos de Poldo Pensi a las de Burton Blair, su compañero de mar e íntimo amigo.
Hace unos cinco años, más o menos, que yo supe esto por primera vez. Mi tranquilidad se vio turbada un día por la visita de dos ingleses, Blair y Dawson, los cuales me contaron una historia extraña sobre el secreto que les había sido dado, pero al principio yo no quise creer que hubiera nada de cierto en este cuento del tesoro escondido. Sin embargo, investigamos, y después de una exploración muy larga, difícil y peligrosa, conseguimos descubrir la realidad.
—¿Entonces Dawson participó del secreto, como también de los beneficios?—observé atónito ante la asombrosa verdad.
—Sí, nosotros tres éramos los únicos que conocíamos el secreto, y entonces convinimos en que Blair tendría la mayor parte, dado que el exbandido se lo había regalado a él, mientras Dawson, a quien Pensi, según parece, dio a conocer algunos datos concernientes al tesoro, antes de morir, participaría de una cuarta parte del producto anual, y yo, nombrado guardián de la casa del tesoro, de una octava, o, mejor dicho, mi comunidad, para cuyo beneficio era. No se me pagaría directamente a mí, porque eso habría despertado sospechas, sino al vicario general de la Orden de Capuchinos, residente en Roma, siendo los encargados de esta misión los banqueros de Blair, de Londres.
Este convenio ha sido cumplido durante cinco años. Una vez cada seis meses entrábamos en este sitio todos juntos y elegíamos una cierta cantidad de joyas y otros artículos de valor, los cuales eran enviados, por diferentes vías, a los puntos convenientes: las joyas a Amsterdam, para ser vendidas, y los demás artículos a las grandes casas de remates de París, Bruselas y Londres, mientras otros objetos iban a parar a las manos de famosos comerciantes y coleccionistas de antigüedades.
Como puede usted ver, esta colección de joyas es inacabable. Tres rubíes solamente produjeron, el año pasado, en París, la cantidad de sesenta y cinco mil libras esterlinas, mientras que algunas de las esmeraldas se han vendido por sumas enormes. Sin embargo, tan ingeniosamente arreglaron los señores Dawson y Blair las diferentes vías por las cuales colocaban las alhajas en el mercado universal, que nadie abrigó jamás la menor sospecha.
—Pero todo esto, hablando con honradez, pertenece a la Iglesia de Roma—observó Reginaldo.
—No—contestó el gran monje, hablando en inglés;—según el cardenal Sannini, Su Santidad, después de la paz con Italia, se lo regaló como prueba de consideración, y teniendo en cuenta también que, con la ocupación de Roma por las tropas italianas, sería difícil, sin excitar grandes sospechas, volver a traer al tesoro del Vaticano la gran colección de joyas.
—¡Entonces todo esto es mío!—exclamé no pudiendo todavía dar completo crédito a la verdad.
—Todo—respondió el capuchino,—salvo la parte mía, o, más bien dicho, de mi Orden, para distribuirla entre los pobres, como pago de su misión protectora aquí, y la del señor Dawson, también, junto... con alguna concesión de recompensa,—y se dio vuelta hacia Reginaldo—a vuestro amigo, aquí presente. Por lo menos, es lo que yo supongo. En cierta ocasión lo puse en guardia contra él—añadió,—pero fue debido a lo que me dijo Dawson, que no eran sino mentiras.
—Ya he jurado proceder con vuestra Orden como lo hizo Burton Blair. En cuanto a lo que se refiere a Dawson, ese es otro asunto distinto; pero mi amigo Seton no será, tenedlo por seguro, olvidado, ni vos tampoco personalmente, como fiel poseedor del secreto.
—Toda recompensa o regalo que se me pueda hacer es para mi Orden—fue la tranquila respuesta del varonil monje.—A nosotros nos está prohibido poseer dinero, pues nuestras pequeñas necesidades personales son suplidas por el padre superior, y de las riquezas de este mundo nada deseamos, salvo aquello necesario para socorrer a los pobres y aliviar a los afligidos.
—No tema usted—le dije riendo,—tendrá una suma para ese objeto.
Después, como el aire, agotado por las luces, parecía ponerse cada vez más impuro, decidimos volvernos a la celda tan hábilmente construida en la entrada de la estrecha galería exterior.
