Title: Antología de prosistas castellanos
Compiler: Ramón Menéndez Pidal
Release date: December 30, 2016 [eBook #53837]
Language: Spanish
Credits: Produced by Josep Cols Canals, Ramon Pajares Box and the
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PUBLICACIONES DE LA REVISTA
DE FILOLOGÍA ESPAÑOLA
VOLÚMENES PUBLICADOS
I
INTRODUCCIÓN AL ESTUDIO
DE LA LINGÜÍSTICA ROMANCE
POR W. MEYER LÜBKE
TRADUCCIÓN DE A. CASTRO
II
ANTOLOGÍA DE PROSISTAS
CASTELLANOS
POR RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL
[p. ii]
JUNTA
PARA AMPLIACIÓN DE ESTUDIOS
CENTRO DE ESTUDIOS HISTÓRICOS
RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL
ANTOLOGÍA DE PROSISTAS CASTELLANOS
MADRID
1917
[p. iii]
Imp. Clásica Española. Cardenal Cisneros, 10.—Teléf. 4430
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La edición primera de esta colección de prosistas apareció en 1899. La obra, abandonada desde entonces por mí, aparece ahora en una segunda edición, bastante corregida y aumentada con trozos de algunos autores más.
Es útil la lectura de un autor antiguo, porque su pensamiento puede instruir y educar el nuestro; mas, para que esto tenga lugar, es preciso comprender sus ideas, no en lo que tienen de común a muchos tiempos, lugares y gentes, sino en aquello más escondido y particular propio de tal época, tal región o tal persona, que, comparado con lo que tenemos delante y habitualmente nos rodea, nos ayuda a apreciar mejor lo que esto tiene de bueno o de malo, de pasajero o de permanente, dando seguridad y madurez a nuestro juicio. Por esto el comentario del autor antiguo se debe fijar en lo que la obra comentada difiere más de lo actual, en lo que tiene de más peculiar, por menudo que pa[p. 2]rezca; pues sólo conseguimos comprender bien el pensamiento de un autor cuando llegamos a entender el sentido especial con que él escribió cada palabra, representándonos en nuestra imaginación lo mismo que él en la suya tenía presente al escribir; en suma, cuando reconstruímos en nuestro entendimiento las menores circunstancias particulares del tiempo y lugar en que fué escrita la obra, cuando llegamos a despertar en nosotros la impresión que los pormenores y el conjunto de la misma hicieron en los contemporáneos del autor cuando la leían.
Claro que es muy difícil siempre acercarse a este ideal, y que es imposible realizarlo tratándose del estudio de autores en la segunda enseñanza; pero, de todos modos, es preciso que las observaciones gramaticales, retóricas y literarias que continuamente han de surgir en la lectura de los clásicos, no se descarríen por el terreno de las consideraciones abstractas y tomen un aspecto principalmente histórico.
Las notas que acompañan a la presente colección, no quieren ser un comentario suficiente para el alumno: no se proponen más que hacer al profesor más llevadera la difícil tarea de poner un trozo antiguo al alcance de los alumnos, y de hacer que éstos entren, en lo posible, dentro de la época, y dentro de la intención y estilo de cada autor.
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Las breves introducciones que preceden a cada autor, sólo pretenden dar una orientación general, de muy diverso alcance y carácter en cada caso, para esbozar una sumaria historia del desarrollo de la prosa; sugieren, nada más, algunas cuestiones relacionadas con esa historia.
Las notas son una muestra de las múltiples explicaciones de puntos de gramática, de estilo, y a veces de historia literaria, que ocasionalmente deben hacerse con motivo de la lectura. Claro es que cada profesor tiene que multiplicar estas explicaciones de acuerdo con la índole y objeto principal de su enseñanza. Sobre todo, queda al profesor el comento literario; ha de enlazar el fragmento aquí publicado con la obra entera de donde procede; ha de hacer comprender el plan y fondo de esa obra, relacionándola con el conjunto de la producción literaria española de la época; ha de ahondar en el pensamiento del autor, y descubrir su nota distintiva. En todo debe llevar al alumno a que formule juicios propios sobre las cuestiones tratadas; a que ejercite su discernimiento y su crítica independientemente de las nociones recibidas en los manuales; a que eduque su buen gusto, en fin.
Esta colección proporcionará a los alumnos trozos bastante extensos de obras que no podrían o no deberán leer enteras. Sólo incluye[p. 4] autores hasta comienzos del siglo XIX, porque son los que están más fuera de la mano del estudiante; no porque los autores modernos no deban formar parte, y muy principal, de las lecturas de clase.
Los textos van, en general, ajustados a las ediciones más antiguas de la obra de donde proceden. Para Moratín se sigue la edición de la Academia de la Historia. Para Santa Teresa, Jovellanos y Toreno, la edición de la Biblioteca de Autores Españoles. Para Mendoza se tienen presentes los manuscritos de La Guerra de Granada. Para don Juan Manuel se han consultado todos los códices del Conde Lucanor. El Arcipreste de Talavera va según la edición de Pérez Pastor.
La antigua lengua castellana, aunque no difiere considerablemente del español moderno, presenta, como es de suponer, bastantes caracteres distintos. Por de pronto diremos sólo que, en cuanto a la pronunciación, la lengua antigua era más rica en sonidos que la moderna.
Distinguía una s sorda y otra sonora (con análoga diferencia que la que existe en francés entre poisson y poison); la s sorda se escribía doble entre vocales (passar, escriviesse), y sencilla cuando era inicial o iba tras consonante (señor, mensage), o delante de consonante sorda (estar, España); la s sonora se escribía sencilla entre vocales (casa, cosa).
Distinguía también la ç (o ce, ci), sorda, de la z sonora; aquélla era un sonido parecido al que hoy pronunciamos en za, ce, ci, zo, zu; y la z antigua era el mismo sonido, pero acompañado de sonoridad en las cuerdas vocales. Por la pronunciación y la ortografía se diferenciaban, por un lado: hace, haces, singular y plural del sustantivo moderno «haz», y por otra parte: haze, hazes, del verbo «hazer», moderno «hacer».
Se distinguían también la sorda x de la sonora j (con análoga diferencia a la que existe en el[p. 6] francés entre las iniciales de chambre y de jour). Por la pronunciación y la ortografía se distinguían antes: rexa de ventana y reja de arado.
Se distinguían también una b oclusiva, es decir, pronunciada juntando completamente los labios, como cuando pronunciamos hoy con energía el imperativo basta, y una v meramente fricativa, pronunciada con los labios a medio cerrar solamente, como cuando hoy decimos saber, ave. La distinción existe, pues, hoy día; pero hoy la pronunciación de una u otra b no se atiene a la ortografía, ya que ésta escribe ora b ora v, según la escritura latina, sin atender a la pronunciación moderna; además la distinta pronunciación hoy depende sólo de la posición más o menos débil de la consonante (oclusiva, cuando va inicial o tras consonante: basta!, ven!, ambos, envidia; fricativa, cuando va entre vocales: la bestia, la voz, haber). Por el contrario, en la lengua antigua la pronunciación de la b o la v dependía de la etimología de la voz, y a veces entrañaba diversa significación en los vocablos: cabe, cave, de los verbos «caber» y «cavar», se distinguían antes por la pronunciación, hoy tan sólo por la ortografía; y antiguamente se escribía y se pronunciaba la v en muchos vocablos que hoy se escriben con b, como cavallo, bever, y viceversa bivir, bívora.
Si en la lectura no se acierta a producir o no se quieren hacer estas distinciones, pronúnciense la ss y la s como la s moderna; la ç y la z, como la z moderna; la x y j, como la j moderna; la b y la v, como la b moderna.
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Mientras la poesía castellana venía cultivándose desde el siglo XII, y había producido, ya hacía mucho, una obra maestra como el Poema del Cid, la prosa tan sólo empezó a tener un cultivo literario en el reinado de San Fernando († 1253), y no produjo obras verdaderamente notables sino en la corte de su hijo Alfonso X. La poesía aparece con un carácter popular o nacional, y se enlaza desde su comienzo con la poesía de otros idiomas románicos, con la francesa, con la gallega y la provenzal principalmente. La prosa aparece con un carácter más erudito, ejercitándose en obras científicas o didácticas, copiadas o inspiradas en las literaturas más sabias de entonces: la latina, la árabe y la hebrea. En este primer período de su desarrollo, la prosa se ejercita principalmente en traducir las materias que hasta entonces se expresaban sólo en las lenguas doctas de la época; en las traducciones se procuraba una fidelidad más literal que literaria, y en todo caso los varios estilos de los autores traducidos se sobreponían al estilo del adaptador castellano.
Mucho de esto se ve en varias de las grandes[p. 8] obras emprendidas por Alfonso el Sabio, y muy particularmente en la Crónica general de España, que empezó a componerse en su reinado, hacia el año 1270, y en la cual se seguía trabajando durante el reinado de su hijo Sancho IV, en 1289. El estilo de la Crónica ofrece sus sencillos encantos, precisamente a causa de la gran variedad que reviste, según traduce las apasionadas Heroidas de Ovidio, los elocuentes y sentenciosos exámetros de la Farsalia de Lucano, el bullicio anecdótico de Los Césares de Suetonio, la penetrante y cruda minuciosidad de los historiadores árabes, el simbolismo retórico de los poetas musulmanes, los heroicos versos de los juglares castellanos, el bíblico lirismo de San Isidoro o la honda emoción personal del arzobispo don Rodrigo, que a jirones rasgan la dura sequedad de las crónicas medievales.
Así, la prosa de la Crónica tiene el gran atractivo de ser un reflejo multicolor de las más elevadas corrientes de arte que se dejaban sentir en las diversas generaciones que convivieron y se sucedieron en la corte castellana, durante los dos reinados de Alfonso X y de Sancho IV.
Mas a pesar de esta múltiple influencia de los textos traducidos, la Crónica General ofrece una marcada originalidad, lo mismo como compilación histórica representativa de la más vasta cultura de la época, que como obra literaria en que el lenguaje está sometido a una elaboración artística. De diversos testimonios consta que, aunque Alfonso el Sabio no escribía enteramente por sí las obras que llevan su nombre, él dirigía a los redactores a quienes se las encomendaba y corregía lo que éstos hacían, cuidando muy especialmente de que los idiomas doctos, de donde se tomaban las materias diversas, no estropeasen la pureza del castella[p. 9]no, y de que la lengua, en general, fuese elegante. En el prólogo del Libro de la Esfera se dice que el rey «tolló las razones que entendió eran sovejanas et dobladas et que non eran en castellano drecho, et puso las otras que entendió que complían; et quanto al lenguaje endreçólo él por sise»[1].
El vocabulario y la construcción son, en efecto, muy castizos, y el lenguaje, en medio de su sencillez, posee una poderosa eficacia. El relato conserva todavía ciertas fórmulas de las narraciones populares, no hechas para la lectura, sino para la recitación en público, como aquellas en que los juglares se dirigían a sus oyentes. Así, la Crónica se dirige a menudo a su público: E sabet que... Ya oistes de suso... en esta manera que vos avemos contado... conviene que vos digamos... Igual práctica se observa en los primeros prosistas franceses, por ejemplo en Villehardouin.
La inhabilidad para el paso de la narración en verso de los juglares a la narración prosaria de la historia, se observa en la escasez de formas del período, manifestada, sobre todo, en la pobreza extrema de las conjunciones. Es de gran monotonía la larga serie de cláusulas, yuxtapuestas casi únicamente por medio de la simple conjunción copulativa e.
Presentamos a continuación dos muestras de la Crónica. La primera está escrita en el reinado de Alfonso X, y es principalmente un arreglo, o mejor, una traducción de Suetonio; la segunda está redactada en la corte de Sancho IV, y es una anécdota, probablemente tomada de la tradición oral. Se notará entre ambos trozos alguna[p. 10] considerable diferencia de lenguaje, a pesar de que el primero no representa el habla más antigua empleada en la parte de la Crónica compuesta bajo Alfonso X, ya que la lengua más arcaizante es la usada en los 100 primeros capítulos de la obra. Por ejemplo, la apócope de la vocal e final (siet, por «siete»; franc, por «franque», moderno «franco»; yl, por «y le»; cuemol, por «como le»), y a veces la de la o final (poc a poco, much a menudo, tod el pueblo), se practica en el primer trozo de la Crónica, siguiendo el uso predominante en el castellano durante el siglo XII y primera mitad del XIII; pero tal apócope es ya casi desconocida en el segundo trozo, usándose, por lo general, tan sólo en el caso del pronombre le cuando va tras las partículas que y no, o tras un verbo (quel, por «que le»; nol, por «no le»; díxol, por «díjole»). De este modo, en los escasos veinte años que dura la elaboración de la Crónica, observamos a ojos vistas una de las más importantes evoluciones del español literario: la pérdida de las terminaciones agudas en consonante, que le asemejaban antes al francés, y la preferencia marcada por las terminaciones llanas en vocal, que le asemejaban al italiano. Otras muchas diferencias podrían observarse; por ejemplo la preposición pora que se ve en el primer fragmento, tiene ya en el segundo la forma moderna para. Por éste y otros casos se manifiesta cómo la lengua literaria evolucionaba, sobre todo en cuanto a la estructura de las palabras, más activamente en este primer período de su desarrollo que durante todos los sucesivos.
172. Dell imperio de Nero, et luego de los fechos que contecieron en el primer año de su regnado.
Luego que Claudio fue muerto, fincó[2] Nero, su yerno, por emperador de Roma et de todo ell[3] imperio; e avíe dizeocho años quando començó a regnar, e regnó dizitres[4] años et ocho meses...
Este Nero[5] era mesurado de cuerpo, ni muy grand ni muy pequeño, pero avíelo todo lleno de manziellas[6] et de mal olor; avíe los cabellos castaños et la cara fremosa más que de buen donario; no avíe el viso claro, ni veíe bien de los ojos; la cerviz avíe delgada et el vientre colgado, et las piernas muy delgadas. Seyendo niño aprisiera[7] todas las siet artes: et desque se partió daquel estu[p. 12]dio, fue muy sotil en assacar de suyo cosas nuevas; assí que trobava muy de grado, et faziélo sin tod affán.[8] E fue de pintar muy maestro a maravilla et de fallar de nuevo[9] muchas estrañas pinturas.
Mostrósse por muy piadoso en el comienço del su imperio, diziendo que no regnava él por sí, mas por mandado de Claudio Augusto; et por ende no dava escusa ninguna de no seer franc et piadoso et compañón[10] a quiquier, ante lo era a todos. Los grandes pechos de que se agraviavan las tierras, todos los tollió et amenguó la mayor partida dellos. A todos los nobles senadores que eran venidos a pobreza, poníeles soldada señalada pora cad año porque pudiessen vevir onradamientre. Quando iudgavan alguno a muerte, yl dizién[11] que escriviesse el su nombre en la sentencia cuemo avíen costumbre de fazer los otros emperadores, dizíe: «¡Dios, quanto querría no saber letras ningunas!» E quando los senadores le dizién gracias por alguna cosa que les prometié, dizié él: «quando lo me[p. 13]reciere, me las daredes». Otrossí mando defender[12] por toda la cibdat que nol presentassen si no fruta et legumbres et estas cosas rafezes.[13]
E sabet que entre todas las otras cosas que ell emperador Nero aprisiera seyendo niño, aprisso ell arte de la música maravillosamientre; et de todas las cosas que los músicos provaron pora mantener las vozes et las aver más altas et más claras, numqua el dexó ninguna que las todas no prouasse et las no usasse cada dia;[14] ca muchas uezes tomava una grand tavla de plomo, et echávasse tendudo en tierra, et poníela sobre sus pechos, et suffríela allí muy grand pieça; e con sabor de cantar, alimpiava ell estómago más vezes et de más maneras que no conviníe; dexava de comer las maçanas et todos los otros manjares que empeecién a la voz.
Estava un dia cantando en el teatro, et tremió la tierra assoora,[15] et estremeciósse el teatro todo, de guisa que se espantaron todos quantos y estavan; mas tan grand sabor avíe el de cantar, que por todo el miedo non quedó fasta que ovo acabada su cantiga. E este desvergonçamiento de can[p. 14]tar en los teatros cuemo joglar fue él tomando poc a poco; ca luego en el comienço cantava encubiertamientre en los juegos que fazíe en su poridad con sus privados et con los joglares de su casa; e desí fuélo faziendo en los theatros ante las gentes; et vencié a todos los joglares de quantas maneras de joglería[16] ellos podien assacar.[17] E era omne que andava much a menudo en su carro por tal que lo catassen las gentes. E nol cumplie de usar destas artes del cantar en la cibdat de Roma tan solamientre, ante lo fazie muchas veces en los puertos de Achaya et en todas las cibdades o[18] avién en costumbre de trobar et cantar a porfía. Los maestros del canto et de los estrumentos avién establecido entre sí, por fazer plazer a Nero, del enviar todas las coronas et las cantigas de los que vencién et eran coronados por ende; et enviávangelas todavía;[19] e él recibielas tan de grado, que fazíe por ellas mucha onra a los mandaderos que gelas traíen, de guisa que les fazíe comer antéll, en logares que no estaua otro sino él et aquellos que eran muy sus privados.
Mientre él cantaba en el theatro, no era ninguno[p. 15] osado de se partir ende, ni ir a ningún logar por cosa[20] que mester le fuesse; e tanto durava i et tan affincadamientre lo fazíe, que alguno de los que estavan i veyéndolo, tan enojados eran de lo oir et de loallo con miedo, que por razón que estavan cerradas las puertas de los castiellos o de las villas, dexávanse despeñar a furto[21] por los adarves a dentro, et dellos[22] faziense muertos por tal que los levassen ende. E viniendo una vez de Grecia a Roma, entró en la cibdat en aquel carro mismo en que Octaviano Augusto venciera sus batallas,[23] et traienlo cavallos blancos, et él vistíe unos paños de pórpola lavrados a[24] estrellas doro, et traie en la cabeça una corona tal cuemo la dell ídolo de Júpi[p. 16]ter, e otra en la mano diestra cuemo la de Phyton,[25] et ivan antél grandes compañas de joglares cantando las cantigas et diziendo las fablas de que los él venciera, et contando los logares en que contesciera cada una cosa; e ivan de pos él muchas gentes faziendo muy grandes alegrías; e los cavalleros et los nobles omnes llamávanlo el su vencedor, et fazienle derramar açafrán por las carreras; et yendo él sobrello much a passo, fazienle sacrificios de muchas naturas. E fazie pintar todas sus imágenes a manera de joglar, tañiendo cítolas et otros estrumentos. Et por quel porfazó[26] dello un joglar una vez, firiólo muy mal.
E tan grand estudio poníe en guardar la voz, cuemo uos de suso dixiémos,[27] que por tal de la guardar, cuando avié de llamar algun cavallero, otri lo llamava por él, et lo quel avié a dezir, diziégelo muy quedo. E en el logar de los juegos numqua fazié ninguna cosa a menos de[28] seer í el[p. 17] maestro de las vozes quel castigasse cuemo fiziesse et que no quexasse mucho las venas.
A muchos prometíe su amor porque lo loavan mucho: a algunos prometiógelo cuemo por encubierta, porque lo no loavan tanto como él querie.
Luego de comienço fué glotón et de gran luxuria et muy cobdicioso, mas ívalo començando poc a poco et encubiertamientre, así que cuydavan los omnes que lo fazié con yerro de mancebía; mas desque lo fué usando, bien semejava que avie de natura todos aquellos malos vicios...
... E quando Nero oyó aquestas nuevas de cuemo las Españas eran alçadas et Galba con ellas, tóvosse por muerto, et desmayó tanto, que allí perdió toda esperança de bien, assí que yógo[29] por muerto una grand pieça sin fablar; et desque acordó,[30] rompió sus paños et firióse mucho en la cabeça, llamando: «¡Mesquino, ¿qué será de mí?»
E sabet que ante que Nero muriesse, vió algunas señales de su muerte, assí que soñó una noche que andava sobre mar governando una nave, et falleciól el governage,[31] et levávalo su mugier, que era ya muerta, a unas tiniebras much estrechas, et cubríesse todo de formigas aladas; e otrossí[p. 18] abriósse una uez un luziello[32] por si mismo, et salió ende una grand uoz que lo llamó por su nombre.
Estando Nero en Roma en esta cueyta, llegól mandado de cuemol desampararan todas las otras huestes que eran por las otras tierras. Et los mandaderos diéronle las cartas a la tabla o seíe[33] yantando; et con pesar que ovo, trastornó la mesa, et dos vasos que teníe muy preciados, quebrantólos. Et tomó yaquanto[34] de poçón et encerrólo en una buxeta.[35] Et envió algunos de sus afforrados,[36] daquellos en que se él mas fiava, a la cibdad de Ostia a guisar una nave en que fuxiesse. E desí cometió[37] en poridat a alguno de los tribunos et de los centuriones si queríen foyr con él. Et los unos nol queríen responder, et ivan su vía; los otros dizienle descubiertamientre que no queríen; de guisa que uno dixo a muy grandes vozes:[38] «¿Fasta quan[p. 19]do nos durará esta mesquindat que es peor que muerte?»
Començó a pensar Nero en muchas guisas por tal de no aver a obedecer a Galba, et asmó si saldríe al mercado de la cipdat, et que se parasse en medio de tod el común, et pidiesse mercet a todos quel perdonassen los males que fiziera fasta entonce; mas ovo miedo que si allá saliesse, ante que al mercado llegasse, seríe todo despeçado; et por ende dexó este cuidar fasta otro dia, et echósse a dormir. A la media noche despertó, et envió mandaderos por todas las casas de sus amigos, que los despertassen et les dixiessen que les rogava que viniessen fasta él. Et ni vinieron los amigos, ni tornaron los mandaderos. E quando el vió aquesto, levantósse, et tomósse[39] con muy pocos, et fué a todas las casas de sus amigos; et nol quiso abrir ninguno; et con grand cueyta tornósse pora su casa, et no falló í ninguno de todas sus guardas, ca fuxieran todos; ca assí cuemo él non se fiava en ninguno, otrossí ninguno non se fiava en él. E los en qui él más se fiava eran dos viles omnes; ell uno avié nombre Nimphidio, et ell otro Gemellio; et estos aborrecieran ya las sus crueldades, et por que veíen que matara muchos de sus amigos, tovieron que assí faríe a ellos; et por ende[p. 20] atoviéronse al consejo de los que lo queríen matar, et desamparáronlo.
E quando Nero se vió assí desamparado de todos, andó por sus palacios buscando alguno que lo matasse et no falló. Entonce dixo: «¿Ni é yo amigo, ni enemigo?» Et assí cuemo estava, descalço et en saya, fué corriendo quanto pudo por se echar en el rio de Tibre; mas desque llegó allá, repintiósse; et assí cuemo fué, assí se tornó apriessa, pensando de buscar algún logar ascondido en que assessegasse[40] so coraçón. E vistiósse otra vestidura sobre la saya, et cubrió la cabeça et puso un alquiná[41] ante la cara; et assí descalço como estava, cavalgó en su cavallo, et quatro compañones con él tan solamiente. Et desque llegó al logar o queríe ir, que es a una legua et a un migero de la villa, arrendó so cavallo en una espessura a unas çarças et a unos árvoles; et él fuesse a pie por un sendero que se desviava a una casiella que estava í escondida en muy fuerte logar et much esquivo.[42] Et tanto era el sendero áspero[43] de andar et lleno de çarças, que se ovo a despojar aquella vestidura[p. 21] que vistie et a echarla tenduda sobre los çarçales, porque estava descalço, et a andar sobrella de pies et de manos; et rompiósse toda la vestidura; et llegó él a aquella casiella a grand pena,[44] andando por cuevas e por peñas. E cuemo vinié cansado, echósse a dormir en un lecho muy pobreziello que í estava duna cócedra pequeña et cubierto dun paño viejo et roto.
Otro dia mañana, los que vinieran con él consejávanle que se fuesse et no suffriese tanto porfazo;[45] mas él tenie en coraçón de se matar, et mandó fazer allí ante sí una fuessa a medida de su cuerpo; et desque fué fecha, mandó traer agua con que lo bañassen et fuego con que lo quemassen. E estava Nero llorando et faziendo llanto de quantos males le contescíen, et dizíe: «¡Ay que sotil maestro se pierde oy en mí!» E él tardando en aquesto, vino de Roma un mandadero a aquel logar, quel dixo que todo el senado de Roma lo avíen dado por juizio por enemigo de los romanos, el[46] mandavan buscar pora matallo. E quando él oyó aquesto, fue much espantado, et dos cuchiellos que troxiera consigo, sacólos et començó a catar qual era más agudo; et desí tornólos en sus vainas diziendo que aun no era venida la ora de la su muerte. A las vezes castigava a aquellos sus compañeros que llorassen et fiziessen llanto por[p. 22] él; a las vezes quel dixiessen exiemplos dalgunos que se mataran, por tal de avivalle el coraçón que se pudiesse él matar; a oras denostava la su pereza.
E éll estando en esto, ívanse ya llegando a aquel logar los cavalleros que enviaran depós él los romanos que lo prisiessen et lo levassen vivo. E tanto que lo él sintió, sacó ell un cuchiello et metiósselo por el coraçón, con ayuda pero dell uno de los que í estavan, que primió el cuchiello. E en muriendo, tenie los ojos torvados[47] et tan feos que se espantavan quantos lo veíen. E desta guisa murió Nero ell emperador, seyendo en edat de treinta et dos años; acabósse en él et fue desfecha et destroída toda la compaña de César Augusto, de cuyo linage él descendíe.
Otro dia depués que el rey don Fernando fué a posar a Tablada,[48] mandó a los cavalleros de su mesnada que fuesen guardar los erveros.[49]
Garçi Pérez de Vargas, et otro cavallero que avíe a ir con ellos, detoviéronse en el real et non salieron tan aína commo los otros; et en yendo[50] en[p. 23] pos ellos, vieron ante sí, por ó avien a pasar en el camino, ssiete cavalleros de moros. Et dixo el cavallero a Garçi Pérez: «Tornémosnos; non somos más de dos.» Et Garçi Pérez dixo: «Non lo fagamos; mas vayamos por nuestro camino derecho, ca nos non atendrán.» Et el cavallero dixo que lo non quería fazer: ca lo tenía por locura si dos cavalleros, que ellos eran, fuesen cometer[51] de pasar por do estavan siete: et fuese aderredor del real, por non ser conosçido, fasta que fué en su posada.
El real do estava la tienda del rey era un poco en altura, et por o ellos ivan era llano; et el rey don Fernando óvolo a ojo, et los que con él estauan, et vió de commo se tornava el un cavallero et que fuera el otro en su cabo:[52] otrosí vió aquellos siete cavalleros de moros commo le estauan delante, teniéndol el camino por do él avie a pasar: et mandó quel fuesen acorrer. Don Llorenço Suárez que estaba í con el rey, que avíe visto a Garçi Pérez quando saliera del real, et conosçiól en las armas et sabíe que él era, dixo al rey: «Señor, déxenle, que aquel cavallero, que fincó en su cabo con aquellos moros, es Garçi Pérez de Bargas, et para tantos commo ellos son non a mester ayuda; et si los moros lo conosçieren en las ar[p. 24]mas, non lo osarán cometer, et sil cometieren, vos veredes oy las maravillas que él fará.»
Garçi Pérez tomó las armas quel traye su escudero, et mandól que se parase en pos él et que se non moviese a ninguna parte, sinon así commo él fuesse que así fuese él en pos[53] él. Et en alazando la capellina, cayósele la cofia en tierra, et non la vió; et endereçó por su camino derecho, et su escudero en pos él. Los moros connosçiéronle en las armas commo era Garçi Pérez, ca muchas vezes gelas vieran traer et bien las conosçién, et nol osaron cometer; mas fueron a par dél, de la una parte et de la otra, faziéndol cadamañas et sus abrochamientos[54] una grant pieça; et quando vieron que se non bolvíe a ninguna parte nin se queríe desviar por cosa que ellos feziesen, sinon que todavía iva por su camino derecho, tornáronsse et fuéronse a parar[55] en aquel logar ó se le cayó la cofia.
Quando Garçi Pérez se vió desenbargado de aquellos moros, dió las armas a su escudero; et quando desenlazó la capellina et non falló su cofia, preguntó al escudero por ella; et el escudero le dixo que non gela diera. Et desque fué cierto que se le avíe caido, tomó sus armas quel avíe ya[p. 25] dadas, et díxol que pasase en pos él et que toviese ojo por la cofia allí ó se le cayera. Et el escudero, quando vió que se queríe tornar por ella, díxol: «¡Commo, don García, por una cofia vos queredes tornar a tan grant peligro? et non tenedes que estades bien, quando tan sin daño vos partiestes de aquellos moros, sseyendo ellos siete cavalleros et vos uno solo, et queredes tornar a ellos por una cofia?» Et Garçi Pérez le dixo: «Non me fables en ello, ca bien veyes que non he cabeça para andar sin cofia»; et esto dezíe él porque era muy calvo, que non tenié cabellos de la meitad de la cabeça adelante; et tornóse para aquel logar do ante tomara las armas.
Don Llorenço Suárez quando lo vió tornar, dixo al rey: «¿Vedes commo torna a los moros Garçi Pérez, quando vió que los moros nol queríen cometer? agora va él cometer a ellos; agora veredes las maravillas que él fara, que vos yo dezía, sil osaren atender.»
Los moros quando vieron tornar a Garçi Pérez contra ellos, tovieron que se queríe conbater con ellos, et fuéronse ende acogiendo, que non se detovieron í más.
Quando Llorenço Suárez vió a los moros commo se acogién ante Garçi Pérez, que nol osaron atender, dixo al rey: «Sseñor, ¿vedes lo que vos yo dezía que nol osaríen atender aquellos siete cavalleros de moros a Garçi Pérez en su cabo?[56] Sa[p. 26]bet, señor, quel connosçieron; catadlos commo se van acogiendo antél, que nol osan atender. Yo so Llorenço Suárez,[57] que conosco bien los buenos cavalleros desta hueste quales son».
Garçi Pérez llegó a aquel logar do se le cayera la cofia et fallóla í, et mandó a su escudero desçender por ella: et tomóla et sacodióla et diógela; et púsosela en la cabeça, et fuese ende para do andavan los erveros.
Quando los que fueron guardar los erveros se tornaron para el real, preguntó don Llorenço Suárez a Garçi Pérez, ante el rey, quien fuera aquel cavallero que con él saliera del real. Et Garçi Pérez ovo ende grant enbargo, et pesól mucho porque don Llorenço Suárez gelo preguntara ante el rey, ca luego sopo que viera[58] el rey et don Llorenço Suárez lo que a él aquel día oviera contesçido; et él era tal omne et auíe tal manera que nol plazíe quando le retraíen[59] algun buen fecho que él feziese; pero con grant vergüença ovo a dezir que nol conosçíe nin sabíe quien fuera. Et don Llorenço[p. 27] Suárez ge lo preguntó después muchas vezes, quien fuera aquel cavallero, et siempre le dixo que nol conosçíe, et nunca dél lo podieron saber, pero que lo conosçía él muy bien et lo veíe cada dia en casa del rey: mas non queríe que el cavallero perdiese por él su buena fama que ante avíe, ante defendió al su escudero que por los ojos de la cabeça[60] non dixiese que lo conosçía; et el escudero así lo fizo, que nunca lo quiso dezir pero que gelo preguntaron después muchas vezes.
NOTAS
[1] Véase A. G. Solalinde, en la Revista de Filología Española, II, 1915, págs. 283-288.
[2] Fincar tenía en la Edad Media los significados varios que después asumió el verbo «quedar».
[3] La forma del artículo ell por el, usada más generalmente ante vocal, abunda mucho en todas las obras de Alfonso X.
[4] Dizitres por ‘trece’ (hoy en algunas regiones se usan «diez y dos», «diez y tres», o formas análogas); compárese el dizeocho precedente, para la reducción de diez a diz en posición proclítica.
[5] Aun en el siglo XVI era forma corriente Nero en vez de Nerón; aquélla deriva del nominativo latino, y ésta, del acusativo.
[6] Suetonio, Nero, 51, dice: «corpore maculoso et faetido, subflavo capillo»...
[7] El verbo aprender hacía su perfecto yo aprise, tu aprisiste, él apriso.
[8] Sin todo afán, ‘sin ningún trabajo’; en frases negativas se empleaban indefinidos positivos en vez de los negativos: «nin todos los del vando», ‘ni ninguno de los del bando’. Véase Mio Cid, pág. 37529.
[9] Fallar de nuevo, ‘idear, inventar’.
[10] Compañón, ‘compañero’ en un sentido adjetivo de ‘afable’. Suetonio, Nero, 10, «neque liberalitatis neque clementiae, ne comitatis quidem exhibendae ullam occasionem omisit».
[11] El imperfecto (y tiempos afines) terminaba alguna vez en ía (sobre todo la primera persona, véase unas líneas más abajo querría); pero en general terminaba en ie, con el acento ora en la i, ora en la e.
[12] Defender, ‘prohibir’.
[13] Rafez, ‘rahez’, ‘de poco valor’.
[14] El pronombre enclítico se podía separar del verbo a que se refiere, interponiéndose entre ambos otras partes de la oración. Hoy habría que poner el enclítico inmediato al verbo, ordenándo así: «que no las probase todas y no las usase». Véase Mio Cid, p. 40924.
[15] Assoora, ‘de súbito’; compárese igual sentido que tiene hoy «a deshora». Suetonio, 20, usa el adverbio «repente».
[16] Joglería, o juglaría, es el arte del juglar.
[17] Assacar, ‘inventar’.
[18] Las formas o y do se usaban indistintamente por onde, donde.
[19] Todavía, ‘siempre’, acepción primitiva, de la cual se pasó a la moderna de ‘aun’. Compárese el francés «toujours» que reúne los dos significados de ‘siempre’ y de ‘aun, en este momento’ (j’ai toujours ma migraine).
[20] Cosa se usaba mucho en expresiones indefinidas negativas, donde hoy se emplea «nada». «Non se podían los moros por cosa defender.» Fernán González, 195. El uso duraba en la época clásica: Garcilaso, en la Egloga II, escribe: «No t’aconsejo yo, ni digo cosa Para que devas tú por ella darme Respuesta tan azeda i tan odiosa», y Tirso, en Marta la Piadosa, II, «no te diré cosa ya». El uso subsiste en alguna expresión moderna, como «no vale cosa».
[21] A hurto, ‘a hurtadillas’, ‘escondidamente’.
[22] Dellos, genitivo partitivo ‘algunos de ellos’. Véase Mio Cid, pág. 33527.
[23] Los traductores que empleaba Alfonso el Sabio para sus obras, no siempre traducen exactamente, ni mucho menos. Aquí, por desconocimiento de las antigüedades romanas, traducen el «triumphare», neutro, como activo. Suetonio, Nero, 25, dice: «eo curru, quo Augustus olim triumphaverat, et in veste purpurea...»
[24] La preposición a indica el modo del adorno; así escribe don Juan Manuel «el paño era començado..., et díxol a qué figuras et a qué labores lo començaban de fazer». Véase Mio Cid, página 37739.
[25] Otro ejemplo de mala inteligencia del texto latino. Suetonio, Nero, 25, escribe: «coronamque capite gerens Olympiacam, dextra manu Pythiam, praeeunte pompa ceterarum cum titulis, ubi et quos quo cantionum quove fabularum argumento vicisset».
[26] Porfazar, ‘murmurar, censurar’. En otro pasaje, de la misma Crónica, se lee: «e daquí se levantó grand mormorio entre los romanos, que porfazavan de Cristo et echavan la culpa deste destruimiento a la cristiandat, que dizíen que les no iva assí mal en el tiempo que aoravan los ídolos».
[27] Otro ejemplo de interpolación de palabras entre el enclítico y el verbo: ‘como arriba os dijimos’.
[28] A menos de, ‘sin’, expresión usual aun en la época clásica. Suetonio, Nero, 25: «nisi astante phonasco, qui moneret parceret arteriis ac sudarium ad os applicaret».
[29] El verbo yazer hacía su perfecto, yo yógue, tu yoguiste, él yógo.
[30] Acordar, como recordar, significaba ‘despertar’.
[31] Governage, como gobernalle, ‘timón’; ‘le faltó el timón’.
[32] Este lucillo o sepulcro es el Mausoleo. Suetonio, Nero, 46 «De Mausoleo, sponte foribus patefactis, exaudita vox est nomine eum cientis».
[33] Seer, derivado de sedere, significaba ‘estar sentado’; la tabla o seíe ‘la mesa a que estaba sentado’.
[34] Yaquanto era un indefinido que significaba ‘algo’, esto es: ‘tomó un poco de veneno’.
[35] Buxeta ‘bujeta, cajita, pomo’; Suetonio, Nero. 48: «sumpto... veneno et in auream pyxiden condito».
[36] Suetonio: «praemissis libertorum fidissimis Ostiam ad classem praeparandam».
[37] Cometer, ‘proponer’; véase Mio Cid, pág. 5835.
[38] Las frases adverbiales a voces, a priessa, hoy tienden a petrificarse, pero antes admitían toda clase de adjetivos calificativos del sustantivo: a altas voces, a grant priessa, véase Mio Cid, pág. 37316.
[39] Los verbos sinónimos tomar, coger, prender, se usaban en forma reflexiva, con el significado de ‘irse’, y «prísose con sus omnes» significa ‘se reunió con su gente, se fué con ellos’. Hoy se conserva el mismo giro en la frase metafórica tomarse con uno, ‘reñir con uno’.
[40] Assessegar, hoy ‘asosegar’.
[41] Alquiná o alquinal, voz de origen árabe, que significa ‘toca, pañuelo’.
[42] Era frecuente, cuando un sustantivo llevaba dos adjetivos, que uno de éstos fuese antepuesto y otro pospuesto, «buena imaginación e fuerte» (véase Mio Cid, pág. 41525).
[43] Muy a menudo el adverbio de cantidad iba separado del adjetivo a que se refiere, interponiéndose entre ambos el verbo y otras voces: «mucho fué alegre», «tanto es limpia», véase Mio Cid, pág. 41826.
[44] A grand pena, ‘con gran trabajo’.
[46] El es la conjunción, unida al pronombre enclítico apocopado ‘y le’.
[47] No es ‘turbado’, sino ‘torvo, espantoso, airado’.
[48] San Fernando, para asegurar el asedio de Sevilla, se estableció en Tablada, rodeando su campamento de un gran foso.
[49] ‘Herberos’ o ‘forrajeadores’.
[50] El gerundio con en, formando una oración incidental temporal, era muy usado antiguamente.
[51] Cometer, significaba no sólo ‘acometer’, sino también ‘intentar’.
[52] En su cabo ‘por sí solo’, ‘solo’; se decía vevir en so cabo ‘vivir aparte o solo’; comp. unas líneas más abajo fincó en su cabo, ‘quedó solo’.
[53] Nótese en este ejemplo el uso extremamente inhábil y anfibológico del pronombre él; una vez se refiere al escudero y otra a Garci Pérez, produciéndose confusión al mismo tiempo que cacofonía. Comp., pág. 32, nota 67.
[54] Dos voces que me son desconocidas, y que sólo el contexto puede explicar.
[55] Pararse significa ‘ponerse, situarse’; «a la puerta se paravan», véase Mio Cid, pág. 78510.
[57] Yo so, etc., es un grito de satisfacción de don Lorenzo, semejante al grito de guerra que daba el señor para animar a los vasallos, afirmando su personalidad: «Yo so el rey de Castilla, que cobdicié este día», Poema de Alfonso XI, 1678; «Yo so Ruy Díaz, mio Çid el de Bivar», etc.
[58] Aunque el sujeto del verbo es doble, como va pospuesto, el verbo puede ir en singular: «dixo Raquel e Vidas», véase Mio Cid, pág. 36232.
[59] Retraer, ‘referir, contar’. «Por ont siempre sepades retraer e contar Quanto puede a omne la buena fe prestar», Berceo, San Millán, 199; «Fué por toda la tierra aína retrahido Que era el sant omne desti sieglo transsido», San Millán, 322.
[60] Por los ojos de la cabeça, como si dijese ‘por su vida’, ‘pena la vida’. Alude a la pena de ceguera que se usaba mucho en la antigua Edad Media, aunque ya no era corriente en la época de Alfonso X; era la pena inmediata, en gravedad, a la pena capital. También se decía «por los ojos de la cara», o «de la faz». Véase Mio Cid, pág. 77227.
[p. 28]
Don Juan, hijo del infante don Manuel, se nos presenta como continuador de las tradiciones literarias fomentadas por su tío Alfonso el Sabio. Don Juan empezó a escribir movido de la admiración que en él despertaban las obras de Alfonso; tanto, que su primera producción es un modesto resumen de la Crónica General de España, hecho hacia 1320. En el prólogo de este resumen pondera don Juan el estilo claro, elegante y, sobre todo, conciso, que el Rey Sabio empleaba: «Et púsolo todo complido e por muy apuestas razones e en las menos palabras que se podía poner.»
Procurando emular estas dotes del rey su tío, llegó don Juan a superar a su modelo. Con segura satisfacción del éxito logrado, escribía el autor, hacia 1330, esta crítica de su estilo propio: «Sabed que todas las razones son dichas por muy buenas palabras et por los mas fermosos latines que yo nunca oi decir en libro que fuese fecho en romance; et poniendo declaradamente complida la razón que quiere decir, pónelo en las menos palabras que pueden seer»[61].
[p. 29]
La sobriedad era su preocupación, según puede observarse en su obra maestra El libro de Patronio o el Conde Lucanor (primera parte, escrita entre 1328 y 1332). Este libro es una colección de cuentos tradicionales, así que varios de ellos se encuentran a la vez referidos en otros autores; y si comparamos los de don Juan con los del Arcipreste de Hita (que escribió unos diez años después), observamos un marcado contraste entre la juguetona y verbosa animación del Arcipreste y la mesurada compostura del estilo de don Juan Manuel. Atento éste principalmente a acumular en la frase trabazón lógica y fuerza didáctica, se detiene en desarrollar los sentimientos que pone en juego, se esmera en preparar las situaciones a que la narración conduce; pero, en cambio, mira con manifiesto desvío la ornamentación externa del relato. Tanto propende a no apartarse de la narración seguida, que, a pesar de su fin didáctico, ni siquiera se entretiene en intercalar un discurso sentencioso o una máxima; deja, por lo común, que la moralidad se desprenda del fluir de la acción, y sólo le da una forma aforística al final de cada cuento. No obstante, aunque siempre en forma fugaz, no descuida dar viveza al relato; véase, por ejemplo, la rápida pero feliz descripción de la bajada al subterráneo de don Illán, en el primer cuento que aquí se inserta.
En multitud de rasgos el lenguaje de don Juan Manuel se parece al de la segunda parte de la Crónica General; en ambos textos se ven los mismos defectos de la época arcaica, tales como la gran inhabilidad que revela el abuso del pronombre él (pág. 32, nota 67). Además, ni uno ni otro suelen emplear el diálogo; lo corriente es que el personaje principal hable en discurso directo, y el que contesta lo haga en forma indirecta, o sea en[p. 30] tercera persona. Pero, sin embargo, fácil es observar un gran progreso entre los dos autores. Don Juan construye el período en modos más variados que la Crónica, y a la ingenua viveza de ésta, sustituye una expresión más intencionada, que sabe lograr ya efectos muy variados, entre los que sobresale la ironía. En fin, por su mayor originalidad de composición, y por la serena y sencilla eficacia de su lenguaje, don Juan se nos muestra indisputablemente como un estilista muy superior[62].
Enxienplo xi.—Delo que contesçio a un deán de Santiago con Don Illán, el grand maestro de Toledo.
Otro dia fablava el conde Lucanor con Patronio, su consejero, et contaval su fazienda en esta guisa: «Patronio, un omne vino a me rogar[63] quel ayudasse en un fecho que avía mester mi ayuda, et prometióme que faría por mí todas las cosas que fuessen mi pro et mi onra, et yo començel a ayudar quanto pude en aquel fecho; et ante que el[p. 31] pleito fuesse acabado, teniendo[64] él ya que su pleito era librado, acaesçió una cosa en que cunplía que la fiziesse por mí et él púsome escusa; et después acaesçió otra cosa que pudiera fazer por mí et púsome escusa commo a la otra; et esto me fizo en todo lo quel rogué que fiziesse por mí. Et aquel fecho por que él me rogo non es aun librado, nin se librará si yo non quisiere; et por la fiuza que yo he en vos et en el vuestro entendimiento, ruégovos que me consejedes lo que faga en esto.»
«Señor conde», dixo Patronio, «para que vos fagades en esto lo que devedes, mucho querría que sopiésedes[65] lo que contesçió a un deán de Santiago con Don Illán, el grand maestro que morava en Toledo».
Et el conde le preguntó commo fuera aquello.
«Señor conde», dixo Patronio, «en Santiago avía un deán que avía muy grant talante de saber el arte dela nigromançía, et oyó dezir que don Illán de Toledo sabía ende más que ninguno que fuesse en aquella sazón et por ende vínose para Toledo para aprender de aquella sçiencia».
«Et el dia que llegó a Toledo endereçó luego a[p. 32] casa de Don Illán et fallólo que estava leyendo en una cámara muy apartada. Et luego que llegó a él, recibiólo muy bien, et díxol que non quería quel dixiesse ninguna cosa de lo por que venía fasta que oviese comido. Et pensó[66] muy bien dél et fizol dar muy buenas posadas et todo lo que ovo mester, et diól a entender quel plazía mucho con su venida».
«Et después que ovieron comido, apartósse con él[67] et contól la razón por que allí viniera, et rogól muy affincadamente quel mostrasse aquella sçiençia que él auia muy grant talante de la aprender. Et Don Illán díxol que él era deán et omne de grant guisa[68] et que podría llegar a grant estado, et los omnes que grant estado tienen, de que todo lo suyo an librado a su voluntad, olbidan mucho aína lo que otre a fecho por ellos; et él que se reçelava que de que él[67] oviesse apprendido dél aquello que él quería saber, que[69] non le faría tanto bien commo él le prometía. Et el deán le prometió et le asseguró que qualquier bien que él oviesse que nunca[p. 33] faría sinon lo que él mandasse; et en estas fablas estudieron desque ovieron yantado fasta que fué ora de çena. Et de que su pleito fue bien assossegado[70] entre ellos, díxo Don Illán al deán que aquella sciençia non se podía aprender sinon en lugar mucho apartado, et que luego essa noche le queria amostrar do avían de estar, fasta que oviesse apprendido aquello que él quería saber. Et tomól por la mano et levól a una cámara; et en apartándose de la otra gente, llamó a una mançeba de su casa et díxol que toviesse perdizes para que çenassen aquella noche, mas que non las pusiessen a assar fasta que él gelo mandasse.»
«Et desque esto ovo dicho, llamó al deán, et entraron entramos por una escalera de piedra muy bien labrada, et fueron descendiendo por ella muy gran pieça, en guisa que paresçia que estavan tan vaxos que passava el rio de Tajo por çima dellos. Et desque fueron en cabo del escalera, fallaron una possada muy buena, et una cámara mucho apuesta que y avia, ó estavan los libros et el estudio en que avía de leer.»
«De que se assentaron, estavan parando mientes en quales libros avian de començar; et estando ellos en esto, entraron dos omnes por la puerta, et diéronle[71] una carta quel enviava el arçobispo su[p. 34] tio, en quel fazía saber que estava muy mal doliente, et quel enviava rogar que sil quería veer vivo, que se fuesse luego para él. Al deán pesó mucho con estas nuebas, lo uno por la dolençia de su tio, et lo al por que reçeló que avía de dexar su estudio que avía començado. Pero puso en su coraçon[72] de non dexar aquel estudio tan aína, et fizo sos cartas de repuesta et enviólas al arçobispo su tio.»
«Et dende a tres o quatro dias llegaron otros omnes a pie que traían otras cartas al deán, en quel fazían saber que el arçobispo era finado,[73] et que estavan todos los de la eglesia en su eslección, et que fiavan por la merçed de Dios que eslerían[74] a él. Et por esta razon que non se quexasse de ir a la eglesia, ca mejor era para él en quel esleyessen seyendo en otra parte que non estando en la eglesia.»
«Et dende a cabo de siete o de ocho dias, vinieron dos escuderos muy bien vestidos et muy bien aparejados, et quando llegaron a él, vesáronle la mano et mostráronle las cartas en commo le avían[p. 35] esleido por arçobispo. Et quando Don Illán esto oyó, fue al electo et díxol commo gradesçía mucho a Dios por que estas buenas nuevas le llegaran a su casa; et pues Dios tanto bien le fiziera, quel pedía por merçed que el deanasgo, que fincava vagado,[75] que lo diesse a un su fijo. Et el electo díxol quel rogava quel quisiesse consentir que aquel deanadgo que lo oviesse un su hermano, mas que él le faría bien en la iglesia en guisa que él fuesse pagado, et quel rogava que fuesse con él para Santiago et que levasse con él aquel su fijo. Et Don Illán díxo que lo faría.»
«Et fuéronse para Santiago; et quando í llegaron, fueron muy bien reçebidos et mucho onradamente. Et desque moraron í un tienpo, un día llegaron al arçobispo mandaderos del papa con sos cartas en cómmol dava el obispado de Tolosa et quel fazía graçia que pudiesse dar el arçobispado a qui quisiesse. Quando Don Illán oyó esto, retrayéndol[76] mucho affincadamente lo que con él avía passado,[77] pidiól merçed que lo diesse a su fijo. Et[p. 36] el arçobispo le rogó que consentiesse que lo oviesse un su tio, hermano de su padre. Et Don Illán díxo que bien entendíe quel fazía grand tuerto, pero que esto que lo consintía en tal[78] que fuesse seguro que gelo emendaría adelante. Et el arçobispo le prometió en toda guisa que lo faría assí, et rogól que fuesse con él a Tolosa et que levasse su fijo.»
«Et desque llegaron a Tolosa, fueron muy bien reçebidos de condes et de quantos omnes buenos avía en la tierra. Et desque ovieron í morado fasta dos años, llegáronle mandaderos del papa con sos cartas en commo le fazía el papa cardenal, et quel fazía graçia que diesse el obispado de Tolosa a qui quisiesse. Entonçe fué a él Don Illán et díxol que pues tantas vezes le avía fallesçido[79] de lo que con él pusiera, que ya aquí non avía logar del poner escusa ninguna que non diesse alguna de aquellas dignidades a su fijo. Et el cardenal rogól que consentiese que oviesse aquel obispado un su tio hermano de su madre, que era omne bueno ançiano, mas que, pues él cardenal era, que se fuese con él para la corte que asaz avía en que le fazer bien. Et Don Illán quexósse ende mucho, pero[p. 37] consintió en lo que el cardenal quiso, et fuesse con él para la corte.»
«Et desque í llegaron, fueron muy bien reçebidos de los cardenales et de quantos en la corte eran, et moraron y muy grand tienpo. Et Don Illán affincando cada dia al cardenal quel fiziesse alguna graçia a su fijo, et él poníal sos escusas. Et estando assí en la corte, finó el papa; et todos los cardenales esleyeron aquel cardenal por papa. Estonçe fué a él Don Illán et díxol que ya non podía poner escusa de non conplir lo quel avía prometido. Et el papa le dixo que non lo affincasse tanto, que sienpre avría lugar en quel fiziesse merçed, segund fuesse razón. Et Don Illán se començó a quexar mucho retrayéndol quantas cossas le prometiera[80] et que nunca le avía conplido ninguna, et diziéndol que aquello reçelara él la primera vegada que con él fablara. Et pues aquel estado era llegado et nol cunplia lo quel prometiera, que ya non le fincava logar en que atendiesse dél bien ninguno. Deste affincamiento se quexó mucho el papa et començól a maltraer, diziendol que si más le affincasse, quel faría echar en una cárçel, que era ereje et encantador, et que bien sabía él que non avía otra vida nin otro offiçio en Toledo, do él morava, sinon bivir por aquella arte de nigromançía. Et desque Don Illán vió quanto mal le gualardonava el papa lo que por él avía fecho, espidióse[p. 38] dél; et solamente[81] nol quiso dar el papa qué comiese por el camino.»
«Estonçe don Illán dixo al papa que pues al non tenía de comer, que se avría de tornar a las perdizes que mandara assar aquella noche. Et llamó ala muger et díxol que assasse las perdizes. Et quando esto díxo don Illán, fallósse el papa en Toledo deán de Santiago, commo lo era quando í bino; et tan grand fué la verguença que ovo que non sopo quel dezir. Et don Illán díxol que fuesse en buena ventura, et que assaz avía provado lo que tenía en él, et que ternía por muy mal enpleado si comiesse su parte de las perdizes.»
«Et vos, señor conde Lucanor, pues veedes que tanto fazedes por aquel omne que vos demanda ayuda, et non vos da ende mejores graçias, tengo que non avedes por qué trabajar nin aventurarvos mucho por llegarlo[82] a logar que vos dé tal galardón commo el deán dió a don Illán.»
El conde tovo esto por buen consejo, et fízolo assí, et fallósse ende bien. Et por que entendió don Johan que era este muy buen exienplo, fízolo poner en este libro, et fizo estos viessos que dizen assí:
Al que mucho ayudares et non te lo conosçiere,[83]
menos ayuda abrás desqu’en grand onra subiere.
Otra vez fablava el conde Lucanor con Patronio, et díxole: «Patronio, un mio criado me díxo quel traían cassamiento con una muger muy rica, et aun que es más onrada que él et que es el casamiento muy bueno para él, sinon por un enbargo que í ha; et el enbargo es éste: díxome quel dixeran que aquella muger que era la más fuerte et la más brava cosa del mundo. Et agora ruégovos que me consejedes si le mandaré que case con aquella muger, pues sabe de qual manera es, o sil mandaré que lo non faga.»
«Señor conde Lucanor», dixo Patronio, «si él fuer tal commo fué un fijo de un omne bueno que era moro, consejalde que case con ella; mas si non fuere tal, non gelo consejedes.» Et el conde le rogó quel dixiesse commo fuera aquello.
Patronio le dixo que en una villa avía un omne bueno que avía un fijo el mejor mançebo que podía ser, mas non era tan rico que pudiesse conplir tantos fechos et tan grandes commo el su coraçón le dava a entender que devía conplir; et por esto era él en grand cuydado, ca avía la buena voluntat et non avía el poder.
Et en aquella villa misma avía otro omne muy más onrado et más rico que su padre, et avía una[p. 40] fija et non más, et era muy contraria de aquel mançebo, ca quanto aquel mançebo avía de buenas maneras, tanto las avía aquella fija del omne bueno de malas et revesadas; et por ende omne del mundo non quería casar con aquel diablo.
Et aquel tan buen mançebo vino un dia a su padre et díxole que bien sabía que él non era tan rico que pudiesse darle con qué él pudiesse bevir a su onra, et que pues le convinía a fazer vida menguada et lazdrada o irse daquella tierra, que si él por bien tobiesse, quel parescía mejor seso de catar algun casamiento con que pudiesse aver alguna passada.[84] Et el padre le dixo quel plazía ende mucho si pudiesse fallar para él casamiento que le cunpliesse. Et entonçe le dixo el fijo que si él quisiesse, que podría guisar que aquel omne bueno, que avía aquella fija, que gela diesse para él. Et quando el padre esto oyó, fué muy maravillado et díxol que commo cuidava en tal cosa, que non avía omne que la conosçiesse que, por pobre que fuesse, quisiesse casar con ella. Et el fijo le dixo quel pidía por merçed quel guisasse aquel casamiento; et tanto lo afincó que commo quier que el padre lo tovo por estraño, que gelo otorgó. Et fuesse luego para aquel omne bueno, et amos[p. 41] eran mucho amigos, et díxol todo lo que passara con su fijo, et rogól que pues su fijo se atrevía a casar con su fija, quel plogiesse et gela diesse para él. Quando el omne bueno esto oyó a aquel su amigo, díxole: «Par Dios, amigo, si yo tal cosa fiziesse, seer vos ía muy falso amigo, ca vos avedes muy buen fijo, et ternía que fazía muy grand maldat si yo consintiesse su mal nin su muerte; casó çierto que si con mi fija casase, que sería muerto o le valdría mas la muerte que la vida. Et non entendades que vos digo esto por non conplir vuestro talante, ca si la quisiérdes, a mí mucho me plaze de la dar a vuestro fijo o a quien quier que me la saque de casa.» Et aquel su amigo le díxo quel gradesçía mucho quanto le dizía, et que pues su fijo quería aquel casamiento, quel rogava que le pluguiesse.
Et el casamiento se fizo, et levaron la novia a casa de su marido. Et los moros an por costunbre que adovan de cenar a los novios et pónenles la mesa et déxanlos en su casa, fasta otro día; et fiziéronlo aquellos assí; pero estavan los padres et las madres et los parientes del novio et dela novia con grand reçelo, cuidando que otro día fallarían el novio muerto o muy mal trecho.
Luego que ellos fincaron solos en casa, assentaronse a la mesa; et ante que ella ubiasse a dezir cosa, cató el novio enderredor de la mesa, et vió un perro, et díxol yaquanto bravamente: «Perro, danos agua a las manos»; et el perro non lo fizo; et encomençósse a ensañar, et díxol más brava[p. 42]mente que les diesse agua a las manos; et el perro non lo fizo. Et desque vió[85] que lo non fazía, levantóse muy sañudo de la mesa, et metió mano a la espada et endereçó al perro; et quando el perro lo vió venir contra sí, començó a foir, et él en pos dél saltando amos por la ropa et por la mesa et por el fuego, et tanto andudo en pos dél fasta que lo alcanzó et cortól la cabeça et las piernas et los braços et fízolo todo pedaços, et ensangrentó toda la casa et toda la mesa et la ropa.
Et assí muy sañudo et todo ensangrentado, tornóse a sentar a la mesa, et cató enderredor, et vió un gato, et díxol quel diesse agua a manos; et por que non lo fizo díxole: «¿Commo, don falso, traydor, non vistes lo que fiz al perro por que non quiso fazer lo quel mandé?; yo prometo a Dios que si poco nin más porfías, que esso mismo[86] faré a ti que al perro.» Et el gato non lo fizo, ca tan poco es su costunbre de dar agua a manos commo del perro; et por que non lo fizo, levantóse, et tomól por las piernas et dió con él a la pared, et fizo dél mas de çient pedaços, et mostrando muy mayor saña que contra el perro.
Et assí, bravo et sañudo et faziendo muy malos[p. 43] contenentes[87] tornóse a la mesa et cató a todas partes; et la muger quel vió esto fazer, tovo que estava loco o fuera de seso et non dezía nada. Et desque ovo catado a cada parte, vió un su cavallo que estava en casa[88] (et él non avia más de aquel) et díxol muy bravamente que les diesse agua a las manos; et el cavallo non lo fizo. Desque vió que lo non fizo, díxol: «¡Cómmo, don cavallo! ¿cuydades que por que non he otro cavallo, que por esso vos dexaré si non fizierdes lo que yo vos mandare? Yo juro a Dios que tan mala muerte vos dé commo a los otros; et non ha cosa viva en el mundo que non faga lo que yo mandare, que esso mismo non le faga». Et el cavallo estudo quedo; et desque vió que non fazía su mandado, fué a él et cortól la cabeça, et con la mayor saña que podría mostrar, despedaçólo todo.
Et quando la muger vió que matava el cavallo non aviendo otro, et que dizía que esto faría a quien quier que su mandado non cunpliesse, tovo que esto non se fazía ya por juego et ovo tan grand[p. 44] miedo que non sabía si era muerta o biva. Et él assi bravo et sañudo et ensangrentado, tornóse a la mesa, jurando que si mil cavallos et omnes et mugeres oviesse en casa quel saliessen de mandado, que todos serían muertos. Et asentósse, et cató a cada parte teniendo la espada sangrentada en el regaço; et desque cató a una parte et a otra et non vió cosa viva, bolvió los ojos contra su muger muy bravamente et díxol con grand saña, teniendo la espada en la mano: «Levantad vos et dat me agua a las manos.» Et la muger que non esperava otra cosa sinon quela despedaçaría toda, levantóse muy apriessa et diól agua a las manos; et díxole él: «¡Cómmo gradesco a Dios por que feziestes lo que vos mandé, ca de otra guisa, por el pesar que estos locos me fizieron, esso oviera fecho[89] a vos que a ellos!» Et despues mandól quel diesse de comer, et ella fízolo; et cada que él dezía alguna cosa, tan bravamente gelo dizía et en tal son, que ella ya cuidava que la cabeça era ida del polvo.
Et assi pasó el fecho entrellos aquella noche, que nunca ella fabló, mas fazía lo que él mandava. Et desque ovieron dormido una pieça, díxo él: «Con esta saña que ove esta noche, non pude bien dormir: catad que non me despierte cras ninguno et tened me bien adobado de comer.»
Et quando fue grand mañana,[90] los padres et las[p. 45] madres et los parientes llegáronse a la puerta, et por que non fablava ninguno, cuidaron que el novio estava muerto o ferido, et desque vieron por entre las puertas a la novia et non al novio cuidáronlo más. Et quando ella los vió a la puerta, llegó muy passo et con grand miedo et començóles a dezir: «Locos, traidores ¿qué fazedes e commo osades llegar a la puerta nin fablar?; callad, si non todos, tan bien vosotros commo yo, todos somos muertos.» Et quando todos esto oyeron, fueron muy maravillados, et desque sopieron commo passaron en uno, presçiaron mucho el mançebo que assí sopiera fazer lo quel cunplía, et castigar[91] tan bien su casa. Et daquel dia adelante fue aquella su muger muy bien mandada et obieron muy buena vida.
Et dende apocos dias su suegro quiso fazer assí commo fiziera su yerno, et por aquella manera mató un gallo et díxole su muger: «A la fe don fulán, tarde vos acordastes, ca ya non vos valdría nada si matassedes çient cavallos, que ante lo ovierades a començar, ca ya bien nos conosçemos.»
«Et vos, señor conde, si aquel vuestro criado quiere casar con tal muger, si fuere él tal commo aquel mançebo, consejalde que case seguramente, ca él sabrá como passe en su casa; mas si non fuere tal que entienda lo que deve fazer et lo quel[p. 46] cunple, dexadle que passe su ventura. Et aun conséjovos que con todos los omnes que ovierdes a fazer, que sienpre les dedes a entender en qual manera an de passar conbusco.»
Et el conde obo éste por buen consejo, et fízolo assí, et fallóse dello bien. Et por que Don Johan lo tovo por buen enxienplo, fízolo escrivir en este libro, et fizo estos viessos que dizen assí:
Si al comienço non muestras qui eres,
nunca podrás después quando quisieres.
NOTAS
[61] Libro de los Estados 90º (pág. 335b de la Biblioteca de Autores Españoles, tomo LI). Los «fermosos latines», de que se alaba don Juan Manuel, no son «latinismos», como pudiera creerse, pues su lenguaje no es nada propenso al cultismo; la frase tiene un sentido más vago, quiere decir simplemente «expresiones elegantes».
[62] Para el lenguaje de don Juan Manuel, pueden verse: F. Dönne, Syntaktische Bemerkungen zu Don Juan Manuels Schriften, Jena, 1891, y S. Gräfenberg, Don Juan Manuel, El Libro del Cavallero et del Escudero, en Romanische Forschungen, VII, 1893, p. 523-549.
[63] Los pronombres enclíticos del infinitivo dependiente por medio de preposición, podían ir o con el verbo regente: tornólas a catar, o entre la preposición y el infinitivo, como se ve en el texto.
[64] Tener significa ‘pensar’, como en frases modernas: «tengo para mí que...»
[65] Debiera estar escrito sopiessedes; seguimos la ortografía del principal de los manuscritos conservados de las obras de Don Juan. Está escrito entre los siglos XIV y XV, y refleja la gran vacilación en el uso de la s y la ss que existía en muchas regiones de España. La imprenta vendrá a regularizar estas vacilaciones, y a seguir una ortografía más precisa, semejante a la de Alfonso el Sabio.
[66] Pensar de uno significaba ‘cuidar de él’; «e pensó dél», traduciendo el latín ‘et curam ejus egit’, Mio Cid, p. 79319. Análogo es el sentido del verbo en «pensar el caballo, pensar bien sus canes», etc., de donde se deriva el sustantivo pienso.
[67] Adviértase continuamente la ambigüedad en el uso del pronombre él, que notamos. Comp., pág. 24, nota 53; 33, nota 71; 41, nota 85.
[68] Guisa significaba, en general, ‘manera’, y aquí significa ‘manera de ser’ o ‘condición’. Se decía también «omne de alta guisa», por hombre de elevada posición social.
[69] Esta repetición de la conjunción que, fué corriente aun en él período clásico.
[70] Assossegar, ‘asentar, pactar’. El significado más corriente del verbo era ya entonces el moderno de ‘sosegar, calmar, pacificar’.
[71] Igual ambigüedad que respecto de él, puede notarse en el uso de la forma enclítica del pronombre.
[72] Poner significaba ‘convenir, concertar’, y poner en su coraçón significa literalmente ‘convenir consigo mismo’, es decir, ‘resolver, decidir’.
[73] Hasta el siglo XVII, el auxiliar usado con el participio de los verbos neutros o reflexivos, era ser en lugar de aver, así se decía «fué nacido, son llegados, ya eran idos, es levantado», junto a «lo avien fecho», etc. Véase Mio Cid, pág. 35913.
[74] También se decía esleirían. Es el verbo esleir forma popular, en vez de la moderna y culta elegir; se conjugaba como el moderno desleir, o con variantes propias de estos verbos con hiato.
[75] Esta forma vagar, que es la popular, fué sustituída por la culta vacar.
[76] Retraer, además de ‘referir, contar’, significaba ‘recordar, echar en cara’.
[77] Lo que con él avía passado, ‘lo que había tratado con él’, aludiendo a la promesa primera que el deán había hecho. En Cervantes hallamos: «entre los tres passaron un graciosissimo coloquio», Quijote, II, 2; ¿«qué coloquios pasó contigo»? I, 31, y después: «de lo que el cura y el barbero passaron con don Quixote cerca de su enfermedad», II, 1; siendo este último uso del verbo, igual al de don Juan Manuel, mal comprendido generalmente.
[78] En tal por ‘con tal’; así dicen todos los manuscritos de la obra.
[79] Esto es: ‘tantas veces le había faltado en lo que con él conviniera’. Comp. «que falleçríe en aquello que pussiera con ellos, e amenguaríe mucho de su prez e de su onrra», Crónica General, pág. 38 a, 9, y «nada non me compliste... ¿por qué me falesçiste», Fernán González, 545 d.
[80] ‘Le había prometido’; la forma verbal en ra conservó por mucho tiempo su valor etimológico de pluscuamperfecto.
[81] Solamente non ‘ni siquiera’. Usábase con igual sentido sol non: «sol non será pensado», Mio Cid, pág. 3928.
[82] Llegar por ‘hacer llegar, conducir’; «la merced que Dios le avía hecho en le llegar a tal estado», véase Mio Cid, pág. 7314; usual aun en el período clásico: «si Dios me llega a tener algo que de gouierno». Quijote, II, 5.
[83] Conoscer, como reconocer, significaba ‘agradecer’. De aquí el derivado más usual, desconocido, ‘desagradecido’.
[84] Passada es la ‘manera de vivir’; decimos hoy «un pasar». Así, Fr. Luis de Granada dice: «No pedimos superfluidades ni demasías, sino pan necessario y para de presente, y como una passada, pues no somos nacidos para perpetuarnos acá.»
[85] Nótese en todo este párrafo cómo, aunque se intercala varias veces un sujeto incidental (el perro), no se renueva después la mención del sujeto principal (el novio). Esta concisión sería hoy mirada como defectuosa.
[86] Esso mismo, o simplemente esso, significaba ‘lo mismo’, ‘igual’. Usábase aun en el período clásico: «como yo esté harto, esso me haze que sea de çanahorias que de perdizes», Quijote, II, 55; y «esso estima los palos que las vozes», Lope de Vega.
[87] Contenente, ‘gesto, ademán’. Hoy continente, significa más bien ‘compostura, aire del semblante o del cuerpo’.
[88] Había costumbre de albergar los caballos en la misma cámara donde las personas. La Crónica General nos dice en su capítulo 791: «et porque a aquella sazón era la guerra con los moros tan grand et tan cutiana, assí los cavalleros et los condes et aun los reis mismos paravan sus caballos dentro de sus palacios et aun, segund cuenta la estoria, dentro en sus cámaras o durmíen con sus mugieres, porque luego que oyessen ferir apellido, toviessen prestos sus cavallos et sus armas». Esta explicación, buscada en la guerra con los moros, es caprichosa; en otros países de Europa se conocía la misma costumbre.
[90] Grand mañana, ‘muy de mañana’ o simplemente ‘de mañana’. «Andidieron de noche, bien fasta los albores; Grant mañana por miedo de algunos pastores, Metiéronse en una cueva los traidores», Berceo, Santo Domingo, 434. Comp. fr. «de grand matin».
[91] Castigar, significaba simplemente ‘advertir’, ‘amonestar’ ‘ordenar’.
[p. 47]
Alfonso Martínez de Toledo escribió una historia de España que tituló Atalaya de Crónicas, y unas Vidas de San Isidoro y de San Ildefonso; la obra por la que fué y es más conocido es el libro que, según las ediciones antiguas, «tracta de vicios y virtudes, e reprobacion del loco amor, ansi de los hombres como de las mugeres, o segund algunos llamado Corbacho». Este nombre se le dió tomándolo de la sátira de Boccaccio contra las mujeres, pero Alfonso Martínez quiso que su libro quedase sin título alguno: «sin bautismo, sea por nombre llamado Arcipreste de Talavera donde quier que fuere levado». Lo acabó el año de 1438.
Este libro es importante en la historia de la prosa castellana por dos razones: representa de un modo especial una manera de estilo elegante que dominó en el siglo XV, y nos ofrece, por primera vez que sepamos, el habla popular tratada bajo una forma artística en prosa. En uno y otro aspecto ejerció marcada influencia; baste decir que en uno y otro, el autor de La Celestina es tributario conocido del Arcipreste de Talavera.
Dominaba entonces en el estilo trabajado una fuerte corriente de latinismo, la cual iba a menu[p. 48]do mezclada con italianismo, ya que desde el siglo anterior, autores italianos, como Boccaccio, por ejemplo, deslumbraban a nuestros escritores con una extraña elegancia de hipérbaton y léxico latinizantes. Este exotismo, que revestía formas muy crudas y exageradas, aparece templado en el Arcipreste de Talavera. El hipérbaton llega, es verdad, a casos extremos, como, por ejemplo, el de la separación del sustantivo y del adjetivo: «face la vista perder, e mengua el olor de las narices natural... el gusto de la boca pierde...; pues las potencias del ánima tres todas son turbadas»; pero esto es raro en nuestro autor. El rasgo que más abunda en él es la colocación del verbo al final de la frase: «non es muger que de sí muy avara non sea en dar, cavilosa en la mano alargar, temerosa en mucho emprestar, abondosa en cualquier cosa tomar, generosa en lo ageno dar...» También el cultismo propagaba el uso de varios participios de presente: «su conosciente o amigo»; «otros mançebos aun hoy bivientes.» Además, hay que señalar el latinismo, y el extranjerismo en general, como copiosa fuente de renovación del vocabulario; así el Arcipreste usa sustancia por ‘hacienda, bienes’, estudiarse por ‘esforzarse’, superbioso por ‘soberbio, soberbioso’, acumulando a veces estos neologismos: «el vasallo contra el señor, e el servidor contra su maestro, el súbdito contra su subyugante.»
