Title: Parisiana
Author: Rubén Darío
Illustrator: Enrique Ochoa
Release date: January 9, 2017 [eBook #53930]
Language: Spanish
Credits: E-text prepared by Josep Cols Canals, Paul Marshall, and the Online Distributed Proofreading Team (http://www.pgdp.net) from page images generously made available by Internet Archive (https://archive.org)
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POR
RUBÉN DARÍO
ILUSTRACIONES DE
ENRIQUE OCHOA
Volumen V de las obras completas.
Administración: Editorial MUNDO LATINO
MADRID
ES PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
A
J. DOLORES GAMEZ
ANTIGUA GRATITUD
Y PERDURABLE AMISTAD
He visto pasar á una anciana vestida de negro, cuya existencia representa una de las terribles lecciones de Dios. Es la «re renante» del poema de Robert de Montesquieu ...; es el espectro doloroso de una soberana; es Eugenia de Guzmán, Fernández, la Cerda, Leira, Teba, Baños y Mora, condesa de Montijo, un tiempo emperatriz de los franceses. Clavel de Granada, rosa de Madrid, lis de París, después de una horrenda tempestad de sangre y duelos, he ahí en lo que ha venido á parar: en una triste vieja enlutada, llena de amargura y desdeñada de la muerte. Un día se presenta á visitar en su obscuro incógnito, este ó aquel palacio, ó museo ó biblioteca, y el canoso guardián comienza á explicar: «Una vez el emperador ...» Y la dama, levantando su velo: «Jean, ¿me conoces?...» «¡Ah! ¡Majestad!...» Sí; es la española garbosa y linda, la rosa-reina pintada por el pincel adulador de Winterhalter, entre vivas rosas; la orgullosa diadema de las Tullerías, que vivió un tiempo en cuentos de hadas y en decamerones imperiales, que se creyó dueña del mundo, que pasó en placer y soberbia como en un sueño, y despertó á los cañonazos alemanes, en la hora lívida de la derrota, y que mientras su marido entregaba la espada al primo de Berlín, ella huía al otro lado de la Mancha, amparada por un dentista yanqui ... ¡La pobre María Antonieta, más trágica, no pudo salvar su cándido pescuezo de cisne austriaco!
[10] La suerte fué dura, áspera y dura, con Eugenia de Montijo. Todos sabéis que su única esperanza, su consuelo único, era el príncipe imperial. Y Napoleón IV encontró la muerte entre los zulúes, muerte de escasa gloria, al servicio de la Inglaterra, que enjauló al Águila en Santa Elena. «¡Viva el emperador!» gritaron un día unos cuantos bonapartistas delante del joven príncipe. «No, amigos míos, contestó éste; el emperador ha muerto.» También la emperatriz ha muerto; pero es una muerta que está en pie, quizás penando hasta los cien años que ella se profetizó un día luctuoso delante de su confesor, el abate Goddard.
Así va, de un punto á otro, en busca de distracción y de tranquilidad; de su retiro de Inglaterra, á Londres, ó á Balmoral, á visitar á los monarcas que la acogen; á la Costa de Azur ó á este su París de antaño, que no la conoce cuando pasa.
Si Eugenia es sombría, Isabel es pintoresca. En el palacio de Castilla, Avenue Kléber, continúa siendo reina de España desde su destierro. Es decir: goza de su buena parte de lista civil, tutea á los españoles que se le acercan, da su mano á besar como [11] en los buenos tiempos, y se divierte. Es una reina cuya historia es demasiado sabida; simpática, sans gêne, soberana de país de Cucaña, abierta, generosa, alegre. Se le debe, entre otras cosas, una frase deliciosa. No hace muchos años, la Prensa toda se ocupó de un incidente ruidoso. La infanta Eulalia, en acto de protesta, se fué del palacio de Castilla á la Embajada. El nombre de un caballerizo húngaro anduvo por los periódicos. El embajador se permitió llamar á la cordura á su majestad. Su majestad septuagenaria exclamó, desolada: «¡Que siempre haya de ser yo desgraciada en mis amores!» La memorable abuela que habla así no es una alma vulgar. Merece una corona de mirto, bajo la advocación de la señora doña Venus, mujer de don Amor, como decía aquel admirable arcipreste de Hita.
Doña Isabel se mantiene en su regio retiro, visitada por sus fieles amistades, y cuando llega la villegiature se va á un castillo no lejos de París. Cuando vivía su marido, el pobre Don Francisco de Asís, solía hacerle compañía de vez en cuando en Epinay. Pero ya á Don Francisco se lo llevó la muerte, vestido de franciscano, como cumplía á un rey católico. Doña Isabel ha visto á su nieto coronado, y cuando la reina María Cristina ha estado en París, la entrevista entre las dos soberanas ha sido muy cordial, al parecer; pero en el fondo no hay seguramente una gran simpatía. La historia del reinado de Isabel II está llena de anécdotas dramáticas y curiosas en su parte íntima, y hace algún tiempo, un cronista bien informado publicó en Inglaterra, en la New Review, muy sugestivos capítulos.
Doña Isabel, aunque personalidad parisiense desde hace tantos años, es españolísima. Dicen que su lenguaje es franco y algo libre, y que le place mucho el gazpacho.
[12] Yendo una vez de Venecia al Lido, en uno de esos antiestéticos vaporcitos, útiles como la prosa, que ofenden la presencia de las góndolas, llegó á sentarse cerca de donde yo estaba, una pareja que inmediatamente llamó mi atención. Él era un hombre un tanto obeso, de noble cara; fumaba un habano en boquilla de espuma y oro. Ella, una dama ya no joven, de cierta gracia, severa y pensativa y de una absoluta distinción. Un enorme perro se echó á sus pies. En el collar de la bestia, este nombre: «César.» ¿Dónde he visto yo á este hombre?, me preguntaba. En Santiago de Chile le había visto hacía unos catorce ó quince años. Era Don Carlos de Borbón, y su mujer doña María Berta de Rohan, duquesa de Madrid. Mientras caminaba el vaporcito dejando la ciudad triste y divina, me puse á contemplar á esos reyes en el destierro. Don Carlos está aún fuerte y lozano, aunque ya ha nevado en su cabeza y en su barba. Parece que en sus ojos se leyese la desesperanza, la convicción de que todo triunfo será ya imposible, al menos para él. Y, sin embargo, ¡qué rey decorativo, qué rey tan rey haría Carlos María de los Dolores, Juan Isidoro, José, Francisco, Quirino, Antonio, Miguel, Gabriel, Rafael! A pesar del vientre, como su primo el de la Gran Bretaña. Pero España ya sigue otros rumbos, y el carlismo parece muerto, á pesar de una que otra convulsión que suele ser desaprobada por la prudencia, desde Venecia. Doña Berta, en todo caso, jamás habría sido aceptada en España como reina. La aristocracia española, la monarquía española, no la habrían reconocido, á despecho de su real consorte. Ella se queda fiel á la divisa de su apellido: reina no puede; princesa no se digna; Rohan se queda. Don Jaime está allí, no obstante, y con su sangre joven y belicosa quizás intente dar más de un susto al joven Alfonso. Tiene la suficiente fiereza y cuenta con la suficiente simpatía para hacer moverse de repente unas cuantas boínas. Don Carlos piensa ... Don Carlos medita ... [13]
La unidad de Italia descalabró á varios pequeños reyes italianos, los cuales podrán contentarse con los honores in partibus que se les hacen en el Vaticano cuando visitan al Papa. El gran duque de Toscana es un archiduque de Austria, y tiene una numerosísima familia. Vive quietamente en su espléndida mansión de Schönbrunn. No da que hablar y acepta la Historia. El rey de las Dos Sicilias, Francisco II, murió en 1894, y el conde de Caserta es hoy el jefe de la casa Borbón-Sicilia. Vive en Cannes, en un chalet envidiable, y uno de sus hijos es el actual príncipe de Asturias, cuya boda con la princesa hermana de Alfonso XIII produjo tanto escándalo. Él hace bien su oficio. Acaba de estar en las maniobras francesas y ha causado buen efecto. Haya ó no haya revolución en España, hará carrera. Que le aproveche. Su padre—y esta fué una de las causas que motivaron la oposición á su matrimonio entre los españoles—fué íntimo de Don Carlos, y peleó á su lado en la última guerra carlista.
El duque de Parma es un soberano que no suena. Excelente sujeto, aseguran que es un modelo como varón de hogar y de sociedad. Se casó con una de las más lindas princesas de Europa. Es fama que en la familia de Braganza la belleza es parte de la fortuna. Parece que al duque le importasen muy poco los vaivenes de la política, y hace la vida de un excelente señor burgués, por otra parte, como todos los monarcas actuales. Tiene su casa en Schloss Schwarzau, pero viaja con frecuencia. Ha renunciado por completo á la mano de doña Leonor, puesto que la Casa de Saboya no está dispuesta á desandar lo andado. [14]
Los realistas de Francia esperan en un posible advenimiento. Tienen su partido organizado, sus periódicos, sus electores, y á M. Bourget, que es una especie de consejero del duque de Orleans, y á M. Maurras, que es una especie de secretario. M. Maurras es un escritor de mucho talento que, siendo muy joven y poseedor de una larga melena, escribía en un periódico franco-platense que fundó hace bastantes años en París el uruguayo Rafael Fragueiro. El duque de Orleans hace dignamente su papel de rey destronado; y sus profetas proclaman á cada instante la quiebra de la República, las desventajas del sistema actual y el paraíso que será Francia si vuelven los días triunfantes de la Monarquía. Si el duque de Orleans no es un Salomón, la duquesa María Dorotea de Austria es muy bonita. Tiene un rostro propio para la diadema y—diría Alberto Ghiraldo—un cuello peligroso para la guillotina. Como es bien conocido, el duque ha vivido algún tiempo en Inglaterra y tuvo siempre una excelente acogida en la corte y en la sociedad inglesa. Pero el duque no es un diplomático. Creyendo adular al pueblo francés, perdió las amistades inglesas, leales y seguras. Cuando la guerra anglo-boer, la Prensa risueña de París publicó un sinnúmero de caricaturas, en que no se trataba á la reina Victoria con el respeto debido, si no á su corona, á su calidad de dama anciana y honorable. Había caricaturas en los kioskos de periódicos que daban verdaderamente asco y enojo. Algunas de ellas, para desdoro de sus autores, estaban firmadas por caricaturistas de talento y de celebridad. Tanto peor para la gaité gauloise, en ese caso. Pues bien: el duque de Orleans escribió una carta á uno de ellos haciéndose solidario de los ataques dirigidos á la majestad británica, y, naturalmente, desde ese día no sólo su prestigio político, sino su [15] condición de caballero y su buen gusto decayeron ante los ingleses. El pueblo francés se ha olvidado ya de los boers; pero los ingleses no olvidarán jamás la ofensa hecha á su reina y emperatriz. El duque no cesa en sus trabajos por lograr el trono perdido. El porvenir no es de fácil visión; pero por ahora todo hace augurar que su alteza real no se coronará, á pesar de los suscriptores de la Gazette de France.
El gran duque de Luxemburgo lleva el peso de muchos años, y la inconformidad ante la pérdida de su trono. Su Casa es de las germánicas más antiguas, y su pueblo lo recuerda con cariño; pero la política es la política. Y aquí ya entramos entre los muchos soberanos destronados ó con trono que pertenecen á esos Estados cuyos nombres se confunden en su multitud, principados más ó menos hanseáticos ó danubianos. Existe una geografía romántica que han explotado los Daudet y los Elemir Bourges. Vagas Ilirias, improbables Croacias, que se nos presentan apenas como en un mundo de ópera cómica. Entre tales príncipes está ese orgulloso duque de Cumberland, jefe del ducado de Brunswick, cuya posición es singular. Su Estado está á su disposición; puede sentarse en su trono cuando le plazca, pues el reino de Prusia no se ha anexionado al ducado. Pero el viejo calvo de Cumberland no quiere ir á rendir homenaje como vasallo del emperador de Alemania. «Yo no soy duque de Brunswick—dice—sino siendo rey de Hanover.» Y el ducado de Brunswick sigue sin cabeza.
Si el rey de España tiene como pretendiente al trono á Don Carlos y á Don Jaime, el rey de Portugal tiene al duque de Braganza, quien alega ser el soberano legítimo. Se funda en que desciende del rey Juan I, y en que su padre tuvo la corona seis años, á comienzos del siglo pasado. Pero este pretendiente es inofensivo, y el rosado y frondoso sportsman que tiene por mujer á la hermosa Aurelia de Orleans puede estar tranquilo en su buena ciudad de Lisboa. [16]
En Bruselas vive el que puede considerarse como heredero del imperio francés, entre la embrollada familia de los Bonapartes, el príncipe Víctor Napoleón, hijo de Clotilde de Saboya. Su hermano da que decir de cuando en cuando, porque es más militar, más combatido, y, según se asegura, no es extraño á algún sueño de restauración. Cuando viene á París de su cuartel de Rusia, en donde tiene el grado de coronel, se reunen sus amigos en casa de su tía la princesa Matilde, y se brinda por un futuro vuelo del Águila ... «¡Helas!», las águilas vienen de los Estados Unidos, ¡y valen veinte pesos oro!
Y los reyes negros Behanzin, Ranavalona, son los más felices. No piensan en que volverán á sus tórridos países á bailar las reales bámbulas y á beber aguardiente. En sus respectivos destierros gozan, como pueden, como animales.
A reyes blancos y negros el tiempo dice: «¡Fuera!»
Y la muerte: «¡Aquí!»
Es este el mes pascual, el mes del buen hombre Noel, del gran Santa Claus de las barbas blancas de nieve. El frío ha comenzado agudo y violento. Las pieles reaparecen en los cuellos y espaldas, y las manos finas de las mujeres se anidan en los manguitos. Los grandes y pequeños almacenes comienzan sus exposiciones de juguetes, y ante los cristales de los escaparates se abren, cuan grandes son, los ojos de los niños. Niños rubios, niños morenos, niños ricos y niños pobres ... Las librerías, por su parte, exhiben étrennes; las galerías del Odeón brillan llenas del oro de las encuadernaciones. He querido ver los libros y los juguetes del año, haciéndome todo lo niño posible, según el consejo evangélico, y de mi observación no he quedado muy satisfecho. ¿Es que ya, en realidad, no hay niños? ¿Acaso el alma infantil de otras veces ha desaparecido, y se nace hoy suscriptor de periódico, miembro de club ó pretendiente á un sillón del Congreso ó del Instituto?
[18] Paso por las nociones científicas que vayan contenidas en un juguete; pero, ¿qué tienen que ver la imaginación del niño y su necesidad de distracción con las miserias de la actualidad, con la anécdota vil de la vida política ó de la vida social? Digo esto porque entre la innumerable cantidad de juguetes del nuevo año se encuentran algunos de muy discutible interés para la infancia, como el Coffre-fort Humbert Crawford y la Fuite de Boule-de-laine, alusiones directísimas á dos procesos de estafa, de que tanto se ha ocupado la Prensa parisiense. Una señora muy sensata hacía observar á este propósito: «Esos juguetes de circunstancias tienen siempre mucho éxito, porque al mismo tiempo que á los niños, divierten á los grandes; por eso se ve, al acercarse el Año Nuevo, tanto grupo de parisienses detenerse en los bulevares alrededor de los camelots que venden el «juguete del año». Habría, sin embargo, que entenderse. ¿Para quién son hechos los juguetes?; ¿para los niños, ó para sus padres? Es posible creer que para los primeros. Y entonces lo que más sería de desear es que los bambinos á quienes regalen esas invenciones no comprendan nada de ellas. Una madre se creería culpable si dejara en la mesa á un niño tomar parte en un plato demasiado picante. Hay que pensar que el alma del hijo merece tantos cuidados como su estómago.»
No es raro ver chicuelos que se dan de bofetadas por un asunto que nada tiene que ver con sus pocas primaveras. No fueron escasos los disgustos que hubo en los colegios y escuelas cuando el período álgido del asunto Dreyfus. La culpa no es sino de los padres. [19]
Á las niñas se les enseña antes que otras cosas los hábitos del salón y hasta los refinamientos del flirt. Á los niños se les arma de sables y se les presenta como preciso y hermoso el espectáculo de la guerra, el oficio de matar alemanes, chinos ó negros. Fusiles y muñecas, diría un famoso poeta doméstico mejicano. Si uno pudiese oir las confesiones de una muñeca de niña rica, con el oído con que Samaín escuchó á su figurita tanagreana, he aquí lo que se entendería más ó menos: «Soy una cocotita de seda, encajes y oro, que se muere de pena bajo el poder de una niña que sabe tanto como una mujer. Tengo un pequeño automóvil que es un prodigio de mecánica, un rebaño blanco en un Trianón minúsculo como para mí, y me parezco á la reina María Antonieta. Mis trajes cuestan mucho dinero, y mi guardarropa solamente puede competir con el de mi ama y con el del perro de mi ama. No recibo caricias; pero me enseñan á bailar el minué, la pavana, y, sobre todo, el cake-walk. Sé hacer reverencias y tengo en mi interior un pequeño fonógrafo con canciones á la moda. Con lo que yo valgo puede comer un año una familia de trabajadores. Mis relaciones son escasas, pues no puedo codearme con simples bebés-jumeau de á 12,50 francos, pequeña burguesía. He conocido, en cambio, á un viejo boer que fuma en pipa, á Drumont, al Emperador de la China, y á la Bella Otero acompañada de nuestro animal municipal, quiero decir, con perdón, el cochon. Pero me aburro y me vuelvo tísica. Necesito caricias verdaderas, palabras cordiales, una buena mamá afectuosa, que me duerma en sus brazos y me bese con ternura. «¡Helas!» ¡Quién fuera el pedacito de palo que arregla y mima una simple Coseta!» Y la muñeca está con la justicia. Ella no ha venido por el buen camino, no ha venido en la mochila del viejo Noel, no ha sabido nada del grito jubiloso: Christus natus est ... [20]
Los hombrecitos de mañana, ó de pasado mañana, cuando dejan sus fuertes de cartón, sus espadas, sus soldados de plomo, sus bois de Boulogne, con mujercitas y biciclistas, sus pistolas eureka, es para tomar el «ataque al fuerte chino por el ejército de aliados», «la artillería nueva», las «grandes maniobras». Todo el mundo conquistador, todo el mundo militar. Ó bien el pequeño «laboratorio de física», ó las «matemáticas aplicadas», ó los «cartones de problemas». Todo el mundo sabio. Luego, á la luz de la lámpara, ¿qué libros le interesan? ¿Sobre qué cuadernos lujosos se deleita su curiosa cabecita? Sobre doradas nociones científicas, cuando no con aventuras tontas ó cuentos ridículos, en su mayor parte. Convengamos con René Brochot: los libros para niños no son en Francia como debían de ser, y no por falta de inteligencias y voluntades. Es quizás á las asombrosas imágenes pintadas en la Biblia (dice ese atinado escritor) que deslumbró la infancia de Pierre Nozier, á las que debemos en parte al delicioso mago Anatole France, y, sin duda, la diversidad y la gracia de los espíritus de los hombres son lo que las hicieron las lecturas y las visiones de los primeros años. Importa, pues, mucho, no ofrecer á los niños libros ridículos y cromos de una vulgaridad grosera. Los padres se imaginan fácilmente no merecer ningún reproche cuando dan á los recreos de sus hijos las estúpidas aventuras de la familia Fenouillard ó del Sapeur Camembert. Es lo que ha formado en parte en las nuevas generaciones el gusto por des expeditions coloniales et des niaises gandrioles. Sin embargo, existen en Francia libros excelentes para la infancia, álbums con buenas ilustraciones que acompañan cantos tradicionales, de esos cantos que en todas partes saben los niños, y que se cantan á coro en alegres rondas ... En la América Latina contamos con una colección de [21] cuadernos de primer orden, ilustrados á propósito, y cuyos versos, si no estoy mal informado, se deben á un notable poeta colombiano, Rafael Pombo. Me refiero á esas fábulas ó cuentecitos rimados que todavía hacen la delicia de muchos niños grandes:
Son figuritas como de un mundo de «nacimiento»; hay en esas poesías una gracia abuelesca que encanta á los caballeritos implumes, y que refresca la mente antes de que lleguen el binomio de Newton y los afluentes de los grandes ríos chinos. Aquí se suele cantar el Savez-vous planter les chous?, ó el Malbrough s’en va t’en guerre, y eso está muy bien. Brochot ha lamentado, con razón, que la boga de esas canciones populares desgraciadamente disminuya de día en día. «Lo que hay de anticuado, de imaginario en ellas, y aun su drolática absurdidad, despiertan en las almas delicadas de cinco ó de siete años las primeras impresiones de una poesía en que la risa y el ensueño se mezclan.» He ahí los dos principales elementos que hay que saber despertar en el espíritu infantil: la risa y el sueño, el rosal de las rosas rosadas y el plantío de los lirios azules. El observador agrega: «So pretexto de que la realidad debe ser la gran institutriz de los niños, se pone entre las manos de éstos álbums de historia natural y de historia militar. Se encuentran chicuelos de dos pies de alto que hablan de Napoleón con énfasis, ó que están muy al corriente de las costumbres sangrientas de la pantera negra: más valdría aún llenar su [22] memoria de berquinadas, que endurecer y secar su corazón mal tocado por tan estériles maldades.» Aquí nos encontramos en el terreno de la libertad del niño y del pequeño prodigio ... Bebé que asombra á las visitas con su saber y su precocidad. No olvidaré nunca á un muchachito demasiado despierto, de una familia hispano-americana, que, delante del papá y la mamá, me salió con esta embajada: «¿Qué piensa usted de los versos de Verlaine?» ... Me dieron ganas de tirarle de las orejas ...
Bien venidas seáis siempre imágenes de Epinal, estampas coloreadas que representáis héroes de los que se cantan en las canciones, y hadas y genios, y lo cómico de la vida y lo deleitoso del soñar. Bien venidas las figuras de Stahl, los bebecitos de Gugu, ó sea la exquisita italiana contesina Ruspoli; bien venido Froelich con sus interpretaciones del alma pueril, y Boutet de Monrel, y Henriot, y hasta la sabiduría, si viene representada por Robida y por Tom Tit. Y sobre todo, sea glorificado el recuerdo de Kate Greenaway, la hada moderna del color y del dibujo en sus álbums encantadores. Hace como un año moría en Inglaterra la exquisita Institutriz de la Belleza. Ella brilló como nadie en su arte especial en el país del keepsake, al lado de Walter Crane y otros merlines de la ilustración infantil. Sus tipos y sus escenas, de una gracia antigua, son de excepcional valor; y se diría que toda la frescura, el rosado color y el oro primaveral de los niños ingleses, se transparentan en sus páginas inolvidables, en sus preciosas imaginaciones ...
El autor que he citado se pregunta: ¿Es útil que haya álbums para los niños? ¿La representación de su propia vida por el libro y la imagen [23] interesa al niño y lo instruye? ¿No se podría decir, invocando aquí el instinto de imitación que le anima, ese deseo constante que tiene de hacer como hacen los grandes, que el niño se complace más con las escenas de humanidad que con su frágil comedia propia, y que, en fin, cuando creamos ó compramos álbums historiados para nuestros descendientes soñamos mucho más en volver á ver nuestro pasado ingenuo y vago que en encantar á nuestros amiguitos de cuarenta y ochenta meses? Esta opinión, completamente subversiva, y que la librería Hetzel no juzgará sin serenidad, no es quizás solamente especiosa: podría ser verdadera. Como á Brochot le ha sucedido, y les sucede, casi á todos: más que los cuentos en que se trata exclusivamente de niños interesan las aventuras de los grandes. Todos los pequeños Robinsones se desvanecen ante el gran Caballero de la Mancha, cuya filosofía no se entenderá, pero cuyas andanzas se siguen más interesantemente si van acompañadas de las ilustraciones de Doré. Doré fué un gran dibujante para niños, y nada comprende mejor la imaginación de pocos años que esos grabados expresivos y enfáticos de los cuentos de Perrault, por ejemplo, libro este de los más prodigiosos que haya creado el talento humano para los niños de todas las edades ... Hay que preparar para más tarde las energías que comienzan á despertarse, lo que llama un autor las metamorfosis del hombre en la educación. La Naturaleza, escribe Virey, entrega, de ordinario, en estado bien equilibrado el organismo nativo del niño en perfecta salud. Sin negar las influencias hereditarias, el objeto de los primeros ejercicios educadores consiste en hacer predominar tal facultad sobre tal otra. Las precocidades no son sino la revelación anticipada de las vocaciones. Al lado de Pascal, su hermana Jacquiline es admirable. En la biografía escrita por Mme. Perrier se lee que desde su infancia la hermana de Blas asombraba por [24] su cultura. Á los seis años ella era souhaitée partout. A los ocho, antes de saber leer, hacía versos. A los once, por la influencia de los libros que cayeron en sus manos, componía con dos amiguitas una pieza en cinco actos, «en que todo estaba observado». Es casi un bel esprit de su tiempo. Tan despierta era que compuso un epigrama sur le mouvement que la reyne a senti de son enfant. Por todas partes se la disputaban en la Corte, admirada, acariciada, «sin dejar de ser niña», y agrega Gilbert: «no dejaba nunca sus muñecas». Los primeros libros son los primeros directores.
Otro niño, en Córcega, comienza á aprender á leer bajo la dirección del abate Fesch, su tío, y de un viejo cura llamado Antonio Duracci. Un domingo, cuenta uno de sus biógrafos, en el jardín de M. De Marboeuf la madre del niño había dado permiso á sus hijos para ir á distraerse. Él hace que sigue á sus hermanos, pero luego se va bajo un árbol, toma uno de los volúmenes dejados en una silla por el dueño de casa y se pone á leer. Sin embargo, el tiempo pasa y la señora se dispone á partir. Se llama á los niños. Todos llegan menos el pequeño lector.
—¿Qué habéis hecho de vuestro hermano?—pregunta al llamado Luciano, la madre, ya inquieta.
—No vino á jugar con nosotros. Pero no debe haber salido del jardín.
Se le busca. Se le encuentra bajo el árbol, leyendo con una atención que no le permite oir el ruido de los que llegan.
—¡Hijo!—exclama la señora, con tono severo.—Nos has inquietado. Hace una hora que te buscamos. ¿Por qué no has ido á jugar con tus hermanitos?
—Mamá, perdóname—respondió.—He hallado un libro que me interesa ... [25]
M. De Marboeuf tomó el libro. El niño leía un tomo de las obras de Corneille. Se encantaba con «Nicomède». Estaba en la escena en que Prusias, indeciso entre su hijo y su mujer, dice:
La señora de Bonaparte quiso regañar á su hijo. M. De Marboeuf intervino. No le digáis nada, señora. Un niño que se distrae leyendo á Corneille no puede ser un niño común.
En efecto: el niño, ya hombre, fué el que tuvo á Corneille por libro de cabecera, así como Alejandro la Iliada y César la Historia general de Polibio. Los primeros libros son los primeros directores.
Brochot aconseja á los padres de París y de la provincia francesa no tanto el amontonar propiamente álbums para niños, sino poner en la paternal biblioteca obras como Perrault, la Biblia, Dante, ilustradas por Doré, ó las provincias francesas decoradas por Robida, ó ya otros libros, cuyos grabados decentes y magníficos puedan ser contemplados por ojos pueriles. Niños y niñas tendrían así un tesoro de visiones [26] cautivadoras ó majestuosas, diferente al pequeño bagaje que se les fabrica hoy. Esas visiones se proporcionarían por sí mismas á la fuerza de los ojos y de los espíritus infantiles é irían desarrollándose y realizando toda una belleza progresivamente con la marcha de la vida. Yo desearía que un escritor artista argentino, ó un escritor y un artista, realizasen allá algo semejante á la obra de Robida sobre las provincias francesas. La leyenda y la historia ayudarían, y las ilustraciones apropiadas encantarían é instruirían en las cosas nacionales á los pequeños hijos de la patria. So pretexto de hacer pequeños prodigios, no quitarles nunca, jamás, los tesoros de la risa y del ensueño. Hay que hacerles admirar los héroes de la historia nacional, á la par que apartarlos del moreirismo y de los espectáculos de inútil sangre derramada. Desarrollarles la imaginación, destruyendo la superstición. Sembrar en el buen terreno virgen ideas útiles para la vida que viene, granos prácticos, pero regarlos con una lluvia clara y fresca de poesía, de la necesaria poesía, hermana del sol y complemento del pan.
Ya ha vuelto Eduardo VII á su país. Ya han pasado los momentáneos entusiasmos; y, concluidas las fiestas, los reflexivos se preguntan: ¿Cuál es el alcance de esta real visita? ¿Por qué París ha saludado tan afectuosamente al soberano de la «eterna enemiga», de la «pérfida Albión»? A la primera cuestión yo contestaría que el alcance es el afianzamiento de una paz útil para los negocios de ambos Estados. Provecho, ese es el ideal de nuestro tiempo. A la segunda contestaría cantando esa inevitable canción de fiesta que todo britano ha entonado alguna vez: For he is a jolly good fellow. Porque es un alegre camarada. Ó en versión más libre: porque es un excelente buen muchacho.
El pueblo de París ha saludado á su antiguo príncipe de Gales, que, aunque ha tomado á lo serio, como conviene, su oficio de monarca, no ha adoptado la agresiva gravedad del Enrique IV de Shakespeare. Cuando ha vuelto, á más de un Falstaff compañero de sus pasadas canas al aire, le ha tendido la mano en el Jockey ó en la Embajada. Y en la Ópera [28] y en la Comedia Francesa, en donde el buen tacto protocolar había sabido poner á la vista de su majestad una buena selección de ilustres veteranos de Citeres, el rey sonrió á Granier y á Réjane. Y detalle conmovedor: el presidente Loubet, cuando supo que un funcionario de poco tacto había hecho salir del teatro á la Otero, preguntó al oir el nombre:—Qui est-ce, cette demoiselle? En tanto que Eduardo VII, entre sonriente y apenado, exclamó:—Cette pauvre Caroline! ¡Digna frase suya! De él decía ha tiempo el sagaz Max Beerbohm: By no means has he shocked the Puritans. Though it is no secret that he prefers the society of ladies, no one breath of scandal has ever touched his name. Y la divisa famosa clama: Honny soit qui mal y pense. Y como todo acaba en canciones por aquí, el pueblo de París ponía en ellas á papá Loubet y al rey Eduardo en familiares modos: «Mi pobre Emilio, desde que has partido, no andamos bien. Por todas partes en Francia se decía: ¿Vas á volver, Loubet? Combes murmura plegarias á Jesús, á Buda. Tú, montado en un dromedario, suspiras: ¡Alah! El camello es muy bello, pero me gusta más el Metropolitano». Eso en el verso tiene su sabor, como el coro:
[29] Y otro couplet: Desde que quemaron á Jeanne D’Arc todos los ingleses de rango adoran á nuestro maravilloso país, y más á sus muchachas. Cuando él era príncipe de Gales en nuestra capital
¿Por qué esa confianza afectuosa en la canción francesa? Ya lo dice la usada canción inglesa: For he is a jolly good fellow.
Cierto, el más optimista no puede dejar de reconocer que el inglés no ama al francés, ni el francés al inglés. Fuera de las muchas batallas de que aún guarda memoria el suelo de Francia, dos grandes figuras encarnan en la memoria popular la antipatía: la Buena Lorena, la Pucela, cuya hoguera se convirtió en fuego de rencor histórico, y Napoleón, Rouen, Waterloo, Santa Elena, impedirán siempre un definitivo acercamiento.
Mas Eduardo pasa en París, haciendo olvidar por momentos, á pesar de la antipatía secular, las épicas ofensas. Él sonríe á la muchedumbre que lo aclama, que lo aclama como aclama al zar, al cha, al rey de cualquier parte, porque es rey, porque el pueblo de París gusta de los reyes, porque eso es decorativo, y porque es además el actual rey de la Gran Bretaña y emperador de la India, un célebre homme á femmes, amigo del champaña y de la alegría de Lutecia. A su llegada, los manes del Leonide Leblanc y de Cora Pearl han estado contentos. Los antiguos camaradas que aún viven se han sentido rejuvenecer. Y Granier ha sonreído en su puerta, mientras en la Ópera, las ágiles piernas de Zambelli dirigían cumplimientos, ¡Ay!, toda la elocuencia de Terpsicore [30] es inútil. La vejez está entronizada junio con la cordura. El rey saluda á su viejo París con un placer no exento de melancolía. Lejano está ya el tiempo de la primavera. Son historias pasadas, casi ya legendarias, las historias del príncipe que dejaba, al pasar, un reguero de libras esterlinas. Ahora ha dejado para los pobres de París doscientas. Mas hay que advertir que ahora no tiene mamá rica, como diría el difunto viejo Rothschild. Lo aclaman, lo saludan las mujeres con el pañuelo—á él, que arrojó tantos—, le gritan: ¡Viva el rey! tout de même.
Los mismos caricaturistas que lo atacaron tanto cuando hechos políticos de ayer le hacían poco grato á la opinión francesa, han amainado. Cuando más, las flechas han ido despuntadas y con suavidad. Los patrioteros, que aprovechan toda ocasión de escándalo, no dejaron de gritar incitando á los parisienses á recibir mal al rey; pero esos pocos farsantones no tuvieron seguidores. Ante todo, ha prevalecido la economía política. «El mejor cliente de la Francia es la Inglaterra.» Los negocios son los negocios. «Así marchará bien el comercio», decía una de las canciones que los acordeonistas y guitarreros repetían por las calles en los días de las fiestas. Y la personalidad del obeso y amable monarca se destacaba en un fondo de cielo tranquilo, sin amagos de tempestad. Calma, Buena Lorena; calma, Petit Caporal: For he is a jolly good fellow.
Hace algún tiempo os escribía desde Londres: «Interesante monarca, el rey Eduardo». Se creía, antes de morir la reina Victoria, que al pueblo británico no sería simpático el reinado del célebre príncipe de Gales. Una vez éste en el trono—When thou doest appear I am as I have been ...—se ha visto que todo ha continuado [31] de la misma manera. El rey, aclamado y querido, ha enterrado al ruidoso calavera de antaño. Él ha entrado en su papel, y puede decirse que es un digno soberano de su nación. Cada rey tiene el reino que merece. Guillermo II es estudiante y vive casi siempre en ópera wagneriana; Alfonsito XIII acaba de presentarse por primera vez en el coso madrileño, y ha sido aclamado por la tauromaquia nacional; Inglaterra, «país tradicionalista y práctico, en que la decoración de la vida social yuxtapone armoniosamente vestigios de arte gótico á construcciones de usina», está muy satisfecha con un rey que viste de púrpura, armiño y oro, se coloca en la cabeza la corona de los viejos monarcas, ante su Parlamento animado de fórmulas y ceremoniales, y luego, con un habano en la boca, se va en su automóvil, en menos de una hora, de Londres á Windsor; visita el yate que ha de disputar la copa á los yanquis, ó se interesa por sus caballos Diamond Jubilee, Ambusch ó Persimon. Ese rey sportsman es grato á su país de sportsmen, es amable para los ciudadanos que gustan del tiro al blanco en Bisley, del remo en Henley, de las carreras en Ascot ó en Epsom. El corpore sano de los universitarios es una de las causas de la robustez, de la salud de la nación. Como alguno de nuestros repúblicos americanos, como algunos de nuestros directores de pueblos, el rey se interesa por las razas caballares, gusta de los ejercicios físicos; pero sabe su Shakespeare admirablemente, entiende de Arte á maravilla y puede consultar su Homero en griego y su Horacio en latín, como lo certificarán sus compañeros de Oxford y de Cambridge. No es Eduardo un príncipe guerrero. Llega ya tarde al trono y mal sentarían aires marciales al arbiter elegantiarum de los reyes y al rey de los gentlemen. [32]
El gran país de presa es odiado en la tierra toda; y ese odio se ha agriado más por los recientes sucesos africanos; mas es casi cierto que si el rey de la Gran Bretaña se presenta en esta misma Francia recelosa, será, como en Italia, acogido con la misma simpatía que la poderosa anciana imperial que pasaba con sus hindús y su burrito.
Y así pasó. Derouléde dió una cortés nota desde su destierro. Los diarios anglófobos no tuvieron atmósfera propicia, y Eduardo fué llevado y traído por la gentil Mariana, dándole una ilusión de amor al que es un jolly good fellow.