Habíamos llegado a la orilla de ese terrible abismo, donde en lo profundo rugía el agua en impetuosa corriente, y ya había yo cruzado el estrecho puente y pisado la orilla opuesta, cuando, inesperadamente, un par de brazos férreos me oprimieron en la obscuridad, y casi antes de que pudiera lanzar un grito, fui empujado con violencia hacia el borde del espantoso precipicio.
Las manos que me habían aprisionado apretábanme con dedos de acero en la garganta y brazo, y tan repentino fue el ataque, que al principio creí que era una broma de Reginaldo, pues era éste muy amigo de chanzas cuando estaba de buen humor.
—¡Dios mío!—le oí gritar un segundo después, al iluminar la oscilante luz de la linterna el rostro de mi asaltante.—¡Es Dawson!
La conciencia de la terrible realidad y el sentirme aferrado por mi peor enemigo, el cual, no hay duda, nos había seguido, pues conocía bien el paraje, despertó en mí una fuerza sobrehumana, y me empeñé en una terrible lucha de muerte con mi adversario. Antes que mis dos compañeros pudieran acudir en mi auxilio, los dos nos debatíamos, cuerpo a cuerpo, en medio de la profunda obscuridad, sobre el mismo borde del abismo, a cuyo seno era su intención arrojarme para que pereciera como los dos guardias suizos, los cuales debieron ser impelidos al fondo del precipicio por el astuto cardenal.
Comprendí su criminal designio, pero no tan pronto que no tuviera él tiempo de murmurar jadeante, lanzando un terrible juramento:
—¡Esta vez no se escapará! El golpe que le di en medio de la neblina no produjo el efecto deseado; pero aquí, una vez caído abajo, no podrá volver a meterse en mis asuntos. ¡Abajo con usted!
Sentí disminuirse mis fuerzas al hacerme retroceder unos pocos pasos más, dándonos el abrazo de muerte. En las tinieblas sentime asido por uno de mis compañeros y salvado, pero en ese mismo momento había recurrido a una vieja treta escolar, y girando súbitamente, de modo que mi adversario viniera a quedar en mi lugar, lo empujé hacia atrás, soltándome, al mismo tiempo, de sus garras.
Fue todo obra de un segundo. A la luz oscilante de la lámpara lo vi vacilar, quererse asir enloquecido del vacío, y con un espantoso grito de ira y desesperación, caer al fondo de aquel negro abismo, donde las impetuosas aguas lo arrastraran hacia regiones subterráneas, desconocidas e inexploradas.
Sin duda alguna, mi escapada de la muerte ha sido la más difícil y terrible que haya un hombre conocido, y después de aquel esfuerzo violento quedé allí parado, sin aliento, jadeante y atontado, hasta que Reginaldo me tomó de un brazo y me sacó de aquella obscura caverna, en medio de un silencio más impresionante que todas las palabras.
EL MÓVIL Y LA MORAL
A la noche siguiente nos despedimos del vigoroso monje capuchino en la plataforma de la estación de Lucca, y subimos al tren, en el cual debíamos recorrer la primera parte de nuestro viaje de vuelta a Inglaterra. El tenía que retornar en el acto a su celda de ermitaño, situada sobre el tortuoso Serchio, y seguir siendo, como lo había sido antes, el guardián silencioso del gran secreto que, de haber sido revelado, hubiera asombrado al mundo.
La ansiedad nos consumía, pues no sabíamos lo que le habría sucedido a Mabel. Sin embargo, con la conciencia de que la maligna y venenosa influencia del aventurero Dawson había desaparecido, volvimos a la patria algo más tranquilos.
Era tan rico como no lo había soñado nunca, pues en medio de mis más locas fantasías no me había imaginado semejante prodigio; sin embargo, la esperanza de que Mabel llegara a ser mi esposa, ilusión que había sido mi ideal, el verdadero deseo de mi existencia, había quedado destruida, y durante esas largas horas de viaje, melancólicas y silenciosas, mientras el coche-dormitorio del expreso avanzaba hacia el Norte atravesando las planicies de la Lombardía y luego la Suiza y la Francia, mis desesperados pensamientos estaban concentrados en ella y en su porvenir.
Un coche nos llevó directamente de Charing Cross a la calle Great Russell, donde encontré una esquela de Mabel fechada en la mansión de la plaza Grosvenor, pidiéndome fuera allí en el acto que volviéramos de nuestro viaje. Apenas me lavé y arreglé un poco, lo hice, y Carter me condujo, sin ceremonia alguna e inmediatamente, al gran salón blanco y oro que tan familiar me era.