A menudo en esta época se buscaba también la elegancia mediante un amplio desarrollo del concepto; el giro espacioso de la frase tendía a dar cierta majestad solemne a la expresión; la insistencia en la idea procuraba una mayor viveza y eficacia de la imagen: «La Pobreza alçó sus ojos en alto, e començó de mirar la pompa e loçanía e locura e vanagloria, la jactancia e orgullo que la[p. 49] Fortuna consigo traía... Pues tú dizes que fazes e desfazes, viedas e mandas, ordenas e dispones todas las cosas del mundo, e que son a tu govierno e mando las baxas e aun las altas.» Véase la reiteración de un pensamiento que va a parar a una cita del Arcipreste de Hita: «¿Quien es tan loco e fuera de seso que quiere su poderío dar a otro, e su libertad someter a quien non deve, e querer ser siervo de una muger que alcança muy corto juizio, e demás, atarse de pies e de manos en manera que non es de sí mesmo, contra el dicho del sabio que dize: Quien pudiere ser suyo non sea enagenado, que libertad e franqueza non es por oro comprada?, e exemplo antiguo es, el qual puso el Arçipreste de Hita en su tractado.»
La abundancia, que seduce al Arcipreste de Talavera, degenera a menudo en verbosidad, aun en los trozos doctrinales del libro: «¡Ay del triste desventurado, que por querer seguir el apetito de su voluntad que brevemente pasa, quiere perder aquella gloria perdurable de paraíso que para siempre durará! ¡Si el triste del ombre o muger sintiese drechamente qué cosa es perdurable, o para siempre jamas, o por infinita secula seculorum aver en el otro mundo gloria o pena!» Esta verbosidad cuadra bien cuando se aplica a reflejar el lenguaje del pueblo, según se verá en los trozos que publicamos.
Otra manera de elegancia fué la similicadencia, moda que todavía hallamos en vigor durante el siglo XVI, por ejemplo, en Fray Antonio de Guevara. El Arcipreste de Talavera nos la ofrece, sobre todo, en los párrafos de afectada viveza: «Plégale a Nuestro Señor... que así velemos e nos aperçibamos, e del enemigo Satanás nos guardemos, e de los viçios nos corrijamos, e de los pecados en bien nos enmendemos.» Muy común[p. 50]mente se llega a la prosa rimada, como se ve en el ejemplo de posposición del verbo, que ponemos arriba. Y es notable que estas rimas abunden en la charla vulgar, según puede verse en los trozos aquí insertos, mostrándonos un curioso giro de la locuacidad vehemente, hoy enteramente desusado.
Otro ejercicio del ingenio popular, antes más desarrollado que hoy día, era el uso abundante de los refranes, y el Arcipreste de Talavera no dejó de emplearlos para caracterizar el habla callejera, siendo en este particular un inspirador directo del autor de la Celestina e indirecto del Quijote, como nota muy bien Menéndez Pelayo[92]. Pero este crítico atribuye a nuestro Arcipreste el mérito de haber adivinado el ritmo del diálogo, a lo cual no podemos asentir. El Arcipreste compone, sí, admirables discursos familiares, pero el diálogo no alcanza en él más desarrollo que en el Lucanor, por ejemplo. Para ver roto el estrecho molde medieval de la mera sucesión de discursos, necesitamos llegar a La Celestina.
PARTE II, CAP. I
De los viçios e tachas e malas condiçiones de las perversas mugeres, e primero digo de las avariçiosas.
Por quanto las mugeres que malas son, viçiosas e desonestas o enfamadas, non puede ser de[p. 51]llas escripto[93] nin dicho la meitad que dezir o escrevir se podría por el hombre,[94] e por quanto la verdad dezir non es pecado, mas virtud, por ende digo primeramente que las mugeres comunmente por la mayor parte de avariçia son doctadas; e por ésta razón de avariçia muchas de las tales infinitos e diversos males cometen: que si dineros, joyas preçiosas e otros arreos intervengan o dados les sean, es dubda[95] que a la más fuerte non derruequen, e toda maldad espera que cometrá la avariçiosa muger con defrenado apetito de aver, asi grande como de estado pequeño...[96]
Asy la muger piensa que non ay otro bien en el mundo sinon aver, tener e guardar e poseer, con sulíçita guarda condensar,[97] lo ageno francamente despendiendo e lo suyo con mucha industria guardando. Donde por esperiencia verás que una muger en comprar por una blanca más se fará de oir que un ombre en mil maravedis. Item, por un huevo dará voces como loca e fenchirá a[p. 52] todos los de su casa de ponçoña: «¿Qué se fizo este huevo? ¿quién lo tomó? ¿quién lo levó? ¿Adole[98] este huevo? Aunque vedes que es blanco, quiçá negro será oy este huevo. ¿Quién tomó este huevo, quién comió este huevo? Comida sea de mala ravia. ¡Ay huevo mio de dos yemas, que para echar vos guardava yo! ¡Ay huevo mio, qué gallo e qué gallina salieran de vos! del gallo fiziera capón que me valiera veinte maravedises e la gallina catorze, o quiça la echara e me sacara tantos pollos e pollas con que pudiera tanto multiplicar, que fuera causa de me sacar el pié del lodo. Agora estarme he como desventurada, pobre como solía... ¡Ay huevo mio de la meajuela redonda, de la cáscara tan gruesa, ¿quién me vos comió? ¡Ay Marica, rostro de golosa, que tú me has lançado por puertas: yo te juro que los rostros te queme, doña vil, suzia, golosa! ¡Ay huevo mio, y que será de mi! ¡Ay triste, desconsolada, Jesús, amiga, y cómo non me fino agora! ¡Ay Virgen María, cómo non rebienta quien vee tal sobrevienta![99] ¡Non ser en mi casa señora de un huevo! Maldita sea mi ventura e mi vida si non estó en[p. 53] punto de rascarme[100] o de me mesar toda. ¡Ya,[101] por Dios! ¡guay de la que trae por la mañana el salvado, la lumbre, e sus rostros quema soplando por la encender; e fuego fecho, pone su caldera y calienta su agua e faze sus salvados por fazer gallinas ponedoras; y que, puesto el huevo, luego sea arrebatado! ¡Ravia, Señor, y dolor de coraçon, endúrolos[102] yo, cuitada, e paso como a Dios plaze, e liévamelos el huerco! ¡Ya, Señor! e liévame deste mundo, que mi cuerpo non goste más pesares nin mi ánima sienta tantas amarguras. ¡Ya, Señor! por el que tú eres, da espaçio a mi coraçon con tantas angosturas como de cada dia gusto. ¡Una muerte me valdríe más que tantas, ya por Dios!». Y en ésta manera dan bozes e gritan por una nada.
Item, si una gallina pierden, van de casa en casa conturbando toda la vezindat: «¿Do mi gallina la ruvia, de la calça bermeja, o la de la cresta partida, çenizienta escura, cuello de pavo, con la calça morada, ponedora de huevos? ¿Quién me la furtó? Furtada sea su vida. ¿Quién menos me fizo[103] della? Menos se le tornen los días de la vida. ¡Mala landre, dolor de costado, ravia mortal comiese con ella; nunca otra coma, comida mala comiese,[p. 54] amen! ¡Ay gallina mia, tan ruvia! un huevo me dabas tú cada día; aojada te tenia el que te comió, asechándote estaba el traidor; desfecho le vea de su casa[104] a quien te me comió; ¡comido le vea yo de perros aina!, ¡cedo sea! ¡véanlo mis ojos, e non se tarde! ¡Ay gallina mia, gruesa como un ansarón, morisca de los pies amarillos, crestibermeja! más avía en ella que en dos otras que me quedaron. ¡Ay triste! aun agora estava aquí, agora salió por la puerta, agora salió[105] tras el gallo por aquel tejado. El otro día, ¡triste de mí, desaventurada, que en mal ora nascí, cuitada!, el gallo mio bueno cantador, que asi salían dél pollos como del çielo estrellas, atapador de mis menguas, socorro de mis trabajos, que la casa nin bolsa, cuitada, él bivo, nunca vazia estava. ¡La de Guadalupe señora, a ti lo acomiendo! señora, non me desampares ¡ya, triste de mí! que tres días ha entre las manos me lo llevaron. ¡Jesús, quánto robo, quánta sinrazón, quánta injustiçia! ¡Callad, amiga, por Dios; dexadme llorar, que yo sé qué perdí e qué pierdo oy! E cada uno le duele lo suyo ¡y tal joya como mi gallo! ¡Cuitada, e agora la gallina! Rayo del cielo mortal e pestilençia venga sobre tales personas: espina o hueso comiendo se le atravesase en el garguero, que Sant Blas non le pusiese cobro.[p. 55] Non diré, amigas, aina diría que Dios non está en el cielo, ni es tal como solía, que tal sufre e consiente. ¡Oh Señor, tanta paciencia e tantos males sufres! ¡ya, por aquel que tu eres, consuela mis enojos, da lugar a mis angustias, sinon raviaré o me mataré o me tornaré mora![106] Agora, noramala, si Dios non me vale, non sé qué me diga. Dexadme, amiga, que muere la persona con la sinrazon, que mal de cada rato non lo sufre perro nin gato: dapno de cada dia, sofrir non es cortesia: oy una gallina e antier un gallo, yo veo bien mi duelo, aunque me lo callo. ¿Cómo te feziste calvo? Pelo a pelillo el pelo levando. ¿Quién te fizo pobre, María? Perdiendo poco a poco lo poco que tenía.[107] Moças, venid acá. ¿Non podeis responder?—Señora.—Ha, agora, landre que te fiera, y ¿dónde estavas? dy, ¿non te duele a ti asi como a mí? Pues corre en un punto, Juanilla, ve a casa de mi comadre, dile si vieron una gallina ruvia de una calça bermeja. Marica, anda, ve a casa de mi vezina, verás si pasó allá la mi gallina ruvia. Perico, ve en un salto al vicario del arçobispo que te dé una carta de descomunión que muera maldito e desco[p. 56]mulgado el traidor malo que me la comió. Bien sé que me oye quien me la comió. Alonsillo, ven acá, para mientes e mira que las plumas no se pueden esconder, que conocidas son. Comadre, ¿vedes qué vida ésta tan amarga? yuy, que agora la tenía ante mis ojos. Llámame, Juanillo, al pregonero, que me la pregone por toda esta vezindad. Llámame a Trotaconventos, la vieja de mi prima, que venga e vaya de casa en casa buscando la mi gallina ruvia. ¡Maldita sea tal vida, maldita sea tal vezindad! que non es el ombre[108] señor de tener una gallina, que aun non ha salido el umbral, que luego non es arrebatada. Andémonos, pues, a furtar gallinas, que para ésta[109] que Dios aqui me puso, quantas por esta puerta entraren ese amor les faga que me fazen.[110] ¡Ay gallina mia ruvia! y ¿adónde estádes vos agora? Quien vos comió bien sabia que vos quería yo bien, e por[p. 57] me enojar lo fizo. Enojos e pesares e amarguras le vengan por manera que mi ánima sea vengada. Amen. Señor, asi lo cumple tú por aquel que tú eres: e de quantos milagros has fecho en este mundo, faz agora éste porque sea sonado.»
Esto e otras cosa faze la muger por una nada. Son allegadoras de la ceniza, mas bien derramadoras de la farina.[111] En las faldas rastrando e en las mangas colgando, e otros arreos desonestos que ellas trahen, non ponen cobro, por do sus maridos, parientes e amigos desfazen ¡y ponen cobro en el huevo e la gallina! E aun ellas mesmas dizen quando las faldas las enojan: el diablo aya parte en estas faldas, e aun en la primera que las usó; mas non maldize[112] a sí mesma que las trae. E si alguno ge lo retrae, responde: pues fago como las otras. E bien dize verdad, que ya la muger del menestral, si vee la muger del cavallero de nuevas guisas arreada, aunque non tenga que comer, cayendo o levantando, ella así ha de fazer, o morir.[113] Non son sino como monicas: quanto ven, tanto quieren fazer: «¿Viste fulana, la muger de fulano, la vezina, cómo iva el domingo pasado? Pues quemada sea, si este otro domingo otro tanto non llevo yo, e aun mejor.» Quantas ropas visten las otras, de qué paño, qué color, qué arreos, qué[p. 58] cosas traen consigo, yo te digo que tanto paran mientes en estas cosas que non se les olvidan después: «fulana llevava ésto, çutana vestía ésto», por quanto en aquello ponen su corazón e voluntad, mas non en el provecho de su casa, estado e honra, sinon en vanidades e locuras, e en cosas de poca pro.
PARTE II, CAPÍTULO XII
La muger ser mucho parlera, regla general es dello:[114] que non es[115] muger que non quisiese siempre fablar e ser escuchada. E non es de su costumbre dar logar a que otra fable delante della; e si el dia un año durase, nunca se fartaría de fablar e non se enojaría día nin noche. E por ende verás muchas mugeres que de tener mucha continuaçión de fablar, quando non han con quien fablar, están fablando consigo mesmas entre sí. Por ende verás una muger que es usada de fablar las bocas de diez ombres atapar e vençerlas fablando e maldiziendo.[p. 59] Quando razón non le vale ¡bia[116] a porfiar! e con esto nunca los secretos de otro a otra podríe çelar. Antes te digo que te deves guardar de aver palabras con muger que algund secreto tuyo sepa, como del fuego: que sabe, como suso dixe, non guarda lo que dize con ira la muger; aunque el tal secreto de muerte fuese, o venial, o lo que más secreto le encomendares, aquello está reptando o escarvando por lo dezir e publicar, en tanto[117] que todavia fallarás las mugeres por reconçillos, por renconadas e apartados diziendo, fablando de sus vezinas e de sus comadres e de sus fechos, e mayormente de los agenos. Siempre están fablando, librando[118] cosas agenas: aquélla cómo bive, qué tiene, cómo anda, cómo casó e cómo la quiere su marido mal, cómo ella se lo meresçe: cómo en la iglesia oyó dezir tal cosa; e la otra responde tal cosa; e así pasan su tiempo dependiéndolo en locuras e cosas vanas, que aquí espaçificarlas seríe imposible. Por ende general regla es que donde quier que ay mugeres ay de muchas nuevas.[119]
[p. 60]
Alléganse las benditas en un tropel, muchas matronas, otras moças de menor e mayor hedad, e comiençan e no acaban, diziendo de fijas agenas, de mugeres estrañas; en el invierno al fuego, en el verano a la frescura, dos o tres horas, sin mas estar diziendo: «tal, la muger de tal, la fija de tal, ¡a osadas, quién sé la vee?, ¿quién non la conosce! ovejuela de Sant Blas, corderuela de Sant Antón ¡quien en ella se fiase!» etc... Responde luego la otra: «¡o bien si lo sopiésedes, como es de mala luenga! ¡ravia Señor, allá irá! ¡por Nuestro Señor Dios, embaçada estaríades comadre! ¡quien se la vee, simplezilla!» etc..., todo el dia estarán detrás mal fablando.
E si quieres saber de mugeres nuevas, vete al forno, a las bodas, a la iglesia, que allí nunca verás sinon fablar la una a la oreja de la otra, e tomar las unas compañías con las mal querientes de las otras; e afeitarse e arrearse a porfía, aunque sopiesen fazer malbarato de su cuerpo por aver joyas, e ir las unas mas arreadas que las otras, diziendo: «pues mal gozo vean de mí si el otro domingo que viene tú me pasas el pié delante». Ayúntanse las unas loçanas de un barrio contra las otras galanas de la otra vezindad: «Pues agora veamos a quáles mirarán más, e quáles serán las más fabladas[p. 61] e presçiadas; ¿quiçá si[120] piensan que non somos para plaça?[121] ¡mejor que non ellas! aunque les pese e mal pese, sí somos, en verdad. ¡Yuy, amiga! ¿non vedes como nos miran de desgaire? ¿Quieres que les demos una corredura e una ladradura? Riámonos la una con la otra e fablemos así a la oreja, mirando fazia ellas, e vereis como se correrán; o antes que ellas se levanten pasemos aina delante dellas, porque los que miraren a ellas, en pasando nosotras, fagan primero a nosotras reverençia antes que non a ellas, e esta les daremos en barva aunque les pese, quanto a lo primero.» E estas e otras infinitas cosas largas de escrevir estudian las mugeres e urden, en tanto[122] que nunca donde van e se ayuntan fazen sino fablar e murmurar e de agenos fechos contractar. Do podemos dezir la muger ser muy parlera e de secretos muy mal guardadora. Pon ende quien dellas non se fia non sabe qué prenda tiene e quien de sus fechos se apartase e más las olvidare, bivirá más en seguro: desto yo le aseguro.
NOTAS
[92] Orígenes de la novela, I, 1905, pág. CXIX.
[93] Construcción vacilante. El complemento se anticipa en nominativo, con una oración de relativo: las mugeres que... y luego se reproduce acerca del verbo mediante el pronombre dellas, provisto de la preposición conveniente. Sin tal anticipación del complemento se diría: «Por cuanto no puede ser escrito de las mugeres que malas son la mitad...»
[94] El hombre tiene aquí el sentido pronominal indefinido de ‘uno’. Mas abajo señalamos otro ejemplo de este uso.
[95] Dubda significa ‘temor’; ‘es de temer que no derriben a la mas fuerte’, usando el no afirmativo con los verbos de temor: ‘es de temer que la derriben’.
[96] Hipérbaton: «la muger asi grande como de estado pequeño.»
[97] Condensar, más comúnmente condesar, significaba ‘guardar’.
[98] Adole y dole, adverbio interrogativo con el pronombre enclítico, expresión elíptica usual aun en el siglo XVI: ‘do le hallaré’ Un romance popular usa juntas la forma elíptica y las completas, que explican este giro:
¿Do los mis amores? ¿dolos?
¿do los andaré a buscar?
[99] Sobrevienta, ‘caso impensado, sorpresa, sobresalto’.
[100] Rascarse en el sentido de ‘arañarse’ o ‘despedazarse’ la carne; ésto y mesarse el cabello eran señal de duelo.
[101] Ya interjección antigua de origen árabe.
[102] Endurar ‘sufrir, padecer’.
[103] Curiosa perífrasis: «fazer a uno menos de una cosa» significaba ‘quitar a uno una cosa’; en latín «minus fecit» ‘quitó, robó’; véase Mio Cid, pág. 3435.
[104] La pena antiguamente impuesta a los traidores era el derribarles la casa, y esta pena quiere la mujer que sea aplicada al traidor que le robó la gallina.
[105] Las ediciones impresas del libro del Arcipreste ponen saltó. Antes el verbo salir tenía también el significado de ‘saltar’.
[106] Entre las estrepitosas señales de dolor que da la mujer, lamentando su gallina, no podía faltar la amenaza de renegar de la fe. No de otro modo, quejándose de una gran deshonra, dice doña Lambra a su marido en el romance: «Si desto no me vengais, mora me quiero tornar.»
[107] Nótense las rimas continuadas. Sin embargo parece que no hay aquí más refrán popular que el que corresponde al que registra el Marqués de Santillana bajo esta forma «¿Cómo te feçiste calvo? Pelo a pelo pelando.»
[108] El ombre con valor pronominal: ‘no es uno dueño de tener una gallina’. Véase arriba la nota segunda de este trozo.
[109] Para y par son preposiciones usadas en las fórmulas de juramentos (comp. «par Dios») y véase Mio Cid, pág. 38736 «para ésta, especie de amenaza que se hace poniendo el dedo índice sobre la naríz, y equivale a ‘tú me la pagarás’» (Dicc. de Autoridades.)
[110] Ese usado como pronombre de identidad, véase arriba, página 42, nota 86; amor ‘gracia, buena voluntad’ y «fazer amor a uno» significaba ‘agasajarle’, y también ‘perdonarle’ (véase Mio Cid, página 4653). La frase del Arcipreste significa, pues, ‘la misma gracia les haré que a mí me hacen’, ‘no perdonaré a ninguna gallina como no perdonan a las mías’. Nótese también la anteposición de quantas en nominativo, en vez de aquantas, y la especificación de su relación con el verbo mediante el dativo les. Compárese la nota primera de este trozo.
[111] Refrán: «allegadora de la ceniza y derramadora de la harina».
[112] Sintaxis descuidada, singular en vez de plural.
[113] Construcción elíptica: ‘o ha de morir’.
[114] Las oraciones de infinitivo son muy usadas por el Arcipreste. Citaremos ejemplos del mismo tipo que el que anotamos: «Envidiosa ser la muger mala, dubdar en ello sería pecar en el Espíritu Santo». «La muger mala en sus fechos e dichos non ser firme nin constante, maravilla non es dello». El pronombre neutro se refiere a toda la oración de infinitivo.
[115] Ser tiene aquí el significado de ‘existir’. Véase Mio Cid, página 84638.
[116] Bia interjección muy usada por el Arcipreste de Talavera «¡bia al atahona!» (pág. 59), y especialmente con el infinitivo narrativo: «E tómase el tal oro en lazeria farta e muchas fadas malas, e después ¡bia a llorar!» (pág. 167). Emplea esta interjección el Libro de Alexandre 473: «¡via, dixieron todos, mas val que moiramos!».
[117] En tanto es usado por el Arcipreste como conjunción consecutiva, ‘pues’, ‘de modo que’. Al final de este trozo señalamos otro ejemplo.
[118] Librar en el sentido de ‘despachar, arreglar un negocio’.
[119] Nótese la preposición del genitivo partitivo (véase arriba, página 15, nota 22) antepuesta al adjetivo. El giro corriente en la Edad Media era «muchas de nuevas» (Mio Cid, pág. 38211), compárese el fr. «beaucoup de nouvelles». El giro que usa el Arcipreste es una desviación de ese.
[120] La conjunción si que tantas veces encabeza interrogación indirecta («dime si piensan que...»), se usaba también encabezando interrogaciones directas «¿si piensan que...?», «¿si es pagado?» Mio Cid, pág. 8524. Hoy se usa en el futuro «¿si pensarán que...?».
[121] Ser para en plaza ‘ser para en público, ser digno de mostrarse en público’. Otra frase algo análoga era: ser para en cámara.
[122] Otro ejemplo de en tanto ‘pues’.
[p. 62]
La primera edición conocida de La Celestina o Comedia de Calisto y Melibea, es de Burgos, 1499; pero la obra debió ser compuesta hacia 1490. En sus primeras ediciones salió a luz comprendiendo 16 actos. Después, a partir del año 1502, apareció añadida hasta comprender 21, y se duda si estos cinco actos posteriores son obra del mismo autor, Fernando de Rojas, que presenta al público los 16 actos primeros. Además, según la carta «del autor a un su amigo», que va al frente de la edición de 1501, Rojas sólo era autor de los actos segundo a decimosexto, pues el acto primero se da como obra de un anónimo.
Rojas, en la citada carta, dice que ese primer acto le cautivó por «su estilo elegante, jamás, en nuestra castellana lengua, visto ni oído», y tal juicio fué confirmado, respecto de toda la obra, por la posteridad. Antiguamente, Juan de Valdés, en el Diálogo de la lengua, dice con su buen gusto habitual: «Celestina..., soy de opinión que ningún libro hay escrito en castellano donde la lengua esté más natural, más propia ni más elegante»; y, modernamente, Menéndez Pelayo acomoda esta afirmación a las circunstancias, y la amplía diciendo: «Si Cervantes no hubiera existido, La Celestina ocuparía el primer lugar entre las[p. 63] obras de imaginación compuestas en España.»
El estilo de La Celestina renueva y esmera las principales perfecciones con que los escritores del siglo XV venían moldeando el idioma. La elocuencia en la expresión de las pasiones, buscada afanosamente en las novelas sentimentales de Rodríguez del Padrón o de Diego de San Pedro, se depura en La Celestina, haciéndose mucho más intensa y menos afectada; la irrestañable charla popular que desborda en el arcipreste de Talavera, se encauza aquí más viva e intencionada y menos monótona; sobre todo, el diálogo, que hasta entonces apenas existía, pues no se ejercitaba sino en la sucesión de discursos desgranados, ahora se articula y se anima, y se matiza maravillosamente en ésta que es, a la vez, primer ensayo y obra maestra de la prosa dramática española.
Valdés mismo señala los excesos que empañan esa naturalidad y elegancia por él ponderadas en La Celestina. «Es verdad que peca el estilo en dos cosas, las cuáles fácilmente se podrían remediar...: la una es en el amontonar de vocablos, algunas veces tan fuera de propósito como magníficat a maitines; la otra es en que pone algunos vocablos tan latinos que no se entienden en el castellano, y en partes adonde podría poner propios castellanos, que los hay.» Ambos defectos son los principales de la época, y de ellos no se libra La Celestina, si bien los presenta atenuados.
Ya hemos visto, al hablar del arcipreste de Talavera, a qué aspiraciones artísticas respondían esos que tan a menudo nos aparecen como defectos. Rojas da también un curso lento a la expresión, y busca con la redundancia la elevación del estilo: «¿En quién hallaré yo fe? ¿Adónde hay verdad? ¿Quién caresce de engaño? ¿Adónde no moran falsarios? ¿Quién es claro amigo? ¿Quién es ver[p. 64]dadero amigo? ¿Dónde no se fabrican traiciones?»—«Hasta que ya los rayos illustrantes de tu claro gesto dieron luz en mis ojos, encendieron mi coraçón, despertaron mi lengua, estendieron mi merescer, acortaron mi covardía, destorcieron mi encogimiento, doblaron mis fuerças, desadormescieron mis pies e manos...» De esta reiteración usa mucho más Rojas que el arcipreste de Talavera, y especialmente le sirve para matizar el habla popular.
La similicadencia y la rima son en cambio muy poco usadas por Rojas: «Tú lloras de tristeza, juzgándome cruel; yo lloro de plazer, viéndote tan fiel»; «Por Dios que, sin más dilatar, me digas quién es esse doliente que de mal tan perplexo se siente, que su passion y remedio salen de una mesma fuente». En cambio propende mucho a la trasposición del verbo al final de la frase, como a menudo se observará.
Atendiendo al otro defecto señalado por Valdés, podemos decir que Rojas, lo mismo que el arcipreste de Talavera, usa del latinismo menos que los exagerados escritores de aquel siglo, tales como don Enrique de Villena o Juan de Mena. En los trozos aquí publicados se hallarán algunos ejemplos: inmérito, mixto, ilícito, súbito, perplexo, siempre pocos.
Este suave cultismo de vocabulario y de construcción responde bien a la elegante gravedad del diálogo, a la viveza sentenciosa, a la fragancia humanística que trasciende de toda la obra, ora entre citas expresas de la antigüedad clásica, ora en imitaciones de ellos no declaradas;[123] y esa elevación[p. 65] de forma y de fondo permite a Rojas trazar sus escenas, aun las de más bajo y crudo naturalismo, dentro de un ambiente ideal, y estilizar sus tipos, aun los más repugnantes, revistiéndolos de la dignidad propia de la tragedia.
Porque tragedia es La Celestina. El primitivo título de Comedia se justifica por el tono de la mayoría de las escenas; pero del desenlace surge la glorificación del Amor, como divinidad terrible que triunfa a costa del lloro y la muerte de sus servidores, y según esta concepción, ya en las primeras páginas de la obra late la tragedia. Y si bien, por lo general, la acción fluye tranquila o se remansa en el primoroso diálogo tan propenso a la más reposada amplitud, luego, contrastando con esa calma, el desenlace se precipita en relámpagos sangrientos, engendrados por los furiosos torbellinos del amor y de la codicia del oro.
Esta obra fuerte y elegante está, sin embargo, construída con una lengua todavía insegura, rebelde, que ostenta muy marcados caracteres de transición. Por la soltura de la construcción, y, sobre todo, por la suavidad y gracia con que la frase se pliega al pensamiento, la lengua de La Celestina es hermana de la de los grandes escritores del siglo XVI; pero por sus formas gramaticales está muy ligada aún al período medieval. Signo muy visible de esta vacilación es la f- inicial que se conserva en pugna con la h- que después triunfó; fazer, fermosura, etc., conviven en La Celestina con hazer, hermosura, etc. Además usa muchas formas y construcciones arcaicas, como vies por ‘veías’, fueste por ‘fuiste’, morciélago por ‘murciélago’, pelligeros por ‘pellejeros’, encomparable, enefable, em[p. 66]pedir, engenio, acordarse a una cosa por ‘acordarse de una cosa’, todas las cuales aparecen ya en la edición de Sevilla, 1501, remozadas tal como hoy se usan.[124]
Primer auto.—Entrando Calisto una huerta empós de un falcón suyo, falló í a Melibea, de cuyo amor preso, començóle de hablar; de la qual rigorosamente despedido, fue para su casa muy sangustiado.[125]
Calisto.—En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.
Melibea.—¿En qué, Calisto?
Calisto.—En dar poder a natura que de tan perfeta hermosura te dotasse, y fazer a mi inmérito tanta merced que verte alcançasse, y en tan conveniente lugar que mi secreto dolor manifestarte pudiesse. Sin duda encomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción, y obras pías que por este lugar alcançar tengo yo a Dios ofrescido. Ni otro poder mi vo[p. 67]luntad humana puede complir.[126] ¿Quien vido en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como agora el mio? Por cierto los gloriosos sanctos que se deleitan en la visión divina, no gozan más que yo agora en el acatamiento tuyo. Mas, ¡o triste! que en esto deferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventurança, y yo misto[127] me alegro con recelo del esquivo tormento que tu absencia me ha de causar.
Melibea.—¿Por grand premio tienes esto, Calisto?
Calisto.—Téngolo por tanto en verdad, que si Dios me diesse en el cielo la silla sobre sus sanctos, no lo ternía por tanta felicidad.
Melibea.—Pues aun más igual galardón te daré yo, si perseveras.
Calisto.—¡O bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra haveis oido!
Melibea.—Mas[128] desaventuradas, de que me[p. 68] acabes de oir; porque la paga será tan fiera qual la merece tu loco atrevimiento, y el intento de tus palabras, Calisto, ha seído.[129] ¿De ingenio de tal hombre como tú, haver de salir para se perder en la virtud de tal muger como yo? ¡Vete, vete de aí!
Calisto.—Iré como aquel contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio[130] con odio cruel.
Calisto.—¡Sempronio, Sempronio, Sempronio! ¿Dónde está este maldito?
Sempronio.—Aquí estoy, señor, curando destos cavallos.
Calisto.—¿Pues cómo sales de la sala?
Sempronio.—Abatióse el girifalte y vínele endereçar[131] en el alcándara.
Calisto.—¡Assí los diablos te ganen, assí por infortunio arrebatado perezcas, o perpetuo intollerable[132] tormento consigas, el qual en grado in[p. 69]comparable a la penosa y desastrada muerte que espero traspassa! ¡Anda, anda, malvado, abre la cámara y endereça la cama!
Sempronio.—Señor, luego hecho es.
Calisto.—Cierra la ventana y dexa la teniebla acompañar al triste, y al desdichado la ceguedad. Mis pensamientos tristes no son dignos de luz. ¡O bienaventurada muerte aquella que deseada a los afligidos viene! ¡O si viniéssedes agora Erasistrato, médico[133], sentiríades mi mal! ¡O piedad de[p. 70] Sileuco, inspira en el Plebérico coraçón,[134] porque sin esperança de salud no embíe el espíritu perdido con el desastrado Píramo y de la desdichada Tisbe!
Sempronio.—¿Qué cosa es?
Calisto.—¡Vete de aí, no me fables, sino quiçá, ante del tiempo de mi rabiosa muerte, mis manos causarán tu arrebatado fin!
Sempronio.—Iré, pues solo quieres padecer tu mal.
Calisto.—¡Vé con el diablo!
Sempronio.—No creo, según pienso, ir[135] comigo el que contigo queda. ¡O desaventura! ¡O súbito mal! ¿Qual fue tan contrario acontescimiento, que assi tan presto robó el alegría deste hombre y, lo que peor es, junto con ella el seso? ¿Dexarle he solo o entraré allá? Si le dexo, matarse ha; si entro allá, matarme ha. Quédese, no me curo; más vale que muera aquel a quien es enojosa la vida, que no yo que huelgo con ella. Aunque por al no deseasse vivir, sino por ver a mi Elicia, me devría guardar de peligros. Pero si se mata sin otro testigo, yo quedo obligado a dar cuenta de su vida.[p. 71] Quiero entrar; mas puesto que entre, no quiere consolación ni consejo; asaz es señal mortal no querer sanar;[136] con todo, quiérole dexar un poco; desbrave, madure, que oído he dezir que es peligro abrir o apremiar las postemas duras, porque más se enconan. Esté un poco: dexemos llorar al que dolor tiene, que las lágrimas y sospiros mucho desanconan[137] el coraçón dolorido; y aun si delante me tiene, más comigo se encenderá, que el sol más arde donde puede reverberar. La vista a quien objecto no se antepone, cansa; y quando aquel es cerca, agúzase. Por esso quiérome sofrir un poco; si entretanto se matare, muera; quiçá con algo me quedaré, que otro no lo sabe, con que mude el pelo malo. Aunque malo es esperar salud en muerte agena,[138] y quiçá me engaña el diablo; y si muere matarme han, y irán allá la soga y el calderón.[139] Por otra parte dizen los sabios[p. 72] que es grande descanso a los afligidos tener con quien puedan sus cuytas llorar, y que la llaga interior más empece. Pues en estos estremos en que estoy perplexo, lo más sano es entrar, y sofrirle y consolarle; porque si posible es sanar sin arte ni aparejo, más ligero es guarescer por arte y por cura.
Calisto.—Sempronio.
Sempronio.—Señor.
Calisto.—Dame acá el laúd.
Sempronio.—Señor, vesle aquí.
Calisto:—
¿Qual dolor puede ser tal,
que se iguale con mi mal?
Sempronio.—Destemplado está esse laúd.
Calisto.—¿Como templará el destemplado? ¿Como sentirá el armonía aquel que consigo está tan discorde; aquel[140] a quien la voluntad a la razón no obedece; quien tiene dentro del pecho aguijones, paz, guerra, tregua, amor, enemistad, injurias, pecados, sospechas, todo a una causa? Pero tañe y canta la más triste canción que sepas.
Sempronio.—
[p. 73]Calisto.—Mayor es mi fuego, y menor la piedad de quien yo agora digo.
Sempronio.—No me engaño yo, que loco está este mi amo.
Calisto.—¿Qué estás murmurando, Sempronio?
Sempronio.—No digo nada.
Calisto.—Dí lo que dizes, no temas.
Sempronio.—Digo, que ¿cómo puede ser mayor el fuego que atormenta un vivo que el que quemó tal çibdad y tanta multitud de gente?
Calisto.—¡Cómo? Yo te lo diré: mayor es la llama que dura ochenta años que la que en un día passa, y mayor la que mata una ánima, que la que quema cient mill cuerpos. Como de la apariencia a la existencia, como de lo vivo a lo pintado[142], como de la sombra a lo real, tanta diferencia ay del fuego que dizes al que me quema. Por cierto, si el del purgatorio es tal, más querría que mi spíritu fuesse con los de los brutos animales, que por medio de aquél ir a la gloria de los sanctos.
Sempronio.—¡Algo es lo que digo![143] ¡A más[p. 74] ha de ir este hecho. No basta loco, sino ereje.
Calisto.—¿No te digo que fables alto quando fablares? ¿Qué dizes?
Sempronio.—Digo, que nunca Dios quiera tal, que es especie de heregía lo que agora dixiste.
Lucrecia.—¿Quien es esta vieja que viene haldeando?
Celestina.—Paz sea en esta casa.
Lucrecia.—Celestina, madre, seas bienvenida. ¿Qual dios te traxo por estos barrios no acostumbrados?
Celestina.—Hija, mi amor; desseo de todos vosotros; traerte encomiendas de Elicia, y aun ver a tus señoras vieja y moça, que después que me mudé al otro barrio, no han sido de mi visitadas.
Lucrecia.—¿A esso solo saliste de tu casa? Maravíllome de tí que no es essa tu costumbre, ni sueles dar passo sin provecho.
Celestina.—¿Más provecho quieres, bova, que cumplir hombre sus desseos? Y tambien como a las viejas nunca nos fallecen necesidades... ando a vender un poco de hilado.
[p. 75]
Lucrecia.—¡Algo es lo que yo digo! en mi seso estoy, que nunca metes aguja sin sacar reja.[144] Pero mi señora, la vieja, urdió una tela, tiene necessidad dello; tú de venderlo; entra y espera aquí, que no os desavenirés.
Alisa.—¿Con quien hablas, Lucrecia?
Lucrecia.—Señora, con aquella vieja de la cuchillada, que solía vivir aquí en las tenerías, a la cuesta del río.
Alisa.—Agora la conozco menos; si tú me das a entender lo incógnito por lo menos conocido, es coger agua en cesto.[145]
Lucrecia.—¡Jesú, señora! Más conosçida es esta vieja que la ruda.[146] No sé como no tienes memoria de la que empicotaron por hechizera...
Alisa.—¿Qué oficio tiene? Quiçá por aquí la conoceré mejor.
Lucrecia.—Señora, perfuma tocas, haze solimán y otros treynta oficios; conoce mucho en yiervas, cura niños, y aun algunos la llaman vieja lapidaria.
Alisa.—Todo esso dicho no me la da a conocer. Díme su nombre, si le sabes.
[p. 76]
Lucrecia.—¿Si le sé, señora? No ay niño ni viejo en toda la cibdad que no le sepa ¿havíale yo de ignorar?
Alisa.—¿Pues por qué no le dizes?
Lucrecia.—He vergüença.
Alisa.—Anda, bova, díle, no me indignes con tu tardança.
Lucrecia.—Celestina, hablando con reverencia, es su nombre.
Alisa.—¡Hí, hí, hí! ¡Mala landre te mate si de risa puedo estar, viendo el desamor que deves de tener a essa vieja, que su nombre has vergüença nombrar! ¡Ya me voy recordando della! ¡Una buena pieça! No me digas más; algo me verná a pedir; dí que suba.
Lucrecia.—Sube, tia.[147]
Celestina.—Señora buena, la gracia de Dios sea contigo y con la noble hija. Mis passiones y enfermedades han impedido mi visitar tu casa, como era razón; mas Dios conoce mis limpias entrañas, mi verdadero amor, que la distancia de las moradas no despega el querer de los coraçones; assí que lo que mucho desseé, la necessidad me lo ha hecho complir. Con mis fortunas adversas otras, me sobrevino mengua de dinero; no supe mejor remedio que vender un poco de hilado, que para unas toquillas tenía allegado; supe de tu[p. 77] criada que tenías dello necessidad; aunque pobre, y no de la merced de Dios, veslo aquí, si dello y de mí te quieres servir.
Alisa.—Vezina honrrada, tu razón y ofrecimiento me mueven a compassión, y tanto, que quisiera cierto más hallarme en tiempo de poder complir tu falta, que menguar tu tela. Lo dicho te agradezco; si el hilado es tal, serte ha bien pagado.
Celestina.—¿Tal, señora? Tal sea mi vida y mi vejez, y la de quien parte quisiere de mi jura.[148] Delgado como el pelo de la cabeça, igual, rezio como cuerdas de vihuela, blanco como el copo de la nieve, hilado todo por estos pulgares, aspado y adreçado. Veslo aquí en madexitas; tres monedas me davan ayer por la onça, assí goze desta alma pecadora.
Alisa.—Hija, Melibea, quédesse esta muger honrrada contigo, que ya me parece que es tarde para ir a visitar a mi hermana, su muger de Cremes, que desde ayer no la he visto, y tambien que viene su paje a llamarme, que se le arrezió desde un rato acá el mal...
Celestina.—¿Y qué mal es el suyo?
Alisa.—Dolor de costado, y tal, que según del moço supe que quedava, temo no sea mortal.[p. 78] Ruega tú, vezina, por amor mío, en tus devociones, por su salud a Dios.
Celestina.—Yo te prometo, señora, en yendo de aquí, me vaya por essos monesterios, donde tengo frailes devotos míos, y les dé el mismo cargo que tú me das; y demás desto, ante que me desayune, dé quatro bueltas a mis cuentas.[149]
Alisa.—Pues, Melibea, contenta a la vezina en todo lo que razón fuere darle por el hilado; y tú, madre, perdóname, que otro dia se verná en que más nos veamos.
Celestina.—Señora, el perdón sobraría donde el yerro falta; de Dios seas perdonada, que buena compañía me queda. Dios la dexe gozar su noble juventud y florida mocedad, que es el tiempo en que mas plazeres y mayores deleites se alcançarán, que a la mi fe, la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de renzillas, congoxa continua, llaga incurable, manzilla de lo pasado, pena de lo presente, cuydado triste de lo por venir, vezina de la muerte, choça sin rama que se llueve por cada parte, cayado de mimbre que con poca carga se doblega.
Melibea.—¿Por qué dizes, madre, tanto mal de lo que todo el mundo con tanta eficacia gozar y ver dessean?
Celestina.—Dessean harto mal para sí, dessean harto trabajo; dessean llegar allá, porque llegan[p. 79]do viven, y el vivir es dulce, y viviendo envegescen. Assí que el niño dessea ser moço, y el moço viejo, y el viejo más, aunque con dolor; todo por vivir, porque como dizen: viva la gallina con su pepita.[150] ¿Pero quien te podría contar, señora, sus daños, sus inconvenientes, sus fatigas, sus cuidados, sus enfermedades, su frío, su calor, su descontentamiento, su renzilla, su pesadumbre, aquel arrugar de cara, aquel mudar de cabellos su primera y fresca color, aquel poco oír, aquel debilitado ver, puestos los ojos a la sombra, aquel hundimiento de boca, aquel caer de dientes, aquel carecer de fuerça, aquel flaco andar, aquel espacioso comer? Pues ¡ay, ay, señora!, si lo dicho viene acompañado de pobreza, allí verás callar todos los otros trabajos quando sobra la gana y falta la provisión, que jamás sentí peor ahito que de hambre.
Melibea.—Bien conozco que dize cada uno de la feria segund le va en ella,[151] assí que otra canción cantarán los ricos.[152]
Celestina.—Señora, hija, a cada cabo ay tres leguas de mal quebranto;[153] a los ricos se les va la[p. 80] bienaventurança, la gloria y descanso por otros alvañares de asechanças que no se parescen, ladrillados por encima con lisonjas. Cada rico tiene una dozena de hijos y nietos que no rezan otra oración, no otra petición, sino rogar a Dios que le saque d’en medio; no veen la hora que[154] tener a él so la tierra y lo suyo entre sus manos y darle a poca costa su casa para siempre.
Melibea.—Madre, pues que assí es, gran pena ternás por la edad que perdiste. ¿Querrías bolver a la primera?
Celestina.—Loco es, señora, el caminante que enojado del trabajo del día quissiese bolver de comienço la jornada para tornar otra vez aquel lugar, que todas aquellas cosas cuya possesión no es agradable, más vale poseellas que esperallas, porque más cerca está el fin dellas quanto más andado del comienço; no ay cosa más dulce ni graciosa al muy cansado que el mesón, assí que aunque la mocedad sea alegre, el verdadero viejo no la dessea, porque el que de razón y seso carece, quasi otra cosa no ama sino lo que perdió.
[p. 81]
Melibea.—Siquiera por vivir más, es bueno dessear lo que digo.
Celestina.—Tan presto, señora, se va el cordero como el carnero;[155] ninguno es tan viejo que no pueda vivir un año, ni tan moço que oy no pudiesse morir; assi que en esto poca avantaja nos levais.
Melibea.—Espantada me tienes con lo que has hablado; indicio me dan tus razones que te aya visto otro tiempo. Díme, madre, ¿eres tú Celestina, la que solía morar a las tenerías, cabe el río?
Celestina.—Señora, hasta que Dios quiera.
Melibea.—Vieja te has parado; bien dizen que los dias no se van en balde[156]; assí goze de mí, no te conosciera sino por esa señaleja de la cara. Figúraseme que eras hermosa; otra pareces, muy mudada estás.
Lucrecia.—¡Hi, hi, hi! Mudada está el diablo. ¿Hermosa era con aquel su Dios-os-salve[156] que traviessa la media cara?
Melibea.—¿Qué hablas, loca? ¿Qué es lo que dizes? ¿De qué te ríes?
Lucrecia.—De como no conoscías a la madre en tan poco tiempo en la filosomía[157] de la cara.
Melibea.—No es tan poco tiempo dos años, y más que la tiene arrugada.
Celestina.—Señora, ten tú el tiempo que no[p. 82] ande, terné yo mi forma que no se mude. ¿No has leido que dizen: Verná el día que en el espejo no te conozcas?[158] Pero también yo encanecí temprano, y parezco de doblada edad, que assí goze desta alma pecadora y tú desse cuerpo gracioso, que de quatro hijas que parió mi madre yo fui la menor. Mira como no so vieja como me juzgan.
Melibea.—Celestina amiga, yo he holgado mucho en verte y conoscerte; también hasme dado plazer con tus razones. Toma tu dinero y vete con Dios, que me parece que no deves haver comido.
NOTAS
[123] Algunas de estas imitaciones advierte Menéndez Pelayo en su fundamental estudio sobre la Celestina, publicado en los Orígenes de la Novela III, 1910, pág. XLII, etc.—Alguna vez el cultismo de Rojas se exacerba, por ejemplo en el discurso final de Pleberio, pagando demasiado tributo a una erudición huera y tosca, muy de moda entonces.
[124] Sin razón el Sr. Foulché-Delbosc, corrige estas formas como «erratas y deficiencias», en la pág. 174 de su reimpresión de la edición de La Celestina hecha en Burgos, 1499.
[125] Sangustiado forma derivada de otra perdida, *esangustiado (del latín *ex-angustiatus), como el verbo arcaico secutar por esecutar (del latín executare), o el vocablo vulgar sagerao por exagerado. En la traducción del Coloquio de las Damas, del Aretino, por Fernán Juárez, se halla «una muy gran sangustia... muy sangustiada» N. Bibl. A. E., XXI, 261 b.
[126] ‘Ni hay otro poder (que el divino de que Calixto viene hablando) que pueda satisfacer mi voluntad humana’. Las ediciones modernas unen esta cláusula a la anterior con una coma, que no tiene sentido. La edición antigua pone punto.
[127] Misto, adverbio, que se opone a puramente: los santos se glorifican de una manera absoluta, sin reserva; mi alegría está mezclada de dolor. Como consecuencia del lugar final que tiende a ocupar el verbo, el adverbio se le antepone: «Fortuna medianamente partió lo suyo», «haz tu lo que bien digo y no lo que mal hago», etc., en el mismo Auto primero de La Celestina.
[128] Mas por ‘mas bien’: «—Y allá hablaremos largamente... cerca destos amores.—Mas dolores; que por fe tengo que de muerto o loco no escapa desta vez». Auto VIII.
[129] ‘y cual ha sido el intento’. Respeto la puntuación de la edición incunable. Las ediciones modernas ponen punto y coma o punto tras atrevimiento.
[131] Endereçar ‘arreglar’ volver a colocar en la percha al gerifalte que se había abatido. Con los verbos de movimiento hoy va el infinitivo regido de la preposición a pero, antiguamente no: «se van omillar» etc. Mio Cid, pág. 34935. La edición de Sevilla 1501 ya elimina el arcaísmo y pone «vinele a endereçar».
[132] Es frecuente en la Celestina la ll, contraria a la etimología en tollerar y callentar; sin duda se pronunciaba tol-lerar por falso cultismo, como se pronunciarían intel-lectual, fal-lacia y otras voces que en latín presentan dos ll y en romance una sola.
[133] Las ediciones de Burgos 1499 y Sevilla 1501 dicen «Eras y Crato médicos» y «piedad de silencio». Como no existen tales médicos Eras ni Crato, otras ediciones trataron de corregir, y así hallamos: «Crato y Galieno» y «piedad de Celeuco» (1514, 1595); «Erasistrato y Galieno» y «piedad de Seleuto», «p. Seleucal» (1570 y otras, alguna en vez de «seleucal» estropea «celestial»). Nuestra corrección es la más sencilla: eras e crato es confusión facilísima por erasistrato, dado que la c y la t en la escritura medieval tiene forma muy semejante, y silencio por sileuco o seleuco también se confunden, dada la igualdad de n y u en la mayor parte de las grafías. Esta corrección es también la única exacta: Calisto alude a una anécdota de Valerio Máximo, VII, 3, según la cual, habiendo Erasístrato, médico, conocido que la enfermedad de Antíoco es de amor, logra que el rey Seleuco padre de Antíoco, por salvar la vida de su hijo, le ceda piadosamente el amor de Estratónica de quien el joven está enamorado. Esta anécdota fué muy famosa desde la Edad Media; Juan de la Cueva la refirió en un romance y Moreto le dedicó una comedia, Antíoco y Seleuco. Como se ve, el médico Galieno no debe figurar para nada; es por tanto sólo exacta a medias la corrección de la edición de 1570; así como las otras, aunque todas revelan conocimiento de la anécdota de Valerio Máximo. En vista de ellas, es graciosa la seguridad con que un anotador moderno, después de lanzarse a afirmar que no hubo tal médico Erasístrato, introduce en el texto los nombres de Hipócrates y Galeno, para luego ilustrarnos escribiendo que Galieno o Galeno nació en Pérgamo, hijo de fulano, y que Hipócrates fué famoso médico nacido el año tantos de la Olimpíada tal.
[134] Pleberio es el padre de Melibea, en el corazón del cual desea Calisto que obre la piedad de Seleuco, para que sea benigno con un enfermo de amor.
[135] Una de las oraciones de infinitivo a que hemos aludido. ‘No creo que vaya conmigo’.
[136] Refrán que Gonzalo Correas (Vocabulario de refranes, página 54) pone en dos formas «Asaz es señal...» etc. y «Asaz es de mal no querer sanar.»
[137] La edición de Sevilla 1501 y las siguientes: desenconan. La forma de la edición de 1499 es aceptable, a pesar del verbo enconar que precede. Se mezclan mucho formas como malancolia, melancolía, melanconia. Correas en su Vocabulario, pág. 195 a, da como refrán «Lágrimas y suspiros mucho desenconan el corazón dolorido.»
[138] Correas, pág. 136 a, da el refrán completo; «Esperar salud en muerte ajena, se condena.»
[139] Hoy «Echar la soga tras el caldero» como ya pone Covarrubias (s. v. caldero) «es, perdida una cosa echar a perder el resto; está tomado del que yendo a sacar agua al poço, se le cayó dentro el caldero, y de rabia y despecho, echó también la soga, con que le pudiera sacar atando a ella un garabato o garfio.»
[140] La edición de 1514, para evitar la ambigüedad que se origina de estas dos preposiciones a juntas, puso aquí «en quien.»
[141] Romance divulgadísimo en los siglos XVI y XVII. La música con que lo cantaba Sempronio podía ser la que da Luis Venegas de Henestrosa en su Libro de cifra nueva, Alcalá 1557, o la que pone Juan Bermudo en su Declaración de instrumentos musicales, 1555. Tan popular se hizo el comienzo de este romance cuando se trataba de algún despiadado, que en el Rinconete de Cervantes la Cariharta, enojada con Repolido, le llama «ese marinero de Tarpeya, ese tigre de Ocaña», es decir que el primer verso había cristalizado en un disparate popular, semejante al otro que equivale a «tigre de Hircania.»
[142] «Como de lo vivo a lo pintado (cuando hay gran diferencia en algo») Correas pág. 361. Una comedia de Claramonte lleva el título De lo vivo a lo pintado. Es hoy frase muy corriente.
[143] Esta misma exclamación la repite Lucrecia en el otro trozo de La Celestina que aquí publicamos, p. 75, arriba.
[144] «Meter aguja y sacar reja.» (Cuando se da poco para sacar mucho) Correas; «Dar aguja y sacar reja: quando con pequeño don se alcança cosa de mucho interesse» Covarrubias.
[145] «Como coger agua en cesto» (A trabajo perdido) Correas Vocabulario pág. 597 b.
[146] «Ruda, es yerva conocida, y aunque de grave olor, tiene muchos provechos en sí, y por el mucho uso della y ser a todos tan común, dezimos de alguna persona ser mas conocida que la ruda.» Covarrubias.
[147] Tia usado como título de respeto para las personas ancianas del pueblo; así como madre en boca de Alia y de Melibea. Celestina, en cambio, llama «señoras» a éstas. Lucrecia antes (p. 74) llamó también madre a Celestina.
[148] Frase obscura. Parece que Celestina alude al uso jurídico de prestar juramento una persona acompañada de otras varias que juraban con ella: ‘tan buena como mi tela sea mi vejez y la de quien quisiere apoyarme en este juramento’.
[149] Cuentas significa ‘el rosario’: Celestina ofrece rezarlo cuatro veces.
[150] Refrán que también tiene la forma de «Viva la gallina y viva con su pepita.»
[151] Refrán que hoy es más bien: «Cada uno habla (o cuenta) de la feria como le va en ella.»
[152] Comp. la frase «Ese es otro cantar» significado ‘eso es distinto’.
[153] Refrán que tenía múltiples formas: «Dondequiera hay una mala legua.» «En cada cabo hay dos leguas (o un rato) de mal quebranto.» «A cada cabo hay tres leguas de quebranto.» Correas, pág. 292 b, 119 b, 14 a.
[154] Hoy se dice «No ver uno la hora de una cosa», para denotar el deseo grande de que llegue el momento de que algo suceda. Se entiende ‘no ver nunca llegar la hora’, es decir que la impaciencia hace que parezca muy largo el tiempo. En la forma antigua, la hora que está por ‘la hora en que’. Compárese la frase aun vea el hora que por ‘ojalá llegue tiempo que’ o ‘en que’ Mio Cid, pág. 48838, 77910.
[155] Refrán.
[156] Dios-os-salve, o Dios-te-salve, nombre humorístico de la ‘cicatriz’ o ‘costurón’.
[157] Filosomía ‘fisonomía’.
[158] Tomado de Petrarca, como otros varios pasajes de este trozo.
[p. 83]
Las primeras ediciones conocidas de esta novela son tres, impresas en Burgos, Alcalá y Amberes, en el mismo año 1554; las tres suponen otra anterior de la cual ellas derivan.
La prosa castellana había tenido en la Edad Media un cultivo temprano y aventajado; nos admira ya en el siglo XIII con Alfonso el Sabio, en el XIV con don Don Juan Manuel, y produce, en tiempos de los Reyes Católicos, obras tan notables como la Celestina. Bajo el reinado de Carlos V tomó mayor vuelo; aplicáronla a la exposición doctrinal Fr. Antonio de Guevara, Hernán Pérez de Oliva, Juan de Valdés, etc., y apareció como maestra consumada en la novela. En este terreno no es ciertamente su mérito mayor haber servido a narraciones idealistas de aventuras en los Libros de Caballerías, pues este género decaía ya de su viejo esplendor, que en el siglo XIV había producido el Amadís de Gaula; un nuevo lenguaje de la narración se desarrollaba ahora, a mediados del siglo XVI, complaciéndose en la pintura satírica de tipos y costumbres sociales, tomados de la realidad, con todo el vigor y crudeza con que en ella se ofrecen, y este es sin duda el aspecto más importante que ofrece la prosa en tiempo del Emperador. Con estas narraciones realistas que forman la llamada novela picaresca (por abundar en tipos de pícaros,[p. 84] truhanes, vagos, espadachines y ladrones), España dió a la literatura universal el primer modelo de la novela moderna de costumbres.
El Lazarillo, aparecido en los últimos tiempos del emperador Carlos V, es la más antigua de estas novelas picarescas, la más popular en España[159] y la más conocida en Europa, y nos ofrece como una novedad (a pesar de la Celestina) el cultivo de la lengua popular y corriente, en que no escasean las incongruencias gramaticales que consigo arrastra la viveza de la conversación; por eso en el prólogo, el pobre Lázaro, antes de empezar a referir su historia, disculpa el grosero estilo en que por fuerza ha de contarla.
En este estilo llano, propio para la pintura de escenas de la vida ordinaria, parecido al que cincuenta años más tarde empleará Cervantes, es el Lazarillo admirable modelo. Su lenguaje se distingue especialmente por una sobriedad magistral; cada palabra va derecha a lograr un marcado efecto pictórico y satírico.
Esta excelencia, sin embargo, no nos ha de impedir el notar cierta falta de habilidad en la construcción de una frase un poco larga, y alguna dificultad en las transiciones, embarazadas con adverbios y conjunciones inútiles o pesados: en este tiempo, con el sentido de ‘luego’ o ‘entonces’, final[p. 85]mente, de manera que, etc.; pero éste no es defecto suyo propio, pues algo análogo hallamos en casi todos los escritores de este siglo, como Mendoza, Granada y León; cada vez menos, conforme la lengua va ganando en experiencia. Advirtamos también que es enteramente inexacta la apreciación que en 1620 emitió un implacable corrector y discreto continuador del Lazarillo, Juan de Luna, diciendo que la frase de esta antigua obra era «más francesa que española». Quizá le chocaba el uso abundante del pronombre personal acompañando a las formas verbales, donde, por no haber necesidad de insistir en la persona, se omite hoy: yo por bien tengo, yo oro ni plata no te lo puedo dar, yo hice, yo dormí (pág. 94), y otros casos así, que Luna corrigió en su edición, y que se hallan también, por ejemplo, en Mendoza; o frases como no curé de lo saber (je n’ai cure de le savoir), o voces tales como coraje o luengo[160], que son del más castizo castellano, por más que no le parecieran corrientes a Luna; como éste era maestro de español en Francia, se le antojaban tomadas del francés cuantas expresiones oía en su idioma patrio que a él no le eran familiares y se asemejaban a otras francesas.
[p. 86]
TRATADO III
Lázaro[161], herido desgraciadamente por un clérigo avaro, a quien servía en Maqueda, abandona este pueblo y sirve en Toledo a un hidalgo tan presumido como pobre y holgazán.
Desta manera me fué forzado sacar fuerzas de flaqueza, y poco a poco, con ayuda de las buenas gentes, di conmigo en esta insigne ciudad de Toledo, adonde, con la merced de Dios, dende a quince días se me cerró la herida; y[162] mientras estaba malo siempre me daban alguna limosna; mas después que estuve sano todos me decían: «tú, bellaco y gallofero[163] eres; busca, busca un amo a[p. 87] quien sirvas.» ¿Y adónde se hallará ése[164], decía yo entre mí, si Dios agora de nuevo (como crió el mundo) no lo criase? Andando así discurriendo de puerta en puerta con harto poco remedio (porque ya la caridad se subió al cielo), topóme Dios con un escudero[165] que iba por la calle con razonable vestido, bien peinado, su paso y compás en orden; miróme y yo a él, y díjome: «mochacho, ¿buscas amo?» Yo le dije: «sí, señor».—«Pues vente tras mí, me respondió, que Dios te ha hecho merced en topar conmigo; alguna buena oración rezaste hoy». Y seguíle, dando gracias a Dios por lo que oí, y también que[166] me parecía, según su hábito y continente, ser el que yo había menester. Era de mañana cuando este mi tercero amo topé, y llevóme tras sí gran parte de la ciudad. Pasábamos por las plazas donde se vendía pan y otras provisiones; yo pensaba y aun deseaba que allí me[p. 88] quería cargar de lo que se vendía, porque esta era propria hora[167] cuando se suele proveer de lo necesario; mas muy a tendido paso pasaba por estas cosas. «Por ventura no lo ve aquí a su contento, decía yo, y querrá que lo compremos en otro cabo.»
Desta manera anduvimos hasta que dió[168] las once: entonces se entró en la iglesia mayor, y yo tras él; y muy devotamente le vi oir misa y los otros oficios divinos, hasta que todo fué acabado y la gente ida. Entonces salimos de la iglesia, y[169] a buen paso tendido comenzamos a ir por la calle abajo; yo iba el más alegre del mundo, en ver que no nos habíamos ocupado en buscar de comer; bien consideré que debía ser hombre, mi nuevo amo, que se proveía en junto[170], y que ya la comida estaría a punto, y tal como yo la deseaba y aun la había menester. En este tiempo dió el reloj la una, después de medio día[171], y llegamos a una casa, ante la cual, mi amo se paró y yo con él, y derribando el cabo de la capa sobre el lado izquierdo, sacó una llave de la manga y abrió su puerta y entramos en casa, la[p. 89] cual[172] tenía la entrada obscura y lóbrega, de tal manera, que parecía que ponía temor a los que en ella entraban, aunque dentro della estaba un patio pequeño y razonables cámaras[173]. Desque fuimos entrados, quita de sobre sí su capa, y preguntando[174] si tenía las manos limpias, la sacudimos y doblamos, y muy limpiamente soplando un poyo que allí estaba, la puso en él; y hecho esto, sentóse cabo della, preguntándome muy por extenso de dónde era y cómo había venido a aquella ciudad, y yo le di más larga cuenta que quisiera; porque me parecía más conveniente hora de mandar poner la mesa y escudillar la olla, que de lo que me pedía; con todo eso, yo le satisfice de mi persona lo mejor que mentir supe, diciendo mis bienes y callando lo demás, porque me parecía no ser para en cámara[175].
Esto hecho, estuvo ansí un poco, y yo luego[176] vi mala señal, por ser ya casi las dos y no le ver[p. 90] más aliento[177] de comer que a un muerto. Después desto, consideraba aquél tener cerrada la puerta con llave ni[178] sentir arriba ni abajo pasos de viva persona por la casa; todo lo que yo había visto eran paredes, sin ver en ella silleta, ni tajo, ni banco, ni mesa, ni aun tal arcaz como el de marras[179]; finalmente ella parecía casa encantada. Estando así, díjome: «tú, mozo, ¿has comido?»—«No, señor, dije yo, que aun no eran dadas las ocho cuando con vuestra merced encontré.»—«Pues, aunque de mañana, yo había almorzado, dice, y cuando ansí como algo, hágote saber que hasta la noche me estoy ansí; por eso, pásate como pudieres, que después cenaremos.» Vuestra merced crea, cuando esto le oí, que estuve en poco de caer de mi estado[180], no tanto de hambre como por conocer de todo en todo la fortuna serme adversa. Allí se me representaron de nuevo mis fatigas, y torné a llorar mis trabajos; allí se me vino a la memoria la consideración que hacía cuando me pensaba ir del clérigo, diciendo que aunque aquél era desven[p. 91]turado y mísero, por ventura toparía con otro peor; finalmente, allí lloré mi trabajosa vida pasada y mi cercana muerte venidera; y con todo, disimulando lo mejor que pude:[181] «señor, mozo soy que no me fatigo mucho por comer, bendito Dios[182]; deso me podré yo alabar entre todos mis iguales, por de[183] mejor garganta, y ansí fuí yo loado della hasta hoy día de los amos que yo he tenido.»—«Virtud es esa, dijo él, y por eso te querré yo más: porque el hartar es de los puercos, y el comer regladamente es de los hombres de bien.»—Bien te he entendido, dije yo entre mí; maldita tanta medicina y bondad como aquestos mis amos, que yo hallo, hallan en la hambre. Púseme a un cabo del portal, y saqué unos pedazos de pan del seno, que me habían quedado de los de por Dios.
Él, que vió esto, díjome: «Ven acá, mozo, ¿qué comes?» Yo lleguéme a él, y mostréle el pan; tomóme él un pedazo, de tres que eran, el mejor y más grande[184], y díjome: «¡Por mi vida, que parece éste buen pan!»—«¡Y cómo agora, dije yo, señor, es bueno!»—«Sí, a fe, dijo él; ¿adónde lo hu[p. 92]biste? ¿Si[185] es amasado de manos limpias?»—«No sé yo eso, le dije; mas a mí no me pone asco el sabor dello.»—«Ansí plega a Dios», dijo el pobre de mi amo, y llevándolo a la boca comenzó a dar en él tan fieros[186] bocados como yo en lo otro. «¡Sabrosísimo pan está, dijo, por Dios!» Y como le sentí de qué pie coxqueaba[187], dime priesa, porque le vi en disposición, si acababa antes que yo, se comediría[188] a ayudarme a lo que me quedase; y con esto acabamos casi a una. Mi amo comenzó a sacudir con las manos unas pocas de migajas, y bien menudas[189], que en los pechos se le habían quedado, y entró en una camareta que allí estaba, y sacó un jarro desbocado, y no muy nuevo, y desque hubo bebido, convidóme con él. Yo, por hacer del continente, dije: «Señor, no bebo vino.»—«Agua es, me respondió, bien puedes beber.» Entonces tomé el jarro y bebí, no mucho, porque de sed no era mi congoja. Ansí estuvimos hasta la noche, hablando en cosas que me pregun[p. 93]taba, a las cuales yo le respondí lo mejor que supe. En este tiempo metióme en la cámara donde estaba el jarro de que bebimos, y díjome: «Mozo, párate[190] allí, y verás cómo hacemos esta cama, para que la sepas hacer de aquí adelante.» Púseme de un cabo y él del otro, y hecimos la negra cama, en la cual no había mucho que hacer, porque ella tenía sobre unos bancos un cañizo, sobre el cual estaba tendida la ropa... Hecha la cama, y la noche venida, díjome: «Lázaro, ya es tarde, y de aquí a la plaza hay gran trecho; también en esta ciudad andan muchos ladrones, que siendo de noche, capean[191]; pasemos como podamos, y mañana, viniendo el día, Dios hará merced; porque yo por estar solo no estoy proveído; antes he comido estos días por allí fuera, mas agora hacerlo hemos[192] de otra manera.»—«Señor, de mí, dije yo, ninguna pena tenga vuestra merced, que sé pasar una noche, y aun más, si es menester, sin comer.»—«Vivirás más, y más sano, me respondió, porque, como decíamos hoy, no[p. 94] hay tal cosa en el mundo para vivir mucho, que[193] comer poco.» Si por esa vía es, dije entre mí, nunca yo moriré, que siempre he guardado esa regla por fuerza, y aun espero en mi desdicha tenella toda mi vida. Y acostóse en la cama, poniendo por cabecera las calzas y el jubón[194], y mandóme echar a sus pies, lo cual[195] yo hice; mas maldito el sueño que yo dormí, porque las cañas y mis salidos huesos en toda la noche dejaron de rifar y encenderse[196], que con mis trabajos, males y hambre, pienso que en mi cuerpo no había libra de carne. Y también, como aquel día no había comido casi nada, rabiaba de hambre, la cual con el sueño no tenía amistad; maldíjeme mil veces, Dios me lo perdone, y a mi ruin fortuna. Allí lo más de la noche y lo peor, no osándome revolver por no despertalle, pedí a Dios muchas veces la muerte.
La mañana venida, levantámonos, y comienza a limpiar y sacudir sus calzas y jubón, y sayo y[p. 95] capa; ¡y yo que le servía de pelillo![197]; y vísteseme muy a su placer de espacio; echéle aguamanos, peinóse y puso su espada en el talabarte, y al tiempo que la ponía, díjome: «¡Oh, si supieses, mozo, qué pieza es esta! No hay marco de oro en el mundo porque yo la diese; mas así, ninguna de cuantas Antonio[198] hizo, no acertó a ponelle los aceros tan prestos como ésta los tiene»; y sacóla de la vaina, y tentóla con los dedos, diciendo: «Vesla aquí, yo me obligo con ella[199] cercenar un copo de lana.» Y yo dije entre mí: «Y yo con mis dientes, aunque no son de acero, un pan de cuatro libras.» Tornóla a meter, y ciñósela, y un sartal de cuentas gruesas del talabarte, y con un paso sosegado y el cuerpo derecho, haciendo con él y con la cabeza muy gentiles meneos, echando el cabo de la capa sobre el hombro, y a veces so[200] el brazo, y poniendo la mano derecha en el costado, salió por la puerta, diciendo: «Lázaro, mira por la casa en tanto que voy a oir misa, y haz la cama, y ve por la vasija de agua al río, que aquí bajo está; y cierra la puer[p. 96]ta con llave, no nos hurten algo, y ponla aquí al[201] quicio, porque si yo viniere en tanto, pueda entrar.» Y súbese por la calle arriba con tan gentil semblante y continente, que quien no le conociera pensara ser muy cercano pariente al Conde Claros[202], o a lo menos camarero que le daba de vestir.
Bendito seáis vos, Señor, quedé yo diciendo, que dais la enfermedad, y ponéis el remedio. ¿Quién encontrará a aquel mi señor, que no piense, según el contento de sí lleva, haber anoche bien cenado y dormido en buena cama, y aunque agora es de mañana, no le cuenten[203] por muy bien[p. 97] almorzado? Grandes secretos son, Señor, los que vos hacéis, y las gentes ignoran. ¿A quién no engañará aquella buena disposición y razonable capa y sayo, y quién pensará que aquel gentil hombre se pasó ayer todo el día sin comer, con aquel mendrugo de pan, que su criado Lázaro trujo un día y una noche en el arca de su seno, do no se le podía pegar mucha limpieza, y hoy, lavándose las manos y cara, a falta de paño de manos, se hacía servir del halda del sayo?[204] Nadie, por cierto, lo sospechará. ¡Oh Señor, y cuántos de aquestos debéis vos tener por el mundo derramados, que padecen por la negra que llaman honra[205] lo que por vos no sufrirían!...
Púseme a pensar qué haría, y parecióme esperar a mi amo hasta que el día demediase, y si viniese[206], y por ventura trajese algo que comiésemos; mas en vano fué mi esperanza. Desque vi ser las dos, y no[207] venía y la hambre me aquejaba, cierro mi puerta y pongo la llave donde mandó, y tórnome a mi menester; con baja y enferma voz y inclinadas mis manos en los senos, puesto Dios ante mis ojos, y la lengua en su nombre, comienzo a pedir pan por las puertas y casas más[p. 98] grandes que me parecía; mas como yo este oficio le hobiese mamado en la leche, quiero decir que con el gran maestro el ciego lo aprendí, tan suficiente discípulo salí, que aunque en este pueblo no había caridad, ni el año fuese muy abundante, tan buena maña me di, que antes que el reloj diese las cuatro, ya yo tenía otras tantas libras de pan ensiladas[208] en el cuerpo, y más de otras dos en las mangas y senos. Volvíme a la posada, y al pasar por la tripería, pedí a una de aquellas mujeres, y dióme un pedazo de uña de vaca con otras pocas de tripas cocidas.
Cuando llegué a casa, ya el bueno de mi amo estaba en ella, doblada su capa y puesta en el poyo, y él paseándose por el patio. Como entro, vínose para mí; pensé que me quería reñir la tardanza, mas mejor lo hizo Dios. Preguntóme do[209] venía; yo le dije: «Señor, hasta que dió[210] las dos estuve aquí, y de que vi que vuestra merced no venía, fuíme por esa ciudad a encomendarme a las buenas gentes, y hanme dado esto que veis»; mostréle el pan y las tripas que en un cabo de la halda traía, a lo cual él mostró buen semblante, y dijo: «Pues esperádote he a comer, y de que vi que no veniste, comí. Mas tú haces como hombre de bien en eso, que más vale pedillo por Dios que no hurtallo; y ansí él me ayude como[p. 99] ello[211] me parece bien, y solamente te encomiendo no sepan que vives comigo, por lo que toca a mi honra, aunque bien creo que será secreto, según lo poco que en este pueblo soy conocido: ¡nunca a él yo hubiera de venir!»—«De eso pierda, señor, cuidado, le dije yo, que maldito aquel que ninguno tiene de pedirme esa cuenta ni yo de dalla.»—«Agora, pues, come, pecador, que si a Dios place presto nos veremos sin necesidad; aunque te digo que después que en esta casa entré, nunca bien me ha ido: debe ser de mal suelo, que hay casas desdichadas y de mal pie, que a los que viven en ellas pegan la desdicha. Esta debe de ser, sin dubda, de ellas[212]; mas yo te prometo, acabado el mes, no quede en ella, aunque me la den por mía.»