Un libro reciente de M. Jean Finot, de muy noble altura y de muy generosas tendencias, tiende á demostrar la necesidad de un acercamiento, de una unión en favor de mutuos intereses entre Francia é Inglaterra. Es verdad que en la Historia mantienen la tradicional enemiga nombres como Crecy, Poitiers, Calais, Azincourt, Isla Mauricio, Aboukir, Canadá, Waterloo; pero también es cierto que intelectualmente ha habido simpatías, cambios y relaciones desde siglos. Los embajadores espirituales han compensado en parte los males de las sangrientas campañas. Desde Montaigne hasta Verlaine y Mallarmé, la literatura francesa ha tenido entre los ingleses buenos apreciadores y seguidores. Jean Carrére tiene razón cuando dice que la élite de ambas naciones se busca. «He aquí lo que es indudable: en Inglaterra los hombres de letras gustan del espíritu francés; en Francia, los hombres de letras aprecian la cultura inglesa. Nuestras literaturas, nuestras artes, nuestras costumbres mundanas, se hacen cada día más y más perpetuos cambios. No hay país en donde los libros franceses sean mejor comprendidos que en Inglaterra. Por otra parte, basta haber viajado algo en país británico para haber observado con qué interés [33] sincero los verdaderos gentlemen buscan y gustan de las relaciones con franceses. Ellos también saben con qué cordialidad son recibidos en la alta sociedad francesa.» Verdad. Y en las manifestaciones del pensamiento ha habido sorprendentes regalos de una á otra parte. ¡Qué donadores, por ejemplo: Carlyle, Taine! ¡Y entre los Orfeos: Hugo, Swinburne! La aristocracia intelectual londinense llamaba al pobre Lelian, para oir sus conferencias, pagándole con largueza. El autor de la Siesta del Fauno era «profesor inglés» ... Dorian Gray gustaba del ambiente parisiense como Des Esseints de las brumas de Londres. Y el rey ha sido amigo de ambos, el príncipe bon enfant, el ordenador de las masculinas elegancias, el autócrata de la fashion. El populo parisiense manifiesta, cantando con la música de los Plouplous d’Auvergne:
Es poco respetuoso el tono; pero en la confianza va algo de efecto. El rey lo comprendía al saludar sonriente al singular pueblo de París. Su imagen andaba por todas partes, haciendo «marchar el comercio» en alfileres de corbata, en banderitas, en hojas, en muñecos, en abanicos, en cocardas, en insignias, en medallas, en dijes, en toda suerte de fotografías y grabados, en carteles y en las caricaturas de los periódicos, fuera de las cartas postales, en donde se le puede ver desde la pompa del trono hasta bailando el cake-walk con el presidente Loubet. La gloria instantánea en todas sus manifestaciones, el beguin de París. [34]
Ese beguin, ¿no fué ayer no más que lo tuvo con el tío Pablo?... ¿Que quién es el tío Pablo? Un viejo presidente de una república africana llamada el Transvaal ...
Eduardo VII busca la paz, y la comunicación y la amistad en el mundo. No es un rey de aislamiento ni de odio, y tanto mejor para él. Siga en ese buen camino. Afiance hasta donde le sea posible esa paz con que sueña, y que con él desean tantos hombres de buena voluntad. Siga amando el arte, el sport, y, aunque hoy plácida y románticamente, las bellas damas. Eso le hará bien en la Historia, en donde aparecerá, no manchado de sangre, ni revestido de crueldad y de egoísmo, sino amable, gentil, caballeroso, un coronado gentleman, un Plantagenent jolly good fellow.
Porque viene con un hermoso penacho á la tierra de Francisco I; porque viene con una bella reina á la tierra de las elegancias, porque sabe saludar con largo y magnífico ademán, como en los buenos tiempos viejos sabían hacerlo los grandes caballeros; porque, en fin, viene en nombre de la augusta Hermana que fué madre de la cultura del mundo, París saluda con su vibrante y vivo entusiasmo al hijo del regalantuomo, á Vittorio Emanuele III, soberano de Italia.
A través de las edades sonríen los abuelos al ver que las dos gloriosas naciones latinas desarrugan por fin las frentes. Una vasta ilusión de paz pasa sobre los hombres de esta Europa que tanto tiempo hace parecía presta á revolverse en sangre. Gozosos estarán en la eternidad aquel Conde Verde, Amadeo VI, que con Juan el Bueno concluyó el primer tratado que uniera en amistosos lazos á la dulce Francia y la dinastía de Saboya, Fert, y aquel Conde Rojo, su hijo, que llevó la gracia francesa de Bonne de Bory á su cama nupcial. [36]
Y todos los grandes, que después fueron fraternos en los campos de batalla con sus compañeros franceses en una igualdad de caballerosidad y de valor que revelaba los orígenes de una misma sangre espiritual, derivada de la antigua fuente de la nobleza y de la civilización humana; hasta los últimos, hasta los de Magenta y Solferino, hasta los Mazzini, hasta el prodigioso Mosquetero de la Libertad y aventurero de la gloria que se llamó Giusseppe Garibaldi. Y el enorme Poeta de Francia se siente feliz en su inmortalidad en este momento, en que sus anhelos de unión y de concordia parece que quieren cumplirse, en que una de sus generosas profecías semeja una realidad ...
El Capitolio saluda al Pantheon, el Pincio á Montmartre; el Tíber dice cosas al Sena y Dante hace una seña á Hugo; los parisienses están de fiesta; las parisienses han preparado cestos y ramos de sus más lindas flores, pero sobre todo violetas y miosotis; filas de carretones cargados de redomas de chianti vestidas de mimbre se estacionan frente á los restaurants en que se saborean platos de allende el Alpe; los bulevares lucen collares de bombas eléctricas y erigen astas rojas; profusas banderas están libres al aire ó formando escudos y trofeos; en el Luxemburgo la fuente de Médicis parece que no se manifestase tan soñadora y clásicamente melancólica como de costumbre; su coloso parece sonreir á la ninfa y la ninfa marmórea al coloso.
Todo eso es porque llega Vittorio Emanuele, y principalmente porque viene trayendo á su lado á la que fué princesa de Montenegro, y hoy es reina de los italianos. Pues si el monarca es grato y por ello le recibe bien Lutecia grandiosa, la reina es de soberbia beldad, y Lutecia gusta de las reinas y de las hermosas y se vuelve loca por las hermosas reinas. Y ésta tiene, además de su belleza, su bondad, un [37] nombre armonioso y homérico, una romántica tierra de origen y una leyenda de amor. Una leyenda de amor muy rara en las cortes, muy escasa en la vida de esos esclavos de su propia púrpura que son los porfirogénitos.
Todo eso place aquí mucho, y debe agradar en todas partes. Gracias á la visita de esa pareja de reyes que se aman, y gracias á la gracia buena de esta coronada señora, casi nadie se acuerda de la obra funesta de Bismarck y Crispi; casi nadie piensa en las antiguas inquinas y en las miradas recelosas que más de una vez estuvieron á punto de ser odios, odios fraternos. Se diría que una tregua existe en las antipatías y rencores que han movido las malas artes de la política en ciertos puntos de la tierra. No se ven sino signos de simpatía. Ayer no más se saludaba en la patria de Juana de Arco y de Napoleón al rey Eduardo de Inglaterra; hoy, con mayores manifestaciones de afecto, al aliado de Guillermo y de Francisco José. Todo eso es consolador y es amable. El momento es propicio; que se aproveche el momento. Si padecen las sombras del viejo canciller y del memorable Abastecedor de la Muerte que fué Herr Krupp, tanto mejor. Se aleja un mañana de choque y de duelo; ¿los soldados sirven sólo para las revistas lujosas y paradas pintorescas? ¡Excelente! ¿La Guerra descansa ó se aburre? ¡Bravísimo! Y en este caso ello es muy justo y discreto ante las futilidades peligrosas de las Cancillerías. ¿Por qué las dos grandes Hermanas latinas habrían de ser las hermanas enemigas? Así, si en Viena ó Berlín la militarizada gente no ve con buen mirar este paso de efusión armoniosa, esta buena tendencia á no destrozarse por antipatías irrazonadas, París y Roma, el Gallo y la Loba, están contentos ... [38]
Los usos monárquicos se saben guardar bien en esta Francia, que tanto de su esplendor y de su arte debe á los reyes ... El Protocolo es una institución que aún se perpetúa y renueva los días de fausto de épocas imperiales y reales ... La alta sociedad guarda sus títulos y pergaminos, con rarísimas excepciones, y los nobles militantes en la política republicana conservan sus denominaciones heráldicas. Hay aún nobles socialistas que reciben á sus invitados y correligionarios con pompa ultraconservadora y lacayos de libreas blasonadas.
El picador del Elíseo es un personaje, llámese Monjarret ó Troude; las viejas maneras cortesanas se conservan en el palacio republicano que habita el sonriente y honesto abogado de Montelimar; la señora Loubet ha hecho por primera vez en los fastos presidenciales casi de reina en la recepción de los reyes italianos, y esto con gran complacencia del pueblo de París, que por más que se diga gusta de todos esos fastuosos modos que recuerdan los gobiernos «bellos» del pasado. Los ceremoniales, las ordenadas filas de carrozas de gala, los pintiparados picadores, las pelucas, los lacayos de casacones y piernas enmalladas, las escoltas vistosas, los coraceros radiantes de acero con el casco empenachado de crin, las espadas desnudas de los oficiales gallardos, los tambores, las trompas, los clarines que anuncian, y sobre todo los reyes, las reinas, los emperadores, no importa qué reyes, no importa qué reinas, no importa qué emperadores, son para los parisienses, antes que todo, «espectáculo»; y lo que en un poeta hace despertar ideas de antiguos esplendores y cabalgatas, y en un señor de cierta instrucción evocaría desfiles de ópera cómica—cada cual habla desde su punto de vista, Olimpo á bulevar—, al público da la sensación de fiesta, y despierta en él la necesidad de las aclamaciones y de los vivas, la alegría general. En las visitas que las testas coronadas hacen hay [39] mayor ó menor entusiasmo; pero siempre lo hay. En el azar, por ejemplo, se veía al aliado en una futura probable guerra, al poderoso amo de los rusos que ayudaría con sus inmensos ejércitos á su amiga la Francia, y por eso el delirio de las ovaciones fué más que en ocasión alguna extraordinario; en el rey Eduardo, á pesar de los recientes resentimientos de Fashoda y de la antigua enemiga entre las dos naciones, se saludó con afecto, más que á todo, al antiguo príncipe de Gales, al conocido parisiense de París, loco de su cuerpo y trasnochador insigne, bien amado de la ciudad de la galantería. En el cha de Persia se saludaron su exotismo y sus fabulosos diamantes; y si á Leopoldo no se le hacen sonoras manifestaciones, es porque es un rey de casa, demasiado burgués y demasiado comerciante, y porque sin ton ni son llega todos los días. Para el rey Vittorio Emanuele, repito, ha habido el saludo que preludia la deseada unión de las naciones latinas, y al mismo tiempo la simpatía cordial debida al jefe de un país con quien se ha tenido en pasadas épocas la hermandad de las armas, el nieto del fuerte y mostachudo Vittorio Emanuele II; y no hay duda, ha habido también en el pueblo el deseo de mortificar á los reconocidos contrarios, á los que siempre se han creído enemigos de mañana, que lo fueron de ayer, á los dos emperadores de la Triple Alianza, el de la Austria odiada de Italia y el de Alemania aborrecida de Francia.
Luego Vittorio Emanuele III es rey que se hace querer y estimar. En él se ve al regenerador de su patria, hace poco abatida, y hoy triunfante en el mundo, tanto en el progreso cívico como en el industrial y comercial, pues la Italia trabajadora es hoy ciertamente una fuerza innegable; en él se admira á quien tiende á resucitar el antiguo poder de la influyente Roma en los asuntos de la tierra, al príncipe exacto, [40] rígido, hábil, que sabe manejar los hilos de su política interna y exterior, y que, á pesar de sus ligas con el césar germánico, ha tenido siempre en mira la grandeza da su raza sobre el orbe, la vieja hegemonía mundial por tanto tiempo en poder de los bárbaros, y que quién sabe si, á pesar de todo, no volverá á los hijos de la civilización grecorromana antes del fin del siglo xx.
Pequeño de cuerpo, como tantos grandes guerreros y monarcas, es vivaz y marcial, amacizado de método y de educación, forjado á duros hábitos aún en medio de las sedas palatinas, bajo la severidad del noble Humberto y la bondad graciosa y sabia de la reina Margarita, verdadera perla entre las perlas de las actuales monarquías. Su carácter es firme y reflexivo; su voz afable. Como todos los Saboyas, domina con los ojos. Estudioso y atento al progreso, se ha nutrido de libros y ha observado los hechos. Se cuentan de sus años primeros, entre preceptores y militares, interesantes anécdotas. Sus dos principales profesores, Luigi Morandi y el coronel Osio son para él, por un lado, el carácter de la cultura, y, por otro, la cultura del carácter. Por eso pecan de poco informados los biógrafos y escritores que le juzgan tan solamente dado á secos cálculos y á especulaciones prácticas tan solamente.
No importa que la socialista Paula Lombroso lo pinte como un varón para quien la poesía es «como los bombones para los niños»; París sabe que si no es un rey de ensueño—poco precisos á estas horas los reyes de ensueño—ni un rey de fantasías y estéticas nada avenibles con el asunto de manejar en el siglo xx la suerte de un gran pueblo, es monarca de «humanidades», como sienta á quien nació en la cuna del humanismo; que sabe sus clásicos, que conoce á fondo de Nepote á Horacio, y que tuvo una «profesora de poesía» en su madre encantadora, [41] que más de una vez desde los años de su infancia le leyó la honda y armoniosa lección del vasto Poeta, del sumo Dante. Y luego dejadle sus automóviles de cuando en cuando, pues para versos su suegro los compone, como su esposa, que es poesía morena y viviente. Dejadle sus automóviles, y sobre todo dejadle con sus monedas y medallas, que ser profundo numismata como él es ser ya mitad sabio y mitad artista. Su gentileza en su visita á este país ha sido completa, y jamás jefe de Estado ha sabido cumplir mejor la delicada empresa. Cuando en lo alto de las decorativas columnas alzadas en la Avenida de la Ópera el león de oro de San Marcos y la loba de oro de Roma se perfilan sobre el triste cielo parisiense, representan más que una cortesía: son un símbolo. El rey de Italia es el bienvenido, porque sabe encarnar el alma y las aspiraciones de su estirpe, y Francia le reconoce digno.
Desde su entrada á la ciudad que le hospeda, entre los gritos de entusiasmo, en las avenidas adornadas, la compañía del excelente presidente burgués, que hace muy bien lo que puede, y al lado de su esposa, toda gracia y sencillez noble, junto al Arco del Triunfo, junto á la tumba de Napoleón, en todas partes adonde la cortesía oficial le ha llevado, ha tenido, discreto y correcto, un buen gesto ó una buena palabra. Cuéntase—y se non è vero è bene trovato—que en los Inválidos, cuando el séquito oficial llegó al lugar en que, según su deseo, reposa el dueño del Águila, se quedó un buen rato en silencio, y luego: «Yo también soy sucesor de Napoleón Bonaparte ...» «¿Cómo?», insinuó M. Loubet. «¿No fué el emperador también rey de Italia?...» Y así siempre es aplaudida su cordura. Esa cordura que se demostró recientemente, cuando en momentos en que el Papa agonizaba, suspendió su viaje, respetuoso, pensando quizás en que uno de sus antepasados ciñó á su frente la pontificia tiara, y en que el ser cortés no quita la valentía de los que llevan por lema: «¡Siempre adelante, Saboya!» [42]
No he visto de cerca más que á dos reinas—por culpa ó gracia de ocasional misión:—la de España y la de Portugal. A otras he visto de lejos, y á las demás en fotografías, pinturas ó grabados. Pues bien: confieso que nunca he admirado belleza coronada más seductora que la de la princesa greco-oriental que de la corte cuasi primitiva y legendaria del principado de Montenegro salió á ser reina de la maravillosa Italia. Aquí parece exótica; á mi me ha parecido antigua conocida. «De esos ojos no tenemos aquí», me decía una espiritual francesa. «Pues allá, del otro lado del mar, los tenemos como esos—le contesté—, en rostros de ese fino y trigueño de bronce, dulce y sonrosado. ¡Esos son ojos criollos!»
En efecto: la reina Elena es semejante á una de esas soberbias, estupendas criollas, que coronadas de opulentas cabelleras negras, son reinas de hermosura en Montevideo y Buenos Aires, Lima ó la Habana. Es una de esas mujeres llenas del sol y sangre que llevan la primavera ardiendo por donde van. Y en su gallarda beldad guarda una cultura y un talento que son celebrados por todas partes. Su país es país de balada. Su madre hila en el huso la lana como una reina de Homero. Su padre es poeta. Ella es artista de corazón, pinta, canta, toca el violín y el piano. Y un alma dulce y caritativa, sentimientos de alta virtud. Dicen que las aristócratas farnienteras de su corte sonríen de sus hábitos de «mujer de su casa», de sus conocimientos de cocina ... La Pastora de Cettigne debe á su vez sonreir benévolamente. Morena del país de la [43] nieve, ella vive su leyenda de amor verdadero, y en su rey mira á su marido. Y no se ha extrañado de ir de un vuelo amoroso, de su tierra escondida, de sus montes de águilas y lobos, á ser la soberana de un reino que también fué de Lobos y de Aguilas ...
La pequeña Zita escribe, al dictado de su abuela, una institutriz que fué de la casa de Montenegro: «...en la capilla del Instituto vi por la primera vez, de cerca, á la princesa Elena, bella, esbelta, inmóvil, como es lo usual durante los oficios griegos, en que sólo el sacerdote va y viene continuamente con sus diáconos, por las tres puertas que se encuentran delante del misterio del altar». La princesse avait vraiment l’air d’une belle image. La volví á ver á menudo así, y la admiró siempre; era mi sola compensación para el suplicio de permanecer de pie. Por otra parte, intenté hacer la intención de no ir á la iglesia sino cuando esperaba la presencia de las princesas; á primera vista me he sentido atraído por la actitud de firme voluntad de la princesa Elena. Un día de verano vino con una falda de simple crêpe oriental; el corpiño ligeramente escotado. Con su lindo talle, redondo y firme, su aire recto y elegante, tenía el aspecto de una joven diosa, cuyas espaldas esperaban que se les prendiese un manto ... de emperatriz. Mi impresión había sido tan fuerte, que un diplomático bien informado, al cual se la manifesté, me dijo sonriendo: «¡Cuidado, señora!, ¡está usted haciendo política!»
«En ese entonces el zarevitch no se había casado todavía con una alemana. Otra vez la encontré encantadora también en traje nacional, camiseta de muselina sedosa y bordada, veste de terciopelo rojo galoneada de oro, y capitea en la cabeza; pero la hallaba mejor con el traje europeo, y nunca olvidaré la visión que tuve el día en que la idea de un «manto de corte», se había impuesto á mi imaginación á [44] consecuencia de cierto aire de reina que había advertido en esa joven fisonomía en que el destino ponía un signo que yo leí, deseando se realizase por sentimiento romanesco de estética, pues yo amaba ya espontáneamente á la princesa. Pero, ¿es, en verdad, la suerte de una reina lo que el corazón debe desear?»
Esas sencillas impresiones de una profesora completan un retrospectivo retrato de la magnífica y joven soberana. En cuanto á la pregunta final ... ¡quién sabe! Antaño el mundo era distinto, y la posición real no tenía los peligros de ahora. Antaño ... pero, ¿y María Antonieta, y María Estuardo, y más allá?... Mas el instante es de cantar á la reina bella y artística, no de consideraciones filosóficas. El pueblo de París la canta por boca y guitarra de sus camelots:
Eso se canta con el aire de Viens, Poupoule, y valga la intención. La Prensa forma sus más floridos ramilletes de frases; los poetas escriben sus ritmas de ocasión. Pero entre éstos ninguno ha escrito más lindo saludo que un gracioso, un conocido versificador incoherente, que deja por un momento sus ya fatigantes monorrimos y dice un precioso decir. Entre sutilezas dice cosas como éstas. Dicen los enamorados: [45]
Un ramo de rosas de Francia tenía en la mano el día primero en que la aclamó la muchedumbre de París, hirviente y contenta. Un ramo de rosas de Francia, que significa la juventud, la vida, el hechizo de amor, y al propio tiempo la salutación de esta tierra dulce y gloriosa. El gran penacho de plumas blancas se agitaba á los antiguos vientos de Galia ... Y yo miraba á su lado la figura de la princesa montenegrina, de la reina que habita el Quirinal ... la mano fina con el ramo de rosas, la cabellera negra, el talle soberbio, los ojos, los grandes ojazos criollos. Y me uní á la voz de la multitud: «¡Viva Italia!»
El origen de estos usos bárbaros arranca de muy hondo principio humano, fuera de la opinión hobbesiana. En todo hombre hay un lobo: entendido; pero en muchos hombres juntos, pugna por revelarse la manada feroz que devora al compañero. Ese es el peor peligro de la inquisición y del jurado, del convento como del taller, del colegio como de la guarnición.
¿Quién no ha sentido en la niñez la hostilidad de los primeros días de la escuela y del internado? ¿Y ya en el estudio de algún arte ó industria, ó disciplina cualquiera, la burla, el odio casi, la enemiga infaltable del compañero? Parece que el recién llegado fuese á quitarles algo, á hacerles algún daño, y el encarnizamiento no cesa sino con la revelación de una fuerza superior; casi siempre unas buenas bofetadas al más insolente y burlón de la clase. Entonces el nuevo entra á formar parte de la comunidad. Y quizás será el martirizador más terrible del próximo novato. [48]
Si esto pasa en las aglomeraciones humanas, en que el espíritu tiene otras miras y ejercicios que los de la fuerza, ¿qué no será en los colegios de la muerte, en los lugares donde se aprende á matar, en donde lo que se estudia es el manejo de las armas, la ciencia de la destrucción, el arte sangriento «de ser más fuerte que otro en un punto dado»? ¿Quién me dirá que los martirios que sufren los recién llegados equivalen al espaldarazo de los caballeros, que son la amarga sal del bautismo, la dolorosa cuchillada de la circuncisión? Palabras. Hay que combatir á todo trance la fiera que llevamos en nosotros. Si no, proclamemos como superior la filosofía de Sade, ese precursor de Nietzsche, y establézcase en cada capital culta del orbe un Jardín de los Suplicios.
Las brimades eran—felizmente, repito, ya no son—bromas pesadas, groseros tratamientos que se hacían padecer á los recién entrados, fuese cual fuese su condición; pero, naturalmente, más duros, y hasta sangrientos, con los de débil carácter ó de escasa fuerza. Ponerlos desnudos en un cuarto y embetunarlos, ó pincharlos con agujas; echarles cubos de agua fría en medio del invierno; deshacerles los pies á pisotones; darles patadas y puñetazos; azotes, etc. Por la menor falta, castigos, vara. Todo esto bajo la mirada complaciente de los superiores. La cosa había entrado en el uso desde antaño. A veces la brimade tenía fatales consecuencias; una reprimenda, algunos días de arresto al culpable, y todo quedaba lo mismo. De cuando en cuando alguna protesta aparecía en la Prensa, pero no tenía el menor eco. Así, hasta la plausible circular del general André.
En Alemania, país en que el militarismo ha entrado en la sangre, en la vida nacional, no se han suprimido, ni creo que se supriman, esas asperezas del cuartel. Cierto es que allí, en el mismo cuerpo estudiantil, existen hábitos y costumbres de la más exquisita barbarie [49] medioeval. Las caras rajadas y el gambrinismo universitario no merman un solo punto en los comienzos del vigésimo siglo. Las brimades, pues, se complican allá de schlague y suavidad tudesca. Dramas ha habido muy resonantes en que toda la Prensa se ha ocupado, y últimamente un consejo de guerra ha juzgado en Metz con la más inaudita deferencia, á los culpables de uno de esos verdaderos crímenes, merecedores de las penas más severas. He aquí cómo se narra lo sucedido: «Un soldado de apellido Polke, perteneciente al 12 regimiento de artillería de Sajonia, fué dado de baja el año pasado porque los médicos militares lo encontraron débil para el servicio. Incorporado de nuevo este año, hizo ejercicios solo, bajo el mando de un cabo llamado Trautmann. Este, un verdadero troglodita, hizo con el pobre lo que le dió la gana. Era una lluvia de patadas y puñetazos, fuera de la privación del alimento. Llegó á tanto la atrocidad, que un día el cabo le dió tal golpe en la cabeza con la culata del fusil, que el mozo quedó sin sentido. No solamente él le pegaba, sino que ordenaba á otros reclutas que hicieran lo mismo, entre las risas de los compañeros. Demás decir que todo el mundo martirizaba al infeliz. Un subteniente le dió un bofetón porque le vió fumar un cigarrillo y un teniente se burló, en vez de reprender. Por último, el maldito cabo le obligó una vez á saltar por una ventana y á correr, á paso de carga, durante diez minutos. Polke, dice quien narra el hecho, concluyó por caer fatigadísimo. Cuando se levantó, desesperado, loco, se pegó un tiro».
Ahora, ¿qué pena os figuráis que les han aplicado á los culpables en el consejo de guerra? Los camaradas que le hostigaban, «tres días de prisión». El subteniente Wiehr, «tres semanas de arresto». El cabo famoso, «cinco meses de prisión». Comparando lo que aquí pasa, dice Charles Laurent con cierta justicia: Il fait bon, tout de même, vivre en France. [50]
Sin embargo, es en la dulce Francia donde se han revelado los innominables suplicios de los disciplinarios de Olorón, esa isla de la Charente Infériéure donde están las triples fortificaciones que hizo levantar Richelieu. Allí se encuentran los dépots de los cuerpos disciplinarios; el de la compañía de fusileros de disciplina de la marina y el del cuerpo disciplinario de las colonias. A los primeros se les llama en jerga militar Peaux de lapin y á los segundos Cocos. Dubois-Desaulle hizo el gran bien de contar al público las terriblezas que allí pasaban y que, dichosamente, se han aminorado, si no desaparecido del todo. Juzgad por algunas noticias. Allí se empleaban entre otras cosas, las poucettes, el baillon, la crapaudine y el passage á tabac. De este último apenas hablaré, porque lo usa la Policía de París y no sé si la de Buenos Aires. Es una galantería habitual con el que tiene la desgracia de caer en esas manos temerosas: el passage á tabac es simplemente una estupenda «pateadura».
Ningún reglamento, ninguna ley, ningún auto legislativo ó administrativo prescribe el empleo de las poucettes en el ejército francés, y, sin embargo, decía Dubois-Desaulle, se aplica á los disciplinarios ese instrumento de tortura. Como no había reglamento ni ley que autorizara el empleo de esa tortura, todos los que tenían un grado, desde cabo á oficial, podían aplicarla. Los motivos más variados y fútiles daban lugar á la aplicación de la pena. Las tales poucettes son una pequeña prensa de acero que deshace, que rompe los pulgares. «Según el grosor de los pulgares ó el calibre de las poucettes, después de un número mayor ó menor de vueltas de la aleta que hay sobre la placa de cierre, el hombre pierde el conocimiento y la sangre trasuda por los poros de la extremidad del pulgar. Algunos minutos después de puestas las poucettes, la parte extrema del pulgar se [51] infla, la detención de la circulación da á la carne tonos violáceos; el pulgar se insensibiliza entonces por el exceso mismo del dolor, á condición, sin embargo, de que no se despierte el dolor con los movimientos; á fin de agravar la tortura, los castigadores vienen á sacudir ó tirar de los pulgares.» La descripción es demasiado chocante y larga para ser transcripta toda.
La crapaudine es una combinación en que entran las poucettes. Los pulgares están aprisionados por la espalda; el hombre está en tierra y se le atan los tobillos junto con las poucettes. El baillon es una mordaza. «Se improvisa con un pañuelo, una piedra, un objeto cualquiera, que se introduce en la boca. Se mete en seguida entre los dientes del paciente un trozo de madera del grueso de un palo de escoba y provisto de cuerdas que se atan detrás de la nuca.»
En cuanto á los azotes, se oye, cuando los cabos y sargentos no pegan duro y firme, la voz de un oficial:
—Mais cassez-leur donc les membres, nom de Dieu!
En Austria, como en Alemania, el schlague existía desde largo tiempo. A mediados del pasado siglo tuvo gran éxito y causó impresión profunda la publicación de un libro de E. Sturm, oficial de Artillería del Ejército austriaco. Las revelaciones que hacía no podían sino tener ese resultado. Sin embargo, él mismo confesaba que en cuanto al schlague, ó sea la flagelación militar, los oficiales superiores la aborrecían; pero no podían nada contra la costumbre, ó sea la disciplina en ese caso. Se azotaba por los motivos más fútiles, como fumar en la calle, ponerse el tricornio de través, ó llegar tarde á la lista. Muchos entre ellos fueron inutilizados, ó se volvieron locos. Diez días después de haber entrado al cuerpo, cuenta Sturm que la orden del día llamaba á «todos los nuevos» á que asistieran á una gran ejecución. Luego el cabo [52] le explicó: «Los nuevos militares es preciso que se habitúen á ese espectáculo antes de ser actores en él, pues hay siempre algunos que son bastante bestias para desmayarse, nada más que al ver á un hombre flagelado. Si mañana, en la ejecución, vuestro rostro traiciona el menor signo de piedad ó conmiseración, os volverán á mandar como espectador hasta que os acostumbréis; pero eso no es honroso. Se os señalará como cobarde y flojo.» El autor asistió, naturalmente. Ved sus mismas impresiones: «Tomé mi partido»; fué una larga y terrible ejecución; seis desertores pasaron seis veces bajo la hilera de varas (gassenlaufen), y uno, ladrón, ocho veces. Figuraos una doble fila de soldados armados de varas, con un cabo de diez en diez hombres. En medio pasan los desventurados soldados, la espalda desnuda, despacio ó corriendo, como le plazca al que dirige la ejecución. Mientras la sangre brota bajo la vara fuertemente aplicada, los cabos corren de aquí á allá para ver si los golpes son bien dados. Si por desgracia se sorprende al ejecutor en flagrante delito de piedad, sea que amortigüe el golpe, sea que pegue muy rápidamente para que su golpe se confunda con el de su camarada, se le condena á su vez al schlague.
«Después de la ejecución de los desertores, tres artilleros de los más famosos recibieron cada uno treinta golpes de schlague. Yo soporté á maravilla esa dolorosa prueba; así, el cabo encargado de observar nuestra conducta estaba muy satisfecho de mí, y gracias á una fingida impasibilidad se me pasó en un momento del papel de los espectadores al de los actores. Como bien se calculará, tuve que mostrarme reconocido por tanto honor: ¡ser llamado á pegarle á mis camaradas al lado de aquellos orgullosos grognards que habían ayudado á derrocar el trono de Napoleón! No pude, sin embargo, no pude siempre dominar por completo mis sentimientos; ¡que el emperador me perdone!, le he robado más de un [53] azote, en las mismas barbas del cabo. Recuerdo á este propósito que uno de mis camaradas, en un falso golpe hirió en la cara al cabo, y fué condenado por esa imprudencia á cincuenta golpes de schlague; pero el cabo perdió la nariz.» Muchos más detalles contiene esa obra curiosa. Según tengo entendido, á raíz de su publicación el emperador de Austria ordenó la supresión de esa odiosa costumbre; pero se conserva, no obstante, admirada. Es inútil cuanto se disponga en contra de hábitos tan hondamente inveterados, y que se compadecen con la rudeza de la disciplina y de los usos y ejercicios militares.
No conozco las costumbres interiores de la milicia española, pero en el país de las fáciles carreras de baqueta y del castillo de Montjuich, la ternura no debe ser mucha á ese respecto. Además, ¿quién no ha visto en los sainetes la figura del tourlourou español, el cerril asistente ó avispado ordenanza cuyas posaderas están siempre sacudidas por los puntapiés del oficial?
En Italia se me asegura que hay en esto mayor seriedad que en otras partes, y que oficial noble ha habido que ha pagado sevicias con mucho tiempo de prisión. Si esto es así, merece aplauso la milicia italiana.
Mientras exista la idea de patria, el ejército será una necesidad, y mientras la carrera de las armas exista, debe, á mi entender, mirarse como la miraba el sublime Don Quijote. Todo lo que menoscaba la dignidad humana y el propio decoro, no puede tener cabida en quienes se tienen como defensores del honor nacional, del pabellón. Y es vergonzoso que conozca el mundo hechos que menguan el decoro de los caballeros marciales. Marciales caballeros que aparecen simplemente como los más groseros y cobardes verdugos. [54]
Un diario de París publicó hace algún tiempo la historia, ó el principio de la historia, de los amores del príncipe heredero de Alemania con una joven norteamericana. El redactor anónimo de los artículos en que se narraba esta novelesca y curiosa aventura tuvo que suspender la publicación, á pedido de un miembro de la familia de la señorita, cuyo nombre es Gladys Deacon. Pero los hechos son ya muy sabidos, y en los Estados Unidos, como en Inglaterra, se conocen todos sus detalles.
El joven Federico Guillermo de Hohenzollern, hijo mayor de Guillermo II, es un alma sentimental y un corazón impresionable. No hay en él el blindaje de hierro que tienen los de su familia paterna. A pesar de la educación que el emperador da á sus hijos, éste no ha podido dominar los impulsos de su naturaleza, y manifiesta ser, más que un príncipe, un hombre. Sabidas son sus malas impresiones de universidad. No pudo su [56] carácter delicado acostumbrarse á las borussidades de sus compañeros, hechos á tragar cerveza, reglamentaria y bestialmente; y aunque el emperador le dijo que pasase por esos lances en que él también se había encontrado, no le fueron por eso menos repugnantes sus horas estudiantiles de Bonn. Algún incidente hubo que obligó al padre imperial á llamar á su hijo; y luego, para distraerle un tanto, se le envió á Inglaterra. En la corte inglesa el kronprinz se encontró más á su gusto; la sangre maternal, la herencia atávica de la emperatriz Federica, se reveló en él al contacto de sus relaciones londinenses. Fuera de la familia real, toda la aristocracia se lo disputó, y su juventud, deseosa de nuevas impresiones, encontró allí encantadores momentos.
Entre las familias que más le solicitaron está la del duque de Marlborough. Como es sabido, la duquesa es una joven norteamericana: Consuelo Vanderbilt, hija del celebérrimo millonario. Fiestas campestres, bailes íntimos, comidas, tennis, y ping-pong, todo lo que más pudiera agradar al príncipe germánico se le ofreció durante su permanencia. Entre tantas distracciones, y en tantas ocasiones propicias, el flirt no podía faltar. No faltó. Pero no fué ninguna linda miss británica, de rubios cabellos y cuello de cisne la que despertó el entusiasmo amoroso de su alteza. Su alteza se dejó prender por los ojos yanquis de una guapísima neoyorquina; moza tan fermosa non vió en la frontera, y entre un ping y un pong, la llama ardió, como en las leyendas, como en las novelas. [57]
He aquí cómo narra el hecho el autor de Amitié Amoureuse, autoridad en la materia: «Rápidamente, entre el príncipe encantador y la orgullosa joven, herida por dolores inmerecidos (la historia de la madre de la niña es bastante escabrosa, y el padre está en una casa de locos), una simpática camaradería se estableció». Primero fué una dulce atracción, que les impulsó á aislarse del mundo. La vida de los duques y lores, tan lujosa, tan abierta, tan libre, sirvió á sus amores nacientes.
Estuvieron unidos en corazón y pensamiento entre los bailes de la Country, las partidas de tennis, de foot-ball. Fueron dos cuerpos con un alma. Todo era alegría para ellos, el mundo y la Naturaleza. Se embriagaban con los olores de los musgos, del tomillo salvaje, de todas las hierbas que hollaban los pies de la bienamada. De los labios del príncipe salieron palabras raras; de los de la joven murmullos acariciantes. Deslumbrados de amor, en vano quisieron apartar el encanto ...
Cuando el príncipe balbuceó:
—Nada revela tanto el alma de una mujer como el perfume que lleva: me place el olor de vuestros cabellos ...
Con esa linda reserva anglo-sajona que creó el arte de flirt, y para que dure más tiempo ese hechizo que le aureola como con un halo, la preciosa Gladys no quiere comprender hacia dónde van las palabras del príncipe, y, coquetamente, replica:
—Monseñor, me vaporizo con rose musquée. Es la antigua rosa cantada por Shakespeare ... pero se está acabando en el reino, y pronto ya no habrá. ¿Queréis ver el único rosal que queda?
¿Adónde no hubiera ido el príncipe guiado por la joven? Y he aquí el rosal, y las rosas. Ellos se inclinan, sus cabezas se tocan, se rozan. Cómo respiran, cómo vibran ... Y el príncipe, menos aturdido por el aroma de las flores que por el que emana de su amiga, dice: [58]
—Las rosas huelen bien, pero vos, vos embalsamáis hasta embriagar.
—¡Oh, monseñor!
Ella tiembla, enrojece. Tímido y resuelto, él osa tomar su mano y la besa con fervor.
Ya véis que eso está narrado como folletín romántico. Podría ponerse: «Continuará.»