Un momento después entró ella, encantadora y bella en su traje de luto, con una dulce sonrisa en sus labios y su mano tendida hacia mí, llena de gusto y placer al volverme a ver. Su cara me pareció que expresaba una viva ansiedad, y la palidez de sus mejillas demostraba cuán cruelmente había sido destrozado su corazón por el terror y las penas.
—Sí, Mabel, otra vez estamos de vuelta—le dije, estrechando su mano entre las mías y mirándola a los ojos.—¡He descubierto el secreto de su padre!
—¿Qué?—gritó con ansiosa sorpresa,—¿lo ha descubierto? Dígame lo que es... dígamelo—insistió sin aliento.
Primero obtuve de ella la promesa de guardar el más absoluto silencio sobre lo que le revelase, y luego le referí nuestra visita a la celda del ermitaño, el recibimiento que nos había hecho fray Antonio y nuestros descubrimientos.
Ella escuchó, con el más grande asombro, toda la historia del tesoro oculto del Vaticano, hasta que llegó el momento de describirle el atentado de Dawson contra mi vida y su trágico fin; entonces exclamó con vehemencia:
—¡Si ese hombre está muerto... realmente muerto... yo, entonces, estoy libre!
—¿Cómo? ¡Explíquese!—le dije.
—Ahora que las circunstancias se han combinado para libertarme de este modo, voy a confesarle todo—respondió después de una breve pausa. Su cara habíase puesto carmesí, y, mirando hacia la puerta, se cercioró primero de que estaba cerrada. Luego, en una voz profunda e intensa, fijando en mí sus maravillosos ojos, empezó:
—He sido víctima de un complot infame y vil, y usted podrá juzgar, cuando conozca toda la verdad, cuánto he sufrido, y si no he procedido guiada por un alto sentimiento de deber y de rectitud. Como usted verá, la conspiración fraguada contra mí no tiene igual por lo ingeniosa y realmente astuta.
Acabo de conseguir descubrir la verdad y conocer el móvil profundamente escondido detrás de todo ello.
Mi primer encuentro con Herberto Hales fue aparentemente casual y tuvo lugar en la calle Widemarsh, en Hereford. Era entonces una niña de colegio que estaba terminando mis estudios, y tan llena de ideas románticas sobre los hombres como les sucede a todas las niñas en esa edad. Lo veía a menudo, y aun cuando sabía que llevaba una vida precaria cuidando caballos de carrera, le dejé que me festejara. Al principio, lo confieso, me enamoré de él, cosa que no pasó inadvertida para Herberto Hales, y durante ese verano en Mayvill, al caer la noche, tuve muchas entrevistas secretas con él en el parque.
Hacía ya como tres meses que nos conocíamos, cuando una noche me indicó que debíamos casarnos; pero, como yo había descubierto, entretanto, que su amor por mí era sólo fingido, me negué. Noche tras noche nos seguimos viendo, pero yo firmemente rehusaba casarme con él, hasta que, en una de ellas, se dio a conocer bajo su verdadera faz, diciéndome, con gran espanto mío, que él estaba bien al tanto de la historia de la vida de mi padre, y después hizo alusión a la existencia de un hecho deshonroso en que, según él, había tomado parte. Me refirió que mi padre, con el fin de posesionarse del secreto que le dio luego la fortuna, había asesinado al marinero italiano Pensi, a bordo del «Annie Curtis», cuando se alejaron de la costa de España. Yo me negué a escuchar tan terrible acusación, pero mi sorpresa fue grande al ver que me hizo tener una entrevista con el amigo de mi padre, el tal Dawson, en la que éste declaró que él había sido testigo del hecho.
Cuando nos quedamos solos esa misma noche y nos paseábamos por una senda extraviada del parque, me manifestó claramente sus intenciones, y me impuso la obligación de aceptarlo como esposo, obligándome a que me casara secretamente, sin que mi padre lo supiera. Me amenazaba con poner en conocimiento de la policía el pretendido crimen, si no aceptaba sus condiciones.
—¡Bribón! ¡Infame!—grité indignado.