Sentéme al cabo del poyo, y porque no me tuviese por glotón, callé la merienda, y comienzo a cenar y morder en mis tripas y pan, y disimuladamente miraba al desventurado señor mío, que no partía sus ojos de mis faldas, que aquella[213] sazón servían de plato. Tanta lástima haya Dios de mí como yo había del, porque sentí lo que sentía,[p. 100] y muchas veces había por ello pasado y pasaba cada día. Pensaba si sería bien comedirme a convidalle; mas por me haber dicho que había comido, temíame no aceptaría el convite. Finalmente, yo deseaba aquel[214] pecador ayudase a su trabajo del mío, y se desayunase como el día antes hizo, pues había mejor aparejo[215], por ser mejor la vianda y menos mi hambre. Quiso Dios cumplir mi deseo, y aun pienso que el suyo, porque como comencé a comer, y él se andaba paseando, llegóse a mí, y díjome: «Dígote, Lázaro, que tienes en comer la mejor gracia que en mi vida vi a hombre, y que nadie te lo verá hacer que no le pongas gana, aunque no la tenga.»—La muy buena que tú tienes, dije yo entre mí, te hace parecer la mía hermosa. Con todo parecióme ayudarle, pues se ayudaba[216], y me abría camino para ello, y díjele: «Señor, el buen aparejo hace buen artífice; este pan está sabrosísimo, y esta uña de vaca tan bien cocida y sazonada, que no habrá a quien no convide con su sabor.»—«¿Uña de vaca es?»—«Sí, señor.»—«Dígote que es el mejor bocado del mundo, y que no hay faisán que ansí me sepa.»—[p. 101]«Pues pruebe, señor, y verá qué tal está.» Póngole en las uñas la otra y tres o cuatro raciones de pan de lo más blanco, y asentóseme al lado y comienza a comer, como aquel que lo había gana[217], royendo cada huesecillo de aquellos mejor que un galgo suyo lo hiciera. «Con almodrote,[218] decía, es este singular manjar.»—Con mejor salsa lo comes tú[219], respondí yo paso.—«Por Dios, que me ha sabido como si hoy no hobiera comido bocado.»—Ansí me vengan los buenos años como es ello, dije yo entre mí. Pidióme el jarro del agua y díselo como lo había traído; es señal que pues no le faltaba el agua, que no le había a mi amo sobrado la comida. Bebimos y muy contentos nos fuimos a dormir como la noche pasada. Y por evitar prolijidad, desta manera estuvimos ocho o diez días, yéndose el pecador en la mañana con aquel contento y paso contado[220] a papar aire por las calles, teniendo en el pobre Lázaro una cabeza de lobo.[221] Contemplaba yo muchas veces mi de[p. 102]sastre, que escapando de los amos ruines que había tenido, y buscando mejoría, viniese a topar con quien no sólo no me mantuviese, mas a quien yo había de mantener. Con todo, le quería bien, con ver que no tenía ni podía más, y antes le había lástima que enemistad, y muchas veces por llevar a la posada con que él lo pasase[222], yo lo pasaba mal... Dios es testigo que hoy día, cuando topo con alguno de su hábito, con aquel paso y pompa, le he lástima con pensar si padece lo que aquél le vi sufrir... Sólo tenía dél un poco de descontento: que quisiera yo que no tuviera tanta presunción, mas que abajara un poco su fantasía con lo mucho que subía su necesidad; mas, según me parece, es regla ya entre ellos usada y guardada, aunque no haya cornado de trueco[223], ha de[p. 103] andar el birrete en su lugar[224]. El Señor lo remedie, que ya con este mal han de morir.
Pues estando yo en tal estado, pasando[225] la vida que digo, quiso mi mala fortuna, que de perseguirme no era satisfecha, que en aquella trabajada y vergonzosa vivienda no durase. Y fué: como el año en este tierra fuese estéril de pan, acordaron el ayuntamiento que todos los pobres extranjeros se fuesen de la ciudad, con pregón, que el que de allí adelante topasen fuese punido con azotes. Y así, ejecutando la ley desde a cuatro días que el pregón se dió, vi llevar una procesión de pobres azotando por las Cuatro Calles[226], lo cual me puso tan gran espanto, que nunca osé desmandarme a demandar. Aquí viera, quien vello pudiera, la abstinencia de mi casa y la tristeza y silencio de los moradores della, tanto que nos acaesció estar dos o tres días sin comer bocado ni hablar palabra. A mí diéronme la vida unas mujercillas hilanderas de algodón, que hacían bonetes y vivían par de nosotros, con las cuales yo tuve vecindad y conocimiento, que de la lacería[227] que les traían me daban alguna cosilla, con la cual muy pasado me[p. 104] pasaba[228], y no tenía tanta lástima de mí como del lastimado de mi amo, que en ocho días maldito el bocado que comió, a lo menos en casa bien los[229] estuvimos sin comer; no sé yo cómo o dónde andaba y qué comía. ¡Y velle venir a medio día la calle abajo con estirado cuerpo, más largo que galgo de buena casta! Y por lo que toca a su negra que dicen honra, tomaba una paja de las que aun asaz no había en casa, y salía a la puerta escarbando los dientes que nada entre sí tenían, quejándose todavía de aquel mal solar, diciendo: «¡Malo está de ver! Que la desdicha desta vivienda lo hace; como ves, es lóbrega, triste, obscura; mientras aquí estuviéremos, hemos de padecer; ya deseo que se acabe este mes por salir della.»
Pues estando en esta afligida y hambrienta persecución, un día, no sé por cuál dicha o ventura, en el pobre poder de mi amo entró un real, con el cual vino a casa tan ufano como si tuviera el tesoro de Venecia, y con gesto muy alegre y risueño me lo dió, diciendo: «tomá, Lázaro, que Dios ya va abriendo su mano; ve a la plaza y merca pan y vino y carne; quebremos el ojo al diablo[230]; y más[p. 105] te hago saber, porque te huelgues, que he alquilado otra casa, y en esta desastrada no hemos de estar más de en cumpliendo el mes, ¡maldita sea ella, y el que en ella puso la primera teja, que con mal en ella entré! Por nuestro Señor, cuanto ha que en ella vivo, gota de vino ni bocado de carne no he comido, ni he habido descanso ninguno; mas tal vista tiene y tal obscuridad y tristeza. Ve, y ven presto y comamos hoy como condes.» Tomo mi real y jarro, y a los pies dándoles priesa, comienzo a subir mi calle, encaminando mis pasos para la plaza muy contento y alegre. Mas ¿qué me aprovecha si está constituído en mi triste fortuna que ningún gozo me venga sin zozobra? Y ansí fué éste; porque yendo la calle arriba, echando mi cuenta en lo que le[231] emplearía, que fuese mejor y más provechosamente gastado, dando infinitas gracias a Dios, que a mi amo había hecho con dinero, a deshora me vino al encuentro un muerto, que por la calle abajo muchos clérigos y gente en unas andas traían; arriméme a la pared por darles lugar, y desque el cuerpo pasó, venía luego a par del lecho una que debía ser su[232] mujer del difunto, cargada de luto, y con ella otras muchas mujeres, la cual iba llorando a grandes voces, y diciendo: «¡marido y señor mío! ¿adónde os[p. 106] me[233] llevan? ¡a la casa triste y desdichada! ¡a la casa lóbrega y obscura! ¡a la casa donde nunca comen ni beben!»[234] Yo que aquello oí, juntóseme el cielo con la tierra, y dije: «¡Oh desdichado de mí! para mi casa llevan este muerto»; dejo el camino que llevaba, y hendí por medio de la gente, y vuelvo por la calle abajo a todo el más correr que pude para mi casa, y entrando en ella cierro a[235] grande priesa, invocando el auxilio y favor de mi amo, abrazándome dél, que me venga ayudar y a defender la entrada. El cual algo alterado, pensando que fuese otra cosa, me dijo: «¿qué es eso, mozo? ¿qué voces das? ¿qué has? ¿por qué cierras la puerta con tal furia?»—«Oh señor, dije yo, acuda aquí, que nos traen acá un muerto.»—«¿Cómo así?» respondió él.—«Aquí arriba le encontré, y venía dicien[p. 107]do su mujer: marido y señor mío, ¿adónde os llevan? ¡a la casa lóbrega y obscura! ¡a la casa triste y desdichada! ¡a la casa donde nunca comen ni beben! acá, señor, nos le traen.» Y ciertamente cuando mi amo esto oyó, aunque no tenía por qué estar muy risueño, rió tanto que muy gran rato estuvo sin poder hablar. En este tiempo tenía yo echada la aldaba a la puerta y puesto el hombro en ella por más defensa. Pasó la gente con su muerto, y yo todavía me recelaba que nos le habían de meter en casa; y desque fué ya más harto de reir que de comer, el bueno de mi amo díjome: «verdad es Lázaro; según la viuda lo va diciendo, tú tuviste razón de pensar lo que pensaste; mas, pues Dios lo ha hecho mejor, y pasan adelante, abre, abre, y ve por de comer.»[236]—«Dejálos, señor, acaben de pasar la calle», dije yo. Al fin vino mi amo a la puerta de la calle, y ábrela esforzándome, que bien era menester según el miedo y alteración, y me tornó a encaminar. Mas aunque comimos bien aquel día, maldito el gusto yo tomaba en ello, ni en aquellos tres días torné en mi color, y mi amo muy risueño todas las veces que se le acordaba aquella mi consideración.
De esta manera estuve con mi tercero y pobre amo, que fué este escudero, algunos días, y en todos deseando saber la intención de su venida y estada en esta tierra; porque desde el primer día[p. 108] que con él asenté, le conocí ser extranjero, por el poco conocimiento y trato que con los naturales della tenía. Al fin se cumplió mi deseo, y supe lo que deseaba; porque un día que habíamos comido razonablemente, y estaba algo contento, contóme su hacienda[237], y díjome ser de Castilla la Vieja, y que había dejado su tierra no más de[238] por no quitar el bonete a un caballero su vecino. «Señor, dije yo, si era él lo que decís, y tenía más que vos, no errábades en quitárselo primero, pues decís que él también os lo quitaba»—«Sí es, y sí tiene, y también me lo quitaba él a mí; mas de cuantas veces yo se le[239] quitaba primero, no fuera malo comedirse él alguna, y ganarme por la mano.»—«Paréceme, señor, le dije yo, que en eso no mirara; mayormente con mis mayores que yo, y que tienen más.»—«Eres mochacho, me respondió, y no sientes las cosas de la honra, en que el día de hoy[240] está todo el caudal de los hombres de bien;[p. 109] pues te hago saber que yo soy (como ves) un escudero, mas vótote a Dios, si al Conde topo en la calle, y no me quita muy bien quitado del todo el bonete, que otra vez que venga, me sepa yo entrar en una casa, fingiendo yo en ella algún negocio o atravesar otra calle, si la hay, antes que llegue a mí, por no quitárselo; que un hidalgo[241] no debe a otro que a Dios y al rey nada, ni es justo, siendo hombre de bien, se descuide un punto de tener en mucho su persona. Acuérdome, que un día deshonré en mi tierra a un oficial, y quise poner en él las manos, porque cada vez que le topaba me decía: mantenga Dios a vuestra merced[242]. Vos, don villano ruin, le dije yo, ¿por qué no sois bien criado? ¿Manténgaos Dios, me habéis de decir[p. 110] como si fuese quien quiera? De allí adelante, de aquí acullá me quitaba el bonete, y hablaba como debía.»—«¿Y no es buena manera de saludar un hombre a otro, dije yo, decirle que le mantenga Dios?»—«Mira, mucho de enhoramala, dijo él; a los hombres de poca arte dicen eso, mas a los más altos, como yo, no les han de hablar menos de: beso las manos de vuestra merced, o por lo menos, bésoos, señor, las manos, si el que me habla es caballero. Y ansí aquel de mi tierra, que me atestaba de mantenimiento[243], nunca más le quise sufrir; ni sufriría, ni sufriré a hombre del mundo, del rey abajo, que manténgaos Dios me diga.»—Pecador de mí, dije yo, por eso tiene tan poco cuidado de mantenerte, pues no sufres que nadie se lo ruegue.—«Mayormente, dijo, que no soy tan pobre, que no tengo en mi tierra un solar de casas, que a estar ellas en pie y bien labradas, diez y seis leguas de donde nací, en aquella Costanilla de Valladolid, valdrían más de doscientas veces mil maravedís, según se podrían hacer grandes y buenas; y tengo un palomar que, a no estar derribado como está, daría cada año más de doscientos palominos, y otras cosas que me callo, que dejé por lo que tocaba a mi honra; y vine a esta ciudad pensando que hallaría un buen asiento, mas no me ha sucedido como pensé. Canónigos y señores de la[p. 111] iglesia muchos hallo; mas es gente tan limitada[244], que no los sacarán[245] de su paso todo el mundo. Caballeros de media talla también me ruegan; mas servir con[246] estos es gran trabajo, porque de hombre os habéis de convertir en malilla, y si no, andá con Dios, os dicen, y las más veces son los pagamentos a largos plazos, y lo más más[247] cierto comido por servido; ya cuando quieren reformar conciencia y satisfaceros vuestros sudores, sois librados[248] en la recámara, en un sudado jubón, o raída capa o sayo. Ya cuando asienta hombre[249] con un señor de título, todavía pasa su laceria, ¿pues, por ventura no hay en mí habilidad para servir y contentar a éstos? Por Dios, si con él topase, muy gran su privado[250] pienso que fuese, y[p. 112] que mil servicios le hiciese porque yo sabría mentille tan bien como otro, y agradalle a las mil maravillas; reille ya mucho sus donaires y costumbres, aunque no fuesen las mejores del mundo; nunca decirle cosa con que le pesase, aunque mucho le cumpliese; ser muy diligente en su persona en dicho y hecho; no me matar por hacer bien las cosas que él no había de ver, y ponerme a reñir donde él lo oyese con la gente de servicio, porque paresciese tener gran cuidado de lo que a él tocaba; si riñese con algún su criado, dar unos puntillos agudos para le encender la ira, y que pareciesen en favor del culpado; decirle bien de lo que bien le estuviese; y por el contrario, ser malicioso mofador, malsinar[251] a los de casa; y a los de fuera pesquisar, y procurar de saber vidas ajenas para contárselas, y muchas otras galas de esta calidad, que hoy día se usan en palacio, y a los señores dél parecen bien, y no quieren ver en sus casas hombres virtuosos, antes los aborrecen y tienen en poco y llaman necios, y que no son personas de negocios, ni con quien el señor se puede descuidar, y con estos, los astutos usan, como digo, el día de hoy, de lo que yo usaría. Mas no quiere mi ventura que le halle.» Desta manera lamentaba también su adversa fortuna mi amo, dándome relación de su persona valerosa.
NOTAS
[159] El nombre del protagonista Lazarillo pasó a ser sustantivo apelativo para designar al guía de ciego; y la frase oler el poste (= prever un peligro), alude a una aventura de esta novela, pues Lazarillo se vengó del ciego en Escalona guiándole a que se descalabrase contra un poste, y diciéndole: «¿Cómo olistes la longaniza y no el poste?» Esta aventura se recuerda en un cuento popular, terminado con el dístico «y usted que olió la sardina, ¿por qué no ha olido la esquina?», Fernán Caballero, Cuentos y poesías populares andaluces, Madrid, Romero, 1907, pág. 174 (comp. Revue Hispanique, VII, p. 92-93).
[160] V. Morel-Fatio en el Prefacio de su traducción francesa del Lazarillo.
[161] El protagonista Lázaro se llamó de Tormes por haber nacido en Tejares, aldea de Salamanca, a la orilla del río Tormes. No se dijo del Tormes, porque en castellano antiguo los nombres de los ríos solían no llevar artículo: «las aguas de Duero, sobre Tajo», etcétera. Véase adelante cómo Fray Luis de León dice «en la ribera de Tormes».
[162] Nótase poca habilidad en la unión de los párrafos. En vez de esta conjunción y, tan poco apropiada, puso el ya citado corrector Juan de Luna: «que fuera mejor no se me cerrara porque mientras...»
[163] Gallofa es la comida que reparten en los conventos a los pobres, y gallofero, según Covarrubias (1610), «el pobretón que sin tener enfermedad se anda holgazán y ocioso, acudiendo a las horas de comer a las porterías de los conventos».
[164] El demostrativo sólo indica muchas veces, en el uso familiar (por esto Juan de Luna lo suprimió aquí), extrañeza o desconocimiento de la cosa a que se refiere. Recuérdese la inurbanidad de la pregunta «¿quién es ése,?», por «quién es ese señor».
[165] Escudero, según Covarrubias, que escribía a principios del siglo XVII, era «el hidalgo que lleva el escudo al caballero en tanto que éste no pelea con él. En la paz los escuderos sirven a los señores de acompañar delante sus personas, asistir en la antecámara o sala; otros se están en sus casas y llevan acostamiento (o salario) de los señores, acudiendo a sus obligaciones a tiempos ciertos. Hoy día más se sirven dellos las señoras, y los que tienen alguna pasada huelgan más de estar en sus casas, que de servir, por lo poco que medran y lo mucho que les ocupan». Recuérdense bien todas las palabras de Covarrubias, para entender mejor las conversaciones que Lázaro tendrá con su amo.
[166] Hoy tiene también que el sentido causal de porque.
[167] Hoy habría que poner el artículo: la hora propia.
[168] Aquí se sobreentiende como sujeto «el reloj», según dice unas líneas más abajo: «En este tiempo dió el reloj la una.» Véase en la p. 98 dos casos más. Hoy tomamos como sujeto el que realmente es acusativo, y decimos: «dieron las once».
[169] Las ediciones de B. y Al., omiten la conjunción.
[170] Más común es por junto, como ponen las ediciones posteriores, o sea por mayor.
[171] Esta perífrasis era ya anticuada en tiempo de J. de Luna, que pone simplemente: «dió la una y llegamos...»
[172] Véase lo que decimos acerca de este relativo en los extractos de Fray Luis de Granada y de Mariana, págs. 126 y 201. Luna corrigió: «entramos por una entrada obscura».
[173] Para Luna era ya desusado este sustantivo, pues pone aposentos.
[174] Esta ambigüedad la salva Luna: y me preguntó.
[175] No ser para en cámara, significa «no ser correcto o cortés». Era muy corriente entonces un cantarcillo para motejar a los poco cortesanos:
No sois vos para en cámara, Pedro;
no sois vos para en cámara, non,
sino para en camaranchón.
[176] Luego significaba ‘entonces’, y no ‘después’.
[177] Nótese la frase mostrar aliento de hacer algo, por ‘tener aire de’ o ‘trazas de’. No se halla en los Diccionarios, y no era tampoco conocida de Luna que puso «no tenía más talle de comer...»
[178] La conjunción ni equivale a veces a y no, aun cuando la proposición antecedente no lleve negación. Si la lleva, este sentido es evidente; No quiso ni querrá es lo mismo que No quiso y no querrá.
[179] Alude al arca del clérigo de Maqueda.
[180] «Caer de su estado, el que, turbada la cabeza, cae en tierra amortecido» (Covarrubias). Hoy más bien significa ‘venir a menos’ o ‘descaecer de su estado’.
[181] Otras ediciones añaden le dije; pero no es indispensable, pues se omitía a veces la frase introductora del discurso directo.
[182] Elipsis muy usual en vez de «bendito sea Dios por ello».
[183] El demostrativo deso, regido de alabar, anuncia toda la proposición por de mejor garganta. La construcción es: «me podré alabar de esto: por ser de mejor garganta».
[184] Nótese la descuidada naturalidad de este giro, que Luna trocó impertinentemente así: «tomóme el mejor pedazo de tres que tenía».
[185] Esta conjunción condicional anunciando una interrogación era ya desusada en tiempo de Luna.
[186] Fiero tenía el significado general de grande.
[187] Coxquear, ‘cojear’.
[188] Comedirse, «anticiparse a hacer algún servicio sin que se lo adviertan o pidan» (Covarrubias), usado aun hoy en Ecuador (Tobar) y Argentina (Segovia). El sentido de ‘anticiparse’ vese también en las págs. 100 y 108.
[189] Luna veía, con razón, este párrafo superabundante, y puso: «acabamos casi a una; sacudióse unas migajas menudas que en los pechos se le habían quedado». En lo que no estuvo acertado, fué en no hacer resaltar, como el texto, que las migajas eran pocas y muy menudas.
[190] Parar tenía en lo antiguo casi todas las acepciones de poner: pararse en pie, pararse delante, etc.
[191] Capear es lo que hoy decimos atracar; según Covarrubias: «Quitar por fuerza la capa al que topan de noche en escampado; esto se hace dentro de los lugares y de noche; y si les dan lugar, quitan con las capas los sayos, y siempre las bolsas si traen algo en ellas.»
[192] Hoy se diría harémoslo o lo haremos. El futuro haré, harás, se compone de hacer he, hacer has, pues el infinitivo se contraía antiguamente en fer o her, har, y entre el infinitivo y el verbo auxiliar se podían colocar los pronombres enclíticos, como aquí sucede.
[193] El correlativo propio de tal es cual; pero también se usan que (amenazó hacer tal cosa que sería muy sonada) y como, que emplearíamos hoy en el caso del texto, a no ser cacofónico antes de comer.
[194] Las calzas eran el abrigo de las piernas, en lugar de nuestros pantalones, que por ser más anchos que las antiguas calzas se llamaron calzones. «Jubón, vestido justo y ceñido que se pone sobre la camisa y se ataca (o ata por medio de agujetas) con las calzas» (Covarrubias).
[195] Otra vez J. de Luna borró este lo cual, y puso yo lo hice.
[196] Esto es: se encendían en ira los huesos de Lázaro y reñían con el cañizo del lecho, por estar el colchón tan falto de lana. «En toda la noche dejaron de rifar», giro familiar que Luna corrigió añadiendo la negación omitida no dejaron de.
[197] «Servir de pelillo, hacer servicios de poca importancia y de mucha curiosidad» (Covarrubias).
[198] Espadero famoso que firma la espada de Fernando el Católico, que se conserva en la Armería Real de Madrid (Antonius me fecit), y la atribuída a Garcilaso de la Vega, el de la hazaña del Ave María. V. Catálogo de la Real Armería, por el C. de Valencia de D. Juan, 1898, págs. 213 y 256.
[199] Varias veces se podrá observar en este fragmento del Lazarillo la supresión de la preposición a cuando le precede o sigue otra a final o inicial de palabra: «me obligo con ella a cercenar».
[200] So era ya anticuado para Luna, que puso debajo.
[201] Luna decía, como nosotros, en el quicio.
[202] Las ediciones dicen Conde Alarcos o Conde de Arcos, héroe de un romance en que para nada se habla de lujo y galas. Hay que corregir Conde Claros, protagonista de otro romance que cuenta los amores funestos del Conde con la Infanta Claraniña, y describe largamente como el Conde se viste ayudado por el camarero que recuerda Lazarillo:
Media noche era por filo,
los gallos querían cantar,
Conde Claros con amores
no podía reposar,
que amores de Claraniña
no le dejan sosegar.
Cuando vino la mañana,
que quería alborear,
salto diera de la cama,
que parece un gavilán;
voces da por el palacio
y empezara de llamar:
«levantá, mi camarero:
dáme vestir y calzar.»
Presto estaba el camarero
para habérselo de dar:
diérale calzas de grana,
borceguís de cordobán,
diérale jubón de seda
aforrado en zarzahán,
diérale un manto rico
que no se puede apreciar,
trescientas piedras preciosas
alrededor del collar;
tráele un rico caballo
que en la corte no hay su par,
que la silla con el freno
bien valía una ciudad,
con trescientos cascabeles
alrededor del petral,
los ciento eran de oro
y los ciento de metal
y los ciento son de plata
por los sones concordar.
[203] Debiera decir cuente, como piense; pero cometióse esta incongruencia porque el quien tiene aquí un sentido colectivo: Todos los que le encuentren le contaran...
[204] «Sayo, vestidura que recoge y abriga el cuerpo, y sobre ella se pone la capa para salir de casa» (Covarrubias).
[205] Por la negra que llaman honra es una frase anticuada que corresponde a la que hoy se usa «por la negra honrilla».
[206] Es decir, y ver si viniese.
[207] Otras ediciones ponen y que no venía; pero la conjunción que se omite muchas veces aun hoy, y muy bien se puede decir «desque vi no venía».
[208] Ensilar es propiamente guardar el trigo en los silos o cuevas, y metafóricamente engullir o comer mucho.
[209] Do, aquí ‘de donde’.
[211] Está el personal neutro, con valor de demostrativo, representando una proposición anterior, que es el pedir limosna. Hoy diríamos eso me parece bien.
[212] Hoy el genitivo partitivo forzosamente ha de ir precedido de uno, alguno, poco, mucho, cual, etc. Luna corrigió también el arcaísmo poniendo una dellas. En un romance, dice Fernán González altaneramente al enviado del rey: «villas y castillos tengo, todos a mi mandar son; dellos me dejó mi padre, dellos me ganara yo; esto es, algunos de ellos los heredé, otros me los gané yo.
[214] Otro caso de omisión de la conjunción que. (Sigue un juego de palabras en que trabajo se toma en el doble sentido de necesidad o aflicción del cuerpo, o sea hambre del amo, y de fruto del trabajo o mendicidad del criado: «deseaba que aquel pecador socorriese su miseria con el miserable fruto de mi trabajo».)
[215] «Aparejo, lo necesario para hacer alguna cosa» (Covarrubias).
[216] Alusión al refrán ayúdate y ayudarte he o ayúdate y te ayudará Dios.
[217] En lo había gana se mezclan dos construcciones antiguas: había gana de ello + lo había en gana; en la primera se usa haber en el sentido de tener, y la segunda es análoga a otras: haber en voluntad, haber en deseo. Para Luna el giro era ya anticuado, y puso: «como aquel que tenía buena gana».
[218] Almodrote, cierta salsa que se hace en aceite con ajos, queso y otras cosas machacadas en el mortero.
[219] Alusión al hambre llamada salsa de San Bernardo, y al refrán «No hay mejor salsa que el buen apetito».
[220] Esto es, ‘paso compasado’; hoy se dice «por sus pasos contados», con toda regularidad, orden y lentitud.
[221] Cabeza de lobo, la ocasión que uno toma para aprovecharse de ella más de lo razonable, como el que mata un lobo y lleva la cabeza por los lugares de la comarca para que todos le den algo en recompensa del bien que ha hecho en matar un animal dañino. Así lo explica Covarrubias. Antes, en el Diccionario de Alonso Sánchez de la Ballesta, Salamanca, 1587, hallamos: «La cabeza del lobo; cuando buscamos algún artificio para sacar dineros, le llamamos cabeza de lobo, porque los que la muestran sacan de los lugares sus provechos por haber quitado la vida al enemigo del ganado.» El Diccionario de la Academia, hasta su edición 14.ª, no traía más que la frase, evidentemente corrompida, ser cabeza de bobo.
[222] Pasar significa tener lo necesario para vivir. No hace falta para nada corregir, como hace Luna, con que él lo pasase bien.
[223] Cornado, una moneda que tenía grabada una corona (coronado); la usaron los reyes desde Sancho IV; era de muy baja ley la que mandó batir Alfonso XI en 1331, para remediar la falta de dinero, por lo cual se siguió gran carestía. Por desprecio se dice «no valer un cornado». No es conocida la frase de trueco, que Luna desecha, escribiendo: «aunque no haya cornado ni blanca»; claro es que trueco tiene aquí la acepción de ‘cambio’ de la moneda.
[225] ‘Llevando esta vida’ o ‘haciendo tal vida’.
[226] Lugar de Toledo, no lejos de la Catedral, entre la calle de las Cordonerías, de la Chapinería, de la Obra Prima y del Hombre de Palo.
[227] Lacería vale trabajo, miseria, y metafóricamente el sustento con que se pasa miserablemente la vida.
[228] Se notará que Lázaro abusa un poco de los juegos de palabras; aquí creo que quiere decir: ‘muy pasado, enjuto o demacrado, como la fruta pasa, me pasaba la vida con aquello’.
[229] En vez de los, la edición de Burgos pone lo, que pudiera ser un pleonasmo representando a la frase siguiente: sin comer.
[230] Quebrar el ojo al diablo, hacer lo mejor, más justo y razonable, pues así se le disgusta y da tormento; se usa, en general, quebrar los ojos a uno por desplacerle o desagradarle.
[231] Este le se refiere a objeto demasiado lejano, así que otras ediciones corrigieron: «en qué emplearía mi real que fuese mejor...»
[232] Su pleonástico precediendo al genitivo posesivo, como hoy «su padre de usted».
[233] Este me es lo que se llama un dativo ético, muy usado para indicar, por medio de un pronombre en dativo, la persona que moralmente se interesa en la acción del verbo. Es frecuente en griego y latín: «Depresso incipiat jam tum mihi taurus aratro ingemere.» (Georg. I, 45.)
[234] «Este modo de llorar los muertos se usaba en toda España (dice Covarrubias, s. v. «endecha» en 1610), porque iban las mujeres detrás del cuerpo del marido, descabelladas, y las hijas tras el de sus padres, mesándose y dando tantas voces, que en la iglesia no dejaban hacer el oficio a los clérigos, y así se les mandó que no fuesen; pero hasta que sacan el cuerpo a la calle están en casa lamentando, y se asoman a las ventanas a dar gritos cuando le llevan, ya que no les dejan ir tras él.» Hoy día todavía se hace cosa semejante en algunas aldeas.
[235] Luna quitó el arcaísmo, poniendo con gran priesa. Hoy se conserva el uso de a para indicar el modo, en vez de con en la frase adverbial aprisa, que está por a prisa. Compárese también a voces, a empujones, etc., etc.
[236] Elipsis familiar: ‘ve por algo de comer’, ‘por lo de comer’. Luna retocó: «ve a buscar de comer».
[237] Hoy, hacienda, significa, comúnmente, finca rural o riquezas de otra clase; pero antes valía también negocio en general.
[238] Giro ya desusado para Luna, que corrigió «no más sino por no quitar el sombrero». Hoy diríamos: «no más que por no quitar el sombrero». Los comparativos hoy se construyen, ordinariamente, con que; pero también a veces con de: «más grande de lo que parece»; y siempre que a más le sigue un numeral cardinal, y no está en una frase negativa, es obligatorio el de: «iban más de veinte hombres»; con negación, es potestativo.
[239] Nótese la vacilación leísta; antes dijo quitárselo y os lo quitaba.
[240] Esto es en el día de hoy. La relación de tiempo se expresa muchas veces sin preposición, y aquí se suprime para evitar la repetición: en que en el día.
[241] Hidalgo era sinónimo de noble, en general; pero más concretamente designaba el ínfimo grado de nobleza; es decir, la persona de linaje noble que no tenía título ninguno especial. Como dependían directamente del Rey, sus personas, casas y heredades estaban exentas de la jurisdicción señorial; de ahí el orgullo del pobre amo de Lázaro.
[242] La fórmula manténgaos Dios y Dios mantenga, es saludo rústico muy usado en nuestro teatro antiguo. Fray Antonio de Guevara, en una de sus epístolas familiares, fechada en Avila, 1533, dice: «Acá, en nuestra Castilla, es cosa de espantar y aun para se reir las maneras y diversidades que tienen en se saludar... Unos dicen Dios mantenga, otros dicen manténgaos Dios, otros en hora buena estéis... Todas estas maneras de saludar se usan solamente entre los aldeanos y plebeyos, y no entre los cortesanos y hombres polidos; porque si, por malos de sus pecados, dijese uno a otro en la Corte Dios mantenga o Dios os guarde, le lastimarían en la honra y le darían una grita. El estilo de la Corte es decirse unos a otros: Beso las manos de vuestra merced.»
[243] Que me hartaba con tanto «manténgaos Dios»; juego de palabras, basado en el sentido propio de «mantenimiento», ‘alimento’.
[244] La Academia sólo registra el significado moderno de limitado, hombre de cortos alcances. Covarrubias no conoce éste, y sólo nos da el que conviene a las palabras del Lazarillo; «ser un hombre limitado, es ser corto y poco liberal».
[245] Todo el mundo, aunque gramaticalmente es singular, es por el sentido un plural.
[246] Las ediciones posteriores: servir a éstos.
[247] Lo más más cierto, refuerzo del adverbio por repetición; como si dijera: «lo muy más cierto» (comp. adelante pág. 239, n. 491, menos menos).
[248] Ser librado, recibir libranza u orden de pago; librar, expedir la libranza el que debe una cantidad. Recámara, el aposento que está más adentro de la cámara donde duerme el señor, y donde el camarero le tiene sus vestidos y joyas.
[249] Asienta hombre, esto es, «se asienta uno»; hombre era muy usado en sentido pronominal indefinido, como el francés on.
[250] Hoy gran privado suyo, como ya modernizó Luna. Antiguamente el posesivo se podía colocar entre el sustantivo y otro determinante; v. gr.: un mi amigo por un amigo mío.
[251] Malsinar es delatar, y malsín el cizañero o delator. («El que de secreto avisa a la justicia de algunos delitos con mala intención y por su propio interés», Covarrubias.)
[p. 113]
El último tercio del siglo XVI (incluyendo los primeros decenios del XVII) señala el punto más alto de gloria a que llegó nunca la prosa castellana, tanto en hermosura como en difusión por todo el mundo civilizado. Se presenta originalísima y genial en dos géneros, por cierto bien opuestos: el más sublime lenguaje místico, capaz de encerrar todos los secretos de la filosofía del amor divino, y la más descarada lengua picaresca, implacable en la pintura satírica de la numerosa casta de amigos de la holganza y del hambre. Pero, además, el castellano aparece ya diestro en tratar toda clase de asuntos científicos y artísticos, y cumplidos los votos que en 1588 hacía el padre Malón de Chaide, se encuentran ahora «todas las cosas curiosas y graves escritas en nuestro vulgar, y la lengua española subida en su perfección, sin que tenga envidia a alguna de las del mundo, y tan extendida cuanto lo están las banderas de España, que llegan del uno al otro polo».
El estilo medio de esta época es, por su buen gusto y condiciones artísticas, muy superior al de todas las otras; en el siglo XVII comenzará ya la decadencia con los abusos increíbles del culteranismo y del conceptismo. Respecto al vocabulario,[p. 114] en el siglo XVI hallamos el mayor uso literario de voces castizas, o sea del fondo más antiguo de la lengua, y por lo tanto más conformes con la índole y genio propio de la misma; luego el caudal léxico se acrecentó tanto como se enturbió, en el siglo XVII con multitud de neologismos y cultismos, y en el XVIII con extranjerismos.
Dúdase de que don Diego Hurtado de Mendoza sea el autor de la Guerra de Granada; pero las razones presentadas están lejos de ser decisivas[252], y por ahora podemos continuar respetando la[p. 115] atribución tradicional de la obra, tanto más cuanto que el estilo de ésta y el de la correspondencia diplomática de don Diego que se conserva, ofrece notables puntos de semejanza[253].
Con la Guerra de Granada, la prosa histórica española deja definitivamente de producir meras crónicas o sencillas relaciones cronológicas, al uso de la Edad Media, para emplearse en narraciones más artísticas al uso de la historia clásica, adornadas con discursos, retratos, descripciones, episodios y digresiones sobre antigüedades y usos. Mendoza tomó por modelos a Salustio y a Tácito, y les imita en su estilo conciso y cortado, al cual da realce con frecuentes sentencias y reflexiones morales.
La concisión de Mendoza, como dice bien Capmany, es algunas veces extremada, en lo que sin duda afectó el autor particular estudio, de tal manera que deja a veces el sentido obscuro u ambiguo. Este defecto nace principalmente de la construcción de las frases; algunas parecen mutiladas,[p. 116] digámoslo así, y otras mal enlazadas, por faltarles las voces copulativas que ligan los miembros del período o señalan las secciones o tránsitos de uno a otro: modos de hablar que sólo admite la lengua latina, muy opuestos a la índole y claridad de la castellana[254].
Este defecto lo veremos colmado después con peor exceso por los prosistas místicos.
Alguno atribuyó también a la pluma de Mendoza el Lazarillo de Tormes; pero hoy nadie sostiene tal atribución. Nada absolutamente tienen de común la corriente y familiar manera de contar que se observa en la novela, con la estudiada y llena de ambición literaria que nos ofrece la Guerra.
PRÓLOGO
Mi propósito es escribir la guerra que el Rey Católico de España Don Felipe II, hijo del nunca vencido Emperador Don Carlos, tuvo en el reino de Granada contra los rebeldes nuevamente con[p. 117]vertidos[255], parte de la cual yo vi[256] y parte entendí[257] de personas que en ella pusieron las manos y el entendimiento. Bien sé que muchas cosas de las que escribiere parecerán a algunos livianas y menudas para historia, comparadas a las grandes que de España se hallan escritas[258]: guerras largas de varios sucesos; tomas y desolaciones de ciudades populosas; reyes vencidos y presos, desposeídos, restituídos y otra vez desposeídos, muertos a hierro[259]; discordias entre padres e hijos, hermanos y[p. 118] hermanos, suegros y yernos; acabados linajes, mudadas sucesiones de reinos; libre y extendido campo y ancha salida para los escritores. Yo escogí camino más estrecho, trabajoso, estéril y sin gloria[260], pero provechoso y de fruto para los que adelante vinieren: comienzos bajos, rebelión de salteadores, junta de esclavos, tumulto de villanos, competencias, odios, ambiciones y pretensiones; dilación de provisiones, falta de dinero, inconvenientes o no creídos, o tenidos en poco, remisión y flojedad en ánimos acostumbrados a entender, proveer y disimular mayores cosas; y así no será cuidado perdido considerar de cuán livianos principios y causas particulares se viene a colmo de grandes trabajos, dificultades y daños públicos, y cuasi fuera de remedio; veráse una guerra al parecer tenida en poco y liviana dentro en casa[261], mas fuera estimada y de gran coyuntura, que en cuanto duró tuvo atentos y no sin esperanza los ánimos de príncipes amigos y enemigos, lejos y cerca; primero encubierta y sobresanada[262], y al fin[p. 119] descubierta, parte con el miedo y la industria y parte criada con el arte y ambición; la gente, que dije pocos a pocos junta, representada en forma de ejércitos; necesitada España a mover sus fuerzas para atajar el fuego; el rey salir de su reposo y acercarse a ella; encomendar la empresa a Don Juan de Austria, su hermano, hijo del Emperador Don Carlos, a quien la obligación de las victorias del padre moviese a dar la cuenta de sí que nos muestra el suceso; en fin, pelearse cada día con enemigos, frío, calor, hambre, falta de municiones, de aparejos en todas partes, daños nuevos, muertes a la contínua: hasta que vimos a los enemigos, nación belicosa, entera, armada y confiada en el sitio, en[263] el favor de los berberíes y turcos[264], vencida, rendida, sacada de su tierra y desposeída de sus casas y bienes; presos y atados hombres y mujeres; niños cautivados, vendidos en almoneda o llevados a habitar a tierras lejos de la suya: cautiverio y transmigración no menor que las que de otras gentes se leen por las historias. Victoria dudosa y de sucesos tan peligrosos, que alguna vez se tuvo duda si éramos nosotros o los enemigos los[265][p. 120] a quien Dios quería castigar, hasta que el fin della descubrió que nosotros éramos los amenazados y ellos los castigados. Agradezcan y acepten esta mi voluntad libre y lejos de todas las cosas de odio o de amor[266] los que quisieren tomar ejemplo o escarmiento, que esto sólo pretendo por remuneración de mi trabajo, sin que de mi nombre quede otra memoria.
El Duque de Arcos, encargado por el Rey de las operaciones militares en la sierra de Ronda, va a reconocer el fuerte de Calalui, donde, en 1501, habían sufrido una gran derrota los cristianos, en la que había muerto don Alonso de Aguilar, hermano mayor del Gran Capitán. Mendoza, imitando a Tácito, hace una sentida y patética descripción del lugar y del suceso.
(El Duque) mandó apercibir la gente de la Andalucía y de los señores de ella, de a pie y de a caballo, con vitualla para quince días, que era lo que parecía que bastase para dar fin a esta guerra. En el entretanto que la gente se juntaba, le vino voluntad de ver y reconocer el fuerte de Calalui[267], en Sierra Bermeja, que los moros llaman Gebalhamar, adonde en tiempos pasados se perdieron don Alonso[p. 121] de Aguilar y el Conde de Ureña[268]: don Alonso señalado capitán y ambos grandes príncipes entre los andaluces; el de Ureña abuelo suyo[269] de parte de su madre, y don Alonso bisabuelo de su mujer.
Salió de Casares descubriendo y asegurando los pasos de la montaña, previsión necesaria por la poca seguridad en acontecimientos de guerra y poca certeza de la fortuna. Comenzaron a subir la sierra, donde se decía que los cuerpos habían quedado sin sepultura[270]; triste y aborrecible vista y memoria. Había entre los que miraban nietos y descendientes de los muertos o personas que por oídas conocían ya los lugares desdichados. Lo primero dieron en la parte donde paró la vanguardia con su capitán por la escuridad de la noche, lugar harto extendido y sin más fortificación que la natural, entre el pie de la montaña y el alojamiento de los moros. Blanqueaban calaveras de hombres y huesos de caballos, amontonados, desparcidos, según, cómo y dónde habían parado; pedazos de[p. 122] armas, frenos, despojos de jaeces[271]. Vieron más adelante el fuerte de los enemigos, cuyas señales parecían pocas y bajas y aportilladas[272]. Iban señalando los pláticos de la tierra dónde habían caído oficiales, capitanes y gente particular[273]; referían cómo y dónde se salvaron los que quedaron vivos, y entre ellos el Conde de Ureña[274] y Don Pedro de Aguilar, hijo mayor de Don Alonso; en[p. 123] qué lugar y dónde se retrajo Don Alonso y se defendía entre dos peñas; la herida que el Ferí, cabeza de los moros, le dió primero en la cabeza y después en el pecho, con que cayó; las palabras que le dijo andando a brazos: ¡Yo soy Don Alonso!; las que el Ferí le respondió cuando le hería: Tú eres Don Alonso, mas yo soy el Ferí de Benestepar, y que no fueron tan desdichadas las heridas que dió Don Alonso como las que recibió[275]; dónde mataron los capitanes rendidos, dónde tomaron los estandartes, dónde los despedazaron y escarnecieron[276]; cómo lloraron a Don Alonso amigos y enemigos. Mas en aquel punto renovaron los soldados el sentimiento; gente desagradecida sino en las lágrimas. Mandó el general hacer memoria[277] por los muertos, y rogaron los soldados que estaban presentes que reposasen en paz, inciertos si rogaban por deudos o por extraños, y esto les acrecentó la ira y el deseo de hallar gente contra quien tomar venganza.
[p. 124]
Vista la importancia del lugar si los enemigos lo ocupasen, envió dende a poco el Duque una bandera de infantería que entrase en el fuerte y lo guardase. Vino en este tiempo resolución del Rey que concedía a los moros cuasi todo lo que le pedían, que tocaba al provecho dellos, y comenzaron algunos a reducirse...
NOTAS
[252] Don Lucas de Torre en el Boletín de la Acad. de la Hist., LXIV, 1914, págs. 461 y sigs., ha negado la atribución a Mendoza de la Guerra de Granada, sosteniendo que ésta es una mera prosificación de los diez y ocho primeros cantos de La Austriada de Juan Rufo, poema publicado en 1584. Ahora bien, las relaciones entre ambas obras son precisamente las contrarias; La Austriada es La Guerra puesta en verso, como puede verse, por ejemplo, comparando el segundo fragmento que aquí publicamos de la historia, con los versos correspondientes del poema: este se aparta mucho más de la fuente de inspiración, Tácito, que La Guerra. Así en La Austriada, XVII, 94, etc.:
Causaba horror, mancilla y desconsuelo
la vista aborrecible y lastimera
de huesos a que el hado y la ventura
negaron la funebre sepultura...
Más exacto es el «se decía...» etc., de La Guerra.
Víanse infinidad de calaveras
de hombres, y huesos grandes de caballos,
según y donde y como las guerreras
aventuras pudieron derriballos...
Más exacto es el «blanqueaban... amontonados, desparcidos..., donde habían parado», de La Guerra.
Referían algunos qué oficiales
y qué personas otras señaladas
en cada parte el alma habían rendido.
La Guerra: «donde habían caído». La imitación de Tácito se halla borrada ya en esta otra octava:
Mas el buen general, porque la historia
y pasos fuesen más bien empleados,
por los muertos mandó hacer memoria
sobre aquellos peñascos encumbrados;
de todo corazón piden victoria
con plegaria solene los soldados,
que el lamentable objeto y remembranza
les aumenta el deseo de venganza.
(Impreso lo anterior, hallo aprovechada la comparación del segundo pasaje aquí citado de la Austriada, en un importante artículo de R. Foulché-Delbosc, L’autenticité de la Guerra de Granada, Revue Hispanique, t. XXXV, 1915, pág. 512.)
[253] A. Morel-Fatio, Quelques remarques sur «La Guerra de Grenade», de don Diego Hurtado de Mendoza, (en el Annuaire de l’École pratique des Hautes Études 1914-1915), págs. 36-43 del extracto.
[254] Morel-Fatio en el estudio citado, insiste muy severamente en los defectos de Mendoza: la pobreza del vocabulario, que trae abuso de ciertas voces y repeticiones desairadas; asonancias y aliteraciones; imitación a veces inhábil de Salustio y Tácito; frases mal construídas, o dispuestas artificiosamente para dar a un pensamiento cualquiera cierto aire de profundidad que le sienta mal. No se puede, sin embargo, asentir a varias de las censuras hechas por el Sr. Morel-Fatio a los pasajes que cita como ejemplo de los defectos señalados.
[255] Poco después de la conquista de Granada, a raíz de una insurrección de los moros, Cisneros logró que se bautizaran de 50 a 70.000; otros muchos se desterraron al Africa. (Año 1500.) Claro es que estas conversiones en masa fueron seguidas de frecuentes apostasías y reconversiones.
[256] Mendoza, a causa de una pendencia habida en el palacio real con don Diego de Leiva, fué desterrado a Granada en 1569, cuando hacía ya cuatro meses que la rebelión había comenzado. Allí pasó los seis últimos años de su vida. Estaba ligado con parentesco a los principales actores de las cosas de Granada: el padre de Mendoza, segundo Conde de Tendilla y primer Marqués de Mondéjar, había sido gobernador de Granada en 1492, y su hermano mayor don Luis lo era aún algunos años antes de la guerra; el Marqués de Mondéjar, capitán general al comienzo de la campaña, era sobrino del escritor.
[257] Entender, por oir o escuchar, es bastante usado en nuestros clásicos; así como exprimir por expresar, sujeto por asunto; voces que hoy serían tenidas por galicismo imperdonable, no siéndolo.
[258] No alude Mendoza a ser su obra historia de un suceso particular, que otras muchas había ya de esta índole (Avila y Zúñiga, Comentario de la guerra de Alemania; Pero Mejía, Relación de las comunidades de Castilla, etc.), sino a la pequeñez que se podía achacar a la rebelión de los moriscos.
[259] Hoy no es muy corriente el uso de la preposición a para indicar el instrumento, aunque se conservan las frases a sangre y fuego, quien a hierro mata, etc.
[260] Tácito dice: «In arcto et inglorius labor.» La enumeración que antecede también recuerda algo el prólogo de las Historias, de Tácito: «Haustæ, aut obrutæ urbes... corrupti in dominos servi, in patronos liberti; et quibus deerat inimicus, per amicos oppressi.»
[261] Mendoza explica en su historia cómo el desamor al bien público y la mala administración prolongaron excesivamente la guerra, juntamente con el egoísmo y pereza de los que no querían acabarla pronto. Dentro en, arcaísmo por dentro de.
[262] Sobresanar «cerrar una herida sólo por la superficie, quedando dañada la parte interior.»
[263] Nótese la supresión de la conjunción y. Aunque el estilo de Mendoza es cortado, más que nada lo es por la afectada omisión de conjunciones y verbos; el pensamiento, en cambio, permanece en suspenso a través de una porción de frases seguidas.
[264] Los rebeldes buscaron apoyo en los moros de Africa y en el Sultán Selim II, quienes les proporcionaron algunas armas y soldados.
[265] En la lengua corriente se suprimiría los, o se haría resaltar más su fuerza demostrativa sustituyéndolo por aquellos.
[266] Esta protesta de sinceridad recuerda la del comienzo de las Historias, de Tácito: «Sed incorruptam fidem professis, nec amore quisquam et sine odio dicendus est.»
[267] El historiador Zurita le llama Calaluz, nombre hoy desconocido.
[268] Aquí se perdieron, no quiere decir ‘murieron’, según entienden muchos, sino ‘fueron desbaratados’; pues el Conde de Ureña salvó la vida, como se verá.
[269] Suyo, es decir, del Duque de Arcos. Debe evitarse la ambigüedad a que frecuentemente se presta el uso del posesivo.
[270] Toda esta descripción está imitada de Tácito (Anales I, 61) cuando refiere cómo Germánico, en tiempo de Tiberio, al ir a combatir con Ariminio, visitó el campo de Teutoburgo (al Norte de Westfalia, entre el Ems y el Weser), donde bajo el reinado de Augusto había sido derrotado y muerto Varo, perdiéndose con él tres legiones. Mendoza imita frases y palabras de Tácito: «In quo reliquiæ Vari, legionumque insepultæ dicebantur... incedunt mœstos locos, visuque ac memoria deformes.
[271] Tácito: «Medio campi albentia ossa, ut fugerant, ut restiterant, disjecta vel aggerata; adiacebant fragmina telorum, equorumque artus...»
[272] Señales aportilladas, llenas de portillos. Este es el nombre castizo, en vez de ‘brecha’, que es palabra moderna y de origen extranjero.
[273] Tácito: «Referebant hic cecidisse legatos, illic raptas aquilas, primum ubi vulnus Varo adactum, ubi infelici dextra et suo ictu mortem invenerit...»
[274] El pueblo, a quien conmovió profundamente la muerte de don Alonso de Aguilar, no perdonó al Conde de Ureña el haberse salido con vida de la batalla de Sierra Bermeja, lo cual dió ocasión «a los cantares y libertad española», según frase del mismo Mendoza. Un cantarcillo preguntaba:
Decid, buen Conde de Ureña,
¿dónde don Alonso queda?
Hubo varios romances cantando el desastre. Uno, muy famoso, empieza con este sentido lamento:
¡Ríoverde, Ríoverde,
tinto vas en sangre viva!
Entre ti y Sierra Bermeja
murió gran caballería;
murieron duques y condes,
señores de gran valía...
El hijo de don Alonso, don Pedro, peleaba de rodillas y mal herido al lado del héroe, quien le suplicaba le abandonase para ir a consolar a su madre; pero hubiera perecido con su padre si no le hubiese separado de allí don Francisco Alvarez de Córdova.
[275] Don Alonso, al oir que luchaba con el odiado y terrible Ferí, recogió sus últimas fuerzas para herirle, pero le faltó aliento y fué rematado.
[276] Tácito: «Utque signis et aquilis per superbiam insulserit (Ariminius).»
[277] Los soldados de Germánico no oran por sus compañeros, sino que entierran sus huesos juntamente con los del enemigo: «Trium legionum ossa, nullo noscente alienas reliquias an suorum humo tegeret, omnes, ut coniunctos, ut consanguineos, aucta in hostem ira, moesti simul et infensi condebant.» Mendoza no debió haber copiado estas hermosas palabras, pues las oraciones de los españoles no beneficiaban igualmente a amigos y enemigos.
[p. 125]
El Libro de la Oración y Meditación se imprimió por primera vez en 1567, y la Introducción al Símbolo, en 1582. El lenguaje castellano había servido ya, no sólo para escribir libros de entretenimiento, sino para tratar asuntos graves y doctrinales en manos de Fray Antonio de Guevara, Juan de Valdés, Florián de Ocampo, etc. Sin embargo, antes de Fray Luis de Granada, sólo el beato Juan de Avila († 1569) había empleado el romance en cuestiones de mística y teología de un modo genial, entre varios de segundo orden.
«El Venerable Ávila, dice Capmany, había creado, por decirlo así, un lenguaje místico de robusto y subido estilo, y el Venerable Granada lo hermoseó, lo retocó con lumbres y matices y le dió número, fluidez y grandiosidad en las cláusulas.»
Granada es el tipo acabado de la lengua oratoria del siglo XVI; el espíritu popular de la predicación cristiana aparece en él unido a las más altas cualidades artísticas de la persuasión; por la amplitud del período recuerda a Cicerón, en quien se inspiraba; alguno le llamó el Cicerón de España. Su principal empeño en el terreno del arte parece haber sido enriquecer la construcción sintáctica sacándola de la sencillez ordinaria de la conversación a la complejidad y magnificencia del discurso[p. 126] elevado. En su obra latina Retórica eclesiástica, código de sus principios artísticos, se desentiende de la que allí se llama composición sencilla o simple, diciendo que «no está sujeta a la ley de los números ni tiene períodos muy largos, y della usamos nosotros en el trato familiar»; en cambio, estudia con prolijidad la composición doble que «usa de oraciones torcidas y largas»; a menudo deja traslucir su predilección por las más complicadas construcciones, así que dice de una de sus clases: «Cuanto más larga, tanto es más elegante, con tal, empero, que guarde tasa en esta extensión.»
Es preciso notar en su período largo que ni suele serlo en exceso, como el de algunos oradores de hoy día, ni tiene ordinariamente la redondez del silogismo, sino que fluye más bien por la simple adición de miembros; y se muestra la inexperiencia del que por primera vez intenta una reforma, en que esa adición está, las más veces, hecha con conjunciones meramente copulativas, y sobre todo por medio del relativo el cual (comp., página 89, nota 172), que aparece, no sólo usurpando casi completamente el puesto de su sinónimo que, sino que se usa mucho cuando para nada haría falta ligar dos miembros con los lazos de relativo y antecedente, y sería menos pesado, por ejemplo, enlazarlos por la simple copulativa y un demostrativo: Los santos mártires, siendo vencidos y muertos, vencieron y triunfaron del mundo; lo cual muestra (y esto muéstralo) una carta del Emperador Maximino, el cual (quien) después de haber intentado, etc. (Símbolo II.º, 13.º, § 3). Esto nos declaran los cuatro postreros capítulos del libro de Job, en los cuales (donde) hablando Dios con este santo, le da conocimiento de su omnipotencia...; para lo cual (para ello) comenzando por las partes mayores del universo... discurre luego por todas las otras[p. 127] menores...; después de lo cual (y después) desciende a tratar de los animales (Símbolo I.º, 1.º).
En los trozos que siguen se pueden ver muestras de los principales aspectos del estilo de Fray Luis: el tono grandilocuente e inflamado de la Meditación sobre el Juicio final; el tono retórico y declamador empleado en la consideración del Descendimiento, que no parece que la escribió, sino que la habla desde el púlpito, y la placidez risueña y candorosa con que se deleita en la pintura de animales y plantas en la primera parte del Símbolo de la Fe.
La meditación para el jueves en la noche es sobre el Juicio final.—Señales que le precederán; confusión del pecador ante el Juez.
Así estará el aire lleno de relámpagos y torbellinos, y cometas encendidos. La tierra estará llena de aberturas y temblores espantosos, los cuales se cree que serán tan grandes, que bastarán para derribar, no sólo las casas fuertes y las torres soberbias, más aun hasta los montes y peñas arrancarán y trasformarán de sus lugares. Mas la mar sobre todos los elementos se embravescerá, y serán tan altas sus olas y tan furiosas, que parecerá que han de cubrir toda la tierra. A los vecinos espantará con sus crescientes, y a los distantes con sus bramidos, los cuales serán tales que de muchas leguas se oirán.
[p. 128]
¿Cuáles andarán entonces los hombres[278], cuán atónitos, cuán confusos, cuán perdido el sentido, la habla[279] y el gusto de todas las cosas? Dice el Salvador que se verán entonces las gentes en grande aprieto y que andarán los hombres secos y ahilados[280] de muerte, por el temor grande de las cosas que han de sobrevenir al mundo. ¿Qué es esto (dirán), qué significan estos pronósticos, en qué ha de venir a parar esta preñez del mundo, en qué han de parar estos tan grandes remolinos y mudanzas de todas las cosas? Pues así andarán los hombres espantados y desmayados, caídas las alas del corazón y los brazos, mirándose los unos a los[p. 129] otros; y espantarse han tanto de verse tan desfigurados, que esto sólo bastaría para hacerlos desmayar, aunque no hubiese más que temer. Cesarán todos los oficios y granjerías, y con ellos el estudio y la cobdicia de adquirir; porque la grandeza del temor traerá tan ocupados sus corazones, que no sólo se olvidarán destas cosas, sino también del comer y del beber, y de todo lo necesario para la vida. Todo el cuidado será andar a buscar lugares seguros para defenderse de los temblores de la tierra, y de las tempestades del aire, y de las crescientes de la mar. Y así los hombres se irán a meter en las cuevas de las fieras, y las fieras se vendrán a guarecer en las casas de los hombres, y así todas las cosas andarán revueltas y llenas de confusión. Afligirlos han los males presentes, y mucho más el temor de los venideros; porque no sabrán en qué fines hayan de parar tan dolorosos principios. Faltan palabras para encarescer este negocio, y todo lo que se dice es menos de lo que será. Vemos agora que cuando en la mar se levanta alguna brava tormenta, o cuando en la tierra sobreviene algún grande torbellino o terremoto, cuáles andan los hombres, cuán medrosos y cuán cortados, y cuán pobres de esfuerzo y de consejo; pues cuando entonces el cielo, y la tierra, y la mar, y el aire del mundo haya su propia tormenta; cuando el sol amenace con luto, y la luna con sangre, y las estrellas con sus caídas, ¿quién comerá, quién dormirá, quién tendrá un solo punto de reposo en medio de tantas tormentas?...
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El Señor vendrá como una tempestad y torbellino arrebatado[281]; y sus pies levantarán una grande polvareda delante de sí. Indignóse contra la mar, y secóse, y todos los ríos de la tierra se agotaron. El monte Basán y Carmelo se marchitaron, y la flor del Líbano se cayó. Los montes se estremecieron delante dél, y los collados quedaron asolados...
Luego comenzará a celebrarse el juicio, y tratarse de las causas de cada uno, según lo escribe el profeta Daniel por estas palabras: Estaba yo (dice él) atento, y vi poner unas sillas en sus lugares, y un anciano de días se asentó en una dellas; el cual estaba vestido de una vestidura blanca como la nieve, y sus cabellos eran también blancos, así como una lana limpia. El trono en que estaba asentado eran llamas de fuego, y las ruedas dél como fuego encendido, y un río de fuego muy arrebatado salía de la cara dél. Millares de millares entendían en servirle, y diez veces cien mil millares asistían delante dél. Miraba yo todo esto en aquella visión de la noche, y vi venir en las nubes uno que parescía hijo de hombre. Hasta aquí son palabras de Daniel; a las cuales añade Sant Joan, y dice: Y vi todos los muertos, así grandes como pequeños, estar delante deste trono y fueron abiertos allí los libros; y otro libro se abrió, que es el libro de la vida; y fueron juzgados los muer[p. 131]tos según lo contenido en aquellos libros, y según sus obras. Cata aquí, hermano, el arancel por donde has de ser juzgado; cata aquí las tasas y precios[282] por donde se ha de apreciar todo lo que heciste; y no por el juicio loco del mundo, que tiene el peso falso de Canaan en la mano, donde tan poco pesan la virtud y el vicio. En estos libros se escribe toda nuestra vida con tanto recaudo, que aun no has echado la palabra por la boca, cuando ya está apuntada y asentada en su registro...
Pues qué sentirá entonces cada uno de los malos, cuando entre Dios con él en este examen, y allá dentro de su consciencia le diga así: Ven acá, hombre malaventurado, ¿qué viste en mí, porque[283] así me despreciaste, y te pasaste al bando de mi enemigo? Yo te levanté del polvo de la tierra, y te crié a mi imagen y semejanza, y te di virtud y socorro con que pudieses alcanzar mi gloria. Mas tú,[p. 132] menospreciando los beneficios y mandamientos de vida que yo te di, quisiste más seguir la mentira del engañador, que el consejo saludable de tu Señor. Para librarte desta caída descendí del cielo a la tierra, donde padescí los mayores tormentos y deshonras que jamás se padescieron. Por ti ayuné, caminé, velé, trabajé y sudé gotas de sangre. Por ti sufrí persecuciones, azotes, blasfemias, escarnios, bofetadas, deshonras, tormentos y cruz. Por ti, finalmente, nascí en mucha pobreza, viví con muchos trabajos, y morí con gran dolor. Testigos son esta cruz y clavos que aquí parescen, testigos estas llagas de pies y manos que en mi cuerpo quedaron; testigos el cielo y la tierra delante de quien padescí, y testigos el sol y la luna que en aquella hora se eclipsaron. Pues ¿qué heciste desa ánima tuya, que yo con mi sangre hice mía? ¿En cúyo[284] servicio empleaste lo que yo compré tan caramente? ¡Oh generación loca y adúltera! ¿Por qué quisiste más servir a ese enemigo tuyo con trabajo, que a mí, tu Criador y Redemptor, con alegría? Espantáos, cielos, sobre este caso, y vuestras puertas se cayan[285] de espanto, porque dos males ha hecho mi pueblo: a mí desampara[p. 133]ron[286], que soy fuente de agua viva, y desamparáronme por otro Barrabás. Llaméos tantas veces, y no me respondísteis; toqué a vuestras puertas, y no despertastes; extendí mis manos en la Cruz, y no las mirastes; menospreciastes mis consejos, y todas mis promesas y amenazas. Pues decid agora vosotros, ángeles; juzgad vosotros, jueces entre mí y mi viña: ¿qué más debí yo hacer por ella de lo que hice?
Pues ¿qué responderán aquí los malos, los burladores de las cosas divinas, los mofadores de la virtud, los menospreciadores de la simplicidad?...
Pues cuando la Virgen lo tuvo en sus brazos, ¿qué lengua podrá explicar lo que sintió? ¡Oh ángeles de paz, llorad con esta sagrada Virgen, llorad cielos, llorad estrellas del cielo; y todas las criaturas del mundo acompañad el llanto de María! Abrázase la madre con el cuerpo despedazado; apriétalo fuertemente en sus pechos (para esto[p. 134] sólo le quedaban fuerzas), mete su cara entre las espinas de la sagrada cabeza, júntase rostro con rostro; tíñese la cara de la Madre con la sangre del Hijo, y riégase la del Hijo con las lágrimas de la Madre. ¡Oh dulce Madre! ¿es ese por ventura vuestro dulcísimo Hijo? ¿Es ese el que concebistes con tanta gloria y paristes con tanta alegría? Pues ¿qué se hicieron vuestros gozos pasados? ¿Dónde se fueron vuestras alegrías antiguas?[287] ¿Dónde está aquel espejo de hermosura en quien vos os mirábades?[288] Ya no os aprovecha mirarle a la cara; porque sus ojos han perdido la luz. Ya no os aprovecha darle voces y hablarle; porque sus orejas han perdido el oir. Ya no se menea la lengua que hablaba las maravillas del cielo. Ya están quebrados los ojos que con su vista alegraban al mundo. ¿Cómo no habláis agora, Reina del cielo? ¿Cómo han atado los dolores vuestra lengua? La lengua estaba enmudecida; mas el corazón allá dentro hablaría con entrañable dolor al Hijo dul[p. 135]císimo, y le diría: ¡Oh vida muerta! ¡Oh lumbre escurescida! ¡Oh hermosura afeada! ¿Y qué manos han sido aquellas que tal han parado[289] vuestra divina figura? ¿Qué corona es ésta que mis manos hallan en vuestra cabeza? ¿Qué herida es ésta que veo en vuestro costado? ¡Oh summo Sacerdote del mundo! ¿qué insignias son éstas que mis ojos ven en vuestro cuerpo? ¿Quién ha manchado el espejo y hermosura del cielo? ¿Quién ha desfigurado la cara de todas las gracias? ¿Estos son aquellos ojos que oscurescían al sol con su hermosura? ¿Estas son las manos que resuscitaban a los muertos a quien tocaban? ¿Esta es la boca por do salían los cuatro ríos del paraíso?[290] ¿Tanto han podido las manos de los hombres contra Dios? Hijo mío, y sangre mía, ¿de dónde se levantó a deshora esta fuerte tempestad? ¿Qué ola ha sido ésta que así te me[291] ha llevado? Hijo mío, ¿qué haré sin ti? ¿A dónde iré? ¿Quién me remediará? Los padres y los hermanos afligidos venían a rogarte por sus hijos, y por sus hermanos defunctos; y tú con tu infinita virtud y clemencia los consolabas y socorrías; mas yo que veo muerto a mi hijo y mi padre, y mi hermano y mi Señor[292], ¿a quién rogaré por él? ¿Quién[p. 136] me consolará? ¿Dónde está el buen Jesu Nazareno, Hijo de Dios vivo, que consuela a los vivos, y da vida a los muertos? ¿Dónde está aquel grande Profeta poderoso en obras y palabras?
PARTE PRIMERA
Admirable providencia para la conservación de las frutas. La granada.
Pues la hermosura de algunos árboles cuando están muy cargados de fruta ya madura, ¿quién no la ve? ¿Qué cosa tan alegre a la vista, como un manzano o camueso, cargadas las ramas a todas partes[293] de manzanas, pintadas con tan diversos colores, y echando de sí un tan suave olor? ¿Qué es ver un parral, y ver entre las hojas verdes estar colgados tantos y tan grandes y tan hermosos racimos de uvas de diversas castas y colores? ¿Qué son estos, sino unos como[294] hermosos joyeles, qué penden deste árbol? Pues el artificio de una her[p. 137]mosa granada ¡cuánto nos declara la hermosura y artificio del Criador![295] El cual por ser tan artificioso no puedo dejar de representar en este lugar. Pues primeramente Él la vistió por de fuera con una ropa hecha a su medida, que la cerca toda, y la defiende de la destemplanza de los soles y aires; la cual por de fuera es algo tiesa y dura, mas por dentro más blanda, porque no exaspere[296] el fructo que en ella se encierra que es muy tierno; mas dentro della están repartidos y asentados los granos por tal orden, que ningún lugar, por pequeño que sea, queda desocupado y vacío. Está toda ella repartida en diversos cascos, y entre casco y casco se extiende una tela más delicada que un cendal, la cual los divide entre sí; porque como estos granos sean tan tiernos, consérvanse mejor divididos con esta tela, que si todos estuvieran juntos. Y allende desto, si uno destos cascos se pudre, esta tela defiende a su vecino, para que no le alcance[p. 138] parte de su daño... Cada uno destos granos tiene dentro de sí un hosecico blanco, para que así se sustente mejor lo blando sobre lo duro, y al pie tiene un pezoncico tan delgado como un hilo, por el cual sube la virtud y jugo, dende lo bajo de la raíz hasta lo alto del grano; porque por este pezoncico se ceba él, y cresce, y se mantiene, así como el niño en las entrañas de la madre por el ombliguillo. Y todos estos granos están asentados en una cama blanda, hecha de la misma materia de que es lo interior de la bolsa que viste toda la granada. Y para que nada faltase a la gracia desta fruta, remátase toda ella en lo alto con una corona real, de donde paresce que los reyes tomaron la forma de la suya. En lo cual paresce haber querido el Criador mostrar que era ésta reina[297] de las frutas. A lo menos en el color de sus granos tan vivo como el de unos corales, y en el sabor y sanidad desta fruta ninguna le hace ventaja. Porque ella es alegre a la vista, dulce al paladar, sabrosa a los sanos, y saludable a los enfermos, y de cualidad que todo el año[298] se puede guardar. Pues ¿por qué los hombres que son tan agudos en filosofar en las cosas humanas, no lo serán en filosofar en el artificio desta fruta, y reconoscer por él la sabiduría y providencia del que de un poco[p. 139] de humor de la tierra y agua cría una cosa tan provechosa y hermosa? Mejor entendía esto la Esposa en sus cantares, en los cuales convida al esposo al zumo de sus granadas, y le pide que se vaya con ella al campo para ver si han florescido las viñas y ellas.
Pintura del pavo real.
Entre estos animales el que más claro parece que conoce su hermosura es el pavón, pues vemos que él mismo hace alarde de sus hermosas plumas, con aquella rueda tan vistosa, que por muchas veces que la veamos, siempre holgamos de verla y de sentir la ufanía con que él extiende aquellas plumas, preciándose de su gentileza y haciendo esta demostración della. La cual hace las más veces[299] cuando tiene la hembra presente, para aficionarla más con esto. Y cuando quiere ya deshacer la rueda, hace un grande estruendo con las alas para mostrar juntamente valentía con la hermosura. En lo cual todo vemos una imitación de las cosas que se pasan en la vida humana...
Y tratando primero del fin que tuvo el que la crió, parece que así como en la fábrica de aquellos animalillos pequeñitos nos quiso mostrar la[p. 140] subtileza y grandeza de su poder y sabiduría (la cual en tan pequeña materia pudo formar tantas cosas), así en la hermosura desta ave nos quiso dar una pequeña muestra o sombra de su infinita hermosura. La razón[300] que a esto me mueve es ver que este plumaje tan grande (que es de vara y media de largo) no sirve ni para cubrir el cuerpo desta ave (pues excede tanto la medida dél), ni tampoco ayuda para volar, porque antes impide con su demasiada carga; y pues habemos de señalar en esta obra algún fin, no veo otro sino el que está dicho...
Y dejando aquellos ramales[301] o cabellos que van acompañando el asta de las plumas de la cola hasta el cabo dellas (que son todos harpados y de hermosos colores), vengamos a aquel ojo que está al cabo dellas, formado con tanta variedad de colores, y éstos tan finos y tan vistosos, que ningún linaje de las tintas que han inventado los hombres podrá igualar con el lustre y fineza destos. Porque en medio deste ojo está una figura oval de un verde clarísimo, y dentro dél está otra cuasi de la misma figura y de un color morado finísimo, y éstas están cercadas de otros círculos hermosísi[p. 141]mos[302], que tienen gran semejanza con los colores y figuras del arco que se hace en las nubes del cielo; a los cuales sucede en torno la cabellera, hermosa también, de diversos colores, en que se remata la pluma. Y en este ojo o círculo que decimos, hay otra cosa no menos admirable, y es que los cabellos o ramales de que esta figura se compone están tan pegados unos con otros, y tan parejos y iguales en su composición, que no parece que aquella figura es compuesta de diversos hilos, sino que es como un pedazo de seda continuada que allí está.