En efecto, la cosa continuó. El príncipe, activo, emprendedor, quiso pasar más adelante. La joven yanqui le dijo:
—Veo que nos amamos en lo imposible. Yo no podré nunca ser la amante, ni siquiera la esposa morganática de vuestra alteza. Para que este amor sea digno de mí y digno de vos, no hay otra cosa más que el matrimonio legítimo, sonoro, público, á la faz de las Cortes y ante el mundo todo.
Federico Guillermo debe estar en su primer amor, debe tener dentro de su pecho una tempestad de amor, y la norteamericana tiene que ser una maravilla—greatest in the world!—cuando él le contestó, pasando sobre su futuro imperio, sobre la cólera de su padre, sobre el porvenir, sobre todo: «He aquí la prueba de mi amor. He aquí nuestro anillo de boda. Ella es para ti, Gladys. Es un fetiche. Mi bisabuela la reina Victoria se lo quitó de su dedo para ponerlo en el mío y me dijo que no me separase de él sino para dárselo á la que fuese mi mujer. Lo he jurado. Os lo doy.»
Cuando el príncipe volvió á Berlín, el emperador, la emperatriz, la familia toda, se fijaron en que el anillo había desaparecido. Guillermo II no es muy suave que digamos. En seguida hizo que su hijo le confesase el paradero de la joya; y el enamorado mancebo imperial tuvo que decir la verdad. ¡Truenos! «Ese anillo no es tuyo, sino de la dinastía. Estás loco, has perdido la cabeza antes que el anillo.» [59]
Poco más ó menos, fueron las palabras del padre. El mozo, que tiene también fibra, contestó: «Lo hecho, hecho está, y bien hecho está, ante mi conciencia. Por lo demás renuncio á todo rango, á toda púrpura, á Berlín, á Alemania, al Imperio, como nuestro pariente Juan Orth.» Desolación de las desolaciones en la familia. Un enviado fué inmediatamente á Londres á reclamar á la bella Gladys el anillo.
«¡No lo doy!», contestó la yanqui. «¡No lo des!», le aconsejó Consuelo Vanderbilt, en cuya casa nació la pasión y comenzó la novela. Ella creerá que una norteamericana puede ser emperatriz de Alemania, desde que hay una duquesa de Marlborough norteamericana.
Y Gladys no suelta el anillo.
Es de creerse que vencerán las razones de Estado y los discursos paternales. Aunque si el príncipe renunciase, en efecto, á su corona y cetro, todo quedaría arreglado, habiendo como hay tantos hermanos suyos que no tendrán más tarde inconvenientes de amor para sentarse en el trono.
El príncipe imperial de Francia, el hijo de Napoleón III, pudo ver realizados sus sueños amorosos; bien es cierto que no tenía ya trono, ni corona, ni cetro, cuando amó á la inglesa miss Mary Watkins, con quien tuvo un hijo, que vive, y á quien se ha visto en París, en compañía de la emperatriz Eugenia. La novela fué más bonita, porque la joven no sabía qué clase de persona era su amante, hasta una vez que le sorprendió conversando con lord Beaconsfield, á la entrada del oratorio de Brompton, en el matrimonio de los duques de Norfolk.
Los amores luctuosos del príncipe heredero de Austria han tocado quizás, singularmente, la imaginación de Federico Guillermo, y ojalá no [60] vaya á entrarle el demonio de la desesperación y del ensueño trágico; preferible es que tome por modelo á su deudo Juan Orth, el desaparecido misterioso, que unos creen muerto en el Océano y otros vivo en un rincón australiano, y padre de numerosa familia.
El príncipe, como sabéis, se casó con una princesa.
La calle de la Paix á las órdenes de Broadway; Paquin sustituido por míster Somebody, de Nueva York; Worth, chicaguense; Doucet, recién llegado de Arkansas ... ¿puede esto ser posible? El tío Samuel se dijo: «Tengo ya más reyes que las Cortes de Europa; tengo reyes de acero, de algodón, de las construcciones, del petróleo, de la plata, de los ferrocarriles, de los cigarros habanos y de otras muchas cosas más; París tiene el cetro de la elegancia: pues ¡á quitárselo!» Incontinenti, miss Elisabeth C. White, presidenta de la American Seamstress’s Association, y pariente, seguramente, de Samuel S. White, el rey de los dentistas, parte en guerra y se prepara, denodada y serena, como conviene á una ciudadana de los Estados Unidos, á dar la primera acometida. «Ha llegado el momento—proclama—en que las ideas americanas sobre costura se implanten en Europa, y aun en la capital francesa. La nación que no va adelante retrograda, y así les pasa á los costureros de París». Más ó menos con las mismas palabras, se apodera uno de Puerto Rico y de las Filipinas.
[62] Todo lo que los norteamericanos se proponen, casi siempre lo consiguen, pues el peso del oro americano hace inclinarse al mundo al lado de ellos ... Pero, ¿será esto posible? ¿Quitarán á París, á fuerza de greenbacks, la supremacía en la decoración femenina, arte bella entre las bellas artes, dón exquisito que está en su naturaleza, en su tradición, en su sangre? ¿Vendrá á Atenas el bárbaro á corregir á Fidias? Los maestros de la costura parece que no toman en serio la amenaza. No se trata de box, ni siquiera de bicicleta, en momentos en que llegan, después del negro Taylor, los tres más terribles campeones yanquis, que son Zimmermann, Michael y Bald, bebedores de viento; ni se trata tampoco de algo que se puede comprar en remate en la sala de ventas, pues de seguro Schwab, Carnegie ó Pierpont Morgan, se lo llevarían; se trata del gusto, del buen gusto, de la gracia parisiense, que es de París, que por ahora no puede ser de otra parte, á menos que se produzca un cataclismo en las potencias del hombre.
No, los maestros de la costura, los reyes parisienses de la calle de la Paix, los árbitros de la elegancia femenina sobre la tierra, no toman en serio la amenaza.
«Yo—dice Doucet—, no doy ninguna importancia á este incidente. Es una de esas ideas tan americanas, que ellos, los americanos, han inventado una palabra para designarlas: ¡el bluff!» Los esperamos á pie firme á los americanos. En todo tiempo las modas francesas han dado el tono al mundo entero. Luego, siempre se ha venido [63] á buscar modelos á París. El chic parisiense no se expatría. Tiene necesidad del aire ambiente para vivir. Tan cierto es, que la mejor obrera que se pueda encontrar, después de residir dos años en el extranjero: Inglaterra, Alemania, América, no importa qué parte del mundo, en donde trabaje, ha perdido el gusto, la habilidad, la fantasía. La atmósfera extranjera le habrá quitado sus cualidades parisienses y le costará mucho trabajo recobrarlas. No creáis que exagero. El experimento se ha hecho repetidas veces, y siempre de manera concluyente. En suma: no tengo por nosotros ningún temor de esa pseudo cruzada.
Las costureras americanas dicen que las turistas de su país vienen á París á llevar modas americanas. ¿Será acaso para pagar, á más del precio caro, los derechos de Aduana, que son enormes allá? ¡Y cómo tendríamos nosotros modas americanas, Dios mío!
¿Hay uno sólo de nosotros, mis colegas y yo, que haya ido á América? «No ... mientras que los americanos vienen á pillarnos, á explotarnos, á tomar nuestros modelos, las creaciones de nuestros cerebros, siempre en ebullición» ...
Por su parte, dice Paquin: «Creo que los negociantes extranjeros que vienen á comprar modelos parisienses, tienen derecho de servirse de ellos como de su propiedad. En cuanto á crear, no crearán nada los americanos, como nunca han creado nada. Lo que harán será adaptar á uno de nuestros modelos las mangas de otro, el cuello de un tercero, y harán así á veces brotar una nota inesperada de feliz fantasía; pero crear ... No crea belleza y elegancia todo el que quiere.» Y en casa de Worth se contesta con esta frase: «El chic parisiense es el chic parisiense.» Mademoiselle Boné afirma que «es imposible á los americanos hacer la moda, pues no cuentan con los elementos para ello, ni telas tan finas, ni bellos bordados, ni exquisitos encajes. Cuando [64] copian nuestros modelos, y siempre lo hacen, es con telas más pesadas, que hacen perder toda gracia. En cuanto al tour de main, á veces lo tienen, pero es con obreras francesas, y entonces nos combaten con nuestras mismas armas. Pero pocas obreras de primer orden quieren ir á América. Se hacen pagar muy caro, y no permanecen mucho tiempo. De suerte que los americanos vuelven siempre á comprarnos nuestros modelos.» Y madame Callot: «¡Oh! no tenemos por qué temer á las costureras americanas. Si se establecen en París, adquirirán gusto al contacto nuestro; pero con la condición de emplear obreras francesas y tejidos franceses. Por lo tanto, no serían sino casas francesas que trabajarían con fondos americanos. Eso es todo. Miss White, desconocida antes de que el New York Herald lanzase aquí su nombre, no me parece una rival peligrosa y no doy ninguna importancia á su declaración.» Así hablan los maestros de la costura. Tienen razón de hablar así.
Esta guerre en dentelles no hará correr mucha tinta, á pesar del bluff. Las agujas de Nueva York no pueden con las agujas de París. Es á los galos á quienes hoy toca exclamar: Effusa est in curiam omnis barbaries. Worth dice bien: el chic parisiense es el chic parisiense. La elegancia parisiense no puede ser trasplantada. Una gran casa de estas quiso hace algún tiempo fundar en Buenos Aires una sucursal, en vista que la clientela bonaerense daba pingües entradas. ¿Y qué sucedió? Que después de construir una linda casa, y establecer dicha sucursal, tuvo que cerrar ésta y alquilar la casa. Porque las elegantes de Buenos Aires dijeron: «No; queremos ser vestidas en París. Y por el mismo traje hecho en Buenos Aires, no pagaremos lo mismo que en París». Y, hablando en seda, la justicia estaba con ellas. [65]
Si se tratase de las modas masculinas, quizás, pues los elegantes de París siguen á los elegantes de Londres, y los elegantes de Londres se dejan influir por los inelegantes yanquis. Dígalo si no ese antiestético panamá, que no es panamá, sino guayaquil, el cual, una vez adoptado, durante la temporada veraniega, por los norteamericanos, se importó á Londres, y de Londres fué á París, en donde no había snob de club ni mozalbete de chez Maxim’s que no anduviese con la cabeza coronada por el cucurucho de pita, feo, arrugado por delante, á la Romain d’Aurignac.
Era un ridículo caro. Había panamás de á dos mil, de á tres mil francos. Eso basta. Así vino la moda, de su tiempo, del ruedo del pantalón doblado, como si se fuese á pasar un charco; y otras invenciones anglosajonas que se reciben con placer y se imitan con apresuramiento.
Por lo que concierne á la moda femenina, no sé que, fuera del boston y uno que otro baile, como el mismo cake-walk de los negros, las señoritas parisienses continúen las innovaciones del otro lado del Atlántico. No sé que haya señoritas francesas que se incrusten en los dientes piedras preciosas, ni que se pongan en las medias cascabelitos de oro, para andar por el salón con el ruido de un kings-charles; ni que se hagan trajes de piel de serpiente y de billetes de Banco. No, la moda americana, exclusivamente americana, no se aclimata en París fácilmente, á pesar de las compras de títulos nobiliarios y de la invasión de los Estados Unidos por otros lados. Cabalmente la moda americana ha causado en el mundo oficial recientemente un sonante escándalo, que ha concluído con el retiro de un embajador. [66]
Me refiero al caso del conde de Montebello, víctima del sombrero de su mujer. La historia es la siguiente, que los Saint-Simon, ó los Tallemant des Réaux de la época, se apresuran á recoger: En el almuerzo de Compiègne, cuando la venida del zar, todas las señoras de los ministros, como la presidenta, estaban sin sombrero: solamente la señora de Montebello no estaba en cheveux. Sensación. Ya se sabe lo que son las hijas de Eva. Una vez en la mesa, el soberano ruso conversó largamente con la embajadora, con sombrero y todo. Ya se sabe lo que son las hijas de Eva, lo mismo ministresas que modistillas ó reinas. En los rostros de sus compañeras vió la de Montebello que había una tempestad. Y todavía fué poco prudente, porque cuentan que, más tarde, una de las señoras de los ministros le preguntó, por decir algo: Vous allez repartir bientot pour la Russie madame.
Y ella le contestó: Mais oui, ma bonne dame!
La venganza ministerial llegó por fin, y el conde de Montebello no es ya embajador. Todo por el sombrero.
Ahora, ¿estaba correctamente la embajadora, en el almuerzo, con sombrero? Una autoridad, el príncipe de Sagan, no ha podido dar su opinión. Se ha pedido la del director del Gaulois, Arthur Meyer. Yo hubiera preferido la del general Mansilla. Meyer ha contestado que sí. «Porque esa es la moda.» Un joven arbiter elegantiarum, competente autoridad, por su saber y distinción mundanos, agrega: «M. Meyer podía decir también que esa es la moda «americana», y que el sombrero para almorzar nos ha venido de los Estados Unidos. Existe en Francia, para esa especie de casos que dan lugar á controversias, una referencia excelente y una autoridad infalible: la tradición. Ella está hecha de gusto, de savoir-vivre, de experiencia, de una práctica secular de las cosas de la etiqueta. La tradición, mejor que todos los tratados de ceremonial y que el código de los usos á la moda, indica la manera de [67] acomodarse según las circunstancias. Solamente la tradición no se adquiere. Il faut y être né, como decía el conde d’Orsay. Viejas señoras de provincia, un poco ridículas, con sus atavíos pasados de moda, tendrán siempre, en esas cuestiones de etiqueta, más tacto y más gracia que la más elegante de las americanas». ¿No es esta la mejor respuesta á la plutocracia triunfante?
Ahí tenéis un caso en que el americanismo importado por una parisiense como la señora de Montebello, que, fuera de todo, es una hermosísima mujer, ha causado en la sociedad francesa un asunto ruidoso, y en el mundo de la diplomacia una catástrofe, cuya principal víctima es su excelente marido, poco simpático, por otra parte, al actual Gobierno republicano, aunque su nobleza, muy reciente, se la deba á la República.
Los americanos no pueden legislar entre los atenienses sobre aticismo, entre los parisienses sobre gracia y elegancia, entre los aristócratas sobre distinción y tean.
A propósito del matrimonio del conde Boris de Castellane con Miss Gould, decía, apenas pasada la boda, una fina lengua bulevardera: «Mientras su padre viva él no podrá ser sino el segundo de su familia por el sprit.» Mientras su madre aparezca en los salones su esposa no será sino la segunda en rango. Pero la pareja buscará la inteligencia del lujo; el conde de Castellane debe tener el home de una mujer que hubiera «nacido», no en el palacio de una parvenu. Y si da comidas, los invitados deberán ser más escogidos que los menus.
Y en la guerra de los encajes y de los sombreros, de los corsés y de las enaguas, el Tío Samuel debe limitarse, por ahora, á comprarlos hechos en París. [68]
Enfoncées les républiques de l’Amérique latine, mon cher! Así comentó un mi amigo, francés, la noticia de la carnicería serbia. La reina Draga desventrada; el rey asesinado con exceso de crueldades; los cuerpos desnudos tirados al patio por una ventana; otros cuantos muertos en el Konak por la soldadesca traidora y borracha. No. Hay mucho que huele á podrido en las repúblicas de la América Latina; pero se debe confesar que aun en las más atrasadas no se ven horrores iguales á los que acaba de presenciar el mundo en Belgrado. Sin embargo, aquí no se ha gritado, como cuando llega la noticia de una revolución hispano-americana: Ah, les rastaquoueres! Ah, les sauvages! Discretos escritores sí lo han dicho con elegantes modos; pero si la cosa hubiese pasado en esas petites républiques, hubiésemos aparecido una vez más en los periódicos como vistosos caníbales y tramposos antropófagos. La tragedia serbia ha sido, en verdad, shakesperiana, de un Shakespeare de última hora; pero muy nocturnamente bárbara y muy final de Hamlet. El finado Moratín lo certificaría con espanto.
[70] Un reyezuelo degenerado, que se encadena por una pasión viciosa á una bella mujer, llena de seducciones y de ambiciones. Una Corte hirviente de intrigas, una claudicante política, un pueblo humillado, militares celosos, nepotismo áulico, miserias doradas, y luego la traición y el asesinato. Para llegar á lo shakesperiano, un poco de Suetonio y otro poco de Daudet, del Daudet de Los reyes en el destierro.
Todo el mundo sabe quién fué el rey Milano, el gordo calaverón que hacía el monarca sin trono en París, gastando estúpidamente el dinero del pueblo serbio, el tunante de bar y círculo, equívoco jugador, innoble bebedor, que pagaba á 180 francos la botella de vinos malos y andaba de conquistador entre pelanduscas y suripantas, gozosas de morganáticos afectos. Todos saben cómo vivió y murió el marido de la reina Natalia. Y por la herencia física y moral que dejara á ese pobre y nulo muchacho, que han despedazado los conjurados en el Konak, es Milano el primer culpable de la tragedia sangrienta que deja á los Obrenovich sin cabeza para una corona, á no ser que empiecen á aparecer hijos de Milano por todas partes, y entonces serán cabezas de nunca acabar. Milano, con sus vicios, por un lado; Natalia, por otro, con su orgullo; el joven Alejandro, que no tenía nada que agradecer á la Naturaleza, recibió una educación precaria, se desarrolló sin afecciones; apenas su adolescencia despierta, es la dama de honor de su madre, la hábil Draga, la que le domina con la más irascible de las [71] dominaciones. Con el vergonzoso ejemplo paternal quiere una vez el rey gobernar y reinar, al par que imponer á su pueblo los caprichos de la barragana elevada al trono, caprichos de burguesa endiosada y vengativa. ¡La desventurada mujer apenas tiene la excusa de haber sido muy hermosa! Se citan, á propósito de ella, estos versos terribles de Villiers de I’Isle Adam:
Hay también, como en Villiers y como en Elemir Bourges, negras intrigas y emponzoñados complots que un día tendrán que estallar, por los antiguos amantes olvidados y las rivalidades celosas y las vanidades heridas. Para mayores complicaciones, la antigua dama de honor había de ser infecunda. Y las naciones presenciaban la comedia grotesca de un embarazo falso y una paternidad despechada. El rey vulgar, casi imbécil, se divertía con aparatitos que imitaban el burro, el perro, el gato y el cerdo. Era una gaga joven, ó un joven gaga. No supo halagar á ningún partido, ni formarse un sostén seguro. No tenía más apoyo que los brazos blancos de Draga. Así, llega la noche de los asesinatos. El más verídico de los narradores de esa noche horrible cuenta de esta manera: «Doscientos ó doscientos cincuenta oficiales estaban en el complot. Se trataba de penetrar al palacio, cuyo servicio de guardia—hasta el matrimonio—fué hecho por tropas ordinarias. Desde el advenimiento de Draga el rey había formado dos regimientos de tropas escogidas, á pie y á caballo. Precaución inútil ... En la noche del miércoles los oficiales conspiradores esperan la hora propicia en el club ó en sus casas. Se bebe, se bebe mucho. Se excitan. Se canta, por [72] irrisión, canciones en honor del rey y de la reina. Un poco antes de las dos de la mañana los oficiales van á los cuarteles á buscar á sus hombres».
El teniente coronel Michitch y el comandante Luca Lazarevitch están entre los más resueltos. A las dos el palacio real es rodeado por el 6.º regimiento de Infantería, algunos destacamentos del 7.º y del 8.º, los oficiales del curso superior de la Escuela Militar y tres baterías del 4.º regimiento de Artillería. Se deja á las tropas á alguna distancia, y 40 oficiales se presentan á una de las rejas del palacio real. Es la puerta de entrada que se usa para ir al Konak cuando se llega por la calle Milano. Se sigue la avenida y se entra al palacio por una gran puerta, cerca de la cual hay oficiales de guardia y gentes del servicio. La primera puerta es franqueada sin dificultad por los conjurados; cómplices la habían dejado abierta. La segunda debe abrirla Naumovitch.—Naumovitch es uno de los oficiales en cuya fidelidad reposa la seguridad de los reyes: ha prometido traicionar. Pero cuando los oficiales se presentan en la segunda puerta, Naumovitch no está. Sin duda duerme. No se le esperará. Los conjurados, precavidos, llevan dinamita. La dinamita no sirve de gran cosa, y el segundo cartucho mata al traidor Naumovitch, que llega. Milkovitch, capitán fiel, se despierta, hace frente, y lo matan. El Konak está en tinieblas. La dinamita ha cortado los hilos eléctricos. Se encienden algunas bujías. Petrovich, ayudante del rey, es también muerto. Fijaos en estos detalles:
«Los conjurados piden á Petrovich que les guíe á la cámara real. Él parlamenta, para ganar tiempo. Pero los oficiales no se dejan distraer. La luz de las bujías sube por la gran escalera y se esparce en los salones del primer piso. Las hachas, los sables desnudos, muerden al [73] paso los muebles preciosos. La rabia de los asesinos, en esa obscuridad horadada de llamas pálidas y temblorosas, se manifiesta con los objetos inanimados. Petrovich cae, gritando, junto á la cámara real. Y el rey y la reina, que han oído el ruido sordo de la dinamita, los pasos precipitados de los oficiales en el hall, los primeros tiros, la subida por la escalera, la pueril batalla contra los sillones desventrados, el rey y la reina han podido percibir, última advertencia, el ronquido agónico de Petrovich. La puerta de la cámara real ha cedido al hacha. El lecho está vacío, el cuarto vacío. Momento de terrible angustia para los asesinos. ¿Si los reyes han podido huir? Buscan, alumbran debajo de la cama, en los rincones, tocan los muros. El silencio de esta rebusca angustiosa es roto por un grito de triunfo».
Bajo una vasta colgadura, en el fondo de la cámara, enfrente del gran lecho, un oficial acaba de descubrir una puerta disimulada. Es una especie de aposento con armarios para toilette de la reina. En el rincón de la izquierda, el rey y Draga vivirán aún algunos instantes, pues casi todas las velas se han apagado. Están vestidos con sus camisas de noche. Hacen frente á los matadores. Luego, los balazos y los sables que cortan las carnes. Hay tres pequeñas ventanas en la pieza en que muere la dinastía de los Obrenovitch. Draga se asoma y grita: «¡Socorro!» Los gritos se pierden en el silencio; pero un rayo del alba viene á alumbrar el fin del drama. Mueren.
Y el rey, ese rey cuasi imbécil, ha tenido un bello gesto de muerte: «Quiero que se me deje morir con Draga en mis brazos.» Y en sus brazos blancos, de amor y vicio, muere. La soldadesca ebria arroja los cadáveres desnudos por una ventana. Es un instante en que reviven escenas del bajo imperio. Los dos hermanos de Draga mueren también sin [74] bajeza. Piden fumar un cigarrillo cuando los van á fusilar: lo fuman, se besan, y entran en la muerte. Y el día alumbra la sangre y la venganza. Las músicas militares tocan por las calles y plazas, mientras la ciencia llega á revolver los cadáveres y á revelar, con el bisturí, en Alejandro: «Degeneración é infiltración grasosa del corazón; degeneración grasosa del hígado; cráneo espeso, de trece milímetros; espesor precoz de las meninges, con petrificación parcial; la duramater del lado derecho pegada á la píamater ...»; y en Draga la bella: «Comienzos de tisis cicatrizados; cuerpos fibrosos», etcétera; antiguas máculas, viejas miserias de enfermedad. ¡Triste y miserable y doloroso cuadro!
La oración fúnebre es de un soldado, y es también digna de Shakespeare. El soldado es un rudo gañán serbio, que lavó el cuerpo. Dijo:
«—¡Estaba bella en la muerte!»
Entretanto, un rey nuevo, flamante, es proclamado. Pedro I, burgués de Ginebra, va á hacerse cargo de la corona serbia.
Y en París, como en el bello libro de Daudet, vive la familia de los Karageorgevitch, que entra á Belgrado en triunfo. Y hay un príncipe Bodjjar, artista, soñador y artífice, que tienen amigos poetas, que fabrica bellos anillos, esculpe hermosos bustos y hace encuadernaciones de gran valor. Y hay un príncipe Arsenio, que tiene sus amigos entre los trasnochadores de los bars de lujo, que juega y tira el dinero, que bebe en compañía de inútiles mundanos y de cocotas el cocktail áspero y el amable champaña; y que, cuando entró al bar de la calle Helder el día de la gran noticia, fué saludado alteza por la clientela, entre taponazos y banderas serbias. [75]
—¡Brindo por tus treinta y cinco millones!—dijo una de las alegres muchachas de á tantos luises.
Y sonreía el príncipe del bar.
Pero es que tú, lector, ¿irías tranquilamente á vivir al Konak?
La tarjeta postal, en estos momentos, es una de las más animadas expresiones de la actualidad. Sus comentarios gráficos de los más notables sucesos serán más tarde inapreciables documentos. Pintan el estado de ánimo, el humor, la opinión de la generalidad. Con motivo del viaje de los reyes de Italia, ha habido una abundancia de tarjetas que no se ha visto en otras ocasiones, ni cuando la llegada del rey de Inglaterra, que se prestó á muchas ocurrencias y juguetes de ingenio. Sin pretender á las hábiles tareas de un John Grand Carteret, ó de un Octave Uzanne, procuraré daros una idea de ello en este «tímido ensayo», que me atrevo á llamar filatélico.
Desde el anuncio de la visita de Vittorio Emanuele y Elena, aparecieron las primeras tarjetas, junto con las primeras canciones y el himno real italiano. Eran simples retratos y caricaturas con el vulgar motivo [78] parisiense de Viens, Poupoule ... Puede decirse que no había en el pueblo una completa idea de la transcendencia del acercamiento de los dos jefes de Estado. La Prensa aclaró las cosas, y entonces, los autores de tarjetas, ilustrados por los periodistas, comentaron é ilustraron á su vez el acontecimiento. Cuando los reyes llegaron circuló ya una buena cantidad, y en los días de su permanencia la venta fué crecidísima. Pueden dividirse en tres clases las tarjetas:
Primera. Las que representan retratos solos, ó retratos con alegorías.
Segunda. Las que se refieren simplemente á la llegada de los soberanos y caricaturizan cosas municipales y nacionales.
Tercera. Las que, llenas de intención, entran en la política exterior. Os expondré unas y otras.
Las primeras son copiosas, copiosísimas. Una se compone de dos banderas, italiana y francesa, con los respectivos retratos de Vittorio Emanuele y M. Loubet. Y bajo ellos unos compases de la Marcha Real y de la Marsellesa.
Otra: bandera italiana, vivos colores. En el centro, entre dos escudos ornados de olivo, y coronados por la corona real, los soberanos. Abajo, compases de la Marcha Real.
Chillona, ultrapopular, otra, entre el escudo italiano y otro con la R. F. enlazadas sobre haces y dos banderas francesas, una pintoresca Italia, de faldas rojas y corpiño verde y una no menos pintoresca Francia, de falda verde, corpiño rojo y gorro frigio, con el pabellón, se dan la mano sobre el retrato pésimo del rey. Abajo: «París, Octubre 1903.» [79]
Otra criarde: sobre un vago continente, en que se distinguen bien la bota de Italia y Francia, flotan dos grandes pabellones, y sobre los dos grandes pabellones, un águila con las alas abiertas y una corona de olivo en el pico, une las dos astas. Retratos de Loubet y Vittorio Emanuele, bajo una composición blanco y negro, que representa un paisaje, una villa y tres soldados de la guerra de Italia. Arriba: «1859» y á un lado: «Solferino, Magenta.»
Retratos de los reyes y M. Loubet, armas de Italia, una testa de león, y, sobre todo, abrazadas las dos naciones hermanas, que semejan dos modistillas. El presidente y el rey. A un lado, armas de Saboya, corona, haces, ramo de olivo, monograma de la República Francesa, y arriba el gallo galo, lanzando un orgulloso cocorocó. En el fondo, sobre un resplandor solar, Liberté, Egalité, Fraternité. Hay otra con idéntico motivo, pero con distinta colocación de detalles. Un rey y un presidente, en altorrelieve coloreado, y que parecen bons-hommes de pim pam pum, se estrechan seriamente la diestra. Arriba, los correspondientes escudos. Un lamentable busto del monarca, entre dos banderas de las sororales naciones, sufre el aspergeo de flores de una República de buenas carnes. En el zócalo: «A Víctor Emanuel—Octubre 1903.»
—Retratos del rey, la reina y el presidente, sobre un confuso dibujo que significa á M. Loubet presentando á la reina á las mujeres de Francia. Esto entre dos muñecas que asen sendos ramos de olivo. Leyenda: Dediée par les fammes de France.—A sa majesté.—La reine d’Italie.
No cuento los innumerables clisés fotográficos reproducidos, con la figura de sus majestades, como los de Toppo, de Nápoles, y Brogi, de Florencia; y los bustos, con escultograbado. Pero ellos han popularizado la imagen del rey, y hecho admirar la belleza de esa reina, por todos puntos encantadora. [80]
Las que se refieren á la llegada de los soberanos son asimismo variadísimas, aunque, por lo común, de muy escaso mérito; pero repito que se trata de expresiones populares, y no de trabajos artísticos. En una, de movimiento, tirando de un cartoncito, M. Loubet, que está ante el tren real, en compañía de M. Combes y del general André, se inclina en un respetuoso saludo, mientras aparece el rey por una portezuela, y un letrero en otra: «Viva Víctor Emanuel III.» En otra, tirando del susodicho cartoncito, rey y presidente se saludan y se dan un abrazo.
Hay una scie reciente, en París, tan tonta como todas: T’en as un oeil! Eso no quiere decir nada y se aplica para todo. Es un término de compadrería parisiense. He aquí una tarjeta que se llama T’en as un Macaroni. La cabeza real surge de un montón decorativo de macarroni. C’est bete; pero á la gente le gusta. Una serie presenta la llegada, la rue Royale, en Versalles, la comida de gala, y la revista, en muy feos monos pintarrajeados. No hay ni gracia, ni intención, ni nada; pero eso se vende. El automovilismo tiene su parte. Rome-Paris—Plus d’Alpes! Eso indica un camino nevado, en la cordillera alpina, y un grupo de aldeanos que saludan al paso de un auto en que viene el deseado Vittorio Emanuel. Es un fotograbado. En otro automóvil, y parodiando el número sensacional de un ciclista de café-concert—«la flecha humana»—llegan los reyes por un plano inclinado, á dar el gran salto. El presidente, risueño, les espera con los brazos abiertos, teniendo al lado un contrahecho Delcassé. Eso se llama La fleche royal. Y la aerostación: en dos globos, sobre barquillas de fantasía, y en trajes chillones, presidente y presidenta, rey y reina, contemplan una revista de tropas. [81]
Hay otras, sin mayor chiste, que circulan también en profusión. Vittorio Emanuel desciende del tren, con dos cajas de macarroni y su valija, y el presidente le sale al encuentro, con un Delcassé chico que le tira de los faldones, y un general André largo, que lleva una botella de pernod. Abajo: Viens, totor, viens, y, T’en as un oeil. Menos mal hecha otra, ofrece á un Delcassé marmitón ante una cazuela de macarroni, de la cual saca dos que rematan en las testas del rey y del presidente. Ese está bautizado: La bonne cuisine.
Conocida es la sonrisa habitual del jefe de la República francesa. Helo aquí, recibiendo en la estación al amado primo, que llega vestido de bersaglieri, y como le encuentra más sonriente aún que él: Ah mince alors! Tu l’as le sourire!! Tras el presidente, Delcassé, amarillo, le lleva el sombrero, y André, negro y rojo, presenta la espada.
No podía dejar de aparecer el cuento de la tiara de Sait Aphernes. En una tarjeta, al darse la mano, le dice el rey á M. Loubet:—¡T’en as une tiare! En efecto: el excelente señor está casqueado de oro con el famoso artefacto.
No falta el Loubet vestido de mujer, en las rodillas del rey, abanicándole con el abanico de la Paz, mientras él se fuma un gordo habano. El autor de la caricatura ignora que el rey de Italia no fuma.
Aquí M. Loubet recibe al rey y á la reina; Delcassé lleva la cola del traje real. André sonríe. Y arriba inscripciones: «¡Evviva Francia! ¡Evviva Italia! ¡Evviva Napoli! ¡Evviva Garibaldi!» Lepine, con un gran palo, guarda el orden ...
Ved ésta: el rey, con su gran penacho, va á ver á M. Combes: Pour vous ma premiére visite: merci mille fois, mon cher, de mavoir envoyé les Chartreux. C’est un tresor inespére pour l’Italie, et pour moi! En otra, dos muchachonas mal esculpidas, portando las banderas de los dos países, se dan la mano, bajo una estrella de oro y la inscripción: [82] L’aliance latine. Y como no falta aquí lo rigoló y todo es con la mejor intención del mundo, hay una carte postale en que sus majestades, en el Jardín de París, se lucen en un chahut desenfrenado.
Y pues de danza hablamos, ved las que á la danza se refieren: M. Loubet y el rey, entre los escudos nacionales, bailan el cake-walk. M. Loubet y el rey, mientras Delcassé pistonea sobre un plato de suculenta pasta, bailan otro cake-walk, ente espirales «macarrónicas».—L’invitation á la valse: Unos cuantos niños se divierten. Dos bailan y tres ven bailar. Demás decir que los que bailan son presidente y rey. Nicolás mira con envidia; Eduardo, con asombro. Allá, medio escondido, asomando la cara, con envidia, está el niño Guillermo. Está bien compuesta. Se diría una página de Caras y Caretas.—Otra danza: el presidente, que, como se sabe, es de Montelimar, hace un vis á vis con Vittorio Emanuel. El uno lleva una caja de nougat y el otro un plato de la pasta nacional.—En otra, al son que tocan sus respectivos cancilleres, Loubet-Francia, pandereta en mano, hace pareja con el rey, alegre. Eso es el «Concierto franco-italiano» «¡Evviva la Francia! ¡Evviva la Italia!» «¡Evviva Vittorio Emanuele! ¡Evviva Loubet!»
En la danse du nougat el rey baila malabareando con los paquetes de nougat que le tira su consorte, y del cual Delcassé, vestido de egipcio, sostiene un gran plato. El presidente toca el violín.—Penses-tu? Penses-tu? Penses-tu? Qu’ca reussisse?... La pregunta es intencionada, ante otro cake-walk político que la reina contempla. En otro dibujo aparece ya Rusia. El presidente, el rey y el zar danzan en ronda. En otra, Delcassé, los pies para arriba, está junto á los dos grandes y buenos amigos, que se agitan en un paso de quadrille. Y en otra, Inglaterra toma también parte, y cada cual [83] baila su són: Víctor la tarantela, Nicolás una difícil gimnasia nacional, Eduardo la gigue, y Loubet ... el cake-walk.
He aquí: mientras una espesa Mariana se lanza á una audaz coreografía, Víctor la solicita: Viens Poupoule! Y ya en otra tarjeta, la tiene asida del talle:—Encore un baiser, veux tu bien?—Un baiser, n’negage á rien....? El autor de estas dos últimas debe ser español, al menos de origen, pues firma Morales.
Por último, Le cercle de la vie: el rey y el presidente, en bicicleta, mientras Delcassé les contempla, realizan la peligrosa suerte que en un music-hall se llama «el círculo de la muerte». Y la que representa á Loubet, de gallo, ante sus majestades. Loubet: «¡Qué grata sorpresa!» Emanuel: «Su majestad ha querido conocer vuestra fina sonrisa.» Y á un lado, Eduardo:—Ah, ce qu’on rigole á París! Y allá lejos, como un rey salvaje, el emperador del Sahara:—Moi, s’il m’invite, je n’irai pas!
Para concluir he dejado las más picantes é incisas. En una, M. Loubet, disputado por Eduardo, Víctor, Nicolás y Guillermo; uno le tira por un brazo, otro por otro, y los demás por los faldones del frac: Decidement, on se m’arrache! La «Nueva Tríplice» es un hombre de tres cabezas, las de Víctor, Loubet y Eduardo. Cerca el zar mira admirado; y allá, en el fondo, Guillermo, cruzado de brazos, contempla afligido, y tras él Francisco José no sabe qué hacer.
Una muy epigramática: El zar, knut en mano, lee las noticias de París, y exclama: Je tremble! Qu’Emmanuel ne lui fasse un emprunt; j’en ai tant besoin!
En «El eclipse» se interpone entre Loubet, por quien es atraído, y Guillermo, que le quiere detener por los pies, el rey de Italia. [84]
Proclamando que la unión hace la fuerza, se ven otra, junto á Loubet y el zar juntos, Eduardo y Víctor Manuel, que llegan á juntarse; y allá lejos, saludando militarmente, ¿por qué no?, acude Alfonso XIII. «Querido, lo siento mucho; pero os tengo que dejar á la puerta.» Quien así habla es el rey de Italia, con su aliado y amigo el emperador alemán. Allá en la frontera, tras los Alpes, saca la cabeza Loubet, que aguarda.