—Me hizo notar marcadamente—continuó,—cómo Dawson, el más íntimo amigo de mi padre, había sido testigo del crimen, y me encontré tan completamente perdida en sus poco escrupulosas manos, como también vi comprometida la reputación del autor de mis días, que, después de una semana de inútil resistencia, me vi obligada a aceptar las condiciones impuestas y consentir en ese odioso casamiento. Desde ese momento, aun cuando en el acto que concluyó la ceremonia nupcial, me volví a casa, quedé completamente bajo su poder, y a cada nueva exigencia tenía que darle dinero, dinero que arrancaba por medio de amenazas. Después que consiguió asegurarme como su víctima, se revelaron casi instantáneamente sus verdaderos instintos, que eran los de un hombre que vive a fuerza de sus infamias y para quien el corazón de una mujer no tiene valor alguno, y desde entonces hasta ahora, aunque el mundo creía que era soltera, y asistía como niña a todas las fiestas y reuniones del más brillante círculo de Londres, he vivido, sin embargo, constantemente presa de un terror pánico del hombre que por la ley era mi esposo.
Se calló para poder respirar y tomar aliento, y noté que hasta sus labios estaban blancos y temblaba de pies a cabeza.
—Felizmente—continuó al fin,—pudo usted salvarme; de otro modo, el complot habría tenido éxito en todos conceptos.
Hasta ayer ignoraba por completo el verdadero móvil que había existido para obligarme a este casamiento, pero, ahora que lo he descubierto, veo cuán hábil y astuta ha sido la mente que lo ingenió. Herberto me buscó desde un principio, según parece, porque había oído al anciano señor Hales hacer una observación casual sobre la misteriosa y gran fortuna de mi padre. Como era un aventurero, calculó que podía contraer enlace conmigo, teniendo en cuenta que era la única heredera de esas grandes riquezas.
Hacía un mes que nos conocíamos, cuando, inesperadamente, llegó Dawson de Italia, parando con nosotros en Mayvill, durante unos pocos días, y una tarde que andaba cazando pichones silvestres, nos vio paseando juntos por la orilla del bosque que rodea el parque.
En el acto que nos vio, trazó su diabólico plan, y al día siguiente se entregó a hacer investigaciones sobre Hales, y cuando se hubo cerciorado del carácter y condiciones del individuo, se vio con él e hizo un curioso pacto, dando por resultado que, si Dawson arreglaba los asuntos de tal manera que se efectuara un casamiento secreto entre Hales y yo, recibiría, en caso de la muerte de mi padre la suma de dos mil libras al año, en lugar de presentarse reclamando derechos en los bienes dejados a favor de su esposa.
Le hizo notar a Hales que por medio del casamiento secreto conmigo, tendría una fuente de constantes recursos, como que yo no me negaría a satisfacer sus exigencias de dinero, porque, si yo revelaba el secreto de nuestra unión para acabar de una vez con sus exigencias, él, entonces, podría ocupar en el acto su lugar verdadero como esposo legal de la hija del millonario.
Después de combinado este plan, le refirió a Hales muchos hechos ciertos sobre la vida de mi padre en el mar, con el fin de confundirme y engañarme mejor, pero agregó esa acusación falsa que yo, al verla corroborada por él, tuve la desgracia de creer, es decir, que mi padre había cometido un asesinato para obtener ese pequeño paquete de cartas con el secreto cifrado. Dawson, que rápidamente conoció la clase de hombre que era Hales, le ayudó ocultamente a tenerme bajo su poder, cosa que yo ignoraba por cierto. El móvil que tuvo para hacer este casamiento, en tan terribles circunstancias para mí, fue de largo alcance y previsión. Comprendió que, si me unía al hombre que amaba, mi esposo, a la muerte de mi padre, se preocuparía de asegurar mis derechos como heredera y cuidar de mis intereses, mientras que, siendo la esposa de Hales, yo me aterraría a la sola idea de que se pudiera saber mi mésalliance matrimonial, y, como a su vez lo tenía completamente dominado por este convenio, él obtendría, al fin, el objeto que perseguía: la posesión de toda la fortuna de mi padre.