Pues ¿qué diré de la hermosura del cuello que sube del pecho hasta la cabeza, y de aquel color verde que sobrepuja la fineza de toda la verdura del mundo? Y lo que pone más admiración es que todas aquellas plumillas que visten este cuello son tan parejas y tan iguales entre sí, que ni una sola se desordena en ser mayor o menor que otra. De donde resulta parecer más aquella verdura una pieza de seda verde, como dijimos, que cosa compuesta de todas estas plumillas. No faltaba aquí sino una corona real para la cabeza desta ave; mas en lugar della tiene aquellas tres plumillas que ha[p. 142]cen como diadema, y son el remate de la hermosura desta ave[303]. Y como tengan estas tres plumicas tanta gracia, y no sirvan más que para su hermosura, vese claro que de propósito se puso el Criador a pintar esta ave tan hermosa. Lo que aquí se ha dicho, entenderá mejor quien pusiere los ojos en una pluma destas, porque más sirve para esto la vista que las palabras. Y no se debe echar en olvido que la hermosura y colores de todo este plumaje no es como la de las flores[304], que en breve se marchita, sino es perpetua y estable, y por eso sirve para otras cosas que se hacen dellas.
NOTAS
[278] En esta interrogación, cuál tiene el valor de ‘qué tal’, y cuán seguido de adjetivo, el valor de ‘lo... que’; cuán atónitos = ‘lo atónitos que andarán’. La frase perdido el sentido, es decir, un participio con su complemento, hace las veces de uno de tantos adjetivos de esta enumeración.
[279] Granada dice la habla, porque en su tiempo la h era aspirada e impedía el encuentro de las dos a.
[280] Ahilado, ‘extenuado o desfallecido’. «Arescentibus hominibus prae timore et expectatione, quæ supervenient universo orbi». (Luc. XXI, 26.) Muéstrase la abundancia de la frase de Granada en estas amplificaciones de los textos bíblicos que traduce, como la exuberancia de su imaginación en los extensos comentarios que le inspiran. Todo este brillante párrafo no es más que un desarrollo del versículo de San Lucas transcrito; Granada recomienda el uso de esta exornación amplia: «para que mirando el predicador agudamente la fuerza y, por decirlo así, la fecundidad de las sentencias, las sepa sacar y desenvolver con palabras; porque hay algunos tan estériles y ayunos, a quienes los retóricos llaman áridos, que dicen las cosas no con estilo oratorio sino dialéctico, usando de palabras llanas sin amplificación alguna; lo cual es más proporcionado para las escuelas y ejercicio de la disputa, que para la predicación». (Retórica eclesiástica, II, 10.)
[281] Todo este párrafo es traducción de Nahum I, 3-6: «Dominus in tempestate et turbine viæ eius, et nebulæ pulvis pedum eius...»
[282] Nótese cómo Granada no se arredra ante la expresión trivial, como sea precisa; el empleo de estas palabras, de uso tan meramente oficinesco, pero tan concretas y apropiadas, no daña en nada a la dignidad de la expresión. Es un vicio del estilo buscar una falsa nobleza en el uso casi exclusivo de voces lo más abstractas y cultas posibles, en vez de tender, por el contrario, a las más precisas y concretas, que siempre son más expresivas y, como tal, logran efecto más artístico.
[283] Porque y pues que, son conjunciones causales de uso bien distinto hoy. Sin embargo, Granada usa porque en el sentido de ‘ya que, supuesto que’. Admira la sencillez del tono general en este largo apóstrofe unida a tanta grandeza y tan conmovedora vehemencia; todo él está inspirado en Jeremías, II, 5 a 13; Isaías, V, 3 y 4.
[284] Hoy el posesivo cuyo hecho interrogativo se usa solamente como predicado del verbo ser, y esto en lenguaje poético (¿cúyo es el ganado?). Es lastimoso el desuso en que va cayendo este cómodo relativo.
[285] Caer, hacía caya y traer, traya, como hoy haber hace haya. Luego, a semejanza de venga, ponga, etc., se dijo caiga, traiga.
[286] Hoy es necesario el uso enclítico o afijo del dativo o acusativo del pronombre: me desampararon; y cuando, como aquí sucede, es preciso dar énfasis al pronombre, se repite pleonásticamente con preposición: Me desampararon a mí. El lenguaje viejo decía a mí parece, a él ofreció, como modernamente se conserva el arcaísmo en algún caso a vos atañe, a ellos interesa. Granada usa bastante del solo pronombre con preposición, y ahora calcó el texto latino: «Duo enim mala fecit populus meus: Me derelinquerunt fontem aquæ vivæ», etc. Jeremías, II, 13.
[287] Estas dos cláusulas semejantes, que varían en torno de la palabra gozos o alegrías, y las demás repeticiones retóricas que siguen, más propias que de una meditación escrita (donde resultan monótonas), lo son de un sermón hablado, donde las sazona la animación del tono y de la viva voz. Granada, en su Retórica eclesiástica (II, 11), llama a estas consideraciones patéticas afectos, pues van encaminados, como él dice, a «inflamar los afectos del auditorio».
[288] Durante todo el siglo XVI tenían una d en su terminación la persona vosotros del imperfecto de indicativo, y subjuntivo (veníades, viniésedes), de los condicionales (vendríades, viniérades) y del futuro de subjuntivo (viniéredes). En el siglo XVII esta d desapareció ya.
[290] Comparación bizarra de la boca de Cristo con el lugar deleitoso (locus voluptatis), de donde, según el Génesis, II, 10, manaba el río de cuatro brazos que regaba el Paraíso.
[292] En vez de repetir la conjunción, pudiera repetirse la preposición, lo cual es más frecuente en los complementos dobles o triples: «veo muerto a mi hijo, a mi padre, a mi hermano»; pero entonces parecería más bien que esos complementos se referían a tres personas diversas, y aquí no es ese el caso.
[293] Cargadas las ramas, etc., es una cláusula absoluta sin enlace gramatical con el resto del período, como en latín el ablativo absoluto u oracional. El sentido de la frase a todas partes, exige hoy diversa preposición.
[295] El afán de Granada por construir su frase de muchos miembros le lleva a un uso fatigoso del relativo el cual, puesto como débil lazo de unión entre unos y otros; defecto que luego se generalizó en extremo. El cual es más cómodo que el simple que, por distinguir el género y número de su antecedente, evitando así anfibologías; pero aquí existe la confusión, por poder ser antecedentes dos masculinos que preceden, y más bien parece referirse a Criador que a artificio, no siendo en realidad esto así. Ganaría el texto en brevedad diciendo simplemente: «¡Cuánto nos declara la hermosura y artificio del Criador! Primeramente él la vistió por de fuera...»; no hace falta nada más, y en un escrito sobra todo lo que no hace falta.
[296] Exasperar, por ‘lastimar’ o ‘dañar’, es latinismo inútil; poco después dice delicado por delgado.
[297] La idea, a veces pueril, que de las causas finales se manifiesta en estas descripciones de la naturaleza, no deja de añadirles gracia y candor.
[298] Hay doble elipsis por de (una) cualidad (tal) que; hoy o se elide sólo el artículo indefinido o sólo el pronombre.
[299] Las más veces es muy superior a la pesada expresión la mayor parte de las veces. En la Edad Media se decía también las más aves por la mayor parte de las aves.
[300] Nótese la estructura de este período que, según Granada en su Retórica (V., 16, § 2), reviste aquella forma «con que hablamos redondamente, esto es, en que corre la oración encerrada como en un círculo, no acabando la sentencia sino en el fin; y así representa la imagen de un perfecto silogismo».
[301] Llama ramales a las ‘barbas’ de la pluma, usando ese derivado de ramo en el sentido general de ‘ramificación’, o sea derivación divergente que imita la disposición de las ramas.
[302] Granada usa con profusión de los superlativos. Don Antonio Capmany le censura, tanto por esto, como por usar algunos cuyo positivo encierra ya el grado supremo, por ejemplo: divinísimo e inmensísimo. Don Rufino José Cuervo cree que el omnipotentísimo de Granada puede justificarse suponiendo que la inflexión superlativa afecta sólo a potente y no a la primera parte de la palabra, y que tiene el sentido de ‘el que en grado eminente lo puede todo’. (Notas a Bello, nota núm. 46.)
[303] Dos párrafos seguidos terminan con las mismas palabras desta ave. Nuestros clásicos se preocupaban poco de estos pormenores eufónicos más superficiales, a los que hoy se da gran importancia.
[304] Esta licencia de concordancia, por no son como los de las flores, está hoy en el uso corriente, porque la imaginación en el masculino colores no ve más que una idea accesoria, es decir, la hermosura de los colores. En los extractos de Cervantes notaremos concordancias parecidas.
[p. 143]
Se incluyen aquí dos ejemplos de sus cartas; otro narrativo, de su propia Vida, que ella misma escribió, y cuya última redacción es de 1565 ó 66, y un trozo doctrinal tomado de las Moradas, escritas en 1577.
La prosa de la Santa es el tipo perfecto del lenguaje familiar de Castilla en el siglo XVI, el mismo de la conversación; pues la autora, al escribir, estaba ajena de toda preocupación literaria; no redacta, habla sencillamente. Las cartas están escritas a vuela-pluma, a veces al final de ellas dice a su correspondiente: «Si faltaren letras, póngalas»; la relación de su Vida, ella misma nos lo advierte, no le costó más cuidado ni tiempo que el que gastó materialmente en escribirla; así que por todas partes se ve el desaliño y la frescura de la palabra hablada, y hablada al descuido. Además, como el idioma castellano aun no estaba tan fijado por la literatura como hoy, el habla corriente entre la gente educada de varias provincias, no sólo se diferenciaba de la literaria en su sintaxis, sino en la forma de las palabras. La impuesta en la lengua escrita era, por lo común, la usada en Toledo, y difería muy frecuentemente de ella la que era usual en Avila, en la tierra de Santa Teresa; el lenguaje[p. 144] de ésta es, pues, el familiar de Castilla la Vieja, inestimable por lo único, ya que los demás autores clásicos se ajustan mucho más al patrón común que entonces se imponía. No abundan en los grandes autores la multitud de voces que caracterizan el habla de Santa Teresa, la mayor parte de las cuales subsisten hoy en el habla vulgar de muchas regiones, como añidir, cuantimás (cuanto más), enriedos, anque, naide, ortolano (hortelano), piadad; los epítetos familiares urguillas (cosa que hurga, carcoma, pesadilla), lloraduelos; el uso del posesivo con artículo la mi Isabela, la mi Parda, y multitud de giros, frases hechas y refranes enteramente populares.
Con este lenguaje y con este estilo, la prosa de Santa Teresa encanta por su llaneza, por la ausencia total de propósitos literarios; su pluma obedecía solamente a la alta inspiración que la guiaba al redactar su pensamiento: «Cuando el Señor da espíritu, pónese con facilidad y mejor; parece como quien tiene un dechado delante; mas si el espíritu falta, no hay más concertar este lenguaje que si fuese algarabía.» Por esto Fray Luis de León, que revisó las obras de la Santa para darlas a la imprenta, admirado del gracioso desaliño que se observa en ellas, escribía: «En la forma del decir, y en la pureza y facilidad del estilo, y en la gracia y buena compostura de las palabras, y en una elegancia desafeitada que deleita en extremo, dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con ellas se iguale.»
Pero la exageración de estas cualidades es frecuente; la incorrección gramatical llega a extremos a veces insufribles. En los extractos que siguen se verá, por ejemplo, lo que abunda el pronombre él sin llevar expreso el substantivo o antecedente que representa.
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CAPÍTULO PRIMERO
Cuenta cómo pasó su primera edad
Éramos tres hermanas y nueve hermanos; todos parecieron a sus padres, por la bondad de Dios, en ser virtuosos, si no fuí yo, aunque era la más querida de mi padre; y antes que comenzase a ofender a Dios, parece tenía alguna razón, porque yo he lástima cuando me acuerdo[305] las buenas inclinaciones que el Señor me había dado y cuán mal me supe aprovechar de ellas.
Pues[306] mis hermanos ninguna cosa me desayudaban a servir a Dios. Tenía uno casi de mi edad; juntábamonos entramos[307] a leer vidas de santos,—que era el que yo más quería, anque[308] a todos tenía gran amor y ellos a mí—; como vía los mar[p. 146]tirios que por Dios las santas pasaban, parecíame compraban muy barato el ir a gozar de Dios, y deseaba yo mucho morir ansí; no por amor que yo entendiese tenerle, sino por gozar tan en breve de los grandes bienes que leía haber en el cielo; y juntábame con este mi hermano a tratar qué medio habría para esto. Concertábamos irnos a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen; y paréceme que nos daba el Señor ánimo en tan tierna edad, si viéramos algún medio, sino que[309] el tener padres nos parecía el mayor embarazo. Espantábanos mucho el decir que pena y gloria era para siempre en lo que leíamos. Acaecíanos estar muchos ratos tratando de esto; y gustábamos de decir muchas veces: para siempre, siempre, siempre. En pronunciar esto mucho rato, era el Señor servido me quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad.
De que vi que era imposible ir adonde me matasen por Dios, ordenábamos ser ermitaños, y en una huerta que había en casa procurábamos, como podíamos, hacer ermitas, poniendo unas pedrecillas, que luego se nos caían; y ansí no hallábamos remedio en nada para nuestro deseo; que ahora me pone devoción ver cómo me daba Dios tan presto lo que yo perdí por mi culpa. Hacía limosna como podía, y podía poco. Procuraba soledad para rezar mis devociones, que eran hartas, en especial el rosario, de que mi madre era muy devo[p. 147]ta y ansí nos hacía serlo. Gustaba mucho, cuando jugaba con otras niñas, hacer monesterios, como que éramos monjas; y yo me parece deseaba serlo, aunque no tanto como las cosas que he dicho.
Acuérdome que, cuando murió mi madre, quedé yo de doce años poco menos; como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida fuíme a una imagen de Nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre, con muchas lágrimas[310]. Paréceme que, aunque se hizo con simpleza, que me ha valido; porque conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a ella, y, en fin, me ha tornado a sí. Fatígame ahora ver y pensar en qué estuvo el no haber yo estado entera en los buenos deseos que comencé. ¡Oh, Señor mío! pues parece tenéis determinado que me salve, plega a vuestra Majestad sea ansí; y de hacerme tantas mercedes como me habéis hecho, ¿no tuviérades por bien, no por mi ganancia, sino por vuestro acatamiento, que no se ensuciara tanto posada adonde tan contino habíades de morar? Fatígame, Señor, aun decir esto, porque sé que fué mía toda la culpa; porque no me parece os quedó a vos nada que hacer para que desde esta edad no fuera toda vuestra. Cuando voy a quejarme de mis padres, tampoco puedo, porque no vía en ellos sino todo bien, y cuidado de mi bien.
[p. 148]
Pues pasando de esta edad, que[311] comencé a entender las gracias de naturaleza que el Señor me había dado, que según decían eran muchas, cuando por ellas le había de dar gracias, de todas me comencé a ayudar para ofenderle...
Paréceme que comenzó a hacerme mucho daño lo que ahora diré. Considero algunas veces cuán mal lo hacen los padres que no procuran que vean sus hijos siempre cosas de virtud de todas maneras; porque con serlo[312] tanto mi madre, de lo bueno no tomé tanto en llegando a uso de razón, ni casi nada, y lo malo me dañó mucho. Era aficionada a libros de Caballerías[313], y no tan mal to[p. 149]maba este pasatiempo, como yo le tomé para mí; porque no perdía su labor, sino desenvolvíemonos para leer en ellos; y por ventura lo hacía para no pensar en grandes trabajos que tenía, y ocupar sus hijos, que no anduviesen en otras cosas perdidos. Desto le pesaba tanto a mi padre, que se había de tener aviso a que no lo viese. Yo comencé a quedarme en costumbre de leerlos[314], y aquella pequeña falta que en ella[315] vi, me comenzó a enfriar los deseos y comenzar[316] a faltar en lo demás; y parecíame no era malo, con gastar muchas horas del día y de la noche en tan vano ejercicio, aunque ascondida de mi padre. Era tan en extremo lo que en esto me embebía, que si no tenía libro nuevo, no me parece tenía contento.
[p. 150]
PRIMERAS MORADAS, CAPÍTULO II
Provecho que se saca del humilde conocimiento de sí mismo
La humildad siempre labra, como la abeja en la colmena la miel... Mas consideremos que la abeja no deja de salir a volar para traer flores, ansí el alma en el propio conocimiento; créame[317], y vuele algunas veces a considerar la grandeza y majestad de su Dios. Aquí hallará su bajeza mejor que en sí mesma y más libre de las sabandijas, adonde entran en las primeras piezas, que es el propio conocimiento, que anque, como digo, es harta misericordia de Dios que se ejercite en esto, tanto es lo de más como lo de menos, suelen decir. Y créanme, que con la virtud de Dios obraremos muy mejor virtud, que muy atadas a nuestra tierra. No sé si queda dado bien a entender; porque es cosa tan importante este conocernos, que no querría en ello hubiese jamás relajación, por subidas que estéis[318] en los cielos; pues mientra[p. 151] estamos en esta tierra, no hay cosa que más nos importe que la humildad. Y ansí torno a decir, que es muy bueno y muy rebueno[319] tratar de entrar primero en el aposento adonde se trata de esto, que volar a los demás, porque este es el camino; y si podemos ir por lo seguro y llano, ¿para qué hemos de querer alas para volar? mas que busque cómo aprovechar más en esto. Y a mi parecer, jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios: mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza, y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes. Hay dos ganancias de esto: la primera está claro, que parece una cosa blanca, muy más blanca[320] cabe la negra, y al contrario la negra cabe la blanca; la segunda es, porque nuestro entendimiento y voluntad se hace más noble y más aparejado[321] para todo bien, tratando a vueltas de sí con Dios; y si nunca salimos de nuestro cieno de miserias, es mucho inconveniente.
[p. 152]
CARTA 132
Al señor Lorenzo de Cepeda, hermano de la Santa;
desde Toledo a 2 de Enero de 1577
Jesús
Sea con vuestra merced. Da tan poco lugar Serna[322], que no querría alargarme, y no sé acabar cuando comienzo a escribir a vuestra merced; y, como nunca viene Serna, es menester tiempo.
Cuando yo escribiere a Francisco[323], nunca se la[324] lea vuestra merced, que he miedo tray alguna melencolía, y es harto declararse conmigo. Quizá le da Dios esos escrúpulos para quitarle de otras cosas; mas, para su remedio, el bien que tiene es creerme[325]...
Gran fiesta tuvimos ayer con el nombre de Jesús: Dios se lo pague a vuestra merced. No sé qué le envíe por tantas como me hace, si no es esos vi[p. 153]llancicos, que hice yo, que me mandó el confesor las[326] regocijase, y he estado estas noches con ellas, y no supe cómo, sino ansí. Tienen graciosa tonada, si la atinare Francisquito para cantar. Mire si ando bien aprovechada. Con todo, me ha hecho el Señor hartas mercedes estos días.
De las que hace a vuestra merced estoy espantada. Sea bendito por siempre. Ya entiendo por lo que se desea la devoción, que es bueno. Una cosa es desearlo y otra pedirlo; mas crea que es lo mejor lo que hace, el dejarlo todo a la voluntad de Dios, y poner su causa en sus manos. Él sabe lo que nos conviene, mas siempre procure ir por el camino que le escribí: mire que es más importante de lo que entiende...
No me cansan sus cartas de vuestra merced, que me consuelan mucho, y ansí me consolara poderle escribir más a menudo; mas es tanto el trabajo que tengo, que no podrá ser más a menudo; y an[327] esta noche me ha estorbado la oración. Ningún escrúpulo me hace, si no es pena de no tener tiempo. Dios nos le dé para gastarle siempre en su servicio, amén.
La esterilidad de este pueblo en cosas de pescado, que[328] es lástima a estas hermanas; y ansí me he holgado con estos besugos. Creo pudieran venir sin pan, según hace el tiempo. Si acertare haberlos, cuando venga Serna, u algunas sardinas[p. 154] frescas, dé vuestra merced a la superiora con que nos las envíe, que lo ha enviado muy bien. Terrible lugar es este para no comer carne, que an un huevo fresco jamás hay. Con todo pensaba hoy que ha años que no me hallo tan buena como ahora; y guardo[329] lo que todas, que es harto consuelo para mí.
Esas coplas que no van de mi letra no son mías, sino que me parecieron bien para Francisco, que como hacen las de San José de las suyas, esotras hizo una hermana. Hay gran cosa de eso estas Pascuas en las recreaciones. Es hoy segundo día del año.
Indina sierva de vuestra merced. Teresa de Jesús.
Pensé que nos enviara vuestra merced el villancico suyo; porque estos ni tienen pies ni cabeza, y todo lo cantan. Ahora se me acuerda uno que hice una vez, estando con harta oración, y parecía que descansaba más. Eran: (ya no sé si eran ansí); y porque vea que desde acá le quiero dar recreación:
¡Oh hermosura, que ecedeis
A todas las hermosuras!
Sin herir, dolor haceis;
Y sin dolor deshaceis
El amor de las criaturas.
[p. 155]¡Oh ñudo, que ansí juntais
Dos cosas tan desiguales!
No sé por qué os desatais:
Pues atado, fuerza dais,
A tener por bien los males.
Quien no tiene ser, juntais
Con el ser que no se acaba:
Sin acabar, acabais:
Sin tener que amar, amais:
Engrandeceis nuestra nada.
No se me acuerda más. ¡Qué seso de fundadora! Pues yo le digo que me parecía estaba con harto, cuando dije esto. Dios se lo perdone, que me hace gastar tiempo: y pienso le ha de enternecer esta copla y hacerle devoción; y esto no lo diga a nadie. Doña Yomar y yo andábamos juntas en este tiempo. Déla mis encomiendas.
De Santa Teresa a su confesor Fray Jerónimo Gracián, llorando la muerte del General de los Carmelitas Fray Juan Bautista Rubeo. Fecha en Ávila a 15 de octubre de 1578.
Jesús.
Sea con vuestra paternidad el Espíritu Santo, mi padre[330]. Como le veo quitado[331] de esas baraúndas, háseme quitado la pena de lo demás, venga lo[p. 156] que viniere. Harto grande me la ha dado[332] las nuevas, que me escriben de nuestro padre general. Ternísima estoy; y el primer día llorar que llorarás[333], sin poder hacer otra cosa, y con gran pena de los trabajos que le hemos dado, que cierto no los merecía; y si hubiéramos ido a él, estuviera todo llano. Dios perdone a quien siempre lo ha estorbado, que con vuestra paternidad yo me aviniera, anque, en esto, poco me ha creído. El Señor lo trairá todo a bien; mas siento lo que digo, y lo que vuestra paternidad ha padecido; que cierto son tragos de la muerte lo que me escribió en la carta primera, que dos he recibido después que habló al nuncio.
Sepa, mi padre, que yo me estaba deshaciendo, porque no daba luego aquellos papeles, sino que debe ser aconsejado de quien le duele poco lo que vuestra paternidad padece[334]. Huélgome, que quedará bien experimentado, para llevar los negocios por el camino que han de ir, y no agua arriba, como yo siempre decía: y a la verdad ha habido cosas por donde lo impedían todo, y ansí no hay que tratar de esto, porque ordena Dios cosas para que padezcan sus siervos.
[p. 157]
Ya quisiera escribir más largo, y han de llevar esta noche las cartas, y casi lo es ya, que lo he sido[335] con el obispo de Osma[336], para que trate con el presidente y con el padre Mariano lo que le escribí, y dije enviase a vuestra paternidad. Ahora he estado con mi hermano[337], y se le encomienda mucho.
NOTAS
[305] Acordarse, construído como recordar con un dativo reflexivo y un acusativo, es poco usado,
Y como Ovidio escribe en su epistolio,
que no me acuerdo el folio,
estas heridas del amor protervas
no se curan con hierbas.
Lope, Gatom. 2.
[306] Sobre pues, conjunción continuativa que encabeza las transiciones, v. Bello. Gram. § 1267.
[307] Anticuado por entrambos. Esta cláusula juntábamonos entramos a leer vidas de santos está sin duda trastocada, debiendo colocarse detrás de gran amor y ellos a mí.
[308] Anque, forma vulgar por «aunque». Después hallaremos an por «aún».
[309] Sino que en el sentido de pero. (V. Bello. Gram. § 1280.)
[310] Nótese a cada paso la ausencia de retoque; este complemento con muchas lágrimas debiera ir inmediatamente después del verbo.
[311] Después de oraciones temporales, que puede usarse en vez de la frase adverbial de tiempo luego que, después que; por ejemplo: «en estando lejos de aquí, que me vea libre del peligro, no me meteré yo en otra.» Si la oración temporal no lleva el verbo en gerundio ni infinitivo, sino en forma personal, el que es un tanto pleonástico, pues pudiera reemplazarse por la simple conjunción copulativa: «cuando esté lejos de aquí, que (y) me vea libre...» Por este mismo giro se explican modismos tales como estos: «jura que al volver que vuelva al Andalucía, se ha de estar dos meses en Toledo»; «en llegando que llegue.»
[312] Este lo representa un adjetivo que no existe; Santa Teresa tomó en su imaginación el substantivo de virtud por el adjetivo equivalente virtuoso.
[313] Es muy común decir libros de caballería; ha de decirse caballerías en plural, que este nombre se da a las hazañas llevadas a cabo por un caballero. La afición a las novelas caballerescas fué predominante en España por el espacio increíble de más de tres siglos. En el siglo XIV el Canciller Pero López de Ayala, entre sus yerros más grandes, se lamentaba de haber sido víctima de tan desatinada afición:
Plogome otrosí oir muchas vegadas
Libros de devaneos e mentiras probadas:
Amadis, Lanzalote e burlas asacadas,
En que perdí mi tiempo a muy malas jornadas.
(Rimado de Palacio, copla 162.)
A mediados del siglo XVI Santa Teresa se acusa de igual pecado, y a principios del XVII era todavía tan desmedido el apego a tales novelas, que Cervantes, para amenguarlo, ridiculizó en su Quijote los extravíos que tan dañosa lectura causaba.
[314] Este los se refiere a los libros de caballerías que, aunque hace mucho se nombraron, no dejan de estar presentes a la memoria en todo este pasaje. Otra vez vemos aquí la sintaxis de la Santa obedecer más a la viveza de la imaginación que a la lógica gramatical.
[315] El pronombre ella se refiere a la madre aunque no se la haya nombrado inmediatamente antes. Otra vez cabe la observación de la nota anterior.
[316] Nuevo descuido de la autora que pensaba haber escrito antes me hizo enfriar, o cosa parecida.
[317] Créame y los verbos que siguen en singular debieran ir en plural, pues la Autora se dirige a sus monjas, como adelante se ve.
[318] Santa Teresa trata generalmente a las religiosas de su merced en tercera persona de plural; aquí las habla en segunda persona de plural. Es común, en escritores más cuidados, este cambio de tratamiento. Fray Luis de Granada dice a la Virgen: «alegrate con esta esperanza y cesen ya tus gemidos... Bien veo, señora, que no basta nada desto para consolaros». (B. Aut. esp., VIII, pág. 82 b).
[319] Esta especie de superlativo formado mediante el prefijo re que refuerza el sentido del adjetivo simple, es muy propio del castellano (refino, relimpio, remucho, remejor); muchos escritores lo desdeñan por familiar.
[320] Ante los adverbios más y menos usaban nuestros clásicos las formas apocopadas muy, tan, cuán («cuán más agradable»), en vez de las formas plenas mucho, tanto, cuanto, que son hoy de rigor (V. Bello Gram. § 1023).
[321] Las leyes lógicas de la concordancia exigirían se hacen más nobles y aparejados; la licencia hoy tolerable sería se hace aparejada.
[322] Serna era el mandadero que llevaba las cartas de don Lorenzo.
[323] Francisco se llamaba el hijo mayor de don Lorenzo. La Santa era naturalmente directora de los negocios espirituales de todas las personas de su familia. Lorenzo había prometido obediencia a su hermana, como luego se verá.
[324] Este la representa al substantivo carta que la autora consideraba embebido en el verbo escribiere. (Recuérdese lo dicho página 148 n. 312 y pág. 149, 314 y 315, y véase 153, n. 326.)
[325] El sujeto de este verbo no es Francisco, como parece, sino don Lorenzo.
[326] Este las se refiere a las monjas de la comunidad.
[327] An es contracción vulgar por aun. Comp. arriba anque.
[328] Sobra el que para hacer sentido.
[329] Guardar sin complemento, con el sentido de «guardar la abstinencia».
[330] Vocativo con el posesivo antepuesto.
[331] Quitar tiene aquí el sentido anticuado de libertar, eximir, que subsiste en la frase «libre y quito».
[332] Concordancia viciosa.
[333] Frase adverbial, como llora que llora o llora que llorarás, para denotar la continuidad de la acción.
[334] Habla aquí de las persecuciones de que era objeto la reforma de la Orden que entonces se llevaba a cabo. El entregar los papeles de la visita al Presidente del Consejo de Castilla fué un paso poco acertado que dió lugar a conflictos en los que Gracián quedó comprometido.
[335] El lo se refiere a larga en escribir; es decir: «que he sido larga en escribir al Obispo». La autora pensaba haber puesto antes: «ya quisiera ser más larga en escribir», en vez de «quisiera escribir más largo».
[336] El Obispo de Osma, don Alonso Vázquez, confesor de la Santa en Toledo.
[337] Don Lorenzo de Cepeda.
[p. 158]
Los dos primeros libros de los Nombres de Cristo se imprimieron en 1583; los tres completos, en 1585. La perfecta casada, en 1586.
Como se ha visto, la prosa castellana contaba ya en el último tercio del siglo XVI con muy notables cultivadores.
Fray Luis de León consideraba, sin embargo, que el idioma no había logrado aún el cultivo esmerado y profundo de que era digno. Claro es que no podía satisfacerle, aunque lo admiraba, el estilo humilde, sencillo y descuidado de Santa Teresa; pero ya es más chocante que, hablando del poco cultivo de la lengua, no dedique ni una alabanza, ni un recuerdo, a su predecesor, Fray Luis de Granada; el estilo de éste era un estilo oratorio que sin duda, no contentaba al maestro León, por no encajar dentro del ideal de perfección artística que él perseguía[338]. Así que se consideró a sí mismo, más que como innovador, como padre de la prosa literaria, y no le faltaba alguna razón.
El lenguaje de Fray Luis de Granada tenía solemnidad, elevación y valentía; pero por estar aún el idioma poco diestro en la expresión de razonamientos y pensamientos abstractos, no halla muchas veces los recursos delicados de la construcción gramatical, y tiene algo de desmañado y flojo.[p. 159] Por esto Fray Luis de León encontró que el castellano encerraba tesoros aun no hallados de cadencia, proporción, asiento y armonía.
Granada se esforzó en trabajar la frase, considerándola como un silogismo, como un razonamiento o un apóstrofe; León le dedicó su cuidado mirándola más especialmente como una obra de arte. Los tratados del uno son como sermones puestos por escrito; los del otro, como poesías redactadas en prosa[339]. El uno es más elocuente, el otro más poeta; el uno es, en suma, orador, y el otro escritor.
Fray Luis de León nos declara que su arte era en todo reflexivo y meditado; arte de selección cuidadosa de palabras, y hasta de letras; arte de cálculo y medida en la disposición de frases; arte en todo diestro, esmerado y primoroso que nos ofrece la lengua castellana ataviada con todos los elementos poéticos y musicales de que es capaz, y levantada a la altura de las lenguas clásicas.
Él mismo declara también que su empeño principal fué poner en el habla del vulgo número, abundancia, entonación y armonía. Sin embargo, a veces usa períodos defectuosos, y esto principalmente por construirlos tan largos que casi se rompe el enlace de su comienzo con su remate[340]. Además, las conjunciones porque y pues aparecen encabezando multitud de frases, con el pueril objeto de encadenarlas materialmente a la que antecede, cuando de no ligarlas de otra manera bastaría que esta trabazón corriera solamente a cargo del pensamiento. En fin, pocas veces cae en la tentación de buscar la falsa elegancia, puesta en moda ya desde el siglo XV, de remitir afectadamente el verbo[p. 160] al fin de la proposición (verbi gracia: «Con el calor del día y del sueño encendidos demasiadamente y dañados», pág. 175).
INTRODUCCIÓN AL LIBRO III
Declara Fray Luis en qué procuró mejorar el lenguaje de sus escritos sobre el ordinario y familiar.
Mas a los que dicen que no leen aquestos mis libros por estar en romance[341] y que en latín los leyeran, se les responde que les debe poco su lengua, pues por ella aborrecen lo que, si estuviera en otra, tuvieran por bueno. Y no sé yo de dónde les nace el estar con ella tan mal; que ni ella lo merece, ni ellos saben tanto de la latina que no sepan más de la suya, por poco que della sepan, como de hecho saben della poquísimo muchos. Y destos son los que dicen que no hablo en romance, porque no hablo desatadamente y sin orden, y porque pongo en las palabras concierto y las escojo y les doy su lugar; porque piensan que hablar romance es hablar como se habla en el vulgo,[p. 161] y no conocen que el bien hablar no es común, sino negocio de particular juicio[342], ansí en lo que se dice, como en la manera como se dice; y negocio que de las palabras que todas hablan elige las que convienen y mira el sonido dellas, y aun cuenta a veces las letras, y las pesa y las mide y las compone, para que, no solamente digan con claridad lo que se pretende decir, sino también con armonía y dulzura. Y si dicen que no es estilo para los humildes y simples, entiendan que, así como los simples tienen su gusto, así los sabios y los graves y los naturalmente compuestos no se aplican bien a lo que se escribe mal y sin orden; y confiesen que debemos tener cuenta con ellos, y señaladamente en las escrituras que son para ellos solos, como aquesta lo es.
Y si acaso dijeren que es novedad, yo confieso que es nuevo, y camino no usado por los que escriben en esta lengua, poner en ella número, levantándola del decaimiento ordinario. El cual camino quise yo abrir[343], no por la presunción que tengo[p. 162] de mí, que sé bien la pequeñez de mis fuerzas, sino para que los que las tienen se animen a tratar de aquí adelante su lengua como los sabios y elocuentes pasados, cuyas obras por tantos siglos viven, trataron las suyas, y para que la igualen, en esta parte que le falta, con las lenguas mejores, a las cuales, según mi juicio, vence ella en otras muchas virtudes.
Dirigiéndose al Obispo de Córdoba, don Pedro Portocarrero, introduce Fray Luis los personajes que figurarán en el diálogo de la obra, y supone que son tres amigos suyos, de su misma Orden de San Agustín.
Era por el mes de Junio, a las vueltas[344] de la fiesta de San Juan, al tiempo que en Salamanca comienzan a cesar los estudios, cuando Marcelo, el uno de los que digo (que así le quiero llamar con nombre fingido, por ciertos respetos que tengo, y lo mismo haré a los demás), después de una ca[p. 163]rrera tan larga, como es la de un año en la vida que allí se vive[345], se retiró, como a puerto sabroso, a la soledad de una granja que, como vuestra merced sabe, tiene mi monasterio en la ribera de Tormes[346]; y fuéronse con él, por hacerle compañía, y por el mismo respeto, los otros dos. Adonde habiendo estado algunos días, aconteció que una mañana, que era la del día dedicado al após[p. 164]tol San Pedro, después de haber dado al culto divino[347] lo que se le debía, todos tres juntos se salieron de la casa a la huerta que se hace[348] delante della. Es la huerta grande, y estaba entonces bien poblada de árboles, aunque puestos sin orden; mas eso mismo hacía deleite en la vista, y sobre todo, la hora y la sazón.
Pues entrados en ella, primero, y por un espacio pequeño, se anduvieron paseando y gozando del frescor, y después se sentaron juntos a la sombra de unas parras y junto a la corriente de una pequeña fuente, en ciertos asientos. Nace la fuente de la cuesta que tiene la casa a las espaldas, y entraba en la huerta por aquella parte, y corriendo y estropezando, parecía reírse. Tenían también delante de los ojos y cerca dellos una alta y hermosa alameda. Y más adelante, y no muy lejos, se veía el río Tormes, que aun en aquel tiempo, hinchiendo bien sus riberas, iba torciendo el paso por aquella vega. El día era sosegado y purísimo, y la hora muy fresca. Así que, asentándose y callando por un pequeño tiempo, después de sentados, Sabino (que así me place llamar al que de los tres era el más mozo), mirando hacia Marcelo y sonriéndose, comenzó a decir así:
«Algunos hay a quien la vista del campo los[p. 165] enmudece[349], y debe ser condición de espíritus de entendimiento profundo; mas yo, como los pájaros, en viendo lo verde, deseo o cantar o hablar.»
—«Bien entiendo por qué lo decís—respondió al punto Marcelo—, y no es alteza de entendimiento, como dais a entender por lisonjearme o por consolarme, sino cualidad de edad y humores diferentes que nos predominan y se despiertan con esta vista, en vos de sangre, y en mí de melancolía[350]. Mas sepamos—dice—de Juliano[351] (que éste era el nombre del tercero) si es pájaro también o si es de otro metal.»
—«No soy siempre de uno mismo—respondió Juliano—, aunque agora al humor de Sabino me inclino algo más. Y pues él no puede agora razonar consigo mismo mirando la belleza del campo y la grandeza del cielo, bien será que nos diga su gusto acerca de lo que podremos hablar.»
Entonces Sabino, sacando del seno un papel escrito y no muy grande: «Aquí, dice, está mi deseo y mi esperanza.»
Marcelo, que reconoció luego el papel, porque[p. 166] estaba escrito de su mano, dijo, vuelto a Sabino y riéndose: «No os atormentará mucho el deseo a lo menos, Sabino, pues tan en la mano tenéis la esperanza; ni aun deben ser ni lo uno ni lo otro muy ricos, pues se encierran en tan pequeño papel.»
—«Si fueren pobres—dijo Sabino—, menos causa tendréis para no satisfacerme en una cosa tan pobre.»
—«¿En qué manera—respondió Marcelo—, o qué parte soy yo para satisfacer a vuestro deseo, o qué deseo es el que decís?»
Entonces Sabino, desplegando el papel, leyó el título, que decía: De los nombres de Cristo; y no leyó más, y dijo luego: «Por cierto caso hallé hoy este papel, que es de Marcelo, adonde, como parece, tiene apuntados algunos de los nombres con que Cristo es llamado en la Sagrada Escritura, y los lugares de ella adonde es llamado así. Y como le vi, me puso codicia de oirle algo sobre aqueste argumento, y por eso dije que mi deseo estaba en este papel; y está en él mi esperanza también, porque, como parece dél, éste es argumento en que Marcelo ha puesto su estudio y cuidado, y argumento que le debe tener en la lengua; y así, no podrá decirnos agora lo que suele decir cuando se excusa, si le obligamos a hablar, que le tomamos desapercibido. Por manera que, pues le falta esta excusa, y el tiempo es nuestro, y el día santo, y la sazón tan a propósito de pláticas semejantes, no nos será dificultoso el rendir a Marcelo, si vos, Juliano, me favorecéis.»
Marcelo explicando a sus amigos por qué el nombre de Príncipe de Paz es aplicado a Cristo, declara qué cosa es paz.
Calló Marcelo un poco, luego que dijo esto..., y descansando, y como recogiéndose[352] todo en sí mismo por un espacio pequeño, alzó después los ojos al cielo, que ya estaba sembrado de estrellas, y teniéndolos en ellas como enclavados, comenzó a decir así:
«Cuando[353] la razón no lo demostrara, ni por otro camino se pudiera entender cuán amable cosa sea[354] la paz, esta vista hermosa del cielo que se nos descubre agora, y el concierto que tienen entre sí aquestos resplandores que lucen en él, nos dan suficiente testimonio. Porque, ¿qué otra cosa es, sino paz, o ciertamente una imagen perfecta de paz, esto que agora vemos en el cielo y que con[p. 168] tanto deleite se nos viene[355] a los ojos? Que[356] si la paz es, como San Agustín breve y verdaderamente concluye, una orden sosegada o un tener sosiego y firmeza en lo que pide el buen orden, eso mismo es lo que nos descubre agora esta imagen. Adonde el ejército de las estrellas, puesto como en ordenanza y como concertado por sus hileras[357], luce hermosísimo; y adonde cada una dellas inviolablemente guarda su puesto; adonde no usurpa ninguna el lugar de su vecina ni la turba en su oficio, ni menos, olvidada del suyo, rompe jamás la ley eterna y santa que le puso la Providencia; antes, como hermanadas todas y como mirándose entre sí, y comunicando sus luces las mayores con las menores, se hacen muestra de amor; y como en cierta manera[358] se reverencian unas a otras, y[p. 169] todas juntas templan a veces sus rayos y sus virtudes, reduciéndolas a una pacífica unidad de virtud, de partes y aspectos diferentes compuesta, universal y poderosa sobre toda manera[359].
»Y si así se puede decir, no sólo son un dechado de paz clarísimo y bello, sino un pregón y un loor que con voces manifiestas y encarecidas nos notifica cuán excelentes bienes son los que la paz en sí contiene y los que hace en todas las cosas. La cual voz y pregón sin ruido se lanza en nuestras almas, y de lo que en ellas lanzada hace[360], se ve y entiende bien la eficacia suya y lo mucho que las persuade. Porque luego, como convencidas de cuanto les es útil y hermosa la paz, se comienzan ellas a pacificar en sí mismas y a poner a cada[361][p. 170] una de sus partes en orden. Porque si estamos atentos a lo secreto que en nosotros pasa, veremos que este concierto y orden de las estrellas, mirándolo, pone en nuestras almas sosiego, y veremos que con sólo tener los ojos enclavados en él con atención, sin sentir en qué manera, los deseos nuestros y las afecciones turbadas que confusamente movían ruido en nuestros pechos de día, se van quietando poco a poco, y como adormeciéndose, se reposan, tomando cada una su asiento, y reduciéndose a su lugar propio, se ponen sin sentir en sujeción y concierto.
»Y veremos que, así como ellas se humillan y callan, así lo principal y lo que es señor en el alma, que es la razón, se levanta y recobra su derecho y su fuerza, y como alentada con esta vista celestial y hermosa, concibe pensamientos altos y dignos de sí, y como en una cierta manera se recuerda[362] de su primer origen, y al fin pone todo lo que es vil y bajo en su parte, y huella sobre ello[363]. Y así puesta ella en su trono como emperatriz, y reducidas a sus lugares todas las de más[p. 171] partes del alma, queda todo el hombre ordenado y pacífico.
«Mas ¿qué digo de nosotros que tenemos razón? Esto insensible y aquesto rudo del mundo, los elementos y la tierra y el aire y los brutos se ponen todos en orden y se quietan luego que poniéndose el sol, se les representa aqueste ejército resplandeciente. ¿No veis el silencio que tienen agora todas las cosas, y cómo parece que mirándose en este espejo bellísimo, se componen todas ellas y hacen paz entre sí, vueltas a sus lugares y oficios, y contentas con ellos?
»Es sin duda el bien de todas las cosas universalmente la paz; y así, dondequiera que la ven, la aman. Y no sólo ella, mas la vista de su imagen de ella las enamora y las enciende en codicia de asemejársele, porque todo se inclina fácil y dulcemente a su bien. Y aun si confesamos, como es justo confesar, la verdad, no solamente la paz es amada generalmente de todos, mas sola ella es amada y seguida y procurada por todos. Porque cuanto se obra en esta vida por los que vivimos[p. 172] en ella, y cuanto se desea y afana, es por conseguir este bien de la paz, y este es el blanco adonde enderezan su intento y el bien a que aspiran todas las cosas. Porque si navega el mercader y si corre los mares, es por tener paz con su codicia, que le solicita y guerrea. Y el labrador en el sudor de su cara y rompiendo la tierra busca paz, alejando de sí cuanto puede al enemigo duro de la pobreza. Y por la misma manera, el que sigue el deleite y el que anhela la honra y el que brama por la venganza, y, finalmente, todos y todas las cosas buscan la paz en cada una de sus pretensiones. Porque, o siguen algún bien que les falta, o huyen algún mal que los enoja.»
LIBRO VII
Comentando el versículo de los Proverbios, XXXI, 15: «madrugó y repartió a sus gañanes las raciones», hace Fray Luis una primorosa descripción del alba y encarece las delicias del madrugar.
El madrugar es tan saludable, que la razón sola de la salud, aunque no despertara el cuidado y obligación de la casa, había de levantar de la cama en amanesciendo a las casadas. Y guarda en esto Dios, como en todo lo demás, la dulzura y suavidad de su sabio gobierno, en que aquello a que[p. 173] nos obliga es lo mismo que más conviene a nuestra naturaleza y en que recibe por su servicio lo que es nuestro provecho[364]. Así que, no sólo la casa, sino también la salud, pide a la buena mujer que madrugue. Porque cierto es que es nuestro cuerpo del metal de los otros cuerpos, y que la orden que guarda la naturaleza para el bien y conservación de los demás, esa misma es la que conserva y da salud a los hombres.
Pues ¿quién no ve que a aquella hora despierta el mundo todo junto, y que la luz nueva saliendo, abre los ojos de los animales todos, y que si fuese entonces dañoso dejar el sueño, la naturaleza (que en todas las cosas generalmente, y en cada una por sí, esquiva y huye el daño, y sigue y apetece el provecho, o que, para decir la verdad, es ella eso mismo que a cada una de las cosas conviene y es provechoso), no rompiera tan presto el velo de las tinieblas que nos adormecen, ni sacara por el oriente los claros rayos del sol, o si los sacara, no les diera tanta fuerza para nos despertar?[365]. Porque si no despertase naturalmente la luz, no le cerrarían las ventanas tan diligentemente los que[p. 174] abrazan el sueño. Por manera que la naturaleza, pues nos envía la luz, quiere, sin duda, que nos despierte. Y pues ella nos despierta, a nuestra salud conviene que despertemos.
Y no contradice a esto el uso de las personas que ahora el mundo llama señores, cuyo principal cuidado es vivir para el descanso y regalo del cuerpo, las cuales guardan la cama hasta las doce del día[366]. Ante esta verdad, que se toca con las manos, condena aquel vicio, del cual, ya por nuestros pecados o por sus pecados de ellos mismos[367], hacen honra y estado[368], y ponen parte de su grandeza en no guardar ni aun en esto el concierto que Dios les pone. Castigaba bien una persona, que yo conocí, esta torpeza, y nombrábala con su merescido vocablo. Y aunque es tan vil como lo es el[p. 175] hecho, daráme vuestra merced[369] licencia para que lo ponga aquí, porque es palabra que cuadra. Así que, cuando le decía alguno que era estado en los señores este dormir, solía él responder que se erraba la letra[370], y que por decir establo decían estado. Y ello a la verdad es así, que aquel desconcierto de vida tiene principio y nasce de otro mayor desconcierto, que está en el alma y es causa él también y principio de muchos otros desconciertos torpes y feos. Porque la sangre y los demás humores del cuerpo, con el calor del día y del sueño, encendidos demasiadamente y dañados, no solamente corrompen la salud, mas también aficionan e inficionan el corazón feamente. Y es cosa digna de admiración que, siendo estos señores en todo lo demás grandes seguidores, o por mejor decir, grandes esclavos de su deleite, en esto sólo se olvidan dél, y pierden por un vicioso dormir lo más deleitoso de la vida, que es la mañana.
Porque entonces la luz, como viene después de las tinieblas y se halla como después de haber sido perdida, parece ser otra y hiere el corazón[p. 176] del hombre con una nueva alegría, y la vista del cielo entonces, y el colorear de las nubes y el descubrirse el aurora (que no sin causa los poetas la coronan de rosas)[371], y el aparecer la hermosura del sol, es una cosa bellísima. Pues el cantar de las aves, ¿qué duda hay sino que suena entonces más dulcemente? y las flores y las yerbas y el campo, todo despide de sí un tesoro de olor. Y como cuando entra el rey de nuevo en alguna ciudad se adereza y hermosea toda ella, y los ciudadanos hacen entonces plaza[372] y como alarde de sus mejores riquezas; así los animales y la tierra y el aire, y todos los elementos, a la venida del sol se alegran, y como para recibirle, se hermosean y mejoran y ponen en público cada uno sus bienes. Y como los curiosos suelen poner cuidado y trabajo por ver semejantes recibimientos, así los hombres concertados y cuerdos, aun por sólo el gusto, no han de perder esta fiesta que hace toda la naturaleza al sol por las mañanas; porque no es gusto de un solo sentido, sino general contentamiento de todos, porque la vista se deleita con el nascer de la luz y con la figura[373] del aire y con el variar de[p. 177] las nubes; a los oídos las aves hacen agradable armonía; para el oler, el olor que en aquella sazón el campo y las yerbas despiden de sí es olor suavísimo, pues el fresco del aire de entonces templa con grande deleite el humor calentado con el sueño, y cría salud y lava las tristezas del corazón, y no sé en qué manera le despierta a pensamientos divinos antes que se ahogue en los negocios del día.
Pero, si puede tanto con estos hijos de tinieblas el amor dellas, que aun del día hacen noche, y pierden el fruto de la luz con el sueño, y ni el deleite, ni la salud, ni la necesidad y provecho que dicho habemos, son poderosos para los hacer levantar, vuestra merced que es hija de luz, levántese con ella, y abra la claridad de sus ojos cuando descubriere sus rayos el sol, y con pecho puro levante sus manos limpias al Dador de la luz, ofresciéndole con santas y agradescidas palabras su corazón, y después de hecho esto, y de haber gozado del gusto del nuevo día, vuelta a las cosas de su casa, entienda en su oficio.
NOTAS
[339] Algunos de sus párrafos tienen el mismo asunto que sus versos, no sabiéndose si son su esbozo y plan o su comentario y explicación. (Véase pág. 169, nota 359, y pág. 170, nota 363.)
[341] Se censuró a Fray Luis por haber escrito en castellano los dos primeros libros de los Nombres de Cristo, impresos en 1583; pues, aunque ya habían escrito el P. Avila y el P. Granada, muchos seguían creyendo que un teólogo no debía emplear para sus obras sino el latín. Fray Luis contestó reimprimiendo los Nombres de Cristo, en 1585, adicionados con un tercer libro a cuya introducción pertenece el presente extracto.
[342] Es decir, que no es cosa común a todos los que hablan una lengua, sino que exige particular disposición y estudio. Es antigua en España la creencia de que la lengua propia ni merece ni requiere atención y trabajo; Juan de Valdés se queja de los que con tanta negligencia y tan inmerecido desdén la tratan, y Ambrosio de Morales, en 1546, decía: «siempre ha quedado nuestra lengua en la miseria y con la pobreza que antes tenía... que todo nace del gran menosprecio en que nuestros mismos naturales tienen nuestra lengua, por lo cual ni se aficionan a ella, ni se aplican a ayudarla». (Introducción al Diálogo de la dignidad del hombre, del M. Hernán Pérez de Oliva, tío de Morales.)
[343] Fray Luis, al principio de esta introducción, habla poco menos que como si él fuera el primero en aplicar el castellano a asuntos serios, quejándose «de lo mal que usamos de nuestra lengua no la empleando sino en cosas sin ser». No es admisible que desconociera los autores citados en la pág. 125, y por fuerza habría leído las obras místicas del Beato Juan de Ávila y del Venerable Granada, que andaban ya impresas; sin embargo, a juzgar por las palabras que ahora emplea, parece que no le satisfacían mucho y no las tomaba en consideración.
[344] A vueltas de significa ‘alrededor de, cerca de’; así fijando después el día en que esto sucedía, dícese que era el de San Pedro, que es en 29 de Junio, cinco días después de San Juan. En esta frase el artículo se usa rarísima vez: a las vueltas.
[345] Cuando el acusativo es de igual raíz que el verbo, exige algún complemento que le especifique, pues de lo contrario sería un acusativo del todo inútil, v. gr.: vivir una vida fatigosa (véase Bello, Gram. § 796); aquí se sobreentiende con la vida (tan fatigosa) que allí se vive.
[346] Los nombres de ríos sin artículo, v. pág. 86, n. 161. Los agustinos calzados, que llegaron a Salamanca por los años 1330, fueron los fundadores de este convento. Hoy no existe el edificio antiguo, pues fué bárbaramente destruído por el ejército francés en 1812, y aunque reedificado, se demolió más tarde, ocupando hoy su solar la nueva calle llamada de Oliva.—Este monasterio tenía, para descanso y recreo de los frailes, una granja, llamada la Flecha, a legua y media de distancia, río arriba, a la vera del camino de Salamanca a Madrid. (V. M. Villar y Macías, Hist. de Salamanca, I, 453, etc.) La apacible descripción que hace Fray Luis de este paisaje concuerda en todo con la realidad; tal como él lo pinta, se reconocen hoy la casa de los frailes, las cuestas que empiezan a sus espaldas y que si hacia Aldealengua se van insensiblemente suavizando y disminuyendo, prolónganse larguísimo espacio eslabonándose hacia Salamanca; todavía existe la desordenada arboleda que tanto deleitaba la vista del poeta, y la risueña fuente que baja desde la cuesta al huerto,
y como codiciosa
de ver y acrecentar su hermosura,
hasta llegar, corriendo se apresura.
En fin, el huerto mismo existe, que tanta inspiración guardaba para el autor de la oda a la Vida retirada y que se llama, como queda dicho, huerta de la Flecha.
[347] Destinada al culto está desde antiguo una capilla cerca de la huerta, frente a la aceña de la Flecha y contigua a la casa del molinero.
[348] Hacerse era muy usado con nombres de lugar en el mismo sentido que ‘extenderse, hallarse’, o sea ‘estar situado’.
[349] Los dice la edición de Salamanca 1585. Es el acusativo que debe ponerse con propiedad gramatical; pero disuena algo a causa del uso generalísimo del dativo le por el acusativo, cuando se trata de personas.
[350] Humor de sangre y de melancolía significa temperamento sanguíneo y melancólico o bilioso.
[351] Sepamos de Juliano si es pájaro, en vez de sepamos si Juliano es pájaro, es un caso de atracción del sujeto de la proposición dependiente que se construye con el verbo principal; como en griego y en latín: rem vides quomodo se habeat (v. Diez, Gr. III, 360.)
[352] Nótese el uso que tiene el adverbio como; como recogiéndose no afirma que se recogiera sino que todo su aspecto y semejanza era como la del que se recoge; como enclavados, semejando enclavados; como viene a ser en ambos ejemplos un simple afijo o partícula prepositiva para denotar mera semejanza con la voz que le sigue, sentido que se ve más claro si el como se refiere a un substantivo: «encontró Don Quijote con dos como clérigos», «unos como joyeles» (v. Bello, Gramática, § 1234 y 1236).
[353] Cuando tiene muchas veces el valor de la frase adverbial aun cuando.
[354] En las interrogaciones indirectas la proposición secundaria puede llevar su verbo en indicativo (como hoy es lo ordinario) o en subjuntivo; aquí se diría hoy más bien: «cuán amable cosa es la paz». En los siglos XVI y XVII era más común el subjuntivo, «dícese qué cosa sea la paz, lo que valga la paz».
[355] Venirse a los ojos equivale a ‘saltar a la vista’ o ‘presentarse’.
[356] Que, conjunción causal, abreviada de porque.
[357] Respecto al como repetidas veces usado aquí para denotar no el modo, sino la semejanza con ese modo, véase la nota 352, de la pág. 167: como mirándose, semejando que se miran. Concertado por sus hileras se diría simplemente hoy: «concertado por hileras» (o sea distribuído en hileras), sin el posesivo; éste indica que el concierto les es a las estrellas propio y natural. Es modismo antiguo; Don Alfonso el Sabio dice «fabla el Arzobispo por su latín», es decir: en el latín que usaba siempre al escribir.
[358] Hoy este como que denota semejanza no se suele usar antepuesto a verbos y proposiciones enteras, sino después de verbos que denotan una apreciación o figuración; es decir, seguido de un que enunciativo: «se me figuraba como que querían acercarse aquellos hombres», «hace como que no quiere». «Como en cierta manera se reverencian», sería hoy: «parece como que se reverencian»; al fin de este trozo se repite este mismo giro: como en una cierta manera recuerda = ‘parece como que recuerda’.
[359] Esta admirable descripción recuerda y amplía algunos versos de la Oda XII del mismo autor, «Noche serena»:
Quién mira el gran concierto
de aquestos resplandores eternales,
su movimiento cierto,
sus pasos desiguales,
y en proporción concorde tan iguales...
[360] Lanzar, echar pregón o voz se emplean por los simples ‘pregonar’ o ‘vocear’. Compárese la concordancia voz y pregón lanzada con la que hallamos en la Introducción al Símbolo de la fe (pág. 142) y en el Quijote (comienzo del extracto de la parte II, capítulo 23).
[361] A cada se lee en la edición de Salamanca, 1585. Antes se admitían más acusativos con preposición; hoy apenas se le pone a sino cuando el acusativo es nombre de persona determinada, personificación, animal o nombre propio de lugar, así que se diría «a poner cada una de sus partes». También se diría con más rigor: «comienzan ellas a pacificarse y a poner sus partes en orden», pues la acción reflexiva no se refiere para nada a poner y sí sólo a pacificar, por lo cual no debe agregarse el pronombre reflexivo a comienzan, ya que este verbo rige lo mismo a poner que a pacificar.
[362] Para el giro como en cierta manera, véase la nota 358, pág. 168. Acordarse y recordarse tenían, como se ve aquí, una misma construcción y régimen (cfr. p. 145, n. 305). Hoy se diferencia mucho, pues se dice acordar-se de una cosa y recordar una cosa.
[363] El alma contemplando la hermosura de la noche estrellada se acuerda de su primer origen que es celestial, se siente como desterrada en este mundo y ve con claridad las alturas del otro. Igual pensamiento expuso en verso el maestro León, y casi con iguales palabras que aquí, salvo que no es el espectáculo de la noche serena el que arroba el alma, sino la sublime música del ciego Francisco Salinas:
A cuyo son divino
mi alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.
Y como se conoce,
en suerte y pensamientos se mejora,
el oro desconoce
que el vulgo ciego adora,
la belleza caduca engañadora...
[364] Esto es, «en que agradece como un servicio lo que debemos hacer por nuestro provecho».
[365] Hoy los pronombres personales átonos nunca se anteponen al infinitivo, sino que se le posponen enclíticos. (V. Bello Gram. § 915). Fray Luis de Granada dice «que nadie sea osado a la despertar». (Guía de pec. I. 16. § 1 B. AA. EE. VI, 61 a.) Sólo como provincialismo se conserva la costumbre arcaica; en Asturias, por ejemplo, se puede decir: «hay que lo dejar», «tengo que os contar».
[366] Este es antiguo defecto español atestiguado por algunos extranjeros; el barón alemán Conrado de Bemelberg, que para perfeccionarse en el castellano viajó por España ocho años después de muerto Fray Luis, escribe en una carta, fecha en agosto de 1599, dando cuenta a su padre de lo que le parecía nuestra tierra: «quien en España quiere negociar, más que ordinaria paciencia ha de tener, pues a mediodía tienen costumbre de levantarse, y después de levantados ir a la misa, acabada la cual se meten a comer, y después de la comida, o a jugar o a dormir o pasearse a caballo por las calles».
[367] En sus pecados de ellos no es de ellos un inútil pleonasmo, sino que está exigido por la vaguedad del su, que no determina si el poseedor es masculino o femenino, ni singular o plural. Hoy esta doble indicación del posesivo no se conserva sino cuando el poseedor es usted: «su padre de usted», «su casa de usted».
[368] Nótese la frase, no registrada en los Diccionarios: hacer honra y estado de una cosa, ‘fundar en ella su condición y su dignidad’.
[369] Vuestra merced se dirige a Doña María Varela Osorio, a la cual dedicó su obra Fray Luis de León.
[370] Errar la letra es frase figurada; tómase en sentido propio «equivocarse en la escritura o lectura», cuando se trata de algún documento escrito, sobre cuya interpretación se discute. El uso de esta expresión, u otras análogas, era muy corriente. En la Celestina (auto IX) se dice, hablando de las veces que se debe beber: «Madre, pues tres veces dicen que es lo bueno y honesto todos los que escribieron.—Hijos, estará corrupta la letra: por trece, tres.» (Véase Rev. de Filología Española, IV, 50).
[371] Homero calificó a la Aurora de dedos de rosa y según él todos los poetas clásicos; Ovidio llámala rosea dea (Ars. am. III. 84). Claro es que en el Renacimiento esta denominación era un lugar común. Cervantes la llamó rosada aurora (Quijote I. 2).
[372] Hacer plaza no está registrado en los diccionarios con el sentido que aquí tiene de ‘hacer ostentación’. Sólo se le apunta el significado de ‘sacar a la plaza o publicar una cosa’.
[373] Figura dice la edición de Salamanca 1586, pero debe ser errata.
[p. 178]
Su Historia de España latina salió a luz por primera vez en Toledo en 1592; en la misma ciudad se publicó la primera edición romanceada en 1601.
La historiografía contaba ya en España con diestros investigadores, que habían rectificado multitud de errores de la historia tradicional, mediante el estudio crítico de crónicas, diplomas, inscripciones, etc.; tales eran Garibay, Ambrosio de Morales, Zurita. Mariana no se sentía inclinado a estas tareas, pues las suyas habituales eran las del teólogo y moralista; sólo como ocupación accesoria se dedicó a componer la Historia de España. Así que no se propuso continuar los estudios especiales en averiguación de la verdad, sino que, contentándose con lo hecho por otros, como en sus obras echaba de menos el arte de la narración, no aspiraba sino a vulgarizar lo estudiado por otros: mi intento no fué hacer historia, sino poner en orden y estilo lo que otros habían recogido. Su principal preocupación fué, pues, la narración agradable; escoge en las diversas fuentes que maneja la versión de los hechos que buenamente le parece más verdadera, y luego la expone sin reparo crítico alguno; sucediendo más de una vez que la hermosura de un relato fabuloso le atrae y le obliga a acogerlo sin expresar la menor duda,[p. 179] pues lo que él pretendía era hacer, más que una historia averiguada, una historia literaria y nacional, de la cual nada bello y nada heroico debía ser excluído. Ciertamente que consiguió tal propósito; su obra es hasta ahora el más digno monumento en honor de la historia y tradiciones españolas, como lo es Tito Livio de las romanas.
En el estilo de esta obra se ven claramente influencias, tanto de la índole personal del autor, como de sus lecturas habituales. La entereza de carácter y la austeridad de pensamiento de Mariana se reflejan en su narración histórica, a veces seca, pero que sabe revestirse siempre de un aire de autoridad y decoro que, como dice Capmany, «apenas distingue uno después si son las cosas o las palabras las que aparecen grandes y majestuosas». Ni aun en las arengas es declamador o retórico.
Las habituales tareas de teólogo, político y moralista a que se consagró Mariana, hacen que su narración, no sólo esté llena de máximas y aforismos, según la costumbre general de los historiadores de la época, sino que se desvíe, más o menos visiblemente, para obligarla a correr por el cauce de las ideas filosóficas y sociales del autor.
Su cultura clásica le hace imitar a Tito Livio en la manera amplia y tranquila de relatar, y a Tácito en las sentencias y reflexiones con que moraliza constantemente el relato. Además, como Mariana había escrito primero su obra en latín, de aquí que al romancearla conservara algún dejo de construcción latina como el que apuntamos en la nota de la página 193.
En fin: la obligada lectura de crónicas castellanas de los siglos XIV y XV le encariñó con el lenguaje viejo, y de ellas se le pegaron multitud de arcaísmos, como: aína ‘presto, luego’; al ‘otro’,[p. 180] asaz ‘bastante, harto’; ca ‘porque’, muy usado por Mariana, y algo también por Fray Luis de Granada; dende ‘desde allí’, hobo ‘hubo’, maguer ‘aunque’, suso ‘arriba’. Sin duda esto tenía por objeto revestir así el lenguaje de un aspecto más venerable. Razón tenía Saavedra Fajardo al decir en su República literaria que así como otros se tiñen las barbas por parecer mozos, Mariana se las teñía por hacerse viejo. Lo cierto es que con ser la Historia de España treinta años posterior a la Guerra de Granada de Mendoza, representa un lenguaje mucho más antiguo. Este no es defecto especial de Mariana, quien sabe mantener en un límite prudente el arcaísmo; las Crónicas ejercían tal atractivo sobre los que las leían, que los poetas que sacaban de ellas romances o comedias, solían imitar su lenguaje arcaico con mucha más exageración que a Mariana, pues llegaban a escribir sus versos contrahaciendo la fabla antigua.
Además del arcaísmo prudentemente manejado, se observa en Mariana alguna otra afectación; sobre todo un particular estudio para huir del uso del gerundio, forma verbal de que tanto abusan las malas narraciones; en su lugar, Mariana emplea con preferencia el participio oracional. Fuera de esto, el estilo de Mariana se distingue por una gran llaneza y naturalidad, y por una construcción ligera que prefiere la nueva yuxtaposición de las cláusulas a englobarlas con relación de dependencia[374].
[p. 181]
LIBRO XVII, CAPÍTULO XIII
Muerte del Rey Don Pedro el Cruel, 22 ó 23 marzo, 1369. En el capítulo anterior contó Mariana cómo Don Enrique, vuelto de Francia, allegó en rededor suyo muchos partidarios; le recibieron por Rey Burgos y otras ciudades, y cercó a Toledo que aún se mantenía por Don Pedro.
El Rey Don Pedro, desamparado de los que le podían ayudar, y sospechoso de los demás, lo que sólo le restaba, se resolvió de aventurarse, encomendarse a sus manos y ponerlo todo en el trance y riesgo de una batalla; sabía muy bien que los reinos se sustentan y conservan más con la fama y reputación que con las fuerzas y armas. Teníale con gran cuidado el peligro de la real ciudad de Toledo; estaba aquejado y pensaba cómo mejor podría conservar su reputación. Esto le confirmaba más en su propósito de ir en busca de su enemigo y dalle[375] la batalla. Procuráronselo estorbar los de Sevilla; decíanle que se destruía y se iba derecho a despeñar; que lo mejor era tener sufrimiento, reforzar su ejército y esperar las gentes[p. 182] que cada día vendrían de sus amigos y de los pueblos que tenían su voz[376]. Esto que le aconsejaban era lo que en todas maneras debiera seguir, si no le cegaran la grandeza de sus maldades y la divina justicia, que estaba ya determinada de muy presto castigallas. Estando en este aprieto, sucedióle otro desastre, y fué que Vitoria, Salvatierra y Logroño, que eran de su obediencia, fatigadas de las armas del Rey de Navarra[377], y por falta de socorro por estar Don Pedro tan lejos, se entregaron al Navarro. Ayudó a esto Don Tello[378], el cual, si estaba mal con Don Pedro, no era amigo de su hermano Don Enrique, y así se estaba a la mira[379] en Vizcaya, sin querer ayudar a ninguno de los dos.
Proseguíase en este comedio el cerco de Toledo. Y como quier que aquella ciudad estuviese, como dijimos, dividida en aficiones, algunos de[p. 183] los que favorecían a Don Enrique intentaron de apoderalle[380] de una torre del muro de la ciudad que miraba al real, que se dice la torre de los Abades. Como no le sucediese[381] esta traza, procuraron dalle entrada en la ciudad por el puente de San Martín[382], sobre lo cual los del un bando y del otro vinieron a las manos, en que sucedieron algunas muertes de ciudadanos.
Sabidas estas revueltas por el Rey Don Pedro, dióse muy mayor priesa a irla a socorrer, por no hallalla perdida cuando llegase. Para ir con menor cuidado mandó recoger sus tesoros, y con sus hijos Don Sancho y Don Diego llevallos a Carmo[p. 184]na, que es una fuerte y rica villa del Andalucía, y está cerca de Sevilla. Hecho esto, juntó arrebatadamente su ejército y aprestó su partida para el reino de Toledo. Llevaba en su campo tres mil hombres de a caballo; pero la mitad de ellos, ¡mal pecado![383], eran moros, y de quien no se tenía entera confianza, ni se esperaba que pelearían con aquel brío y gallardía que fuera necesario. Dícese que al tiempo de su partida consultó a un moro sabio de Granada, llamado Benagatin, con quien tenía mucha familiaridad, y que el moro le anunció su muerte por una profecía de Merlín[384], hombre inglés que vivió antes deste tiempo, como cuatrocientos años. La profecía contenía estas palabras: «En las partes de occidente, entre los montes y el mar, nacerá una ave negra, comedora y robadora, y tal, que todos los panales del mundo querrá recoger en sí, y todo el oro del mundo querrá poner en su estómago, y después gormarlo ha[385],[p. 185] y tornará atrás. Y no perecerá luego por esta dolencia, caérsele han las péñolas, y sacarle han las plumas al sol, y andará de puerta en puerta y ninguno la querrá acoger, y encerrarse ha en la selva y allí morirá dos veces: una al mundo, y otra a Dios, y desta manera acabará.» Esta fué la profecía, fuese verdadera o ficción, de un hombre vanísimo que le quisiese burlar; como quiera que fuese, ella se cumplió dentro de muy pocos días.
El Rey Don Pedro, con la hueste que hemos dicho, bajó del Andalucía a Montiel, que es una villa en la Mancha y en los Oretanos antiguos, cercada de muralla, con su pretil, torres y barbacana, puesta en un sitio fuerte y fortalecida con un buen castillo. Sabida por Don Enrique la venida de Don Pedro, dejó a Don Gómez Manrique, Arzobispo de Toledo, para que prosiguiese el cerco de aquella ciudad, y él, con dos mil y cuatrocientos hombres de a caballo, por no esperar el paso de la infantería, partió con gran priesa en busca de Don Pedro. Al pasar por la villa de Orgaz, que está a cinco leguas de Toledo, se juntó con él Beltrán Claquin[386] con seiscientos caballos extranjeros que traía de Francia; importantísimo socorro y a buen tiempo, porque eran soldados viejos y muy ejercitados y diestros en pelear. Llegaron al tanto[387] allí Don Gonzalo Mejía, maestre de Santiago, y[p. 186] Don Pedro Muñiz[388], maestre de Calatrava, y otros señores principales que venían con deseo de emplear sus personas en la defensa y libertad de su patria. Partió Don Enrique con esta caballería; caminó toda la noche, y al amanecer dieron vista a los enemigos, antes que tuviesen nuevas ciertas que eran partidos de Toledo.
Ellos, cuando vieron que estaba tan cerca Don Enrique, tuvieron gran miedo, y pensaron no hobiese alguna traición y trato para dejarlos en sus manos; a esta causa[389] no se fiaban los unos de los otros. Recelábanse también de los mismos vecinos de la villa. Los capitanes, con mucha priesa y turbación, hicieron recoger los más de los soldados que estaban alojados en las aldeas cerca de Montiel; muchos dellos desampararon las banderas de miedo o por el poco amor y menos gana con que servían.