Dos macabras: En tanto que el tren va camino de París, al dejar Modane, surge ante el rey italiano un espectro, como otra vez el de Jesús ante Pedro:—Quo vadis, Emanuele? Y en otra que se llama «La pesadilla de ultratumba», Crispi y Bismarck se alzan de su sepulcro, ante Víctor y Loubet, que de buen humor les gritan:—Ohé, Crispi! t’en sa fait une gaffe! Ohé, Bismarck, t’en as un oeil!
Y la que puede dar la mot de la fin:
Víctor Manuel vuelve de París y se encuentra con su amigo Guillermo: «¡Dichoso tú, primo! ¿Cuándo me toca á mi?...»
Hay más filosofía que la que se cree en esos pedacitos de cartón.
Uno de los primeros libros que despertaron mi imaginación de niño: las Mil y una noches. Uno de los preferidos libros, que actualmente releo con invariable complacencia: las Mil y una noches. Antes leía la única versión española, aún más expurgada y traidora que la francesa de Galand; hoy me recreo con la literal de Mardrus, en su libertad de verbo y figura y su prestigio oriental, tan maravillosamente transpuesto. Allí concebí primeramente la verdadera realeza, la absoluta, la esplendorosa. Allí se me aparecieron, allí—y en los «nacimientos» ó «presepios», con Melchor, Gaspar y Baltasar—los verdaderos reyes, los reyes de los cuentos que empiezan: «Este era un rey ...»
Reyes de Oriente, magos extraordinarios; reyes que tienen jardines donde vagan libres leones y panteras, y en que hay pájaros de dulce encanto en jaulas de oro ... Reyes con tantas mujeres como el rey [86] Salomón, y piedras preciosas como huevos de paloma, y esclavos negros que cortan cabezas, y pipas en que humean tabacos que huelen á esencia de rosa ... Reyes que se parecían al belga Leopoldo como un clavel á un cepillo de dientes, ó un pavo real á un impermeable.
El original y picante Luis Bonafoux cuenta, en una de sus impagables crónicas, su desilusión cuando el rey de Siam, no sé en dónde, le preguntó apurado por cierto lugar ... Si non é vero, está muy bien contado. A mí no me ha preguntado por nada el cha de Persia, Mouzaffer-ed-Dine, pero le he visto varias veces, con su levita, su gorro, sus diamantes, sus bigotes largos y grises, y su cara de fastidiado, de muy fastidiado; y confieso que me ha destruído una ilusión más. No importa que se describa en los periódicos el trono suyo de Teherán, todo de oro y pedrería, y un pavo real también hecho de oro y gemas luminosas; ni la esfera en oro macizo en que los mares están representados por innumerables esmeraldas, el Africa por rubíes, la Persia en turquesas, Francia é Inglaterra por diamantes, y los otros países por diferentes piedras preciosas; sin saber que cuando da una audiencia—siempre allá en Teherán—ofrece en una caja rubíes, zafiros, esmeraldas, diamantes, perlas, turquesas, como quien da un cigarrillo ó una pastilla. Cuando le he visto, se me ha parecido á todo menos á un «rey de reyes», como sus antecesores y mis ilustres tocayos los Daríos, más ó menos ocos ó codomanos, pero admirables en el prestigio de su poética gloria y en la grandeza semidivina de las leyendas. Gracias á los Dieulafoy podemos admirar en el Louvre aquella civilización ostentosa y potente, bajo aquellos conquistadores de la India, vencedores del macedón y del tracio, que no iban á tomar curas en los Contrexeville de la época. [87]
La impresión que tengo del cha, es que es un señor que se aburre soberanamente, y á quien le importa un comino todo lo que no sean las «cositas» de París, ó las berenjenas con queso ó sin él; á las berenjenas las adora, y en el Elisée-Palace-Hotel, donde vive, y en todo lugar oficial en donde come, hay que servírselas irremisiblemente. Y en cuanto á su manera de pensar sobre el país que hoy le acoge y le festeja, se resume en la única frase de francés que sabe, y que repite para todo: Joli Paris! Joli Paris!
A este propósito cuenta un indiscreto la visita que acaba de hacer á su majestad persa el ministro de la Guerra, general André. Lo primero que dijo el cha al ministro, al estrecharle la mano, fué: Joli Paris! Joli Paris! Luego, ya sentados, le señaló una tabaquera incrustada de las indispensables piedras que sabéis, y le dijo en su idioma: Kerli, lo cual quiere decir tabaco. Tradujo la palabra el intérprete imperial, Freydoun Montazem Saltanek. El general tomó un cigarrillo, y el gran visir, haciéndose el pillín, como dicen en España, le ofreció fuego en un aparatito eléctrico. El general André encendió, y en ese momento el aparatito se puso á tocar el Vals des anglais. Y el cha, que esperaba la sorpresa del general, con los ojos alegres, contentísimo: Joli Paris! Joli Paris!
Después, se puso hablar en persa con su ministro en París, el general Nazare-Agha. Y éste tradujo al ministro de la Guerra: que su majestad estaba muy deseoso de conocer el nuevo fusil del Ejército francés, «el fusil con que V. E. acaba de armar tropas».
André se quedó asombradísimo, aún más que con lo de la cajita de música: «No hay ningún fusil nuevo—dijo—. Ya he tenido el honor de mostrar en persona á S. M. nuestro armamento, cuando nos visitó el año pasado.» El cha, á quien se tradujo esa respuesta, pareció no darse [88] bien cuenta de ella; pero para no darse por vencido, se puso un poco serio, y luego, dirigiéndose al ministro, sonriente: Joli Paris! Joli Paris!
Como le invitasen á ir á las maniobras, contestó que iría con placer; pero cuando supo que había doce horas de ferrocarril, manifestó que no iría, pues no le place viajar mucho en ferrocarril. No faltó el regalo. Ofreció al general André un estuche con una cigarrera—demás está decirlo—de oro y piedras preciosas, con su cifra grabada. Luego fué la despedida. Antes de partir díjole el general el último oficial cumplimiento. El cha se puso á mirar las muchas condecoraciones de André. Y como viese sobre todas el cordón de la Orden del León y del Sol, su Orden, dijo, señalándosela, en persa: «La Orden del León y del Sol no podría recompensar á un militar más ilustre, á un jefe más valiente, á un ministro más esclarecido.» Y luego, en francés: Joli Paris! Joli Paris! Mouzaffer-ed-Dine es un estimable filósofo.
En el lugar donde ha estado últimamente «en villegiature», un quiromante mundano consiguió que el potentado oriental le diese á estudiar su diestra. He aquí el resultado: «La línea de cabeza del soberano es casi nula; sin embargo, es fina como un cabello femenino, é indica aptitudes diplomáticas». La línea del corazón, por el contrario, se desenvuelve majestuosamente, sembrada de islotes, de meandros rojos, que indican pasiones carnales violentas y complicadas. La línea de vida es débil, pero prolongada; días largos y malestares constantes. Su Majestad es glotón—¡aquí de las berenjenas!—y se inclina á hacer trampa en el juego. El Monte de Mercurio tiene un desarrollo normal: si el cha no fuese un poderoso monarca, sería un comerciante de mérito. [89] Pero lo que está sobre todo en su real mano, es la línea de las artes. Entre las manos «conocidas» la del pintor Carolus-Duran, es la que más se le parece. Si el cha pintase, escribiese, triunfaría. Y el cha no lo hace. ¡El cha es un señor muy cuerdo!
No creamos en las quirománticas rayas, ni dejemos de creer. El cha será un gran diplomático natural, y desde luego más culto que su difunto padre, que se limpiaba los dedos, después de comer, en los ricos cortinajes de los palacios en que se le hospedaba. Aunque la diplomacia y la buena educación pueden estar muy desunidas, como en el chino Li-Hung-Chang, de sonora memoria; pero, lo que es el protocolo, gime por él á cada paso. El cha no admite programas, ni disposiciones anteriores. Cada vez que se anuncia que ha de ir á alguna parte, él, en el momento de subir al coche, ó al automóvil, da orden de ir á otra parte. Il s’en fiche de M. Crozier, de M. Mollard, de todo el personal del palacio d’Orsay, y de M. Lépine, con su Policía. Como no habla más que persa, no conversa más que por medio de sus intérpretes, y allá las cosas que les dirá de cuando en cuando. A pesar de la opinión quiromántica, no parece que el rey de reyes sea muy aficionado á las damas. Quizás será que, dueño y señor de tantas, allá en Persia, se encuentra ahito. Sin embargo, ¿cómo no ha de haber encantado su alma de primitivo, su espíritu de Oriente, esta joya humana, este bijou con vida que se llama la parisiense? Yo me figuro que es esa una de las cosas que más le atraen en esta capital de atractivos. Joli Paris!
Taciturno, como cansado, lleva este hombre raro su vida de Camaralzamán moderno, contagiado, aunque no tanto como se quisiera, de la enfermedad occidental, de la fiebre de progreso. Trajo diez millones, como dinerito de viaje. Ya se le acabaron. No importa. Pedirá otros diez. [90] Compra todo lo que le gusta; y al bárbaro que hay en él le gusta, como al niño, lo que reluce, lo que hace ruido, lo que sorprende. Compra cajas de música, lámparas eléctricas, juguetes, espadas, bronces, muebles. Compra pájaros disecados, anillos, medallones, escopetas y automóviles. Sobre todo automóviles. Tiene ya como treinta, allá en Teherán. Los compra de todas las marcas. Los regala á sus ministros y á sus amigos. Para su uso particular tiene de los mejores, de los hipogrifos que hacen una enormidad de kilómetros por hora. Se ha llevado á uno de los mejores chauffeurs de París. Cuando sale con él, le dice: «Muy despacio.» Y el imperial auto, que es muy cómodo y lujoso, no va más ligero que un carruaje cualquiera. El cha es un sabio.
Mouzaffer-ed-Dine es un sabio; daría seguramente todo lo que tiene por la camisa del hombre feliz. ¡Se aburre! He ahí su mal; no los riñones, ni el estómago. El otro día decía un obrero parisiense al verle pasar: «Le hacen falta cuidados. Si tuviese algunas «molestias», se molestaría menos.» Es la verdad. Tiene la desgracia del hombre á quien no le falta nada. Cuentan que el príncipe imperial, en tiempos de Napoleón III, un día que veía desde las Tullerías jugar á unos niños pobres, bajo la lluvia, dijo á la emperatriz, que acababa de regalarle como presente de Noel una linda y rica colección de juguetes: «Mamá, yo te pediría otra cosa mejor». «¿Qué?» «Déjame ir á meterme descalzo, en ese «hermoso lodo» que hay allí afuera ...» El cha no ha tenido hermosos lodos en su vida. Y ha tenido, en cambio, una existencia de honores continuos y placeres. Su soberbia, su gula, su lujuria, su cólera han estado siempre satisfechas. Es señor de vidas y haciendas. Tiene harén y verdugo. No hay cosa que haya deseado que no la haya tenido inmediatamente. Si no ha tenido la luna, es porque no ha querido. [91] Seguramente no le ha picado nunca un mosquito, ni la pulga del cuento de Víctor Hugo. Hay mil ojos que velan sus sueños y que inspeccionan sus vigilias. El oro y las piedras preciosas no tienen ningún valor para él. El amor le ha sido negado y la voluptuosidad le ha hartado y quebrantado. Alá le ha librado hasta ahora de los babistas que asesinaron á su padre Naser-ed-Dine, y de los anarquistas de otras tierras. Y él se fastidia, se fastidia soberanamente. Viene á París, y el pueblo le aclama, y se siente feliz, y toma una cantidad increíble de naranja y se deleita con la leguminosa consabida. El pueblo parisiense le ve pasar; le escribe cartas pidiendo todo lo que se puede pedir: le grita ¡viva! como á Krüger, como á Ranavalo, como á Cristina, como á la reina de las lavanderas y como á cualquier rey de oros, de copas, de espadas ó de bastos ...
Joli Paris!
El canónigo Rosenberg-Montrose y el banquero Boulain han sucedido en la celebridad de las fuertes estafas á la novelesca madame Humbert.
Un canónigo que roba con la mayor sangre fría á estúpidos corderos, á excelentes devotas, apoyado en la curia romana y ejerciendo de apóstol del bien y de filósofo de una ideal Jerusalén, no es cosa trivial. Así el banquero Boulain queda en segundo término. Es un vulgar escroc. Los parisienses tienen con qué entretenerse mientras no haya otro escándalo de mayor fuste.
No hay duda de que esas sonoras fechorías tienen más de cómico que de trágico, con todo y dejar en la miseria á muchos infelices. Lo cómico está en que las víctimas son todas como las del «cuento del tío», engañados que han querido engañar, ó codiciosos que no han visto las orejas del lobo. [94]
Hay, pues, crímenes cómicos; lo que no es fácil aceptar, á pesar de las más bravas paradojas, es que haya crímenes bellos. Quincey, el comedor de opio, escribió un famoso ensayo sobre «El asesinato considerado como una de las bellas artes», que Gómez Carrillo ha hecho conocer en lengua española. Esta estupenda obra de humour, está paralela á la memoria de Swift sobre el aprovechamiento antropofágico de los niños. Los artistas en crímenes no existen; talentos criminales sí hay, como sabuesos raros á lo Sherlock Holmes.
Muchos opinan que sí hay crímenes artísticos. Y otros, como Osmont, afirman: Si se coloca uno exclusivamente en el punto de vista de la Moral, no hay, no podría haber ningún bello crimen. Las circunstancias contingentes que pueden dar algún lustre á una acción generalmente culpable, deben aún excitar tanto más horror cuanto que parecen, según la vieja metáfora que todavía le gusta á M. Prud’homme, flores que tapan un abismo. Esta concesión hecha, confesemos—agrega—que hay muy pocas personas que se coloquen en el punto de vista de la moral pura y que allí permanezcan.
Y aquí entra la cuestión del «gusto». Si se permite á alguna estética mezclarse en la moral, el bello crimen existe evidentemente. Sería tan pueril negarlo como escribir—alguien lo ha dicho—que una flor envenenada no es nunca bella. Testigos el radioso acónito, el botón de oro, y entre otros, la digital, de purpurinas flores. Cuando un crimen es de un profundo horror, á que no se mezclan motivos bajos, y que el cuadro en que se produce no perturba la emoción, es cierto, para el lector que no verá el horror directo de la sangre vertida y los gestos de agonía, que una especie de salvaje grandeza se mezcla á la tragedia verdadera y hay quienes aplaudirían como en la escena de un drama bien [95] construído. El reciente drama italiano en que el conde de Bonmartini fué la víctima, es lo que llaman «un bello crimen». ¿Por qué? M. Osmont dirá: Porque la pasión sola, ¡y qué pasión monstruosa!, ha guiado la mano de los asesinos. El espantable riesgo que corrían los culpables, si eran descubiertos, pues un hombre, y sobre todo una mujer de alto rango pierde, al mismo tiempo que la libertad y el honor interior, el respeto de los demás, y ese lujo habitual desde la infancia que llega á ser como una atmósfera; los dramas espantosos que descubre la catástrofe final, todo eso impresiona, desconcierta, turba, agrada aún, de cierta manera. En ese crimen de Bolonia una figura surge que lo domina extrañamente: el senador Murri. Esa virtud romana, ese coraje estoico, no podían producirse sino en una circunstancia semejante, desmesurada en nuestros menguados tiempos. Y como conviene en un drama en que la justicia eterna parece intervenir, el crimen tendrá su castigo y la virtud encontrará su recompensa en el cumplimiento de su deber terrible. Pues—y esto para contestar á la probable objeción—nadie, pienso, admira el «bello crimen» en sí. Es una imagen de tintes violentos, un drama conmovedor. Su relación puede hacer una impresión estética. ¿Quién no ha admirado con espanto los cuadros de tortura de los pintores españoles y las pesadillas de Goya? No quiero hablar del asesinato político. Aquí un elemento nuevo aparece: la fe. Eso basta para elevar el acto al sacrificio. Con todo aun conviniendo en la existencia del «bello crimen», hay que decir que es un espectáculo muy lamentable, y que no es una escuela de la cual se deban formar cerebros y corazones. Así, admirando en un libro, ó en un diario, ocasionalmente, el crimen de Bolonia, me parece que los crímenes, bellos ó no, ocupan demasiado lugar en el periodismo y en la [96] literatura. Ensangrientan cada página y perpetúan en el pueblo la concepción byroniana de la sublimidad del crimen y la elegancia de la desesperación. Se debería también mostrar la virtud, dejarla ver como es, de una belleza superior. Las ideas de Osmont, me seducen más, lo confieso, que las originalidades estéticas y las desviaciones de la sensibilidad. El erudito Tomás de Quincey, «que á los quince años componía odas en griego y á los veinte había leído todos los libros antiguos», me parece que no andaba muy bien de la cabeza, con perdón de las opiniones de Baudelaire—otro que tal—y de mi amigo Carrillo.
No me meteré con los nietzscheanos; pero sí me referiré á los que, como M. Colah, en la cuestión opinan que á la palabra héroe se le puede dar un obscuro reverso. Ciertamente, dice dicho señor, desde el punto de vista filosófico y moral el crimen es indigno de admiración; pero la imaginación, ante el éxito de ciertas hazañas malas, cae en un estado que no es otro que la admiración. Admiráis un héroe cualquiera por su audacia, la habilidad que ha empleado para franquear lo infranqueable, el desprecio del peligro que ha mostrado en el cumplimiento de un acto de abnegación patriótica ó social. Es porque el asesino obra antimoralmente, que el valor evidente, las mañas increíbles, la insensata audacia, la terrible temeridad, las mil dificultades que deben, en fin, componer un «bello crimen» y que se ha llegado á dominar, ¿no son, por su asombroso éxito, dignas de un héroe? ¡Es un héroe de la mala causa, pero un héroe! Lo que admiráis no es el desenlance, la escena final, sino las complicaciones casi borradas, los peligros casi apartados, que preceden. Pues un «bello crimen» debe ser seguramente trabajado, combinado, reflexionado, sabiamente premeditado, y, sin embargo, trae después combinaciones cuyo triunfo es más ó menos aleatorio. Un drama de la miseria, el triste fin de un idilio amoroso, [97] el resultado trágico de una escena de celos, no pueden dar lugar á un «bello crimen», atendido que puede ser cometido bajo la presión y la ceguedad de la desesperación, de la cólera ó de la pasión.
Antes que M. Colah, J. J. Weiss, en el tercer tomo de sus Annales de Théatre, ha escrito á propósito del viejo melodrama Fualdes: «Para el bello crimen, es necesario que el personaje criminal obre por temperamento y no por impulso fortuito y singular. Es necesario además que los detalles innobles que acompañan casi siempre un asesinato, sean excusados de algún modo de su ignominia, porque la casualidad los ha disputado de manera tal, que parecen un esfuerzo del arte y como un contraste creado y arreglado por una retórica misteriosa de las cosas. Es preciso que la culpabilidad sea demostrada hasta la evidencia y que, sin embargo, se cierna sobre los motivos y sobre la ejecución del crimen un resto de misterio que se querrá siempre penetrar y que no se logrará nunca. Es necesario que los indiferentes hayan sido mezclados á la historia de ese crimen, que no les toca de ninguna manera, por algún incidente trivial, por algún juego cruel de la suerte que inquietará la existencia, á ellos mismos, por un tiempo, ó por toda la vida. Es preciso, si es posible, que toda una ciudad, ó toda una clase de la sociedad sea conmovida y turbada. Es preciso ... sería cuento de nunca acabar». El buen sentido de aquel crítico teatral que tenía mucho talento, salta á la vista.
No, no hay crímenes bellos, sino ante la filosofía de la crueldad y ante las razones del egoísmo, por más estéticos que sean. No hay crímenes bellos, como no hay enfermedades bellas. [98]
Solamente los médicos encuentran «hermosas llagas» y «lindos casos». Hay artistas criminales, como Benvenuto, y enfermos, como el autor de las Flores del Mal, que dan razón á las nuevas teorías de los filósofos del delito.
En cuanto á la delincuencia bufa y á los crímenes cómicos, son indiscutibles. Los criminales de la estofa de la señora Humbert y del canónigo Rosenberg aguardan el libreto del vaudeville y son puestos en solfa. Son tipos que hacen resaltar los lados grotescos y malignamente burlones de la criatura humana. Su obra gira alrededor de las concupiscencias y de las avaricias. Cierto es que muchos inocentes caen en sus garras; pero en la piel de cada cordero inocente hay con mucha frecuencia, en el mundo de los negocios, el alma de un pícaro lobo. París, como Nueva York, como Londres, como Buenos Aires, dan albergue y vasto campo á los Carlo Lanza, á los Arton, á los Boulain, á los Humbert-D’Aurignac. La última obra del antiguo jefe de Policía Macé, es rica en enseñanzas á este respecto.
En el crimen cómico suele haber sangre, como consecuencia; pero lo que más hay, es oro; el oro de los engañados, evaporado en las cajas de los engañadores. Luego, la mayoría aplaude, ríe, está casi de parte de los hábiles burladores ... «¡Ah!—decían algunos—¡Mme. Humbert es la mujer más grande que la Francia ha producido, Juana de Arco comprendida! ¡Habría que elevarle una estatua!» Y hay más que lástima, sonrisas para los embaucados. Y es que se cultiva, más ó menos, el arte de engañar.
He oído contar lo siguiente: «Hace poco, unos muebles Imperio, puestos en depósito en un hotel célebre, por un tapicero de mala fe, han sido [99] vendidos para América por una fuerte suma.—¡El mobilier de la emperatriz Josefina—decía una réclame—, histórico, herencia de familia», etc.! El mobilier de la emperatriz venía de la calle de la Pépinière. Un marqués ha cobrado una buena comisión, y un periodista otra. Esas son prácticas corrientes. Se sonríe con indulgencia ... Desgraciadamente, el «americano» se hace raro ... Comienza á desconfiar.
Quisiera dedicar estas líneas á los niños italianos del Río de la Plata; pero diré en ellas algunas cosas que sus inocentes espíritus no podrían comprender y que sus frescos corazones no deben saber. A los corazones de sus padres hablaré, á los espíritus de sus padres me dirigiré.
Hace ya mucho frío, á la entrada de este invierno, que se anuncia el más fuerte y cruel, dicen los sabios, que desde hace cincuenta años haya habido. Una noche de éstas, en que el aire sopla, flagelando, por el puente del Louvre, sobre el Sena, que refleja el oro y sangre de las luces amarillas y rojas, fantasmales á través de la neblina, sentí que corría tras de mí una vocecilla tímida: Mosiú, mosiú! ... Se acercó un pequeño punto blanco, que tenía en los brazos otros bultitos blancos. La luz del próximo farol me hizo ver que el bulto era un pobre niño y los bultitos estatuítas y figuras de yeso. Su francés, sus ojos, su cara, su vivacidad, su mercancía, decían de dónde era el infantil vendedor que iba desabrigado, en la bruma y el frío, en busca de unos cuantos céntimos. Era una de tantas víctimas de la trata de niños, más [104] horrible que la trata de mujeres; era uno de esos infelices de los rebaños de exportación en que Italia ha tenido desde antaño triste privilegio.
Ya le habían enseñado á mentir.—Combien?—Si fran. Le di unos sous y le dejé perderse en la noche parisiense.
He visto más; he visto lo que creía que ya no existía sino en los viejos cuadros, en los viejos grabados: he visto en ciertos barrios de París el antiguo pifferraro y el organillo y la mona vestida de colorines, y la linda italianica, ya casi púber, que danza al són del violín y recoge después en un plato las limosnas de los curiosos. Y existen aún, aunque en menor escala que antes, los saboyanitos de los melodramas y de las romanzas. Y el horrible mercado de la prostitución pueril, la importación de niñas, por inicuos proxenetas de ambos sexos, que no temen exhibir su especialidad en pleno bulevar. Pero no trato de este tópico, en que actualmente la Policía se ocupa, y los miembros de la liga—¡quizá inútil!—de la moral urbana. Eso pertenece á la «trata de blancas», denominación que un japonés amigo mío encuentra, con justicia, exclusiva, «pues de mi país y de la China se ha exportado mucha carne amarilla á los Estados Unidos y á otras partes». Me circunscribo, pues, únicamente, á la explotación de niños italianos que aquí se hace, y contra la cual, felizmente, acaba de formarse una asociación que ojalá encuentre apoyo en todas partes en donde se encuentre unun alma italiana, ó que abrigue simpatía por Italia. Por esto, si estas líneas mías lograsen producir algún buen movimiento entre vosotros—¡así fuese el de mis lectores!—quedaría más satisfecho de ellas, que de un bello poema ó una hermosa página literaria. [105]
No hay nada más horrible que la esclavitud de estos bambini; no hay nada más lastimoso que la existencia de martirios que les hacen padecer los hombres viles que les tratan como á bestias productoras. ¿Qué digo? Peor que á los perros. Esta infamia habría continuado sin ser advertida por la generalidad, si el Sr. Paulucci di Calboli, secretario de la Embajada italiana de París, no hubiese llamado la atención en artículos publicados en importantes revistas. A él, pues, y á otros hombres de corazón y buena voluntad, se debe que ahora se trate de favorecer la suerte de esos niños, florida carne itálica, flores de sangre latina que, si escapan de una muerte casi segura, es para caer en poco tiempo en la degradación de todos los vicios y en la posibilidad de todos los crímenes. Después se dice: El asesino Tal, italiano; el asesino Cual, italiano. ¡Es claro!
Los mercaderes de sangre y carne humana van á las pobres aldeas lombardas, á todos los lugares de la Romaña, á todas las provincias del Mediodía, en busca del productivo gibier. Les visten de harapos, los acuestan sobre la paja, como animales, con abrigo insuficiente, y les dan de comer bazofias inmundas compradas por nada, ó simplemente patatas cocidas, ó fritas en grasas innominables, atroces polentas, ó pan solo á veces, duro é incomible. Luego los mandan á vender las estatuítas, y les señalan una cantidad «que irremisiblemente deben traer» por la noche, so pena de recibir azotes y bofetadas. La escena es igual á la que en su novela Sin Familia pinta Héctor Malot. Donde dice musiquitos, poned vendedores, y es lo mismo. [106]
Es en un desván de la calle Lourcine, alrededor de una parrilla en que hierve una olla, cerrada con un candado para que los niños no puedan intentar calmar su hambre. Los musiquitos entran, depositan arpas, violines y flautas. Garofoli, el padrone, los hace ponerse en fila delante de él: «Ahora, á arreglar cuentas, angelitos—dice, y á una seña, un niño se acerca—. Tú me debes un sou de ayer, y me has prometido dármelo hoy: ¿Cuánto me traes?» El niño vacila largo tiempo antes de responder; se pone rojo. «Me falta un sou.» «¡Ah!, te falta un sou, ¿y me lo dices tan tranquilo?» «No es el sou de ayer, es uno para hoy.» «Entonces son dos sous. ¿Sabes que no he visto otro como tú?» «No tengo culpa.» «Dejémonos de tonterías, bien conoces la regla: quítate la blusita: dos golpes por ayer y dos por hoy, y además nada de patatas, por tu audacia. Ricardo, toma el azote ...» Y Ricardo toma su azote de cabo corto, que termina en correas de cuero con gruesos nudos.
Tal es la escena que se desarrolla, más ó menos dura, en París, en innumerables, sórdidos habitáculos, en que los alojan esos comerciantes en figuritas; abominables yeseros, más ruines que los comprachicos, puesto que desfiguran y mutilan también el alma de tantos desventurados italianitos. Y todavía hay excelentes burgueses, rubicundos ciudadanos patriotas, que al verse importunados, cuando toman su ajenjo en una terraza, por uno de esos niños de hermosos ojos, «se sublevan contra esos «extranjeros», que vienen á comerse el pan de los franceses», como dice un periodista.
En un ya viejo keepsake, oloroso al alcanfor del mueble en que ha estado por tantos años, y que habría ilustrado con su delicioso arte la adorable Kate Greeneway, he encontrado las impresiones de una sentimental y culta señora, Mme. [107] Louis Janet, sobre los pobrecitos pifferari. Dice que le interesaban profundamente esos niños y niñas que iban por las calles, no por su arte rudo y su pintoresco atractivo, sino «desde el punto de vista de la humanidad». «Vedlos en cualquier tiempo que haga, recorriendo las calles más frecuentadas, los bulevares ó los grandes paseos de la capital: su rostro hace una mueca, bajo el canto que su boca entona y la miseria traspasa los pliegues de sus escasos vestidos, así como se ve sobre los rasgos ya marchitos, ó casi, por las fatigas de su oficio penoso». ¿No es penoso, en efecto, el cantar á toda hora, cantar siempre, cantar á pesar de todo? ¡Eso hacen esos pequeños desgraciados! Y eso con un aire tan profundamente forzado, con un sentimiento de obediencia tan grande, que se adivina en seguida que en medio de la muchedumbre que les rodea, muchedumbre compuesta de curiosos en apariencia, hay ojos de Argos que velan sobre ellos, y brazos listos para golpearles, «si no desplegan todos sus medios» ó no usan todas las gracias y habilidades de su edad para obtener la ligera ofrenda de los asistentes. En efecto: la mayor parte de esos niños que os parecen abandonados á sí mismos sobre la vía pública, van acompañados de sus padres, que calculan las ganancias del día y preparan las del siguiente. Y cuando digo acompañados debería decir seguidos, pues los padres, en ese caso, afectan no conocerlos. Les siguen de lejos, como indiferentes, se detienen cuando los niños se detienen, y algunas veces hasta dejan caer unos céntimos en el plato de la cantadorcita ó del joven artista, para que esa munificencia sea imitada por el público, que por naturaleza es un poco mouton de Panurge. Hoy, más que á los padres, encontraría Mme. Janet á los empresarios. Empresarios de vendedorcitas, de pifferari, y de deshollinadores de chimenea, los ramoneurs, que también tuvieron su tiempo en las leyendas y en los cuentos. En cuanto á las núbiles cantadorcitas ó modelos, tienen otro fin, en la corrupción cosmopolita y gastada de la vasta capital. [108]
El romanticismo doró la vida de esta mísera infancia esclavizada. Ya es el bonito pifferaro solo, con su sombrero puntiagudo, sus negras pupilas, su sano rostro de niño de país solar, y su indumentaria convencional, sentado sobre una roca del camino, como un pastor, soplando en su flauta; ya es el grupo errante de tez morena, una niña, como de catorce años, toca la pandereta; otra, más pequeña, el violín, y un niño semejante á un San Juan de retablo, tiende su sombrero con ambas manos, en demanda del óbolo de los transeuntes. O ya en el cuadro de Haquette, canta el viejo ciego, y el niño, un amor que sopla convencido, le acompaña en su flauta, ante unos marineros y una vieja que escuchan serios, conmovidos, atentos. Todos esos niños románticos, tienen frescas caras de flores y de frutos, parece que un deus artístico más que otra cosa les animase; cuando más, es una miseria de convención y llena de cierto encanto, la que representan. Se diría que están para aparecer en una escena del Chatelet, ó que posan ante un pintor. ¡Cuán lejos de la realidad! Casi no hay pobrecito de estos que venden yesos que no revele en su rostro, en sus harapos, la negra vida que pasan. Los ojos de Italia brillan en sus ojos, la luz de la divina península; sonríen á veces y ríen, en la inconsciencia de la infancia; pero sus rasgos están atajados, más ó menos, según el tiempo de martirio que lleven; se podría también calcular ese tiempo por lo que dicen sus tristes cuerpos delgados, á través de los andrajos, y á menudo la chispa del sol italiano en sus miradas, se confunde con la llama de la tisis. Los niños menores, los pequeñitos, son los que dan más lástima. Los crecidos, los hombrecitos, los que han pasado, vencedores de la tuberculosis, quizás no reciben ya golpes ... Los hay que dicen en sus gestos y en sus palabras la independencia próxima, la fuga al trabajo libre ó al crimen. [109]
¡Ah!, ¡si la liga que hoy se funda pudiera remediar en alguna manera la perra suerte de estos sin ventura! ¡Si en Italia, en Buenos Aires, en Nueva York, en Chile, en la República Oriental, en todas parte donde los italianos y los amigos de Italia pueden hacer algo, se ayudase á la liga para lograr la libertad de estos niños, para encaminarlos á una vida de trabajo y de energía, para arrancar de la muerte ó del presidio de mañana á estos tiernos seres!
Sería una obra de bien. El Gobierno francés, estoy seguro que ayudaría con leyes y disposiciones oportunas, y el siglo xx quitaría del mundo una enorme infamia del pasado.
Han pasado los primeros números del programa: anglo-sajones forzudos, atletas de Inglaterra, equilibristas y malabaristas exóticos, tiradores yanquis, cantantes cómicos italianos. El Olympia brilla en el día que lo forman las profusas lámparas eléctricas. Los palcos se enfloran de belleza y lujo. Una gallarda dama argentina descuella entre las hermosuras; y hay gracias inglesas, españolas, rusas, en la muchedumbre cosmopolita. Cancionistas napolitanos lanzan sus canciones de Santa Lucía y Piedigrotta en un extremo del promenoir poblado de cocotas. En los bars laterales, al lado de ocasionales compañías, encendidos britanos se hacen servir whiskies y sodas. De pronto el timbre suena y todo el music-hall se conmueve. Ha pasado el entreacto y va á comenzar el ballet, en que resplandece é impera la Reina de las Cortesanas, la Princesa de las Hetairas. «Friné la griega, ó sea Cleo la parisiense, la perilustre y famosa Cleo de Merode». El telón se ha alzado, y en el silencio que se ha hecho comienza la narración musical que acompaña la mímica de los actores. Es el taller de Praxiteles. El artista está en su labor, mas se desespera de no poder realizarla tal como lo sueña. Desea encarnar á la celeste Venus Afrodita, pero no encuentra el modelo que para él sea digno de representar á la divina persona. Nervioso, rompe lo que ha comenzado á plasmar, y se echa en un lecho de reposo. Llegan sus esclavas con flabeles, á cuyo soplo se duerme. Entonces tiene un sueño. Los faunos y los eros de mármol que pueblan su taller se animan de repente. Él habla á los semidioses y les ruega intercedan con la Emperatriz del Amor para que pueda encontrar el ansiado modelo. Se llevan flores y dádivas votivas al altar de la diosa, y ésta surge, luminosamente desnuda, en tordaut ses cheveux y ofrece al escultor la realización de sus ensueños. Praxiteles despierta.
[112] Un són de flauta. Por la calle pasan unas cuantas citaredas, flautistas, tocadores de sistros y de liras, y en medio de ellas Friné-Cleo,
según la palabra del delicioso Góngora. Y es la primera aparición de la admirable beldad. La ve pasar, por la ventana, en un gracioso y encantador cuadro de la vida antigua. Hácela llamar Praxiteles y ella consiente en ser su modelo. La entrada súbita de un viejo heliastro libidinoso turba la amable escena. La cortesana rechaza las proposiciones del intruso, y queda con Praxiteles, para el arte y para el amor. [113]
Luego es una fiesta en casa de Friné, una maravillosa orgía, llena de perfumes y de música; danzarinas fenicias, mimas griegas, alegres bellezas de Persia, de Egipto y de Asiria, contribuyen al gozo. Y llega disfrazado de príncipe extranjero, el viejo heliastro, seguido de esclavos que conducen cajas de oro y joyas que ofrecen á la hetaira en cambio de sus caricias. Friné se adorna con las nuevas joyas, invita al príncipe á la fiesta—un ocurrente inglés dice tras de mí: The king of the belgiaus!—y Cleo de Merode danza, danza rítmica y mágicamente, de manera tal que su hechizo conquista á la sala entusiasmada. El falso príncipe quiere abrazarla y cae; á pesar de su disfraz se le reconoce, y huye, jurando vengarse. Después en el Areópago, entre la gran muchedumbre pintoresca, al són de las trompetas, ante las sacerdotisas minervinas, sacerdotes, guerreros y jueces, comparece acusada de sacrilegios contra Venus la deleitable Friné. Ella va apoyada en el brazo del escultor, y danza, danza de nuevo, danza suave, rítmica y mágicamente, de manera tal que su hechizo conquista á la sala entusiasmada. El tribunal de heliastros vacila, y entonces, con un bello gesto, Praxiteles arranca el velo que cubre la perfecta forma femenina; Venus aparece en lo alto; la luz inunda el recinto doblemente, haciendo resaltar la incomparable euritmia de esa carne insigne, y la cortesana va libre, en la apoteosis, entre las danzas y músicas, liras, sistros, crótalos, tamboriles, al resplandor de los cascos, de los puñales, de las corazas. Rosa de las rosas, belleza de las bellezas. Es cierto, una gloriosa y magnífica evocación, y los hermanos Isola hacen así un dón de poesía viviente y deslumbrante al abrumado habitante de un París de automóviles y «metropolitanos», cada día más americanizado.
