The Project Gutenberg eBook of La Política de los Estados Unidos en el Continente Americano

This ebook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this ebook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook.

Title: La Política de los Estados Unidos en el Continente Americano

Author: Raúl de Cárdenas y Echarte

Release date: April 27, 2014 [eBook #45508]

Language: Spanish

Credits: E-text prepared by Carlos Colón, Adrian Mastronardi, and the Online Distributed Proofreading Team (http://www.pgdp.net) from page images generously made available by Internet Archive/American Libraries (https://archive.org/details/americana)

*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS EN EL CONTINENTE AMERICANO ***

 

E-text prepared by Carlos Colón, Adrian Mastronardi,
and the Online Distributed Proofreading Team
(http://www.pgdp.net)
from page images generously made available by
Internet Archive/American Libraries
(https://archive.org/details/americana)

 

Note: Images of the original pages are available through Internet Archive/American Libraries. See https://archive.org/details/polbiticaestados00cbarrich

 


 

LA POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS
EN EL
CONTINENTE AMERICANO

Imprenta El Siglo XX. de la Sociedad Editorial Cuba Contemporánea.
Teniente Rey 27, La Habana.

BIBLIOTECA "LA CULTURA CUBANA"
VOL. III

RAÚL DE CÁRDENAS

LA POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS
EN EL
CONTINENTE AMERICANO

logo

La Habana.
Sociedad Editorial Cuba Contemporánea
O'Reilly, 11.
1921.

A mis amigos, los Doctores Antonio S.
de Bustamante y Cosme de la Torriente;
en testimonio de afecto y admiración.

ÍNDICE

PRIMERA PARTE
LA EXPANSIÓN TERRITORIAL
  Págs.
I. La ocupación de territorios contiguos.
  (A) (1783) Área comprendida entre los montes Alleghanies y el río Mississippi 1
  (B) (1803) Louisiana 9
  (C) (1819) Florida 22
  (D) (1845) Tejas 28
  (E) (1848) Alta California y Nuevo Méjico 45
  (F) (1846) Oregon 50
  (G) (1854) El valle de Mesilla 57
II. La adquisición de territorios distantes.
  (A) (1867) Alaska 58
  (B) (1898) Haway 60
  (C) (1898) Puerto Rico, las Filipinas y Guam 75
  (D) (1899) Tutuila 80
  (E) (1816) Las Antillas danesas 81
III. Notas críticas acerca del movimiento expansionista. 83
SEGUNDA PARTE
LA DOCTRINA DE MONROE
I. Su antecedente: la política del "aislamiento" o de "las dos esferas". 89
II. Sus orígenes. 93
III. Relación de los casos en que ha sido aplicada. 105
  Afirmaciones positivas. 106
  Afirmaciones negativas. 106
[viii]IV. Notas críticas.
  Verdadera significación de la Doctrina de Monroe. 174
  Contribuyó a darle popularidad y fuerza, la circunstancia de que defendiera el principio del gobierno propio. 176
  El mantenimiento de la Doctrina de Monroe es siempre de actualidad para los Estados Unidos. 177
  Sobre los casos en que ha sido infringida la Doctrina de Monroe. 179
  Fué en un tiempo de carácter "presidencial" exclusivamente, pero hoy es también "congresional". 181
  La Doctrina de Monroe y el Derecho Internacional. 181
  La Doctrina de Monroe en los actuales momentos. 184
TERCERA PARTE
LA PREPONDERANCIA EN EL CARIBE
I. (A) Cuba 187
  (B) Panamá 212
  (C) Santo Domingo 231
  (D) Haití 246
  (E) Nicaragua 253
  (F) Costa Rica 260
  (G) Guatemala 262
  (H) Méjico 263
II. Notas críticas.
  I. La política intervencionista de los Estados Unidos en el mar Caribe. Sus precursores. Sus causas. Caracteres que le son propios. 269
  II. La ingerencia norteamericana en las Repúblicas de Cuba, Panamá, Santo Domingo, Haití y Nicaragua, a tenor de los tratados vigentes y en la práctica. Censuras de que ha sido objeto. 275
  III. El factor económico en las relaciones de los Estados Unidos con las Repúblicas que se encuentran bajo su esfera de influencia. 282
  IV. Ingerencia de la Administración del Presidente Wilson en determinados asuntos, de orden interno, de las Repúblicas de Méjico, Costa Rica y Guatemala. 283

PRIMERA PARTE
LA EXPANSIÓN TERRITORIAL

I
LA OCUPACIÓN DE TERRITORIOS CONTIGUOS

(A)
(1783) Área comprendida entre los montes Alleghanies y el río Mississippi.

A principios del siglo XVIII, el extenso territorio que hoy ocupa la República norteamericana formaba tres distintas colonias: una española, otra francesa y otra inglesa. Esta última ocupaba un área muy reducida en proporción a las otras dos. No era más que una faja de territorio que corría desde el río Penobscot, en Maine, hasta el cabo Romano en la Carolina del Sur, y desde el Atlántico hasta la cordillera de los Alleghanies. Sin embargo, con el andar de los tiempos, la colonia inglesa primero, los Estados Unidos después, uniendo la acción social a la política, lograron terminar con las dominaciones europeas y agregaron a su territorio el área inmensa de sus colonias.

[2]

Comenzó la expansión de los Estados Unidos antes de que los norteamericanos alcanzaran la independencia. Esta manifestación, aparentemente paradójica, no lo es. Los primeros pasos del proceso expansionista se dieron a principios del siglo XVIII por los colonos virginianos directamente, sin recibir el apoyo moral ni el auxilio material de la corona británica; y a fines de este mismo siglo, esos esfuerzos, que aún no habían desmayado, resultaron coetáneos con los que hicieron los colonos por alcanzar la independencia.

El territorio de las trece colonias primitivas tenía tan sólo 341,752 millas cuadradas, y el que se le asignó a los Estados Unidos por el Tratado de París de 3 de septiembre de 1783, que puso término a la guerra de independencia, abarcaba además otra área de 488,248 millas, comprendida entre los Alleghanies y el río Mississippi. Los delegados de las colonias insistieron con razón en que ese territorio pertenecía a la nueva República, porque había sido adquirido merced al esfuerzo de los colonos.

Vamos a examinar los hechos en que se fundaron los delegados norteamericanos para reclamar un territorio mayor que el que correspondía a las colonias.

Pretendieron siempre los colonos ingleses que los dominios británicos se extendían por el oeste hasta el río Mississippi; y los franceses, por su parte, dueños entonces del Canadá, alegaban que era de ellos el territorio que limitaban los ríos Mississippi y Ohio y los grandes lagos, o séase el que hoy ocupan los estados de Ohio, Indiana, Illinois, Michigan, Wisconsin y parte de Pensylvania, y que hacia el oeste de los Alleghanies, tan sólo pertenecía a Inglaterra el territorio situado al sur del río Ohio, es decir, lo que hoy forman los estados de Kentucky, Tennessee y parte de Virginia.

En 1718, Alexander Spottswood, Gobernador de Virginia, cruzó al frente de una expedición la cordillera de los Alleghanies. Iba a explorar; iba como quien va a tomar posesión de algo de que se es dueño y se quiere conocer. No llegó más que hasta el río Shenandoah, y no produjo la expedición ninguna consecuencia, como no fuera la de instituirse una orden que se denominó "Tramontana" y con la que Spottswood quiso condecorar a sus acompañantes en recuerdo de su viaje. Así y todo, los escritores consideran siempre a Spottswood, como al que dió el primer paso en el camino de la expansión.

A mediados del mismo siglo, en tiempos de otro Gobernador[3] de Virginia, Robert Dinwiddie, se ponen en conflicto los intereses de los colonos ingleses con los de los franceses por la posesión del territorio situado al norte del río Ohio. Mientras la pretensión de los virginianos no se tradujo en hechos, el asunto carecía de interés. Tratábase de una inmensidad de territorio, inexplorado, habitado tan sólo por tribus indias. Pero he aquí que Dinwiddie, siguiendo el sistema de colonización a que tan aficionados fueron los ingleses, le otorga a una Compañía que se formó entre virginianos, y que se denominó de "Ohio", el derecho al disfrute de dicho territorio y manda a construir un fuerte en la orilla del río de ese nombre; y que los franceses, que de esto se enteran, le hacen saber a dicho Gobernador que no les permitirán a los virginianos explotar ese territorio; y ya tenemos en conflicto, por primera vez, a los norteamericanos por la posesión de terrenos contiguos a los suyos.

El Gobernador Dinwiddie quiso conocer cuál era la actitud de los franceses en este asunto; cuáles eran sus verdaderas aspiraciones acerca del discutido territorio situado al norte del río Ohio, y decidió enviar un comisionado que se entrevistara con las autoridades francesas y se hiciera cargo de sus pretensiones. Para desempeñar tan difícil encargo se comisionó a un joven perteneciente a una ilustre familia de Virginia, cuyo nombre excelso habría de llenar después una de las páginas más grandes de la historia de la humanidad, y que con esa aventura se inició en la vida pública de su país: George Washington.

A fines del año 1753, Washington salió de Virginia y, dirigiéndose hacia el Norte, venciendo obstáculos y distancias inconcebibles, llegó hasta las inmediaciones del lago Erie, entrevistándose en el fuerte Le Baeuf con el jefe de las fuerzas francesas, Gardeur de Saint Pierre. Este lo colmó de atenciones; pero le hizo presente, para que así lo hiciera saber al Gobernador de Virginia, que si los colonos ingleses no evacuaban la parte norte del río Ohio, se vería compelido a expulsarlos por la fuerza. Al conocer Dinwiddie esa actitud, reclamó auxilios de Inglaterra; pero esta nación ni siquiera prestó oídos a la petición.

A pesar de esta actitud de la Corona Británica, los virginianos decidieron pelear. En 2 de abril del año 1754, Washington, con el grado de Teniente Coronel y al frente de dos compañías, se dirigió al Norte. La suerte le fué adversa: en 4 de julio de ese año tuvo que rendirse a los franceses en el fuerte "Necesidad".

[4]

Inglaterra hasta entonces no había dado pruebas de preocuparse de las luchas de sus colonos con los franceses; pero esta vez se preocupó, por el sesgo que llevaban estos asuntos, y envió a América al general Braddock al frente de algunos refuerzos. Braddock, con las fuerzas traídas de Inglaterra y con otras americanas, inició en el verano del año 1755 una nueva campaña; pero el éxito sonrió otra vez a las armas francesas.

Al año siguiente comienza la guerra de los siete años, y tuvo ésta por escenario no sólo a Europa, sino también los campos de América. El territorio hasta entonces disputado, el situado al norte del río Ohio, fué el teatro de la lucha. Al principio la suerte fué adversa a los ingleses, pero como se enviara desde Inglaterra un contingente de 50,000 hombres, el éxito se cambió para esta nación; y desde el año 1759, con la toma de los fuertes Niágara y Ticonderoga, quedó decidido el triunfo de la campaña.

Con el tratado de París, de 10 de febrero de 1763, dió término la guerra de los siete años; y al quedar resueltos definitivamente los destinos de Francia en América, con la cesión que hizo del Canadá en favor de Inglaterra, quedó decidida también la suerte de los terrenos del norte del río Ohio, es decir, el conflicto que desde mediados del siglo armó en guerra a los virginianos.

La Gran Bretaña, al quedar en posesión del territorio que nos ocupa, cometió una injusticia. En vez de agregarle a Virginia el referido territorio, ya que por su posesión tanto había combatido esta colonia, lo puso bajo la dependencia del Canadá. Los virginianos no pudieron decir, sin embargo, que habían perdido el tiempo. Su esfuerzo no fué infructuoso: consiguieron adiestrarse en las artes de la guerra, y esa práctica había de resultarles de gran provecho pocos años después, cuando estalló la insurrección de las colonias.

Expuesta ya, a grandes rasgos, la acción de los colonos ingleses en el territorio situado al norte del río Ohio, antes de la independencia, ocupémonos ahora del situado al sur de dicho río, es decir, del que forma el área que hoy tienen los Estados de Kentucky y Tennessee.

Los franceses no les negaron nunca a los ingleses su derecho a ese territorio. Disputaron siempre la dominación del territorio del norte del río Ohio, pero los del Sur los consideraron siempre como de la pertenencia de Inglaterra, y para esta nación formaban parte de Virginia.

[5]

La ocupación de ese territorio por Virginia, puede citarse como un ejemplo de que la expansión norteamericana fué, más bien que obra de la acción política del gobierno, un producto o un resultado de la actividad individual. En Virginia, el eje de la organización social estaba constituído, por así decirlo, por los propietarios rurales; y estimando éstos que ya los terrenos de dicha colonia resultaban insuficientes para sus cultivos, se fueron extendiendo poco a poco hacia el Oeste. El cultivo, del tabaco especialmente, requería nuevas tierras. La iniciativa individual comenzó, pues, la expansión, antes que la actividad política. Tuvo tal importancia la actividad privada, que una de las compañías formadas para la explotación de las nuevas tierras, la llamada de "Los propietarios de la Colonia de Transilvania", instituyó un gobierno propio formado por los colonos; gobierno que fué suprimido después por el de Virginia, pero cuando ya su Cámara había tenido tiempo de votar seis leyes.

A medida que los nuevos territorios iban ganando en importancia, fué arraigando en sus moradores el propósito de que los mismos fueran algo más que una simple posesión de Virginia; y cuando esa idea estuvo firme en las conciencias, el pueblo, reunido en convención en 7 de junio de 1778, designó dos Delegados que se dirigieron a Williamsburg, capital de Virginia, para pedir su incorporación a esta colonia como un nuevo Condado dentro de la misma. Llegaron dichos Delegados cuando la Asamblea de Virginia declaraba su independencia de Inglaterra; pero obtuvieron su objeto: seis meses después, el tan citado territorio formaba un nuevo Condado.

La revolución, por la fuerza de las armas, consagró para las colonias el dominio del territorio situado al norte del río Ohio. El joven virginiano George Rogers Clark, al frente de un ejército, sostuvo dos admirables campañas durante los años 1778 y 1779, que culminaron con la rendición del coronel Hamilton, jefe de las fuerzas inglesas en Vicennes, quedando toda la región en poder de los revolucionarios.

Expuestos ya los esfuerzos de los colonos norteamericanos por adquirir y dominar la región situada entre los Alleghanies y el río Mississippi, réstanos referirnos a la actividad de los comisionados de la paz, en 1783, a fin de asegurarla definitivamente, para la nueva nacionalidad.

Cuando se trató de ese asunto en las conferencias de París,[6] con tal tesón defendieron los delegados norteamericanos la aspiración de la nueva República, de que el río Mississippi señalara su lindero occidental, que los ingleses se allanaron, aunque de mal grado, a dicha petición. Pero inesperadamente surgió un serio obstáculo: el Gobierno de Luis XVI se opuso a que el dominio de ese territorio pasara a los Estados Unidos.

Francia y España en aquel entonces marchaban de perfecto acuerdo, y Luis XVI aspiraba a que Inglaterra conservara el dominio del territorio situado al norte del río Ohio y España el situado al sur de dicho río. Los Delegados americanos se veían en un trance apurado. El Congreso de los Estados Unidos, creyendo en la buena fe y en la amistad de Francia, así como en la espontaneidad del auxilio que le había prestado a los revolucionarios, había encargado a dichos delegados que tomaran por Consejero al rey de Francia. Con efecto, por un acuerdo adoptado por el Congreso en 8 de junio de 1781, se les confería a los delegados esta instrucción:

Deben Uds. tener muy al corriente de cuanto ocurra en las conferencias a los Ministros de nuestro generoso aliado el rey de Francia; no deben dar ningún paso, ni convenir nada, sin su consentimiento; han de inspirarse en sus consejos y opiniones.

¿Cómo se explica tan difícil situación? ¿Qué significaba que mientras los ingleses no oponían obstáculos a la aspiración de darle a la nueva República la extensión reclamada por sus delegados, se viniera a colocar frente a esa aspiración el Gobierno de Francia, su gran amigo y aliado? Vamos a explicarlo. En primer lugar, la amistad de Francia hacia los revolucionarios no fué nunca tan espontánea como éstos se la imaginaban. Los ayudaban, no por otra cosa que por el deseo de perjudicar a Inglaterra, entonces su enemiga y rival; y hasta tal punto es esto cierto, que Turgot, uno de los ministros de Luis XVI, en un caso declaró que a la larga a Francia no le convenía que en la lucha entre Inglaterra y sus revueltas colonias triunfara aquélla, porque entonces retiraría de éstas y traería al Continente el contingente de tropas que en ellas combatía. El mismo Luis XVI y sus ministros, en más de una ocasión significaron que aun cuando ayudaban a los revolucionarios, no por simpatía, sino porque esta ayuda redundaba en daño de Inglaterra, no por eso dejaban de experimentar ciertos escrúpulos, pues era un mal ejemplo que un monarca auxiliara ostensiblemente la formación de una República democrática.

[7]

Francia sabía lo que quería al oponerse a las pretensiones de los delegados americanos:

Vió con mirada profética, dice el insigne escritor norteamericano Willis Fletcher Johnson, que el acceso de los americanos al río Mississippi habría de significar en lo futuro el control de éstos sobre dicho río, y en definitiva su completo predominio sobre el hemisferio occidental.

Tenía además otra mira: vislumbraba que cedido a España el territorio situado al sur del río Ohio, dicho territorio, en fecha próxima, llegaría a ser suyo, dado su predominio en los asuntos de esta monarquía con la que marchaba en completa inteligencia.

Ya veía en lo futuro, dice el referido autor, el Tratado de San Ildefonso.

Para conseguir su propósito, la diplomacia francesa ponía en juego toda su habilidad. Le hacía ver a los delegados ingleses que los americanos tenían que seguir sus consejos; y nada mejor, por otro lado, para excitar la codicia de aquéllos, que halagarlos con la adquisición de todo el territorio situado al norte del río Ohio. Les decía que se hicieran fuertes, y al propio tiempo les hacía ver que en sus manos estaba vencer la resistencia de los norteamericanos.

Los comisionados americanos, John Adams, John Hay y Benjamín Franklin, dándose cuenta de que al conferirles el Congreso sus instrucciones, éste no conocía cuál era la verdadera disposición y cuáles eran los propósitos del Gobierno de Francia, no tuvieron inconveniente en desobedecer dichas instrucciones. Franklin tenía sus escrúpulos, pero Hay se los supo desvanecer. Como decía Adams, esa desobediencia los llenaba de gloria.

Los ingleses se allanaron a la petición de los americanos; y una vez firmado el Tratado, fué éste llevado para su ratificación al Congreso, que sin duda se felicitó de que los comisionados hubiesen desobedecido sus instrucciones. De esta manera las trece colonias, al obtener su independencia, consagraron la adquisición de un territorio aun mayor que su área. Las colonias, como antes dijimos, contaban con 341,752 millas cuadradas, y el terreno que además se les reconocía contaba 488,248 millas.

El estudio del régimen a que fué sometido ese territorio es del mayor interés. Los estados de New York, Connecticut, las dos[8] Carolinas, Virginia y Georgia, se habían distribuído el área de esa región; y primeramente New York, y sucesivamente los otros estados fueron cediendo la que se habían agregado, al Gobierno de la Confederación. Este hecho, la conversión de esta región, que dejaba de pertenecer a determinados estados para ser del dominio común, tuvo para la confederación, en el orden moral, una importancia trascendental, de la que quizás la nación misma no se dió cuenta, dice Willis Fletcher Johnson.

La idea, dice, de que tan enorme propiedad era del dominio de todos, fué un fuerte lazo de unión que hizo sentir, quizás más que ningún otro, la fuerza y la conveniencia de mantenerse unidos.

Fué, dice el historiador John Fiske, la primera cuestión en que estuvo interesado todo el pueblo después que hubo obtenido su independencia.

Establecida la nueva nacionalidad, era necesario proveer de alguna manera al Gobierno de la región situada al norte del río Ohio, o sea, como antes dijimos, la que hoy ocupan los cinco grandes estados de Ohio, Illinois, Michigan, Indiana y Wisconsin. A tal objeto se promulgó, en 13 de julio de 1787, la famosa "Ordenanza para el gobierno del territorio de los Estados Unidos, situado al noroeste del río Ohio", y se puede decir que el Congreso, al confeccionarla, se colocó a la altura del genio político de los norteamericanos. Con razón se ha considerado esa Ordenanza, junto con la Declaración de Independencia y la Constitución, como los grandes monumentos del Derecho Constitucional de los Estados Unidos.

La Ordenanza abrazaba cuatro materias: consignaba disposiciones para el gobierno del territorio; les otorgaba derechos individuales a sus moradores; establecía ciertos requisitos mediante los cuales dicha región se podía convertir en Estado, y últimamente prohibía en ella la esclavitud.

Con respecto al gobierno, se disponía que éste habría de radicar en un Gobernador; un Secretario y tres jueces designados por la Confederación; una Legislatura con amplias facultades, compuesta por una Asamblea General de elección popular, y otra Cámara, compuesta de cinco miembros, designada por el Congreso de la Confederación de entre una propuesta de diez personas formada por la Asamblea. Los habitantes del territorio debían contribuir con determinada suma a los gastos de la Confe[9]deración, pero la Legislatura era la encargada de asignar y distribuir los ingresos.

Se reconoció a los habitantes el Habeas Corpus, el derecho de propiedad, el de ser juzgados por un jurado y, en fin, todas las garantías que constituyen la esencia de la libertad individual en los anglosajones.

Acerca de la formación de nuevos Estados, se proveía que éstos habrían de ser no menos de tres, ni más de cinco, y se daban facilidades para dicha formación. Bastaba con que en una región existiera una comunidad compuesta de sesenta mil habitantes; que se diera su constitución, y que estableciera su gobierno; eso sí, era necesario que éste fuese republicano y no estuviera en contradicción con los intereses fundamentales de la Confederación.

No es posible pedir mayor sabiduría, ni mayor consecuencia que la que demostró el Congreso de la Confederación para con el principio del gobierno propio al calor del cual habían surgido los Estados Unidos. Por primera vez se dió ante el mundo el ejemplo de que un Estado, espontáneamente, al adquirir por expansión un territorio, les ofreciera a los habitantes del mismo el gobierno propio.

Diez y seis años después de promulgada la Ordenanza, Ohio era admitido como Estado, y antes de que transcurriera la primera mitad del siglo pasado, fueron reconocidos los otros cuatro.

(B)
(1803) Louisiana.

En 1803, es decir, a los veinte años de constituída la República norteamericana, se vió duplicada su extensión territorial con la compra, a Francia, de la Louisiana, compuesta de 883,072 millas cuadradas. Basta decir, para darnos cuenta de lo que abarca tan dilatada extensión, que dentro de la misma cabrían las superficies de Francia, Alemania, Austria-Hungría y España. Las causas de la adquisición de ese territorio, y su destino dentro de la Unión, va a ser ahora objeto de estas líneas.

Apenas obtenida la independencia, la colonización de Kentucky y de Tennessee había obtenido proporciones inconcebibles; hasta[10] el punto de que, antes de que terminara el siglo XVIII, ya esas dos regiones habían sido proclamadas como Estados. La inmigración hacia ellas, que había tomado gran auge, ya no se conformaba con llegar hasta el río Mississippi, que era su límite occidental, sino que después de atravesarlo, hubo de extenderse por la otra banda. En pleno territorio español se habían establecido varios millares de colonos americanos dedicados al cultivo de la tierra, con la ventaja, para ellos, de no estar sometidos a gobierno alguno, pues la soberanía española, en gran parte de tan dilatada extensión, era más bien nominal que efectiva. En San Luis, en Nuevo Madrid, en Santa Genoveva, en las principales poblaciones de la Louisiana, había un gran número de americanos.

Con tales antecedentes, fácilmente se comprenderá que para el desarrollo de la nueva nación, para el crecimiento de su comercio y de su industria, en aquella época en que no había ferrocarriles, ni buenos caminos, había de ser de excepcional importancia la facilidad en la navegación del río Mississippi; y que para los norteamericanos tenía que entrañar honda gravedad el hecho de que se pusiera inconvenientes a dicha navegación. Eso fué lo que hizo España, torpemente inspirada.

El río Mississippi, en la última parte de su curso, corría por territorio español: por un lado bañaba la Louisiana y por otro la Florida Occidental; y España, ya predispuesta, pues siempre vió a los anglosajones en América con gran recelo, por creer que ella debía ser la única dueña de los destinos del Continente, como se enterara de cierta cláusula secreta del Tratado de París, de 1783, entre los Estados Unidos e Inglaterra, que la afectaba, al año siguiente puso serios obstáculos a la navegación del río.

Por la cláusula de dicho Tratado que tanto alarmó a España, se convenía, al fijar el límite meridional de los Estados Unidos con la Florida Occidental, que, en el caso de que ésta pasara al dominio de Inglaterra, ese límite se correría hacia el Norte; y más al Sur, como en unas cien millas, en el caso de que permaneciera en poder de España. Este territorio, de tan problemático destino, llamábase Yazoo.

No hay que decir que al interrumpirse la navegación del río, los intereses norteamericanos, perjudicados por tal medida, reclamaron protección de manera imperiosa. Thomas Amis, comerciante de la Carolina del Norte, que había fletado una embarcación con productos que debían salir al Océano, vió éstos confiscados y[11] él reducido a prisión por las autoridades españolas; y como este caso se repitiera, toda la nación pidió que se exigiera la libre navegación por el río.

Los habitantes del Estado de Kentucky, a quienes interesaba tanto como a los que más la navegación del río, extremaron la nota de la protesta. Dirigidos por George Rogers Clark se armaron en pie de guerra, amenazando con separarse de la Unión si ésta no podía conseguir que triunfara su petición. Todo el Estado se aprestó a la lucha: o se conseguía la libre navegación del río, o Kentucky se declaraba separado de la Unión. Los gobernantes españoles de Nueva Orleans, por su parte, avivaban el fuego diciéndole al oído a los kentuckianos que, si se declaraban independientes, España les reconocía el derecho a la libre navegación del río.

George Washington, a la sazón Presidente de la República, juzgó que ese asunto se debía gestionar y resolver de una vez en la misma España, y a tal objeto, en 1795, envió a Thomas Pinckney, como Ministro a dicha nación, con terminantes instrucciones. Pinckney, puesto al habla con el Príncipe de la Paz, el famoso ministro español, ventiló las diferencias entre las dos naciones, y los esfuerzos de dichos diplomáticos culminaron en el Tratado de 20 de octubre de 1795.

Dicho tratado constituyó un verdadero triunfo para la diplomacia norteamericana. Se les reconoció a los Estados Unidos el lindero con la Florida, que se había fijado en el Tratado de París, quedando, por tanto, en poder de la nueva nación el territorio de Yazoo, cuya posesión era objeto de tantos recelos, y se les reconocía además a los americanos el derecho de depositar sus mercancías en Nueva Orleans, durante tres años, pasados los cuales se podía escoger ese lugar, u otro, para dicho depósito. Con esto quedó calmada la agitación en Kentucky, y el desasosiego en todos los demás estados bañados por el río Mississippi y su afluente el río Ohio.

No pasó mucho tiempo sin que el interés del pueblo americano volviera a concentrarse en los asuntos de Louisiana. No habían transcurrido más que cinco años de haberse firmado el Tratado de Madrid, antes citado, de 20 de octubre de 1795, cuando se firmó el de San Ildefonso, de 1º de octubre de 1800, por el que España transfería a Francia el dominio de dicha provincia. ¿Por qué se hizo esa cesión? España tuvo una razón: temerosa del[12] auge e importancia que día por día iba cobrando la Unión, pensó que el río Mississippi era una frontera muy endeble, y que mejor convenía a sus intereses retirarse a sus posesiones de Méjico y colocar entre ella y los Estados Unidos a una gran potencia europea, que fuera capaz de oponer resistencia a la expansión de la gran República. Además, España quería adquirir una provincia en la península italiana, y Napoleón estaba en condiciones de cederla a cambio de la Louisiana.

Por otra parte Napoleón, en sus delirios de grandeza y de dominación, se sentía halagado con la idea de poseer en América un vasto imperio colonial. Ya soñaba no sólo con la posesión de la Louisiana, sino en fomentar desde ella una insurrección del elemento francés residente en el Canadá, la cual, al triunfar, le daría de nuevo a Francia el dominio de tan vasto territorio.

El tratado de San Ildefonso se debía mantener en secreto. Se quería esperar a que las guerras del viejo Continente le dieran una tregua a Napoleón que le permitiera enviar un contingente que ocupara la nueva provincia; y mientras tanto ésta seguiría gobernada por las autoridades españolas. España no consignó los límites de la Louisiana; transfirió su territorio sin expresar linderos; pero de lo que sí se preocupó—y esto se consignó en una cláusula—fué de exigirle a Francia el compromiso de que en ningún caso la transferiría a otra nación: debía conservar su dominio para siempre; lo que prueba que fué el temor a que la expansión norteamericana tocara sus confines lo que la llevó a ceder tan valiosa posesión.

Hasta la primavera del año 1802 no se enteraron en los Estados Unidos de la existencia del tratado de San Ildefonso. Honda preocupación produjo ese hecho. No era lo mismo tener por vecina a una nación arruinada y decadente, como era España, que a Francia, cuyos alardes de fuerza traían inquieta a Europa desde hacía tiempo. Además, no se sabía qué sesgo tomaría ante este cambio la batallona cuestión de la navegación del río Mississippi, y se temía también que la América—dada la importancia de las colonias inglesas y españolas, y ahora de la francesa—se convirtiera en un nuevo centro de las eternas rivalidades, cuestiones e intrigas de las cancillerías europeas. En 18 de abril de dicho año, el Presidente de la República, Thomas Jefferson, le escribía sobre este suceso a Robert R. Livingston, Ministro en París, y lo lamentaba expresándose así:

[13] La cesión que ha hecho España a Francia, de la Louisiana y de las Floridas, ha causado en los Estados Unidos un verdadero disgusto, pues afecta de manera directa a todas nuestras relaciones políticas. Hay en el mundo un lugar, que tanto nos interesa poseer, que cualquiera otra nación que lo disfrute tiene que ser, naturalmente, nuestra enemiga. Ese lugar es Nueva Orleans. La producción de las tres octavas partes de nuestro territorio tiene que pasar por allí antes de ir al mercado, con la particularidad de que esas tres octavas partes de nuestro territorio son tan ricas y fértiles, que sostienen a más de la mitad de nuestra población y rinden más de la mitad del valor de nuestros cultivos. De ahí que, al colocarse Francia en esa puerta, veamos en su actitud un acto de desafío, y dudo que las dos naciones puedan seguir manteniendo buenas relaciones.

A pesar del malestar que produjo la noticia de la cesión de la Louisiana, el asunto quizás no habría tenido más consecuencia que el disgusto y el mal efecto que produjo, de no haber precipitado los sucesos una medida imprudente de Morales, Intendente de Nueva Orleans. En 16 de octubre de 1802, dicho funcionario revocó la orden por la cual los comerciantes americanos podían depositar las mercancías que descendieran por el Mississippi, en Nueva Orleans. Según se ha dicho, Morales procedía por su cuenta; sin que hubiera recibido instrucciones en tal sentido del rey de España, ni del Gobierno de Francia. Sea ello lo que fuere, es lo cierto que la medida exasperó los ánimos. En los Estados fronterizos con los ríos Mississippi y Ohio no se hablaba más que de ir a la guerra; y la nación, que ya tenía el convencimiento de que le era indispensable obtener lo de la libre navegación, ahora se hizo el propósito de tomar alguna acción que produjera el resultado de dominar y controlar, en forma segura, tan importante vía.

El recuerdo de los perjuicios que había causado en alta mar la marina de guerra francesa al comercio norteamericano, contribuía a aumentar la inquietud; y, sobre todo, sabiéndose que la nación, más temprano o más tarde, tendría que librar una batalla para asegurar de manera eficaz la navegación del río, se quería dejar resuelto este asunto de manera definitiva.

La excitación pública culminó en una verdadera exaltación cuando se conocieron los motivos que tuvo el Intendente Morales para revocar la disposición sobre el depósito de las mercancías en Nueva Orleans. En 28 de octubre, William C. Claiborne, Gobernador del territorio de Mississippi, le dirigió una comunicación[14] a Manuel de Salcedo, Gobernador General de la Louisiana, inquiriendo los motivos por los cuales se había adoptado semejante resolución, y en 15 del mes siguiente le contestó explicando esos motivos. Le decía en la contestación que no era él, sino el Intendente, quien en uso de las facultades que tenía en materia de comercio y navegación—y las que eran ajenas a las suyas—había dictado la medida, la cual se había fundado, en primer lugar, en el hecho de haber transcurrido con exceso los tres años que se fijaron en el Tratado de 1795, y durante los cuales los americanos podían depositar sus mercancías en Nueva Orleans; y después, en que a la sombra del derecho de depósito de los norteamericanos, se cometían irregularidades y fraudes en alto grado perjudiciales a los intereses del estado español.

Esa correspondencia fué remitida a la Cámara de Representantes—que la había pedido al Presidente de la República—en 28 de diciembre, y en los primeros días del mes de enero del año siguiente dicho cuerpo legislador adoptó la siguiente moción:

Se declara que esta Cámara se ha enterado con verdadero asombro de las medidas tomadas por determinadas autoridades españolas de Nueva Orleans y que dificultan la navegación del río Mississippi, la que había sido garantizada a los Estados Unidos por medio de formales estipulaciones; y que de acuerdo con la política de prudencia y de humanidad que debe guiar a los pueblos libres, y de la que siempre han sido devotos los Estados Unidos, se confía en que el Ejecutivo sabrá velar por los derechos de la nación, que han sido desconocidos, no por Su Majestad Católica, sino más bien por determinados funcionarios españoles; debiendo manifestar el inquebrantable propósito de mantener los derechos de navegación y comercio en el río Mississippi, tal como lo tienen establecido los Tratados vigentes.

El Presidente Jefferson era partidario de solucionar esta cuestión por medios pacíficos; confiaba en la diplomacia y atribuía el ardor bélico que dominaba la nación a maquinaciones de sus adversarios, los federalistas, para halagar a los habitantes de los estados occidentales, cuyos sufragios se deseaba obtener para las futuras elecciones.

Este cargo era infundado. Los federalistas en este caso no hacían más que seguir las inspiraciones de la más grande de sus figuras, el ilustre Alexander Hamilton; pues así como Jefferson representaba los ideales democráticos de su pueblo, Hamilton encarnaba la idea de la expansión, del engrandecimiento de la nación.

[15]

Las ideas de Hamilton sobre el destino de su país estaban condensadas en estas palabras de El Federalista: "Tener un verdadero ascendiente en los asuntos americanos". Desde el Congreso de la Confederación había pedido que se declarase que la navegación del río Mississippi era un derecho esencial de la nación, y siendo miembro del Gabinete del Presidente Washington, había dicho también que la libertad de navegar por dicho río era indispensable para la unidad del país. En 1798 y en 1799, en varias ocasiones, dijo algo más: manifestó que los Estados Unidos debían adquirir todo el Continente Septentrional, menos Canadá, pero incluyendo desde luego Louisiana y las Floridas. Su verdadero ideal, lo que ambicionaba, era que su patria se engrandeciera y dominara en el Norte, y que las diversas colonias de la América meridional se constituyeran en Repúblicas, unidas a los Estados Unidos por los lazos de la amistad y de la gratitud.

Una particularidad ofrece este asunto, y es la de que Hamilton, que tan esencial juzgaba el derecho a la navegación del río Mississippi, no creía que los Estados Unidos podían hacer valer sus peticiones en el campo del derecho internacional. A su juicio, desde el punto de vista jurídico, España podía disponer las medidas que juzgase oportunas; pero era tan necesario a los Estados Unidos el disfrute de las ventajas de la navegación, que era justo no sólo imponerlo, sino apoderarse de la Louisiana como medio de garantizar dicho disfrute. Jefferson, por el contrario, creía que había un derecho natural a la navegación del río, cualquiera que fuese la nación que poseyera sus márgenes; y quizás por esta razón, quizás por la convicción que abrigaba de que estaba el derecho de su parte, fué por lo que siempre confió en la posibilidad de un arreglo sin llegar a la guerra.

En manos del Presidente, y en las de la mayoría con que contaba en el Congreso, estaba la solución definitiva del problema. Los federalistas presentaron diversas proposiciones, que por considerarlas exageradas y un tanto comprometedoras fueron desechadas, y en definitiva se adoptó la que fué presentada por S. Smith, Representante por Maryland. Nada se decía en dicha proposición sobre el asunto de que se trataba. Se juzgó discreto limitarse a autorizar al Presidente de la República para gastar hasta la cantidad de dos millones de pesos en las atenciones que se originaran.

A pesar de los términos de esta proposición, el Congreso, pocas semanas después, autorizó el alistamiento de ochenta mil volun[16]tarios; y el propio Presidente no descuidó un detalle en los preparativos para la guerra, pues creía indispensable llegar a ella si fracasaban las negociaciones que se proponía iniciar. Jefferson no tenía otro propósito que el de obtener garantías, "que aseguraran los derechos e intereses de los Estados Unidos con respecto a la navegación del Mississippi y al territorio bañado por su ribera oriental". Así lo hizo constar en su Mensaje al Senado el 11 de enero de 1803. Para lograr esa finalidad, juzgó que lo más conveniente era comprar a Francia la parte situada al Este de la margen de dicho río, y a España la llamada Florida Occidental, ya que entre ésta y la Louisiana corría el Mississippi en la última parte de su curso. En ese sentido le confirió instrucciones a Robert R. Livingston, Ministro en París, y a Charles Pinckney, que lo era en Madrid. Además se nombró a James Monroe Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario, a fin de que actuara de acuerdo con aquellos dos.

No creían los comisionados que les fuera fácil conseguir sus propósitos, pues aunque la posesión de un sitio en la desembocadura del río Mississippi para depositar las mercancías, y la adquisición, además, de parte de la Florida Occidental, representaba muy poco para Francia, había llegado a noticias de aquéllos que Napoleón, en su afán de abatir el poder de Inglaterra, pensaba formar en América un imperio colonial más vasto e importante que el Canadá.

El asombro de los comisionados, por esos motivos, llegó al colmo cuando, entrados ya en negociaciones con Napoleón y con los Ministros Talleyrand y Marqués de Marbois, y sin que los primeros hubieran revelado otra cosa que los propósitos contenidos en las instrucciones recibidas del Presidente Jefferson, súbita e inesperadamente el propio Napoleón les propuso la venta de toda la Louisiana en quince millones de pesos. Una ojeada a la posición internacional de Francia en aquellos críticos momentos nos explica tan repentina determinación. Vamos a darle la palabra al escritor americano Willis Fletcher Johnson, que la describe en estos términos:

Si la paz de Amiens hubiese durado más tiempo, Napoleón hubiera podido realizar sus ambiciosos planes; pero al cesar esa paz, Inglaterra y Austria se colocan de nuevo frente a Francia e inician una campaña que sólo había de terminar con lo que terminó: con el desastre de Waterloo. La flota inglesa constituía un insuperable obstáculo para[17] enviar un ejército a la Louisiana. Al propio tiempo, el reciente desastre de la campaña de Haití, restaba alientos a una empresa de esa clase. Los agentes secretos aseguraban que la única manera de resistir la invasión de los norteamericanos, que ya parecía inminente, como lo demostraba el reciente alistamiento de ochenta mil voluntarios, consistía en enviar a aquellas regiones un fuerte ejército; sin que pareciera suficiente el de veinticinco mil hombres que se estaba preparando. Además, todos los recursos de Francia resultaban escasos para luchar en su propio territorio. Agréguese a esto que Napoleón necesitaba dinero, y que le convenía granjearse la amistad de los norteamericanos a fin de evitar que algún día llegaran a ser aliados de Inglaterra.

Los comisionados norteamericanos no estaban facultados para tanto; no se había previsto el caso de que se les propusiera la venta de toda la Louisiana. Su misión se reducía a asegurar de modo efectivo la navegación del río, adquiriendo parte del territorio inmediato a sus márgenes; y aunque nunca pensaron en que fuera la venta de toda la Louisiana la solución del problema, no titubearon en aceptarla; sin que se pusieran a discurrir en si podían gastar quince millones en lo que se les autorizó para emplear sólo dos millones.

Todo se hizo rápidamente. El 12 de abril de 1803 había llegado Monroe a París, y el día 30 de ese mismo mes, él y Livingston por parte del Gobierno de los Estados Unidos, y el Marqués de Marbois por parte del de Francia, estipulaban la venta.

Obsérvese una coincidencia: estos comisionados, como los de la paz en 1803, infringían las instrucciones recibidas del Gobierno; infracción que había de producir el resultado, en esta oportunidad como en aquélla, de doblar el área de la Nación.

Fué de esta manera como los Estados Unidos adquirieron el vasto territorio que hoy está distribuído entre los estados de Louisiana, Arkansas, Missouri, Nebraska, Iowa, Dakota del Norte, Dakota del Sur, gran parte de Minnesota, Wyoming, Colorado, Kansas y Oklahoma, y una parte también de Mississippi, Alabama y Montana.

Apenas suscrito el Tratado, fué remitido al Presidente Jefferson; dirigiéndose después Monroe a Londres, donde debía desempeñar el cargo de Ministro. La impresión que produjo el Tratado, apenas fué conocido en los círculos oficiales de Washington, sobre todo entre los amigos del Gobierno, fué de sorpresa y de júbilo; pero, pasados los primeros momentos, le asaltó al Presidente una preocupación: pensó que la Constitución no fa[18]cultaba al Ejecutivo ni al Senado para anexar a la Unión parte alguna de territorio extranjero. Jefferson era, según la denominación entonces en boga, un "construccionista"; y, para éstos, al Gobierno le estaban vedadas aquellas facultades que no le estuvieran atribuídas expresamente.

Pensó Jefferson, para salir del trance, en la conveniencia de añadirle una enmienda a la Constitución, por la que se facultase al Presidente y al Senado para celebrar tratados de anexión; pero su Gabinete lo disuadió de ese propósito, entre otras razones por la de que el Tratado debía quedar ratificado dentro de seis meses, y en plazo tan apremiante no era posible pensar en la reforma constitucional. Se decidió, pues, a darle su curso al asunto, y en 18 de julio convocó al Congreso a sesión extraordinaria para el día 17 de octubre. No expresó el objeto de dicha convocatoria; se limitó a consignar que habría de tratar de asuntos de gran interés para la nación. Llegado el día de la reunión, dirigió dos Mensajes, uno al Senado, sometiéndole el Tratado para su ratificación, y otro a los dos cuerpos sugiriéndoles la necesidad de promulgar determinadas leyes, una vez obtenida dicha ratificación.

Dos días después de la fecha en que se reunió el Congreso, el Senado ratificó el Tratado por una votación de 24 contra 7; y pasados otros dos días, el Presidente se dirigió de nuevo al Congreso recomendándole que adoptara la legislación procedente sobre el orden de cosas que creaba la adquisición de la Louisiana. Fueron varias las proposiciones presentadas por los legisladores amigos del gobierno: una declarando bien hecha la compra, otra disponiendo medidas para el gobierno del nuevo territorio, otra autorizando una emisión de bonos para amortizar la deuda contraída con motivo del pago a Francia del importe de la compra, y otras de índole parecida. A todas esas proposiciones fueron opuestos los federales, dirigidos por Griswold, Representante por Connecticut, e inspirados no en otra cosa que en la política partidarista. ¡Curiosos vaivenes de la política! Los federales, cuyo jefe Hamilton era el prototipo de los expansionistas, ahora eran opuestos a la adquisición de la Louisiana, y el mismo Jefferson resultaba el más ardiente defensor de los planes que antes había censurado en aquél.

Así y todo, a pesar del marcado sabor político de la discusión, ésta se mantuvo a gran altura; los debates tuvieron una trascen[19]dencia extraordinaria, agitándose por vez primera algunas de las cuestiones que aun en este siglo dividen el parecer de los estadistas y mueven la opinión pública.

John Quincy Adams, a la sazón Senador por Massachusetts, dijo que el Tratado envolvía una verdadera infracción de la Constitución. Se dijo por otros que no estaban claros los títulos por los cuales Francia había adquirido la Louisiana; a lo que se contestó que el hecho de que aquella nación la vendiera, y el de que las propias autoridades españolas de Nueva Orleans, al recibir las protestas con motivo de los obstáculos sobre la navegación del río, hubieran contestado que ya no eran ellas, sino el Gobierno de Francia el llamado a resolverlas, eran prueba de que Su Majestad Católica había transferido su dominio; y se apuntó también lo significativo que resultaba el hecho de que los federales, antes tan dispuestos a tomar a Nueva Orleans por medio de las armas, ahora pusieran reparos a los papeles del nuevo territorio. Se dijo también que el Presidente y el Senado se habían excedido; que la Constitución no facultaba al Gobierno de los Estados Unidos para adquirir nuevos territorios; a lo que se contestó que si en la declaración de independencia se había estipulado que la Unión, como Estado soberano, se colocaba en las condiciones de los otros que también lo eran, era indudable que podía hacer todo lo que a éstos les estaba permitido, incluso adquirir nuevos territorios; lo que, por lo demás, podía entenderse como una derivación de la facultad de hacer Tratados y de la de declarar la guerra.

Apelaron también los impugnadores de la venta al recuerdo del nacimiento de la Unión, a que había surgido a virtud de un pacto o de una convención, para sostener que siendo su origen contractual, no se la podía hacer extensiva a territorios ajenos a la Confederación; pero se adujo en contra de este argumento el precedente del territorio que no estaba comprendido dentro del área de las primitivas colonias, a que nos referimos antes, y cuya adquisición consagró el Tratado de París (3 de septiembre de 1783).

No quedó por ser examinado un solo aspecto del problema. Se denunció como una infracción constitucional la circunstancia de que el Tratado les otorgara a los barcos franceses y españoles, en Nueva Orleans, determinadas ventajas de que no disfrutaban en los Estados de la Unión. Se habló de la mucha distancia que se[20]paraba la Louisiana de la capital de la nación; de que el pueblo era de otra raza; de que gran parte de la población de los primitivos Estados era posible que abandonara su antigua residencia en busca de nuevas tierras, lo que habría de redundar en perjuicio de aquéllos; de que España era opuesta al Tratado, lo que a la larga traería serias desavenencias con dicha nación; de que la Unión iba a tener que distraer todo un ejército en la vigilancia y custodia del nuevo territorio; y se habló también, por último, de este aspecto que con seguridad tuvo que ejercer más impresión que ninguno otro en los jeffersonianos, ya que éstos se consideraban como los voceros de la democracia: ¿con qué derecho se disponía de la suerte de un país, sin el consentimiento de sus moradores?

Indudablemente que el principio según el cual los poderes de todo gobierno no debían tener otra base que no fuera la del consentimiento de los gobernados, y al que con tanta brillantez se había referido el propio Jefferson al redactar la declaración de independencia, sufría ahora un paréntesis. El día 30 de noviembre de 1803, en la casa del Cabildo de Nueva Orleans, el Marqués de Casa Calvo y don Manuel Salcedo, a nombre del rey de España, transferían la Louisiana, en medio de ceremonias rodeadas de mucho aparato y esplendor, al Gobierno del Primer Cónsul, representado en aquel acto por Pedro Clemente Laussat; y con el mismo ceremonial, el día 20 del mes siguiente, era transferido el dominio de la Louisiana al Gobierno de los Estados Unidos, representado por W. C. Claiborne, Gobernador de Mississippi; sin que en ninguno de esos dos actos tuvieran los habitantes de la vieja provincia española otro carácter que el de meros espectadores.

Pero el principio en cuestión no tardó en resplandecer de nuevo y en brillar con toda intensidad. Véase, si no, lo ocurrido con el gobierno de Louisiana en los nueve años que transcurrieron desde 1803 hasta 1812, fecha en que parte del territorio fué admitida como un Estado de la Unión. Nada más digno de admiración que el estudio de las cuatro fases por que atravesó el gobierno de la nueva región durante dichos nueve años. Obsérvese dicho proceso, y se verá que cada nueva etapa significó un paso de avance hacia el principio del gobierno propio.

Con efecto, al verificarse la cesión en 1803, el Congreso dejó en manos del Presidente cuanto se refería al Gobierno de la Louisiana, y dicho funcionario nombró un Gobernador con las[21] facultades de que durante la soberanía española estuvieron investidos el Gobernador General y el Intendente, y un Comandante Militar, los dos con omnímodas facultades. Este gobierno duró pocos meses: ante las protestas de los comerciantes y de las personas más influyentes de Nueva Orleans, el Congreso de la Unión votó una ley dividiendo la antigua provincia en dos partes, una al sur, con categoría de "Territorio", que se denominó de Orleans, y otra al Norte, que se llamó Louisiana y que no había de ser más que un "Distrito". El territorio de Louisiana se regiría por un Gobernador y trece consejeros designados por el Presidente; y como este sistema de gobierno tampoco agradara a los habitantes del territorio de Orleans, ni a los del Distrito de Louisiana, ante las nuevas protestas, en enero de 1805 el Congreso resolvió elevar el citado distrito de Louisiana a la categoría de "Territorio" y otorgarle a Orleans una Cámara de origen popular, con promesa de ser admitido como Estado cuando contara sesenta mil habitantes libres; y como esto ocurrió en 1812, en este año dicho territorio fué reconocido como Estado, con el nombre de Louisiana.

Un detalle de la discusión, en el Congreso, sobre la admisión del nuevo Estado, evidenció que los principios democráticos continuaban animando el espíritu de los hombres que ostentaban los poderes públicos. Una parte del Congreso, inspirada en principios conservadores, veía con desconfianza y recelos la formación de nuevos estados; temía que éstos hicieran prevalecer dentro de la confederación ideas y principios que no fueran los que habían caracterizado a la Unión de los trece Estados primitivos. El Representante Josiah Quincy estaba entre los disgustados con la admisión de Louisiana; y como en el calor de su oposición llegara a hablar de que la formación de un nuevo Estado facultaba a los antiguos para separarse de la Unión, fué llamado al orden por el Presidente de la Cámara, quien dijo que no podía consentir que públicamente se hablara del derecho de secesión. De este requerimiento apeló Quincy ante la Cámara, y ésta, por una mayoría de 56 votos contra 53, declaró que era lícito referirse al derecho de secesión e invocarlo.

De esa manera quedó reconocido, por la Cámara de Representantes, que por lo menos era lícito discutir el derecho de secesión.

[22]

(C)
(1819) Florida.

Si la adquisición de la Louisiana significó, por una parte, la doble extensión territorial de los Estados Unidos, por otro lado trajo, como consecuencia, nuevos motivos de inquietud para la nación. Tenía ésta un frente al Atlántico y otro al Golfo de Méjico, y era motivo de preocupación que la continuidad de las costas se viera interrumpida en la Florida, pues aunque por el momento no existía ningún peligro inminente, ¿quién podía asegurar que no se presentaría en lo futuro? ¿Quién podía afirmar que España, sometida entonces a tantas calamidades, no se pudiera ver en el trance de tener que ceder esa posición, de grado o por fuerza, a otra potencia europea?

Había, además de esa causa de inquietud respecto a la seguridad exterior de la Unión, otro motivo de malestar, atinente a la tranquilidad interior. La Florida—en la que no existía una verdadera colonización, y en la que España no había podido o no había querido establecer un Gobierno con recursos suficientes para defender todos los intereses—constituía el refugio de las tribus de indios "semínolas," de instintos salvajes; y éstos, en sus continuas incursiones en el territorio de la Unión, asolando cuanto a su paso encontraban, hicieron nacer la zozobra en los ánimos. Agréguese a esto la resistencia pasiva de España a determinar cuáles eran los verdaderos linderos de la Louisiana, particular en que hicieron los Estados Unidos gran hincapié porque quedase resuelto, apenas suscrito el Tratado de 30 de abril de 1803, y se explicará que en la vecina República se comenzara a acariciar la idea de la anexión de la Florida.

Ciertas cartas escritas por Jefferson a significados políticos, cuando aún no habían transcurrido cuatro meses de la fecha en que fué suscrito aquel Tratado, nos revelan que el propio Presidente no se ocultaba para decir que ambicionaba dicha adquisición. No hay más, les decía, que esperar a que España se encuentre en guerra y ofrecerle dinero, con la amenaza de que si no lo acepta recurriremos a la fuerza para ocupar la Florida.

[23]

Los Estados Unidos pudieron, de una acometida, haber conquistado la Florida; y sin embargo no lo hicieron. A pesar de aquellos propósitos; a pesar de que era del dominio público la idea de que la seguridad y la conveniencia de la nación exigían la posesión de la Florida, no recurrieron a la violencia. Confiaron sus propósitos a la diplomacia, la cual, como se ha de ver, produjo sus frutos. Hemos de ver, sin embargo, que antes de que llegue el momento de que los Estados Unidos compren la Florida por medio de un Tratado, en más de una ocasión el Gobierno de Washington perturbó la posesión que ostentaba España; por más que a ello le obligara el desgobierno reinante en la Florida.

Nada mejor, para conocer el proceso que culminó en la compra de la Florida, que recurrir a los documentos oficiales.

En 20 de mayo de 1804, el Presidente, haciendo uso de una ley que recientemente había votado el Congreso, declaró, por medio de una proclama, que a los efectos del cobro de los derechos de aduana se había establecido el "Distrito de Mobila", que comprendía el territorio que corría desde la ribera occidental del río de ese nombre, hasta Pascagoula. Contra esa medida estableció su protesta el Ministro español en Washington, por entender que se trataba de un territorio sometido a la dominación de España; mas aquel Gobierno no tomó en cuenta dicha protesta.

En el Mensaje anual al Congreso, de 3 de diciembre de 1805, refirió el Presidente de la República que las relaciones con España no eran lo satisfactorias que se deseaba; que esta nación se negaba a solucionar sus diferencias con los Estados Unidos, consignando además, entre otras cosas, que constantemente se realizaban incursiones dentro de la frontera americana, que causaban positivos daños y a las que no eran ajenos los oficiales y soldados españoles. Tres días después, en un Mensaje especial, el Presidente insiste sobre el mismo asunto, exponiendo que a pesar de los esfuerzos del Ministro residente en Madrid, a fin de solucionar la cuestión de los linderos de la Louisiana, así como otras que estaban pendientes con España—gestiones en las cuales había colaborado Monroe, que a ese objeto se dirigió expresamente a esta nación—, nada se había obtenido, como no fuera la declaración de que los Estados Unidos sólo tenían derecho, en el territorio situado en la parte oriental del Mississippi, a una estrecha faja de territorio inmediato a este río.

[24]

Por el mes de febrero del año 1806, el Congreso acordó en secreto votar un crédito de dos millones de pesos para la compra de la Florida; y a fin de estudiar el asunto en Madrid, el Presidente nombró dos Comisionados que no pudieron adelantar nada.

En el mensaje anual de 2 de diciembre de 1806, aludió el Presidente a que una fuerza española había penetrado en el territorio de la Louisiana y a que era necesario fortificar a Nueva Orleans y la desembocadura del río a fin de evitar esos hechos; y en el de 27 de octubre de 1807 hizo mención de un Decreto que acababa de dictar el rey Carlos IV, remedando el que había dictado Napoleón en 21 de noviembre de 1806, y por el que les resultaba imposible mantener su comercio a los que fueran neutrales en los conflictos de Europa.

Pronto toman los acontecimientos un nuevo sesgo. En la parte de la Florida Occidental, situada desde el río Amita hasta la Louisiana, se había establecido un gran número de ciudadanos norteamericanos; y reunidos éstos en 1810, cerca de Baton Rouge, resuelven no reconocer la soberanía de España; y aunque en los primeros momentos acordaron establecer un gobierno independiente, después recurrieron a los Estados Unidos pidiendo la anexión.

Desde el mes de marzo del año anterior ocupaba James Madison la presidencia de la República; y éste, en vista de esos sucesos, lanza una proclama en 27 de octubre de 1810 ordenándole al Gobernador del territorio de Nueva Orleans que ocupara, a nombre de los Estados Unidos, todo el territorio situado entre el río Mississippi y el Perdido. Esta orden estaba razonada. Se decía en ella que era bien sabido que ese territorio siempre había formado parte de la colonia de la Louisiana, y aunque España lo había retenido, los Estados Unidos no habían cesado de reclamarlo; que si hasta entonces no se habían decidido a ocuparlo, era porque siempre se pensó que España, convencida de la justicia de la reclamación, no dejaría que las cosas llegaran hasta el punto de que el Gobierno de Washington tuviera que proceder por su propia cuenta, y que el nuevo orden de cosas creado en dicho territorio podía ser, por la proximidad de éste a los Estados Unidos, altamente perjudicial a su comercio y a sus intereses, supuesto que a los que quisieran violar las leyes que prohibían la introducción de esclavos y las que establecían impuestos de aduanas, había de resultarles fácil desenvolver sus actividades desde aquellos lugares. En cumplimiento de dicha proclama, a fines del año 1810 el[25] Gobernador del territorio de Nueva Orleans, William C. C. Claiborne, toma posesión no de todo el territorio enclavado entre los ríos Mississippi y Perdido, sino de una parte del mismo, o séase de la situada entre el primero de dichos ríos y el llamado Perla; y al año siguiente, por orden del Presidente Madison, fué fortificada esa región y agregada al territorio del Mississippi. Contra esa ocupación protestaron los Gobiernos de España, Inglaterra y Francia, por medio de sus diplomáticos acreditados en Washington.

Dada la comprometida situación de España frente a las guerras entre Francia e Inglaterra, el Gobierno de los Estados Unidos temía, con sobradas razones, que alguna de estas dos naciones ocupara la Florida. A veces se le atribuían esos propósitos a una y a veces a otra, y a ese estado de cosas, inquietante para la República americana, supuesto que tenía que ser motivo de preocupación que tal cosa ocurriera, obedeció la siguiente Resolución Conjunta, aprobada por el Congreso en 15 de enero de 1811:

Teniendo en cuenta la situación especial por que atraviesan España y sus provincias de América; y considerando que es del mayor interés para los Estados Unidos, desde el punto de vista de su seguridad, de su tranquilidad y de su comercio, el futuro destino del territorio con que lindan por el Sur.

Se resuelve: que los Estados Unidos, dada la peculiaridad de las actuales circunstancias, no pueden asistir, sino en medio de la mayor inquietud, al hecho de que parte del antes referido territorio pase a manos de otro poder; que se verán compelidos, si lo requieren las circunstancias, a ocupar temporalmente dicho territorio, por exigirlo así su seguridad, sin perjuicio de iniciar después las oportunas negociaciones para tratar de su destino ulterior.

Al mismo tiempo que se votaba esa Resolución Conjunta, se autorizaba al Presidente de la República para ocupar todo o parte del territorio de la Florida, siempre que existiera el temor de que lo pudiera ocupar una nación extranjera, y para emplear con ese objeto la Marina y el Ejército de los Estados Unidos.

Unos días después se presenta en el Congreso un bill declarando que los límites del territorio de Orleans llegaban hasta el río Perdido. Se quería, sin duda, darle la sanción del Congreso a la acción del Poder Ejecutivo; pero dicho bill tropezó en la Cámara con una fuerte oposición. Se dijo, por los adversarios del Gobierno, que esa medida envolvía una violencia, y al fin se acordó que aquel lindero fuera fijado en Iberville. Adoptado el [26] bill en esa forma, fué sancionado por el Presidente en 20 de febrero de 1811.

No pasó mucho tiempo sin que el Gobierno de los Estados Unidos se viera en la necesidad, por causas diversas, de mandar que sus fuerzas penetrasen en la Florida. Los indios semínolas vivían y tenían su refugio en la Florida, pero continuamente penetraban en el Estado de Georgia y asesinaban, saqueaban las propiedades y cometían todo género de depredaciones. El Gobierno de España no disponía de medios para someterlos, ni para evitar tampoco que aquella región fuera un refugio de los piratas y de todos los malhechores que se escapaban de los Estados Unidos. En noviembre de 1812, la legislatura de Georgia resolvió que era esencial para la seguridad del Estado ponerle un término a semejante situación, y a principios del año siguiente el general Andrew Jackson, al frente de un ejército, penetra en territorio español y les da una batida a las tribus de los semínolas.

Poco tiempo después, a mediados del año 1814, el general Jackson penetró nuevamente en territorio español. Con motivo de la guerra entre los Estados Unidos e Inglaterra, iniciada en 1812, dicho general, nombrado Jefe del Departamento del Sur, estableció su cuartel en Mobila; y como llegara a sus noticias que en Pensacola había desembarcado un contingente inglés, que había tomado dicha población como base de sus operaciones, y que se estaba armando a las tribus de indios enemigas de los Estados Unidos para combatir contra éstos, allí se dirigió Jackson, sin esperar órdenes de su Gobierno. Con poco esfuerzo desalojó a los ingleses, devolviéndoles la población, pocos días después, a los españoles y regresando a Mobila.

Con motivo de la ocupación de la Florida Occidental, España había roto sus relaciones con los Estados Unidos desde 1808. En 1815 las reanudó. Nombrado Ministro en Washington don Luis de Onís, éste le dirigió al Secretario de Estado, a nombre de su Gobierno, una petición que abarcaba tres extremos: ante todo, previamente, debía ser devuelta a España la Florida Occidental, sin lo cual no se continuarían las negociaciones; se debía impedir que en Nueva Orleans se armaran expediciones que fueran a auxiliar a los insurrectos mejicanos y en las que se afirmaba que tomaban parte oficiales y soldados del ejército de los Estados Unidos, y se debía impedir que en los puertos de la Unión pe[27]netraran barcos con banderas de las revueltas colonias de la América del Sur.

James Monroe, Secretario de Estado, contestó esas peticiones por medio de una comunicación de 15 de enero de 1816, la que después de hacer relación a todas las cuestiones suscitadas entre las dos naciones desde 1802 y a que los Estados Unidos se habían esforzado por arreglarlas, mientras que el Gobierno de Madrid no había querido abordar ninguna solución, se expresaba en estos términos: rechazaba, desde luego, la demanda sobre devolución de la Florida Occidental, como trámite previo para entrar en las negociaciones; negaba la afirmación relativa a que oficiales y soldados del ejército de los Estados Unidos estuviesen ayudando a los revolucionarios mejicanos; y con respecto a la solicitud de que no fueran admitidos en los puertos de la Unión barcos de las colonias insurreccionadas de la América española, replicaba que según la política de los Estados Unidos, la bandera de una nación, fuese cual fuera, no era obstáculo para impedir la entrada de ninguna embarcación.

No es posible referir punto por punto estas negociaciones. Tendríamos que extendernos más de lo que queremos. Basta consignar que antes de que llegaran a su término, hubo que vencer grandes obstáculos; unas veces se llevaban en Madrid y otras en Washington, y en más de una ocasión estuvieron a punto de romperse. Al fin culminaron en el Tratado de 22 de febrero de 1819. Por dicho tratado, el rey de España cedía a los Estados Unidos todo el territorio situado al Este del río Mississippi, conocido por la Florida Occidental y Oriental y recibía una indemnización de $5,000.000. También se fijaban en dicho tratado los linderos, por el Oeste, de la Louisiana; renunciaban las dos naciones a las reclamaciones pendientes por daños a sus ciudadanos; se le concedía a los barcos españoles, durante doce años, el derecho de entrar en "Pensacola" y en "San Agustín" en las mismas condiciones que los americanos, estipulándose, por último, que el nuevo territorio sería admitido como Estado tan pronto como esto no resultara incompatible con la Constitución federal.

A pesar de que el tratado prevenía que habría de ser ratificado dentro de seis meses, pasaron cerca de dos años antes de que fuese aprobado por las Cortes españolas. En San Agustín y en Pensacola, en 10 y 17 de julio de 1821, respectivamente, tuvieron efecto las ceremonias del cambio de soberanía. Fué de esa ma[28]nera como los Estados Unidos agregaron a sus adquisiciones territoriales una nueva área compuesta de 59,268 millas cuadradas.

(D)
(1845) Tejas.

El tratado de la Florida dió a la Louisiana por límite oriental el río Sabina, con lo cual le reconoció a España su dominio sobre el territorio de Tejas, que en lo político formaba parte de Méjico y que posteriormente, al obtener el país azteca su independencia, fué erigido en un Estado de la confederación. Cronológicamente, tiene el turno ahora dicho territorio en el estudio del movimiento expansionista de los Estados Unidos.

Los orígenes de la expansión norteamericana hacia Tejas se encuentran en este caso, como en otros, en la iniciativa particular. Comenzó por la ambición de gran parte de la población, principalmente la del Sur, de obtener nuevos terrenos para su actividad productora. Cuando cesó en Méjico la soberanía española, estaban establecidos en Tejas unos tres mil norteamericanos y apenas ocurrido ese cambio político, los "empresarios" de terrenos pusieron sus miras en dicho territorio. El Gobierno mejicano, deseoso de que se poblase, no fué remiso en otorgar concesiones de tierras. A la primera, hecha a Moisés Austin, de Connecticut, para establecer una colonia de trescientas familias, y que fué el fundador de la ciudad que lleva su nombre, siguieron otras muchas otorgadas a ciudadanos de diversos estados de la Unión, especialmente los del Sur. Bien pronto casi todo el territorio del Estado tejano fué repartido entre norteamericanos; todo el que estaba ávido de correr fortuna decidía ir allí. "Vaya a Tejas", llegó a ser la frase en boga, según nos refiere Edwin E. Sparks, en su obra La expansión social y territorial del pueblo norteamericano. A consecuencia de esa corriente migratoria, en 1830 llegó a haber en dicho Estado más de 20,000 ciudadanos de la Unión.

La comunidad norteamericana, residente en Tejas, apenas formada, comenzó a acariciar la idea de declararse independiente. Desde 1819, es decir, desde antes de cesar la dominación espa[29]ñola, un grupo numeroso, dirigido por James Long, proclamó la libertad e independencia del país; y, efectuado aquel cambio de soberanía, reunióse una convención en 1826, que abogó por esa misma aspiración. Esas declaraciones, sin embargo, no tuvieron la sanción de todos, ni verdadera trascendencia en los destinos de Tejas.

El Gobierno de Washington, desde aquella época, pensó en la conveniencia de la anexión de Tejas. En 1819, el Secretario de Estado, John Quincy Adams, propuso en el Gabinete demandarle al gobierno de Madrid, con toda formalidad, el dominio del territorio tejano, por pertenecerle a la Louisiana todo el que corría hasta el río Bravo; pero, por razones de diversa índole, el Presidente Monroe y los otros Secretarios no hubieron de apoyar semejante determinación. Apenas ocupó Adams la presidencia, dióle instrucciones a Poinsett, Ministro en Méjico, para comprar a Tejas; pero dicho Ministro, después de explorar la situación, juzgó oportuno no dar ese paso; y no bien cesó Adams y ocupó el cargo Jackson, su Secretario de Estado, Van Buren, le dió instrucciones al propio Ministro para que propusiera la compra del territorio tejano, situado entre los ríos Sabina y Nueces, en $5,000.000.00. La oferta esta vez fué hecha, declinándola el Gobierno mejicano.

Alarmado el Gobierno de Méjico ante los propósitos de adquirir a Tejas, revelados por el de Washington, y pensando sin duda en que dichos propósitos tenían su antecedente en el hecho de que aquel Estado tuviera en lo social y en lo económico más conexiones con los Estados Unidos que con la República azteca, en 1830 prohibió la entrada de nuevos colonos americanos, canceló las concesiones de terrenos otorgadas a ciudadanos de los Estados Unidos y estableció una tarifa de aduana para los productos procedentes de la Unión, que hasta entonces no devengaban derechos de importación. Estas medidas, y la de abolir la esclavitud, adoptada el año anterior, causaron gran disgusto entre los norteamericanos residentes en el país, quienes al tomar la resolución de no dar la libertad a sus esclavos, se colocaron, de hecho, en una situación revolucionaria.

La abolición de la esclavitud en Méjico impresionó grandemente al elemento residente en los estados del Sur de la República norteamericana, empeñados en mantener aquella odiosa institución. Se daban cuenta los esclavistas de que no les convenía[30] quedar colocados, como ahora lo estaban, entre territorios antiesclavistas; y de esa preocupación nació después en dichos elementos la idea de separar a Tejas de la confederación mejicana.

Más les interesaba a los esclavistas que Tejas fuera anexado a los Estados Unidos, que no que se convirtiera en una República independiente. Anexándola a los Estados Unidos, era fácil convertirla en uno o en varios Estados, y era para los del Sur de vital interés la entrada de nuevos estados esclavistas, a fin de contar con mayoría en el Congreso. Una ligera reseña sobre el estado de ese asunto en aquella época, nos lo habrá de explicar.

En los estados del Norte no hubo dificultad para hacer desaparecer la esclavitud, pero en los del Sur, dedicados a cultivos extensivos, principalmente el del algodón, resultaba muy apreciado el trabajo de los negros esclavos. De hecho se había establecido una especie de equilibrio político, entre unos y otros estados, a fin de que ninguno de los dos grupos llegara a ejercer un completo predominio.

Cuando se trató de formar el Estado de Maine, se opusieron los del Sur, dado que los votos de ese nuevo estado, en el Congreso, daban mayoría a los contrarios de la esclavitud. Debido a eso los esclavistas se opusieron a la admisión del nuevo estado, a menos que Missouri, que había de ser esclavista, no fuese también admitido como otro estado. La cuestión conmovió a todo el país, y al fin, a manera de transacción, se adoptó el famoso "compromiso de Missouri", que consistió en aceptar el paralelo 36° 30' como línea divisoria entre los estados esclavistas y los antiesclavistas. Este "compromiso" se adoptó en 1820; pero si se recuerda que en 1803 había sido comprada la Louisiana, y si por otra parte se observa la configuración que tenía ésta, se verá que era mucho mayor la parte de la misma situada al norte de dicho paralelo, que la colocada al sur de él. Al norte de esa línea había una extensión de 964,667 millas cuadradas, mientras que la del sur era tan sólo de 224,667.

Había, pues, más campo para formar estados antiesclavistas que esclavistas; de aquí que la anexión de Tejas fuera de gran interés para estos últimos.

No por esto se ha de entender, ha dicho Roosevelt, que el único factor que influyó para la separación de Tejas de la confederación mejicana, fué la gestión de los esclavistas. Tanto como este factor influyó en ese suceso el afán desmedido por adquirir[31] nuevas tierras, que ha caracterizado siempre a los habitantes del Oeste, quienes juzgaron como un estorbo a sus propósitos y planes, primero, la ocupación del valle del Mississippi por los franceses, y después la de los territorios que baña el río Grande por los descendientes de los españoles. Pero hay aún, agrega después, un argumento mucho más trascendente y en presencia del cual cede el interés de todos los demás: la lucha entre las dos razas y la imposibilidad de que los mejicanos, que eran incapaces de gobernarse por sí mismos, pudieran gobernar a otro pueblo.

Desde 1833 Méjico era presa de una revolución. La nación toda, incluso Tejas, estaba sumida en el mayor desorden. En 1835 el general Santa Anna, Presidente de la República, pudo abatir la revolución en todo el país, menos en Tejas. Los revolucionarios, en aquel entonces, no aspiraban a la independencia. Abogaban solamente porque el Estado tuviera los fueros reconocidos por la Constitución federal de 1824 y suprimidos por el gobierno militarista y centralizador de Santa Anna. Así lo proclamó la convención que en 17 de octubre de 1835 se reunió en San Felipe de Austin. Si en aquellos momentos el Gobierno de Méjico hubiera sabido o podido desenvolver una política prudente y justa en los asuntos de Tejas, probablemente las cosas no habrían llegado donde llegaron.

En el mes de marzo del año 1836 se reúne una nueva Convención en New-Washington. De los cincuenta y ocho miembros que la formaron, sólo había tres mejicanos; los demás eran anglo-americanos. Esta vez se declaró la independencia y se adoptó una Constitución, por la que se previno la organización del gobierno. Se formaron tres poderes: el Ejecutivo, que sería ejercido por un Presidente, el Legislativo, que habría de residir en dos Cámaras, y el Judicial. Se abolieron los privilegios y los títulos de nobleza y se adoptó la "common law" inglesa como base del derecho privado. Por esta Constitución, además, se autorizaba la esclavitud y se prohibía la entrada de los negros libres.

El general Santa Anna, poniéndose al frente de un ejército, fué a combatir a los revolucionarios, quienes recibían recursos, en armas y hombres, de diversas poblaciones de los Estados Unidos. Al principio la suerte fué favorable a los mejicanos, pero después les volvió la espalda; y atrocidades como el fusilamiento de todos los prisioneros hechos en "El Álamo", sólo sirvieron para aumentar el ardor bélico de los tejanos.

[32]

En 27 de abril del propio año libróse en San Jacinto la batalla decisiva de la guerra. El ejército mejicano fué completamente derrotado, figurando entre los prisioneros, hechos por los tejanos, el propio general Santa Anna. En esa fecha se puede decir que quedó decidida la suerte de Tejas, perdida ya por siempre para Méjico. El día 14 de mayo se suscribió el tratado de Velasco en el que no sólo se puso fin a la contienda, sino que se reconoció por el Presidente Santa Anna la independencia de Tejas. Esta última estipulación, por sugestión de Santa Anna, se debía mantener en secreto. Quizás porque no quería que la nación tuviera conocimiento de ella, hasta tanto él estuviera de regreso en la capital y pudiera tomar medidas que evitaran que al conocerse semejante noticia produjera tan mal efecto que lo derribaran del poder; quizás porque pensaba burlarse del tratado después que recobrara su libertad. El Congreso de Méjico se enteró del tratado; rechazó lo hecho por Santa Anna y mandó continuar la guerra.

Apenas suscrito el tratado de Velasco, Burnett, Presidente de Tejas, se dirigió públicamente al pueblo de los Estados Unidos pidiéndole el reconocimiento de la nueva República. Esta apelación fué acogida por los estados esclavistas, los que a su vez se dirigieron al Congreso excitándolo a que hiciera dicho reconocimiento. Aparentemente no se trataba más que de un acto de la soberanía nacional: el reconocimiento de un nuevo estado; pero en el fondo, y era esto lo más importante, tratábase de una nueva batalla que pretendían librar los esclavistas. El "compromiso de Missouri", dice el escritor Edmund J. Carpenter, fué el primer episodio de la gran controversia esclavista; el reconocimiento de Tejas iba a ser el segundo.

En el Senado se inició un extenso debate sobre el asunto, en el que se distinguieron, entre otros, Daniel Webster, Walker y Porter. El tono de los discursos revela que por parte de casi todos había la mejor voluntad hacia la nueva República, pero que se temía, por no haberla reconocido Méjico, que al darse ese paso se rompieran las relaciones con esta nación. El Comité de asuntos exteriores del Senado, al que fueron enviadas para su dictamen todas las peticiones relacionadas con el reconocimiento de Tejas, propuso a dicho alto Cuerpo, en 20 de junio de 1836, una resolución que fué aprobada y que era algo así como un compás de espera, según se ve en su parte dispositiva, que rezaba así:

[33] Se resuelve declarar que los Estados Unidos reconocerán la independencia de Tejas tan pronto como se obtengan informes de que en dicho país se ha establecido un gobierno de carácter civil, capaz de cumplir con los deberes y obligaciones inherentes a las naciones independientes.

En 21 de diciembre de 1836, el Presidente, en un mensaje especial, dió cuenta al Congreso de la información que le había suministrado Henry M. Morfit acerca de la situación de Tejas; aconsejando, al mismo tiempo, que no se hiciera el reconocimiento de la independencia. Después de hacer alusión a que los Estados Unidos habían adoptado por sistema no reconocer la independencia de ninguna colonia, hasta que su separación no fuese un hecho sin disputa, se extendía en estas consideraciones:

Median circunstancias, en las relaciones entre los dos países, que exigen que en este caso seamos más cautos que en ningún otro. Tejas ha sido reclamado como parte de nuestro territorio, y aun en nuestros tiempos muchos de nuestros conciudadanos siguen pensando en que debe integrarlo. Gran número de sus habitantes son emigrantes de nuestro país, hablan nuestra lengua, profesan nuestros principios políticos y religiosos y están unidos a muchos conciudadanos nuestros por lazos de parentesco y amistad; y, sobre todo, es sabido que el pueblo de ese país ha establecido un gobierno a semejanza del nuestro, y que después de vuestra última sesión ha resuelto pedirnos, tan pronto reconozcamos la independencia, su admisión como un Estado de la Unión. Esta última circunstancia, por su delicadeza y gravedad, tiene que preocuparnos grandemente. Tejas nos pide que reconozcamos la independencia, y sabemos que ese reconocimiento es el antecedente de la anexión. Debemos, pues, proceder con gran cautela, a fin de que no se piense que si reconocemos los derechos de nuestros vecinos es con miras interesadas.

La prudencia parece dictar, por consiguiente, que seamos cautos y que sostengamos nuestra actual actitud, hasta que Méjico mismo, o alguna de las grandes potencias, reconozca el nuevo gobierno, o al menos hasta que el transcurso del tiempo o el curso de los acontecimientos hayan demostrado evidentemente la habilidad del pueblo de ese país para mantener su soberanía independiente y conservar el gobierno por él establecido.

Si observamos esta conducta, ninguno de los contendientes tendrá derecho a quejarse. Si la seguimos, continuaremos observando nuestra tradicional política, esa que nos ha dado respeto e influencia en el exterior y completa confianza en casa.

Poco tiempo después, o sea en 18 de enero de 1837, el Presidente Jackson remitió al Senado copia de una carta que desde[34] su prisión en Columbia, Tejas, le había dirigido en 4 de julio de 1836 el general Santa Anna, y de su contestación de 4 de septiembre.

El general Santa Anna decía en dicha carta que a pesar de su convenio con los tejanos, según el cual él debía regresar a Méjico, desde donde podía hacer que se respetaran las estipulaciones que había celebrado, se le mantenía en prisión; y que mientras tanto el Gobierno de Méjico, ignorante de lo que pasaba, había resuelto continuar la guerra; y le pedía a Jackson que promediara, que les hiciera ver a los tejanos el deber en que estaban de dejarlo regresar a Méjico, en la seguridad de que si esto se hacía habían de terminar los horrores de la guerra.

Consistían las estipulaciones aludidas, y que no se expresaba cuáles eran, en el reconocimiento, que había hecho Santa Anna en el tratado de Velasco, de la independencia de Tejas, que se debía mantener en secreto hasta tanto que él estuviera de regreso en Méjico.

El Presidente Jackson hubo de contestar al general Santa Anna que en cualquier circunstancia le sería muy grato evitar una guerra, pero que su gobierno había sido notificado por el de Méjico de que mientras él se encontrara prisionero, de sus actos no se podía derivar compromiso alguno para los mejicanos.

Por esta misma época el Presidente Jackson envió a la frontera tejana al general Gaines, a fin de evitar las incursiones de los indios. Esto no era más que un pretexto, dice el escritor Edmund J. Carpenter, antes citado en su obra El Avance Americano; en realidad esa medida se adoptó de acuerdo con el general Houston, que había sucedido a Burnett en la Presidencia de la República Tejana. El Ministro de Méjico en Washington, Eduardo Gorostiza, protestó de tal medida, pidiendo se retiraran de las fronteras las fuerzas del general Gaines; y como fuera rechazada esta petición, tanto por este hecho como por el de que públicamente se alistaran hombres en Nueva Orleans para engrosar las filas tejanas, dicho Ministro hubo de retirarse.

En los mismos días en que ocurría en Washington este incidente diplomático, se desarrollaba en Méjico otro de la misma naturaleza entre el Gobierno de dicha República y Powhatan Ellis, Encargado de Negocios de los Estados Unidos, y el cual, al producir el mismo resultado que aquél—la retirada del representante diplomático—, hizo que se completara de esa manera la ruptura[35] de las relaciones entre los dos países. Tratábase de ciertas reclamaciones relativas a perjuicios causados a varios ciudadanos de los Estados Unidos, en sus personas e intereses, de que se hacía responsable al Gobierno de Méjico, y acerca de los cuales éste, por lo visto, no quería tratar.

El Presidente Jackson se refirió a este asunto en un Mensaje que dirigió al Congreso en 6 de febrero de 1837. Pidió por dicho documento que se votara una ley autorizando las represalias y facultándolo para usar de la marina de guerra, a fin de hacer valer las reclamaciones, por la fuerza, en el caso de que el Gobierno de Méjico no conviniera en someterlas a un arbitraje.

Cuando estas noticias sobre la ruptura de las reclamaciones diplomáticas con Méjico llegaron a conocimiento del Congreso, produjeron el efecto de excitar a los esclavistas, partidarios como eran del reconocimiento de la independencia de Tejas. En el mismo mes a que nos acabamos de referir presentóse una moción en la Cámara de Representantes concediendo un crédito con que atender a los gastos de un representante diplomático en Tejas. Dicha moción fué defendida vigorosamente por Bynum, de Carolina del Norte, y por otros Representantes, y atacada por John Quincy Adams y Samuel Hoar, de Massachusetts, quienes expresaron, entre otras cosas, que la finalidad que se perseguía no era la de reconocer la independencia, sino la de llegar después a la anexión; que no se podía sostener que Méjico no se pudiera reponer de sus quebrantos y restablecer su autoridad en Tejas, y que la facultad de reconocer los nuevos estados era de la incumbencia del Poder Ejecutivo. Esta fué la fórmula que en definitiva se adoptó: en 28 de febrero se aprobó una moción facultando al Presidente para hacer el reconocimiento, y el 3 de marzo el general Jackson envió al Senado el nombramiento de Alcee la Branche como Encargado de Negocios en la República de Tejas. Al día siguiente Jackson debía cesar en su elevado cargo; quiso, sin duda, que dicho reconocimiento fuera obra de su gobierno.