Al salir del sol formaron sus escuadrones de ambas partes y animaron sus soldados a la batalla. Don Enrique habló a los suyos en esta sustancia[390]: «Este día, valerosos compañeros, nos ha de[p. 187] dar riquezas, honra y reino, o nos lo ha de quitar. No nos puede suceder mal, porque de cualquiera manera que nos avenga, seremos bien librados; con la muerte, saldremos de tan inmensos e intolerables afanes como padecemos; con la victoria, daremos principio a la libertad y descanso, que tanto tiempo ha deseamos. No podemos entretenernos ya más; si no matamos a nuestro enemigo, él nos ha de hacer perecer de[391] tal género de muerte, que la ternemos[392] por dichosa y dulce si fuere ordinaria, y no con crueles y bárbaros tormentos. La naturaleza nos hizo gracia de la vida con un necesario tributo, que es la muerte; ésta no se puede excusar; empero los tormentos, las deshonras, afrentas e injurias, evitarálas vuestro esfuerzo y valor. Hoy alcanceréis una gloriosa victoria, o quedaréis como honrados y valerosos tendidos en el campo. No vean tal mis ojos; no permita vuestra bondad, Señor, que perezcan tan virtuosos y leales caballeros. Mas ¿qué muerte tan desastrada y miserable nos puede venir que sea peor que la vida acosada que traemos? No tenemos guerra con enemigo que nos concederá partidos razonables, ni aun una tolerable servidumbre, cuando queramos ponernos en sus manos; ya sabéis su increíble crueldad, y tenéis bien a vuestra costa experimentado cuán poca seguridad hay en su fe y pa[p. 188]labra. No tiene mejor fiesta, ni más alegre[393], que la que solemniza con sangre y muertes, con ver destrozados los hombres delante de sus ojos. ¿Por ventura habémoslo[394] con algún malvado y perverso tirano, y no con una inhumana y feroz bestia, que parece ha sido agarrochada en la leonera para que de allí con mayor braveza salga a hacer nuevas muertes y destrozos? Confío en Dios, y en su apóstol Santiago, que ha caído en la red que nos tenía tendida y que está encerrado, donde pagará la cruel carnicería que en nos[395] tiene hecha; mirad, mis soldados, no se os vaya; detenedla, no la dejéis huir, no quede lanza ni espada que no pruebe en ella sus aceros. Socorred, por Dios, a nuestra miserable patria, que la tiene desierta y asolada;[p. 189] vengad la sangre que ha derramado de vuestros padres, hijos, amigos y parientes. Confiad en nuestro Señor, cuyos sagrados ministros sacrílegamente ha muerto, que os favorecerá para que castiguéis tan enormes maldades, y le hagáis un agradable sacrificio de la cabeza de un tal monstruo horrible y fiero tirano»[396].
Acabada la plática, luego con gran brío y alegría arremetieron a los enemigos; hirieron en ellos con tan gran denuedo, que sin poder sufrir este primer ímpetu en un momento fueron desbaratados. Los primeros huyeron los moros[397], los castellanos resistieron algún tanto; mas como se viesen perdidos y desamparados, se recogieron, con el Rey Don Pedro, en el castillo de Montiel. Murieron muchos de los moros en la batalla, muchos más fueron los que perecieron en el alcan[p. 190]ce[398]; de los cristianos no murió sino sólo un caballero[399]. Ganóse esta victoria un miércoles, catorce días de marzo del año de 1369.
Don Enrique, visto cómo Don Pedro se encerró en la villa, a la hora la hizo cercar de una horma (pared de piedra seca) con gran vigilancia porque no se les pudiese escapar. Comenzaron los cercados a padecer falta de agua y de trigo, ca lo poco que tenían les dañó de industria[400], a lo que parece, algún soldado de los de dentro, deseoso de que se acabase presto el cerco. Don Pedro, entendido el peligro en que estaba, pensó cómo podría huirse del castillo más a su salvo[401]. Hallábase con él un caballero que le era muy leal, natural de Trastamara, decíase Men Rodríguez[402] de Sanabria; por medio deste hizo a Beltrán Claquin una gran promesa de villas y castillos y de docientas mil doblas castellanas, a tal que, dejado a Don Enri[p. 191]que, le favoreciese y le pusiese en salvo. Extrañó esto Beltrán; decía que si tal consintiese, incurriría en perpetua infamia de fementido y traidor; mas como todavía Men Rodríguez le instase, pidióle tiempo para pensar en tan grande hecho. Comunicado el negocio secretamente con los amigos de quien más se fiaba, le aconsejaron que contase a Don Enrique todo lo que en este caso pasaba; tomó su consejo. Don Enrique le agradeció mucho su fidelidad, y con grandes promesas[403] le persuadió a que con trato doble hiciese venir a Don Pedro a su posada, y le prometiese haría lo que deseaba. Concertaron la noche; salió Don Pedro de Montiel armado sobre un caballo con algunos caballeros que le acompañaban; entró en la estancia de Beltrán Claquin con más miedo que esperanza de buen suceso. El recelo y temor que tenía dicen se le aumentó un letrero que leyó poco antes, escrito en la pared de la torre del homenaje del castillo de Montiel, que contenía estas palabras: Esta es la torre de la Estrella. Ca ciertos astrólogos le pronosticaron que moriría en una torre deste nombre. Ya sabemos cuán grande vanidad sea la destos adevinos, y cómo después de acontecidas las cosas se suelen fingir semejantes consejas. Lo que se refiere que le pasó con un judío[p. 192] médico es cosa más de notar. Fué así, que por la figura de su nacimiento le había dicho que alcanzaría nuevos reinos y que sería muy dichoso. Después, cuando estuvo en lo más áspero de sus trabajos, díjole: «cuán mal acertastes en vuestros pronósticos», respondió el astrólogo: «aunque más hielo caiga del cielo, de necesidad el que está en el baño ha de sudar.» Dió por estas palabras a entender que la voluntad y acciones de los hombres son más poderosas que las inclinaciones de las estrellas[404].
Entrado pues Don Pedro en la tienda de Don Beltrán, díjole que ya era tiempo que se fuesen. En esto entró Don Enrique armado; como vió a Don Pedro, su hermano, estuvo un poco sin hablar como espantado; la grandeza del hecho le tenía alterado y suspenso, o no le conocía por los muchos años que no se vieran. No es menos sino que los que se hallaron presentes estaban entre miedo y esperanza vacilando. Un caballero francés dijo a Don Enrique, señalando con la mano a Don Pedro: «mirad que ese es vuestro enemigo.» Don Pedro con aquella natural ferocidad que tenía, respondió dos veces: «yo soy, yo soy.» Entonces Don Enrique sacó su daga y dióle una herida con ella en el rostro. Vinieron luego a los brazos, cayeron ambos en el suelo; dicen que Don Enrique[p. 193] debajo, y que con ayuda de Beltrán, que les dió vuelta y le puso encima, le pudo herir de muchas puñaladas, con que le acabó de matar. Cosa que pone grima, un rey, hijo y nieto de reyes, revolcado en su sangre derramada por la mano de un su hermano bastardo. ¡Extraña hazaña!
A la verdad, cuya[405] vida fué tan dañosa para España, su muerte le fué saludable; y en ella se echa bien de ver que no hay ejércitos, poder, reinos ni riquezas que basten a tener seguro a un hombre que vive mal e insolentemente. Fué este un extraño ejemplo para que en los siglos venideros tuviesen que considerar, se admirasen y temiesen y supiesen también que las maldades de los príncipes las castiga Dios, no solamente con el odio y mala voluntad con que mientras viven son aborrecidos, ni sólo con la muerte, sino con la memoria de las historias, en que son eternamente afrentados y aborrecidos por todos aquellos que las leen, y sus almas sin descanso serán para siempre atormentadas.
Es alzado por Rey de Castilla Don Juan II. Abnegación de su tío Don Fernando de Antequera.
Hecho el enterramiento y las exequias del Rey Don Enrique con la magnificencia que era razón y con toda representación de majestad y tristeza, los grandes se comunicaron para nombrar sucesor y hacer las ceremonias y homenajes que en tal caso se acostumbran. No eran conformes los pareceres, ni todos hablaban de una misma manera. A muchos parecía cosa dura y peligrosa esperar que un infante de veinte y dos meses tuviese edad competente para encargarse del gobierno. Acordábanse de la minoridad de los reyes pasados, y de los males que por esta causa se padecieron por todo aquel tiempo. Leyóse en público el testamento del Rey difunto, en que disponía y dejaba mandado que la Reina, su mujer[406], y el Infante Don Fernando, su hermano, se encargasen del gobierno del reino y de la tutela del Príncipe. A Diego López de Zúñiga y Juan de Velasco encomendó la crianza y la guarda del niño; la enseñanza a Don Pablo, Obispo de Cartagena, para que en las letras fuese su maestro, como era ya su chanciller[p. 195] mayor, hasta tanto que el Príncipe fuese de edad de catorce años. Ordenó otrosí que los tres atendiesen sólo al cuidado que se les encomendaba, y no se empachasen en el gobierno del reino.
Algunos pretendían que todas estas cosas se debían alterar; alegaban que el testamento se hizo un día antes de la muerte del Rey cuando no estaba muy entero, antes tenía alterada la cabeza y el sentido; que no era razón por ningún respeto dejar el reino expuesto a las tempestades que forzosamente por estas causas se levantarían. Desto se hablaba en secreto, desto en público en las plazas y corrillos. Verdad es que ninguno se adelantaba a declarar la traza que se debía tener para evitar aquellos inconvenientes; todos estaban a la mira, ninguno se quería aventurar a ser el primero. Todos ponían mala voz[407] en el testamento y lo dispuesto en él; pero cada cual asimismo temía de ponerse a riesgo de perderse si se declaraba mucho. Ofrecíaseles que el infante Don Fernando los podría sacar de la congoja en que estaban y de la cuita[408], si se quisiese encargar del reino; mas recelábase que no vendría en esto por ser de su natural templado, manso y de gran modestia, virtudes que cada cual les daba el nombre[409] que le pa[p. 196]recía, quién de miedo, quién de flojedad, quién de corazón estrecho; finalmente, de los vicios que más a ellas se semejan. La ausencia de la Reina y ser mujer y extranjera daba ocasión a estas pláticas. Estaba a la sazón en Segovia con sus hijos cubierta de luto y de tristeza, así por la muerte de su marido, como por el recelo que tenía en qué pararían aquellas cosas[410] que se removían en Toledo.
Los grandes, comunicado el negocio entre sí, al fin determinaron dar un tiento al infante Don Fernando. Tomó la mano Don Ruy López Dávalos por la autoridad que tenía de condestable y por estar más declarado que ninguno de los otros. Pasaron en secreto muchas razones primero; después, en presencia de otros de su opinión, le hizo para animalle, que se mostraba muy tibio, un razonamiento muy pensado desta sustancia: «Nos, señor, os convidamos con la corona de vuestros padres y abuelos, resolución cumplidera[411] para el reino, honrosa para vos, saludable para todos. Para que la oferta salga cierta, ninguna otra cosa falta sino vuestro consentimiento; ninguno será tan osado[p. 197] que haga contradicción a lo que tales personajes acordaron. No hay en nuestras palabras engaño ni lisonja. Subir a la cumbre del mando y del señorío por malos caminos, es cosa fea; mas desamparar al reino que de su voluntad se os ofrece y se recoge al amparo de vuestra sombra en el peligro, mirad no parezca flojedad y cobardía. La naturaleza de la potestad real y su origen, enseñan bastantemente que el cetro se puede quitar a uno y dar a otro, conforme a las necesidades que ocurren. Al principio del mundo vivían los hombres derramados por los campos a maneras de fieras; no se juntaban en ciudades ni en pueblos; solamente cada cual de las familias reconocía y acataba al que entre todos se aventajaba en la edad y en la prudencia. El riesgo que todos corrían de ser oprimidos de los más poderosos y las contiendas que resultaban con los extraños y aun entre los mismos parientes, fueron ocasión que se juntasen unos con otros, y para mayor seguridad se sujetasen y tomasen por cabeza al que entendían con su valor y prudencia los podría amparar[412] y defender de cualquier agravio y demasía. Este fué el origen que tuvieron los pueblos, éste[p. 198] el principio de la majestad real[413], la cual por entonces no se alcanzaba por negociaciones ni sobornos; la templanza, la virtud y la inocencia prevalecían. Asimismo no pasaba por herencia de padres a hijos; por voluntad de todos y de entre todos se escogía el que debía suceder al que moría. El demasiado poder de los reyes hizo que heredasen las coronas los hijos, a veces de pequeña edad, de malas y dañadas costumbres. ¿Qué cosa puede ser más perjudicial que entregar a ciegas y sin prudencia al hijo, sea el que fuere, los tesoros, las armas, las provincias, y lo que se debía a la virtud y méritos de la vida, dallo al que ninguna muestra ha dado de tener bastantes prendas? No quiero alargarme más en esto ni valerme de ejemplos antiguos para prueba de lo que digo. Todavía es averiguado que por la muerte del Rey Don Enrique el Primero sucedió en esta corona, no Doña Blanca, su hermana mayor, que estaba casada en Francia, sino Doña Berenguela, acuerdo muy acertado, como lo mostró la santidad y perpetua felicidad de Don Fernando, su hijo. El hijo menor del Rey Don Afonso el Sabio la ganó a los hijos de su hermano mayor el Infante Don Fernando, porque con sus buenas partes daba muestras de Príncipe valeroso. ¿Para qué son cosas antiguas? Vuestro abuelo el Rey Don Enrique quitó[p. 199] el reino a su hermano y privó a las hijas de la herencia de su padre; que si no se pudo hacer, será forzoso confesar que los Reyes pasados no tuvieron justo título. Los años pasados en Portugal el maestre de Avis se apoderó de aquel reino, si con razón, si tiránicamente, no es deste lugar apurallo; lo que se sabe es que hasta hoy le ha conservado y mantenídose en él contra todo el poder de Castilla. De menos tiempo acá dos hijas del Rey Don Juan de Aragón perdieron la corona de su padre, que se dió a Don Martín, hermano del difunto, si bien estaba ausente y ocupado en allanar a Sicilia; que siempre se tuvo por justo mudase la comunidad y el pueblo conforme a la necesidad que ocurriese, lo que ella misma estableció por el bien común de todos. Si convidáramos con el mando a alguna persona extraña, sin nobleza, sin partes, pudiérase reprehender nuestro acuerdo. ¿Quién tendrá por mal que queramos por Rey un Príncipe de la alcuña[414] real de Castilla, y que en vida de su hermano tenía en su mano el gobierno? Mirad, pues, no se atribuya antes a mal no hacer caso ni responder a la voluntad que grandes y pequeños os muestran, y por excusar el trabajo y la carga desamparar a la patria común, que de verdad, tendidas las manos, se mete debajo las alas y se acoge al abrigo de vuestro amparo en el aprieto en[p. 200] que se halla. Esto es finalmente lo que todos suplicamos; que encargaros uséis en el gobierno destos reinos de la templanza a vos acostumbrada y debida, no será necesario.»
Después destas razones los demás grandes que presentes estaban se adelantaron, cada cual por su parte, para suplicalle aceptase. No faltó quien alegase profecías y revelaciones y pronósticos del cielo en favor de aquella demanda. A todo esto el Infante, con rostro mesurado y ledo[415], replicó y dijo no era de tanta codicia ser Rey que se hobiese de menospreciar la infamia que resultaría contra él de ambicioso e inhumano, pues despojaba un niño inocente y menospreciaba la Reina viuda y sola[416], a cuya defensa toda buena razón le obligaba, demás de las alteraciones y guerras que forzosamente en el reino sobre el caso se levantarían. Que les agradecía aquella voluntad y el crédito que mostraban tener de su persona; pero que en ninguna cosa les podía mejor recompensar aquella deuda que en dalles por Rey y señor al hijo de[p. 201] su hermano, su sobrino, por cuyo respeto y por el procomún de la patria él no se quería excusar de ponerse a cualquier riesgo y fatiga y encargarse del gobierno, según que el Rey, su hermano, lo dejó dispuesto; solo, en ninguna manera se podría persuadir de tomar aquel camino agrio y áspero que le mostraban.
Concluído esto, poco después juntó los señores y prelados en la capilla de Don Pedro Tenorio, que está en el claustro de la iglesia mayor. El condestable Don Ruy López, por si acaso había mudado de parecer, le preguntó allí en público a quién quería alzasen por Rey. El, con semblante demudado, respondió en voz alta: «¿A quién, sino al hijo de mi hermano?» Con esto levantaron los estandartes, como es de costumbre, por el Rey Don Juan el Segundo, y los reyes de armas le pregonaron por Rey, primero en aquella junta, y consiguientemente por las calles y plazas de la ciudad.
Gran crédito ganó de modestia y templanza el Infante Don Fernando en menospreciar lo que otros por el fuego y por hierro pretenden. Los mismos que le insistieron aceptase el reino, no acababan de engrandecer su lealtad, camino por el cual[417] se enderezó a alcanzar otros muy grandes reinos que el cielo por sus virtudes le tenía reserva[p. 202]dos. Fué la gloria de aquel hecho tanto más de estimar, que su hermano al fin de su vida andaba con él torcido y no se le mostraba favorable.
Muerto sin sucesión el Rey aragonés Don Martín, es elegido por sucesor Don Fernando de Antequera.
Los catalanes, aragoneses y valencianos, naciones y provincias que se comprehenden debajo la Corona de Aragón, se juntaban cada cual de por sí para acordar lo que se debía hacer en el punto de la sucesión de aquel reino y cuál de los pretensores les vendría más a cuento. Los pareceres no se conformaban, como es ordinario, y mucho menos las voluntades. Cada cual de los pretendientes tenía sus valedores y sus aliados, que pretendían sobre todo echar cargo y obligarse al nuevo Rey[418] con intento de encaminar sus particulares, sin cuidar mucho de lo que en común era más cumplidero.
Los catalanes por la mayor parte acudían al[p. 203] conde de Urgel, en que[419] se señalaban sobre todos los Cardonas y los Moncadas, casas de las más principales; y aun entre los aragoneses, los de Alagón y los de Luna se les arrimaban; en que pasaron tan adelante, que Antonio de Luna, por salir con su intento, dió la muerte a Don García de Heredia, Arzobispo de Zaragoza, con una celada que le paró[420] cerca de Almunia, no por otra causa, sino por ser el que más que todos se mostraba contra el conde de Urgel y abatía su pretensión. Pareció este caso muy atroz, como lo era. Declararon al que lo cometió por sacrílego[421] y descomulgado, y aun fué ocasión que el partido del conde de Urgel empeorase; muchos por aquel delito tan enorme se recelaban de tomar por Rey aquel cuyo principio tales muestras daba. Los nobles de[p. 204] Aragón asimismo acudieron a las armas, unos para vengar la muerte del Arzobispo; otros para amparar el culpado. Era necesario abreviar por esta causa y por nuevos temores que cada día se representaban: asonadas de guerra por la parte de Francia y de Castilla, compañías de soldados que se mostraban a la raya para usar de fuerza si de grado no les daban el reino. Las tres provincias entre sí se comunicaron sobre el caso por medio de sus embajadores que en esta razón despacharon. Gastáronse muchos días en demandas y respuestas; finalmente se convinieron de común acuerdo en esta traza: que se nombrasen nueve jueces por todos, tres de cada cual de las naciones; éstos se juntasen en Caspe, castillo de Aragón, para oir las partes y lo que cada cual en su favor alegase; hecho esto y cerrado el proceso, procediesen a sentencia; lo que determinasen por lo menos los seis de ellos, con tal, empero, que de cada cual de las naciones concurriese un voto, aquello fuese valedero y firme. Tomado este acuerdo, los de Aragón nombraron por su parte a Don Domingo, Obispo de Huesca, y a Francisco de Aranda y a Berenguel de Bardax[422]. Los catalanes señalaron a Sagariga, Arzobispo de Tarragona, y a Guillén de Valseca y a Bernardo Gualbe. Por Valencia entraron en este número Fray Vicente Ferrer, de la orden de Santo Domingo, varón se[p. 205]ñalado en santidad y púlpito, y su hermano Fray Bonifacio Ferrer, cartujano, y por tercero Pedro Beltrán[423]. Resolución maravillosa y nunca oída, que pretendiesen por juicio de pocos hombres, y no de los más poderosos, dar y quitar un reino tan importante.
Los jueces, luego que aceptaron el nombramiento, se juntaron y despacharon sus edictos, por los cuales citaron los pretensores con apercibimiento, si no comparecían en juicio, de tenellos por excluídos de aquella demanda. Vinieron algunos; otros enviaron sus procuradores...
Luego que el negocio de la sucesión estuvo bien sazonado, y oídas las partes y sus alegaciones, se concluyó y cerró el proceso[424]; los jueces confirieron entre sí lo que debían sentenciar. Tuvieron los votos secretos y la gente toda suspensa con el deseo que tenían de saber en qué pararía aquel debate. Para los autos necesarios, delante la iglesia de aquel pueblo hicieron levantar un cadahalso muy ancho para que cupiesen todos, y tan alto que de todas partes se podía ver lo que hacían; celebró la misa el Obispo de Huesca, como se acostumbra en actos semejantes. Hecho esto, salieron los jueces de la iglesia, que se asentaron en lo más alto del tablado, y en otra parte los embajadores de los príncipes y los procuradores de[p. 206] los que pretendían. Hallóse presente el Pontífice Benedicto[425], que tuvo en todo gran parte. A Fray Vicente Ferrer, por su santidad y grande ejercicio que tenía en predicar, encargaron el cuidado de razonar al pueblo y publicar la sentencia. Tomó por tema de su razonamiento aquellas palabras de la escritura: «Gocémonos y regocijémonos y démosle gloria porque vinieron las bodas del cordero[426]. Después de la tempestad y de los torbellinos pasados abonanza el tiempo y se sosiegan las olas bravas del mar, con que nuestra nave, bien que desamparada de piloto, finalmente, caladas las velas, llega al puerto deseado. Del templo, no de otra manera que de la presencia del gran Dios, ni con menor devoción que poco antes delante los altares se han hecho plegarias por la salud común, venimos a hacer este razonamiento. Confiamos que con la misma piedad y devoción vos también oiréis nuestras palabras. Pues se trata de la elección del Rey; ¿de qué cosa se pudiera más a propósito hablar que de su dignidad y de su majestad, si el tiempo diera lugar a materia tan larga y que tiene tantos cabos? Los reyes sin duda están puestos en la tierra por Dios para que tengan sus veces, y como vicarios suyos le semejen en todo. Debe, pues, el Rey en todo género de virtud allegarse lo más[p. 207] cerca que pudiere y imitar la bondad divinal. Todo lo que en los demás se halla de hermoso y honesto es razón que él sólo en sí lo guarde y lo cumpla. Que de tal suerte se aventaje a sus vasallos, que no le miren como hombre mortal, sino como a venido del cielo para bien de todo su reino. No ponga los ojos en sus gustos ni en su bien particular, sino días y noches se ocupe en mirar por la salud de la república y cuidar del procomún. Muy ancho campo se nos abría para alargarnos en este razonamiento; pero, pues el Rey está ausente, no será necesario particularizar esto más. Sólo servirá para que los que estáis presentes tengáis por cierto que en la resolución que se ha tomado se tuvo muy particular cuenta con esto: que en el nuevo Rey concurran las partes de virtud, prudencia, valor y piedad que se podían desear. Lo que viene más a propósito es exhortaros a la obediencia que le debéis prestar y a conformaros con la voluntad de los jueces, que os puedo asegurar es la de Dios, sin la cual todo el trabajo que se ha tomado sería en vano, y de poco momento la autoridad del que rige y manda, si los vasallos no se le humillasen. Pospuestas, pues, las aficiones particulares, poned las mientes en Dios y en el bien común; persuadíos que aquel será mejor príncipe que con tanta conformidad de pareceres y votos, cierta señal de la voluntad divina, os fuere dado. Regocijáos y alegráos; festejad este día con toda muestra de contento. Entended que debéis al santísimo Pontífice, que presente está para honrar y[p. 208] autorizar este auto, y a los jueces muy prudentes, por cuya diligencia y buena maña se ha llevado al cabo sin tropiezo un negocio, el más grave que se puede pensar, cuanto cada cual de vos a sus mismos padres que os dieron el ser y os engendraron.»
Concluídas estas razones y otras en esta sustancia, todos estaban alerta esperando con gran suspensión y atención el remate deste auto y el nombramiento del Rey. Él mismo en alta voz pronunció la sentencia dada por los jueces, que llevaba por escrito. Cuando llegó al nombre de Don Fernando, así él mismo, como todos los demás que presentes se hallaron, apenas por la alegría se podían reprimir, ni por el ruido oir unos a otros. El aplauso y vocería fué cual se puede pensar. Aclamaban para el nuevo Rey, vida, victoria y toda buenandanza. Mirábanse unos a otros, maravillados como si fuera una representación de sueño. Los más no acababan de dar crédito a sus orejas; preguntaban a los que cerca les caían quién fuese el nombrado. Apenas se entendían unos a otros; que el gozo cuando es grande impide los sentidos que no puedan atender ni hacer sus oficios. Los músicos, que prestos estaban, a la hora cantaron con toda solemnidad, como se acostumbra, en acción de gracias, el himno Te Deum laudamus.
Hízose este acto tan señalado prostero del mes de junio, el cual concluído, despacharon embajadores para avisar al Infante Don Fernando y acu[p. 209]cialle[427] la venida. Hallábase él, a la sazón, en Cuenca, cuidadoso del remate en que pararían estos negocios.
NOTAS
[374] Véase G. Cirot, Mariana historien, 1915, p. 366.
[375] Dalle por dar-le. En los siglos XVI y XVII la r final del infinitivo se solía convertir en l ante la l inicial del pronombre enclítico, y así se decía decillo, servilla, escribilles, mostrallas, etc.
[376] Tener voz de uno equivalía a ‘seguir su causa’, ‘mantener su derecho’, pues voz significó el derecho o el título que alguno tiene sobre alguna cosa.
[377] Este rey era Carlos II.
[378] Hijo menor de Don Alfonso XI y Doña Leonor de Guzmán. Casó en 1353 con Doña Juana de Lara, asesinada por orden de Don Pedro. Luego, Don Enrique le instituyó heredero del condado de Vizcaya y del señorío de Lara, como viudo de Doña Juana.
[379] En vez de se estaba a la mira, ponen algunas ediciones modernas se entretenía, y diez veces más eliminan el verbo estar en los fragmentos de Mariana que aquí se publican. La repetición de vocablos no era entonces defecto tan molesto como hoy lo es; en el párrafo siguiente nótese la repetición del verbo suceder con dos acepciones diferentes.
[380] Hoy úsase como activo apoderar sólo en el sentido de «dar poder a una persona para que represente en juicio a otra»; antiguamente significaba «poner en posesión de algo, hacer dueño» y Mariana lo emplea mucho, por más que en su tiempo ya era poco frecuente. El real o campo de Don Enrique estaba en la Vega; la Torre de los Abades (en el Paseo de la Vega Alta, cerca de la Puerta del Cambrón) fué efectivamente ocupada por soldados de Don Enrique, pero los partidarios de Don Pedro le pegaron fuego para rescatarla. El relato circunstanciado de estos hechos se halla en la Crónica del Canciller Don Pero López de Ayala, contemporáneo de Don Pedro; Mariana le sigue paso a paso, abreviándole.
[381] Nótese el significado (no registrado en el Diccionario de la Academia) del verbo suceder, ‘tener feliz éxito’; respondiendo al significado de suceso ‘éxito’. Este significado tiene en latín succedere y successus (res succedit, successus rerum). En otras ediciones se pone les sucediese, que parece mejor lección.
[382] Los de Don Pedro quitaron las llaves del arco del puente y éste duró caído hasta que lo reedificó el Arzobispo Don Pedro Tenorio en tiempo de Felipe II. El Puente de San Martín al Oeste y el de Alcántara al Este, son las dos entradas que Toledo tiene por la parte del río.
[383] ¡Mal pecado! es una exclamación anticuada de indignación o enojo. Los moros, que seguían a Don Pedro, eran de Granada, cuyo Rey Mohamad fué aliado de Don Pedro.
[384] Sobre las profecías de Merlín, v. adelante la nota al Quijote p. II, cap. 23. Claro es que ésta es una de tantas profecías forjadas en tono solemne después que han sucedido los sucesos que vaticinan; Ayala ya la pone en su Crónica, y parece que no la inventó tampoco él, pues otras Crónicas contienen otra profecía análoga.
[385] Gormar es anticuado (Mariana lo copia de Ayala) por ‘vomitar’, o figurado ‘volver uno por fuerza lo que retenía sin justo título’. Gormarlo ha está por gormarálo (v. atrás pág. 93, nota 192); adelante se halla caérsele han = caeránsele; estas formas, corrientes en tiempo de Ayala, eran ya desusadas en el de Mariana. Péñolas por plumas es otro arcaísmo.
[386] Es el famoso caballero francés Beltrán Du Guesclin.
[387] Al tanto parece equivaler a ‘otrosí’, ‘también’.
[388] Era el maestre a nombre de Don Enrique. Había otro a nombre de Don Pedro, llamado Don Martín López de Córdova, ejecutado al ser tomada Carmona, en 1371, por las tropas de Don Enrique.
[389] La preposición a denota muchas veces la causa u ocasión: «a las voces de Constanza salió a los corredores la Argüello». (Cervantes); hoy decimos a causa de esto en vez de a esta causa.
[390] Este discurso falta en Ayala y es de la propia invención de Mariana. Tales arengas eran adorno indispensable de la historia al estilo clásico.
[391] La preposición de indicando el medio (morir de muerte violenta, herir de una cuchillada, etc.)
[392] Tener como venir, poner y otros verbos análogos, hacían su futuro terné, verné, porné.
[393] Este orden de los dos adjetivos, uno antepuesto y otro pospuesto (supone la elipsis mejor fiesta ni más alegre fiesta) era antes corriente, en vez del giro que hoy se usa en la lengua escrita: mejor ni más alegre fiesta.
[394] En habémoslo, el pronombre lo nos ofrece el uso natural del neutro, pues hace el oficio de representar una proposición entera, ya que equivale a «habemos lo que litigamos», «esto que defendemos», «este negocio o causa que sostenemos». Pero el femenino la se generalizó mucho en lugar del neutro, por sobreentenderse cosa y en vez de el más diestro lo yerra, se dijo la yerra, ¡la hicimos buena!, hacérsela, pegársela a uno (v. Diez, Gram. III, 47); aun el plural femenino es muy usado: pagárselas a uno; y en el ejemplo de Mariana diríamos hoy: «nos las habemos con una bestia feroz».
[395] El pronombre nos en tiempo de Mariana ya no se usaba ordinariamente sino por yo en documentos redactados por personas de alta dignidad; pero tal como aquí Mariana lo usa, es decir, como plural efectivo en vez del moderno nosotros, era un arcaísmo casi sólo conservado en poesía.
[396] Esta calificación que Enrique da a su hermano, según Mariana, es histórica. En los diplomas de la cancillería enriqueña nunca se nombra a Don Pedro con más suaves epítetos: «el traidor tirano que se llamaba Rey», o «aquel mal tirano», o «el traidor hereje tirano».
[397] Hoy decimos: «los moros huyeron los primeros». En ambos casos primero tiene funciones de adjetivo, pero significado de adverbio («los moros huyeron primeramente»), cosa que sucede muy a menudo, lo mismo que en latín, con solus, primus, ultimus (Diez, Gram. III, 7), v. gr. «solos Don Antonio y Don Juan no quisieron»; aquí y en el ejemplo de Mariana es evidente la función adjetiva de solos, primeros, por estar en plural; en el otro ejemplo que ofrece Mariana unas líneas más abajo: «murió sólo un caballero» se puede dudar si solo es adjetivo de caballero, o un adjetivo adverbializado que no hace funciones de adjetivo, sino de adverbio, por lo cual no dejaría de ser masculino aunque se mudara el género del substantivo: «murió sólo una mujer».
[398] El alcance es la persecución del enemigo que huye.
[399] Véase la nota 397, pág. 189. Mariana dió aquí una interpretación exagerada al texto de la Crónica de Ayala, para hacer más prodigiosa la narración. Ayala no dice que muriera sólo un cristiano, sino sólo uno de los principales: «en esta batalla non morieron de los del Rey Don Pedro omes de cuenta, salvo un caballero de Córdoba que decían Juan Ximénez; e la razón porque pocos morieron fué porque los unos posaban en las aldeas, e non eran llegados a la batalla, e los otros que y eran recogiéronse con el Rey al castillo de Montiel.»
[400] «Hacer una cosa de industria, hacerla a sabiendas y adrede, para que de allí suceda cosa que para otro sea acaso y para él de propósito.» (Covarrubias.)
[401] A su salvo equivale a en salvo, a mansalva, sin peligro.
[402] Sobre este Men Rodríguez, fantaseó una novela famosa Don Manuel Fernández y González.
[403] La ayuda prestada por Du Guesclin al fratricida fué, en efecto, liberalmente pagada por una de esas famosas mercedes enriqueñas, por la que el Caballero francés recibió las villas de Soria, Almazán, Atienza y otras, las mismas que Don Pedro le había ofrecido por mediación de Men Rodríguez.
[404] Aun en tiempo de Mariana existía, si bien muy mitigada, la antigua superstición de que los astros influían en los hechos de los hombres; hacíase por los doctos la salvedad de que su influencia no llegaba a anular el libre albedrío.
[405] El antecedente de cuya está callado, como en la frase de Coloma; «temiendo que entregaría la ciudad a cuya era» (V. Bello, Gram., § 1053); pero lo más singular de la construcción de Mariana es, que ese mismo antecedente tácito es el poseedor a que se refiere el posesivo su; es decir, que el antecedente de cuyo va envuelto en el posesivo de la proposición principal (v. Cuervo, Dicc. II. 713 b) y hay que construir: «fué saludable su muerte de aquel cuya vida fué tan dañosa (aquel cuya vida fué dañosa, su muerte fué saludable)». En el texto latino escribió Mariana: «sed cuius funesta Hispaniæ vita fuerat, mors extitit salutaris».
[406] La reina viuda de Enrique III era Doña Catalina de Lancáster. El infante Don Fernando es el llamado «de Antequera», hijo de Juan I y de su primera mujer Doña Leonor, hija de Pedro IV de Aragón. El Obispo de Cartagena es el judío converso Don Pablo de Santa María, autor de sabias obras de controversia.
[407] Poner mala voz, poner tacha, hablar mal, desacreditar.
[408] Acerca del orden de estos dos complementos de la congoja y de la cuita, compárese lo dicho en la nota 393 de la pág. 188.
[409] «Virtudes que cada cual les daba el nombre» está por: «virtudes a que cada cual daba el nombre»: en lugar del relativo con preposición a que se puso simplemente la conjunción que y luego se indicó la relación de caso, que la conjunción no podía expresar, por medio del pronombre les. Analícese este otro ejemplo de la Diana de Montemayor: «un valle que toda cosa en él me daba gloria». (V. Diez, Gram. III. 350).
[410] La frase «tenía recelo en qué pararían aquellas cosas» está por: «tenía recelo de (aquello) en que pararían»; la agrupación desagradable de preposiciones de en que hizo que se suprimiera de.
[411] Cumplidero ‘que cumple o conviene’, ‘conveniente.’
[412] «Al que entendían los podría amparar»; a pesar de omitirse la conjunción que, las dos proposiciones resultan gramaticalmente unidas por el hecho de estar en subjuntivo el verbo de la subordinada. Es giro bastante común (creo no venga, ordenóle le entretuviese) y que se usa en latín (concedo sit dives, oro dicas). (Véase Diez, Gram. III, 313). Mariana usa de él a menudo; más abajo dice «para suplicalle aceptase.»
[413] Mariana aprovecha a menudo estos discursos de su propia invención para deslizar en boca de otros sus propias ideas políticas, y aquí sienta el pacto social como origen del poder real, en contra de la opinión del derecho divino de los reyes.
[414] Covarrubias, contemporáneo de Mariana, da como anticuada alcuña; «vale linage, casta, descendencia; latine, genus, stemma. Es muy usado término en la lengua castellana antigua, así en las crónicas como en las leyes y contratos».
[415] Era anticuado ya en tiempo de Mariana; el mismo Covarrubias dice: «ledo, vocablo castellano antiguo; vale alegre, contento; de la palabra latina lætus.»
[416] «Despojaba un niño» y «menospreciaba la reina» son casos raros de acusativo sin preposición, tratándose de nombres de persona cierta y determinada. (Véase Cuervo, Dicc. I, 12 b). Lope dijo: «no disgustemos mi abuelo», y Fray Luis de León:
Yo con alegre canto
mi Dios celebraré y su nombre santo.
Adelante se verá cuánto usaba Quevedo este acusativo sin preposición.
[417] Ediciones modernas corrigen: «camino por donde se enderezó»; y en la pág. 205, línea 8, «sus edictos por los cuales citaron», se corrige en «sus edictos con que citaron». Véase arriba p. 89, n. 172.
[418] Echar cargo, compárese ser uno en cargo que vale ‘ser deudor’, frase no apuntada en los Diccionarios.—Tampoco figura en ellos obligarse con el sentido de ‘ganarse el agradecimiento de alguno’; el texto latino de Mariana dice: «novumque Regem officio obstrictum habere.»—En fin, tampoco está en los Diccionarios el adjetivo substantivado particulares con el sentido que usa Mariana de ‘negocios privados o personales’.
[419] Aquí en que, y más abajo, equivale a ‘en lo que’, representándose con el neutro (lo) que toda la oración que antecede. La supresión del artículo neutro lo parece más común si le precede preposición en: «llamáronla Isla de San Juan, por haber llegado a ella el día del Bautista y por tener su nombre el general; en que andaría la devoción mezclada con la lisonja.» (Solis). Con otras preposiciones disuena: «me preguntó si iba; a (lo) que no respondí», y es imposible sin preposición: «me mandó ir; lo que hice de buen grado».
[420] Parar equivale a preparar.
[421] Declarar en el sentido de ‘decidir públicamente sobre la categoría o condición de algo’ se construye hoy, ordinariamente, con un predicado sin por: «le declararon y coronaron Rey»; «lo eligieron Rey», al lado de «lo eligieron por Rey». (Diez, Gr. III, página 11.) En el período clásico ese predicado llevaba ordinariamente preposición por; Quevedo dice: «y declararon por tres enemigos del cuerpo a los médicos». (V. Cuervo, Dicc. II, página 829.)
[422] Berenguer de Bardají, gran Justicia de Aragón y uno de los principales promovedores del compromiso.
[423] Jurista valenciano, no nombrado desde el comienzo, sino luego, en sustitución de Ginér Rabaxa, que enfermó.
[424] 24 de Enero de 1412.
[425] El aragonés Pedro de Luna o Benedicto XIII.
[426] «Gaudeamus et exultemus et demus gloriam Deo, quia venerunt nuptiæ Agni.» Este versículo del Apocalipsis fué realmente el tema del discurso de San Vicente; pero el discurso en sí mismo es invención de Mariana.
[427] Acuciar por ‘apurar’ o ‘dar prisa para que se haga alguna cosa’, es un arcaísmo que Mariana resucitó con acierto, ya que no tiene buen equivalente en la lengua moderna.
[p. 210]
Publicó la Historia de la Orden de San Jerónimo en los años 1600 y 1605.
Escribía con gran esmero, cosa poco acostumbrada entre sus contemporáneos, así que su lenguaje es de lo más puro y correcto que hay en castellano; notable por la elegancia, siempre sobria, que mantiene la alteza de la narración aun cuando ésta se emplee en las más pobres y humildes vidas en que por fuerza había de ocuparse a menudo. Menéndez y Pelayo coloca a Sigüenza entre los primeros estilistas españoles después de Juan de Valdés y Cervantes.
Tenía un concepto de la Historia enteramente artístico; tanto, que llega a señalarle como leyes, en primer lugar, el estilo, y sólo en segundo término, la veracidad: «Prometo ser en cuanto pudiere religioso en las leyes de la historia; la primera, que es el estilo y una manera de contar breve, lisa, sin afectación ni afeites, procuraré imitalla en aquellos primeros príncipes de la lengua latina que acertaron en esto felizmente, cultivando con mucho estudio su lengua, lo que en la nuestra pensamos alcanzar sin trabajo. La verdad y la fe, que[p. 211] es lo segundo, y el alma sin la cual ni ésta ni otra merece nombre de historia, será de tanta entereza que ella misma asegurará sin sospecha a los lectores.»
PARTE II (1600), PÁGINA 251
Cuenta la vida de Fray Juan de Carrión, llena de humildad simple y candorosa.
Era este siervo de Dios natural de Carrión, de padres honrados, y llamóle Dios al estado de la religión siendo de más de veinte y cinco años, hombre hecho, Sacerdote ya, y el tiempo que vivió en el siglo, de buen ejemplo. Sintieron mucho en su pueblo que los dejase, porque con su vida y ejemplo aprovechaba a todos. Vínose al monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe, pidió el hábito al padre Fray Fernando Yáñez, echó luego de ver su buena alma, y diósele de buena gana. Industrióle él mismo en las cosas de la religión, y a la buena leche de esta doctrina le hizo crecer presto, y pasar del estado de infante al de varón perfeto, y a la medida de la edad de la plenitud de Cristo. Ansí olvidó todo lo de atrás, y tan de hecho renunció el mundo, que vino aun a perder la me[p. 212]moria de lo que había sido; cosa felicísima, y que si fuese en nuestra mano, o ya que no lo es, procurásemos merecerla, nos haría como bienaventurados en la tierra. Acontencióle muchas veces vestirse el pellón que tenía sobre la cama, e irse ansí a Maitines, y sin advertir qué llevaba, ni que se reirían dél, todo olvidado de sí mismo y puesto el pensamiento en Dios, porque jamás se apartaba de su presencia, llevándole dentro de sí, o imaginándose dentro dél. Por ésta y por otras muchas cosas que hacía, sin advertencia de lo de afuera, le llamaban Fray Juan el Simple, unos burlando de su inocencia, otros admirados de su perfeción: juzgando cada uno conforme a la regla con que se nivelaba dentro. Y era en la realidad lo uno y lo otro, porque en la malicia (o como agora las llamamos: discreciones humanas) era semejante a aquel niño que puso Cristo por modelo de su escuela, y de la traza que habían de tener los que habían de entrar en su reino, y junto con esto, y necesariamente junto, un juicio muy alto, y tanta claridad y aviso para las cosas de la religión y virtud y del negocio de su estado, que en sus pareceres y en sus votos, ninguno de los aventajados le hacía ventaja; como quien tenía la ciencia que es propia de los santos y estaba levantado en otra más excelente región. Andan estas almas sencillas (digámoslo ansí) como zabullidas en Dios y en sí mismas, puestas en una quietud soberana, donde no llega turbación de malicia. Y como aquel mar inmenso no le puede mudar ni alterar cosa criada,[p. 213] los que dentro dél se recogen, gozan de una calma y bonanza que no se puede explicar, sino con las mismas palabras que quiso Dios lo dijesen sus Profetas santos, como lo cuenta David en las Enigmas y Símbolo de aquel Psalmo tan celebrado: Qui habitat in adiutorio altissimi, in protectione Dei cœli commorabitur. Que aun estas primeras palabras no se podrán bien declarar en nuestra lengua, y mucho menos entenderse, sino de los que supieren aquel lenguaje. Alcanzó nuestro simple Fray Juan esto en poco tiempo, y el modo (según algunos dicen) fué, porque en ninguna cosa se buscó a sí mismo, ni miraba en su provecho particular, ni en sus gustos, no sólo en las cosas corporales, sino aun en las de virtud, y que llamamos de espíritu, procurando a los principios salir con victoria contra todos sus apetitos, y levantarse sobre todo quanto tenía apariencia de negocio proprio, haciéndose fuerza y violencia, en quanto sentía que era propria voluntad, hasta venir a no tener cosa suya ni en las potencias exteriores ni interiores, y quedarse en una candidez e inocencia grande, dejándose llevar de sola la voluntad divina, que era para él la de su Prelado. Esta simpleza santa, dicen los ejercitados, que es aquel biso o aquel lino blanquísimo (era un lienzo de Egipto) más delicado que la más fina holanda, recio con esto y de mucha dura, como le pinta la Escritura, de hilo doblado y torcido, de que se hacían las telas y velos del Tabernáculo del Señor, porque no basta ser blanco y de un hilo, sino que han de ser[p. 214] dos. No sólo no buscarnos en las cosas materiales interese de carne y sangre, mas aun en los mismos ejercicios de las virtudes se mezcla el amor proprio, si no se le mira a las manos con gran recato. Tan delicada es esta estambre que ha de hacer el aposento a Dios. Sin duda dicen bien, y bien hacía nuestro Fray Juan en caminar con tanta perseverancia con estos pasos, que son los contrarios por donde aquel hombre primero perdió para todos aquella pureza, blancura e inocencia con que salió de las manos de su Hacedor, y quedamos desemejados y feos, deslustrada tanta hermosura. Desta virtud o fuente de virtudes, manaban en este siervo de Dios otras muchas; era para todos afable, dulce, amoroso, consuelo de quantos con él trataban para quanto le querían en obras de humildad y caridad. Dondequiera que la obediencia le llevaba, sin otro discurso ni razón más de que era mandado, iba alegre. Vivió algunos años en esta pureza y en el reposo de una virtud que tanto nos hace parecidos a Dios; no sabemos quantos ni otras muchas circunstancias que hicieran harto el caso entenderlas. Quando el Señor quiso llevarle deste mundo, de que él estaba tan fuera, revelóle su voluntad, pues eran tan unos en ella. Estaba un día en el coro con el convento, en el oficio divino, santo y bueno, sin género de indisposición ni otro acidente; tocóle el espíritu del Señor, hablóle dentro y revelóle su fin. En ese mismo punto comenzó a andar en el coro de una parte a otra con fervor y con acto que parecía es[p. 215]taba fuera de sí; iba de uno en otro religioso a las filas donde estaban asentados; echábase a sus pies y besábaselos; pedíales perdón del mal ejemplo que les había dado con sus negligencias y faltas. Puesto allí de rodillas y derramando lágrimas, decía a cada uno: «Perdóname, hermano, por el amor del Señor, y mira que me mandas para el otro mundo, que estoy de partida para allá.» Puso admiración en todos la novedad de Fray Juan; los más discretos suspendían el juicio desto, que por de fuera parecía locura; otros se reían teniéndola por simpleza, y aun otros pensaban que se había tornado loco. Muchos que conocían su entereza y buen juicio, y le tenían por siervo de nuestro Señor, decían que no carecía aquello de algún misterio, y que sin duda le habían hecho revelación de su fin. Acabados estos abrazos y despedidas con actos tan humildes, se puso de rodillas en medio del coro, alzó los ojos al cielo, hirió tres veces los pechos con el puño, como quando decía la culpa, y díjosela al Señor desta manera: «Perdóname, Señor, la multitud de defectos que he hecho en este santo lugar, rezando y cantando las horas, y la poca reverencia y devoción con que he estado aquí delante de tu Majestad divina y de los Ángeles santos que nos acompañan.» Dijo esto, y de allí a un poco, estando con gran sosiego de cuerpo y espíritu, dió el alma a su Criador.
[p. 216]
Prosiguiendo voy el discurso de mi historia, y diré mejor el de mi obediencia, pues sólo ella es la que puede darme aliento para carrera tan larga. Diré también, con verdad, lo que dijo el Historiador Romano en el medio de su obra. Pudiera dejallo aquí, si no fuera cebando el alma con el gusto del sujeto. Ansí también lo confieso, pues ansí me acontece, y porque con lo que hasta aquí se ha descubierto, bastaba para juzgar lo que resta, mas no basta para la integridad y al amor que a la misma obra se debe, que se ha de anteponer al propio gusto. Historia es, como se ha visto, humilde y de humildes, contra la primera ley de historia que pide siempre cosas grandes. No se veen pensamientos ni discursos largos de Príncipes para conquistar nuevos reinos, o mudar de sus asientos grandes Estados, descubrir nuevas provincias, trastornar repúblicas, consejos profundos de paz y guerra, trocar la paz y deshacer las suertes de todo esto temporal y visible; cosas que se huelgan todos de leellas, y con tanto gusto (ojalá con tanto fruto) que se olvidan de la comida y aun del sueño. A mí no me dieron a escoger, que no es pequeña disculpa; abracé mi suerte, que a muchos parecía desgraciada, estéril, pobre; y en lo que hasta aquí ha salido a luz, se han desengañado buena parte dellos y mudado de parecer. Certifican[p. 217] personas de buen juicio que se ha hecho evidencia, no sólo ser sabrosa y de fruto la historia, que trata casos raros y empresas grandes, y todo eso que llaman hazañoso, sino también la que se humilla al yermo, al claustro, al silencio y al silicio, y a quanto tiene nombre de mortificación, que suena siempre tan mal a las orejas del mundo. Véese en esta historia trocado todo, y en vez de aquellas preñadas pláticas de los Consejeros de Estado, de los razonamientos de los Capitanes para disciplinar al ejército o animar los soldados a la batalla, de aquellas promesas de la vitoria o presagios de la suerte adversa, de las conjeturas de lo que pretende el enemigo, la loa del soldado valiente, la diligencia, destreza y ánimo del Capitán, los varios trances de la fortuna, la alegría del buen suceso, la riqueza del despojo y de la presa, el número de los muertos y cautivos, los premios de los que, como esforzados, escalaron primero el muro o derribaron las banderas enemigas, y otros cien particulares con que se enriquecen las historias profanas; en vez, digo, de todo esto, entran las amonestaciones santas, los consejos de una celestial prudencia, donde se descubre la sutileza y el ingenio de nuestro mortal enemigo; la perseverancia en el ejercicio santo, la fortaleza en el rigor de la penitencia, el fruto de la oración continua, la sumisión del cuerpo, el desprecio de sí mismo, el desengaño de las cosas visibles, la vitoria contra nuestras pasiones, la lucha porfiada contra nuestros apetitos; la esperanza del premio, y tal pre[p. 218]mio, los anuncios de la salud del alma, los recatos, aun en el estado más seguro; el celo de la cerimonia, aunque sea pequeña, porque no se toque al muro de lo esencial; las prevenciones antes de llegar a las cosas sagradas; apoyar lo que se desmorona del rigor primero y esforzar lo que parece va enflaqueciendo en la virtud; muertes venturosas, suficientes para encender en santa invidia los más tibios; castigos rigurosos a culpas casi sin nombre, mejores para labrar coronas que para enmienda de los delincuentes, y otro alarde de cosas semejantes, menudencias para los ojos del siglo y de tanta estima en los de Dios, que no las remunera menos de con un reino eterno.
[p. 219]
Publicóse por primera vez la primera parte del Quijote, en 1605; la segunda parte, en 1615. Las Novelas ejemplares, en 1613.
Los variados encantos en que abunda su dicción, la vida lozana que ostenta, su avasalladora hermosura, y, sobre todo, la inagotable fuerza cómica, se apreciarán más que por la explicación y el análisis, por la reiterada y atenta lectura.
Su sintaxis se prestará a múltiples observaciones de pormenor. En general es, como la del Lazarillo de Tormes, la de la lengua familiar que sigue con ligereza al pensamiento, sin preocuparse de aquella trabazón inflexible que obliga al pensamiento a seguir los lentos pasos de la lógica gramatical. Hoy, en los escritos, no se toleran mil licencias de construcción que usamos al hablar y que usó Cervantes también al escribir; no hemos de corregirlos en sus obras como lo haríamos en los cuadernos de un alumno, sino estudiarlos como una manera de otros tiempos, que al fin y al cabo fueron los más gloriosos de nuestras letras. Por otra parte, estos casos en que Cervantes pasaría hoy por incorrecto, son muchos menos de los que algunos creen, y en los trozos que siguen ha[p. 220]brá ocasiones sobradas de rechazar a Clemencín, Hartzenbusch y demás críticos rigoristas, que se empeñan en mirar al autor del Quijote como escritor descuidado. Su prosa (usando las palabras de un censor del Quijote) será siempre maestra soberana «en la lisura del lenguaje castellano, no adulterado con enfadosa y estudiada afectación».
Aparte de tal estilo, que es el más admirable suyo, empleó Cervantes otro, libre de esos pretendidos defectos, como más trabajado y artificioso, a la manera que usaban generalmente los que estudiaban los autores latinos e italianos. Este se ve en su primera obra, La Galatea, en la última que escribió, el Persiles y Sigismunda, y en los episodios de tono sentimental e idealista que se intercalan en el Quijote.
En fin, una tercera manera se puede señalar en el estilo de este autor, si bien es pasajera y contrahecha, que aparece en las parodias de los libros de caballerías (por ejemplo, en la descripción del lago encantado que aquí se copia); en ella el lenguaje se llena de afectación y arcaísmo intencionado.
PARTE I, CAPÍTULO I
Condición y ejercicio del famoso hidalgo.
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme[428], no ha mucho tiempo que vivía[p. 221] un hidalgo de los de lanza en astillero[429], adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero[430], salpicón[431] las más noches, duelos y quebrantos los sábados[432], lente[p. 222]jas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos consumían las tres partes[433] de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte[434], calzas de velludo[435] para las fiestas con sus pantuflos[436] de lo mismo, y los días de entre semana se honraba con su vellorí[437] de lo más fino... Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza... Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año), se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda, y llegó a tanto su curiosidad y desatino en[p. 223] esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en[438] que leer, y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos, y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva[439], porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas[440] razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura; y también cuando leía: Los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento, que merece la vuestra grandeza. Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles si resucitara para sólo ello.
Don Quijote es metido en una jaula por el cura y el barbero, que le hacen creerse encantado para grandes empresas, y así le llevan a su casa. En el camino se les une un canónigo de Toledo, quien, compadecido del prisionero, y hallándole cuerdo en sus razones, logra hacerle desenjaular y le exhorta a que abandone sus disparatadas caballerías. Sobre esto se enreda una discusión, que lejos de convencer a Don Quijote, acaba por suscitar en su imaginación el sueño de la más ideal aventura caballeresca. Al principio, el canónigo, fiando mucho en sus buenos consejos, dirige a Don Quijote esta vehemente exhortación:
«Y si todavía llevado de su natural inclinación quisiere leer libros de hazañas y de caballerías, lea en la Sacra Escritura el de los Jueces, que allí hallará verdades grandiosas y hechos tan verdaderos como valientes. Un Viriato tuvo Lusitania; un César, Roma; un Anibal[441], Cartago; un Alejandro, Grecia; un Conde Fernán González, Castilla; un Cid, Valencia[442]; un Gonzalo Fernández[443], Andalu[p. 225]cía; un Diego García de Paredes[444], Estremadura; un Garci Pérez de Vargas[445], Jerez; un Garcilaso[446], Toledo; un don Manuel de León[447], Sevilla; cuya[448][p. 226] leción de sus valerosos hechos puede entretener, enseñar, deleitar y admirar a los más altos ingenios que los leyeren. Esta sí será letura digna del buen entendimiento de vuestra merced, señor Don Quijote mío; de la cual saldrá erudito en la historia, enamorado de la virtud, enseñado en la bondad, mejorado en las costumbres, valiente sin temeridad, osado[449] sin cobardía, y todo esto para honra de Dios, provecho suyo y fama de la Mancha, do[450], según he sabido, trae vuestra merced su principio y origen.»
Atentísimamente estuvo Don Quijote escuchando las razones del canónigo, y cuando vió que ya había puesto fin a ellas, después de haberle estado un buen espacio mirando, le dijo: «Paréceme, señor hidalgo, que la plática de vuestra merced se ha encaminado a querer darme a entender[451] que no ha habido caballeros andantes en el mundo, y que todos los libros de caballerías son falsos, mentirosos, dañadores e inútiles para la república, y que yo he hecho mal en leerlos y peor en creer[p. 227]los, y más mal[452] en imitarlos, habiéndome puesto a seguir la durísima profesión de la caballería andante[453] que ellos enseñan; negándome que no ha habido[454] en el mundo Amadises ni de Gaula, ni de Grecia[455], ni todos los otros caballeros de que las escrituras están llenas.»
[p. 228]
—«Todo es al pie de la letra como vuestra merced lo va relatando»—dijo a esta sazón el canónigo. A lo cual respondió Don Quijote: «Añadió[456] también vuestra merced, diciendo que me habían hecho mucho daño tales libros, pues me habían vuelto el juicio y puéstome[457] en una jaula, y que me sería mejor hacer la enmienda y mudar de letura, leyendo otros más verdaderos y que mejor[458] deleitan y enseñan.»—«Así es»—dijo el canónigo.—«Pues yo—replicó Don Quijote—hallo por mi cuenta que el sin juicio y el encantado es vuestra merced, pues se ha puesto a decir tantas blasfemias contra una cosa tan recibida en el mundo y tenida por tan verdadera...; porque querer dar a entender a nadie que Amadis no fué en el mundo, ni todos los otros caballeros aventureros de que están colmadas las historias, será querer persuadir que el sol no alumbra, ni el hielo enfría, ni la tierra sustenta; porque, ¿qué ingenio puede haber en el mundo que pueda persuadir a otro que no fué verdad lo de la infanta Floripés y Gui de Borgoña[459], y lo de Fierabrás con la puente de Manti[p. 229]ble[460], que sucedió en el tiempo de Carlomagno? Que ¡voto a tal! que es tanta verdad como es ahora de día; y si es mentira, también lo debe de ser que no hubo Héctor, ni Aquiles, ni la guerra de Troya, ni los doce Pares de Francia, ni el Rey Artús de Ingalaterra, que anda hasta ahora convertido en cuervo y le esperan en su reino por momentos[461]; y también se atreverán a decir que es[p. 230] mentirosa la historia de Guarino Mezquino[462] y la de la demanda del Santo Grial[463], y que son apócrifos los amores de don Tristán y la reina Iseo[464], como los de Ginebra y Lanzarote[465], habiendo personas que casi se acuerdan de haber visto a la dueña Quintañona, que fué la mejor escanciadora de vino que tuvo la Gran Bretaña. Y es esto tan[p. 231] así[466], que me acuerdo yo que me decía una mi[467] agüela de partes[468] de mi padre, cuando veía alguna dueña con tocas reverendas: Aquella, nieto, se parece a la dueña Quintañona[469]; de donde arguyo yo que la debió de conocer ella, o por lo menos debió de alcanzar a ver algún retrato suyo. Pues ¿quién podrá negar no ser verdadera la historia de Pierres y la linda Magalona, pues aun hasta hoy día se ve en la armería de los reyes la clavija[470] con[p. 232] que volvía al caballo de madera, sobre quien iba el valiente Pierres por los aires, que es un poco mayor que un timón de carreta? Y junto a la clavija está la silla de Babieca, y en Roncesvalles está el cuerno de Roldán[471], tamaño como una grande viga; de donde se infiere que hubo doce Pares, que hubo Pierres, que hubo Cides, y otros caballeros semejantes,
destos que dicen las gentes
que a sus aventuras van[472].
Si no... digan que fueron burla las justas de Suero de Quiñones, del Paso[473], las empresas de Mosén Luis de Falces[474] contra don Gonzalo de Guzmán,[p. 233] caballero castellano, con otras muchas hazañas hechas por caballeros cristianos destos y de los reinos extranjeros, tan auténticas y verdaderas, que torno a decir que el que las negase carecería de toda razón y buen discurso.»
Admirado quedó el canónigo de oir la mezcla que Don Quijote hacía de verdades y mentiras, y de ver la noticia que tenía de todas aquellas cosas tocantes y concernientes a los hechos de su andante caballería, y así le respondió: «No puedo yo negar, señor Don Quijote, que no sea verdad algo de lo que vuestra merced ha dicho, especialmente en lo que toca a los caballeros andantes españoles; y asimismo quiero conceder que hubo doce Pares de Francia; pero no quiero creer que hicieron todas aquellas cosas que el Arzobispo Turpín[475] dellos escribe... En lo de que hubo Cid no hay duda, ni menos Bernardo del Carpio[476]; pero de que hicieron las hazañas que dicen, creo que la hay muy grande. En lo otro de la clavija que vuestra merced dice del conde Pierres, y que está junto a la silla de Babieca en la armería de los reyes, confie[p. 234]so mi pecado: que soy tan ignorante o tan corto de vista, que, aunque he visto la silla, no he echado de ver la clavija, y más siendo tan grande como vuestra merced ha dicho.»
—«Pues allí está, sin duda alguna—replicó Don Quijote—; y, por más señas, dicen que está metida en una funda de vaqueta, porque no se tome de moho.»
—«Todo puede ser—respondió el canónigo—; pero por las órdenes que recebí, que no me acuerdo haberla visto; mas, puesto que conceda que está allí, no por eso me obligo a creer las historias de tantos Amadises ni las de tanta turbamulta de caballeros como por ahí nos cuentan, ni es razón que un hombre como vuestra merced, tan honrado y de tan buenas partes, y dotado de tan buen entendimiento, se dé a entender que son verdaderas tantas y tan estrañas locuras como las que están escritas en los disparatados libros de caballerías.»
—«¡Bueno está eso!—respondió Don Quijote—. Los libros que están impresos con licencia de los reyes y con aprobación de aquellos a quien se remitieron[477], y que con gusto general son leídos y celebrados de los grandes y de los chicos, de los pobres y de los ricos, de los letrados e ignoran[p. 235]tes, de los plebeyos y caballeros, finalmente, de todo género de personas de cualquier estado y condición que sean, ¿habían de ser mentira, y más llevando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan el padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazañas, punto por punto y día por día, que el tal caballero hizo o caballeros[478] hicieron? Calle vuestra merced, no diga tal blasfemia—y créame, que le aconsejo en esto lo que debe de hacer como discreto—, si no léalos y verá el gusto que recibe de su leyenda[479]. Si no, dígame: ¿hay mayor contento que ver, como si dijésemos, aquí[480] ahora se muestra delante de nosotros un gran lago de pez hirviendo a borbollones, y que andan nadando y cruzando por él muchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animales feroces y espantables, y que del medio del lago sale una voz tristísima, que dice:[p. 236] Tú, caballero, quienquiera que seas, que el temeroso lago estás mirando, si quieres alcanzar el bien que debajo destas negras aguas se encubre, muestra el valor de tu fuerte pecho, y arrójate en mitad de su negro y encendido licor; porque si así no lo haces, no serás digno de ver las altas maravillas que en sí encierran y contienen los siete castillos de las siete fadas[481], que debajo desta negregura[482] yacen? ¿Y que apenas el caballero no ha acabado[483] de oir la voz temerosa, cuando, sin entrar más en cuentas consigo, sin ponerse a considerar el peligro a que se pone, y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas, encomendándose a Dios y a su señora, se arroja en mitad del bullente lago, y cuando no se cata ni sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos campos, con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa? Allí le parece que el cielo es más transparente, y que el[p. 237] sol luce con claridad más nueva[484]; ofrécesele a los ojos una apacible floresta de tan verdes y frondosos árboles compuesta[485], que alegra a la vista su verdura, y entretiene los oídos el dulce y no aprendido canto[486] de los pequeños, infinitos y pintados pajarillos, que por los intricados[487] ramos van cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyas frescas aguas, que líquidos cristales parecen, corren sobre menudas arenas y blancas pedrezuelas, que oro cernido y puras perlas semejan. Acullá vee una artificiosa fuente, de jaspe variado[488] y de liso már[p. 238]mol compuesta; acá vee otra a lo brutesco[489] ordenada, adonde las menudas conchas de las almejas con las torcidas casas blancas y amarillas del caracol, puestas con orden desordenada, mezclados entre ellas pedazos de cristal luciente y de contrahechas esmeraldas, hacen una variada labor, de manera que el arte imitando a la naturaleza, parece que allí la vence. Acullá, de improviso, se le descubre un fuerte castillo o vistoso alcázar, cuyas murallas son de macizo oro; las almenas, de diamantes; las puertas, de jacintos; finalmente, él es de tan admirable compostura, que con ser la materia de que está formado no menos que de diamantes, de carbuncos, de rubíes, de perlas, de oro y de esmeraldas, es de más estimación su hechura; y ¿hay más que ver después de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo un buen número de doncellas, cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me pusiese ahora a decirlos como las historias nos los cuentan, sería nunca acabar, y tomar luego la que parecía principal de todas por la mano al atrevido caballero, que se arrojó en el ferviente lago[490],[p. 239] y llevarle sin hablarle palabra dentro del rico alcázar o castillo... y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada, y acudir otra doncella y echarle un mantón sobre los hombros, que, por lo menos menos[491], dicen que suele valer una ciudad[492], y aun más? ¿Qué es ver, pues, cuando nos cuentan que tras todo esto le llevan a otra sala, donde halla puestas las mesas con tanto concierto, que queda suspenso y admirado? ¿Qué el verle echar agua a manos[493], toda de ámbar y de olorosas flores distilada? ¿Qué el hacerle sentar sobre una silla de marfil? ¿Qué verle servir todas[494] las doncellas,[p. 240] guardando un maravilloso silencio? ¿Qué el traerle tanta diferencia de manjares, tan sabrosamente guisados, que no sabe el apetito a cuál deba de alargar la mano? ¿Cuál será oír[495] la música, que en tanto que come suena, sin saberse quién la canta ni adónde suena? ¿Y después de la comida acabada y las mesas alzadas, quedarse el caballero recostado sobre la silla, y quizá mondándose los dientes, como es costumbre, entrar a deshora por la puerta de la sala otra mucho más hermosa doncella que ninguna de las primeras, y sentarse al lado del caballero, y comenzar a darle cuenta de qué castillo es aquél, y de cómo ella está encantada en él, con otras cosas que suspenden al caballero, y admiran a los leyentes que van leyendo su historia? No quiero alargarme más en esto, pues dello se puede colegir que cualquiera parte que se lea de cualquiera historia de caballero andante, ha de causar gusto y maravilla a cualquiera que la leyere; y vuestra merced créame y, como otra vez le he dicho, lea estos libros, y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere, y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala.»
Don Quijote en su camino se halla con un discreto caballero de la Mancha, en el cual Cervantes cifra su propio ideal de la vida santa y sencilla.
En estas razones estaban cuando los alcanzó un hombre, que detrás dellos por el mismo camino venía sobre una muy hermosa yegua tordilla, vestido un gabán[496] de paño fino verde, jironado[497] de terciopelo leonado, con una montera del mismo terciopelo; el aderezo de la yegua era de campo y de la jineta, asimismo[498] de morado y verde; traía un alfanje morisco pendiente de un ancho tahalí de verde y oro, y los borceguíes eran de la labor del tahalí; las espuelas no eran doradas, sino dadas con un barniz verde, tan tersas y bruñidas, que por hacer labor con todo el vestido, parecían mejor que si fueran de oro puro.
Cuando llegó a ellos el caminante los saludó cortésmente, y picando a la yegua se pasaba de[p. 242] largo; pero Don Quijote le dijo: «Señor galán, si es que vuesa merced lleva el camino que nosotros, y no importa el darse priesa, merced recibiría en que nos fuésemos juntos.»... Detuvo la rienda el caminante, admirándose de la apostura y rostro de Don Quijote, el cual iba sin celada, que la llevaba Sancho como maleta en el arzón delantero de la albarda del rucio; y si mucho miraba el de lo Verde a Don Quijote, mucho más miraba Don Quijote al de lo Verde, pareciéndole hombre de chapa[499]: la edad mostraba ser de cincuenta años; las canas, pocas, y el rostro, aguileño, la vista entre alegre y grave; finalmente, en el traje y apostura daba a entender ser hombre de buenas prendas[500]. Lo que juzgó de Don Quijote de la Mancha el de lo Verde fué, que semejante manera ni parecer de hombre no le había visto jamás: admiróle la longura de su caballo[501], la grandeza de su cuerpo, la flaqueza y amarillez de su rostro, sus armas, su ademán y compostura, figura y retrato no visto por luengos tiempos atrás en aquella tierra.
Notó bien Don Quijote la atención con que el caminante le miraba, y leyóle en la suspensión su[p. 243] deseo; y como era tan cortés y tan amigo de dar gusto a todos, antes que le preguntase nada, le salió al camino, diciéndole: «esta figura que vuesa merced en mí ha visto, por ser tan nueva y tan fuera de las que comúnmente se usan, no me maravillaría yo de que le hubiese maravillado; pero dejará vuesa merced de estarlo cuando le diga, como le digo, que soy caballero
destos que dicen las gentes
que a sus aventuras van.
Salí de mi patria, empeñé mi hacienda, dejé mi regalo, y entreguéme en los brazos de la fortuna, que me llevasen donde más fuese servida. Quise resucitar la ya muerta andante caballería, y ha muchos días que tropezando aquí, cayendo allí, despeñándome acá, y levantándome acullá, he cumplido gran parte de mi deseo, socorriendo viudas, amparando doncellas, y favoreciendo casadas, huérfanos y pupilos, propio y natural oficio de caballeros andantes; y así por mis valerosas, muchas y cristianas hazañas he merecido andar ya en estampa[502] en casi todas o las más naciones del mundo. Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia. Final[p. 244]mente, por encerrarlo todo en breves palabras o en una sola, digo que yo soy Don Quijote de la Mancha, por otro nombre llamado el Caballero de la Triste Figura; y puesto que[503] las propias alabanzas envilecen, esme forzoso decir yo tal vez las mías, y esto se entiende, cuando no se halla presente quien las diga: así que, señor gentil-hombre, ni este caballo, esta lanza, ni este escudo, ni escudero, ni todas juntas estas armas, ni la amarillez de mi rostro, ni mi atenuada flaqueza os podrá admirar de aquí adelante, habiendo ya sabido quién soy y la profesión que hago[504].»
Calló en diciendo esto Don Quijote, y el de lo Verde, según se tardaba en responderle, parecía que no acertaba a hacerlo; pero de allí a buen espacio le dijo: «acertastes, señor caballero, a conocer por mi suspensión mi deseo; pero no habéis acertado a quitarme la maravilla que en mí causa[505] el haberos visto, que puesto que como vos, señor, decís que el saber ya quién sois me lo po[p. 245]dría quitar, no ha sido así, antes ahora que lo sé, quedo más suspenso y maravillado. Cómo, ¿y es posible que hay[506] hoy caballeros andantes en el mundo, y que hay historias impresas de verdaderas caballería? No me puedo persuadir que haya hoy en la tierra quien favorezca viudas, ampare doncellas, ni honre casadas, ni socorra huérfanos, y no lo creyera, si en vuesa merced no lo hubiera visto con mis ojos. Bendito sea el cielo, que con esa historia que vuesa merced dice que está impresa de sus altas y verdaderas caballerías, se habrán puesto en olvido las innumerables de los fingidos caballeros andantes de que estaba lleno el mundo, tan en daño de las buenas costumbres, y tan en perjuicio y descrédito de las buenas historias.»—«Hay mucho que decir, respondió Don Quijote, en razón de si son fingidas o no las historias de los andantes caballeros.»—«¿Pues hay quién dude, respondió el Verde, que no son falsas las tales historias?»—«Yo lo dudo, respondió Don Quijote, y quédese esto aquí, que si nuestra jornada dura, espero en Dios de dar a entender a vuesa merced que ha hecho mal en irse con la corriente de los que tienen por cierto que no son verdaderas.»
Desta última razón de Don Quijote tomó barruntos el caminante de que Don Quijote debía de ser algún mentecato, y aguardaba que con otras lo confirmase; pero antes que se divirtiesen[p. 246] en otros razonamientos, Don Quijote le rogó le dijese quién era, pues le había dado parte de su condición y de su vida. A lo que respondió el del Verde Gabán: «yo, señor caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un lugar donde iremos a comer hoy, si Dios fuere servido: soy más que medianamente rico, y es mi nombre Don Diego de Miranda; paso la vida con mi mujer y con mis hijos y con mis amigos: mis ejercicios son el de la caza y pesca, pero no mantengo ni halcón ni galgos, sino algún perdigón manso[507] o algún hurón atrevido; tengo hasta seis docenas de libros, cuáles de romance y cuáles de latín, de historia algunos, y de devoción otros: los de caballerías aun no han entrado por los umbrales de mis puertas; hojeo más los que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento, que deleiten con el lenguaje, y admiren y suspendan con la invención, puesto que[508] destos hay muy pocos en España; alguna vez como con mis vecinos y amigos, y muchas veces los convido: son mis convites limpios y aseados, y no nada escasos: ni gusto de murmurar, ni consiento que delante de mí se murmure: no escudriño las vidas ajenas, ni soy lince de los hechos de los otros; oigo misa cada día; reparto de mis bienes con los[p. 247] pobres, sin hacer alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón más recatado; procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy devoto de nuestra Señora, y confío siempre en la misericordia infinita de Dios nuestro Señor.»