Pero, ¿es en verdad Mlle. Cleo de Merode la maravilla celebrada por la Fama? Cleo de Merode es, en verdad, la maravilla celebrada por la Fama. Yo la he visto en muchas ocasiones, y noto que ahora está un tanto delgada; mas esta señorita célebre es el más lindo poema plástico que anima la vida en este reino de encantos. [114]
Su retrato lo conocéis, como todo el mundo lo conoce; su cuerpo es aquel portento que perpetuó el pulgar de Falguiére en su voluptuosa danza. Entre las bellezas de París, la española Otero se impone, quizás demasiado imperiosamente; su grande y firme anatomía se fija en gestos duros; hay en ella rudeza, violencia; vestida de reina, se piensa en que Teodora no pudo olvidar sus bajos orígenes. La italiana Cavalieri, en cuyo rostro dorado del sol latino brillan penetrantes ojos embrujadores, es también un tanto zahareña. Cleo de Merode es alta, fina, armoniosa; hay un perpetuo ritmo en su grácil figura tanagreana. Nadie como ella posee la seducción de la actitud y el arte del ademán. Sus gestos son siempre llenos de gracia, y parece que siempre hubiese una flauta invisible que guiase sus movimientos, la magia de sus brazos y de su cuello, la cadencia alada de sus pasos. Posee asimismo la ciencia del vestido, el conocimiento del accesorio que realza su hermosura, y sabe expresarse como nadie en el doble y soberano lenguaje de las miradas y de las sonrisas. Finge en insuperables mímicas los más variados sentimientos, y su boca y sus ojos iluminan y acentúan la música de los actos. Mas sobre todo está su sonrisa única.
El más falso de los pudores se adorna de inusitadas apariencias. Esta pagana tiene un rostro de madona de primitivo. Esta sacerdotisa del placer es semejante á una virgen de fra Angélico. Bajo las alas negras de su famosa cabellera botticellesca mira angelicalmente; y siendo el más ilustre instrumento del Católico Demonio, aparece, por la manera de inocencia, por la dulzura del dibujo labial y la casi infantil mirada, como una adorable Nuestra Señora de la Sonrisa.
He ido recientemente á ver el museo Víctor Hugo, y á observar si hay fieles en el templo. Está situado en la casa que habitó el maestro en la plaza des Vosges. Sabido es que el museo—hecho a l’instar de la «casa de Shakespeare», y de las de otros inmortales—ha sido formado gracias á la consideración y al afecto y admiración invariables de M. Paul Meurice, amigo y discípulo de Víctor Hugo. Él ha puesto en su obra todo su entusiasmo, y una minuciosidad que, por algunos lados, no ha dejado de despertar críticas. Por ejemplo: «Muela que Víctor Hugo se sacó en tal fecha.» Yo no he visto, por otra parte, tal muela.
A la entrada, un gran busto del poeta. Desde las escaleras, cuadros que representan escenas de sus dramas, de sus poemas, de sus novelas, de su vida. Desde luego, las numerosas ilustraciones de Rochegrosse, las de Boulanger, J. P. Laurens, etc. Después, fotografías, caricaturas, toda la enorme iconografía hugueana desde los primeros tiempos, desde la [116] niñez hasta el fallecimiento, hasta la admirable cabeza que fotografió Nadar y pintó Bonnat, sobre el lecho mortuorio. Hay vitrinas con objetos usuales, la casaca de académico, la de par de Francia, una casquette, un bastón riquísimo, en cuyo estuche se lee esta dedicatoria: Benito Juárez a l’illustre Victor Hugo.
Se ven medallas, plumas, cartas, autógrafos de hombres históricos dirigidos al poeta. Hay un pedazo «de pan del sitio», y en una caja, cuatro grandes mechones de cabello, que indican toda la duración solar de esa vida.
Cabellos rubios, del seminario de Nobles de Madrid; cabellos del «niño sublime», de París; cabellos más obscuros, del autor de Hernani, del joven y radiante conquistador del Romanticismo; cabellos grises, cabellos del luchador, cabellos de las tempestades de las Cámaras, de las agitaciones políticas, cabellos del «Año terrible», y de «Los castigos»; cabellos blancos, cabellos de plata, cabellos de Guernesey, cabellos del «Arte de ser abuelo», cabellos del anciano glorificado, del papa lírico del mundo, del venerable patriarca del pensamiento, cuya desaparición conmovió la tierra y cuyos despojos fueron velados por París en el más grandioso de los catafalcos, el Arco del Triunfo.
En una pequeña mesa, cuatro tinteros y cuatro plumas: de Lamartine, del viejo Dumas, de George Sand y del dueño de la casa. El cual, como es fama, se complacía en curiosas labores manuales y chinizaba y japonizaba aun antes que los Goncourt. Ahí está una chimenea decorada por él, orientalmente, y muchedumbre de panneaux coloreados y dorados de modo hábil y pintoresco. [117]
Son caprichos de mandarín, visiones chinescas, animales fabulosos, fragmentarias pagodas, inauditos dragones, cómicos personajes del Imperio Celeste, flores raras, juegos decorativos de líneas y de figuras, hecho todo en tablas, uno como pirograbado y policromo, de la más interesante inventiva. Y cuadros y retratos, y más cuadros y más retratos. Sobre todo llama la vista y la meditación la obra pictórica de Hugo.
Habrá un libro muy importante y profundo el día en que un artista pensador escriba el que merecen las concepciones gráficas del altísimo poeta de Francia.
Es en los dibujos, es en el Víctor Hugo pintor en donde se completa la personalidad portentosa del rimador formidable y profético. Solamente en Turner, en Blake, en ciertas cosas de Piranesso, se percibe la cantidad de ensueño y de misterio que en las visiones manifestadas por Hugo en tales páginas de un «romanticismo» eterno y transcendente. Ruinas, fantásticos palacios, orientalizaciones fastuosas y miliunanochescas, construcciones extrañas que son como amontonamientos simbólicos, cielos funestos, claros de luna ilusorios, concreciones de nocturnos espantos, deformaciones de sombras y estallidos blancos de luces, abracadabrantes arquitecturas, resurrecciones del pasado y suposiciones del porvenir, el ensueño, la pesadilla, el horror, lo grotesco y lo arabesco, lo incógnito del arte, está revelado en las realizaciones pictóricas del prodigioso Padre. Y es tan vasta su fachada notredámica verbal y literaria, que no percibe el mundo sin fijarse, los festones y astrágalos que su pluma en recreo se complacía en prodigar, sirviéndose para sus efectos extraños de tintas diversas, del carbón, del café, del café con leche, del pabilo quemado, de todo lo que encontraba á mano la suya, acaparadora y eficaz.
Y luego, he ahí el arcaico lecho en que murió y los dos retratos de los nietos en la cercana chimenea, y el alto escritorio en que trabajaba de pie al levantarse, siempre matinal. Se siente en el ambiente gloria. Los [118] visitantes no son muchos. Uno que otro extranjero. Papás que explican en voz baja á sus hijos la significación de objetos y documentos, algunos obreros, pues es hoy día domingo, y dos artistas, por el aspecto sajones, que toman apuntes en la sala de los dibujos. Al salir del dormitorio veo en una mesa, bajo un cristal, un papel en que el poeta declara que él pertenece á un partido que todavía no estaba formado, pero que formaría el siglo xx, el partido de que nacerían primero los Estados Unidos de Europa y después los Estados Unidos del Mundo. Es una idea que concretan largos párrafos expresados en varias obras, sobre todo en sus páginas sobre «París». No olvidemos que más que el Pensador era el Gran Soñador ... Y á pesar de su orientalismo, no previó al Japón de 1904, y al que seguirá.
Sobre mi mesa de labor, un buen montón de tarjetas postales, de España y de la América Latina. Son envíos para el consabido autógrafo. Esto es usual, y no me hubiera dado tema para estas líneas, si no hubiese entre ellas un retrato de M. Combes ... ¡Una señorita que me manda, para que le escriba yo algo, el retrato de M. Combes! El curioso colmo me hace fijarme en los asuntos de las otras tarjetas, y, á través de ellos, procurar ver la personalidad de mis desconocidas y amables amigas lejanas. Hay en esos cartoncitos ilustrados, las más variadas figuras en que sospechar diversos caracteres y espíritus.
... He aquí una cubana que envía una escena galante, de «fiesta galante», en un paisaje versallés, cerca de los boulingrins y de las diosas de mármol. No hay duda, la señorita que eligió esa tarjeta se complace en Watteau, gusta del siglo de las elegancias, quizás ha leído á M. De Nolhac y á los Goncourt ... Para un baile de trajes, elegiría la [120] cabellera empolvada, el rico faldellín, el prestigioso guardainfante, el recto corsé de pico. De la Argentina, he aquí un envío completamente septentrional. Hay un paisaje de nieve. Enmarcada de hojas de pino, se mira en el centro la floresta despojada, los árboles escuetos en lo rudo del invierno. Solitaria, una cierva se destaca sobre el blanco fondo. Me parece suponer que no es una rubia, nostálgica de las regiones del frío, la que me manda esta tarjeta; antes bien: una bruna y ardorosa meridional que, por el amor del contraste, piensa en los países de las willis, en las baladas nórdicas.
Esta otra envía una escena de campesinos amores. Mas su pasión rural más bien se me asemeja al elegante idilio de un soñado Trianón, de un refinado hameau en donde marquesas pastoras llevan cayados adornados con sedas y flores. Todo esto es también muy equívocamente sentimental, muy siglo xviii.
He aquí un grupo que indicaría preferencias británicas, si no se tratase de una señorita cuyo nombre es absolutamente español: es un grupo de perros. Debe ser la niña amante de los sports, encariñada con tontons y demás animales preferidos por la mundana zoofilia. ¿Le copiaré una frase de Buffon, ó alguna ocurrencia byroniana? Muy maliciosa ó muy inocente la que ha elegido para solicitar un verso, el retrato de una de las más renombradas hetairas de este pecaminoso París ... ¿Sabe ella de quién se trata? ¿Ó demasiado dueña de su inteligencia, osa á todas las sonrisas y se declara tan sólo adoradora de una plástica perfecta? Hay otras que, simplemente y por seguir la moda, mandan la primer postal que tienen á mano: estatua, vista, panorama ó edificio de su ciudad. Una me remite una postal de La Nación: «La Uruguay en el puerto de Buenos Aires, trayendo la expedición sueca.» Tal señorita debe ser seria, reflexiva, entusiasta [121] por las glorias de su patria, y en su hermoso rostro debe reflejarse la llama de los orgullos nacionales. Y soñadora, muy soñadora seguramente la que ha recogido un bello rostro femenino, de rêve, que se perfila sobre la superficie de un mar tranquilo en cuyo horizonte se perciben vagas velas. ¿Será aún, influencia por Quo vadis?... ¿la que ha preferido el retrato de la dulce Mieris en su papel de enamorada de Petronio, y la que envía una escena romana que se diría ilustración de la «famosa» novela?... De buen humor es la que eligió dos rollizas holandesas risueñas, cerca de un molino, y de preferencias trágicas la que se aficionó á una tempestad en el mar, el cielo rojizo, las olas en furia y una barca en peligro. Sentimentales, vanidosas, ambiciosas, caritativas, maternales, sutiles, románticas, sensuales, misteriosas, se revelan otras. Sus gustos dicen sus almas; al menos que, tratándose de mujeres, no digan las significaciones todo lo contrario.
Ésta que eligió una escena de soledad, amará el bullicio de las calles y de los paseos, la alegría convencional de los salones, las exhibiciones del lujo, los triunfos de belleza en aristocráticas justas. Aquella que envía una escena cómica, será quizás grave y triste. La que manda un barco sobre las olas no se habrá embarcado nunca y desdeñará los viajes. La que quiere una estrofa para un Romeo y Julieta, será frívola, ligera y poco fiel en el amor. La que envía un clair de lune alemán, tendrá los más lindos ojos negros y la más sonora risa argentina ... La que escogió una cara de viejecita, tendrá la suya fresca como una corola de rosa, y la que dió su preferencia á un corazón entre la nieve, tendrá el suyo ardiendo en la llama de la más divina de las hogueras.
Pero la que me mandó á M. Combes, me deja completamente estupefacto.
¿Recordáis el apogeo del ilustre héroe de Alphonse Daudet, del pequeño Quijote, del incomparable personaje que tiene por nombre Tartarín de Tarascón?... Sus aventuras, su vida, su renombre, excitaron grandemente los nervios de sus conciudadanos ... Imaginaos á los habitantes del lugar de la Mancha «de cuyo nombre no quiero acordarme» furiosos contra D. Miguel de Cervantes Saavedra ..., toda proporción guardada. Mal asunto para la piel de Petit-Chose si llega á pasar una temporada en la tierra natal de su héroe preferido. Hubo «fumistas» que en algunos hoteles tarasconeses firmaron en los libros de registro: «A. Daudet». Unos tuvieron que huir ante una tempestad de garrotes; otros tuvieron que arrojar, y pronto, la máscara y declarar su identidad, y alguno pagó en sus espaldas la peligrosa usurpación de gloria ... Daudet no se detuvo nunca entre la amenazadora gente. «No—decían los tarasconeses—, Tartarín no ha existido y Daudet se burla de nosotros ... Zou! Froun de l’air! ¡Que no venga por aquí, porque le saldrá cara la invención de ese falsificado personaje!» Y [124] miraban como una profunda deshonra la caza de las gorras, el estupendo baobab, la aventura del león y aquel sublime camello familiar que merecería una estatua ... Mas el tiempo pasó y la cólera meridional se fué aplacando. Turistas de diferentes puntos de la tierra, cuando oían gritar en la estación: «¡Tarascón, tantos minutos!», descendían é iban al hotel más cercano. Luego salían á recorrer la ciudad y preguntaban por todo lo que tenía relación con Tartarín, por Bravida, por Bezuquet, por el excelente Pascalón ... Luego solicitaban visitar la casa de Tartarín ... ¿No se busca en Florencia el sasso de Dante, en Stradford-on-Avon la casa de Shakespeare, en París la tumba de Napoleón?... Al principio Tarascón protestó ... Pero el turismo deja dinero; y después de todo, los tarasconeses serán ingenuos, sonoros, ruidosos, pero no tontos ... Y meditaron que lo mejor era sacar partido de la que les había hecho Alphonse Daudet. Y de pronto los viajeros empezaron á estar bien informados. Todos los héroes vivían. Pascalón era aquel vecino de la esquina; Bezuquet, el de más allá.
Y no se sabe si alguien importó un verdadero baobab enano que era mostrado con gran contentamiento de la clientela ... Y las propinas llovían. Varios Tartarines auténticos surgieron ... Con fuertes botas y gran sombrero, rugía éste: «¡Tartarín soy yo!» Y otro barrigón y mofletudo, con todo el aire requerido, aseguraba por allá, confidencial: «¡Yo soy Tartarín!» Y la victoria completa había de llegar ... Ella se acerca; Tarascón, como todo pueblo que se respeta, tiene sus tarjetas postales ilustradas, y acaba de lanzar una: La maison de Tartarin. Los manes de Daudet se estremecen de satisfacción. El hombre representativo de un pueblo, de un país, tal vez de una raza, entra en la apoteosis de la gloria verdadera ... ¡La casa de Tartarín! Quien la ha visto, así la describe dignamente: [125]
Elle surgit dans le soleil craquant de cigales, la maison du baobab et des armes empoisonnees: elle montre un air exotique et national, débonnaire et terrible... Le mistral l’assaille et la bombarde, apportant la rumeur d’épiques aventures. Regardez là!... Les ils-de-buf, sous le larmier cherchant au loin l’Afrique, le desert couleur de lion... La porte où tombe une flaque de lumière baille sur l’ombre redoutable du corridor. Prenez garde! il va sortir!
Ya lo veis. Más tarde no habrá discusiones como sobre Homero. Tartarín es definitivamente de Tarascón. Dentro de siglos—si Daudet vive—habrá comentadores que estudiarán esa tarjeta postal. La existencia de Tartarín no se pondrá en duda de ninguna manera. Hay hoy viajeros que recorren la Mancha y hacen el itinerario que siguió en sus salidas el primero de los Caballeros andantes. Si apareciese la bacía que tuvo el honor de ser yelmo de Mambrino, tened por seguro que encontraría comprador. Y Don Quijote es más bien un personaje real que un sér creado por la imaginación del portentoso Manco. Es tan real como el Cid. Con Tartarín, en su esfera, pasará lo propio. Y esa fotografía de su casa es ya el comienzo de una real inmortalidad ... Tendrá más suerte que Guillermo Tell. En Cumas he visitado el antro de la Sibila. En Grecia una isla es un ilustre barco petrificado. Se muestra el Parnaso en donde se recrean las musas, y el Olimpo en donde se juntaban los dioses. El tiempo ayuda con su lente y la fantasía con el suyo. Me prometo un viaje á Tarascón. Y veré si consigo á cualquier precio unas ramitas del legendario baobab. Haré con ellas un buen regalo á cada una de nuestras repúblicas hispano-americanas ... [126]
M. Syveton era un modesto profesor de provincia, nacido para la apacible función de enseñar las Bellas Artes. París le atrajo, y en París se dedicó á la crítica literaria. Todo lo abandonó por una ocupación más importante: salvar la Francia. Aquí, como en todas partes, consagrarse á salvar el país hace llegar pronto. ¿Adónde? A veces, á excelentes situaciones; pero, á veces, al ridículo, y á veces, á la muerte. Entró, pues, el antiguo profesor de liceo en pleno campo de la política. Tenía condiciones. Era simpático á las gentes. Sabía dar fuertes puñetazos. Cuando presentó su candidatura por la circunscripción de que yo soy vecino, se encontró en la calle con el candidato rival. No queriendo gastar sus razones, le apaleó. Era amigo de los políticos elegantes que hace algún tiempo le rompieron el sombrero de un bastonazo á M. Loubet, presidente de la República. Como se ve, era profesor de energía. Su último ruidoso acto fué la bofetada que en plena Cámara dió al general André, anciano de setenta y cinco años y ministro de la Guerra. El cual tiene un hijo que es teniente. Alguien recordó á éste la historia de Mío Cid.
M. Syveton fué acusado, y el día anterior al de su comparición ante la justicia fué encontrado muerto. Se culpó á la chimenea, al óxido de carbono, como en la desgracia Zola. Coppée, Daudet, Boni de Castellane gritaron: «¡Le han asesinado!» Los otros dijeron: «¡Suicidio político!» No pocos: «Ni asesinato ni suicidio; la casualidad, la fatal casualidad.» Era justo pensar: de todas maneras, el que quiera dedicarse á la política en Francia tendrá que suprimir la calefacción en su casa ...
Si D. Francisco de Quevedo y Villegas hubiese estado á la sazón en París, de seguro que habría murmurado una de sus más célebres y picantes letrillas:
Y el caballero del hábito de Santiago no hubiera sido acertado en el caso presente. Un odor di femina impregna ya toda esa dura tragedia. M. Syveton ha muerto por una mujer. Estamos en el imperio de la mujer ... Tras toda cosa, hasta en los asuntos políticos, se oye el frou-frou de una falda femenina.
Tended la vista hasta ayer no más. Por una mujer murió Gambetta, por una mujer se suicidó Boulanger, por una mujer sucumbió amorosamente el presidente Félix Faure, por una mujer se ha matado M. Syveton ... El caso de M. Syveton no deja de tener su literatura: es el de Fedra al revés.
hubiera podido exclamar el desgraciado. Y antes de desaparecer:
M. Syveton ha desaparecido, pues, como un personaje de las tragedias que antes él explicaba. Su gesto ha sido clásico, y lejos del creído asesinato francmasónico á lo Consejo de los Diez. El público de los diarios, si ha perdido por un lado, ha ganado por otro ... Del supuesto complot político se desprende hoy un fuerte relente de alcoba. Se ha publicado el retrato de Mme. Menard, hija de Mme. Syveton, la «Hipólita» del caso, y París ha visto un bellísimo rostro de mujer más ... Viene á la memoria la agresiva é insultante fórmula que el pesado Mark Twain arrojara á la alta sociedad francesa por una inocente broma de Bourget: Liberté, Egalité, Fraternité, Adultère! ... [130]
En mis paseos intelectuales—promenades littéraires, diría Rémy de Gourmont—he encontrado, ó me ha parecido encontrar, no lo sé, una apacible y elegante villa que alegran gracias de jardín, visiones de parque. He penetrado á respirar el olor de las frescas arboledas. He hallado esbeltos plátanos, como los que invitan á soñar, allá en Versalles; hayas frondosas, laureles rosa. Con su idioma de susurros y de gestos lentos me han contado la poesía de sus estaciones. A veces, de lo alto de una verde copa ha dado su testimonio la voz de un pájaro. He visto mármoles, aquí, allá; grupos, estatuas, bustos. Y una fuente verleniana, que en las noches de luna lanza su chorro de cristal «esbelto entre los mármoles» ... Como en felices tiempos románticos, he encontrado en un tronco de árbol un nombre grabado ... La primavera debe haberle aromado muchas veces, tras la inútil frialdad de los inviernos, pues se siente en el ambiente el imperio de la juventud, el triunfo de la vida. Noto los bustos: el uno es de Lamartine, el otro de Víctor Hugo, el otro de Verlaine ... En un pequeño lago cercano se hace presente la curva armoniosa de un cuello de cisne, blanco y sincero—que apenas parece haber visto pasar de lejos á Mallarmé ... El viento, que suavemente vuela, trae ecos lejanos; ecos de mar, de montaña, de landas. Todos los oros del otoño se sospechan en tal dorado simulacro; y á pesar de un vago deseo de ensueño que se siente por todas partes, se manifiesta la reminiscencia de una imperativa influencia solar. De la villa oigo brotar un canto de mujer. El canto es melodioso, ardiente, profundo. Me detengo cerca de decorativos boulingrins, macizos de rosas de Francia, plantíos de violeta de Francia, admirables lirios de Francia.
[132] Al lado, cerca de términos y á la entrada de glorietas, vi guijarros marinos y de esos sonoros caracoles que pintaban los pintores de antaño, como trompetas de tritones. Tomé uno de ellos y lo acerqué á mi oído. Se oía—curioso—, primero como el ruido del Océano, mas después como ruido de aguas de gran río ... Esto me recuerda algo de «por allá», me dije yo ... Anduve, anduve entre los árboles. Unos tenían nidos en las ramas. Otros formaban arcadas como ojivas de catedrales de ensueño; otros me recordaban paisajes de viñeta—¿de dónde?—, y otros me invitaban á descansar bajo su amable sombra. Iba á salir ya por la puerta del jardín, cuando volví á oir la voz femenina que, acompañada suavemente por un piano, llegaba hasta mí. Entonces tomé otro rumbo. Me detuve delante de un fresco laurel y admiré lo bien cuidado que estaba. Corté una hoja, la masqué, y supe una vez más que era amarga.
Luego seguí, caminando, caminando, hasta que me detuvo la visión de un ombú ... «¿Un ombú?—me dije—. ¿En París un ombú?» Yo había creído hasta entonces que el ombú era, como la mandrágora de la leyenda, fabuloso ... Que no se encontraba sino en los versos de tales poetas argentinos, y que su figura era ilusoria ... Mas el ombú estaba allí. Y estaba bien conservado, bien cuidado. [133]
Sus ramas decían toda la inmensa pampa y su corazón de árbol aparecía en su ademán vegetal, como traducción del corazón expirante y ya extraño del gaucho ... «¿Qué es esto—me dije—, en un parque francés, en un jardín parisiense de París?»
Me sacó de mi sorpresa el dueño de la villa, el propietario del chalet, que vino hacia mí con la mayor afabilidad. En un español que no ocultaba el acento francés, me dijo: «Me llamo José María Cantilo, y me parece que es usted medio paisano mío ... Está usted en su casa. Soy un argentino, jardinero de Francia ... ¡Mire qué rosas! ¡Mire qué claveles! ¿Quiere usted champaña? ¿Quiere usted mate?» Opté por el mate. No le encontré gusto muy criollo ... El mate era de plata y la bombilla de oro. Y, tal vez porque ya voy perdiendo la costumbre, me quemé los labios ... Mas me supo delicioso—como cosa nuestra—, como el café de José María de Heredia ...
La reina de los Algarves, que es al mismo tiempo princesa francesa, y una de las soberanas más hermosas del mundo, ha hecho al París republicano la gracia de su presencia con la presencia de su gracia. París, naturalmente, le ha encantado, y mientras su marido, el obeso sportsman campechano se iba de caza con el modesto Nemrod que hoy rige los destinos de este país, la gallarda Amelia hacía compras en las famosas casas de elegancia que hay en la rue de la Paix. Mas aconteció que el protocolo tuvo que exigir la presencia de ambos soberanos en un banquete oficial, en el Elysée. Es claro que todo se hizo como lo quiso el protocolo, pues es éste el más ceremonioso tirano que impera en cortes y palacios gubernamentales. Y á este propósito citaré una frase atribuída á la señora del jefe de la República. Se trataba de no sé qué detalle, y ella interrumpió, con la mejor convencida intención: «Pues en otras «cortes», esto se hace así, y así.» El lapsus es muy natural en esta vieja monarquía de gorro frigio ...
[136] Mas tornando á la aventura de la reina, diré que estuvo ella en el banquete, por indicación protocolar, entre M. Falliéres, presidente del Senado, y M. Loubet, presidente de la República. Un cronista señala que la reina estuvo toute gracieuse et heureuse de se retrouver en France, y que pendant tout le temps du diner, chacun put remarquer sa bonne grace, son entrain et sa joie. ¿Qué podría decir la reina de Portugal á los amables anfitriones al despedirse, sino que estaba «particularmente encantada de las horas que acababa de pasar en el Elysée»?
Mas dos princesas de Francia velaban por la historia, por la tradición y por el brillo de la perdida corona ... Esas princesas eran las dos hermanas de su majestad portuguesa. Un telegrama llegó, reprendiendo á la graciosa Amelia. El telegrama estaba escrito en términos de reprobación y casi vehementes. Se reprochaba á la reina haber aceptado ir al Elysée, y haberse sentado á la mesa del jefe de un Estado que antes desterrara á su padre y á su hermano. Ese telegrama, más que un resentimiento, era casi una indignación.
Mas se agrega que la reina de los portugueses, sin decir nada, se contentó con mostrar el telegrama á Don Carlos. Y que «su buen humor no se alteró de ninguna manera, y después, como antes, continuó siempre risueña ...» En la sonrisa le acompañaría su real esposo, y ambos demostrarían así que, conforme con la sabiduría de las naciones, los portugueses están siempre contentos.
El reproche de las princesas es semejante al que dirigiera á su hijo Don Jaime, Don Carlos de Borbón. [137]
Mas ¿quién viene á recordar cosas de antaño, atrocidades de la Historia, locuras demagógicas, ó terriblezas republicanas, cuando la Marsellesa se ha tocado en los palacios de los zares de Rusia, y, si no me equivoco, hasta en el recinto del augusto Vaticano?
Tocándole el turno á España, hizo, pues, su maleta, el más sencillo y amable buen hombre de todos los presidentes, y tomó el camino del país de las más lindas sonrisas y de los más halagadores «castillos»: el camino de España. Inmediata y naturalmente, como sucedió con Rusia, como sucedió con Inglaterra, como sucedió con Italia, como sucederá ... tal vez ... con ... Alemania ... (¿por qué no, ¡qué diablos!, si estamos en una época de prodigios?) España se ha puesto aquí de moda; es decir, se ha puesto más de moda, porque ésta comenzó con la visita de Alfonso á los parisienses. Esta moda, como todas las demás, es pasajera. Dura lo que un capricho de París.
Monsieur Loubet es allá en Madrid festejado con toda la cordialidad de que es capaz la gente española. Desde luego se encontrarán con más de una sorpresa, él y sus acompañantes. Y con más de una desilusión. [140]
Porque todos sabemos que las Españas que se usan en París son fantásticas y divertidas. París no quiere entender otra cosa. Españalós, batiñolós, cigaretos, carrambá. No hay más. Ó, sí, hay más: el petit air de guitare, la estudiantina, la «navaca», que aun persiste en la liga de las duquesas celosas y lujuriosas. De Dumas acá, de Gautier, ¡qué digo!, de Mme. Aulnoy acá, no ha variado nada. Allá viven, desde luego, el Cid, Don Juan, Hernani y Carmen. Los alguaciles recorren las calles por las noches, mientras los enamorados, al son de una mandolina, dan su «serenado». De Literatura, en París conocen, los que conocen, á Cervantes mal traducido, á Gómez Carrillo, y las versiones que de Galdós y Blasco Ibáñez han hecho ciertos aficionados. No hablo de los fosilófilos de la Revue Hispanique y de uno que otro hispanizante, más ó menos ruso ó rumano, que suelen ocuparse en las revistas de letras castellanas. La existencia palatina y social de la tierra de Don Alfonso XIII no es tampoco muy sabida en estas latitudes, con ser la infanta Eulalia una parisiense de más de la marca y con haber una colonia española de dinero y títulos bastante numerosa. Verdad es que toda esa gente, en cuanto está en París, quiere pasar por francesa, y de lo que menos tratan y lo que menos les interesa es dar á conocer los progresos y el estado actual de su país. En una revista mundana, la más aristocrática sin duda alguna, se ha publicado en estos días un artículo que contiene las más curiosas referencias sobre la cour et le monde a Madrid. [141] Allí aparece una marquesa de Kajra que causaría el asombro de Kasabal; la difunta condesa de Sástago aparece viva y llamada de Satayo; y la de Superunda es Luperunda. Hay datos como este: La cuisine et moins recherchée que la notre, et la reine Marie Christine a fait sensation, et on le lui á repreché, par les diner de la cour, confiés a un cuisinier vienneis. Se diría que se está en tiempos como aquellos en que, según la citada Mme. Aulnoy, los gentileshombres vivían d’oignous, de pois et d’autres utiles denrées.
Como el viaje de M. Loubet coincide con las representaciones en la Comedie Française, del Don Quichotte, de Richepin, la actualidad no puede ser más oportuna. Todos los turistas de estas felices regiones que han partido para la tierra quijotesca, no dejarán de buscar por allá las mil y una imaginaciones que tienen formadas en sus cerebros fáciles al castillo en España.
Claro se ve. Comienzan á llegar las primeras informaciones de los periodistas que han ido á presenciar las fiestas de la visita presidencial. Uno se asombra de que el rey, al abrazar al presidente francés, le haya dado «golpecitos repetidos, con los dedos abiertos, á la moda del país». Otro da á entender que los rubios no existen en la tierra castellana, repitiendo el concepto de un viajero de última hora, M. Larroumet: «hombres y mujeres tienen el color bronceado, los cabellos de ébano, los rasgos regulares, el cuerpo esbelto, las extremidades de una gran figura. Todos son bellos, de una belleza sin frescura, con perfiles netos, finos y secos. Los ojos brillan ... Los cabellos son de un negro azulado ...» «Como el ala del cuervo», les hubiera dicho Pérez Escrich ...
Hay que advertir que la idea que priva sobre la belleza española, ó, mejor dicho, sobre la belleza andaluza, es Carolina Otero, que no es andaluza sino gallega. Luego, hay en la flotante colonia española unas cuantas capas y sombreros cordobeses, unos cuantos «toreadores» trashumantes que ayudan con su presencia, hechos y gestos, á fijar más en estos espíritus singulares, la idea de lo pintoresco español. [142]
Yo no habría quitado una sola ilusión á los turistas parisienses, sobre todo á los periodistas que han ido á la corte de España con motivo del viaje del presidente de la República francesa. Habría hecho más: habría aumentado el color local, puesto que el color local es lo que primero van buscando. Cierto es que ya en «el Escurial» se dió cuenta de que había aparecido una estudiantina con el traje nacional que daba una serenade á M. Loubet. Mas yo habría traído de Granada á Chorro-e-jumo, el famoso modelo de Fortuny, con su carnavalesca indumentaria; y bajo su dirección, habría hecho evolucionar en fantásticos fandangos un policrómico batallón de gitanos y gitanas. Habría hecho en Toledo dar verdaderas serenades, con verdaderas mandolinas, á la luz de la luna, en las callejuelas estrechas. Y habría buscado á una ó dos condesas de buen humor, que en ocasión oportuna, ante el encantado turista parisiense, hubiese sacado de la liga, que ceñiría una pierna digna de una maja de Goya, su larga navaca, una gran navaca, de esas de no sé cuántos muelles, que hacen al abrirse un ruido ciertamente inquietante.
Mas las sorpresas allá han sido muchas. Se encuentran desencantados con que Madrid es una capital invadida por la uniformidad prosaica de todas las capitales modernas. Los tranvías eléctricos van por la población, cuyos edificios son semejantes á las construcciones de otras partes, salvo uno que otro que conserva el estilo nacional, ó tal reliquia como la ilustre fábrica que sirvió de prisión á Francisco I.
¿En dónde está lo que Nodier contaba? ¿En dónde las majas goyescas y las diligencias que atacaban y desvalijaban los caballerosos bandoleros? Para colmo, no se encuentran, ¡ay!, ni los mendigos, los famosos mendigos españoles, de que habla el más reciente voyage en Espagne, porque una disposición del alcalde de Madrid los ha barrido últimamente de las calles de la villa. [143]
Naturalmente, les han cambiado la España soñada; y lo peor es que á nadie se le ocurrirá invitarlos á comer en casa de Botín un cochinillo al horno, en cacharros que tienen solera, y demostrarles que comen el plato de Quevedo y beben en el vaso de Cervantes.
No me habría faltado á mí bacía que enseñar como el yelmo de Mambrino, ni esqueleto de caballo viejo que presentar como restos de Rocinante ... Y todo el mundo se habría despedido contento.
Se encontrarán en cambio con que en el alto mundo se vive una vida mitad en inglés, mitad en francés, como en París, y que snobs y snobinettes son los mismos á un lado y otro de los Pirineos. Y en el teatro verán las mismas cosas que en Francia: traducciones, traslaciones ó imitaciones de asuntos franceses. En las letras, imperando, es natural, como en todas partes, lo francés, la influencia francesa. Los trajes de Paquin y los sombreros de la rue de la Paix sustituyendo á los adornos castizos y á la olvidada y desdeñada mantilla de las antiguas bellezas. Encontrarán el sereno, pero no les cantará la hora ni les dirá qué tiempo hace; mas el guardia de la esquina, los que en La verbena de la Paloma van á dar la vuelta á la manzana, les chapurrearán el francés é irán á donner le tour á la pomme, como dice un ocurrente caricaturista de la ciudad del oso y del madroño.
Mas en verdad, lo que sí hallarán, tanto M. Loubet como su comitiva y los turistas, son unos excelentes hidalgos que hablan con sinceridad y que sienten con entusiasmo. Los paseantes verán una buena capital sin las grandezas y lujos de este maravilloso [144] París, pero sin apaches ni batallas nocturnas, gracias á la mohosa, vieja, pero utilísima institución del sereno. Hallarán buenas gentes, sin la famosa morgue castillane, que reciben al extranjero con la más franca cordialidad y se gastan con él lo que tienen y lo que no tienen. Y, sobre todo, verán y admitirán «las más lindas sonrisas del mundo», como dice un corresponsal del Fígaro, en esos rostros incomparables de las mujeres españolas, incendiados de miradas prodigiosas, rostros de Concepciones de Murillo y de ángeles de Goya. Admirarán esa hermosura natural, esa gracia autóctona. No dejarán de notar que no es poca la importación del parisienismo, y que en la alta clase y en la burguesía rica hay mucho del faubourg y del boulevard ... Mas las hijas del pueblo, las gatitas verdaderas de Madrid, les ofrecerán ejemplares de raza, flores de belleza propia. Celebro que el Blanco y Negro haya tenido la buena ocurrencia de dar una fiesta á los periodistas franceses, con mucho de guitarra, y «venga de ahí», y tangos y seguidillas y gitanas. ¿Ha habido gitanas? Si no las ha habido es un pecado. Debe haberlas habido, y de las de más negros ojos y más salada palabra, de las que dicen la buenaventura y ríen y roban ... Así, los queridos confrères vendrán contando que no se les ha robado la plata ... Que han visto algo de lo que contaba Nodier ... Y la célebre dame au masque, la sonora Mme. Du Gast, podrá saber y contar algo más sobre espagnolós y cigaretós.
Cada año el Instituto—esto es, las cinco Academias que lo componen—celebra una sesión, muy concurrida y solemne, en que los sabios y los artistas, juntos, confraternizan ante la mirada respetuosa ó ante las sonrisas de un público ya admirativo, ya escéptico.