Pasó algún tiempo, y como el Gobierno de Méjico no pudo restablecer su autoridad en Tejas, a los tres años de aquella fecha los Gobiernos de Inglaterra, Francia, Bélgica y Holanda ya habían reconocido la nueva República.

No quedaría completa esta relación si no nos refiriéramos, antes de seguir adelante, a la verdadera posición del Presidente Jackson ante el conflicto tejano. Si examinamos su actuación se[36]gún lo que rezan los documentos oficiales, se ve que se redujo a observar la más estricta neutralidad; pero si tenemos en cuenta otros antecedentes, que trascendieron al dominio público, se echa de ver que su conducta no guardaba relación con sus palabras: que mientras en mensajes y manifiestos proclamaba la neutralidad, indirectamente era un colaborador decidido de los revolucionarios tejanos.

Ningún testimonio más elocuente que el del propio Jackson. Varios años después de haber abandonado la Presidencia, en una carta dirigida a William B. Lewis le decía: "Después de la batalla de "San Jacinto", puse todo mi empeño en que se reconociera la independencia de Tejas, como medio de admitirla después en la Unión, pero las maquinaciones de Adams me impidieron realizar ese propósito."

Los escritores norteamericanos que se ocupan en estos asuntos, convienen en que el envío del general Gaines a la frontera no tuvo justificación, que las demandas formuladas al Gobierno de Méjico, por medio del Encargado de Negocios Powhatan Ellis, no fueron más que un ardid para provocar una guerra; y en que de haberlo podido impedir las autoridades, no se hubiera dado el caso de que en los puertos del Sur se equiparan las expediciones destinadas a auxiliar a la revolución.

Carpenter, en su obra antes citada, al referirse al Mensaje presidencial de 21 de diciembre de 1836, cuyos párrafos más esenciales antes transcribimos, y al aludir a la neutralidad que según dicho Mensaje debían guardar los Estados Unidos a fin de no provocar el enojo de Méjico, hace este comentario:

Aparentemente, según dicho Mensaje, el Gobierno tenía el propósito de proceder con verdadera cautela en el asunto de la independencia de Tejas. No se le quería causar ofensa alguna al Gobierno de Méjico, pero en el Norte se pensaba por todo el mundo, especialmente por los antiesclavistas, que las palabras del Presidente no eran sinceras. En primer lugar, una gran parte de la población de Tejas estaba formada por emigrantes del Sur de los Estados Unidos, y con este elemento se había formado casi todo el ejército tejano. En Nueva Orleans se reclutaban hombres públicamente para dicho Ejército, sin que las autoridades realizaran el menor esfuerzo para impedirlo; y, sobre todo, se sabía hasta la saciedad que la verdadera causa de la revolución tejana reconocía su origen en el hecho de que el Gobierno mejicano había decretado la abolición de la esclavitud.

[37] Hechas estas breves indicaciones acerca de la verdadera actuación de Jackson en los asuntos tejanos, sigamos nuestra relación en el punto en que la dejamos: en el momento en que dicho Presidente reconocía la independencia de Tejas, la víspera de cesar en su cargo, en el que había de sustituirlo quien era de esperar que, por haber sido un colaborador de su Gobierno, habría de seguir su misma conducta política: Martin Van Buren.

Apenas reconocida la independencia de Tejas, su legislatura facultó al Presidente de la República para gestionar su admisión en la Unión; y habiendo recibido instrucciones en tal sentido Menucan Hunt, Ministro Plenipotenciario en Washington, este funcionario depositó una nota en la Secretaría de Estado, en 4 de agosto de 1837, formulando aquella pretensión. Transcurrió todo el mes de agosto sin que por la Secretaría de Estado se hiciera público el asunto, ni se tomara decisión alguna. En 4 de septiembre el Presidente convoca al Congreso a una sesión especial para tratar de diversos asuntos, y nada dice acerca de éste; pero, ya reunidas las Cámaras, John Quincy Adams, representante por Massachusetts, en 13 de ese mes interesó que por el Presidente de la República se informara acerca de si el Gobierno de Tejas había propuesto la anexión, y, en caso afirmativo, lo que se hubiere contestado.

Apoyó Adams su petición con un discurso en el que sostuvo que sólo el pueblo de los Estados Unidos directamente, de una parte, y el de Tejas, de la otra, podían resolver lo de la anexión, y que ésta constituía un problema tan grave, que una gran parte de la opinión prefería que se disolviera la Unión antes de que se consumara ese hecho. Por estos mismos días se reunieron las legislaturas de ocho Estados, declarándose también contrarias a la anexión; y en vista, sin duda, de todo esto, antes de que transcurriera el citado mes, el Secretario de Estado, John Forsyth, le contestaba al diplomático tejano que ni la proposición en cuestión, ni ninguna otra por su estilo, sería tomada en consideración mientras no cesara el estado de guerra existente entre Méjico y Tejas.

Este incidente, al poner sobre el tapete la cuestión de Tejas, produjo el efecto de despertar las iniciativas de los esclavistas. Si hubo Estados que se significaron contra la anexión, en cambio otros, como los de Tennessee, Alabama, Mississippi y Carolina del Sur, abogaron por dicha solución. John C. Calhoun figuraba como leader de los anexionistas. Desde mayo del año anterior,[38] es decir, a raíz de la batalla de San Jacinto, había declarado que los Estados del Sur necesitaban a Tejas indispensablemente, como único medio de no ser aniquilados por los del Norte. Ahora se mostraba más radical aun: hay que escoger, decía, entre la anexión o la secesión.

Los esclavistas echaron sobre Adams la responsabilidad de que el territorio de Tejas no perteneciera a los Estados Unidos. Dicho territorio, decían, por haber formado parte siempre de la provincia española de la Louisiana, fué adquirido en 1803, cuando Jefferson compró dicha provincia; pero había sido devuelto a España en 1819, en el tratado de la Florida, efectuado bajo la dirección de Adams, al fijar a los Estados Unidos como límite por el Oeste el río Sabina. Suponían que Adams, al proceder de esa manera, se había inspirado en el propósito de impedir, por ese medio, que se formaran nuevos estados esclavistas; e invocaban el testimonio de Erving, Ministro que había sido en Madrid cuando se negociaba el tratado de la Florida, y que había declarado que si esas negociaciones se hubieran concluído en aquella Capital, o, por mejor decir, donde se iniciaron, y no hubiesen sido llevadas después a Washington, donde fueron concluídas, España hubiera convenido en el dominio de los Estados Unidos sobre Tejas, desde el momento en que él hubo conseguido que se reconociera el río Grande como lindero.

Es por esto por lo que los anexionistas adoptaron como lema la palabra "reanexión"; pero lema, dice Roosevelt, que no era más que el barniz de derecho con que querían cubrir sus pretensiones. Tenemos que reanexarnos, decían, el territorio que es nuestro y de que nos ha privado la maldad de un estadista del Norte. Se olvidaban los acusadores de Adams de que, según dijimos antes, siendo éste Presidente de la República había iniciado gestiones para obtener de Méjico la cesión de Tejas, y que anteriormente, como Secretario de Estado, en la época de la presidencia de Monroe, quiso demandarle a España el reconocimiento del dominio de los Estados Unidos, oponiéndose sus compañeros de Gabinete, y el propio Monroe, a que se formulara semejante pretensión.

No se arredró el insigne ex Presidente ante las imputaciones de sus adversarios. En junio de 1838 presentó en la Cámara de Representantes la siguiente moción:

[39] Se resuelve que la facultad de anexar a esta Unión un estado independiente, no está delegada por la Constitución en el Congreso, ni en ningún otro Departamento del Gobierno, sino que es privativa del pueblo; y que cualquier tentativa del Congreso para realizar la anexión de la República de Tejas, ya se intente efectuarla por medio de una ley o por medio de un Tratado, ha de constituir una usurpación de poder, un acto ilegal y nulo, que el pueblo libre de la Unión tendrá el derecho de resistirla y el deber de anularla.

Adams, en defensa de esta moción, pronunció un discurso que por su resonancia, por el efecto que produjo, se puede decir que hizo época, hasta el punto de que en tres años, hasta que expiró el mandato de Van Buren, no se volvió a hablar de la anexión. Sus adversarios han negado tal cosa, atribuyendo este hecho al propósito, que se hizo Van Buren, de no darle oídos a nada que se relacionase con la anexión de Tejas, mientras entre ésta y Méjico existiera un estado de guerra.

En 4 de marzo de 1841, ocupó la Presidencia de la República William Henry Harrison. Dados sus antecedentes, su amistad personal e identificación política con Adams, se pensó que no cambiaría de aspecto la cuestión tejana; pero al mes de ocupar el cargo lo arrebató la muerte, y fué sustituído por John Tyler, virginiano y de ideas opuestas a las suyas. Procedía Tyler, políticamente, de elementos que se habían significado como esclavistas genuinos, y se recordaba que siendo Senador había sostenido que el Congreso carecía de atribuciones para prohibir la esclavitud en ningún territorio. Todo esto presagiaba que no había de transcurrir mucho tiempo antes de que se agitara la opinión y se planteara de nuevo la anexión de Tejas. La ocasión era propicia para que los esclavistas, cuyas aspiraciones habían estado dormidas, pero no muertas, se pusieran de nuevo en actividad. Hemos de ver que así ocurrió; que los esclavistas supieron aprovechar la oportunidad que con la muerte de Harrison les deparaba el destino.

Al abrirse el Congreso en diciembre de dicho año, se dió cuenta con las solicitudes de varios estados del Sur, que nuevamente venían a reclamar de los poderes federales que se realizara la anexión. Por estos mismos días se equipaba en Santa Fe, por cuenta del Gobierno de Tejas, una importante expedición, sin que el de los Estados Unidos tomara medidas para evitarlo, a pesar de que los soldados habían sido reclutados públicamente; y en estos[40] mismos días, también, dispuso Tyler que se activase la ejecución de un tratado celebrado desde hacía años entre los Estados Unidos y Tejas, fijando el lindero de los dos países. Al darle cuenta al Congreso, en su mensaje de 7 de diciembre, de haber concluído dicho Tratado, la comisión nombrada por las dos naciones aludía en términos tan lisonjeros a la República de Tejas, que al leerlo se sospechaba que tales afectos nacían de algún propósito.

En marzo del año 1842, el Ministro de Tejas en Washington se entrevista con Daniel Webster, Secretario de Estado, y le trata de la anexión de su país. Webster se negó a entrar en negociaciones, entre otras razones porque estaba convencido de que si se celebraba el Tratado, el Senado habría de rechazarlo. No parecía Webster muy decidido por la anexión; no era el hombre que podía ayudar a Tyler en el propósito de realizarlo, siendo este motivo una de las causas de que abandonara la Secretaría de Estado, lo que ocurrió en mayo de 1843.

A Webster lo sustituyó Upshur, de Virginia, muy conocido como esclavista. Apenas ocupó la Secretaría de Estado, se dedicó con ahinco a estudiar el problema de la anexión de Tejas. Por esta época se presentó un nuevo aspecto en este asunto, que sirvió para que los esclavistas redoblaran sus energías. Inglaterra quería mezclarse en los asuntos de la nueva República, a fin de que ésta suprimiera la esclavitud; y, aprovechando la circunstancia de que la situación financiera del Gobierno tejano era deplorable, lo halagaba ofreciéndole facilidades para salir de la crisis. Había, pues, que darse prisa, supuesto que el peligro era grave: la supresión de la esclavitud en Tejas podía quebrantar el mantenimiento de esta institución en los estados del Sur. Francia había unido sus esfuerzos a los de Inglaterra, y los gobiernos de éstas dos naciones habían conseguido que entre Méjico y Tejas cesaran las hostilidades, que se firmara un armisticio. Era fácil, además, que se firmara la paz definitiva.

Upshur se apresuró: no convenía que Méjico y Tejas hicieran la paz; y, decidido a no demorar la anexión por más tiempo, en 16 de octubre del año a que nos venimos refiriendo la propuso con toda formalidad a Van Zand, representante diplomático de Tejas en Washington, sin que le preocuparan, en lo más mínimo, las protestas que formuló Juan Almonte, Ministro plenipotenciario de Méjico. Al llegar a conocimiento del general Houston, Presidente de Tejas, la proposición de la anexión, pensó, acertada[41]mente, que si la tomaba en cuenta, que si iniciaba las negociaciones, el gobierno de Méjico seguramente habría de reanudar las hostilidades; y ante este temor preguntó al Gobierno de Washington si en caso de una agresión por parte de aquella República, se podría contar con el apoyo de los Estados Unidos, mientras el tratado de anexión estuviera pendiente de aprobación. Upshur no se atrevió a contestar; pero Murphi, agente diplomático de los Estados Unidos en Tejas, dió por su cuenta una contestación afirmativa; aseguró que en caso de que Méjico pretendiera realizar una invasión, se podía contar, para repelerla, con las fuerzas de los Estados Unidos; y tan en serio se tomó Houston esta contestación, que al serle sometido el armisticio con Méjico, concluído en esos días, hubo de rechazarlo.

En esa situación, en 17 de enero de 1844 muere Upshur a bordo de la fragata Princeton, por consecuencia de la explosión de un cañón; y John Nelson, Procurador General, que interinamente se hace cargo de la Secretaría de Estado, adopta una actitud inexplicable: le dice a Murphi, por una parte, que se ha excedido al hacer su ofrecimiento, supuesto que el Presidente, sin la autorización del Congreso, no puede emplear la marina y el ejército contra una nación amiga, y por otra, que el Poder Ejecutivo

no tenía inconveniente en concentrar una escuadra en el golfo de Méjico y un contingente militar en la frontera, en defensa de los habitantes de Tejas y de su territorio.

Rápidamente se fueron precipitando las cosas. En 29 de marzo ocupó la Secretaría de Estado John C. Calhoun, quien había figurado siempre como uno de los directores de la tendencia esclavista, y que declaró, al ocupar su cargo, que no llevaba al mismo otro fin que el de realizar la anexión, y que lo renunciaría una vez obtenida ésta. Al día siguiente llegó a Washington Henderson, el delegado tejano que debía negociar el tratado de anexión. Calhoun no tuvo inconveniente en ratificar las manifestaciones de Murphi y de Nelson acerca del envío de fuerzas que defendiesen a Tejas en caso de una agresión mientras se ratificaba el tratado; sin que lo preocupase el hecho de que con semejante medida, que en cierto modo equivalía a una declaración de guerra, se invadieran las atribuciones del Congreso. El día 12 de abril se suscribió el Tratado y diez días después fué enviado al Senado por medio de un mensaje.

[42]

La causa de que se perdieran diez días en este trámite, en un asunto a que se le había impreso tanta celeridad, obedeció a un hecho que los norteamericanos, celosos de su Historia, no hubieran querido que hubiese ocurrido. Demoró Calhoun de intento el envío del mensaje; quiso que el Senado conociera al propio tiempo, y se impresionara con ella, la respuesta dada por él al despacho de Lord Aberdeen, Primer Ministro inglés, en que se exponía que uno de los propósitos que llevaba la Gran Bretaña al mediar con Méjico en el asunto de Tejas, era el de obtener la abolición de la esclavitud en este país. Decía Calhoun en su contestación, que fué dada a Lord Aberdeen en 18 de abril, que en vista de dicha actitud del Gobierno inglés, el de Washington se había apresurado a suscribir el tratado de anexión, con objeto de que no se realizaran aquellos propósitos, ya que en ello estaban empeñadas la paz y la seguridad de los Estados Unidos.

Esa contestación, ha dicho el profesor Von Holst, era algo así como una proclama elevando la esclavitud a institución nacional, ya que se exponía la Unión a los riesgos de una guerra sólo por defenderla. Por su parte el notable escritor Carl Schurz se expresa en estos términos:

Los Estados Unidos, al anexarse a Tejas, corrían los riesgos de una guerra, y lo hacían nada más que por defender y mantener la esclavitud. Ese fué el verdadero móvil de la conducta del Presidente y del Secretario de Estado; en semejante posición colocaron estos señores ante el mundo a la gran República Americana.

Nada de esto, sin embargo, nada acerca de que fuera el mantenimiento de la esclavitud el verdadero móvil de la anexión, se decía en el Mensaje antes citado, dirigido al Senado, acompañando el tratado de anexión. Se hablaba de que el territorio tejano había sido cedido a los Estados Unidos por el tratado del año 1803; de que la población de Tejas, por su origen, por sus antecedentes y hábitos, era homogénea a la de los Estados Unidos; de que la anexión habría de reportar beneficios positivos a los intereses de la Unión, y, últimamente, de que dicha solución sólo interesaba a Tejas, que era un Estado independiente, y a los Estados Unidos; pero ni una palabra acerca de la conveniencia de favorecer los intereses esclavistas.

A pesar de los esfuerzos del Gobierno y de los esclavistas para que el Senado aprobara el tratado, después de varias se[43]manas de deliberaciones, en la sesión del día 8 de junio fué rechazado por 35 votos contra 16; lo que se debió, en parte, al fuerte espíritu antiesclavista que dominaba, y en parte al temor de provocar una guerra con Méjico.

No se arredró Tyler ante la decisión del Senado. Interesado en realizar la anexión, en cualquier forma, ya no quería reparar en los medios, aun cuando éstos no fueran lícitos. Dos días después de la resolución de aquel Cuerpo, se dirigió por un Mensaje a la Cámara de Representantes sugiriéndole a ésta la conveniencia de que el Congreso acudiera a cualquier otro procedimiento, a fin de realizar la anexión. Ese otro procedimiento no podía ser más que el de una Resolución Conjunta. En realidad, a lo que se aspiraba era a burlar la necesidad de la concurrencia de las dos terceras partes de los miembros que formaban el Senado. Se trataba de un tratado, y éstos, según la Constitución, necesitan para su aprobación el asentimiento de las dos terceras partes de los senadores, y con la joint resolution se evitaba la necesidad de ese quórum extraordinario; bastaba la mayoría simple u ordinaria. Desde luego que se infringía la Constitución, que se apelaba a un procedimiento inadecuado; pero los esclavistas pensarían, sin duda, que el fin justificaba los medios.

Apenas leído el Mensaje en la Cámara de Representantes, inicióse un intenso debate sobre el mismo, es decir, sobre la legalidad del procedimiento de acudir a una joint resolution. Stephen A. Douglas, de Illinois, y Charles J. Ingersoll, de Pennsylvania, sostenían la afirmativa, rebatiéndoles Robert C. Winthrop, de Massachusetts. A pesar de los esfuerzos de los esclavistas, terminó la legislatura sin que se acordase nada.

Mientras tanto, fuera del Congreso, se iniciaba un movimiento que fué el último y decisivo esfuerzo de los esclavistas para anexar a Tejas. Hasta este momento se puede decir que partidarios y adversarios de la anexión no habían llevado sus aspiraciones a determinado partido político: unos y otros pertenecían, indistintamente, a una u otra agrupación; pero en la campaña presidencial efectuada el año de 1844, a que nos venimos refiriendo, se deslindaron los campos entre demócratas y "whigs".

La convención nacional de los whigs, reunida en Baltimore en 1º de mayo, designó candidato a la Presidencia al ilustre Henry Clay, quien días antes había escrito una carta afirmando que si bien los Estados Unidos habían adquirido a Tejas por el tratado[44] de 1803, la habían perdido después por el de 1819; que hacer la anexión era provocar una guerra con Méjico y romper el equilibrio entre los estados esclavistas y los antiesclavistas.

Los demócratas por su parte, al reunir su convención en 27 del mismo mes, hicieron algo más que proclamar a un candidato simpatizador con sus ideas: aprobaron una moción recomendando la "reanexión" de Tejas y la reocupación de Oregon. El candidato de los demócratas, James K. Polk, era poco menos que desconocido, hasta el punto de que se puso en boga la frase: "¿Quién diablos es Polk?"; pero, en cambio, se adoptó un estribillo en la campaña, a manera de lema, más interesante y significativo que la figura del candidato presidencial: "Tejas o la desunión".

Había gran diferencia entre uno y otro candidato. Clay, dice Roosevelt, estaba sostenido por los mejores elementos del país; mientras que Polk tenía sus mantenedores entre los esclavistas y entre esa clase de políticos viciosos y corrompidos de las grandes ciudades del Norte y de Nueva Orleans. Las probabilidades de la victoria estaban de parte de Henry Clay; pero éste, mal aconsejado, dió un paso que, según se dice, le arrebató la victoria. Ocurrió que en el Sur, donde predominaban los esclavistas, como se viera Clay muy combatido por sus ideas contrarias a la anexión de Tejas, expuestas en la carta antes citada, y le pidieran algunos amigos de Alabama que hiciera alguna manifestación que atenuara aquel mal efecto, no tuvo inconveniente en declarar que él, personalmente, no era contrario a la anexión; que, antes al contrario, la vería con gusto siempre que se pudiera realizar sin deshonor, sin guerra y en términos justos y equitativos. Esta contradicción entre lo dicho antes y lo que se decía ahora, sin duda que debilitó a Clay ante la opinión, que vió en él, dice Schurz, a un político de la clase corriente, de los que no tienen otro principio que el de su conveniencia. Semejantes declaraciones, agrega, lo debilitaron donde estaba fuerte y no le dieron más fuerza donde estaba débil.

La elección de Polk significaba que se habría de realizar la anexión; pero ésta se verificó antes de lo que se esperaba, antes de que aquél inaugurase su período presidencial. ¿A qué se debió esto? A lo siguiente: Tyler había aspirado a la designación o "postulación"; pero los demócratas, su partido, lo desairaron; y un tanto despechado, no queriendo que otro se llevara la gloria por él tan acariciada de realizar la anexión, puso en juego todas[45] sus influencias para que ésta se consumara antes de abandonar su cargo. En 3 de diciembre dirigió un Mensaje al Congreso, exponiendo que supuesto que el país se había significado por la anexión, no se la debía demorar por más tiempo. Moviéronse sus amigos en las Cámaras y recabaron de éstas la aprobación de la joint resolution, tan deseada por los esclavistas. En 1º de marzo fué aprobada por Tyler, que tres días después había de cesar en su elevado cargo.

Mientras estas cosas ocurrían en los Estados Unidos, los gobiernos de la Gran Bretaña y de Francia, interesados, como antes vimos, en que entre Méjico y Tejas cesara el estado de guerra, habían conseguido que la primera de estas dos Repúblicas suscribiera la paz, a condición de que la última se comprometiera a no anexarse nunca a otra nación. Se había redactado el oportuno tratado y éste había obtenido ya la sanción del Gobierno mejicano. Faltaba la de Tejas.

En 16 de junio del año 1845 debía reunirse el Congreso tejano. Podía optar entre la paz ofrecida por Méjico y la anexión a los Estados Unidos. Decidióse por esto último; y, habiendo ratificado el pueblo, directamente, esa decisión, por medio de un plebiscito celebrado el día 4 de julio del propio año, se adoptó después la constitución local, por la que se debía regir como nuevo Estado de la Unión.

En 29 de diciembre el Congreso de los Estados Unidos acordó admitir el "Estado de Tejas", en las mismas condiciones que los demás. La República norteamericana no sólo aumentaba el número de las comunidades políticas que la formaban, sino que ensanchaba notablemente su extensión territorial. El área que nuevamente se adquiría tenía una extensión de 371,063 millas cuadradas; algo así como la superficie de la antigua monarquía Austro-Húngara, Italia y Suiza unidas.

(E)
(1848) Alta California y Nuevo Méjico.

Tan pronto como fué sancionada la joint resolution por la que se aprobó la anexión de Tejas, el Ministro de Méjico en Washington[46] pidió sus credenciales y se retiró, quedando rotas, de esa manera, las relaciones entre las dos naciones. Este detalle, por lo visto, preocupó bien poco a los hombres que en aquel entonces dirigían los destinos de los Estados Unidos. Es que la esclavitud, dice Mc. Laughlin, había hecho en el país el efecto de un veneno. Parecía natural que después de la adquisición del territorio tejano, el Gobierno permaneciera tranquilo, preocupado en reanudar sus relaciones con el de Méjico; pero no fué así; hemos de ver ahora que ambicionó un plan que suponía un verdadero despojo. Se pretendió que el límite entre Tejas y Méjico no lo constituyera el río "Nueces", como hasta entonces, sino que se quiso llevar dicho límite más al Sur, hasta el río "Grande", en perjuicio desde luego de la República Mejicana, que contaba como parte de su territorio la extensión situada entre dichos dos ríos. Vamos a referir cómo desenvolvió el Presidente Polk su plan de conquista.

En 30 de julio del año 1845, el general Taylor recibió órdenes de cruzar el río "Nueces", al frente de cuatro mil hombres, e invadir el territorio situado entre este río y el "Grande", aunque sin aproximarse a los destacamentos del ejército mejicano situados en la margen septentrional de este último. Taylor cumplió esa orden; pero apenas había cruzado el río "Nueces", y encontrándose acampado en Corpus Christi, fué instruído de que en el caso de que los mejicanos cruzaran el río "Grande", debía rechazarlos y ocupar la ciudad de Matamoros. Al mismo tiempo que se comunicaban estas órdenes al Ejército, se disponía que dos escuadras, una en el Pacífico y otra en el Atlántico, se aproximaran a las costas de Méjico.

Estos preparativos bélicos no eran todavía el comienzo de la campaña de conquista; no tenían más finalidad que la de impresionar al pueblo y al gobierno mejicanos, para de esa manera crearle un ambiente, propicio a un arreglo, a un representante que se pretendía enviar a la capital de Méjico. Pensaba el gobierno del Presidente Polk que si la diplomacia podía actuar con eficacia, era preferible confiar a ella sus propósitos, antes que a las armas. Animado de estos deseos, en septiembre el Secretario de Estado, Buchanan, inquirió del Gobierno de Méjico si estaba dispuesto a recibir a un enviado de los Estados Unidos, con plenos poderes para arreglar las cuestiones pendientes entre los dos gobiernos; y como se obtuviera una contestación favorable, se nombró para desempeñar ese encargo a John Slidell, quien partió[47] inmediatamente para su destino. No se reducía la misión de Slidell a obtener que se fijara el río "Grande" como límite de las dos naciones; eran más extensas ahora las pretensiones de los Estados Unidos. Se debía gestionar la cesión de Nuevo Méjico y de la California, a cambio de recibir el Gobierno de Méjico una indemnización de $25,000.000, y a cambio, también, de que el Gobierno de los Estados Unidos renunciara al cobro de unas indemnizaciones pendientes. Un encargo más llevaba Slidell: debía realizar ciertas averiguaciones para saber cuál sería la actuación de las potencias europeas, caso de que se rompiesen las hostilidades.

Al presentarle Slidell sus credenciales al general Herrera, Presidente de Méjico, vióse que no era un comisionado especial para arreglar las diferencias entre los dos países, sino un funcionario de carácter permanente, un Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario; y como se estaba en la inteligencia de que aquél habría de ser su carácter, y no éste, dado que estaban rotas las relaciones entre los dos países, el Gobierno se negó a recibirlo; y encontrábase haciendo gestiones el diplomático norteamericano para ser admitido, cuando un movimiento revolucionario depuso a Herrera y elevó a la presidencia a Paredes. Negóse también el nuevo Presidente a recibir a Slidell, y perdida ya por éste toda esperanza de ser admitido, en 21 de marzo de 1846, regresó a los Estados Unidos.

Al enterarse el Presidente Polk de la ineficacia de la actuación diplomática, le dió órdenes a Taylor de que avanzara; y antes de que hubiera transcurrido el mes antes citado, las fuerzas al mando de este General se habían aproximado a la ciudad de Matamoros, emplazando tan cerca de la plaza sus baterías, que la dominaban perfectamente. Al mismo tiempo la escuadra bloqueaba la boca del río Grande, a fin de impedir que por esta vía recibieran recursos y alimentos los habitantes de dicha ciudad. De hecho los Estados Unidos iniciaban la guerra, y comprendiéndolo así el Presidente Paredes, en 23 de abril publicó un manifiesto declarando que frente a la actitud de la vecina República, Méjico no tenía otro camino que el de responder a la guerra con la guerra, y que ya había dispuesto que el General en Jefe de la división de la frontera del Norte hostilizara al enemigo.

El 24 de abril tiene lugar la primera escaramuza. Una fuerza mejicana se encontró con un destacamento de dragones americanos[48] y le hizo 16 muertos. Este era el pretexto que el Gobierno de Polk necesitaba para romper las hostilidades de manera oficial. El día 9 de mayo llegó a Washington la noticia de dicho combate, y el día 11 el Presidente se dirigió al Congreso para que éste, reconociendo la existencia de un estado de guerra, proveyera lo conducente a facilitar al Ejecutivo hombres y recursos. Achacábase en ese documento la responsabilidad de la guerra al Gobierno de Méjico.

Después de reiteradas amenazas—se decía—Méjico ha roto nuestra frontera invadiendo el territorio de los Estados Unidos y derramando sangre americana en nuestro suelo; por otra parte, también ha declarado su gobierno que las hostilidades han comenzado y que las dos naciones se encuentran en guerra. Ante estos hechos, ocurridos a pesar de nuestros esfuerzos por evitarlos, nos exigen el deber y el patriotismo que reivindiquemos con toda energía el honor, los derechos y los intereses de nuestro país.

No nos extrañan las palabras de Polk. No recordamos que en ningún caso la nación agresora, en una guerra injusta, no haya tratado de eludir la responsabilidad de su conducta.

El propio día 11 la Cámara de Representantes declaró, sin que hubiera debate, que existía el estado de guerra, y además autorizó al Presidente para alistar 50,000 hombres y para disponer de un crédito hasta de $10,000.000. Sólo catorce representantes votaron en contra del "bill", figurando entre éstos John Quincy Adams. Al día siguiente fué aprobado en el Senado por cuarenta votos contra dos.

No pasó mucho tiempo antes de que el propio Presidente Polk se encargara de decir, de manera encubierta, pero indudable, que la guerra que se estaba haciendo era de conquista. En 8 de agosto del año que acabamos de citar, envió un Mensaje al Congreso: empezaba diciendo que lo que se ventilaba en la guerra era una cuestión de límites entre las dos Repúblicas, y que se le debía autorizar para disponer hasta de $2,000.000 a fin de pagarle a Méjico, en justa compensación, "cualquier concesión que tuviera que hacer"; y terminaba recordando que cuando el Gobierno estuvo en negociaciones para adquirir primero la Louisiana y después la Florida, se había autorizado al Presidente para disponer de determinadas sumas de dinero. ¿A qué otro cosa que a la compra de territorios mejicanos se podía aludir por el Presidente al hablar de retribuirle a Méjico "las concesiones que hiciera"?

[49]

El Congreso se dió cuenta de que el Presidente se había referido a la posibilidad de que se compraran territorios mejicanos. Lo prueba el hecho de que con motivo del "bill" que se presentó en la Cámara de Representantes, concediendo el crédito pedido, introdujo una enmienda el Representante David Wilmot, de Pensylvania, prohibiendo la esclavitud en "el territorio que se adquiriera de Méjico". El "bill", con la enmienda, fué aprobado en la Cámara, pero fracasó en el Senado; y tan necesario lo estimaba el Presidente, que en su Mensaje anual de 8 de diciembre volvió a insistir en que se le otorgara el crédito en cuestión.

Con motivo de esta petición se inició un debate en el Senado, que duró varios días, pudiéndose apreciar que el Norte y el Sur estaban más separados que nunca. La famosa enmienda de Wilmot prohibiendo la esclavitud "en los territorios que se adquirieran en Méjico", fué reproducida, combatiéndola el senador Colquitt, de Georgia, en un violento discurso. Daniel Webster, por su parte, pidió se declarase que los Estados Unidos no hacían la guerra para ensanchar sus linderos a costa de Méjico, y que sólo aspiraban a que esta nación se prestara a tener un arreglo sobre sus límites. John C. Calhoun presentó otra moción pidiendo se declarara que "la aprobación de cualquier ley que directa o indirectamente privase a los ciudadanos de cualquier estado de la Unión del derecho de emigrar con sus propiedades a cualquier territorio de los Estados Unidos, sería considerada como una violación de la Constitución". Thomas H. Benton combatió esta moción, y por cierto que al hacerlo no tuvo inconveniente en declarar que el principal responsable ante la historia, de la guerra, era Calhoun. Al fin, después de tanta discusión, se autorizó al Presidente para disponer de un crédito de $3,000.000.

Mientras estas cosas ocurrían en Washington, la campaña se desenvolvía en forma bien desdichada para Méjico. Los diversos ejércitos que invadieron el territorio mejicano no encontraron la resistencia que era de esperar se les hiciera. Debióse esto a que ni aun en situación tan angustiosa los partidos supieron darse una tregua en sus eternas rivalidades; el patriotismo no se pudo imponer al espíritu partidarista, y de ahí que la mayor parte de los Estados se mostraran "poco menos que indiferentes" ante el invasor, según nos dice el historiador Jerónimo Becker.

El ejército mandado por Taylor, después de derrotar a los mejicanos en Palo Alto y en Resaca de Guerrero, se apoderó de[50] Matamoros y otra fuerza mandada por el general Scott puso sitio a Veracruz, logrando que la plaza capitulara, tras un tremendo bombardeo, en 27 de febrero de 1847. Otros lugares, como Nuevo Méjico y California, fueron ocupados sin resistencia.

Tantos contratiempos sirvieron de pretexto no para que el país reaccionase, sino para que un nuevo movimiento revolucionario arrojara de la presidencia a Paredes y colocara de nuevo en su lugar a Santa Anna. Este, poniéndose al frente de un ejército, trató de cortarle el paso al general Scott, que se dirigía sobre la capital; pero, derrotados los mejicanos en Cerro Gordo, Puebla y Churubusco, en 14 de septiembre, tras un corto armisticio, penetraron los invasores en aquélla.

En 22 de noviembre del año 1847, a que nos venimos refiriendo, los mejicanos pidieron la paz. Las dos naciones nombraron sus comisionados; se iniciaron las negociaciones en Guadalupe Hidalgo, y en 2 de febrero del año siguiente se firmó el tratado que lleva el nombre de esta ciudad.

Por este tratado se fijó como lindero entre los Estados Unidos y Méjico, el río Grande, por una parte; por otra, el Gila, afluente del Colorado, y últimamente la línea divisoria entre las dos Californias. En compensación, Méjico recibiría $15,000.000. De esta manera se anexaban los Estados Unidos todo el territorio de la Alta California y de Nuevo México, con una extensión superficial de 522,568 millas cuadradas. Dentro de esa área se formaron después los estados de California, Nevada y Utah y parte de Wyoming, Colorado, Arizona y Nuevo Méjico.

(F)
(1846) Oregon.

El tratado de Gante, celebrado a fines del mes de diciembre de 1814, puso fin a la guerra entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos, iniciada en 18 de junio de 1812. Pero apenas suscrito ese Tratado, una nueva cuestión puso en pugna los intereses de las dos naciones: nos referimos a la discusión sobre el mejor derecho a ocupar el territorio de Oregon, limitado al Norte por el paralelo 54° 40', al Sur por California, al Este por las Montañas[51] Rocallosas y al Oeste por el Océano Pacífico. Antes de que se originara esa discusión, habían visitado dicho territorio arriesgados exploradores españoles, ingleses, rusos y franceses, pero ninguna de las expediciones había realizado una verdadera ocupación. España, por su carácter de nación descubridora, parecía estar asistida de mejor derecho a poseer el Oregon, pero en realidad nunca le reconoció importancia a esa posesión. Con tales antecedentes, ¿cuáles podían ser los títulos de los Estados Unidos y de la Gran Bretaña para ejercer semejante dominación? Vamos a examinarlos.

Los títulos de los norteamericanos eran éstos: 1º El viaje de la "Columbia", embarcación mandada por el capitán Robert Gray, que con fines comerciales llegó en 1792 a las costas de Oregon, navegando y remontando después un caudaloso río, hasta entonces desconocido, que fué bautizado con el nombre de aquella embarcación; tomando además los expedicionarios posesión del país en nombre de los Estados Unidos. 2º El viaje de Meriwether Lewis y William Clark, enviados en 1803 por el presidente Jefferson—a quien no se ocultaba la necesidad de que la nación tuviera un frente al Océano Pacífico—y los que después de atravesar la cordillera de las Rocallosas llegaron hasta el nacimiento del río "Columbia", navegando éste hasta el Pacífico; suministrando a su regreso preciosos datos y antecedentes sobre el país. 3º La compra a Francia de la Louisiana; por estar comprendido Oregon en los términos de la cesión de dicho territorio, no obstante la aparente vaguedad de aquéllos. Y 4º El hecho de que la ciudad de Astoria, fundada y habitada por ciudadanos norteamericanos, y que había sido ocupada por los ingleses durante la guerra de 1812, hubiese sido devuelta a los Estados Unidos en cumplimiento de la cláusula del Tratado de Gante, según la cual las dos naciones se debían devolver las posesiones que respectivamente se hubiesen arrebatado.

Frente a esos títulos, invocaba la Gran Bretaña los diversos viajes de sus navegantes a Oregon, algunos anteriores al del capitán Gray; y, especialmente, los aprovechamientos que realizaba en dicha región la "Hudson Bay Company", empresa fundada desde 1670 y a la que el Gobierno Británico había otorgado el monopolio en el comercio de las pieles, desde Montreal hasta la isla de Vancouver.

En 1818, las dos naciones concertaron un modus vivendi. Por el tratado de este año, en que se fijó el paralelo 49 como límite[52] al Este de las montañas Rocallosas, entre los Estados Unidos y el Canadá, se convino al mismo tiempo, con respecto al territorio de Oregon, que durante diez años habría de estar abierto a la colonización de los dos países, sin que esto alterase las respectivas posiciones de los reclamantes, esto es: los derechos de que creían estar asistidos al pretender el dominio de dicha región.

Al año siguiente de suscrito este Tratado, se concertó el de la Florida, a que antes nos hemos referido, y de sus términos hicieron derivar los norteamericanos un nuevo título a su pretensión. Por este Tratado, según se recordará, no sólo fué cedida la Florida a los Estados Unidos, sino que quedaron fijados de manera definitiva, según su artículo tercero, los límites entre la Louisiana y las posesiones españolas situadas al Oeste, quedando comprendido, como parte de ésta, el territorio que nos ocupa.

Había otra nación, que creía también tener derecho a explotar el territorio de Oregon: Rusia. En junio de 1799 el Emperador Pablo le otorgó a una Compañía formada por rusos el privilegio exclusivo de hacer el comercio en las islas Aleucianas y costas inmediatas, y como esta Compañía pretendiera, algunos años después, instalar un Establecimiento en la bahía de Bodega, situada al Norte del sitio en que hoy está emplazada la ciudad de San Francisco, en 22 de julio de 1823 el Secretario de Estado, John Quincy Adams, protestó por medio de una nota, diciendo que los Estados Unidos no habían de consentir nuevas colonizaciones en la América y la que se recordará fué uno de los antecedentes de la doctrina de Monroe. A consecuencia de esta protesta, en 17 de abril del año siguiente, se concertó en San Petersburgo un tratado entre los Estados Unidos y Rusia, por el cual este Imperio renunció a todo derecho y soberanía sobre los territorios situados al Sur del paralelo 54° 50' y a su vez por otro tratado suscrito entre Rusia y la Gran Bretaña, en 28 de febrero de 1825, la primera reiteró esa renuncia y obtuvo de la segunda que se le reconociera el derecho a una estrecha faja de territorio, a lo largo de la costa, desde el Océano Artico hasta el mencionado paralelo.

Quedaban pues en manos de los Estados Unidos y de la Gran Bretaña, los destinos de Oregon. La situación no llevaba trazas de variar, y en 6 de agosto de 1827 las dos naciones suscriben un tratado, prorrogando indefinidamente el concertado en 1818; pudiendo cualquiera de las dos partes darlo por terminado, mediante aviso a la otra con un año de anticipación. Permanecía pues el[53] país abierto a la colonización de las dos naciones, sin restricciones de ninguna clase.

En la lucha entre las dos colonizaciones, indudablemente que la norteamericana habría de llevar y llevaba sobre la inglesa la mejor parte. Los ciudadanos de los Estados Unidos que se dirigían a Oregon, se iban a establecer, a fijar su residencia; con lo cual está visto que dicha región habría de llegar a ser el asiento de una comunidad de norteamericanos; mientras que por parte de los ingleses no había más actividad que la de la "Hudson Bay Company." Los ingleses iban pues de tránsito, a obtener del país los mayores rendimientos y a retirarse después. Eran "aves de paso", podríamos decir, recordando la frase de un insigne cubano, dicha en memorable ocasión.

Así y todo, por el año 1838, la "Hudson Bay Company" daba señales de una actividad tan absorbente, que el Senador Linn propuso en el Alto Cuerpo de que formaba parte que se pusiese término al tratado y que el Ejército de los Estados Unidos ocupara el país. Nada acordó el Senado; mostró la mayor indiferencia y en ella permaneció también cuando, en enero del año 1839, dió lectura Linn a un escrito que suscribían los norteamericanos residentes en Oregon, demandando el reconocimiento y la protección de los Estados Unidos y en el que decían que si éstos lograban establecer en dicho país un gobierno adecuado a la protección de vidas y haciendas, éste no tardaría en asombrar al mundo por sus riquezas, atrayendo un gran número de inmigrantes; pero que mientras esto no se hiciera, no pasaría de ser lo que era, "un refugio para los renegados de la civilización".

Indudablemente que para el gobierno no constituía motivo de preocupación la adquisición de Oregon. A los esfuerzos realizados por Linn en el Senado y a que nos acabamos de referir, siguieron otros en diciembre de 1839 y en enero de 1841, pero en estas ocasiones dicho congresista no fué más afortunado que en las anteriores. Al suscribirse el Tratado llamado de Aushburton, entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos, por el que se resolvió una cuestión de linderos entre el estado de Maine y las provincias inglesas adyacentes, así como otros asuntos de menor cuantía, con poco trabajo se hubiera podido dejar resuelta la cuestión de Oregon, pero ni siquiera se intentó el esfuerzo. Hay que tener en cuenta que en aquel entonces ocupaba la Secretaría de Estado Daniel Webster y que probablemente los mismos intereses que lo impul[54]saban a favorecer la anexión de los territorios situados al Sur de la línea del "compromiso de Missouri", le exigían que se opusiera a la adquisición de los que estaban situados al Norte de dicha línea.

El senador Linn volvió a las andadas. En diciembre del año 1842 propuso que la soberanía de los Estados Unidos se hiciera extensiva al territorio de Oregon. Esta vez fué más afortunado. En 3 de febrero de 1843, después de un debate en que intervinieron Benton, Choate y Calhoun, fué aprobada dicha resolución. No tuvo ésta la misma suerte en el otro Cuerpo colegislador. La Cámara, en 16 del propio mes, acordó rechazarla, de acuerdo con el informe que emitiera la Comisión de Relaciones Exteriores.

Tres semanas después de haber rechazado la Cámara el citado proyecto de resolución, llegaba a Washington, procedente de Oregon, el Dr. Marcus Whitman, misionero norteamericano enviado a aquel país desde el año 1834 por la iglesia metodista y quien habiéndose enterado, cuando se negociaba el Tratado de Aushburton, de que se proyectaba cederlo a la Gran Bretaña, se decidió a ir a la capital de la República con ánimo de convencer a todos de que los Estados Unidos no debían abandonar sus derechos sobre tan rico país. El viaje del Dr. Whitman revela lo que puede una voluntad enérgica puesta al servicio de una causa. Había que salvar una distancia de cuatro mil millas, cruzando territorios inexplorados, habitados por indios, sin vías de comunicación y cuando comenzaba el invierno. Nada de eso lo detuvo: "sé que arriesgo la vida—decía al emprender su viaje—pero ésta vale bien poco al lado de lo que significa salvar este país para los Estados Unidos."

Cuando Whitman llegó a Washington, se enteró de que ya el Tratado se había firmado, pero que en éste no se resolvía nada acerca de Oregon. Dióse entonces a la tarea de impresionar los ánimos en favor del país, e indudablemente que consiguió su propósito. Celebró entrevistas con el Presidente y con algunos Secretarios y legisladores y a todos les arrancó la promesa de que Oregon no sería abandonado por los Estados Unidos en manos de Inglaterra. En el verano del mismo año, emprendió su viaje de retorno, llevando un crecido número de familias inmigrantes.

Al año siguiente, al iniciarse la campaña presidencial, los demócratas consignaron entre los puntos de su programa de gobierno la ocupación de Oregon, lo que demuestra que la visita de Whitman había producido una reacción en la opinión pública en[55] favor de la adquisición de dicho territorio. Fué en esa misma campaña en la que, según se recordará, los demócratas ofrecieron al país la "reanexión de Tejas". Con respecto a sus propósitos sobre Oregon, se adoptó esta frase o estribillo, repetida en todos los actos de propaganda: "fifty-four forty or fight"; es decir, o se llegaba hasta el paralelo 54° 40', límite Norte de Oregon, o de lo contrario habría guerra.

Obtenido el triunfo por el Partido Demócrata, los miembros pertenecientes al mismo en la Cámara, queriendo hacer buenas las promesas hechas, en febrero de 1845 aprobaron un bill por el que se disponía que el gobierno ocupase a Oregon. Pero en este bill se proveía, además, que en el nuevo territorio se habría de prohibir la esclavitud, y como este extremo no agradase a la mayoría en el Senado, el proyecto "quedó sobre la mesa", en dicha alta Cámara, indefinidamente. Por su parte el Presidente Polk, candidato triunfante por dicho partido, una vez electo, no dió muestras de tener interés en que se activase el asunto de Oregon. Limitóse la Secretaría de Estado a continuar con calma las negociaciones iniciadas desde enero de 1844, entre dicho centro y Richard Pakenham, Enviado por el Gobierno de la Gran Bretaña con ese objeto. En estas negociaciones Inglaterra había exteriorizado su aspiración, que no era otra que la de llegar hasta la ribera Norte del río Columbia.

En 16 de abril de 1846 el Congreso, tras dilatadas discusiones, en que se mantuvieron puntos de vista muy diversos, aprobó una resolución conjunta, en cuyo preámbulo se decía que era necesario resolver de una vez la cuestión de Oregon, tanto porque a este país no le convenía el estado de incertidumbre en que se encontraba, sometido a dos jurisdicciones, lo que era causa de continuos conflictos, cuanto porque semejante situación era un obstáculo para la buena inteligencia entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos. Su parte dispositiva rezaba así:

Se resuelve por el Senado y la Cámara de Representantes de los Estados Unidos de América, reunidos en Congreso, autorizar al Presidente de los Estados Unidos, para que cuando lo juzgue discreto, le haga saber al gobierno de la Gran Bretaña, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 2º del tratado de 6 de agosto de 1827, que esta convención debe quedar sin efecto.

Como se ve, el Congreso echaba sobre los hombros del Pre[56]sidente la responsabilidad del asunto, y comprendiendo Polk que estaba obligado a actuar de manera eficaz, decidióse a acelerar las negociaciones iniciadas.

Dos meses después enviaba al Senado un proyecto de tratado, resultado de las negociaciones con el Enviado de la Gran Bretaña, pero que aún no había sido suscrito y por el cual se fijaba el paralelo 49 como la línea divisoria entre las dos naciones. Esto rompía los precedentes. Los tratados siempre habían sido enviados al Senado para su ratificación, después de suscritos, pero nunca habían sido elevados en consulta antes de ser firmados. Esta nueva práctica obedecía, dice Willis Fletcher Johnson, a que estando Polk comprometido con el país a que el límite Norte del tan discutido territorio habría de llegar hasta el paralelo 54° 40' y no hasta el 49°, lo que reducía el área a que creían tener derecho los Estados Unidos, no quería asumir, por sí solo, la responsabilidad de su traición. Con efecto, Polk no ya en la campaña política que lo llevó a la presidencia, sino en su discurso de cuatro de marzo de 1845, al inaugurar ésta, había dicho: "nuestro título a todo el territorio de Oregon es claro e indiscutible."

Poco esfuerzo costó, sin embargo, que el Senado mostrase su conformidad con el Tratado. A los demócratas, que eran amigos del Presidente, decididos a aprobarlo, sumáronse los whigs.

Realmente la opinión del país no era unánime en este asunto. Si había quienes creían que los Estados Unidos debían ocupar todo el territorio de Oregon, había también quienes opinaban que esa ocupación debía llegar solamente hasta el paralelo 49° y hasta había quienes pensaban que los Estados Unidos debían renunciar a todo derecho en dicho territorio. Si no era, pues, unánime la opinión del país y si la fijación del paralelo 49º equivalía a transigir el asunto asignándole una parte del territorio a los Estados Unidos y otra a la Gran Bretaña, se explica que el Senado, deseoso ya de solucionar este asunto, mostrase su conformidad con el Tratado. Tal acuerdo se adoptó en 18 de junio, y el 17 del mes siguiente se canjeaban las ratificaciones en Londres.

En el área del territorio adquirido por los Estados Unidos en esta forma y compuesta de 288.859 millas cuadradas, erigiéronse después los Estados de Oregon, Washington e Idaho y parte de los de Montana y Wyoming.

[57]

(G)
(1854) (El valle de Mesilla).

Poco después de suscrito el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, a que antes nos hemos referido, surgieron de nuevo algunas dificultades entre el gobierno de los Estados Unidos y el de Méjico, originadas por cierta incertidumbre acerca de cuál era la verdadera línea divisoria entre el Estado de Chihuahua y el territorio de Nuevo Méjico. Tratábase de determinar a cuál de las dos naciones pertenecía un área de 45.535 millas cuadradas dentro de la cual estaba situado el Valle de Mesilla, famoso por la feracidad de sus tierras y por sus ricas minas de plata.

En 1851, puestos de acuerdo los dos gobiernos, designan una comisión formada por miembros de una y otra parte, que trasladándose al territorio objeto de la disputa, debía estudiar el asunto y emitir dictamen; pero el trabajo de esta comisión resultó estéril. En el seno de los mismos comisionados norteamericanos ocurrieron desavenencias, se mantuvieron puntos de vista diversos, y el resultado fué que dicha comisión dió por terminados sus trabajos, sin que los mismos hubieran dado resultado.

No se detuvo el gobierno de Washington ante esta dificultad. Apenas ocupó Pierce la presidencia, el año de 1853, nombró a James Gadsden Ministro en Méjico y le dió instrucciones para solucionar el asunto de la diferencia de linderos. Apenas se inició Gadsden en el desempeño de sus funciones, dedicóse con ahinco a gestionar la solución de la cuestión pendiente y al fin culminaron sus esfuerzos en un tratado que suscribió con el gobierno mejicano, en trece de diciembre de dicho año. A tenor de esta convención, el territorio objeto de la disputa pasaba al dominio de los Estados Unidos, recibiendo Méjico en compensación la cantidad de $20,000.000.00. En 10 de febrero de 1854, el Presidente envió dicho tratado al Senado con la recomendación de que fuera aprobado siempre que se introdujeran en el mismo algunas modificaciones, entre otras, la de reducir a $15,000.000.00 el importe de la indemnización que se debía pagar.

En 25 de abril el Senado aprobó el Tratado, reduciéndose el importe de la indemnización a $10,000.000.00 y aceptada esta[58] modificación por el Gobierno de Méjico, quedó realizada la adquisición del nuevo territorio; que después, por acta del Congreso de 4 de agosto del propio año, fué incorporado al territorio de Nuevo Méjico.

II
LA ADQUISICION DE TERRITORIOS DISTANTES

(A)
(1867) Alaska.

En 15 de julio de 1741 el navegante ruso Capitán Fschirikow descubrió las tierras del Alaska, las que desde entonces, por razón de dicho descubrimiento, quedaron agregadas a la corona de los Czares. A fines del siglo XVIII radicaban en Alaska unas sesenta compañías rusas dedicadas al comercio de pieles, que se refundieron en 1799 en una sola: la "Compañía Ruso-Americana", que, política y comercialmente, llegó a ser muy poderosa. Era la que ejercía las funciones de gobierno en dicho territorio; incluso nombraba a los jueces; y en su afán de dominación pretendía que las posesiones de Rusia se extendieran hacia el Sur, ocupando, según vimos en el capítulo precedente, todo el Oregon y que el Océano Pacífico, en su parte septentrional, fuera un mar cerrado al comercio de otras naciones.

Así las cosas, en septiembre del año 1821 el Czar lanza su famoso úkase declarando que el dominio de Rusia se extendía por toda la costa del Pacífico, hacia el norte del paralelo 51°, y prohibiendo a los extranjeros que comerciaran en aquella región y fué, esta disposición, la que motivó la célebre nota de Adams, de julio de 1823, negándole a Rusia el derecho de fundar nuevos establecimientos en este continente, y la que constituye el antecedente de una de las dos declaraciones que encierra la doctrina consignada por el Presidente Monroe en su Mensaje de 2 de diciembre de ese año.

[59]

Ante la resuelta actitud de los Estados Unidos, el Gobierno de Rusia se apresuró a suscribir el tratado de 17 de abril de 1824, a que nos referimos en el capítulo precedente. Por este tratado se reconocía la dominación de los Estados Unidos sobre los territorios situados al Sur del paralelo 54° 40', así como el derecho de navegar libremente por aquellos mares.

Con la libertad de navegación, reconocida a los Estados Unidos, cesó el monopolio que ejercía la "Compañía Ruso-Americana", cuyos negocios habían venido a menos hacía años, desde que sus directores convirtieron a Silka, población de la Alaska en que radicaba el centro de las operaciones de aquélla, en una pequeña corte que competía en esplendor y derroche con la de San Petersburgo. Al decaer la "Compañía Ruso-Americana", tuvo que decaer también la importancia de los intereses rusos en dicha región. Nada ocurrió, sin embargo, por el momento. Pero algunos años después habría de acaecer otro hecho que hizo nacer en el Gobierno de San Petersburgo el propósito de abandonar la Alaska. Ese suceso no fué otro que el Tratado de 1846, por el cual la Gran Bretaña y los Estados Unidos se dividieron el territorio de Oregon. Pudo convenirle a Rusia mantener aquella posición mientras fué la única gran potencia que dominó en el Pacífico, pero desde el momento que la Gran Bretaña, por razón de su nueva posesión, estaba en condiciones de discutirle ese predominio, conveníale, más que ir a mantener esa disputa, reforzarse en sus posiciones del Asia.

A Rusia le convenía, pues, deshacerse de la Alaska, y no había mejor comprador que los Estados Unidos; por la posición de éstos y porque de acuerdo con la doctrina de Monroe, no habrían de tolerar que dicho territorio fuese enagenado en favor de otra potencia europea.

En 1854, durante la guerra de Crimea, necesitando dinero el Gobierno de Rusia, le propuso al de los Estados Unidos, por medio de su Ministro acreditado en Washington, la venta de la Alaska; pero la propuesta no encontró un ambiente preparado y ni siquiera fué tomada en consideración. Cuatro años más tarde algunas personas influyentes del Gobierno de los Estados Unidos hacen saber al Ministro ruso que dicho gobierno pagaría hasta $5,000.000 por la Alaska y éste contesta, después de consultar con el gobierno imperial, que dicha suma resultaba muy pequeña. Y no se mueve más el asunto, hasta que en enero de 1866, durante la presidencia[60] de Johnson, la legislatura del territorio de Washington acuerda pedir a los poderes nacionales que gestionen la adquisición del territorio que nos ocupa, como conveniente y necesario a la nación. Esta idea fué recogida en las esferas del Gobierno por William Henry Seward, que desempeñaba la Secretaría de Estado, y de cuyas ideas favorables a la expansión territorial de la Nación tenemos muchos ejemplos.

Inició Seward las gestiones con el barón de Stoeckl, y tras pocos esfuerzos redactaron ambos el tratado por el cual los Estados Unidos compraron en precio de $7,200.000.00 el territorio que durante 126 años había pertenecido a la corona de los Czares y que ocupa un área de quinientas setenta y siete mil trescientas noventa millas cuadradas. En 9 de abril de 1867 el Senado aprobó el Tratado y en 20 de junio fueron canjeadas las ratificaciones en Washington.

Este Tratado encierra una novedad con respecto a los anteriores, es decir, aquellos por los cuales los Estados Unidos realizaron las adquisiciones territoriales de que precedentemente nos hemos ocupado, y es, la de que no le ofrecieron a la parte vendedora que el territorio enagenado en ninguna oportunidad habría de ser admitido en la Unión. No se ha previsto la posibilidad de que algún día la Constitución sea aplicada a Alaska: parece que su destino es el de ser siempre una colonia. Hasta 1844 estuvo gobernada como un Distrito militar, y a partir de este año se estableció un gobierno civil nombrado por el Presidente, pero sin la representación popular concedida siempre por la Unión a sus territorios. No tiene, pues, esta región, para los Estados Unidos, otro carácter que el de una mera dependencia.

(B)
(1898) Haway.

En la Polinesia, en pleno Océano Pacífico podríamos decir, encuéntrase el grupo de islas Sandwich, aisladas de todo sistema continental o insular. Más próximas a la América que al Asia, distan sin embargo de San Francisco de California unas 2.100 millas. Ocho de ellas son habitables y tienen un área de 6.800[61] millas cuadradas, de la que corresponde las dos terceras partes a Haway, que es la más importante de todas y con cuyo nombre generalmente se conoce el grupo. Descubriólas en 1535 el piloto Juan Gaetano, italiano de nacimiento, puesto al servicio del Rey de España, pero ni dicho navegante ni el explorador Cook, que las visitó en 1778, tomaron de ellas posesión. En 1784 desembarcó Vancouver, pretendiendo ocuparla para la Corona Británica, pero ésta no se dió por enterada de semejante ocupación y los nativos continuaron, como hasta entonces, sometidos al reyezuelo que los gobernaba.

Al estudiar la forma en que surgieron en las Islas Sandwich los intereses norteamericanos, otra vez nos encontramos con que es la iniciativa individual, la actividad privada, el factor primordial a que se hace forzoso acudir. Con efecto: apenas suscrito con la Gran Bretaña el Tratado de 1783, que puso término a la guerra de independencia, iniciaron los comerciantes de Boston el tráfico de mercancías con China. En 1784 llegó a Cantón el primer barco; dos años después llegaban cinco, y al siguiente nada menos que quince. Iban los barcos cargados de pieles y regresaban con te, sedas y otros productos chinos. Varias causas, de diversa índole, contribuían a dar importancia a este comercio, y de ellas era la más importante la de que por estar empeñadas por aquel entonces las naciones de Europa en las guerras que duraron desde fines del siglo XVIII hasta principios del siguiente, no pudieron dedicar sus actividades a las empresas mercantiles.

Los navegantes norteamericanos, desde que se iniciaron los primeros viajes, deteníanse en Haway, que les quedaba en la ruta, y donde había elementos para reparar las averías y para aprovisionarse. Añádase a esto que los nativos, que fueron siempre de superior condición a los de las otras islas del Pacífico, acogían hospitalariamente a los viajeros, y se comprenderá fácilmente que Haway, por estas y otras razones, había de resultar una "estación" de inmejorables condiciones.

Pero no pasó mucho tiempo antes de que Haway fuese para los norteamericanos algo más que una simple estación para el avituallamiento de los barcos, para secar las pieles que habían de ser vendidas en Oriente, o para resguardarse de las tempestades en los meses de invierno. Muy pronto llegó a ser el centro de una importante actividad comercial. Descubriéronse en las islas espléndidos bosques de sándalo, y los norteamericanos se dedicaron[62] a extraer dicha madera en grandes cantidades, que vendían a precios muy remuneradores. La pesca de la ballena en el Pacífico llegó a constituir también un negocio muy lucrativo; y Haway, como lugar de depósito, resultaba de excepcional interés. Júzguese cuál no sería su auge que en una ocasión, en 1822, se llegaron a contar en Honolulu hasta veintidós barcos pescadores de dichos cetáceos.

Pero al mismo tiempo que los intereses comerciales de los norteamericanos en el Archipiélago iban tomando cada vez mayor incremento, los hijos de la poderosa República dejaban sentir su influencia bajo otros aspectos. A los ciudadanos que iban en busca de negocios, de ganancias, siguió un buen golpe de misioneros protestantes, guiados por el deseo de convertir a los nativos al cristianismo, logrando su empeño gracias a las buenas relaciones que se mantuvieron entre indígenas y americanos desde que llegaron los primeros de éstos, a fines del siglo XVIII.

Vióse en todo el influjo de la mano civilizadora de los norteamericanos: en las escuelas que se levantaron, los caminos que se trazaron, la forma de cultivar la tierra y sobre todo en la adopción de leyes y de un sistema constitucional de gobierno. No tardaron en establecerse relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos y Haway. En 1820 se envió un Cónsul al Archipiélago, y en 1828 se celebró entre los dos países un Tratado de "comercio, amistad y navegación", que aunque no llegó a ser ratificado por el Senado de los Estados Unidos, el Gobierno de Haway, le concedió una completa eficacia. Al año siguiente, por último, dicho gobierno recibió un Mensaje del Presidente de los Estados Unidos, reconociendo con toda formalidad la independencia de Haway.

No tardó la codicia de las naciones europeas en fijarse en Haway. En 1836 la Gran Bretaña obtiene casi a viva fuerza, enfilando sobre Honolulu los cañones de sus barcos de guerra, la celebración de un tratado análogo al que fué estipulado con los Estados Unidos, y en 1839 Francia obtiene otro, recurriendo a iguales medios, y como se susurrara que no habían de quedar en eso dichas ambiciones, al menos las de Inglaterra, en marzo de 1842, Legare, Secretario de Estado, le dirigió una carta a Everet, Ministro de los Estados Unidos ante el gobierno de Londres—y que no fué otra cosa que la aplicación de la doctrina de Monroe a un territorio no americano—significándole le hiciera[63] saber a dicho gobierno que aquella nación no habría de consentir que Haway cayera en manos de una potencia europea y que si para evitarlo era necesario acudir a la fuerza, a ella se apelaría.

Diéronse cuenta los habitantes de Haway de que ante el peligro de las amenazas europeas y para preservar la independencia, no había más camino que el de estrechar las relaciones de las islas con los Estados Unidos, y, convencidos de ello, pusieron sus empeños al logro de ese propósito. A fines del propio año de 1842, el Gobierno de Haway envió al de Washington dos comisionados, Timoteo Haalillo, indígena, y William Richards, sacerdote de origen norteamericano, que debían recabar de este gobierno el compromiso de que gestionase de los europeos un reconocimiento tan formal y eficaz que pusiera a salvo al país de futuros temores y acechanzas. Dichos comisionados iniciaron sus gestiones en la Secretaría de Estado, y en verdad que su resultado no pudo ser más satisfactorio. En el mes de diciembre del referido año de 1842, obtuvieron de Daniel Webster, que desempeñaba aquel Departamento, la siguiente declaración, que colmaba sus deseos:

Los Estados Unidos consideran que el Gobierno que rige las islas Sandwich ha emanado del pueblo, y en tal virtud entiende el Presidente que está en el interés de todas las naciones que sostienen relaciones comerciales con dichas islas que ese gobierno, lejos de ser amenazado, sea respetado en el exterior. Es sabido que la mayoría de los barcos que visitan las islas pertenecen a los Estados Unidos, lo que indica que esta nación ha de estar más interesada en el destino de las islas que ninguna otra. Por este motivo el Presidente no tiene inconveniente en declarar, interpretando los sentimientos del gobierno, que el de las islas Sandwich debe ser respetado; que ninguna nación puede tomar posesión de dichas islas para fines de conquista o de colonización, ni podrá tampoco controlar dicho gobierno para recabar ventajas comerciales ni para ningún otro propósito.

Estos principios fueron ratificados por el Presidente Tyler en su Mensaje al Congreso de 30 de diciembre del tan citado año. El párrafo más importante de dicho mensaje decía así:

A pesar de las estrechas relaciones que los Estados Unidos mantienen con dichas islas, no es el propósito de nuestro gobierno recabar ninguna ventaja de nuestra posición; nos basta con que el gobierno de Haway mantenga, mediante su independencia, su seguridad y prosperidad; y si alguna nación pretendiera atentar contra dicha independencia,[64] la importancia de aquellas relaciones sería suficiente para justificar que nos colocáramos frente a semejante actitud.

No obstante el tono claro y terminante de estas declaraciones, la Gran Bretaña y Francia pretendieron desconocerlas; pero apenas puesta en evidencia esa disposición o esa actitud, el Gobierno de los Estados Unidos supo y pudo exigir que la política que había enunciado con respecto a las islas Sandwich fuera respetada. En febrero de 1843 se presentó en la bahía de Honolulu un barco de guerra inglés, enviándole su comandante Lord George Paulet, al Rey, un despacho en que formulaba una serie de reclamaciones por supuestos daños y ofensas inferidas a súbditos de Su Majestad Británica, bajo la amenaza de que si dichas reclamaciones no eran satisfechas dentro de veinticuatro horas, habría de bombardear la población. Pareciéronle al rey de Haway muy exageradas las reclamaciones, y como por otra parte pensó que no le convenía entrar en negociaciones con quienes en forma tan violenta se producían, adoptó el partido de poner el gobierno en manos de los reclamantes. Apenas dada a conocer al Comandante del crucero inglés la actitud del Rey, exigióle aquél la entrega del gobierno, izándose en los edificios públicos la bandera inglesa.

Acto seguido el Rey apeló al Gobierno de Washington; la Secretaría de Estado protestó, por medio de su ministro en Londres, invocando las declaraciones a que precedentemente nos hemos referido, de las que constaba la actitud de los Estados Unidos con respecto a Haway, y el gobierno británico resolvió desautorizar la conducta de Lord George Paulet y que se devolviera a los nativos su independencia.

Hubo más: no sólo en abril del propio año reconoció la Gran Bretaña con toda formalidad la independencia de las islas, sino que temerosa de que Francia abrigara algún propósito con respecto a las mismas, en noviembre, por iniciativa suya, puestos de acuerdo los dos gobiernos, se comprometieron a respetar dicha independencia y a no ocupar las islas en ningún caso, ni como protectorado ni en ninguna otra forma.

No tardó el Gobierno de Francia en olvidarse de ese compromiso. En 1849, so pretexto de que el Gobierno de Haway había violado un tratado de comercio que con el mismo tenía celebrado, comenzó a realizar determinados actos que constituían verdaderos atentados contra la soberanía de las islas. Unas veces se ocupaba un edificio público; otras se desembarcaban fuerzas y ya cansado[65] el gobierno de Haway, en 1851, previo acuerdo de las dos Cámaras, apeló al de los Estados Unidos, poniendo todos sus derechos de Estado soberano bajo la protección de éstos y confiándoles, al propio tiempo, la solución de las cuestiones pendientes con Francia. No fué necesario llegar a esto. Daniel Webster, que desempeñaba de nuevo la Secretaría de Estado, inició ciertas gestiones con el gobierno de Luis Napoleón y por consecuencia de las mismas éste retiró sus demandas e hizo protestas de que habría de respetar la soberanía de las islas.

Con motivo de estos sucesos hubo de declarar una vez más el Gobierno de Washington, por boca de John M. Clayton—que durante la ocurrencia de los mismos desempeñó también la Secretaría de Estado—que aquél no habría de consentir que las islas Sandwich pasaran a manos de una potencia europea; sin que esto quisiera decir que los Estados Unidos tuvieran el propósito de controlarlas, pues sólo aspiraban a que mantuvieran su independencia.

Pocos años después cambiaba radicalmente la actitud del gobierno de los Estados Unidos con respecto a la soberanía de Haway. Hasta ahora lo hemos visto decidido a que las islas mantengan su independencia, pero a fines del año 1853 William L. Marcy, Secretario de Estado, dirige una carta al Ministro en París reveladora de que el gobierno acariciaba el proyecto de anexarlas a la República.

Parece cosa indudable, decía, que las islas han de caer definitivamente bajo el control de los Estados Unidos, y a eso de seguro que no se habrán de oponer la Gran Bretaña ni Francia, siempre que tal cosa ocurra por medios justos.

Obedecía semejante cambio en la actitud del Gobierno de Washington a que con posterioridad a la adquisición de California se había iniciado un intenso comercio entre San Francisco y el Asia, y con tal motivo para los Estados Unidos ofrecía más interés que nunca la posesión de Honolulu, por la necesidad de dar garantías a aquel comercio y por el peligro de que las islas fueran ocupadas por la Gran Bretaña o por Francia.

Contaba Marcy, para realizar su proyecto de anexión, con algo más que con el estímulo de los intereses americanos vinculados en Haway: contaba con la cooperación del gobierno de las islas. Con efecto, a principios del año 1854, el Rey de éstas y el Re[66]presentante de los Estados Unidos concertaron la anexión por medio de un tratado. Pero contenía éste una cláusula que fué causa de que el Presidente se decidiera a abandonarlo, a no presentarlo al Senado, ante la seguridad de que este cuerpo lo habría de rechazar: la relativa a que Haway ingresaría en la Unión como un Estado. Por muy grande que fuera el interés de los Estados Unidos en adquirirlo, ese interés no era suficiente para establecer el precedente de que un territorio, que no era continental y que estaba poblado por otra raza, ingresase como un Estado.

Algunos años después, al terminar la guerra de secesión, decayó el comercio americano en el Pacífico, y en consecuencia decayó también el interés de Haway para los Estados Unidos. Obedeció esto a varias causas. En primer lugar, porque ante el temor a los buques de guerra de los confederados, casi todos los mercantes de bandera americana se habían ausentado de aquellos mares, y después, porque la pesca de la ballena había decaído notablemente, en parte debido a que el número de estos cetáceos había disminuído y en parte a que su aceite fué sustituído, para muchos usos, por el aceite mineral. Todo esto fué causa de que los norteamericanos, que estaban interesados en negocios en Haway, demandaran protección. Particularmente la industria azucarera necesitaba que se le ofrecieran algunas ventajas, y como ninguna resultaba más adecuada que la que podía reportar el tratado de reciprocidad, el gobierno de Washington, atento a esos clamores, en mayo de 1867 hubo de concertar semejante tratado, a la sazón en que Johnson ocupada la Presidencia y Seward la Secretaría de Estado. La legislatura de Haway inmediatamente lo ratificó, pero no le cupo la misma suerte en el Senado de los Estados Unidos, que hubo de rechazarlo debido, más que nada, al espíritu de oposición de que estaba animado a cuanto emanara del Presidente Johnson.

No desmayaron los defensores de aquellos intereses. El proyecto de anexión parecía abandonado, pero el deseo de concertar un tratado de reciprocidad que mejorase las condiciones económicas de las islas era cada vez más sentido. Al fin, en 1876, se concertó dicho tratado y, por consecuencia del mismo, la exportación de azúcar a San Francisco tomó un incremento muy grande.

En 1881, el gobierno de la Gran Bretaña pretendió celebrar un tratado análogo con el gobierno de Haway, pero los Estados Unidos se opusieron. El ilustre James G. Blaine, que desempeñaba[67] en aquel entonces la Secretaría de Estado, se opuso franca y abiertamente al concierto de ese tratado. A su juicio, el tratamiento que le daba Haway a los Estados Unidos, de ser "la nación más favorecida", no se podía aplicar al mismo tiempo a otro país. E hizo más dicho funcionario: aprovechó la ocasión para declarar no solamente que los Estados Unidos, en ningún caso, permitirían que dichas islas pasaran al dominio de una potencia europea, sino que por no formar parte del "sistema asiático", en el caso de que obtuvieran la independencia, se asimilarían al "sistema americano", por exigirlo así las leyes naturales y las necesidades de la política.

En 1887 el gobierno de Haway alquiló la Bahía Perla, para una estación, a los Estados Unidos. Resultaba dicho lugar un punto estratégico excelente para una base de operaciones. Comprendió el Gobierno de Washington que era necesario dar ese paso, no sólo porque había que brindar garantías a los capitales norteamericanos invertidos en las islas, sino para ganar consideración e importancia, para infundir respeto al Gobierno Británico, que habría de temer, en caso de una guerra, los perjuicios que a su comercio podía causarle la armada de los Estados Unidos. Fué por esto, sin duda, por lo que la Gran Bretaña protestó de la cesión; pero semejante protesta no fué tomada en consideración.

Pocos años después se iniciaron en las islas los acontecimientos que habían de dar al traste con su independencia.

El año 1891, por muerte de la reina Kalakaua, ocupó el trono su hermana Liliuokalani, la que apenas inició su gobierno reveló estar poseída de instintos reaccionarios y tiránicos. El sistema liberal de Gobierno la estorbaba y como no quería que se le opusiera inconveniente a cuanto se le antojaba, no tardó en verse en conflicto con las Cámaras. Quería derogar la Constitución vigente y promulgar otra en su lugar, dentro de la cual cuadraban mejor sus medidas arbitrarias y en la que no se reconociera más autoridad que la suya, y como entendiera que no podía dar este paso sin contar con la voluntad del Congreso, para ganárselo trató de corromperlo, repartiendo entre sus miembros los productos de una lotería que estableció, al estilo de la de Louisiana, y los del monopolio del opio, que también implantó. A principios del año 1893 dió la reina el golpe de estado, derogando por medio de un Decreto la Constitución vigente y promulgando en su lugar otra redactada a su antojo, en la que de hecho quedaba suprimido el[68] gobierno representativo y en la que los blancos quedaban privados de los beneficios de la ciudadanía, excepto aquellos que se casasen con las indígenas.

Apenas dado el golpe de estado, el elemento blanco y numerosos ciudadanos nativos de las islas se aprestaron a combatir el nuevo régimen, iniciando en todo el país un movimiento de protesta tan vigoroso, que la reina, temerosa de la suerte que le pudiera caber, se rodeó de numerosas fuerzas del ejército. Entre una y otros, entre la reina y los protestantes, decidióse el país por estos últimos, y como aquélla se diera cuenta de toda la gravedad de la situación, abandonó el poder antes de que los sucesos, tomando para ella un sesgo más desagradable, hicieran peligrar su vida. En lugar de la autoridad monárquica, hízose cargo del gobierno, con carácter provisional, un Comité que se denominó de salvación pública. La rapidez con que actuó este Comité y la eficacia de las medidas que adoptó, no fueron suficientes para impedir que los elementos refractarios al orden, ávidos siempre de saciar sus malsanos apetitos, hicieran de las suyas, dedicándose, principalmente, al saqueo de la propiedad privada. Para conjurar el conflicto, el Comité apeló al Ministro de los Estados Unidos, pidiéndole que dispusiera el desembarco de la marinería del crucero "Boston" que acababa de arribar a Honolulu. El Ministro atendió la solicitud y como desembarcaron varios pelotones, no tardó en restablecerse la normalidad. A esta medida siguió otra de mayor trascendencia: la deposición de la reina, por ser incompatible su gobierno con la existencia de las libertades públicas. Casi al mismo tiempo el ejército se sometió al Gobierno Provisional, acto que vino a consagrar y a afianzar la autoridad de éste, y por su parte los representantes de todas las Naciones extranjeras acreditados en Haway no tardaron también en reconocer la nueva situación.

No sin protesta resignó la reina su autoridad. Apenas abandonó el poder redactó una proclama en la que hizo constar que de no ser por la cooperación que brindó el Ministro de los Estados Unidos a los elementos que la combatían, cooperación que se tradujo en el desembarco de las fuerzas del crucero "Boston", probablemente no hubiera perdido su trono. Al propio tiempo designó la reina una Comisión que se había de dirigir a Washington para protestar contra lo que se había hecho y a pedir que se la res[69]tableciera en su trono, mediante la protección del Gobierno de los Estados Unidos.

Mientras tanto el Gobierno provisional inclinaba la suerte de las islas del lado de los Estados Unidos. Primero pidió al Ministro Stevens que proclamara el protectorado de su nación sobre las islas, y dicho funcionario no sólo lo hizo así, sino que sustituyó la bandera de Haway por la de los Estados Unidos. Después designó dicho gobierno una Comisión que debía negociar en Washington la celebración de un tratado de anexión. Integraban dicha Comisión, Lorrin A. Thurston, W. C. Wilder, William R. Castle, Charles L. Carter y Joseph Marsden, todos nacidos en Haway pero de origen norteamericano. El día tres de febrero del año 1893 llegaron a Washington los comisionados. Dentro de breves días debía cesar en su cargo el Presidente Harrison. En aquella fecha, Grover Cleveland, que cuatro años antes había abandonado el propio cargo, ya estaba elegido. Se iba a efectuar algo más que un cambio de personas: iba a ocurrir un cambio de política: Harrison era republicano y su ilustre sucesor pertenecía al Partido Demócrata.

Harrison era partidario de la anexión, y a instancias suyas, por haber dispuesto que se activase la negociación del Tratado, dentro de breves días quedó éste suscrito. El día quince del propio mes en que arribaron a Washington los comisionados, envió el Presidente el Tratado al Senado para su ratificación. He aquí los términos en que defendía la solución anexionista.

Nuestra administración ha hecho algo más que respetar la existencia del Gobierno independiente en las islas Haway: ha favorecido esa independencia; pero es claro que ese respeto sólo debe mantenerse en tanto que dicho gobierno sea capaz de proteger las vidas y haciendas y en tanto en cuanto no dé lugar a la ocupación de las islas por un poder extraño. Se había podido observar, en nuestras amistosas relaciones diplomáticas con Haway y en nuestra cortesía para con sus gobernantes, que a éstos les habíamos brindado siempre nuestro apoyo moral. No hemos sido nosotros los culpables de la caída de la monarquía; la única responsable ha sido la reina Liliuokalani por su política reaccionaria al par que revolucionaria, que ha puesto en peligro los intereses de los Estados Unidos y los de todos los extranjeros en las islas, haciendo imposible la paz de éstas, e impidiendo al propio tiempo la posibilidad de que se mantenga una administración civil que sea decente. Era imposible que se mantuviera la monarquía en esas condiciones; el gobierno de la reina resultaba muy débil, aparte de que sólo la rodeaban personas desacreditadas y sin escrúpulos. La restauración de la reina no es deseable; re[70]sulta imposible, y si tal restauración se obtuviera—que sólo se podría conseguir merced a la acción de los Estados Unidos—la misma sería seguida de desastres incontables, de la desorganización de todos los negocios. La influencia e intereses de los Estados Unidos en las islas, debemos tratar de que vayan en aumento, no de que disminuyan.

Estamos hoy frente a dos caminos: el protectorado de los Estados Unidos o una anexión total y completa. Esta última solución es la que se ha adoptado en el tratado, y es, sin duda alguna, la que ha de promover mejor los intereses del pueblo de Haway y la que ha de brindar mejores garantías a los de los Estados Unidos. Estos intereses hoy no están seguros: necesitan la garantía de que las islas no serán ocupadas en el futuro por ninguna otra gran potencia. Nuestros derechos resultan tan indiscutibles, tan clara resulta nuestra posición, que ningún gobierno ha protestado contra la anexión. Todos los representantes extranjeros acreditados en Honolulu, han reconocido al gobierno provisional y es unánime la opinión de que la reina no debe ser restaurada.

Nada pudo hacer el Senado en aquella legislatura. Otros asuntos, tan importantes como éste, entretenían su atención y fué así que en 4 de marzo, al ocupar la presidencia Grover Cleveland, aquel alto cuerpo aún no había sometido el tratado a discusión.

Uno de los primeros actos realizados por Cleveland al inaugurar su gobierno fué el de pedir al Senado que le devolviese dicho tratado, "con el propósito de reexaminarlo". Esa petición fué correspondida. Deseaba el Presidente examinar detalladamente todos los antecedentes relacionados con los sucesos acaecidos en Haway, pues era su propósito que las cosas volvieran al estado que tenían cuando fué destronada la reina, si se comprobaba el cargo, hecho por ésta, de que su deposición había sido el resultado de las maquinaciones ilegítimas del representante de los Estados Unidos en las islas. Había, pues, a juicio de Cleveland, que investigar la verdad de lo que había ocurrido y para emprender ese trabajo designó a James H. Blount, prominente personalidad, que había sido Presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara, y quien para llenar su misión debía trasladarse a Haway en concepto de representante personal del Presidente. Fué esta la primera vez que se hacía semejante nombramiento. Después, en otras ocasiones ha sido hecho, cuando el Presidente ha tenido necesidad de realizar ciertas gestiones en otro país. Dicho nombramiento no fué sometido al Senado. Blount iba dotado de plenas facultades, en todo lo que se refiriese a las relaciones de los Estados Unidos con las islas.

[71]

En 29 de marzo llegó Blount a Honolulu, y a los dos días ya había dispuesto que se arriara de los edificios públicos la bandera americana; que se izara en su lugar la de Haway y que se embarcaran las tropas de los Estados Unidos que cuidaban del orden. Durante varias semanas estuvo entregado a la tarea de investigar los hechos. Celebró infinidad de entrevistas; habiéndosele formulado, por cierto, el cargo de que esas entrevistas se celebraban casi exclusivamente con los amigos de la ex reina. Como resultado de estas investigaciones, rindió un informe al Presidente, exponiéndole que la caída de la reina había obedecido a determinados actos, carentes de toda justificación, realizados por el Ministro de los Estados Unidos, y el apoyo que las fuerzas de éstos habían prestado a los insurrectos.