Atentísimo estuvo Sancho a la relación de la vida y entretenimientos del hidalgo; y pareciéndola buena y santa, y que quien la hacía debía de hacer milagros, se arrojó del rucio, y con gran priesa le fué a asir del estribo derecho, y con devoto corazón y casi lágrimas le besó los pies una y muchas veces. Visto lo cual por el hidalgo le preguntó: «¿qué hacéis, hermano? ¿Qué besos son estos?»—«Déjenme besar, respondió Sancho, porque me parece vuesa merced el primer santo a la jineta que he visto en todos los días de mi vida.»—«No soy santo, respondió el hidalgo, sino gran pecador; vos sí, hermano, que debéis de ser bueno, como vuestra simplicidad lo muestra.» Volvió Sancho a cobrar la albarda, habiendo sacado a plaza la risa de la profunda malencolía[509] de su amo, y causado nueva admiración a Don Diego.
Terminado el relato episódico de las bodas de Camacho, o mejor dicho, de Basilio, quiere visitar Don Quijote la Cueva de Montesinos[510]; en esta visita le acompaña un primo de cierto Licenciado, que había hallado Don Quijote en su camino. Después de haber descendido a la sima Don Quijote atado con cuerdas, cuenta al Primo y a Sancho lo que vió en la cueva. Cervantes llena de finísima poesía toda esta concepción fantástico-burlesca.
«A obra de doce o catorce estados[511] de la profundidad desta mazmorra, a la derecha mano, se hace una concavidad y espacio capaz de poder caber en ella[512] un gran carro con sus mulas. Éntrale una pequeña luz por unos resquicios o agujeros, que lejos le responden, abiertos en la superficie de la tierra. Esta concavidad y espacio vi yo a tiempo cuando ya iba cansado y mohino de verme, pendiente y colgado de la soga, caminar por aquella[p. 249] escura región abajo, sin llevar cierto ni determinado camino, y así determiné entrarme en ella y descansar un poco. Di voces pidiéndoos que no descolgásedes más soga, hasta que yo os lo dijese; pero no debistes de oírme. Fui recogiendo la soga que enviábades, y haciendo della una rosca o rimero, me senté sobre él, pensativo además[513], considerando lo que hacer debía para calar al fondo, no teniendo quien me sustentase; y estando en este pensamiento y confusión, de repente y sin procurarlo, me salteó un sueño profundísimo, y cuando menos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, desperté dél, y me hallé en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza, ni imaginar la más discreta imaginación humana. Despabilé los ojos, limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto. Con todo esto, me tenté la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que allí estaba, o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora. Ofrecióseme luego a la vista un real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos muros y paredes parecían de tras[p. 250]parente y claro cristal fabricados, del cual abriéndose dos grandes puertas, vi que por ellas salía y hacia mí se venía un venerable anciano vestido con un capuz[514] de bayeta morada, que por el suelo le arrastraba; ceñíale los hombros y los pechos una beca de colegial, de raso verde: cubríale la cabeza una gorra milanesa negra[515], y la barba canísima le pasaba de la cintura; no traía arma ninguna, sino un rosario de cuentas en la mano, mayores que medianas nueces, y los dieces asimismo como huevos medianos de avestruz: el continente, el paso, la gravedad y la anchísima presencia[516], cada cosa de por sí y todas juntas me suspendieron y admiraron. Llegóse a mí, y lo primero que hizo fué abrazarme estrechamente, y luego decirme: «Luengos tiempos ha, valeroso caballero Don Quijote de la Mancha, que los que estamos en estas soledades encantados, esperamos verte, para que des noticia al mundo de lo que encierra y cubre la profunda cueva por donde has entrado, llamada la cueva de Montesinos: hazaña sólo guardada para ser acometida de tu invencible corazón[p. 251] y de tu ánimo stupendo: Ven conmigo, señor clarísimo, que te quiero mostrar las maravillas que este trasparente alcázar solapa, de quien[517] yo soy alcaide y guarda mayor perpetua[518], porque soy el mismo Montesinos, de quien la cueva toma nombre.» Apenas me dijo que era Montesinos[519], cuando le pregunté si fué verdad lo que en el mundo de acá arriba se contaba, que él había sacado de la[p. 252] mitad del pecho con una pequeña daga[520] el corazón de su grande amigo Durandarte, y llevádole a la señora Belerma, como él se lo mandó al punto de su muerte. Respondióme que en todo decían verdad sino en la daga, porque no fué daga, ni pequeña[521], sino un puñal buído[522], más agudo que una lezna.»
—«Debía de ser, dijo a este punto Sancho, el tal puñal de Ramón de Hoces el Sevillano.»—«No sé, prosiguió Don Quijote, pero no sería dese puñalero, porque Ramón de Hoces fué ayer, y lo de[p. 253] Roncesvalles, donde aconteció esta desgracia, ha muchos años; y esta averiguación no es de importancia, ni turba ni altera la verdad y contesto de la historia.»—«Así es, respondió el Primo; prosiga vuesa merced, señor Don Quijote, que le escucho con el mayor gusto del mundo.»
«No con menor lo cuento yo, respondió Don Quijote, y así digo que el venerable Montesinos me metió en el cristalino palacio, donde en una sala baja, fresquísima sobremodo[523], y toda de alabastro, estaba un sepulcro de mármol con gran maestría fabricado, sobre el cual vi a un caballero tendido de largo a largo, no de bronce ni de mármol, ni de jaspe hecho, como los suele haber en otros sepulcros, sino de pura carne y de puros huesos. Tenía la mano derecha (que a mi parecer es algo peluda y nervosa, señal de tener muchas fuerzas su dueño)[524] puesta sobre el lado del corazón, y antes que preguntase nada a Montesinos, viéndome suspenso, mirando al del sepulcro, me dijo[525]: Este es mi amigo Durandarte, flor y espejo de los caballeros enamorados y valientes de su[p. 254] tiempo; tiénele aquí encantado, como me tiene a mí y a otros muchos y muchas, Merlín[526], aquel francés encantador, que dicen que fué hijo del diablo; y lo que yo creo es que no fué hijo del diablo, sino que supo, como dicen, un punto más que el diablo. El cómo o para qué nos encantó, nadie lo sabe, y ello dirá andando los tiempos, que no están muy lejos, según imagino. Lo que a mí me admira es que sé tan cierto como ahora es de día, que Durandarte acabó los de su vida en mis brazos, y que después de muerto le saqué el corazón con mis propias manos (y en verdad que debía de pesar dos libras, porque según los naturales, el que tiene mayor corazón es dotado de mayor valentía del[527] que le tiene pequeño); pues siendo esto así, y que realmente murió este caballero ¿cómo ahora se queja[528] y sospira de cuando en cuando como si estuviese vivo? Esto dicho, el mísero Durandarte, dando una gran voz, dijo:
[p. 255]¡Oh mi primo Montesinos!
Lo postrero que os rogaba,
Que cuando yo fuere muerto,
Y mi ánima arrancada,
Que llevéis mi corazón
Adonde Belerma estaba,
Sacándomele del pecho,
Ya con puñal, ya con daga[529].
Oyendo lo cual el venerable Montesinos se puso de rodillas ante el lastimado caballero, y con lágrimas en los ojos le dijo: Ya, señor Durandarte, carísimo primo mío, ya hice lo que me mandastes en el aciago día de nuestra pérdida; ya os saqué el corazón lo mejor que pude, sin que os dejase una mínima parte en el pecho; yo le limpié con un pañizuelo de puntas[530], yo partí con él de carrera para Francia, habiéndoos primero puesto en el seno de la tierra con tantas lágrimas, que fueron bastantes a lavarme las manos, y limpiarme con ellas la sangre que tenían de haberos an[p. 256]dado en las entrañas; y por más señas, primo de mi alma, en el primero lugar que topé saliendo de Roncesvalles, eché un poco de sal en vuestro corazón, porque no oliese mal y fuese, si no fresco, a lo menos amojamado a la presencia de la señora Belerma[531], la cual, con vos y conmigo y con Guadiana, vuestro escudero, y con la dueña Ruidera[532] y sus siete hijas y dos sobrinas, y con otros muchos de vuestros conocidos y amigos nos tiene aquí encantados el sabio Merlín ha muchos años; y aunque pasan de quinientos, no se ha muerto ninguno de nosotros, solamente faltan Ruidera y sus hijas y sobrinas, las cuales llorando, por compasión que debió de tener Merlín dellas, las convirtió en otras tantas lagunas, que ahora, en el mundo de los vivos y en la provincia de la Mancha, las llaman las Lagunas de Ruidera: las siete son de los Reyes de España[533], y las dos sobrinas, de los caballeros de una orden santísima, que llaman de San Juan. Guadiana, vuestro escudero,[p. 257] plañendo asimesmo vuestra desgracia, fué convertido en un río llamado de su mesmo nombre, el cual, cuando llegó a la superficie de la tierra y vió el sol del otro cielo, fué tanto el pesar que sintió de ver que os dejaba, que se sumergió en las entrañas de la tierra; pero como no es posible dejar de acudir a su natural corriente, de cuando en cuando sale y se muestra donde el sol y las gentes le vean. Vanle administrando de sus aguas las referidas lagunas, con las cuales y con otros muchas que se llegan, entra pomposo y grande en Portugal; pero con todo esto, por dondequiera que va muestra su tristeza y melancolía, y no se precia de criar en sus aguas peces regalados y de estima, sino burdos y desabridos, bien diferentes de los del Tajo dorado[534]; y esto que agora os digo, ¡oh primo mío!, os lo he dicho muchas veces, y como no me respondéis, imagino que no me dais crédito o no me oís, de lo que yo recibo tanta pena cual Dios lo sabe. Unas nuevas os quiero dar ahora, las cuales, ya que no sirvan de alivio a vuestro dolor, no os le aumentarán en ninguna manera; sabed que tenéis aquí en vuestra presencia (y abrid los ojos y veréislo) aquel gran caballero de quien tantas cosas tiene profetizadas el sabio Merlín, aquel Don Quijote de la Mancha, digo, que de nuevo y con mayores ventajas que en los pasados siglos, ha resucitado en los presentes la ya[p. 258] olvidada andante caballería, por cuyo medio y favor podría ser que nosotros fuésemos desencantados, que las grandes hazañas para los grandes hombres están guardadas.—Y cuando así no sea, respondió el lastimado Durandarte con voz desmayada y baja, cuando así no sea, ¡oh primo!, digo, paciencia y barajar[535]; y volviéndose de lado tornó a su acostumbrado silencio sin hablar más palabra. Oyéronse en esto grandes alaridos y llantos acompañados de profundos gemidos y angustiados sollozos. Volví la cabeza, y vi por las paredes de cristal, que por otra sala pasaba una procesión de dos hileras de hermosísimas doncellas, todas vestidas de luto, con turbantes blancos sobre las cabezas al modo turquesco. Al cabo y fin de las hileras venía una señora, que en la gravedad lo parecía, asimismo vestida de negro, con tocas blancas tan tendidas y largas que besaban la tierra. Su turbante era mayor dos veces que el mayor de alguna[536] de las otras: era cejijunta, y la nariz algo chata, la boca grande, pero colorados los labios, los dientes, que tal vez los descubría, mos[p. 259]traban ser ralos y no bien puestos, aunque eran blancos como unas peladas almendras: traía en las manos un lienzo delgado, y entre él, a lo que pude divisar, un corazón de carne momia, según venía seco y amojamado. Díjome Montesinos, cómo toda aquella gente de la procesión eran sirvientes de Durandarte y de Belerma, que allí con sus dos señores estaban encantados, y que la última, que traía el corazón entre el lienzo y en las manos, era la señora Belerma, la cual con sus doncellas cuatro días en la semana[537] hacían aquella procesión y cantaban, o por mejor decir, lloraban endechas[538] sobre el cuerpo y sobre el lastimado corazón de su primo: y que si me había parecido algo fea, o no tan hermosa como tenía la fama[539], era la causa las malas noches y peores[p. 260] días que en aquel encantamento pasaba, como lo podía ver en sus grandes ojeras y en su color quebradiza; y no toma ocasión su amarillez y sus ojeras... sino del dolor que siente su corazón por el que de continuo tiene en las manos, que le renueva y trae a la memoria la desgracia de su mal logrado amante: que si esto no fuera, apenas la igualara en hermosura, donaire y brío la gran Dulcinea del Toboso, tan celebrada en todos estos contornos y aun en todo el mundo.—Cepos quedos[540], dije yo entonces, Señor Don Montesinos; cuente vuesa merced su historia como debe, que ya sabe que toda comparación es odiosa, y así no hay para qué comparar a nadie con nadie; la sin par Dulcinea del Toboso es quien es, y la señora doña Belerma es quien es y quien ha sido, y quédese aquí. A lo que él me respondió: Señor Don Quijote, perdóneme vuesa merced, que yo confieso que anduve mal, y no dije bien en decir, que apenas igualara la señora Dulcinea a la señora Belerma, pues me bastaba a mí haber entendido, por no sé qué barruntos, que vuesa merced es su caballero, para que me mordiera la lengua antes de compararla sino con el mismo cielo. Con esta satisfacción que me dió el gran Montesinos, se quietó mi corazón del sobresalto que recibí en oír que a mi señora la comparaban con Belerma.»
[p. 261]
—«Y aun me maravillo yo, dijo Sancho, de cómo vuesa merced no se subió sobre el vejote, y le molió a coces todos los huesos, y le peló las barbas sin dejarle pelo en ellas.»—«No, Sancho amigo, respondió Don Quijote, no me estaba a mí bien hacer eso, porque estamos todos obligados a tener respeto a los ancianos, aunque no sean caballeros, y principalmente a los que lo son y están encantados; yo sé bien que no nos quedamos a deber nada en otras muchas demandas y respuestas que entre los dos pasamos»[541]. A esta sazón dijo el Primo: «yo no sé, Señor Don Quijote, cómo vuesa merced en tan poco espacio de tiempo como ha que está allá abajo[542], haya visto tantas cosas y hablado y respondido tanto.»—«¿Cuánto ha que bajé?» preguntó Don Quijote.—«Poco más de una hora», respondió Sancho.—«Eso no puede ser, replicó Don Quijote, porque allá me anocheció y amaneció, y tornó a anochecer y amanecer tres veces, de modo que a mi cuenta tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas a la vista nuestra.»—«Verdad debe de decir mi señor, dijo Sancho, que como todas las cosas que le han sucedido son por encantamento, quizá lo que a nosotros nos parece un hora debe de parecer allá tres días con sus noches.»
[p. 262]
PERROS DEL HOSPITAL DE LA RESURRECCIÓN[543]
Con gran asombro suyo se sienten estos perros una noche dotados de habla y aprovechan tal beneficio para contarse sus vidas; es esta narración una sátira de la sociedad de entonces y de diversos tipos de la misma. Ya cerca del amanecer, se le ocurre al hablador Berganza contar un incidente más para reírse de las locuras en que abundaban los poetas y hombres de ciencia.
Berganza. Perdóname, porque el cuento es breve y no sufre dilación, y viene aquí de molde.
Cipión. Sí perdono; concluye presto, que a lo que creo, no debe estar muy lejos el día.
Berganza. Digo que en las cuatro camas que están al cabo desta enfermería, en la una[544] estaba[p. 263] un alquimista[545], en la otra un poeta, en la otra un matemático, y en la otra uno de los que llaman arbitristas[546].
Cipión. Ya me acuerdo haber visto a esa buena gente.
Berganza. Digo, pues, que una siesta de las del verano pasado, estando cerradas las ventanas, y yo cogiendo el aire debajo de la cama del uno dellos[547], el poeta se comenzó a quejar lastimosamente de su fortuna, y preguntándole el matemático de qué se quejaba, respondió que de su corta suerte. «¿Cómo, y no será razón que me queje, prosiguió, que habiendo yo guardado lo que Horacio manda en su Poética, que no salga a luz la obra que después de compuesta no hayan pasado diez años por ella[548], y que tenga yo una de veinte años de ocupación y doce de pasante[549], grande en[p. 264] el sujeto[550], admirable y nueva en la invención, grave en el verso, entretenida en los episodios, maravillosa en la división, porque el principio responde al medio y al fin, de manera que constituyen el poema alto, sonoro, heroico, deleitable y sustancioso, y que con todo esto no hallo un príncipe a quien dirigille? Príncipe, digo, que sea inteligente, liberal y magnánimo. ¡Mísera edad y depravado siglo nuestro!»—«¿De qué trata el libro?» preguntó el alquimista. Respondió el poeta: «Trata de lo que dejó de escribir el arzobispo Turpín del rey Artús de Inglaterra, con otro suplemento de la Historia de la demanda del Santo Brial[551], y todo en verso heroico, parte en octava y parte en verso suelto; pero todo esdrújulamente, digo, en esdrújulos de nombres sustantivos, sin admitir verbo alguno[552].—«A mí, respondió el alquimista, poco se me entiende[553] de poesía; y así no sabré poner en su punto la desgracia de que vuesa merced se queja, puesto que, aunque fuera[p. 265] mayor, no se igualaba a la mía, que es, que por faltarme instrumento o un príncipe que me apoye y me dé a la mano los requisitos que la ciencia de la alquimia pide, no estoy ahora manando en oro[554], y con más riquezas que los Midas, que los Crasos y Cresos»—«¿Ha hecho vuesa merced, dijo a esta sazón el matemático, señor alquimista, la experiencia de sacar plata de otros metales?»—«Yo, respondió el alquimista, no la he sacado hasta ahora; pero realmente sé que se saca, y a mí no me faltan dos meses para acabar la piedra filosofal, con que se puede hacer plata y oro de las mismas piedras.»—«Bien han exagerado vuesas mercedes sus desgracias, dijo a esta sazón el matemático; pero al fin, el uno tiene libro que dirigir, y el otro está en potencia propincua[555] de sacar la piedra filosofal; mas, ¿qué diré yo de la mía, que es tan sola, que no tiene donde arrimarse? Veinte y dos años ha que ando tras hallar el punto fijo[556], y aquí lo dejo, y allí lo tomo, y pa[p. 266]reciéndome que ya lo he hallado, y que no se me puede escapar en ninguna manera, cuando no me cato[557] me hallo tan lejos dél, que me admiro. Lo mismo me acaece con la cuadratura del círculo, que he llegado tan al remate de hallarla, que no sé ni puedo pensar cómo no la tengo ya en la faldriquera; y así es mi pena semejable a las de Tántalo, que está cerca del fruto, y muere de hambre; y propincuo al agua, y perece de sed; por momentos pienso dar en la coyuntura de la verdad, y por minutos me hallo tan lejos della, que vuelvo a subir el monte que acabé de bajar, con el canto de mi trabajo a cuestas, como otro nuevo Sísifo.» Había hasta este punto guardado silencio el arbitrista, y aquí le rompió diciendo: «¡cuatro quejosos, tales que lo pueden ser del Gran Turco, ha juntado en este hospital la pobreza, y reniego yo de oficios y ejercicios que ni entretienen ni dan de comer a sus dueños! Yo, señores, soy arbitrista, y he dado a Su Majestad en diferentes tiempos muchos y diferentes arbitrios, todos en provecho suyo y sin daño del reino; y ahora tengo hecho un memorial, donde le suplico me señale persona con quien comunique un nuevo arbitrio[p. 267] que tengo, tal, que ha de ser la total restauración de sus empeños; pero por lo que me ha sucedido, con los otros memoriales, entiendo que éste también ha de parar en el carnero[558]. Mas, porque vuesas mercedes no me tengan por mentecato, aunque mi arbitrio quede desde este punto público, le quiero decir, que es éste: hase de pedir en Cortes que todos los vasallos de Su Majestad, desde la edad de catorce a sesenta años, sean obligados a ayunar una vez en el mes a pan y agua, y esto ha de ser el día que se escogiere y señalare, y que todo el gasto que en otros condumios de fruta, carne y pescado, vino, huevos y legumbres, que han de gastar aquel día, se reduzga[559] a dinero y se dé a Su Majestad sin defraudalle un ardite, so cargo de juramento; y con esto en veinte años queda libre de socaliñas y desempeñado, porque si se hace la cuenta, como yo la tengo hecha, bien hay en España más de tres millones de personas de la dicha edad[560], fuera de los[p. 268] enfermos, más viejos o más muchachos, y ninguno destos dejará de gastar, y esto contado al menorete[561], cada día real y medio, y yo quiero que sea no más de un real, que no puede ser menos, aunque coma alholvas. Pues ¿paréceles a vuesas mercedes que sería barro tener cada mes tres millones de reales como ahechados?»[562] Y esto antes sería provecho que daño a los ayunantes, porque con el ayuno agradarían al cielo y servirían a su rey, y tal[563] podría ayunar, que le fuese conveniente para su salud. Este es el arbitrio limpio de polvo y de paja, y podríase coger por parroquias sin costa de comisarios, que destruyen la república.» Riyéronse[564] todos del arbitrio y del arbitrante, y él también se riyó de sus disparates, y yo quedé admirado de haberlos oído, y de ver que por la mayor parte los de semejantes humores venían a morir en los hospitales.
NOTAS
[428] Según tradición coetánea, ya apuntada en el Quijote de Avellaneda, alude a Argamasilla de Alba, pero esto no indica que Cervantes haya estado allí preso, como quisieron suponer algunos críticos. El Quijote «se engendró en una cárcel» como Cervantes dice, pero fué en la de Sevilla, donde efectivamente estuvo preso el autor.
[429] Astillero: estante en que se ponían las astas o lanzas, adorno del portal de la casa de un hidalgo.
[430] Un refrán dice: «Vaca y carnero, olla de caballero.» La vaca, entonces, era comida más barata que el carnero.
[431] Los restos de la carne de la comida los convertía la gente aprovechada en salpicón para la noche. La ensalada y salpicón es el primer plato en «La Cena» de Baltasar de Alcázar.
[432] Los duelos y quebrantos eran un manjar que se componía de huevos y torreznos, según la Mojiganga del Pésame, atribuída a Calderón:
huevos y terreznos bastan,
que son duelos y quebrantos.
Lo mismo vienen a decir Oudin y Franciosini, en 1614 y 1621. Pero Lope de Vega, en Las bizarrias de Belisa, dijo:
Almorzando unos torreznos,
con sus duelos y quebrantos,
lo cual prueba que, para él, los torreznos eran cosa aparte. En el Dic. de Autoridades se consigna que «duelos y quebrantos llaman en la Mancha a la tortilla de huevos y sesos». Como se ve, el nombre en cuestión tenía aplicación varia. El sábado es día en que la Iglesia, si no ordena, aconseja la abstinencia; pero en España, desde antiguo, se guardaba muy imperfectamente esta práctica. A principios del siglo XVI hay ya expresos testimonios de la costumbre que existía en Castilla, Andalucía e Indias (no en Navarra y Aragón) de tolerarse como comida para esta abstinencia del sábado la llamada grosura de los animales, o sea la asadura, tripas, manos, patas y cabeza, y también el gordo del tocino. (Benedicto XIV, en 1745, eximió a Castilla, León e Indias de toda abstinencia del sábado.)
[433] Expresión que equivale a las tres cuartas partes.
[434] Velarte era paño fino y estimado en el siglo XVI.
[435] Las calzas cubrían toda la pierna a diferencia de las medias (esto es: medias calzas) que no cubrían el muslo. El velludo es una especie de terciopelo.
[436] Pantuflo, calzado de gente anciana, que se ponía encima de los borceguíes o zapatos para abrigo y para librarse del lodo.
[437] Vellorí, paño entrefino, de color pardo ceniciento, de lana sin teñir. Adviértase que Cervantes no pinta a Don Quijote miserable, sino en una posición desahogada. Véase cuán diferente es el traje del hidalgo pobre que describe Fray Antonio de Guevara en su Menosprecio de Corte y Alabanza de Aldea, cap. V (año 1539): «el pobre hidalgo que en la aldea alcanza a tener un sayo de paño recio, un capuz cerrado, un sombrero bueno, unos guantes de sobre año, unos borceguíes domingueros y unos pantuflos no rotos, tan hinchado va él a la iglesia con aquellas ropas, como irá un señor aforrado de martas; no gozan de este privilegio los que moran en la villa o ciudad, porque allí acontece el marido no salir de casa por tener la capa rayda, y la mujer no ir a misa por falta de ama».
[438] Este en suprimido por la 3.ª edición del Quijote de 1608, denota la frecuencia de la lectura de esos libros.
[439] F. de Silva, natural de Ciudad Rodrigo, autor de la Crónica de los muy valientes caballeros Don Florisel de Niquea y el Fuerte Anaxartes, que le valió bastante dinero a pesar de su mal estilo. Repetidas veces contrapone las voces razón y sinrazón y abusa de toda clase de juego de palabras, lo cual satiriza Cervantes en los párrafos que a continuación forja.
[440] Hoy intrincadas.
[441] Se pronunciaba Anibál hasta en el siglo XVII: «No dicen que Cipión Xerxes, Pirro y Anibál Tuvieran riqueza tal, Tal tierra, tal posesión.» (Lope de Vega, El Conde Fernán González.)
[442] El Cid no tuvo por patria a Valencia, sino Bivar; pero como conquistó de los moros la ciudad y el reino de Valencia, se llamó a ésta Valencia del Cid (para distinguirla de Valencia de Don Juan y otras), por donde luego se distinguió al héroe, ya desde el siglo XII, con el epíteto de señor de Valencia o el que Valencia ganó y luego simplemente el Cid de Valencia.
[443] Gonzalo Fernández de Córdova, el Gran Capitán, natural de Montilla.
[444] García de Paredes nació en Trujillo 1469, murió en Bolonia 1533. Era de grandes fuerzas, por lo que alguno le llamó el Sansón de Extremadura; a él se atribuyen gran parte de los casos de fuerza prodigiosa, que se cuentan vulgarmente, como el parar una rueda de molino. Realizó hazañas increíbles en la guerra de Nápoles, alistado en el ejército del Gran Capitán.
[445] Este caballero no era de Jerez, sino de Toledo, según Mariana. Sirvió en la conquista de Sevilla a San Fernando. El hijo de éste, Alfonso X, y su nieto Don Juan Manuel, cuentan en la Crónica general y en el Conde Lucanor varias hazañas de Garci Pérez; la más famosa va puesta arriba, página 22.
[446] Aunque el gran poeta toledano fué valiente soldado, no es de suponer que se le mencione aquí como hombre de vida hazañosa. Probablemente Cervantes, queriendo citar notables personajes históricos, citó uno fabuloso, el Garcilaso de quien un romance cuenta que, durante el cerco de Granada, mató un moro de extraordinario valor, que por befa traía prendida a la cola de su caballo el Ave María; otros cuentan esta hazaña de un Garcilaso histórico, que fué el primero que pasó el Salado el día de la gran batalla. El romance dice que por haber ocurrido esta hazaña en la Vega de Granada, se llamó Garcilaso de la Vega; ya el Garcilaso del Salado y su padre, que fué privado de Alfonso XI, se llamaron de la Vega, por proceder de la Vega montañesa, donde hoy se encuentra la ciudad de Torrelavega.
[447] Don Manuel Ponce de León hallóse en la conquista del reino de Granada, y de él se cuentan hazañas portentosas. Además, un romance cuenta de él una anécdota fabulosa: Doña Ana de Mendoza, para probar el valor de los caballeros de la corte, hizo caedizo su guante en una leonera; Don Manuel, espada en mano, se metió entre los leones y recobró el guante, pero lo entregó a la dama dándole un bofetón, para castigarla por haber puesto en riesgo de honra a tanto hijodalgo por un capricho. Este mismo asunto tiene una balada de Schiller, el Guante, compuesta en 1797.
[448] Cervantes nos ofrece aquí uno de los ejemplos más extraños del uso de cuyo; carece de todo valor pronominal y equivale a una simple conjunción. No responde más que al afán de ligar en forma de oración de relativo, la que bastaba que fuera con la simple cópula: «y la lección de sus hechos».
[449] Así escribió Cervantes. Clemencín y la edición de Hartzenbusch corrigen: «cuerdo sin cobardía».
[450] Do o donde por de do o de donde es giro comunísimo de la lengua.
[451] Hoy, que el estilo común es menos genial, pero más atildado que en los siglos de oro, se podría censurar la reunión de estos tres infinitivos. Sin embargo, sería corrección desdichada la supresión de querer, pues anuncia el ningún efecto que en Don Quijote hizo la peroración del buen canónigo.
[452] El último término de la gradación: mal, peor, más mal, es hoy: mucho peor, y antes era también: mucho más peor: «y aun peor, perdición de las personas; y mucho más peor, perdición de las tristes de las almas.» (Arcipr. de Talavera, Corbacho.)
[453] La caballería era una especie de sacerdocio militar, en el que se ingresaba mediante la ceremonia de armar al caballero novel, o sea de conferirle la dignidad de caballero otro que ya lo fuese, cosa semejante al sacramento del orden. El caballero estaba especialmente obligado a guardar lealtad a su señor, fidelidad a su amigo, a amparar por dondequiera la justicia y vedar el mal, ser largo, desprendido, etc., etc. En los Poemas caballerescos italianos se habla de cabalieri erranti y en las novelas españolas, de caballeros andantes.
[454] Pudiera haber dicho también negándome que haya habido. La repetición pleonástica de negaciones que en otras lenguas se destruyen una a otra, es muy peculiar del castellano; unas líneas más adelante se hallará también «no puedo yo negar que no sea verdad», etc.
[455] Amadis de Gaula, el más antiguo y famoso libro de caballerías, era ya muy leído por el Canciller Ayala antes de su prisión en la batalla de Nájera, 1367 (v. atrás p. 148, n. 313). Constaba de tres libros, según el poeta Pedro Ferruz, coetáneo de Ayala. Hay quien pretende que su autor fué el portugués Vasco de Lobeira, el cual no pasó de ser un simple arreglador de la obra más antigua. Es desconocida esta redacción primitiva tanto como su autor. En tiempo de los Reyes Católicos, Garci Ordóñez de Montalvo escribió la redacción que hoy se conserva, añadiéndole el cuarto libro. Amadis es el prototipo del amor delicado, firmísimo e inquebrantable de un caballero por su dama. Tan famosa fué esta novela, que tuvo muchas continuaciones; una es el Amadis de Grecia.
[456] Hoy diríamos añadió que y no añadió diciendo que; añadir se usaba en igual manera que hoy proseguir: prosiguió diciendo que. Una reunión parecida de los verbos añadir y decir, v. atrás pág. 130, líneas 24 y 25.
[457] Hoy no se junta el pronombre enclítico a los participios pasivos, pero sí en los siglos de oro de nuestra literatura.
[458] Hoy se emplea el adverbio más en vez de mejor con los verbos que denotan acciones útiles o agradables, agrada más, aprovecha más.
[459] Floripés hija del Almirante sarraceno Balán, enamorada del caballero francés Gui de Borgoña, libertólo de la prisión en que yacía con otros Pares de Francia, guareciéndolos en una torre donde se mantuvieron contra todo el poder de los infieles, hasta que Carlomagno los socorrió. Esta fábula que procede de poemas franceses del siglo XII, figura en la novelesca Historia de Carlomagno que puso en castellano Nicolás de Piamonte.
[460] Fierabrás (en francés «el de los fieros brazos») era, según los poemas franceses de la Edad Media, un descomunal gigante, que peleó en singular combate con el caballero de Carlomagno, Oliveros; vencido por éste, fué su mejor amigo después de hacerse bautizar. Esta patraña pasó también a la ya citada historia fabulosa de Carlomagno, con la de la puente de Mantible, donde cobraba el Almirante Balán (el ya mencionado padre de Floripés) un pontazgo humillante a los cristianos, que por allí tenían que pasar: sesenta perros de caza, cien doncellas, cien halcones mudados y cien caballos con sus jaeces, y el cristiano que no podía pagar ésto perdía su cabeza. Carlomagno ganó la puente con grande estrago y perdición de hombres.
[461] La leyenda de Troya fué popular en la Edad Media, y en sus héroes se buscó ascendencia para los modernos; Artús era descendiente de Eneas. Este rey bretón, llamado también Arturo, fué centro de un gran ciclo de leyendas divulgadas por toda Europa; es el fundador de la fabulosa caballería de la Tabla redonda o mesa redonda a que se sentaban los caballeros. A su metamorfosis en cuervo atribuye Cervantes en otro lugar del Quijote, y en el Persiles y Sigismunda, el que los ingleses se abstuviesen de matar cuervos.
[462] Otro héroe de poemas franceses en la Edad Media (Garín Mesquin) que sufrió también una adaptación al castellano en uno de tantos libros, que según decía Juan de Valdés en tiempo de Carlos V, «demás de ser mentirosísimos, tienen tan mal estilo que no hay buen estómago que los pueda leer».
[463] Demanda, en términos caballerescos, es el acto de empeñarse en una empresa. El Grial era la copa en que había recogido la sangre de Cristo José de Arimatea; cuando éste fué a evangelizar la Bretaña llevó consigo el Grial, pero andando el tiempo heredó la reliquia un rey indigno; entonces se empeñaron en la demanda del Santo Grial Artús y los caballeros de la Tabla redonda; Perceval (el Parsifal de la ópera de Wagner) mereció por su castidad y demás virtudes dar fin a la aventura, ganando la santa reliquia, que después de su muerte fué arrebatada al cielo.
[464] Otra ficción bretona como la de Artús y el Santo Grial. Tristán esperaba una nave que le traía noticias de Iseo; los navegantes se olvidan de poner en el mástil la señal convenida para anunciar que las noticias eran buenas, y Tristán, creyendo por esto que Iseo era muerta, expira de dolor; pero en la nave venía la misma Iseo, la cual al ver a su amante muerto, cae a su lado sin vida.
[465] Otra leyenda del ciclo bretón. Ginebra era la mujer del rey Artús, Lanzarote su amante, y la dueña o aya Quintañona la que favorecía sus amores. Bien conocido es el romance cuyo comienzo recuerda el mismo Quijote.
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido,
como fuera Lanzarote
cuando de Bretaña vino,
que dueñas cuidaban dél
doncellas de su rocino,
esa dueña Quintañona
esa le escanciaba el vino.
[466] Muchos dirán: y tan es así esto; construcción incorrecta, pues para que se pueda usar tan en vez de tanto, es preciso que le siga inmediatamente un adjetivo o adverbio. Se puede decir, por lo tanto, tan así es o tanto es así, pero no tan es así. (Cuervo. Apuntac. críticas, § 416.)
[467] Giro muy común en los siglos XVI y XVII, un mi amigo por lo que hoy decimos un amigo mío. Agüela por abuela es hoy muy vulgar, como güelta, güeno, gomitar, y otras voces en que la g sustituye a la b o v.
[468] Así dicen todas las ediciones antiguas. Las de este siglo modernizaron de parte. Es giro arcaico que hallamos en el Fuero de Navarra: «de partes de la madre», «de partes de sierzo nin de buchurno».
[469] Era personaje tan popular, que dueña Quintañona servía para denominar a cualquier dueña: «¡miren la dueña Quintañona! ¡Daca la dueña Quintañona!» La toca era distintivo de viudas y dueñas como hoy lo es de monjas.
[470] La novela de Pierres, hijo del Conde de Provenza, y de Magalona, hija del Rey de Nápoles, trasladada en 1526, procede de un antiguo poema francés del siglo XII. Más adelante dice Cervantes que el caballo de madera se regía por una clavija que tenía en la frente; en él hizo Pierres grandes viajes «y robó a la linda Magalona, llevándola a las ancas por el aire, dejando embobados a cuantos desde la tierra los miraban.» Según advierte después el canónigo, es pura invención de Don Quijote el que la tal clavija se enseñase en la Armería Real; en cambio es muy cierto que, hasta hace no muchos años, se enseñaba allí la silla del caballo del Cid, la espada de este héroe, las de Bernardo del Carpio, del Rey Pelayo y otras cosas más estupendas.
[471] Según la historia cierta, Roldán iba en la retaguardia del ejército de Carlomagno, que fué deshecha en Roncesvalles; las leyendas francesas (popularizadas desde antiguo en España) añadían que Roldán, al verse en peligro, había querido avisar a la vanguardia tañendo su cuerno, pero sopló en él con tal fuerza, que reventó las venas de sus sienes y murió. Este cuerno se pretendía custodiar en la iglesia de Roncesvalles.
[472] Versos de Alvar Gómez, de Ciudad Real, en su traducción de los Triunfos del Petrarca.
[473] Esto es: el del Paso Honroso, personaje histórico. Era un valiente leonés, que en 1434, y previa licencia de Juan II, mantuvo junto al puente del río Orbigo el paso honroso, en el que se había comprometido, para honra de su dama, a romper 300 lanzas con los caballeros que se presentaran; acudieron a esta quijotesca empresa 68 aventureros de España, Portugal, Francia, Italia y Bretaña.
[474] Mayordomo de Alfonso V de Aragón, que en 1428 combatió ante la corte de Don Juan II contra Gonzalo de Guzmán.
[475] Obispo de Reims, muerto en el año 600, a quien las fábulas carolingias suponen inseparable compañero de Carlomagno; es el autor fingido de una crónica latina del Emperador y sus Pares forjada en el siglo XII por algún clérigo de nación francesa.
[476] El canónigo cree más en Bernardo que en el Cid, y sin embargo, el Bernardo del Carpio, vencedor de Roncesvalles, es de todo punto fabuloso; sólo existió un Bernardo Conde de Ribagorza, que, auxiliado por gente franca, reconquistó de moros este condado, suministrando algunas hazañas a la leyenda del fabuloso Bernardo leonés o del Carpio.
[477] Esto es «se remitieron para ser juzgados y aprobados». Cuenta Melchor Cano de un buen clérigo, a quien no cabía en la mollera que un libro impreso con las licencias necesarias contuviera mentiras, así que tenía por tan verdadera y probada la historia de Amadis, como las fábulas de Esopo.
[478] Hartzenbusch corrigió con gran desenfado: o tales caballeros, sin duda porque hoy se haría resaltar más la duplicidad del sujeto, poniendo: «que tal caballero hizo o tales caballeros hicieron».
[479] Leyendas es hoy desusado en la acepción de lectura, por más que el Diccionario de la Academia no señala esta acepción como anticuada.
[480] A la viveza con que habla Don Quijote cuadra bien la supresión del segundo que en: «hay mayor contento que ver aquí se muestra delante de nosotros un lago». Hartzenbusch, sin embargo, suplió: que aquí; no hace falta. Podía Cervantes haber suprimido también consecuentemente el que de las frases siguientes: y que andando andando... y que del medio del lago, y que apenas el caballero; pero una vez que no quiso hacerlo, no tenemos motivo alguno para censurarle por esos ques, como hace implacablemente Clemencín.
[481] El hada (voz derivada del latín fata, plural del neutro fatum, hado), es un ser fantástico de la mitología moderna bien conocido. El número siete, como el tres, aparece consagrado en multitud de invenciones populares (siete infantes de Lara; un venablo cortador, siete veces fué templado en la sangre de un dragón, etc.), el bellísimo romance de la Infantina encantada dice:
Fija soy yo del buen rey,
y la reina de Castilla;
siete fadas me fadaron
en brazos de un ama mía
que andase los siete años
sola en esta montiña.
[482] Negregura, hoy anticuado por negrura.
[483] Apenas seguido de no es giro hoy chocante que no debe imitarse, según nota Bello, § 1209. Para usar el no habría que escoger otro adverbio como casi, aun no ha acabado de oir... cuando se arroja.
[484] Cuando Eneas baja a los infiernos se describe así el Elíseo (Eneida, VI, 638):
devenere locos laetos, et amoena vireta...
Largior hic campos aether et lumine vestit
purpureo; solemque suum, sua sidera norunt.
[485] En consonantes como floresta y compuesta, no reparaban nunca nuestros grandes prosistas; hoy somos más meticulosos y los evitamos cuidadosamente. También hoy se evitaría repetir tres veces seguidas el verbo ver: «hay más que ver, después de haber visto esto, que ver salir...»
[486] Frase de Garcilaso:
y las aves sin dueño
con canto no aprendido
hinchen el aire de dulce armonía.
Fray Luis de León también la imitó:
Despiértenme las aves
con su cantar sabroso no aprendido.
[488] Jaspe variado, esto es «de varios colores».
[489] Acordándose de bruto, se dijo brutesco por grutesco, o cosa hecha a modo de la rusticidad de las grutas; hoy grotesco.
[490] Ferviente por hirviente, como antes fadas por hadas, eran arcaísmos ya mucho tiempo antes de Cervantes, quien de intento los pone, remedando el estilo de los libros de caballerías, que usaban de estos arcaísmos para dar aspecto de antigüedad a la narración. Cosa igual hacían los autores de romances del siglo XVII; v. gr., el de aquel tan sabido que empieza: «Non es de sesudos homes... facer denuesto a un fidalgo». La f en el siglo XV ya no se pronunciaba en facer, fijo, etc., sino como una ligera aspiración representada por h, hacer, hijo; hoy hasta esta aspiración ha desaparecido y la h no tiene valor alguno.
[492] Recuerda graciosamente Cervantes un lugar común de romances y libros de caballerías, usados para ponderar el valor de una cosa. Por ejemplo el romance de Palmero dice:
Una esclavina trae rota
que no valía un reale,
y debajo traía otra,
bien valía una ciudade.
Hoy decimos «vale un imperio».
[493] Esta expresión anticuada, que hoy exigiría el uso del artículo «agua a las manos» o «para las manos», se ha fundido en una sola palabra: aguamanos.
[494] «Verle servir todas», esto es: «ver todas las doncellas servirle». El dativo enclítico, cuando un infinitivo rige a otro, se coloca indistintamente en cualquiera de los dos infinitivos. No tenía razón ninguna Hartzenbusch para creerse obligado a corregir «¿Qué verle servir de todas las doncellas?»
[495] Cuál será oír; Clemencín y Hartzenbusch dicen que cuál debe corregirse en qué para uniformar ésta con las anteriores interrogaciones. Don Quijote es muy dueño de cambiar un relativo por otro, cuando bien le parezca, y de suprimir el substantivo concertado con cual, lo mismo que lo suprimió con que, y así la frase «¿Qué (maravilla) es ver cuando nos cuentan...» puede muy bien estar seguida de la otra «¿Cuál (placer) será oír la música...»
[496] El gabán usábase para andar en el campo y de camino; en la ciudad sólo servía de ropa de casa.
[497] Llamábanse jirones, o, como dice Covarrubias, gironas, «ciertos pedazos triangulados que ingerían en el ruedo de los sayos para que hiciesen más ruedo, y en los que eran de terciopelo echaban estos jirones de brocados o telas, y se llamaban sayos agironados».
[498] El asimismo se refiere sólo al color verde, que era el que predominaba en el vestido del caminante, pues nada tienen que ver los dos colores accesorios leonado y morado.
[499] Se llama chapado «el hombre de hecho y de valor, porque va guarnecido con su virtud y esfuerzo». (Covarrubias.)
[500] Aquí prendas no parece significar ‘partes o dotes naturales’ según costumbre, sino ‘posición social’.
[501] Rodríguez Marín corrige «de su cuello», enmienda rechazada por la enumeración semejante que luego hace Don Quijote, en la cual se repiten los términos «caballo», «amarillez», «flaqueza», y se habla de las armas. Conocida es la longura de Rocinante, caballo «largo y tendido», como se dice en el cap. IX.
[502] En estampa equivale a ‘en letras de molde’. Cuando se publicó la segunda parte del Quijote, en 1615, llevaba la primera ya 10 ediciones en Madrid, Valencia, Lisboa, Bruselas y Milán, y se había traducido al francés en 1614, y al inglés en fecha incierta.
[503] Puesto que significaba antiguamente ‘supuesto que’, ‘por más que’ o ‘aunque’. Hoy se usa con la significación de ‘pues que’.
[504] Hoy diríamos «la profesión que sigo», esto es, «a la cual me dedico.» Hacer profesión de una cosa es «preciarnos della y cumplirla a todo trance» (Covarrubias).
[505] Causar maravilla por ‘causar admiración o sorpresa’, es expresión vulgar, nacida por confusión de las dos equivalentes: causar admiración y maravillar. Admiración es la suspensión de ánimo que produce la cosa maravillosa, y maravilla es la cosa que causa admiración; sin embargo, ambos términos se confunden, y lo mismo que Cervantes usó maravilla por admiración, es muy común usar admiración por maravilla o cosa admirable: «esa escultura es una admiración».
[506] Hoy se pondría en subjuntivo.
[507] Perdigón manso, pollo de perdiz, propio para cazar con reclamo. El de lo Verde quiere decir que no caza con grande pérdida de tiempo y dinero, sino modestamente, con un simple reclamo para las perdices y un hurón para los conejos.
[508] Puesto que ya se ha dicho que significaba por más que.
[510] La Cueva de Montesinos está en el término de Osa de Montiel y cerca de la ermita de San Pedro de Saelices y de una laguna de las llamadas de Ruidera, nacimiento del Guadiana.
[511] Estado, medida tomada de la estatura de un hombre. Se medían por estados las paredes de cantería, los pozos u otra cosa honda. (Covarrubias.)
[512] Las reglas de concordancia, fijadas hoy con una rigidez enteramente artificial, exigen en él; algunas líneas adelante repite la concordancia con cavidad, preferida a espacio, como voz más significativa e importante.
[513] Antiguamente se usaba mucho el adverbio además para encarecer la significación del adjetivo a que se junta con el valor de ‘sumamente’, ‘muy’, ‘en gran manera’; en general se posponía al adjetivo: «se levantó de la mesa mohino además». Hoy se usa en su lugar por demás.
[514] El Diccionario de Sebastián de Covarrubias, compuesto por los mismos años que el Quijote, dice: «Capuz, una capa cerrada, larga, que hoy día traen algunos por luto, y antiguamente era el hábito de los españoles honrados en la paz, como lo era la toga de los romanos.»
[515] Gorra fina de lana que se traía de Milán.
[516] En el entremés del Retablo de las maravillas, dice Cervantes de un gobernador que tenía «peripatética y anchurosa presencia».
[517] Quien, en el período clásico se refería lo mismo a personas que a cosas. (Bello, Gr., § 329.) Abundan los ejemplos en todos estos extractos.
[518] Guarda, guía, escucha y otros substantivos verbales por el estilo, son femeninos por su terminación, y masculinos por su significación.
[519] Montesinos es un héroe peculiar de nuestros romances; a pesar de pertenecer a la leyenda de Carlomagno, no es conocido este personaje en la literatura francesa. Habiendo sido su padre acusado falsamente por Tomillas al Emperador, fué arrojado al destierro; allí nace el héroe en un monte despoblado, lo que le valió el nombre de Montesinos, y ya crecido, marchó a París y mató al traidor Tomillas. Otros romances nos dan a conocer a Montesinos como primo y grande amigo de Durandarte.—Este Durandarte, lo mismo que su amigo Montesinos, es parto de la Musa castellana, desconocido en la literatura carolingia francesa; su origen es muy singular: el nombre de Durandarte se aplicaba antiguamente a la espada de Roldán (pues las espadas de los caballeros llevaban nombres propios, como las dos del Cid: Colada y Tizón), pero un poeta vulgar castellano, poco enterado de esto, tomó el nombre como de persona, y fantaseó sobre él la historia de un héroe, suponiéndole muerto también en Roncesvalles, como Roldán; supo adornar su invención con el sangriento legado que Durandarte hace al morir, lo cual dió al asunto una excepcional fama y popularidad; quizá se inspiró en el Amadis, quien al verse en un peligro, encarga a su escudero que si muere le saque el corazón y lo lleve a su señora Oriana, cuyo era.
[520] Don Quijote alude al romance siguiente:
Muerto yace Durandarte
al pie de una alta montaña,
llorábalo Montesinos
que a su muerte se hallara;
quitándole está el almete,
desciñéndole la espada;
hácele la sepultura
con una pequeña daga;
sacábale el corazón,
como él se lo jurara,
para llevar a Belerma,
como él se lo mandara.
Vemos que Don Quijote punteaba mal en su memoria los versos; los romanceros afirman sólo que la pequeña daga sirvió para hacer la sepultura.
[521] Hartzenbusch corrigió sin necesidad: ni pequeña ni grande. La humorística contradicción de Montesinos, no para en desmentir el substantivo, sino que niega superfluamente el adjetivo. La aclaración de Montesinos es de gran substancia, si atendemos a que, como dice Covarrubias, la daga y el puñal «todo viene a ser una cosa». Sin embargo, bueno será distinguir: como la daga tiene filo, necesita guarnición y gavilanes para proteger la mano, cosa que el puñal no lleva, pues hiere sólo de punta.
[522] Buído no era voz muy usual; no sabía Covarrubias, coetáneo de Cervantes, lo que quería decir. Significaba, probablemente, hoja con la punta estriada en tres canales: la punta buída de las espadas estaba prohibida, como más dañosa, por las pragmáticas reales del tiempo de Cervantes.
[523] Sobremodo y el moderno sobremanera son usados indistintamente por Cervantes.
[524] Compárese la frase corriente y usada por Cervantes (II, capítulo XXI) «hombre de valor y de pelo en pecho», así como la voz francesa poilu ‘valiente’, tratada en Modern Language Notes XXXII, 375.
[525] Tenía la mano, preguntase y me dijo son tres verbos que tienen tres sujetos diferentes, los cuales debieran expresarse en los dos últimos, o cambiarse el giro: «y Montesinos, viéndome suspenso, antes que yo preguntase, me dijo».
[526] Personaje que figura en las leyendas del ciclo bretón (o sea del Rey Artús, de Tristán e Iseo, etc.). No era francés o de Galia, sino de Gaula, que es el nombre caballeresco de Gales o Bretaña en general. A Merlín se atribuían cuantas profecías se forjaban en la Edad Media sobre grandes acontecimientos; por eso Don Quijote fué también profetizado por Merlín, según dice luego Montesinos a Durandarte. (Véase atrás, pág. 184, n. 384).
[527] Mayor de por mayor que; es construcción usada todavía con el comparativo, especialmente con los numerales. (v. Bello, Gr., § 1016 y 1017).
[528] Esto es lo que admira a Montesinos, quien rompió el hilo sintáctico de sus palabras, distraído por la digresión sobre el peso de la entraña de su amigo.
[529] Estos versos son de un romance viejo, salvo los dos últimos, de tono un tanto burlesco, que son invención de Cervantes, y suponen la imaginación de Don Quijote preocupada con la noticia recién aprendida de que Montesinos había sacado el corazón de su amigo, no, como decían todos los romances, con daga, sino con puñal.
[530] Parodiando a uno de los romances de Montesinos, que dice:
Por el costado siniestro
el corazón le sacara...
envolvióle en un cendal
y consigo lo llevaba.
Entierra primero al primo;
con gran llanto lamentaba
la su tan temprana muerte
y su suerte desdichada.
[531] No hay que suplir la preposición a como hacen algunas ediciones modernas, suponiéndola embebida en la a final de Belerma. El pronombre nos representa cerca del verbo el largo complemento directo que va antepuesto, y determina, a la vez, el caso en que debiera estar ese complemento.
[532] Aunque antes de Cervantes existían localizadas en las lagunas de Ruidera tradiciones referentes a Montesinos, parecen invención de Don Quijote la dueña Ruidera y el escudero Guadiana con su metamórfosis en río.
[533] Una de las lagunas de Ruidera se llama del Rey. Parece que dos de ellas pertenecían a la orden de San Juan, y las restantes al Rey. En total no son, como dice Cervantes nueve, sino 13, y dos más que se secan por el verano.
[534] El Guadiana tiene fama de criar mucho pescado, aunque malsano.
[535] Paciencia y barajar es una expresión proverbial con que se exhorta a la paciencia a los perdidosos en el juego de naipes. Nótese el uso del infinitivo con valor de imperativo, muy peculiar del español y portugués, aunque se presenta también en francés «prendre tant de grammes de cette potion».
[536] Por alguna se diría hoy mejor cualquiera con significado de ninguna. Del uso de alguno por ninguno en frases negativas como: «sin ser visto de alguno» se pasó a darle este valor en otras que sólo son negativas por la idea que envuelven: «contribuyó más que otro alguno a su adelantamiento».
[537] Durandarte al morir y encargar a Montesinos que llevase a Belerma su corazón, le mandaba también que se lo recordase incesantemente:
y traelde a la memoria
dos veces cada semana.
[538] Endechas eran canciones tristes que se lloraban sobre los muertos de cuerpo presente. Solían ser cuartetas de seis sílabas, y algunas tenían cierto encanto lúgubre y plañidero, como esta que, al decir de Covarrubias, era ejemplo casero y sabido de todos en tiempo de Cervantes:
Parióme mi madre
una noche obscura,
cubrióme de luto,
faltóme ventura...
[539] Tener equivalía a ‘opinar’; en latín «fama tenet». Hoy se dice «tengo para mí que...» Rodríguez Marín, en su edición del Quijote IV (1916), interpreta de otro modo: ‘como tenía fama de serlo’.
[540] ¡Cepos quedos! expresión del lenguaje truhanesco y carcelario; voz dirigida al criminal que remueve el cepo tratando de huir. La comparación «quedo como un cepo», que usa la Pícara Justina, alude a la pesadez e inmovilidad de los cepos.
[541] Pasar razones, coloquios, etc., era muy usado por ‘cruzarse palabras’.
[542] Es descuido de Cervantes por «como ha estado allá abajo».
[543] Eran perros que guardaban el Hospital de la Resurrección en Valladolid, fundado en tiempo de Carlos V, en 1553; hoy le llaman Hospital de Esgueva. Los perros acompañaban también, de noche, a los hermanos de la capacha, para pedir limosna, y les alumbraban llevando en su boca una linterna.
[544] Hoy los indefinidos uno, otro no suelen llevar artículo, cuando forman una cláusula distributiva de más de dos miembros; v. Bello, Gr. § 1172. Nótese que el repetir la preposición para empezar la enumeración es familiar. En el estilo limado de hoy se repetiría colocándola al fin del primer miembro de la enumeración: «en las camas estaban: un alquimista en una, en otra un poeta», etc., o mejor simplemente, «un alquimista, un poeta», etc.
[545] Alquimista era el químico antiguo que se empeñaba en hallar la piedra filosofal, o sea cierta sustancia con la cual pudiese componer y sacar artificialmente el oro de otros minerales.
[546] Los arbitristas eran economistas ramplones, que se dedicaban a imaginar arbitrios o proyectos tan sencillos como disparatados, con los que pretendían curar los más complicados males de la hacienda y la administración de los últimos reyes de la casa de Austria. El nombre noble para designar a los hacendistas era el de políticos. La palabra economista es sólo de nuestros días.
[548] Ars poet. 388. «Nonumque prematur in annum, membranis intus positis.»
[549] Esto es, que le había costado veinte años de ocupación, y que había pasado más de los diez años consabidos esperando la publicidad; a esta espera la llama con juego de palabras estado de pasante.
[550] Sujeto por ‘asunto’ pasa hoy por galicismo a ojos de muchos. Cervantes dice en otro lugar: «dar sujeto a sus versos».
[551] Brial, túnica usada en la antigüedad por hombres y mujeres. La demanda del Santo Brial, en lugar del Santo Grial (véase página 230, n. 463), es desatino intencionado, como lo es el decir que el arzobispo Turpín escribió la historia de Artús (véase página 233, n. 475).
[552] Es decir, sin valerse para el consonante del verso de las fáciles terminaciones esdrújulas que ofrece la conjugación, como mandábamos, mandándome, mándale, etc.
[553] De la confusión de las dos expresiones poco se me alcanza + poco entiendo, resultó la frase extraña, de Cervantes, poco se me entiende.
[554] La construcción: manando en oro, es resultado de la confusión de las dos frases manando oro y nadando en oro, sin que tenga nada que ver con la construcción intransitiva del latín: «culter manans sanguine». El Guzmán de Alfarache, por ejemplo, dice: «todos manábamos oro.»
[555] Potencia propincua, ‘posibilidad próxima, a pique, muy cerca’.
[556] El punto fijo o de longitud es el medio de determinar exactamente la longitud en alta mar. Como resolver el problema de la longitud en las cartas de marear era tan interesante para las grandes navegaciones de los españoles y portugueses, el gobierno de Felipe III ofreció varios premios a los que hicieran este hallazgo; siendo muchos los que gastaban su vida en tal estudio, que entonces parecía quimérico e imposible, dado el atraso de las ciencias y que aun para Newton fué irresoluble.
[557] ‘Cuando menos lo pienso’. El Diccionario de Autoridades dice: «Cuando menos se cata o cuando no se cata, frases para explicar una cosa impensada, que sucede cuando menos se espera o piensa.»
[558] Carnero es la sepultura común destinada en los cementerios a los cadáveres que no tienen enterramiento propio. Díjose de carne, como osero o huesera de hueso, sitio destinado en los cementerios a amontonar los huesos. Covarrubias añade: «y los papeles que no son de provecho, y por ser antiguos no se queman, poniéndolos en alguna parte retirada, dicen echarlos en el carnero; a imitación del de los muertos.» Esta frase no está en el Diccionario Académico.
[559] Reduzga por reduzca, es forma extraña de conjugar los incoativos que se conserva hoy en yazgo al lado de yazco. Nació por analogía con verbos tales como valgo, tengo, etc.
[560] La población de la Península a principios del siglo XVII, antes de la expulsión de los moriscos, se calcula en nueve millones y pico. (Don José García Barzanallana, La población de España, pág. 19.)
[561] Al menorete equivale a ‘por lo bajo, por lo poco’.
[562] Hoy se escribe aechar, limpiar en el harnero las semillas, quitándoles el polvo, paja y piedras.
[563] El demostrativo tal tiene aquí valor del indefinido alguno. Nótese la elipsis siguiente que (el ayunar) le fuese conveniente.
[564] Riyo, riyes llevaba una y eufónica para evitar el hiato: río, ríes.
[p. 269]
La Expedición de los Catalanes y Aragoneses contra Turcos y Griegos fué escrita en 1620, pero no se publicó sino en 1623.
Aunque floreció este autor ya en el siglo XVII, no hallamos en él rastros del gusto literario de su época; pertenece por su estilo al siglo XVI, pues se inspira visiblemente en la guerra de Granada de Mendoza.
Es, como él, sentencioso y conciso, pero no extrema tanto la brevedad en el decir, ni su estilo es afectadamente cortado; nótese la amplitud extraordinaria de la frase en todo el Prólogo. El lenguaje de Moncada tiene aspecto muy semejante al moderno, gracias a la trabazón más perfecta de las cláusulas, hija de las condiciones naturales del autor más que de estudio y esmero, ya que el trabajo de corrección y lima se descubre poco en esta obra, según se echa de ver en descuidos tales como el señalado en la página 272, nota 566.
No obstante se descubre en el tono general cierta ligera afectación, por ejemplo, en lo muy a menudo que relega el verbo al fin de la frase.
[p. 270]
CONTRA TURCOS Y GRIEGOS
PRÓLOGO
Mi intento es escribir la memorable expedición y jornada que los catalanes y aragoneses hicieron a las provincias de levante, cuando su fortuna y valor andaban compitiendo en el aumento de su poder y estimación: llamados por Andrónico Paleólogo, emperador de griegos, en socorro y defensa de su imperio y casa: favorecidos y estimados en tanto que las armas de los turcos le tuvieron casi oprimido, y temió su perdición y ruina; pero, después que por el esfuerzo de los nuestros quedó libre dellas, maltratados y perseguidos con gran crueldad y fiereza bárbara, de que nació la obligación natural de mirar por su defensa y conservación, y la causa de volver sus fuerzas invencibles contra los mismos griegos y su príncipe Andrónico; las cuales fueron tan formidables, que causaron temor y asombro a los mayores príncipes de Asia y Europa, perdición y total ruina a muchas naciones y provincias, y admiración a todo el mundo. Obra será esta, aunque pequeña por el descuido de los antiguos, largos en hazañas, cor[p. 271]tos en escribirlas[565], llena de varios y extraños casos, de guerras continuas en regiones remotas y apartadas, con varios pueblos y gentes belicosas, de sangrientas batallas y victorias no esperadas, de peligrosas conquistas acabadas con dichoso fin por tan pocos y divididos catalanes y aragoneses, que al principio fueron burla de aquellas naciones, y después instrumento de los grandes castigos que Dios hizo en ellas. Vencidos los turcos en el primer aumento de su grandeza otomana, desposeídos de grandes y ricas provincias de la Asia menor, y a viva fuerza y rigor de nuestras espadas encerrados en lo más áspero y desierto de los montes de Armenia; después, vueltas las armas contra los griegos, en cuyo favor pasaron, por librarse de una afrentosa muerte, y vengar agravios que no se pudieran disimular sin gran mengua de su estimación y afrenta de su nombre, ganados por fuerza muchos pueblos y ciudades, desbaratados y rotos poderosos ejércitos, vencidos y muertos en campo reyes y príncipes, grandes provincias destruídas y desiertas, muertos, cautivos o desterrados sus moradores (venganzas merecidas más que lícitas), Tracia, Macedonia, Tesalia y Beocia penetradas y pisadas, a pesar de todos los príncipes y fuerzas del oriente, y últi[p. 272]mamente, muerto a sus manos el duque de Atenas con toda la nobleza de sus vasallos y de los socorros de franceses y griegos, ocupado su estado, y en él fundado un nuevo señorío.
En todos estos sucesos no faltaron traiciones, crueldades, robos, violencias y sediciones; pestilencia común, no sólo de un ejército colectivo y débil por el corto poder de la suprema cabeza, pero de grandes y poderosas monarquías. Si como vencieron los catalanes a sus enemigos, vencieran su ambición y codicia, no excediendo los límites de lo justo, y se conservaran unidos, dilataran sus armas hasta los últimos fines del oriente, y viera Palestina y Jerusalén segunda vez las banderas cruzadas. Porque su valor y disciplina militar, su constancia en las adversidades, sufrimiento en los trabajos, seguridad en los peligros, presteza en las ejecuciones, y otras virtudes militares, las tuvieron en sumo grado[566], en tanto que la ira no las pervirtió; pero el mismo poder que Dios les entregó para castigar y oprimir tantas naciones, quiso que fuese el instrumento de su propio castigo. Con la soberbia de los buenos sucesos, desvanecidos con su prosperidad, llegaron a dividirse en la competencia del gobierno; divididos[567], a matarse;[p. 273] con que se encendió una guerra civil tan terrible y cruel, que causó sin comparación mayores daños y muertes que las que tuvieron con los extraños.
La antigüedad, madre del olvido, por quien han perecido claros hechos y memorias ilustres, entre otras que nos dejó confusas, ha sido el origen[568] de los almugávares; pero según lo que yo he podido averiguar, fué de aquellas naciones bárbaras que destruyeron el imperio y nombre de los romanos en España, y fundaron el suyo, que largo tiempo conservaron con esplendor y gloria de grande majestad, hasta que los sarracenos en menos de dos años le oprimieron, y forzaron a las reliquias deste universal incendio que[569] entre lo más áspero de los montes buscasen su defensa, donde las fieras muertas por su mano les dieron comida y vestido.
Pero luego su antiguo valor y esfuerzo, que el regalo y delicias tenían sepultado, con el trabajo y[p. 274] fatiga se restauró[570], y les hizo dejar las selvas y bosques, y convertir sus armas contra moros[571], ocupadas antes en dar muerte a fieras. Con la larga costumbre de ir divagando, nunca edificaron casas ni fundaron posesiones; en la campaña y en las fronteras de enemigos tenían su habitación y el sustento de sus personas y familias: despojos de sarracenos, en cuyo daño perpetuamente sacrificaban las vidas, sin otra arte ni oficio más que servir pagados en la guerra, y cuando faltaban las que sus reyes hacían, con cabezas y caudillos particulares, corrían las fronteras; de donde vinieron a llamar los antiguos el ir a las correrías, ir en almugavería.
Llevaban consigo hijos y mujeres, testigos de su gloria o afrenta; y como los alemanes en todos tiempos lo han usado, el vestido de pieles de fieras, abarcas y antiparas de lo mismo. Las armas: una red de hierro en la cabeza a modo de casco, una espada y un chuzo algo menor de lo que se usa hoy en las compañías de arcabuceros. Pero la mayor parte llevaban tres o cuatro dardos arrojadizos; era tanta la presteza y violencia con que[p. 275] los despedían de sus manos, que atravesaban hombres y caballos armados; cosa al parecer dudosa, si Desclot y Muntaner[572] no lo refirieran, autores graves de nuestras historias, adonde largamente se trata de sus hechos, que pueden igualar con los muy celebrados de romanos y griegos.
Carlos, Rey de Nápoles, puestos ante su presencia algunos prisioneros almugávares, admirado de la vileza del traje y de las armas, al parecer inútiles, contra los cuerpos de hombres y caballos armados, dijo con algún desprecio que si eran aquellos los soldados con que el rey de Aragón pensaba hacer la guerra. Replicóle uno dellos, libre siempre el ánimo para la defensa de su reputación: «Señor, si tan viles te parecemos y estimas en tan poco nuestro poder, escoge un caballero de los más señalados de tu ejército, con las armas ofensivas y defensivas que quisiere; que yo te ofrezco con sola mi espada y dardo de pelear en campo con él.» Carlos, con deseo de castigar la insolencia del almugávar, aplazó el desafío y quiso asistir y ver la batalla. Salió un francés con su caballo armado de todas piezas, lanza, espada y maza para combatir, y el almugávar con sola su espada y dardo. Apenas entraron en la estacada, cuando le mató el caballo, y queriendo hacer lo mismo de su dueño, la voz del Rey le detuvo, y le[p. 276] dió por vencedor y por libre. Otro almugávar en esta misma guerra, a la lengua del agua[573], acometido de veinte hombres de armas, mató cinco antes de perder la vida. Otros muchos hechos se pudieran referir, si no fuera ajeno de nuestra historia el tratar de otra largamente.
La duda que se ofrece sólo es del hombre, si fué de nación o de milicia en sus principios. Tengo por cosa cierta que fué de nación, y para asegurarme más en esta opinión, tengo a George Pachimerio[574], autor griego, cuyos fragmentos dan mucha luz a toda esta historia, que llama a los almugávares descendientes de los avares, compañeros de los hunos y godos; y aunque no se hallará autor que opuestamente lo contradiga, por muchas leyes de las Partidas se colige claramente que el nombre de almugávar era nombre de milicia, y el ser esto verdad no contradice lo primero, porque entrambas cosas pueden haber sido; en su principio, como Pachimerio dice, fué de nación; pero después, como no ejercitaran los almugávares otra arte ni oficio, vinieron ellos a dar nombre a todos los que servían en aquel modo de milicia, así como muchas artes y ciencias tomaron el nombre de sus inventores. Pero dudo mucho que hubiese quien se agregase a los almugávares, milicia de tanta fatiga y peligro, sin ser de su nación[575],[p. 277] porque la inclinación natural les hacía seguir la profesión de los padres; ni hay hombre que, pudiendo escoger, siguiese milicia que desde la primera edad se ocupase con tanto riesgo de la vida, descomodidad y continuo trabajo. Nicéforo Gregoras[576] dice que almugávar es nombre que dan a toda su infantería los latinos (así llaman los griegos a todas las naciones que tienen a su poniente); pero no hay para qué contradecir con razones falsedad tan manifiesta, y más contra un autor tan poco advertido en nuestras cosas como Nicéforo.
NOTAS
[565] Imitación de Mariana, quien en el Prólogo de su historia dice: «España, más abundante en hazañas que en escritores...» En las enumeraciones que siguen, recuerda este prólogo de Moncada al de Hurtado de Mendoza, a quien especialmente imita.
[566] Esta frase está construída con gran descuido e inconsecuencia. Deben borrarse los dos primeros su, escritos por Moncada, pensando dar otra conclusión a la frase, que luego olvidó. Tal como la termina hay que leer: «porque valor y disciplina militar, constancia, etc...»
[567] Participio absoluto y elipsis del verbo; la frase completa sería: «una vez divididos llegaron a matarse».
[568] Origen es el predicado de ha sido, en lugar de memoria, que va anticipado. La frase completa sería: ha sido la del origen.
[569] Hoy se diría: «forzaron a que buscasen»; Moncada suprimió quizá la preposición, porque la precedía otra con el acusativo «a las reliquias.»
[570] Aunque Moncada suele poner el verbo en plural cuando tiene varios sujetos, aquí usa el singular, porque valor y esfuerzo son una mera redundancia, y como el adjetivo antiguo les precede, y, por lo tanto, ha de ir en singular, contribuye más a presentarlo a la imaginación como sujeto único y no doble.
[571] El castellano antiguo no usaba artículo con los nombres de naciones: «desamparó a castellanos»; «mucho plogo a castellanos.»
[572] Bernardo Desclot y Ramón Muntaner, cronistas catalanes de la Edad Media. La historia del primero llega hasta la muerte de Pedro III el Grande, 1285, y la de Muntaner hasta Jaime II.
[573] «Lengua del agua», orilla, tierra que el agua lame con sus ondas.
[574] Autor de la historia de Andrónico Paleólogo.
[575] Este razonamiento contradícelo Desclot, cap. 79, quien afirma que los almugávares eran de varias naciones, a pesar de que en su tiempo vivían únicamente de entradas y robos en tierra de sarracenos: «e son Catalans e Aragonesos e Serrayns».
[576] Autor de una Historia Bizantina.
[p. 278]
Su Política de Dios fué publicada en 1626; en igual año, la Vida del Buscón; los dos Sueños titulados: las Zahurdas de Plutón y la Visita de los Chistes en 1627, y el Marco Bruto en 1644.
El siglo XVI había adornado el lenguaje con el período amplio y la frase fluida y encadenada. Fray Luis de Granada y Fray Luis de León, habían adiestrado en su uso la prosa doctrinal; Cervantes, la prosa narrativa. Sólo en los historiadores (sobre todo en Mendoza, bastante menos en Mariana) se advertía la opuesta tendencia, a la frase cortada y breve. Esta manera especial de los historiadores obedecía, según se ha dicho, a la imitación de Salustio y Tácito, y como en el siglo XVII abundan, al par de los historiadores, los escritores moralistas, que se inspiraban habitualmente en las obras de Séneca el filósofo, cuajadas de sentencias, antítesis y simetrías, de ahí que, contrastando con el lenguaje del siglo XVI, predomine en el del XVII la frase elíptica. Era ésta la forma apropiada para el estilo conceptuoso que entonces predominó entre los prosistas (contrario al que dominó en los poetas, el culterano); la cláu[p. 279]sula corta se prestaba muy especialmente para exponer los conceptos, que así llamaban a la comparación primorosa de dos ideas que mutuamente se esclarecen, y en general todo pensamiento agudo enunciado de una manera rápida y picante. Lo que principalmente buscaba el conceptista al escribir, era hacer gala de agudeza e ingenio, por eso muestra gusto especial por las metáforas forzadas, asociaciones anormales de ideas, transiciones bruscas, y gusto por los contrastes violentos en que se funda todo humorismo, que humoristas son los grandes escritores de este siglo, Quevedo y Gracián. En estos autores geniales, el conceptismo aparece lleno de profundidad, la frase encierra más ideas que palabras (al revés del culteranismo, que prodiga más las palabras que las ideas); pero en los autores de orden inferior de este siglo la agudeza suele estribar únicamente en lo rebuscado del pensamiento, en equívocos triviales y en estrambóticas comparaciones. El siglo XVI fué el de esplendor de la prosa castellana, el XVII es ya de decadencia; y uno de los síntomas de ésta es precisamente el buscar como principal sazón de la obra literaria el artificio y la agudeza.