Sabía muy bien, por cierto, que siendo uno de los conocedores del secreto, el cual sabemos hoy que lo constituye el tesoro del Vaticano, era indispensable que mi padre dejara en sus manos la administración de mis bienes, y, por lo tanto, tomó todas las precauciones para asegurar, a su muerte, la completa posesión de ellos. La manera ingeniosa de que se valió para informar secretamente a Hales de ciertos datos que creía que sólo mi padre y yo conocíamos, el modo perspicaz y sutil cómo corroboró su propia invención, afirmando que mi padre era culpable de un crimen, y la reserva y sigilo con que ayudó a Hales para que se casara conmigo ejerciendo presión en mi ánimo, han sido verdaderas maravillas, según veo ahora, de una hábil conspiración infame. Yo temía, no, estaba convencida de que el terrible secreto de mi padre que conocía Hales, era una espantosa verdad, y sólo anteayer he conseguido, con la ayuda del anciano señor Hales, descubrir, en una calle del bajo de Grimsby, a un hombre de apellido Palmer, exmarinero del buque «Annie Curtis», el cual estuvo presente cuando murió el italiano. Me ha dicho que la acusación contra mi padre es absolutamente falsa; que, al contrario, fue el más bondadoso y mejor amigo de ese hombre, y que, en reconocimiento de esto, el italiano le regaló la pequeña bolsita de gamuza con las cartas cifradas. Mis recelos y temores de que el secreto había sido obtenido por medios infames, han quedado, al fin, enteramente disipados; y la mancha que pesaba sobre la memoria de mi pobre padre ha desaparecido.
—¿Y el misterio de su muerte?—le dije, asombrado de esta notable revelación de estratagemas y de engaños.
—¡Ah!—suspiró,—he cambiado de opinión. Murió de causas naturales, pero justamente en el momento en que se iba a llevar a cabo un atentado secreto contra su vida. Herberto Hales, a quien mi padre no conoció, y Dawson, se embarcaron en el mismo tren en que él partió para Manchester, y no tengo la menor duda de que tenían intención, si la oportunidad se les presentaba, de herirlo con el mismo cuchillo fatal con que más tarde se llevó a cabo el atentado contra usted. La muerte, sin embargo, les arrebató su víctima.
—Pero, ¿qué es de ese bribón que la cruel suerte le deparó como esposo?
—El Juicio Divino lo ha juzgado—fue su contestación casi mecánica.
—¡Qué!—balbucí lleno de ansiedad.—¿Ha muerto?
—La noche que usted partió de Londres tuvo una cuestión con Dawson, y otra vez el tuerto demostró su notable astucia, porque, con el fin de librarse de Hales y hacer desaparecer los hechos deshonrosos que éste conocía, parece que informó confidencialmente a la policía de un robo cometido después de las carreras en Kempton Park, hace cerca de un año y que dio por resultado la muerte del damnificado, pues para robarle una gran suma de dinero que llevaba consigo, fue gravemente herido. Dos detectives se trasladaron a las habitaciones de Hales, en la calle Lomer Seymour, como a las dos de la mañana, pero él, comprendiendo que Dawson había cumplido su amenaza, se encerró y aseguró bien las puertas. Cuando, al fin, consiguieron echar una abajo, lo encontraron tendido en el suelo, completamente muerto, con un revólver a un lado.
—¡Entonces, es usted libre, Mabel, libre para casarse conmigo!—grité, casi fuera de mí de alegría.
Ella bajó la cabeza y contestó, en una voz apenas perceptible:
—No, Gilberto, no lo merezco; soy indigna de eso. Lo he engañado.
—Lo pasado ha pasado, y está todo olvidado—exclamé, tomando su mano y agachándome hasta que mis ardientes y apasionados labios tocaron los suyos.—¡Es usted mía... sólo mía, Mabel!—grité.—Esto es, por cierto, si se atreve a depositar su porvenir en mis manos.
—¡Si me atrevo!—repitió, sonriéndose a través de las lágrimas, que llenaban sus ojos.—¿No he confiado en usted en estos cinco años? ¿No ha sido usted, acaso, mi mejor amigo desde la noche en que por primera vez nos conocimos, hasta este momento?
—¿Pero siente usted por mí, queridísima Mabel, suficiente estimación?—le pregunté, profundamente conmovido por sus palabras.—Quiero decir, ¿me ama?
—Sí, Gilberto, le amo—balbució, bajando los ojos modestamente.—Es al único hombre que he amado en toda mi vida.
Entonces la estreché contra mi pecho, y en esos momentos de éxtasis le repetí a mi amada la vieja historia de amor tantas veces referida, y que todo hombre en el mundo repite a la elegida de su corazón, a la mujer ante quien se postra en adoración.