El Presidente, en su Mensaje anual de diciembre de 1893, informó al Congreso que aquél era el resultado de la investigación de Blount, y expuso además que abrigaba el propósito de que se restaurase a la reina, restableciéndose el orden de cosas anteriores; reservándose para después suministrar al Congreso, por medio de un Mensaje especial, todos los antecedentes del asunto, a fin de que lo conociera en todos sus detalles.

Ese Mensaje fué el de 19 de diciembre de 1893. Comenzaba Cleveland en dicho documento por hacer la historia, con verdadero lujo de detalles, de cuanto había ocurrido en Haway, y después de discurrir acerca de que la moral internacional debía ser una sola y no una para las naciones fuertes y otra para las débiles, y de explicar que por lo mismo que el Derecho Internacional carecía de un Tribunal que lo hiciera cumplir y respetar, resultaba más punible la infracción de sus cánones, terminaba refiriendo que le había dado instrucciones al Ministro de los Estados Unidos para que, poniéndose de acuerdo con la reina, trabajase para que ésta fuera repuesta en el trono, siempre que de antemano se comprometiera a conceder una amplia amnistía a todos los que habían tomado participación en los sucesos que produjeron su caída.

Desde el mes de octubre de 1893 ocupaba Albert S. Willis el cargo de Ministro en Honolulu, acreditado ante el Gobierno provisional que presidía Stanford B. Dole; pues Stevens había renunciado desde que públicamente fué desautorizada su conducta por el Presidente. Nada más difícil, dice Fletcher Johnson, que la posición de Willis: estaba acreditado ante el gobierno provisional y recibía órdenes de laborar por que ese gobierno fuera[72] sustituído por otro. Sin pérdida de tiempo dedicóse el Ministro a la ardua tarea que se le había encomendado; se trataba de órdenes que no podía discutir, aun cuando éstas lo colocaran en una situación reñida con la lógica. Al principio la reina se negó a aceptar la condición que le imponía el gobierno de los Estados Unidos para ayudarla. No quería prometer amnistía alguna; antes al contrario, hablaba de que los que habían sido sus contrarios habrían de responder de su conducta con sus vidas y de que expatriaría a todos los blancos, menos los casados con las indígenas; pero ante la actitud sostenida del Ministro, ofreció al fin la amnistía.

Una vez dado ese paso, se dirigió Willis al gobierno provisional pidiéndole resignara su autoridad en favor de la reina, pero aquí surgió el obstáculo insuperable: dicho gobierno, en forma terminante, negóse a ello. Stanford B. Dole, que lo presidía, armado de toda razón, respondió al Ministro que el asunto relativo a la restauración de la reina era puramente nacional, ajeno por completo a todo poder extraño; que sólo era lícita la intervención del gobierno de los Estados Unidos, en el caso de que los dos bandos lo hubieran llamado como árbitro y que si en los sucesos anteriores se habían mezclado oficiales del Ejército norteamericano, éste era un problema que interesaba sólo a dicho gobierno, pero no al que provisionalmente regía en Haway. Comunicada dicha respuesta al Presidente Cleveland, no le quedaba otro medio, para hacer cumplir sus órdenes, que el de acudir a la fuerza; pero no pensó en ello. Prefirió dar cuenta del asunto al Congreso, y éste por su parte nada hizo.

Mientras tanto, el día 4 de julio de 1894 se proclama la República en Haway, estableciéndose un gobierno constitucional bajo la presidencia de Dole. Surgió el nuevo régimen en las mejores condiciones de viabilidad, las que pocos meses después se vieron acrecentadas cuando con motivo de una intentona de revolución por parte de los realistas, sofocada apenas surgió, la reina, después de ser arrestada, hubo de renunciar al trono con toda formalidad.

Poco tiempo después de establecida la República, ocurrió un suceso que de hecho constituyó un reconocimiento por parte de los Estados Unidos, para aquélla. El Gobierno de la Gran Bretaña se dirigió al de Haway, pidiéndole autorización para establecer en una de las islas del grupo una estación para un cable submarino.

[73]

El gobierno fué propicio a conceder el permiso, pero como de acuerdo con un tratado celebrado el año 1850 entre los Estados Unidos y Haway, no se podía otorgar una concesión a un gobierno extranjero sin el consentimiento del de Washington, a éste se acudió en demanda de dicha autorización. El Presidente Cleveland trasmitió el asunto al Congreso, recomendando favorablemente la concesión, pero aquél la desestimó por no considerarla compatible con los intereses de la Unión.

Nada más se volvió a tratar con respecto a Haway, durante el término de la presidencia de Cleveland; pero en 1897, apenas lo sustituyó William Mc-Kinley, renovaron sus esfuerzos los partidarios de la anexión, logrando su propósito, pues se suscribió en 16 de junio un Tratado en el cual el gobierno de las islas hacía cesión de éstas al de los Estados Unidos. Dicho Tratado estaba concebido en los mismos términos que el redactado en 1893; sólo diferían en que en aquella oportunidad se le otorgaba una pensión a la reina, mientras que ahora no. Al conocerse el Tratado en el Senado, se levantó contra el mismo una viva oposición. Los demócratas, especialmente los amigos del expresidente Cleveland, eran opuestos al Tratado, mientras que los republicanos lo defendían. Pasaron algunos meses, y como no se viera la posibilidad de obtener las dos terceras partes que se necesitaban para conseguir la ratificación, ante el peligro de la derrota, que fué el mismo que se corrió cuando la anexión de Texas, se apeló al propio remedio a que entonces se recurrió: el de salvar la dificultad por medio de una "resolución conjunta", ya que ésta, para ser aprobada, sólo requería la mayoría ordinaria. A principios del año 1898 se presentaron en el Senado y en la Cámara, simultáneamente, sendos proyectos de "resolución conjunta", y de acuerdo con los reglamentos de dichos cuerpos debía quedar detenida la discusión del Tratado hasta tanto que no fueran votados dichos proyectos. En éstos, con toda habilidad, se introdujo una modificación con respecto a algo muy importante que se establecía en el Tratado. Se había consignado en éste que Haway habría de ser en el futuro un Estado de la Unión, y como fuera éste, precisamente, el blanco a que se dirigían los tiros de los opositores, se excluyó tal promesa de los citados proyectos de "resoluciones conjuntas", limitándose éstas a consignar, que los Estados Unidos admitían a Haway como parte de su territorio.

Por estos mismos días ocurrían otros sucesos, de tanta impor[74]tancia que hicieron decaer el interés del asunto de Haway: nos referimos a la tirantez de relaciones con España con motivo de la cuestión cubana y que culminó en la declaración de guerra que hizo el Congreso en 21 de abril. Mas, por singular coincidencia, los sucesos de esta misma guerra pusieron de manifiesto la conveniencia de adquirir a Haway. El ejército que debía pelear en Filipinas no podía emprender su largo viaje sin contar con hacer alguna escala, y ningún lugar más a propósito que la bahía de Honolulu. El Gobierno de Haway hizo el ofrecimiento, y éste fué aceptado y cuando la expedición llegó a las islas, el pueblo la acogió con muestras de entusiasmo. No tardó, pues, en agitarse de nuevo en el Congreso el asunto de la anexión de Haway, iniciándose el debate en la Cámara. Se adujeron por los opositores algunos de los argumentos esgrimidos cuando se trató de la compra de la Louisiana. Otra vez se dijo que con la anexión se infringían los principios políticos contenidos en la declaración de independencia y que no se podía considerar como una posible consecuencia de la facultad de hacer tratados la adquisición del territorio extranjero. También se dijo que con la adquisición de Haway se infringía la doctrina de Monroe, supuesto que si los Estados Unidos no admitían en su continente la ingerencia de un poder extraño, tampoco ellos, por su parte, debían adquirir territorio en otro continente, y que el resultado de la anexión habría de ser el de convertir a la nación en potencia colonial, lo que implicaba un aumento considerable del Ejército y la Marina de guerra. Casi toda la oposición, especialmente la que se hizo en el Senado, estuvo inspirada en los intereses de los azucareros de los Estados Unidos, los que veían un perjuicio en la competencia que habría de hacerles el azúcar de Haway; pero a pesar de ella, en 15 de junio aprobó la Cámara el proyecto de anexión, y el Senado lo hizo en 6 del mes siguiente.

El día 12 de agosto del propio año tuvo efecto en las islas el acto de su ocupación por el Gobierno de los Estados Unidos, y en abril de 1900 aprobó el Congreso la Ley por la cual se rigen. Está inspirada dicha ley en las que anteriormente habían sido redactadas para gobernar los territorios contiguos a la Unión. La Constitución fué aplicada a Haway, gozando sus hijos de la ciudadanía de los Estados Unidos y en cuanto al gobierno, constituyóse éste con un gobernador, nombrado por el Presidente, y una Cámara de origen popular, la que tiene el derecho de enviar a[75] Washington un delegado ante la Cámara de Representantes, con voz, pero sin voto.

(C)
(1898) Puerto Rico, las Filipinas y Guam.

Apenas iniciada la revolución cubana que estalló el año de 1895, púsose de manifiesto la simpatía del pueblo norteamericano por la causa de los revolucionarios. El Gobierno se había mantenido impasible ante el conflicto, no obstante las excitaciones que le dirigía una buena parte de la opinión para que actuase, de alguna manera, en favor de los cubanos. Resistió cuanto pudo, pero llegó un momento en que tuvo que ceder a la opinión. Fué entonces, cuando la Secretaría de Estado le dirigió al Gobierno de Madrid la famosa nota de 23 de septiembre de 1897 requiriéndolo para que el mes siguiente dejara pacificada la isla. España en 25 de noviembre le concedió a Cuba la autonomía; pero ya era tarde: los revolucionarios no quisieron aceptarla y continuó por parte del pueblo norteamericano el sentimiento de hostilidad hacia la dominación de aquella nación en la isla. Después, la explosión del acorazado Maine en el puerto de la Habana, en la noche del día 15 de febrero del año siguiente, producida, según informó la comisión americana nombrada al efecto, por una mina submarina, precipitó los acontecimientos y decidió la suerte de Cuba. En 18 de abril ambas Cámaras, aprobaron la siguiente "Resolución Conjunta" que dos días después sancionó el Presidente:

Considerando que el aborrecible estado de cosas que ha existido en Cuba, durante los tres últimos años, en Isla tan próxima a nuestro territorio, ha herido el sentido moral del pueblo de los Estados Unidos, ha sido un desdoro para la civilización cristiana y ha llegado a su período crítico con la destrucción de un barco de guerra norteamericano y con la muerte de 266 de sus oficiales y tripulantes, cuando el buque visitaba amistosamente el puerto de la Habana;

Considerando que tal estado de cosas no puede ser tolerado por más tiempo, según manifestó ya el Presidente de los Estados Unidos, en Mensaje que envió el 11 de abril al Congreso, invitando a éste a que adopte resoluciones:

[76]El Senado y la Cámara de Representantes, reunidos en Congreso acuerdan:

"Primero: Que el pueblo de Cuba es y debe ser libre e independiente.

"Segundo: Que es deber de los Estados Unidos exigir y por la presente su Gobierno exige, que el Gobierno español renuncie inmediatamente a su autoridad y gobierno en Cuba y retire sus fuerzas, terrestres y navales, de las tierras y mares de la Isla.

"Tercero: Que se autoriza al Presidente de los Estados Unidos y se le encarga y ordena que utilice todas las fuerzas militares y navales de los Estados Unidos y llame al servicio activo las milicias de los distintos Estados de la Unión, en el número que sea necesario para llevar a efecto estos acuerdos.

"Y cuarto: Que los Estados Unidos, por la presente, niegan que tengan ningún deseo ni intención de ejercer jurisdicción, ni soberanía, ni de intervenir en el Gobierno de Cuba, si no es para su pacificación y afirman su propósito de dejar el dominio y gobierno de la Isla al pueblo de ésta, una vez realizada dicha pacificación."

El Gobierno de Madrid estimó que la negación de la soberanía de España en Cuba y la amenaza de una intervención armada equivalía a una declaración de guerra e inmediatamente retiró su representación diplomática de los Estados Unidos, quedando rotas las hostilidades.

Realmente, la acción de los Estados Unidos se encaminaba a obtener la independencia de Cuba; pero eso no significaba que las operaciones militares habrían de tener por único escenario a dicha isla. Las necesidades de la guerra exigían que las actividades militares se desenvolvieran en las diversas posesiones españolas y así se hizo, según inmediatamente hemos de ver.

Cuatro días después de votada la Resolución Conjunta, el Comodoro Dewey, al mando de la escuadra americana del Pacífico, estacionada en aguas chinas, se dirigió en busca de la española, mandada por el Almirante Montejo y que se encontraba en la bahía de Manila, frente al puerto de Cavite. La noche del día 30, la escuadra americana, aprovechando la obscuridad, inesperadamente, con gran sorpresa para las autoridades españolas, penetró en la bahía y al amanecer del día siguiente, apenas había aclarado, se inició la batalla, quedando hundidos o apresados todos los barcos españoles, poco después del mediodía.

El Comodoro Dewey no disponía de tropas de desembarco y debido a esto, no pudo atacar a Manila, permaneciendo la es[77]cuadra, en espera de refuerzos. A los tres meses llegaron éstos, e iniciado el ataque se rindió la ciudad el día 13 de agosto.

La otra batalla naval de esta guerra tuvo por teatro a Santiago de Cuba. La escuadra española, que estaba anclada en dicha bahía, desde el 19 de mayo, recibió órdenes de salir. El Almirante Cervera sabía que iba al sacrificio, pero obedeció. Así sucedió: en la mañana del día 3 de julio la escuadra se hizo a la mar y apenas había abandonado el puerto, a corta distancia de éste, la escuadra americana que lo bloqueaba fué destruyendo uno a uno los barcos que la formaban.

Al mismo tiempo, el ejército americano que había desembarcado y que en 1º de dicho mes había sostenido los combates del Caney y San Juan, ponía sitio a la ciudad, la que se rindió el día 16 de ese mes.

A fines de este mismo mes, otro ejército desembarcaba en Puerto Rico y se hacía dueño de las poblaciones más importantes sin encontrar resistencia.

Ante situación tan difícil para España, su Gobierno juzgó oportuno pedir la paz y así lo hizo, dándole instrucciones al efecto a Cambon, Embajador de Francia en Washington. España pretendió, en esas negociaciones, salvar del desastre la posesión de sus colonias con excepción de Cuba. No era justo, se decía, considerar como una conquista definitiva a todas las colonias por el simple hecho de que en una de ellas la suerte de las armas haya sonreído al soldado americano; y con respecto a Cuba, temerosa de "los peligros de una independencia prematura" y "en interés de las personas y de los bienes de los españoles, de los extranjeros y aun de los americanos que allí residen", era preferible cederla a los Estados Unidos.

Varios días duraron estas negociaciones y al fin el 12 de agosto firmóse el protocolo preliminar. Se estipulaba en este documento, que España renunciaría su soberanía sobre Cuba; que cedería a los Estados Unidos la isla de Puerto Rico y las demás de las Indias Occidentales, así como una del grupo de las Ladronas y que con respecto a las Filipinas, el Tratado de Paz determinaría lo concerniente a su intervención, disposición y gobierno y que cada nación nombraría cinco comisionados que se reunirían en París el día 1º de octubre, lo más tarde, para negociar la paz y que mientras tanto se suspenderían las hostilidades.

En la expresada fecha se reunieron en París, en uno de los[78] salones del Ministerio de Negocios Extranjeros, los comisionados de la paz. El Rey de España estaba representado por Eugenio Montero Ríos, Buenaventura de Abarzuza, José de Garnica, Wenceslao Ramírez de Villa-Urrutia y Rafael Cerero y representaban al Presidente de los Estados Unidos, William R. Day, Cushman K. Davis, William P. Frye, George Gray y Witelaw Reid.

El primer asunto de que se trató en las conferencias, fué el relativo a Cuba. Pretendieron los comisionados españoles que se estipulara en el Tratado que los Estados Unidos asumirían la soberanía de la isla; pero los americanos negáronse a semejante pretensión, como no podían por menos, dado que en la Resolución Conjunta que provocó la guerra, había declarado el Congreso que el pueblo cubano debía ser libre e independiente. Cuando se convencieron los comisionados españoles de que esa pretensión era inaceptable, plantearon otra, la de que la isla se hiciera cargo de la llamada deuda cubana, que sumaba unos $350,000.000. Igualmente se opusieron los comisionados americanos a dicha pretensión, por estimar que la referida deuda no había sido contraída en beneficio de Cuba. Lo que en definitiva se convino con respecto a esta isla, fué objeto del artículo 1º del Tratado, cuyo tenor es el siguiente:

España renuncia todo derecho de soberanía y propiedad sobre Cuba.

En atención a que dicha isla, cuando sea evacuada por España, va a ser ocupada por los Estados Unidos, los Estados Unidos mientras dure su ocupación, tomarán sobre sí y cumplirán las obligaciones que por el hecho de ocuparlas, les impone el Derecho internacional, para la protección de vidas y haciendas.

Pocos inconvenientes pusieron los españoles a la cesión a los Estados Unidos de la isla de Puerto Rico y de las demás islas que poseía España en las Indias Occidentales, así como a la de Guam, en el Archipiélago de las Marianas o Ladronas. Donde surgieron las dificultades, fué al tratar de las Filipinas. El protocolo preliminar no contenía una solución definitiva y el presidente de los Estados Unidos, por su parte, no le había dado instrucciones concretas a los comisionados. Estos estaban divididos en sus opiniones. Day y Gray entendían que dichas islas debían quedar en poder de España; Davis y Frye eran partidarios de que los Estados Unidos adquirieran una de las islas, la de Luzón, para destinarla a estación naval y por su parte Reid entendía[79] que los Estados Unidos se debían anexar todo el Archipiélago. Esta última fué la opinión que prevaleció, en definitiva, entre los comisionados. Contribuyó a que la misma imperase, un informe que le pidieron los comisionados al General Merrit, recién llegado a París, de las Filipinas. Dijo el General Merrit, que el pueblo filipino no estaba en condiciones de establecer un gobierno independiente y eficaz y que la parte más ilustrada de la población era partidaria de que las islas se sometieran a la soberanía de los Estados Unidos. Realmente, esta solución era la más adecuada. Dejar el destino de las islas, en aquellos momentos, en manos de los filipinos, era entregar el país a la anarquía; y por otro lado, tampoco era justo que quedaran sometidas a España, pues como entonces se dijo por los que defendían la anexión, si la guerra se había hecho para terminar con el desgobierno de una colonia ¿por qué se había de permitir que otra colonia quedara sumida en ese mismo desorden?

Los comisionados españoles resistieron cuanto pudieron a la cesión, alegando que la toma y ocupación de Manila no equivalía a la conquista de las islas y que el Embajador Cambon había sido instruído, cuando negoció el protocolo preliminar, a nombre de España, de que ésta se reservaba su soberanía sobre las Filipinas. No negaron los americanos que el Embajador Cambon hubiera pretendido hacer esa declaración, pero a su vez adujeron que el Gobierno de Washington, frente a la misma, había sostenido que la situación de Filipinas habría de ser resuelta en el Tratado de Paz, criterio que en definitiva se había consignado en el Protocolo y como insistieran en exigir semejante condición, los comisionados españoles al fin accedieron a ella, en la siguiente forma: España cedía las islas a los Estados Unidos y recibía $20,000.000.00, como indemnización, no como venta.

Tales fueron las estipulaciones del Tratado de Paz, en lo referente a la cesión de las islas de Puerto Rico, Guam y las Filipinas. Fué suscrito en 10 de diciembre y ratificado por el Senado de los Estados Unidos en 6 de febrero del año siguiente.

Puerto Rico y Filipinas se gobiernan hoy, respectivamente, por un Gobernador nombrado por el Presidente de los Estados Unidos y dos cámaras legislativas; una baja de origen popular y otra alta formada por funcionarios de cierta categoría y por un corto número de prominentes ciudadanos designados por el Gobernador. La organización del gobierno de estas posesiones, se[80] asemeja mucho a la de las colonias británicas. En cambio la isla de Guam, se gobierna, como la de Tutuila, por un oficial de la marina investido de plenas facultades. La escasez y poca cultura de la población de esta isla ha sido sin duda el motivo de que el Gobierno de Washington no haya establecido en la misma, cual lo ha hecho en Puerto Rico y las Filipinas, el principio de la representación popular.

(D)
(1899) Tutuila.

El grupo de islas Samoa o de los Navegantes, se encuentra en la Polinesia, Oceanía. Sus tierras ocupan un área de 2,787 kilómetros. Hasta ya entrado el siglo XIX no fueron bien conocidas estas islas. Fueron los norteamericanos los primeros que sostuvieron relaciones comerciales con ellas. En la segunda mitad de dicho siglo, se estableció en el archipiélago, la "Polynesian Land Company" que llegó a adquirir gran importancia y a ejercer una verdadera influencia en sus destinos. Los alemanes no tardaron en seguir a los norteamericanos; establecieron a su vez la casa de comercio de Goddeffroy, cuyos negocios tuvieron verdadera importancia. Unos y otros pretendieron siempre mezclarse en los asuntos políticos interiores, a fin de ponerlos al servicio de sus respectivos intereses, hasta tal punto, que la historia de Samoa, en la segunda mitad del siglo pasado, no es más que la historia de la rivalidad entre dos familias, la de los Malietoa y la de los Tubua, alentadas y mantenidas en sus aspiraciones por americanos y alemanes.

El año 1875 los Malietoa, apoyados por el Cónsul de los Estados Unidos, Coronel Steinberger, lograron elegir Rey a uno de sus miembros; pero los Tubua, apoyados por los alemanes, promovieron una revolución que les arrebató el gobierno y una vez que consiguieron el poder, concertaron, en julio de 1877, un tratado con Alemania por el que le dieron el tratamiento de nación más favorecida. No se conformaron los intereses norteamericanos vinculados en las islas, con el predominio de Alemania; agitáronse y obtuvieron a su vez del gobierno de las mismas, en enero del año siguiente, la cesión a los Estados Unidos de la esplén[81]dida bahía de Pago-Pago. El gobierno alemán protestó de dicha cesión y deseoso de aumentar su influencia en Samoa, en enero de 1879 celebró un nuevo tratado, que casi equivalía a la cesión del archipiélago en su favor y que produjo el resultado de poner el comercio, en su casi totalidad, en manos alemanas.

La lucha entre los dos bandos que se disputaban el poder, no desapareció: se mantuvo en las mismas condiciones, avivada siempre por los elementos extranjeros, alemanes y norteamericanos, al que se agregó uno más, deseoso también de ejercer influencia en las islas: el inglés. El año de 1889, Bismarck convoca a una conferencia en Berlín a la Gran Bretaña y a los Estados Unidos a fin de tomar una orientación definitiva y como resultado de esa conferencia, se suscribió una convención, cuyas estipulaciones más importantes fueron éstas: se mantendría la soberanía e independencia de las islas, pero las tres naciones controlarían el poder judicial y las aduanas, sin que ninguna de ellas pudiera tener mayor autoridad y mayores privilegios que las otras; los Estados Unidos conservarían el puerto de Pago-Pago y a su vez Alemania podría establecer una estación carbonera en Apia.

Durante diez años se mantuvo esa convención, pero como en 1898 se reprodujeron los disturbios en las islas, Alemania propuso darla por terminada; suprimir su soberanía y repartirse el territorio. Así se acordó por el tratado concertado entre la Gran Bretaña, Alemania y los Estados Unidos, en 2 de diciembre de 1899. De acuerdo con esta convención, los Estados Unidos se quedaron con una de las islas, la de Tutuila y Alemania con las de Upolu y Sawaii y por su parte la Gran Bretaña recibió de este Imperio, determinadas compensaciones en Africa.

Los Estados Unidos gobiernan la isla de Tutuila por medio de un oficial de marina, investido de plenos poderes.

(E)
(1916) Las antillas danesas.

A unas cincuenta millas al Este de Puerto Rico, se encuentra el grupo de islas conocidas con el nombre de antillas danesas.[82] Son tres: San Thomas, San Juan y Santa Cruz. La primera de éstas es la más importante, teniendo su costa sur la ciudad de Carlota Amalia, con un magnífico puerto. Entre las tres ocupan un área de unas 140 millas cuadradas y se calcula la población en más de 30,000 habitantes.

A principios del año 1865, a la sazón en que Lincoln ocupaba la Presidencia y Seward la Secretaría de Estado, el Gobierno inició negociaciones con el de Dinamarca para la compra de las islas. Por consecuencia de dichas negociaciones, en 24 de octubre de 1867 se celebró un Tratado en Copenhague. Según sus estipulaciones, Dinamarca cedía a los Estados Unidos, en precio de $7,500.000.00, dos de las islas, la de San Thomas y la de San Juan, previo un plebiscito de los habitantes de las mismas y bajo la condición de que éstos fueran admitidos, como ciudadanos de la Unión, una vez realizada la anexión.

El pueblo de las islas, casi unánimemente se decidió por la anexión; pero ésta no se pudo realizar porque el Senado de los Estados Unidos, después de haber demorado por mucho tiempo la aprobación del Tratado, en definitiva lo rechazó.

En 24 de enero de 1902, ocupando Roosevelt la presidencia y Hay la Secretaría de Estado, se celebró en Washington otro Tratado, por el cual se anexaban las islas a los Estados Unidos, pagando éstos, en precio de las mismas, la suma de $5,000.000.00. Esta vez el Senado de los Estados Unidos aprobó el Tratado. También lo aprobó el "Rigsdag" o cámara baja en Dinamarca, pero no corrió la misma suerte en el "Landsthing" o cámara alta; pues este cuerpo, en 21 de octubre de dicho año, obedeciendo según se dijo, a poderosas influencias alemanas que se pusieron en juego, hubo de rechazarlo.

En 1916, ya iniciada la guerra europea, el Gobierno de Washington, por medio del Secretario de Estado Robert E. Lansing, inició negociaciones con Constantino Brun, Ministro de Dinamarca en aquella capital, para la compra de las islas. El éxito coronó esta vez los esfuerzos de ambas partes. En 4 de agosto del citado año se celebró el Tratado y debidamente aprobado éste, en 17 de enero del siguiente año, se canjearon en Washington las ratificaciones. Los Estados Unidos pagaron por las islas $25,000.000.

La opinión pública en los Estados Unidos consideró la compra de estas islas como una necesidad, no tanto por su importancia[83] como por su posición. Se temía que Alemania en el futuro, en cualquier momento, utilizara su influencia sobre Dinamarca para obtener que se las cediera y era evidente que semejante cesión habría de significar un serio peligro y una constante amenaza para la defensa del canal de Panamá. En cambio la posesión de las islas por los Estados Unidos, habría de constituir un punto avanzado de defensa del canal; algo así como lo que representa para la Gran Bretaña, la posesión de la isla de Malta: un centinela del canal de Suez.

Pero no era solamente el interés de la defensa del canal lo que aconsejaba la anexión de las islas. Es que éstas en manos de Alemania o de cualquier otra gran potencia militar, significaba algo más: la amenaza constante de los intereses norteamericanos en el Caribe. Por otra parte, para el comercio también era de positivo valor la adquisición de las islas, pues los dos puertos existentes en las mismas hacen de ellas una estación de inapreciable valor, en la ruta de los barcos que se dirigen a la América Meridional.

III
NOTAS CRITICAS ACERCA DEL MOVIMIENTO EXPANSIONISTA

Según se habrá podido observar, tres aspectos o fases se descubren en el movimiento expansionista de los Estados Unidos: primero, la ocupación del territorio inmediato a las trece colonias primitivas, ocurrida antes de la independencia; después, las sucesivas anexiones de territorios contiguos, que se fueron convirtiendo en Estados de la Unión y en último lugar, la adquisición de posesiones no contiguas, gobernadas como colonias.

El primer movimiento expansionista, según vimos oportunamente, se refirió al extenso territorio situado entre la cordillera de los Alleghanies y el río Mississippi, atravesado de Este a Oeste por el río Ohio. Dentro de ese movimiento, hay que distinguir el que tuvo por teatro el territorio situado al Norte de este río, del[84] que tuvo lugar al Sur del mismo. Pretendieron los colonos ingleses, desde principios del siglo XVIII, dominar la región situada al Norte del Ohio, tropezando en su empeño, con igual pretensión alimentada por los franceses, que dominaban en el Canadá. En aquel entonces no se pensaba, ni remotamente, en la idea de independencia; los norteamericanos luchaban como ingleses nada más. Basta leer las páginas que hemos dedicado a este asunto, para darse cuenta de que aquella lucha no fué más que un reflejo de las que sostuvieron ingleses y franceses en el siglo XVIII. En aquellas guerras luchaban, unos y otros, por la supremacía y América no fué más que una parte del escenario de la contienda. No se trataba, en realidad, de principios religiosos, ni de la necesidad de adquirir territorios nuevos, sino tan sólo de obtener el predominio de una raza sobre otra; y al quedar resuelta la contienda en favor de la Gran Bretaña, por el Tratado de París de 10 de febrero de 1763, que puso término a la guerra de los siete años, quedó el Canadá en poder de esta región.

El esfuerzo mantenido por ocupar y dominar el territorio situado al Sur de Ohio, que en realidad no estaba poseído por ninguna nación, tuvo otro carácter. Fué un movimiento expansivo de los propietarios virginianos, ansiosos de acaparar y hacer productivos nuevos territorios. Actuó la actividad privada y después que ésta tuvo realizada la mayor parte de su labor, la acción gubernamental terminó la obra. Fué en esta oportunidad, en la que por primera vez el esfuerzo individual jugó su papel, que tan importante fué siempre, después, en el movimiento expansionista de los Estados Unidos.

La segunda fase de ese movimiento, que se refirió, según antes dijimos, a la ocupación de territorios inmediatos a la Unión y que ocurrió durante la primera mitad del siglo pasado, se desenvolvió a impulsos de diversas aspiraciones e intereses. Así vemos, con efecto, que la adquisición de la Louisiana la determinó el ofrecimiento de su venta, hecho por Napoleón, inesperadamente, a la comisión que se encontraba en París gestionando garantías para la navegación por el Mississippi; que la compra de la Florida, a España, la inspiró el temor de que esa posesión se desprendiera del poder de esta monarquía y cayera en manos de alguna gran potencia, cuya vecindad había de ser peligrosa para los Estados Unidos; que la anexión de Tejas, fué el desenlace de un proceso iniciado por la importante colonia americana que residía en dicho[85] país y completado por el elemento esclavista, predominante en aquel entonces en las esferas gubernamentales de Washington y al que interesaba la adquisición de los territorios que se pudieran convertir en Estados esclavistas, siendo estos mismos elementos, los que llevaron al país a la guerra que produjo la conquista de Nuevo Méjico y de la alta California; y que las negociaciones que se sostuvieron con la gran Bretaña, y que determinaron la anexión de Oregon, se iniciaron por las instancias y exigencias de los colonos americanos que se habían establecido en dicha región.

Frente a esa diversidad de aspiraciones e intereses, que produjeron la expansión de la Nación, los territorios que sucesivamente se fueron ocupando ofrecen una misma característica y es, la de que estaban poblados solamente por indios y teniendo poca importancia el elemento blanco extranjero residente en ellos, podían ser el asiento de comunidades que desde su origen habrían de estar asimiladas a la Unión.

Esa expansión fué obra, en tesis general, de la actividad privada; de los agricultores, principalmente. Fué un movimiento espontáneo, instintivo, guiado por la voluntad de la comunidad antes que por la acción política. Fué el proceso de expansión de una comunidad joven, pletórica de vida, que sentía la necesidad de engrandecerse; y fué algo más: fué, como dice un escritor, "la lucha de la civilización contra el caos". Con efecto, cada territorio que se adquiría, era una nueva zona que se abría al progreso y a la actividad productora del hombre.

El pueblo norteamericano, a fuerza de presenciar durante medio siglo la sucesiva adquisición de territorios contiguos y no poblados, a no ser por las tribus de indios, se llegó a formar un estado de conciencia según el cual, resultaba inexplicable la conquista de un territorio lejano y mucho menos, si la población que lo ocupaba no asentía en ella. De esas ideas participaba el gobierno. El Secretario de Estado Calhoum, en 1844 había declarado lo siguiente:

La política que hemos observado al expansionarnos, ha sido la de adquirir siempre territorios no ocupados y fácilmente asimilables. En una palabra: hemos engrandecido nuestro territorio por crecimiento, y nunca hemos conquistado poblaciones que tengamos que mantener unidas a nosotros por la fuerza.

Pero el Gobierno evidenció en forma más concluyente, por[86] algo más que por simples declaraciones, que participaba de aquellas ideas. Con efecto, el hecho de que el Senado rechazara en 1867, el tratado de anexión de las Antillas danesas y en 1870 el de Santo Domingo y el gesto de Cleveland en 1893, retirando de dicho alto cuerpo el de Haway, ¿qué otra cosa fueron que afirmaciones de ese estado de conciencia?

En 1867 ocurrió un hecho que vino a romper la que podríamos llamar tradición anti-imperialista de los Estados Unidos. Nos referimos a la compra a Rusia de la Alaska. Se trataba de un país no contiguo y de un pueblo de otra raza, de cuya voluntad se prescindía al realizar su transferencia al dominio de los Estados Unidos. Pero como dicho territorio estaba situado en la región ártica y se le atribuía poco valor, hasta el punto de que fué vendido en $7,200.000 no obstante abarcar un área de 577.390 millas; habitado además por una población relativamente escasa y sin aspiraciones políticas; como se trataba de una región situada en el propio Continente Septentrional y como sobre todo, era del mayor interés excluir a Rusia de la América del Norte, tan natural, tan indicada estaba la adquisición, que la opinión no reparó en aquel otro aspecto: el de que se rompía la tradición anti-imperialista.

Fué en las postrimerías del siglo, "en sus últimos diez y ocho meses", como dice un autor, cuando ocurrieron otros hechos, otras adquisiciones territoriales, que le llevaron al pueblo la evidencia de que se había roto de una vez su antigua tradición. En julio de 1898, se realiza la anexión de Haway; en diciembre del mismo año, tiene lugar la adquisición de Puerto Rico, las Filipinas y Guam y en diciembre de 1899 la de Tutuila. Todavía la adquisición de Haway tenía su explicación: había allí intereses americanos muy importantes; la población nativa, frente a esos intereses, desempeñaba un papel secundario y veía la anexión con indiferencia, casi con agrado, y era seguro, por otra parte, que de no dar ese paso los Estados Unidos, habría de darlo la Gran Bretaña o Francia. También tenía su explicación la adquisición de las Filipinas y de Puerto Rico, porque si la guerra con España se había hecho por librar de su mal gobierno a una de sus colonias, ¿por qué aquellas dos, que padecían del mismo mal, no iban a cambiar de situación? Y ya desprendidas del Gobierno de España, ¿qué otra cosa podían hacer los Estados Unidos, que retenerlas, a Puerto Rico definitivamente, a Filipinas por el momento?

[87]

Lo que no tenía explicación era la adquisición de dos islotes en el Pacífico: el de Guam en el Archipiélago de las Ladronas y el de Tutuila en el de Samoa. Ninguna otra doctrina que no fuera la del imperialismo, podía justificar estas anexiones.

Mucho se discutieron todas estas adquisiciones. Tuvieron sus partidarios y sus contrarios; con esta particularidad: que los amigos de las anexiones no aceptaban el nombre de imperialistas que les daban sus adversarios; negaban que lo fuesen. ¡Véase hasta qué punto la tradición, la política del aislamiento, la voluntad de no adquirir territorios fuera del Continente, había actuado en la conciencia pública! Pero la exactitud del nombre era cuestión de poca monta. Lo positivamente cierto, era que la nación abandonaba su aislamiento; que adquiría territorios distantes, habitados por pueblos de otras razas, no asimilables al norteamericano y con cuya voluntad no se contaba al someterlos a la nueva soberanía; lo esencial era que quedaba rota, como dice el escritor H. H. Powers, la triple tradición observada hasta entonces por la nación en su movimiento expansionista: la de "la continuidad territorial", la de "la homogeneidad de la raza" y la del ejercicio del poder basado en "el consentimiento de los gobernados". Los mismos que no se querían llamar imperialistas, proclamaban con orgullo que el nuevo orden de cosas ofrecía tres vías que constituían la mejor garantía para el desarrollo del comercio americano en Oriente: Haway estaba en la ruta de Asia, Guam en la de las Filipinas y Tutuila en la de Nueva Zelandia y Australia.



[89]

SEGUNDA PARTE
LA DOCTRINA DE MONROE

I
SU ANTECEDENTE: LA POLÍTICA DEL "AISLAMIENTO" O DE "LAS DOS ESFERAS"

El movimiento revolucionario de las trece colonias inglesas de la América del Norte, que culminó en su independencia, ofrece un sello especial: no fué obra de la pasión exaltada ni de un mero sentimentalismo; fué el producto de una voluntad reflexiva y consciente, inspirada en el más sincero y juicioso patriotismo. En la generalidad de las revoluciones ocurre cosa bien distinta: las huellas más marcadas las traza la pasión desordenada, o un sentimiento mal inspirado y peor dirigido.

En la revolución de los Estados Unidos, los Washington, los Hamilton, los Madison, los Franklin, el grupo de hombres que de tan sabia manera supo guiar los destinos de aquel gran pueblo, tuvo una intención deliberada: constituir un gobierno adecuado y estable, y acarició al propio tiempo el ideal de que su patria llegara a ser poderosa y grande.

Pero los "Padres de la República" se dieron cuenta de que para que la "Unión" perdurase no bastaba con levantar el edificio de la confederación en condiciones de estabilidad, sino que[90] era necesario además, por su misma conveniencia y seguridad, mantener a la nueva nacionalidad completamente separada, ajena a las luchas y problemas de Europa. Pensando en esa finalidad, trazaron idealmente, en mitad del Océano Atlántico, una línea divisoria entre el Nuevo y el Viejo Continente.

Esa idea, ese presentimiento, hizo nacer en la mente de estadistas y patriotas la política del "aislamiento" (isolation) o de las "dos esferas" (two spheres), y tuvo dicha política su mayor arraigo y fuerza en la creencia popular, más generalizada entonces que ahora, de que los dos continentes, en todos los órdenes, eran cosa absoluta y totalmente distinta.

Se puede decir que esa política fué concebida desde años antes de que se reuniera la Convención de Filadelfia.

En noviembre de 1782 conversaban en París John Adams y Mr. Oswald, Comisionado para tratar de la paz por el Gobierno Británico, y el primero le decía al segundo:

No dude usted que las naciones de Europa se esforzarán en atraernos dentro de su sistema político, pero nuestro interés está en mantenernos alejados de todo eso.

En 1788, por la época en que se discutía la actual Constitución, Washington le escribía a Sir Edward Newenham y se expresaba así:

Confío en que los Estados Unidos se sabrán mantener alejados del intrincado laberinto de las guerras de Europa y de su política, y que antes de poco, y merced a la adopción de un buen gobierno, nos haremos respetables ante los ojos del mundo, hasta tal punto, que las naciones que tienen posesiones en este Continente no podrán por menos que tratarnos con todo género de consideraciones.

En 1793, el Secretario de Estado, Thomas Jefferson, temía que la posesión de Louisiana y de la Florida hiciera a estos territorios teatro de las luchas entre Inglaterra, Francia y España, y le escribe al Ministro en Madrid que no éntre en ningún pacto o alianza que envuelva a los Estados Unidos en esa discordia.

Al estallar la guerra entre Francia e Inglaterra, Jorge Washington, por su declaración de 5 de junio de 1794, ordenó a sus conciudadanos que observaran la más absoluta neutralidad.

Dos años más tarde, al abandonar el poder, tuvo ocasión de exponer los principios de la política del aislamiento en su fa[91]moso discurso de despedida de 17 de septiembre de 1796, en los términos siguientes:

Seamos sinceros y justos en nuestras relaciones con todas las naciones. La religión y la moralidad nos aconsejan esta línea de conducta, que es inmejorable. Dentro de poco tiempo podremos ofrecerle a la humanidad el ejemplo de un pueblo guiado por sentimientos de justicia y de bondad.

Aconsejo a mis conciudadanos que se prevengan contra las influencias extrañas, que estén alerta, pues el mayor enemigo de un gobierno republicano es esa influencia extranjera. Nuestra línea de conducta debe ser la de estrechar nuestras relaciones comerciales con las otras naciones, pero apartarnos, al propio tiempo, de toda conexión política con ellas.

Europa tiene un conjunto de intereses que son motivo de frecuentes controversias y con los cuales sostenemos muy remotas relaciones. En tales circunstancias sería una imprudencia ligarnos por lazos artificiales a alianzas o combinaciones amigas o enemigas.

La distancia, más que nada, nos aconseja seguir por otro rumbo.

¿Para qué perder las ventajas de nuestra situación? ¿Para qué abandonar nuestro terreno y nuestra situación? ¿Para qué abandonar nuestros destinos y mezclarnos en las luchas, rivalidades y ambiciones de las naciones de Europa? La prudencia aconseja que no nos alejemos de la política que consiste en no entrar en ninguna alianza con las naciones extranjeras.

John Adams, sucesor de Washington en la Presidencia de la República, perseveró en la misma política. En mensaje especial de 16 de mayo de 1797, dijo:

Bajo ningún concepto debemos envolvernos en el sistema político de Europa. Debemos estar prevenidos para no vernos atraídos al lado de ninguno de los grupos de naciones que forman la balanza de los poderes; así lo aconseja nuestro interés.

Jefferson, a su vez, sucedió a Adams y mantuvo la misma política. En su mensaje de 18 de octubre de 1803, expuso los mismos principios ya enunciados por Washington y por Adams.

Pero la política del "aislamiento" o de las "dos esferas", no se redujo a mantener a los Estados Unidos completamente apartados de toda ingerencia en los asuntos y problemas del Viejo Continente. A juicio de los estadistas norteamericanos, había que prevenirse también contra la posibilidad de que los territorios vecinos cayeran en manos de alguna gran potencia, toda vez que esto, al par que los obligaría a adoptar grandes precauciones mi[92]litares, impediría la tan anhelada separación entre los asuntos europeos y los norteamericanos.

Algunos de los territorios inmediatos a los Estados Unidos estaban en poder de España, pero eso no preocupaba al Gobierno de los Estados Unidos. Aquella nación, aniquilada, empobrecida, en aquel entonces ni en el futuro podía ser un peligro para la naciente República. El peligro estaba en la posibilidad de que alguna de esas posesiones se desprendiera del poder de España y entrara a formar parte del dominio de potencias tan fuertes como Inglaterra o Francia. Contra ese peligro siempre estuvo prevenida la cancillería norteamericana.

A fines del año 1800, King, Ministro de los Estados Unidos en Inglaterra, en una conversación con el Primer Ministro, Lord Hawkesburg, le hizo presente que su gobierno estaba tranquilo con que las Floridas permanecieran en poder de España, y que de ser transferidas, sólo podían serlo a la nueva República.

En abril de 1803, el propio embajador le hace análoga manifestación al Gobierno inglés con respecto a la Louisiana y obtiene seguridades, por parte de éste, de que no se hará nada que perjudique a los intereses de los Estados Unidos.

En 1808, el Presidente Jefferson le escribe al Gobernador Claiborne, de Louisiana, en estos términos:

Estamos satisfechos con que Cuba y Méjico continúen en su actual situación; y veríamos con verdadero desagrado que, política o comercialmente, pasaran a ser una dependencia de Inglaterra o Francia. El interés de aquellos pueblos y el nuestro está muy ligado y es el mismo: excluir de este hemisferio toda influencia europea.

Tres años más tarde, y a solicitud del Presidente James Madison, esta política mereció la sanción del Congreso, en la forma que se va a ver. A principios del año 1811 había fundados temores de que Inglaterra ocupase parte de la Florida, entonces en poder de España; y como Madison le recomendara al Congreso, por medio de un mensaje, que hiciera a nombre de la nación alguna declaración protestando contra esa probable ocupación, el 15 de enero de ese año el Poder Legislativo, reunido en sesión secreta, acordó la siguiente resolución:

Teniendo en cuenta la situación anormal por que atraviesan España y sus provincias americanas, y teniendo en consideración la importancia[93] que para la seguridad, tranquilidad y comercio de los Estados Unidos ha de tener la suerte de los territorios limítrofes, situados al Sur, se resuelve: que los Estados Unidos, bajo las críticas circunstancias imperantes, no pueden ver sin inquietud que parte de los referidos territorios pasen a manos de otra potencia; y a ese efecto, y velando por su propia seguridad, habrán de ocuparlos, si las circunstancias así lo demandaren.

Con lo expuesto quedan referidos cuáles fueron los primeros actos de los estadistas norteamericanos que dieron vida a la política del "aislamiento" o de las "dos esferas". La seguridad y la conveniencia de los Estados Unidos la hicieron nacer; pero hemos de ver después que de aquella política se derivó la doctrina de Monroe y en fecha reciente la acción de predominio en el mar Caribe; sostenidas, en parte por aquellas ideas de seguridad y en parte por otros sentimientos y aspiraciones.

II
SUS ORÍGENES

La insurrección de las colonias españolas del Continente americano encontró en los norteamericanos franca simpatía. Este es un hecho de evidencia innegable y de fácil explicación. Los norteamericanos habían hecho surgir su nacionalidad al calor de su amor al republicanismo, y por fuerza tenían que sentirse identificados con aquellos pueblos que moraban en el mismo Continente, que como ellos tenían su origen en la colonización europea, y que sobre todo aspiraban a la independencia inspirados y alentados por su ejemplo.

Que los hombres que por aquella época ejercían los poderes públicos en los Estados Unidos participaban de ese estado de opinión, está demostrado por muchos antecedentes que figuran en documentos oficiales.

Véase la resolución del Presidente de la República enviando un cónsul a Caracas, a mediados del año 1810, como respuesta a la solicitud de la "Junta" de dicha ciudad reclamando el envío de ese funcionario, después de decretada la libertad de comercio;[94] las frases que se emplean en la comunicación de 19 de diciembre de 1811, por la que el Secretario de Estado, a nombre del Presidente, avisa el recibo de la notificación que se le hace de la declaración de Independencia de las "Provincias Unidas de Venezuela", así como el dictamen de un Comité especial, a que fué deferida dicha "Declaración", en la Cámara de Representantes, y por el que se recomendaba se incitase a los revolucionarios para que perseveraran en sus esfuerzos; los términos del Mensaje Presidencial de 2 de diciembre de 1817, en que por el primer magistrado se le expone al Congreso que en la lucha entre España y sus colonias había puesto todo su empeño en tratar bajo el mismo pie a los dos bandos contendientes, manteniéndose neutral y permitiendo a unos y a otros abastecerse en los puertos de la nación; léanse esos y otros documentos de aquella época, relativos a la misma materia, y se comprobará la exactitud de nuestra afirmación.

Pero nada de esto es comparable al paso que dió la Cancillería Americana en pro de la Independencia de aquellas colonias, el año 1818, esto es, cuando aún no había reconocido dicha Independencia y cuando todavía el poder de España combatía la rebelión. Inmediatamente nos vamos a referir a él.

La "Santa Alianza", la liga sombría y funesta que para acabar con todas las libertades, como medio de afirmarse en sus tronos, idearon los soberanos de Europa, se había constituído en 1815, y en 1818 debía celebrar sus sesiones en Aix-La-Chapelle. Entre los asuntos que iban a ser materia de discusión ocupaba lugar la manera de mantener el poder de España en sus colonias.

El Gobierno de Washington se enteró de que por algunos de los de Europa se pretendía recabar el apoyo de los Estados Unidos en aquella empresa, y en 31 de julio del año a que nos referimos, Richard Rush, en aquel entonces Ministro en Londres, procediendo de acuerdo con instrucciones de la Secretaría de Estado, le hizo saber a Lord Castlereagh, Ministro de asuntos exteriores, que el Gobierno de los Estados Unidos, tras detenida deliberación, había resuelto no tomar parte, bajo ningún concepto, en ningún plan de pacificación que tuviera otra finalidad que no fuera la de la independencia de las colonias. Análoga manifestación hicieron a los Gobiernos de Francia y Rusia los Enviados de los Estados Unidos ante los mismos.

Al enterarse el Gobierno Inglés de la resuelta actitud de los[95] Estados Unidos, le retiró todo su apoyo al proyecto de la Santa Alianza de someter las revueltas colonias.

La Gran Bretaña se colocaba en una situación eminentemente práctica. Por arriesgarse en una empresa cuyas consecuencias desconocía, no se iba a atraer el odio de los pueblos de la América del Sur y a perder el magnífico comercio que con los mismos había emprendido y que hasta entonces estuvo monopolizado por España. Ni siquiera podía seducirla la adquisición de nuevos territorios, pues la India, Australia y el Africa del Sur ofrecían ancho campo a su actividad exterior.

Si algún temor hubo de quedar con respecto a la actitud que en lo futuro pudiera adoptar Inglaterra, quedó desvanecido poco tiempo después, el año 1822, cuando, con ocasión de reunirse la Santa Alianza en Verona, protestó aquella nación, por boca del Duque de Wellington, en términos tan enérgicos contra el acuerdo de que Francia pudiera intervenir en España con objeto de restablecer el orden, y contra aquel otro por el que se eliminaba la representación popular y se suprimía la libertad de imprenta, que de hecho quedó separada de la Santa Alianza; y sin su cooperación parecía aventurado que las otras naciones se arriesgaran en la empresa de someter a las colonias.


El mes de abril del propio año en que se reunió el Congreso de Verona y cuando todavía combatía España en suelo americano, por no perder su soberanía, el gobierno de Washington reconoció la independencia de las nuevas nacionalidades.

Este hecho, revelador de la actitud de los Estados Unidos—francamente favorable a los nuevos Estados—, unido al de la desviación de Inglaterra del proyecto de la Santa Alianza, de someter a las colonias, parecía alejar todo peligro de que España recuperase sus perdidos dominios. Pero no era así: hemos de ver inmediatamente cómo al año siguiente la funesta Santa Alianza se ofreció más amenazadora que nunca.


En el verano del año 1823, después que las huestes francesas invadieron con éxito la península española, se aseguraba como[96] cosa corriente, en todas las cancillerías, que el próximo paso que daría Francia, respaldada por la Santa Alianza, sería el de ayudar a España a mantener, recobrar, mejor dicho, su dominación en las colonias.

A Inglaterra le infundía serios temores la probabilidad de que tal empresa se realizara, no ciertamente por la suerte que pudieran correr los nuevos Estados, pues no había reconocido su independencia, como ya lo habían hecho los Estados Unidos, sino porque, según antes se había dicho, iba a perder su cada vez más próspero comercio con las antiguas colonias, dado que en aquella época sólo la Metrópoli podía comerciar con sus posesiones, y, además, porque iba corriendo el peligro de que Francia obtuviera compensaciones territoriales y fuera a convertirse, de esa manera, en fuerte rival suyo como potencia colonial.

El Gobierno Inglés pensó en prevenirse contra ese peligro, y como conocía ya la opinión del pueblo norteamericano, hacia éste volvió la vista. Véase cómo procuró un acercamiento con el gobierno de Washington, para evitar la posible acción de la Santa Alianza en Hispano-América.

En 16 de agosto de 1823, George Canning, Ministro de Relaciones Exteriores en el Gabinete Británico, sostuvo una conversación con el Ministro de los Estados Unidos, Richard Rush, y después de exponerle el hecho de que hacía pocas semanas le había significado al gobierno de París, por medio de una "nota", que Inglaterra estaba confiada en que Francia no se prevalería de su posición para obtener concesiones territoriales en las posesiones españolas, hubo de manifestarle que, a su juicio, los Estados Unidos pensaban de la misma manera; y que el hecho solo de que las naciones de Europa vieran a éstos y a su nación abundando en la misma opinión, sería suficiente para evitar la proyectada acción militar.

Cuatro días después, o sea el 20 de agosto, quiso Canning ser más preciso y hubo de librarle una comunicación al diplomático norteamericano proponiéndole que los dos se unieran, a nombre de sus respectivos gobiernos, para formular estas declaraciones:

1º—Consideramos imposible la reconquista de las colonias por España.

2º—Consideramos la cuestión de su reconocimiento como Estados independientes, sujeta al tiempo y a las circunstancias.

[97]

3º—No estamos, sin embargo, dispuestos a poner obstáculos para un arreglo entre ellas y la madre patria, por medio de negociaciones amistosas.

4º—No pretendemos apropiarnos ninguna porción de esas colonias.

5º—No veríamos con indiferencia que una porción de ellas pasase al dominio de otra potencia.

En 23 de agosto Rush le acusó recibo a Canning de su proposición, en términos admirables. Le expuso que tenía la seguridad de que el Gobierno de Washington abundaba en el mismo parecer que el de Londres, y que en ese sentido no tendría inconveniente en formular las cinco declaraciones en cuestión, pero que la forma de hacer dichas declaraciones es lo que él no podía decidir sin antes recibir instrucciones; y aprovechó la ocasión para hacer resaltar, por cierto que con mucha delicadeza, el hecho singular de que Inglaterra, que tanto se preocupaba al parecer de la suerte de las colonias, no hubiera reconocido aún su independencia. Expresóse en estos términos:

Los Estados Unidos ya han reconocido la independencia de las provincias españolas de la América y lo único que desean es ver mantenida dicha independencia en condiciones de estabilidad, para ventura y provecho de las mismas y del resto del mundo. Para el mejor éxito de esta finalidad nada sería más conveniente que el hecho de que las naciones de Europa, muy especialmente la Gran Bretaña, recibieran a las referidas provincias en la familia de las naciones.

¿Por qué el diplomático norteamericano, al consignar que aunque tenía la seguridad de que su Gobierno participaba del pensamiento encerrado en las cinco declaraciones, aseveraba que desconocía la forma en que podría formularlas?

La explicación la revelan los términos de la comunicación que el propio día 23 de agosto le dirigió Richard Rush al Secretario de Estado al remitirle la proposición del Ministro inglés. Le llamaba la atención a su Gobierno con respecto al peligro que podría encerrar tomar una medida que los envolviera en el sistema político europeo, y que por otra parte podría acarrearles la enemistad de Francia, que por sí sola, a su juicio, no podía emprender tan magna empresa.

Se ve, pues, que Rush no creía conveniente que los Estados[98] Unidos dieran paso alguno que implicara una negación del principio de "las dos esferas".

El día 31 del propio mes de agosto, Canning hubo de dirigirle otra comunicación a Rush, que éste, a su vez, remitió a Washington, donde llegó el 5 de noviembre, exponiéndole que las proposiciones que le había hecho eran meramente confidenciales, desprovistas de todo carácter oficial; pero, en cambio, en 18 y 26 de septiembre, le consultó si, caso de reconocer la Gran Bretaña la independencia de las provincias españolas, los Estados Unidos suscribirían las declaraciones propuestas, a lo que contestó el diplomático norteamericano que nada resolvería mientras no tuviera instrucciones.

Rush, en una comunicación fechada en 10 de octubre y que llegó al Departamento de Estado el 19 de noviembre, reveló estar al cabo de cuáles eran los móviles que guiaban a la Gran Bretaña en este asunto:

No la guía—decía—ninguna buena disposición hacia la Independencia de los nuevos estados... No se inspira más que en su interés y en su ambición, y hasta no me extrañaría que en el fondo estuviera de acuerdo con el propósito de la Santa Alianza de suprimir en Europa las reformas populares.

En 22 de octubre Rush vuelve a escribir para decir que Canning guardaba completo silencio en el negocio en cuestión, que nada le había vuelto a decir sobre el particular.

En 24 de noviembre Canning y Rush celebran una conferencia, en la que el primero le da cuenta al segundo de la que a su vez había celebrado el día 9 de octubre con el Embajador francés Príncipe de Polignac.

Le expuso que en esas conferencias él había declarado que la Gran Bretaña permanecería neutral en la disputa entre España y sus colonias, a menos que promediara en dicha lucha alguna potencia extranjera; que no aspiraba a ventajas territoriales, sino a sostener relaciones de amistad y comercio con las referidas colonias, y que reconocería la independencia de éstas caso de que alguna nación interviniera en el referido conflicto, ya por la fuerza, ya por medio de la amenaza.

Asimismo le dió a conocer a Rush que el Príncipe de Polignac, por su parte, había declarado que Francia no se aprovecharía de las ventajas de su situación en España para realizar adquisiciones[99] territoriales en América, y que no emprendería contra las colonias acción alguna por medio de las armas.

Ahora Rush se lo explicaba todo. Canning fué a buscar alianzas con los Estados Unidos cuando temió que Francia aprovechara su situación para conseguir buenas posiciones en la América, y desistió de ese empeño cuando esta nación le dió la seguridad de que no iba a emprender ese camino.

Veamos ahora qué acogida se había dispensado en Washington, mientras tanto, a las proposiciones de Canning.

El Presidente de la República, James Monroe, quiso oir la opinión del ex Presidente Jefferson, y éste la expuso por medio de una carta fechada en 22 de octubre.

Dijo Jefferson, en esa carta, que tanto la América del Norte como la del Sur tenían un sistema distinto al de Europa, razón por la cual debían mantenerse alejadas de las cuestiones y disputas de ésta; que la única nación europea de quien se podía temer algo, por su potencia, era la Gran Bretaña, y que si ésta se desprendía del bando enemigo para engrosar el de los gobiernos libres, la suerte de éstos estaba decidida. En ese sentido mostrábase partidario de la alianza con la Gran Bretaña.

En parecidos términos se expresó el ex Presidente Madison, a quien Monroe también pidió consejo.

A principios de noviembre del año 1823, a que nos venimos refiriendo, el Presidente Monroe dió cuenta con este asunto de las proposiciones de Canning a su Gabinete. En un principio pareció inclinado a que los Estados Unidos hicieran conjuntamente con la Gran Bretaña las declaraciones propuestas por Canning; pero alguien que había en ese Gabinete, y que, tanto por el temple moral de su carácter como por su patriotismo y talento, figura entre los primeros ejemplares de la gran democracia americana, hizo ver a todos la verdadera situación. Nos referimos a John Quincy Adams, a la sazón Secretario de Estado. Hizo ver a todos, con su extraordinaria sagacidad, que lo que buscaba hábilmente la Gran Bretaña al procurar esa liga con los Estados Unidos era, más bien que oponer una barrera a las pretensiones de la Santa Alianza, impedir a éstos excederse de los linderos de su territorio en lo futuro. Siguiendo esta opinión el Presidente, abandonó la que le indicaba Calhoun, otro de sus Secretarios, que se mostraba partidario de darle un voto de con[100]fianza a Rush. En definitiva, nada se acordó sobre las proposiciones de Canning.


Hemos narrado punto por punto todos los detalles relacionados con las proposiciones de Canning, con toda intención. Por muchos se consideran las gestiones de Canning en este asunto como causa de la enunciación de la famosa doctrina de Monroe, a que después nos referiremos, cuando no es así.

Toda la significación y trascendencia de las proposiciones de Canning queda señalada. No produjeron otras consecuencias que las que dejamos dichas. El verdadero origen de la doctrina de Monroe hay que buscarla en una causa mediata: el deseo del Gobierno de Washington de evitar que la Santa Alianza trajera a América sus principios reaccionarios, y en otra inmediata: la actitud adoptada por la Cancillería Americana con ocasión de determinadas situaciones que sobrevinieron en las relaciones diplomáticas con Rusia, y a que a renglón seguido nos vamos a contraer.


En 16 de septiembre del año 1821 el Emperador de Rusia expidió un úkase prohibiéndole a los extranjeros comerciar y navegar dentro de una zona de cien millas italianas, situada entre la costa noroeste de América, el estrecho de Behring y el paralelo número 51 de latitud norte.

La Gran Bretaña y los Estados Unidos se creían con derecho a esa zona, y sus respectivos gobiernos protestaron contra aquella disposición.

En 17 de julio de 1823 el Secretario de Estado J. Q. Adams se encontraba tratando de este asunto con el Barón de Tuyl, Ministro ruso, y hubo de hacerle esta arrogante declaración que resumía su manera de pensar en el asunto y que era una expresión del estado general de la opinión ante las amenazas de Europa:

Le negamos a Rusia derecho a ningún establecimiento territorial en este Continente, y desde ahora proclamamos el principio de que los Continentes americanos, en lo futuro, no serán objeto de nuevas colonizaciones por parte de Europa.

[101] Cinco días después, Adams le enviaba instrucciones a Middleton, Ministro en Rusia, con respecto a este asunto, y le decía:

Ninguna ocasión más a propósito que ésta para expresarle al Gobierno de Rusia, con toda franqueza, que el mantenimiento de la paz y el interés mismo de Rusia son incompatibles con el establecimiento, por esta nación, de nuevas posesiones en el Continente Americano. Con excepción de las colonias británicas situadas al Norte de los Estados Unidos, el resto de los dos Continentes no debe ser gobernado más que por manos americanas... Negamos, pues, el derecho de Rusia a establecer colonias en este Continente... Las nuevas repúblicas americanas sentiríanse intranquilas si vieran a Rusia de vecina con los Estados Unidos; esto aparte de que las pretensiones rusas en esta materia resultan incompatibles con las de la Gran Bretaña.

Obsérvese que esta declaración de Adams está perfectamente inspirada en la doctrina de "las dos esferas". Lo propio aconteció con otra declaración que formuló también por aquella época, con motivo de determinadas gestiones del propio Ministro ruso, según vamos a ver.

En 16 de octubre del año 1823, el Ministro ruso, Barón de Tuyl, visitó a Adams en la Secretaría de Estado y le expuso, siguiendo instrucciones de su Gobierno, que al conocimiento de éste había llegado que la República de Colombia había designado como Ministro en aquel Imperio al General Devereaux, y que se había resuelto no recibirlo y adoptar análoga determinación con todos los diplomáticos que enviaran los nuevos gobiernos de Hispano-América.

Adams hubo de contestarle que por encontrarse ausente en Virginia el Presidente de la República, no podía darle una contestación oficial; pero que podía hacerle presente que la declaración de los Estados Unidos, al reconocer la independencia de los Estados americanos, de continuar en la neutralidad hasta entonces observada respecto a España y sus colonias emancipadas, había tenido por base la observancia de igual neutralidad por todas las potencias de Europa con respecto a dicha lucha; que mientras aquel estado de cosas continuara sin modificación, podía asegurarle que los Estados Unidos no se apartarían de la neutralidad declarada; pero que si uno o más Estados europeos se separaban de este camino, el cambio de circunstancias necesitaría consideraciones de parte del gobierno americano, cuyo resultado le era imposible predecir.

[102]

El día 5 de noviembre, de regreso el Presidente, Adams le dió cuenta de la entrevista y de las manifestaciones que había hecho, y aquél no sólo las aprobó, sino que le expuso que así se lo hiciera saber al diplomático ruso; cumpliéndose esto en una entrevista que tuvo efecto tres días después.

Pero no terminó con eso este asunto. Se continuó tratando del mismo en el Gabinete, y el 25 del propio mes se redactó una declaración, dos días después leída por Adams a Tuyl, concebida así:

Los Estados Unidos ni su Gobierno pueden ver con indiferencia que ninguna nación europea, no siendo la propia España, trate de restablecer, ya el dominio de ésta sobre sus colonias emancipadas, ya de fundar monarquías en dichas colonias, ya de adquirir alguna de las que aún se encuentran bajo el dominio de España.

Bueno es hacer constar, para la mejor inteligencia de esta declaración, que uno de los proyectos que acariciaba la Santa Alianza era el de establecer monarquías en América.

Se ve, pues, por lo expuesto, que desde el mes de julio del año 1823 la Cancillería norteamericana había levantado, frente a las ambiciones de Europa, el principio de la "no colonización", y que en noviembre de ese mismo año había levantado, también frente a la ingerencia que pudieran adoptar las naciones del Viejo Continente en los asuntos americanos, el principio de la "no intervención".

Estos principios, que no son otra cosa que una enunciación de la doctrina de "las dos esferas", fueron repetidos por el Presidente Monroe en su Mensaje al Congreso, de 2 de diciembre del citado año. Desde entonces se conocen las ideas expuestas en ese documento, con el nombre de "Doctrina de Monroe".

El principio de la "no colonización" está expuesto así:

En las discusiones a que han dado origen estos intereses, y en los arreglos que deben terminarlas, he creído llegada la ocasión de afirmar, como un principio en que están envueltos los derechos e intereses de los Estados Unidos, que los continentes americanos, por la libre e independiente condición que han asumido y mantienen, no deberán considerarse en lo adelante sujetos a futuras colonizaciones por las potencias europeas (are henseforth not to be considered as subjects of future colonization by any European powers).

[103] Y a su vez se refirió al principio de la "no intervención" en los términos siguientes:

Respecto de los acontecimientos en esa parte del Globo, con que tenemos tantas relaciones y de donde derivamos nuestro origen, hemos sido siempre interesados y ansiosos espectadores. Los ciudadanos de los Estados Unidos alimentan los sentimientos más amigables en favor de la libertad y felicidad de sus prójimos en aquella parte del Atlántico. Jamás hemos tomado parte en las guerras de las potencias europeas, sobre los asuntos que a ellas tocan: ni nuestra política permite hacerlo. Unicamente cuando nuestros derechos son invadidos o seriamente amenazados, nos resentimos por la injuria o nos preparamos a la defensa.

Estamos, por necesidad, más inmediatamente relacionados con los movimientos en este hemisferio, por causas fáciles de comprender a todas las personas ilustradas y a los observadores imparciales. El sistema político de las potencias aliadas es esencialmente distinto, en este respecto, del de América. La diferencia procede de la que existe entre los respectivos gobiernos. Nuestra nación está interesada y decidida a defender el propio hogar, que ha sido construído a expensas de tanto tesoro y de tanta sangre y acrecentado por la sabiduría de los más inteligentes ciudadanos, y en el cual hemos disfrutado de una felicidad envidiable.

Cumple por consiguiente a la ingenuidad y a las amigables relaciones existentes entre los Estados Unidos y aquellas potencias, el deber de declarar: que consideraríamos cualquier tentativa por su parte, de extender su sistema a cualquier porción de este hemisferio, como peligrosa para nuestra paz y seguridad. Nosotros no hemos intervenido ni intervendremos en las colonias o dependencias existentes de ninguna potencia europea. Pero respecto de los gobiernos que han declarado y mantenido su independencia, que hemos reconocido, apoyados en grandes consideraciones y justos principios, veríamos cualquier intervención con el propósito de oprimirlas o disponer en cualquiera otra forma de sus destinos, por cualquier potencia europea, como la señal de una no amigable (unfriendly) disposición hacia los Estados Unidos.

En la guerra entre aquellos nuevos gobiernos y España declaramos nuestra neutralidad al tiempo de su reconocimiento, que hemos observado y observaremos, con tal que no ocurra cambio alguno que, a juicio de competentes autoridades o de este Gobierno, amerite, por parte de los Estados Unidos, un cambio correspondiente a indispensable a su seguridad.

Los últimos acontecimientos en España y Portugal demuestran que la Europa está todavía perturbada (unsettled). La mejor prueba que puede producirse respecto de ese importante hecho, es que las potencias aliadas han creído conveniente y satisfactorio para ellas la intervención por la fuerza en los asuntos interiores de España. Hasta qué punto pueda llevarse tal intervención, bajo los mismos principios, es cuestión en que están interesadas todas las naciones independientes cuyos gobiernos[104] difieran de los suyos, incluso las más remotas, y de seguro ninguna con mayor motivo que los Estados Unidos.

Nuestra política respecto de Europa, adoptada desde el comienzo de las guerras que han agitado por largo tiempo aquella parte del Globo, permaneció siempre igual en el hecho de no intervenir en los asuntos interiores de aquellos Estados; considerar el gobierno de facto como legítimo; cultivar con él relaciones amigables y conservarlas con franca, firme y varonil política; aceptar siempre las justas reclamaciones de todas las potencias; y no someternos a las injurias de ninguna de ellas.

Pero respecto de estos continentes, las circunstancias son enteramente distintas. Es imposible que las potencias aliadas puedan extender su sistema político a cualquiera porción de este hemisferio, sin peligro para nuestra paz y felicidad, ni nadie puede creer que nuestros hermanos del Sud, si se les dejase solos, lo consintiesen de buen grado. Es igualmente imposible, por lo tanto, que nosotros mirásemos con indiferencia tal intervención, en cualquier forma que ocurriese.

Si comparamos las fuerzas y los recursos de España con los de aquellos gobiernos, y la distancia que los separa, es claro que la primera nunca podrá subyugar a los segundos.

Es también política de los Estados Unidos la de dejar las partes entenderse entre sí, en la esperanza de que las otras potencias adopten el mismo principio.

Repetimos lo que antes dijimos. No se expuso en el Mensaje ninguna idea nueva. Eran las mismas consignadas con ocasión de los dos incidentes con el Gobierno de Rusia.

Está fuera de discusión que el verdadero autor de la doctrina en cuestión fué Adams, no sólo porque fué concebida por el criterio de éste, sino porque fué él quien redactó los párrafos que se acaban de transcribir.

Cuando en Europa se conoció el Mensaje de Monroe, produjo un efecto sorprendente. A todos causó verdadero asombro que una nación que había surgido hacía poco, que no contaba más que con diez millones de habitantes, se atreviera a encararse, por así decirlo, de una manera tan atrevida, con las viejas monarquías europeas. Las declaraciones formuladas con este motivo por el Príncipe de Metternich, por Von Gent, por Chateaubriand, por los más insignes estadistas europeos, denotan que el Mensaje les había producido la sorpresa que ocasiona un acto de arrojo y de valor.

El periódico francés L'Etoile se expresaba así:

Mr. Monroe no es más, después de todo, que el Presidente temporal de una República situada en la costa oriental de la América del Norte.[105] Esa República está situada entre unas posesiones del Rey de España y otras del Rey de Inglaterra, y no hace más que cuarenta años que fué reconocida su independencia. ¿Con qué derecho coloca ahora bajo su control a las dos Américas, desde la bahía de Hudson hasta el Cabo de Hornos?

Al mismo Canning no le agradaron los términos del Mensaje.

Probablemente—le decía a Rush en 2 de enero de 1824—la Gran Bretaña se verá en el caso de tener que combatir el principio de la no colonización.

Pero, a pesar de todos esos comentarios, el Mensaje produjo el efecto que se buscaba; pues aunque Francia le había dado la seguridad a la Gran Bretaña de que no ayudaría a España en la Empresa de someter a las colonias, la actitud de la Santa Alianza, a ese respecto, lejos de ser franca, era aun para inspirar desconfianza en América.

La mejor prueba de que el Mensaje tuvo eficacia, la revela el hecho de que todos los sudamericanos lo recibieron con marcadas señales de regocijo.

Y por lo pronto, Rusia, antes tan amenazadora, transiguió sus diferencias con los Estados Unidos, en cuanto al comercio y la navegación de la zona situada al noroeste del Continente, por un tratado que se apresuró a suscribir en la primavera del año 1824.

III
RELACIÓN DE LOS CASOS EN QUE HA SIDO APLICADA

La doctrina de Monroe ha sido invocada por el gobierno de Washington en casos tan distintos, en circunstancias tan diversas, haciéndose en unos casos afirmaciones positivas y en otros negativas, que nos parece oportuno hacer una clasificación de tales casos en la siguiente forma:

[106]

Afirmaciones positivas.

(A).—Los Estados Unidos no consienten que naciones europeas adquieran territorios en América; ni que realicen acto alguno del que se pueda derivar esa adquisición.

(B).—Los Estados Unidos tampoco consienten que una nación europea obligue a otra de América a cambiar su forma de gobierno.

(C).—Los Estados Unidos no toleran que una colonia europea sea transferida por su Metrópoli a otra potencia europea.

Afirmaciones negativas.

(D).—Los Estados Unidos no hacen materia de pacto los principios que envuelve la "Doctrina de Monroe".

(E).—La "Doctrina de Monroe" no reza con las colonias europeas existentes al ser promulgada; ni se aplica a la lucha de una colonia con su metrópoli.

(F).—Los Estados Unidos no intervienen en las demostraciones puramente punitivas que hagan los gobiernos europeos contra naciones americanas, con tal de que de esos actos no se derive una ocupación de territorio.

(G).—Los Estados Unidos no intervienen en caso de guerra entre naciones americanas.

(H).—Los Estados Unidos no se oponen a que una nación europea sea árbitro en una cuestión entre naciones americanas.


Hecha la anterior clasificación, entremos de lleno en sus diversos apartados. Veamos las afirmaciones positivas.

(A).—"Los Estados Unidos no consienten que las naciones europeas adquieran territorios en América; ni que realicen acto alguno del que se pueda derivar esa adquisición."

(1825). En 25 de marzo de 1825, a la sazón en que John Quincy Adams ocupaba la Presidencia de la República y Henry Clay la Secretaría de Estado, este último hubo de dirigir una comunicación a Joel R. Poinsett, Ministro en Méjico, la que, después de hacer una extensa referencia al famoso mensaje de Monroe, terminaba así:

[107] Los dos principios en cuestión fueron enunciados por la última administración, después de una detenida deliberación. El actual Presidente, que formaba parte de aquella administración, sigue manteniendo dichos principios con el mismo entusiasmo que su antecesor. Entre los deberes que confiamos a usted está el de indicarle al Gobierno de Méjico que mantenga nuestra misma doctrina, si llega la ocasión.

(1835). A principio de este año, un grupo de inmigrantes ingleses, establecidos en el territorio inmediato a la bahía de Honduras, proyectaron convertir dicho territorio en colonia de la Gran Bretaña, e iniciaron sus gestiones enviando un comisionado a Londres. Deseosa la Corte de Saint James, a la que por lo visto no desagradaba el proyecto, de proceder de acuerdo con el Gobierno de Madrid, hizo ir a esta ciudad a dicho comisionado. Alarmado el Gobierno de Centro América se dirigió al de Washington, y en 30 de junio de 1835, Forsit, Secretario de Estado, libró una comunicación a Barry, Ministro en Madrid, la que, después de contener extensos detalles sobre el asunto, terminaba así:

Espero, pues, que usted esté muy al corriente de las gestiones que realice, en Madrid, el Comisionado y que prevendrá, por cuantos medios prudentes estén en sus manos, que se llegue a ningún acuerdo entre los Gobiernos de España y la Gran Bretaña, pues esto, aparte de que sería incompatible con los derechos de la República de Centro América, resultaría altamente perjudicial a los intereses comerciales del mundo entero, incluso a los de la misma España.

(1845). El territorio que actualmente forma el Estado de Tejas, perteneció antes, como es sabido, a la República Mejicana; y una colonia de norteamericanos, que ocupaban su parte oriental, en 1835 se sublevó proclamando la República de Tejas. El Gobierno de esta efímera República pidió que se la admitiera en la Unión, y, tras dilatadas discusiones, en 1845 el Presidente James Knox Polk envió al general Taylor, al frente de un ejército, a ocupar el territorio tejano. Vencedor este ejército contra los mejicanos, este mismo año se verificó la anexión.

Las cancillerías europeas, temerosas del poderío y extensión que iban tomando los Estados Unidos, comenzaron a discurrir sobre la necesidad de extender a América su doctrina de la "Balanza de los Poderes", como medio de impedir ese incremento. El Gobierno de Washington se enteró de esto, y el Presidente Polk, en su mensaje anual del 2 de diciembre de 1845, explicó con diafa[108]nidad cuáles eran los derechos de los gobiernos de Europa y cuáles los de los Estados Unidos, frente a los problemas de América.

Se refirió, en primer término, a que de la misma manera que los Estados Unidos no se mezclaban en los asuntos de Europa, a ésta tampoco debían interesarle las cosas de América.

Por eso—decía—el pueblo de los Estados Unidos no puede ver con indiferencia que los Poderes Europeos se mezclen en los actos que realicen las naciones de este Continente. Si un pueblo americano que constituye un estado independiente—añadía—quiere entrar a formar parte de nuestra confederación, esa cuestión sólo a nosotros incumbe y no consentiremos que Europa se mezcle en ella invocando la doctrina de la "Balanza de los Poderes", que no hay razón para que se extienda a este Continente.

Terminaba afirmando que los Estados Unidos estaban decididos a mantener la doctrina del Presidente Monroe.

Como se ve, los principios de Monroe se alegaron ahora en condiciones distintas de las del año 1823. En 1823 las naciones de Europa querían desenvolver en América determinada acción, y los Estados Unidos les salieron al encuentro; y en 1845 fué Europa la que quiso salirle al encuentro a los Estados Unidos por la anexión de Tejas, y entonces la República Norteamericana alegó que, de acuerdo con la "Doctrina de Monroe", ese asunto sólo incumbía a América, nunca a Europa. No se puede afirmar por esto, como lo hacen algunos escritores, que el Presidente Polk realizara la anexión de Tejas invocando la doctrina de Monroe, pues esto no lo proclaman ni los hechos, ni las palabras.

(1846). A fines del año 1845 Francia e Inglaterra realizaron una intervención armada en la Plata, como consecuencia de ciertas diferencias habidas con el Gobierno de la República Argentina. El Gobierno de Washington se dirigió al de Londres para que le explicara el alcance de esa intervención, y éste, según consta de una comunicación que le fué entregada al Ministro de los Estados Unidos en 3 de octubre, le garantizó que dicha intervención no tenía por finalidad adquirir territorios.

En 30 de marzo de 1846, Buchanan expidió un despacho a Harris, Ministro en la Argentina, en el que le decía, con relación a las protestas hechas por el Gobierno de la Gran Bretaña, lo siguiente:

[109]

Debe usted velar cuidadosamente los movimientos de Francia e Inglaterra en ese país; y si violan su declaración, si pretenden realizar adquisiciones territoriales, comuníquelo inmediatamente a esta Cancillería.

(1848). El año 1848 estalló en Yucatán un formidable levantamiento de los indios, y las autoridades de dicha península determinaron ofrecerle su dominio al Gobierno de los Estados Unidos. Análogo ofrecimiento se le hizo a los Gobiernos de la Gran Bretaña y España. El Presidente, en un Mensaje especial que dirigió al Congreso en 29 de abril, se expresaba de este asunto en estos términos:

Aunque no es mi propósito recomendar la adopción de ninguna medida que implique la adquisición del dominio y de la soberanía de Yucatán, debo hacer constar, de acuerdo con la política que tenemos adoptada, que no consentiremos que Yucatán pase a poder de España o de Inglaterra, ni al de ninguna otra nación europea... De acuerdo con los términos empleados en el Mensaje del Presidente Monroe, de diciembre de 1823, considero que cualquier intento, por parte de las naciones de Europa, de extender su sistema a cualquier parte de este hemisferio, sería perjudicial a nuestra paz y a nuestra seguridad.

Terminaba con esta declaración:

Las actuales circunstancias son oportunas para declarar, una vez más, mi decidida adhesión a la sabia y juiciosa política proclamada por Mr. Monroe.

Ninguna decisión se llegó a adoptar, pues en mayo de ese mismo año las autoridades yucatecas pudieron conjurar el conflicto.

Por este mismo año, y en ocasión no menos importante, hubo de invocar el Gobierno de Washington la "Doctrina de Monroe". Decíase desde 1846 que el general Flores preparaba desde Europa una expedición con la que iba a atentar contra la soberanía de la República del Ecuador, deseoso de ganar la Presidencia.

En 9 de diciembre de ese año, Stanhope Prevost, cónsul de los Estados Unidos en Lima, había informado a su Gobierno sobre los planes de dicho General. Preocupado Buchanan, Secretario de Estado, por lo que pudiera ocurrir, encargó a los funcionarios de su Gobierno en Europa que investigaran lo que hubiera de cierto en el particular; y como se comprobara que los planes expedicionarios de Flores no ofrecían peligro, así se le hizo saber a Prevost,[110] para que lo pusiera en conocimiento del Presidente del Perú, en un despacho, fechado en 24 de marzo de 1847, en el que además se hizo alusión a que el Gobierno de España había dado la seguridad de que era completamente ajeno a la expedición.

En 13 de mayo de 1848 el propio Buchanan dirigió un despacho a Livingston, Ministro en el Ecuador, en el que después de hacerle una detenida exposición de las gestiones que había practicado la Secretaría de Estado, con relación a la proyectada expedición de Flores, le confiaba el encargo siguiente:

Usted le hará saber al Ministro de Relaciones Exteriores del Ecuador que la intervención o la presión directa o indirecta de los gobiernos europeos en los asuntos de los Estados independientes del Continente Americano, jamás será vista con indiferencia por el Gobierno de los Estados Unidos. Antes al contrario, cuando menos, se pondrá en ejecución nuestra fuerza moral para evitar que se realice esa intervención.

(1852). En 22 de febrero de 1850 el Ministro de Relaciones Exteriores de la República de Santo Domingo se dirigió a los Cónsules de los Estados Unidos, la Gran Bretaña y Francia, pidiéndoles que ocurrieran a sus respectivos Gobiernos a fin de que éstos promediaran y pusieran término a la guerra que venía sosteniendo aquella República con Haití. Las tres poderosas naciones aceptaron el encargo e iniciaron sus gestiones; y en la primavera del año 1851 obtuvieron del Gobierno Haitiano una solución que al parecer conjuraba el conflicto. Y como hubiera rumores de que Inglaterra acariciaba el proyecto de establecer una estación carbonera en la bahía de Samaná, los Estados Unidos se previnieron. Así lo revela una comunicación que en 17 de diciembre de 1852 le dirigió Everett, Secretario de Estado, a Rives, Ministro en París, y que contiene éste, entre otros extremos:

Si le consintiéramos a alguna de las naciones que se distingue por su poderío marítimo, el obtener ventajas exclusivas en algunas de las islas antillanas, las otras potencias la querrían imitar y en definitiva el Archipiélago se convertiría en un teatro de luchas por alcanzar territorios y ventajas, lo que sería fatal para la paz del mundo.