Naturalmente, á esa sesión no faltan, no dejan de llevar las damas sus atavíos elegantes y sus gracias. Ir á esa sesión, como á cualquier solemnidad académica, es una cosa distinguida. No se pierde tampoco el tiempo. Por lo general, los oradores ó lectores son escritores, artistas y sabios que entretienen amablemente al auditorio, que saben lo que dicen y que lo dicen bien, en esta lengua francesa en que es tan difícil aburrir ó decir una tontería. Por muy áridos que los asuntos [146] sean, puede decirse que nuestras «latas» españolas, nuestros «solos» argentinos, son muy raros y casi imposibles en ese recinto. Así, las lecturas hechas por Edouard Detaille, Sénart, De Foville, Edmond Perrier y Jules Lemaitre encantaron á la concurrencia. El uno es un pintor, el otro un arqueólogo, el otro un estadista, el otro un hombre de ciencia y el otro un hombre de letras, y todos cinco fueron oportunos, claros, amenos. Había en esa asamblea de viejos un innegable verdor, como el de las palmas de sus uniformes de inmortales. Esos viejos representan la gloria y el prestigio consagrados de Francia; esas barbas blancas honran al pensamiento humano, y el más modesto de esos trabajadores de la idea es un bienhechor de la comunidad.
Con justicia M. Detaille, al fin de su discurso, recordó las expresivas frases de Renan: «El Instituto es una de las creaciones más gloriosas de la Revolución, una cosa completamente propia de la Francia. Muchos países tienen academias que pueden rivalizar con las nuestras por la ilustración del personal que las compone y por la importancia de sus trabajos. La Francia solamente tiene el Instituto, donde todos los esfuerzos del espíritu humano están como ligados en haz: en donde el poeta, el historiador, el filósofo, el matemático, el físico y el astrónomo, el escultor, el músico y el pintor pueden llamarse fraternalmente compañeros.»
M. Detaille, el célebre autor de tanto célebre cuadro militar, fué quien pronunció el discurso de apertura, como miembro de la Academia de Bellas Artes y presidente en ejercicio del Instituto. Comenzó recordando que hace un siglo justo el Instituto pasó á ocupar el actual local, el palacio Mazarin, dejando el palacio del Louvre, en que antes tuviera asiento. Eso se debió á Napoleón. A este propósito el benemérito artista no deja de hacer brillar, como en sus telas, uno que [147] otro resplandor de batalla, uno que otro relámpago de sable. Luego, hablará de asuntos más caseros, digamos así, y lamentará á los colegas recientemente desaparecidos. Ya es Guillaume, académico de la francesa y de la de Bellas Artes, «noble figura que encarna á la vez la delicadeza del artista y del hombre de letras. Profundamente erudito, nadie sabía hablar como él de cosas de Arte con tanta autoridad y sabia experiencia». El duque d’Audiffrei-Pasquier, «que hizo su educación política bajo la égida de su tío el canciller Pasquier, cuyas tradiciones recogió en tiempo de los Guizot, de los Villemain y de los Montalembert», José María de Heredia, «que desaparece dejando tras sí un rastro luminoso, como esos meteoros que pasan en el firmamento. Su obra, materialmente, ocupa poco lugar, y si es ligera, es para remontarse bien alto en el espacio, como un cohete de oro que estalla orgullosamente. Sus admirables sonetos están en todas las memorias. Él veía noble, veía grande, y ninguno ha encontrado imágenes más espléndidas y más precisas para traducir las soberbias visiones que concebía su cerebro de poeta artista».
Ya es M. Wallon, «cuyas obras sobre la esclavitud en la antigüedad, sus historias de Juana de Arco y de San Luis, sus trabajos sobre el tribunal revolucionario, obras de una erudición abundante y precisa, han consagrado su reputación de historiador». Y el sabio Oppert, que, extranjero, al naturalizarse aportó á Francia «los frutos de una erudición profunda». Luego, Potier, ingeniero, dotado de una prodigiosa actividad unida á una erudición legendaria; y Bicha, el decano de la Facultad de Ciencias de Nancy, y el alemán Richtofen; y Barrias, arrebatado «en plena fuerza y en pleno trabajo», y otros escultores, Thomas y Dubois; los pintores Henner y Bouguereau, Henner, «ese hijo de la vieja Alsacia, que había guardado el culto enternecido de la tierra [148] natal, se aplicaba á envolver la forma pura, á la manera de Corneggio y de Prudhon, en esa misteriosa visión, como si sus ojos hubiesen guardado el recuerdo de las brumas argentadas de sus valles de Alsacia». Y Bouguereau, que, «seguro de sí mismo, supo imponer sus convicciones artísticas y hacer compartir su fe», y «cuya probidad de vida fué igual á la probidad de su talento». Y los recuerdos de duelo continúan con el grupo de ilustres nombres extranjeros, el grabador Biot, Constantin Meunier, Massarani, Racconi, Waterhouse, y el gran teutón Adolfo Menzel, cuyo elogio era interesante oir de un pintor como Detaille: «Su obra es considerable, pero hay una que sobresale entre las demás: es la reconstitución de la vida de Federico el Grande y de su época, que ha evocado con una precisión y un talento que hacen de él uno de los pintores más notables al mismo tiempo que un verdadero historiador.» Después es el financista Germain, el estadista Juglar, y Olivecrona, y Hüffer, Perin y Hennequin. La muerte ha segado en un año, como se ve, muchas testas gloriosas.
Mas con justicia, M. Detaille concluyó su discurso con las palabras de Renan que he citado al comienzo de esta carta.
La lectura de M. Sénart, delegado de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras, trató sobre «un nuevo campo de exploración arqueológica», el Turquestán chino. Recordó á los bravos iniciadores y proseguidores de valiosos trabajos, como el príncipe Henry de Orleans, víctima de sus exploraciones, Bouvalot, De Grenard, Dutrenil de Rhins. Y al sueco Sven Hedin, que ha realizado viajes [149] verdaderamente extraordinarios. «El Turquestán—dice M. Sénart—ha sido una gran vía de la política, del comercio, de la religión. Es por allí que, desde 130 antes de nuestra Era, el famoso Changkieu fué á entablar, á la ventura, negociaciones con los ocupantes de la lejana Bactriana; y por allí, doscientos años más tarde, el general Pantchao se lanzaba á imponer á esas regiones la soberanía china.» Como veis, esos asuntos son un poco lejanos y abstrusos ...; mas el sabio ha sabido interesar á su auditorio, sobre todo cuando ha hablado de ciertos hallazgos en que la arqueología se interesa y se complace.
Otro sabio de otra especie fué más curiosamente escuchado, sobre todo por los oyentes femeninos. Me refiero á monsieur Edmond Perrier, delegado de la Academia de Ciencias. Trató sobre La parure, sobre los adornos, y su amenidad fué muy gustada y aplaudida, su amenidad enseñadora. Mirad qué amable sabio es el que comienza su disertación con estas palabras: «Al ver sucederse á los rayos de un sol de estío, ó bajo las girándulas de una sala de baile, los acariciantes colores de los trajes de fiesta, matizados hasta lo infinito y combinados según los geniales y armoniosos caprichos de la imaginación femenina, se podría creer que el adorno ha sido la invención exclusiva de las hijas de Eva. Por ellas, todo lo que hay en el mundo de luminoso y de brillante está evocado alrededor de nosotros, se mezcla cotidianamente á nuestra existencia, y viene hasta abajo esta austera cúpula á iluminar nuestras sesiones académicas con un brillo que la suntuosidad de nuestras palmas verdes sería insuficiente para darle». El galante sabio busca el adorno en la Naturaleza, en los aires, en la tierra, en la profundidad de los mares; y de su rebusca resulta que, contrariamente á lo que pasa entre los humanos, el sexo que se adorna, que se hermosea, que coquetea, digamos, entre los animales, es el sexo masculino. [150]
Y es un desfile de maravillosos peces, de milagrosos insectos, de prestigiosos pájaros, adornados por la pródiga Naturaleza, Paquin de los pavos reales, Lalique de los colibríes, proveedora incomparable de sedas, joyas, tintes y matices de encanto. De todo el estudio, lleno de citas y de datos, resulta la chocante demostración de que en el reino animal, el macho constituye ... el bello sexo.
Hay sus consuelos. «El cuadro que acabamos de trazar—dice en una parte de su discurso—, de las brillantes facultades del sexo masculino no se aplica sino á las clases superiores del reino animal; tiene su contraparte en las clases inferiores. Ya en las colmenas de abejas, los numerosos príncipes consortes, incapaces de todo trabajo, son muertos por las obreras desde que se acerca el invierno.» Y así empieza la narración de las desventuras del macho, entre una larga variedad de seres inferiores. Una cosa va por otra.
Las frases finales son saludadas con un general aplauso: «Felicitémonos, simplemente, de que las cosas se hayan arreglado de manera que en medio de los cataclismos suscitados por la inconsciente, involuntaria é irresistible actividad de los hombres, permanezca infrangible, por su esencia misma, y á pesar de lo que puedan de ella pensar ciertas almas, la dulce y serena figura de las que, desde nuestra primera sonrisa hasta nuestra última herida, están cerca de nosotros para amar, prever, consolar y curar.» Y esa sí que constituye una deliciosa superioridad femenina.
El discurso de M. De Foville, no por tocar un tema árido para la generalidad, dejó de ser escuchado con mucha atención y gusto. Su profession de foi d’un statisticien, es una [151] pieza escrita con esprit al par que con profundidad y transcendencia de ideas. La estadística, ciencia de numerar y de datos, apareció expuesta por este sonriente sabio, tan atrayente como valiosa. La estadística ha tenido en su contra las ocurrencias fáciles de autores cómicos. ¡No importa! «Nosotros—dice M. De Foville—somos los primeros en reir de las bromas, hoy clásicas, cuyos iniciadores fueron los Louis Reybau, los Labiche, los Gondinet.» En el Congreso de Londres todo el mundo se rió cuando lord Onslaw recordó algunas de esas facecias en un brindis. «Es el gran mérito de la estadística—dice De Foville—, tal como nosotros la comprendemos, decir la verdad, no querer decir más que la verdad, cuando alrededor de ella, voces que intentan parecerse á la suya hacen impunemente de la mentira un hábito y aun una industria.» Detenidas consideraciones hizo el eminente académico, que fueron recibidas con las muestras del mayor aprecio por un público que, si no se deleitaba con el tema, gozaba con la galanura sabrosa del discurso. El Sr. Alberto B. Martínez habría aplaudido con todo entusiasmo, en unión de la selecta concurrencia, á su respetable colega.
La Literatura estuvo bien representada por Jules Lemaitre. Este escritor, cuyo talento ha estado por largo tiempo navegando en los mares de la política, en donde se ha llenado de lamas, conchas, brumas y pesadeces, se diría que ha entrado en el dique y ha limpiado sus fondos. Su discurso sobre los libros viejos es una página que recuerda sus antiguas páginas de pensador sagaz y crítico avisado. Corto fué—y este es un mérito más—y aplaudidísimo por los concurrentes, que ven en M. Lemaitre como una especie de hijo pródigo de la Academia, que retorna á sus viejas tareas, floridas de ideas finas y de elegancias verbales. Quiera que persevere en tal resolución la dueña de la casa, la patrona de la Cúpula, la sabia Minerva. [152]
Hermosa y gloriosa tarea la que acaba de concluir el Dr. J. C. Mardrus: la traducción completa de El libro de las mil noches y una noche, hecha literalmente del texto árabe, dón inapreciable que no podemos suficientemente agradecer los occidentales. El último volumen dejará en las almas soñadoras una inevitable nostalgia. Un espíritu tan raro como sutil ha lanzado ya esta queja: «Las mil noches y una noche son toda la epopeya amorosa del globo desde su formación hasta nuestros días. El globo es un huevo que incuban á turno el amor y la noche. ¿La humanidad no será más que el accidente del ensueño? Con tal que el amor y la noche nos abaniquen con sus alas, la tierra continuará, me atrevo á creerlo, girando bien. Mas he aquí que llega la mañana ... ¡ay! ¡ay!, el Oriente se emblanquece ... ¡el Oriente se hace viejo! ¿Quién mecerá nuestro sueño de gentes del Norte?»
[154] Sí. Rachilde tiene razón. Necesitamos, para acercarnos siquiera á la ilusión de la felicidad, de la delicia nocturna y del encanto amoroso. Y ese es el ambiente de esas historias mágicas que el sabio europeo ha ido á sacar de sus secretos refugios de Oriente.
El Dr. Mardrus es un arabista de nota, diga lo que diga cierto emir amigo de Claretie, que ha encontrado algunas inexactitudes en esta versión, que uno siente tan llena de hechizos. Trabajador de conciencia, él explicó desde el principio la magnitud de su empresa. Antes que él, nadie había hecho en francés una traducción completamente exacta, literal, por el temor de la desnudez de la expresión arábiga, que hiere, más que nuestros pudores de Occidente, el universal puritanismo de las literaturas cristianas. En inglés existían las versiones fieles, hoy rarísimas, de Payne y de Burton; pero esas fueron tiradas para suscriptores limitados, y quedaron, por decir así, secretas. Mardrus conoce una segunda edición de Burton, pero es expurgada. El erudito traductor francés señala los orígenes de sus fuentes. La base de Las mil noches y una noche (es así como debe decirse) está en una antología persa, el Hazar Afsanah.
Hubo narradores diversos que, tomando los asuntos originales, fantasearon á su placer. Se mezclaron cuentos persas y leyendas de otras naciones. «El mundo musulmán entero, de Damasco al Cairo y de Bagdad á Marruecos, se reflejaba, en fin, en el espejo de Las mil noches y una noche.» Una mezcla de dialectos, de modismos distintos, que se hallan en los manuscritos hechos en diferentes épocas, impide el señalar una fecha fija al libro maravilloso en que parece que toda la fantasía de los países de Oriente colaborara. Mas de recientes estudios se desprende que pertenecen al siglo x estos cuentos que se hallan en todos los textos: 10. Historia del rey Schahriar [155] y de su hermano el rey Shahzaman; 20. Historia del mercader con el Efrit; 30. Historia del pescador con el Efrit; 40. Historia del cargador con las jóvenes; 50. Historia de la mujer cortada, de las tres manzanas y del Negro Rihan; 60. Historia del visir Nureddin; 70. Historia del sastre, del jorobado; 80. Historia de Nar Al Din y Anis Al-Djalis; 90. Historia de Ghamin-ben-Ayub; 100. Historia de Ali-ben-Bakkar y Shams-Al-Nahar; 110. Historia de Kamar-Al-Zaman; 120. Historia del caballo de ébano; 130. Historia de Djulnar, hijo del mar. La historia de Kamar-Al Zaman II y la de Mearuf se colocan en el siglo xvi; la mayoría de los cuentos, entre los siglos x y xvi, y la historia de Simbad el Marino y la del rey Djiliad serían anteriores á todas. Conforme con la nota colocada á la cabeza de la edición Mardrus (que inició la Revue Blanche y ha terminado Fasquelle), las ediciones críticas que existen de los textos originales de las Alf Lailah Oua Lailah son siete: La edición (inacabada) del cheikn El Yemeni, dos volúmenes; Calcuta, 1814-1818. La edición Habitch, doce volúmenes; Breslau, 1825-1843. La edición Mac Noghten, cuatro volúmenes; Calcuta, 1830-1842. La edición de Boulack, dos volúmenes; El Cairo, 1835. Las ediciones del Ezbekieh, de El Cairo. La edición, cortada, corregida, dislocada, de los jesuítas, en cuatro volúmenes, Beyruth, y la edición, en cuatro volúmenes, de Bombay. El Dr. Mardrus prefirió la de Boulack, y se ayudó con la edición de Mac Noghten, y principalmente con los diferentes manuscritos arábigos.
No tengo noticia de ninguna traducción literal alemana, ni italiana, ni española. Las mil y una noches que conocemos en español son traducidas de la traducción francesa de Galland, «ejemplo curioso de la deformación que puede sufrir un texto, pasando por el cerebro de un letradoen el siglo de Luis XIV; la adaptación de Galland, hecha para la [156] Corte, fué sistemáticamente emasculada de todo atrevimiento y filtrada de toda la sal primera. Aun como adaptación es incompleta, pues contiene apenas la cuarta parte de los cuentos. Antes de Mardrus, los cuentos que forman las otras tres cuartas partes no se han conocido en Francia, ó, diciéndolo mejor, las ha ignorado el mundo».
Para traducir una obra de poesía es necesario un poeta. Y para traducir esta obra de poesía, sin parangón, era preciso un poeta sabio en cosas de Oriente como el doctor Mardrus, que ha vivido la vida oriental en los mismos lugares en que nacieron, en abolidas y prestigiosas imaginaciones, estos cuentos extraordinarios.
Que el traductor es un poeta insigne, lo demostrará la perla de la introducción, cuatro palabras armoniosas que no dejaré de dejar aquí para regalo de mis lectores: «—Yo ofrezco—dice—todas desnudas, vírgenes, intactas, ingenuas, para mis delicias y el placer de mis amigos, estas noches árabes, vividas, soñadas y traducidas, sobre la tierra natal y sobre el agua». Ellas me fueron dulces durante los vagares de las largas travesías, bajo el cielo de lo lejos. Por eso las doy. Ingenuas son, y sonrientes, y llenas de ingenuidad, al igual de la musulmana Schaharazada, su suculenta madre, que las parió en el misterio, fermentando con inquietud en el seno de un príncipe sublime—lúbrico y feroz—bajo el ojo enternecido de Alá clemente y misericordioso. Desde su venida fueron delicadamente acariciados por las manos de la lustral Doniazada, su tía, que grabó sus nombres sobre hojas de oro coloreadas de húmedas pedrerías, y las cuidó bajo el terciopelo de sus pupilas hasta la adolescencia pura, para esparcirlas, [157] voluptuosas y libres, sobre el mundo oriental, eternizado de su sonrisa. Yo las juzgo y las doy tales, en su frescor de carne y de roca. Pues ... un método sólo existe, honrado y lógico, de traducción: «la literalidad», impersonal, apenas atenuado por el rápido parpadeo y el saborear largamente ... Ella produce, sugestiva, la más grande potencia literaria. Ella hace el placer evocatorio. Recrea indicando. Es la más segura garantía de la verdad. Ella se hunde, firme, en su desnudez de piedra. Huele el aroma primitivo y lo cristaliza. Devana y deslíe ... Fija. Cierto, si la literalidad encadena al espíritu divagante y lo doma, ella contiene la infernal facilidad de la pluma. No me quejaré de ello.
Pues, ¿dónde encontrar en un traductor el genio simple, anónimo y libre de la niaise nanie de son nom? Mas por las dificultades del terruño original, tan duras para el profesional en théme, ellas no sabrían, en los dedos del enamorado del oriental parlar, concentrarse en más espira que las precisas al gozo de desatarlas. En cuanto á la acogida ... El Occidente amanerado, empalidecido en el ahogadero de las convenciones verbales, fingía azoramiento á la audición del franco lenguaje cuchicheante y simple y sonoro de toda la risa, de esas brunas muchachas sanas, nativas de las tiendas abolidas.
Así, pues ... Ellas no ven en eso malicia, las huríes. Y los pueblos primitivos—dice el sabio—llaman las cosas por su nombre, y no encuentran casi condenable lo que es natural, ni licenciosa la expresión de lo natural. (Entiendo por pueblos primitivos los que aun no tienen ninguna tara en la carne ó en el espíritu, y nacidos al mundo bajo la sonrisa de la belleza ...) Desde luego es totalmente ignorado de la literatura árabe ese producto odioso de la vejez espiritual: la [158] intención pornográfica. Los árabes ven toda cosa bajo el aspecto hilarante. Su sentido erótico no lleva más que á la alegría. Y ellos ríen con todas ganas de lo que al puritano parecería escandaloso. Cualquiera que, artista, ha vagado y conocido los viajes y cultivado amorosamente bancos agujereados de los adorables cafés populares en las verdaderas ciudades musulmanas y árabes, el viejo Cairo de las calles llenas de sombra y tan frescas, los suks de Damasco, Sana del Yemen, Mascata ó Bagdad; que ha dormido sobre la estera inmaculada del beduíno de Palmira; partido el pan y probado la sal fraternalmente, en la gloria del desierto, con Ibn-Rachid suntuoso, ese tipo neto del árabe auténtico; saboreado todo lo exquisito de una conversación de simplicidad antigua con el puro descendiente del profeta, el cherif Hussein ben Alí-ben Aun, emir de la Meca Santa, ha podido notar la expresión de las fisonomías pintorescas reunidas. Único, un sentimiento domina toda la asistencia: una hilaridad loca. Ella flamea en sacudidas vitales á cada salida libre del heroico narrador público gesticulante, animando sobre todo y saltando entre los espectadores complacidos ... Y la embriaguez os ase, suscitada por las palabras, por los sonidos, por el perfume ó la afrodisia del aire, por el subolor discreto del haschich, dón último de Alá!... Y se es navegante aéreo en la noche ... Alá no se aplaude, ese gesto bárbaro, inarmónico y feroz, ese vestigio innegable de las razas caribes ancestrales danzando alrededor del poste de colores, y del cual la Europa ha hecho el símbolo del horrible goce burgués amontonado bajo el gas, es esencialmente desconocido. El árabe—á una música, notas de cañas y de flautas, á una queja de «katun» ó de «ud», á un ritmo de «darabuka» profundo, á un canto de muezin, ó de almea, á un cuento coloreado, á un poema de aliteraciones en cascadas, á un olor sutil de jazmín, á una danza de flor ó vuelo [159] «buka» profundo, á un canto de muezin, ó de perla de una sólida cortesana undosa de ojos estrellados—responde, á la sordina ó con toda la voz, por un Ah ah!... largo, sabio, modulado, extático, arquitectural. Es que el árabe es un intuitivo, pero afinado y exquisito. Ama la línea pura y la adivina, irrealizada. Pero ... él estrecha, sin palabras, infinitamente.
Y ahora, yo puedo prometer, sin temor de mentir, que el telón no se alzará sino sobre la más asombrosa, la más complicada y la más espléndida visión que haya jamás encendido, sobre la nieve del papel, el frágil útil del relator.
Tal es el prólogo que abre las misteriosas y talismánicas puertas de esos reinos de soñaciones tan humanas y tan divinas. El doctor Mardrus no anuncia en vano. Entre las más prestigiosas y extrañas decoraciones comienzan á desarrollarse las más inverosímiles y magníficas escenas. Emergen de la narración los más variados relentes; se oyen los más inauditos ruidos; se ven las más desmesuradas visiones. Florece libre la alegría de una humanidad sin complicaciones, sana y fresca en su prístina naturaleza.
El pan se llama pan, el vino vino, y la función de amor como en el decálogo de Moisés. Nada hay contrahecho; no existe allí ni el pecado de nuestras teologías, ni la vergüenza de nuestros culpables pudores, ni la malicia de nuestra perversidad de civilizados. Hay sí una superior cultura que impone la justicia y la bondad en las almas. Y lo desconocido se muestra naturalmente, y lo prodigioso es usual, y el ensueño entra en la vida y la vida en el ensueño, como era justo que fuese. Bien se explica el querer de Stendhal, que deseaba «olvidar dos cosas: Don Quijote y Las mil y una noches, para cada año experimentar al releerlas una voluptuosidad nueva». [160]
De mí diré que libro alguno ha libertado á mi espíritu de las fatigas de la existencia común, de los dolores cotidianos, como este libro de perlas y pedrerías, de magias y hechizos, de realidades tan inasibles y de imaginaciones tan reales. Su aroma es sedativo, sus efluvios benignos, su gozo refrescante y reconfortante. Como cualquier modificador del pensamiento, brinda el dón evasivo de los paraísos artificiales sin el inconveniente de las ponzoñas, de los alcoholes y de los alcaloides. Leer ciertos cuentos es como entrar á una piscina de tibia agua de rosas. Y en todos se complacen los cinco sentidos, y los demás que apenas sospechamos.
De ninguna manera recomendaré la lectura de la versión Mardrus más que á hombres de letras, á hombres de estudio, á hombres. A no tratarse de juiciosas y tranquilas damas amacizadas de literaturas, ninguna de nuestras señoras está preparada para obra tal, que indudablemente les causaría escándalo. El desnudo oriental es todavía más natural que el desnudo clásico griego. En cuanto á las señoritas, claro está que no pueden leerla. Baste con decir que la moral de las señoritas mahometanas es muy otra que la que se enseña en Sagrados Corazones y demás colegios en que reina la doctrina de Cristo.
¡Feliz quien pueda con naturalidad y sencillez, sin ironía ni maldad, pasearse por tan floridos y perfumados jardines de delicias! ¡Dichoso el que pueda impregnarse como de un ungüento fino de la poesía de los poetas de Allá Lejos! Sentirían que por un momento caen de las alas de su alma los hierros seculares que una angustia de siglos ha mantenido en ellas. Y se sentirá, como dice la bella expresión del doctor Mardrus, nuevo Simbad que nos trae historias milagrosas de los países de las maravillas, se sentirá «navegante aéreo en la noche».... [161]
Era una gran alegría nacional; la Francia estaba de fiesta. El cañón había tronado gloriosamente en las revistas navales. Los marineros de los barcos de Rusia eran abrazados y besados en las calles por una muchedumbre entusiasta y clamorosa. El autócrata heredero de Pedro el Grande, hacía, como su fuerte abuelo, una visita á París. París se puso su mejor tocado, se embanderó, se coronó de luces, cantó en populares músicas salutaciones al poderoso recién venido y á su hermosa compañera la emperatriz Alix. Todas las gentes manifestaban un contentamiento singular. Se gritaba: Vive l’empereur! Vive la Russie!, á todo pulmón y con toda el alma. Era un delirio de regocijo, una satisfacción intensísima demostrada de diversas maneras; la Prensa celebraba el fausto suceso; las ilustraciones se llenaban de retratos de los huéspedes ilustres. La nobleza exultaba, la burguesía se desleía, el bajo pueblo no cabía en sí. Estaba en la capital francesa el monarca ilustre del país aliado, el potente imperio moscovita. Funciones de gala, bailes, evocaciones históricas, versos áulicos, festivales pomposos, todo hubo en honor de los huéspedes. Nicolás era el ídolo de París.
[162] ... Hoy se grita en reuniones y meetings: «¡Abajo el tirano de Rusia!» Con pocas excepciones, todos los periódicos, dando al olvido la alianza, abominan el régimen cesáreo de Petersburgo y tratan al emperador de asesino. Jaurés, el acomodaticio con los reyes de Italia, aprovecha para volver á sus cargas socialistas. Los caricaturistas se muestran feroces con el Romanoff, que se encuentra, no por cierto cómodamente, entre la espada y la pared. Aquí está Nicolás con su corona imperial y su manto de armiño manchado de sangre, con una leyenda en que se le llama «zar asesino», y en que M. Loubet le dice: «Nicolás, tú eres un tonto. Cuando se quiere despedazar al pueblo, es preciso primero proclamar la República.» En otra parte se ve un zar militar, siempre ensangrentado, con un rostro negro y lívido, de criminal condenado, y estos versos de Víctor Hugo en letras de sangre:
Lo rudo de los dibujos se compadece con lo áspero de las leyendas.
Vese al emperador con el heredero en los brazos y custodiado por un esbirro armado de knut: [163]
«—¿No es cierto que la sangre rusa es hermosa, hijo mío ...? Y no hay que ir á Manchuria para verla correr.» Por una ventana se mira el montón de cadáveres de los obreros fusilados ...
Un caricaturista ruso residente en París, Watteroff, representa á la zarina y al zar en momentos de entrar en el lecho. Ella parece una Juana de Arco coronada, por la armadura que lleva, y él un acorazado Ubu, armado de látigo.
«—Tú quieres—dice la emperatriz—acostarte con la coraza de Pedro el Grande.» Y el emperador: «Sí, soy prudente ... Recuerdo la historia de Alejandro ... de Serbia.»
Los artistas se complacen en pintar á los cosacos con la intención que ponían los pintores de antaño en los rostros de los sayones, en los calvarios y descendimientos. Todas son caras feroces, miradas crueles. Todos son gestos rudos y rictus bestiales de brutos sin entrañas. Y en los rostros de los obreros, de las víctimas populares, la desolación, el miedo, el espanto. En los kioskos de los bulevares, desde lejos veis manchas rojas en fondo blanco: es nieve y sangre; son las publicaciones de actualidad, la reproducción de las matanzas de San Petersburgo. En una estampa el pope Sergio grita: «¡Yo muero, pero la libertad va á nacer!» Y el pope Gapón le contesta: «Sí, tú mueres por el Dios de la libertad y por la Patria. Pero vosotros, soldados, no tenéis ya emperador puesto que habéis tirado contra su imagen, y no tenéis Dios, puesto que tiráis contra vuestros hermanos.» En otra, el zar aparece ocupado en lavar su corona sangrienta; en otra ofrece al águila bicéfala que se ve como enferma y canija, ó reformas ó carne de cañón ... «Después de Hull ... San Petersburgo», esto es: después de cañonear barcas indefensas de pescadores, la carnicería de la Perspectiva Newski y de las plazas y paseos de la capital eslava. Se dibuja un Nicolás indeciso, un Nicolás cruel y un Nicolás atemorizado. [164] Vestido de blanco, en el palacio de Invierno, oye á un chambelán dorado que le anuncia la llegada de una delegación de obreros, y le responde: «¡Fusílenlos! ¡Me voy al Zarkoe Selo!» Y en Zarkoe Selo contesta á otro chambelán que le anuncia una delegación de estudiantes: «¡Fusílenlos! ¡Me voy á Peterhof!» Y en Peterhof se le anuncia una delegación nueva: «¡Fusílenlos!... Pero, ¿adónde podré ir ahora ...?» Un coronel feroz como un ogro, dice á sus soldados ante unos niños que suben temerosos á un árbol: «¡Fusílenme todo eso! Esos son los descontentos del porvenir.» Luego, será de nuevo el zar como ahogado entre vapores de sangre, y un pueblo aullante alrededor de él. Una visión de Steinlen es fantástica y macabra: el pequeño emperador entre dos gruesos generales, sobre una blanca estepa; en el horizonte, una siniestra águila de sombra, un cetro y una corona que caen; y todo eso dentro de un círculo dantesco de desesperados, de víctimas, un retorcimiento de miembros, clamorosos hombres, mujeres, niños, ancianos, los sacrificados por el cesarismo, por la impasible oligarquía, por la voluntad de una nobleza inflexible y los mil brazos férreos del poder absoluto.
Y la Prensa comenta noticias como ésta: El emperador conserva la misma calma absoluta que tuvo en el momento en que le dieron cuenta de que 92.000 hombres habían sido muertos y heridos en el Chaho. «¡Noble corazón!» Otros piensan que si la revolución rusa triunfase no ganaría mucho el pueblo mismo. Los bravos ciudadanos franceses, dicen, creen que la revolución francesa se ha realizado el 14 de Julio de 1789, entre el amanecer y el ponerse el sol. Mas ella ha durado diez años. [165]
La revolución rusa ocupará el mismo espacio de tiempo. Los intelectuales desencadenan el movimiento; no serán ellos los que lo conducirán. Cien millones de paisanos iletrados, supersticiosos, salvajes, no se portarán como los franceses del siglo xviii: apenas si están al mismo nivel que los Jacques del siglo xiv. Su insurrección será, pues, una jacquerie. De ese caos surgirá algún genio bárbaro, Atila-Napoleón, que limpiará la Europa. Amén. Entretanto, los estudiantes y los obreros de las ciudades entran en la lucha con un noble entusiasmo. Quieren echar abajo á los Romanoff. Van á morir por la libertad, por la igualdad, por la justicia, por el progreso, así como murieron nuestros padres. Y dentro de cien años, la república triunfará á las orillas del Neva, tal como la conocemos aquí. En lugar del zar, tiranuelos demagogos exigirán del pueblo homenaje y sumisión ciega. Los espías dispondrán del honor y de la libertad de cada ciudadano. Los cosacos sablearán á los huelguistas en nombre de la fraternidad. En lugar de enviar á los descontentos á la fortaleza de San Pedro y San Pablo, se les suicidará—se alude al asunto Syveton—en su propia casa. La corrupción insolente de los grandes duques dará lugar á la orgía crapulosa de los tribunos. Las Ev-la-Tomate y los Peaux-de-Requin, socialistas, danzarán el chahut en el Palacio de Invierno.
Los barones de Bessoulet, los vidames de Pressensé, sus infantes, sus rufianes, sus France y sus bonnes á tout faire compondrán el Santo Sínodo.
Pobiedonostseff se llamará Combes; Trepoff se llamará Lepine ó Levy, y White se llamará Rouvier. El Populo azotado, ametrallado, burlado, se arrodillará delante de los iconos de San Tolstoï y San Gorki, aullando: «¡Viva la social!» ¡Radiante porvenir! Así se expresan los pesimistas de la oposición; mas hay que confesar que entre tanto pronóstico poco halagador y un si es no es injusto, se encuentra más de un grano de experiencia nacional y de verdad pura. [166]
Lo que hay que notar, y ese es el principal asunto de este artículo, es el cambio completo que ha ocurrido en el espíritu de este pueblo nervioso y ultraimpresionable. Al zar aclamado y cantado de ayer ha sucedido el zar abominado y maldecido de ahora, á pesar de la alianza, á pesar de los muchos intereses que unen á ambas naciones.
De poco sirve que una ú otra pluma intente demostrar la imposibilidad en que se encuentra el soberano ruso de obrar de otra manera como lo hace, apretado como está entre las imposiciones de una nobleza que no transige y las demandas y protestas de un pueblo ya viciado en ideas de progreso y de libertad por los directores intelectuales como Gorki y demás compañeros. Al débil Nicolás se le cargan en cuenta los alardes de fuerza de sus militares y las durezas de su Policía. Y cuando ha venido la noticia de que los nihilistas ó algún ignorado anarquista había hecho saber al zar por un anónimo que estaba condenado á muerte, puede decirse que la noticia no fué recibida por las gentes con desagrado ... Las muchedumbres tienen un alma femenina.
Por Gorki se han hecho públicas demostraciones en el elemento socialista. Se recogieron firmas de literatos, de artistas, de pensadores, para pedir al Gobierno ruso su libertad, como si más bien semejante petición no fuera contraproducente, dadas la calidad política y las ideas revolucionarias de la mayoría de los firmantes.
«¡Qué amigos tienes, Benito!», diría su majestad moscovita para su manto imperial.
En resumen, París actualmente, si el monarca aliado viniese á hacerle otra visita, no sería con muestras de regocijo y con palmas y rosas con lo que le recibiría.
Cabalmente hace pocos días, en la plaza de la República, ha estallado una bomba.
Un joven hispano-americano que llegó á París recientemente, lleno de frescas ilusiones y de antiguas lecturas, me pidió que le llevase á conocer el Barrio Latino. Tenía su Murger bien conservado, y la leyenda varleniana y moreesca flotaba en sus imaginaciones. Yo no quise derribar tanta ilusión con palabras, sino que, después de mucho tiempo de no pasar el río, lo pasé con él dos noches, á fin de que por su propia observación se convenciese de lo mucho que dista la realidad de hoy de las pasadas historias ... Historias de ayer no más, pues la primera vez que escribí mis impresiones del Quartier, todavía no existía el ambiente actual, y de esto hace apenas doce años.
De más deciros que mi amigo no encontró ni á Mimí, ni á Schaunard, ni á Colline; en cuanto á Verlaine, le vió en un plafond del restaurant del Panteón, en una apoteosis pictórica, y en dicho restaurant, entre las genuflexiones del sommelier y las conversaciones de clientes [170] elegantes, no se puede comer correctamente á menos de un luis. En la parte baja de la célebre taberna hay un american-bar, donde se sirve toda clase de american-drinks hasta las dos de la mañana.
Tanto en el restaurant como en el bar, mi joven amigo vió unas cuantas damas con trajes costosos, con joyas y con cierta impertinencia muy poco barriolatinesca; al lado de ellas, gentlemen, de los que se pudiera decir que envían á planchar su ropa á Londres, todos ellos muy contentos y muy generosos. Algunos descienden de un automóvil ó de un carruaje de remise, para ir á sentarse á la mesa. Nadie podría pensar que ellas son las antiguas grisetas y ellos los antiguos estudiantes ... Y tú, lejana sombra de Pierre Gringoire, ¿qué estremecimiento sentirías ante esto?