—¿Y qué más necesito decir? Una deliciosa sensación de placer hacía palpitar mi corazón. ¡Era mía, mía para siempre! Estaba convencido de que durante todos los terribles sufrimientos por que había pasado, me había sido siempre sincera y leal. Ella, ¡pobrecita! había sido, como su padre, la inocente víctima del ingenioso aventurero Dawson y del joven bribón y sin escrúpulos que había sido su instrumento, los cuales la habían persuadido, por medio de engaños y de amenazas, a que consintiera en ese fatal casamiento, con el fin de poseer, después, toda la enorme fortuna de Blair.
La suerte, sin embargo, les fue adversa, y en vez de triunfar, su propia avaricia e ingenio les dio por resultado verse derrotados, y, al mismo tiempo, me colocó a mí en la posición que ellos habían tenido la intención de ocupar.
Mabel y yo estamos ya casados, y no hay, ciertamente, en todo Londres, una pareja tan verdaderamente feliz como nosotros.
Después de las tempestades y embates de la vida nos ha sido concedida una tranquilidad plácida y dichosa. El fiel Ford ha vuelto a nuestro lado, como mi secretario, y frecuentemente nos burlamos de Reginaldo, que ha vendido su negocio de encajes, por su profunda admiración por Dolly Dawson, la que, a pesar de ser hija de un aventurero, es una niña muy encantadora y modesta, me veo obligado a confesarlo, y estoy seguro de que será una excelente compañera para mi antiguo condiscípulo y viejo amigo.
El otro día le preguntó, con la mayor reserva, a la señora Percival, que reside con nosotros en Mayvill, si creía que Mabel tomaría a mal que él se declarara a Dolly. Se ve, pues, que sus pensamientos se encaminan, evidentemente, a las sendas matrimoniales.
El anciano Hales vive siempre en las Encrucijadas de Owston, y hace poco que vino a Londres, acompañado de su esposa, a hacernos una larga visita.
En cuanto al secreto del cardenal, hasta hoy no se ha traslucido nada, el público no lo conoce, pues está demasiado bien guardado por nosotros.
Delante de la entrada del gran depósito de las fabulosas riquezas vive aún el grave monje de barba negra, hábito desteñido y usado, fray Antonio, el amigo de los pobres de Lucca, dividiendo su vida solitaria entre la meditación y atender las necesidades de los desamparados de la fortuna de esa populosa ciudad que se levanta en el verde valle toscano.
La iglesia de Roma tiene buena memoria. Durante años ha dado toda clase de pasos, según parece, para ver de descubrir y recuperar el gran tesoro que Pío IX le dio a Sannini, su favorito. La presencia de monseñor Galli, de Rimini, su entrevista clandestina con Dolly, fue, como hemos sabido después por propia confesión de ella, para ver de cerciorarse de algunos datos concernientes a los últimos actos y movimientos de su padre, pues se había sabido que pocos meses antes había vendido en París, a un comerciante en el ramo, el histórico crucifijo de piedras preciosas usado por Clemente VIII, que fue depositado en el tesoro del Vaticano después de su muerte, el año 1665.
Muchos hombres de la City están al tanto de la gran fortuna que ha venido a mis manos, y es probable que muchos de los que lean esta historia conozcan también la blanca fachada de una de las grandes mansiones de la plaza Grosvenor; pero, ciertamente, nadie conoce los extraños hechos que por primera vez he estampado en letras de molde.
Hace como un mes que me hallaba sentado en la silenciosa y pequeña celda que tan hábilmente oculta la vasta riqueza de la cual soy hoy el único dueño y que me ha colocado entre los millonarios de Inglaterra, relatándole a fray Antonio los detalles de la trágica historia de Mabel y cuán cruelmente había sido víctima de tanta infamia, y al hacerlo, di rienda suelta a mis pensamientos, expresándome con franqueza sobre la acción cobarde del hombre que se había hundido en las profundidades del río subterráneo; pero el bondadoso monje, de rostro curtido y arrugado, levantó su mano, y, señalándome el gran crucifijo que había colgado en la pared me dijo con su voz tranquila:
—No, no, señor Greenwood. El odio ni la malicia no deben albergarse en el corazón del hombre honrado. Recordemos más bien esas palabras divinas: «Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.» ¡Cómo nosotros perdonamos! Por lo tanto, perdonemos al inglés tuerto, al hombre que tanto mal hizo, pero que ya no existe.
FIN