(1858). Por el otoño del año 1858 llegó a conocimiento del Gobierno de Washington que en España se preparaba una expedición militar contra Méjico, y en 21 de octubre Cass, Secretario de Estado, le dió instrucciones a Dodge, Ministro en Madrid, para[111] que le hiciera saber al Gobierno de España que aunque los Estados Unidos no podían evitar que una nación europea le declarase la guerra a una República de América, no consentirían que, como consecuencia de esa guerra, la primera alcanzara ventajas territoriales en perjuicio de la segunda.

Por esta misma época el Ministro de España en los Estados Unidos visitaba al Secretario de Estado para significarle que la demostración proyectada por su Gobierno sólo tenía por objeto demandarle al de Méjico una reparación de los perjuicios causados en las vidas y haciendas de muchos súbditos españoles; y como si esto fuera poco, en 2 de diciembre el Secretario de Estado se dirigió de nuevo al Ministro de los Estados Unidos en Madrid, encareciéndole le hiciera saber al Ministro de Relaciones Exteriores que los Estados Unidos consideraban a Méjico como completamente libre de futuras conquistas, y que cualquier empeño por adquirir territorios en esa República sería considerado como un acto de enemistad hacia los Estados Unidos.

Por este mismo año, y con otra ocasión, el Gobierno de Washington tuvo oportunidad de invocar la "Doctrina de Monroe".

Se decía que en territorio de los Estados Unidos se había preparado una expedición contra el Gobierno de Nicaragua, y éste, creyendo que a esa empresa no era ajeno el Gobierno de Washington, pidió protección a Francia y a Inglaterra. El Secretario de Estado del Gobierno de los Estados Unidos se dirigió al Gobierno de Londres, no sólo para afirmar que el Gobierno de Washington era ajeno a la referida expedición, sino para hacerle saber a la Gran Bretaña que ni a ésta ni a ninguna nación europea se le consentiría la realización de acto alguno de fuerza. He aquí algunos de los términos de la comunicación que al efecto hubo de dirigir Cass al Ministro en Londres en 26 de noviembre de 1858:

Nuestras razones están fundadas en la situación política del continente americano, que tiene intereses que le son peculiares (y debería tener una política propia) y están separadas de las innumerables cuestiones que tan a menudo se presentan en el antiguo continente acerca del equilibrio europeo y otros temas discutibles, que provienen de las condiciones de sus estados y que frecuentemente se resuelven o encuentran su solución por medio de la guerra. Para los Estados de este Hemisferio es de capital importancia no mezclarse con las potencias del Viejo Mundo, porque mezclándose se verían irresistiblemente arrastrados a tomar parte en guerras que ningún beneficio les reportarían, y que es posible, a menudo, las obligaran a luchar con Estados Americanos, ve[112]cinos o remotos. Los años que han transcurrido desde que los Estados Unidos anunciaron este principio, han demostrado su sabiduría al pueblo norteamericano y han servido para fortificar su resolución de mantenerlo a toda costa.

(1859). Por el mes de abril del año 1859 se encontraba Méjico en estado de revolución, estando la ciudad de Veracruz en poder de los revolucionarios. Inglaterra, que tenía pendientes algunas reclamaciones contra esta República, determinó ocupar aquella ciudad; pero, gracias al éxito de las gestiones realizadas por el Ministro de los Estados Unidos en Londres, que pidió se detuviera toda acción hasta que se restableciera totalmente la normalidad en Méjico, y las que le fueron confiadas por el Secretario de Estado según despacho de 12 de mayo del año a que nos referimos, no se llevó a cabo la ocupación proyectada.

(1860-1867). Por el año 1860 parecía evidente que Inglaterra, Francia y España, aprovechándose de la caótica situación que existía en Méjico, donde imperaban dos gobiernos, el de Juárez y el de Miramón, se aprestaban a sacar partido de esa situación. Pero frente a su actitud y frente a sus actos de hostilidad se colocó el Gobierno de Washington en la forma que vamos a ver.

A mediados de julio, Lord Lyons, Embajador de la Gran Bretaña, invitó al Gobierno de los Estados Unidos a que se uniera al de su país y al de Francia en el propósito, que tenían éstos, de invitar a los gobiernos de Juárez y Miramón a convocar una Asamblea Nacional que resolviera todas las cuestiones pendientes. El Presidente Buchanan negóse a tomar parte en esa mediación, alegando no solamente que ninguna nación debía inmiscuirse en los asuntos de otra, sino que semejante acción podía desacreditar al Gobierno de Juárez, en cuya eficacia y solvencia confiaban los Estados Unidos.

A fines de agosto, el Encargado de Negocios de Francia en Washington se dirigió a la Secretaría de Estado con análoga pretensión; solicitó de los Estados Unidos que cooperaran con Inglaterra y con su nación a intervenir en los asuntos interiores de Méjico.

Negóse a ello Cass, Secretario de Estado, quien le hizo al diplomático francés las siguientes declaraciones:

Los Estados Unidos no le niegan a Francia el derecho de establecer cualquier reclamación contra el Gobierno de Méjico, apoyándola en la[113] fuerza si fuere necesario; pero la ocupación permanente de cualquier parte del territorio mejicano por un poder extranjero, o cualquier tentativa para mezclarse en sus asuntos interiores o influir en su desenvolvimiento político, sería vista con gran desagrado por nosotros... Nuestra política en esta materia es bien conocida, como bien conocida es nuestra constante adhesión a la misma.

Por esa misma época, es decir, a mediados del año 1860, como llegase a conocimiento del Gobierno de Washington que el de España había despachado una importante escuadra a Veracruz, con instrucciones de atacarla si el Gobierno de Juárez no daba satisfacción a ciertas reclamaciones que se le habían presentado, dispuso el envío de otra escuadra a aquella ciudad, con el encargo no sólo de defender los intereses de los norteamericanos que peligraran, sino de evitar, de cualquier manera, que la expedición española realizara acto alguno de violencia contra Méjico.

Esto se le hizo saber por el Secretario de Estado a Tassara, Embajador de España en Washington, quien aseguró que su nación no quería ocupar territorio ni ejercer influencia en los destinos de Méjico. Además, el propio Secretario, en 7 de septiembre de 1860, le dió instrucciones a Preston, Ministro en España, para que le hiciera saber al Gobierno de esta nación que, a juicio del de los Estados Unidos, las diferencias con Méjico podían solucionarse amistosamente y que parecía muy oportuno recurrir a un arbitraje.

Por esta época se sabía ya que los Gobiernos de Francia e Inglaterra no eran ajenos a los proyectos y maquinaciones del de España.

El Presidente Buchanan, en su Mensaje anual de 3 de diciembre de 1860, se refirió a la situación revolucionaria de Méjico y hubo de consignar que, a su juicio, el Gobierno constitucional de Juárez había de restablecer la normalidad, brindando a todos protección adecuada.

Si esto se logra—decía—, los Gobiernos europeos no tendrán pretexto para mezclarse en los asuntos territoriales y domésticos que sólo a Méjico conciernen, y nosotros nos veremos relevados del compromiso de tener que resistir, aun por medio de la fuerza, siguiendo la tradicional política del pueblo americano, cualquier acto de aquellos gobiernos contra la integridad de nuestra vecina República.

Inglaterra, Francia y España no confiaron en que el Gobierno de Juárez atendería sus reclamaciones. En 21 de octubre del año[114] 1861 suscribieron un Tratado por el que se decidieron a emprender una acción militar contra la República Mejicana, hasta obtener que fueran satisfechas dichas reclamaciones. Por una de las cláusulas de esa Convención se determinó que se solicitaría la adhesión, a la misma, de los Estados Unidos; y por otra se consignó que las Altas Partes Contratantes no estaban animadas del deseo de adquirir territorio ni ventajas particulares, ni tampoco del deseo de ejercer influencia alguna que pudiera afectar al derecho de la nación mejicana a escoger libremente su forma de gobierno.

En los primeros días del mes de enero de 1862 llegaron a Veracruz los contingentes de las tres naciones, y el día 14 le enviaron una nota colectiva al Gobierno de Juárez, haciendo protestas de que no era la finalidad de la intervención atentar contra la independencia de la Nación Mejicana, sino más bien cooperar a que el país saliese del estado de postración en que se encontraba. A esto contestó el Gobierno Mejicano que agradecía los propósitos de los interventores, pero que ante todo debían reembarcarse las fuerzas, e indicaba la conveniencia de que se reunieran los representantes de las naciones aliadas con otra representación del Gobierno de la República, en la ciudad de Orizaba, para tratar del arreglo de las cuestiones pendientes.

Los aliados acogieron las indicaciones del Gobierno de Juárez y designaron al general Prim, conviniendo éste con el Ministro Mejicano de Relaciones Exteriores, general Doblado, en La Soledad, en 19 de febrero de 1862, los preliminares de la Convención que se debía reunir en Orizaba y a la que concurrirían tres Comisionados, uno por cada una de las naciones aliadas, y dos Ministros del Gobierno de la República.

Pocos días después de firmado el convenio de La Soledad, desembarcaba en territorio mejicano el general Almonte, que era un contrario decidido del Gobierno de Juárez. Se le vió llamar y agrupar a los enemigos de dicho Gobierno, se le vió además moverse de acuerdo con los franceses, y no tardó en enterarse todo el mundo de que lo que tramaban éstos era ejercer una influencia decisiva en los destinos del país, procurando nada menos que levantar un trono en Méjico. Al darse cuenta de esto los expedicionarios ingleses y españoles, se retiraron para dejarles a los franceses solos la responsabilidad de sus planes.

No tardaron en romperse las hostilidades. Se generalizó la lucha entre los mejicanos, bajo la dirección del Presidente Benito[115] Juárez, y los expedicionarios franceses mandados por el general Forey y auxiliados por algunos centenares de mejicanos mandados por Almonte. En definitiva la victoria quedó para los invasores, que entraron en la Capital en 10 de junio de 1863.

Un mes después una Junta de Notables, reunidos en la Capital, hubo de acordar establecer un Imperio con un Príncipe Católico, y ofrecerle la Corona a Maximiliano, Archiduque de Austria.

Maximiliano ocupó el trono, pero los meses que duró el Imperio transcurrieron entre luchas e intranquilidades. Los patriotas mejicanos, fieles a Benito Juárez, lejos de someterse a la monarquía, se insurreccionaron; y tras sangrienta lucha lograron vencer, y en 19 de junio de 1867 Maximiliano fué pasado por las armas.

Una famosa carta que pertenece a la Historia, escrita por Napoleón III al general Forey, Jefe de la expedición francesa, en 3 de julio de 1862, revela cuáles eran los fines que con dicha expedición se perseguían:

No faltarán gentes—decía—que os pregunten por qué vamos a gastar hombres y dinero para sentar en un trono a un príncipe austríaco. En el estado actual de la civilización del mundo, la prosperidad de América no es indiferente a la Europa, puesto que alimenta nuestra industria y hace vivir nuestro comercio. Tenemos interés en que la República de los Estados Unidos sea poderosa y próspera; pero no tenemos ninguno en que se apodere de todo el Golfo de Méjico, domine desde allí las Antillas y la América del Sud, y sea la única dispensadora de los productos del Nuevo Mundo. Dueños de Méjico, y por consiguiente de la América Central y del paso entre ambos mares, no habría en lo adelante más potencia en América que la de los Estados Unidos. Si, por el contrario, conquista Méjico su independencia y mantiene la integridad de su territorio; si por las armas de la Francia se constituye en gobierno estable, habremos puesto un dique insuperable a las invasiones de los Estados Unidos; habremos mantenido la independencia de nuestras colonias de las Antillas y de las de la ingrata España; habremos extendido nuestra influencia benéfica en el centro de la América, y esa influencia irradiará al Norte y al Mediodía, creará inmensos mercados a nuestro comercio, y procurará las materias indispensables a nuestra industria. En cuanto al Príncipe que pudiera subir al trono de Méjico, se verá obligado a obrar siempre en bien de los intereses de la Francia, no sólo por reconocimiento, sino, sobre todo, porque los de su nuevo país estarán de acuerdo con los nuestros y no podrá siquiera sostenerse sin nuestra influencia. Así, pues, nuestro honor militar comprometido; la exigencia de nuestra política; el interés de nuestra industria y de nuestro comercio; todo nos impone ahora el deber de marchar sobre la capital de Méjico, de plantar atrevidamente allí nuestra bandera, y de establecer, ya una monarquía, o bien un gobierno que prometa ser estable.

[116] A pesar de los términos de esta carta, por el mes de enero del año 1866, Napoleón III decía tranquilamente, en plena Cámara, que el único objeto de las naciones que habían intervenido en Méjico era el de asegurar el cumplimiento de ciertas obligaciones contraídas con anterioridad.

Dice John A. Kasson, en su Historia de la Doctrina de Monroe, que a su juicio al Emperador francés lo guiaba no tanto el deseo de adquirir ventajas comerciales, como el de desacreditar el sistema republicano en América y quitarle todo prestigio en Europa.

Napoleón había observado—dice M. Petin—cuán antieuropea era la Doctrina Monroe; comprendía que la del quinto Presidente de los Estados Unidos era nada menos que una declaración de guerra al Viejo Mundo, y decidió mostrar a América que Europa había recogido el guante.

Casi todos los escritores que se esfuerzan en desacreditar la Doctrina de Monroe se refieren con alborozo a estos sucesos, preguntándose qué se hizo, mientras se desarrollaba, aquella famosa doctrina:

El Gobierno de los Estados Unidos, contra cuya supremacía en América se fundaba la monarquía de Maximiliano—dice el culto escritor mejicano Carlos Pereyra—, dejó pasar sin protestas cuanto hizo Napoleón.

No es exacta esta afirmación. Los Estados Unidos consignaron su protesta en diversas ocasiones contra lo que hacía Napoleón, y hay que creer a los escritores norteamericanos que afirman que si no se opusieron con la fuerza a las expediciones y planes europeos fué por estar enfrascados, en aquel entonces, en la guerra de secesión, que tan en peligro puso a la misma Unión. Buena prueba de esto la constituye el hecho de que apenas hecha la paz entre el Norte y el Sur, el Gobierno de Washington exigió y obtuvo de Napoleón que ordenara la evacuación de sus soldados del territorio mejicano.

Vamos a ver cuál fué la actitud del Gobierno de Washington en relación con los acontecimientos a que nos hemos referido.

Desde que, en 17 de julio de 1861, el Gobierno Mejicano dictó su famoso decreto sobre pago de la deuda extranjera, que produjo nada menos que el rompimiento de relaciones con los ministros de Francia y la Gran Bretaña, los Estados Unidos, deseosos de conjurar el conflicto, quisieron concertar un tratado con Mé[117]jico, por el que asumirían el pago de la deuda; pero el Gobierno de Juárez se negó a aceptar la oferta.

El día 2 de marzo del año 1862, el Gobierno de Washington dirigió una circular a las potencias aliadas en la expedición contra Méjico, en la que se consigna el desagrado con que los Estados Unidos veían dicha empresa. He aquí los términos de esa circular:

El Presidente ha contado con las seguridades dadas por los aliados sobre que no llevaban ningún fin político. Sin embargo, el Presidente considera que es su obligación comunicar a los aliados, amistosa y cándidamente, que un gobierno monárquico, establecido en Méjico, no promete ni seguridad ni permanencia: en segundo lugar, que la inestabilidad de dicha monarquía sería mayor si algún extranjero ocupara el trono: que en tal virtud el Gobierno caería instantáneamente, salvo que lo sostuvieran las alianzas europeas que, bajo la influencia de la primera invasión, constituirían verdaderamente el principio de una política de constantes intervenciones armadas por la Europa monárquica, que serían, al mismo tiempo, dañosas y contrarias al sistema de gobierno aceptado generalmente en este hemisferio. Estas opiniones están basadas sobre el conocimiento del espíritu y costumbres de los pueblos americanos. No hay duda de que en este asunto los intereses permanentes y las simpatías de nuestro país estarían del lado de las otras Repúblicas americanas.

Por la época en que se expidió dicha circular, ya los Estados Unidos estaban enfrascados en la guerra de secesión; con lo que se comprenderá que hicieron los único que les era posible: consignar su protesta.

Algunos días después, es decir, en 31 del propio mes, el Secretario Seward le dió instrucciones a Dayton, Ministro en París, para que hiciera declaraciones en el sentido de que el Gobierno de los Estados Unidos veía con verdadera inquietud que la expedición europea tuviera fines políticos.

En 26 de septiembre de 1863, al conocerse en Washington que era cosa resuelta convertir a Méjico en Monarquía, Seward de nuevo dió instrucciones a Dayton para que protestara de ese hecho ante Drouyn de l'Huys, Ministro de Relaciones Exteriores en el Gobierno de Napoleón III; y como contestara éste que dicha forma de gobierno había sido escogida por el pueblo mejicano, en 23 de octubre del propio año, Seward de nuevo le dió instrucciones a Dayton para que le hiciera saber, al Gobierno francés, que mientras en Méjico no cesara la guerra y la situación anormal y[118] caótica en que estaba sumido, no se podía estimar que su pueblo estaba en condiciones de discurrir con cordura sobre el gobierno que convenía a sus intereses.

El día 4 de abril de 1864 la Cámara de Representantes de los Estados Unidos declaró, por el voto unánime de los que se encontraban presentes,

que los Estados Unidos, siguiendo su tradicional política, no podían reconocer en América un gobierno monárquico erigido sobre las ruinas de un gobierno republicano y bajo los auspicios de un poder europeo.

Por el mes de abril del año 1865 terminó la guerra civil en los Estados Unidos y, en 6 de noviembre de ese año, Seward dió instrucciones a Bigelow, Ministro en París, para que le hiciera saber al Gobierno de Francia que

La presencia y las operaciones del ejército francés en Méjico, que apoya a un gobierno que no descansa en la voluntad del pueblo de Méjico, era motivo de gran inquietud para los Estados Unidos, que consideraban, además, que era impracticable establecer un gobierno monárquico en dicho país.

A esta nota respondió el Gobierno de Francia con la manifestación de que el ejército abandonaría a Méjico, pero que era conveniente, antes de hacerlo, que los Estados Unidos reconocieran al Gobierno de Maximiliano; y Seward, a su vez, replicó en 6 de diciembre del citado año, 1865, que esa condición era para los Estados Unidos impracticable, toda vez que

un Gobierno monárquico era incompatible con la adhesión del pueblo americano a sus muy amadas instituciones republicanas.

Diez días después, Seward se mostró más apremiante. Le libró un despacho a Bigelow para que le formulara al Gabinete de París las siguientes declaraciones:

Primera: Los Estados Unidos desean sinceramente continuar y cultivar cordial amistad con Francia.

Segunda: Esta política será cambiada, inmediatamente, a menos que Francia considere compatible con su honor e intereses desistir de todo empeño de intervención armada en Méjico.

Napoleón III se dió cuenta de que si se negaba a retirar las tropas se iba a ver envuelto en un conflicto con los Estados Unidos,[119] y accedió a las demandas de esta nación, sin que tuviera para ello que vencer ninguna dificultad, pues la expedición y los planes que se trató de desenvolver en Méjico, en realidad no encontraron nunca simpatías en el pueblo francés.

Los detalles de la evacuación no hay para qué referirlos. Están consignados en los documentos adjuntos al mensaje especial que en 29 de junio de 1867 dirigió el Presidente de los Estados Unidos al Congreso. Dos años después Seward visitaba a Méjico y se le prodigaban honores de héroe, confiriéndole la Academia Nacional de Ciencias el título de "Defensor de la Libertad de América".

(1864-1865). Por el mes de marzo del año 1864, con ocasión de un conflicto surgido entre España y la República del Perú, una escuadra española se presentó en las costas peruanas. En 19 de mayo Seward le dió instrucciones a Koerner, Ministro en Madrid, para que le hiciera presente al Gobierno que los Estados Unidos no podían ver con indiferencia cualquier tentativa que se hiciera para reconquistar el territorio del Perú; y, según la contestación del diplomático americano al Secretario de Estado, contenida en un despacho de tres de junio, el Primer Ministro en el Gabinete Español le hizo presente que España no tenía intención de readquirir sus antiguos dominios del Perú, ni abrigaba el propósito de mermar su independencia.

A pesar de esta declaración, la escuadra española ocupó las islas Chinchas, y Seward protestó de ese hecho, según reza la comunicación que le libró al Ministro en Madrid en 16 de junio de 1866, en la que auguraba que si España se mantenía en su propósito de ocupar las referidas islas, los Estados Unidos se verían en el caso de romper las buenas relaciones que mantenían con el Gobierno de su Majestad Católica.

Felizmente, las diferencias entre Perú y España quedaron transigidas por un tratado suscrito en 27 de enero de 1865.

(1861-1865). La acción de los españoles en el Perú, a que nos acabamos de referir, no constituye la única tentativa realizada por aquéllos para recobrar sus dominios en América. Hicieron también un esfuerzo para reanexarse a Santo Domingo; y enfrascados como estaban los Estados Unidos en su guerra civil, sólo pudieron consignar su protesta.

A principios del año 1861 se decía, como cosa corriente, que[120] el Gobierno de España preparaba desde Cuba una expedición para tomar posesión de Santo Domingo.

En 2 de abril de ese año Seward se dirigió a Tassara, Ministro de España en Washington, preguntándole lo que hubiera de cierto en el particular y haciéndole presente, al propio tiempo, que contra semejante proyecto los Estados Unidos no sólo protestaban, sino que en último caso lo resistirían. Tassara contestó que nada podía manifestar mientras no recibiera instrucciones de su Gobierno, y entonces Seward se dirige a Schurz, Ministro en Madrid, encareciéndole le hiciera presente a dicho Gobierno cuál era la actitud de los Estados Unidos en este asunto y el extraordinario interés con que lo veían.

En 21 de mayo y 7 de junio del mismo año, Seward vuelve a dirigirse al Ministro en Madrid para que le reitere al Gobierno de su Majestad Católica las protestas de los Estados Unidos.

El día 1º de julio Tassara le muestra al Secretario de Estado la resolución, del Gobierno de España, de anexarse a Santo Domingo; y como pocos días después el Ministro de los Estados Unidos en Madrid le pidiera instrucciones al propio Secretario, éste hubo de contestar, según despacho de 14 de agosto, que la gravedad y diversidad de los asuntos que por entonces embargaban la atención del Gobierno impedían darle una contestación terminante.

Los dominicanos no se sometieron con facilidad a la dominación española. La lucha estalló entre los nativos y los invasores, declarándose neutrales los Estados Unidos; pero, afortunadamente, convencida España de los esfuerzos y sacrificios que iba a costarle afirmar su soberanía en Santo Domingo, en abril de 1865 resolvió abandonar la empresa.

(1871). El día 1º de junio del año 1871, el Barón Gerolt, Ministro de Alemania en Washington, celebró una entrevista con Hamilton Fish, Secretario de Estado, en la que le hizo presente que su nación proyectaba realizar una demostración, en unión de otras naciones europeas, contra Venezuela, con objeto de exigirle a esta República que fuera más respetuosa con sus compromisos, que se quería que los Estados Unidos tomaran parte en dicha demostración, pero que no se les invitaría oficialmente hasta tanto no se tuviera la seguridad de que acogieran con agrado el proyecto.

El Secretario de Estado hubo de manifestar al diplomático alemán que nada le podía contestar mientras no conociera el[121] verdadero alcance de la demostración, así como la forma y los límites de las operaciones militares, pues para los Estados Unidos siempre había sido objeto de preocupación cualquier acción de las naciones de Europa contra una República del Continente, y veían aumentados sus recelos y temores por lo ocurrido recientemente en Méjico.

Alemania no llevó a cabo sus planes.

(1880). Se decía, a principios del año 1880, que la Gran Bretaña pretendía adquirir determinadas islas de la costa de Honduras; y en 4 de marzo el Secretario de Estado le dirige una comunicación al Ministro en Centro América encargándole que estuviese muy al tanto de lo que hubiera en el particular, pues los Estados Unidos no podían permanecer indiferentes ante el hecho de la cesión de parte de un territorio de América a una nación de Europa.

Con motivo de otro asunto, invocó el Gobierno de Washington la doctrina de Monroe, este mismo año. Las Repúblicas de Chile, Perú y Bolivia se encontraban en guerra, por una cuestión de linderos; y como se hablara de que Francia e Inglaterra querían mediar en el conflicto, con la cooperación de los Estados Unidos, para ponerle fin, el Secretario de los Estados Unidos, el ilustre James Blaine, hizo esta declaración:

Los Estados Unidos no pertenecen al grupo de naciones de que forman parte Inglaterra y Francia, y jamás se han inmiscuído en sus controversias; pero, con respecto a las Repúblicas de este Continente, es distinta nuestra posición; y por esta razón, aunque el Gobierno está persuadido de que en este caso no guían a las naciones de Europa móviles interesados, por tener los Estados Unidos mayor cantidad de intereses políticos y comerciales que ningún otro poder, deben actuar con entera independencia.

(1881). Desde el año 1880 el Gobierno de Venezuela discutía con el de Francia acerca de unas reclamaciones que habían formulado al primero varios ciudadanos franceses; y, como no se llegara a ninguna avenencia, a mediados del año 1881, cuando se decía y parecía inminente que aquella nación europea iba a ocupar algunos puertos venezolanos, James Blaine, Secretario de Estado, le dirigió un despacho a Noyes, Ministro en París, indicándole hiciera presente al Gobierno que los Estados Unidos se ofrecían para intervenir en el asunto a fin de obtener una solución.

[122]

Consistía el plan propuesto por Blaine, en el que estaba de acuerdo el Gobierno Venezolano, en que el Gobierno de Washington enviara un Delegado a Venezuela que recaudase los fondos necesarios para ir pagando a prorrata a los acreedores extranjeros; que eran no sólo franceses, sino súbditos de otras naciones de Europa.

El Gobierno de Francia contestó que no quería entrar en prorrateos y que no admitía dilaciones. Blaine insistió, según reza una comunicación librada al Ministro en París, en 16 de diciembre, haciendo una apelación a la armonía que debía existir entre todas las Repúblicas. Sería un deplorable espectáculo, decía, que la Gran República Europea rompa las hostilidades con la República de Venezuela.

Afortunadamente el Gobierno de Francia no mantuvo su actitud.

(1884). El año 1884 el Gobierno de Washington envió un Ministro a Bolivia, que era el único país de la América en que aún no había constituído dicho Gobierno representación diplomática. Por aquella época Bolivia le disputaba al Perú la posesión del puerto de Arica, y al darle instrucciones Buchanan, Secretario de Estado, a Appleton, que fué el ministro designado, según comunicación de 1º de junio, le recomendó aconsejara a aquellos países que no se enfrascaran en luchas que los debilitasen y dieran motivo para pensar que eran incapaces de gobernarse.

Su conveniencia e independencia requieren—decía—el establecimiento y mantenimiento de un sistema político americano, diferente en todos sentidos del que por tanto tiempo ha existido en Europa; tolerar la intervención de cualquiera de los gobiernos europeos, que aún tienen asuntos pendientes en América, y permitirles que establezcan nuevas Colonias junto a nuevas repúblicas libres, sería tanto como sacrificar voluntariamente en el mismo grado nuestra independencia. Estas ideas deberían permanecer impresas en la mente de todos los americanos.

(1885). El año 1883 el Gobierno de Washington había rechazado la oferta, hecha por el de Haití, de venderle la Península de San Nicolás o la Isla Tortuga; y como llegara a conocimiento del primero que análoga proposición se le había hecho después por el segundo al Gobierno francés, en 28 de febrero de 1885, Frelinghuysen, Secretario de Estado, le dirige una comunicación a Morton, Ministro en París, para que le hiciera presente al Mi[123]nistro de Relaciones Exteriores que la adquisición por Francia de cualquier porción del territorio haitiano sería considerada como una infracción de la política de los Estados Unidos, conocida por la doctrina de Monroe.

(1886). A mediados del año 1886, Scott, Ministro de los Estados Unidos en Caracas, le comunicó a Bayard, Secretario de Estado, que el Ministro de Inglaterra y él habían acordado indicarles a sus respectivos Gobiernos la conveniencia de que se unieran para formular conjuntamente a Venezuela ciertas reclamaciones pendientes.

Según reza una comunicación de 14 de octubre, Bayard contestó al diplomático que de la reclamación podía derivarse un acto de fuerza, y que estaba en desacuerdo con la política de los Estados Unidos unirse a una nación europea en circunstancias semejantes.

(1888). A fines del año 1888 corría el rumor de que el Gobierno Francés proyectaba constituir un protectorado sobre Haití, y en 21 de diciembre, Bayard, Secretario de Estado, se dirigió a Mc-Lane, Ministro en París, con el encargo de que le hiciera saber a aquel Gobierno que semejantes proyectos estaban en abierta contradicción con la política de los Estados Unidos.

Queremos que se entienda siempre—le decía—que no nos apartaremos de la política nuestra, que consiste en impedir que parte alguna del territorio americano sea objeto de nueva colonización por parte de alguna potencia europea.

(1894-1899). Con ocasión del conflicto surgido entre Inglaterra y la República de Venezuela, el año de 1895, aplicaron los Estados Unidos con tal energía y decisión la doctrina de Monroe, que se puede decir, con propiedad, que es el caso más importante de los que ocupan lugar en la relación que venimos haciendo.

Desde el año 1840 venía quejándose el Gobierno de Venezuela de que los límites de la Guayana Inglesa se iban extendiendo en perjuicio de aquella República; y, ya cansada, en 1881 pidió a la Corona Británica que accediera a someter la cuestión a un arbitraje. En distintas ocasiones, en los años posteriores, reiteró esa petición; y como ésta no fuera aceptada, en 1897 dió por terminadas sus relaciones diplomáticas con la nación inglesa.

A pesar de esto, la Gran Bretaña no cejaba en su actitud. Cada vez se mostraba más abusiva con la débil República Sud[124]-Americana y amenazaba apropiarse de todo el dilatado territorio que corre desde la Guayana Inglesa hasta la misma boca del río Orinoco.

El Gobierno de Washington en diversas ocasiones quiso intervenir en el asunto para ponerle término, y, al fin, en las postrimerías del año 1894, se decidió a actuar de una manera más eficaz, según vamos a ver inmediatamente.

El Presidente Grover Cleveland, en el mensaje que dirigió al Congreso en tres de diciembre de 1894, y al tratar de los asuntos exteriores, se refirió a dicho particular en los siguientes términos:

La cuestión de los linderos de la Guayana Inglesa, aún es objeto de disputa entre la Gran Bretaña y Venezuela. En la inteligencia de que un acuerdo justo sería conveniente para ambas partes y que, consecuentes con nuestra política, debemos eliminar cuanto pueda ser objeto de contienda entre las naciones de este hemisferio y las del otro, me he esforzado en conseguir que las dos naciones reanuden sus relaciones diplomáticas y sometan la cuestión a un arbitraje; siendo esto lo que desea Venezuela, y a lo que no se ha de negar Inglaterra, a menos que quiera contradecir los principios que a menudo proclama.

El Congreso acogió la idea del Presidente de la República con el mayor calor. En 22 de febrero de 1895, se votó la siguiente resolución conjunta:

Se resuelve, por el Senado y la Cámara de Representantes, que el plan sugerido por el Presidente de la República en su último Mensaje, consistente en que la Gran Bretaña y Venezuela sometan su controversia a un tribunal de arbitraje, es objeto de la adhesión de este cuerpo y esperamos sea acogido por las dos partes.

El Gobierno de la Gran Bretaña no quiso seguir la recomendación del Presidente y del Congreso de los Estados Unidos; y, en vista de esto, en 20 de julio del propio año, Olney, Secretario de Estado, dirigió a Bayard, Embajador en Londres, una famosa "nota" que debía leer a Lord Salisbury, Ministro de la Corona, y que es uno de los documentos más notables expedidos por la Cancillería norteamericana.

Comienza dicha nota por hacer una extensa relación de todos los antecedentes del caso, y a renglón seguido dice que, dados los términos en que está planteado y las posibles consecuencias que del mismo se podrían derivar, los Estados Unidos se ven obligados[125] a intervenir en al asunto, consecuentes con su constante adhesión a la doctrina de Monroe. No se contenta Olney con esta alegación. Para demostrar lo exacto de su afirmación, hace un extenso estudio de cómo surgió la doctrina de Monroe y cuál es su verdadero alcance.

Dice que veinte años después de haber aconsejado Washington a la nación, en su famoso discurso de despedida, que se mantuviera siempre alejada de los planes y controversias de Europa, cuando se vió que los Estados Unidos aumentaban en importancia y poderío, se cayó en la cuenta de que el principio de no mezclarse los americanos en los asuntos europeos, necesitaba un complemento, que era el de que los europeos tampoco se inmiscuyeran en los asuntos americanos.

Este sentimiento, decía, hizo nacer la doctrina de Monroe; doctrina que los estadistas no se han limitado a enunciar, sino que han tenido el buen cuidado de hacerle saber a Europa que su desconocimiento, en cualquier caso, se consideraría como un acto de enemistad o de provocación hacia los Estados Unidos.

Explica el verdadero sentido y la verdadera significación de la doctrina de Monroe, en estos términos:

En los primeros tiempos de promulgada la doctrina de Monroe, parecía como que Europa nunca la iba a respetar; pero con el tiempo la ha ido aceptando, y hoy nos interesa mucho se sepa que cualquier acto de una nación europea, que la infrinja, ha de ser considerado como una manifestación de enemistad hacia los Estados Unidos. Es por eso por lo que resulta del mayor interés fijar, precisar el alcance de dicha doctrina. No significa un protectorado ejercido por los Estados Unidos sobre todas las naciones de América; no se la puede invocar, por una nación de este continente, para eludir el cumplimiento de obligaciones legítimamente contraídas y exigibles según el derecho internacional; ni le impide a la nación europea que sea acreedora en esas obligaciones, el ejercicio de los medios que estime adecuados para hacerlas respetar. No nos faculta para mezclarnos en los asuntos interiores de las naciones de este hemisferio, ni en las relaciones de éstas entre sí. No podemos alterar la forma de gobierno de esas naciones, y si éstas la quieren cambiar, hemos de respetar su voluntad. La doctrina de Monroe no tiene más que un alcance: impedir que una o varias naciones de Europa se mezclen en los asuntos interiores de las de América, ya para variar su forma de gobierno, ya con cualquier otro propósito.

Nadie puede negar que hemos considerado siempre esas normas como parte de nuestro derecho público. Fué precisamente la Gran Bretaña la nación que hubo de sugerir a la administración de Monroe la idea de promulgar la doctrina en cuestión, y la adhesión que desde un principio[126] hubo de demostrarle no ha sido desmentida en ninguna oportunidad; sin que por esto querramos decir que la doctrina no tuviera, desde sus orígenes, un carácter eminentemente americano. En su mantenimiento estaban vinculadas la seguridad y la prosperidad de los Estados Unidos; el Gabinete que la adoptó, antes de enunciarla la estudió con todo detenimiento, figurando entre los miembros de dicho cuerpo John Quincy Adams, Calhoum, Crawford y Wilt, quienes consultaron y tuvieron en cuenta los pareceres de Jefferson y Madison; y cuando el pueblo la conoció, la acogió con verdadero calor, sin distinciones políticas.

Hace después una relación de los casos más importantes en que se ha invocado la doctrina de Monroe, y añade:

La relación que antecede, demuestra no solamente que en múltiples casos ha sido aplicada la doctrina de Monroe, sino también que la controversia sobre los linderos de Venezuela es de esos casos en que resulta pertinente la aplicación de dicha doctrina. En tal virtud, y tratándose de una doctrina acogida por el derecho público americano, no podemos disimular su aplicación en cualquier caso que surja, sean cuales fueren las circunstancias en que éste se produzca. Tal como nosotros la hemos definido y aplicado, no se le puede dirigir ninguna objeción; descansa en principios que son irrebatibles. Las tres mil millas de Océano que nos separan de Europa, proclaman que física y geográficamente es improcedente todo lazo o nexo político que se pretenda establecer entre los dos continentes. Europa, como con gran juicio observó Washington, tiene un conjunto de intereses que sólo a ella le puede preocupar y con los cuales nada tiene que ver la América. Cada una de las grandes potencias europeas, por ejemplo, tiene que mantener un ejército enorme y una marina formidable, a fin de protegerse contra las demás potencias. ¿Qué conseguirían las naciones de América teniendo que hacer lo mismo, cuando después de todo los problemas que preocupan a las naciones europeas a ellas no les interesan? ¿Qué tenemos nosotros que ver, pongamos por caso, con los problemas de Turquía? Si nos mezcláramos en sus luchas, con seguridad que tendríamos que cargar con los gastos y las pérdidas que resultasen, pero sin obtener ventajas ni beneficios.

Si eso podemos decir en cuanto a los intereses materiales, otro tanto podemos afirmar en cuanto a los morales. Los intereses morales que preocupan a Europa son totalmente distintos de los que preocupan a la América. Europa, con excepción de Francia, se mantiene adicta a los principios monárquicos, mientras que en América, por el contrario, se rinde culto al principio de que cada pueblo tiene derecho a escoger su propio gobierno; principio mantenido con verdadero interés por los Estados Unidos, empeñados siempre en demostrar que en las instituciones liberales está vinculada la prosperidad nacional y la felicidad de los ciudadanos. Es por esto por lo que siempre hemos considerado ofensivo para la América que Europa pretenda extender su sistema político a este Continente; y como quiera que son los Estados Unidos la única[127] nación americana que está en condiciones de resistir cualquiera agresión que en ese sentido se pudiera hacer, de ahí nuestra actitud en casos como éste.

¿Es cierto que la prosperidad y la seguridad de los Estados Unidos hasta tal punto están empeñadas en el hecho de que las naciones de América mantengan su independencia, que en caso de agresión a una de éstas están compelidos a defenderla? Desde luego que sí. Todas las naciones de la América, tanto las del Norte como las del Sur, por su proximidad geográfica, por la simpatía que las une y por haber establecido todas el gobierno constitucional, son amigas y aliadas, tanto comercial como políticamente, de los Estados Unidos; y si permitiéramos que alguna nación de Europa dominara a una de aquéllas, perderíamos todas las ventajas de nuestra posición. Pero hay más. El pueblo de los Estados Unidos tiene un interés vital en el mantenimiento del principio del gobierno popular, por nosotros proclamado a costa de mucha sangre y muchos sacrificios y arraigado con admirable lozanía; y hasta tal punto tenemos fe en dicho principio, que entendemos que el grado de civilización de un pueblo se puede medir por el mayor o menor esplendor con que lo mantenga. Dominado por este sentimiento el pueblo de los Estados Unidos, no es de extrañar que se mantenga tan adicto a esa causa. Pero ya pasó la edad de las cruzadas: si los Estados Unidos mantienen con tanta devoción el principio del gobierno popular, es porque en su sostenimiento está vinculada su seguridad y su prosperidad. Es por esto por lo que no toleramos que ninguna nación de Europa controle a una de la América.

Tenemos que prevenirnos contra ese mal; y si podemos, debemos evitar que ocurran las circunstancias que puedan acarrearlo. Las naciones cristianas, en sus relaciones entre sí, deben mantener análogos principios a los que regulan la conducta de los hombres. Los estados más fuertes están obligados a enseñar, con su ejemplo, que los pueblos se deben gobernar de acuerdo con las reglas del derecho y la justicia. Cuando un estado poderoso se sienta tentado del deseo de engrandecerse a costa de otros, debe tener presente que, por lo mismo que es poderoso, no debe hacer mal uso de su fuerza. Los Estados Unidos, de hecho, son soberanos en este Continente; y al mezclarse en esta cuestión, lo hacen invocando títulos muy legítimos. Si se mezclan en esta cuestión, es no sólo por razones de amistad y de civilización, no sólo por su invariable adhesión a los principios de justicia y equidad, sino porque sus enormes recursos y su aislamiento los hacen dueños de la situación y les exigen que se pongan frente a las pretensiones de los otros estados.

Todas las ventajas de esta superioridad las perderíamos si alguno de los estados de América se convirtiera en colonia de una nación europea. Perderíamos nuestras ventajas desde el momento en que cada nación de Europa tuviera en América una base de operaciones contra nosotros. Las ventajas que adquiera una potencia, querrían conseguirla también las otras; y, en definitiva, el espectáculo de las luchas por el reparto de Africa tendría un nuevo escenario en la América. Se comenzaría por el[128] reparto de los países menos fuertes; pero, en definitiva, toda la América del Sur sería objeto de reparto entre las potencias de Europa. Las consecuencias que de semejante orden de cosas se derivaría, serían desastrosas para los Estados Unidos. Perderíamos toda nuestra autoridad y todo nuestro prestigio, y en definitiva no vendríamos a significar nada en la comunidad de las naciones desde el momento en que tuviéramos a nuestras puertas a los que en la paz vendrían a ser nuestros rivales y nuestros enemigos en caso de guerra. Hasta ahora, afortunadamente, no hemos necesitado acumular los enormes recursos militares con que cuentan otras naciones, y quizás de esto dependa, en gran parte, no sólo nuestra riqueza, sino hasta la felicidad de los ciudadanos. Nuestras condiciones variarían desde el momento en que las naciones de Europa tuvieran posiciones en este Continente. Por lo pronto, nos veríamos obligados a armarnos hasta los dientes; nuestra juventud tendría que ingresar en la marina o en el ejército, y, al distraerla de las industrias de la paz, suprimiríamos en gran parte nuestra poderosa energía productora.

Es difícil precisar la magnitud del mal que tal cosa nos traería. No es que nos preocupe el hecho de que pudiéramos mantener buenas o malas relaciones de amistad con las potencias europeas, si semejante eventualidad ocurriese. Es que el pueblo de los Estados Unidos sabe por experiencia que las relaciones exteriores de los estados no se inspiran en sentimientos, ni en principios, sino en su propia conveniencia. No se nos olvida que en momentos, para nosotros de grave peligro, todos nuestros temores y nuestras calamidades se vieron agravados con actos, atentatorios para nuestra nacionalidad, por parte de potencias con las que habíamos mantenido las mejores relaciones. Todavía tenemos presente que Francia aprovechó la circunstancia de vernos envueltos en una guerra civil, para pretender convertir en una monarquía la vecina República Mejicana. No abrigamos duda con respecto a que, de buen grado, Francia y la Gran Bretaña aumentarían sus actuales posiciones en este hemisferio, hasta conseguir ponerle fin al predominio de nuestra gran República. De todos estos peligros hemos escapado hasta el presente, gracias a la manera eficaz, aunque sin mucho ruido, con que hemos mantenido la doctrina que enunció el Presidente Monroe, y la que no podemos abandonar a menos que nos decidiéramos a abandonar los consejos de la experiencia, renunciando a la política que, al par que nos ha evitado agresiones exteriores, ha sido causa, en gran parte, de nuestra prosperidad.

Tal es la doctrina del Derecho Público Americano, que se inspira en principios admirables y que, fundándose en múltiples antecedentes, le exige a los Estados Unidos que consideren como atentatorio a ellos mismos el acto de una potencia europea por el que se pretenda ejercer control sobre una nación americana.

Demuestra por último la "nota" la pertinencia de la aplicación de la doctrina de Monroe a la cuestión planteada, en esta forma:

[129] Es indiscutible la aplicación que en este caso tenemos que hacer de la doctrina de Monroe. La controversia se refiere al dominio—por tanto, al control político—sobre una extensión territorial que abraza, según las reclamaciones inglesas formuladas en estos dos últimos años, unas 33,000 millas cuadradas. Esa extensión superficial llega hasta la misma boca del río Orinoco y su posesión tiene, por eso, gran importancia en relación con la navegación de dicho río, y hasta para las regiones del interior de la América del Sur. De ninguna manera podemos mirar la disputa entre una nación de la América y otra de Europa, por el hecho de las posesiones que tenga ésta en este Continente, cual si se tratara de una cuestión surgida por la fijación de los linderos entre Venezuela y Brasil o entre Venezuela y Colombia. Este caso, en que no sería procedente la intervención, es distinto al de que aquí se trata.

En este caso, la controversia no es con la Colonia de la Gran Bretaña, sino con la Gran Bretaña directamente. No tendríamos inconveniente en que se apelara a la fuerza, si la lucha fuese entre Venezuela y la Guayana Inglesa; pero bajo ningún concepto podemos admitir la tesis de que, por tratarse de una posesión que es europea, no es de aplicarse la doctrina de Monroe, supuesto que, de admitirla, perdería toda su fuerza y todo su prestigio dicha doctrina y se autorizaría a las naciones europeas, que tienen posesiones en este Continente, para ensancharlas, ya por la fuerza, ya por medios pacíficos.

El extremo de la doctrina de Monroe relativo a que los Estados Unidos nada tendrían que ver con las colonias o dependencias europeas existentes cuando aquélla se promulgó, se refiere a dichas dependencias y colonias con la extensión que tenían en el momento de promulgarse la citada doctrina; y no podemos concederle a ese extremo otra interpretación, so pena de quitarle a ésta toda su importancia. Es evidente que tanto infringe la doctrina de Monroe la Gran Bretaña ensanchando los linderos de su antigua colonia en perjuicio del territorio venezolano, como pretendiendo establecer una nueva colonia. Se trata de casos distintos en la apariencia, pero, en el fondo, idénticos.

En 26 de noviembre del propio año, Lord Salisbury expidió un despacho contestando la nota de Olney. En él dice que la doctrina de Monroe tuvo su razón de ser en la época que se promulgó, esto es, en momentos en que determinadas naciones de Europa pensaban en la reconquista de los territorios de América; que en el caso en cuestión, como no se trataba por Inglaterra de establecer una colonia en Venezuela, ni de obligar a esta República a cambiar su forma de gobierno, sino que sólo se debatía una simple cuestión de linderos, era improcedente la apelación que se hacía a la referida doctrina del quinto Presidente.

La doctrina de Monroe no establece—añadía Lord Salisbury—que cuando surja una cuestión de linderos se deba recurrir al[130] arbitraje; y, en su consecuencia, una tercera nación, que no sea parte en el asunto, no tiene derecho a imponer soluciones. Por otra parte, decía, la doctrina de Monroe será muy respetable dada la elevación de quienes han sido sus mantenedores, pero no por eso estamos en el deber de acatarla. Los cánones del Derecho Internacional obligan cuando han sido aceptados por todas las naciones, pero éste no es el caso de la doctrina de Monroe.

La réplica a la contestación de Lord Salisbury se encuentra en el Mensaje especial que en 17 de diciembre dirigió el Presidente Cleveland al Congreso. Rebatió la alegación referente a que la doctrina de Monroe no tenía fuerza obligatoria por no formar parte del Derecho Internacional, aduciendo que, de acuerdo con ese derecho, un Estado debía intervenir en la disputa de otros dos cuando considerara afectados sus derechos; y en cuanto al particular relativo a que la doctrina de Monroe para nada tenía que rezar con una simple cuestión de linderos, alegó que lo mismo se infringía dicha doctrina por la conquista de territorios, que por el ensanche de las fronteras de una colonia. He aquí las palabras de Cleveland:

Si una potencia europea, que tenga una colonia en América, extiende sus linderos en perjuicio y contra la voluntad de una República vecina, es incuestionable que extiende su sistema político al territorio que se quiere apropiar. La ocurrencia de estos hechos es lo que el Presidente Monroe consideraba peligroso a nuestra paz y a nuestra seguridad, sin que para el caso interese que el territorio se ocupe por extensión de unos linderos, o por cualquier otra causa.

Se dice en la respuesta inglesa que no es pertinente en esta controversia la apelación a la doctrina de Monroe, en atención a que ésta no descansa en ningún principio de derecho internacional que se funde en el consentimiento general de las naciones; y que ningún estadista, por eminente que sea, ni ninguna nación, por poderosa que se sienta, tienen autoridad bastante para incluir entre los cánones del Derecho Internacional un principio que no ha sido reconocido ni aceptado por el Gobierno de ninguna otra nación.

Realmente, el principio de que se trata tiene para los Estados Unidos peculiar importancia, por no decir excesiva; y aunque oficialmente no ha sido incluído en ningún Código de Derecho Internacional, es evidente que en todas las convenciones internacionales se le han respetado a las naciones determinados derechos, como indiscutibles; esto es, cual si estuvieran consagrados por dicho Derecho. En ese sentido nosotros mantenemos la doctrina de Monroe como si figurase entre las disposiciones del Derecho Internacional, hasta el punto de que si tuviéramos que recurrir a algún tribunal encargado de aplicar este derecho, tenemos la segu[131]ridad de que la invocación que hiciéramos de la doctrina en cuestión guardaría consonancia con los principios de justicia en que se inspira.

La doctrina de Monroe está respaldada por el principio de Derecho Internacional según el cual toda nación debe exigir que se le respeten, como indiscutibles, determinados derechos y determinadas aspiraciones.

Este Gobierno se asienta, pues, en una base firme cuando invoca ese principio para sostener sus derechos. Estos, después de todo, no se nos niegan en la respuesta inglesa. El Primer Ministro ha dicho, en ésta, que la actitud adoptada por el Presidente Monroe, frente a las ambiciones de Europa, mereció todas las simpatías del Gobierno de la Gran Bretaña; que los ingleses han estado de acuerdo con la política de dicho Presidente, por más que no consideran que la misma forme parte del Derecho Internacional, y que era improcedente cualquiera alteración que quisiera hacer una nación europea en la distribución territorial del hemisferio americano.

En la inteligencia de que la doctrina por nosotros mantenida era clara y terminante, de que se fundaba en principios tan elementales como los de nuestra seguridad y nuestra prosperidad, y de que debemos mantenerla hoy porque así lo exigen nuestras condiciones actuales y la civilización mundial, es por lo que la hemos invocado en la presente controversia, sin que pretendamos inclinarnos en favor de nadie, sino tan sólo impedir que la Gran Bretaña, so pretexto de una reclamación sobre fijación de unos límites, amplíe injustamente la extensión territorial de su colonia; y nos ha parecido que ningún medio era más adecuado para poner término de una vez a la acalorada controversia, que el de acudir a un arbitraje.

Pero lo más importante de este Mensaje es la petición que le hizo al Poder Legislativo, y que se encuentra a su final. Pidió se le autorizara para disponer de los fondos necesarios al objeto de subvenir a las necesidades de una comisión que se proponía designar, y la cual debía rendir un informe bien detallado con respecto a cuál de las dos naciones tenía derecho al territorio en disputa.

Cuando ese informe esté emitido y aprobado por nosotros—decía—sabremos resistir, por todos los medios a nuestro alcance, la acción que pretenda realizar Inglaterra para apoderarse del territorio que sea, de derecho, de la pertenencia de Venezuela.

Como se ve, el Gobierno de Washington estaba decidido a todo antes de permitir que Venezuela fuese objeto de un atropello por parte de la Gran Bretaña. La Comisión de referencia fué nombrada designándose para presidirla al Juez de la Corte Suprema Federal, David J. Bewer, e inició sus trabajos; pero con[132]vencida Inglaterra de que los Estados Unidos estaban dispuestos a no cejar en su actitud, aceptó la proposición de someter la cuestión a un arbitraje.

Con efecto, en 2 de febrero de 1897 se concertó un tratado entre Inglaterra y Venezuela, por el que se designó un Tribunal que debía resolver la disputa. Venezuela designó dos miembros, que fueron Fuller, Presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos, y el propio Bewer, Juez de este Tribunal; y la Gran Bretaña, por su parte, nombró a Lord Herschell y a Sir Richard Collins, notables jurisconsultos. Para presidir el Tribunal fué designado el insigne tratadista ruso M. F. de Martens, de reputación mundial en materia de Derecho Internacional.

El Tribunal emitió su laudo en 3 de octubre de 1899. Por dicha resolución se fijaba la verdadera situación de la línea divisoria entre la Guayana Inglesa y Venezuela. A la Gran Bretaña se le reconocía derecho a una faja de territorio, no en el litoral, sino en el interior; y, en cambio se reconocía la soberanía de Venezuela sobre otra dilatada extensión del territorio objeto de la disputa, incluyendo los terrenos contiguos a la boca del río Orinoco.

No hay que negar que la solución de esta controversia fué un verdadero triunfo para el Gobierno de los Estados Unidos. De tal manera se llegaron a apasionar los ánimos en esta República, durante dicha controversia, que hubo momentos en que parecía inminente la guerra con la Gran Bretaña; y con seguridad que a ella se hubiera llegado si el Gobierno inglés no hubiese aceptado la proposición de arbitraje.

Es tanto más digna de elogio la actitud del Gobierno de Washington, si se compara la debilidad de las fuerzas militares y navales de la nación norteamericana con las de la Gran Bretaña; pero, como con razón ha observado John W. Foster, nunca la debilidad de la marina de los Estados Unidos ha sido causa de que se deje de mantener, con toda energía, la doctrina de Monroe.

Los Estados Unidos, por aquella época, recibieron de la América Latina múltiples testimonios de agradecimiento; entre los que se pueden citar el del Congreso del Brasil y el del Gobierno de Costa Rica.

(1899). En 29 de julio del año 1899, los Delegados al Congreso de la Paz, reunido en La Haya, suscribieron la convención que llegaron a acordar; pero antes, o sea el día 25 de ese mes, la[133] Delegación de los Estados Unidos hizo constar que la suscribía con la siguiente reserva:

Nada de lo contenido en esta convención podrá apartar a los Estados Unidos de su tradicional política de no mezclarse, en ningún caso, en los asuntos políticos o administrativos de otra nación; así como tampoco se podrá estimar su adhesión a dicha convención en el sentido de que dejará de mantener, como hasta el presente, su conducta tradicional en lo que concierne a las cuestiones puramente americanas.

Este hecho reviste importancia excepcional. La circunstancia de que las naciones de Europa no se opusieron a que los Estados Unidos suscribieran la convención con la salvedad relativa a que por ello no se consideraban obligados a dejar de mantener su tradicional política en los asuntos americanos, supone por dichas naciones un reconocimiento, por lo menos tácito, de la doctrina de Monroe, que es a la que se quiso aludir.

(1900). A principios del año 1900 el Tribunal Supremo de Haití hubo de resolver, en un litigio, que los Tribunales de dicha República no tenían competencia para fallar los pleitos sostenidos entre extranjeros. El Ministro de Alemania en Port-au-Prince propuso al Gobierno Haitiano la formación de un Tribunal especial, designado por las naciones extranjeras para conocer de esos casos; pero el Secretario de Estado del Gabinete de Washington se opuso, según un despacho enviado a Powell, Ministro en Haití, en 18 de marzo de 1900.

A juicio de la cancillería norteamericana no se podía crear semejante tribunal sin inferir grave ofensa a la soberanía de Haití. Para resolver la cuestión basta—decía Hay—con que por los poderes haitianos se le dé competencia a los tribunales para fallar los pleitos entre extranjeros.

(1901). Por el mes de marzo del año 1901, a la sazón en que Cuba se encontraba sometida al régimen interventor norteamericano establecido al cesar la soberanía de España, hallándose reunida en la Habana la Convención que debía redactar la Constitución Nacional y como parte de ella proveer y acordar las relaciones con los Estados Unidos, el Congreso de esta última nación fijó dichas relaciones en un proyecto de ley, conocido vulgarmente con el nombre de Enmienda Platt y cuyas disposiciones se exigió figurasen como un Apéndice de aquella Constitución y[134] que fuesen objeto además de un Tratado Permanente entre las dos Repúblicas. El art. I de dicha Ley es del tenor siguiente:

El Gobierno de Cuba nunca celebrará con ningún Poder o Poderes extranjeros ningún Tratado u otro convenio que pueda menoscabar o tienda a menoscabar la independencia de Cuba ni en manera alguna autorice o permita a ningún Poder o Poderes extranjeros, obtener por colonización o para propósitos militares o navales, o de otra manera, asiento o control sobre ninguna porción de dicha Isla.

Este mismo año, en el mensaje anual del Presidente Roosevelt, del día 3 de diciembre, se hacen extensas consideraciones sobre la doctrina de Monroe. A juicio del insigne estadista, dicha doctrina no tiene otra finalidad que no sea la de impedir que las naciones de Europa adquieran territorios en perjuicio de las Repúblicas de América; sin que los Estados Unidos pretendan derivar, en su provecho, consecuencias beneficiosas por el hecho de que la mantengan. He aquí sus palabras:

La doctrina de Monroe debe ser punto cardinal en la política exterior de todas las naciones de las dos Américas, como ya lo es en la de los Estados Unidos. Han pasado nada menos que setenta y ocho años desde que el Presidente Monroe dijo, en su Mensaje anual, que los continentes americanos no podrían ser considerados como objeto de futuras colonizaciones para Europa. En otras palabras, la doctrina de Monroe no es otra cosa que la declaración de que ninguna potencia, que no fuera americana, podría adquirir territorios en América, en perjuicio de alguna de sus naciones. No se trata de una declaración de hostilidad contra ninguna nación del Viejo Mundo, y mucho menos se trata de autorizar a unas naciones del Nuevo Mundo para que aumenten su poderío a expensas de las otras. Se trata, sencillamente, de que nos damos cuenta de que la paz del mundo se sostiene conservando la de este hemisferio.

Durante el siglo pasado, merced a otras influencias, se ha logrado mantener la existencia y la independencia de las naciones pequeñas de Europa. En América, merced a la doctrina de Monroe, hemos logrado mantener la existencia y la independencia de las naciones.

Esta doctrina es absolutamente ajena a las relaciones comerciales que quieran mantener las naciones de la América; se trata, efectivamente, de una garantía de la independencia comercial de esas naciones, y, a cambio de sostener dicha doctrina, no reclamamos preferencias comerciales. Pero tampoco impedimos que un estado, que no sea americano, tome las represalias que estime oportunas contra una nación de la América, con tal de que el castigo no traiga, como consecuencia, la adquisición de territorio.

Nuestro proceder con respecto a Cuba, constituye la mejor garantía[135] de nuestra conducta. No tenemos el propósito de adquirir territorios en perjuicio de ninguno de nuestros vecinos. Queremos laborar con ellos mano a mano, y podemos declarar que los casos de su prosperidad y de su estabilidad política nos congratulan tanto como nos disgustan aquellos en que se entroniza el caos en la vida de la industria o de la política. Nosotros no podríamos contemplar a una potencia militar del Viejo Mundo cobrando fuerza e importancia en éste, sin que nos viéramos compelidos a convertirnos también en una nación militarista. La prosperidad de los pueblos de América queremos hacerla depender solamente del trabajo.

Nuestro pueblo está convencido de que sólo manteniendo la doctrina de Monroe podrá asegurar la paz de este hemisferio.

(1905). El año 1905 el Presidente Roosevelt aplica en una nueva forma la doctrina de Monroe.

Por este año, la situación financiera del Gobierno Dominicano era más angustiosa que nunca. La deuda pública alcanzaba proporciones inconcebibles, sin que hubiera esperanzas de que se restableciera la normalidad en ése ni en ningún otro orden. Entre los acreedores había un gran número de europeos, y sus respectivos gobiernos hicieron saber al de Washington, que, a menos que los Estados Unidos tomaran cartas en el asunto, se verían en el caso de adoptar medidas rápidas y eficaces para que fueran pagadas dichas deudas.

El Gobierno de Washington se veía en situación especial. Negarse a dar oído a los gobiernos reclamantes era provocar un conflicto; y aconsejarle a la República Dominicana que se negase a atender toda petición, era decirle que procediera de mala fe con quienes era posible que tuviesen razón. Ante tal dilema optó Roosevelt por celebrar un tratado con el Gobierno de Santo Domingo, por el que las Aduanas de esta nación quedarían bajo el control del Gobierno Federal de los Estados Unidos, que iría aplicando al pago de los acreedores extranjeros los fondos que se recaudasen.

Con este caso el Gobierno de los Estados Unidos inició la política denominada de prevención, consistente en realizar aquellos actos tendientes a evitar los pretextos que puedan tener las naciones de Europa para infringir los principios en que descansa la doctrina de Monroe.

Todos los detalles de este importantísimo asunto están referidos en el mensaje especial que en 15 de febrero de 1905 remitió al Senado el Presidente Roosevelt, en unión del protocolo con[136]cluído con la República Dominicana. He aquí lo más esencial de dicho mensaje:

Es notoriamente público que las condiciones de la República de Santo Domingo son cada vez peores; los disturbios y las revoluciones han sido muchos, y son muchas también las atenciones, pendientes de satisfacer, que tiene el Gobierno. Muchas de las deudas que ha contraído son exactas, legítimas; pero hay otras que, si se redujeran a sus justas proporciones, se verían notablemente disminuídas.

Algunas naciones extranjeras se encuentran enojadas por tener entre sus súbditos algunos acreedores a quienes no se les quiere pagar. El único medio de cobrar que tendrían esos acreedores sería el de que sus respectivos gobiernos se decidieran a invadir y tomar posesión del territorio dominicano, o a ocupar las Aduanas, lo que también significaría ocupación de territorio.

Es indiscutible que quienes de la doctrina de Monroe recaban algunos beneficios, deben, en justa correspondencia, tener también obligaciones. Esto mismo se puede aplicar a nosotros, que somos los mantenedores de dicha doctrina. Ya hemos dicho, en tono bien alto, que los Estados Unidos no quieren adquirir nuevos territorios en perjuicio de sus vecinos del Sur; que la doctrina de Monroe no puede encubrir planes de expansión. No tenemos el propósito de ejercer ningún control sobre la República de Santo Domingo; y si vamos a ser los recaudadores de sus impuestos, no es porque nos guíe otro fin que el de coadyuvar a su rehabilitación financiera, pues parte de los ingresos los reintegraremos a su Gobierno para que atienda a sus gastos, y el resto lo distribuiremos, equitativamente, entre los acreedores de la República. Al proceder de esta manera es indudable que nuestra actitud se encuentra perfectamente justificada, desde el momento en que los Estados Unidos no se colocarían en un terreno de equidad si les prohibieran a los gobiernos de los acreedores acudir a los medios que resultaran viables para obtener el pago de sus créditos, y si, por su parte, no dieran paso alguno para facilitar dicho pago.

Una nación, que sea acreedora, puede, sin infringir la doctrina de Monroe, acudir a los procedimientos que a su juicio la lleven a lograr el cobro de su crédito, con tal que la acción que adopte no suponga cambio alguno en la forma de gobierno del país deudor, ni pérdida para éste de su territorio. Aparte de esto, cuando se trata de una reclamación de dinero, el único medio para conseguir ese fin estriba en acudir al bloqueo, al bombardeo, o a la ocupación de las Aduanas; y estos medios, según antes se ha dicho, suponen una ocupación de territorio, siquiera ésta sea temporal. Pero si esto ocurre, los Estados Unidos tienen que intervenir en el asunto, porque, según la doctrina de Monroe, ningún poder europeo puede ocupar permanentemente territorio alguno en la América; y como la nación acreedora, para hacerse pago, tiene que recurrir a aquellos medios de fuerza, de aquí la necesidad de que promedien los Estados Unidos.

[137] (1907). En la segunda conferencia reunida en La Haya, que aprobó la convención de 18 de octubre de 1907, relativa al arreglo pacífico de las diferencias internacionales, la delegación de los Estados Unidos formuló dos días antes de esta fecha, una reserva análoga a la que fué aprobada, según antes vimos, en la primera conferencia del año 1899.

(1912). Por el año 1912 la prensa de Nueva York alarmó la opinión dando la noticia de que el Japón le había comprado a la República Mejicana la bahía Magdalena. El Secretario de Estado, Philander C. Knox, negó que el Gobierno Japonés ni ninguna Compañía establecida en dicha nación, hubiera realizado semejante adquisición; pero como el Senador Lodge abrigara sus dudas acerca de la certeza del hecho, hubo de presentar, en el Cuerpo de que formaba parte, la siguiente proposición, que fué aprobada:

Se resuelve declarar que cuando una bahía, o cualquier otro lugar, tenga una posición tan estratégica que su ocupación, en un momento dado, para fines militares o navales, pueda afectar a la seguridad de los Estados Unidos, para el Gobierno ha de ser objeto de honda preocupación que esa bahía o lugar pertenezca a compañías que tengan tales relaciones con un gobierno extranjero, que de hecho los deje bajo el control de éste.

(1915). En 16 de septiembre de 1915 se concertó un Tratado entre los Estados Unidos y Haití, por el cual el gobierno de esta última nación le reconoció al de aquélla el derecho a tener determinada ingerencia en algunos asuntos de orden interior. Fué aprobado este Tratado por el Senado de los Estados Unidos en 28 de febrero del año siguiente y su art. XI, que contiene una prescripción análoga a la que encierra el art. I de la Enmienda Platt, es del tenor siguiente:

El Gobierno Haitiano se obliga a no vender ni arrendar, ni ceder en forma alguna, a ningún Gobierno extranjero, parte alguna del territorio de Haití, o jurisdicción sobre el mismo; y se obliga, asimismo, a no celebrar ningún tratado o contrato con ninguna potencia o potencias extranjeras que menoscabe o tienda a menoscabar la independencia de Haití.

(1919). En el tratado de Versalles de 28 de junio de 1919, que puso término a la reciente guerra mundial, se insertó como[138] parte del mismo lo que se llamó el "Pacto de la Liga de las Naciones", cuyo objeto no fué otro que el de respetar y mantener contra toda agresión exterior la integridad territorial y la independencia política de todos sus miembros. A instancias de la representación de los Estados Unidos se hizo con respecto a la doctrina de Monroe la siguiente salvedad, contenida en el art. 21 y que virtualmente no es otra cosa que la reserva que se hizo aparecer, a petición también de la delegación norteamericana, en la Convención de La Haya de 29 de julio de 1899, a que antes hicimos alusión. Dice así el citado art. 21 del Tratado de Versalles:

Las obligaciones internacionales, como lo son los Tratados de Arbitraje, y las inteligencias regionales, como la doctrina de Monroe, que aseguran el mantenimiento de la paz, no se considerarán como incompatibles con ninguna de las disposiciones del presente Pacto.

Este Tratado fué sometido a la aprobación del Senado de los Estados Unidos en noviembre del propio año de 1919 y no obtuvo los sufragios necesarios para ser aprobado; pero por una resolución, aprobada por el Congreso en junio del presente año, y sancionada por el Presidente de la República, se ha declarado que existe un estado de Paz con Alemania y Austria Hungría.

(1920). En 14 de diciembre de 1919 el Ministro de Relaciones Exteriores de la República de El Salvador, dirigió una nota al Secretario de Estado de los Estados Unidos, en la que después de hacer constar que su gobierno abrigaba el propósito de adherirse al pacto de la Liga de las Naciones, le pedía que definiera de una vez el verdadero alcance de la doctrina de Monroe, a fin de evitar la anarquía de criterio reinante; fundándose, para hacer este pedimento, en el hecho de que por figurar dicha doctrina en aquel pacto, tanto sus componentes como sus adherentes posteriores, tenían derecho a pedir que se expusiera de una vez su interpretación auténtica.

Esta nota fué contestada por la Cancillería norteamericana en los términos siguientes:

Departamento de Estado, Washington, 26 de febrero de 1920.—Señor:—Tengo la honra de acusarle recibo de la nota No. 752, fecha 15 de diciembre último, del Señor doctor don Juan Franco Paredes, Ministro de Relaciones Exteriores de El Salvador, en la que suplica a este Gobierno exponga la interpretación de la doctrina de Monroe por la relación que tal interpretación pudiera tener con la actitud del Gobierno[139] de El Salvador hacia el Convenio de la Liga de las Naciones. En respuesta, tengo el honor de informar a Ud. que la opinión de este gobierno con referencia a la doctrina de Monroe fué expuesta en el discurso del Sr. Presidente de los Estados Unidos al Segundo Congreso Científico Panamericano. Me permito incluirle párrafos de aquel discurso (22).—Acepte, señor, las seguridades de mi más alta consideración.—(f) Frank L. Polk, Secretario de Estado Interino.

En el discurso a que se alude en esta nota, expuso el Presidente Wilson que la doctrina de Monroe no era otra que la declaración de que los gobiernos europeos no debían intentar extender su sistema político a este lado del Atlántico, pero que el uso del poder que asumían los Estados Unidos a virtud de dicha declaración, descansaba sobre su propia autoridad y estaba respaldado por la responsabilidad del país, sin que se entendiera por eso que existían motivos para que los otros estados de América abrigasen recelos y temores acerca de la forma de ejercer aquel poder.

En otras palabras: que la forma y los casos de aplicación de la doctrina era facultad privativa del Gobierno de Washington.


(B).—Los Estados Unidos tampoco consienten que una nación europea obligue a otra de América a cambiar su forma de gobierno.

Acabamos de ver cómo las naciones de Europa, con notable frecuencia, han pretendido realizar adquisiciones territoriales en América, y que los Estados Unidos, en todo caso, les han salido al paso invocando el principio que suele llamarse de la "no colonización", contenido en el famoso Mensaje del Presidente Monroe. Pero este Mensaje contenía otro extremo, otro principio: el relativo a que las monarquías europeas no podrían extender su sistema político a este hemisferio, porque ello iría en mengua de las instituciones republicanas.

Se puede decir, con respecto a esta última declaración, que el Gobierno de Washington no ha tenido que hacerla valer en la práctica. Resulta perfectamente explicable que así haya resultado. Lo que ha interesado a las monarquías europeas ha sido poder realizar adquisiciones territoriales; pero la forma de gobierno que hayan adoptado las naciones de este Continente, no es cosa que tenga por qué preocuparlas.

[140]

Todavía se explicaba que las monarquías europeas hubiesen visto con malos ojos la existencia de las instituciones republicanas en América, si en Europa hubieran predominado las ideas reaccionarias del Congreso de Viena. Pero, al no ocurrir esto, y habiendo adoptado las naciones de Europa el sistema constitucional, que no es otra cosa que la participación de la opinión pública en el gobierno de la nación, el problema relativo a si debieran predominar los principios monárquicos sobre los republicanos, o viceversa, ya no tiene actualidad.

Recordamos, sin embargo, además de la declaración que hizo la Cámara de Representantes de los Estados Unidos en 4 de abril de 1864, con ocasión del conflicto franco-mejicano, relativa a que aquella nación no podía reconocer en América un gobierno erigido sobre las ruinas de un gobierno republicano y bajo los auspicios de un poder europeo (a que antes nos hemos referido), el caso que pasamos a relatar.

(1824). Por el verano del año 1824, Salazar, Ministro de Colombia en los Estados Unidos, se acercó al Presidente Monroe y le dió cuenta de que en breve tiempo llegaría a Bogotá un agente del Gobierno de Francia, quien iba con el propósito de gestionar que la nueva República adoptara la forma de gobierno monárquica, en la seguridad de que su nación, en esta forma, reconocería la independencia. Y quería saber dicho Ministro, dado caso de que la negativa del Gobierno de Colombia moviera a Francia a declararle la guerra, si los Estados Unidos se pondrían de su parte en el conflicto.

El Presidente Monroe contestó al Ministro Colombiano que, aunque él no podía empeñar su palabra de comprometer a la nación en una guerra, entendía que Colombia no podía ni siquiera pensar en una solución que comprometiera sus libertades.


(C).—Los Estados Unidos no toleran que una colonia europea sea transferida por su metrópoli a otra potencia europea.

Según vimos en la primera parte de este trabajo, el principio de la "no colonización", contenido en la doctrina de Monroe, comprendía estas dos declaraciones: la de que los Continentes americanos no se considerarían en lo adelante sujetos a futuras colo[141]nizaciones por las potencias europeas, y la de que los Estados Unidos no intervendrían con respecto a las colonias entonces existentes.

Realmente, el extremo relativo a que los Estados Unidos no toleran que una colonia europea sea transferida a otra potencia europea, y que ahora vamos a estudiar, no cuadra dentro de ninguna de aquellas declaraciones; pero como en la práctica se le ha considerado, empezando por el propio Gobierno de Washington, como parte, y muy importante, de la doctrina de Monroe, nosotros como tal lo examinaremos.

Es, por lo demás, perfectamente explicable que el extremo en cuestión sea considerado como parte del principio de la "no colonización" contenido en la doctrina de Monroe. El principio de la no colonización surgió ante el temor de que repartiéndose las potencias europeas los territorios de América, amenazaran la tranquilidad de los Estados Unidos obligando a esta nación a convertirse en potencia militar; y como esa misma situación se provocaría, en parte, si alguna potencia europea transfiriera a otra su dominio sobre una colonia, dado que lógicamente es de inferirse que la adquirente fuese más poderosa y fuerte que la cedente, de ahí que por tratarse de un mismo temor, por tratarse de prevenir la misma situación, se haya considerado la prohibición de que las colonias europeas sean enajenadas, de unas potencias a otras, como parte de la doctrina de Monroe.

Mucho antes de que surgiera la doctrina de Monroe, la Cancillería norteamericana había puesto gran empeño en impedir que una colonia europea fuese transferida a otra potencia europea.

En ningún momento ha dejado de observar el Gobierno, con todo rigor, esa línea de conducta. Vamos a referir un detalle que revela el interés excepcional que se le presta en los Estados Unidos a esa cuestión.

A principio del año de 1903 se hablaba de la posibilidad de que el reino de Holanda entrara a formar parte de la confederación germánica; pues bien: por esa época publicó el Capitán Mahan un artículo en The National Review, que fué acogido en todas partes con visibles muestras de agrado, en el que se le recomendaba al Gobierno que estuviera muy alerta, pues en el caso de ocurrir aquella eventualidad no se debía consentir que las colonias holandesas de la América fuesen transferidas a Alemania.

Hechas estas breves indicaciones, veamos los casos en que el[142] Gobierno de los Estados Unidos ha aplicado la declaración que nos ocupa.

(1801). En una interview celebrada el año 1801 por King, representante diplomático de los Estados Unidos en Londres, con el Ministro inglés Lord Hawkesbury, le hizo esta declaración:

El gobierno que represento está de acuerdo en que España mantenga su soberanía en las Floridas, y de enajenarlas, sólo nosotros las podríamos adquirir.

(1803). En los comienzos del siglo pasado, cuando aún la ciudad de Nueva Orleans pertenecía a España, se temía por el Gobierno de los Estados Unidos que las contingencias de la guerra entre Francia e Inglaterra, en la que jugaban papel tan primordial los asuntos españoles, llevaran a esta última nación a ocupar el citado puerto de Nueva Orleans. Sobre este asunto trató el representante diplomático de los Estados Unidos, King, con el Ministro de la Corona Británica, Addlington, rindiéndole el primero a su gobierno el siguiente informe:

Durante la última entrevista que celebré con Mr. Addlington, me manifestó que si la guerra sobreviene, quizás se adoptara, entre otras medidas primordiales, la de ocupar a Nueva Orleans. Yo le interrumpí significándole que esperaba que esa medida fuese muy meditada antes de decidirse a adoptarla; que si no nos era indiferente que esa posesión cayera en poder de los franceses, tampoco podíamos ver, sin gran preocupación, que la ocuparan los ingleses; que manteniendo con España buenas relaciones de vecindad, no nos inquietaba que esta nación mantuviera su dominio en aquel puerto, por más que teníamos la seguridad de que, por la fuerza de las cosas, en día más o menos próximo los Estados Unidos se anexarían ese país. Mr. Addlington me facultó para que asegurase, en su nombre, que Inglaterra no tenía el propósito de apoderarse del referido país, aunque se le ofreciera; que si se decidía a ocuparlo, era sólo ante la posibilidad de que diera ese paso otra nación, y que, después de todo, quizás fuera para ellos la mejor solución que los Estados Unidos tomaran esa medida. Yo le repliqué que si Inglaterra ocupaba el país, se iba a sospechar que daba ese paso en connivencia con los Estados Unidos, lo que nos traería la desconfianza de otras naciones con las que deseábamos vivir en armonía; a lo que arguyó esto: Si ustedes pueden ocupar a Nueva Orleans, bien; si no, nosotros nos vemos obligados a evitar que caiga en poder de Francia; pero, en todo caso, puede usted estar satisfecho de que ninguna medida, por nosotros tomada, perjudicará los intereses de los Estados Unidos.

[143] (1808). En una carta dirigida en 29 de octubre de 1808 por el Presidente Jefferson al Gobernador de Louisiana, encontramos este párrafo:

Nosotros estamos conformes con el hecho de que Cuba y Méjico se encuentren en su actual estado de dependencia, y veríamos con gran contrariedad que, política o comercialmente, fueran dominados dichos países por Francia o Inglaterra. Nosotros consideramos sus intereses cual si fueran los propios nuestros, y estimamos que a todos nos conviene excluir de este hemisferio toda influencia europea.

(1811). El día tres de enero del año 1811, el Presidente Madison dirigió un Mensaje secreto al Congreso, solicitando que se le autorizara para ocupar a las Floridas en el caso de que, a su juicio, fuera conveniente tomar esa medida; y el 15 de dicho mes el Congreso adoptó la siguiente resolución:

Teniendo en cuenta la situación especial por que atraviesan España y sus colonias de la América, y considerando la importancia que tiene para la seguridad, la tranquilidad y el comercio de los Estados Unidos, el destino futuro de los territorios que marcan sus límites por el Sur, se resuelve que los Estados Unidos, dentro de la crisis actual, no pueden ver sin profunda inquietud que todo o parte de dichos territorios pasen a manos de un poder extranjero; y que para salvaguardar sus propios intereses, de ocurrir determinadas contingencias, se verán en el caso de proceder a su ocupación.

(1822). A fines del año 1822 llegó a conocimiento del Gobierno de los Estados Unidos que el de España estaba en tratos con la Gran Bretaña para cederle la Isla de Cuba. En 17 de diciembre, John Q. Adams, Secretario de Estado, le dirigió una comunicación a Forsyth, Ministro en Madrid, en la que después de llamarle la atención acerca de la excepcional importancia que ofrecía ese asunto para los Estados Unidos, terminaba con este párrafo:

El Presidente desea que tan pronto como reciba este Mensaje, se informe usted, con toda exactitud, si son ciertas las referidas negociaciones entre España y la Gran Bretaña, y que en caso afirmativo le haga saber al Gobierno español, con la delicadeza que el caso requiere, que los Estados Unidos desean que Cuba no salga de su actual dominio.

(1823). El año 1823, con motivo de la guerra entre España y Francia y ante la posibilidad de que esta última o la Gran Bre[144]taña ocuparan a Cuba, fué esta cuestión objeto de viva preocupación para el Gobierno de los Estados Unidos. Así lo revela la carta que en 28 de abril hubo de dirigirle Adams, Secretario de Estado, a Hugh Nelson, Ministro en Madrid, uno de cuyos párrafos vamos a transcribir:

El traspaso de Cuba, a la Gran Bretaña, sería un acontecimiento perjudicial a los intereses de esta Unión. La opinión es tan unánime sobre este punto, que hasta los rumores más infundados de que se ha llevado a cabo despiertan en el país un sentimiento universal de oposición. El hecho es que la determinación de impedir dicho traspaso hasta por la fuerza, si fuere necesario, se nos impone.

(1829). Por el año 1829 estaba extendido el temor de que España enajenara en favor de Inglaterra el dominio de la Isla de Cuba, y con ese motivo Van Buren, Secretario de Estado, hizo esta declaración:

Para el Gobierno de los Estados Unidos, la situación de las Islas del Caribe ofrece el mayor interés, particularmente Cuba. Por su situación geográfica, casi a la vista de nuestras costas y dominando el mar de las Antillas y el Golfo de Méjico; con la amplitud y seguridad de sus puertos numerosos; por la riqueza de sus productos, que, al cambiarse por los nuestros, constituyen una de las ramas más importantes de nuestro comercio exterior, resulta del mayor interés, para nosotros, que no se varíen las actuales condiciones de la Isla, pues esto, al par que nos afectaría en el orden político, nos causaría un enorme perjuicio en el orden comercial.

(1837). Esa misma declaración fué reiterada a la Gran Bretaña por Stevenson, Ministro de los Estados Unidos en Londres, en 16 de junio de 1837, en los siguientes términos:

Los Estados Unidos no pueden ver con indiferencia que Cuba y Puerto Rico sean transferidos por España a otra potencia.

(1840). Se decía, desde principios del año 1840, que el Gobierno de la Gran Bretaña exigía que se le garantizara, con la posesión de la Isla de Cuba, el pago de la deuda pública española, que estaba, en gran parte, en manos de súbditos ingleses. Alarmado el Gobierno de los Estados Unidos ante tales rumores, en 15 de julio de 1840, Forsyth, Secretario de Estado, le dió las siguientes instrucciones a Aaronvail, Ministro en España:

[145] Haga usted saber al Gobierno que los Estados Unidos no le tolerarán a España, en ningún caso, que transfiera la Isla, temporal o definitivamente; estando decididos a evitar tal cosa, por todos los medios disponibles; y hágale saber, al mismo tiempo, que si cualquier potencia pretende arrebatarle parte de su territorio, puede contar con que las fuerzas militares o navales de los Estados Unidos estarán a su disposición, lo mismo para prevenir dicha ocurrencia que para ayudarla a recuperar su dominio.