En los otros lugares, Vachette, Souffet, la Lorraine, en menor escala, el mismo espectáculo. Los bachilleres hablan de sport y visten en la mejor sastrería que pueden. Rara es la boina, la casquette estudiantil. Tened por seguro que el que la lleva, ó no es estudiante, ó es de provincias, ó es un original. En cuanto á las camaraderías de antaño entre jóvenes artistas, jóvenes poetas, amadoras de lo abscous y de lo raro, levitas del templo del pobre Lelian, han desaparecido. Un caballero de cabellos grises, serio, grave, decorado con la Legión de Honor, que va al Vachette con alguna frecuencia á leer Le Temps, como un simple senador ó académico, es Jean Moreas. Reynaud, el autor de los Cuernos del Fauno, es alto empleado de Policía. El último poeta joven verdadero y grande que ha hecho ver en estos últimos tiempos su singular figura en esos lugares, antes tan frecuentados por todas las musas, ha sido Paul Fort; y á este mismo ya no se le mira recorrer su caro Boul’Mich. [171]
Un soplo de ultramodernismo y de americanismo del Norte, de yanquismo, ha invadido el sacro recinto que antes protegían el orgulloso Panteón y la venerable Sorbona, la tradición de las escuelas y la poesía del Luxemburgo, el deseo de soñar y la necesidad de sentir. Aquí es de creerse que ya nadie sueña ni siente. Un severo cronista decía hace pocos años: «Au Quartier Latin moderne, on buche, on potasse, on brigue et l’on intrigue. Au lieu des vareuses de jadis, on arbore des complets très anglais et très corrects, les jours de laissez-aller: ta redingote et le «bosselard» á triple colonne lumineuse sont l’ordinaire uniforme de cette jeunesse morose, ponderée, pratique, revant conférence Molé, conseil d’État, mariage riche et la diputation, les vingt-cinq ans sonnés.» Esto se ha agravado últimamente. Ya no hay escándalos; ya no hay las viejas locuras sonoras con las contadas excepciones de los monome y de las procesiones anuales; ya no hay admiraciones ni entusiasmos, y de los pasados dioses apenas quedan Venus y Dionisio, una Venus calculadora y un Dionisio de importación anglosajona.
Ya no existen siquiera los grotescos. Y en cuanto á la bohemia, los tipos que á ella se acogen son término medio entre los estafadores y los rufianes. Adiós alegres fantasistas de otros tiempo; adiós museo de vivientes curiosidades del Barrio. Son un recuerdo el palikaro Chake, Sapeck, Bibi la Purée, que murió el año pasado; Coulet, el bizarro y lamentable recitador; la vieja Casimir, espectro de mujer galante de tiempos en que Víctor Hugo madrigalizaba; el misterioso marqués de Soudin; escultor Gaillepand, y sus pequeños medallones de fabulosa baratura. Por la tarde, á la hora del ponzoñoso ajenjo, las terrazas están llenas de consumidores del más perfecto aspecto burgués, de una burguesía flamante é hiriente, la que discute sobre M. Combes y va á las [172] carreras y velódromos. Sus compañeras se ruborizarían de llevar, como las antecesoras, sombreritos de á cuatro francos. Hay, no obstante, la amiga del estudiante pobre, porque siempre hay estudiantes pobres, y esa no oculta su escasez de indumentaria. Mas uno y otra no se exhiben, no frecuentan esas cervecerías que antes eran accesibles. En el baile estudiantil de Bullier es donde se advierte la diferencia entre los modestos y los derrochadores, los de las flacas pensiones y los mimados de los papás de dinero. Esa modernización de costumbres ha atacado también en sus últimos baluartes á la antigua alegría; al buen humor tradicional que se manifestaba en cafés y lugares de regocijo, y en donde todos los compañeros de estudios, toda la juventud de las escuelas, fraternizaban en joviales coros, risueñas facecias, contagiosos y alucinantes cancanes y chahuts.
Hay un cabaret, á la manera de los de Montmartre, y en donde cantan cancionistas de los cabarets montmartreses; se llama el cabaret des Noctambules. Allí se nota un poco del pasado espíritu, un resto de la desaparecida ecuánime alegría que se sentía como una parte de la atmósfera del Barrio. Mas la ilusión desaparece pronto con la pose de algunos de los artistas, en el fondo más aburguesados que los mismos burgueses á quienes divierten, y con la aparición de los susodichos caballeritos de veinticinco alfileres y sus Mimís que sueñan Doucet, Paquin y Virot. Concluídos los memorables lugares como el cabaret de la Bohème, dirigido por un curioso tipo, Leo Selicore. Acabados, evaporados, los centros en que había verdadero entusiasmo y amor por las cosas del arte y del pensamiento, como la antigua Plume, que reunía en comidas que presidía siempre un maestro, Verlaine, Zola, Lecomte de Lisle, Mallarmé, entre otros á toda la élite de la joven [173] literatura, de donde salieron unos cuantos que hoy son gloria y orgullo de las letras francesas. Los cafés mismos han evolucionado, y no con ventaja. Aquel d’Harcout que era uno de los puntos de reunión de intelectuales, de poetas, de artistas, de estudiantes, se ha convertido hoy en un establecimiento de heteróclita clientela.
¡Oh, y los amores del Quartier! Desventurado el mozo ingenuo que viene directamente de su lejana tierra, y cree que el amor tal como él lo ha soñado, tal como él lo ha creído posible, lo ha de encontrar en una de estas mujercitas, con aire de inocencia, ó con rostro de gracia, morenas, rubias, ligeras, sonrientes, fáciles!...
No podré olvidar el drama de un pobre joven mejicano que después de concluir su carrera de médico, loco de pasión por una de esas, y á causa de no sé qué escena de celos, se pegó un tiro en plena calle, delante de la descorazonada muchacha. La cual el mismo día que enterraron el cadáver, se vistió con la mejor ropa que tenía, y se fué á Ballier por la noche á sacar provecho del sangriento suceso, á hacerse réclame con el faits divers de que se habían ocupado los periódicos. ¡Oh Rodolfo! ¡Oh Mimí! ¡Oh mujer!
Respecto á lo que en otros tiempos animaba los espíritus generosos de los jóvenes de las escuelas, en cuestiones de general interés, ó en asuntos de humanidad y de verdadero patriotismo, aquel soplo que conmovía á París ha también menguado. Ya se vió, no ha mucho tiempo, cómo obraron los que representaban el porvenir y la esperanza de la Francia. Han Ryner decía hace algún tiempo: «El espíritu revolucionario no existe en el Quartier. El estudiante es un arrivista, y, por consiguiente, un ralet del Poder. Hace su aprendizaje de futuro funcionario y se ejercita en los achatamientos. Tuvo antes bruscas y cortas protestas; no revolucionario, ciertamente, sino revoltoso; tarea [174] que comienza á expresar su bisoña necesidad de ruido, y que se detiene en cuanto aparece el gendarme. Ese murmullo simulado, ese refunfuñar hipócrita de colegial que detesta al pion, ya no los tiene siquiera. El pion, hábil, lo ha lanzado sobre otras presas. Los niños son fáciles de conducir con tal que se abandone á su crueldad alguna víctima. Nuestros estudiantes gritan al Gobierno que les permite denostar á sus enemigos. La necesidad animal de movimientos y de gritos que hace creer en la generosidad de jóvenes burgueses y que se ha tomado por espíritu revolucionario está hoy cuerdamente detenida y satisfecha, dirigida por el poder mismo ... Zou, feu de brut! Conspuez Zola! Conspuez!»
Ryner es duro, quizás con demasía, por el momento en que escribió tan acerbo juicio del estudiante actual; mas apartando la violencia y la corrosión de su estilo, nos encontramos con una innegable verdad.
Yo he visto, por otra parte, durante un monome reciente, una escena que podría ser muy graciosa para otros, pero que á mí me causó tristeza. En una terraza de café tomaban tranquilamente su bock un negrito y un mulato, de los que vienen á estudiar á París, y que, una vez coronada su carrera, vuelven á su país haciéndose lenguas de la ciudad-luz. Pues bien: en cuanto el monome, ó la procesión de estudiantes clamorosos, pasó por el café, y unos estudiantes vieron á los morenos, empezaron á gritar: chocolat! chocolat! chocolat!, con el aire de los Lampions. Los de la piel obscura pagaron su bock y se escurrieron. Pero el grito les persiguió: cho-co-lat! Y eso no es generoso que digamos.
Las gentes han estado locas—más que de costumbre—en estos días, con motivo de la nueva empresa automovílica, la carrera París-Madrid. Los periódicos han dedicado largas columnas; los camelots han vendido miles de programas y mapas; los concurrentes á la prueba han sido mucho más numerosos que en otras anteriores; los nombres de Michelin, Mors, Mercedes, Panhard, Renault y demás fabricantes de máquinas veloces andan en todas las bocas. Es el tiempo en que un chauffeur hábil y osado goza de triunfos y aclamaciones que jamás obtendría un Berthelot, un Pasteur, un Anatole France. La locura de la rapidez, que ya creo que ha sido estudiada por los médicos, invade de manera alarmante á la ciudad de los marcheurs jóvenes y viejos. Y las mujeres se mezclan en el asunto. Ayer era una ex cantante de café concert, Bob Walter, la que ocupaba la pluma de los cronistas; hoy es Mme. Du Gast, la dame au masque del proceso resonante y mundano, por quien la mano de cierto noble francés cayó sobre la mejilla de un viejo abogado; Mme. Du Gast, que se va á correr kilómetros, á más de ciento treinta y tantos por hora, en su auto decorado con los colores amarillo y rojo: «vive l’Espagne, ole!» Y una enorme muchedumbre se ha desvelado para ir á ver partir á los corredores, y ha lanzado gritos de entusiasmo que no oyeron los griegos de ligeros pies y los cocheros líricos celebrados por Píndaro. Temeroso delirio colectivo, manicomio suelto ...
[176] Antes de la primera etapa, los muertos han sido siete, entre ellos sportsmen ricos, y los heridos muchos. Fuera de los locos de las máquinas, han sido víctimas pobres gentes encontradas en los caminos y destripadas por la veloz y pesada cucaracha de hierro y caucho. Los aduladores de la industria á outrance dicen que el suceso no vale la pena, que los negocios son los negocios y que «para comer tortillas hay que romper los huevos». Y cuando aquí el Consejo de ministros resolvió suspender la carrera en territorio francés, parece que el joven Alfonso de España hacía todo lo posible en su real empeño para que continuase en la parte española la temeraria competencia. ¿Por qué? Fuera de su capricho y curiosidad de adolescente, porque se habían hecho gastos en la tierra de Wamba para recibir los automóviles, y porque, allá como acá, cierto público estaba fuera de sí de contento. Cierto público; lo que es el pueblo, en algunos lugares, recibió al hipogrifo á pedradas.
Unos hipogrifos violentos se desbocaron, y otros se despeñaron y se deshicieron contra los árboles.
Y los aficionados y los apasionados esperan en una velocidad aún mayor, lo cual será la coronación inaudita de la industria francesa, pues es en Francia donde esa rama sportiva priva y vence con mayor fuerza y más elementos que en parte alguna; coronación que hará progresar los negocios de tales y cuales fabricantes y de tales y cuales campeones, sobre un campo de rotas crismas y de huesos deshechos. Ya el buen populo, encarnado en Dranem, canta con razón: J’en ai soupé de l’automobile! Y el automóvil ha soupé y continúa manducando pobres diablos de peatones que tienen la mala suerte de encontrar en una calle ó camino real al desbocado armatoste homicida. Trust, record, looping-the-loop, cake-walk ... van con el progreso; con el progreso, que tiende á la posesión del infinito por la supresión del tiempo y del espacio. Todo lo que el adelanto humano crea, todo lo que los inventores inventan, va á ese afán de dioses: suprimir el espacio y el tiempo. En el sport moderno se complica ese afán con la neurosis colectiva. Todo lleva al exceso; exceso de goces, exceso de negocios, fiebre de velocidad. Y el espíritu yanqui, invadiendo el mundo, impone el record. Y el mundo tiene la necesidad de comprender el inglés: trust, record, looping-the-loop, cake-walk.
All right!
[178] ¿Es inglés el autor de ese refrán culinario-nietzscheano: para comer tortillas hay que romper los huevos? A mí me parece más bien español, y llamarse don Pero Grullo; ó francés, y llamarse M. de la Palise. Pero la aplicación feroz del proloquio creo que es modernísima y está entre las cosas que habló Zaratustra. Es un filósofo excelente para los que comen, é inquietante para los que son comidos. En el caso del super-chauffeur, no cuenta para nada el desventurado que tiene la perra suerte de ser aplastado por el automóvil. El super-chauffeur es el representante de la energía humana y la omnipotencia de la industria, del capital: ¡ay del que se le presente en su camino! Sucede que él también, el super-chauffeur, se revienta la persona contra un tronco ó contra un barranco. Todo está perfectamente. El patrón necesita que su fábrica triunfe, que la potencia industrial aumente, que Moloch coma su tortilla, y para comer tortillas hay que romper los huevos.
La lógica de ese principio se aplica en asuntos mayores. Buena tortilla fué la que saboreó Moloch cuando la Gran Bretaña aplastó al pequeño Transvaal. Los negocios son los negocios, y los aplicadores de la ley zaratustresca se llaman Cecil Rodhes, se llaman Chamberlain. Época espantosa en verdad, más que ninguna otra de la historia del hombre. El corazón del mundo está enfermo; la vida hace daño; la inquietud universal se manifiesta de mil maneras, peor que en el año 1000. Porque en el año 1000 había siquiera fe y esperanza, y el hombre actual ha asesinado á ambas. Todo se reduce á la victoria del momento, por la fuerza, por la violencia, por la habilidad. La Gloria está amenazada de muerte, como el viejo Honor que agoniza, y el Pudor, y la Caridad. Los degenerados de arriba están en vísperas de ser suplantados por los energúmenos de abajo. Los reyes se van y los pueblos no saben adónde ir. Y el porvenir viene en automóvil, velozmente, desbocadamente, [179] matando, estallando. La medianía socialista cree ver desde hace tiempo en el actual progreso, allá en el Oriente, una aurora. Y es un incendio, á menos que no sea una erupción, un Vesubio ó un Montagne Pelée.
Todo lo que en otro tiempo había sido aprovechado en ventaja de la fraternidad soñada de las razas, en favor de los ideales cristianos, se aplica ahora á la destrucción y á la guerra; la guerra, que soñaba Víctor Hugo desaparecida en los comienzos del siglo xx, adquiere mayores alcances, á pesar de las patrañas diplomáticas y de los idilios pacificadores de retrasados ideólogos. Desde el momento en que el dinero suple hoy los antiguos ideales, la disputa de la tierra y de la riqueza se hace más enconada, y el crack de la moral trae el más absoluto desastre. Jamás el sér humano ha sido menos ángel; jamás ha sido más bestia fiera. Y esto con automóviles, con telégrafo sin hilos, con cinematógrafo, con la omnipotencia de la máquina en la industria y del oro en todo.
Todo eso es irracional. Pero toda la vida, dice Tolstoï, es irracional. Es irracional que el hombre tenga órganos inútiles, y que el caballo tenga un vestigio del quinto dedo; es un gasto inútil de energía. Los gastos inútiles de energía los autoriza el progreso. La utilidad de una carrera loca de automóviles es absolutamente absurda. Eso pasa en el reino del irracional. Un hombre rico, sano, quizás feliz, va, deja sus comodidades, su hogar, su bella mujer, sus hijos, para lanzarse á devorar espacio. Y muere. Muere y mata. Antaño se iba á las cruzadas; y más antes, Jasón iba al ideal.
Hoy el heroísmo tiende á la especulación por un lado y el anonadamiento por otro. Una raza de inquietos, de bovaristas, de neurasténicos, marcha hacia la confusión infinita. Y Moloch engorda con sus tortillas humanas; Moloch, el eterno, el indestructible, el dios apetito y el dios crueldad. [180]
Oh que la vie est quotidienne!, decía Jules Laforgue el montevideano. Laforgue debía haber vivido hasta el siglo xx, pues la época encontraría en su ironía hamletiana y ultramoderna su verdadero poeta. Mas él también murió, aplastado por su tiempo, herido por el mal común.
¡Oh la delicia de la mediocridad! ¡No poder pensar, aislarse en la inconsciencia! ¡Poder entusiasmarse por un biciclista!
Se siente crujir los huesos del cráneo. Me apresuro á poner punto final, pues corre peligro este artículo periodístico de acabar en poema en prosa. Y eso ya sería grave.
Los pintores que persisten en una manera invariable y reconocida, siempre con telas que se asemejan unas á otras, y con temas incambiables, ¿lo hacen por su propia voluntad? Esos pintores no lo hacen por su propia voluntad, antes bien por la imposición de la voluntad de un público que les exige la misma cosa. Y su público les paga, y pues les paga, es justo pintarle la misma cosa para darle gusto. Cuando un voluntarioso se evade, la sorpresa protestante del comprador y de la admiración de casillero, se expresa. He aquí, por ejemplo, al fino y talentoso Raffaelli que deja ahora su París habitual, sus muelles, sus escenas callejeras, y presenta paisajes de Bretaña. Los que ven estos cuadros no están contentos. Esa naturaleza risueña, esos fragmentos de campaña, esa nueva nota, no es perdonada por los que han condenado al artista á parisianismo perpetuo. Renovarse ó morir, dice el artista: la opinión general dice todo lo contrario. A mi entender, Raffaelli ha hecho muy bien en buscar un nuevo campo á sus colores. Sus cualidades personales resaltan en todo caso. Su notación precisa, su dominio de la luz, trate lo que trate, le sostienen en su puesto, el de uno de los primeros maestros del arte francés de nuestros días. Otra sorpresa para los usuales admiradores es que la Bretaña de Raffaelli no se parece en nada á las Bretañas de los bretañistas de profesión ... Aquí todo es claro y grato, florido de sol, y en vano se buscarían las rudezas, brumas y aspectos sombríos de la Armórica.
[182] Para la Bretaña negra, entristecida y ruda, ahí está monsieur Cottet, que cada año presenta una página de su obra bretona, con las asperezas de color, el realismo, y quizás una vaga preocupación de primitivismo, que le distinguen. La de ahora, Femmes de Plogaitel, aunque inferior á la «Noche de San Juan», está llena de vida; en un paisaje regional, cinco figuras bien estudiadas, expresan el alma de la composición.
Al lado de Collet, Simón manifiesta la tristeza tradicional y la devoción dolorosa de la raza con sus Bretons a la messe. Ambos pintores son de los que toman el arte en su verdadera transcendencia, y procuran realizar su concepción de lo bello pictórico, según sus maneras de pensar, sin sujeción á los caprichos de la crítica y de la moda.
He aquí uno de los envíos que atrae más curiosos: Cherubin de Mozart, de M. Jacques Blanche. Es un cuadro gracioso y literario, tan literario como que el Querubín de Mozart es la Berenicie de Maurice Barres, cuyo retrato está al lado, para dar testimonio.
Muy inglés, muy aristocrático, muy barresiano, el cuadro de M. Blanche tiene por qué atraer, además de su preciosísimo pictórico, á la muchedumbre elegante. El retrato del predicador de la cultura del yo, [183] muy significativo y bien interpretado, es un buen dato iconográfico para los futuros historiadores del egotismo á fines del siglo xix y del nacionalismo á fines del xx.
Seguiré señalando los clous. Ahí está el ultraselecto Boldini, con dos retratos que son dos bouquets impregnados de parisina, el de la princesa de Hohenlohe y el de Mme. L ... En ambos la gama blanca predomina, estallando en uno de ellos un ramillete de rosas que adorna el busto fino y erguido.
Las figuras se dirían torturadas de elegancia; el dibujo afina los rasgos hasta la fuga; el torbellino del color se junta á la exasperación nerviosa, y cada tipo de mujer hace pensar en admirables y supergalantes receptáculos de placer moderno, de agudas sensaciones, de seducción serpentina y de «más allá de la decadencia». Agregad á la exagerada ligereza parisiense la más punzante y cálida intención italiana, y no es esta pintura de Boldini, pintura de virtuoso, ejecución de prestidigitador de la paleta, bueno para cantado en las rimas rebuscadas y raras de un Montesquieu-Fezensac, quien, por otra parte, creo que le ha cantado ya: Boldini, Paganini, dirá después Jean Lorrain.
Y he aquí otro «clavo»: M. Jean Lorrain por de la Gángara. Es una obra de arte de artificialidad; es un retrato compuesto á la manera de los retratos literarios de ese famoso cultivador de literatura fuera de natural. Todos los desequilibrios del snobismo, todos los viciosos por moda, todos los falsos Phocas, todos los simuladores del pseudotalento, todas las viejas arpías del casino y todos los estetas rezagados del tiempo de Dorian Gray, se quedarán largo rato ante la imagen del novelista del Vicio Errante. Es una maravilla de pose. Es el no más allá de la vanidad literaturesca, el acabóse de la presunción en la rareza ... Es un buen documento. [184]
Del gran Whistler, maestro que ha influído grandemente en la pintura de su tiempo, y cuya pérdida reciente ha sido justamente lamentada en todos los círculos intelectuales del mundo, hay varios cuadros. Aun revuela, encantando con su fulgor póstumo en este ambiente, la psique misteriosa del alto artista, el caprichoso, sutil y vago papillon. Lo principal es un retrato de dama, plata y rosa, hecho con la suprema distinción y la maestría reconocida en quien pudo reunir la mayor sobriedad y discreción á la más potente fantasía y dón de ensueño.
Otro clou son las telas expuestas por el español Anglada. ¡Bravo y simpático artista! Suelo encontrarle por el lado de Montmartre, con sus ojos penetrantes y su grandísima barba negra, serio, pensativo. ¡Quién diría al verle, que estuviese poseído de la locura del color, así como el gran Hokusai—y no es poca la comparación—estaba poseído por la locura del dibujo! Anglada ha presentado varias telas, en que aquella locura se agita, clama, se publica. Mas en esa cosa inusitada y de una increíble audacia, hay una estupenda sabiduría de paleta. Yo no sé, si como otros que se creen emancipados de todo, este revolucionario no sabe dibujar; se creería esto al ver las esqueléticas piernas de alguna de sus parisienses nocturnas, y tales ó cuales rasgos de un qué-se-me-da-á-mí asombroso; mas la riqueza de sus tubos, la destreza y luminosidad de sus pinceles son tales, que desde luego hay que afirmar que uno se encuentra ante las genialidades de un artista de excepción, de un carácter lleno de dotes singulares y de brío. C’est en héros effarouché, como yo me he detenido delante de esos delirios de fuegos de colores, de esas visiones semifantásticas, semimacabras ... Y, sin embargo, ¡eso existe, puesto que él lo ve! Mas esto no piensa la [185] mayoría de los visitantes que, al pasar ante Verlinsaut, la «Gitana de las granadas» y las otras creaciones fosforescentes, nocturnas, ó detonantes, unos se encogen de hombros, otros ríen, decididamente convencidos de que eso es muy divertido, y otros se enojan, arrugan el entrecejo, protestan en voz alta: C’est honteux!... C’est affreux!... C’est fou!... C’est horrible!
Quizás Anglada modere un tanto su agitador y alucinante whim, y, aprovechando lo que de admirable y de encantador hay en su talento y en su procedimiento, brinde á los amantes de las hermosas creaciones pictóricas, nuevas sinfonías, dulcificadas con un poco de razón y otro poco de mesura. Por lo demás, ¿quién, aun entre los más escandalizados, podrá negar que se está en presencia de un maravilloso colorista, de un dominador del iris, de un vencedor de la luz?
En donde se quedan por largo rato los artistas, los conocedores de lo bello discreto, de lo bello amable, de lo bello ensoñador, los adoradores de la poesía pintada, es ante los cuadros de Santiago Rusiñol. Poesía de los «jardines de España», poesía de los arrayanes y de los cipreses; poesía de los solitarios y viejos y melancólicos rincones llenos de la nobleza desvanecida de antiguas edades; poesía de los almendros en flor en el campo verde cerca del mar azul, en las luminosas Baleares; patio de los naranjos, con las notas de oro, en el obscuro ramaje; blancas barcas; melancolía del valle en la ternura de la tarde, y la maravilla solar anotada en pautas delicadas. Baste decir que en las telas de este poeta, hay el mismo charme profundo y aristocrático que en sus prosas poémicas. [186]
La Princesa Matilde, de Bernard, detiene á los curiosos del alto mundo y á los amigos de la pintura brillante y graciosa, y otro retrato de este artista hay que afirma una vez más sus victorias de color y sus excelencias de plasticidad y vivacidad.
Las evocaciones brumosas de Carrière reciben, como es de costumbre, en cada envío, los ditirambos de los unos y los dicterios de los otros. Es un artista, fuera de discusiones de técnica, cuya manera personal, comprensiva y honda, traspasa los límites de la simple pintura. Hay más filosofía y más poesía de la que el curioso visitante se imagina en cada una de las obras de ese excelente.
Mucho ha llamado la atención de todos el retrato de lord Ribblesdale, por Sargent. Es, en efecto, una de las pocas obras maestras que hay en la innumerable copia de telas que existe en el Grand-Palais. Tiene todas las buenas condiciones que han hecho triunfar, sobre todo, como retratista, al autor de la Carmencita del Luxembourg: color, dibujo, expresión, carácter, alma. Le han criticado algunos el que la estatura del tipo retratado tenga una cabeza más de lo natural, y esta crítica me parece sobradamente injusta. Desde luego no hay sino un recurso para aumentar la significación, para ayudar al sentido característico; y después, ese recurso ha sido empleado por muchos maestros de la Pintura y especialistas del retrato, en todas las épocas. Watteau tiene de esos personajes alargados intencionalmente; y el soberano Van Dyck ha dejado muchos en su galería de nobles personajes. Más de una cabeza hay, por cierto, en la estatura del conde de Carlisle, cuadro que es propiedad del vizconde Cobham; en el del vizconde de Grandisson, propiedad de Jacob Herzog, de Viena; en el de la marquesa Adorno-Brignole-Sale, propiedad del duque de Abercon, en Londres; en los retratos de lord George Digby y del duque de Bedford, propiedad del conde de Spencer, en Althorp; en el de los jóvenes lores Jhon y Bernard Stuart, que tiene en [187] Cobham Hall el conde de Darnley. No es, pues, tan gran pecado el cometido por Sargent al caracterizar según tan ilustres tradiciones á su aristócrata retratado, y si peca, peca en magnífica y gloriosa compañía.
De los consagrados oficiales, el presidente de este Salón, Carolus Durán, tiene tres telas que nada agregan á su fama. Un retrato de la señora Gould, marquesa de Castellane, muy bien trabajado, muy bien decorado, muy bien sentado, muy para el mundo en que la dama vive; otro retrato de los niños del conde y condesa de Castellane, nietos del archimillonario yanqui, y que revelan futuros sportsmen y un Vieil Espagnol marchand d’éponges, figura muy estudiada y bien asida. Solamente ese viejo español parece una figura de gheto, ese viejo español es un judío viejo. Sería fácil corregir: «Viejo judío español» ...
Cuadro decorativo y de efecto, Deuil, por M. Agache, cuya explosión de color se advierte desde que se entra á la sala en que está. M. Dinet, con notables cualidades plásticas, trata un asunto miliunanochesco, las Filles de Djeun’s se jouant dans l’eau; la demasiada realidad que se nota en esta página de fantasía reduce las visiones de cuento á agradables casos teratológicos. No se puede menos que celebrar, una vez más, las marinas de Mesdag, quien siente hondamente el mar, en calma ó en tempestad, fosco ó amable. Es el maestro de quien ha dicho con razón Romualdo Paulini: Mesdag non ci rivela que quello che vede; ripetendo lo stesso motivo egli e riuscito ad ottenere in tutta sincera potenza la trasparenza di quelle acque sconvolte che veramente non sono paragonabili a nostri mari, pur quando sieno agitati dalle tempeste. D’altra parte egli non ha solo dipinto il mare influriato; ma l’ha ritratto negli aspetti piú vaghi del tramonto [188] calmo e dell’alba d’oro; ma di preferenza lo ama tragico e sconvolto. Aquí hay ahora una marina de esas borrascosas en que se siente el viento y el respiro del agua ensombrecida.
El Louis XVI et Parméntier dans la plaine des Sablons de M. Gervex es una página que ganaría en su reducción, y semejante á las odas de antaño á la invención de la vacuna, ó á la gloria de los cereales; la Mamme qui se peigne, de Tournés, recuerda una tela de nuestro amigo Schiaffino; las Bruleuses d’herbes, de M. Perret, hacen ver que este pintor ha visto demasiado á Millet.
L’homme Dieu, de M. Delville, hace el efecto de una agrandada é iluminada estampa de Gustave Doré. Un interior de Caro-Delvaille, que ha comprado el Estado, es muy celebrado por la fineza del dibujo, y la suavidad de tonos y el ambiente en que «viven» las cinco figuras que animan la escena.
No habían de faltar, como las Bretañas, las Venecias, entre las cuales una de M. Smith y otra de M. Le Gout-Gérard. De un gusto voluntariamente arcaico el plafón de M. Anquetin, no seduce, á pesar de su colorido fastuoso. L’Etreinte, de M. La Touche, y el Nocturne, de M. Szekely, representan un mismo asunto, en diferente medio y con distinto procedimiento tratado. Allá es el abrazo de amor en pleno lujo, aquí es el abrazo de amor, el beso de dos pobres, en plena pobreza, bajo el cielo de la noche, en un puente, mientras, á lo lejos, se ve el resplandor de las iluminaciones de la ciudad. Es un poco du Jean Rictus.
La falange de los imitadores, como todos los años, es crecida. Los que hacen Puvis y los que hacen Bouguereau, los que hacen J. P. Laurens y hasta los que hacen Carrière. Estos, sobre todo, son abominables. No hay que nombrarlos siquiera. [189]
Entre los desnudos, atrae uno de M. Caro-Delvaille, Eté; una mujer tendida en su lecho, rosada sobre las blancuras de las ropas, y ante una mesa llena de flores y de frutas. Por el tipo de la dama—la cual es demasiado espesa para Estío—al cuadro convenía mejor haberle llamado Otoño; un otoño italiano, como podría testificarlo la botella de Chianti que aparece en primer término.
Nada tiene de pintura de moda, ni habla de la última estética el cuadro de M. Herter, Les heureux. Eclécticamente declaro que, como otras cosas complicadas y bellas, esto, natural y bello, me encanta. Me encanta, porque da la completa ilusión de la vida, de la carne, de la respiración, de la buena y sana animalidad humana. Así como hay estatuarios que son pintores, este pintor es estatuario; sus dos figuras se animan y salen fuera de la tela, dando la impresión á maravilla. Confieso que prefiero este arte al de algunos exagerados puntillistas, ó más bien confettistas, que hay aquí al lado, y cuyas obras no convencen á la admiración ni al aplauso.
Llama la atención por su asunto exótico y raro, por sus cualidades de pintoresco y de color, y por la observación de detalle, el cuadro de M. Richon-Brunet, L’éxode. El pintor, á quien debe ser familiar la campaña chilena, expresa una tribu de araucanos en viaje. Podría tal vez tachársele cierta teatralidad de las figuras, mas la obra es de mérito indiscutible.
Como animalista, se distingue M. Cauvelaert; como suntuoso y elegante, Mr. Bunay, que une á cierto prestigio antiguo un excelente modernismo; como colorista y realista en sus retratos, M. Paulsen. [190]
Un vivaz y plausible cuadro de Willette, que habría celebrado Hugo, es Gavroche en la barricada. El macabro Enterrement du carnaval á Barcelone, de Graner Arrufi, es una nota española que no vale, por cierto lo que la de Larroque-Echevarría, Le chanteur populaire, en la que ambiente, estudio de tipos y composición, revelan un gran talento que sigue las mejores tradiciones artísticas de su país, sin dejar de ser personal.
Le Sidaner, el de la pintura maeterlinkiana, deja hoy sus interiores, sus canales, sus jardines tristes, y nos da un trozo de París. Se reconoce en seguida, por su sabido procedimiento de vaguedad y de bruma, su melancolía inevitable en todo tema que trate, su misterioso vapor de las cosas.
Siempre había que celebrar á M. Aman Jean, cuando presenta tan deliciosas figuras femeninas, como las dos que son el alma de su cuadro la Confidence. Hay en este panneau decorativo ciertas deficiencias de dibujo; pero el poema triunfa por su suavidad musical, por la elegancia entristecida, por la distinción melancólica de esa escena íntima, por la gracia lánguida y discreta de esa pintura á la sordina.
Hay buena cantidad de desnudos, unos antiestéticos, otros perversos y sin mira artística propiamente dicha, otros demasiado académicos, y otros abominablemente manchados por el ultraimpresionismo, como los de M. Denis, que, por otra parte, tiene muchísimo mérito y talento.
En los desnudos, el que más atrae por la audacia de un detalle que no se nota á la simple vista, es el de M. Georges Bertrand, Foas Vitae, fragmento de un cuadro, composición dedicada á la Beauté. M. G. Bertrand es un pagano, un plástico, un fuerte colorista, y un comprensivo del amor sin el pecado. [191]
Hay un inmenso cuadro, la Bretagne mystique, que representa una procesión de marinos; es un vasto paisaje de mucha labor y estudio, que servirá para decorar la escalera del museo de Nantes.
En la Fille des faunes, M. La Touche sirve un gran plato carnal pimentado, con desdoro de la antigüedad, que no halla qué hacer en un ambiente extraño á las concepciones primitivas.
M. Jean Beraud representa La nuit en una mujer bella, envuelta en un manto de singular manera, y en un fondo crepuscular. Diríase la fotografía iluminada de una chilena.
Y hay más y más cuadros, grandes y chicos, que sería imposible señalar.
Et tout le reste est ... peinture.
En la Escultura hay poca cosa que se pueda aplaudir sin reservas. Gracias á Rodin y á Constantin Meunier se sale de lo común y bonito. Se ve mucha cosa de vitrina, tentativas de policromía. M. Dejean se empeña en dejar para el futuro tanagras modernísimas, muñequitas de París, no sin talento parisiense. Mme. de Frumerie tiene una agrupación de trabajos de finura, flexibilidad y gracia. M. Froment-Meurice, que lleva un nombre de bastante peso, no ha encontrado asunto mejor que una patada de burra: Anesse ruan ... El Mommsen de Lobach es una buena testa, y la Sphinx, de Glicensteim, una simbólica y bella creación en piedra de Bardello, digna de todo elogio. Este mismo escultor, que reside en Italia, expone un busto de D’Annunzio y otro de una hermana del poeta, á menos que no sea hija suya. Hay también notable un busto de vieja, del poeta artista meridional Valére Bérnard, gloria de Marsella.
Mas todo eso está dominado por la central y monumental figura del Pensador de Rodin. Es una osadía, dicen algunos, el llamar así una obra, existiendo Il Penseroso. [192]
No es creíble que Rodin, que tiene un talento genial, se presente candidato á la inmortalidad con el objeto de desbancar á Miguel Angel. Hay su bizarría, hasta cierto punto plausible, en interpretar el mismo tema miguelangelesco de la tumba de los Médicis, á su manera, que, por otra parte, tiene algo del formidable Buonarrotti; pero los más entusiastas reconocerán que ni el Pensador vale Il Penseroso, con ser una obra excelente de estatuaria, ni Rodin pesa aún en la balanza del mundo y del arte eterno lo que el coloso italiano.
Alabanzas son dadas á la nueva figura del poema de bronce que Constantin Meunier hace tiempo viene plasmando á la gloria y al sufrimiento del trabajo, representado en los tristes obreros de las minas, cuyos aspectos de fatal resignación, de pesadumbre en lucha con la dura Naturaleza, con la áspera materia, ha interpretado en máscaras de un trágico que llega á lo sublime en lo humano. Meunier es belga. Es el hermano de Rodin. La fama comienza á acariciarle, y no ha tenido, como el francés, que luchar con la muchedumbre au front de taureau.
Un escritor que piensa alto y dice vibrante, exclama: «Un enervamiento enfermizo agita el pulgar de los modeladores; quieren gustar, y para las decadencias ese deseo no se realiza sin prostituir la forma. Se desprende de la producción contemporánea sin sensualidad exagerada, ó bien el artista se complace en una imitación sin crítica y casi maquinal. Esos son los efectos de un individualismo anárquico y los frutos de una enseñanza negativa que obliga al discípulo á sacar todo de sí mismo, aun lo que no contiene en sí.»
Á Meunier y Rodin no alcanza el anatema. Ellos sacan de su mina personal su propio oro, su propio bronce, sin olvidar las lecciones de los maravillosos antecesores, de los gloriosos pasados maestros que son el orgullo de las artes humanas. [193]
Mas es innegable que el sentido del arte noble se pierde, que nuestra época, á pesar de los que viven á sus anchas y predican las excelencias de su mediocridad, no es una época artística; que otras ideas han cambiado los ideales de belleza de las generaciones, y que el utilitarismo, el mammonismo, por un lado, y el socialismo y el clericalismo por otro, han dado mucho y están para dar por completo á todos los diablos, sentimiento aristocrático de lo bello, entusiasmo por la superioridad del genio, admiración sincera, y el orgullo divino de las alas.