Quevedo es el representante más notable del estilo propio de los autores del siglo XVII y el maestro de casi todos ellos. Es un genio, aunque un genio de la decadencia; modelo en la expresión siempre penetrante y enérgica, en el lenguaje satírico lleno de ironía y escarnio, en el chiste pronto y centelleante, en los abultados rasgos con que esboza los tipos caricaturescos de sus obras festivas y las tétricas fantasías burlescas de sus Sueños. El defecto que a veces echa a perder el estilo de Quevedo es la exageración del ingenio, la originalidad extravagante, la oscuridad del concepto; como dice Fernández Guerra: «hacen sudar[p. 280] sus genialidades y agudezas, y sobre todo su lenguaje es tan idiótico y exquisito, que pone a prueba, para sólo entenderlo a veces, a los talentos más ejercitados en el estudio de nuestro riquísimo idioma».
En su lenguaje se mezclan el artificio literario con la castiza llaneza popular; su vocabulario, al par que abunda en términos técnicos y pedantescos, es de los más ricos en toda clase de términos vulgares, sin que retroceda ante lo más grosero y soez, ofreciéndonos así mezcladas las reminiscencias de la poderosa cultura del autor con la vena genial de su inspiración picaresca.
En el manejo de los caudales de la lengua, muestra Quevedo soltura y desenfado tan magistral, que halla siempre en ella instrumento dócil a sus más sutiles y extrañas ocurrencias; se doblegan a los caprichos de su imaginación lo mismo la sintaxis que la significación de las voces, a las que frecuentemente da un valor convencional y de ocasión, o las leyes de composición de las palabras, pues las forja nuevas siempre que las echa de menos para lograr un efecto cómico, creando así un diccionario burlesco suyo propio, lleno de voces tales como titulecer, remedo de amanecer; disparatario, por vocabulario de disparates; pretenmuela, cuando no le parece propio usar «pretendiente», y otros innumerables, algunos de los cuales forman parte de nuestro lenguaje ordinario. La invención de Quevedo en el vocabulario de burlas la continúan otros autores de este siglo, Gracián por ejemplo, en el vocabulario de las ideas abstractas; y de esta labor de enriquecimiento y neologismo proviene la mayor parte del caudal de la lengua moderna que hoy hablamos. La riqueza heredada, que el lenguaje del siglo XVI ostentaba como único tesoro, parecía ya escasa.
En esta obra dirige Quevedo a Felipe IV reglas de buen gobierno fundadas en los textos de la Biblia. Aquí, comentando a San Lucas, VII, y San Mateo, XI, da las señas ciertas del verdadero rey.
Envió San Juan sus mensajeros a Cristo, que le preguntaron si era el que había de venir, el que esperaban, el Mesías prometido, el rey Dios y hombre. Bien sabía San Juan que era Jesús el prometido, y que no había que esperar a otro: no aguardó a nacer para declararlo[577]. ¿Por qué, pues, manda a sus discípulos el Precursor santísimo que de su parte le pregunten a Cristo lo que él sabía? La materia fué la más grave que dispuso el Padre Eterno, y que obró el Espíritu Santo, y que ejecutó el amor del Hijo: tratábase de dar a entender al mundo con demostración que Jesús era hombre y Dios, el rey ungido que prometieron los Profetas; quiso[578] que su pregunta enseñase con la respuesta de Cristo lo que no podía tener igual autoridad en sus palabras. Literalmente lo probaré con el texto sagrado.
[p. 282]
Preguntaron a Jesús si era el prometido, el que había de venir; y Cristo respondió con obras sin palabras; pues luego resucitó muertos, dió vista a ciegos, pies a tullidos, habla a los mudos, salud a los enfermos, libertad a los poseídos del demonio; y después dijo: «Id y diréis a Juan que los muertos resucitan, los ciegos ven, los mudos hablan, los tullidos andan, los enfermos guarecen.» Quien a todos da y a nadie quita; quien a todos da lo que les falta; quien a todos da lo que han menester y desean, ese Rey es, ese es el Prometido, es el que se espera, y con él no hay más que esperar. Pobladas están de coronas y cetros estas acciones. No dijo: «Yo soy rey»; sino mostróse rey. No dijo: «Yo soy el Prometido»; sino cumplió lo prometido. No dijo: «No hay que esperar a otro»; sino obró de suerte, que no dejó que esperar de otro.
Sacra, Católica, Real Majestad[579], bien puede alguno mostrar encendido su cabello en corona ardiente en diamantes, y mostrar inflamada su persona con vestidura, no sólo teñida, sino embriagada con repetidos hervores de la púrpura; y ostentar soberbio el cetro con el peso del oro, y dificultarse a la vista remontado en trono desvanecido[580], y atemorizar su habitación con las amena[p. 283]zas bien armadas de su guarda[581]; llamarse rey, y firmarse rey; mas serlo y merecer serlo, si no imita a Cristo en dar a todos lo que les falta, no es posible, Señor. Lo contrario, más es ofender que reinar.
Quien os dijere que vos no podéis hacer estos milagros, dar vista y pies, y vida, y salud, y resurrección y libertad de opresión de malos espíritus, ese os quiere ciego, y tullido, y muerto, y enfermo, y poseído de su mal espíritu. Verdad es que no podéis, Señor, obrar aquellos milagros; mas también lo es que podéis imitar sus efectos. Obligado estáis a la imitación de Cristo. Si os descubrís donde os vea el que[582] no dejan que pueda veros, ¿no le dais vista? Si dais entrada al que necesitando de ella se la negaban, ¿no le dais pies y pasos? Si oyendo a los vasallos, a quien[583] tenía oprimido el mal espíritu de los codiciosos, los remediais, ¿no les dais libertad de tan mal demonio? Si oís al que la venganza y el odio tiene condenado al cuchillo o al cordel, y le hacéis justicia, ¿no resucitáis un muerto? Si os mostráis padre de[p. 284] los huérfanos y de las viudas, que son mudos, y para quien todos son mudos, ¿no les dais voz y palabras? Si socorriendo los[584] pobres, y disponiendo la abundancia con la blandura del gobierno, estorbáis la hambre y la peste, y en una y otra todas las enfermedades, ¿no sanáis a los enfermos? Pues, ¿cómo, Señor, estos malsines de la doctrina de Cristo os acreditarán los milagros de esta imitación, que sola os puede hacer rey verdaderamente, y pasar la majestad de los cortos límites del nombre? Por esto, soberano Señor, dijo Cristo: «Mayor testimonio tengo que Juan Bautista, porque las obras que hago dan testimonio de mí.» Y reconociendo esto San Juan, no dijo lo que sabía, sino mandó a sus discípulos le preguntasen quién era, para que respondiendo sus obras viese el mundo mayor testimonio que el suyo.
Pues si no puede ser buen rey, imitador del verdadero Rey de los reyes, el que no diere a los suyos salud, vida, ojos, lengua, pies y libertad, ¿qué será el que les quitare todo esto? Será, sin duda, mal espíritu, enfermedad, ceguera y muerte. Considere Vuestra Majestad si los que os apartan de hacer estos milagros quieren ellos solos veros y que los veáis; acompañaros siempre; que no habléis con otros, y que otros no os hablen; que no obréis salud y vida y libertad, sino con ellos; y sin otra advertencia conoceréis que os ciegan,[p. 285] y os enferman, y os tullen, y os enmudecen; y os hallaréis obseso de malos espíritus vos, cuyo oficio es obrar en todos los vuestros lo contrario.
¡Insensatos electores de imperios son los nueve meses! Quien debe la majestad a las anticipaciones del parto y a la primera impaciencia del vientre, mucho hace si se acuerda, para vivir como rey, de que nació como hombre. Pocos tienen por grandeza ser reyes por el grito de la comadre; pocos, aun siendo tiranos, se atribuyen a la naturaleza: todos lo hacen deuda a sus méritos. Dichoso es quien nace para ser rey, si reinando merece serlo; y no se merece sino con la imitación de las obras con que Cristo respondió que era rey. El angélico Doctor Santo Tomás, en el opúsculo De la enseñanza del príncipe, dice que si los monarcas, que están en la mayor altura y encima de todos, no son como el fieltro, que defiende de las inclemencias del tiempo al que le lleva encima, son como las inclemencias, diluvios y piedra sobre las espigas que cogen debajo. Lleva el vasallo el peso del rey a cuestas como las armas, para que le defienda, no para que le hunda. Justo es que recompense, defendiendo, el ser llevado y el ser carga.
Haciendo amplios comentarios al texto de la Vida de Bruto, escrita por Plutarco, supone que el matador de César pronuncia ante el pueblo esta oración:
«Ciudadanos de Roma: Las guerras civiles, de compañeros de Julio César os hicieron vasallos; y esta mano, de vasallos os vuelve a compañeros. La libertad que os dió mi antecesor Junio Bruto contra Tarquino, os da Marco Bruto contra Julio César. De este beneficio no aguardo vuestro agradecimiento, sino vuestra aprobación. Yo nunca fuí enemigo de César, sino de sus designios; antes tan favorecido[585], que en haberle muerto fuera el peor de los ingratos, si no hubiera sido el mejor de los leales. No han sido sabidoras de mi intención la envidia ni la venganza. Confieso que César, por su valentía y por su sangre, y su eminencia en la arte militar y en las letras, mereció que le diese vuestra liberalidad los mayores puestos; mas también afirmo que mereció la muerte, porque quiso antes tomároslos con el poder de darlos, que merecerlos: por esto no lo he muerto sin lágrimas. Yo lloré lo que él mató en sí, que fué la lealtad a vosotros, la obediencia a los Padres; no lloré su vida,[p. 287] porque supe llorar su alma. Pompeyo dió la muerte a mi padre; y aborreciéndole[586] como a homicida suyo, luego que contra Julio en defensa de vosotros tomó las armas, le perdoné el agravio, seguí sus órdenes, milité en sus ejércitos, y en Farsalia me perdí con él[587]. Llamóme con suma benignidad César, prefiriéndome en las honras y beneficios a todos. He querido traeros estos dos sucesos a la memoria, para que veáis que ni en Pompeyo me apartó de vuestro servicio mi agravio, ni en César me granjearon contra vosotros las caricias y favores. Murió Pompeyo por vuestra desdicha: vivió César por vuestra ruina: matéle yo por vuestra libertad. Si esto juzgáis por delito[588], con vanidad le confieso; si por beneficio, con humildad os le propongo. No temo el morir por mi patria; que primero decreté mi muerte que la de César. Juntos estáis, y yo en vuestro poder; quien se juzgare indigno de la libertad que le doy, arrójeme su puñal, que a mí me será doblada gloria morir por haber muerto al tirano. Y si os provocan a compasión las heridas de César, recorred todas vuestras parentelas, y veréis cómo por él habéis degollado vuestros linajes, y los padres con la sangre de los hijos, y los hijos con la de sus padres, ha[p. 288]béis[589] manchado las campañas y calentado los puñales. Esto, que no pude estorbar y procuré defender[590], he castigado. Si me hacéis cargo de la vida de un hombre, yo os le hago de la muerte de un tirano. Ciudadanos: si merezco pena, no me la perdonéis; si premio, yo os le perdono.»
El autor finge en este Sueño que, dejando el camino desagradable y solitario de la virtud, se pasa a otro atestado de gente de todas condiciones que por él corría; encarece el humor agradable y entretenido de estos pasajeros, y pondera su contento de ir en compañía tan reverenda y honrada.
Mas duróme poco, porque oí decir a mis espaldas: «¡Dejen pasar los boticarios!»[591]—¿Boticarios pasan?—dije yo entre mí—; al infierno vamos. Y fué así, porque al punto nos hallamos dentro por una puerta como[592] de ratonera, fácil de entrar[593], e imposible de salir por ella.
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Y fué de ver que nadie en todo el camino dijo: «Al infierno vamos»; y todos, estando en él, dijeron muy espantados: «¡En el infierno estamos!» ¿En el infierno?—dije yo muy afligido—; ¡no puede ser! Quíselo poner a pleito; comencéme a lamentar de las cosas que dejaba en el mundo: los parientes, los amigos, los conocidos, las damas; y estando llorando esto, volví la cara hacia el mundo, y vi venir por el mismo camino, despeñándose a todo correr, cuanto[594] había conocido allá, poco menos. Consoléme algo en ver esto, y que, según se daban priesa a llegar al infierno, estarían conmigo presto.
Comenzóseme a hacer áspera la morada y desapacibles los zaguanes. Fuí entrando poco a poco entre unos sastres que se me llegaron, que iban medrosos de los diablos. En la primera entrada hallamos siete demonios escribiendo los que íbamos entrando. Preguntáronme mi nombre; díjele y pasé. Llegaron a mis compañeros, y dijeron que[p. 290] eran remendones, y dijo uno de los diablos: «Deben entender los remendones en el mundo que no se hizo el infierno sino para ellos, según se vienen por acá.» Preguntó otro diablo cuántos eran; respondieron que ciento, y replicó un verdugo mal barbado entrecano: «¿Ciento, y sastres? No pueden ser tan pocos; la menor partida que habemos recibido ha sido de mil y ochocientos. En verdad que estamos por no recibirles.» Afligiéronse ellos; mas al fin entraron. Ved cuáles son los malos, que es para ellos amenaza el no dejarlos entrar en el infierno. Entró el primero[595] un negro, chiquito, rubio, de mal pelo; dió un salto en viéndose allá, y dijo: «Ahora acá estamos todos.» Salió de un lugar, donde estaba aposentado, un diablo de marca mayor[596], corcovado y cojo; y arrojándolos en una hondura muy grande, dijo: «Allá va leña.» Por curiosidad me llegué a él y le pregunté de qué estaba corcovado y cojo, y me dijo (que era diablo de pocas palabras): «Yo era recuero de remendones. Iba por ellos al mundo, y de traerlos a cuestas me hice corcovado y cojo; he dado en la cuenta, y hallo que se vienen mucho más apriesa que yo los puedo traer.» En esto hizo otro vómito[p. 291] dellos el mundo, y hube de entrarme porque no había donde estar ya allí, y el monstruo infernal empezó a traspalar, y diz que es la mejor leña que se quema en el infierno, remendones de todo oficio, gente que sólo tiene bueno ser enemiga de novedades.
Pasé adelante por un pasadizo muy escuro, cuando por mi nombre me llamaron. Volví a la voz los ojos, casi tan medrosa como ellos, y hablóme un hombre, que por las tinieblas no pude divisar más de lo que la llama que le atormentaba me permitía. «¿No me conoce? me dijo; a...» (ya lo iba a decir) y prosiguió tras su nombre:... «el librero? Pues yo soy. ¡Quién tal pensara!» Y es verdad, Dios, que yo siempre lo sospeché, porque era su tienda el burdel de los libros... «¿Qué quiere?—me dijo viéndome suspenso—pues es tanta mi desgracia que todos se condenan por las malas obras que han hecho, y yo y algunos libreros nos condenamos por las obras malas que hacen los otros, y por lo[597] que hicimos barato de los libros en romance y traducidos del latín, sabiendo ya con ellos los tontos lo que encarecían en otros tiempos los sabios; que ya hasta el lacayo latiniza, y hallarán a Horacio en castellano en la caballeriza.» Más iba a decir, sino que un demonio le comenzó a atormentar con humazos de hojas de sus libros, y otro a leerle alguno dellos. Yo, que[p. 292] vi que ya no hablaba, fuíme adelante, diciendo entre mí: Hay quien se condena por obras malas ajenas, ¿qué harán los que las hicieran propias?
En esto iba, cuando en una gran zahurda andaban mucho número de ánimas gimiendo, y muchos diablos con látigos y zurriagas azotándolos[598]. Pregunté qué gente eran, y dijeron que no eran sino cocheros; y dijo un diablo lleno de cazcarrias, romo y calvo, que quisiera más (a manera de decir) lidiar con lacayos; porque había cochero de aquellos que pedía aun dineros por ser atormentado, y que la tema de todos era que habían de poner pleito a los diablos por el oficio, pues no sabían chasquear los azotes tan bien como ellos...
Y lleguéme a unas bóvedas donde comencé a tiritar de frío y dar diente con diente, que me helaba. Pregunté, movido de la novedad de ver frío en el infierno, qué era aquello; y salió a responder un diablo zambo, con espolones y grietas, lleno de sabañones, y dijo: «Señor, este frío es de que en esta parte están recogidos los bufones, truhanes y juglares, chocarreros hombres por demás[599] y que sobran en el mundo, y que están aquí retirados, porque si anduvieran por el infierno sueltos, su frialdad es tanta, que templaría el dolor del fuego.» Pedíle licencia para llegar a verlos; diómela, y calofriado llegué y vi la más infame casilla del mundo, y una cosa que no habrá[p. 293] quien lo crea, que se atormentaban unos a otros con las gracias que habían dicho acá. Y entre los bufones vi muchos hombres honrados que yo había tenido por tales; pregunté la causa, y respondióme un diablo que eran aduladores, y que por esto eran bufones de entre cuero y carne[600]. Y repliqué yo, cómo se condenaban, y me respondieron: «Gente es que se aviene acá sin avisar, a mesa puesta y a cama hecha como en su casa. Y en parte los queremos bien, porque ellos se son diablos para sí y para otros, y nos ahorran de trabajos, y se condenan a sí mismos; y por la mayor parte en vida los más ya andan con marca del infierno, porque el que no se deja arrancar los dientes por dinero, se deja matar hachas en las nalgas o pelar las cejas; y así, cuando acá los atormentamos, muchos dellos después de las penas sólo echan menos las pagas...»
Y volviendo vi un hombre asentado en una silla a solas, sin fuego, ni hielo, ni demonio, ni pena alguna, dando las más desesperadas voces que oí en el infierno, llorando el propio corazón, haciéndose pedazos a golpes y a vuelcos. ¡Válgame Dios!—dije en mi alma, ¿de qué se queja éste no atormentándole nadie? Y él cada punto doblaba sus alaridos y voces. «Dime, dije yo: ¿qué eres y[p. 294] de qué te quejas, si ninguno te molesta, si el fuego no te arde[601] ni el hielo te cerca?»—«¡Ay!, dijo dando voces, que la mayor pena del infierno es la mía: ¿verdugos te parece que me faltan? ¡Triste de mí, que los más crueles están entregados a mi alma! ¿No los ves?», dijo; y empezó a morder la silla y a dar vueltas alrededor y gemir; «vélos, que sin piedad van midiendo a descompasadas culpas eternas penas. ¡Ay, qué terrible demonio eres, memoria del bien que pude hacer, y de los consejos que desprecié y de los males que hice! ¡Qué representación tan continua! Déjasme tú, y sale el entendimiento con imaginaciones de que hay gloria que pude gozar, y que otros gozan a menos costa que yo mis penas! ¡Oh, qué hermoso que pintas el cielo, entendimiento, para acabarme! Déjame un poco siquiera. ¿Es posible que mi voluntad no ha de tener paz conmigo un punto? ¡Ay, huésped, y qué tres llamas invisibles, y qué sayones incorpóreos me atormentan en las tres potencias del alma! Y cuando éstos se cansan, entra el gusano de la conciencia, cuya hambre en comer del alma nunca se acaba: vesme aquí miserable y[p. 295] perpetuo alimento de sus dientes.» Y diciendo esto, salió[602] la voz: «¿Hay en todo este desesperado palacio quien trueque sus almas y sus verdugos a[603] mis penas? Así, mortal, pagan los que supieron en el mundo, tuvieron letras y discurso, y fueron discretos; ellos se son infierno y martirio de sí mismos.» Tornó amortecido a su ejercicio con más muestras de dolor. Apartéme de él medroso, diciendo: ¡Ved de lo que sirve caudal de razón y doctrina y buen entendimiento mal aprovechado! ¡Quién se lo vió[604] llorar sólo, y tenía dentro de su alma aposentado el infierno?
En este Sueño el autor ve en el Infierno a varios personajes que se nombran en frases hechas. Entrevista con Don Enrique de Villena.
Descubrióse una grandísima redoma de vidrio, dijéronme que llegase, y vi jigote, que se bullía[605] en un ardor terrible, y andaba danzando por todo[p. 296] el garrafón, y poco a poco se fueron juntando unos pedazos de carne y unas tajadas, y déstas se fué componiendo un brazo, un muslo y una pierna, y al fin se coció y enderezó[606] un hombre entero. De todo lo que había visto y pasado me olvidé, y esta visión me dejó tan fuera de mí, que no me diferenciaba de los muertos. ¡Jesús mil veces!, dije, ¿qué hombre es éste, nacido en guisado, hijo de una redoma? En esto oí una voz que salía de la vasija, y dijo: «¿Qué año es éste?»—«De seiscientos y veinte y dos», respondí.—«Este año esperaba yo.»—«¿Quién eres, dije, que, parido de una redoma, hablas y vives?»—«¿No me conoces?, dijo; la redoma y las tajadas ¿no te advierten que soy aquel famoso nigromántico de Europa?[607] ¿No has oído decir que me hice tajadas dentro de una redoma para ser inmortal?»—«Toda mi vida lo he[p. 297] oído decir, le respondí; mas túvelo por conversación de la cuna y cuento de entre dijes y babador. ¿Qué tú eres? Yo confieso que lo más que llegué a sospechar fué que eras algún alquimista que penabas en esa redoma, o algún boticario; todos mis temores doy por bien empleados por haberte visto.»—«Sábete, dijo, que mi nombre no fué del título que me da la ignorancia[608], aunque tuve muchos; sólo te digo que estudié y escribí muchos libros, y los míos quemaron, no sin dolor de los doctos.»—«Sí me acuerdo, dije yo: oído he decir que estás enterrado en un convento de religiosos; mas hoy me he desengañado.»—«Ya que has venido aquí, dijo, desatapa esa redoma.» Yo empecé a hacer fuerza y a desmoronar tierra con que estaba enlodado el vidrio de que era hecha, y díjome: «espera; dime primero: ¿hay mucho dinero en España? ¿En qué opinión está el dinero? ¿Qué fuerza alcanza? ¿Qué crédito? ¿Qué valor?» Respondíle: «No han descaecido las flores de las Indias, aunque los extranjeros han echado unas sanguijuelas desde España al cerro del Potosí, con que se van restañando las venas, y a chupones se empezaron a secar las minas.»—«¿Ginoveses andan a la zacapela con el dinero?, dijo él; vuélvome jigote. Hijo mío, los ginoveses son lamparones del dine[p. 298]ro, enfermedad que procede de tratar con gatos[609]. Y vese que son lamparones, porque sólo el dinero que va a Francia[610] no admite ginoveses en su comercio. ¿Salir tenía yo[611] andando esos usagres de bolsas por las calles? No digo yo hecho jigote en redoma, sino hecho polvos en salvadera quiero estar antes que verlos hechos dueños de todo.»—«Señor nigromántico, repliqué yo, aunque esto es así, han dado en adolecer de caballeros en teniendo caudal, úntanse de señores, y enferman de príncipes; y con esto y los gastos y empréstidos[612] se apolilla la mercancía y se viene todo a repartir en deudas y locuras. La verdad adelgaza y no quiebra, en esto se conoce que los ginoveses no son verdad, porque adelgazan y quiebran.»—«Animádome has, dijo, con eso. Dispondréme a salir desta vasija, como primero me digas en qué estado está la honra en el mundo.»—«Mucho hay que decir en esto, le respondí yo; tocado has una tecla del diablo: todos tienen honra y todos son honrados, y todos lo hacen todo caso de honra.[p. 299] Hay honra en todos estados, y la honra se está cayendo de su estado, y parece que está ya siete estados debajo de tierra. Si hurtan, dicen que por conservar esta negra de honra, y que quieren más hurtar que pedir. Si piden, dicen que por conservar esta negra honra, y que es mejor pedir que no hurtar. Si levantan un testimonio, si matan a uno, lo mismo dicen; que un hombre honrado antes se ha de dejar morir entre dos paredes que sujetarse a nadie, y todo lo hacen al revés. Y al fin en el mundo todos han dado en la cuenta, y llaman honra a la comodidad; y con presumir de honrados y no serlo, se ríen del mundo.»—«El diablo puede salir a vivir en ese mundecillo, dijo el. Considérome yo a los hombres con unas honras títeres que chillan, bullen y saltan; que parecen honras, y mirado bien son andrajos y palillos. ¿El no decir verdad será mérito? ¿El embuste y la trapaza caballería? ¿Y la insolencia donaire? Honrados eran los españoles cuando podían decir deshonestos y borrachos a los extranjeros; mas andan diciendo aquí malas lenguas que ya en España ni el vino se queja de mal bebido ni los hombres mueren de sed. En mi tiempo no sabía el vino por dónde subía a las cabezas, y ahora parece que se sube hacia arriba... Dime, ¿hay letrados?»—«Hay plaga de letrados, dije yo; no hay otra cosa sino letrados; porque unos lo son por oficio, otros lo son por presunción, otros por estudio, y déstos pocos; y otros (éstos son los más) son letrados porque tratan con otros más ignorantes que ellos (en[p. 300] esta materia hablaré como apasionado), y todos se graduan de dotores y bachilleres, licenciados y maestros, más por los mentecatos con quien tratan que por las universidades; y valiera más a España langosta perpetua que licenciados al quitar.»—«Por ninguna cosa saldré de aquí, dijo el nigromántico. ¿Eso pasa? Ya yo los temía, y por las estrellas alcancé esa desventura; y por no ver los tiempos que han pasado embutidos de letrados me avecindé en esta redoma, y por no los verme quedaré hecho pastel en bote.» Repliqué: «En los tiempos pasados, que la justicia estaba más sana, tenía menos dotores, y hála sucedido lo que a los enfermos, que cuantas más juntas de dotores se hacen sobre él, más peligro muestra y peor le va, sana menos y gasta más. La justicia, por lo que tiene de verdad, andaba desnuda; ahora anda empapelada como especias. Un Fuero Juzgo con su maguer y su cuemo, y conusco y faciamus, era todas las librerías; y aunque son voces antiguas, suenan con mayor propiedad, pues llaman sayón al alguacil, y otras cosas semejantes. Ahora ha entrado una cáfila de Menoquios, Surdos y Fabros, Farinacios y Cujacios, consejos y decisiones y responsiones y lecciones y meditaciones; y cada día salen autores, y cada uno con tres volúmenes: Doctoris Putei, I, 6, volúmenes 1, 2, 3, 4, 5, 6 hasta 15. Licenciati Abbatis de Usuris, Petri Cusqui in Codicem, Rupis, Brutiparcin, Castani, Montocanense de Adulterio et Parricidio, Cornazano, Rocabruno, etc. Los letrados todos tie[p. 301]nen un cimenterio por librería, y por ostentación andan diciendo: tengo tantos cuerpos; y es cosa brava que las librerías de los letrados todas son cuerpos sin alma, quizá por imitar a sus amos. No hay cosa en que no nos dejen tener razón; sólo lo que no dejan tener a las partes es el dinero, que le quieren ellos para sí. Y los pleitos no son sobre si lo que deben a uno se lo han de pagar a él; que eso no tiene necesidad de preguntas y respuestas: los pleitos son sobre que el dinero sea de letrados y del procurador, sin justicia, y la justicia sin dinero, de las partes. ¿Queréis ver que tan malos son los letrados? Que si no hubiera letrados, no hubiera porfías; y si no hubiera porfías, no hubiera pleitos; y si no hubiera pleitos, no hubiera procuradores; y si no hubiera procuradores, no hubiera enredos; y si no hubiera enredos, no hubiera delitos; y si no hubiera delitos, no hubiera alguaciles; y si no hubiera alguaciles, no hubiera cárcel; y si no hubiera cárcel, no hubiera jueces; y si no hubiera jueces, no hubiera pasión; y si no hubiera pasión, no hubiera cohecho. Mirad la retahila de infernales sabandijas que se produce de un licenciadito, lo que disimula una barbaza[613] y lo[p. 302] que autoriza una gorra. Llegaréis a pedir un parecer, y os dirán: Negocio es de estudio; diga vuesa merced, que ya estoy al cabo; habla la ley en propios términos.—Toman un quintal de libros, dánle dos bofetadas hacia arriba y hacia abajo, y leen de priesa, arremedando un abejón, luego dan un gran golpe con el libro patas arriba sobre una mesa, muy esparrancado de capítulos, y dicen: En el propio caso habla el jurisconsulto. Vuesa merced me deje los papeles; que me quiero poner bien en el hecho del negocio, y téngalo por más que bueno, y vuélvase por acá mañana en la noche; porque estoy escribiendo sobre la tenuta de Trasbarras; mas, por servir a vuesa merced, lo dejaré todo. Y cuando al despediros le queréis pagar (que es para ellos la verdadera luz y entendimiento del negocio que han de resolver), dice, haciendo grandes cortesías y acompañamientos: ¡Jesús, señor! Y entre Jesús y señor, alarga la mano, y para gastos de pareceres se emboca un doblón.»—«No he de salir de aquí (dijo el nigromántico) hasta que los pleitos se determinen a garrotazos; que en el tiempo que por falta de letrados se determinaban las causas a cuchilladas, decían que el palo era alcalde[614], y de ahí vino: Júzguelo el alcalde de palo. Y si he de salir ha de ser sólo a dar arbitrio a los reyes del mundo,[p. 303] que quien quisiere estar en paz y rico, me pague los letrados a su enemigo para que lo embelequen y roben y consuman. Dime, ¿hay todavía Venecia en el mundo?»—«Sí la hay, dije yo; no hay otra cosa sino Venecia y venecianos.»—«¡Oh! dóila al diablo (dijo el nigromántico) por vengarme del mismo diablo, que no sé que pueda darla a nadie sino por hacerle mal. Es república esa, que mientras que no tuviere conciencia durará, porque si restituye lo ajeno no le queda nada. ¡Linda gente!, la ciudad fundada en el agua, el tesoro y la libertad en el aire, la deshonestidad en el fuego; y al fin es gente de quien huyó la tierra[615], y son narices de las naciones y el albañal de las monarquías por donde purgan las inmundicias de la paz y de la guerra; y el turco los permite por hacer mal a los cristianos, los cristianos por hacer mal a los turcos, y ellos, por poder hacer mal a unos y a otros, no son moros ni cristianos, y así dijo uno dellos mismos en una ocasión de guerra, para animar a los suyos contra los cristianos. ¡Ea, que antes fuisteis venecianos que cristianos! Dejemos eso, y dime: «¿hay muchos golosos de valimientos de los hombres del mundo?»—«Enfermedad es (dije yo) esa de que todos los reinos son hospitales.» Y él replicó: «Antes casas de orates entendí yo; mas según la relación que me haces, no me he de mover de aquí. Mas quiero que tú les digas a esas bestias que en albarda tienen la vanidad y ambi[p. 304]ción, que los reyes y príncipes son azogue en todo. Lo primero, el azogue, si le quieren apretar, se va; así sucede a los que quieren tomarse con los reyes más mano[616] de lo que es razón. El azogue no tiene quietud; así son los ánimos por la continua mareta de negocios. Los que tratan y andan con el azogue, todos andan temblando; así han de hacer los que tratan con los reyes, temblar delante dellos de respeto y temor, porque si no, es fuerza que tiemblen después hasta que caigan. ¿Quién reina ahora en España, que es la postrera curiosidad que he de saber; que me quiero volver a jigote, que me hallo mejor?» «Murió Filipo III», dije yo.—«Fué santo rey y de virtud incomparable (dijo el nigromántico), según leí yo en las estrellas pronosticado.»—«Reina Filipo IV días há», dije yo.—«¿Eso pasa? (dijo). ¿Qué, ya ha dado el tercero cuarto para la hora que yo esperaba?» Y diciendo y haciendo subió por la redoma, y la trastornó y salió fuera. Iba diciendo y corriendo: «Más justicia se ha de hacer ahora por un Cuarto que en otros tiempos por doce millones.»
Yo quise partir tras él, cuando me asió del brazo un muerto, y dijo: «Déjale ir; que nos tenía con cuidado a todos; y cuando vayas al otro mundo di que Agrages estuvo contigo, y que se queja que le levantéis: Agora lo veredes[617]. Yo soy Agra[p. 305]ges: mira bien que no he dicho tal; que a mí no se me da nada que ahora ni nunca lo veáis; y siempre andáis diciendo: Agora lo veredes, dijo Agrages. Sólo ahora que a tí y al de la redoma os oí decir que reinaba Filipo IV, digo que ahora lo veredes. Y pues soy Agrages, agora lo veredes, dijo Agrages.»
EJEMPLO DE VAGABUNDOS Y ESPEJO DE TACAÑOS
El buscón cuenta cómo estuvo en pupilaje con un compañero suyo de escuela, hijo de un notable segoviano.
Determinó, pues, Don Alfonso de poner a su hijo en pupilaje: lo uno por apartarle de su regalo, y lo otro por ahorrar de cuidado. Supo que había en Segovia un licenciado Cabra, que tenía por oficio de criar hijos de caballeros, y envió allá el suyo y a mí para que le acompañase y sirviese. Entramos primer domingo después de Cuaresma en poder de la hambre viva, porque tal laceria no[p. 306] admite encarecimiento. El era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo. No hay más que decir[618] para quien sabe el refrán que dice, ni gato ni perro de aquella color. Los ojos avecinados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos; tan hundidos y escuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz entre Roma y Francia...; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que, de pura hambre, parecía que amenazaba comérselas; los dientes le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanos y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como avestruz, con una nuez tan salida, que parecía se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos secos; las manos como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de media abajo, parecía tenedor, o compás con dos piernas largas y flacas; su andar muy de espacio; si se descomponía algo, se sonaban los huesos como tablillas de San Lázaro[619]; la habla ética; la barba grande, por nunca se la cortar[620], por no gastar; y él decía que era tanto el asco que le daba ver las manos del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese;[p. 307] cortábale los cabellos un muchacho de los otros. Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras, y guarniciones de grasa; era de cosa que fué paño, con los fondos de caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra, y desde lejos entre azul; llevábala sin ciñidor; no traía cuello ni puños; parecía, con los cabellos largos y la sotana mísera y corta, lacayuelo[621] de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues ¿su aposento? Aun arañas no había en él: conjuraba los ratones, de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba; la cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado, por no gastar las sábanas; al fin, era archipobre y protomiseria. A poder, pues, déste vine y en su poder estuve con Don Diego, y la noche que llegamos nos señaló nuestro aposento y nos hizo una plática corta, que por no gastar tiempo no duró más; díjonos lo que habíamos de hacer. Estuvimos ocupados en esto hasta la hora del comer; fuímos allá: comían los amos primero, y servíamos los criados. El refitorio era un aposento como un medio celemín; sustentábanse a una mesa hasta cinco caba[p. 308]lleros. Yo miré lo primero por los gatos, y como no los vi, pregunté que cómo no los había a un criado antiguo, el cual, de flaco, estaba ya con la marca del pupilaje. Comenzó a enternecerse, y dijo: «¿Cómo gatos? Pues ¿quién os ha dicho a vos que los gatos son amigos de ayunos y penitencias? En lo gordo se os echa de ver que sois nuevo.»
Yo con esto me comencé a afligir, y más me asusté cuando advertí que todos los que de antes vivían en el pupilaje estaban como leznas, con unas caras que parecían se afeitaban con diaquilón. Sentóse el licenciado Cabra y echó la bendición; comieron una comida eterna, sin principio ni fin; trajeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que en comer una dellas peligraba Narciso más que en la fuente. Noté con la ansia que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo güérfano y solo que estaba en el suelo. Decía Cabra a cada sorbo: «Cierto que no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula.» Acabando de decillo, echóse su escudilla a pechos[622], diciendo: «Todo esto es salud y otro tanto ingenio.» ¡Mal ingenio te acabe! decía yo entre mí, cuando vi un mozo, medio espíritu y tan flaco, con un plato de carne en las manos, que parecía la había quitado de sí mismo. Venía un nabo aventurero a vueltas, y dijo el maestro: «¿Nabos hay? No hay para mí[p. 309] perdiz que se le iguale: coman, que me huelgo de vellos comer.» Repartió a cada uno tan poco carnero, que en lo que se les pegó a las uñas y se les quedó entre los dientes pienso que se consumió todo, dejando descomulgadas las tripas de participantes. Cabra los miraba, y decía: «Coman, que mozos son, y me huelgo de ver sus buenas ganas.» Mire vuesa merced qué buen aliño para los que bostezaban de hambre.
Acabaron de comer, y quedaron unos mendrugos en la mesa, y en el plato unos pellejos y unos güesos; y dijo el pupilero: «Quede esto para los criados, que también han de comer; no lo queramos todo.» ¡Mal te haga Dios y lo que has comido, lacerado, decía yo; que tal amenaza has hecho a mis tripas! Echó la bendición, y dijo: «Ea, demos lugar a los criados, y váyanse hasta las dos a hacer ejercicio, no les haga mal lo que han comido.» Entonces yo no pude tener la risa, abriendo toda la boca. Enojóse mucho, y díjome que aprendiese modestia, y tres o cuatro sentencias viejas, y fuése. Sentámonos nosotros; y yo, que vi el negocio mal parado, y que mis tripas pedían justicia, como más cano y más fuerte que los otros, arremetí al plato, como arremetieron todos, y emboquéme de tres mendrugos los dos y el un[623] pellejo. Comenzaron los otros a gruñir; al ruido entró Cabra diciendo: «Coman como hermanos, pues[p. 310] Dios les da con qué; no riñan, que para todos hay.» Volvióse al sol y dejónos solos. Certifico a vuesa merced que había uno dellos que se llamaba Surre, vizcaíno, tan olvidado ya de cómo y por dónde se comía, que una cortecilla que le cupo la llevó dos veces a los ojos, y entre tres no la acertaba a encaminar de las manos a la boca.
NOTAS
[577] Alusión al pasaje de San Lucas, I, 41. «et factum est, ut audivit salutationem Mariæ Elisabeth, exultavit infans in utero ejus.»
[578] La omisión de las conjunciones convenientes da alguna oscuridad al razonamiento seguido en este punto.
[579] Este era el largo título oficial aplicado a los reyes en tiempos de Quevedo.
[580] «Desvanecido, el flaco de cabeza, o el necio, loco presumido, o que da crédito a las lisonja.» (Covarrubias.)
[581] «La guarda del Rey o del Príncipe, los que ciñen su persona cuando sale en público, y en su palacio están en la antecámara.» (Covarrubias.) Esta acepción no la da el Diccionario de la Academia a Guarda, sino sólo a Guardia.
[582] Aquí el que hace el doble oficio de sujeto de vea y de complemento de dejan, en vez de separar ambos poniendo aquel como sujeto a quien como complemento.
[583] El plural quienes era muy poco usado, aunque no faltan ejemplos desde la primera mitad del siglo XVI (v. Cuervo, Notas a Bello, pág. 54).
[585] El sobreentenderse una vez «fui enemigo de sus designios» y otra «fui tan favorecido» quita claridad a estas elipsis.
[586] El sujeto de esta cláusula absoluta debiera de ir expreso, pues no se adivina hasta que, pasada la oración temporal: «luego que tomó las armas», se llega al verbo principal «le perdoné.»
[589] El sujeto padres e hijos refiérese a aquellos a quienes habla Bruto.
[590] En el sentido de vedar, impedir.
[593] Hay mezcla de dos construcciones; en una, fácil es calificativo de puerta y rige al infinitivo entrar (tomado en sentido pasivo) mediante la preposición de: «puerta fácil de entrar», como se dice «fácil de entender» por «fácil de entenderse» o «de ser entendido», expresión que en latín se haría por gerundio, «facilis ad intelligendum». En la otra construcción, fácil está en sentido neutro, como predicado del verbo tácito, cuyo sujeto es entrar: «puerta que era fácil entrar por ella.» Tenemos, pues, la suma «puerta fácil de entrar» + «puerta por la que era fácil entrar.» = «puerta fácil de entrar por ella.» La construcción se complica luego por el hecho de que el intransitivo salir no puede tomarse, como entrar, en sentido pasivo. Como si dijéramos: «cosa buena de tratar» + «cosa acerca de la que es bueno tratar» = «cosa buena de tratar, pero delicada de insistir sobre ella.»
[594] Envuelve su antecedente tanto o todo, y va en neutro denotando la colectividad.
[595] Adjetivo con sentido de adverbio, como en latín primus, a, um, por el adverbio primum. Véase atrás pág. 99, nota 213.
[596] Marca es la medida cierta del tamaño ordinario que debe tener una cosa; «espadas de la marca», «paños de marca»; hablando del papel se dice: «de marca menor», «de marca mayor», designando ésta el que es de mayor tamaño que el otro, para estampar mapas, láminas y libros grandes.
[597] Lo que equivale a ‘lo mucho que’, ‘el grado en que’. (Bello Gr., § 976.)
[598] Considera en ánimas el sentido de ‘hombres’.
[599] Por demás equivale a ‘en demasía, con exceso’; acepción que falta en el Diccionario académico. Usaba también además, véase pág. 148, nota.
[600] «Entre cuero y carne, lo que no penetra, sino que es casi superficial.» (Covarrubias.)
[601] Arder, en el sentido transitivo de ‘abrasar’ fué harto frecuente en los tiempos clásicos, pero ya en el siglo pasado lo notaba de raro el Diccionario de Autoridades. En el Diccionario vulgar tuvo la marca de anticuado hasta la décima edición; en la undécima (1869) y duodécima (1884) está rehabilitado (Cuervo, Dicc.) El mismo Quevedo dice:
Ícaro en senda de oro mal segura
arde sus alas por morir glorioso.
[602] Tal vez equivale a ‘esforzó la voz’ por más que parece raro este sentido transitivo de salir.
[603] Cosa que se puede trocar con otra (Nebrija). Trocar una cosa por otra (Covarrubias).
[604] El se es un reflexivo impropio, en dativo, que se usa con ciertos transitivos para realzar la parte que el sujeto toma en la acción, como: no sé lo que me digo.
[605] Bullir en el sentido de ‘moverse’, tiene uso reflexivo. Santa Teresa dice: «no osa bullirse ni menearse.»
[606] Usado en el sentido anticuado de aderezar o guisar las viandas.
[607] Don Enrique de Villena fué nieto de Don Alonso, Marqués de Villena, primer condestable de Castilla, y después Duque de Gandía, hijo del Infante Don Pedro de Aragón. La madre de Don Enrique fue Doña Juana, hija bastarda del Rey Don Enrique II; «Este Don Enrique fue inclinado a las ciencias y artes mas que a la caballeria;... dexóse correr a algunas viles o raeces artes de adivinar e interpretar sueños y esternudos y señales, e otras cosas tales que ni a príncipe real, e menos a católico cristiano convenían». Murió en Madrid, de cincuenta años, a 15 de diciembre de 1434. Depositaron su cuerpo en el convento de San Francisco. (Fernán Pérez de Guzmán Generaciones y semblanzas, capítulo XXVIII.) El vulgo supuso que Don Enrique, por arte de nigromancia, se había hecho picar en jigote y encerrar en una redoma para volver a segunda vida.
[608] Alude a la errada denominación de Marqués de Villena que vulgarmente se aplica a Don Enrique. Un manuscrito de este Sueño tiene esta variante: «Sabe, dijo, que no fuí Marqués de Villena, que ese título me da la inociencia: llamáronme Don Enrique de Villena, fuí Infante de Castilla; estudié y escribí», etc.
[609] Quevedo usa mucho la voz gato en su acepción de ‘ladrón ratero’.
[610] Aclara este pasaje la variante que ofrece un manuscrito: «sólo el dinero que va a Francia sana de esos lamparones, porque el Rey de Francia no admite ginoveses». A los reyes de Francia les atribuía el pueblo la milagrosa virtud de curar los lamparones o escrófulas.
[611] Esto es: «¿había de salir yo?» Los verbos haber y tener alternan en su uso de auxiliares, pero aquí es de notar la ausencia de la preposición de.
[612] Anticuado, por empréstito.
[613] Parece que toma la barba como característica de los letrados: en esto debe fundarse el refrán: callen barbas y hablen cartas. De la gorra dice Covarrubias: «Llamaron medias gorras aquellas cuya faldilla caía derecha la mitad, y cubría el pestorejo, y las orejas, y con una toquilla que formaba una rosa en medio de la coronilla y ésta era cobertura de letrados y consejeros de los Reyes. Esto está ya mudado, porque empezaron a levantar un pedazo de la copa de la gorra..., luego la empinaron toda, de suerte que della al sombrero hay poca diferencia.»
[614] En el sentido anticuado de ‘juez’.
[615] Alude a la fundación de Venecia.
[616] Tener mano con uno, tener poder y valimiento con él.
[617] Agrages, sobrino de la Reina Elisena, madre de Amadis de Gaula e hijo del Rey Languines, es uno de los héroes del famoso libro de Amadis, cuya lectura, muy común entre próceres e hidalgos en los siglos XV y XVI, llevó al público el adagio en fórmula de amenaza que se ridiculiza en este lugar.
[618] Covarrubias dice: «Son temidos los bermejos por cautelosos y astutos, como lo insinua Marcial... Y bermegía vale tanto como agudeza maliciosa extraordinaria y perjudicial.»
[619] Los lazarinos, que padecían la lepra llamada mal de San Lázaro, pedían limosna, haciendo ruido con unas tablillas o tejuelas.
[621] «Lacayo, el mozo de espuelas que va delante del señor cuando va a caballo. Es vocablo alemán introducido en España por la venida del rey Filipo, que antes no se había usado.» Covarrubias.
[622] «Echarse un cántaro de agua a pechos, beber con mucha sed.» Covarrubias.
[623] En estas fórmulas partitivas se suprime hoy el artículo ante el numeral.
[p. 311]
Publicó en 1650, con el nombre de Lorenzo Gracián, la primera parte de su novela filosófica El Criticón, y en 1653, la segunda. El Discreto, colección de retratos morales, apareció en 1646.
Este profundo escritor, diestro conocedor de la naturaleza humana, tan gustado por los filósofos y moralistas franceses y alemanes en los siglos XVII y XVIII, pertenece, por su estilo, a la escuela de Quevedo, de quien era gran admirador. Era, como dice Menéndez y Pelayo, «talento de estilista de primer orden, maleado por la decadencia literaria; pero, así y todo, el segundo de aquel siglo en originalidad de invenciones fantástico-alegóricas, en estro satírico, en alcance moral, en bizarría de expresiones nuevas y pintorescas, en humorismo profundo y de ley...; el que quiera hacerse dueño de las inagotables riquezas de nuestra lengua, tiene todavía mucho que aprender en El Criticón, aun después de haber leído a Quevedo».
Es quizá el escritor más conciso de nuestra literatura. Su laconismo es casi siempre de admirar; lo profesaba como una de las principales reglas de su estilo: lo bueno, si breve, dos veces bueno; más obran quintas esencias que fárragos; por esto sus obras brillan principalmente en la abundancia de máximas morales, animadas por un espíritu de[p. 312] profunda observación. Pero cayó en las exageraciones de todos los conceptistas, mirando como única fuente de belleza el concepto agudo, variado de mil artificiosas maneras: «Son los conceptos, escribía, vida del estilo, espíritu del decir, y tanto tienen de perfección cuanto de sutileza. Hase de procurar que las proposiciones hermoseen el estilo, los misterios le hagan preñado, las alusiones disimulado, los empeños picante, las ironías le den sal, las crisis hiel, las paranomasias donaire, las sentencias gravedad, las semejanzas lo fecunden y las paridades lo realcen; pero todo esto con un grano de acierto: que todo lo sazona la cordura.» Esta le faltó a menudo, haciéndole caer en los extremos del ingenio y dando a su expresión oscuridad enigmática.
Lo mismo que Quevedo, maneja el lenguaje con gran libertad, empleando compuestos y derivados nuevos, y en sus obras se hallarán palabras desusadas en el siglo XVI, principalmente abstractas, que los culteranos y conceptistas introducían entonces en la lengua para la expresión desembarazada de pensamientos generales. Como ejemplo pueden recordarse: reagudo ‘el que se pasa de listo’, conrey, conreynar ‘conregnare’, improporción, incomprensibilidad, exorbitancia, desautorizado, integérrimo, etc.
NO ESTAR SIEMPRE DE BURLAS. SÁTIRA.
Es muy seria la prudencia, y la gravedad concilia veneración de dos extremos; más seguro es el genio majestuoso. El que siempre está de bur[p. 313]las nunca es hombre de veras, y hay algunos que siempre lo están, tiénenlo por ventaja de discreción y le afectan; que no hay monstruosidad sin padrino; pero no hay mayor desaire que el continuo donaire. Su rato han de tener las burlas; todos los demás las veras. El mismo nombre de sales está avisando cómo se han de usar. Hase de hacer distinción de tiempos, y mucho más de personas. El burlarse con otro es tratarle de inferior, y a lo más, de igual, pues se le aja el decoro y se le niega la veneración.
Estos tales nunca se sabe cuándo hablan de veras, y así los igualamos con los mentirosos, no dándoles crédito a los unos por recelo de mentira, y a los otros de burla. Nunca hablan en juicio, que es tanto como no tenerle, y más culpable, porque no usar de él por no querer, más es que por no poder, y así no se diferencia de los faltos sino en ser voluntarios, que es doblada monstruosidad. Obra en ellos la liviandad lo que en los otros el defecto; un mismo ejercicio tienen, que es entretener y hacer reír, unos de propósito, otros sin él.
Otro género hay aún más enfadoso por lo que tiene de perjudicial, y es de aquellos que en todo tiempo y con todos están de fisga. Aborrecibles monstruos, de quienes huyen todos más que del bruto de Esopo, que cortejaba a coces y lisonjeaba a bocados. Entre fisga y gracia van glosando la conversación, y lo que ellos tienen por punto de galantería es un verdadero desprecio de lo que[p. 314] los otros dicen, y no sólo no es graciosidad, sino una aborrecible frialdad. Lo que ellos presumen de gracia es un prodigioso enfado de los que tercian. Poco a poco se van empeñando hasta ser murmuradores cara a cara. Por decir una gracia os dirán un convicio, y éstos son de quien Cicerón abominaba, que por decir un dicho pierden un amigo o lo entibian; ganan fama de decidores y pierden el crédito de prudentes. Pásase el gusto del chiste y queda la pena del arrepentimiento: lloran por lo que hicieron reír. Estos no se ahorran, ni con el más amigo ni con el más compuesto, y es notable que jamás se les ofrece la prontitud en favor, sino en sátira; tienen siniestro el ingenio.
Este, con otros defectos infelices, nace de poca sustancia y acompaña la liviandad. En hombres de gran puesto se censuran más, y, aunque los hace en algún modo gratos al vulgo por la llaneza, pone a peligro el decoro con la felicidad; que como ellos no la guardan a los otros, ocasionan el recíproco atrevimiento.
Es connatural en algunos el donoso genio. Dotóles de esta gracia la naturaleza, y si con la cordura se templase, sería prenda, y no defecto. Un grano de donosidad es plausible realce en el más autorizado; pero dejarse vencer de la inclinación en todo tiempo es venir a parar en hombre de dar gusto por oficio, sazonador de dichos y aparejador de la risa; si en una cómica novela se condena por impropiedad el introducirse siempre chanceando a Davo, y que entre lo grave de la[p. 315] enseñanza o lo serio de la reprensión del padre al hijo mezcle él su gracejo, ¿qué será, sin ser Davo, en una grave conversación estar chanceando? Será hacer farsa con risa de sí mismo.
Hay algunos que, aunque le pese a Minerva, afectan la graciosidad, y como en ellos es postiza, ocasiona antes enfado que gusto, y si consiguen el hacer reír, más es fisga de su frialdad que agrado de su donaire. Siempre la afectación fué enfadosa, pero en el gracejo, intolerable, porque sumamente enfada, y queriendo hacer reír, queda ella por ridícula, y si comúnmente viven desacreditados los graciosos, ¿cuánto más los afectados, pues con su frialdad doblan el precio?
Hay donosos y hay burlescos, que es mucha la diferencia. El varón discreto juega también en esta pieza del donaire, no la afecta, y esto en su sazón; déjase caer como al descuido un grano de esta sal, que se estimó más que una perla, raras veces, haciéndole salva a la cordura y pidiéndole al decoro la venia. Mucho vale una gracia en su ocasión. Suele ser el atajo del desempeño. Sazonó esta sal muchos desaires. Cosas hay que se han de tomar de burlas, y tal vez las que el otro más de veras. Único arbitrio de cordura, hacen juego del más encendido fuego.
Pesado es el extremo de los muy serios, y poco plausible Catón con su bando, pero venerado; rígida será la de los compuestos y cuerdos; pocos la siguen, muchos la reverencian, y aunque causa la gravedad pesadumbre, pero no desprecio.
[p. 316]
Que es de ver uno de estos destemplados de agudeza, siniestros de ingenio, chancear aún en la misma muerte; que si los sabios mueren como cisnes, éstos como grajos, gracejando mal y porfiando. De esta suerte un Carvajal mostró cuán rematada había sido su vida.
Los hombres cuerdos y prudentes siempre hicieron muy poca merced a las gracias, y una sola bastaba para perder la real del Católico prudente. Súfrense mejor unos a otros los necios, o porque no advierten o porque se semejan. Mas el varón prudente no puede violentarse, si no es que tercie la dependencia.
PARTE I, CRISI VI
Visitando Critilo y Andrenio el mundo, buscan en vano, como Diógenes, algún hombre. Sátira de la que abandonan toda aspiración práctica por entregarse a ilusiones exageradas y vanas.
En busca iban de los hombres, sin poder descubrir uno, cuando al cabo de rato y cansancio toparon con medio, un medio hombre y medio fiera; holgóse tanto Critilo cuanto se inmutó Andrenio, preguntando: «¿Qué monstruo es éste tan extraño?»—«No temas, respondió Critilo, que éste es más hombre que los mismos, éste es el[p. 317] maestro de los reyes y el rey de los maestros, éste es el sabio Quirón. ¡Oh, qué bien nos viene y cuán a la ocasión! Pues él nos guiará en esta primera entrada del mundo, y nos enseñará a vivir, que importa mucho a los principios.» Fuése para él saludándole, y correspondió el Centauro con doblada humanidad; díjole como iban en busca de los hombres, y que después de haber dado cien vueltas, no habían podido hallar uno tan sólo».—«No me espanto, dijo él, que no es éste siglo de hombres, digo, aquellos famosos de otros tiempos. ¿Qué, pensabais hallar ahora un don Alonso el Magnánimo, en Italia; un Gran Capitán, en España; un Enrico IV, en Francia, haciendo corona de su espada y de sus guarniciones lises? Ya no hay tales héroes en el mundo, ni aun memoria dellos.»—«¿No se van haciendo?», replicó Andrenio.—«No llevan traza, y para luego es tarde; pues de verdad que ocasiones no han faltado.»—«¿Cómo no se han hecho, preguntó Critilo?»—«Porque se han deshecho; hay mucho que decir en ese punto, ponderó el Quirón; unos lo quieren ser todo, y al cabo son menos que nada; valiera más no hubieran sido. Dicen también que corta mucho la envidia con las tijerillas de Tomeras. Pero yo digo que ni es eso ni esotro, sino que mientras el vicio prevalezca, no campeará la virtud, y sin ella no puede haber grandeza heroica. Creedme que esta Venus tiene arrinconadas a Belona y a Minerva en todas partes, y no trata ella sino con viles herreros, que todo lo tiznan y[p. 318] todo lo yerran. Al fin no nos cansemos, que él no es siglo de hombres eminentes, ni en las armas, ni en las letras. Pero decidme, ¿dónde los habéis buscado?» Y Critilo: «¿dónde los habemos de buscar sino en la tierra? ¿No es ésta su patria y su centro?»—«Qué bueno es eso, dijo el Centauro; ¡mirá cómo los habíais de hallar! No los habéis de buscar ya en todo el mundo, que ya han mudado de hito; nunca está quieto el hombre, con nada se contenta.»—«Pues menos los hallaremos en el cielo», dijo Andrenio.—«Menos, que no están ya ni en cielo ni en tierra.»—«Pues ¿dónde los habemos de buscar?»—«Dónde? En el aire.»—«¿En el aire?»—«Sí, que allí se han fabricado castillos en el aire, torres de viento donde están muy encastillados, sin querer salir de su quimera.»—«Según eso, dijo Critilo, todas sus torres vendrán a ser de confusión, y por no ser Ianos de prudencia, les picarán las cigüeñas manuales, señalándolos con el dedo, y diciendo: ¿éste no es aquel hijo de aquel otro? De suerte que con lo que ellos echaron a las espaldas los demás les darán en el rostro.»—«Otros muchos, prosiguió el Quirón, se han subido a las nubes, y aun hay quien, no levantándose del polvo, pretende tocar con la cabeza en las estrellas. Paséanse no pocos por los espacios imaginarios, camaranchones de su presunción. Pero la mayor parte hallaréis acullá sobre el cuerno de la luna, y aun pretenden subir más alto, si pudieran.»—«Tiene razón, voceó Andrenio, acullá están, allá los veo,[p. 319] y aun allí andan empinándose, tropezando unos y cayendo otros, según las mudanzas suyas y de aquel planeta, que ya les hace una cara y ya otra, y aun ellos también no cesan entre sí de armarse zancadillas, cayendo todos con más daño que escarmiento.»—«¡Hay tal locura!, repetía Critilo. ¿No es la tierra su lugar propio del hombre, su principio y su fin? ¿No les fuera mejor conservarse en este medio, y no querer encaramarse con tan evidente riesgo? ¿Hay tal disparate?»—«Sí, lo es grande, dijo el semihombre, materia de harta lástima para unos y de risa para otro, ver que el que ayer no se levantaba de la tierra ya le parece poco un palacio, ya habla sobre el hombro el que ayer llevaba la carga en él; el que nació entre las malvas pide los artesones de cedro; el desconocido de todos hoy desconoce a todos; el hijo tiene el puntillo de los muchos que dió su padre; el que ayer no tenía para pasteles asquea el faisán; blasona de linajes el de conocido solar, el vos es señoría; todos pretenden subir y ponerse sobre los cuernos de la luna, más peligrosos que los de un toro, pues estando fuera de su lugar, es forzoso dar abajo con ejemplar infamia.»
[p. 320]
Publicó el año de 1645 su Historia de los movimientos y separación de Cataluña, y de la guerra entre la Majestad Católica de Don Felipe el IV y la Diputación General de aquel Principado.
Aunque Melo era natural de Lisboa, su lenguaje es castizo y elegante castellano, modelo en la expresión feliz y acertada. Multitud de portugueses de los siglos XVI y XVII miraban como suya propia a nuestra lengua.
La dicción de Melo, breve, cortada y aforística, recuerda al tan imitado Mendoza, que es su modelo; también, como éste, se inspira en Tácito, de quien copia el corte general de su Prólogo. Pero no queda, como Moncada, restringido a estos modelos antiguos; Melo pertenece de lleno, por su estilo, al gusto del siglo XVII, y es un imitador de Quevedo; aunque esto se ve más en sus otras obras (Las tres musas, Política militar, Eco político), también resalta en la Guerra de Cataluña, donde abundan las frases henchidas de pensamientos agudos y profundos, las metáforas audaces e ingeniosas.
En el arte de la historiografía, representa una tendencia más decidida a retratar con superior vi[p. 321]veza y realidad los hechos de que había sido testigo presencial, y, sobre todo, a caracterizar los personajes, ayudándose para esto hasta de las arengas, que en la pluma de otros historiadores no servían sino de mero adorno retórico: «Procuro no faltar a la imitación de los sujetos cuando hablo por ellos, ni a la semejanza cuando hablo de ellos; en inquirir y retratar afectos, pocos han sido más cuidadosos; si lo he conseguido, dicha ha sido de la experiencia que tuve de casi todos los hombres de que trato; he deseado mostrar sus ánimos, no los vestidos de seda, lana o pieles, sobre que tanto se desveló un historiador grande de estos años, estimado en el mundo.» Pero entiéndase que esta mayor profundidad a que aspira Melo, no va guiada hacia un fin científico de exactitud, sino hacia un ideal puramente literario, deseando con ese análisis de caracteres dar más interés dramático a su historia; por lo demás, para lograr efectos artísticos, calla la verdad o la violenta sin escrúpulo, como hacían todos los historiadores a la manera clásica; por ejemplo: Melo, buscando el interés para su relato, puso artificiosamente como primer estallido de la revolución el tumulto que ensangrentó las calles de Barcelona el día del Corpus de 1640, con cuya descripción formó una de las páginas más hermosas de su obra, de la que aquí incluímos un extracto, y, sin embargo, para concertar en ella el efecto, hubo de callarse que hacía ya treinta y siete días que los disturbios habían comenzado[624].
[p. 322]
LIBRO I, PÁRRAFOS 79 A 99
Estalla la revolución en Barcelona el 7 de junio de 1640
Había entrado el mes de junio, en el cual, por uso antiguo de la provincia, acostumbran bajar de toda la montaña hacia Barcelona muchos segadores, la mayor parte hombres disolutos y atrevidos que lo más del año viven desordenadamente, sin casa, oficio o habitación cierta; causan de ordinario movimientos e inquietud en los lugares donde los reciben; pero la necesidad precisa de su trato, no consiente que se les prohiba; temían las personas de buen ánimo su llegada, juzgando que las materias presentes podrían dar ocasión a su atrevimiento en perjuicio del sosiego público.
Entraban, comúnmente, los segadores en vísperas del Corpus, y se habían anticipado aquel año algunos; también su multitud, superior a los pasados, daba más que pensar a los cuerdos, y con mayor cuidado por las observaciones que se hacían de sus ruines pensamientos.
El de Santa Coloma, avisado de esta novedad, procuró, previniéndola, estorbar el daño que ya antevía: comunicólo a la ciudad, diciendo le parecía conveniente a su devoción y festividad que los[p. 323] segadores fuesen detenidos, porque con su número no tomase algún mal propósito el pueblo, que ya andaba inquieto; pero los conselleres de Barcelona (así llaman los ministros de su magistrado; consta de cinco personas), que casi se lisonjeaban de la libertad del pueblo, juzgando de su estruendo habría de ser la voz que más constante votase el remedio de su república, se excusaron con que los segadores eran hombres llanos y necesarios al manejo de las cosechas; que el cerrar las puertas de la ciudad, causaría mayor turbación y tristeza; que quizá su multitud no se acomodaría a obedecer la simple orden de un pregón. Intentaban con esto poner espanto al Virey para que se templase en la dureza con que procedía; por otra parte, deseaban justificar su intención por cualquier suceso.
Pero el Santa Coloma ya imperiosamente les mostró con claridad la peligrosa confusión que los aguardaba en recibir tales hombres; empero volvió el magistrado por segunda respuesta que ellos no se atrevían a mostrar a sus naturales tal desconfianza; que reconocían parte de los efectos de aquel recelo; que mandaban armar algunas compañías de la ciudad para tenerla sosegada; que donde su flaqueza no alcanzase, supliese la gran autoridad de su oficio, pues a su poder tocaba hacer ejecutar los remedios que ellos sólo podían pensar y ofrecer. Estas razones detuvieron al conde, no juzgando por conveniente rogarles con lo que no podía hacerles obedecer, o también por[p. 324]que ellos no entendiesen eran tan poderosos, que su peligro o su remedio podía estar en sus manos.
Amaneció el día en que la Iglesia católica celebra la institución del Santísimo Sacramento del altar; fué aquel año el 7 de junio; continuóse por toda la mañana la temida entrada de los segadores. Afirman que hasta dos mil, que con los anticipados hacían más de dos mil y quinientos hombres, algunos de conocido escándalo; dícese que muchos, a la prevención y armas ordinarias, añadieron aquella vez otras, como que advertidamente fuesen venidos para algún hecho grande.
Entraban y discurrían por la ciudad; no había por todas sus calles y plazas sino corrillos y conversaciones de vecinos y segadores; en todos se discurría sobre los negocios entre el rey y la provincia, sobre la violencia del Virey, sobre la prisión del diputado y concejeros, sobre los intentos de Castilla y, últimamente, sobre la libertad de los soldados; después, ya encendidos de su enojo paseaban llenos de silencio por las plazas, y el furor oprimido de la duda forcejaba por salir, asomándose a los efectos, que todos se reconocían rabiosos e impacientes; si topaban algún castellano, sin respetar su hábito o puesto, lo miraban con mofa y descortesía, deseando incitarlos al ruido; no había demostración que no prometiese un miserable suceso...
Señalábase entre todos los sediciosos uno de los segadores, hombre facineroso y terrible, al cual queriendo prender, por haberle conocido, un mi[p. 325]nistro inferior de la justicia, hechura y oficial del Monredón (de quien hemos dicho), resultó desta contienda ruido entre los dos; quedó herido el segador, a quien ya socorría gran parte de los suyos. Esforzábase más y más uno y otro partido, empero siempre ventajoso el de los segadores. Entonces algunos de los soldados de milicia que guardaban el palacio del Virey, tiraron hacia el tumulto, dando a todos más ocasión de remedio. A este tiempo rompían furiosamente en gritos: unos pedían venganzas; otros, más ambiciosos, apellidaban la libertad de la patria; aquí se oía: «¡Viva Cataluña y los catalanes!» Allí otros clamaban: «¡Muera el mal gobierno de Felipe!» Formidables resonaron la primera vez estas cláusulas en los recatados oídos de los prudentes; casi todos los que no las ministraban las oían con temor, y los más no quisieran haberlas oído. La duda, el espanto, el peligro, la confusión, todo era uno; para todo había su acción, y en cada cual cabían tan diferentes efectos; sólo los ministros reales y los de la guerra lo esperaban, iguales en el celo. Todos aguardaban por instantes la muerte (el vulgo furioso, pocas veces para sino en sangre); muchos, sin contener su enojo, servían de pregón al furor de otros; éste gritaba cuando aquél hería, y éste, con las voces de aquél, se enfurecía de nuevo. Infamaban los españoles con enormísimos nombres; buscábanlos con ansia y cuidado, y el que descubría y mataba, ese era tenido por valiente, fiel y dichoso.
Las milicias armadas, con pretexto de sosiego,[p. 326] o fuese orden del conde o sólo de la ciudad, siempre encaminada a la quietud, los mismos que en ellas debían servir a la paz, ministraban el tumulto.
Porfiaban otras bandas de segadores, esforzados ya de muchos naturales, en ceñir la casa del Santa Coloma; entonces los diputados de la General, con los conselleres de la ciudad, acudieron a su palacio; diligencia que más ayudó la confusión del conde, de lo que pudo socorrérsela; allí se puso en plática saliese de Barcelona con toda brevedad, porque las cosas no estaban ya de suerte que accidentalmente pudiesen remediarse; facilitábanle con el ejemplo de don Hugo de Moncada, en Palermo, que, por no perder la ciudad, la dejó, pasándose a Mesina. Dos galeras genovesas en el muelle, daban todavía esperanza de salvación. Escuchábalo Santa Coloma, pero con ánimo tan turbado, que el juicio ya no alcanzaba a distinguir el yerro del acierto. Cobróse y resolvió despedir de su presencia casi todos los que le acompañaban, o fuese que no se atrevió a decirles de otra suerte que escapasen las vidas, o que no quiso hallarse con tantos testigos a la ejecución de su retirada. En fin, se excusó a los que le aconsejaban su remedio, con peligro, no sólo de Barcelona, sino de toda la provincia; juzgaba la partida indecente a su dignidad; ofrecía en su corazón la vida por el real decoro; de esta suerte, firme en no desamparar su mando, se dispuso a aguardar todos los trances de su fortuna.
Del ánimo del magistrado no haremos discurso[p. 327] en esta acción, porque ahora el temor, ahora el artificio, le hacían que ya obrase conforme a la razón, ya que disimulase, según la conveniencia. Afírmase por sin duda que ellos jamás llegaron a pensar tanto del vulgo, habiendo mirado apaciblemente sus primeras demostraciones.
No cesaba el miserable Virey en su oficio, como el que con el remo en la mano piensa que por su trabajo ha de llegar al puerto; miraba y revolvía en su imaginación los daños, y procuraba su remedio; aquel último esfuerzo de su actividad estaba enseñando ser el fin de sus acciones.
Recogido a su aposento, escribía y ordenaba; pero ni sus papeles ni sus voces hallaban reconocimiento u obediencia. Los ministros reales deseaban que su nombre fuese olvidado de todos; no podían servir en nada; los provinciales ni querían mandar, menos obedecer.
Intentó por última diligencia satisfacer su queja al pueblo, dejando en su mano el remedio de las cosas públicas, que ellos ya no agradecían, porque ninguno se obliga ni quiere deber a otro lo que se puede obrar por sí mismo; empero ni para justificarse pudo hallar forma de hacer notoria su voluntad a los inquietos, porque las revoluciones interiores, a imitación del cuerpo humano, habían de tal suerte desconcertado los órganos de la república, que ya ningún miembro de ella acudía a su movimiento y oficio.
A vista de este desengaño se dejó vencer de la consideración y deseo de salvar la vida, recono[p. 328]ciendo últimamente lo poco que podía servir a la ciudad su asistencia, pues antes el dejarla se encaminaba a la lisonja o a remedio acomodado a su furor. Intentólo, pero ya no le fué posible, porque los que ocupaban la tarazana y baluarte del mar, a cañonazos habían hecho apartar la una galera, y no menos porque para salir a buscarla a la marina era fuerza pasar descubierto a las bocas de sus arcabuces. Volvióse, seguido ya de pocos, a tiempo que los sediciosos a fuerza de armas atropellaban las puertas; los que las defendían, entendiendo la causa del tumulto, unos les seguían, otros no lo estorbaban.
A este tiempo vagaba por la ciudad un confusísimo rumor de armas y voces; cada casa representaba un espectáculo; muchas se ardían, muchas se arruinaban, a todas se perdía el respeto y se atrevía a la furia; olvidábase el sagrado de los templos; la clausura e inmunidad de las religiones fué patente al atrevimiento de los homicidas; hallábanse hombres despedazados sin examinar otra culpa que su nación; aun los naturales eran oprimidos por crimen de traidores: así infamaban aquel día a la piedad, si alguno abría sus puertas al afligido o las cerraba al furioso. Fueron rotas las cárceles, cobrando no sólo la libertad, mas autoridad los delincuentes.