(1843). En 14 de enero del año 1843, ante los mismos temores de que la Gran Bretaña ocupara a Cuba, Daniel Webster, Secretario de Estado, hubo de dirigirle la siguiente carta a Campbell, Cónsul en la Habana:

El Gobierno de España conoce perfectamente qué clase de política han seguido invariablemente los Estados Unidos con respecto a Cuba y sabe que no toleraremos, bajo ningún pretexto, que fuerzas inglesas ocupen dicha Isla; y que en caso de que se pretendiese arrebatársela, puede contar con el auxilio de nuestras fuerzas para impedirlo.

(1869). El Presidente Grant, en su Mensaje anual de 6 de diciembre de 1869, refiriéndose a la imposibilidad de reconocer como beligerantes a los insurrectos cubanos, hizo esta declaración:

Los Estados Unidos no intentan intervenir en la situación de las relaciones existentes entre España y sus colonias en este Continente. Creen que a su tiempo España y las demás potencias comprenderán las ventajas de terminar esas relaciones políticas y erigir esas colonias en Estados independientes, miembros del concierto universal. Estas colonias no serán por más tiempo consideradas como transferibles de una potencia europea a otra. Cuando las colonias hayan dejado de serlo, habrán de transformarse en potencias soberanas, con el derecho de escoger y dictar las condiciones de su existencia futura y sus relaciones con las demás potencias.

(1870). En el Mensaje del Presidente Grant, de 31 de mayo de 1870, proponiendo la anexión de Santo Domingo, encontramos el siguiente párrafo:

La política enunciada por el Presidente Monroe, se mantiene por toda la nación, sin distingos políticos; y cada vez es más firme nuestra adhesión al principio de que ninguna porción de este territorio puede ser transferida a una potencia europea.

Ese mismo parecer fué expuesto por Hamilton Fish, Secretario[146] de Estado, en un informe emitido en 14 de julio de aquel año sobre las relaciones latinoamericanas. He aquí algunos de sus párrafos más importantes:

Los Estados Unidos se han comprometido, solemnemente, por medio de reiteradas declaraciones y actos repetidos, a mantener esta doctrina y a aplicarla en los asuntos del Continente. En su Mensaje a las dos Cámaras del Congreso, al comenzar la presente sesión, el Presidente, siguiendo las enseñanzas de nuestros antepasados, dijo que las actuales colonias no serán por más tiempo consideradas como transferibles de una potencia europea a otra. Cuando las colonias hayan dejado de serlo, habrán de transformarse en Estados soberanos, con el derecho de escoger y determinar las condiciones de su existencia futura y sus relaciones con las demás potencias.

Esta no es una política de agresión; pero se opone al establecimiento del dominio europeo en tierra americana y a la transferencia del mismo a otros Estados, y con ansiedad aguardamos el momento en que por el voluntario retiro de las potencias europeas del Continente y sus Islas, América sea americana en su totalidad.

No tiene por fin la intervención armada en los conflictos legítimos; pero no permitirá que esos conflictos resulten en aumento de poder o influencia europea; y siempre obligará a este Gobierno a interponer sus buenos oficios, como en la reciente contienda entre las Repúblicas Sudamericanas y España, para asegurar una honrosa paz.

Por este mismo año el Conde Lewenhaupt, Ministro de Suecia y Noruega en Washington, le hizo saber al Gobierno que el de Italia le había hecho proposiciones al de su país para comprarle la isla de San Bartolomé; pero que, en igualdad de circunstancias, se prefería hacer esa venta a los Estados Unidos. El Secretario Fish hubo de contestar al diplomático europeo que por el momento los Estados Unidos no querían hacer proposiciones y que le rogaban al Gobierno de Suecia que abandonara toda actuación en ese asunto, pues si se daban por enterados de la proposición de Italia, se verían en el caso de oponerse a ella, consecuentes con la política observada en esta materia.


(D).—Los Estados Unidos no hacen materia de pacto los principios que envuelve la doctrina de Monroe.

(1826). Con motivo de la invitación hecha a los Estados Unidos para que concurrieran al Congreso de Panamá, el Go[147]bierno de aquella nación tuvo oportunidad de declarar que los principios enunciados por el Presidente Monroe no podían ser objeto de pacto. He aquí los detalles de este asunto.

En los comienzos del siglo pasado, las nuevas Repúblicas de la América, hostigadas por la necesidad de agruparse para combatir el poder de España, trataron de celebrar diversos convenios para lograr esa finalidad; y, tras varias tentativas infructuosas, en 1824, por iniciativa de Simón Bolívar, como Presidente de Colombia, se convocó un Congreso en Panamá.

Se debía tratar en dicho Congreso no sólo de formar una alianza defensiva contra España, que no daba por perdidos sus dominios, y de estrechar los lazos de unión entre todas las Repúblicas del Continente, sino de

Tomar en consideración los medios de hacer efectiva la declaración del Presidente de los Estados Unidos (Monroe) respecto a los designios ulteriores de cualquier potencia extranjera para colonizar cualquiera porción de este Continente; y los medios de resistir cualquier intervención exterior en los asuntos domésticos de los Gobiernos americanos.

Como era natural, figurando en el programa esta materia, hubo de invitarse a los Estados Unidos.

El 26 de diciembre de 1825, el Presidente John Quincy Adams, dirigió un mensaje al Senado, dándole cuenta con la invitación y proponiendo a los ciudadanos Richard C. Anderson y John Sergeant como Ministros Plenipotenciarios en la Asamblea de Naciones de Panamá.

No sólo en el Senado, sino también en la Cámara de Representantes, se discutió ampliamente acerca de si la Unión debía acceder a estipular, en un tratado, los principios en que se inspiró la doctrina de Monroe. Muy divididas se encontraron las opiniones, pero al fin prevaleció el criterio de los que se oponían a semejante alianza. En 18 de abril de 1826 se aprobó por la Cámara de Representantes, por 99 votos contra 95, la siguiente moción presentada por James Buchanan:

En consecuencia, la opinión de esta Cámara es que el Gobierno de los Estados Unidos no debe estar representado en el Congreso de Panamá, salvo por la vía diplomática, ni debe formar alianzas defensivas u ofensivas, ni entrar en negociaciones respecto de una alianza de este carácter, con una o con todas las Repúblicas hispanoamericanas; ni debe coligarse con ellas, ni con ninguna de ellas, para formular declaraciones[148] enderezadas a impedir la intervención de cualquiera potencia europea en su independencia o en su forma de gobierno, o entrar en tratos para impedir la colonización del Continente americano, sino que se deje al pueblo de los Estados Unidos, con toda libertad de acción, para obrar, en caso de crisis, de la manera que su amistad hacia estas Repúblicas, o su honor, o su política, determinen cuando las circunstancias lo requieran.

Réstanos consignar que, al fin, los Estados Unidos no estuvieron representados en el Congreso, pues uno de los Comisionados designados por el Gobierno murió antes de que pudiera llegar a su destino, y el otro no llegó a tiempo. Por lo demás, los acuerdos que se adoptaron en el Congreso carecieron de trascendencia.

(1828). Dos años más tarde el Gobierno de la República Argentina interesó del de Washington que determinara el alcance de la doctrina de Monroe; explicándolo Henry Clay, Secretario de Estado, en la respuesta que le envió al Encargado de Negocios en Buenos Aires, en 3 de enero de 1828, en el sentido de que dicha doctrina había sido hecha voluntariamente por los Estados Unidos y no se la podía considerar como un pacto o compromiso cuyo cumplimiento ninguna nación tenía derecho a exigir.

(1864). Desde principios del año 1862, temerosas las Repúblicas de Sud América, particularmente el Perú, con vista de la intervención europea en Méjico, de que pudieran correr el mismo peligro, pensaron en una alianza. Nuevamente se agitó la idea de celebrar un Congreso. En primero de diciembre de 1864, el Ministro de los Estados Unidos en Venezuela comunicó a la Secretaría de Estado el proyecto de reunir un Congreso, al que concurrirían delegados de todas las Repúblicas, con objeto de oponerse a las pretensiones que las potencias europeas pudieran tener en América; y que se deseaba que los Estados Unidos fueran el centro, por así decirlo, de dicha reunión. Por aquella época los Estados Unidos eran teatro de la guerra de secesión.

El Secretario Seward contestó lo siguiente al Ministro en Venezuela:

En la historia y la política de los Estados Unidos, la regla invariable de conducta ha sido, y continúa siendo, la de no mezclarse en alianzas de potencias extranjeras; pero los Estados Unidos contemplan con gusto y sin temores o cuidados la proyectada alianza de las Repúblicas latinoamericanas que se proponen garantizar su nacionalidad e integridad, y que mientras estuvieran ocupadas en sus propios asuntos, mostrarían [149] siempre continua amistad a las que se opusieran a innovaciones políticas en este Continente.


(E).—La Doctrina de Monroe, no reza con las colonias europeas existentes al ser promulgada, ni se aplica a la lucha de una colonia con su metrópoli.

(1811-1822). Se recordará que en el famoso Mensaje de 2 de diciembre de 1823, se había dicho: no hemos intervenido ni intervendremos en las colonias o dependencias existentes de ninguna potencia europea. Sin embargo, desde el año anterior, el Gobierno de los Estados Unidos había reconocido la independencia de las colonias españolas del Continente, a pesar de que aún España no había renunciado a su soberanía sobre ellas.

¿Quiere decir esto que no fueron sinceras las palabras del Mensaje de Monroe? ¿Quiere decir esto que la conducta del Gobierno de los Estados Unidos para con España contradecía aquella afirmación? De ninguna manera. Los Estados Unidos, frente al conflicto armado entre España y sus colonias, se mantuvieron imparciales; pero cuando los acontecimientos llegaron a evidenciar que el éxito estaba de parte de los insurrectos; que con respecto a España, ni el estado de sus asuntos interiores, ni su debilidad, permitían que su situación mejorase y que sólo por una obstinada terquedad pretendía mantener una soberanía que era puramente nominal, se decidieron a reconocer la independencia de los nuevos Estados.

Tan es así, que si se ocurre al testimonio de los documentos oficiales del Gobierno de los Estados Unidos, relacionados con el citado conflicto, se verá que desde los comienzos de éste se hicieron ostensibles las simpatías del pueblo norteamericano por la causa de la insurrección, y que si los hombres del Gobierno mantuvieron la neutralidad de la nación, fué por no apartarse del cumplimiento de los deberes internacionales, para con una nación amiga, que les trazaba esa línea de conducta.

Vamos a examinar los más importantes de esos documentos; aquellos que revelan cuál fué la actitud del Gobierno de los Estados Unidos frente al conflicto de España con sus colonias, y cuáles las circunstancias que llevaron a dicho Gobierno a reconocer los nuevos Estados.

En 5 de noviembre de 1811, el Presidente James Madison[150] expuso en un Mensaje al Congreso que la situación revolucionaria de las colonias españolas del continente meridional y su futuro destino eran motivos que requerían la atención del Gobierno, que debía estar preparado para lo que en el futuro pudiera ocurrir. La Cámara de Representantes remitió este asunto a informe de una Comisión Especial designada al efecto, y ésta propuso la adopción de una resolución conjunta, que no se llegó a aprobar, en la que se debía expresar que los Estados Unidos habían de ver con simpatía que las provincias españolas de la América del Sur se establecieran como naciones independientes y soberanas; que, como vecinos del mismo hemisferio, hacían votos por su prosperidad, y que tan pronto como asumieran la condición de naciones, por el legítimo ejercicio de sus derechos, el Senado y la Cámara de Representantes concurrirían con el Ejecutivo a establecer las más estrechas relaciones.

Por esta misma época, el Sr. Palacio Fajardo, a título de Agente del Gobierno de Cartagena de Indias, quiso establecer relaciones diplomáticas con el Gobierno de los Estados Unidos, y a ese efecto inició las oportunas gestiones. La Cancillería norteamericana hubo de rechazarlas, según reza un documento de fecha 29 de octubre de 1812, que vamos a reproducir porque revela, no obstante su concisión, que los Estados Unidos observaban la suerte de sus vecinos del Sur con marcada simpatía, la que no podía hacer ostensible, de manera oficial, sin romper sus buenas relaciones con España. Dice así ese documento:

M. Palacio, Esquire:

Los Estados Unidos se encuentran en paz con España y no pueden, con ocasión de la lucha que ésta mantiene con sus diferentes posesiones, dar ningún paso que comprometa su neutralidad. Pero al propio tiempo, bueno es reconocer que como habitantes del mismo hemisferio, el Gobierno y el pueblo de los Estados Unidos se interesan vivamente por la prosperidad de sus vecinos de la América del Sur y celebrarían la realización de cuanto contribuyera a fomentar su bienestar. Tengo el honor de quedar muy respetuosamente, su obediente servidor. Js. Monroe.

El propio Monroe, que como Secretario de Estado suscribió la comunicación que antecede, posteriormente, ocupando la presidencia de la República, en su Mensaje anual de dos de diciembre de 1817 hizo las siguientes observaciones con referencia al problema de la insurrección de las colonias de Hispano-América:

[151] Como ya se ha había previsto, el conflicto entre España y sus colonias ha llegado a afectar a los Estados Unidos; por lo pronto, es natural que nuestros conciudadanos sigan con gran interés los acontecimientos en que se ven envueltos nuestros vecinos. Se previó también que el conflicto, dentro de su desarrollo, llegara a entorpecer nuestro comercio y hasta molestar a las personas e intereses de algunos ciudadanos. Todos esos temores se ha visto que eran fundados; se han recibido serias ofensas de los bandos que luchan; pero mientras tanto los Estados Unidos se mantienen neutrales e imparciales. A los dos bandos se les ha negado auxilios en hombres, dinero, barcos y municiones. El conflicto no presenta el aspecto de una rebelión o insurrección, sino más bien el de una guerra civil entre partidos o bandos cuyas fuerzas están equilibradas y que son mirados sin preferencia por los poderes neutrales. Nuestros puertos están abiertos para los dos, y en ellos les está permitido a los unos y a los otros proveerse de productos de nuestro suelo o de nuestras industrias. Y bueno es declarar desde ahora que si las mencionadas colonias llegan a obtener su independencia, no se aceptará de ellas, en el orden comercial, ni en ningún otro, ninguna ventaja que no se otorgue a las otras naciones. Si las colonias llegan a ser independientes, no se aceptará de ellas obligación alguna, para con nosotros, que no sea producto de la más franca reciprocidad.

Se ve, por los términos de este Mensaje, que la actitud del Gobierno de los Estados Unidos no correspondía a las exigencias de la verdadera neutralidad, según las reglas del derecho internacional. A los dos beligerantes se les consideraba bajo el mismo pie de igualdad, cual si la lucha estuviese entablada entre dos naciones, y no, como era realmente, entre una nación, de una parte, y de la otra unas provincias insurreccionadas. Lo que a España le estaba permitido hacer en las costas de los Estados Unidos, no les estaba prohibido a los revolucionarios, y lo que a éstos se les negaba también se le negaba a la metrópoli. Contra semejante orden de cosas protestaron los Gobiernos de España y Portugal, y el propio Presidente de la República, James Madison, en su Mensaje de 26 de diciembre del año 1816, había recomendado al Congreso que legislara en el sentido de prohibir aquellos actos que pudieran afectar y perjudicar las buenas relaciones con los países amigos.

El Congreso escuchó la voz del Presidente de la República; y por el "acta" de 20 de abril de 1818, que desde luego vino a perjudicar la situación de los sudamericanos, les fué prohibido a éstos realizar en el territorio de los Estados Unidos todos aquellos actos tendientes a prestarle auxilios materiales a la revolución.

Sin embargo, si por una parte nos encontramos con que el[152] Gobierno de los Estados Unidos no quería alterar sus buenas relaciones con el de España, por otro lado vemos lo que antes dijimos: que los hombres del Gobierno de aquella República se sentían atraídos e identificados con la causa de los revolucionarios. Si se hubieran dejado guiar por sus sentimientos, en vez de promulgar el "acta" de neutralidad de 20 de abril de 1818, hubieran reconocido la independencia de los nuevos Estados; pero había, por el momento, varias razones que se oponían a dicho reconocimiento, de las cuales eran las más especiosas la de que no se sabía con certeza si los nuevos gobiernos ofrecerían condiciones de estabilidad, pues aún no habían regresado tres Comisionados enviados al Continente desde meses antes, precisamente con ese encargo, y la de que semejante medida equivalía a romper las buenas relaciones existentes con España, lo que por lo pronto hubiera producido el funesto resultado de interrumpir las gestiones que entonces se realizaban para obtener la cesión de la Florida.

Vamos a referir algunos detalles que comprueban que, efectivamente, este mismo año en que se promulgó el "acta" sobre neutralidad, las primeras figuras del Gobierno veían en la obra de los revolucionarios una obra justa.

Por el mes de agosto se encontraba en los Estados Unidos Manuel Hermenegildo de Aguirre, a nombre del Gobierno de Buenos Aires, gestionando su reconocimiento oficial; y al darle cuenta por escrito el Secretario de Estado, John Quincy Adams, al Presidente de la República con esa petición, después de examinar el estado de la insurrección de las distintas provincias y de afirmar que aún el poder de España no se podía estimar como definitivamente vencido, hacía el análisis de la oportunidad en que se debía hacer el reconocimiento de una nueva nacionalidad, en los siguientes términos:

Cuando el país que lucha por obtener su independencia, abate el poder de sus dominadores hasta el punto de que se puede considerar como perdida toda esperanza de recobrarlo, se puede decir que de hecho ha conseguido dicha independencia. A las naciones neutrales les toca considerar y decidir el momento en que llega esa oportunidad... Yo estoy convencido, añadió, de que la causa de los sudamericanos, su deseo de independizarse de España, es justo. Pero la justicia de esa causa, por sí sola, no puede determinarnos a hacer el reconocimiento. Una nación neutral viene obligada a hacer el reconocimiento de la discutida soberanía de un país, cuando este estado de derecho descansa en una realidad. Antes de crearse, en este caso, un orden de derecho, debe[153] observarse si existe el de hecho; pero nunca proclamar el hecho porque asista el derecho.

Pero hay más. En esos mismos días se gestionaba por el Gobierno de la Gran Bretaña la adopción de un plan de pacificación entre España y sus colonias; y como el Ministro de la corona Británica, Lord Castlereagh, fuera a buscar por medio de Rusch, Ministro de los Estados Unidos en Londres, la cooperación de esta República, dicho diplomático contestó, a tenor de instrucciones que había recibido previamente de la Secretaría de Estado, que su nación no tomaría parte en ninguna mediación que no tuviera por base la independencia de las provincias insurreccionadas.

Mientras que en esa disposición se encontraba el Poder Ejecutivo, en el Congreso existía cierta tendencia a que se realizase cuanto antes el reconocimiento. Así lo propuso, por esta misma época, quien fué en su seno un verdadero paladín de las libertades de los pueblos de América, y a quien somos deudores, los hispanoamericanos, de eterna gratitud: el Representante por el Estado de Kentucky, Henry Clay. Presentó este congresista una moción por la que pedía el nombramiento de una misión diplomática que representara a la República ante el Gobierno del Río de la Plata; y aunque dicha proposición fué desechada por 115 votos contra 45, la lectura de las actas de la sesión y de otros documentos de aquella época denotan que si el Congreso no apoyó al ilustre Henry Clay, fué debido a que entendió que no había llegado aún la oportunidad de dar aquel paso.

En el segundo Mensaje anual dirigido por el Presidente Monroe al Congreso el 16 de noviembre del tan citado año de 1818, trató el problema de la insurrección de las colonias españolas de la manera que se verá en los siguientes párrafos:

La guerra civil entre España y sus colonias de Sud América, no lleva trazas de terminar en un futuro próximo. El informe rendido por la Comisión enviada a dichas colonias, no tardará en ser elevado.

De ese informe resulta que el Gobierno de Buenos Aires se declaró independiente en julio de 1816, pues por más que dicho Gobierno es independiente desde el año 1810, hasta aquella fecha se atribuía la representación del rey de España; que la Banda Oriental, Entre Ríos y Paraguay, así como la ciudad de Santa Fe, también son independientes, pero sin vínculo alguno que las ate a Buenos Aires; que Venezuela también declaró su independencia, pero aún lucha por ella; y que las restantes regiones de la América Meridional, excepto Montevideo y al[154]guna que otra localidad del Este de la Plata, pertenecen a Portugal, o están aún, en cierto modo, bajo la influencia de España.

Una circular dirigida por el Gobierno de España a los Ministros de las naciones aliadas, acreditadas en dicha nación, revela que se está tratando de que ellas intervengan en el conflicto colonial; y en un Congreso que está reunido en Aix-la-Chapelle, desde septiembre, se estudia la manera de llevar a cabo esa mediación; por lo que se deduce, de lo que hasta ahora se ha observado, que probablemente el Congreso se limitará a expresar sus sentimientos, pero no a recomendar el empleo de la fuerza. Esto debe satisfacernos, pues sostenida la lucha sólo por España, la guerra, que tantas calamidades ocasiona, ha de durar poco tiempo.

Por lo demás, hasta el presente, nada hay que aconseje que los Estados Unidos se aparten de la línea de conducta que se han trazado.

El informe a que se refiere el Mensaje que en parte acabamos de transcribir, fué emitido por una Comisión, a que antes hemos aludido, enviada a la América del Sur desde el año 1817, compuesta de César A. Rodney, John Graham, Theodoric Bland y Henry M. Brackenham, éste último como Secretario, y la que llevaba el encargo de estudiar cuál era la verdadera situación de las colonias; y de acuerdo con lo ofrecido en dicho Mensaje, fué elevado aquel informe al Senado, por el Presidente de la República, en dos de diciembre del propio año.

En el Mensaje anual de 7 de diciembre de 1819 se expone el problema colonial de España con toda claridad, hasta el punto de que llama la atención que se hagan tan graves manifestaciones, como las que contiene, en un documento oficial de tan alta significación. Se decía en dicho Mensaje que en la lucha entre España y sus colonias, éstas llevaban toda la ventaja, y que no era aventurado predecir su triunfo; y se insistía en que todos los ciudadanos guardaran las reglas de la neutralidad. He aquí uno de los párrafos de dicho Mensaje:

Todas las naciones siguen atentamente el desenvolvimiento de la contienda, y a ninguna le interesa tanto este asunto como a los Estados Unidos; un pueblo celoso de sus deberes, debe observar la más estricta neutralidad; pero no hay medios de impedirle que experimente simpatías por uno de los combatientes. A impedir que a impulsos de ese sentimiento se llegue a cometer excesos, he puesto mi empeño.

Por todas partes se notaba que en día no lejano el Gobierno de los Estados Unidos iba a hacer el reconocimiento. Siempre[155] ha sido la opinión pública la base fundamental en que ha descansado dicho Gobierno, y siendo aquélla francamente favorable al reconocimiento, presentíase que su realización era cuestión de más o menos tiempo. Veamos cómo se fueron precipitando los acontecimientos.

En sesión celebrada por la Cámara de Representantes en 20 de abril de 1820, presentó Henry Clay una moción solicitando un crédito con cargo al cual poder enviar agentes diplomáticos a las colonias de la América del Sur que se habían declarado independientes, y, al hablar en el debate que se originó, manifestó su extrañeza ante el hecho de que aún no se hubiera hecho el reconocimiento de las colonias; y atribuyéndolo a que no se quería dar ese paso sin contar con que Inglaterra había de aprobarlo, censuraba esa actitud en estos términos:

Estamos en espera, por lo visto, de que Lord Castlereagh nos diga que debemos o no hacer el reconocimiento. Vergüenza me da decirlo, pero nuestra política en los asuntos de la América del Sur depende de las indicaciones que nos haga el Ministro de Inglaterra.

La moción fué aprobada por 80 votos contra 75, pero no llegó a ser ejecutiva, pues el Gobierno aún se mantenía en la creencia de que no había llegado la oportunidad de hacer el reconocimiento.

En febrero del año siguiente, el batallador Henry Clay insistió en el envío de Ministros diplomáticos a Sur América, siendo derrotada su proposición. No se desanimó por eso. A los pocos días presentó una nueva moción, y, más afortunado esta vez, logró que fuera aprobada por ochenta y siete votos contra sesenta y ocho. Decía así dicha moción:

La Cámara de Representantes, fiel intérprete de los sentimientos del pueblo de los Estados Unidos, sigue con el mayor interés los acontecimientos que se desarrollan en las provincias españolas de la América del Sur en su lucha por alcanzar sus libertades e independencia, y le prestará al Presidente de la República el apoyo que constitucionalmente necesite para reconocer la independencia y soberanía de dichas colonias.

En el Mensaje anual que dirigió el Presidente al Congreso, en 14 de noviembre de 1820, expresó que la revolución de Hispano-América continuaba haciendo progresos; que España resultaba impotente para contenerla, pero que estimaba que el cambio[156] de gobierno ocurrido en ella, a virtud del restablecimiento de la Constitución del año 1812, favorecería el arreglo entre dicha nación y sus colonias; y que hacia esa solución se había encaminado siempre el Gobierno de los Estados Unidos.

En 5 de marzo del año 1821, al pronunciar Monroe el discurso inaugural de su segundo período presidencial, hizo referencia al conflicto entre España y sus colonias. A juicio del Presidente de la República, se debía mantener la neutralidad como hasta aquel momento, y confiaba dicho alto funcionario en que España al fin accedería a las demandas de sus colonias; pero terminaba con esta frase que se podía tomar como presagio de que las cosas podían cambiar: Si la guerra continúa, quizás los Estados Unidos se vean en el caso de adoptar otras medidas: aquellas que aconsejen su honor y sus intereses.

En el Mensaje de tres de diciembre de 1821, insistió el Presidente Monroe en que a España debía serle difícil reducir a sus colonias por la fuerza; expresando, al propio tiempo, que dicha nación debía darse cuenta de que había llegado el momento de examinar el problema con un criterio liberal y levantado, y que los Estados Unidos, gustosamente, cooperarían a una solución de armonía entre las dos partes.

Al fin llegó el momento en que los Estados Unidos hicieron el reconocimiento. Veamos cómo ocurrió ese hecho.

El día 30 de enero de 1822 los Representantes Nelson y Trimble pidieron en la Cámara que se hiciera el reconocimiento de las colonias, e interesaron al propio tiempo, del Presidente de la República, el envío de cuantos datos e informes se relacionaran con la situación de los nuevos Estados. Esa petición fué contestada por el Presidente de la República, que a la sazón lo era James Monroe, en su famoso Mensaje de 8 de marzo de aquel año, en el que consignaba, después de extenderse en diversas consideraciones sobre el estado que había alcanzado la revolución, su opinión de que había llegado el momento de hacer el reconocimiento. He aquí los términos del Mensaje:

Al transmitir a la Cámara de Representantes los documentos interesados por su resolución de 30 de enero último, considero de mi deber llamar la atención del Congreso sobre la importancia de la materia de que se trata y exponerle los puntos de vista del Ejecutivo en ese asunto, que con seguridad han de ser los mismos de esa otra rama del Gobierno.

El movimiento revolucionario de las colonias españolas de este he[157]misferio, desde sus comienzos, despertó las simpatías de nuestros compatriotas. Ese espontáneo sentimiento nuestro, desde luego que nos hace honor por motivos que no necesitamos explicar. Nos es grato significar que a todos ha merecido aprobación la línea de conducta que hubimos de trazarnos frente a la contienda. Cuando nos dimos cuenta de la importancia del movimiento revolucionario, no tuvimos inconveniente en considerar a los dos combatientes bajo las mismas condiciones, según lo que establece la Ley de las naciones en caso de guerra civil. A los buques de las dos partes, tanto los del Gobierno como los de particulares, se les permitió entrar en nuestros puertos y proveerse en ellos de los artículos que han sido objeto de comercio con las otras naciones. El Gobierno no ha tenido inconveniente en proteger el comercio con las dos partes contendientes, siempre que del mismo no fueran objeto contrabandos de guerra. Los Estados Unidos, en fin, no han dejado de observar un solo momento la más estricta imparcialidad.

Los sucesos ocurridos en las provincias han tomado tal magnitud, que creemos llegado el momento de considerar, con todo detenimiento, si se está en el caso de declarar que el orden de cosas establecido en las mismas permite deducir que han alcanzado la condición de naciones independientes. Buenos Aires hizo formal declaración de su independencia desde 1816, pero de hecho se encuentra libre del dominio de la nación progenitora desde 1810. Las provincias que forman la actual República de Colombia, antes de unirse por la Ley fundamental de 17 de diciembre de 1819, habían hecho, separadamente, su declaración de independencia. Por aquella época todavía dominaban algunas regiones las fuerzas españolas, pero esas fuerzas han sido completamente destrozadas, hasta el punto de que los soldados que no han sido hechos prisioneros han perecido, o se han ausentado como han podido, encontrándose el resto bloqueado en dos fortalezas. No son menos importantes los progresos realizados por las Provincias del Pacífico. Chile se declaró independiente en 1818, y el nuevo régimen ofrece las mejores garantías de estabilidad, y merced a su cooperación y a la de Buenos Aires, la revolución se ha extendido al Perú. Con respecto a Méjico, no son tan auténticos nuestros informes como con respecto a los otros países, pero tenemos entendido que el nuevo Gobierno ha declarado la independencia y que no hay fuerzas que lo combatan. Hace ya tres años que el Gobierno de España no manda un solo soldado a combatir a las provincias, ni hay esperanzas de que en lo futuro pueda mandarlos. En resumen: que es evidente que las provincias se encuentran hoy en el pleno disfrute de su independencia, y que ni por el estado actual de la guerra, ni por otras circunstancias, existe el más remoto temor de que la pierdan.

Dado, pues, el aspecto que han tomado los acontecimientos, es indudable que los nuevos Gobiernos tienen derecho a ser reconocidos. Las guerras civiles, por lo regular, exaltan a tal punto las pasiones de las partes contendientes, que no se les puede pedir serenidad; pero en cambio, las otras naciones están en la obligación de hacer por que lleguen a una avenencia. La misma calma que los Estados Unidos han mante[158]nido frente al problema, constituye una prueba para España, y para otras naciones, de que sabe respetar sus derechos. Las provincias de este hemisferio, a medida que se han declarado independientes, han demandado nuestro reconocimiento, pensando sin duda en que para formular esa petición tenían título suficiente; pero el Gobierno no ha accedido a esas solicitudes, en su deseo de no tomar parte en la contienda y no merecer la desaprobación del mundo civilizado. Otras gestiones en el mismo sentido se nos han hecho, pero no hemos creído prudente actuar. No obstante eso, hemos estado muy atentos a la marcha de los sucesos para conocerlos en su fondo. Hoy observamos el largo período de tiempo que lleva de duración la guerra, las enormes ventajas que han alcanzado las provincias, el estado de los combatientes y la actual incapacidad de España para hacer variar ese orden de cosas; y no podemos por menos que convenir en que ha llegado el momento de que se reconozca la independencia de las colonias.

No tenemos noticias con respecto a la opinión que tenga hoy el Gobierno de España sobre estas cosas; pero es de presumir que la importancia de la revolución, que ha puesto en manos del pueblo la soberanía de todo el Continente Meridional, llevará a la nación progenitora al convencimiento de que no puede por menos que llegar a una reconciliación, aunque sea bajo la base de la independencia. Nada sabemos acerca de la opinión de las otras potencias. Nuestro deseo sería realizar el reconocimiento de acuerdo con ellas, pero creemos que no están en condiciones de declararlo. Separadas de las provincias, al través del Atlántico, por enorme distancia, la suerte de dichas provincias ha de inspirarles menos interés que a nosotros. Es por eso lo más probable que no hayan observado con atención el curso de los acontecimientos; pero la importancia de los que últimamente han ocurrido no puede pasarles inadvertida.

Al aconsejar que se haga el reconocimiento, no queremos que se entienda que alteramos nuestras relaciones de amistad con ninguno de los combatientes, pues antes al contrario, aunque la guerra continúe, no hemos de abandonar nuestra neutralidad. Entendemos que al Gobierno de España han de satisfacerle estas declaraciones. El reconocimiento, en este caso, está de perfecto acuerdo con la ley de las naciones; y los Estados Unidos, al hacerlo, se muestran consecuentes con sus antecedentes y de acuerdo con sus intereses. Si el Congreso está de acuerdo con nuestra propuesta, esperamos que votará los créditos necesarios para hacerla efectiva.

El citado Mensaje es de fecha 8 de marzo de 1822; y al día siguiente, Anduaga, Ministro de España en los Estados Unidos, entregó una nota en la Secretaría de Estado, llamándole la atención al Gobierno acerca de que el acto del reconocimiento era improcedente y extemporáneo. No había méritos para hacerlo, a juicio de dicho Ministro, por dos motivos: porque no se podían desconocer los derechos de España sobre sus colonias, y porque los nuevos[159] gobiernos, dada la situación caótica por que atravesaban y las pocas condiciones de estabilidad que ofrecían, no se habían hecho acreedores a dicho reconocimiento. La prueba de que no ha llegado la oportunidad de hacer dicho reconocimiento, se puede encontrar, decía el Ministro, en que las naciones de Europa no se han decidido a hacerlo; pues si fuera justo y procedente, hubieran dado ese paso siquiera no fuese más que por ganarse la amistad de países que tan vasto campo ofrecen al comercio.

El Secretario de Estado no contestó de momento esta comunicación; esperó que el Congreso hiciera el reconocimiento, como lo hizo, efectivamente, en 28 de marzo.

Transcribimos ahora algunos párrafos de la contestación del Secretario de Estado, que en aquel entonces lo era John Quincy Adams. En ella se exponen las razones que determinaron el reconocimiento, algunas de las cuales no fueron expuestas en el Mensaje del Presidente de la República:

En los años que ha durado el conflicto entre España y sus colonias, los Estados Unidos han guardado la más estricta neutralidad. Pero las circunstancias han variado. Los Virreyes en unos casos, en otros los Capitanes Generales, han concluído tratados con las Repúblicas de Colombia, Méjico y el Perú, que equivalen a un formal "reconocimiento"; eso, en lo que respecta a esas provincias, pues las de la Plata y Chile disfrutan de su independencia, tranquilamente, desde hace años. Los Estados Unidos, al hacer el reconocimiento, proceden impulsados por móviles de justicia y de moralidad.

Por el hecho del "reconocimiento", no se ha de entender que hemos de impedirle a España que haga cuanto esté de su parte por restablecer en las colonias el imperio de su autoridad; hemos de limitarnos a establecer con los nuevos gobiernos las relaciones políticas y comerciales que deben mediar entre los pueblos de civilización cristiana.

A fin de hacer efectivas esas relaciones, en cuatro de mayo del propio año votó la Cámara de Representantes un crédito para establecer Legaciones en los nuevos Estados.

Se ve, pues, que los Estados Unidos no intervinieron en el conflicto entre España y sus colonias, y que reconocieron la soberanía de los nuevos Estados cuando era evidente, a ojos vistas, que España había perdido su dominación. Estuvo, pues, en lo cierto el Presidente Monroe cuando dijo en su Mensaje de diciembre de 1823 que los Estados Unidos no intervenían con las colonias existentes de las potencias europeas.

[160]

(1825). En 28 de enero y 6 de abril de 1825, Rebello, Encargado de Negocios del Brasil en los Estados Unidos, propuso al Gobierno de esta República la formación de una alianza con su nación, para mantener la independencia de ésta en el caso de que Portugal pretendiera restablecer su perdida soberanía contando con la cooperación de otra potencia europea. Henry Clay, que desempeñaba la Secretaría de Estado, hubo de contestarle en 13 de abril de ese año que el Gobierno de los Estados Unidos, de acuerdo con el criterio sustentado en el mensaje presidencial de 2 de diciembre de 1823, no podía mezclarse en la lucha entre la Metrópoli y su antigua colonia.

(1849-1851). A mediados del siglo pasado existía en los Estados Unidos y en Cuba un movimiento de opinión francamente favorable a la anexión de esta Isla a aquella República; movimiento que estaba fomentado, en la nación vecina, por los elementos del Sur principalmente, que pensaban en la posibilidad del ingreso en la Unión de un nuevo Estado esclavista, y en nuestro país por elementos descontentos de la dominación española. Unos y otros elementos, dispuestos ya a poner en ejecución sus planes, prepararon en los Estados Unidos una expedición dirigida por el general venezolano Narciso López y que debía desembarcar en Cuba.

Enterado el Gobierno de España de semejante proyecto, hizo ante el de los Estados Unidos la correspondiente protesta, que fué escuchada, pues en 11 de agosto de 1849 expedía el Presidente Zacarías Taylor, la siguiente proclama:

Hay razón para creer que en los Estados Unidos se está preparando una expedición para invadir en armas la Isla de Cuba o algunas de las provincias de Méjico. Las noticias más fidedignas que el Ejecutivo ha podido hasta ahora obtener sobre ese particular, inclinan el ánimo a la creencia de que la Isla de Cuba es el verdadero punto objetivo de la dicha empresa. El Gobierno tiene el deber de que se observe la fe de los Tratados, y de impedir toda agresión, por parte de los ciudadanos de nuestro país, contra los territorios de las naciones amigas. He creído, por lo tanto, que es propio y necesario expedir la presente proclama, a fin de advertir a todos los ciudadanos de los Estados Unidos que estén asociados en una empresa de esta naturaleza, tan abiertamente en infracción con nuestras leyes y de las obligaciones que por tratado nos hemos impuesto, que quedarán por ello sujetos a las severas penas que para estos casos determinan nuestras propias leyes, dictadas por nuestro propio Congreso; y perderán, además, todo derecho a la protección de su país.[161] Las referidas personas no podrán esperar que este Gobierno intervenga en ninguna forma ni de ningún modo en favor suyo, sean cuales fueren los extremos a que se vean reducidos en consecuencia de su conducta. Una empresa que tiene por objeto invadir los territorios de una nación amiga, iniciada y preparada dentro de los límites de los Estados Unidos, es una cosa en alto grado criminal, supuesto que pone en peligro la paz del país y compromete el honor nacional. Por lo tanto, exhorto a todos los buenos ciudadanos a que teniendo en cuenta lo que vale nuestra reputación nacional, el respeto que se debe a nuestras propias leyes, el derecho de gentes, y lo que exige el deseo de que se conserven las bendiciones de la paz y la felicidad del país, se separen del antes dicho proyecto y lo reprueben e impidan por todos los medios que sean lícitos. Y prevengo a todos los empleados de este Gobierno, ya sean del orden civil, ya del militar, que usen todos los medios que estén a su alcance para asegurar la prisión, el procesamiento y castigo de todos y cada uno de los que, como se ha dicho, estén delinquiendo contra las leyes que nos mandan observar las sagradas obligaciones que tenemos contraídas con las naciones amigas.

Esta proclama produjo el resultado apetecido: por lo pronto hubo de desistirse de la expedición que entonces se proyectaba. Pero no se arredraron por esto el general Narciso López y sus amigos; ni siquiera se detuvieron ante el fracaso de otra expedición que se logró desembarcar en Cuba en 19 de mayo de 1850. En las esferas oficiales sabíase que en territorio americano se seguía conspirando contra la dominación española en Cuba, y en 25 de abril del año 1851, el Presidente, Millard Fillmore, lanzó la siguiente proclama:

...He resuelto, por tanto, expedir esta proclama apercibiendo a todos aquellos que con infracción de nuestras leyes y desprecio de nuestras obligaciones internacionales se unan en algún modo con la expresada empresa o expedición, que incurrirán por ello en las severas penas dictadas contra esos delitos, y quedarán sin derecho a reclamar la protección de este Gobierno, que no intervendrá absolutamente en favor de ellos, cualesquiera que sean los extremos a que los lleve su ilegal conducta. Y, en ese concepto, exhorto a todos los buenos ciudadanos a que considerando nuestra reputación nacional, el respeto que se debe a nuestras leyes y a los preceptos del derecho de gentes, lo que valen los beneficios de la paz y el bien y la felicidad de nuestro país, desoigan y condenen la empresa de que aquí se trata y la impidan por todos los medios legales. Ordeno, además, a todos los empleados del Gobierno, así civiles como militares, que se esfuercen por todos los medios que estén a su alcance para conseguir la prisión, el encausamiento y castigo de todos y cada uno de estos delincuentes, conforme al derecho del país.

[162] (1868-1878). Apenas iniciada la revolución cubana del año de 1868, era bien visible que el pueblo norteamericano estaba de parte de los insurrectos. En 10 de abril del año 1869, la Cámara de Representantes acordó, por noventa y ocho votos contra veinticuatro, ofrecerle su apoyo constitucional al Presidente de la República

para cuando juzgase oportuno reconocer la independencia y soberanía del Gobierno Republicano de Cuba.

El propio Poder Ejecutivo estaba, francamente, de parte de los revolucionarios. Comenzó, primero, por indicarle y ofrecerle a España un plan de mediación sobre la base del reconocimiento de la independencia, y amenazó después, ante las demoras y dilaciones del Gobierno de Madrid—que en un principio pareció dispuesto a iniciar las negociaciones—, con reconocer la beligerancia. Tanto, pues, por el estado de la opinión pública como por la actitud en que se colocó el Gobierno, parecía que los Estados Unidos se iban a apartar de la regla de la doctrina de Monroe, en que ahora nos ocupamos, enunciada en esta forma:

No hemos intervenido ni intervendremos en las colonias o dependencias existentes de ninguna potencia europea.

Sin embargo, cuando España se dió cuenta de esa actitud, se indignó y amenazó con romper las hostilidades; y, ante semejante situación, el Gobierno de Washington desistió de su propósito.

A partir de ese momento, el Poder Ejecutivo no quiso dar ningún paso que pudiera traerle dificultades con el Gobierno Español. Desempeñaba en aquel entonces la Presidencia de la República el General Ulyses S. Grant, y sus mensajes revelan su impasibilidad ante la suerte de los cubanos. No quería dar motivos que interrumpieran las buenas relaciones con España. He aquí los términos en que se refirió a este asunto en su Mensaje anual de 6 de diciembre de 1869:

En ninguna nación la libertad ha alcanzado el desarrollo que tiene en los Estados Unidos. No es de extrañar, por eso, que nuestro pueblo sienta simpatías por todo aquel que luche por alcanzar dicha libertad y el gobierno propio; pero ese sentimiento de simpatía no nos puede llevar a separarnos de una línea de conducta que nos traza nuestro honor como nación, y que consiste en no mezclarnos, si no se nos invita a[163] ello, en el conflicto entre dos naciones o entre un Gobierno y los pueblos que le estén sometidos. Nuestra línea de conducta nos la trazan la justicia y la ley. Tanto el derecho internacional como nuestro derecho interior. Esa ha sido siempre la actitud de la Administración frente a esos conflictos. Desde hace más de un año, una valiosa posesión de España, vecina nuestra muy inmediata, está luchando por obtener su libertad e independencia. Nuestro pueblo observa esa lucha con el mayor interés. El pueblo y el Gobierno de los Estados Unidos experimentan por el pueblo de Cuba los mismos sentimientos y simpatías que antes tuvieron por las colonias que se insurreccionaron contra España. Sin embargo, la lucha no tiene el carácter de una guerra, en el sentido que le da a esta palabra el derecho internacional; ni los insurrectos han podido formar tampoco, ni siquiera de facto, una organización política que justifique el reconocimiento de la beligerancia.

Nosotros mantenemos el principio de que nuestra nación es su mismo juez para decidir en qué oportunidad llega el momento de reconocerle a un pueblo su derecho como beligerante, ya se trate de aquel que luche por libertarse de la opresión de otro, ya de naciones independientes, en guerra unas con otras.

Los Estados Unidos no tienen por qué mezclarse en las relaciones que mantenga España con sus colonias de este continente. Llegará el día en que España y otras naciones de Europa se darán cuenta de la conveniencia que les reportará convertir sus dependencias en naciones independientes. Esas dependencias, en ningún caso podrán ser transferidas de una nación europea a otra. Si dejan de ser colonias, ha de ser para convertirse en naciones independientes que dirijan sus propios destinos y sus relaciones.

Los Estados Unidos, animados más que nada por el deseo de poner término al derramamiento de sangre en Cuba, ofrecieron sus buenos oficios para poner fin a la contienda. La oferta no fué aceptada por España, y hoy nos vemos en el caso de tener que guardar, estrictamente, las reglas de la neutralidad.

De esa actitud no se apartó el Gobierno de Washington en los diez años que duró la insurrección cubana; y para convencerse de ello basta leer los mensajes presidenciales de 13 de junio de 1870, 1º de diciembre de 1873, 7 de diciembre de 1874, 7 de diciembre de 1875, 3 de diciembre de 1877 y 2 de diciembre de 1878.

Se habrá observado, en el Mensaje antes transcrito, que el Presidente Grant, para no mezclarse en el conflicto entre España y el pueblo de Cuba, no invocó la doctrina de Monroe, sino que apeló solamente al derecho internacional. Quizás fuera debido a que por aquella época no tenía el Gobierno, por lo visto, una conciencia muy exacta del significado de dicha doctrina. Prueba de[164] ello es que el propio general Grant fué quien, al recomendarle al Congreso que decretase la anexión de Santo Domingo, alegó que era la doctrina de Monroe la que imponía su adquisición.

(1886). A principios del año 1886 el Gobierno de la República Argentina protestó de la ocupación, por la Gran Bretaña, de las islas Falkland o Malvinas, con infracción de la doctrina de Monroe. El Secretario Bayard, en 18 de marzo, libró un despacho al Gobierno Argentino, alegando que aquella nación venía poseyendo dichas islas desde el año 1833, invocando para ello títulos muy antiguos, y que la doctrina de Monroe no podía tener efectos retroactivos.

(1895-1898). Al estallar la revolución cubana del año 1895, se observa en los Estados Unidos el mismo caso ocurrido a principios del siglo con motivo de la insurrección de las colonias españolas del Continente y con ocasión de la revolución cubana del año 1868: el pueblo norteamericano se puso francamente de parte de los revolucionarios, mientras que el Gobierno se esforzó en mantener la neutralidad de la nación.

El Presidente, Grover Cleveland, en su Mensaje anual de 2 de diciembre de 1895, se había expresado así:

Cualquiera que sea la simpatía tradicional de nuestros conciudadanos, como individuos privados, en favor de un pueblo que parece estar luchando por conseguir la posesión de una mayor suma de autonomía y libertad, sentida todavía con mayor viveza por el hecho de que se trata de un pueblo que es vecino nuestro tan inmediato, hay que considerar, sin embargo, que es deber nuestro, claro e ineludible, cumplir de buena fe las obligaciones, reconocidas por todos, del derecho internacional.

No obstante estos consejos, por el mes de abril del siguiente año el Senado y la Cámara de Representantes, haciéndose eco de la opinión popular, favorable en grado sumo a la causa de los revolucionarios cubanos, aprobaron una proposición por la que se invitaba al Presidente de la República a reconocer a dichos revolucionarios la condición de beligerantes, y a que le ofreciera a España su mediación para poner término a la guerra, sobre la base de la independencia.

El Presidente de la República no se consideró en el caso de seguir el consejo que le daba el Congreso; pero como, a todas éstas, la opinión pública, por medio de sus órganos, especialmente parte de la prensa de la ciudad de Nueva York, mantenía palpi[165]tante el problema cubano, y consideraba la situación creada en Cuba como una afrenta a la civilización, no pudiendo dicho Presidente aparecer en contradicción con el sentimiento de la nación toda, en su Mensaje de 7 de diciembre de 1896 dijo que consideraba que España podía ofrecerles la autonomía a los cubanos, y que creía que esta solución traería la paz; pero que si aquella nación se mostraba irreducible en su actitud de intransigencia, quizás el Gobierno se vería en el caso de tomar otras medidas, de acuerdo con altas e ineludibles obligaciones.

Este momento hubo de llegar. Los horrores de la guerra, por una parte, y de la otra los perjuicios que por consecuencia de la misma venían sufriendo intereses norteamericanos muy importantes, fueron causa de que en 23 de septiembre de 1897 el Gobierno de Washington le exigiera al de España, terminantemente, que dejara pacificada la Isla. Dos meses después España le ofrecía la autonomía a Cuba; pero ya era tarde. La solución no satisfizo a los cubanos; y a pesar de que el Presidente Mc. Kinley, en su Mensaje de 6 de diciembre de dicho año, expuso que no se debía reconocer la beligerancia y que nada se debía hacer mientras no se evidenciara el fracaso del nuevo régimen autonómico, la opinión pública no cejaba en su empeño de que se tomara alguna acción decisiva en favor de los cubanos. El Poder Ejecutivo resistió cuanto pudo; pero la explosión del "Maine", en la bahía de la Habana, suceso bien reciente que todos recordamos, vino a ser el colmo de la ansiedad. El 20 de abril de 1898, el Presidente de la República suscribió la joint resolution por la cual se declaraba

que el pueblo de Cuba era y de derecho debía ser libre e independiente;

y al ser apoyada esta declaración por medio de las armas, y quedar triunfantes las de Norteamérica, terminó la dominación de España en el Continente Americano.

El escritor norteamericano Hiram Bingham, en un folleto que dió a luz el año 1915, en que trata de la doctrina de Monroe y que titula La doctrina de Monroe como una consigna anticuada, se refiere a los sucesos que acabamos de mencionar, en los siguientes términos:

Nuestros vecinos pensarán (se refiere a los hispanoamericanos) que se ha producido un cambio muy grande en la doctrina de Monroe. De[166]claramos en 1823 que no habíamos intervenido ni intervendríamos en las colonias o dependencias existentes de ninguna potencia europea, y en 1898 hicimos algo más que intervenir: terminamos con el poderío colonial de España, quedándonos con Puerto Rico, Guam y las Filipinas y libertando a Cuba, no sin antes asegurarnos una valiosa estación naval en Guantánamo. No entro a discutir la bondad de nuestro proceder: me limito a señalar la enorme diferencia que existe entre la vieja doctrina de Monroe y la nueva.

Quizás tenga razón el distinguido escritor norteamericano; pero aparte de que, como se ha visto, en aquellos sucesos el Presidente de la República se mantuvo, hasta donde pudo, adicto a la política tradicional en esta materia, y que si se desvió del camino que se había trazado fué porque no podía olvidar su condición de Jefe de un Estado en que dirige y gobierna la opinión pública, y ésta así lo exigía, no se puede negar que la adhesión a una de las reglas enunciadas por el Presidente Monroe no podía impedirle al Gobierno que adoptara la actitud que le trazaban los principios de libertad y de justicia tan hondamente vinculados en el pueblo norteamericano.


(F).—Los Estados Unidos no intervienen en las demostraciones puramente punitivas que hagan los gobiernos europeos contra naciones americanas, con tal de que de esos actos no se derive una ocupación de territorio.

Este aspecto de la doctrina de Monroe lo encontramos enunciado, por primera vez, por el Presidente Teodoro Roosevelt, en su Mensaje anual de 3 de diciembre de 1901, a que anteriormente nos hemos referido examinando otro aspecto de dicha doctrina. En efecto, según se recordará, hubo de declarar Roosevelt en dicha ocasión lo que sigue:

No impedimos que un Estado, que no sea americano, tome las represalias que estime oportunas contra una nación de la América, con tal de que el castigo no traiga, como consecuencia, la adquisición de territorio.

Sin embargo, aunque esta declaración se hizo en 1901, de hecho la línea de conducta que la misma señala se venía observando con anterioridad, según podemos comprobar. En varios casos, frente a determinados actos de fuerza de algunas potencias eu[167]ropeas contra débiles estados de la América, el Gobierno de Washington permaneció sin tomar ninguna acción, sin duda porque esos actos no se encaminaban a la ocupación de territorio. He aquí cuáles fueron esos acontecimientos, según refiere el tratadista John Basset Moore en su Digesto de Derecho Internacional:

En 1842 y 1844 la Gran Bretaña bloqueó el puerto de San Juan de Nicaragua. En 1851 la misma potencia interrumpió todo tráfico con el puerto de la Unión, en San Salvador, y bloqueó las costas de este país, y en 1862 y 1863 apresó varios buques brasileños en aguas del Brasil, en represalia por el saqueo del Prince of Wales en dichas aguas. En 1838 Francia bloqueó varios puertos mejicanos, por no habérsele dado satisfacción a determinadas reclamaciones. Con motivo de la guerra que estalló en 1865 entre España y las Repúblicas sudamericanas del Pacífico, durante la cual una escuadra española bombardeó el puerto de Valparaíso, declaró Seward, Secretario de Estado, en un despacho enviado al Ministro en Santiago en 2 de junio de 1866, que los Estados Unidos no se mezclaban en las guerras entre naciones europeas y americanas, a menos que se vieran compelidos a mezclarse en el asunto por el carácter político de la contienda, como en el caso de Francia y Méjico...

(1897). El año 1897, la Secretaría de Estado, ocupada por Sherman, hace una declaración análoga a la que formulara Seward en 1866. He aquí en qué ocasión. El súbdito alemán Emilio Lueders, residente en Haití, fué condenado a prisión y a pagar una multa de quinientos pesos. Entendiendo el Ministro alemán que esa condena era un atropello, reclamó la libertad de Lueders y el pago de una fuerte indemnización, de acuerdo con su Gobierno; y como el de Haití se negara a dar oídos a dicha reclamación, a las seis de la mañana del día 6 de diciembre del año de 1897 se presentaron en Port-au-Prince dos buques de guerra alemanes, haciendo saber su comandante, a las autoridades, que a la una de la tarde bombardearían las fortalezas y los edificios públicos si el Gobierno no accedía a su demanda, que consistía en pagar una indemnización de treinta mil pesos, en garantizar la vida y la libertad de Lueders, y en darle una satisfacción cumplida al representante diplomático del Emperador de Alemania.

El Gobierno haitiano se allanó a dicha demanda; pero como el Ministro de los Estados Unidos ante dicho Gobierno le llamara la atención al de Washington acerca de que la actitud de Alemania infringía la doctrina de Monroe, recibió de la Secretaría de Estado esta contestación:

[168] Este Gobierno no tiene por qué mezclarse en las cuestiones que continuamente se suscitan entre las Repúblicas de este hemisferio y otros Estados. La doctrina de Monroe, a que Ud. se ha referido, es inaplicable a la cuestión planteada; pues no está bien que nuestros vecinos interpreten erróneamente dicha doctrina, haciendo derivar, para ellos, erróneas interpretaciones que vengan a favorecerlos.

(1901-1903). No fué el Mensaje anual de 3 de diciembre de 1901 la única ocasión en que se enunció, en este año, la regla o forma de interpretación de la doctrina de Monroe, a que nos referimos. Hemos de ver ahora otro caso ocurrido en dicho año.

En los últimos meses de 1901 se fueron entibiando las relaciones entre el Imperio Alemán y la República Venezolana, debido a que estando gran parte de la deuda exterior de la segunda en manos de súbditos alemanes, éstos se quejaron a su gobierno de que no se les pagaba. Al mismo tiempo un crecido número de alemanes, residentes en Venezuela, se quejó también de que la revolución, que había asolado al país en los años anteriores, les había causado grandes perjuicios que el Gobierno se negaba a indemnizar.

Al fin el Gobierno de Venezuela accedió a las reclamaciones europeas, pero en una forma que hacía sospechar que los acreedores iban a ser objeto de una burla. Al menos así lo entendió el Gobierno de Alemania. El Presidente Cipriano Castro dispuso, por medio de un Decreto, que los reclamantes presentaran sus solicitudes, pero sólo los que hubieran sufrido daños con posterioridad al día 23 de mayo de 1899, fecha en que él había tomado posesión de su cargo; que las reclamaciones habrían de sustanciarse ante los tribunales venezolanos, y que las indemnizaciones que se acordaran se pagarían no en dinero, sino por medio de bonos de una emisión que se llevaría a cabo.

El Gobierno de Alemania estimó que la resolución del de Venezuela no era más que un medio habilidoso de demorar o evitar el pago de obligaciones que eran ciertas y legítimas, y decidió adoptar una acción más eficaz: realizar una demostración naval contra la República Venezolana. Antes de dar el Gobierno alemán ningún paso en ese sentido, se dirigió al Gobierno de Washington explicándole los móviles de su actitud y su verdadera finalidad. No llevaba el propósito de ocupar definitivamente el territorio venezolano; simplemente apelaba a la fuerza como único[169] medio de que el Gobierno de Venezuela atendiera con seriedad las peticiones formuladas.

En 11 de diciembre de 1901 el Embajador de Alemania en Washington entregó en la Secretaría de Estado un extenso documento, en el que, después de hacer relación de cuanto había ocurrido en el asunto de las reclamaciones, daba seguridades acerca de cuáles eran los propósitos de su Gobierno, en los siguientes términos:

Tenemos verdadero interés en que el Gobierno de los Estados Unidos adquiera el convencimiento de que sólo nos mueve el interés de que aquellos ciudadanos, a quienes ha causado perjuicios la guerra civil, sean indemnizados. No nos guía el propósito de adquirir u ocupar permanentemente el territorio de Venezuela. De colocarnos el Gobierno de Venezuela en la necesidad de tomar medidas de fuerza, aprovecharíamos las circunstancias para exigir que se garantizara el pago de las reclamaciones de la "Compañía de Descuento de Berlín". Como primera medida se tomará la de bloquear los puertos más importantes de Venezuela, como la Guayra y Puerto Cabello, lo que es de suponerse coloque al Gobierno en situación difícil, dado que sus principales ingresos lo constituyen los impuestos de importación y exportación; y sólo en el caso de que esta medida no dé resultado, nos decidiremos a ocupar los puertos a fin de recaudar nosotros mismos esos derechos.

A esas manifestaciones contestó el Secretario de Estado, John Hay, en 16 del propio mes, con un memorándum del cual transcribimos estos párrafos:

Su excelencia, el Embajador de Alemania, a su regreso de su viaje a Berlín, le ha dado seguridades al propio Presidente de la República, en nombre del Emperador de Alemania, de que su Gobierno no tiene el propósito ni la intención de realizar la menor adquisición de territorio en el continente meridional, ni en sus islas adyacentes. Esta voluntaria declaración fué reiterada después a la Secretaría de Estado y ha sido acogida por el Presidente y el pueblo de los Estados Unidos con la misma sinceridad con que se la ofreció... El Presidente de los Estados Unidos aprecia la atención del Gobierno alemán, al darle cuenta de este asunto; y, sin juzgar ni discutir las reclamaciones de que se trata, está seguro de que ninguna medida se adoptará por dicho Gobierno en desacuerdo con sus anunciados propósitos.

Todavía transcurrió un año antes de que el Gobierno de Alemania emprendiera su acción anunciada contra Venezuela. Durante ese tiempo la Gran Bretaña, por reclamaciones parecidas a las de los alemanes, adoptó la misma actitud del Gobierno de[170] Berlín; y, cansadas ya las Cancillerías de las dos naciones europeas de las demoras y dilaciones del Presidente Castro, en los primeros días del mes de diciembre del año 1902 se presentaron sus ministros acreditados en Caracas en la residencia privada del Ministro de Relaciones Exteriores y le hicieron saber que sus respectivos Gobiernos exigían que dentro de cuarenta y ocho horas se reconocieran y pagaran las reclamaciones formuladas. Acto seguido los dos diplomáticos se trasladaron a los buques de guerra de sus países, surtos en la Guayra, para esperar la respuesta; y como ésta no llegó en los términos pedidos, los buques de las dos potencias—a los que después se unieron los de Italia, que también tenía reclamaciones—bloquearon los puertos venezolanos, apresaron varios buques de guerra y mercantes y bombardearon las fortalezas de Puerto Cabello.

Así las cosas, la Secretaría de Estado del Gobierno de Washington, después de declarar que las medidas adoptadas no constituían un bloqueo pacífico, sino un verdadero estado de guerra, propuso en 12 de diciembre a las Cancillerías de Londres y Berlín, de acuerdo con el Gobierno de Venezuela, que se sometiera la cuestión de un arbitraje. El Gobierno de Venezuela, para negociar y tratar ese asunto, le confirió plenos poderes al Ministro de los Estados Unidos en dicha República.

Los dos gobiernos europeos aceptaron en principio las propuestas e indicaron como árbitro al Presidente de los Estados Unidos; pero éste declinó esa oferta, recomendando para el caso al Tribunal de La Haya. Así se hizo; se suspendió el bloqueo y se sometieron las cuestiones pendientes a dicho Tribunal, que dictó su laudo, aceptado por todos, en 22 de febrero de 1904.

El profesor Coolidge, de la Universidad de Harvard, en su conocida obra Los Estados Unidos como potencia mundial, al referirse a este asunto, expone que la acción de Alemania, la Gran Bretaña e Italia, en Venezuela, causó profundo disgusto en los Estados Unidos y que el pueblo se dió cuenta de que el verdadero propósito que animó a los alemanes consistió en el deseo de "probar", "tentar", hasta dónde podía llegar la doctrina de Monroe.

Fué con motivo de este importante asunto que el Ministro de Relaciones Exteriores de la República Argentina, Luis M. Drago, en una nota enviada a Martín García Merou, Ministro de dicha República en Washington, en 29 de diciembre, comentando la ac[171]titud de los gobiernos europeos, desenvolvió los principios en que se encierra la importante y hermosa doctrina que lleva su nombre.

Después de exponer la extrañeza que le había causado la actitud de las naciones aliadas contra Venezuela, significaba que, a su juicio, la deuda pública en ningún caso debía provocar la intervención armada de las potencias europeas, y mucho menos la ocupación material del suelo; tanto por la consideración de que el que contrata con un Estado conoce de antemano su civilización, su cultura y su manera de proceder en los negocios, de cuyas circunstancias depende que dichas obligaciones sean más o menos onerosas, como por la de que contra ninguna entidad soberana se puede intentar proceso ejecutorio de cobro; pues a ese paso, y si—con mengua del principio de la igualdad de los Estados—las naciones débiles pudieran ser sometidas a cobros compulsorios por medio de la fuerza, por las que son más fuertes y poderosas, pronto aquéllas se verían absorbidas por éstas.

(1904). Ocurridos los acontecimientos a que nos acabamos de referir, se dió cuenta el Presidente Roosevelt de que la opinión pública no estaba conforme con que los Estados Unidos permanecieran en actitud pasiva ante la agresión de una nación europea contra una República de este Continente. Era realmente peligroso que se le permitiera ocupar los puertos de una débil nación de la América a una potencia europea de tan enormes recursos como Alemania. Los Estados Unidos debían evitar ese peligro. Nada más expuesto que tolerar semejante acción, pues, por muchas que fueran las protestas de la nación ocupante, una vez tomada posesión del territorio no habían de faltarle pretextos a la diplomacia para convertir en definitivo lo que primero se dijera que era provisional.

Al mismo tiempo se daba cuenta el Gobierno de que los Estados Unidos no podían impedirle a las naciones de Europa ejercitar los medios que fueran conducentes a obtener la satisfacción de aquellas reclamaciones de sus súbditos, que fueran procedentes y justas. Al conjuro de esa necesidad surgió la llamada política de prevención, a que antes nos hemos referido, según la cual los Estados Unidos deben actuar en el sentido de evitar posibles conflictos entre las naciones de Europa y las de América, llegando, si fuere necesario, hasta a intervenir en los asuntos de éstas.

He aquí cómo la justifica Roosevelt en su Mensaje de 6 de diciembre de 1904:

[172] Los Estados Unidos no están animados, con respecto a las otras naciones de este Continente, por otro deseo que no sea el de verlas desenvolverse con orden y prosperidad. Todo pueblo que se conduzca bien, puede contar con la seguridad de nuestra amistad. Los Estados Unidos no tienen porqué mezclarse ni intervenir en los asuntos de aquellas naciones que se conduzcan con decencia y corrección; pero cuando el desorden se entroniza en un país, hasta el punto de que éste se hace incompatible con los altos intereses de la civilización, parece cosa indicada la intervención de una nación civilizada. En el continente occidental, la doctrina de Monroe le impone al Gobierno de los Estados Unidos el deber de desempeñar esa misión, desarrollando una política de policía internacional. Si cada una de las naciones que baña el mar Caribe se dieran cuenta e imitaran los progresos realizados en Cuba, merced a la Enmienda Platt, desde que la abandonaron nuestras tropas, terminaría todo motivo, por parte nuestra, para intervenir en sus asuntos. En realidad son idénticos nuestros intereses y los de nuestros vecinos del Sur. Esos países poseen grandes riquezas, y si lograran mantener el imperio de la justicia y de la ley, su prosperidad sería enorme. Aquellos que sepan guardar las reglas que observan los países civilizados, encontrarán en todas partes un ambiente de cordialidad y simpatía. Nosotros nos mezclamos en los asuntos de esos países sólo en último caso, cuando se comprueba que en sus asuntos interiores no pueden proceder con justicia y que en los exteriores han violado los derechos de los Estados Unidos o han provocado una agresión extranjera en perjuicio de las naciones de la América. Es una verdad, fuera de dudas, que toda nación, sea o no americana, que quiera mantener su libertad e independencia, se debe dar cuenta de que no disfruta de esa libertad e independencia para hacer mal uso de las mismas.

(1905). El propio Presidente Roosevelt, en su Mensaje anual de 5 de diciembre de 1905, refirióse de nuevo a la necesidad de que los Estados adoptaran la política de prevención, en estos términos:

Debemos demostrar, además, que nos proponemos impedir que una nación, en este Continente, utilice la doctrina de Monroe como escudo para protegerse contra las consecuencias de sus propias malas acciones. Si alguna de las Repúblicas al Sur de la nuestra, hace algún daño a alguna nación extranjera, atropellando, por ejemplo, a algún ciudadano de esta nación, en semejante caso la Doctrina no nos obliga a intervenir para pedir que se castigue al autor del daño, excepto para cuidar de que el castigo no asuma, en modo alguno, la forma de una ocupación territorial. Más difícil es el caso cuando se relaciona con una obligación contractual, pues nuestro propio Gobierno siempre se ha resistido a imponer el cumplimiento de las obligaciones contractuales, en obsequio de sus ciudadanos, mediante el recurso de las armas. Muy de desear es que todos los Gobiernos extranjeros asuman la misma actitud; pero,[173] desgraciadamente, no es así. Nos vemos, por consecuencia, expuestos en cualquier modo a arrastrar desagradables alternativas. Por una parte, este país se resistiría, seguramente, a ir a la guerra para impedir que un gobierno extranjero cobre una deuda justa. Por otra parte, no es nada prudente permitir que una potencia extranjera cualquiera tome posesión, siquiera sea temporalmente, de las aduanas de una república americana, a fin de compelerla al pago de sus obligaciones; puesto que dicha ocupación temporal podría convertirse en ocupación permanente. La única manera de sortear estas alternativas, en cualquiera ocasión determinada, puede consistir en que nosotros mismos acometamos la empresa de buscar un arreglo mediante el cual pueda satisfacerse, hasta donde sea posible, la deuda contraída. Mucho mejor es que este país lleve a la práctica un arreglo semejante, antes que permitir a ningún otro país que se adelante a acometer esa empresa. Este procedimiento, por parte nuestra, garantizará a la República deudora que no tendrá que satisfacer deudas de carácter indebido, bajo presión; y a la vez será también, para los acreedores honrados, una garantía de que no se prescindirá de sus derechos para favorecer las reclamaciones fraudulentas o codiciosas. Además, esta actitud de los Estados Unidos nos brinda la única manera posible de evitar un choque con alguna potencia europea. Esa actitud, pues, es la que más conduce a promover los intereses de la paz, lo mismo que los intereses de la justicia. Es un beneficio para nuestro pueblo; es un beneficio para los pueblos extranjeros; y, sobre todo, es un beneficio para el pueblo del país interesado.

En un capítulo posterior hemos de referirnos con más detenimiento a esta interesante materia: cuando estudiemos la ingerencia del Gobierno de Washington en los asuntos interiores de algunas de las Repúblicas de la América Central. Por el momento hemos querido señalar cómo los Estados Unidos tuvieron que apartarse de la línea de conducta que se trazaron, en casos que, después de todo, no fueron numerosos, de no intervenir en las demostraciones meramente punitivas que hicieran los Gobiernos europeos contra naciones americanas.


(G).—Los Estados Unidos no intervienen en caso de guerra entre naciones americanas.

(1828). Con ocasión de la guerra ocurrida entre la República Argentina y el Imperio del Brasil, declaró Henry Clay, Secretario de Estado, en nota enviada a Forbes, Encargado de Negocios en Buenos Aires, que la guerra de que se trataba era una guerra genuinamente americana, en la que para nada intervenían las [174] naciones de Europa; y que en este sentido la doctrina contenida en el Mensaje de Monroe no rezaba con ese caso.


(H). Los Estados Unidos no se oponen a que una nación europea sea árbitro en una cuestión entre naciones americanas.

(1898). Por el año 1898 la Argentina y Chile sostenían una apasionada disputa por cuestión de linderos.

La Gran Bretaña y Alemania le habían propuesto a la República Argentina que sometiera la cuestión al arbitraje de la Reina Victoria, e interesaron del Gobierno de Washington que actuara con ellas en ese sentido. La Secretaría de Estado contestó, en 1º de septiembre de 1898, que los Estados Unidos no se oponían al arbitraje, toda vez que éste había sido propuesto amistosamente y no en tono imperativo, lo que sería incompatible con la independencia de la nación argentina.

(IV)
NOTAS CRITICAS

Verdadera significación de la Doctrina de Monroe.

Los hechos que han sido objeto de los capítulos anteriores, en los que se ha expuesto cómo surgió la Doctrina de Monroe y cómo se la ha aplicado, evidencian, sin lugar a dudas, que nació y vive dicha doctrina por el interés y para la seguridad de la República Norteamericana. Así se reconoce en el Mensaje de Monroe; así se consigna en despachos oficiales, según se ha visto; así lo han proclamado los tratadistas y escritores que han estudiado esta materia.

Desde los mismos días de la fundación de la República Norteamericana, sus estadistas se dieron cuenta de que el bienestar, la paz y la seguridad de la nación iban a depender, en gran parte, de que los otros territorios de la América no fueran campo de la colonización o de la expansión europea; y en verdad que no se equivocaron. Si las naciones de Europa hubieran hecho a la[175] América teatro de su expansión y de sus luchas, por lo pronto los Estados Unidos se hubieran visto obligados a perder su estructura de nación eminentemente industrial y comercial, para convertirse en potencia militarista. "Nos hubiéramos visto obligados—como dijo Olney en su famosa nota a Lord Salisbury—a armarnos hasta los dientes; y al tener que ingresar nuestra juventud en la Marina o en el Ejército, la habríamos distraído de las industrias de la paz, suprimiendo, en gran parte, nuestra poderosa energía productora."

Por lo demás, los principios en que se inspiró la Doctrina de Monroe no encierran ninguna novedad. Guardan cierta analogía con aquellos que constituyen el sistema político de Europa, que se ha denominado "Equilibrio Político", y según el cual la fuerza entre los Estados se debe contrabalancear, evitando que uno de ellos se engrandezca en forma tan excesiva que constituya una amenaza para la seguridad y los derechos de los otros.

El "equilibrio europeo" surgió como una reacción contra la política agresiva iniciada por Luis XIV; y aunque unas veces se ha roto, y otras ha sufrido múltiples vicisitudes, las naciones de Europa han puesto siempre gran empeño en mantenerlo; hasta el punto de que al distribuirse entre ellas, durante el siglo pasado, algunos territorios de Africa, de Asia y de Oceanía, o al llevar a otros sus "esferas de influencia", se han tenido en cuenta, para contrabalancearlas, las fuerzas que mantienen dicho equilibrio.

Eso mismo se quiso evitar con la Doctrina de Monroe. La seguridad y la paz de los Estados Unidos quedaban garantizadas si se impedía que las grandes potencias europeas convirtieran el suelo americano en nuevo elemento que aumentara sus fuerzas y que acrecentara sus rivalidades. Pero, obsérvese esta diferencia: mientras el "equilibrio europeo" no tiene más finalidad que la de la propia conveniencia de las naciones que lo mantienen—que no han tenido escrúpulo en recurrir, cuando lo han juzgado preciso, nada menos que a la represión de toda aspiración democrática, como hizo la Santa Alianza en 1815—, la Doctrina de Monroe ha podido promover ajenos intereses; ha podido producir el efecto de mantener la independencia de otros Estados, que por sí solos quizás no hubieran podido defender el gobierno propio.

Esta manifestación nuestra será tal vez acogida con gesto de desdén o de desagrado por los escritores, nacidos en otros pueblos de nuestra habla, que se indignan ante quienes, observando la realidad sin prejuicios ni apasionamientos, reconocen los grandes[176] beneficios que de la Doctrina de Monroe han derivado las Repúblicas hispanoamericanas. Nada más que empeñándose en cerrar los ojos a la realidad, puede ésta ser desconocida. Si los casos en que el Gobierno de Washington ha detenido la acción de las naciones europeas seducidas por las riquezas de los territorios de América, de que se encuentran muchos ejemplos en el capítulo precedente, no le pareciese a dichos escritores una demostración elocuente de nuestra afirmación, les aconsejamos que aparten la vista de este Continente y la fijen en Africa o en Asia, y observen lo que han hecho los europeos en estas partes del mundo, durante el siglo pasado especialmente.

En Africa no existen más Estados independientes que Marruecos, Abisinia, Liberia y El Congo, con una extensión superficial de 3,736.600 kilómetros cuadrados y unos 38,000.000 de habitantes; mientras que las colonias europeas ocupan un área de unos 26,000.000 de kilómetros, con una población de más de 110,000.000 de habitantes; y con respecto al Asia, de los 825,000.000 de habitantes que la pueblan, según datos que tenemos a la vista, 430,000.000 habitan en los Estados independientes y los 395,000.000 restantes, en las posesiones extranjeras. Nada ha podido, pues, detener la expansión de las naciones de Europa en las otras partes del mundo; y ofreciendo, como ofrece, la América mayores riquezas que aquellos continentes y, en consecuencia, mayores alicientes, cabe preguntar: ¿qué cosa hubiera impedido a dichas naciones repartirse la América en la forma en que se repartieron el Asia y el Africa? ¿Qué otra fuerza, qué otro principio, de no ser el que encierra la Doctrina de Monroe, ha podido detener la ambición de las naciones europeas? Confesamos que no los conocemos; pero estamos seguros de que no se han detenido por falta de deseos ni de recursos.

Contribuyó a darle popularidad y fuerza, la circunstancia de que defendiera el principio del gobierno propio.

No porque la Doctrina de Monroe haya sido promulgada por exigirla la conveniencia de la nación norteamericana, podemos encogernos de hombros ante quienes nos hablen de gratitud hacia los Estados Unidos, aduciendo que los beneficios alcanzados por estas Repúblicas los han obtenido de rechazo; pero no porque esa[177] fuera la intención del Gobierno de los Estados Unidos. No; cuando el Presidente Monroe envió al Congreso su famoso Mensaje, concurrieron determinadas circunstancias que provocan nuestra gratitud hacia el pueblo norteamericano. Veamos en lo que nos fundamos para hacer esta afirmación. En los tiempos en que se promulgó dicha Doctrina, los Estados Unidos estaban muy lejos de ser un factor importante en los destinos del mundo; pero la sagacidad de los estadistas de aquella época, anticipándose a los acontecimientos, quiso asegurar el porvenir de la nación evitando que los territorios de América fueran objeto de la expansión de Europa. Aquellos hombres vieron las cosas con claridad: se inspiraron en los grandes intereses de los Estados Unidos, más importantes para el futuro que por el momento. Pero el pueblo, que por lo regular sabe sentir, más bien que pensar, no se deslumbró tanto por ese aspecto, que se podía escapar a su vista, como por este otro que lo atrajo y sedujo: la Doctrina iba a defender, desde aquel momento, el principio del gobierno propio en los pueblos del continente americano; principio por el cual los norteamericanos acababan de luchar y del que iban a ser en lo adelante los más esforzados defensores.

A ese sentimiento, a esa simpatía del pueblo por la causa del gobierno propio, de la que constituyen buena prueba las propias Repúblicas de Hispanoamérica—simpatía que no se supo disimular durante las luchas de Italia, de Grecia, de Hungría, y de otras nacionalidades que no son americanas, por la libertad—, se debe, en gran parte, la popularidad de la Doctrina; que ha arraigado tan hondamente en la conciencia pública, como algo vinculado en la vida misma de la nación, que un escritor ha podido decir que la devoción de los norteamericanos hacia ella es algo así como un "fetichismo".

El mantenimiento de la Doctrina de Monroe es siempre de actualidad para los Estados Unidos.

No fué la idea de la defensa del principio del gobierno propio la única que le dió popularidad a la Doctrina de Monroe. Ya antes vimos que surgió dicha Doctrina dentro del ambiente de opinión según el cual los dos continentes eran cosas completamente distintas, separados idealmente por una línea trazada en el[178] Océano, y que de ese orden de ideas surgió la doctrina de "las dos esferas", de la cual la de Monroe, en cierto modo, no era más que una aplicación. Se pensaba entonces que si la Providencia había formado dos mundos diferentes, en los que se gobernaban los hombres por principios y sistemas distintos, los del uno no podían mezclarse en el gobierno ni en las cosas del otro.

Ya ese estado de opinión pasó a la historia. Poco a poco el tiempo ha ido borrando la línea que separaba los dos continentes, y hasta el gobierno popular, que se creyó era patrimonio de los gobiernos de América, está más caracterizado en algunas monarquías de Europa, que en muchas repúblicas de nuestro Continente. Los Estados Unidos, dice el Profesor Coolidge, están más cerca, en todos los órdenes, de Europa que de la América del Sur; y nadie puede negar que guarda más semejanza un norteamericano con un inglés, con un alemán, con un francés o con un ruso, que con un mejicano, un peruano o un brasileño. Es lo singular que no es Europa la que ha borrado esa línea, mezclándose en los asuntos de América: es la nación norteamericana (es decir la misma que discurrió lo de "las dos esferas") la que ha tomado acción en muchos asuntos del viejo continente. En 1885, los Estados Unidos toman parte en la conferencia de Berlín, en la que se acordó fundar el estado libre del Congo; en 1898 ocupan a Hawai, por una causa, y por otra distinta a las Filipinas; y poco tiempo después toman una participación directa en los asuntos de China; en 1906, al tomar parte en la Conferencia de Algeciras, intervienen en los asuntos de Marruecos, y hasta han mediado en los que son genuinamente europeos: la Secretaría de Estado protestó contra los atropellos de que fueron víctimas los judíos en Rumania, y protestó también, ante el Gobierno de Rusia, por los asesinatos cometidos en Kishinew.

El hecho de que el progreso en el orden comercial, en el político y en el científico, el cosmopolitismo, en una palabra, nos haya llevado y nos siga conduciendo de manera lenta, pero segura, al acercamiento de los dos continentes, ha impresionado a muchos escritores hasta el punto de que llegan a decir que no se explican por qué razón, cuando tal acercamiento ocurre, los Estados Unidos se aferran en el mantenimiento de la Doctrina de Monroe, hija, si cabe la expresión, de la de "las dos esferas" o del "aislamiento", ya tan caduca.

Todo esto tiene una explicación, que se deriva de lo que antes,[179] en este mismo capítulo, hemos dicho: la Doctrina de Monroe se enunció por y para la conveniencia de los Estados Unidos; y aunque los pueblos de Europa se asemejen en muchos de sus aspectos a los de América y se acerquen a los mismos, en muchos órdenes, ese acercamiento no podrá nunca revestir la forma de dominación de aquéllos sobre éstos, porque, desde el momento en que tal cosa ocurriese, los Estados Unidos perderían la posición privilegiada que ocupan en el mundo.

En esto precisamente estriba el mérito grande de los estadistas que concibieron la Doctrina de Monroe. Dando muestras de gran sagacidad, de verdadera perspicacia, la idearon para que rigiera en todos los tiempos, a despecho de que variaran, como han variado, las circunstancias que los decidieron a establecerla. Ya la "Santa Alianza" desapareció; pero han surgido después, y no han desaparecido, otros peligros. Los enormes armamentos de las potencias europeas y su ambición desmedida de establecer nuevas colonias, han sido un peligro constante que los Estados Unidos no han perdido de vista; y hasta los mismos malos gobiernos de algunas Repúblicas americanas, en sus cuestiones y enredos con las cancillerías europeas, originadas muchas de esas cuestiones por litigios derivados de las célebres "concesiones" de explotaciones de minas, tierras, ferrocarriles, etc., a extranjeros, se han encargado de darle una constante actualidad a la "doctrina" que nos ocupa.

A los que piensan y dicen que ya América nada tiene que temer de Europa, les aconsejamos que observen el ejemplo de Asia y de Africa, a que antes nos referimos.

Sobre los casos en que ha sido infringida la Doctrina de Monroe.

Algunos escritores iberoamericanos, entre otros el mejicano Carlos Pereyra en El Mito de Monroe, y el brasileño Eduardo Prado en La Ilusión Yanqui, en su afán de desacreditar ante nuestra vista la eficacia de la Doctrina de Monroe, se dedican a exponer los casos en que el Gobierno de Washington permaneció impasible ante agresiones de las potencias de Europa contra las Repúblicas americanas. No compartimos la opinión de tan ilustrados escritores. Entendemos que ni la actitud de la Gran Bre[180]taña, en 1833, ocupando las Islas Falkland o Malvinas frente a las costas de la República Argentina, y contra la voluntad del Gobierno de esta nación, ni la que tomó a mediados del siglo pasado al ocupar en territorio hondureño la Mosquitia y las Islas de la Bahía, invocando en uno y otro caso títulos que databan de épocas remotas; ni la que adoptó Francia, en 1838, al bombardear el Castillo de San Juan de Ulúa en Veracruz, y al bloquear ese mismo año los puertos del Plata—casos que entresacamos como los más importantes—, tienen fuerza bastante para quitarle su tonalidad a la línea de conducta caracterizada por los hechos expuestos en el capítulo anterior, en el que enumeramos los casos en que el Gobierno de Washington había aplicado o invocado la Doctrina de Monroe.

Es lo cierto, a despecho de cuantas excepciones se quieran encontrar, que después que el mundo conoció el Mensaje del quinto Presidente de los Estados Unidos, las naciones europeas no han fundado ninguna colonia en América. No por esto dejamos de reconocer que ha habido casos en que, positivamente, la Cancillería Americana se ha olvidado de la Doctrina de Monroe. Tal ocurrió en 1850, al suscribirse por la Gran Bretaña y los Estados Unidos el Tratado Clayton-Bulwer para la construcción de un canal interoceánico, empresa en la que, según se estipuló, las dos naciones tendrían la misma ingerencia, garantizando por igual la neutralidad de dicho canal; por más que no se realizó la empresa en aquel entonces; y cuando los Estados Unidos se decidieron a acometerla, derogaron aquel Tratado. Esto se hizo, en 1901, por el que se denomina Hay-Pauncefote; y tal ocurrió también, en 1877, al cederle Suecia a Francia la Isla de San Bartolomé.

Hay otro caso en que el Gobierno de Washington infringió la Doctrina, y que por sí solo debía redimir a los norteamericanos ante quienes afirman que la Doctrina de Monroe no es más que la máscara con que se encubren propósitos imperialistas: nos referimos al caso de Cuba, en 1898, cuando los Estados Unidos, para libertarla, se apartaron de la regla según la cual dicha Doctrina no rezaba con las colonias que existían cuando fué promulgada.

[181]

Fué en un tiempo de carácter "presidencial" exclusivamente, pero hoy es también "congresional".

Durante muchos años la doctrina de Monroe fué, como dicen algunos escritores, de carácter "presidencial", exclusivamente. Concebida, como se ha visto, por el Poder Ejecutivo, resultaba el Legislativo ajeno por completo a su aplicación; sin embargo, desde fecha relativamente reciente este poder ha compartido con aquél su mantenimiento. No otra cosa significa la aprobación de la Enmienda Platt por el Congreso y la sanción por el Senado del Tratado de La Haya, del celebrado con Cuba con carácter permanente y del convenido con Haití por un número de años; en todos cuyos cuerpos legales se contienen prescripciones alusivas a la referida doctrina.

Diríase que el hecho de que en los Tratados celebrados con las Repúblicas de Cuba y Haití se contengan tales prescripciones, envolvía la infracción de una de las reglas seguidas en la aplicación de la doctrina de Monroe, las alusivas a que los Estados Unidos no hacen materia de pacto dicha doctrina; pero en realidad tales Tratados, más que el producto de la libre voluntad de las dos partes suscribientes, son la consecuencia de un orden de cosas según el cual, una de ellas se tiene que someter a la acción preponderante de la otra.

La Doctrina de Monroe y el Derecho Internacional.

Una de las cuestiones que más viva discusión ha suscitado alrededor de esta materia, es la relativa a si la Doctrina de Monroe forma parte, o no, del Derecho Internacional.

Dice Hiram Bingham, apoyándose en la opinión del profesor Theodore S. Woolsey, que la Doctrina de Monroe no encierra ninguno de los principios que sirven de base al Derecho Internacional; y que ningún estadista, por eminente que sea, ni ninguna nación, por mucho poder que tenga, tienen autoridad bastante para incluir entre los cánones de dicho derecho los principios de la referida doctrina. A juicio de Merignac, la Doctrina es contraria al derecho de las naciones, supuesto que ninguna puede cerrar por completo un continente a la colonización de los pueblos de otro[182] hemisferio; y para Beaumarchais, ninguna nación ha reconocido nunca el principio de la no colonización, que los Estados Unidos pretenden imponer a Europa, ni puede tampoco ningún Estado fundarse en el Derecho Internacional para modificar la situación de territorios que no le pertenecen. Por su parte Martens, profesor de la Universidad de San Petersburgo, dice que el Derecho Internacional no admite que una sola nación sea la señora de todo un continente.

Frente a esas opiniones se ofrece la de muchos escritores norteamericanos, para quienes la doctrina de Monroe forma parte del Derecho Internacional.

Dice Philip H. Brown que ningún principio es tan básico ni tan sagrado en materia de Derecho Internacional, como el derecho que tiene toda nación a su independencia y soberanía; y que la soberanía e independencia de las Repúblicas latinas del Continente Americano han sido defendidas siempre por aquel que sostiene la Doctrina de Monroe. No compartimos la opinión de Brown. En nombre de ese mismo principio de la soberanía, toda nación puede celebrar libremente pactos o alianzas con otros Estados; y, sin embargo, cuando se dijo en 1912 que la República Mejicana había enajenado la Bahía Magdalena al Japón, se aprobó en el Senado la "Proposición Lodge", basada en la Doctrina de Monroe, a que en el capítulo anterior nos referimos, por la que se declaró que los Estados Unidos impedirían las enajenaciones de puntos o lugares estratégicos cuya posesión, por otra potencia, pudiera afectar la seguridad de los Estados Unidos.

Elihu Root dice que la Doctrina de Monroe no forma parte del Derecho Internacional, pero que descansa en el derecho de la propia protección, reconocido por aquel derecho. Este mismo parecer se recordará que fué expuesto por el Presidente Cleveland en su Mensaje especial de 17 de diciembre de 1895, sobre el conflicto anglo-venezolano.

No comparte estas opiniones el tratadista alemán Herbert Krauss, quien dice que nunca que los Estados Unidos han invocado la Doctrina de Monroe ha sido amenazada su existencia nacional.

En nuestra opinión, los principios en que descansa la Doctrina de Monroe no forman parte del Derecho Internacional. Son cosas totalmente distintas el conjunto de reglas que forman el ordenamiento jurídico que se denomina Derecho Internacional, y la actividad política de la nación que se excede de sus linderos y toma[183] medidas para mantener determinado status político en otros pueblos, como medio de garantizar su propia seguridad.

Creemos, con el autor inglés W. F. Reddway, y con el francés Hector Petin, que la doctrina de Monroe no es más que una declaración política, que no se relaciona con el Derecho Internacional. Esto no le quita autoridad ni prestigio a dicha doctrina. ¿Acaso todas las potencias, constantemente, no intervienen y les hacen imposiciones a otros pueblos de menor importancia y poderío? Hasta tal punto es esto exacto, que, después de todo, la historia de Europa, en la edad contemporánea, no es más que una serie ininterrumpida de esos casos.

Véase lo que fueron los Congresos de Viena. Los soberanos europeos, titulándose delegados de la Providencia, se reparten, movidos por su conveniencia y a despecho del principio de las nacionalidades, a base de ganancias e indemnizaciones, los territorios de otros pueblos a los cuales se suponía débiles para resistir la desmembración. Esa misma conveniencia determinó la creación de Bélgica, en 1831, como Estado neutro; e impuso, por el Tratado de París (1856), por un lado la integridad del Imperio Otomano, garantizada por las potencias, y por otro la neutralidad del Mar Negro; con lo que se obligó a Rusia a desmantelar las fortificaciones construídas en sus costas. Impulsado también por lo que a su juicio constituía la conveniencia de la nación, Napoleón III, temeroso de la influencia del rey de Prusia en la Península Ibérica, quiso exigirle a éste, cuando se trató de la candidatura de un Príncipe Hohenzollern para la corona de España, la promesa de que nunca aceptaría dicha corona; y al negarse el soberano prusiano a contraer semejante compromiso, sobrevino la guerra del año 1870. Pero, es más: ¿quién no sabe que una de las causas de la última guerra la constituyó el afán de Austria por tener un completo predominio sobre los Balkanes?

Se ve, pues, que al aplicar los Estados Unidos la Doctrina de Monroe, movidos por su propia conveniencia, no han hecho otra cosa que seguir las huellas de las potencias europeas, a las cuales de seguro no les habrá preocupado que las medidas de seguridad tomadas por ellas en otros pueblos, se ajusten o no a los cánones del Derecho Internacional. Con esta diferencia en favor de la República norteamericana: que ésta, con su política, produce el resultado de favorecer y garantizar la independencia de otros pueblos, mientras la de las potencias europeas, en la generalidad de [184] los casos, no tiene otra consecuencia que no sea la de beneficiarse ellas mismas.

Leo S. Rowe, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Pennsylvania, hace algo más que convenir en que la Doctrina de Monroe no es más que un principio de política. Entiende y dice que a los Estados Unidos no les conviene que dicha doctrina forme parte del Derecho Internacional, porque desde ese momento pertenecería a otros pueblos y no a la nación norteamericana exclusivamente; lo que a ésta, desde luego, no le convendría. Al pensar de esa manera, tiene en cuenta los mismos intereses que preocuparon a los estadistas que han desenvuelto el criterio, según vimos en el capítulo precedente, de que el Gobierno de Washington no puede hacer materia de pacto los principios contenidos en la Doctrina de Monroe.

Cualquier tentativa que se haga para incluir la Doctrina de Monroe en el cuerpo del Derecho Internacional, dice Rowe, equivaldría a querer colocar una parte importante de nuestra política exterior fuera del alcance de nuestro régimen nacional; situación que a todas luces sería de lamentar, por ser contraria a nuestros verdaderos intereses nacionales.

Mientras la Doctrina de Monroe sirva los intereses fundamentales de la protección nacional; mientras nos permita evitar la amenaza de las complicaciones europeas en el continente americano; mientras contribuya a preservar la integridad territorial y el bienestar nacional de las repúblicas americanas; mientras reúna todas esas condiciones, será digna de seguir formando parte integrante de nuestra política extranjera y nos ayudará a cumplir esa altísima misión, como uno de los guardianes de la paz del Nuevo Mundo.

La Doctrina de Monroe en los actuales momentos.

Habiendo conmovido la reciente contienda mundial todos los principios y problemas de interés para los pueblos, en unos casos durante la guerra, en otros cuando la paz se concertó, no era posible que la doctrina de Monroe, que se refiere a la política de todo un continente, dejase, si no de ser afectada, de pasar al menos por uno de los períodos más críticos de su historia. Expondremos en breves palabras lo ocurrido a este respecto.

Tan pronto como los Estados Unidos figuraron entre los beligerantes, el Presidente Wilson expuso ciertas ideas, que produjeron el efecto de que en él se fijase la mirada del mundo entero;[185] hizo concebir la esperanza de que bajo su inspiración se habría de concertar la paz, en tales términos, que dicha guerra fuese la última. La paz, decía Wilson, no debe de ser de retazos y remiendos, producto de la rivalidad egoísta de los gobiernos: se debe establecer un nuevo orden internacional, por acuerdo de todas las naciones, y merced al cual, haciéndose el derecho más eficaz que la fuerza, imponga el respeto a todas las naciones, lo mismo a las fuertes que a las débiles. Llegado el momento en que cesaron las hostilidades, los Estados Unidos exigieron, como precio de su colaboración en la contienda, según expresión de un escritor, que se concertara la paz a base de aquellos principios, respondiendo a tal iniciativa el Pacto de la Liga de las Naciones. La esencia de esta Convención está contenida en su art. 10, por el cual se obligaron las partes signatarias a respetar y mantener, contra toda agresión exterior, la integridad territorial y la independencia política de todos los miembros de la Liga. A tenor de este principio, decía el Presidente Wilson, la doctrina de Monroe se hace universal, se le ofrece a todos los pueblos la garantía que le otorga a los de la América dicha doctrina.

Pero cuando el ilustre estadista dió su primer viaje a los Estados Unidos mientras se celebraban las conferencias de Versalles, se dió cuenta de que existía en dicha República el temor de que la aprobación de la Liga, al suponer la adopción de una política más amplia y general que la que envuelve la doctrina de Monroe, impusiera la renuncia a mantener esta última. No parecía discreto que se aventurase la existencia de un principio que tanto significaba para los norteamericanos, en aras de una alianza cuyo éxito no se podía asegurar. El Presidente Wilson creyó que daba satisfacción cumplida a la opinión, insertando la cláusula contenida en el art. 21 del Pacto de la Liga de las Naciones y a tenor de la cual, ninguna de las estipulaciones contenidas en el convenio, se consideraría como incompatible con la doctrina de Monroe.

Los adversarios del Presidente estimaron que esta declaración no era suficiente. El Partido Republicano, por boca de sus leaders en el Senado, se manifestó contrario, decididamente, a que los Estados Unidos figurasen en la Liga de las Naciones y a virtud de esta oposición, al someterse a dicho alto cuerpo el Tratado de Paz, no alcanzó los sufragios necesarios para ser aprobado.

Así las cosas, sobreviene la última campaña presidencial y uno de los puntos de divergencia entre los Partidos fué el relativo[186] a la aprobación del Tratado. Por ella estaban los demócratas, que querían hacer buena la labor de Wilson, mientras que los republicanos la combatían con denuedo. Triunfantes estos últimos, se han limitado a declarar que existe un estado de paz con Alemania y Austria Hungría. Fieles al viejo principio del "aislamiento" han preferido hacer la paz en esa forma, antes de entrar en pactos y alianzas con las naciones del otro hemisferio.


[187]

TERCERA PARTE
LA PREPONDERANCIA EN EL CARIBE

(A)
CUBA

El día 1º de enero de 1899, al cesar la soberanía de España en Cuba, asumió el Gobierno de la Isla el Mayor General del Ejército de los Estados Unidos John. E. Brooke. No obstante el carácter militar de este gobierno, se estableció una administración civil formada por cuatro secretarías que fueron ocupadas por cubanos y que se denominaron: de Estado y Gobernación, de Hacienda, de Justicia e Instrucción Pública y de Obras Públicas, Agricultura, Industria y Comercio.

Organizado así el Gobierno, se celebraron elecciones; primero, para cubrir cargos municipales, en 16 de junio de 1900 y después, el tercer sábado de septiembre, a fin de elegir delegados a una Convención Nacional que fué convocada para el primer lunes de Noviembre y la que debía redactar y adoptar una Constitución para el pueblo de Cuba y como parte de ella, proveer y acordar las relaciones con los Estados Unidos.

Comenzó sus trabajos la Asamblea constituyente el día para que fué convocada y dió cima a los mismos el 21 de febrero de[188] 1901, dejando aprobada la Constitución, o séase la ley política fundamental.

Debía ocuparse la Convención, inmediatamente, de definir las relaciones de Cuba con los Estados Unidos, pero el Congreso de esta República, no queriendo convertir tal asunto en materia de discusión, se apresuró a fijar por su cuenta dichas relaciones, en la forma que vamos a ver.

El Secretario de la Guerra, Elihu Root, bajo cuya jurisdicción se encontraba la Isla, después de hacer un estudio detenido del asunto, formuló un proyecto de ley, en que se establecían las relaciones entre las dos Repúblicas. Este proyecto fué sometido extraoficialmente por el Presidente Mc Kinley a su Gabinete y una vez aprobado por éste, fué entregado por el propio Presidente y por el Secretario de la Guerra al Sr. Orville H. Platt, de Connecticut, a fin de que lo presentara en el Congreso. En la sesión del Senado correspondiente al 2 de marzo, se aprobó como una enmienda a la ley de Presupuesto del Ejército la aludida proposición. Su texto dice así:

Que en cumplimiento de la declaración contenida en la resolución conjunta aprobada en veinte de abril de mil ochocientos noventa y ocho, intitulada "Para el reconocimiento de la independencia del pueblo cubano, exigiendo que el Gobierno de España renuncie a su autoridad y gobierno en la Isla de Cuba, y retire sus fuerzas terrestres y marítimas de Cuba y de las aguas de Cuba y ordenando al Presidente de los Estados Unidos que haga uso de las fuerzas de tierra y mar de los Estados Unidos para llevar a efecto estas resoluciones", el Presidente por la presente, queda autorizado para dejar el Gobierno y control de dicha Isla a su pueblo, tan pronto como se haya establecido en esa Isla un Gobierno bajo una Constitución, en la cual, como parte de la misma, o en una ordenanza agregada a ella, se definan las futuras relaciones entre Cuba y los Estados Unidos sustancialmente, como sigue: I. Que el Gobierno de Cuba nunca celebrará con ningún Poder o Poderes extranjeros ningún Tratado u otro convenio que pueda menoscabar o tienda a menoscabar la independencia de Cuba ni en manera alguna autorice o permita a ningún Poder o Poderes extranjeros, obtener por colonización o para propósitos militares o navales, o de otra manera, asiento en o control sobre ninguna porción de dicha Isla. II. Que dicho Gobierno no asumirá o contraerá ninguna deuda pública para el pago de cuyos intereses y amortización definitiva después de cubiertos los gastos corrientes del Gobierno, resulten inadecuados los ingresos ordinarios. III. Que el Gobierno de Cuba consiente que los Estados Unidos pueden ejercitar el derecho de intervenir para la conservación de la independencia cubana, el mantenimiento de un gobierno adecuado para la pro[189]tección de vidas, propiedad y libertad individual y para cumplir las obligaciones que, con respecto a Cuba, han sido impuestas a los Estados Unidos por el Tratado de París y que deben ahora ser asumidas y cumplidas por el Gobierno de Cuba. IV. Que todos los actos realizados por los Estados Unidos en Cuba durante su ocupación militar, sean tenidos por válidos, ratificados y que todos los derechos legalmente adquiridos a virtud de ellos, sean mantenidos y protegidos. V. Que el Gobierno de Cuba ejecutará y en cuanto fuese necesario cumplirá los planes ya hechos y otros que mutuamente se convengan para el saneamiento de las poblaciones de la Isla, con el fin de evitar el desarrollo de enfermedades epidémicas e infecciosas, protegiendo así al pueblo y al comercio de Cuba, lo mismo que al comercio y al pueblo de los puertos del Sur de los Estados Unidos. VI. Que la Isla de Pinos será omitida de los límites de Cuba propuestos por la Constitución, dejándose para un futuro arreglo por Tratado la propiedad de la misma. VII. Que para poner en condiciones a los Estados Unidos de mantener la independencia de Cuba y proteger al pueblo de la misma, así como para su propia defensa, el Gobierno de Cuba venderá o arrendará a los Estados Unidos las tierras necesarias para carboneras o estaciones navales en ciertos puntos determinados que se convendrán con el Presidente de los Estados Unidos. VIII. Que para mayor seguridad en lo futuro, el Gobierno de Cuba insertará las anteriores disposiciones en un Tratado permanente con los Estados Unidos.

Tan pronto como esta enmienda, ya aprobada por el Congreso, llegó a manos del Presidente Roosevelt, éste la sancionó, remitiéndola al Mayor General Leonardo Wood, Gobernador Militar de Cuba, para que la sometiera a la Convención.

Cuando el pueblo de Cuba tuvo conocimiento de la enmienda Platt, expresó su desagrado con respecto a la misma. Veía en sus diversas disposiciones otras tantas restricciones de la Independencia. Los miembros de la Convención Constituyente participaban de ese sentimiento. El Presidente de los Estados Unidos y el Secretario de la Guerra Mr. Elihu Root, se apresuraron a dar explicaciones con respecto al alcance de la enmienda, en el sentido de que no implicaba disminución alguna de los derechos de Cuba como Estado Soberano, siendo trasmitidas dichas opiniones al Gobernador Militar y puestas por éste en conocimiento de la Convención.

Esas explicaciones no satisfacieron a la Convención. En su sesión del 13 de abril del año 1901 se acordó designar una Comisión presidida por su Presidente, el Dr. Domingo Méndez Capote, que se había de dirigir a Washington para tratar de tan tras[190]cendental asunto. Dicha Comisión debía obtener, en primer término, una información extensa y detenida, acerca de las miras y propósitos de los Estados Unidos con respecto a los particulares de la enmienda y debía considerar, después, la posibilidad de establecer las relaciones entre los dos países, sobre bases distintas a las contenidas en las cláusulas 3ª, 6ª y 7ª. Los días 25, 26 y 27 del citado mes, los comisionados celebraron un amplio cambio de impresiones con el Secretario Root. Comenzó dicho funcionario por manifestar, que la enmienda Platt no significaba otra cosa que el deber, que se había impuesto el gobierno de los Estados Unidos, de proteger a Cuba, un país pequeño, cuya vecindad a los Estados Unidos lo ponía bajo el alcance e influencia de esta nación. Acerca del derecho de intervención que se arrogaban los Estados Unidos y que tanto disgusto había producido en Cuba, manifestó que ese derecho no significaba, bajo ningún concepto, el propósito de entrometerse en los asuntos del Gobierno Cubano; que antes al contrario, constituía la mejor garantía de la subsistencia de Cuba como República libre e independiente; que sólo se intervendría en el caso de un ataque extranjero, en cualquier forma que se produjera, o cuando existiera un verdadero estado de anarquía, producido ya por perturbaciones interiores, ya por el fracaso sustancial del propósito de los cubanos de establecer su gobierno.

Con respecto a la cesión a los Estados Unidos de los terrenos necesarios para instalar unas estaciones navales, manifestó que sólo se trataba de obtener puntos militares estratégicos para la defensa de los dos países frente a agresiones extranjeras y que desde dichas estaciones se miraría siempre hacia el mar, nunca hacia el interior de Cuba; y acerca de la Isla de Pinos, cuyo destino reservaba la enmienda para un futuro tratado, significó que no creía que los Estados Unidos ni Cuba adoptarían una actitud intransigente en cuanto a este asunto y que el mismo sería dilucidado con arreglo a lo que arrojaran los documentos y antecedentes del caso.

Estas y otras manifestaciones de menor importancia, sobre las restantes cláusulas de la enmienda, están contenidas en el informe que rindió la Comisión a la Asamblea Constituyente en 6 de mayo. Acompañóse a dicho informe una copia de la carta dirigida por Mr. Platt a Mr. Root, explicando el verdadero alcance de su famosa enmienda. He aquí dicha carta:

[191]

Senado de los Estados Unidos, abril 26, 1901.

Honorable Elihu Root, Secretario de la Guerra.

Estimado señor:

He recibido su comunicación de hoy, en la cual dice usted que los miembros de la Comisión de la Convención Constitucional Cubana temen que las disposiciones relativas a la intervención, hechas en la cláusula 3ª de la enmienda que ha llegado a llevar mi nombre, tengan el efecto de impedir la independencia de Cuba y en realidad establezcan un protectorado o suzeranía por parte de los Estados Unidos, y me pide que exprese mis propósitos sobre la cuestión que suscitan.

En contestación diré que la enmienda fué cuidadosamente redactada con el propósito de evitar todo posible pensamiento de que al aceptarla la Convención Constitucional produciría el establecimiento de un protectorado o suzeranía, o en modo alguno mezclarse en la independencia o soberanía de Cuba; y, hablando por mí mismo, parece imposible que se pueda dar semejante interpretación a la cláusula. Creo que la enmienda debe ser considerada como un todo, y debe ser evidente, al leerla, que su propósito bien definido es asegurar y resguardar la independencia cubana y establecer desde luego una definida inteligencia de la disposición amistosa de los Estados Unidos hacia el pueblo cubano, y la expresa intención en aquéllos de ayudarlo, si fuere necesario, al mantenimiento de tal independencia.

Estas son mis ideas, y aunque, según usted indica, yo no puedo hablar por todo el Congreso, mi creencia es que tal propósito fué bien comprendido por aquel Cuerpo.

De usted sinceramente,

C. H. Platt.

Varias sesiones dedicó la Convención a este asunto. Las actas de las mismas revelan la honda preocupación que producía a los delegados el dilema en que se encontraban, entre el propósito de mantener la independencia absoluta, sin restricciones, y la sospecha de que la repulsa de la enmienda pudiera suponer una demora indefinida en el establecimiento del gobierno propio y quizás la pérdida de éste para los cubanos. Al fin, en la sesión del día 28 de mayo se acordó, a manera de transacción entre el ideal y la realidad, aprobar la enmienda con las siguientes aclaraciones:

Primera: Que las estipulaciones contenidas en las cláusulas primera y segunda de la Enmienda Platt son limitaciones constitucionales internas, que no restringen la facultad del Gobierno de la República de Cuba para celebrar libremente tratados políticos o mercantiles con cualquier nación ni sus facultades de contraer empréstitos y crear deudas, sino en cuanto deba sujetarse a lo que establece la Constitución cubana, y a lo que se declara en las dos mencionadas cláusulas.

[192]

Segunda: Que la intervención a que se refiere la cláusula tercera no implica en manera alguna entrometimiento o ingerencia en los asuntos del Gobierno Cubano, y sólo se ejercerá por acción formal del Gobierno de los Estados Unidos para conservar la independencia y soberanía de Cuba cuando se viere ésta amenazada por cualquier acción exterior o para restablecer con arreglo a la Constitución de la República de Cuba un gobierno adecuado al cumplimiento de sus fines internos e internacionales, en el caso de que existiera un verdadero estado de anarquía.

Tercera: Que la cláusula cuarta se refiere a los actos debidamente realizados durante la ocupación militar y a los derechos legalmente adquiridos a virtud de ellos.

Cuarta: Que la cláusula quinta se contrae a las medidas y planes de sanidad que mutuamente se convengan entre el Gobierno de la República de Cuba y el de los Estados Unidos.

Quinta: Que aunque la Isla de Pinos está comprendida en los límites de Cuba y regida por el mismo gobierno y administración, el Gobierno futuro de Cuba y el de los Estados Unidos fijarán por un Tratado especial la pertenencia de dicha Isla de Pinos, sin que esto suponga un prejuicio en contra de los derechos que Cuba tiene sobre ella.

Sexta: Que en virtud de la cláusula séptima, el Gobierno de la República de Cuba quede habilitado para concertar con el de los Estados Unidos un Tratado en que se haga la concesión de carboneras o estaciones navales en los términos que se convengan por ambos Gobiernos, las cuales se establecerán con el solo y único fin de defender los mares de América para conservar la independencia de Cuba en caso de una agresión exterior así como para la propia defensa de los Estados Unidos.

El Gobierno de la República de Cuba concertará al mismo tiempo un tratado de comercio, basado en la reciprocidad, en el que se aseguren mutuas y especiales ventajas para los productos naturales y manufacturados de ambos países en los mercados respectivos sin que resulte limitada la facultad de promover y convenir en lo futuro mayores ventajas.

Esta forma en que fué aceptada la enmienda no agradó al Gobierno de Washington. En los primeros días del mes de junio, el Gobernador Militar le dió traslado a la Convención de un informe enviado por el Secretario de la Guerra, fechado en 31 de mayo, en que se decía, que era inaceptable aquella forma, pues no bastaba con que dicha asamblea le diera su asentimiento a la enmienda, sino que debía incorporarla a la Constitución sin formularle aclaraciones, ya formando parte de su texto, ya en forma de apéndice; que se debía tener presente, que por tratarse de un estatuto aprobado por el Poder Legislativo, el Ejecutivo se tenía que ceñir a sus términos y que si según estos, el Presidente había sido autorizado para retirar de Cuba el Ejército cuando se hubiere[193] establecido un gobierno bajo una Constitución en la que figurasen como parte de la misma, las cláusulas de la citada enmienda, sólo cuando esto se hubiese realizado podría disponerse aquella retirada.

Planteada la cuestión en estos términos y convencidos los delegados de que todo lo que no fuera aceptar la enmienda lisa y llanamente, sería retardar o impedir el establecimiento de la República, en la sesión del día 12 de junio acordaron adicionarla a la Constitución, en forma de apéndice, sin añadirle aclaración ni comentario alguno.

Aprobada la Constitución en esa forma, hiciéronse los preparativos necesarios para constituir la República. El día 31 de diciembre se celebraron las elecciones, de acuerdo con una ley redactada por la Convención Constituyente, quedando designados los Compromisarios presidenciales y senatoriales, los miembros de la Cámara de Representantes y los Gobernadores y Consejeros Provinciales, y en 24 de febrero de 1902, fueron designados los señores Tomás Estrada Palma y Luis Estévez y Romero, Presidente y Vicepresidente de la República, respectivamente.

El día 20 de mayo el General Wood le hizo entrega del Gobierno al Presidente electo, significándole en la ceremonia de la entrega, que el nuevo Gobierno asumía todas y cada una de las obligaciones contraídas por los Estados Unidos, respecto de la isla por el Tratado de París; que se debían considerar como comprendidas en el artículo 5º de la enmienda Platt,—a tenor del cual, Cuba asumió la obligación de realizar, en materia de sanidad, los planes ya proyectados u otros que mutuamente se convinieran—, las siguientes medidas y disposiciones sanitarias: el proyecto de alcantarillado y pavimentación de la ciudad de la Habana y el de alcantarillado y acueducto de la ciudad de Santiago de Cuba y las disposiciones que estaban vigentes en materia de cuarentenas, así como los Reglamentos e instrucciones de Sanidad, que regían en la ciudad de la Habana, y que de acuerdo con la Constitución y con la Enmienda Platt, la situación de la Isla de Pinos sería resuelta por un Tratado.

Una vez constituída la República, era necesario atender a un asunto de excepcional importancia para su prosperidad: la determinación de las relaciones comerciales con los Estados Unidos sobre la base de recíprocas ventajas. Ya con anterioridad, el Gobierno de Washington había ofrecido contribuir, por su parte, a esa finalidad. La Comisión de la Convención Constituyente, en su visita a los[194] Estados Unidos, a fines del mes de abril de 1901, a que antes nos referimos, al llamarle la atención al Secretario Root, acerca de que la Enmienda Platt desatendía por completo el aspecto económico de las relaciones entre los dos países, obtuvo de dicho funcionario la promesa de que ese asunto sería atendido una vez que se constituyera la nueva nacionalidad, pero no antes, toda vez que siendo los tratados pactos bilaterales que suponían la personalidad jurídica de los contratantes, era necesario para que Cuba entrara en negociaciones sobre esa materia, que se encontrara en posesión de dicha personalidad. Esta promesa fué ratificada por el Presidente de la República a aquella comisión, cuando ésta, cumplida su misión, le hizo su visita de despedida, llegando hasta a ofrecerle, que de ser posible, se le otorgarían determinados beneficios a la producción cubana, antes de que se pactara el tratado que debía regular las relaciones mercantiles de los dos pueblos.

El propio Root en su informe anual de 27 de noviembre de aquel año, se refirió a dichas relaciones en éstos términos:

Al parecer, el obstáculo principal para la futura prosperidad de la isla se encuentra en sus relaciones comerciales con los Estados Unidos, y la necesidad de obtener algún arreglo de reciprocidad mediante el cual se haga una concesión de los derechos arancelarios que los Estados Unidos en la actualidad imponen a los principales productos cubanos.

Para que Cuba pueda disfrutar de verdadera prosperidad, es necesario que encuentre un mercado para sus productos principales, a saber, el azúcar y el tabaco, donde pueda venderlos con una utilidad razonable. En las circunstancias actuales o en cualesquiera circunstancias que puedan sobrevenir, donde únicamente Cuba puede encontrar dicho mercado para su azúcar y hasta cierto grado para su tabaco es en los Estados Unidos. Con arreglo a los preceptos vigentes de la ley arancelaria de los Estados Unidos, los precios que puedan alcanzarse para el azúcar y en gran parte para el tabaco cubano, en este mercado, no bastan a cubrir los derechos, costo de transporte y producción, y rendirle al productor una ganancia que le permita continuar con provecho la explotación de dichas industrias.

Me permito aludir a una discusión sobre este asunto que aparece en mi informe anual de 1899, y confirmar, en vista de los dos años que han transcurrido, la conclusión en aquél expresada en los siguientes términos:

"Como quiera que los Estados Unidos son el gran mercado para el azúcar cubano, y visto el hecho de que la prosperidad de Cuba depende de dicho mercado, es muy probable que, por más competente y eficaz que sea el gobierno de Cuba en cuyas manos entreguemos el dominio de la isla, la primera medida de conservación propia que aquel gobierno estará obligado a tomar en consideración será la de procurar obtener de los[195] Estados Unidos algún arreglo arancelario por virtud del cual Cuba pueda vender su azúcar con alguna utilidad. La incertidumbre de si puede o no realizarse dicho arreglo en la actualidad, constituye un obstáculo para que en Cuba tenga lugar un renacimiento de la industria azucarera. No cabe duda de que cuando los representantes de ambos países discutan la cuestión de las futuras relaciones entre este país y Cuba, los Estados Unidos tratarán generosamente en todos sentidos al pueblo por el cual han hecho tan grandes sacrificios."

Confiando en que habían de ser tratados con un espíritu de equidad y largueza por parte de los Estados Unidos, los hacendados cubanos han hecho grandes esfuerzos para reconstruir su gran industria, y han aumentado su producción de azúcar de 308,000 toneladas, hechas en 1899, a 615,000 toneladas en 1900, en tanto que la producción del presente año se calcula en algo más de 800,000. Estimulados por nuestros consejos y confiando en nuestra buena amistad, han luchado con perseverancia por desquitarse de los desastres que su patria ha sufrido. Todo el capital que tenían o que pudieron conseguir prestado, se ha invertido en la reconstrucción de sus maquinarias y resiembra de sus terrenos. Más de la mitad del pueblo de la isla depende directa o indirectamente del éxito de la expresada industria. Si esta industria logra reconstruirse, podemos esperar días de paz, de abundancia y de orden nacional, y la felicidad de un pueblo libre y contento para recompensar dignamente el sacrificio de las vidas y el tesoro americanos, gracias a los cuales logró Cuba su libertad. Si por desgracia fracasa la reconstrucción de dicha industria, es lógico esperar que los campos volverán a verse yermos, las maquinarias otra vez desmanteladas, el gran cuerpo de obreros se quedará sin empleo, y la pobreza y la inanición, el desorden y la anarquía sobrevendrán; que las beneficencias y las escuelas que hemos estado construyendo no encontrarán los medios necesarios para su sostenimiento y tendrán que cesar; que las medidas y precauciones sanitarias que han hecho que ya Cuba no sea una fuente temida de epidemias, sino una de las islas más salubres del mundo, tendrán que abandonarse por necesidad, y nuestros puertos del Atlántico tendrán que sufrir otra vez el daño causado al comercio, y el mantenimiento de estaciones de cuarentena, cuyo costo anual asciende a millones.

Cuba ha accedido a que tengamos el derecho de decir que jamás se pondrá en manos de ninguna otra potencia extranjera, sean cuales fueren sus necesidades, al derecho que tenemos para insistir en el mantenimiento de un gobierno libre y de orden en todos sus límites, por más corolario de este derecho existe el deber y la más sagrada obligación de tratarla no como a un enemigo, ni tampoco como un rival comercial, sino con una generosidad que, ejercida hacia ella, no sea más que justicia, y finalmente, amoldar nuestras leyes de tal manera, que contribuyan tanto a su bienestar como al nuestro.

Nuestro deber hacia Cuba puede cumplirse haciendo con ella el arreglo arancelario recíproco que el Presidente Mac Kinley recomendó en las últimas palabras que dirigió a sus conciudadanos en Buffalo el día 5 de septiembre. Bastará efectuar una rebaja equitativa en los de[196]rechos que imponemos al azúcar y tabaco cubanos, a cambio de rebajas equitativas y correspondientes de derechos cubanos sobre productos americanos, y recomiendo encarecidamente que se haga dicho arreglo cuanto antes. No implicaría ningún sacrificio, sino que sería tan beneficioso para nosotros como para Cuba. El mercado para productos americanos en un país que cuenta con una población, una riqueza y elementos para comprar como los que Cuba poseería si disfrutase de la debida prosperidad—elementos que están asegurados, además, por las ventajas que ofrecen los derechos de preferencia—contribuiría mucho más a nuestra prosperidad que lo que podría hacerlo la parte de los derechos que se nos exigiría que cediésemos.

Una gran parte de los $37,000.000 de mercancías que Cuba importa en la actualidad de otros países, además de lo que importa de los Estados Unidos, y la cantidad mucho mayor que importaría si gozase de verdadera prosperidad, debieran ir, y mediante un arreglo recíproco, equitativo, han de ir inevitablemente de los Estados Unidos. El examen de las tablas que aparecen en el Apéndice A, muestra que el año pasado Cuba compró géneros de algodón por valor de más de $6,000.000, de los cuales nosotros le vendimos menos de $500,000; géneros de lana por valor de cerca de $700,000, de los cuales le vendimos menos de $22,000; más de $2,000.000 de fibras vegetales y sus manufacturas, de los cuales sólo le vendimos $171,000; vinos por valor de más de $2,700.000, de los cuales sólo le vendimos $329,000; géneros de seda por valor de más de $526.000, de los cuales sólo le vendimos $24,000; aceites, etc., por valor de cerca de $2,598.000, de los cuales sólo le vendimos $713,000; drogas y sustancias químicas etc., por valor de $1,053.000, de los cuales sólo le vendimos $422.000; animales y productos animales por valor de $8,476.000, de los cuales no le vendimos más que $1,994.000; manufacturas de cuero por valor de $1,638.000, de los cuales no le vendimos más que $405,000; arroz por valor de $3,335.000, del cual no le vendimos más que $3.000. El conjunto, prácticamente, de estos artículos, de los cuales le suministramos una parte tan pequeña, debieron haber procedido de los campos y fábricas de los Estados Unidos.

Prescindiendo de la obligación moral que aceptamos cuando lanzamos a España fuera de Cuba, y prescindiendo, asimismo, de las consideraciones de orden ordinario, de las ventajas comerciales que implica un tratado de reciprocidad, existen las más poderosas razones de política pública americana que nos sugieren esta medida: puesto que la paz de Cuba es necesaria a la de los Estados Unidos, la salud de Cuba es necesaria a la de los Estados Unidos y la independencia de Cuba también es necesaria para la seguridad de los Estados Unidos. Las mismas consideraciones que nos indujeron a declararle la guerra a España, exigen en la actualidad que se haga un arreglo comercial por virtud del cual se asegure la existencia industrial de Cuba. El estado de las industrias azucarera y tabaquera ya es tal, que es de desear que el Congreso tome una resolución terminante sobre este asunto, lo más pronto posible.

[197] De acuerdo con tales promesas, el día 11 de diciembre de 1902 se concertó en la ciudad de la Habana un tratado de reciprocidad comercial entre los dos países y canjeadas las ratificaciones en Washington, comenzó a regir en 27 de diciembre de 1903.

Se convino por este Tratado,—que habría de regir durante cinco años y después de año en año, hasta que una de las partes le notificara a la otra su propósito de darlo por terminado—que en ambos países se continuarían admitiendo libres de derechos, los productos que hasta ese momento disfrutaban de ese beneficio, estipulándose con respecto a los demás, una rebaja del 20, del 25, del 30 y hasta del 40 por ciento, para determinados artículos.

Son incalculables los beneficios que ha recabado Cuba de ese Tratado, así como el impulso que merced al mismo ha recibido el comercio entre los dos países. Basta decir, que ya antes de la guerra europea, ocupaba Cuba el quinto lugar en importancia en la lista de los países que comerciaban con los Estados Unidos. Chester Lloyd Jones, Profesor de Ciencia Política en la Universidad de Wisconsin, dice en su obra Caribbean Interests of the United States, que mientras en la generalidad de las Antillas no ha progresado la industria azucarera, en Cuba ha alcanzado un desarrollo enorme, agregando que a este hecho han contribuído el estado de paz de que ha disfrutado la isla después de la guerra con España, que ha servido para brindarle garantías al capital, la estabilidad que le restituyó al mercado azucarero la convención de Bruselas, la seguridad de que merced a la enmienda Platt los disturbios quedan reducidos a su menor expresión y por último, el tratado comercial de 1903, que vino a sancionar en el orden político lo que era una realidad desde el punto de vista geográfico, esto es, que en los Estados Unidos estaba el mercado natural de la producción cubana.

La séptima de las estipulaciones contenidas en la enmienda Platt, o séase la relativa a que el gobierno de Cuba vendería o arrendaría a los Estados Unidos las tierras necesarias para estaciones carboneras o navales, en ciertos puntos que se convendrían con el Presidente de los Estados Unidos, fué objeto de un tratado que suscribieron, en la ciudad de la Habana el Presidente Estrada Palma, en 16 de febrero de 1903 y en la de Washington el de los Estados Unidos, en 23 del propio mes y año. Por este tratado la República de Cuba le dió en arrendamiento a los Estados Unidos por el tiempo que las necesitaren y para el objeto de establecer en[198] ellas estaciones carboneras o navales, dos extensiones, parte de tierra y parte de mar, situadas, una en Guantánamo, en la costa sur, y otra en Bahía Honda, en la costa norte; estipulándose que los Estados Unidos ejercerían jurisdicción y señorío completo sobre dichas áreas, sin perjuicio de la continuación de la soberanía definitiva de la República de Cuba sobre las mismas.

La estación naval de Guantánamo fué establecida; no así la de Bahía Honda.

Otra convención no menos importante se suscribió en la Habana, ese mismo año, entre el Gobierno de los Estados Unidos y el de Cuba: un tratado de carácter permanente, en el cual, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo VIII de la enmienda Platt, se consignaron las diversas cláusulas o disposiciones de dicha enmienda.

Cuatro años después de constituída la República y en muy dolorosas circunstancias, se hizo aplicación del artículo 3º de la enmienda Platt, alusivo al ejercicio del derecho de intervención por parte del gobierno de los Estados Unidos. El día 23 de septiembre del año 1905 se celebraron elecciones generales. El Partido Moderado defendía la reelección del Sr. Tomás Estrada Palma y el Partido Liberal sostenía la candidatura del General José Miguel Gómez. La campaña electoral se desenvolvió en medio de una intensa agitación; el mayor encono existía entre los dos bandos. El Sr. Estrada Palma fué proclamado Presidente y los liberales, alegando que su victoria era producto del fraude, a mediados del mes de agosto del año 1906, se levantaron en armas en las provincias de Pinar del Río, Habana y Las Villas. El Sr. Estrada Palma, cuyo gobierno se había caracterizado por su excelente administración, sobre todo por la escrupulosidad en el manejo de los fondos públicos, se negó a pactar con los rebeldes. El día 8 de septiembre, considerándose impotente para sofocar la revolución, interesó del Presidente Roosevelt, por mediación del Cónsul de los Estados Unidos, Mr. Frank Steinhart, el envío de dos barcos de guerra, uno a la Habana y otro a Cienfuegos.

A esa solicitud contestó Mr. Robert Bacon, Secretario interino de Estado, diciendo en un despacho cablegráfico fechado el día 10, que los dos barcos habían sido enviados, pero significando al propio tiempo, que la intervención habría de producir en los Estados Unidos un efecto desastroso, que de efectuarse habría de ser con el mayor desagrado y que se debía esperar a que se evidenciara, que[199] el gobierno era impotente para sofocar la revolución; siendo preferible entonces, antes que la intervención, que el gobierno celebrara un convenio con los alzados en armas.

Dos días después el Presidente Estrada Palma se dirige al gobierno de Washington, por mediación también del Cónsul Steinhart, manifestando que la rebelión había tomado incremento y que el gobierno era impotente para sofocarla, por lo cual pedía que se decretara la intervención y que se enviaran fuerzas militares para defender las vidas y las propiedades. El día 14 llegó al puerto de la Habana el crucero "Denver", desembarcando 125 hombres con objeto de proteger los intereses americanos, los mismos que al día siguiente fueron reembarcados. En esta misma fecha el Presidente Estrada Palma, reitera una vez más la petición de intervención, por no poder impedir la entrada de los rebeldes en las ciudades y la destrucción de las propiedades. A tales instancias, contesta el Presidente Roosevelt con una notable carta dirigida al Sr. Gonzalo de Quesada, Ministro de Cuba en Washington y que no fué otra cosa que una patriótica exhortación a los cubanos para que ahogaran sus diferencias y colocaran a la República por encima de sus ambiciones. Sobrados títulos tenía el insigne Roosevelt para hablar en tales términos, si se recuerda que había peleado por la independencia en los campos de Santiago de Cuba, y que después, siendo Presidente de los Estados Unidos, dejó los destinos de la Isla en manos de sus hijos. He aquí dicha carta:

Oyster Bay, N. Y., septiembre 14, 1906.

Estimado señor Quesada:

Le escribo en estos momentos de crisis por que atraviesa la República de Cuba, no simplemente porque sea usted el Ministro de Cuba acreditado cerca de este Gobierno, sino porque usted y yo, íntimamente, concurrimos juntos a la misma labor, en aquella época en que los Estados Unidos intervinieron en los asuntos de Cuba, con el resultado de convertirla en una nación independiente. Usted sabe muy bien cuán sinceros son mis sentimientos de afecto, admiración y respeto a Cuba. Usted sabe que jamás he hecho ni haré jamás nada tampoco respecto a Cuba que no sea inspirado en un sincero miramiento en favor de su bienestar. Usted se da cuenta asimismo del orgullo que he sentido por haberme cabido la satisfacción, como Presidente de esta República, de retirar las tropas americanas que ocupaban la isla y proclamar oficialmente su independencia, a la vez que le deseaba todo género de venturas en la carrera que le tocaba emprender como república libre. Yo deseo ahora, y por mediación de usted, decir una palabra de solemne adver[200]tencia a su pueblo, que tiene en mí a quien mejores deseos pudiera abrigar en su favor.

Durante siete años Cuba ha disfrutado de un estado de paz absoluto y su prosperidad se ha desarrollado de una manera lenta pero segura. Cuatro años también han trascurrido durante los cuales esa paz y esa prosperidad se consolidaban bajo su gobierno propio e independiente. Esa paz, esa prosperidad y esa independencia se encuentran ahora amenazadas; porque de todos los males que pueden caer sobre Cuba, es el peor de todos el de la anarquía en que la precipitarán seguramente, así la guerra civil como los simples disturbios revolucionarios.

Quienquiera que sea responsable de la revolución armada y de los desmanes que durante ella se cometan; quienquiera que sea responsable, en cualquier sentido, del actual estado de cosas que ahora prevalece, "es enemigo de Cuba"; y resulta duplicada la responsabilidad del hombre que, alardeando de ser un campeón especial de la independencia de Cuba, da "un paso que pueda hacer peligrar esa independencia". Porque no hay más que una sola manera de hacer peligrar la independencia de Cuba, y es que el pueblo cubano demuestre su incapacidad para continuar marchando por la senda de un progreso ordenado y pacífico.

Nada le pide esta nación a Cuba que no sea la continuación de su desenvolvimiento en la medida que lo ha realizado durante los últimos siete años transcurridos: que conozca y practique la libertad ordenada, la cual proporcionará, seguramente, a la hermosa "Reina de las Antillas", en creciente medida, la paz y la prosperidad. Nuestra intervención en los asuntos de Cuba demuestra que ha caído en el hábito insurreccional y que carece del necesario dominio propio para asegurar pacíficamente el Gobierno propio, así como que sus facciones contendientes han sumido al país en la anarquía.

Solemnemente conjuro a los patriotas cubanos para que, unidos estrechamente, ahoguen todas sus diferencias, todas sus ambiciones personales, y recuerden solamente que el "único medio de conservar la independencia y la República es evitando a todo trance que surja la necesidad de una intervención del exterior, rescatándola de la anarquía y de la guerra civil."

Espero ardientemente que estas palabras de apelación mías, vertidas en nombre del pueblo americano,—el amigo más firme de Cuba y el mejor intencionado hacia ella que pueda existir en el mundo—serán interpretadas rectamente, serán seriamente consideradas, y se procederá de acuerdo con ellas; en la seguridad de que si así se hiciere, quedará asegurada la permanente independencia de Cuba y también su éxito permanente como República.

En virtud del tratado que existe con el Gobierno de usted, yo, como Presidente de los Estados Unidos, tengo un deber en este asunto que no puedo eludir. El artículo tercero de ese tratado confiere esplícitamente a los Estados Unidos el derecho de intervenir para el mantenimiento en Cuba de un Gobierno adecuado a la protección de las vidas, de las propiedades y de la libertad individual. El tratado que confiere ese derecho es ley suprema de la nación y me inviste del derecho y de los medios [201] para llevar a cabo el cumplimiento de la obligación en que me encuentro de proteger los intereses americanos.

La información de que dispongo me demuestra que los lazos sociales en toda la extensión de la Isla han sido relajados de tal manera, que no hay ya seguridad para la vida, para la propiedad, ni para la libertad individual. He recibido noticias auténticas de los perjuicios sufridos por las propiedades americanas y de la destrucción que se ha llevado a cabo en algunas de ellas. Es pues imperativo, a mi juicio, para el bien de Cuba, que cesen inmediatamente las hostilidades y que se lleve a cabo algún arreglo que asegure la permanente pacificación de la Isla.

Mando al efecto a la Habana al Secretario de la Guerra, Mr. Taft, y al Subsecretario de Estado, Mr. Bacon, como representantes especiales de este Gobierno, a fin de que presten la cooperación que sea posible para la prosecución de esos fines. Yo esperaba que Mr. Root, el Secretario de Estado, hubiera podido hacer alto en la Habana a su regreso de la América del Sur; pero la aparente inminencia de la crisis me impide demorar esta acción por más tiempo.

Deseo por su mediación comunicarme de esta manera con el Gobierno y con el pueblo cubano. Y le envío, en su consecuencia, una copia de esta carta, para que se sirva remitirla al Presidente señor Estrada Palma; ordenando al mismo tiempo la inmediata publicidad de la misma.

De usted sinceramente,

Theodore Roosevelt.

Señor don Gonzalo de Quesada, Ministro de Cuba.

Pareció en los primeros momentos, que esta carta causaba el efecto que se propuso su autor: por lo pronto, el día 16 el Gobierno acordaba la suspensión de las hostilidades y otro tanto hacían los revolucionarios al día siguiente; pero no fué así: las esperanzas puestas en una "solución cubana" que evitara el sonrojo de una intervención, quedaron desvanecidas.

El día 19 de septiembre llegan a la Habana el Secretario de la Guerra Mr. William H. Taft y el Subsecretario de Estado Mr. Robert Bacon, designados por el Presidente Roosevelt para buscar una avenencia entre el gobierno y los revolucionarios. Puestos al habla dichos comisionados con estos últimos, les aceptaron las siguientes bases que los mismos hubieron de proponerles:

La renuncia de todos los Gobernadores de provincia, Consejeros Provinciales, Senadores y Representantes que fueron elegidos en las últimas elecciones.

La reposición de aquellos Ayuntamientos liberales que fueron destituidos gubernativamente, excepción hecha del Ayuntamiento de la Ha[202]bana, que según Mr. Taft, está constituído por personas ajenas a la política activa y que son de gran moralidad y respeto.

Que antes del primero de noviembre se redacte la Ley de constitución de las municipalidades por una comisión formada por tres abogados del Partido Liberal y otros tres del Partido Moderado y uno americano, sobre la base de la autonomía de los municipios.

Que se reforme la ley electoral vigente por adolecer de grandes defectos, reconociendo el derecho de las minorías y que se celebren nuevas elecciones con arreglo a aquélla el día primero de enero próximo, para cubrir los cargos de los que renunciaren, bajo la garantía de una comisión mixta que entenderá en todo lo relacionado con las elecciones y que estará intervenida también por los americanos.

La adopción de una ley que garantice la inamovilidad de los empleados civiles. Ley que asegure la independencia del poder judicial.

Y por último, la constitución de un gabinete formado por personas de distinción, sin atender a la filiación política que tuvieren.

Estas condiciones fueron rechazadas por el Sr. Estrada Palma, por estimarlas contrarias a su decoro personal y a la dignidad del gobierno de su presidencia, según carta que dirigió a los comisionados en 25 de septiembre, en la que además les expuso la determinación de renunciar su cargo, en vista de que el propósito de ellos no era otro que el de obtener la paz a toda costa. En esta situación, el Presidente Roosevelt exhorta al Sr. Estrada Palma, para que no abandone la presidencia, en los términos que constan de la siguiente comunicación:

Presidente Palma: Muy sinceramente le pido que sacrifique sus sentimientos en el altar del bien de su patria y ceda ante la petición de Mr. Taft, continuando en la Presidencia el espacio de tiempo que a su juicio sea suficiente para inaugurar el nuevo gobierno temporal, bajo el que puedan cumplirse las bases de la paz. Yo he mandado a Misters Taft y Bacon a Cuba por los reiterados telegramas de usted diciendo que dimitiría, que su decisión era irrevocable y que no podía seguir en el gobierno.

Es evidente que en las condiciones actuales su gobierno no puede subsistir y que ningún esfuerzo bastaría para mantenerlo o para dictar las condiciones que usted señala acerca del nuevo gobierno; sólo significaría el desastre y quizás la ruina de Cuba. Bajo su mando de usted por espacio de cuatro años, Cuba ha sido República independiente. Yo le conjuro por su propia buena fama, a que no se conduzca de modo que la responsabilidad, si resultase alguna, pudiera ser echada sobre usted. Imploro que usted proceda de manera que aparezca que usted, al menos, se ha sacrificado por su país y que cuando usted abandone su cargo deje a su país libre todavía. En tal caso no sería usted responsable si desgraciadamente cayeran nuevos desastres sobre Cuba. Usted habrá[203] cumplido como debía, como caballero y como patriota, si procede en esto en la forma que previene Mr. Taft y como le suplico muy ardientemente que lo haga.—Theodore Roosevelt.

El Sr. Estrada Palma no desistió de su actitud. Ante el Congreso, reunido en 28 de septiembre, hizo renuncia de su cargo. Celebróse la sesión en las horas de la tarde y se acordó un receso hasta las nueve de la noche, así como el nombramiento de una comisión encargada de obtener del Presidente que retirara su renuncia. La gestión de esta comisión no produjo el resultado apetecido y como determinaran los moderados no concurrir a la sesión nocturna, no se pudo reunir nuevamente el Congreso, y al quedar acéfalo el gobierno, Mr. Taft resolvió, aquella misma noche, asumir su ejercicio, dando a la publicidad al otro día la siguiente proclama que apareció en la Gaceta Oficial:

Al pueblo de Cuba:

El no haber el Congreso tomado acuerdo en cuanto a la renuncia irrevocable del Presidente de la República de Cuba o elegido un sustituto, deja a este país sin gobierno en una época en que prevalece gran desorden; y se hace necesario, de acuerdo con lo pedido por el Presidente Palma, que se tomen las medidas debidas en nombre y por autoridad del Presidente de los Estados Unidos, para restablecer el orden, proteger las vidas y propiedades en la Isla de Cuba y cayos adyacentes y con este fin establecer un gobierno provisional.

El Gobierno provisional establecido por la presente, por orden y en nombre del Presidente de los Estados Unidos, sólo existirá el tiempo que fuere necesario para restablecer el orden, la paz y la confianza pública y una vez obtenidas éstas, se celebrarán las elecciones para determinar las personas a las cuales deba entregarse de nuevo el gobierno permanente de la República.

En lo que sea compatible con el carácter de un gobierno provisional establecido bajo la autoridad de los Estados Unidos, éste será un gobierno cubano, ajustándose en lo que fuere posible a la Constitución de Cuba. La bandera cubana se enarbolará como de costumbre en los edificios del Gobierno de la Isla. Todos los Departamentos del Estado, los Gobiernos provinciales y municipales, incluso el de la ciudad de la Habana, funcionarán en igual forma que bajo la República de Cuba. Los Tribunales seguirán administrando justicia y continuarán en vigor todas las leyes que no sean inaplicables por su naturaleza, en vista del carácter temporal y urgente del Gobierno.

El Presidente Roosevelt ha anhelado obtener la paz bajo el Gobierno Constitucional de Cuba y ha hecho esfuerzos inauditos por evitar la presente medida. Demorar más, sin embargo, sería peligroso.

En vista de la renuncia del Gabinete, hasta nuevo aviso, los Jefes[204] de los diferentes Departamentos se dirigirán a mí para recibir instrucciones, incluso el mayor General Alejandro Rodríguez, Jefe de la Guardia Rural y demás fuerzas regulares del Gobierno y el Tesorero de la República General Carlos Roloff.

Hasta nuevo aviso los gobernadores civiles y alcaldes también se dirigirán a mí para recibir órdenes.

Pido a todos los ciudadanos y residentes en Cuba que me apoyen en la obra de restablecer el orden, la tranquilidad y confianza pública.

W. H. Taft.—Secretario de la Guerra de los Estados Unidos. Gobernador Provisional de Cuba.

Sólo unos días fungió el Secretario de la Guerra de Gobernador Provisional: el tiempo que se necesitó para que Mr. Charles E. Magoon, nombrado para sucederle, se hiciera cargo de dicho puesto, lo que ocurrió el día 13 de octubre.

El día 24 de diciembre del año que nos ocupa, el Gobernador Provisional tuvo una iniciativa plausible, la de formar una Comisión Consultiva, integrada por nueve cubanos, pertenecientes a los diversos partidos políticos y por dos abogados americanos, y presidida por Mr. E. H. Crowder, entonces Coronel del Estado Mayor General del Ejército de los Estados Unidos. Dicha Comisión debía formular y proponerle al Gobierno provisional las siguientes leyes, indispensables al buen funcionamiento del orden constitucional, según se había hecho notar en los cuatro primeros años de vida republicana: la Electoral, las Orgánicas del Poder Ejecutivo, del Poder Judicial, de las Provincias y de los Municipios y la del Servicio Civil.

Aprobadas todas esas leyes, en 14 de noviembre de 1908, se celebraron elecciones generales, siendo elegido Presidente el General José Miguel Gómez, que tomó posesión de su cargo el día 24 de febrero del año siguiente; cesando en esta fecha el gobierno provisional.

Durante el último año de la presidencia del General Gómez, ocurrió una rebelión racista que el gobierno sofocó con sus propios recursos, declinando el ofrecimiento que le hizo el de Washington de prestarle la cooperación que fuera necesaria.

Algunos años más tarde, de nuevo ocurrieron disturbios con motivo de las elecciones generales de 1º de noviembre de 1916. Los conservadores defendían la reelección del General Mario Menocal, en la Presidencia de la República y los liberales a su vez, mantenían la candidatura del Doctor Alfredo Zayas. Practicados los escrutinios se vió que el triunfo había favorecido al Partido[205] Conservador en las provincias de Pinar del Río y Matanzas y al Liberal en las de la Habana y Camagüey. En las dos provincias restantes, Las Villas y Oriente, los organismos correspondientes anularon las elecciones celebradas en determinados colegios. Era necesario esperar el resultado de estas elecciones para que quedara decidido el triunfo.

Los liberales iban a esas elecciones parciales en mejores condiciones que los conservadores: el resultado de las votaciones aprobadas en dichas dos provincias, Las Villas y Oriente, les auguraba el triunfo de manera ostensible, con poco esfuerzo. Esto no obstante, desde que se supo que era necesario celebrar elecciones parciales, los liberales dieron muestras de gran inquietud, atribuyéndole al Gobierno el propósito de ganar las elecciones por todos los medios. La excitación que reinaba en los círculos políticos hacía presagiar días tristes para la República. En esta situación, el día 11 de febrero de 1917, el Ministro de los Estados Unidos en la Habana, Mr. William E. González, le hizo entrega al Presidente de la República de un Mensaje suscrito por Mr. Robert Lansing, Secretario de Estado en el Gobierno de Washington, que encerraba algo así como una invocación patriótica a los partidos cubanos para que la controversia se mantuviera dentro de la ley. He aquí los términos de dicho mensaje:

El Gobierno de los Estados Unidos, en vista de sus relaciones con la República de Cuba y por razón de los deberes que le impone el acuerdo entre los dos países, observa con no poco cuidado la cuestión de las nuevas elecciones en la provincia de Santa Clara, las cuales según informes se llevan a cabo para ejecutar las leyes encaminadas a arreglar las disputas electorales, leyes sobre las que debe descansar el Gobierno constitucional. En este caso se tiene entendido que la ley provee que las disputas electorales deberán ser resueltas por una comisión central con apelación al Tribunal Supremo de Cuba, y finalmente, si la cuestión no queda resuelta, por una nueva elección en los distritos que estén aún en disputa.

El Gobierno de los Estados Unidos abriga la confianza de que ambos partidos están tratando de hacer todo lo posible por arreglar sus diferencias por los medios que otorga la ley y sin recurrir a métodos que producirían una perturbación en toda la República, y vería con gran satisfacción que se invocaran los procedimientos judiciales establecidos por el pueblo de Cuba, especialmente en estos instantes en que gran parte del mundo está envuelto en un conflicto armado. Tal arreglo de sus dificultades representarían sin duda un hermoso ejemplo ante el mundo ofreciendo un caso en que las divergencias se resuelven por la ley en lugar de las armas.

[206]

El Gobierno de los Estados Unidos, como amigo de la República de Cuba, desea hacer notar que las diferencias electorales no han sido desconocidas en su propio territorio, en las que el sentimiento partidarista subió a un alto grado de animosidad, y desea traer a la memoria que esas disputas siempre han sido resueltas por medios legales y pacíficos. El caso más notable que ha ocurrido en los Estados Unidos fué la controversia Hay-Tilden, en la cual la maquinaria electiva legalmente establecida resolvió finalmente en favor del candidato que tenía la minoría del voto popular. Esta controversia probó claramente que el patriotismo se elevó y afirmó por los recursos de ley antes que por la fe en las armas.

El Gobierno de los Estados Unidos, mejor que ninguna otra nación, conoce el patriotismo del pueblo cubano, y recordando los actos patrióticos realizados por los héroes cubanos en sus luchas por la libertad, confía en que el mismo espíritu patriótico prevalecerá en el arreglo de la presente disputa electoral, y que se mostrará así en la fe implícita, en los medios legales que han sido establecidos para el arreglo de tales cuestiones.

Teniendo en cuenta el interés que este Gobierno siente por el futuro de Cuba como nación altamente avanzada en patriotismo y en desarrollo social, se siente ansioso porque todos los partidos conozcan que sus procedimientos se siguen por los Estados Unidos con la mayor atención y con la esperanza confiada de que los medios que da la Constitución cubana y las leyes estatuídas para este propósito producirán como lógico resultado un apacible y satisfactorio arreglo de las actuales dificultades.

Este Mensaje fué contestado por el Secretario de Estado de Cuba, Dr. Pablo Desvernine, por medio de una nota que entregó al Ministro Mr. González concebida en estos términos:

Me ha entregado el Señor Presidente el Memorandum que con fecha de hoy recibió personalmente de Vuestra Excelencia e inmediatamente me ha dado instrucciones para contestarlo, manifestando a Vuestra Excelencia que alguna información errónea debe haberse dado al Gobierno de los Estados Unidos cuando ha creído necesario expresar al Señor Presidente su ansiedad, respecto a las elecciones que próximamente habrán de celebrarse en la provincia de Santa Clara (Villas) y de recordarle las disposiciones legales que aquí regulan la materia electoral.

El Gobierno de Cuba no ha ejecutado ni pensado ejecutar acto alguno que no se haya ajustado siempre a las disposiciones vigentes, y por su parte nada seguramente hará que sea contrario a las leyes y a la justicia; pero precisamente por su empeño en que se cumplan esas leyes, tampoco habrá de permitir que nadie aquí perturbe el orden legal o intente con procedimiento de fraude o violencia alterar el proceso legal a que deben ajustarse las elecciones según las leyes; y reprimirá con[207] energía cualquier conato de ilegalidad en ese sentido, como está ya procediendo por medio de los Tribunales competentes en la causa criminal que se ha iniciado por haberse descubierto una conjura o conspiración tramada al parecer, contra la vida del señor Presidente de la República.

El Partido Liberal se impacientó; no quiso esperar pacíficamente el resultado de las elecciones parciales y desesperando de las vías legales, se alzó en armas el propio día en que se recibía el antes citado mensaje. Esta apelación a la violencia fué muy mal recibida en las esferas del gobierno de Washington, como lo demuestra la nota que tres días después se recibió en la Cancillería Cubana y que decía así:

El Gobierno de los Estados Unidos ha recibido con la mayor aprensión los informes que le han llegado en el sentido de existir en varias provincias una insurrección organizada contra el Gobierno de Cuba y que los insurrectos se han apoderado de algunas poblaciones. Noticias, como éstas de rebeldía contra el Gobierno constituído no pueden considerarse sino del carácter más grave dado que el Gobierno de los Estados Unidos ha otorgado su confianza y apoyo únicamente a los gobiernos establecidos por medios legales y constitucionales.

En los últimos cuatro años el Gobierno de los Estados Unidos, ha venido declarando clara y terminantemente su actitud en lo tocante al reconocimiento de gobiernos que suban al Poder por la revolución y otros medios ilegales y desea en estos momentos acentuar su actitud respecto de la situación reinante en Cuba. Su tradicional amistad para el pueblo de Cuba se ha demostrado en repetidas ocasiones y los deberes que le impide el convenio vigente entre ambos países obligan al Gobierno de los Estados Unidos a aclarar ahora su política futura.

Pocos días después el Gobierno de Washington reprobaba de nuevo la revolución por medio de la siguiente nota que dió a la publicidad el Ministro Mr. González, siguiendo instrucciones de dicho gobierno:

Apenas se hace necesario consignar que los acontecimientos de la semana última relacionados con la insurrección contra el Gobierno de Cuba han sido objeto de la más estrecha observación por parte del Gobierno de los Estados Unidos, el que habiendo definido en declaraciones anteriores, su actitud respecto de la confianza y apoyo que presta a los gobiernos constitucionales, de la política que ha adoptado hacia la perturbación de la paz por medio de empresas revolucionarias, desea otra vez informar al pueblo de Cuba su actitud frente a los actuales sucesos, a saber:

[208]

1.—El Gobierno de los Estados Unidos apoya y sostiene al Gobierno constitucional de la República de Cuba.

2.—La actual insurrección armada contra el Gobierno constitucional de Cuba se considera por el Gobierno de los Estados Unidos como un acto ilegal y anticonstitucional, que no tolerará.

3.—A los jefes de la revuelta se les hará responsables de los daños personales que sufran los extranjeros y asimismo de la destrucción de la propiedad extranjera.

4.—El Gobierno de los Estados Unidos estudiará detenidamente la actitud que deba adoptar respecto de aquellas personas relacionadas con los que tomen participación en la actual perturbación de la paz de la República de Cuba.

William E. González, Ministro de los EE. UU. de América.

El apoyo del gobierno norteamericano hubo de traducirse en otros actos. En los primeros días del mes de marzo, hallándose la ciudad de Santiago de Cuba en poder de los rebeldes, el Comandante del Crucero americano "San Francisco", hizo desembarcar doscientos hombres y una vez en tierra este contingente, le exigió al jefe de aquéllos que abandonara la ciudad.

El resultado de la contienda armada fué favorable al gobierno. La rebelión fué sofocada y como se celebraran elecciones parciales durante estos acontecimientos y de la misma se retrajesen los liberales, su resultado decidió la elección en favor del General Menocal.

No pasó mucho tiempo antes de que el gobierno de Washington se preocupara nuevamente de nuestros asuntos políticos. Poco después de celebradas las elecciones de 1º de noviembre de 1918, en la que se renovó la mitad de la Cámara y de los Consejos Provinciales y Ayuntamientos, o séase, a mediados del mes de febrero de 1919, el Ministro de los Estados Unidos en la Habana, hizo público, por medio de la prensa, que por invitación del Presidente Menocal el Mayor General E. H. Crowder, se trasladaría a Cuba para dirigir la revisión del censo de población y la reforma de la Ley Electoral, a fin de asegurar la celebración de unas elecciones honradas.

Pocas semanas después llegaba a la Habana el General Crowder y bajo su dirección, una comisión, integrada por miembros de ambas Cámaras, se dedicó al estudio de la Ley Electoral y de otros cuerpos legales de carácter político, que demandaban ser reformados para eliminar determinados males. Esa Comisión reformó la Ley Electoral y la del Poder Judicial y redactó una Ley[209] del Censo y otra sobre Indultos y a mediados del año antes citado, el Congreso aprobaba y sancionaba después el Presidente, tales medidas legislativas.

A mediados del año 1919 se promulgaba la nueva Ley Electoral, con sujeción a la cual, debían celebrarse las elecciones generales de 1º de noviembre de 1920. Como ocurre entre nosotros, desde mucho antes de esta fecha, dieron muestras de agitación nuestros políticos. Juzgaron los liberales que aquellas reformas no eran suficientes para garantizar la pureza de las elecciones; no porque fuesen desacertadas, sino porque desconfiaban de que los funcionarios del Poder Ejecutivo coartaran la libre emisión del sufragio y a ese efecto, desde el mes de octubre realizaron gestiones tendientes a lograr que los futuros comicios se efectuaran bajo la supervisión directa del Gobierno de Washington. Nada contestó éste por el momento; pero a medida que se acercaba el día 1º de noviembre de 1920, fecha de las elecciones, aumentaba la desconfianza en el Partido de oposición y se dirigían nuevas peticiones en aquel sentido a nuestros poderosos vecinos.

En 30 de agosto de 1920 el Gobierno de Washington creyó prudente contestar tales excitaciones por medio de una "nota" que hizo pública la legación en la Habana, en la que se declaró que el Presidente Menocal había dado seguridades de que en las próximas elecciones la Ley Electoral habría de ser cumplida estrictamente y que ante tales promesas, los Estados Unidos no ejercerían la supervisión electoral; pero que, estando obligados por un Tratado a mantener un gobierno adecuado para la protección de las vidas y propiedades y para la libertad individual, se opondría a toda tentativa que se hiciera para reemplazar los procedimientos de gobierno con la violencia y el fraude; sin que esto quisiera decir que no se hallaran menos opuestos a las intimidaciones y al fraude, ya que semejantes procedimientos podrían privar al pueblo del derecho de elegir su propio gobierno.

Fué esta "nota", como se ve, algo así como una admonición a unos y a otros elementos: a los de la oposición, para que no sacaran la cuestión electoral del terreno de la legalidad, y a los del gobierno, para que no utilizaran los instrumentos de éste en cometer violencias.

El 1º de noviembre se celebraban las elecciones; pero sin que los Estados Unidos hubieran ejercido la supervisión reclamada por los liberales. Dichas elecciones se celebraron en medio de una[210] enconada lucha, y tan grande fué el número de colegios protestados, que en la mayoría de las provincias no se podía asegurar el resultado. Los tribunales tramitaban los recursos electorales, pero éstos marchaban con gran lentitud. El triunfo definitivo había que decidirlo en unas nuevas elecciones complementarias, lo que fué motivo de que las pasiones se exaltaran y de que el Partido Liberal reiterara sus súplicas por la supervisión. En tal situación y complicado el problema político con la crisis económica, que aún nos agobia, el Presidente Wilson decidió enviar a la Habana al General Crowder a fin de que conferenciara con el Presidente Menocal acerca de los mejores medios para remediar dicha situación.

En los primeros días del mes de enero llegó el General Crowder a este puerto a bordo del crucero "Minnesota". Apenas inició sus trabajos, vióse que su propósito era imprimirle a los recursos electorales la mayor actividad posible a fin de que los Poderes Públicos pudieran quedar reorganizados en la fecha prevista por las leyes. Celebró a ese efecto numerosas conferencias con el Presidente de la República, con las representaciones de los Partidos políticos y con miembros de los Tribunales de justicia y de la Junta Central Electoral. Aquel y no otro fué su propósito. Influyó cerca de las Juntas Electorales y de los tribunales en tal sentido, siempre a título de consejero, nunca con tono de autoridad y en la propia forma obtuvo del Poder Ejecutivo la adopción de algunas de las medidas reclamadas por los liberales, entre otras, la alusiva a la supresión de los supervisores militares.

Los Partidos estaban contestes en que la cuestión quedara resuelta dentro de las vías legales; en acatar el fallo definitivo de los tribunales, cualquiera que fuese su resultado. En ese sentido se encaminaron siempre los consejos de Crowder.

Los tribunales anularon las elecciones en unos doscientos colegios; quedando las provincias, después de dichos fallos, en la siguiente situación: Pinar del Río ganado por la coalición y casi asegurado para ésta el triunfo en Oriente; la Habana en cambio y probablemente Las Villas, aseguradas por los liberales; en Matanzas y Camagüey, aunque la coalición quedaba con mayoría, no se podía asegurar el resultado definitivo.

Había pues que celebrar nuevas elecciones en los colegios anulados. El Partido Liberal otra vez insistió en que los nuevos comicios se efectuaran bajo la directa supervisión de los Estados[211] Unidos y ante tales demandas limitóse Crowder a recabar dichas garantías de las autoridades cubanas.

Para el 15 de marzo fueron señaladas las elecciones complementarias; pero diez días antes acuerdan los liberales retraerse; según ellos, porque las garantías prestadas no eran suficientes para asegurar la libre emisión del sufragio; pero según sus adversarios, porque aquéllos, dándose cuenta de que no tenían margen suficiente para triunfar, habían preferido retraerse antes que resultar derrotados.

Celebradas las elecciones y decidido el triunfo en favor de la Liga Nacional, el Partido Liberal no quiso acatar este resultado. El candidato de éste, General José Miguel Gómez, se dirigió a Washington a pedir la nulidad de las elecciones y que se celebraran unas nuevas bajo la supervisión de los Estados Unidos; pero esta demanda fué desestimada por el Gobierno de dicha nación, según una "nota" que en 16 de abril publicó en la prensa la Legación en la Habana.

Se dijo en dicha "nota", que después de las elecciones, los dos Partidos habían acordado someter las controversias a los tribunales de justicia, utilizando al efecto los recursos de la Ley Electoral; que dichos tribunales habían deliberado ampliamente acerca del asunto, sin que en ningún caso hubieran sido tachados de incompetentes o parciales; que de la misma manera que el Partido Liberal había confiado a los tribunales los recursos relativos a la legalidad de las elecciones efectuadas el día 1º de noviembre, no había razón para que desconfiara de los fallos que hubieran podido dictar estos organismos acerca de la legalidad de las nuevas elecciones, las cuales, por lo demás, no había motivo para sospechar que no hubieran sido imparciales; que la petición de anular las elecciones y de celebrar otras, no podía ser tomada en consideración, no ya porque se apartaba de los procedimientos legales amparados por la Constitución cubana y la Ley Electoral, sino porque habría de crear un precedente que amenazaría el futuro desenvolvimiento de un gobierno estable en Cuba y que el candidato Presidencial de la Liga Nacional había sido electo y debía ser proclamado por el Congreso.

El Partido Liberal, prácticamente aceptó esta decisión, toda vez que muchos de sus representantes en el Congreso, concurrieron a la proclamación del candidato de la Liga, Dr. Alfredo Zayas.


[212] En los momentos en que escribimos estas líneas, atraviesan nuestras relaciones con los Estados Unidos por un período de honda crisis. La inesperada baja del azúcar, nuestro principal producto, al sumirnos en una difícil situación económica,—que se hace aún más angustiosa ante la posibilidad de que el Congreso de la vecina República eleve considerablemente los derechos de importación sobre dicho producto—ha causado una merma lamentable en nuestros recursos fiscales y ha hecho que surjan no pocas dificultades en nuestras relaciones mercantiles con dicha Nación; hasta el punto de que el Gobierno de Washington ha creído de necesidad, la permanencia en la Habana del General Crowder. Nada podemos decir, por el momento, sobre la verdadera naturaleza de la misión del ilustre General. El público se entera de sus constantes visitas a la mansión del Ejecutivo, pero desconoce el verdadero tono de estas relaciones.

(B)
PANAMÁ

Al terminar la primera mitad del siglo XIX, los Estados Unidos se encontraron, merced a las sucesivas adquisiciones, de la Louisiana en 1803, de la Florida en 1819 y de Tejas en 1845, en posesión de toda la costa septentrional del golfo de Méjico. Diríase que vinieron a ocupar en dicho golfo y en el mar de las Antillas, o séase en lo que se ha dado en llamar el "Mediterráneo Americano", la posición privilegiada que en esos lugares tuvo España.

No eran sin embargo los Estados Unidos, los únicos dueños de estos mares: tenían que compartir su dominio con la Gran Bretaña, que fiel a su tradición imperialista, había tenido buen cuidado de apoderarse de determinados lugares estratégicos. Con efecto, en distintas épocas, los ingleses se habían apoderado de las Islas Bahamas, que dominan la entrada del golfo de Méjico, de buena parte de las Antillas menores, que a su vez dominan la entrada del mar de este nombre, y de Jamaica, situada frente a la América Central; y como si la posesión de esas islas no les pareciera suficiente, en su afán de expansión y de dominio de todos los mares y todas las rutas, también se preocupan de poseer buenos[213] lugares en tierra firme, y así vemos que se apoderan de parte de las Guayanas en el Continente Meridional y de Belice y Mosquitos, en la América Central.

Realmente, por el momento no había pugna entre los intereses de las dos naciones del habla inglesa. La zona que bañan el golfo de Méjico y el mar Caribe, es bastante extensa para que el señorío de dichos mares lo compartieran dos naciones que no eran enemigas. No había ningún interés ya creado que hiciera que la una viese a la otra con prevención; pero había en cambio un interés futuro, probable, suficiente para hacer nacer la rivalidad: la construcción de un canal interoceánico, proyecto cuya realización, en fecha más o menos próxima, parecía inminente y que concibió y acarició España, en fecha casi coetánea a la del descubrimiento.

Para la nación norteamericana, era de excepcional importancia que el proyecto de la comunicación de los dos océanos se realizara por ella y no por la Gran Bretaña. A lo largo de las costas que baña el Mediterráneo Americano, dice Coolidge, hay muchos lugares que ofrecen interés desde el punto de vista del comercio y de la estrategia, pero hay dos cuya importancia excede a la de los demás: uno es Nueva Orleans, en la extremidad septentrional del Golfo de Méjico, en la boca del río Mississippi, dominando el enorme sistema pluvial de los Estados Unidos, y el otro es el istmo de Panamá, situado en el extremo meridional del mar Caribe y por donde se habían de comunicar los dos océanos. Ocupado por los Estados Unidos, el primero de esos lugares, desde 1803, la posesión del otro, como medio de acometer después la construcción del canal, tenía que ser motivo de preocupación para esta República.

No era la República Norteamericana la única nación preocupada por el hecho de que la Gran Bretaña construyera el canal. De ese temor participaba también la que entonces se llamaba República de Nueva Granada, que se daba cuenta de que de realizar los ingleses dicha obra, adquirirían un ascendiente tan grande, política y comercialmente, en los asuntos de América, que las repúblicas latinas se verían seriamente amenazadas. Los Estados Unidos y Nueva Granada, participaban pues de un mismo sentimiento, el temor de que Inglaterra construyera el canal y esta comunidad de sentimientos hizo nacer el Tratado que concertaron aquellas dos repúblicas, en 10 de junio de 1846. Por este Tratado, los Estados Unidos garantizaban la neutralidad del istmo y el mantenimiento de su libre tránsito, así como los derechos de soberanía[214] y propiedad que sobre el mismo ejercía Nueva Granada y a su vez el gobierno de esta nación, le garantizaba al de los Estados Unidos, que el derecho al tránsito a través de dicho istmo, por cualquier medio de comunicación en aquel entonces existente o que en lo sucesivo pudiera abrirse, estaría franco y expedito para los ciudadanos y el gobierno de los Estados Unidos y que sólo se podrían imponer a los hijos de esta nación y a sus mercancías, por su paso a través de cualquier camino o canal que se pudiera abrir, aquellas cargas o peajes que se cobraran en análogas circunstancias a los ciudadanos granadinos.

Poco tiempo después los Estados Unidos, hacen entrar al asunto en una fase totalmente distinta. Acabamos de ver que el temor a la posibilidad de que la Gran Bretaña construyera el canal, une en un Tratado a Nueva Granada y a los Estados Unidos, por el que éstos, de hecho, asumieron un protectorado sobre el istmo; pues bien, cuatro años más tarde, o séase en 19 de abril de 1850, el Gobierno de la propia República del Norte y el de Inglaterra, se unen a su vez en un Tratado—que se denominó Clayton-Bulwer, por el nombre de sus firmantes—para declarar que ninguna de las dos partes, obtendría ni tendría ningún control exclusivo sobre el canal, ni disfrutaría en cuanto a éste de ninguna ventaja que no fuese ofrecida, en iguales términos, a la otra y que las dos habrían de mantener la neutralidad de dicha vía.

¿Qué había pasado que pueda explicar la ocurrencia de cambio tan radical? ¿Qué motivos tuvieron los Estados Unidos para compartir con la Gran Bretaña las ventajas de su posesión? La presión de determinados intereses comerciales o económicos y la actitud de unos estadistas que pecaron de imprudentes, llevaron a los Estados Unidos a dar este paso del cual tanto se arrepintieron después. Veamos lo que había ocurrido.