Había el Conde ya reconocido su postrer riesgo, oyendo las voces de los que le buscaban pidiendo su vida; y depuestas entonces las obligaciones de grande, se dejó llevar fácilmente de los afectos de[p. 329] hombre; procuró todos los medios de salvación, y volvió a proseguir en el primer intento de embarcarse; salió segunda vez a la lengua del agua, empero como el aprieto fuese grande y mayor el peso de las aflicciones, mandó se adelantase su hijo con pocos que le seguían, porque llegando al esquife de la galera, que no sin gran peligro los aguardaba, hiciese como lo esperase también; no quiso aventurar la vida del hijo, porque no confiaba tanto de su fortuna. Adelantóse el mozo, y alcanzando la embarcación, no le fué posible detenerla (tanta era la furia con que procuraban desde la ciudad su ruina); navegó la galera, que le aguardaba fuera de la batería. Quedóse el Conde mirándola con lágrimas, disculpables en un hombre que se veía desamparado a un tiempo del hijo y de las esperanzas; pero ya cierto de su perdición, volvió con vagorosos pasos por la orilla opuesta a las peñas que llaman de San Beltrán, camino de Monjuich.
A esta sazón, entrada su casa y pública su ausencia, le buscaban rabiosamente por todas partes, como si su muerte fuese la corona de aquella victoria; todos sus pasos reconocían los de la tarazana: los muchos ojos que lo miraban caminando como verdaderamente a la muerte, hicieron que no pudiese ocultarse a los que le seguían. Era grande la calor del día, superior la congoja, seguro el peligro, viva la imaginación de su afrenta; estaba sobre todo firmada la sentencia en el tribunal infalible; cayó en tierra cubierto de un mor[p. 330]tal desmayo, donde siendo hallado por algunos de los que furiosamente le buscaban, fué muerto de cinco heridas en el pecho.
Así acabó su vida don Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma, dando famoso desengaño a la ambición y soberbia de los humanos, pues aquel mismo hombre, en aquella región misma, casi en un tiempo propio, una vez sirvió de envidia, otra de lástima. ¡Oh grandes, que os parece nacisteis naturales al imperio! ¿Qué importa, si no dura más de la vida, y siempre la violencia del mando os arrastra tempranamente al precipicio?
NOTA
[624] Don Celestino Pujol y Camps, en su Discurso de entrada en la Academia de la Historia, Madrid 1886, estudia los diversos puntos en que Melo violentó la verdad de los hechos.
[p. 331]
La Memoria en defensa de la Junta Central fué escrita un año antes de la muerte del autor.
El siglo XVIII es de gran decadencia de la prosa. Apenas se empleaba ésta más que en la exposición doctrinal y en la controversia; abundan los investigadores de la historia, Berganza, Flórez, Masdeu, Mayans; pero si sus escritos están muy llenos de crítica, carecen de estilo, y la historia como arte no se escribe hasta Quintana; la novela no tiene otra manifestación notable que el Fray Gerundio del Padre Isla; en fin, apenas se hallarán sino dos maneras de prosa: la didáctica y la polémica. A consecuencia de esta pobreza de vida literaria, los buenos escritores de este siglo encontraban una gran dificultad en su camino; pues lejos de disponer de una lengua artística favorable, la hallaron estragadísima, teniendo que aplicar cuidado y atención muy especiales en huir los muchos defectos en que abundaba la lengua que entonces se escribía ordinariamente. El vocabulario de la lengua escrita andaba muy menguado por el mal gusto de amanerados autores, que ni[p. 332] se inspiraban en los clásicos nacionales ni en el habla viva del pueblo; su principal fondo lo formaban, de un lado, los latinismos extravagantes y los términos abstractos introducidos a manos llenas en la poesía y en la oratoria por los culteranos, y en la prosa por los conceptistas, y de otra parte, gran caudal de galicismos que se desbordaba merced al gran favor que en toda Europa gozaban entonces las ideas y los libros franceses.
Jovellanos consiguió expurgar su dicción de estos viciosos elementos; y si en las oraciones académicas y discursos de su primera época no lo consiguió del todo, en la Memoria de la Ley Agraria y en la Defensa de la Junta Central aparece su estilo muy aliviado de cultismos y libre de galicismos. Sin embargo, entiéndase esto último respecto del galicismo en el vocabulario, que era fácil de desterrar cuando ya existía el Diccionario académico de autoridades, que permitía averiguar rápidamente si tal vocablo estaba o no autorizado por nuestros buenos escritores; pero el galicismo en la sintaxis, como es más difícil de reconocer y de estudiar, escapó con mayor facilidad a las persecuciones de nuestros más esmerados prosistas[625].
[p. 333]
Jovellanos puede pasar por el mejor tipo de prosa que nos ofrece el siglo XVIII; en él aparecen reunidos con feliz tino los elementos de la lengua clásica, con los elementos nuevos que era necesario acoger para reflejar el pensamiento moderno, predispuesto a giros distintos que los habituales en los autores antiguos, y preocupado de materias por ellos no tratadas, como las relacionadas con la economía.
Jovellanos era ciertamente un purista, que buscaba restaurar, en lo posible, la castiza lengua de nuestros clásicos; pero no era radical en esta tendencia, como lo fué Vargas Ponce, que cayó en una exageración sistemática de arcaísmo; el purismo de Jovellanos, como el de Toreno y Quintana, fué templado, el que prevaleció e informa la lengua que hoy usamos todos.
Lejos de toda afección de clasicismo rígido, la prosa de Jovellanos es la primera de un grande autor moderno que nos ofrece un nuevo elemento de riqueza; el provincialismo, usado intencionadamente como recurso artístico, para lograr una expresión breve y pintoresca. En sus cartas familiares, sobre todo en las dirigidas a su paisano el canónigo don Carlos González de Posada, se hallan bastantes voces asturianas, como bígaro (caracol de mar), escazabellar (revolver papelotes), solmenar (sacudir con fuerza), peñerar (cerner), etcétera[626], y basta recordar las novelas de Valera y de Pereda para comprender el valor que en una obra literaria pueden tener estos elementos dialectales.
[p. 334]
ARTÍCULO III, INIC.
La Junta Central, que asumió el poder de la nación en 1808 en ausencia de Fernando VII, terminó su misión en enero de 1810, siendo sus miembros objeto de calumnias y persecuciones secundadas por la suprema Regencia y por el Consejo de España e Indias. Jovellanos, miembro de esa Junta, habla en defensa propia y de sus compañeros.
En la última calumnia divulgada contra los miembros de la Junta gubernativa, acabaron de vomitar sus enemigos todo el odio que en sus ruines almas escondían. Era muy grave, sin duda, sobre vergonzoso, el crimen de peculato; pero el de infidencia a la patria en las circunstancias en que, y en las personas a quienes se imputaba, reunía toda la enormidad que podía hacerle en el más alto grado abominable y atrocísimo. Y esto hace ver que si nuestros calumniadores fueron bastante insensatos para atribuirnos un crimen, que por inverosímil y repugnante se haría increíble o se desvanecería por sí mismo, también fueron bastante malvados en aprovechar el momento que era más favorable para producir el pronto y terrible efecto a que aspiraban. Hallábase la nación consternada por la triste y no esperada de[p. 335]rrota de Ocaña y por la falta del mejor de sus ejércitos; los enemigos, vencida la barrera de Sierra-Morena, venían derramándose sobre los cuatro reinos de Andalucía; uno de sus ejércitos se avanzaba al de Sevilla y amenazaba su capital; aquella populosa ciudad estaba ya en el mayor sobresalto, y en este punto el Gobierno, saliendo de ella para trasladarse a la isla de León, parecía abandonarla a su suerte. ¡Qué momento tan oportuno para representar los centrales como fugitivos y traidores a la credulidad de un vulgo tan acostumbrado a oír esta voz, y tan agitado y descontento entonces, como propenso siempre a atribuir a la infidelidad las desgracias públicas!
Pero por más que circunstancias tristes y raras hubiesen favorecido aquella calumnia en Sevilla, por más que su eco hubiese resonado en otras partes por algunos días, por más que la emulación y la envidia hubiese salido en su apoyo en los lugares en que se reunió el Gobierno, el tiempo sólo bastó para desvanecerla; la verdad tomó su lugar, y se puede ya asegurar sin reparo que no habrá hoy en toda la extensión de España un solo hombre de sano juicio y recto corazón que pueda darle el más pequeño asenso.
Porque ¿a quién podría persuadirse que hombres tan altamente calificados por la opinión pública cayesen todos de repente en tanta vileza y corrupción como sus calumniadores suponían? ¿Cabía esto siquiera en el corazón humano? No por cierto. Capaz del bien y el mal, así como no[p. 336] se levanta de un vuelo hasta la cima de la heroica virtud, tampoco se despeña de un golpe en la sima de la iniquidad. Máximas de prudencia y justicia, de moderación y honestidad, bebidas en la primera educación; ejemplos de fortaleza, de beneficencia y patriotismo presentados en la juventud, y admirados y fielmente seguidos, forman los hábitos virtuosos que le perfeccionan y elevan por grados a la primera. Ignorancia y abandono en la primera edad, malos ejemplos aplaudidos o defectos tolerados, y pasiones mal reprimidas en la adolescencia, forman los hábitos perversos, que le corrompen y abaten hasta la segunda. Cabe sin duda en la flaqueza humana que un hombre antes inocente, agitado por el furor de una pasión fogosa y exaltada, se arroje sin reflexión a cometer alguna acción temeraria y violenta; pero ¿cabrá en este hombre un atroz designio, que no pueda concebirse sino por la más negra iniquidad, ordenarse sino con la más fría y profunda meditación, ni ejecutarse sino por medios viles, oficios tenebrosos, arterías y astucias pérfidamente maquinadas? Y lo que no cabe en un hombre solo ¿cabría en más de treinta de tan distinguido carácter y de probidad tan generalmente reconocida? Creer, pues, que todos, sin excepción alguna, desmintiesen de repente esta probidad, y haciéndose insensibles al freno del honor y sordos a la voz de la conciencia, y olvidados de lo que debían a su Dios, a su rey, a su patria y a sí mismos, se hiciesen de repente traidores, sería creer un fenó[p. 337]meno, tan raro en el orden moral como el retroceso de los planetas en el orden físico.
Y aun dado por posible este fenómeno moral, ¿cómo lo sería que en tanto número de personas de tan diferente condición y carácter se hallase tan estrecha unión, tan estudiado disimulo, tan profundo secreto y tan tortuosa conducta, como este malvado designio requería? Y cuando esto fuera repugnante en cualquier noble corporación, cuando lo fuera en el más humilde gremio o cofradía, ¿cuánto más no lo fuera en un cuerpo compuesto de tan nobles y tan varios elementos; en un cuerpo en que se habían reunido prelados, grandes, canónigos, militares, togados, intendentes y otras personas de diferente clase y profesión; en un cuerpo cuyos individuos se distinguían, más todavía que por su profesión, por su clase, por su educación, por sus talentos, por sus estudios, por sus servicios y por su conducta y carácter, y entre los cuales, por lo mismo, no podían faltar ni el deseo de dominar y distinguirse, ni la lucha y diferencia de opiniones, ni los celos y desavenencias, ni la falta de discreción y prudencia, ni la buena ni aun la mala emulación; vicios endémicos que turban la concordia de todas las corporaciones? Y cuando nuestros enemigos no cesaban de llamar defectuosa e imperfecta nuestra institución, precisamente porque entre tanto número de individuos creían difícil hallar la unión, la actividad y el secreto necesario para salvar la patria, ¿cómo podrían creer que sólo era fácil para venderla?[p. 338] ¿Creían por ventura que esta unión era imposible para el bien, y sólo posible y fácil para el mal? ¡Insensatos! El honor, la conciencia, el respeto a la opinión pública, el amor a nuestro rey y a nuestra patria, y el odio a la tiranía, nos pudieron unir y nos unieron para desempeñar fielmente nuestro deber hasta donde nuestras luces y nuestras fuerzas alcanzaron. ¿Cuáles, decid, cuáles pudieron ser los motivos que nos uniesen para prostituirle?
Porque siendo constante que los hombres no obran sin que algún impulso mueva o determine su acción, y que este impulso deba ser proporcionado a la grandeza de las acciones que produce, a nuestros enemigos toca señalar cuál pudo ser el que sacándonos de la senda del honor y virtud nos despeñó en tanta vileza y depravación. Sentimientos de odio y de amor, de temor o de interés, suelen mover poderosamente las acciones humanas. Y bien, ¿cuál de éstos pudo movernos a ser traidores a nuestro rey y a nuestra patria? ¿Será el odio a un rey tan virtuoso y tan desgraciado, o a una patria tan generosa y tan afligida? ¿A un rey que libraba en nosotros la esperanza de recobrar su libertad y su trono, o a una patria que nos había confiado el rescate de su rey y la defensa de su libertad? ¿Sería acaso el amor? Pero ¿a quién? ¿Al monstruo de perfidia que tan vilmente había engañado a nuestro amado e inocente rey, y tan cruelmente estaba ultrajando y oprimiendo a nuestra heroica y querida patria? ¿Sería[p. 339] el temor? Pero ¿qué podían temer los que estaban cubiertos con el escudo de la suprema autoridad y defendidos por todo el poder de una nación tan heroica y valiente? ¿Sería el interés? Pero ¿cuál pudo tentar a los que habían abandonado sus empleos, su casa, su fortuna y sus esperanzas para servir y ser fieles a su patria? Ni ¿qué interés pudo presentar a nuestra ambición la ruin política del tirano? ¿De mando? ¿Cuál igualaría al que ejercíamos en el seno de nuestra patria? ¿De honores? Y ¿cuáles serían comparables a aquel a que nuestra patria nos había elevado? ¿De otras altas recompensas? Pero ¿cuáles podría esperar nuestra perfidia de un tirano ofendido y provocado, que no pudiese esperar nuestra fidelidad de una patria generosa y reconocida? No, no; si esto no cabía en nuestro carácter ni en nuestra conciencia, menos cabía en nuestra razón ni en nuestra seguridad. ¿Podíamos acaso desconocer la condición de un tirano, modelo de tiranos, tan sabiamente prevista y tan exactamente definida por nuestras leyes? ¿Podíamos poner la menor confianza en los halagos y sugestiones de un monstruo, para quien la religión, los dulces vínculos del amor y de la sangre, el honor, la amistad, la buena fe, son nombres vanos; para quien las palabras, las promesas, los más solemnes tratados y los más santos juramentos, no son otra cosa que medios de seducción y perfidia?
Pero ¿qué digo? Los que disfrutábamos el alto honor de estar al frente de la nación más heroica[p. 340] del mundo, y aclamados en ella por padres de la patria, ¿iríamos a postrarnos a los pies del soldán de la Francia, para que nos pusiese en la lista de sus viles esclavos? ¿Iríamos a inclinar la rodilla ante el sátrapa de Madrid, para ayudarle a usurpar el trono de Pelayo y robar a nuestro Fernando el Sétimo la herencia de los Alfonsos y los Fernandos de Castilla? ¿Iríamos a mezclarnos con los Ofarriles, Urquijos y Morlas; con los caballeros Arribas y Marquinas, para ser, como ellos, insultados y despreciados por los insolentes bajáes del tirano, o iríamos a confundirnos entre los demás apóstatas de la patria, para ser, como ellos, escupidos y escarnecidos por nuestros fieles y oprimidos hermanos, para ostentar a su vista la ignominia que cubre siempre el rostro de los traidores, y para ser a todas horas objeto de su odio y execración? ¡Oh, colmo de ignominia y vileza! ¡Oh, asombro de malicia y perversidad! ¡Españoles, hijos de la lealtad y el honor, dechados de probidad y buena fe, sed vosotros jueces en esta causa! Juzgad, pronunciad si aquellos honrados ciudadanos que merecieron un día vuestra confianza, pudieron caer en tan vil y vergonzoso abatimiento. Y si todavía los hallais dignos de loor o de aprecio, haced que vuestro imparcial y respetable juicio desplome sobre sus infames calumniadores toda la ignominia con que quisieron manchar sus nombres y memoria.
[p. 341]
CARTA A DON ANTONIO PONZ
El autor describe las romerías de Asturias y habla de la llamada Danza Prima.
Después de haber sesteado un rato por los lugares amenos y sombríos de aquel contorno, se empiezan a disponer las danzas, que sirven de ocupación al resto de la tarde. Estas danzas no son menos sencillas y agradables que los demás regocijos del día. Cada sexo forma las suyas separadamente, sin que haya ejemplar de que el desarreglo o la licencia los hayan confundido jamás. El filósofo ve brillar en todas partes la inocencia de las antiguas costumbres, y nunca esta virtud es más grata a sus ojos que cuando la ve unida a cierta especie de placeres, que la corrupción ha hecho en todas partes incompatible con ella.
Aunque las danzas de los hombres se parece en la forma a la de las mujeres, hay entre unas y otras ciertas diferencias bien dignas de notarse. Seméjanse en unirse todos los danzantes en rueda, asidos de las manos, y girar en rededor con un movimiento lento y compasado, al son del canto, sin perder ni interrumpir jamás el sitio ni la forma. Son una especie de coreas a la manera[p. 342] de las danzas de los antiguos pueblos, que pueden tener su origen en los tiempos más remotos y anteriores a la invención de la gimnástica. Pero cada sexo tiene su poesía, su canto y sus movimientos peculiares, de que es preciso dar alguna razón.
Los hombres danzan al son de un romance de ocho sílabas, cantado por alguno de los mozos que más se señalan en la comarca por su clara voz y por su buena memoria; y a cada copla o cuarteto del romance responde todo el coro con una especie de estrambote, que consta de dos solos versos o media copla. Los romances suelen ser de guapos y valentones, pero los estrambotes contienen siempre alguna deprecación a la Virgen, a Santiago, San Pedro u otro santo famoso, cuyo nombre sea asonante con la media rima general del romance.
Esto me ha hecho presumir que tales danzas vienen desde el tiempo de la gentilidad, y que en ellas se cantarían entonces las alabanzas de los héroes, interrumpidas y alternadas con himnos a los dioses. Lo cierto es que su origen es muy remoto, que el depravado gusto de las jácaras es muy moderno, y que la mezcla de ellas con las súplicas a los santos es tan monstruosa, que no pudieron nacer en un mismo tiempo, ni derivarse de una misma causa.
Tampoco sería extraño presumir que estas danzas eclesiásticas, y que tienen cierto sabor a los usos y estilos litúrgicos de la media edad, pudie[p. 343]ron ser traídas acá por los romeros que en ella venían a peregrinar en este país; pues ya sabe usted que las romerías de San Salvador en Oviedo, fueron en algún tiempo muy frecuentadas, y aun de ellas dura todavía algún resto. Lo cierto es que esta mezcla de devoción, regocijo y francachela, tiene parecer muy conforme al espíritu de los siglos supersticiosos y al carácter de aquellos devotos vagamundos, que con título de piedad andaban por entonces de santuario en santuario, dados a la vida libre y holgazana, comiendo, bebiendo y saltando por el rey de Francia.
Como quiera que sea, estas danzas varoniles suelen rematar muchas veces en palos, única arma de que usa nuestro pueblo; y como nunca la sueltan, vería usted a todos los danzantes con su garrote al hombro, que sostienen con dos dedos de la mano izquierda, libre los otros para enlazarse en rueda, seguir danzando en ella con gran mesura y seriedad. Sucede, pues, frecuentemente que, en medio de la danza, algún valentón caliente de cascos empieza a victorear a su lugar o su concejo. Los del concejo confinante, y por lo común rival, victorean al suyo; crece la competencia y la gritería, y con la gritería la confusión; los menos valientes huyen; el más atrevido enarbola su palo; le descarga sobre quien mejor le parece, y al cabo se arma tal pelea de garrotazos, que pocas veces deja de correr sangre, y alguna se han experimentado más tristes consecuencias.
Para remediar estos abusos, alguna vez ha pen[p. 344]sado el gobierno en prohibir el uso de los palos; pero ¡pobre país si esto sucediera! Los hombres naturalmente tímidos y amantes de su conservación, gustan de llevar consigo alguna prevención, alguna defensa contra los insultos que les amenazan. Prohibido el uso de los palos, entrará sin duda el de las navajas y cuchillos, armas mortíferas que hacen a otros pueblos insidiosos y vengativos, y enervan y extinguen el valor y la verdadera bizarría.
Ni por este uso puede usted tachar de bárbaros a mis paisanos. Semejantes escenas, además de interesar en gran manera la curiosidad por cuanto hieren fuertemente la imaginación de los espectadores, son muy del gusto de los pueblos no corrompidos por el lujo, y en cierto modo están unidas a la condición misma de la humanidad. «El hombre, dice el sabio Fergusón, es demasiado propenso a las lides y a emplear sus facultades naturales contra cualquiera enemigo: gusta de ensayar su razón, su elocuencia, su constancia y aun su vigor y fuerzas corporales. Sus recreos son muchas veces imagen de la guerra, el sudor y la sangre suelen correr en sus juegos, y las fracturas y aun la muerte dan término alguna vez a las fiestas y pasatiempos de su ociosidad. Nacido para morir, hasta en su diversión halla su camino para el sepulcro...»
Dejemos, pues, a los pueblos frugales y laboriosos sus costumbres, por rudas que nos parezcan, y creamos que la nobleza del carácter en que[p. 345] tienen su origen merecen por lo menos esta justa condescendencia.
Pero las danzas de las asturianas ofrecen ciertamente un objeto, si no más raro, a lo menos más agradable y menos fiero que las que acabamos de describir. Su poesía se reduce a un solo cuarteto o copla de ocho sílabas, alternado con un largo estrambote, o sea estribillo, en el mismo género de versos, que se repite a ciertas y determinadas pausas. Del primer verso de este estrambote que empieza:
Hay un galán de esta villa,
vino el nombre con que se distinguen estas danzas.
El objeto de esta poesía es ordinariamente el amor, o cosa que diga relación a él. Tal vez se mezclan algunas sátiras o invectivas, pero casi siempre alusivas a la misma pasión, pues ya se zahiere la inconstancia de algún galán, ya la presunción de alguna doncella, ya el lujo de unos, ya la nimia confianza de otros, y cosas semejantes.
Lo más raro y lo que más que todo prueba la sencillez de las costumbres de estas gentes, es que tales coplas se dirigen muchas veces contra determinadas personas; pues aunque no siempre se las nombra, se las señala muy claramente, y de forma que no pueda dudarse del objeto de la alabanza o de la invectiva. Aquella persona que más sobresale en el día de la fiesta por su compostura o por algún caso de sus amores; aquel suceso que más[p. 346] reciente es y notable en la comarca; en fin, lo que en aquel día ocupa principalmente los ojos y la atención del concurso, eso es lo que da materia a la poesía de nuestros improvisantes asturianos. Ya ve usted si les será fácil indicar las personas sin nombrarlas expresamente.
Supongo que para estas composiciones no se valen nuestras mozas de ajena habilidad. Ellas son las poetisas, así como las compositoras de los tonos, y en uno y otro género suele su ingenio, aunque rudo y sin cultivo, producir cosas que no carecen de númen y de gracia. Pondréle a usted dos ejemplos, entre mil que pudiera señalar, y si no entiende el dialecto, tenga paciencia, que otros le entenderán.
En una de estas romerías a que concurrió cierto amigo mío, se había presentado una fea que, entre adornos, llevaba una redecilla muy galana y de color muy sobresaliente. Al instante fué notada de las mozas, que le pegaron esta banderilla:
Era yo bien niño cuando el Ilmo. señor don[p. 347] Julio Manrique de Lara, obispo entonces de Oviedo, se hallaba en su deliciosa quinta de Contrueces, inmediata a Gijón, el día de San Miguel. Celebrábase allí aquel día una famosa romería, y las mozas, como para festejar a su ilustrísima, formaron su danza debajo de los mismos balcones de palacio. El buen prelado, que estaba en conversación con sus amigos, cansado del guirigay y la bulla de las cantiñas, dió orden para que hicieran retirar de allí las danzas: sus capellanes fueron ejecutores del decreto, que se obedeció al punto; pero las mozas, mudando de sitio, bien que no tanto que no pudieran ser oídas, armaron de nuevo su danza, cantando y recantando esta nueva letra, que su ilustrísima celebró y oyó con gusto desde su balcón gran parte de la tarde:
El señor obispo manda
que s’acaben los cantares;
primero s’an d’acabar
obispos y capellanes.
Los estribillos con que se alternan estas coplas son una especie de retahila que nunca he podido entender; pero siempre tienen sus alusiones a los amores y galanteos, o a los placeres y ocupaciones de la vida rústica. Los tonos son siempre tiernos y patéticos, y compuestos sobre la tercera menor. Llevan la voz de ordinario tres o cuatro mozas de las de más gallarda voz y figura, colocadas a la frente del coro, y las otras van repitiendo[p. 348] ya la mitad de la copla, ya el estribillo, a cuyo compás giran todas sin interrupción sobre un mismo círculo, pero con lentos, uniformes y bien acordados pasos. Entretanto resuena en torno una dulce armonía, que penetrando por aquellos opacos y silenciosos bosques, no puede oírse sin emoción ni entusiasmo.
No constan estas danzas, como nuestros modernos bailes, de fuertes y afectadas contorsiones, propias para expresar unas pasiones violentas y artificiosas, sino de movimientos lentos y ordenados, que indican las tranquilas afecciones de un corazón inocente y sensible. Si esta es o no una ventaja para los pueblos que la melindrosa corrupción tiene por bárbaros, no parece un problema difícil de resolver.
NOTAS
[625] En la misma Defensa de la Junta Central escribía Jovellanos frases como esta: «no sólo nos tachan de usurpadores de la autoridad, no sólo atribuyen esta usurpación a un espíritu el más conocido y descubierto de ambición y amor propio, sino que para darle todo el carácter de la tiranía, la califican de violenta y forzada.» (I.ª 25.) La expresión «à un esprit, le plus connu et le moins caché, d’ambition et d’amour propre» sería en francés correcta y aceptable; sin embargo, es menos corriente que la otra con artículo definido: «à l’esprit le plus connu», que también es semejante a la de Jovellanos.
[626] En una poesía (Bibliot. Aut. Esp. XLVI, 7 a) dice Jovellanos: «No pudo vencer a la tu mano en blancura;» el artículo con el posesivo es un asturianismo, que el autor acogió acaso a título de arcaísmo (v. pág. 144, línea 11).
[627] Llucia por ‘luzca’, y llu por lluz, y éste por ‘luce’. En asturiano, toda l inicial se hace ll (llobu, lluna), y la e final de los verbos se pierde tras ciertas consonantes (quier, pon, merez). Otros dialectalismos son rede por ‘red’; también se dice parede, ciudade, etc. la tó cara ‘tu cara’.
[p. 349]
El folleto de la Derrota de los Pedantes apareció en 1789.
Moratín, el hijo, descuella sobre todo por su admirable prosa dramática, que no se había vuelto a escribir desde La Celestina de Rojas, y La Dorotea de Lope; pero es también muy digno de atención en sus otras obras, donde se muestra, como dice Menéndez y Pelayo, «uno de los escritores más correctos y más cercanos a la perfección que hay en nuestra lengua, ni en otra alguna. Niéganle algunos viveza de fantasía, profundidad de intención, calor de afectos y abundancia de estilo. Aun la misma perfección de su prosa antes estriba en la total carencia de defectos que en cualidad alguna de orden superior, sin que conserve nada de la grande y caudalosa manera de nuestros prosistas del siglo XVI. La sobriedad del estilo de Moratín, se parece algo a la sobriedad forzada del que no goza de perfecta salud; hay siempre algo de recortado y de incompleto que no ha de confundirse con la sobriedad voluntaria, última perfección de los talentos varoniles y señores de su manera.»
[p. 350]
Su vocabulario es de una riqueza muy estimable, pero también es más estudiado que espontáneo; lamentábase Moratín del olvido en que se habían perdido multitud de voces y frases, y de la pobreza y sequedad increíbles a que se reduce el lenguaje usual, aun en personas letradas, y se propuso resucitar en sus escritos, lográndolo con gran tino y acierto, buen número de expresiones que sin duda no había recibido él por la tradición oral, sino por la lectura de nuestros clásicos a que desde niño era aficionado.
Los poetastros pedantes asaltan el Parnaso; Mercurio les impone una tregua, y cogiendo prisionero a uno de ellos, lo lleva ante Apolo en calidad de embajador.
Entraron, pues, en un salón magnífico y espacioso; el pavimento y las paredes eran de esquisitos mármoles, la decoración corintia, las basas y capiteles de sus columnas de oro purísimo, como también los adornos del cornisamento y zócalo, y en las bóvedas apuró la pintura todos los encantos de la ficción.
Allí se veían los orígenes de las artes y los progresos del talento humano: muda historia, capaz de encender el ánimo y arrebatarle a la contemplación de los objetos más sublimes. En una parte se veía a los hombres fabricar chozas de troncos y ramas, de donde la arquitectura tomó las formas que dió después a materias más dura[p. 351]bles, variando, según la mayor o menor consistencia de ellas, la proporción de sus edificios. A otro lado los egipcios daban principio a la geometría, señalando sus campos con términos de piedras hacinadas, para que el Nilo en sus inundaciones no alterase los conocidos límites. Otros señalaban en el suelo los contornos de la sombra, de donde tomó su origen la pintura, perfeccionándose después lentamente con la invención casual de los colores y la perspectiva, que apenas conoció la antigüedad. Otros cortaban la corriente de un río, fiados a un tronco mal seguro; una gran multitud admiraba desde la opuesta orilla el temerario atrevimiento, y las madres tímidas apretaban al pecho sus pequeñuelos hijos. Los árabes y caldeos observaban el aparente giro del sol, y en las serenas noches al planeta que recibe su luz, y los demás astros que la distancia nos amenora o nos oculta. La escultura en otra parte ponía sobre las aras bultos informes que adoraba supersticioso el temor, y más allá los Fidias, Lisipos y Praxiteles daban a los mármoles y bronces tan elegante forma, que en algún modo parece que el arte disculpaba la idolatría. Allí Orfeo reducía a los hombres en vida social, les daba leyes, y les persuadía la necesidad de un culto religioso. Confucio enseñaba virtudes morales a los remotos chinos. Eaco, Radamanto, Minos, Solón, Licurgo y Numa establecían leyes, gobernando en justicia y paz nuevas repúblicas; y a más distancia se veían florecer las ciencias y las artes a la sombra de la libertad.[p. 352] Allí estaba representado el padre Homero, a quien rodeaban con admiración los poetas de todas las naciones y todos los siglos. Píndaro, al son de la lira, celebraba con sublime verso las victorias istmias y olímpicas, y eternizaba el nombre de Hierón. Simónides cantaba tiernas elegías. Alceo de Lesbos, añadiendo nuevos sonidos a las cuerdas griegas, hacía aborrecible entre los hombres el despotismo de los tiranos. Safo, desgraciada en amor, se precipitaba del promontorio de Leucate al mar, y repetía muriendo el nombre de su ingrato Faón; en tanto que Anacreón de Teos, coronado de pámpanos, con la copa en la mano, danzaba alegre al son de las flautas entre las Gracias y los Amores. Allí acudía la juventud de Grecia a escuchar en las Academias, el Liceo y el Pórtico las austeras lecciones de la moral; y no muy lejos se levantaban teatros magníficos para declamar con el auxilio de la música las grandes obras de Eschilo, Sófocles y Eurípides, que alternaban con las del atrevido Aristófanes, a quien Menandro siguió después para obscurecer la gloria de cuantos le habían precedido. En otra parte Demócrito y el divino Hipócrates, reclinados junto a un sepulcro ya destruído, conversaban profundamente a la sombra de unos cipreses mustios sobre la física del cuerpo animal, la brevedad de la vida, los acerbos males que la rodean, y los cortos y falaces medios que ofrece el arte para dilatar su fin; y más allá Demóstenes desde la tribuna de las arengas conmovía al pueblo ateniense, le persua[p. 353]día por algunos instantes a sacudir el yugo macedónico; excitaba en él estímulos de valor, recordándole las épocas gloriosas de sus triunfos, los nombres santos de Milciades, Conón, Cimón y el justo Arístides; y oponiéndose, por una parte, a todo el poder de Filipo, y por otra, a la envidia, la calumnia atroz y la inconstancia de un vulgo corrompido e ingrato, veía a pesar de su elocuencia irresistible perecer para siempre la libertad de su país, y perecía con ella.
En el testero del salón había un trono riquísimo, y en él estaba Apolo: siete de las musas le acompañaban inmediatas al solio, y los más célebres poetas españoles, según la edad en que florecieron, así ocupaban por su orden las sillas.
Si mucho se admiró el coplero de aquel aparato y magnificencia, no menos se admiraron todos los demás al ver su figura ridícula, porque era el hombre la más triste visión que imaginarse puede: reviejuelo, arrugadito, moreno, remellado, tuerto de un ojo, romo, calvo, algo tiñoso, chiquirritillo y contrahecho, si bien es verdad que le desfiguraban en parte las barbas, el sudor negro, el polvo, el cisco y las telarañas que le cubrían el rostro. Revolvíase en unas bayetas pardas, raídas y llenas de chorreaduras de aceite y caldo, con un ribete de arambeles por las orillas a modo de randas o cucharetero; sus movimientos eran más vivos de lo que su edad prometía, la acción teatral, y la voz gangosa, chillona y desapacible.
—«Este es, dijo Mercurio a su hermano, el que[p. 354] he podido agarrar entre aquella turba; él te dirá lo que deseas saber;»—y acercándose a él, le dijo al oído: «mirad, señor, que aquí no os sufrirán disparates; decid claramente quiénes son los del portal, y a qué es su buena venida, sin andarnos en más repulgos; porque si así no lo hiciéreis, témome mucho que mi hermano os mande freir y echar a los perros, según le he visto de mal humor esta tarde;» y habiendo dicho ésto, se fué volando a observar lo que pasaba en la escalera.
El poetastro, encarándose con Apolo, le hizo tres grandes cortesías, y quedó aguardando el permiso de hablar. Diósele Apolo, y él comenzó a delirar de esta manera:
«Reverberante Numen que del Istro
Al Marañón sublimas con tu zurda,
Al que en ritmo dulcísono te urda
Elogio al son del címbalo y del sistro:
Si la alígera prole de Caistro
Blandos ministra acentos a mi burda
Armónica pasión, ¡ay! no te aturda
Ver rompo de tu tímpano el teristro.
La nubígena Dea en alto plaustro,
Ungiendo el nervio de oloroso electro,
Me lleva en alas del Ouest y el Austro,
Y hurtando a las Memnósides el plectro,
Hoy me intromito en el fulgente claustro,
Obstupefacto, a venerar tu espectro.»
Reventaba Apolo entre la indignación y la risa; las musas se tendían por los suelos dando exorbitantes carcajadas; los poetas se miraban los unos a los otros sin saber lo que les sucedía, y el ba[p. 355]dulaque, muy satisfecho, se disponía a proseguir disparatando en culto; pero Francisco de Rioja, que estaba inmediato, le dijo: «Ved, señor enviado, que Apolo nuestro amo no os llama aquí para que le declaméis versos tenebrosos; lo que únicamente quiere es...».—«¡Ah! dijo el de las sopalandas, ya sé lo que quiere, no hay para qué decírmelo, que ya lo he comprendido, lo que quiere es otro soneto con los mismos consonantes; pues allá va, hijo de Latona, escuchadme benévolo...»
Pero volvamos la mal tajada péñola a referir lo que Mercurio hizo mientras duró la embajada. Parecióle conveniente no descuidarse ni fiar a la fortuna el éxito de aquella empresa; había llegado a entender, aunque confusamente, la pretensión estrafalaria de los filólogos; y conociendo que Apolo no podía concederles nada, pensó seriamente en hacer preparativos para la defensa, persuadido de que sólo a garrotazos se podría concluir tan enrevesado asunto.
Llamó a consejo a los poetas que imaginó más inteligentes y acostumbrados a tales peleonas; tratóse el caso con la madurez que requería, y se acordó, por último, que se hiciera provisión de armas ofensivas, acudiendo al repuesto de los malos libros, que estaban en las inmediaciones de la cocina destinados a socarrar pollos y envolver especias, y que además se recogiesen cuantos trastos semovientes hubiera en la casa y pudieran ser útiles para convertirlos en armas arrojadizas, o en parapetos y trincheras.
[p. 356]
Tratóse después del orden que se debía guardar en los ataques, y resolvieron que para lograr alguna ventaja era necesario salir de la escalera, obligando a los eruditos a que, dejando el portalón, pasaran al patio, creyendo todos que allí se les podría combatir más a placer, ya fuese en batalla campal, o ya arrojando sobre ellos, desde las ventanas que había alrededor, cuanto pudiera ofenderlos y destruirlos.
Aprobado este plan, se dispuso que Garcilaso de la Vega, por estar herido Cervantes, mandase el ala derecha; la izquierda, don Diego de Mendoza; el centro, don Alonso de Ercilla, y el cuerpo de reserva, que debía acudir adonde la necesidad lo pidiese, se encargó al conde de Rebolledo, acompañado de Lope de Vega, Cristóbal de Virués y otros sujetos de acreditado valor y experiencia militar.
Después de ventilados estos puntos, se ocuparon en conducir hacia la escalera cuanto hallaron que podía ser útil para un caso de rompimiento; acudieron luego al repuesto de los malos libros, y llevaron infinitos volúmenes antiguos y modernos que hasta entonces no habían servido de gloria a sus autores, ni de utilidad alguna al género humano, y en aquel día se hicieron apreciables; porque no hay duda en que un mal libro, por malo que sea, siempre sirve, y más si es de buen tomo, para descalabrar con él a cualquiera cuando no hay a mano abundante provisión de cachiporras o peladillas de Torote.
[p. 357]
Hecho, pues, todo lo que va referido, sucedió la bajada y volteo del culterano; y conociendo Mercurio que era ya inevitable volver a la zurra, fuese volando a decir a su hermano cuanto había dispuesto. Hallóle que bajaba ya la escalera con ánimo de presentarse a los enemigos, creyendo que a sus razones y autoridad ni debían ni podían oponerse. Dudó mucho Mercurio si aquella cuadrilla desvergonzada guardaría respeto y moderación, hallándose ya obstinada en conseguir por fuerza lo que pretendía; pero hubo de ceder, mal de su grado, a las instancias de Apolo, y dejándole en la escalera, se remontó al techo para anunciar su venida.
A este tiempo empezó a notarse un rumor y conmoción general en el bando contrario, mal satisfecho del suceso que había tenido la erudita oración de su embajador; pero, dando Mercurio un grande aullido desde allá arriba, les hizo callar y atender. Díjoles que Apolo iba a presentarse; que venerasen en él al grande hijo de Júpiter, y que, pues se llamaban alumnos suyos, no le diesen enojo en cosa alguna, y adorasen humildes sus soberanos preceptos.
Apolo entonces, levantado en hombros de los más robustos, se dejó ver de aquella amotinada gente. Comenzó con semblante pacífico y agradable a persuadirlos que, dejando las armas, se volviesen a sus casas a cuidar de sus mujeres e hijos, si los tenían. Que no creyesen que la nación perdería nada, perdiéndolos a ellos; pues no sólo la[p. 358] harían una gran merced en quemar todos sus papeles y no volver a escribir jamás ni aun la cuenta de la ropa, sino que, por otra parte, olvidando con un verdadero arrepentimiento las travesuras pasadas, podían dedicarse a varios ejercicios honestos, y adquirir por ellos una subsistencia segura como buenos ciudadanos y gente de juicio. Díjoles también que los hombres habían nacido para trabajar, y muy pocos entre ellos para saber; porque ciertamente aquellos pocos, siendo buenos, bastan para ilustrar a todos los demás con su sabiduría. Que esto de ser doctos no era cosa tan hacedera y trivial como se habían imaginado, pues cualquiera ciencia o facultad necesita todo un hombre, toda una vida, y tal reunión de circunstancias, que rara vez llega a verificarse; y aun por eso, siendo tantos los que siguen la carrera de las letras, son tan pocos los que han llegado a poseerlas en grado sobresaliente, y a merecer el aprecio público por sus escritos. Que dejasen el encargo de sostener el honor de la literatura nacional a otros talentos muy superiores, sin comparación, a los suyos. Que abandonasen para siempre la negra erudición enciclopédica que tanto les había trastornado la racionalidad, y tan ridículo papel les había hecho hacer en estos últimos años a los ojos de la Europa culta; y que sobre todo abjurasen de buena fe el error de haberse creído poetas. Que no envidiasen esta gloria a los que realmente lo son; gloria mezclada siempre de sinsabores los más amargos; gloria funesta, que casi nunca[p. 359] ha concedido el mundo a los que, viviendo, pudieran gozarla, porque la reserva el cruel para las cenizas de los que ya no existen.
Más iba a decirles; pero fueron tales los berridos que resonaron en el zaguán, los gritos y amenazas, que Apolo, temiendo algún insulto de parte de aquel populacho feroz, se bajó a toda prisa del trono racional en que estaba encaramado, y comenzó a echar tacos y reniegos por aquella boca, que Dios nos libre.
Seguía entretanto la gritería y tumulto de los enemigos, y el endiablado tuerto corría de un lado a otro atizando el fuego de la discordia, ponderando el mal tratamiento que Apolo le había hecho y el poco aprecio que le merecían las doctas fatigas de tantos sabios; ellos, que no necesitaban espuelas, se enfurecieron de tal modo que no es posible ponderar a qué extremo llegó entonces su frenesí.—«No es ese, decían, no es ese Apolo; a ese no le conocemos, y estos son ardides de Mercurio, que piensa burlarse de nosotros, tomándolo a fiesta y tararira; que venga el hijo de Latona, que venga, él nos conocerá y nosotros le adoraremos como hijos obedientes suyos.»
—«Medrados estamos, dijo Mercurio, con lo que nos salen ahora estos malditos. Si es imposible que no se hayan desatado del infierno para darnos guerra. ¿Se habrá visto tal invención? Pero yo les juro por la asquerosa Estigia que no se han de reir de mí; no, si no hacéos de miel y paparos han moscas; para ellos no sirven razones; lo que[p. 360] no les duele, no les persuade; pues que la paguen, mal haya su casta, que la paguen, y acabemos de una vez con ellos.»
Dicho esto, se metió entre los suyos, repitió las órdenes, previno los acasos, y sin que diera la señal de combatir el estruendo de trompetas ni atambores, se comenzó la batalla, poniendo en uso los de Apolo las nuevas armas de que se habían prevenido.
Llovían librotes sobre los literatos intrusos; unos viejos, sucios y despilfarrados; y otros nuevecitos y en pasta, y en papel de Holanda, y con láminas y elogios ultramontanos, y notas y animadversiones. Esta descarga desordenó las primeras filas enemigas, no sin pérdida de sus gentes; pues aseguran algunos sujetos fidedignos, apoyados en relaciones auténticas, que pasaron de veinte los que cayeron derrengados, cinco tuertos, descalabrados nueve, y trece o catorce contusionados o aturdidos.
Con esta pérdida se notó algún desfallecimiento en aquellas tropas, y nuevo espíritu en los de Apolo, que no dudaban ya combatir cuerpo a cuerpo para concluir de una vez aquella empresa; bien que los jefes procuraban contenerlos, conociendo cuán cerca está de ser temeridad el valor si la prudencia y el arte no le dirigen.
Pero a este tiempo ocurrió un accidente que puso a los de la escalera en grave peligro de perderse; porque acabada que fué la primera descarga, vieron venir de retorno por el aire el tenebroso[p. 361] Macabeo de Silveira, que arrojado de robusta mano parecía una bala de cañón, según el ímpetu que traía; hirió de paso, aunque levemente, a Luis Barahona de Soto; y, volviendo de rebote dió tal golpe en el pecho al tierno Garcilaso, que sin ser poderoso a resistirle, cayó aturdido sobre las gradas, y tuvieron que retirarle inmediatamente.
Lupercio de Argensola que se hallaba cerca, lleno de indignación y dolor por la desgracia de su dulce Laso, agarró seis o siete tomos que vió a sus pies, y con no vista fuerza los lanzó al enemigo. No bien llegaron allá los Comentos de Góngora, que ésta era la gracia de los tales volúmenes, cuando se conoció el horrible estrago que habían hecho en el cuerno izquierdo de los contrarios; lo que advertido por los de Apolo, se adelantaron algunos a querer seguir hacia aquella parte la derrota; pero así que se alejaron de los demás, se vieron rodeados de enemigos y cortado el paso a la escalera; dieron y recibieron golpes crueles, y con no poco trabajo pudieron volverse a incorporar en sus líneas, sufriendo mucho en la retirada, que tuvo todas las apariencias de fuga.
Fragmento de esta obra póstuma
Debajo de Pórtici y Resina está sepultada la ciudad de Herculano; los edificios más considerables de ella que hasta ahora se han descubierto, son un[p. 362] foro y un teatro; en el foro se hallaron las dos estatuas ecuestres de los Balbos, una de Vespasiano y otras de varias familias ilustres. El proscenio del teatro tiene ciento y treinta pies de ancho, y en las veinte y una gradas destinadas a los espectadores y los espacios restantes, se ha calculado que cabían diez mil personas. La cantidad de ceniza y lavas que cayeron sobre esta ciudad fué tal, que sus edificios se hallan a sesenta, ochenta y cien pies de profundidad. Esto hace muy difícil la excavación, pues además de la consistencia y grueso de las materias que hay que romper a pico, es necesario sostener con postes y estribos las excavaciones, para que todo no se hunda y arruine; y además, ¿cómo es posible taladrar un terreno sobre el cual existen en pie tantos edificios, sin que éstos se resientan? Mientras permanezcan Resina y Pórtici, no se pueden adelantar los descubrimientos de Herculano.
Siguiendo el camino, que va siempre inmediato al mar, se hallan después de Resina la torre del Greco y la de la Anunciata, poblaciones contiguas unas a otras con poca o ninguna interrupción, bien situadas y alegres, de mucha gente, llenas de casas de campo, con jardines, huertas y abundante cultura. Atraviesa el camino por encima de un gran torrente de lava que arrojó el Vesubio en 1760, mezclada con cenizas y enormes piedras; abrasó todo el terreno, destruyó los edificios que halló al paso, y bajó hasta el mar con estrago espantoso. A poca distancia se hallan las ruinas de Pompeya,[p. 363] ciudad antigua que hasta la mitad de este siglo permaneció tan oculta a la vista humana, que nadie se atrevía a fijar el paraje en que estuvo. La multitud de cenizas que cayeron sobre ella, detenidas de los huecos de sus calles y edificios, formaron una elevación de terreno, el cual, haciéndose con el tiempo vegetal y fértil, comenzó a labrarse, y hoy se ve encima de los templos, teatros y sepulcros de Pompeya, enlazarse las parras a los chopos, y segar el labrador mieses abundantes. Las excavaciones que se hacen en este sitio cuestan poco trabajo, así porque todo es ceniza lo que hay que romper, como porque es mucho menor la profundidad a que se encuentran las ruinas que en Herculano. Hasta ahora se han descubierto dos calles, una de ellas con la puerta de la ciudad, y varios sepulcros, un cuartel, un templo de Isis y dos teatros. No es posible caminar por aquel paraje sin una especie de entusiasmo que todos aquellos objetos inspiran. Este era el teatro: aquí se acomodaba el pueblo, allí la nobleza, por allí salían los actores, aquí se oyeron los versos de Terencio y Plauto, este recinto sonó con aplausos públicos; los hombres desaparecieron, y el lugar existe. Este era el templo: allí está la inscripción, allí las aras; las paredes anuncian todavía, en pinturas y estucos, los atributos de la deidad. Aquí se degollaban las víctimas; aquí, escondidos los sacerdotes, prestaban su voz a un mudo simulacro, y el pueblo, lleno de terror, creía escuchar la divinidad misma anunciando a la ignorancia huma[p. 364]na los futuros destinos. Esta es una calle: empedrada está, como las de Nápoles, con lavas que ha vomitado ese volcán vecino; a un lado y otro hay ánditos para que pase el pueblo seguro de los carros: aun se ven las señales de las ruedas. Veis aquí las tiendas: allí se vendieron licores; la insignia que está a las puertas, la señal que ha dejado el pie de las copas sobre el mostrador, y las hornillas inmediatas para tener caliente la bebida, lo manifiestan. Allí hay otra donde se vendían príapos: la insignia está esculpida sobre la puerta; allí está el aparador repartido en gradas, donde se exponían estos dijes a la vista pública. Estas son casas de gente rica; este es el pórtico, sostenido en columnas de ladrillo revestidas de estuco, con decoración dórica; allí está el patio con la galería que le rodea: estancias pequeñas, altas, con mosaicos en el suelo y pinturas en las paredes; el baño, la estufa, con pared hueca, por donde se comunicaba el calor; el jardín, la fuente, la bodega, con grandes cántaros; la sala de conversación, la de comer, la alcoba, el poyo donde estaba el lecho; pinturas voluptuosas por todas partes, triunfos de amor. Veis allí los sepulcros que erigió la patria agradecida a sus hijos ilustres; la inscripción anuncia sus nombres y su calidad; allí reposan sus cenizas. ¡Qué silencio reina en todo el contorno! ¡Qué soledad horrible! Y ¡todavía el Vesubio arroja llamas y retumban sus cavernas con rumor espantoso!
Este monte, distante dos leguas y media de[p. 365] Nápoles, hacia la parte oriental, tiene de altura unas seiscientas toesas; su figura es cónica, con base muy ancha, la parte superior se compone de lavas, piedras, cenizas, arenas y escorias, sin yerbas, ni plantas, ni árboles, ni animales, ni hombres; aspereza horrible, cavernas profundas, soledad, silencio en la parte inferior, donde es el terreno fertilísimo; hay mucha cultura de árboles y viñas, que producen excelentes vinos, y en lo más llano, cerca ya del mar, se ven las alegres poblaciones de Pórtici, Resina, Torre del Greco, Torre de la Anunciata, y otras muchas que le rodean. Si se considera la inmediación de este volcán y el riesgo inminente de que un día reviente incendios, trastorne toda su circunferencia, y sepulte en fuego y cenizas aquellas moradas deliciosas, centro del lujo y de los placeres, se conocerá ¡cuán fácilmente se olvidan los hombres del peligro, por más que vean presente la amenaza! Pórtici está edificada encima de Herculano opulenta; Pompeya se descubre ahora, después de haber permanecido largos años oculta bajo las cenizas que en ella cayeron; en los jardines del rey y en otras varias partes en que se han hecho excavaciones profundas, se hallan hasta treinta capas distintas de lava, y éstas seis o siete veces interrumpida con tierra vegetal y restos confusos de edificios, que es decir: treinta veces aquel terreno, que ahora habitan los hombres con tal seguridad, ha estado cubierto de torrentes de fuego con el trascurso de los siglos; seis o siete veces se han[p. 366] olvidado los hombres del estrago anterior, han cultivado y han habitado aquel territorio; otras tantas se han repetido aquellos horrores, y, no obstante, hoy viven sobre tantas ruinas, sin temer que la naturaleza, en un solo momento, renueve igual destrozo. La montaña de Soma, que por el lado de Oriente y Mediodía rodea al Vesubio, parece ser una parte de él; ambos están sobre una misma base, y parece haberlos desunido algún hundimiento, de que resultó una abertura lateral, aumentándose después la cima del volcán con las materias mismas que arroja. Las montañas de Soma, por la parte interior, que mira al Vesubio, toda está rota y quebrantada, y la opinión de haber sido en otros tiempos estos dos montes uno solo se fortifica, no solamente por la forma de entrambos, sino también por la identidad de las materias de que se componen. Este volcán tiene, además de la boca principal, varias aberturas, que rompen u obstruyen sucesivamente la dimensión de la crátera; se ha encontrado diferente en varias ocasiones también la distancia que hay desde sus bordes hasta donde se halla el fuego; toda la parte interior de su gran boca, compuesta de ásperas masas de piedras, lavas, cenizas, pómez y escorias metálicas y bituminosas, presenta a la vista varios colores, siendo los principales el blanco, verde, amarillo, ceniciento y morado. Casi siempre arroja humo con más o menos abundancia; de noche se ven salir por su boca llamaradas y materias líquidas que se revierten en varias di[p. 367]recciones, y a corta distancia se congelan. Si se examinan las señales que ha dejado este volcán en sus erupciones, se pierde la imaginación en el cálculo de su antigüedad; la memoria de los hombres, limitada y oscura, abraza apenas un corto espacio de su edad larga, anterior a todos los monumentos que conocemos y a las naciones de que tenemos algunas noticias. La primera erupción de que hablan los escritores es la del año de 79 de Jesucristo, en que perecieron Herculano y Pompeya. Plinio el naturalista, que se hallaba en Miseno, atravesó el mar con deseos de observar sus efectos, y murió a las faldas de este monte, sofocado por el humo. Desde entonces hasta la edad presente se cuentan treinta y tres o treinta y cuatro erupciones, más o menos terribles, que han hecho de aquel país un montón confuso de ruinas, convirtiéndole muchas veces en un desierto. No pueden leerse sin admiración y horror los efectos de estas erupciones. Suena un rumor confuso en las cavernas de la gran montaña, sale humo espeso por su boca, le agita el aire y esparce oscuridad y fetor por los campos vecinos; se aumenta el estruendo, revienta el monte, y entre una espesa lluvia de ceniza ardiente, que cubre la atmósfera y sepulta en tinieblas a la populosa Nápoles, con estampidos y relámpagos sale una columna altísima de fuego, arrojando al aire enormes piedras candentes, que se precipitan a los valles; brama impetuoso el viento, se altera el mar, tiembla la tierra, inflámase por todas partes el[p. 368] monte y derrama torrentes de agua entre las lavas que desde su altura bajan ardiendo al mar, abrasando y reduciendo a cenizas los árboles, las mieses, los edificios, las ciudades, que al pasar aniquila o sepulta; irritados los elementos, anuncian el trastorno final del mundo, y en sólo un momento desaparecen naciones enteras.
[p. 369]
La historia del levantamiento, guerra y revolución de España se publicó en cinco tomos, 1835-37.
Es un admirable ensayo de restauración de la forma histórica clásica y de imitación particular de Mariana. No le imita en sus discursos y arengas, género que ha pasado definitivamente de moda; pero sí en las sentencias y reflexiones breves, y sobre todo, en la narración corriente y limpia, hecha en un lenguaje fácil y elegante, y también afectadamente arcaico, aunque en este punto no llegue ciertamente su afición por el arcaísmo al extremo que en el P. Mariana.
PRIMER SITIO Y DEFENSA DE ZARAGOZA
Sin muro y sin torreones, según nos ha transmitido Floro, defendióse largos años la inmortal Numancia contra el poder de Roma. También desguarnecida y desmurada, resistió al de Fran[p. 370]cia, con tenaz porfía, si no por tanto tiempo, la ilustre Zaragoza. En ésta como en aquélla mancillaron su fama ilustres capitanes, y los impetuosos y concertados ataques del enemigo tuvieron que estrellarse en los acerados pechos de sus invictos moradores. Por dos veces, en menos de un año, cercaron los franceses a Zaragoza: una, malogradamente; otra, con pérdidas e inauditos reveses. Cuanto fué de realce y nombre para Aragón la heroica defensa de su capital, fué de abatimiento y desdoro para sus sitiadores, aguerridos y diestros, no haberse enseñoreado de ella pronto y de la primera embestida.
Baña a Zaragoza, asentada a la derecha margen, el caudaloso Ebro. Cíñela al mediodía y del lado opuesto, Huerba, acanalado y pobre, que más abajo rinde a aquél sus aguas y casi enfrente adonde, desde el Pirineo, viene también a fenecer el Gállego. Por la misma parte, y a un cuarto de legua de la ciudad, se eleva el monte Torrero, cuya altura atraviesa la Acequia Imperial, que así llaman al canal de Aragón, por traer su origen del tiempo del emperador Carlos V.
Antes del sitio hermoseaban a Zaragoza en sus contornos feraces campiñas, viñedos y olivares, con amenas y deleitables quintas, a que dan en la tierra el nombre de torres. A la izquierda del Ebro está el arrabal, que comunica con la ciudad por medio de un puente de piedra, habiéndose destruído otro de madera en una riada que hubo en 1802.
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Pasaba la población de 55.000 almas; menguó con las muertes y destrozos. No era Zaragoza ciudad fortificada, diciendo Colmenar[628], a manera de profecía, cosa ha de un siglo, «que estaba sin defensa, pero que reparaba esta falta el valor de sus habitantes».
Cercábala solamente una pared de diez a doce pies de alto y tres de espesor, en parte de tapia y en otras de mampostería, interpolada a veces y formada por algunos edificios y conventos, y en la que se cuentan ocho puertas que dan salida al campo. No lejos de una de ellas, que es la del Portillo, y extramuros, se distingue la Aljafería, antigua morada de los reyes de Aragón, rodeada de un foso y muralla, cuyos cuatro ángulos guarnecen otros tantos bastiones. Las calles en general son angostas, excepto la del Coso, muy espaciosa y larga, casi en el centro de la ciudad, y que se extiende desde la puerta llamada del Sol hasta la plaza del Mercado. Las casas, de ladrillo, y por la mayor parte de dos o tres pisos; la adornan edificios y conventos bien construídos y de piedra de sillería. La piedad admira dos suntuosas catedrales: la de Nuestra Señora del Pilar y la de la Seo, en las que alterna por años, para su asistencia, el Cabildo. El último templo, antiquísimo; el primero, muy venerado de los naturales por la imagen que en su santuario se adora. Como no es[p. 372] de nuestra incumbencia hacer una descripción especial de Zaragoza, no nos detendremos ni en sus antigüedades ni grandeza, reservando para después hablar de aquellos lugares que, a causa de la resistencia que en ellos se opuso, adquirieron desconocido renombre, porque allí las casas y edificios fueron otras tantas fortalezas.
Si ningunas eran en Zaragoza las obras de fortificación, tampoco abundaban otros medios de defensa. Vimos cuán escasos andaban al levantarse en mayo. El corto tiempo transcurrido no había dejado aumentarlos notablemente, y antes bien se habían aminorado con los descalabros padecidos en Tudela y Mallen. En semejante estado, déjase discurrir la consternación de Zaragoza al esparcirse la nueva, en la noche del 14 de junio, de haber sido aquel día derrotado don José de Palafox en las cercanías de Alagón, según dijimos en el anterior libro. Desapercibidos sus habitantes, tan solamente hallaron consuelo con la presencia de su amado caudillo, que no tardó en regresar a la ciudad. Mas el enemigo no dió descanso ni vagar. Siguieron de cerca a Palafox, y tras él vinieron proposiciones del general Lefebvre Desnouettes, a fin de que se rindiese, con un pliego enderezado al propio objeto, y firmado por los emisarios españoles Castel-Franco, Villela y Pereira, que acompañaban al ejército francés, y de quienes ya hicimos mención.
Fué la repuesta del general Palafox ir al encuentro de los invasores, y con las pocas tropas[p. 373] que le quedaban, algunos paisanos y piezas de campaña, se colocó fuera, no lejos de la ciudad, al amanecer del 15. Estaba a su lado el marqués de Lazán y muchos oficiales, mandando la artillería el capitán don Ignacio López. Pronto asomaron los franceses y trataron de acometer a los nuestros con su acostumbrado denuedo. Pero Palafox, viendo cuán superior era el número de los contrarios, determinó retirarse, y ordenadamente pasó a Longares, pueblo seis leguas distante, desde donde continuó al puerto del Frasno, cercano a Calatayud, queriendo engrosar su división con la que reunía y organizaba en dicha ciudad el Barón de Versages.
Semejante movimiento, si bien acertado en tanto que no se consideraba a Zaragoza con medios para defenderse, dejaba a esta ciudad del todo desamparada y a merced del enemigo. Así se lo imaginó fundadamente el general francés Lefebvre Desnouettes, y con sus 5 a 6.000 infantes y 800 caballos, a las nueve de la mañana del mismo 15, presentóse con ufanía delante de las puertas. Habían crecido dentro las angustias; no eran arriba de 200 los militares que quedaban entre miñones y otros soldados; los cañones, pocos y mal colocados, como gente a quien no guiaban oficiales de artillería, pues de los dos únicos con quien se contaba en un principio, don Juan Cónsul y don Ignacio López, el último acompañaba a Palafox, y el primero, por orden suya, hallábase de comisión en Huesca. El paisanaje andaba sin concier[p. 374]to, y por todas partes reinaba la indisciplina y confusión. Parecía, por tanto, que ningún obstáculo detendría a los enemigos, cuando el tiroteo de algunos paisanos y soldados desbandados los obligó a hacer parada y proceder precavidamente. De tan casual e impensado acontecimiento nació la memorable defensa de Zaragoza.
La perplejidad y tardanza del general francés alentó a los que habían empezado a hacer fuego, y dió a otros alas para ayudarlos y favorecerlos. Pero como aun no había baterías ni resguardo importante, consiguieron algunos jinetes enemigos penetrar hasta dentro de las calles. Acometidos por algunos voluntarios y miñones de Aragón, al mando del coronel don Antonio de Torres, y acosados por todas partes por hombres, mujeres y niños, fueron los más de ellos despedazados cerca de Nuestra Señora del Portillo, templo pegado a la puerta del mismo nombre.
Enfurecidos los habitantes, y con mayor confianza en sus fuerzas después de la adquirida, si bien fácil, ventaja, acudieron sin distinción de clase ni de sexo adonde amagaba el peligro, y llevando a brazo los cañones antes situados en el Mercado, plaza del Pilar y otros parajes desacomodados, los trasladaron a las avenidas por donde el enemigo intentaba penetrar, y de repente hicieron contra sus huestes horrorosas descargas. Creyó entonces necesario el general francés emprender un ataque formal contra las puertas del Carmen y del Portillo. Puso su mayor conato en[p. 375] apoderarse de la última, sin advertir que situada a la derecha de la Aljafería, eran flanqueadas sus tropas por los fuegos de aquel castillo, cuyas fortificaciones, aunque endebles, le resguardaban de un rebate. Así sucedió que los que le guarnecían, capitaneados por un oficial retirado, de nombre don Mariano Cerezo, militar tan bravo como patriota, escarmentaron la audacia de los que confiadamente se acercaban a sus muros. Dejáronlos aproximarse, y a quemarropa, los ametrallaron. En sumo grado contribuyó a que fuera más certera la artillería en sus tiros, un oficial, sobrino del general Guillelmi, quien encerrado allí con su tío desde el principio de la insurrección, olvidándose del agravio recibido, sólo pensó en no dar quiebra a su honra, y cumplió debidamente con lo que la patria exigía a su persona.
Igualmente fueron los franceses repelidos en la puerta del Carmen, sosteniendo por los lados el tremendo fuego que de frente se les hacía, escopeteros esparcidos entre las tapias, alameda y olivares, cuya buena puntería causó en las filas enemigas notable matanza. Nadie rehusaba ir a la lid; las mujeres corrían a porfía a estimular a sus esposos y a sus hijos, y atropellando por medio del inminente riesgo, los socorrían con víveres y municiones. Los franceses, aturdidos al ver tanto furor y ardimiento, titubeaban, y crecía con su vacilar el entusiasmo y valentía de los defensores. De nuevo, no obstante, y reiteradas veces embistieron la entrada del Portillo, desviándose de la[p. 376] Aljafería, y procurando cubrirse detrás de los olivares y arboledas.
Menester fué, para poner término a la sangrienta y reñida pelea, que sobreviniese la noche. Bajo su amparo se retiraron los franceses a media legua de la ciudad, y recogieron sus heridos, dejando el suelo sembrado de más de quinientos cadáveres. La pérdida de los españoles fué mucho más reducida, abrigados de tapias y edificios. Y de aquella señalada victoria, que algunos llamaron de las Eras, resultó el glorioso empeño de los zaragozanos de no entrar en pacto alguno con el enemigo, y resistir hasta el último aliento.
Fuera de sí aquellos vecinos con la victoria alcanzada, ignoraban todavía el paradero del general Palafox. Grande fué su tristeza al saber su ausencia, y no teniendo fe en las autoridades antiguas ni en los demás jefes, los diputados y alcaldes de barrio, a nombre del vecindario, se presentaron, luego que cesó el combate, al corregidor e intendente don Lorenzo Calvo de Rozas, que hechura de Palafox, merecía su confianza. Instáronle para que hiciera sus veces, y condescendió con sus ruegos en tanto que aquél no volviera.
Unía Calvo en su persona las calidades que el caso requería. Declarado abiertamente en favor de la causa pública, habíase fugado de Madrid, en donde estaba avecindado. Hombre de carácter firme y sereno, encerraba en su pecho, con apariencias de tibio, el entusiasmo y presteza de un alma[p. 377] impetuosa y ardiente. Autorizado, como ahora se veía, por la voz popular, y punzado por el peligro que a todos amenazaba, empleó con diligencia cuantos medios le sugería el deseo de proteger contra la invasión extraña la ciudad que se ponía en sus manos.
Prontamente llamó al teniente de rey don Vicente Bustamante para que expidiese y firmase a los de su jurisdicción las convenientes órdenes. Mandó iluminar las calles, con objeto de evitar cualquiera sorpresa o excesos; empezáronse a preparar sacos de tierra para formar baterías en las puertas de Sancho, el Portillo, Carmen y Santa Engracia; abriéronse zanjas o cortaduras en sus avenidas; dispusiéronse a artillarlas, y se levantó en toda la tapia que circuía a la ciudad una banqueta, para desde allí molestar al enemigo con la fusilería. Prevínose a los vecinos en estado de llevar armas que se apostasen en los diversos puntos, debiendo alternar noche y día; ocupáronse los niños y mujeres en tareas propias de su edad y sexo, y se encargó a los religiosos hacer cartuchos de cañón y fusil, cumpliéndose con tan buen deseo y ahinco aquellas disposiciones, que a las diez de la noche se había ya convertido Zaragoza en un taller universal, en el que todos se afanaban por desempeñar debidamente lo que a cada uno se había encomendado.
Con más lentitud se procedió en la construcción de las baterías, por falta de ingeniero que dirigiese la obra. Sólo había uno, que era don An[p. 378]tonio San Genis, y éste había sido el 15 llevado a la cárcel por los paisanos, que le conceptuaban sospechoso, habiendo notado que reconocía las puertas y la ronda de la ciudad. Ignoróse su suerte en medio de la confusión, pelea y agitación de aquel día y noche, y sólo se le puso en libertad, por orden de Calvo de Rozas, en la mañana del 16. Sin tardanza trazó San Genis atinadamente varias obras de fortificación, esmerándose en el buen desempeño, y ayudado, en lugar de otros ingenieros, por los hermanos Tabuenca, arquitectos de la ciudad. Pintan estos pormenores, y por eso no son de más, la situación de los zaragozanos, y lo apurados y escasos que estaban de recursos y de hombres inteligentes en los ramos entonces más necesarios.
Los franceses, atónitos con lo ocurrido el 15, juzgaron imprudente empeñarse en nuevos ataques antes de recibir de Pamplona mayores fuerzas, con artillería de sitio, morteros y municiones correspondientes. Mientras que llegaba el socorro, queriendo Lefebvre probar la vía de la negociación, intimó el 17 que a no venir a partido pasaría a cuchillo a los habitantes cuando entrase en la ciudad. Contestósele dignamente, y se prosiguió con mayor empeño en prepararse a la defensa.
El general Palafox, en tanto, vista la decisión que habían tomado los zaragozanos de resistir a todo trance al enemigo, trató de hostigarle y llamar a otra parte su atención. Unido al barón de[p. 379] Versages, contaba con una división de 6.000 hombres y cuatro piezas de artillería. El 21 de junio pasó en Almunia reseña de su tropa, y el 23 marchó sobre Epila. En aquella villa hubo jefes que notando el poco concierto de su tropa, por lo común allegadiza, opinaron ser conveniente retirarse a Valencia y no empeorar con una derrota la suerte de Zaragoza. Palafox, asistido de admirable presencia de ánimo, congregó su gente, y delante de las filas, exhortando a todos a cumplir con el duro, pero honroso deber que la Patria les imponía, añadió que eran dueños de alejarse libremente aquellos a quienes no animase la conveniente fortaleza para seguir por el estrecho y penoso sendero de la virtud y de la gloria, o que tachasen de temeraria su empresa. Respondióse a su voz con universales clamores de aprobación, y ninguno osó desamparar sus banderas. De tamaña importancia es en los casos arduos la entera y determinada voluntad de un caudillo.
Seguro de sus soldados, hizo propósito Palafox de avanzar la mañana siguiente a la Muela, tres leguas de Zaragoza, queriendo coger a los franceses entre su fuerza y aquella ciudad. Pero barruntando éstos su movimiento, se le anticiparon y acometieron a su ejército en Epila a las nueve de la noche, hora desusada, y en la que dieron de sobresalto e impensadamente sobre los nuestros por haber sorprendido y hecho prisionera una avanzada, y también por el descuido con que todavía andaban nuestras inexpertas tropas. Trabóse la re[p. 380]friega, que fué empeñada y reñida. Como los españoles se vieron sobrecogidos, no hubo orden premeditado de batalla, y los cuerpos se colocaron según pudo cada uno en medio de la obscuridad. La artillería, dirigida por el muy inteligente oficial don Ignacio López, se señaló en aquella jornada, y algunos regimientos se mantuvieron firmes hasta por la mañana, que sin precipitación tomaron la vuelta de Calatayud. En su número se contaba el de Fernando VII, que aunque nuevo, sostuvo el fuego por espacio de seis horas, como si se compusiera de soldados veteranos. También hombres sueltos de guardias españolas defendieron largo rato una batería de las más importantes. Disputaron, pues, unos y otros el terreno a punto de que los franceses no los incomodaron en la retirada.
Palafox, convencido no obstante de que no era dado con tropas bisoñas combatir ventajosamente en campo raso, y de que sería más útil su ayuda dentro de Zaragoza, determinó, superando obstáculos, meterse con los suyos en aquella ciudad, por lo que, después de haberse rehecho, y dejando en Calatayud un depósito al mando del barón de Versages, dividió su corta tropa en dos pequeños trozos; encargó el uno a su hermano don Francisco, y acaudillando en persona el otro, volvió el 2 de julio a pisar el suelo zaragozano.
Ya había allí acudido días antes su otro hermano el marqués de Lazán, que era el gobernador, con varios oficiales, a instancias y por aviso del[p. 381] intendente Calvo de Rozas. Deseaba éste un arrimo para robustecer aun más sus acertadas providencias, acordar otras, comprometer en la defensa a las personas de distinción que no lo estuviesen todavía, imponer respeto a la muchedumbre, congregando una reunión escogida y numerosa, y afirmarla en su resolución por medio de un público y solemne juramento. Para ello convocó el 25 de junio una Junta general de las principales corporaciones e individuos de todas clases, presidida por el marqués de Lazán. En su seno expuso brevemente Calvo de Rozas el estado en que la ciudad se hallaba, y cuáles eran sus recursos, y excitó a los concurrentes a coadyuvar con sus luces y patriótico celo al sostenimiento de la causa común. Conformes todos, aprobaron lo antes obrado, se confirmaron en su propósito de vencer o morir, y resolvieron que el 26 los vecinos, soldados, oficiales y paisanos armados, prestarían en calles y plazas, en baterías y puertas, un público y majestuoso juramento.
Amaneció aquel día, y a una hora señalada de la tarde se pobló el aire de un grito asombroso y unánime «de que los defensores de Zaragoza, juntos y separados, derramarían hasta la última gota de su sangre por su religión, su rey y sus hogares».
NOTA
[628] Annales d’Espagne et de Portugal, par don Juan Alvarez de Colmenar, t. V, pág. 431, edición de Amsterdam.
[p. 383]
Nota de transcripción