Apenas adquirida California, inicióse hacia ella una corriente emigratoria estupenda, atraída por la perspectiva que ofrecían sus minas de oro; y como por donde resultaba más cómodo el trasporte desde dicha región a los Estados del Sur y del Este, era por mar, por medio de embarcaciones que tocaban en ambos lados del istmo, no tardó en organizarse una Compañía para construir un canal en Centro América. Los organizadores de la empresa discurrieron construirlo por Nicaragua, que era por donde parecía más realizable en aquel entonces la apertura de la vía. Pero se presentaba un obstáculo, aun después de obtenida del Gobierno Nicaragüense[215] la correspondiente autorización: el canal debía atravesar la zona de Mosquitos, que estaba bajo la soberanía de la Gran Bretaña y se quería que el canal estuviera bajo el exclusivo control de los Estados Unidos. A fin de obviar esta dificultad, el Gobierno de Washington se dirigió al inglés con la pretensión de que éste renunciara sus derechos sobre dicho territorio. El Gobierno de la Gran Bretaña se negó a ello en forma rotunda; pero como al propio tiempo que formuló dicha negativa, sugirió a la cancillería americana la conveniencia de que se unieran las dos naciones por medio de un pacto, en que se conviniese que el canal que se construyera había de estar bajo la protección de ellas, en parte bajo la presión de los que estaban interesados en que se construyera el canal, en parte por el temor de que la nación inglesa se decidiera a realizar la empresa por sí sola, hubo de ser aceptada la referida contraproposición, surgiendo de este consentimiento el Tratado Clayton-Bulwer.

Apenas suscrito el Tratado, otros acontecimientos le quitaron importancia a tan magna y costosa obra, quedando demorada su realización. La construcción de un ferrocarril al través del istmo y el trazado de las paralelas del Ferrocarril "Union Pacific", en los Estados Unidos, hicieron a California más accesible, con lo cual quedaron colmadas, en gran parte, las aspiraciones de los que reclamaban la apertura del canal. Por su parte Inglaterra, con la perspectiva de la apertura del canal de Suez, tenía ya la ruta que necesitaba para comunicarse con los países de Oriente.

No hay duda de que el Gobierno de Washington había hecho un mal negocio. Movido por el deseo de que se realizase la apertura de un canal que pusiera en comunicación a los dos océanos, se había empeñado en un pacto por el cual, contradiciendo su política tradicional, compartía con una potencia europea la ingerencia en una región de la América; y ahora, la obra no se realizaba y la nación quedaba atada al pacto. La agitación de la cuestión esclavista, que cobró mayor intensidad en esta época y la guerra de secesión después, constituyeron una actualidad tan absorbente, que la opinión apenas reparó en los inconvenientes de aquel pacto; pero apenas terminada la contienda civil, cuando pudo la nación atender a otros problemas, ninguno la embargó tanto como el propósito, unánimemente sentido, de conseguir la nulidad del Tratado Clayton-Bulwer.

No tardó el Gobierno en dar pruebas de que participaba de ese[216] sentimiento. En 1866, William H. Seward, Secretario de Estado, le encarga a Adams, Ministro en Londres, que explore con habilidad el ánimo de Lord Clarendon, Jefe del Gobierno inglés, para saber cómo acogería éste la pretensión de los Estados Unidos de tener una estación carbonera en Centro América. Se proyectaba la adquisición de la Isla de Tigre, situada en la costa del Pacífico; pero el diplomático norteamericano no encontró un ambiente favorable en la cancillería inglesa.

No se redujo a eso la actuación de Seward. Comprendiendo el gran interés de los Estados Unidos en la construcción del canal y deseoso de reafirmar la posición de la nación en Centro América, celebró tratados con Honduras, Nicaragua y Colombia, por los cuales los gobiernos de estas Repúblicas le reconocían al de los Estados Unidos el derecho de construir un canal interoceánico por sus respectivos territorios. El tratado con Colombia venía a reafirmar los derechos adquiridos por los Estados Unidos por el del año 1846, pero no obtuvo la ratificación del Senado.

Estos tratados infringían el que se concertó con la Gran Bretaña el año de 1850, según el cual, se compartiría entre esta nación y los Estados Unidos, los derechos y responsabilidades de la construcción del canal; pero Seward creía que el hecho de que hubieran transcurrido ya las circunstancias que había originado aquella convención y la de que su país tuviera, en la realización de la mencionada obra, un interés primordial al de todas las demás naciones, eran motivos suficientes para reconocer su preferencia en ese asunto. Durante el período presidencial del General Grant, se hicieron gestiones para la construcción del canal, las que revelan que se consideraba letra muerta el tratado Clayton-Bulwer. Por esta época se constituyó una Compañía con el propósito de cortar el istmo de Darien y explotar después el tráfico; pero fracasaron cuantas gestiones hizo Hamilton Fish, Secretario de Estado, para obtener del gobierno de Colombia, que le otorgara a dicha Compañía la oportuna concesión.

Con tales antecedentes, cuando en el pueblo norteamericano era unánime la opinión de que el canal se debía construir y controlar por los Estados Unidos, sobrevienen otros sucesos que ponen a esta nación ante el peligro de que fueran los europeos los que realizasen tan magna empresa.

En mayo de 1876 el Gobierno de Colombia le otorga al ciudadano francés Napoleón Wise, la concesión para construir el[217] canal. Poco tiempo después se reúne en París un Congreso Internacional de Ingenieros, convocado por el Conde Lesseps, rodeado entonces del enorme prestigio que le daba el haber dado cima a la apertura del canal de Suez, y cuyo Congreso debía decidir acerca del lugar por donde se había de trazar la nueva ruta. Decidióse que la vía debía ser la de Panamá, y organizada la empresa en octubre de 1879, bajo la dirección de Lesseps, en febrero del año siguiente se iniciaron los trabajos en el istmo.

Frente a esa situación, frente al hecho de que fuese una compañía francesa la encargada de construir el canal, el gobierno de Washington no hizo nada. A pesar de que la opinión tenía y ya como cosa descontada, que dicha empresa habría de ser obra de los norteamericanos, se limitó aquel gobierno a recordar cuáles eran los derechos de los Estados Unidos con respecto a la futura vía. El Presidente Hayes, inspirándose en un informe que le rindió William M. Evarts, que ocupaba la Secretaría de Estado, hubo de referirse a este asunto en su mensaje de 8 de marzo de 1880, en estos términos:

El capital invertido por ciudadanos de otros países en tal empresa, necesita pedirle protección en alto grado, a uno o más de los grandes poderes del mundo. Ningún poder europeo puede intervenir para tal protección, sin adoptar medidas sobre este Continente, las cuales los Estados Unidos juzgarían del todo inadmisibles. Si la protección de los Estados Unidos es la otorgada sobre aquéllos, los Estados Unidos necesitan ejercer un control que capacite a este país para proteger sus intereses nacionales y mantener los derechos de las personas que invirtieron su capital en ese trabajo.

Un canal interoceánico a través del istmo americano, cambiará esencialmente las relaciones geográficas entre las costas del Atlántico y las del Pacífico de los Estados Unidos y entre los Estados Unidos y el resto del mundo. Será la gran vía de Océano entre nuestras costas del Atlántico y las del Pacífico y virtualmente será una parte de la línea de costas de los Estados Unidos. Nuestros intereses meramente comerciales, en ello son más grandes que los de todos los otros países, mientras que sus relaciones con nuestro poder y prosperidad como Nación, para nuestros medios de defensa, nuestra unidad, nuestra paz y nuestra seguridad, son materias de dominante importancia para el pueblo de los Estados Unidos. Ningún gran poder bajo circunstancias similares, dejaría de afirmar un justo control sobre una obra que afecta su interés y bienestar tan estrecha y vitalmente.

Sin que sea necesario avanzar más en ese campo de mi opinión, yo repito, para concluir, que los Estados Unidos, tienen el derecho y el deber de afirmar y mantener su supervisión y su autoridad sobre cual[218]quier canal interoceánico a través del istmo que conecta la América del Sur con la del Norte, en tanto se requiera para proteger nuestros intereses nacionales. Yo estoy completamente seguro de que esto se considera, no sólo compatible, sino relacionado con un más amplio y más permanente avance para el comercio y para la civilización.

El Presidente James A. Garfield, que sucedió a Hayes, dijo en su discurso inaugural de 4 de marzo de 1881, que abundaba en las ideas de su antecesor en cuanto a que los Estados Unidos debían ejercer cierta supervisión y autoridad sobre el canal, como medio de proteger sus intereses.

Pero pronto tomaron las cosas un cariz que obligaron al Gobierno de Washington a adoptar una actitud más efectiva. Como llegara a conocimiento de dicho Gobierno, que las cancillerías europeas acariciaban el proyecto de unirse para declarar y garantizar la neutralidad del canal de Panamá, el Secretario de Estado James G. Blaine, en 24 de junio de 1881, le dirigió un despacho circular a dichas cancillerías, en que les hacía presente, entre otras cosas, que por el tratado del año 1846, concertado entre el gobierno de Colombia y el de los Estados Unidos, éstos se habían comprometido a garantizar la neutralidad del canal y que este pacto no necesitaba ser sostenido ni reforzado por las potencias europeas; que tratándose de una vía que habría de constituir un medio de comunicación entre los estados de la Unión del lado del Atlántico y los del Pacífico, tan importante que de hecho se la tendría que considerar como una parte de la línea de costas de los Estados Unidos, no era posible que éstos consintieran en la ingerencia en forma alguna en dicho lugar de las potencias europeas y que en tal sentido, la alianza proyectada sería considerada como un acto de hostilidad hacia ellos.

No se redujeron a eso las gestiones de Blaine, partidario decidido de que los Estados Unidos actuasen de manera enérgica en su política exterior: aprovechó cuantas ocasiones se le presentaron para desenvolver sus ideas. Creía que el canal debía estar bajo el control norteamericano exclusivamente y como el obstáculo principal lo constituía el Tratado Clayton-Bulwer, sin más rodeos le propuso a la Gran Bretaña se aviniera a su derogación. Sus notas al Gobierno de dicha nación, de 19 y 29 de noviembre del año que acabamos de citar, contienen dicha proposición. Afirmaba Blaine, en esas notas, que las circunstancias bajo las cuales se había estipulado el Tratado Clayton-Bulwer, ya habían desapare[219]cido y era difícil que se reprodujeran; que un espíritu de amistad y de concordia aconsejaba la referida derogación, supuesto que no se podía negar que los Estados Unidos necesitaban, para la protección de sus intereses, el derecho de gobernar el canal.

A esas notas contestó el Ministro de Relaciones Exteriores de la Gran Bretaña, Lord Granville, en un despacho de 7 de enero de 1882, en que decía, que las relaciones entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña, estaban claramente determinadas en el Tratado Clayton-Bulwer y no había nada que aconsejase la modificación de esta convención; que el canal, al poner en comunicación a los dos océanos y a toda la Europa, con la parte oriental del Asia, era una obra de tal magnitud, que interesaba no sólo a los Estados Unidos, sino a todo el mundo civilizado y que el hecho de que en los últimos años la nación norteamericana hubiera ganado en importancia, no era motivo suficiente para reconocerle el derecho exclusivo de controlar el canal; que el Canadá había progresado también y que su posesión era motivo de que la Gran Bretaña tuviera verdadero interés en los asuntos de América.

Poco tiempo después fué sustituído el Secretario Blaine, por Frederick T. Frelinghuysen y éste continuó gestionando la derogación del Tratado Clayton-Bulwer. Envió al Gobierno inglés diversas notas, pero a todas contestaba Lord Granville, alegando que no había motivo para que la Gran Bretaña alterase la situación creada por aquella convención.

El año 1884 fué elegido Presidente Grover Cleveland, candidato demócrata, frente al de los republicanos, que lo fué Blaine. La elección de Cleveland determinó un cambio radical en la política de la cancillería de Washington. Partidario decidido de la antigua política del "aislamiento", no perdió ocasión para declarar que se debía evitar que los Estados Unidos se vieran envueltos en complicaciones exteriores y que le convenía a la nación, antes que aventurarse en la conquista de nuevos territorios, desenvolver sus propios recursos, cultivar las artes de la paz. En consonancia con tales ideas, no es de extrañar que la política de Cleveland, en lo concerniente al canal, fuera opuesta diametralmente a la que desenvolvieron Blaine y Frelinghuysen.

En su primer mensaje anual de 8 de diciembre de 1885, después de consignar que no se sentía dispuesto a recomendar ninguna medida tendiente a asegurarle a la nación privilegios y derechos en el exterior, dijo refiriéndose a la construcción del canal:

[220]

Cualquiera vía que se construya al través de la barrera que separa las dos mayores superficies marítimas del mundo, debe ser para beneficio de éste, bajo la salvaguardia del género humano, libre del riesgo de caer bajo la dominación de una sola potencia, libre de ser un punto de cita para la guerra o presa de belicosa ambición.

La vuelta de los republicanos al poder, en 1889, con Harrison de Presidente, auguraba un cambio en la política exterior con respecto al canal. Declaró dicho Presidente, en su discurso inaugural de 4 de marzo del referido año, que el dominio de cualquiera potencia europea sobre el canal, constituiría un acto de manifiesta hostilidad hacia los Estados Unidos, supuesto que ese dominio sería incompatible con la seguridad y la paz de esta república. Pero ese mismo año ocurrió el fracaso ruidosísimo de la compañía francesa constructora del canal y dicha empresa, en parte por su desastre financiero y en parte por los grandes estragos que causaba entre los trabajadores las fiebres tropicales, se vió en el caso de tener que suspender las obras, cuando ya se había realizado la tercera parte de las mismas.

Fracasada la compañía francesa, pasaron algunos años sin que se volviera a agitar el proyecto de la apertura del canal, en el mundo de los negocios ni en el diplomático. Pero en esto sobrevino la guerra con España, en 1898, y los hechos que durante ésta ocurrieron y las consecuencias que de la misma se derivaron, hicieron que fuese nuevamente de actualidad para la nación norteamericana, la apertura y el control del canal. Las operaciones navales de la guerra, dice el profesor Chester Lloyd Jones, habían demostrado todos los inconvenientes que suponía para una nación, tener dos frentes de costas, separados por muchos miles de millas de Océano. El largo viaje que tuvo que realizar el acorazado "Oregon", para llegar a su destino, cuando encontrándose en el Pacífico, recibió órdenes de unirse a la escuadra que bloqueaba a Santiago de Cuba, fué una demostración gráfica, ante los ojos del pueblo, de la necesidad de construir la nueva vía.

Pero si la guerra demostró esa necesidad, las consecuencias de la misma no eran menos exigentes. Se habían adquirido nuevas posesiones en el mar Caribe y en el Océano Pacífico y era indispensable que las flotas se pudieran mover con facilidad de uno a otro mar. Agréguese a esto, que el comercio norteamericano, que había alcanzado un vuelo extraordinario, exigía la apertura de la[221] nueva ruta y se comprenderá todo el interés que ofrecía para los Estados Unidos el istmo de Panamá.

Dándose cuenta de todo esto los estadistas norteamericanos, juzgaron que había llegado el momento de que se construyera "un canal americano para el pueblo americano". El primer obstáculo con que se tropezaba lo constituía el Tratado Clayton-Bulwer; pero este inconveniente, que pareció siempre insuperable, por el empeño del Gobierno de la Gran Bretaña de no modificar dicho tratado, iba ahora a desaparecer. Al cabo de medio siglo, la cancillería inglesa se avenía a derogarlo en obsequio de la República Norteamericana. ¿Qué había pasado?

Ningún hecho, ningún apremio obligaba a la Gran Bretaña a abandonar la posición que había obtenido y defendido desde el año 1850: fué la sagacidad de sus estadistas, que se dieron cuenta de que los tiempos habían cambiado, la que actuó en este caso. En más de una ocasión, desde la declaración de Independencia, dice Coolidge, se habían entibiado las relaciones entre las dos Naciones, pero durante la guerra con España, el pueblo inglés había dado tantas muestras de simpatía por el de los Estados Unidos, que en éste se despertó hacia aquél un verdadero sentimiento de gratitud. El Gobierno de Su Majestad Británica, dándose cuenta de que más le convenía mantener esa amistad, que continuar disputándole a los Estados Unidos la supremacía en los mares de las indias occidentales, predominio que a esta nación le era indispensable ejercer por el desarrollo que había alcanzado, juzgó prudente acceder a la derogación del Tratado Clayton-Bulwer, que tan ventajosa posición le daba a la nación inglesa en aquellos mares y que constituía el único obstáculo que embarazaba aquella supremacía. Otros acontecimientos que ocurrieron después, han demostrado cuan prudente y previsora fué esta renuncia del Gobierno de la Gran Bretaña, en obsequio de los Estados Unidos, a la posición tan legalmente adquirida por aquel tratado.

El profesor John Holladay Latané en su obra The United States and Latin-America, recientemente publicada, explica por su parte en los siguientes términos, los motivos que indujeron a la Gran Bretaña a acceder a la derogación del Tratado Clayton-Bulwer:

El cambio en la actitud de Inglaterra es fácil de comprender. Durante los cien años que siguieron a la batalla de Trafalgar, Inglaterra estuvo preocupada en mantener una escuadra lo suficientemente po[222]derosa para dominar, ella sola, todas las rutas comerciales. Con el rápido crecimiento de las escuadras de Rusia, Japón y Alemania, durante los últimos años del siglo XIX, dióse cuenta de que no se podía mantener en el aislamiento en que vivía. Nuestra adquisición de las Filipinas, Haway y Puerto Rico y nuestra determinación de construir el canal al través del istmo nos impusieron la necesidad de poseer una encuadra poderosa. Convencióse entonces la Gran Bretaña, de que necesitaba celebrar alianzas y fué esta idea la que la llevó a concertar con nosotros el Tratado Hay-Pauncefote en 1901 y con el Japón la alianza defensiva del año 1902. Dióse cuenta también de que los Estados Unidos estaban decididos a llevar a cabo el proyecto, por tanto tiempo acariciado, de construir el canal y de que la insistencia en mantener los derechos adquiridos por el tratado Clayton-Bulwer, acabaría por llevar a las dos naciones a un conflicto y previsoramente decidió abandonar la posición que había mantenido durante medio siglo y dejarnos las manos libres en la adquisición y el control del canal, por cualquier punto que lo quisiéramos construir. La firma del Tratado Hay-Pauncefote, significó pues, el reconocimiento por parte de la Gran Bretaña, de que el interés que tenían los Estados Unidos en el Caribe era de carácter predominante. Hubiera sido imprudente querer desconocer ese hecho. Desde entonces nadie ha discutido la supremacía de los Estados Unidos en esta área.

Las negociaciones relativas a la derogación del referido tratado fueron confiadas, por parte del gobierno de los Estados Unidos, al Secretario de Estado John Hay y por parte de su Majestad Británica, a Lord Pauncefote, Embajador en Washington. Los primeros esfuerzos de estos diplomáticos culminaron en un proyecto de tratado que fué suscrito en 5 de febrero de 1900 y que rechazó el Senado de los Estados Unidos. Según este proyecto, que dicho alto cuerpo juzgó que no garantizaba suficientemente los intereses de la nación, el canal habría de ser natural y los Estados Unidos no podrían fortificarlo. El Gobierno de la Gran Bretaña no tuvo inconveniente en celebrar un nuevo tratado que satisficiera mejor las aspiraciones del de Washington; y puestos de acuerdo nuevamente los dos diplomáticos, en 18 de noviembre del año 1901, concertaron otra convención que esta vez aprobó el Senado. Según este convenio, que derogó el Tratado Clayton-Bulwer, el canal habría de ser construído bajo los auspicios de los Estados Unidos y aunque éstos tendrían el exclusivo derecho de proveer a su manejo y de fortificarlo, quedaría libre y abierto a los barcos mercantes y de guerra de todas las naciones.

Eliminado con la derogación del Tratado Clayton-Bulwer, el obstáculo que le impedía a los Estados Unidos realizar la apertura[223] del canal, el Gobierno de Washington decidió acometer cuanto antes esta obra. Era necesario resolver, en primer lugar, cuál de las dos vías proyectadas se utilizaba, la de Nicaragua o la del istmo. La opinión pública era partidaria de la vía de Nicaragua, pero la comisión de Ingenieros, nombrada para estudiar el asunto, se decidió por la de Panamá y aceptado su dictamen por el Gobierno, se convino en comprarle a la antigua compañía francesa sus derechos, obras y materiales. Había que dar otro paso. Era necesario que el Gobierno de la República de Colombia, consintiera en esta venta, y que se aviniese a estipular en un nuevo tratado, los derechos que habrían de tener los Estados Unidos con respecto al canal, ya que se juzgaba que la convención concertada con Nueva Granada en 1846 y que estaba vigente, no brindaba suficiente garantía a los intereses de la República norteamericana.

Para establecer las nuevas relaciones, el Gobierno de los Estados Unidos designó al Secretario de Estado, John Hay, uno de los funcionarios que ha dejado huella más intensa de su paso por dicho cargo, y el de Colombia a Tomas Herran, Encargado de Negocios en Washington. Puestos ambos de acuerdo, redactaron un tratado que fué suscrito en 22 de enero de 1903. A tenor de este tratado, el Gobierno de Colombia autorizaba al de los Estados Unidos para comprar los derechos, obras y materiales de la compañía francesa e igualmente lo autorizaba para adquirir perpetuo control sobre una zona en el istmo de Océano a Océano, de diez millas de ancho, para el trazado del canal; no obstante lo cual, Colombia conservaría su soberanía sobre dicha zona y habría de recibir en compensación, $10,000.000.00 de contado y $250.000 anuales.

En 17 de marzo de 1903, fué aprobado dicho tratado por el Senado de los Estados Unidos; pero como no le cupiera la misma suerte en el de Colombia, el Gobierno de Washington decidió terminar sus relaciones diplomáticas con esta nación y a ese efecto dispuso la retirada del Ministro acreditado en Bogotá.

El fracaso del tratado produjo una profunda impresión de desagrado en el pueblo panameño, que tenía cifradas sus esperanzas en la prosperidad y bienestar que le habría de reportar el canal. No menos desastroso fué el efecto que produjo el propio hecho en la compañía francesa que inició la construcción de la obra. La concesión de ésta vencía en octubre de 1904 y el abandono por parte del gobierno de los Estados Unidos del proyecto de cons[224]truir el canal por Panamá, significaba para dicha empresa, la pérdida completa del dinero invertido en las obras y materiales existentes y las cuales aquel Gobierno se había comprometido comprar. Deseosos sus agentes de evitar semejante desastre, dirigidos por el Ingeniero de la misma, el ciudadano francés Felipe Bunau Barilla, discurrieron como medio único de impedir aquella ruina, provocar una ruptura entre Colombia y la provincia del istmo. Contaban para ello con el malestar existente en la población de Panamá y con el sentimiento de hostilidad que siempre había latido en ésta contra Colombia y que se había traducido en un buen número de revoluciones y en la organización en dos ocasiones de un gobierno independiente.

A fines del mes de octubre del referido año 1903, el sentimiento público en Panamá contra Colombia era tan evidente, que el Gobierno de Bogotá juzgó necesario enviar refuerzos a aquella provincia. Enterado de ello Manuel Amador, que fungía de jefe de la conspiración, en 29 de octubre envió el siguiente cable a Bunau Barilla que se encontraba al frente de la junta revolucionaria que actuaba en New York: "Tenemos noticias de que dentro de cinco días han de llegar fuerzas de Colombia, las que desembarcarán por el lado del Atlántico. Vienen más de 200 hombres. Urgen barcos de guerra en Colón."

Al día siguiente de haber llegado este cable a su destino dice el profesor Jones, antes citado, el Comandante del crucero "Nashville", anclado en Kingston, Jamaica, recibía otro de su gobierno, concebido en estos términos: "Diríjase a Colón; telegrafíe en cifra la situación, después que se consulte con el Cónsul de los Estados Unidos." El comandante de dicho crucero cumplió tal encargo; se dirigió a Colón y dió cuenta a su gobierno de la situación y en 2 de noviembre recibió orden de evitar el desembarco de las fuerzas de Colombia, si esto podía ocasionar un conflicto con el gobierno revolucionario y que de todas maneras mantuviera libre el tránsito por el ferrocarril que atravesaba el istmo. Ese mismo día, cuando aún no había estallado la revolución, por más que era ya cosa inminente, llegan a Colón 500 soldados colombianos. El comandante del "Nashville" no puso inconveniente al desembarco de dichas fuerzas; pero les prohibió trasladarse por ferrocarril a la Ciudad de Panamá. Casi al mismo tiempo que llegaban las fuerzas colombianas, desembarcaba la marinería del[225] referido crucero con objeto de mantener el orden, así como el libre tránsito por el ferrocarril.

Al día siguiente de estos sucesos, se proclamaba la independencia del istmo en la ciudad de Panamá y se constituía un gobierno independiente. El día 13 de noviembre, esto es, diez días después de proclamada la independencia, ésta era reconocida por el Gobierno de Washington y el día 18 se firmaba entre la más antigua y la más nueva de las Repúblicas del Continente, el Tratado en que se estipulaba todo lo concerniente a la construcción del canal.

Las disposiciones más importantes de este tratado, que fué suscrito en Washington, por John Hay a nombre de los Estados Unidos y por Felipe Bunau Barilla a nombre de la República de Panamá, son las siguientes: Los Estados Unidos se comprometen a garantizar la independencia de Panamá; ésta en cambio concede a aquéllos, a perpetuidad, el uso, ocupación y control de una zona de diez millas de ancho, por la que se habría de extender el canal, así como el monopolio del mismo y como compensación, el Gobierno de los Estados Unidos pagaría al de Panamá $10,000.000 al ser ratificada la convención y nueve años después comenzaría a abonarle la cantidad de $250.000 durante cada anualidad, mientras estuviere en vigor el tratado.

A raíz de estos sucesos, el Presidente Roosevelt dirigió dos Mensajes al Congreso: el primero en 7 de diciembre de 1903 y el segundo el día 4 del mes siguiente, explicando su intervención en todos estos asuntos y sobre todo, los móviles que lo llevaron a reconocer la nueva República, tratando de desvanecer el cargo que se le hizo, dentro y fuera de los Estados Unidos, de haber sido el verdadero instigador de la revolución que dió al traste con la soberanía de Colombia en el istmo. La extensión de dichos documentos nos priva de insertarlos en su integridad. Nos limitaremos a hacer un extracto de sus puntos e ideas culminantes.

Comenzó diciendo, que a pesar de que el Tratado negociado en Washington en 22 de enero de 1903, entre el gobierno de los Estados Unidos y el de Colombia, estaba concebido en los términos más favorables para esta última nación, su Congreso, adoptando una conducta inexplicable, había pospuesto su aprobación indefinidamente, sin que existieran esperanzas de que en el futuro modificara tal conducta, ni de que el Poder Ejecutivo, que por lo que se vió tenía medios para recabar de los congresistas dicha ratificación, llevara trazas de abandonar la actitud pasiva en que por[226] su parte decidió colocarse; que mientras esa era la situación de los poderes públicos en Colombia con referencia al tratado, el pueblo de Panamá, por su parte, seguía el asunto con el mayor interés, pues pensaba, con razón, que se habrían de derivar grandes y positivas ventajas, en su provecho, de la construcción del canal; y sin que fuese de extrañar por eso, que cuando dicho pueblo, que nunca había estado muy de agrado con la soberanía de Colombia, de la que realizó varios esfuerzos, en diversas épocas, por separarse, se dió cuenta del fracaso del tratado, proclamó su independencia en un movimiento espontáneo y unánime.

Refirióse después al desembarque de las fuerzas de infantería de marina de los Estados Unidos, al mando del Comandante Hubbard, que ocuparon la ciudad de Colón, consignando a tal respecto, que después que se proclamó la República en la Capital, situada en el interior, arribó al referido puerto de Colón un crucero colombiano con 400 soldados; que él, pensando en que la acción de esta fuerza podría interrumpir el tránsito del ferrocarril del istmo, dió órdenes para que se impidiera su desembarque; que esta orden llegó cuando dicha fuerza estaba en tierra, pero que como ésta pretendiera después trasladarse a la Capital, el comandante Hubbard se lo impidió prohibiéndole el uso del ferrocarril, en atención a lo antes dicho, a que se habría de interrumpir el tráfico.

Desmentía luego el Presidente la especie de que su Gobierno hubiera tenido la más ligera intervención en los preparativos de la revolución; aseverando, además, que la infantería de marina se había mantenido en un terreno absolutamente neutral, limitándose a proteger las vidas y haciendas de los ciudadanos norteamericanos y a impedir cualquier acción que hubiera podido producir el efecto de interrumpir el tráfico por el ferrocarril y que de no ser por la serena actitud del Comandante Hubbard y de sus soldados, hubieran ocurrido espantosas escenas de sangre.

Dijo también Roosevelt, que según la interpretación que desde antiguo le habían dado al tratado del año 1846, varios ilustres estadistas, entre otros el Secretario Cass en 1858 y en 1865 el Secretario Seward y el Procurador General Speed, con motivo de otros sucesos ocurridos en el istmo, la posición de las dos partes contratantes estaba perfectamente definida, en el sentido de que Colombia sólo podía pedirle a los Estados Unidos que respetara su soberanía en dicho territorio, pero no podía obligarlos a que la ayudasen a mantenerla; mientras que éstos, por su parte, tenían[227] derecho a realizar todo acto o gestión tendiente a mantener el tránsito libre y sin entorpecimientos.

La República de Colombia, añade, no se dió cuenta de su posición. Después que derivó innumerables ventajas del Tratado del año 1846, que no fué convenido con otro propósito que no fuera el de facilitar la construcción del canal, no debió a última hora restarle su concurso a esta obra. No tenía derecho a mantener cerrada una vía cuya apertura tenía una tan alta significación para todo el mundo civilizado y especialmente para los intereses vitales de los Estados Unidos. Si Colombia, agrega después, era absolutamente incapaz de mantener el orden en Panamá, como lo demostró el hecho de haber ocurrido cincuenta y tres alteraciones de la paz, entre alzamientos, motines, revoluciones, etc. durante los cincuenta y siete años que transcurrieron a partir del año 1846, en que se suscribió el Tratado; y habiéndose colocado dicha República en actitud reveladora de que no habría de sancionar el nuevo Tratado, hubiera procedido el Gobierno con locura y debilidad, si hubiese actuado en forma distinta de la que adoptó frente a la revolución panameña del día 3 de noviembre.

En el último de los mencionados Mensajes, se refutaba el cargo hecho a la administración consistente en la premura con que había sido reconocida la nueva República, en los siguientes párrafos, con los cuales terminamos esta alusión a dichos documentos.

El hecho de que otras naciones nos imitaran, reconociendo, tan pronto como nosotros lo hicimos, al nuevo Estado de Panamá, demuestra que en este caso éramos los mandatarios de la humanidad civilizada. Nuestra acción, reconociendo la nueva República, fué imitada por Francia, Alemania, Dinamarca, Rusia, Suecia y Noruega, Nicaragua, Perú, China, Cuba, Gran Bretaña, Italia, Costa Rica, Japón y Austria Hungría.

En vista de las diversas circunstancias que nos determinaron a hacer el reconocimiento, tales como las obligaciones de un tratado, los intereses y la seguridad nacional y las ventajas que se habrían de derivar de tal acto para la civilización, no se explica que haya quienes piensen que no fueron tales móviles los que motivaron nuestra conducta, sino que ésta se inspiró en algo así como el deseo de sancionar el principio del derecho a la revolución, según el cual, es legítimo el acto de derrocar un gobierno y el de desmembrar un país. Es verdad que sólo causas muy razonables pueden justificar una revolución, pero no es menos cierto que todos los movimientos revolucionarios no pueden ser juzgados por el mismo patrón. Cada caso debe ser juzgado en sí mismo según sus peculiaridades. Ha habido en el mundo muchos movimientos revolucionarios, muchos casos de desmembración de un territorio y todos no[228] pueden ser juzgados desde un punto de vista exclusivo. Nadie que observe con desinterés y con espíritu de justicia lo ocurrido en Panamá, puede negar que este país tenía motivos para separarse de Colombia y que su actitud, al facilitar la oportunidad de que el canal se construya inmediatamente, ha redundado en beneficio del mundo civilizado. A aquellos que miran con pesimismo nuestra actitud al reconocer la nueva República de Panamá y que desconfían de lo que pueda significar nuestro compromiso de mantener el tránsito, libre de invasiones y disturbios, les recomendamos que tengan en cuenta el caso de Cuba, cuando intervinimos en ella por la fuerza, obedeciendo a nuestros deberes e intereses nacionales. Cuando realizamos esa intervención, se pensó también que queríamos quedarnos en Cuba y administrarla en beneficio de nuestros intereses. Los resultados han demostrado, de modo evidente, la falsedad de tales profecías: Cuba es hoy una República Independiente. Nosotros la gobernamos en su propio interés durante unos años, hasta que estuvo en condiciones de mantenerse independiente, retirándonos después, no sin antes tomar ciertas medidas tendientes a asegurar su gobierno propio e independencia. Hemos recabado la construcción de dos estaciones navales, situadas, en tales condiciones, que nunca podrán constituir una amenaza para la libertad de la isla y que han de servir de defensa al pueblo de Cuba y al nuestro, contra un posible ataque extranjero. El pueblo de Cuba ha derivado grandes beneficios de nuestra intervención y nosotros los hemos recabado también. Otro tanto ha de ocurrir con Panamá. Tanto el pueblo del istmo como el de los países adyacentes de Centro y Sud América, han de beneficiarse grandemente con la construcción del canal y con la paz y el orden de que se disfrutará y el beneficio de ellos se hará extensivo a nosotros y a la humanidad. Por nuestra acción rápida y decisiva, no sólo hemos favorecido nuestros intereses y los del mundo civilizado, sino que nos hemos evitado complicaciones que nos hubieran sido perjudiciales y al pueblo del istmo le hemos evitado también el derramamiento de sangre y otros sufrimientos.

En vez de emplear nuestras fuerzas, como pretendió Colombia, en la doble finalidad de perjudicar nuestros derechos e intereses y también los del mundo civilizado, y de abatir a la población del istmo, ayudando a los que ella estimaba como sus opresores, hicimos lo que nos demandaba el deber: mantener el tránsito libre y evitar la invasión que se proyectaba.

Después que ocurrieron los sucesos que ocasionaron la separación de Panamá, la República de Colombia rompió por completo sus relaciones con los Estados Unidos. El Presidente Roosevelt realizó grandes esfuerzos por reanudar dichas relaciones y pareció, por un momento, que había obtenido su propósito. El día 9 de enero de 1909, se suscribía en Washington un tratado entre el Secretario Root y los Ministros, Cortés, de Colombia, y Arosemena,[229] de Panamá, por el cual Colombia recibía en calidad de indemnización $2,500.000; debiendo en cambio, reconocer la independencia de Panamá, someter la fijación de su frontera con esta nueva República al arbitraje del Presidente de la República de Cuba, eximir del pago de derechos a los barcos dedicados a las obras del canal que anclaran en sus puertos y renunciar a cuantos derechos le asistieran con respecto al canal.

El pueblo colombiano juzgó ese tratado como afrentoso a su soberanía y consideró como un traidor al Presidente, General Reyes, con cuya anuencia había sido negociado; teniendo éste que abandonar el poder para no perder la vida y quedando interrumpidas nuevamente las relaciones entre las dos Repúblicas.

Tres años más tarde, ocupando William H. Taft la Presidencia de los Estados Unidos, el Secretario de Estado Knox, le dió instrucciones a James Du Bois, Ministro en Bogotá, para que intentara negociar un tratado bajo estas bases: se elevaba la indemnización que debía percibir Colombia a $10,000.000, y los Estados Unidos, en cambio, además de obtener con ligeras variantes las concesiones que se le otorgaban en el proyecto de Tratado Root-Cortés, adquirirían el derecho de construir un canal y el arrendamiento de las islas San Andrés y Providencia. Apenas el Ministro norteamericano le expuso estos planes a Carlos Restrepo, Presidente de Colombia, le significó éste en términos rotundos, que sobre tales bases no estaba dispuesto a iniciar negociación alguna.

Transcurrió otro lapso de dos años y la administración del Presidente Wilson, que sucedió a Taft, insistió en el empeño de llegar a un acuerdo con Colombia, que pusiera término a la desagradable situación creada. Colombia quería someter las cuestiones y asuntos pendientes a un arbitraje; pero al fin desistió de esta actitud, aviniéndose a dejar zanjadas todas las diferencias por medio de un tratado, que fué suscrito en Bogotá, en 6 de abril de 1914.

Este tratado, por el cual Colombia debía recibir de los Estados Unidos una indemnización de $25,000.000 teniendo además derecho a transportar sus fuerzas por el canal sin pagar derechos y a que lo utilizaran sus ciudadanos y sus productos en las mismas condiciones que los norteamericanos, a cambio de que dicha República reconociera la independencia de Panamá, apenas sometido al Senado fué rudamente combatido por el ex-Presidente Roosevelt. A juicio de este estadista, dicha convención constituía una desautorización de su conducta en los asuntos de Panamá; era, a su juicio,[230] algo así como el reconocimiento de que se había cometido una injusticia con Colombia.

En la primavera del año 1917 dicha convención fué sometida a discusión en la Alta Cámara, siendo combatida con toda energía por Lodge, Borah y otros significados miembros del Partido Republicano, quienes esgrimieron el argumento de Roosevelt y alegaron además, que eran los intereses petroleros, ávidos de obtener concesiones en Colombia, los que en el fondo agitaban el asunto. La oposición republicana se hizo sentir; el Tratado fué devuelto al Comité de Asuntos Exteriores y tras varias vicisitudes, después de cuatro años, al ocupar su alto cargo el Presidente Harding, uno de sus primeros actos fué el de dirigirle un mensaje al Senado encareciendo la necesidad y urgencia de su aprobación.

Ocurrió uno de esos cambios tan frecuentes en la política. Los mismos republicanos, que antes combatieron el Tratado, fueron ahora, con Lodge a la cabeza, sus defensores. Algunos, sin embargo, mantuvieron su antigua intransigencia, entre otros Borah, quien dijo que el pago a Colombia de una indemnización de $25,000.000, equivalía a aceptar el cargo, hecho a Roosevelt y a Hay, de que "lo de Panamá había sido un robo". En 20 de abril de 1921 el Senado, al fin ratificó el convenio con algunas variaciones que se le introdujeron, por 69 votos contra 19 y en 14 de octubre del propio año, tras prolongado debate, le correspondió la misma suerte en la Alta Cámara de Colombia.

En la primitiva redacción de este Tratado, la que fué acordada en Bogotá en 6 de abril de 1914, se hacía constar la siguiente declaración contenida en el artículo I:

El Gobierno de los Estados Unidos de América, deseoso de poner término a todas las controversias y diferencias con la República de Colombia, provenientes de los sucesos de que es resultado la situación actual en el Istmo de Panamá, expresa en su propio nombre y en el del pueblo de los Estados Unidos, su sincero pesar de que las relaciones de cordial amistad que por tanto tiempo han existido entre las dos naciones hayan sido interrumpidas o perjudicadas a causa de aquellos sucesos. El Gobierno de la República de Colombia en su propio nombre y en el del pueblo colombiano, acepta esta declaración en la plena seguridad de que todo obstáculo para la completa restauración de la armonía entre los dos países desaparecerá de este modo.

Tal como ha sido aprobado el proyecto, esta declaración ha sido sustituída por la siguiente, que aparece en el párrafo con que se encabeza el Tratado, a manera de preámbulo:

[231] Los Estados Unidos de América y la República de Colombia, deseando remover todas las desavenencias provenientes de los sucesos políticos acaecidos en Panamá en noviembre de 1903; restaurar la cordial amistad que caracterizaba las relaciones entre los dos países; y también definir y regular sus derechos e intereses respecto al canal interoceánico que el Gobierno de los Estados Unidos ha construído a través del istmo de Panamá, han resuelto con este objeto celebrar un tratado, y en consecuencia han nombrado como sus Plenipotenciarios...

(C)
SANTO DOMINGO

En los comienzos del año 1905, era deplorable la situación de la República Dominicana; el estado de revolución y desorden había llegado a ser crónico. Esto, que unido a la desastrosa administración de sus gobiernos, constituía un obstáculo al progreso material del país, había contribuído a que la deuda pública ascendiera a $32,000.000.00. Gran parte de ésta estaba en manos de ingleses, franceses, italianos y belgas, y sus respectivos gobiernos, al convencerse de que por las gestiones diplomáticas no se habría de obtener el pago de la misma, decidieron apelar a la fuerza. Encontrábase en camino de las aguas dominicanas una escuadra inglesa y otra francesa, cuando el Presidente Carlos F. Morales invocó la mediación del gobierno de Washington.

Teodoro Roosevelt, que desempeñaba a la sazón la Presidencia de la República, aceptó el requerimiento y convencido de que el único medio de evitar la intervención de los gobiernos europeos, consistía en que los Estados Unidos garantizaran el pago de aquellas deudas, púsose al habla, con ese propósito, con el gobierno dominicano y reunidos en la ciudad de Santo Domingo, los representantes de las dos repúblicas, en 20 de enero de 1905 suscribieron un tratado que señala el inicio de la ingerencia de los Estados Unidos en los asuntos de la isla vecina. A tenor de esta convención, los Estados Unidos se comprometían a arreglar el pago de todas las deudas, interiores y exteriores; asumirían el control de las aduanas y sin su consentimiento el gobierno de Santo Domingo no podría alterar los aranceles; se prevenía también que el cuarenta y cinco por ciento del importe de la recaudación de aquellos cen[232]tros sería entregado al gobierno insular para el pago de sus atenciones y que el cincuenta y cinco por ciento restante se aplicaría, después de cubiertos los gastos de la recaudación, al pago de las deudas y se consignaba, por último, la siguiente disposición contenida en el artículo 7:

El gobierno americano, a pedimento del de la República Dominicana, le concederá otros socorros que estén en su poder para establecer el crédito, conservar el orden, aumentar la eficacia de la administración civil, y promover el adelanto material de la República.

El distinguido escritor dominicano Tulio M. Cesteros, comentando este Tratado, en un trabajo publicado en La Reforma Social, dice, con razón, que las partes suscribientes hubieron de concertarlo a impulso de causas distintas: los Estados Unidos, por el interés de evitar la acción armada de las potencias europeas en aguas del mar Caribe, esto es, por obviar la infracción de la doctrina de Monroe; Santo Domingo, por la necesidad de sanear y liquidar su hacienda, que estaba afectada en más del ochenta por ciento de sus rentas.

El Presidente Roosevelt envió al Senado el Tratado para su aprobación por medio de un mensaje fechado en 15 de febrero del citado año. Anteriormente, al tratar de la doctrina de Monroe, hicimos alusión a determinados extremos de dicho mensaje. Vamos a referir ahora otros de no menor interés. Después de hacer constar que las condiciones de Santo Domingo constituían una amenaza para las relaciones de los Estados Unidos con determinadas naciones extranjeras y afectaban la seguridad de los estados norteamericanos situados al Sur, dado que dicha isla se encontraba en la dirección hacia la cual debían desenvolverse las relaciones comerciales de dichos estados y de aludir a la deplorable situación financiera de la isla, se refería en estos términos al protocolo acordado:

Los recursos ordinarios de la diplomacia y el arbitraje internacional resultan impotentes para poner término a la situación en que se encuentra la República Dominicana, la que sólo puede ser remediada, organizando sus finanzas sobre la base de sustraer las aduanas de la atención de los revolucionarios. Ha llegado pues el momento de que abandonemos aquello que entendíamos que era nuestro deber en nuestra política tradicional para con el pueblo dominicano, al que debemos ayudar a que abandone la anarquía y adopte un gobierno republicano adecuado,[233] dado que estamos ante un dilema: o permitimos que los gobiernos extranjeros adopten las medidas que juzguen convenientes a la defensa de sus intereses o adoptamos una acción adecuada y procedente.

En varias ocasiones el gobierno dominicano ha invocado el auxilio de los Estados Unidos, sobre todo en estos últimos años. En 1899 pretendió de nosotros que celebrásemos un tratado, por virtud del cual la isla quedaba bajo nuestra protección, pero nos negamos a tal demanda. Después, en 1904, el Ministro de Relaciones Exteriores estuvo en Washington, pretendiendo que el gobierno de los Estados Unidos ayudara al de su país a salir de la crisis social y financiera en que estaba sumido. Una vez más fué desestimada semejante pretensión dominados por nuestra repugnancia a ingerirnos en los asuntos de otro país; pero ahora, lo que demanda esa ingerencia es nada menos que el mantenimiento de la paz internacional.

En 1903, el representante de una nación extranjera nos propuso que nos uniéramos a ella para controlar las finanzas de Santo Domingo, debiendo hacerse cargo el gobierno de los Estados Unidos de las aduanas y de los demás impuestos y entregarle parte del importe de la recaudación al gobierno de Santo Domingo para cubrir sus gastos, reservándose el resto para satisfacer los créditos de los acreedores extranjeros. El gobierno de los Estados Unidos no quiso entrar en tal arreglo. Ha llegado el momento de que no podamos permanecer en tal situación de indiferencia. Nuestra experiencia del pasado y nuestro conocimiento con respecto a la verdadera situación de Santo Domingo, nos dice, que si nos negamos a tomar alguna acción definitiva, no sólo perjudicamos los intereses dominicanos y desatendemos los deberes que nos impone la doctrina de Monroe, sino que tácitamente consentimos en que tal acción la adopte otro gobierno.

La enmienda Platt,—una de las medidas más sabias adoptadas en el orden internacional—establece un método que evita que aquellas dificultades ocurran en la nueva República de Cuba. Según esta enmienda la República de Cuba no puede contraer ninguna obligación, sin antes obtener el consentimiento de los Estados Unidos, los que pueden adoptar cuantas medidas impidan que se viole la letra y espíritu de aquélla. Si se adoptase un plan semejante con respecto a Santo Domingo, sería de grandes ventajas para esta nación y para las demás. No se contraerían obligaciones que no pudieran ser solventadas y aquellas que se estipularan infringiendo lo convenido, correrían el riesgo de no ser pagadas. Es decir que las demandas de los acreedores legítimos serían satisfechas y desechadas las de los simples especuladores.

Mientras no se adopte semejante plan, no tenemos más que dos caminos: permitir que se infrinja la doctrina de Monroe o realizar un arreglo, como el que ahora someto al Senado. Afortunadamente, en este caso, la prudencia y sagacidad del gobierno dominicano nos ha eliminado las dificultades: a petición suya es que hemos convenido tal arreglo. Según sus términos, las aduanas han de ser administradas de manera honrada y económica. El cuarenta y cinco por ciento de la re[234]caudación se ha de entregar al gobierno dominicano y el resto los distribuirán los Estados Unidos entre los acreedores, equitativamente. La República no tendrá la amenaza de una agresión por el mar. No hemos de asumir por esto una nueva clase de obligaciones; contraeremos la que nos impone la doctrina de Monroe.

Es lo más probable que esta administración no tenga que asumir el papel impuesto por el adjunto protocolo.

Según dicho protocolo, la República de Santo Domingo, de manera prudente y patriótica acepta tanto las responsabilidades como los privilegios de la libertad y se ha impuesto, con notoria buena fe, el propósito de saldar sus compromisos en la forma que lo permitan sus recursos. No se puede pedir más ni nosotros permitiremos que después de tal conducta dicha nación sea molestada. En el caso presente, no somos más que los simples ejecutores de un deber que nos ha sido impuesto por la doctrina de Monroe; deber que ejecutamos, algo más que con la aquiescencia del gobierno de Santo Domingo, respondiendo a su solicitud. Nosotros sabremos demostrar que cumplimos tal deber con la mejor buena fe, sin la menor intención de extender nuestro territorio a expensas de nuestros débiles vecinos, animados sólo del propósito de poner término de una vez a las dificultades o rozamientos existentes entre éstos y algunas potencias europeas. Debemos tener el mayor interés en acreditar con nuestros actos que el mundo debe tener confianza en nuestra buena fe y saber que en este caso, no hacemos más que cumplir con un deber internacional, en interés, no sólo de nosotros, sino de todas las naciones y que estamos animados de un espíritu de justicia hacia todos. La aceptación del plan propuesto, equivaldrá a la aceptación de la doctrina de Monroe y supondrá además un paso de avance en el propósito de resolver los conflictos internacionales por medidas pacíficas y no por medio de la guerra.

Podemos citar con orgullo el caso de Cuba, en prenda de nuestra buena fe. Permanecimos en Cuba tan sólo el tiempo necesario para que la isla estuviera en condiciones de darse un gobierno propio, no pudiendo ser sus éxitos más evidentes. Las condiciones que les impusimos antes de dejarla en manos de sus hijos no tuvieron otro propósito, que el de evitarle conflictos con las naciones extranjeras. Nuestro propósito en Santo Domingo es desinteresado, nos ocurrirá lo que en Cuba, que los beneficios que hemos derivado de su situación, son más bien indirectos. Los principales beneficiados en el arreglo han de ser, Santo Domingo en primer lugar, y sus acreedores después, y en cambio las ventajas que hemos de derivar nosotros, han de ser indirectas pues se reduce nuestro interés al hecho de que las comunidades situadas al Sur disfruten de orden y de prosperidad y estén regidas por un gobierno propio e independiente.

Llamo la atención acerca de la necesidad de que se proceda con actividad. Tenemos la oportunidad de dejar resuelto el problema de la paz y la estabilidad de la Isla, sin conflictos ni derramamientos de sangre y procediendo de acuerdo con la invitación que nos ha hecho su go[235]bierno. Sería ciertamente una desdicha que no evitemos la dificultad: si nos retraemos, continuarán en Santo Domingo las violencias y revoluciones y se recrudecerán los conflictos internacionales. Este protocolo ha de ser el mejor testimonio de la eficacia del gobierno de los Estados Unidos en el mantenimiento de la doctrina de Monroe.

No logró el Presidente Roosevelt, a pesar de sus esfuerzos, que dicha convención fuese aprobada por el Senado. Desde que se iniciaron los debates en dicha cámara, se vió que estaba dividida la opinión. Una parte de ella era partidaria de que la nación no se apartara de su tradicional política no intervencionista, mientras que otros elementos sostenían que el desarrollo por ella alcanzado exigía que se adoptara cierta acción con respecto a las Repúblicas vecinas. Fué aquella opinión, que podríamos llamar tradicionalista, la que prevaleció en la Alta Cámara.

No se desanimó el Presidente ante la actitud del Senado; creyó vencer su resistencia consignando en un nuevo tratado que la ingerencia que habrían de tomar los Estados Unidos en los asuntos de Santo Domingo estaba inspirada en el deseo de mantener la doctrina de Monroe y al efecto, en 5 de febrero del propio año se suscribió una nueva convención concebida en los mismos términos que la anterior, pero con esta adición en su preámbulo:

Por cuanto el Gobierno de los Estados Unidos de América, previendo una tentativa de parte de los gobiernos del otro hemisferio de opresión y control sobre los destinos de la República Dominicana, como manifestación de enemistad hacia los Estados Unidos, está dispuesto, según los deseos del Gobierno Dominicano, a prestarle su ayuda para efectuar un arreglo satisfactorio, con todos los acreedores de éste, obligándose a respetar la completa integridad de la República Dominicana.

Sometida al Senado esta nueva convención, se acordó aplazar su discusión para una próxima legislatura; pero el Presidente, estimando perjudicial semejante demora, se puso de acuerdo nuevamente con el Gobierno Dominicano y concertó y puso en ejecución por medio de un decreto, un modus vivendi, de carácter provisional, que debía subsistir mientras no fuese aprobado el Tratado y que en el fondo contenía las mismas disposiciones que éste. Según este modus vivendi, que surtió sus efectos desde el día 1º de abril, el recaudador de las Aduanas habría de ser nombrado por el Presidente de los Estados Unidos, aunque era necesario que la designación recayera en una persona que fuese del agrado del gobierno[236] dominicano; el importe de la recaudación se distribuiría, entregándole el cuarenta y cinco por ciento a dicho gobierno, para atender a sus gastos y consignándose el resto, después de abonados los de la recaudación, en un banco de New York, para ser distribuído entre los acreedores luego que se decidiera acerca de la suerte del Tratado pendiente de discusión en el Senado. Nada hizo por el momento este cuerpo; pero fueron tan beneficiosos para el orden y la prosperidad de Santo Domingo, los resultados del modus vivendi, que al cabo de dos años toda la opinión estaba persuadida de la conveniencia de que los Estados Unidos se hicieran cargo, por algún tiempo, de las finanzas de la isla y hasta los propios senadores, que se decían no intervencionistas y que antes se habían declarado contrarios a la aceptación del Tratado, parecían dispuestos ahora a rectificar su criterio.

Dióse cuenta el Presidente de que debía aprovechar esa reacción en la opinión y convencido de que el último de los dos Tratados suscritos, habría de ser aprobado en el Senado, con tal de que se le introdujeran algunas modificaciones, inició nuevas gestiones a este fin con el Gobierno Dominicano, culminando éstas en el Tratado que en 8 de febrero de 1907 suscribieron los plenipotenciarios de las dos naciones, en la ciudad de Santo Domingo.

Según los términos de esta Convención, se debía efectuar un empréstito de $20,000.000.00 para pagar todas las deudas pendientes, calculadas en unos $17,000.000.00, empleándose el resto en la realización de determinadas obras públicas. Para satisfacer el importe del empréstito, se haría una emisión de bonos al cinco por ciento, amortizables en 10 y 50 años y mientras estuviere pendiente el pago de éstos, el Presidente de los Estados Unidos nombraría un Receptor General de las Aduanas, encargado de recibir los impuestos; debiendo asignarse el importe de éstos, después de cubiertos los gastos de la recaudación, una parte al pago del interés y amortización y la otra al Gobierno Dominicano para sus gastos. Los dos gobiernos se obligarían a prestarle al Receptor el apoyo y la protección que necesitare y por su parte, a su vez el de Santo Domingo, quedó comprometido a no contraer nuevas obligaciones mientras no estuvieren pagados los bonos ni a rebajar tampoco los derechos de Aduana, a no ser con la sanción de los Estados Unidos.

No figuró en el texto de esta convención, la disposición contenida en el artículo 7 del Tratado suscrito en 20 de enero de[237] 1905, a que antes nos hemos referido y según la cual, el gobierno de los Estados Unidos, a pedimento del de la República Dominicana, concedería a ésta los socorros que estuvieran en su poder para establecer el crédito, conservar el orden, aumentar la eficacia de la administración civil y promover el adelanto y bienestar de la República. La prensa de Santo Domingo había combatido esta cláusula como atentatoria a la soberanía nacional y se temió, por los plenipotenciarios americanos, que su inserción pudiera ser un escollo para la aprobación del Tratado en el Senado de los Estados Unidos. Esta tuvo efecto, en dicho cuerpo, en 25 de febrero y en el Congreso de Santo Domingo el 3 de mayo, aunque con ciertas aclaraciones o reservas que el Secretario de los Estados Unidos, Mr. Elihu Root, juzgó compatibles con el texto del Tratado.

Este Tratado produjo, por el momento, los mejores resultados para la paz y prosperidad de la isla. En 1908, Carlos F. Morales trasmitió pacíficamente la presidencia a Raimundo Cáceres. Pero esta situación de paz fué transitoria; una fugaz ilusión. En 29 de noviembre de 1911, fué asesinado el Presidente Cáceres, y sustituído por Alfredo Victoria, quien apenas ocupó su alto cargo, se vió envuelto en una revolución. Ya llevaba ésta de duración cerca de un año, cuando en noviembre de 1912, Victoria, cediendo a la presión de los Estados Unidos, renunció la Presidencia. El Congreso designó Presidente Provisional al Arzobispo Adolfo A. Nonel, quien como viese que continuaba el desorden, a los cuatro meses abandonó el cargo, siendo sustituído, también en calidad de interino, por el General José Bordas Valdés.

En septiembre de 1913 estalla otra revolución. Días después presenta sus credenciales el Ministro de los Estados Unidos, Mr. James E. Sullivan, y le hace saber a los insurrectos, que la Cancillería de Washington no estaba dispuesta a reconocer a ningún Gobierno que fuese producto de una revolución. Fué en esta ocasión en la que inició el Presidente Wilson su política contraria a las revoluciones; de aquí que tenga interés la reproducción de la carta que al efecto le dirigió dicho Ministro al Jefe de los revolucionarios y que decía así:

Es fija la determinación del Gobierno de los Estados Unidos de América, de que ninguna disputa o desavenencia sea arreglada; ni causa establecida; ni hombre alguno colocado en el poder de la República Dominicana, por otros medios que no sean los que marcan la Constitución. La República de los Estados Unidos, como hermana mayor de[238] la República de Santo Domingo, está dispuesta por consiguiente, a poner todo el peso de su poder e influencia contra cualquier hombre o grupo de hombres que puedan perturbar la paz de esta nación. El Presidente de los Estados Unidos cree que ya Vds. conocen su inalterable determinación de rehusar su reconocimiento a todo hombre o gobierno establecido en ese país por la fuerza de las armas. El Gobierno de los Estados Unidos usará de su legítima influencia en el futuro para calificar al revolucionario como un malhechor y trabajará para lograr que prevalezcan aquellos que busquen el arreglo y satisfacción de sus agravios en una forma constitucional. Se me ha ordenado informar a Vds. que bajo cualquier curso que sigan, los Estados Unidos pueden ir mucho más lejos de lo que yo estoy dispuesto a decir, para poner remedio a esta situación. El más pequeño de los males que seguramente sobrevendrá en el caso del establecimiento de un gobierno basado en este movimiento revolucionario, es éste: que en ninguna circunstancia reconocerán dicho gobierno los Estados Unidos; que esa negativa de reconocimiento será seguida por las demás naciones y que además ni un solo dollar del dinero recolectado por los Estados Unidos, por derechos de las Aduanas de la República Dominicana, será pagado a ningún funcionario o empleado de tal gobierno revolucionario.

El Ministro Sullivan no limitó su actuación a dicha notificación. Fué mediador de un pacto entre los alzados y el gobierno, que puso término a la revolución. Según este pacto en diciembre se debían celebrar elecciones para nombrar una convención constituyente y aunque con la protesta del gobierno dominicano, el de Washington designó una comisión que presenció dichas elecciones. No pasaron muchos meses antes de que el Presidente Bordas se encontrara frente a otra situación revolucionaria y como fuera impotente para dominarla, en agosto de 1914 arriba a Santo Domingo una comisión designada por el Gobierno de los Estados Unidos encargada de poner término a la situación por medio de lo que se llamó el "Plan Wilson". Según este plan el Presidente Bordas había de cesar; se debía designar un sustituto provisional elegido por los aspirantes a la Presidencia que fueran jefes de partidos políticos y una vez en su cargo el que resultara electo, se acudiría a los comicios para elegir Presidente; reservándose el Gobierno de los Estados Unidos la adopción, para lo sucesivo, de aquellas medidas tendientes a obtener la realización pacífica de los cambios de gobierno.

Sometidos los jefes revolucionarios al "Plan Wilson", en 5 de septiembre de 1914 eligieron Presidente Provisional al Dr. Ramón Báez, y en noviembre del mismo año se celebraron las elecciones[239] y fué designado Presidente Juan Isidro Jiménez, quien tomó posesión el día 6 del mes siguiente.

El Gobierno del Presidente Jiménez era producto de la coalición de varios grupos políticos, pero apenas inaugurado se deshizo dicha coalición. Esta se había realizado por el ansia de obtener el poder y aunque Jiménez distribuyó los cargos entre todas las agrupaciones, ninguna estuvo conforme con la parte que le había correspondido y tras las desavenencias y agitaciones vino la revolución, dirigida por el General Arias, Secretario de la Guerra. El día 3 de febrero de 1915, el Presidente Jiménez celebró una entrevista con el Ministro de los Estados Unidos, en la que solicitó para su gobierno la protección de esta nación. Tal apoyo le fué ofrecido. En 21 de julio de 1915 Mr. Steward Johnson, Encargado de Negocios de los Estados Unidos, se dirige a los alzados en los siguientes términos:

El Presidente Jiménez, habiendo sido electo Presidente por el pueblo, en octubre pasado, de acuerdo con el Plan Wilson, recibirá de los Estados Unidos cualquiera ayuda que sea necesaria para obligar el respeto de su administración. He sido instruído por el Gobierno de los Estados Unidos de llamar la atención de los jefes de la oposición, no solamente a lo que precede, sino que, en caso de que sea necesario el desembarque de tropas para imponer el orden y respeto al Presidente electo por el pueblo, aquellos jefes que estén o puedan estar actualmente ocupados en los desórdenes, o que estén secretamente alentándolos, serán hechos personalmente responsables por los Estados Unidos.

La revolución continuó, no obstante, y como se rumorara meses después, que Jiménez tenía el propósito de renunciar la Presidencia, el día 6 de diciembre recibió la visita del Ministro de los Estados Unidos, quien después de encarecerle que no abandonara dicho cargo le ofreció el apoyo de los Estados Unidos, para abatir la revolución. El Presidente Jiménez la combatió cuanto pudo, pero el día 7 de mayo de 1916, inesperadamente, juzgándose impotente para sofocarla, abandonó su cargo. Debido a la actitud de los Estados Unidos, no ocurrió lo que acontece en la generalidad de estos casos: el poder no fué ocupado por el caudillo de la revolución triunfante. Por disposición del Ministro de los Estados Unidos, el Poder Ejecutivo continuó funcionando con los Secretarios que formaban el Gabinete del Presidente Jiménez. E hizo más dicho Ministro: encontrándose ocupada la capital por los rebeldes, el día 13 del propio mes, en unión del Contralmirante Caperton, se en[240]trevistó con el General Arias en la Legación de Haití, entregándole un ultimátum en el que le intimaba, "en vista de la política públicamente anunciada de los Estados Unidos de América, de mantener por la fuerza, si fuere necesario, las autoridades constituídas de la República", para que abandonara con sus fuerzas la ciudad antes de las seis de la mañana del siguiente día. Esa misma noche abandonan los rebeldes la capital; y al día siguiente desembarcan fuerzas norteamericanas, las que ocuparon las fortalezas y edificios públicos. Pocos días después fueron ocupadas las ciudades de Puerto Plata, Monte Christi y Santiago de los Caballeros.

El día 17 del propio mes a que nos venimos refiriendo, la Cámara de Representantes eligió Presidente al Dr. Francisco Henríquez Carvajal; e iba a reunirse el Senado para ratificar este acuerdo, cuando al día siguiente se dirigen el Ministro Russell y el Contralmirante Caperton a los Presidentes de ambas Cámaras, aconsejándoles que demorasen la elección hasta que el país se encontrara completamente pacificado; pues de ocurrir nuevos desórdenes las fuerzas de los Estados Unidos se verían en el caso de tener que desenvolver una acción agresiva y se deseaba evitar que tal contingencia ocurriera.

Pocas semanas después el orden quedó restablecido completamente, y aprobada por el Senado la elección del Dr. Henríquez Carvajal, en 31 de julio tomó posesión de la Presidencia. A partir de esta fecha se puede decir que comenzó el verdadero estado de crisis de la nacionalidad Dominicana. El Gobierno de los Estados Unidos se negó a reconocer al Presidente electo y algunos días después, el 18 de agosto, el "Receptor General", es decir el funcionario norteamericano encargado de recaudar las rentas públicas, le hizo saber al Gobierno, que de acuerdo con instrucciones recibidas de Washington, no le haría desembolso alguno de fondos, hasta tanto que los dos gobiernos no llegasen a una inteligencia acerca de determinados artículos de la Convención de 1907.

No pasaron muchos días sin que la opinión se diera cuenta de los verdaderos propósitos del gobierno norteamericano. Lo que en realidad se pretendía era que la República Dominicana aceptara un Tratado análogo al que se concertó con Haití, y como el Presidente Henríquez se mostrara adverso a tales propósitos, se le creó una situación difícil en un principio, y totalmente insostenible después. Se comenzó por privar de recursos a la administración, faltando hasta la consignación para satisfacer los haberes del propio[241] Presidente y llegó un momento en que éste vió toda su autoridad en manos de los jefes de las fuerzas norteamericanas que se encontraban en la isla. Poco tiempo duró esta situación. En 29 de noviembre el Capitán H. Knapp, Comandante de la división de cruceros de la flota del Atlántico, publicó en la ciudad de Santo Domingo una proclama haciendo saber que su gobierno había dispuesto que la República fuese ocupada por un Gobierno Militar, aunque de carácter transitorio. He aquí los términos de dicha proclama:

Considerando: Una convención fué concluída entre los Estados Unidos de América y la República Dominicana, el día 8 de febrero de 1907, de la cual el artículo III dice:

Hasta que la República Dominicana no haya pagado la totalidad de los bonos del empréstito, su deuda pública no podrá ser aumentada sino mediante un acuerdo previo entre el Gobierno dominicano y los Estados Unidos. Igual acuerdo será preciso para modificar los derechos de importación de la República por ser condición indispensable para que esos derechos puedan ser modificados que el Ejecutivo dominicano compruebe y el Presidente de los Estados Unidos reconozca que tomando por base las importaciones y exportaciones de los dos años que preceden al en que se quiere hacer la alteración en los referidos derechos, y calculados el monto y la clase de los efectos importados o exportados, en cada uno de esos dos años al tipo de los derechos de importación que se pretenda establecer, el neto total de esos derechos de Aduanas en cada uno de los dos años, excede de la cantidad de dos millones de pesos oro americano, y,

Considerando: el Gobierno Dominicano ha violado el dicho artículo III en más de una ocasión; y,

Considerando: el Gobierno Dominicano de cuando en cuando, ha dado como explicación de dicha violación la necesidad de incurrir en gastos extraordinarios incidentales a la supresión de las revoluciones; y,

Considerando: el Gobierno de los Estados Unidos, con mucha paciencia, y con el deseo amistoso de ayudar y permitir a la República Dominicana mantener la tranquilidad doméstica y cumplir con las estipulaciones de la Convención citada, ha apuntado al Gobierno Dominicano ciertas medidas necesarias que el Gobierno Dominicano no ha sido inclinado a aceptar o ha sido incapacitado aceptar; y,

Considerando: en consecuencia, la tranquilidad doméstica ha sido perturbada y aún no está restablecida, ni asegurado el cumplimiento futuro de la Convención de parte del Gobierno dominicano; y,

Considerando: el Gobierno de los Estados Unidos está determinado que ya ha llegado el tiempo de tomar medidas para asegurar el cumplimiento de las provisiones de la Convención citada, de parte de la República Dominicana, y mantener la tranquilidad doméstica en dicha República, la cual es necesaria para tal cumplimiento;

[242]

Ahora por tanto, yo, H. S. Knapp, Capitán de la Marina de los Estados Unidos, comandando la fuerza de cruceros de la Escuadra del Atlántico de los Estados Unidos de América, y las fuerzas armadas de los Estados Unidos de América situadas en los varios puntos dentro de la República Dominicana, actuando bajo la autoridad y por orden del Gobierno de los Estados Unidos de América.

Declaro Y Proclamo a todos los que les interese, que la República Dominicana queda por la presente puesta en un estado de ocupación militar por las fuerzas bajo mi mando, y queda sometida al Gobierno Militar y el ejercicio de la ley militar, aplicable a tal ocupación.

Esta ocupación militar no es emprendida con ningún propósito, ni inmediato ni ulterior, de destruir la soberanía de la República Dominicana, sino al contrario, es la intención ayudar a ese país a volver a una condición de orden interno, que lo habilitará para cumplir las previsiones de la Convención citada, y con las obligaciones que le corresponden como miembro de la familia de naciones.

Las leyes dominicanas, pues, quedarán, en efecto siempre que no estén en conflicto con los fines de la ocupación o con los reglamentos necesarios establecidos al efecto, y una administración legal continuará en manos de oficiales dominicanos, debidamente autorizados todo bajo la vigilancia y la supervisión de las fuerzas de los Estados Unidos que ejercen el Gobierno Militar.

La administración ordinaria de la justicia, tanto en casos civiles como en casos criminales, por medio de las cortes dominicanas regularmente constituídas, no será interrumpida por el Gobierno Militar ahora establecido; pero los casos en los cuales un miembro de las fuerzas de los Estados Unidos forme parte, o en los cuales haya envuelto desprecio o desafío de la autoridad del Gobierno Militar, serán juzgados por un tribunal establecido por el Gobierno Militar.

Todas las rentas provenidas al Gobierno dominicano, incluso derechos e impuestos hasta el presente provenidos y no pagados, sean derechos de Aduana bajo las provisiones de la Convención concluída el día 8 de febrero de 1907, por la cual se estableció la Receptoría Aduanera, que permanecerá en efecto, o sean de rentas internas, serán pagados al Gobierno Militar, el cual, por cuenta de la República Dominicana, mantendrá en custodia tales rentas y hará todo desembolso legal que sea necesario para la administración del Gobierno dominicano, y para los propósitos de la ocupación.

Invoco a todos los ciudadanos dominicanos y a los residentes y transeuntes en Santo Domingo, a cooperar con las fuerzas de los Estados Unidos en ocupación, con el fin de que sus gestiones sean prontamente realizadas y que el país sea restaurado al orden y a la tranquilidad doméstica y a la propiedad que solamente se puede realizar bajo tales condiciones.

Las fuerzas de los Estados Unidos en ocupación bajo mi mando actuarán según la ley militar que gobierna su conducta, con debido respeto a los derechos, personales y de propiedad, de los ciudadanos domini[243]canos, y residentes y transeuntes en Santo Domingo, sosteniendo las leyes dominicanas, siempre que éstas no conflicten con los propósitos para los cuales se emprenda la ocupación.

El texto original de esta proclamación, en el idioma inglés, regirá en toda cuestión de interpretación.

           H. S. Knapp,
Santo Domingo City, D. R.,          Captain, U. S. Navy,
U. S. Olympia, Flagship.          Commander Cruiser Force,
November 29, 1916.          U. S. Atlantic Fleet.

Establecida la intervención y suprimidos los poderes locales, el gobierno de la isla fué confiado a un Contralmirante, al que auxilia como Consejero, un Cuerpo de Secretarios, formado también por oficiales de la marina. Las facultades de dicho Gobernador son absolutas, estando reunidas en su autoridad las atribuciones legislativas y ejecutivas. Contra este régimen levantó su protesta el pueblo dominicano desde los primeros momentos; tanto por la supresión de su soberanía, como por la forma dictatorial que lo caracterizó, especialmente por el establecimiento de tribunales prebostales.

Ya habían transcurrido dos años de establecido dicho régimen y estaba próximo a expirar el período presidencial de Woodrow Wilson, cuando en 23 de diciembre de 1920 publicó una proclama el Almirante Robinson, participando que el gobierno de los Estados Unidos se disponía a poner término a la ocupación, toda vez que se habían logrado los propósitos de ésta, cuales eran, restablecer el orden público y garantizar la vida y la propiedad. Se anunciaba en dicha proclama, al propio tiempo, el propósito de nombrar una comisión formada por caracterizados dominicanos y por un consejero técnico, la que debía formular determinadas enmiendas a la Constitución y revisar las leyes ordinarias de la República, las que habían de ser sometidas después para su aprobación, a una Convención Constituyente y al Congreso, respectivamente.

Estas medidas no se llegaron a ejecutar. En 14 de junio de 1921 el Gobernador Militar dió a conocer un nuevo plan para la desocupación de la isla, por medio de una Proclama cuyo texto dice así:

Por cuanto, por Proclama del Gobernador Militar de Santo Domingo, fechada el 23 de diciembre, 1920, se anunció al pueblo de la República Dominicana que el Gobierno de los Estados Unidos deseaba[244] dar principio al proceso de su rápida retirada de las responsabilidades asumidas en relación con los asuntos dominicanos; y

Por cuanto, es necesario que exista un Gobierno de la República Dominicana, debidamente constituído, antes de que se efectúe la retirada de los Estados Unidos, de modo que las funciones gubernativas sean reasumidas por él en forma regular;

Yo, S. S. Robinson, Gobernador Militar de Santo Domingo, cumpliendo órdenes del Gobierno de los Estados Unidos, y obrando en su nombre y por su autoridad, declaro y anuncio en consecuencia, que el Gobierno de los Estados Unidos se propone retirar sus fuerzas militares de la República Dominicana en conformidad con los términos que en seguida se expondrán. Antes de que su retirada se haga efectiva, el Gobierno de los Estados Unidos desea estar seguro de que la independencia e integridad territorial de la República Dominicana, el orden público, la vida y la propiedad estarán en lo sucesivo adecuadamente garantizados, y entregar la administración de la República Dominicana a un gobierno dominicano responsable, establecido según la Constitución y leyes existentes. A este fin, solicita la cooperación del pueblo dominicano, con la esperanza de que la retirada de las fuerzas militares de los Estados Unidos pueda consumarse, si tal cooperación es prestada del modo que más adelante se prescribe, dentro de un período de ocho meses. El Poder Ejecutivo, que por la Constitución dominicana reside en el Presidente de la República, será ejercido por el Gobernador Militar de Santo Domingo hasta que un Presidente de la República, debidamente elegido y proclamado, haya tomado posesión de su cargo y una Convención de Evacuación haya sido firmada por el Presidente y confirmada por el Congreso dominicano.

Un mes después de la fecha de esta Proclama convocará las asambleas primarias para que se reúnan treinta días después de la fecha del decreto de convocatoria conforme a los artículos 82 y 83 de la Constitución. Las asambleas procederán a elegir los electores como se estatuye en el artículo 84 de la Constitución. A fin de que estas elecciones se verifiquen sin desorden y para que la voluntad del pueblo dominicano sea libremente expresada, las elecciones serán celebradas bajo la vigilancia de las autoridades que designe el Gobernador Militar.

Los Colegios electorales así elegidos por las asambleas primarias, de acuerdo con el artículo 85 de la Constitución, procederán a elegir Senadores y Diputados, y suplentes de estos últimos; y a preparar listas para Ministros de la Corte Suprema, miembros de las Cortes de Apelación, y los Tribunales y Juzgados de Primera Instancia, como lo manda el artículo 85 de la Constitución.

El Gobernador Militar, ejerciendo las funciones del Jefe del Poder Ejecutivo, nombrará, conforme al artículo 53 de la Constitución, ciertos ciudadanos dominicanos como representantes de la República para negociar una Convención de Evacuación. Con el objeto de asegurar el goce de los derechos individuales y de conservar la paz y la prosperidad[245] de la República Dominicana, dicha Convención de Evacuación contendrá las siguientes estipulaciones:

1. Ratificación de todos los actos del Gobierno Militar.

2. Validación del empréstito final de $2,500.000 que es el mínimum requerido para terminar las obras públicas en construcción, lo cual se hará durante el período señalado para la retirada de la Ocupación Militar, y lo cual se considera necesario para el éxito del nuevo gobierno de la república y el bienestar del pueblo dominicano.

3. Aplicación de las funciones del Colector General de las Aduanas dominicanas, al nuevo empréstito.

4. Aplicación de las facultades del Receptor General de las Aduanas dominicanas a la recaudación y desembolso de la porción de las rentas internas de la República que resulte ser necesaria, caso de que las rentas aduaneras fueren alguna vez insuficientes para atender al servicio de la deuda externa de la República.

5. La obligación del Gobierno Dominicano, a fin de preservar la paz, ofrecer protección adecuada a la vida y la propiedad y alcanzar el debido cumplimiento de todos los compromisos de la República Dominicana, de mantener una eficiente Guardia Nacional, urbana y rural, compuesta de dominicanos nativos. A este fin, se convendrá también en dicha Convención en que el Presidente de la República Dominicana pedirá inmediatamente al Presidente de los Estados Unidos que envíe una Misión Militar a la República Dominicana, con el encargo de realizar la competente organización de dicha Guardia Nacional. Los oficiales de la Guardia Nacional serán dominicanos aptos para desempeñar tal servicio, y por el tiempo que sea necesario para efectuar la deseada organización, los oficiales de la Guardia Nacional serán americanos nombrados por el Presidente de la República Dominicana y designados por el Presidente de los Estados Unidos. Los gastos de esta Misión serán pagados por la República Dominicana y la Misión será investida por el Ejecutivo de la República Dominicana con propia y adecuada autoridad para llenar su objeto.

El Gobernador Militar convocará en consecuencia el Congreso dominicano a sesiones extraordinarias para que ratifique la Convención de evacuación arriba mencionada.

El Gobernador Militar reunirá entonces los colegios electorales con el propósito de que elijan el Presidente de la República Dominicana de acuerdo con el artículo 85 de la Constitución, y simultáneamente tomarán posesión de sus cargos los funcionarios elegidos en la primera reunión de los colegios electorales, fuera de los senadores y diputados.

El Presidente Dominicano así elegido entrará entonces en el ejercicio de sus funciones conforme al artículo 51 de la Constitución, firmando al mismo tiempo la Convención de Evacuación ya confirmada por el Congreso dominicano.

Luego de esta ratificación de la Convención de Evacuación, dando por sentado que por la cooperación del pueblo dominicano existe una situación de orden y de paz, el Gobernador Militar transferirá al Pre[246]sidente de la República Dominicana debidamente electo todos sus poderes y el Gobierno Militar cesará, y en consecuencia, las fuerzas de los Estados Unidos serán en el acto retiradas.

No siendo ya necesarios los servicios de la Comisión Consultiva nombrada bajo la Proclama del 23 de diciembre, 1920, queda disuelta, con la expresión de gratitud del Gobierno de los Estados Unidos por los abnegados servicios de los patriotas ciudadanos de la República Dominicana de que se componía.

Apenas publicada esta Proclama, efectuóse en la capital una enorme manifestación, en la que tomaron parte todas las clases, para protestar de la forma de la desocupación. Pidieron los manifestantes que la desocupación fuera incondicional; pues a juicio de ellos Santo Domingo no debía asumir otras obligaciones que no fueran las contenidas en el Tratado del año 1907.

Nada parece resuelto en definitiva, hasta este momento, con respecto a la forma de evacuación. El Presidente Dr. Henríquez Carvajal celebra conferencias en Washington sobre el asunto y lo propio hace en Santo Domingo el Gobernador Militar con los jefes políticos más caracterizados.

(D)
HAITÍ

Las complicaciones internacionales en que se vió envuelta Haití en los comienzos del año 1914 y la necesidad de poner término al estado constante de perturbación interior, fueron las causas que se invocaron para decretar la intervención de los Estados Unidos en los asuntos de dicha República. Desde hacía tiempo se había alterado la paz doméstica, la que no llevaba trazas de ser restablecida. Para darse cuenta del grado a que llegó el desorden, basta decir que los cinco Presidentes que se sucedieron en el transcurso de los cinco años precedentes, fueron muertos de manera violenta por los revolucionarios. Este orden de cosas hubo de afectar a las finanzas; y como a consecuencia del estado de depresión de éstas, se faltara al pago de los intereses de la deuda exterior, ascendente a 12,000.000.00 de francos, gran parte de la cual estaba en manos de europeos, no tardaron en surgir, primero[247] las reclamaciones diplomáticas y después las amenazas de intervención.

En el mes de mayo del antes citado año de 1914, el Gobierno de la Gran Bretaña envía un ultimátum al de Haití, reclamándole el pago de una deuda de $62,000.00. Después Alemania y Francia se unen y amenazan con ocupar las aduanas si no son satisfechas las reclamaciones que tenían formuladas; mas afortunadamente para la República Haitiana, poco después estalla la guerra europea y aquellas naciones se despreocupan de dichas reclamaciones.

En octubre de este mismo año, una revolución coloca en el poder a Theodore, e inmediatamente los Estados Unidos inician ciertas gestiones para intervenir en los asuntos financieros de la República. Los adversarios de Theodore, so pretexto de que éste se encontraba en tratos para vender a los Estados Unidos la bahía de Mole Saint Nicholas, se revolucionan y lo derriban del poder, haciéndole perder la vida. Le sucede Gillaume Sam, que a poco de ocupar su cargo se encuentra también frente a una revolución que le da muerte, en unión del Gobernador de la Capital, en 27 de julio de 1915. Este hecho, seguido de otros no menos espantosos, como fué la carnicería que se hizo en la cárcel de Port-au-Prince, determinaron el desembarco de las marinerías de dos cruceros de guerra anclados en aguas haitianas, uno francés y otro norteamericano. El Almirante Caperton al mando de este último, se hizo cargo de las fortalezas y edificios públicos de la Capital, limitándose los franceses a custodiar la legación de su país.

La necesidad de poner término al desorden le fué dando ingerencia, poco a poco, al Almirante Caperton, en la política interior. Ocupa, primeramente, todos los puertos y vías de comunicaciones y después, cuando en 8 de agosto, pretende el Congreso elegir Presidente, hace demorar la elección por unos días y cuando al fin ésta se verifica y resulta electo Presidente el General D'Artiguenave, todos reconocen que tal designación se ha realizado bajo sus auspicios.

Tan pronto como D'Artiguenave ocupa la Presidencia, los Estados Unidos inician gestiones para concertar un tratado que les dé preeminencia en los asuntos haitianos concernientes al orden público, las finanzas y la sanidad, y tales gestiones culminan en un convenio que se suscribió en Port-au-Prince en 16 de septiembre, entre el Encargado de Negocios Norteamericano y el Secretario de[248] Relaciones Exteriores de la República Haitiana. He aquí el texto de dicho Tratado:

Los Estados Unidos y la República de Haití, deseando confirmar y robustecer la amistad existente entre ellos por la más cordial cooperación en el sentido de su mutua conveniencia;

Y la República de Haití, deseando remediar la actual situación de sus rentas y finanzas, así como mantener la tranquilidad de la República y poner en práctica medidas para el desarrollo económico y la prosperidad del país y de su pueblo;

Y estando los Estados Unidos en perfecto acuerdo con todos estos fines y objetos, y deseando, asimismo, contribuir a su realización por todos los medios apropiados;

Los Estados Unidos y la República de Haití han resuelto concluir una convención con estos objetos en mira, y han nombrado al efecto plenipotenciarios: El Presidente de los Estados Unidos, a Robert Beale Davis, hijo, Encargado de los Negocios de los Estados Unidos; y el Presidente de la República de Haití, a Louis Borno, Secretario de Relaciones Exteriores y de Instrucción Pública, quienes, después de exhibir sus respectivos poderes, los cuales fueron hallados en buena y debida forma, han convenido en lo siguiente:

Artículo I.

El Gobierno de los Estados Unidos, por medio de sus buenos oficios, ayudará al Gobierno haitiano en el propio y eficiente desarrollo de su agricultura, minería y recursos comerciales, y en el establecimiento de las finanzas de Haití sobre bases sólidas y firmes.

Artículo II.

El Presidente de Haití nombrará, previa designación por los Estados Unidos, un Receptor General, y los ayudantes y empleados que sean necesarios, los cuales recaudarán, recibirán y aplicarán todos los derechos de aduana de importación y exportación que se produzcan en las diferentes aduanas y puertos de entrada de la República de Haití.

El Presidente de Haití nombrará, previa designación por el Presidente de los Estados Unidos, un Consultor Fiscal, que será un funcionario perteneciente al Ministerio de Hacienda y a quien el Ministro prestará eficaz apoyo para hacer efectivas sus proposiciones y labores. El Consultor Fiscal adoptará un sistema adecuado de cuentas públicas, ayudará al aumento de las rentas, las ajustará a los gastos, investigará la validez de las deudas de la República, ilustrará a ambos Gobiernos con referencia a todas las deudas eventuales, recomendará métodos modernos de colectar y aplicar las rentas, y hará al Ministro de Hacienda todas las recomendaciones que considere necesarias para el bienestar y prosperidad de Haití.

[249]Artículo III.

El Gobierno de la República de Haití dispondrá, por leyes o decretos apropiados, el pago de todos los derechos de aduana al Receptor General, y prestará a éste y al Consultor Fiscal todo el apoyo y la protección necesaria en el ejercicio de las facultades y deberes de su cargo, y los Estados Unidos, por su parte, les prestará igual ayuda y protección.

Artículo IV.

Nombrado el Consultor Fiscal, el Presidente de la República de Haití, con la cooperación del Consultor Fiscal, cotejará, clasificará, arreglará y hará una exposición completa de todas las deudas de la República, su monto, carácter, fecha de vencimiento y condición, los intereses que devengan y el fondo de amortización necesario para su final cancelación.

Artículo V.

Todos los fondos recaudados y recibidos por el Receptor General serán aplicados, primero, al pago de los sueldos y asignaciones del Receptor General, sus auxiliares y empleados, y gastos de la Receptoría, inclusive el sueldo y los gastos del Consultor Fiscal, sueldos que serán determinados por el previo acuerdo; segundo, a los intereses y el fondo de amortización de la deuda de la República de Haití; y tercero, al mantenimiento de la fuerza militar de policía referida en el artículo X; y luego, el sobrante se destinará a los gastos ordinarios del Gobierno haitiano.

El Receptor General pagará mensualmente los sueldos y asignaciones, y los gastos según ocurran; y el 1º de cada mes pondrá aparte en un fondo separado el quantum de la recaudación y recibos del mes anterior.

Artículo VI.

Los gastos de la Receptoría, incluso los sueldos y asignaciones del Receptor General, sus auxiliares y empleados, y los sueldos y gastos del Consultor Fiscal, no excederán del 5 por ciento de las recaudaciones e ingresos por derechos de aduana, a menos que los dos Gobiernos pacten lo contrario.

Artículo VII.

El Receptor General pasará mensualmente una relación de las recaudaciones e ingresos y egresos a las autoridades competentes de la República de Haití, y al Departamento de Estado de los Estados Unidos, las cuales relaciones estarán en todo tiempo a la disposición de las autoridades competentes de cada uno de los dos Gobiernos para su inspección y verificación.

Artículo VIII.

La República de Haití no aumentará su deuda pública sin previo acuerdo con el Presidente de los Estados Unidos; ni contraerá deuda[250] alguna, ni asumirá ninguna obligación pecuniaria sino en el caso de que las rentas ordinarias de la República, disponibles para tal propósito, después de cubrir los gastos del Gobierno, sean suficientes para pagar el interés y constituir un fondo de amortización para el pago final de tal deuda.

Artículo IX.

La República de Haití no modificará, sin previo acuerdo con el Presidente de los Estados Unidos, los derechos arancelarios al efecto de reducir las rentas provenientes de ellos; y a fin de que las rentas de la República sean suficientes para el pago de la deuda pública y los gastos del Gobierno, y para preservar la tranquilidad pública y promover la prosperidad material, la República de Haití cooperará con el Consultor Fiscal en las recomendaciones para la adopción de métodos de recaudación y erogación de las rentas, y las nuevas fuentes de ingresos que fueren necesarias.

Artículo X.

El Gobierno haitiano se compromete a crear sin demora, una eficiente fuerza militar de policía, urbana y rural, compuesta de haitianos nativos, para la preservación de la paz doméstica, la seguridad de los derechos individuales y la plena observancia de las estipulaciones de este tratado. Esta fuerza militar de policía será organizada y comandada por oficiales americanos, nombrados por el Presidente de Haití, previa designación por el Presidente de los Estados Unidos. El Gobierno haitiano investirá a estos oficiales con la propia y necesaria autoridad, y los apoyará en el desempeño de sus funciones. Estos oficiales serán reemplazados por haitianos a medida que éstos prueben su competencia para el desempeño de tales funciones en exámenes practicados bajo la dirección de una Junta elegida por el oficial americano de más alta graduación de esta fuerza, y en presencia de un representante del Gobierno haitiano. La fuerza militar de policía creada por este artículo, tendrá, bajo la dirección del Gobierno haitiano, la superintendencia y control de armas y municiones, provisiones militares, y del tráfico de estos elementos, en toda la República. Las Altas Partes Contratantes convienen en que las estipulaciones de este artículo son necesarias para prevenir guerras civiles y disturbios.

Artículo XI.

El Gobierno de Haití se obliga a no vender ni arrendar, ni ceder en forma alguna, a ningún Gobierno extranjero, parte alguna del territorio de Haití, o jurisdicción sobre el mismo; y se obliga, asimismo, a no celebrar ningún tratado o contrato con ninguna potencia o potencias extranjeras que menoscabe o tienda a menoscabar la independencia de Haití.

[251]

Artículo XII.

El Gobierno haitiano se obliga a concluir con los Estados Unidos un protocolo para el arreglo, por arbitramento o de otro modo, de todas las reclamaciones pecuniarias pendientes, de corporaciones, compañías, ciudadanos o súbditos extranjeros contra Haití.

Artículo XIII.

La República de Haití, deseosa de impulsar el desarrollo de sus riquezas naturales, se obliga a adoptar y ejecutar las medidas que en la opinión de las Altas Partes Contratantes puedan ser necesarias para la sanidad pública y el progreso material del país, bajo la superintendencia y dirección de un ingeniero, o ingenieros, nombrados por el Presidente de los Estados Unidos, y autorizados para tales propósitos por el Gobierno de Haití.

Artículo XIV.

Las Altas Partes Contratantes tendrán autoridad para tomar las providencias necesarias a la completa consecución de los fines comprendidos en este tratado; y si llegase el caso, los Estados Unidos prestarán eficaz apoyo para la preservación de la independencia de Haití y el mantenimiento de un Gobierno adecuado para la protección de la vida, la propiedad y la libertad individual.

Artículo XV.

El presente tratado será aprobado y ratificado por las Altas Partes Contratantes en conformidad con sus respectivas leyes, y las ratificaciones serán canjeadas en la ciudad de Washington tan pronto como sea posible.

Artículo XVI.

El presente tratado conservará toda su fuerza y vigor por el término de diez años, contados desde el día en que se verifique el canje de las ratificaciones, y por otro período de diez años si, en vista de específicas razones presentadas por cualquiera de las partes contratantes, el propósito del tratado no ha sido completamente realizado.

En fe de lo cual, los respectivos plenipotenciarios han firmado la presente convención, por duplicado, en inglés y en francés, y han puesto en ella sus sellos.

Hecho en Port-au-Prince, Haití, el día 16 de Septiembre del año del Señor mil novecientos quince.

Robert Beale Davis, hijo,
Encargado de Negocios de los Estados Unidos.

Luis Borno,
Secretario de Estado de Relaciones Exteriores
e Instrucción Pública.

[252] Debidamente aprobado este convenio—que como se ve por su artículo XVI no es permanente sino temporal—, por las asambleas legislativas de las dos Repúblicas, se canearon las ratificaciones en 3 de mayo de 1916 e inmediatamente comenzó a regir.

El Gobierno de Washington le ha dado un alcance tal a este Tratado, una tan amplia interpretación, desde el punto de vista intervencionista, que de hecho ha sido suprimido en Haití todo asomo de soberanía y el gobierno propio ha sido reducido a una expresión tan insignificante, que resulta una parodia. Parecía indicado que una vez aprobado el Tratado cesara la ocupación militar, pero no fué así: ésta ha sido mantenida y véase en qué términos.

Apenas suscrito el aludido convenio, el Presidente de la República, bajo la presión de las autoridades de la ocupación, disolvió el Congreso por medio de un Decreto, creando, en su lugar, una especie de cuerpo consultivo que se denomina Consejo de Secretarios, compuesto de 21 miembros, completamente sometido a la voluntad de los interventores. Para junio del año siguiente, había sido convocada una asamblea nacional con objeto de elaborar una nueva constitución y otra vez el Presidente, bajo la presión de la misma influencia, decreta su disolución. Pero se hizo algo más grave aun. El Subsecretario de Marina de los Estados Unidos redactó una Constitución, por la cual se autoriza a los extranjeros para poseer bienes raíces y se estipula además, entre otras cosas, la ratificación de todos los actos realizados por la ocupación militar; convocándose después al pueblo a un simulacro de plebiscito, por medio del cual, aparentemente, sancionó aquella ley, la que fué puesta en vigor en 18 de junio de 1918.

La ingerencia de las autoridades interventoras en la administración pública, lejos de quedar reducida a la designación de los funcionarios a que se refiere el convenio del año 1916, lo ha invadido todo, suprimiendo o disminuyendo la competencia y jurisdicción de los funcionarios indígenas. El Gobierno Militar dispone a su antojo de todos los recursos fiscales y ejerce una verdadera supervisión en todos los Departamentos. Hasta la justicia local ha sido casi suprimida, habiéndose instituído unos tribunales prebostales formados por los marinos interventores, sin que quepa el recurso de protestar ni alegar que tales cosas no están autorizadas por el Tratado de 1916, pues ha sido establecida, con todo rigor, la previa censura de la prensa y el telégrafo.

[253]

(E)
NICARAGUA

La República de Nicaragua ha sido una de las más turbulentas del Continente. A pesar de la dictadura a que la sometió el Presidente Zelaya desde 1894 hasta 1910, en los diez últimos años ocurrieron diez y seis revoluciones.

Las ansias dictatoriales de Zelaya no se satisfacían con la tiranía a que sometió a su país: pretendió dominar también en los destinos de Honduras; y temerosas las Repúblicas de Guatemala y Salvador del grado a que pudiera llegar dicha preponderancia, se aprestaron a entorpecer aquellos planes acudiendo a la guerra y a ese efecto iniciaron los oportunos preparativos. En 1907, cuando parecía inminente una conflagración en Centro América, intervienen el Presidente Roosevelt y el Presidente Díaz de Méjico y logran que las cinco naciones de esta parte del Continente, sometan sus querellas a una conferencia que se acordó tuviera efecto en Washington en el mes de noviembre.

Reunióse dicha conferencia y en ella se acordó establecer un tribunal de justicia internacional compuesto de cinco miembros, uno por cada nación, encargado de resolver cuantas contiendas y conflictos se suscitaran entre ellas. Las esperanzas que se cifraron en esta institución, pronto se vieron desvanecidas: Zelaya persistió en su antigua conducta, alentando los movimientos revolucionarios en las otras repúblicas.

En octubre del año 1909, estalla una revolución contra Zelaya, promovida por los elementos pertenecientes al Partido Conservador y apenas iniciada, algunas prominentes personalidades de Nicaragua y Honduras, reclaman del Gobierno de Washington que intervenga para poner fin al conflicto. La Cancillería Norteamericana, fué sorda en los primeros momentos a tales instancias, pero no tardó en ocurrir un incidente que la obligó a abandonar su actitud de pasividad o indiferencia: nos referimos al fusilamiento, por las autoridades adictas a Zelaya, de dos americanos acusados de haber tomado parte principal en la revolución.

Con motivo de este suceso, en primero de diciembre el Se[254]cretario Knox hizo entrega de una nota al Encargado de Negocios de Nicaragua, en la que no se limitó a protestar del mismo, sino que hizo estas consideraciones: que Zelaya, no conforme con haber suprimido en su país las instituciones republicanas, con haber amordazado la opinión pública y con haber reducido a prisión a los que eran contrarios a su política, en su afán de mezclarse en los asuntos de las otras Repúblicas, había llegado a ser el germen del perpetuo estado de intranquilidad en que éstas vivían, y terminaba afirmando que la revolución estaba apoyada por la mayoría del pueblo nicaragüense, la que era, ostensiblemente, contraria a Zelaya.

No se necesitó de otra cosa para dar al traste con la tiranía de Zelaya. Convencido éste de la imposibilidad de mantenerse en el poder contra la voluntad del Gobierno de Washington, se decidió a abandonarlo, dejándolo en manos del Dr. Madriz, uno de sus partidarios; y como éste no fuese reconocido por los Estados Unidos, vióse a su vez también en el caso de dejar la presidencia, triunfando entonces la revolución, que elevó a ese puesto a uno de sus caudillos, el Sr. Adolfo Díaz. A partir de este hecho, se fué acentuando la intervención de los Estados Unidos en los asuntos de Nicaragua, en la forma que vamos a ver.

En 6 de junio del año 1911, celebraron los Estados Unidos un tratado con dicha república, por el cual esta última debía quedar bajo la supervisión financiera de aquélla, debiendo garantizar con sus Aduanas, el reintegro de las cantidades que habrían de adelantar unos banqueros norteamericanos para solucionar las dificultades económicas que existían, quedando facultado el Presidente de los Estados Unidos para nombrar los recaudadores. Este Tratado fué aprobado por el Senado de Nicaragua, pero no le cupo la misma suerte en el de los Estados Unidos. Díjose entonces que había sido otorgado por los gobernantes que eran producto de la revolución, en recompensa de la ayuda prestada por los Estados Unidos para derribar a Zelaya, pero que en realidad, quienes resultaban beneficiados eran los banqueros prestamistas, a cuyo servicio, por lo visto, se habían puesto los funcionarios del Departamento de Estado.

No se desanimó el Presidente Taft por el fracaso del Tratado en la Alta Cámara. Arguyendo que los Estados Unidos tenían el compromiso moral de mantener la paz en Centro América, e imitando la conducta que siguió Roosevelt cuando en 1905 el Se[255]nado aplazó por tiempo indefinido la discusión del Tratado con Santo Domingo, se decidió a nombrar por su cuenta el Recaudador de las Aduanas, que debía retener los fondos aplicables al pago de la deuda extranjera.

A fines de año, el general Mena, que desempeñaba la cartera de la Guerra, inicia una revolución. El presidente Díaz sintiéndose impotente para dominar el movimiento, recurrió al Gobierno de Washington y éste se apresuró a brindarle el auxilio pedido. Bajo las órdenes del Almirante Southerland desembarcaron fuerzas en Corinto, las que después de ocupar las principales ciudades y de hacerse cargo de garantizar el tráfico por los ferrocarriles, y como para que no quedaran dudas de que apoyaban resueltamente a las autoridades constituídas, tomaron parte en las operaciones militares, capturando a algunos jefes rebeldes; visto lo cual por los otros y convencidos de la inutilidad de su esfuerzo, se acogieron a la legalidad, terminando la revolución. Como recuerdo de estos tristes sucesos, desde entonces se encuentra en la capital, custodiando la legación norteamericana, un destacamento formado por cien hombres de la infantería de marina de los Estados Unidos.

Por esta misma época el gobierno de Nicaragua, de acuerdo con el de Washington, nombró una comisión de reclamaciones que debía conocer y juzgar de todas las que habían sido establecidas contra aquella república por nacionales y extranjeros y la que integraron tres miembros, uno que designaron los Estados Unidos y que fungió de Presidente, otro nombrado por el gobierno nicaragüense y un tercero designado por este último gobierno a propuesta del de Washington. A fines del año 1912 esta comisión dió principio a su labor.

Poco a poco la influencia norteamericana fué dominando la vida financiera de la República. En 1912 el gobierno nicaragüense celebró un contrato con dos firmas de la banca de New York, por el cual éstas le hicieron unos anticipos de dinero, comprometiéndose además a rehabilitar el sistema monetario del país, sobre la base de destruir el papel moneda y adoptar el patrón oro. Algún tiempo después los propios banqueros celebraron un nuevo convenio con Nicaragua, esta vez con la sanción del Secretario de Estado de los Estados Unidos. Según esta convención, los aludidos banqueros adquirieron el cincuenta por ciento de las acciones del "Ferrocarril del Pacífico" y del "Banco Nacional de Nicaragua"; debiendo estar dirigidas estas instituciones por un Comité inte[256]grado por tres personas nombradas, dos de ellas, por el Secretario de Hacienda de Nicaragua y la tercera por el Secretario de Estado de los Estados Unidos. Los propios bancos neoyorkinos adquirieron el derecho de nombrar el Colector de las Aduanas.

Juzgó el Presidente Taft que una ingerencia de carácter financiero exclusivamente, no era suficiente a los fines perseguidos por el Gobierno de Washington y enterado de que una compañía alemana dedicada al comercio de plátanos en Costa Rica, realizaba gestiones cerca del gobierno nicaragüense con objeto de obtener una concesión para la construcción de un canal por el río San Juan, desde el Lago Grande hasta el Atlántico, le dió instrucciones al Secretario Knox a fin de que celebrara un Tratado que afirmara preferentemente la posición de los Estados Unidos en aquella parte de la América.

Cumplió Knox el encargo. Según los términos del Tratado que estipuló, los Estados Unidos adquirieron el derecho exclusivo de construir un canal por el territorio de Nicaragua, una base naval en el golfo de Fonseca y en arrendamiento, por el término de noventa y nueve años, las islas "Maíz Grande" y "Maíz Chico", situadas en el mar Caribe; debiendo pagar los Estados Unidos por todas estas concesiones $1,000.000. En 26 de febrero de 1913 fué sometido este tratado a la aprobación del Senado, pero a los pocos días cesó Taft, sin que dicho alto cuerpo hubiera llegado a votarlo.

El Presidente Wilson, que sucedió a Taft, fué más allá que éste. Juzgando que la acción de los Estados Unidos no se debía limitar, como lo había entendido su antecesor, a garantizar la situación de los Estados Unidos en Centro América desde el punto de vista geográfico o estratégico, sino que se debía encaminar a obtener un mayor predominio político, apenas ocupó la Presidencia le dió instrucciones a su vez a su Secretario de Estado, William J. Bryan, para que conviniera un nuevo tratado, en el que reproduciéndose las cláusulas del anterior, se consignasen además las disposiciones de la enmienda Platt.

El Secretario Bryan cumplió dicho encargo y en julio del antes citado año, fué sometido a la aprobación del Senado un nuevo Tratado, que era el tercero de los proyectados, y en el cual, después de reproducirse las cláusulas del último a que nos acabamos de referir, se copiaron los mismos preceptos de la enmienda Platt, que hacen pesar a los Estados Unidos en los des[257]tinos políticos de Cuba. Nicaragua no podría celebrar ningún Tratado, por el cual otra potencia menoscabara su independencia y obtuviera jurisdicción sobre alguna porción de su territorio; no contraería ninguna deuda para el pago de cuyos intereses y amortizaciones resultaran inadecuados los ingresos ordinarios de la nación y se le reconocía, al Gobierno de los Estados Unidos, el derecho de intervenir para preservar la independencia y mantener un gobierno adecuado.

Apenas se conocieron los términos de este Tratado, se suscitó contra su aprobación, por parte de las otras repúblicas Centroamericanas, una viva oposición. Vieron éstas en dicha convención, un protectorado que habría de amenazar en el futuro sus respectivas soberanías y que habría de constituir un obstáculo al proyecto, siempre anhelado, de reunirlas a todas en una confederación. En el Senado de los Estados Unidos, el proyecto encontró también oposición. Se dijo allí que el propósito que perseguían sus autores era en realidad el de proteger a los banqueros que tenían negocios con el Gobierno de Nicaragua, y desanimado el Presidente Wilson ante tantos obstáculos, desistió de gestionar su aprobación.

Al año siguiente, sin embargo, la opinión en los Estados Unidos vió las cosas bajo un aspecto distinto. La guerra europea, cuyas consecuencias se desconocían, hizo comprender, dice el escritor H. H. Powers, que la seguridad de la nación se habría de ver amenazada seriamente, en el caso de que Nicaragua le concediera a otra potencia el derecho de construir un canal por su territorio. Fué esta consideración, la que movió al Presidente Wilson a iniciar nuevas negociaciones a fin de recabar, para los Estados Unidos, el derecho de construir el referido canal; sin preocuparse ahora, sin duda para no malograr aquel propósito, de recabar el derecho de intervención en los asuntos políticos y financieros de la referida república.

Dichas negociaciones tuvieron efecto en la ciudad de Washington entre el Secretario de Estado William Jennings Bryan y el Ministro acreditado, por Nicaragua, Emilio Chamorro, los que dieron cima a sus tareas, suscribiendo el Tratado de 3 de agosto de 1914. Según esta Convención, que no fué más que una reproducción del tratado proyectado por Taft a principios del año 1913, los Estados Unidos adquirieron a perpetuidad el derecho exclusivo de construir un canal interoceánico, por la vía del río[258] San Juan y el gran lago de Nicaragua, o por cualquiera otra vía, adquiriendo también, en arrendamiento, por un término de noventa y nueve años, prorrogables a otros tantos años, las islas del mar Caribe, conocidas por "Maíz Grande" y "Maíz Chico", así como un lugar en el golfo de Fonseca, destinado a base naval; debiendo los Estados Unidos, a cambio de tales concesiones, satisfacer a Nicaragua la suma de $3,000.000 que se destinarían a la reducción de la deuda pública.

Costa Rica, Honduras y el Salvador, se opusieron a la ratificación de este Tratado. Costa Rica adujo sus derechos en el río San Juan, e invocó además la imposibilidad en que se encontraba el Gobierno de Nicaragua para concertar tal contrato, sin su anuencia, a virtud del Tratado sobre límites celebrado entre las dos repúblicas desde 15 de abril de 1858. Honduras y el Salvador alegaron, que el establecimiento de una base naval en el golfo de Fonseca, por bañar éste parte de sus respectivos territorios, violaba sus derechos de condueños sobre dichas aguas, amén de constituir una amenaza para su seguridad y de entrañar una infracción del Tratado de 20 de diciembre de 1907 celebrado en Washington por la Conferencia de la Paz Centroamericana, por iniciativa de los Estados Unidos y de Méjico y por el que se previó que toda disposición o medida susceptible de alterar la organización constitucional de cualquiera de las cinco repúblicas, se consideraría como una amenaza para la paz de las otras, ya que la posición que se le reconocía por Nicaragua a los Estados Unidos era tan prominente, que quedaba en manos de éstos, la soberanía y el orden constitucional de aquella República. No obstante estas protestas, el Comité de Relaciones Exteriores del Senado aconsejó la ratificación y ésta tuvo efecto, en dicha Alta Cámara, en 18 de febrero de 1916, aunque con la siguiente declaración o reserva, con la cual creyeron los senadores que habrían de disuadir los escrúpulos de las naciones Centroamericanas:

Entiéndese que al aconsejar y consentir en la ratificación de dicha convención así enmendada, tal consejo y consentimiento se dan en la inteligencia de que ha de expresarse como parte del instrumento de ratificación, que nada en dicha convención lleva en mira afectar cualquier derecho existente de ninguno de los referidos Estados.

A pesar de que el Tratado a que nos acabamos de referir no[259] contiene cláusula alguna por la cual se le otorgue al gobierno de los Estados Unidos la facultad de intervenir en materia de finanzas, de orden público y de sanidad, no por eso se deja de sentir la influencia de los Estados Unidos, la que paulatinamente ha ido invadiéndolo todo. Ya desde antes, la Hacienda pública estaba controlada, según hemos visto, por unos banqueros neoyorkinos; las tropas de la poderosa República han desembarcado cada vez que ha sido necesario mantener el orden y para que se vea hasta dónde ha llegado esa ingerencia, basta con que refiramos que en las elecciones de 1916, en la que se disputaban la Presidencia cinco candidatos, el Ministro de los Estados Unidos tuvo a bien declarar que debían ser excluidos de la contienda los que hubiesen tenido alguna conexión con el gobierno de Zelaya o hubieran conspirado contra el Gobierno de Adolfo Díaz, declaración, que al producir el efecto de descartar a cuatro aspirantes, le dió el triunfo a Emiliano Chamorro, que contaba con las simpatías del Gobierno de Washington.

Esa conducta fué rectificada después, con motivo de sucesos posteriores, por la administración del Presidente Wilson. Este, a mediados del año de 1920, hizo, por medio del Ministro en Managua, una declaración significativa, al menos en la apariencia, de un cambio en la política seguida en los asuntos nicaragüenses. He aquí dicha declaración:

Representantes de los diferentes partidos políticos de Nicaragua han hecho repetidas indagaciones en el Departamento de Estado con el fin de saber si ciertas personas mencionadas serían gratas al Gobierno de Washington como candidatos a la Presidencia. Para evitar equivocaciones con referencia a la situación, mi gobierno me autoriza para declarar que la cuestión de candidaturas para la Presidencia de Nicaragua, es una cuestión para ser decidida por el pueblo de Nicaragua en la plena y libre expresión de la opinión pública.

Las relaciones excepcionalmente estrechas que existen entre Nicaragua y los Estados Unidos crean en el Gobierno y el pueblo de los Estados Unidos un profundo y permanente interés en que la elección presidencial en Nicaragua sea conducida en el más alto plano, asegurando a todos los sufragantes legales, no sólo la libertad de opinión, sino la cabal constancia de esa opinión en los resultados finales.

El Gobierno de los Estados Unidos no ha expresado opinión en cuanto a las personas que han sido mencionadas como candidatos para la Presidencia. Su solo interés consiste en que las próximas elecciones sean caracterizadas por la mayor honradez y libertad; que se haga[260] un fiel escrutinio de la votación y que el candidato que reciba el mayor número de votos populares sea declarado el Presidente electo de Nicaragua.

(F)
COSTA RICA

La República de Costa Rica gozaba fama de ser una de las más ordenadas y tranquilas del Continente, cuando en 27 de enero de 1917 ocurrió en la capital un golpe de estado, a virtud del cual, el Presidente Alfredo González fué depuesto por una conspiración preparada y dirigida por el Ministro de la Guerra, General Federico Tinoco, que en esa misma fecha asumió el "mando en jefe de la república".

Ese acto de traición y de fuerza, dice el escritor venezolano Jacinto López, en un artículo que vió la luz en La Reforma Social, tuvo su génesis en las maquinaciones de la compañía americana "The Costa Rica Oil Corporation". He aquí lo ocurrido:

Dicha Compañía, que se dedicaba a la explotación de las minas de petróleo, quiso convertir su negocio en un monopolio y al logro de tal propósito, no escatimó recursos ni reparó tampoco en medios. Cuando fué necesario, recurrió al gobierno, comprando conciencias de autoridades y funcionarios judiciales. Llegó un momento en que removidos todos los obstáculos, sólo uno quedó por vencer: la férrea voluntad del Presidente González, opuesta terminantemente a la concesión del monopolio. Cuando los agentes de la Compañía se dieron cuenta de que ese inconveniente era realmente insuperable, tramaron la caída de González y como encontraran en el Ministro de la Guerra, General Federico Tinoco, un aliado, confiaron a la traición de éste el acto que necesitaban para dar cima a la repugnante empresa en que estaban empeñados.

El Presidente González, acto seguido del golpe de estado, abandonó el país, dirigiéndose a Washington, donde le refirió al Presidente Wilson los orígenes y antecedentes de aquel acto, obteniendo del estadista norteamericano la formal declaración de que jamás reconocería al gobierno de Tinoco ni a ninguno otro[261] que con él tuviera la menor relación. Poco después, esa declaración hecha en privado, fué publicada en forma oficial.

Mientras tanto Tinoco, sin dar tiempo a que la opinión se repusiera del efecto producido por el golpe de estado, estando aún reprimido el ejercicio de las libertades, convocó a elecciones generales para el día primero de mayo, con el doble objeto de elegir Presidente y designar una convención que reformara la Constitución. Tales actos, claro es que no pudieron ser sinceros, pero en la apariencia resultó electo Tinoco y la convención prorrogó a seis años el período presidencial, que antes era de cuatro.

Una vez electo Tinoco en esa forma; dándose cuenta de la conveniencia del reconocimiento de su gobierno por el de Washington, realizó gestiones en tal sentido, pero con resultados negativos. Posteriormente, al reunirse la conferencia de la paz en Versalles, Tinoco, que había declarado la guerra a los poderes centrales con objeto de congraciarse con el Presidente Wilson, solicitó que Costa Rica fuera admitida en dichas conferencias; pero las naciones aliadas desestimaron tal solicitud, teniendo en cuenta que el gobierno de esta República no había sido reconocido por los Estados Unidos. El pueblo de Costa Rica, por su parte, mal avenido con este régimen, hizo cuanto pudo por derribarlo, hasta que al fin, convencido Federico Tinoco de la situación insostenible de su gobierno, tanto en el interior como en el exterior, en agosto de 1919 abandonó el país, confiándole el poder al Vicepresidente, que lo era su hermano Joaquín y quien, menos afortunado, fué muerto en las calles de la capital.

Organizóse entonces una interinidad y celebradas unas elecciones ordenadas, bajo el régimen constitucional suprimido por Tinoco y que databa del año 1871, resultó electo Presidente Julio Acosta, quien fué reconocido por el gobierno de los Estados Unidos en 2 de agosto de 1920. Al anunciar el Departamento de Estado de Washington dicho reconocimiento, hizo esta declaración:

La actual Administración de Costa Rica ha sido establecida de acuerdo con la Constitución y las leyes de dicho país y descansa sobre la libre voluntad del pueblo de dicha República. La política del Presidente Wilson ha quedado completamente vindicada y se reconoce ahora el gobierno de Costa Rica, de acuerdo con los principios establecidos por el gobierno de los Estados Unidos cuando se negó al reconocimiento del régimen de los Tinoco.

[262]

(G)
GUATEMALA

Una de las tiranías más conocidas y caracterizadas de Hispanoamérica, en estos últimos tiempos, fué la que ejerció en Guatemala Manuel Estrada Cabrera, que desempeñaba la presidencia desde el año 1898. Había sabido mantener estrechas y amistosas relaciones con el Gobierno de los Estados Unidos, dando con ello motivo a que se generalizara la creencia de que dicho gobierno era algo así como el fiador de su permanencia en aquel cargo. El año 1919, cuando parecía eterna dicha tiranía, se organiza un grupo de patriotas resueltos a ponerle término y uno de sus primeros actos fué el de hacerle ver al Presidente Wilson, cuál era la situación del país, y la verdadera significación del gobierno a que éste estaba sometido. Estas gestiones, realizadas en Washington, dieron resultado, pues a los pocos días, o séase por el mes de agosto, la prensa norteamericana dió la noticia de que el Gobierno de la Unión había insinuado a Estrada Cabrera la conveniencia de que no se hiciera reelegir nuevamente, con la advertencia, al propio tiempo, de que las próximas elecciones debían ser sinceras y legales.

Esa declaración y los comentarios de la prensa a que dió lugar, dice José Tible Machado, en un artículo que vió la luz en La Reforma Social, sonaron como campanada funeraria en el ánimo de Cabrera y llevaron alientos al grupo de valientes, que con una abnegación y un valor pocas veces igualado, se había enfrentado con el despotismo. Estaba pues preparada la opinión; sólo faltaba iniciar la acción.

Fué el propio Estrada Cabrera quien brindó la facilidad de que se precipitaran los sucesos. El Partido Unionista, que abogaba por la unión de los cinco Estados norteamericanos en una República Federal, celebraba una manifestación, con objeto de darle gracias al Congreso por haber votado una resolución favorable a sus fines; y Estrada Cabrera, que sabía que en el seno de dicho partido dominaba un sentimiento que le era hostil, dió órdenes a sus soldados y secuaces para que disolvieran aquel acto,[263] las que cumplieron aquéllos, haciendo fuego sobre los manifestantes. No hay que decir el efecto que semejante atentado produjo en la opinión. Hasta tal punto llegó la indignación contra Estrada Cabrera, que el Congreso, antes tan dócil a sus deseos, acordó deponerlo, después de oir el dictamen de dos médicos acerca del estado de sus facultades mentales, nombrando además en su lugar a Carlos Herrera, uno de sus miembros más distinguidos.

Fácilmente se ha de comprender que esta actitud del Congreso, por fuerza tenía que desenvolverse dentro de tal ambiente de hostilidad contra el Presidente, que fueron tomando las cosas un marcado cariz revolucionario, sobre todo cuando se supo que Estrada Cabrera no estaba dispuesto a acatar el acuerdo del Congreso. Fué entonces cuando el Gobierno de Washington declaró que reprobaría cualquier apelación que se hiciera a la revolución. Pero era ya tarde para intentar sostener a Estrada Cabrera. Este, que se encontraba residiendo en su finca "La Palma", determinó bombardear la capital desde este lugar y durante varios días la hizo víctima de su cólera; pero convencido al fin, de la inutilidad de tal ataque, a petición del cuerpo diplomático se pactó un armisticio, e iniciadas las negociaciones entre el Congreso y el que legalmente ya no podía llamarse Presidente, en 14 de abril de 1920 capitulaba éste, entregándose sin condiciones al gobierno presidido por Carlos Herrera. A fines de junio el nuevo gobierno fué reconocido por la cancillería de Washington, que hubo de declarar, que aquél no era producto de la revolución, sino el sucesor constitucional del Gobierno de Estrada Cabrera.

(H)
MÉJICO

Desde 1884 se encontraba sometido el país a la férrea dictadura del General Porfirio Díaz, que cada cuatro años venía siendo reelegido en la Presidencia, por medio de unos comicios sólo legales en la apariencia, cuando en 1910 se halló frente a una revolución dirigida por Francisco I. Madero, la que enarbolando[264] el lema de "sufragio efectivo y no reelección", en mayo del año siguiente lo obligó a dejar el poder. En 15 de octubre se celebraron elecciones bajo un gobierno provisional y designado Madero Presidente de la República, el día 6 de noviembre entró a ocupar dicho alto cargo.

Los partidarios del ex presidente Díaz, unidos a los descontentos de la nueva situación, tramaron una sedición que se produjo en los cuarteles de la capital, en 9 de febrero de 1913, en la que murió el General Villar, Comandante Militar de la plaza; y el General Victoriano Huerta, que le sucede, traiciona a Madero y lo hace morir asesinado el día 20 de dicho mes, usurpando acto seguido la Presidencia. Pocos días después, el 4 de marzo, Woodrow Wilson ocupa la Presidencia de los Estados Unidos y el día 12 declara públicamente que no está dispuesto a reconocer al gobierno de Huerta, por ser producto de una usurpación; reiterando después, en diversos discursos, entre otros el que pronunció en Mobila en 27 de octubre, su negativa a justificar la iniquidad y a reconocer los gobiernos manchados de sangre.

No tardó Huerta en verse obligado a su vez, a tener que hacer frente a otra revolución de la que fué primer jefe Venustiano Carranza; y como el Presidente Wilson le ofreciera sus buenos oficios para poner término a la lucha, tal mediación fué rechazada. Al mismo tiempo que realizaba Wilson esta gestión, daba otro paso, que constituyó un verdadero aliento para el carrancismo, fundándose en que los dos bandos en lucha no eran más que dos facciones: permitirle en las mismas condiciones que al gobierno de Huerta la importación de pertrechos de guerra. En esta situación ocurre el incidente que pasamos a referir.

En la mañana del día 9 de abril del año 1914, encontrándose anclado en aguas de Tampico el crucero "Dolphin", varios de sus tripulantes, que se encontraban en tierra adquiriendo provisiones, fueron detenidos por las autoridades huertistas. Hora y media después eran puestos en libertad, con todo género de excusas y satisfacciones; pero el Almirante Mayo exigió algo más: pidió que la bandera norteamericana fuese saludada con veintiún cañonazos, y como el General Huerta se negara a realizar dicho saludo, el día 20 del citado mes el Presidente Wilson solicita y obtiene del Congreso la debida autorización, "para usar la fuerza armada de los Estados Unidos con el objeto de obtener del General Huerta y de sus partidarios, el más completo reconocimiento de la dig[265]nidad y de los derechos de los Estados Unidos". No tardó el Presidente Wilson en hacer uso de esta autorización. Puso en movimiento inmediatamente algunas unidades navales y al día siguiente, tras un encarnizado combate en que ocurrieron abundantes bajas de ambas partes, las fuerzas del Almirante Fletcher ocuparon la ciudad de Veracruz.

Una vez ocurrida dicha ocupación y como no dieran trazas las fuerzas norteamericanas de abandonar la plaza, el Presidente Wilson, a fin de satisfacer la curiosidad pública, ávida de enterarse de sus propósitos, declaró que tal acto no constituía ningún ultraje a la nación mejicana, sino una represalia a la persona de Victoriano Huerta, que gratuitamente había provocado un conflicto con los Estados Unidos.

Esta declaración no satisfizo a la opinión mejicana, la que desde un principio juzgó aquel acto como una violación de las leyes internacionales y un ultraje a la dignidad de la nación. Por momentos la situación se hacía más difícil y cuando parecía inminente que habría de sobrevenir un estado de guerra, los embajadores de la Argentina, Brazil y Chile ante el Gobierno de Washington, le ofrecen su mediación a éste y a las facciones de Huerta y Carranza, para arreglar los conflictos internos de Méjico, así como las diferencias entre esta República y la de los Estados Unidos.

Aceptada dicha mediación, por todos menos por Carranza, que no quiso someterse a la condición que se le impuso de suspender las hostilidades, en 20 de mayo de 1914 se reunieron en Niágara Falls, Ontario, los referidos diplomáticos, los representantes del gobierno de Washington y los del General Huerta. Apenas iniciada la conferencia, y convencidos sus miembros de que mientras perdurase el conflicto mejicano, no se retirarían de Veracruz las fuerzas norteamericanas, adoptaron un acuerdo que suponía la remoción del verdadero obstáculo que se oponía a la paz: la presencia de Huerta en el poder. El 12 de junio, con efecto, de hecho quedó pactada la caída de Huerta, al consignarse entre los acuerdos de la conferencia, el de que se reconocería en la ciudad de Méjico un gobierno cuyo carácter se definiría después y que perduraría hasta que fuese inaugurado un Presidente constitucional.

Ante este acuerdo, tuvo Huerta que ceder. El día 15 de julio presentó su renuncia al Congreso, ocupando la Presidencia, pro[266]visionalmente, Francisco Carvajal, hasta el día 2 de agosto, en que entraron en la capital las fuerzas constitucionales y desde cuya fecha Venustiano Carranza asumió aquel cargo. A mediados del mes siguiente, se retiraron las tropas norteamericanas que ocupaban a Veracruz.

Año y medio después vuelven a ser tirantes las relaciones entre las dos repúblicas. En 10 de enero de 1916, el bandido Pancho Villa, alzado en armas contra el gobierno de Carranza y que por lo visto quería provocar la intervención de los Estados Unidos, asalta un tren en Santa Isabel, cerca de Chihuahua, dando muerte a catorce viajeros de nacionalidad norteamericana. Este suceso produjo honda indignación en los Estados Unidos. Gran parte de la opinión acusó directamente al Presidente Wilson como responsable del mismo, por no haber actuado, por haber adoptado la política que se llamó "de la espera-paciente" ("watchfull waiting"). Fué el ex presidente Roosevelt de los que con más rudeza atacó a Wilson, no explicándose la conducta de la administración al negarse a intervenir en los asuntos de Méjico, so pretexto de que la defensa de los dollars invertidos por los americanos en dicha República, no ameritaba el sacrificio de la vida de un solo soldado. Contribuía a excitar aún más la opinión, el hecho de que el Gobierno de Carranza no diera trazas de preocuparse en perseguir a los bandidos que con sus continuas depredaciones mantenían sobresaltadas las poblaciones americanas inmediatas a la frontera.

Pronto se vió obligado, sin embargo, el Presidente Wilson, a abandonar su política del "watchfull waiting". El día 9 de marzo atraviesa Villa la frontera al frente de unos mil hombres y asalta el pueblo de Columbus, Estado de Nuevo Méjico, asesinando a muchos de sus moradores y causando otros estragos, y al día siguiente el Presidente reúne su gabinete y se acuerda enviar a Méjico un contingente militar con objeto de poner término a las incursiones de los bandidos. Tanto el Presidente, como el Secretario de la Guerra, declararon que los fines de la excursión habían de ser exclusivamente punitivos y que se guardarían los debidos respetos para la soberanía mejicana. No tardó el Congreso en respaldar la actitud del Ejecutivo, al autorizar a éste para movilizar el número de soldados que fuesen necesarios, no sin hacer también la salvedad, de que tal acción no habría de significar,[267] en modo alguno, el deseo de intervenir en los asuntos domésticos de la vecina república.

Al enterarse Carranza del envío de la expedición, le hizo saber al Gobierno de Washington que no la consideraba justificada, ni toleraría la invasión, a menos que a su gobierno se le reconociera el mismo derecho, en análoga situación. Carranza al enviar esta nota, que fué depositada en la Cancillería americana por medio de su Agente Confidencial, sólo quiso, según explicó después, hacerle ver al Presidente Wilson, que estaba dispuesto a entrar en negociaciones para autorizar la expedición sobre aquella base de reciprocidad; pero Wilson le dió otro alcance a dicha nota, la tomó como una oferta de aceptar desde luego la invasión, siempre que a su gobierno, en idéntica situación, se le reconociera igual derecho; de ahí, que a los dos días de haberle contestado al Presidente mejicano que aceptaba aquella propuesta, la expedición penetraba en territorio azteca. El entonces Brigadier Pershing, marchó al frente de la invasión y el Mayor General Funston quedó en la frontera, para dirigir desde ella las operaciones.

Apenas ocurrió este hecho, el Presidente Carranza le pidió al gobierno de los Estados Unidos que retirase la expedición. Para tratar de este asunto se celebraron conferencias en El Paso por el mes de mayo, entre representantes de las dos naciones, pero no obstante los esfuerzos que se realizaron, no se obtuvo acuerdo alguno. Carranza se mantuvo en su actitud. Insistió con reiteración, por medio de notas constantes, cuyo tono de arrogancia era más marcado cada vez, en la retirada de la expedición punitiva y cuando eran más tirantes las relaciones entre los dos gobiernos, ocurre un suceso que pareció ser el detalle que faltaba para provocar la ruptura de las hostilidades. En 21 de mayo trabaron combate una fuerza americana y otra mejicana que se habían puesto en contacto en Carrizal, con grandes pérdidas de una y otra parte. La excitación que este hecho produjo en las dos repúblicas fué inmensa. La guerra parecía ya un hecho. El Congreso norteamericano se reúne inmediatamente y vota un crédito de $25,000.000.00 para satisfacer los gastos de movilización de la Guardia Nacional.

Pero cuando ya la ruptura parecía inminente, cambia el sesgo de las cosas. Varios representantes diplomáticos europeos y suramericanos, deseosos de conjurar la crisis, le piden al General Carranza que cambie el tono de su actitud con respecto al Go[268]bierno de Washington. Esas gestiones son seguidas de otras cerca de este último gobierno y una vez lograda una mejor disposición, ya dentro de un ambiente más cordial, se provoca la reunión de una comisión de representantes de los dos gobiernos. Llevóse a cabo dicha reunión, con éxito satisfactorio en Atlantic City, New Jersey, y zanjadas al fin las diferencias, quedó convenida la retirada de la expedición punitiva, llevándose ésta a cabo en enero de 1917. Poco tiempo después, de nuevo se hacen tirantes las relaciones entre las dos naciones, al promulgarse en 1º de mayo de 1917 una nueva Constitución, inspirada por Carranza, en la que se declaró, por su artículo 27, que eran del dominio de la nación todas las pertenencias del subsuelo. Las empresas norteamericanas interesadas en negocios de petróleo en este país elevaron su protesta al Gobierno de Washington, por entender que aquella disposición envolvía una verdadera conculcación de los derechos domínicos adquiridos al amparo de las leyes mejicanas y dicho gobierno, juzgándola justificada, la trasmitió al de Méjico. Este no quiso prestar atención a los reclamantes y tan importante ha juzgado el asunto la Cancillería norteamericana, que por consecuencia del mismo, no fué reconocido Adolfo de la Huerta, que ocupó el gobierno provisionalmente a consecuencia de la muerte trágica de Carranza, ocurrida en 21 de mayo de 1920, ni el General Alvaro Obregón, que desempeña la presidencia desde diciembre de dicho año.

Claro está, que semejante situación perjudica a todos: a Méjico, porque el país necesita mantener sus relaciones mercantiles y financieras con los Estados Unidos y a éstos, por el quebranto que han sufrido y están sufriendo los cuantiosos intereses invertidos en dicha república. El General Obregón ha procurado reanudar las relaciones entre los dos países, pero considera inaceptable la condición que para llegar a ese resultado se le exige por el gobierno de los Estados Unidos, consistente en que se declare, por medio de un Tratado, que el antes referido artículo 27 de la Constitución, no perjudica los derechos adquiridos con anterioridad.

Tal es la situación del gobierno de Méjico en estos momentos. Veinticuatro naciones lo han reconocido, pero otras, entre las que figuran Francia y la Gran Bretaña, no han dado ese paso, en espera sin duda de la aptitud que adopten los Estados Unidos.

[269]

(II)
NOTAS CRITICAS

I.—La política intervencionista de los Estados Unidos en el mar Caribe. Sus precursores. Sus causas. Caracteres que le son propios.

La preponderancia de los Estados Unidos en el mar Caribe cobró verdadero interés al concertarse, en 18 de noviembre de 1901, el Tratado Hay-Pauncefote, por el cual la Gran Bretaña renunció el derecho, que había adquirido desde el año 1850, de compartir con aquella República la construcción y explotación de un canal interoceánico. La renuncia de tal derecho significaba para el gobierno inglés algo más que la conformidad en que el canal quedara bajo el control de los Estados Unidos: era darle paso franco a esta nación para que ejerciera un completo señorío sobre las Indias Occidentales y la América Central. Una vez resueltos los Estados Unidos, dice el profesor Latané, a llevar a cabo el proyecto, por tanto tiempo acariciado, de ser los constructores del canal, esta determinación por fuerza tenía que imponerles la adopción de la política de protectorados, supervisiones financieras, dominio de rutas marítimas y adquisición de estaciones navales que han asumido en el Caribe.

Esta política, que hemos llamado de la "Preponderancia en el Caribe", aunque iniciada y desenvuelta en lo que de este siglo va transcurrido, tuvo sus precursores o iniciadores en el anterior, principalmente en el tiempo que corre desde el año 1870 hasta el de 1881, durante los períodos presidenciales de Grant, Hayes y Garfield. Acentuóse, con efecto, en esta época, en la Cancillería de Washington una marcada tendencia que llamaremos "americanista", siguiendo la expresión del profesor Hart. En 1870 el Presidente Grant se dirigió oficialmente al Congreso pidiendo la anexión de Santo Domingo en nombre de la Doctrina de Monroe y este mismo año, Hamilton Fish, que desempeñaba la Secretaría de Estado, declaró públicamente que el canal se debía llevar a cabo bajo los auspicios de los Estados Unidos. En 1880 el Presi[270]dente Hayes, primero, y el Secretario Evarts, después, reiteraron esa declaración en mérito de que el canal no habría de ser más que una prolongación de las costas de los Estados Unidos, y a su vez la ratificaron, al año siguiente, el Presidente Garfield y su Secretario de Estado, el ilustre James G. Blaine.

Cuando se hicieron estas declaraciones fueron unánimemente aceptadas por la opinión. Parecía que sólo se esperaba la ocasión propicia para iniciar en la zona del Caribe una enérgica acción "americanista". Pero, a pesar de esto; a pesar de que desde época tan relativamente lejana se sintieron los primeros latidos del imperialismo; como no era tarea fácil la de llevar al pueblo, tan apegado a los viejos principios de "aislamiento", al nuevo orden de cosas, trabajo costó que la opinión se aviniese a él. Sólo a esto se debe, dicen los escritores Powers y Jones, que el espíritu partidarista, el simple afán de hacerle oposición al Presidente de la República, hiciera fracasar en el Senado norteamericano el Tratado que negoció la administración de Roosevelt con Santo Domingo en 1905, y el que a su vez celebró con Nicaragua el Presidente Taft en 1911; sin darse cuenta los congresistas oposicionistas de que las supervisiones que por dichos convenios se establecían eran para la nación un asunto de tan vital interés como el que más pudiera serlo. Hoy, añaden dichos escritores, las cosas han ido cambiando y se estima por todos, como cuestión ajena a los partidos y que está por encima de éstos, que los Estados Unidos no deben abandonar la política, que se han impuesto, de tener un poder preponderante y asumir determinadas responsabilidades con respecto a sus vecinos del Sur. Nadie duda ya, dicen, de que la nación no ha de abandonar dicho control, a menos que quiera poner en riesgo su propia existencia.

Expuestas estas breves consideraciones acerca del momento en que los Estados Unidos inician su política intervencionista, así como respecto a la decisión con que se disponen a mantenerla, cumple que nos refiramos ahora a los móviles que han impuesto a dicha nación el desarrollo de esa fuerza preponderante.

La causa primordial que ha llevado a los Estados Unidos a ejercer cierta función tutelar sobre las Repúblicas del Caribe, no obedece a otra cosa que al propósito de obtener garantías de seguridad en el exterior. Circunscribíanse éstas, en otra época, al mantenimiento de la Doctrina de Monroe: los Estados Unidos, al defender a los países latinoamericanos, lo que perseguían en reali[271]dad era su propia defensa; evitaban que sentando sus reales en América una potencia europea se les creara a ellos una vecindad peligrosa. Hoy, a la seguridad de la nación no le basta esa actitud de pasividad, por así decirlo, sino que requiere, para proteger sus grandes intereses comerciales y su rango de potencia naval de primer orden, el ejercicio de cierta acción de predominio en el exterior.

Esto hace que se diga con frecuencia que la Doctrina de Monroe ha evolucionado; que antes se la aplicaba para defender a los países hispanoamericanos, mientras que hoy se la invoca para avasallarlos. No ha habido tal evolución de la Doctrina: son los tiempos los que han evolucionado; son nuevas circunstancias las que han exigido que las medidas de seguridad no se limiten a permanecer en guardia frente a los peligros exteriores, sino en tomar, adelantándose a éstos, posiciones de ventaja en los países vecinos.

Para comprobar hasta qué punto ha sido de necesidad para los Estados Unidos tomar esas posiciones de ventaja en los países que baña el mar Caribe, merece la pena que nos detengamos a considerar lo que representa esa zona para dicha nación, en todos los aspectos del asunto.

El mar Caribe es para la América del Norte lo que el Mediterráneo para Europa; de ahí, que el interés que ha llevado a la Gran Bretaña a dominar sobre Egipto; a Francia sobre Argelia y Túnez; a España sobre Marruecos y a Italia sobre Trípoli, y que mantuvo el apetito de Alemania, antes de la última guerra, por conseguir también posiciones en la costa septentrional de Africa, sea el mismo que ha exigido a los Estados Unidos el mantenimiento de su soberanía sobre Puerto Rico, la adquisición de las Islas Vírgenes y el ejercicio de ciertos protectorados. Aquellas islas y las de Cuba y Santo Domingo no sólo constituyen la mejor defensa de la costa sur de los Estados Unidos, sino que desde ellas y desde las dos denominadas Maíz, situadas en la costa de Nicaragua y arrendadas a aquella República, se dominan todas las vías que conducen al canal de Panamá.

Por el Caribe discurre todo el enorme comercio que mantienen los Estados Unidos con las Antillas y con Centro y Suramérica, y por sus aguas tienen que cruzar también las embarcaciones, cuyo número crece día por día, que comunican, al través del canal de Panamá, a diversas regiones del globo. Negar, en mérito de tales[272] circunstancias, el interés de la República Norteamericana en mantener su predominio en este mar, significaría desconocer la historia, y equivaldría a negar que la Gran Bretaña debe gran parte de su actual poderío al dominio que ha podido mantener sobre el canal de Suez y otros puntos estratégicos del Mediterráneo; que Portugal, en época pasada, llegó a pesar en la política mundial debido en gran parte a la adquisición del cabo de Buena Esperanza, y que la causa primordial de la reciente guerra mundial no fué otra que el deseo de Alemania de establecer y dominar una nueva vía de comunicación con los países del Oriente. Ocurre con los países del Caribe, dice Jones, lo que con los Balkanes y el Asia Menor: que su valor para las grandes potencias de Europa está representado, no en lo que valen esas regiones, por sí mismas, sino en el hecho de que al través de ellas se comunique Oriente con Occidente.

El aspecto político no es de menor importancia que el que ofrece el asunto, según acabamos de ver, desde los puntos de vista geográfico y comercial. Los Estados Unidos invocan como principal finalidad de sus protectorados, la de mantener la Doctrina de Monroe; la de aplicarla preventivamente a fin de evitar los motivos de conflicto con otras potencias. En el caso de la enmienda Platt, se dijo por Root que su principal objeto era evitar los ataques a la independencia de Cuba; y con respecto a la ingerencia de los Estados Unidos, primero en Santo Domingo y después en Haití, se puede decir que se inició, en los dos casos, por algo así como por una mediación tendiente a evitar que de determinadas reclamaciones europeas se derivara una ocupación territorial. Al ejercer los Estados Unidos los protectorados que han asumido sobre estas islas, y sobre las Repúblicas de Panamá y Nicaragua en Centro América, protegen sus intereses, pero se convierten al propio tiempo, dicen sus estadistas, en los mejores fiadores de la independencia de dichas Repúblicas. Para ninguna otra potencia, dicen también, ofrecen las mismas, por múltiples razones, el interés que tienen para los Estados Unidos.

Hay un último aspecto, que podríamos llamar estratégico, al que nos vamos a referir ahora y que ofrece aún mayor importancia que los anteriores. No es la República Norteamericana la única potencia naval que tiene intereses en este mar. El territorio de Belice, en la costa de Honduras, y Jamaica, que es una de las Antillas mayores, pertenecen a la Gran Bretaña y en el grupo de las menores, las Barbadas, Trinidad y otras islas, son también[273] colonias inglesas; la Martinica y Guadalupe pertenecen a Francia, y Curazao pertenece a Holanda; y aunque por el momento no parece probable que los intereses de estas naciones lleguen a ponerse en pugna con los de la Unión Norteamericana, dicha circunstancia no es suficiente para que esta nación deje de prevenirse contra los peligros de la brusquedad de un cambio en la política mundial.

La peculiar situación de Colombia y de Méjico, con costas que hacen frente a los dos océanos, habría de ser también motivo de inquietud para los Estados Unidos, como observa Powers, en caso de un conflicto internacional. Estas dos Repúblicas, debido a dolorosas circunstancias que por fortuna ya pasaron, con razón o sin ella, se sienten agraviadas y no han estado en buena disposición de amistad hacia los Estados Unidos; y éstos, que no desconocen el hecho, no pueden perder de vista la importancia que el mismo pudiera tener si llegaran a verse envueltos en guerra con una potencia europea o asiática.

El imperialismo de los Estados Unidos tiene caracteres que le son peculiares. Para convencerse de ello basta compararlo, en su origen y en sus tendencias, con el de las naciones de Europa. Después de consolidarse en Europa un grupo de naciones fuertes, pero sin ser ninguna bastante poderosa para dominar a las otras, y de crearse entre ellas una situación especial, un estado de equilibrio basado en el respeto mutuo y en el que cada una tenía los mismos derechos; algo así como una transacción entre la idea de dominación universal y la autonomía de los pueblos; dichas potencias, como si solamente pudieran vivir dentro de un perpetuo estado de rivalidad, llevaron su competencia a tierras lejanas. Aprovechando el nacimiento del sistema industrial, por los recursos que brindaba, especialmente para la navegación, se apoderó de ellas un afán desmedido por establecer colonias en todas las regiones del globo, por distantes que estuvieran. Ocuparon en Asia, Africa y la Oceanía cuantos territorios pudieron ser acaparados y el Continente Americano también hubiera sido objeto de reparto, a no ser por el mantenimiento de la Doctrina de Monroe. Desde entonces hasta hoy, como dijo en notable conferencia el Dr. Montoro, la expansión nacional ha sido el interés primordial de las grandes potencias del Viejo Mundo y la causa de todas las guerras en que éste se ha visto envuelto.

La actividad imperialista de dichas naciones no ha tenido otra[274] finalidad que la de dominar el mercado importador de la colonia, zona de influencia o territorio protegido que de ella ha sido objeto, y absorber al propio tiempo su producción, siempre en provecho de la metrópoli y excluyendo la competencia comercial de otras naciones; en unos casos por medio del monopolio y en otros acudiendo al sistema de las tarifas diferenciales. La misma Francia, que al crearse el vasto imperio colonial que hoy posee iba tras un fin político más bien que económico, pues sólo procuraba encontrar en el exterior algo que compensara la derrota del año 1870, ha reducido en beneficio propio las tarifas aduaneras de sus posesiones, llegando esa reducción en algunos casos hasta el 58%.

El imperialismo norteamericano en su aspecto intervencionista, que es al que ahora nos referimos—no a aquel otro que consistió en el movimiento expansionista, a virtud del cual se fueron agregando a la Unión los territorios que hoy forman su enorme área—, no se ha inspirado, al revés de lo que ha ocurrido con el de las naciones de Europa, en ningún propósito económico. Los Estados Unidos no han establecido su esfera de influencia sobre las Repúblicas de Cuba, Santo Domingo, Haití, Panamá y Nicaragua con objeto de acaparar mercados ni recabar ventajas para su comercio. Su finalidad ha sido política: se ha reducido a ejercer sobre las Repúblicas vecinas determinado control, que sólo llega, por lo regular, al límite de lo necesario; y, aunque se inspira dicho intervencionismo en la salvaguardia de los intereses de la nación, dicen distinguidos escritores norteamericanos que produce como consecuencia la de garantizar la independencia de dichas Repúblicas. En la aprobación de la enmienda Platt—dijo nuestro eximio maestro el Dr. Antonio Govín—, no medió el intento de vulnerar la independencia de Cuba, sino que, por el contrario, se aspiró a protegerla.

Compartimos estas ideas, reconociendo como un hecho cierto que la política intervencionista de los Estados Unidos no ambiciona la anexión de nuevos territorios; pero se hace forzoso reconocer también que, limitada y todo como es su acción, la Cancillería de Washington, llegado el momento de mantenerla, no repara en medios, ni reconoce obstáculos. Buena prueba de ello la constituyen el gesto del Presidente Roosevelt al ordenar que se prohibiera el desembarque de las fuerzas de Colombia destinadas a reprimir la revolución que culminó en la independencia del istmo, so pretexto de que iban a entorpecer el tránsito por el Ferrocarril, y la actitud que algunos años después adoptó en Nicaragua la administración[275] de Wilson, favoreciendo una revolución que al triunfar impuso en recompensa la celebración del Tratado por el cual los Estados Unidos adquirieron determinadas ventajas en el territorio de aquella República.

II.—La ingerencia norteamericana en las Repúblicas de Cuba, Panamá, Santo Domingo, Haití y Nicaragua, a tenor de los tratados vigentes y en la práctica. Censuras de que ha sido objeto.

Aunque en los Tratados celebrados por los Estados Unidos, en 22 de mayo de 1903, con la República de Cuba; en 18 de noviembre del mismo año, con la de Panamá; en 8 de febrero de 1907, con la de Santo Domingo; en 3 de agosto de 1914, con la de Nicaragua, y en 16 de septiembre de 1915 con la de Haití, se persigue la misma finalidad, esto es, asegurar el predominio de la nación norteamericana en la zona del mar Caribe, dichas convenciones no encierran las mismas disposiciones. Parecía lógico que, siendo el "control" sobre Cuba el primero que asumían los Estados Unidos, se reprodujeran las prescripciones de la ley que lo autorizó, o sea la Enmienda Platt, en los tratados que celebraron después con aquellas otras Repúblicas; pero el examen de la materia que ha sido objeto de tales tratados, y que hacemos a renglón seguido, revela que no fué así.

Las disposiciones de la Enmienda Platt, que son las mismas del Tratado Permanente de 22 de mayo de 1903, se pueden resumir en dos grupos: en el primero están comprendidas las prescripciones inspiradas en la Doctrina de Monroe y en la defensa de los intereses de los Estados Unidos como potencia naval; y en el segundo, aquellas en que se le concede a esta República cierta ingerencia en determinados asuntos, de orden interno, de la nación cubana. Pertenecen al primero: la disposición por la cual se previene al gobierno de Cuba que no celebrará con ninguna potencia extranjera tratado alguno por el cual se menoscabe la independencia, o se le otorgue el asiento o control sobre una porción de la isla, bien para colonizarla, bien para cualquier propósito naval o militar; y aquella otra en que se conviene en ceder o arrendar a la República norteamericana las tierras necesarias para estaciones navales; corresponden al segundo aquellas prescripciones por virtud de las[276] cuales el gobierno de Cuba se compromete a no contraer deudas exageradas; consiente en que los Estados Unidos intervengan para la conservación de la independencia, para el mantenimiento de un gobierno adecuado para la protección de las vidas, las propiedades y la libertad individual y para el cumplimiento de las cláusulas del Tratado de París pertinentes a Cuba, y se obliga a mantener la isla en buenas condiciones sanitarias.

En el Tratado con Panamá, cuya finalidad no fué otra que la de obtener la cesión del territorio necesario para la construcción del canal, el poder intervencionista no tiene la amplitud que en la Enmienda Platt. Amén de la obligación que contraen los Estados Unidos de garantizar la independencia de dicha República, se faculta al gobierno de Washington para mantener a las ciudades de Panamá y Colón en buenas condiciones sanitarias, caso de que el de Panamá desatienda ese deber, así como para guardar el orden público, en el mismo caso, en las propias poblaciones y sus territorios y bahías adyacentes y también, como en el caso de Cuba, el gobierno de Panamá se compromete a vender o arrendar a los Estados Unidos los terrenos necesarios para estaciones navales; pero, en cambio, nada se dice con respecto al compromiso de no contraer deudas exageradas, ni en cuanto a la prohibición de celebrar con cualquiera potencia extranjera ningún tratado que menoscabe la independencia.

El Tratado suscrito con la República Dominicana en 8 de febrero de 1907 fué de un alcance limitado. El gobierno de dicha República, después de realizar bajo los auspicios de los Estados Unidos lo que se llamó el "ajuste" de la deuda exterior e interior y de levantar un empréstito con unos banqueros neoyorkinos para satisfacer dichas deudas, habiendo afectado, en garantía del pago de los bonos de esta operación los derechos de importación, convino con el gobierno de Washington, por este Tratado, en que el Presidente de los Estados Unidos nombraría al Receptor y a los empleados subalternos de las Aduanas, y en que la deuda pública no podría ser aumentada, ni los referidos derechos modificados, a no ser de acuerdo con el aludido gobierno norteamericano.

El Tratado celebrado con Haití es el más amplio y comprensivo de todos. Se reproducen de la Enmienda Platt las cláusulas relativas al compromiso de no contraer deudas exageradas y no vender ni arrendar a ningún gobierno extranjero parte alguna del territorio nacional, ni celebrar Tratado alguno con ninguna potencia extran[277]jera que menoscabe o tienda a menoscabar la independencia, y el derecho de intervenir para preservar la independencia y mantener un gobierno adecuado para la protección de la vida, la propiedad y la libertad individual; pero, además, se consignan otras en que el intervencionismo llega a los más radicales extremos. El Presidente de los Estados Unidos queda facultado para nombrar un Receptor General de las Aduanas, así como un Consultor Fiscal, en cuyas manos se pone toda la situación financiera del gobierno; la fuerza de policía urbana y rural se somete a la dirección y organización de oficiales norteamericanos designados por el propio Presidente de los Estados Unidos, quien además nombra un Superintendente en materia de Sanidad. Además, se compromete el gobierno de los Estados Unidos a ayudar al de Haití en el propio y eficiente desarrollo de la agricultura, minería y recursos comerciales y en el establecimiento de las finanzas sobre bases sólidas y firmes; pero, en cambio, mientras el Tratado con Cuba es de carácter permanente, el término del celebrado con esta otra República es por diez años prorrogables a otros diez.

En el Tratado celebrado con Nicaragua se limitaron los Estados Unidos a recabar determinadas ventajas estratégicas: el derecho de construir un canal por la vía del río San Juan y el arrendamiento de dos islas en el mar Caribe y del territorio necesario para una base naval en el Golfo de Fonseca, en la costa del Pacífico, con destino a estación naval.

El examen de la diversidad de materias que abrazan estos tratados y el estudio de sus varios aspectos indican bien a las claras que han sido distintas las circunstancias que en cada caso han preocupado a la Cancillería de Washington, por más que la finalidad haya sido la misma en todos los casos, según antes dijimos: fortalecer los intereses de los Estados Unidos en el mar Caribe. En el caso de Cuba se quiso asegurar para siempre la ingerencia de la nación norteamericana en esta República, en atención sin duda a las estrechas relaciones financieras y comerciales existentes con la isla, a su proximidad, tanto a la Florida como al canal de Panamá, y al dominio que desde ella se ejerce sobre la entrada del Golfo Mejicano. En el Tratado con Panamá predominó el interés de la construcción del canal, que fué el mismo que aconsejó la adquisición de ciertas ventajas estratégicas en Nicaragua. El convenio celebrado con Santo Domingo respondió al interés de evitar los peligros de una intervención europea; y en el estipulado con Haití,[278] teniendo en su inicio la misma causa, se quiso ofrecer a esta República la oportunidad de rehabilitarse, adquiriendo las prácticas del gobierno propio.

Con el examen de estos convenios internacionales no se completa, sin embargo, el estudio de la influencia y supervisión que ejercen los Estados Unidos en las Repúblicas de Cuba, Panamá, Santo Domingo, Haití y Nicaragua. Del orden de cosas que ha existido en Cuba y en Panamá se puede decir, en líneas generales, que se compadece con la legalidad establecida por sus respectivos tratados; pero éste no es el caso de las otras tres Repúblicas. En Santo Domingo ha sido suprimido el gobierno propio; en Haití sólo queda un asomo del mismo y en Nicaragua, donde se limitaron los Estados Unidos a recabar posiciones y ventajas estratégicas, la Cancillería norteamericana ha llegado a tomar un incremento decisivo en la política y en las finanzas.

La política intervencionista en la zona del mar Caribe ha llegado a infundir cierta desconfianza, con respecto a los propósitos de los Estados Unidos, a gran parte de la opinión en los países de Hispanoamérica; sin que hayan bastado para desvanecer tal recelo las reiteradas declaraciones formuladas por los estadistas norteamericanos en el sentido de que aquella República no se vale de la superioridad de su fuerza para destruir soberanías, sino que la aprovecha tan sólo para asegurar su preponderancia.

Labor inútil o infructuosa sería la nuestra, si nos dedicáramos a criticar la función tutelar de los Estados Unidos, en sí misma, como hecho, a fin de juzgar de su bondad o de su justicia. Nada más lejos de nuestros propósitos. La política expansionista de los grandes Estados es un fenómeno que se impone por igual a los fuertes y a los débiles: a aquéllos como una exigencia, como una condicional de su existencia; y a estos últimos haciendo caso omiso de su voluntad, es decir, a despecho de ella. Frente a los hechos que se imponen por sí mismos, ¿a qué las palabras?

Los fenómenos políticos—dice Ingenieros—no son el resultado de una libre elección de medios y de fines por parte de los pueblos o de los gobiernos... Los pueblos fuertes—agrega el ilustre sociólogo argentino—se consideran encargados de tutelar a los otros, extendiendo a ellos los beneficios de su civilización más evolucionada. Los débiles suelen protestar, oponiendo la palabra derecho a la fuerza del hecho; los medios necesarios para ejercer la tutela pueden parecer injustos, pero la historia ignora la palabra justicia; se burla de los débiles y es cómplice de los fuertes.

[279] Después de todo, añadimos nosotros, la tan decantada igualdad de los Estados no ha existido nunca y mucho menos ha de ser viable hoy, en que nuevos medios y nuevas circunstancias estrechan de día en día las relaciones de interdependencia de todos los pueblos de la Tierra.

Pero si la tarea de hacer la crítica de las causas determinantes de la función tutelar de los Estados Unidos resultaría estéril o innecesaria, no se puede decir otro tanto acerca del estudio de los medios adoptados para ejercer dicha tutela. Tal estudio nos ha de permitir conocer si aquella política se reduce a los límites que señalan las necesidades en que se inspira, o si trasciende a excesos innecesarios; extremos todos cuyo conocimiento resulta por demás de positivo interés. En la imposibilidad de enumerar todos los cargos que se pueden aducir contra los Estados Unidos, a este respecto, vamos a referirnos a los más fundamentales.

Llama la atención, en primer lugar, la forma en que se ejerce dicha política. Revela su examen que no responde a un plan, a un estudio meditado y detenido de la materia: no hay uniformidad; no se observa una orientación definida, una línea de conducta uniforme. Cada actuación lleva el sello de quien la realiza; en cada episodio van impresas la voluntad y las ideas de quien en el momento de su ocurrencia desempeña la Presidencia de la vecina República; de ahí que se diga que la determinación del gobierno de Washington resulta en cada caso una incógnita. La Comisión enviada a La Habana por el Presidente Roosevelt, en 1906, con objeto de poner fin a la revolución que entonces existía en la isla, acordó una solución que de hecho equivalía al triunfo de aquélla. Tres años después, habiendo estallado en Nicaragua una revolución contra el Presidente Zelaya, contribuyó también a su triunfo, de manera decisiva, la actitud que asumió contra dicho gobernante el Presidente Taft. En cambio, en 1917 el Presidente Wilson, haciendo buenas las palabras vertidas en el discurso pronunciado en Mobila en 27 de octubre de 1913, aplicó en dos ocasiones su teoría contraria al reconocimiento de los gobiernos que fuesen producto de la violencia: una, con motivo de la revolución de que fué teatro Cuba en febrero de 1917, y otra, este mismo año, con ocasión del golpe de estado que depuso a Alfredo González de la Presidencia de Costa Rica.

Otro aspecto de la política intervencionista de los Estados Unidos, gráficamente denominado "diplomacia del dollar", contra el[280] cual, con verdadero fundamento, ha sido unánime la protesta, aun en los propios Estados Unidos, estriba en el hecho de que dicha política, en algunas ocasiones, se ha puesto al servicio de determinados intereses privados. El nombre de unos banqueros neoyorkinos va unido a la historia de la ingerencia norteamericana en los asuntos de Nicaragua; y en muchas de las medidas adoptadas por el poder interventor que rige con omnímodas facultades los destinos de Haití se refleja, según leemos en importantes publicaciones de los Estados Unidos, la influencia del National City Bank of New York, cuyos intereses en dicha República, ya de por sí apreciables, se aspira a ver acrecentados.

Pero donde la crítica concentra sus ataques es cuando se trata de la situación actual de las Repúblicas Dominicana y Haitiana. Ya que la supresión del gobierno propio en Santo Domingo, siquiera sea provisionalmente, y el exceso de facultades que a espaldas del tratado vigente se han arrogado en Haití los funcionarios norteamericanos, son actos realizados por los Estados Unidos prevaliéndose de su fuerza, debían aprovechar esta situación, se dice, para coadyuvar al adelanto y mejoramiento de las costumbres públicas en dichas Repúblicas y contribuir al arraigo de sus instituciones políticas; en una palabra, que se debía realizar en el orden moral el progreso efectuado en materias de sanidad, enseñanza y obras públicas. Lejos de proceder de esta manera el gobierno de Washington, haciendo las cosas en forma que no se compadece con los antecedentes del pueblo norteamericano, con su cultura y con la misión que, por lo visto, le ha confiado la historia en este Continente, ha sometido dichas Repúblicas a un régimen en el que la libertad individual ha sido reducida a su expresión más insignificante, en el que la jurisdicción civil ha sido sustituída por la militar, y que sólo podrá traer una paz material de efímera duración.

Estas cosas ocurren, se ha dicho también, en primer lugar, porque el pueblo de los Estados Unidos las ignora; demasiado preocupado en sus asuntos interiores, cuando fija la mirada en la política exterior es para atender a los asuntos de Europa, en lo que éstos le pueden interesar; y en segundo término, porque en esta materia el Presidente es el único arbitro; sus facultades no están regladas, pudiendo proceder en todas las cosas a medida de su discreción.

Algo más que la conveniencia de los estados protegidos, el propio interés de la nación protectora exige que la actividad inter[281]vencionista revista una forma distinta a la seguida hasta hoy en aquellas Repúblicas. Para que una nación, que se presenta como directora de otras en la escena del mundo, pueda desarrollar con éxito sus planes expansionistas—dijo hace años en memorable conferencia el Dr. Enrique José Varona—requiérese que concurra, entre otras circunstancias, la de que esos planes estén presididos, revelen, un superior estado de cultura. Inglaterra, dijo por vía de ejemplo, ha podido mantener su vasto imperio colonial, gracias a que siempre ha sabido contar con hombres que se han colocado a la altura de los difíciles empeños que se les han encomendado; "desde aquel famoso Lord Durham, de grata recordación para los americanos, hasta Sir Alfred Milner, cuya gestión en Egipto es una maravilla".

Es lo probable que cambie en breve este orden de cosas. Una de las imputaciones hechas con más frecuencia durante la reciente campaña presidencial, contra la administración de los demócratas, se ha referido a su actuación en los asuntos de Haití y Santo Domingo, y habiendo sido electo el candidato del Partido Republicano, lógico parece que se incline por nuevos derroteros la intervención en los asuntos de estas dos Repúblicas.

Seríamos injustos si, antes de pasar adelante, no reconociéramos que no ha sido ese el tono dominante en la política intervencionista de los Estados Unidos. En lo que a Cuba se refiere, lejos de asistirnos motivos de queja, sólo los tenemos de alabanza; la ayuda que nos ha brindado el gobierno de Washington no ha podido ser más eficaz, con esta particularidad: es sabido que la facultad de intervenir en nuestros asuntos, por ser potencial según la Enmienda Platt, sólo se debe ejercer en alguno de los casos a que ésta se refiere: que sobrevenga, verbigracia, una situación en que el gobierno de Cuba sea incompetente para mantener el orden; pues bien, aunque la Cancillería de Washington suele ingerirse en muchos asuntos que son de la competencia exclusiva de nuestros poderes, tales gestiones, salvo quizás alguna excepción, se han inspirado siempre en el deseo de favorecer, en todos los órdenes, los intereses de nuestra comunidad.

[282]

III.—El factor económico en las relaciones de los Estados Unidos con las Repúblicas que se encuentran bajo su esfera de influencia.

Hemos dicho antes que una finalidad eminentemente política era la causa del intervencionismo de los Estados Unidos en la zona del mar Caribe y que a dicha nación no le interesaban tanto los países protegidos, por lo que en sí mismos pudieran significar, como por su posición geográfica. Esto es exacto en lo que se refiere a la causa primordial, al origen, por así decirlo, del intervencionismo; pero, una vez iniciado éste, y tan pronto como bajo su garantía se inviertan en un Estado protegido, capitales norteamericanos, éstos han de contribuir, con tanta fuerza como la finalidad política, al mantenimiento del protectorado. La estrecha relación entre el gobierno y las empresas privadas, en los grandes Estados modernos, es un fenómeno constante, dice Edwin Borchard, profesor de Derecho en la Universidad de Yale. El capital ocioso existente en un país se dirige allí donde se le brinden garantías; por eso se explica, dice dicho profesor, la íntima relación existente entre el Ministerio de Relaciones Exteriores de la Gran Bretaña y el capitalista británico que invierte sus recursos en el extranjero.

Los Estados Unidos no podían constituir una excepción a la regla general. La influencia política desenvuelta por esta República en el exterior tenía que ser seguida, y lo ha sido, por la expansión comercial; con una particularidad: que ha contribuído a acrecentar este hecho, que se produce siempre de una manera natural, la circunstancia, puramente casual, de que el inicio de la política intervencionista de esta nación ha coincidido con el momento en que, ya colmadas las necesidades de su comercio y de sus industrias interiores, sus hombres de negocios comenzaron a pensar en la conveniencia de invertir sus capitales en el exterior.

Buena prueba de lo que representa el factor económico en las relaciones entre el Estado protector y el protegido, la constituye un detalle de nuestra historia, que podemos citar aquí. Cuando en 1906 intervinieron los Estados Unidos en nuestra contienda civil, hubieron de darle la razón a los alzados en armas—como dijo el Dr. Varona en una serie de artículos que en aquel entonces vieron la luz—, porque no vinieron a moralizarnos, sino a apaciguarnos;[283] miraron la cuestión desde un ángulo visual americano y por eso exigieron que a todo trance se hiciera la paz.

El factor económico tiene otro aspecto de no menor importancia, desde el punto de vista político y cuya fuerza ha de crecer a medida que se estrechen las relaciones comerciales entre los Estados Unidos y sus Estados protegidos: nos referimos al consumo de la producción de estos últimos en el mercado norteamericano. Los hombres de los países fríos necesitan consumir determinados productos de los países tropicales; lo exige el tipo de vida del trabajador americano, ha dicho un economista. Cuando ocurra en las otras Repúblicas lo que acontece hoy en Cuba; cuando se diga de su producción lo que hoy se dice y repite entre nosotros, como respondiendo a una convicción: que los Estados Unidos no pueden prescindir de nuestra azúcar; llegado este momento, la necesidad de que las revueltas no afecten a la producción, constituirá un motivo que ha de compeler a los Estados Unidos, con tanta fuerza como los demás, a exigir a dichas Repúblicas que vivan en paz.

IV.—Ingerencia de la Administración del Presidente Wilson en determinados asuntos, de orden interno, de las Repúblicas de Méjico, Costa Rica y Guatemala.

¿Qué razón existe, se dirá, para que la política intervencionista de los Estados Unidos alcance solamente a las Repúblicas de Cuba, Haití, Santo Domingo, Panamá y Nicaragua, y no se ejerza también sobre las otras Repúblicas Centroamericanas? La razón es obvia: los protectorados o supervisiones que ejercen los Estados Unidos no se han adoptado por sistema: se han establecido a medida que los han ido reclamando los intereses de esta nación. En el caso de las islas de Cuba y Santo Domingo, preocupóse el gobierno norteamericano por la posición de las mismas, a causa de estar situadas frente a la costa meridional de los Estados Unidos y dominando, además, las vías que conducen al canal; y con respecto a Panamá y Nicaragua, la necesidad de dominar y controlar la comunicación interoceánica fué la que determinó la supremacía sobre estos dos países. El día en que algún interés, sea cual fuere, aconseje a los Estados Unidos someter a su control las otras Repúblicas Centroamericanas, no hay duda de que actuarán en tal sentido.

Por lo pronto, ciertos sucesos, ocurridos en Costa Rica y Gua[284]temala durante la administración de Wilson, demuestran que los Estados Unidos observan de cerca los destinos de dichas Repúblicas y que les preocupa, con respecto a ellas, algo más que el interés, de carácter general, de que no celebren alianzas embarazosas con las naciones de otros Continentes. La caída del gobierno de los Tinoco en Costa Rica, que habían escalado el poder por medio de la violencia en enero de 1917, debióse, en gran parte, a la negativa de la Cancillería de Washington a reconocerlo, dado que este hecho, al par que creaba una situación difícil a aquel gobierno en el exterior, le infundía alientos a sus adversarios. La misma actitud, adoptada con respecto a Guatemala a mediados del año 1919, produjo, aunque en un orden inverso, el propio resultado: la nota enviada al Presidente Estrada Cabrera insinuándole la conveniencia de que no pensara en reelegirse, es indudable que contribuyó a su caída de manera decisiva.

El gobierno del Presidente Wilson se ha inmiscuído también, en más de una ocasión, en los asuntos de la República Mejicana. Su actitud, negándose a reconocer a Huerta, que bien o mal, tuerto o derecho, como dijo Root, era el Presidente de facto y poniendo en ejecución cuanto arbitrio podía contribuir a su caída, no fué otra cosa que una intervención.

No es probable, sin embargo, que los Estados Unidos lleguen a ejercer su control sobre esta República. Su población, su enorme área y los antagonismos que determinados sucesos de otras épocas han creado, hacen que su caso no sea el de las islas del mar Caribe y el de la América Central. Por algo se ha dicho que el imperialismo se verifica por la línea de menor resistencia...

 

 

Nota del Transcriptor:

Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

Páginas en blanco han sido eliminadas.