La ausencia de representantes del arte hispano-americano en ambos Salones de este año es notoria y lamentable. Nunca ha habido menos. En el de la Société Nationale des Beaux Arts, hubo uno sólo. En el de los Artistes Français, entre pintores y escultores, suman nueve. C’est maigre. En cambio, la falange de norteamericanos crece cada vez más. Porque sucede esta inaudita cosa que nunca me cansaré de repetir, nosotros, los que nos regodeamos de latinidad y de la Loba y de la herencia griega, nos preocupamos malhadadamente de nuestros artistas; y los yanquis, los de Porcópolis, los prácticos, los trausters, los bárbaros, protegen, ayudan prácticamente á sus artistas. Así puede verse que van logrando en el terreno estético lo que se han propuesto: tienen pintores y escultores, ma foi, que nosotros no tenemos, salvo excepciones contadísimas.
El artista hispano-americano que viene á París, viene siempre con una lamentable pensión de su Gobierno, pues son muy raros, extraordinariamente raros, los púgiles, los luchadores de fuertes hombros y bravos puños, que vengan á bregar en pleno París, contando únicamente con sus propias fuerzas, con su solo cerebro. [194]
Los pensionados de los gobiernos suelen no ser los más talentosos de su tierra, y cuando vuelven no llevan adelantada gran cosa. Y los de talento verdadero viven mala y trabajosamente con el escaso sueldo que casi se les va en modelos y en las modestas cremerías del barrio Latino. Y acontece que, cuando menos piensa un joven de esos, con su porvenir casi asegurado, con su labor de estudio al terminar, se ve abandonado por la luminosa ocurrencia de un Gobierno que no cree de gran importancia el progreso artístico de su país. De esos hay quienes se quedan aquí, en una triste struggle-for-life, dándose á labores industriales, vendiendo su producción á la diabla, cuando logran que se la compren, y destrozados de desesperanza ante la imposibilidad de domar la suerte y de conquistar el halago de París, que es la gloria del mundo. Otros ... ¿Recordáis que hace algunos años, entre los pintores hispano-americanos de cuyas obras me ocupé, había uno de quien publicó La Nación el retrato, el cual pintor expuso en el Salón en que yo os informaba, una cabeza de Cristo? Tenía el apellido del Libertador, se llamaba Domingo Bolívar. Estaba en París, lleno de desencanto y de tristeza, á pesar de su buen humor y de su buen talento. Aquella cabeza de Cristo fué lo último que expuso en París. Él no creía ya ni en París ni en Cristo ... Se fué á los Estados Unidos, en donde contaba con excelentes relaciones. Había hecho el retrato del general Lower, que fué gobernador de Cuba, y el de otros personajes. Yo le di una carta para el Sr. García Mérou, quien lo acogió noble y cariñosamente. Mas, Bolívar iba enfermo de París, en donde, pobreza y desilusión le mordieron el alma. Y en Nueva York, hace poco, hizo el gran viaje ... con cianuro de potasio.
Y como ese vencido, muchos otros, pensionados por gobiernos de nuestras repúblicas. Los dichosos son los pensionados por los norteamericanos. [195] No por el Gobierno, sino por los Mecenas anglosajones, que hay muchos. Ya en otra ocasión he nombrado á Mrs. Phoebe A. Hearst, la millonaria madre del propietario y director del New York Journal. Esta dama, que tiene varios pensionados de su país en Europa, envió por su buena gracia á París á un artista mejicano, Alfredo Ramos Martínez, sin más condiciones que estudiar y producir. Lo sostuvo cinco años. Y luego, la yanqui, le dijo: «Le voy á quitar la pensión. Ya usted está hecho; ya ha sido aceptado en los Salones y vende sus cuadros. Ahora, no se mueva de París. Luche. Venza. Complétese usted.» Y el artista se quedó, luchó. Y hasta entonces, sólo hasta entonces, el Gobierno de su país, gracias á la iniciativa del ilustre Justo Sierra, le decretó una pensión. ¿Qué rico de Centro, ó de Sur-América, tendría el bello gesto de la millonaria de los Estados Unidos?
Con gusto me expresaré un poco sobre el trabajo y la persona de Ramos Martínez, como lo he hecho con el admirable y fuerte argentino Irurtia. Ramos es un laborioso, y un apasionado del color. Es de los que más honran al escaso grupo hispano-americano parisiense. Ha sido aceptado en el Salón desde hace tres años, y ha tenido muy grandes distinciones de parte de la Sociedad de Acuarelistas. Pues la acuarela es su particularidad, y á ella le debe notables victorias. Vignal, que es autoridad, lo celebra y aplaude.
Es un amable carácter, un buen corazón, un excelente muchacho. Ha sufrido. Sus confesiones pueden servir á los que siguen el camino que él ha recorrido. «Cuando tuve que vivir en París—me decía una vez—, cuando me quedé sin pensión, me sostenía la esperanza de verme algún día con elementos para desarrollar lo que desde hace tanto tiempo persigo; y esta sola idea me dió fuerzas para no desmayar ante las [196] pruebas tan rudas por que pasé. Inmediatamente me puse á trabajar en una fábrica de bibelots artísticos. Desde ese día, ¡qué horizonte tan distinto me rodeaba! Ganaba apenas para vivir. Era un simple obrero, obligado á seguir las ideas de cualquiera. Del patrón. Mas, ese dolor me templó; me produjo una gran indiferencia por el instante y una gran esperanza en el porvenir. Y no pudo ser más: abandoné aquella tarea sin saber adonde ir. Fué peor. Caí en manos de judíos abominables, para quienes trabajé, de día y de noche, quedando toda la utilidad para ellos. Hice ilustraciones para ciertas casas, y fué lo mismo. Ya desesperado, me fuí á Londres, llevando conmigo mi cartera de acuarelas. Desde ese día mi vida cambió. Me las aceptaron todas en el Círculo de Acuarelistas, y á los pocos días adquiría una el duque de Devonshire. En efecto: Londres fué más propicia á ese respecto con el artista hispano-americano. Recientemente, se le ha propuesto hacer una exposición particular de sus acuarelas en el Carlton».
Este joven artista es un ejemplo de lo que la constancia y el tesón ayudan al natural talento. Ramos es de los que triunfan apoyados en su sinceridad ó impulsados por su pasión artística ¡Cuántas veces hemos recorrido juntos el Louvre ó el Luxembourg conversando de las hermosas obras de los maestros, de la belleza eterna! O en el taller del argentino García, hombre de ensueño y de impresión, pintor de secretos luminosos, á quien he de consagrar, á su vez, una página dilatada; ó en el estudio del poderoso é intelectual Irurtia, á quien Charles Morice ha dedicado tan hondas ideas, tan gallardos juicios. Ramos admira á Vinci. El gran Leonardo, más que Miguel Angel, le hace ver la humanidad; su Gioconda es la madre, la esposa, la querida, la hembra completa, según el estado de ánimo en que el espectador se encuentra. [197] Lucrecia Crivelli, para él, es sér de adoración; nada habla como los ojos de esa mujer, que son todo un poema de encanto. En la sola frente hay un divino enigma; en las solas manos están todo el misterio y hechizo femeninos. «Gioconda es todo—me decía el artista—.» Ama á Rembrandt, á Velázquez, «un dios pintando». Querría ver á Velázquez interpretando á Vinci. Se entusiasma con Botticelli, exquisito y refinadamente sentimental. En lo moderno ve que Millet sólo podría decirlo todo; lo colocaría al lado de Leonardo, en los tronos del Arte. «Su campesino» no es el vulgar que vegeta; es el sér noble y bueno, penetrado de la grandeza que respira. En su «Primavera» ¿quién no siente la alegría? Aquel verde nuevo que se ve nacer, los troncos podados en que revienta la savia; uno que otro surco se adivina que hacen pensar en el que los cavó. La Naturaleza es todo allí; los pájaros, las flores que cubren los surcos, y como complemento un cielo tempestuoso en donde se ve la gracia del iris. A lo lejos, bajo un árbol, un campesino reposa á la sombra. ¡Es la primavera! ¿Y Carrière? ¿Y Corot? ¿Y Turner? ¿Y Whistler? Son sus dioses también. Y saluda á Sicly, á Claude Monet con sus armonías de sol, y al brumoso Le Lidauer y sus poemas versalleses. Contrariando ciertas opiniones mías, concluía: «En definitiva, esta época dejará su huella como las anteriores. Vivimos con electricidad, con vapor, todo al minuto, al segundo. El poeta, el pintor, el escultor, haciendo con sinceridad, resultarán siempre grandes.» Es un plausible eclecticismo y una virtud de entusiasmo que me complazco en alabar. Ramos es la fantasía, pero también el buen sentido.
Mas, ¿en dónde están los artistas argentinos, en los dos Salones de este año? No encuentro más que dos nombres, y eso que son de semifranceses, Mme. Dampt, la esposa del célebre escultor, que expone [198] en la Société Nationale des Beaux Arts un retrato de Mlle. Péan, de elegante factura, de expresión, casi diría de estilo; y el Sr. Artigue, de quien me he ocupado ya en otras ocasiones, y que ha enviado á la Société des Artistes Français un cuadro lleno del sentimiento de la Naturaleza, y que denota un gran paso en su labor artística: Sur la falaise.
El escultor Irurtia no pudo concluir á tiempo un nuevo envío que de seguro habría tenido igual éxito que las «Pecadoras», tan celebradas por la crítica parisiense.
Don Alberto Lynch, del Perú, en la Société des Artistes Français, tiene un cuadro interesante; un panneau decorativo cuyo asunto está tomado de un verso de Virgilio: «Collados del Taigeto, hollados en cadencia por las vírgenes de Esparta.»
El uruguayo Sr. Samarán presenta dos telas meritorias, una de ellas Hommage au Maître, y la otra, en donde la intención se junta á lo bien reussi, titulada N’entend? pas ... toute á Rostand.
Un discípulo de Bounat, D. Roberto Lewis, cónsul de la república de Panamá, expone dos retratos, de una ejecución cuidada, y con excelente expresión, sobre todo el de Madame L. L ...
Ramos Martínez, el mejicano, tiene obras en ambos salones, cosa contraria al reglamento; pero el hecho está subsanado con que uno de los envíos, el del Salón de los Artistes Français, está firmado por un amigo suyo. Ramos ha logrado en ambos Salones la cimaise y unas flores preciosas en el Salón de Beaux Arts están colocadas al lado de uno de los clous, el retrato de lord Ribersdale por Sergent.
José Vera León, venezolano, expone un retrato muy bien realizado en la sección de dibujo de los Artistes Français. [199]
Chilenos han venido sólo dos, Marcial Plaza Ferrand y Valenzuela Llanos. Este es un discípulo de su compatriota Pedro Lira y de Jean Paul Laurens. Ha expuesto en tres Salones parisienses. Es un paisajista de valer; se ve que se inspira en D’Haspignie, aunque procura dar su nota personal, expresar su manera de sentir la Naturaleza, el ambiente, el alma del campo, siendo, con todo, contrario al impresionismo. En su país se le ha hecho justicia, y obtuvo el premio de honor en el Salón de Santiago del año pasado.
Marcial Plaza Ferrand fué también discípulo de Lira, en la Academia de Santiago. Ha obtenido varios primeros premios en concursos de dibujo y pintura del desnudo. En el Salón de su país logró una tercera medalla en 1896, una segunda en 1897, y primera en 1898. Asimismo fué premiado en el certamen Edwards. Ha estudiado en París, bajo la dirección de Jean Paul Laurens. Expone por primera vez en la Société des Artistes Français, en donde le han admitido dos obras que figuran sur la cimaise. Las dos telas, Parure y Louisette, revelan un adorador de la «arcilla ideal», un feminista, en el sentido artístico de la palabra, como lo fué uno de los maestros que él admira, y al cual sigue á veces, con amor y éxito, Chaplin. En ambos cuadros expuestos hay esa suave disolución de rosas que caracteriza las encarnaciones del galante y elegante maestro francés, uno de los más bizarros cultivadores de la gracia voluptuosa.
En cuanto á la Escultura, sólo hay dos nombres hispano-americanos, ambos de Méjico: Enrique Guerra y Fidencio Nava. Ambos son talentosos y fervientes de amor á la plástica belleza.
Con tal que haya un ímpetu personal, una conciencia de la senda que se sigue y una sincera pasión de lo Bello, no importan al criterio sereno los procedimientos ó las maneras. Además se es roca ó flor, catedral ó [200] logia, cóndor ó ruiseñor. Se posee la fuerza, ó se posee la gracia, cuando no es el genio que tiene las dos. La montaña de Miguel Angel no impide las amables y deleitosas colinas de Canova. Lo bello clásico no excluye lo bello romántico, lo bello parnasiano, lo bello realista, lo bello simbolista ó decadente. El no admitir más que una fórmula, ó un genio, ó una clase de lo bello, indica irremediable limitación.
Yo confieso que la vía porque va el escultor Enrique Guerra es una vía florida, grata, hermosa.
Él no comulga con fe absoluta en el templo rodiniano, no ama la violencia y las osadías á veces poco comprensibles del autor del Balzac y del Pensador. Él va hacia bosques más hospitalarios que las intrincadas selvas del discutido y genial Dante moderno del bronce y del mármol. Si hiciese rodinismo sin sentirlo, caería en ridículo. Expresa lo que siente, como su ingenio lo indica, como su alma lo ve, como su cerebro lo sueña.
En los Artistes Français hay una concepción muy feliz de Enrique Guerra, una interpretación de suave encanto, de una adorable figura bíblica que perfuma aún el mundo con el poema de su ardoroso idilio y con su nombre: es la Sulamita, amada de Salomón, el poeta. Guerra se sintió inspirado después de leer la traducción del Cantar de los Cantares, hecha por Renan, y de la prosa marmórea y armoniosa en que se vierte el antiguo filtro de la sensualidad hebrea, brotó la blanca [201] estatua que ha valido á su autor un franco éxito. Je dors, mais mon cur veille ... C’est la voix de mon bien-aimé: Il frappe: uvre moi, dit-il, ma soeur, mon amie, ma colombe, mon inmaculée, car ma tête est toute couverte de rosée; les boucles de mes cheveux sont toutes trempées de l’humidité de la nuit.—J’ai retiré ma tunique; comment veux-tu que je la remette? J’ai lavé mes pieds; comment les salirais-je? Mon bien aimé alors á éntendu sa main sur la fenêtre et mon sein en a frémi. Je me lève pour ouvrir á mon bien-aimé; ma main á touché la myrche; mes doigts se sont collés á la myrche liquide qui couvrait la poignée du verrou. J’ouvre á mon bien-aimé; mais mon bien-aimé avait disparu, il avait fui. Le son de sa voix m’avait fait perdre la raison. Je sors, je le cherche et ne le trouve pas; je l’apelle, il ne me repond pas. Les gardes qui font la ronde dans la ville me recontrent; ils me frappent, me meurtrissent; les gardiens de la muraille m’enlevent mon manteau. Je vous en prie, filles de Jerusalem, si vous trouvez mon amant, de lui dire que je meurs d’amour. De ese canto encantador lleno de leche y miel y vino y olor de manzanas y de rosas no recuerdo que ningún escultor, antes que Enrique Guerra, haya extraído un tema para una estatua. La amada oye la voz del amado y medio se despierta; su magnífica desnudez es una deleitosa armonía del eterno canto de la carne primaveral. Mas la obra del artista mejicano no tiene únicamente el valor de reminiscencia bíblica ó encarnación de un tipo literario; guarda su simbolismo, eterno y moderno, cuya expresión inician las figuras que vagamente surgen del fondo, y que suscitan, simplemente, el arte. El que tenga orejas, que oiga.
De Fidencio Nava diré que es otro que sigue nobles tradiciones. Me parece que sus maestros admirados y seguidos son los grandes del Renacimiento italiano, sin que esto le impida seguir tendencias modernas. Ha progresado mucho, porque su inteligencia vivaz va acompañada de constante estudio y laboriosidad. Nervioso, con mucha chispa intuitiva, Nava es también un adorador fogoso de su arte y del Arte. Poco á poco va ascendiendo; pero su ascensión la hace á paso [202] seguro y firme. Presenta en esta ocasión—en otra seré más largo sobre su obra—un busto de Mlle. Barral, hija del célebre sabio, que ha agradado generalmente por la vida que hay en él y por el carácter y plasticidad. Fuera de los elogios de autoridades, le ha valido este busto un buen triunfo, y es que un comité formado para la erección de un monumento á Barral le haya encargado la ejecución del importante trabajo. Este monumento, que se elevará en el cementerio de Montparnasse, dará á su autor, no lo dudo, una victoria parisiense. Una figurita llena de gracia que se hará popular por Barbedienne, es la Petite boudeuse. Así demuestra Nava la flexibilidad de su talento, su facilidad de interpretación y expresión de la figura humana, su modo sereno de pensar y su manera feliz de sonreir.
Día domingo. Visita al Père-Lachaise cínico. Es allá, en Asniéres, en la isla de los Perros, junto al puente de Clichy-Asniéres. Puede ir uno por el ferrocarril, saliendo de la Gare Saint-Lazare. Yo preferí el tranvía Madeleine-Asniéres-Geunevilliers, que pasa por la puerta del cementerio.
¡Un cementerio para perros, para gatos, para pájaros!—y la parte anarquista que hay dentro de mi sér se sublevaba.
¡Cómo! ¡mientras hay tanta persona estimable que se muere de hambre, al pie de la letra; mientras en tanta casa del vasto París se siente la obra espantosa de la miseria, hay dinero que los ricos emplean en levantar monumentos á sus amigos, en una extensión de solidaridad harto censurable!
La representación de lo más asqueroso, de lo más miserable, de lo más infectamente horrible, ha sido siempre un perro muerto. Tan solamente en el cuento de Tolstoï, Jesucristo encuentra que los dientes de la inmunda carroña son comparables á las más finas perlas. [204]
Aquí ascienden los animales á categoría personal. El muladar se transforma en jardín, y la memoria del amigo de cuatro patas se perpetúa en bronce ó piedra. De esto á la latría no hay más que un paso.
El tranvía se detiene en el puente. «Allí es», me dice el conductor, un tanto burlón. Desciendo y llamo á la entrada de un precioso y florido lugar, adornado de una graciosa fachada y de una verja de hierro. Una niña rubia me abre la puerta, y una gran perra me saluda con la cola mientras pago los cincuenta céntimos de entrada. No hay un solo visitante en esa fresca hora de la mañana. Al frente se alza un respetable monumento. Es el del perro Barry. El artista ha presentado en lo alto, al Gran San Bernardo; en el centro del mausoleo, un perro lleva á un niño sobre su lomo: abajo se lee: Il sauva la vie á 40 personnes ... Il fut tué par la 41éme! La historia es triste, en verdad. El pobre animal salía á buscar caminantes perdidos entre la nieve. Cuarenta veces condujo gentes salvas al monasterio. Una vez—la cuarenta y una—encontró á un hombre, bajo la tempestad, casi helado; quiso sacarlo de la nieve, pero aquél creyó, en lo obscuro de la noche, que la pobre bestia era una fiera; tuvo fuerzas para sacar su revólver y herirla. Herido y todo, el perro fué al convento, y guió á varios frailes al lugar en que se hallaba el viajero. Éste se salvó, pero Barry murió pocas horas después.
Camino entre flores y pequeñas tumbas. Una buena cantidad de huesos caninos yacen allí, adornados como despojos de seres queridos. Sé que [205] ha habido quienes han intentado poner cruces, ó símbolos religiosos; el reglamento, cuerdo, ha prohibido tales manifestaciones. Hay tumbitas graciosas, cuidadas; las hay lujosas, artísticas; las hay simples, elocuentes; las hay ridículas, con sus inscripciones extraordinarias y ultrasentimentales. Citaré varias:
«Cora».—A notre fidèle petite chienne, dont le bon petit cur battit pour ses maîtres. Elle passa toute sa courte vie parmi eux. Ils l’aimaient trop et na pouront jamáis l’oublier.
Entre verjas, rodeadas de margaritas, de gencianas, de botones de oro, se ven lápidas, ó minúsculas perreras de mármol, ó de cal y canto.
1886—«Teto»—1901.—Pendant 15 années tu as couché á mes côtés, en me prodigeant ton affectueuse amitié. Ainsi quels bons souvenirs! Mais quels regrets!
Más adelante:
«Chérie».—Elle fit l’admiration de tous par son intelligence, sa bonté et son bon petit cur. Sa maîtresse l’aimai trop; Elle ne pouvait vivre!
¡Qué historia, qué detalles de vida no contiene la inscripción siguiente!:
1886—«Bob»—1901.—Ta vie ne fut que souffrances. La mienne fut parsemée. Nous las confondîmes esperant les adoucir; mais la cruanté des hommes sut mettre un terme á ce bonheur passager.
Otra, en versos lamartinianos:
Y esta otra:
Una, muy modesta, rodeada de conchas y hierbas:
Hay un recuerdo de pintor. Junto á la tumba humilde, una tablita con la imagen del perro pachón, á quien se da cita en la inmortalidad:
Un inglés:
Encuentro la fotografía de un perrito de aguas sobre un caballo:
1888.—A «Nenette».—1900.—Ma petite Nenette chérie. De notre séparation la doleur est inmense. Et je veux des fleurs chaque fois qu’à toi je pense.
Y una familia de japoneses: «Osaka—Tokio y Daimio», en un mismo sepulcro, de lujo, cerca de Athos, enterrado bajo una fina placa de porcelana.
Hay varias tumbas con citas de prosa y versos célebres sobre las virtudes de los animales, y una estrofa original en la tumba de dos perros de Mme. Tola Dorian, suegra de Jorge Hugo, el nieto del gran poeta:
El departamento de los gatos es más pequeño que el de los perros; pero en varios sepulcros de micifuces hay quejas plañideras y citas de Baudelaire, que, como se sabe, era un gran amigo de los gatos. Y la sección de los pajaritos es más chica todavía, aunque cuenta con curiosas minúsculas tumbas, como las del jilguero Gazouillis, de quien cuenta la leyenda que Paul y Jeanne lo encontraron al salir de la escuela, y que era ciego, porque para que cantase mejor le habían sacado los ojos sus primeros dueños.
Veamos bien las cosas. La parte anarquista que hay en mí se ablanda si ahondo los motivos de tan inútiles derroches de sentimentalismo y de francos. No soy un fanático en la lealtad perruna, porque he visto prácticamente que ella no es tan fundamental como se cree. El perro es interesado y sinvergüenza; el gato es vanidoso y maligno. Pero Voltaire y Byron tenían razón: el estimable rey de la creación no es mejor que los otros animales. Antes que Byron, alguien había escrito: «Mientras más conozco á las gentes amo más á los perros.» Y Hugo, que descubrió en ellos el sudor en la [208] lengua y la sonrisa en la cola: «El perro es la virtud, que, no pudiendo hacerse hombre, se hace bestia.» Me explico el hombre triste, solitario, hosco á golpes de la vida, desconfiado de sus semejantes, en esta inmensa selva de lobos bípedos en que vivimos y que llamamos mundo. Desengañado, herido, burlado por la amistad, desgarrado por el amor, desdeñado por la consecuencia, encuentra en un perro el silencio afecto, la caricia de los ojos, la cuasi palabra del ladrido inteligente, el salto que equivale á un apretón de manos. Y en sus horas amargas mira al compañero cuadrúpedo como que quiere participar de su dolor, como que le quiere consolar, como que busca la manera de hacerse entender y como que comprende las palabras y las miradas.
Es un amigo, es una cosa en que poner el cariño que no halla colocación por la maldad, por la falsía, por la ferocidad humana. Y ese hombre quiere á su perro con el querer que pondría en un sér inteligente, y con el egoísmo de quien se siente querido, así sea por esa ínfima alma instintiva que apenas puede formular su volición en la prisión misteriosa de su naturaleza. Él es su compañero de paseo y su ayuda de caza. En el reposo de su soledad se echa á sus pies. En él hay una vaga comprensión de justicia, como en el perro de Benvenuto ó el de Montargio. Su bondad ó su maldad serán como las de su amo. El perro del bandido será bandido, como el perro del ciego es limosnero, como el perro del artista es soñador. La heroicidad no es ajena á su instinto. Moustachu tiene aquí su estatua, como Cuatrorremos, el bombero, es recordado en Santiago de Chile.
Perros y gatos domésticos, pájaros como el loro del Corazón simple, de Flaubert, pasan, benéficos, en un ambiente de sentimiento, en la estéril soledad de las viejas solteronas sin familia. ¡Pobres viejas solas! El animal querido es para ellas todo su amor; en él ponen las ternuras que no encontraron correspondencia ó que la suerte no pudo [209] premiar con la realización de un ardiente deseo. No hay marido, no hay hijos, no hay más compañía que la de venales sirvientes, y si la pobreza es mucha, la soledad reina. Entonces el gato sigue por las habitaciones á la anciana; el perro se hace presente; come al mismo tiempo el escaso puchero y duerme á veces en el mismo lecho. Es una ayuda, es un espíritu, es un corazón que palpita al lado, y en ocasiones ha sido el salvador de la vida. Mueren esos animales; el desconsuelo es tan grande como si muriese una persona amada. Hay quien los entierra en el jardín de su casa, y los llora y los recuerda por toda la vida. Se creó el cementerio de animales, y allí van, con más ó menos pompa, Bob, Turc, Sultán, León, Stop, Mistigris, Miau, Bijou, Fifí, Lilí, Tití, y demás apelativos onomatopéyicos.
Desde la extraña necrópolis se ven las aguas del Sena, á un paso. Arboles frondosos dan sombra, y el perfume de las flores abundantes hace grato el aire. Al salir me llamó la atención un monumento sobre el cual se alza una corona heráldica. Es el de una perra de la princesa Cerchiara Pignatelli. La dedicatoria explica una vida de sufrimiento, mitigada por la compañía del fiel animal, y ve uno cómo se juntan en los mismos simples afectos, las sensibles porteras y las aristocráticas damas. Las penas son las mismas. El dolor de la vida tiene las mismas llaves que la muerte, y abre todas las puertas. No lejos, un gran pavo real de bronce se levanta sobre artísticas rocas revestidas de variadas flores.
La misma niña y la misma perra me despiden en la puerta. Sé que la perra es conocida de todo el pueblo, y que es inteligente y ha realizado varias proezas. No hace mucho tiempo, Spera—ese es su nombre—intentó una buena acción, con un su semejante, pero no tuvo éxito. Alguien ató á un perrillo una piedra en el cuello y lo echó al [210] Sena. El animalito logró sostenerse por un momento en unas ramas de la orilla. Spera lo vió y se puso á ladrar desesperadamente. Llegaron los guardianes del cementerio, y con ayuda de una caña, quisieron sacar al pobre animal que se ahogaba. Fué imposible, pues el peso de la piedra lo arrastró al fondo.
A falta de un biefteack de despedida que ofrecerle, pasé á Spera la mano por el lomo. Y volví á París.
Mientras en espantosas catástrofes los amarillos se imponen, en farsas sangrientas los negros se hacen notar. Parece que un mal diablo estuviese azuzando las razas unas contra otras. Así, pues, de Haití llegan á Francia malas nuevas. La macacada está furiosa; los pocos blancos que hay en la isla ven con temor la agitación de los naturales. Saben que una insurrección de color es terrible para los europeos. En el negro, danzante, tristón, jovial, pintoresco, carnavalesco, surge, con el fuego de la cólera y el movimiento de la revuelta en antepasado antropopíteco, el caníbal de Africa, la fiera obscura de las selvas calientes.
Ya hay experiencia sobre ese punto. Las agitaciones haitianas coinciden con las amenazas que un doctor negro hace á la raza caucásica, desde una de las principales revistas de París. Ese doctor negro es de los negros de los Estados Unidos, los más osados, los más audaces que [212] puedan existir sobre la superficie de la tierra. De ellos nos decía no hace mucho tiempo un atinado escritor argentino, el Dr. Damián Lan: «Y no he visto, ya que de audacias le hablo, nada más atrevido, más decididamente atrevido, que el negro americano. ¡Ah, los negros!... son el terror de los turistas extranjeros y la sombra nefasta de sus compatriotas blancos».
«La negrada es todo un problema social en los Estados Unidos; esto, todos los sabemos. Pero, estando aquí, se comprende mejor cómo es posible que todo este inmenso pueblo se conmueva en masa cuando los diarios lanzan á todos vientos la noticia de que el presidente Roosevelt ha invitado á su mesa á un negro, por ejemplo, ó que el ministro tal se ha paseado por las calles de Washington codeándose con un mulato». Estos seres de color obscuro, tan buenos y humildes entre nosotros, constituyen aquí una familia de nueve millones de individuos perversos y despechados contra el blanco, que les ha tratado siempre con rigor y que por eso ha provocado en ellos un odio profundo que se va sucediendo de generación en generación como legado hereditario. El negro aquí no es el ente medroso y pusilánime que conocemos, no; demuestra al blanco el más decidido desprecio, lo mira siempre fisgándose de él, se ensaña con él cuando puede hacerlo víctima de alguna perversidad, y goza entonces con su desgracia. Sabe que sus derechos ante la ley son los mismos de la otra raza, y se afana á todo trance por poner esta igualdad de manifiesto. ¿Qué mucho, entonces, que en la práctica la ley Lynch subsista aquí todavía?
He reproducido esos párrafos de la correspondencia del doctor Lan, porque ellos son un apoyo á la sabia opinión de M. Remy de Gourmont sobre los negros y su actitud en la América anglo-sajona. En las especies humanas hay diferencias casi infranqueables. «Si lo son [213] sexualmente—dice—no lo son socialmente. He aquí que Mr. Roosevelt pretende imponer á los blancos la supremacía, aunque local, aunque momentánea, de hombres de color, aunque distinguidos. Se trata de algún preceptor, de algún juez de paz». Eso parece nada y es enorme. Hay pastores negros, hay curas negros, los hay chinos: ¿qué hugonote francés, cuál de nuestros paisanos católicos iría á confiarse, sin risa, ó sin asco, á ese ministro, verdadero, sin embargo, de su religión? La especie domina la religión. Sin duda la religión es un vínculo, y un chino cristiano ha adquirido algunas nociones que le acercan á un civilizado occidental. Pero eso es bastante flojo. Los negros de Mr. Roosevelt pueden ser excelentes wesleyanos, perfectos baptistas, metodistas deliciosos; el sajón, el latino, ó el celta los rechazan unánimemente, y su rechazo es bello, pues está conforme con las voluntades de la naturaleza. El patriotismo del suelo es excelente; hay que defender su casa contra los ladrones, eso es elemental. El patriotismo de la especie, ó, si se prefiere la palabra literaria, el patriotismo de la raza, ha llegado á ser tan necesario como el patriotismo del suelo. Veo la cuestión negra, hoy particular á los Estados Unidos, agrandarse desmesuradamente. Mañana se planteará en el mundo entero, bajo un color ú otro. Los americanos, protestando contra los sentimientos demasiado bíblicos de Mr. Roosevelt, sirven á la causa de la civilización, absolutamente ligada á la preeminencia de la raza blanca; pero si ellos quisieran obedecerle, y aceptar funcionarios negros, y casarse con negras, y procrear una bella raza de mestizos, si consintiesen en degenerar, en fin, harían un gran servicio á la Europa. El país del juez Lynch es demasiado vigoroso para consentir en tales humillaciones, y el noble patriotismo de la especie es demasiado potente. Vale más linchar negros que elevar estatuas á los Schoelchers. [214] Claro es que el sentimentalismo cristiano se opone á esas crueldades que la ciencia enseña. El escritor negro de que he hablado—un mentado Tobías—, en su largo trabajo en pro de su raza no puede manifestarse más altivo, alguien diría más insolente. Como tiene sus letras y sus ciencias, se alza contra los amos armado de ellas y proclama, no la igualdad, sino la superioridad de los negros sobre los blancos. La superioridad intelectual y la superioridad física. «Tenemos—dice—mucha más imaginación.» Y señala como síntoma de decadencia los dientes cariados y las cabezas calvas de muchos anglo-sajones, ante las bien provistas mandíbulas y las tupidas pasas de los libertos de ébano.
Estamos lejos del excelente Domingo de Robinson, del famoso tío Tom, de los gratos esclavos de las familias de la Colonia. Felizmente, el negro, en su especie, no tiene las condiciones de la raza amarilla, y no es fácil, al menos por ahora, que la preponderancia de las razas de color que augura el convencido Tobías, se realice, para ruina y mengua de la civilización occidental, es decir, blanca.
Entre otras cosas consoladoras, acabo de leer este resumen de una sabia Memoria del doctor Roxo, brasileño, sobre las perturbaciones mentales de los negros en el Brasil: «Después de haber estudiado en todos sus pormenores las perturbaciones mentales en los negros, resulta que es un hecho probado que la raza negra es inferior: en la evolución natural es retardataria, y mientras el cerebro de los negros no entre en un período de actividad creciente, será una utopía la nivelación de las razas. Cada cual tiene un grillete que le retiene por los pies: es la tara hereditaria. Y ésta es pesadísima en los negros.» [215]
El romanticismo lo hermoseó todo, hasta los negros. Hugo crea á Bug-Jargal y Lamartine sublimiza á Toussaint-Louverture. El pobre Bezain no alcanzó ya el vaudeville y la revista de fin de año. En realidad, apenas el heroísmo es el que salva al pobre hijo de Cam del ridículo que trae como fatal herencia desde el materno vientre. Necesitan para brillar, el resplandor de la pólvora ó la grandeza del suplicio, para poder resplandecer en la historia Falucho, Antonio Maceo. La Humanidad no ha podido aún ver el genio negro. El talento mismo es en ellos escaso, fuera de ciertas especiales disciplinas, á las cuales se adaptan su agilidad y su dón de imitación. Mr. Tobías señala como un gran triunfo el éxito de una compañía de cómicos de color, Walker y Williams. Hay una cantante que se llama la Patti negra. Hay algunos violinistas y creo que algunos pintores. Según Tobías, abundan los escritores en los Estados Unidos. En la América española no han faltado. Plácido es célebre en Cuba, y Candelario Obeso, en Colombia. Haití cuenta con varios rimadores y cuentistas. Mas, colectivamente, todo eso, en unas partes como en otras, acaba y se resume en la bámbula, en el tamborito, en el toumblack, en la mozamala, en el candombe. Juan Montalvo tenía siempre la preocupación del «negro malcriado». Se refería á los de su tierra. Si llega á sufrir las impertinencias osadas de los de Norte-América, rabia y relampaguea mayormente. Habituados á una secular obediencia, á una tradicional pasividad, la libertad vuelve á los negros locos de vanidad y de crueldad.
Su imaginación—tienen imaginación, dígalo el prodigioso mulato Dumas—les hace concebir una fantástica vida de jolgorios y alegrías, antes tan solamente permitidos á los aborrecidos blancos ... La vanidad, que les es característica—no hay vanidad como la del piel-obscura—, les induce á imitar los gestos y maneras del caballero blanco, del antiguo patrón. El ministrel se pavonea. Su teoría, su sueño, su meta, [216] es la igualdad. Pero que no tenga la más simple representación, la autoridad más pequeña, el honor más mínimo, porque entonces se convierte en el peor tirano. Nada por eso más horroroso y sangriento que las represalias negras en el Norte, y que la política negra, y las insurrecciones negras, en ese todavía misterioso Haití, en donde aun impera el recuerdo de Biassan el feroz, del vampírico Dessalines, y del mismo Toussaint, que, á pesar de la poetización lamartiniana, decía á sus gentes, después de la comunión: Zoté coné bon Gin; ce li mi fe zoté voer. Blan touyé li touyé blan yo toute, lo cual en romance quiere decir: «Ya conocéis al buen Dios. Es el que os hago ver. Los blancos le mataron. ¡Matad vosotros á todos los blancos!» Y en seguida tenía la osadía de escribir á Napoleón: «Al primero de los blancos el primero de los negros», cosa que hacía arrugar el entrecejo al duro emperador.
Hablando de las crueldades de los haitianos dice un escritor: «Se buscaría en vano en la historia de los pueblos una manifestación igual de ferocidad. Las vísperas sicilianas y la San Bartolomé fueron juegos de niños comparados con la masacre de Santo Domingo, que saludó la aurora de la república haitiana. Las tradiciones locales abundan en recuerdos espantosos. Colonos, marqueses y condes que llevaban los más hermosos nombres de Francia,—Richelieu, Gallifert, Breteuil—fueron picados vivos, milímetro por milímetro, bajo el cuchillo de los negros, refinados en su salvajismo. Otros fueron decapitados, con un acompañamiento de circunstancias atroces. Los verdugos dejaban las armas de acero, que cortaban bien, y aserraban las carnes y tendones con fragmentos de viejos aros de barril. Y se cree que los blanc-français que perecieron, hombres, mujeres, niños, fueron en número como de veinticinco mil.» [217]
Tienen razón, pues, los blancos residentes en la república semicimarrona de temer por sus vidas. Y los hijos de la civilización europea deben poner oído atento á estas palabras con que el citado D. E. Tobías concluyó el estudio que llamó mi atención y del cual os he señalado algunos puntos: «El problema del siglo xx será el de las relaciones por establecer entre la raza blanca y la raza de color en el mundo. Creo que razas de color triunfarán sobre las razas blancas».
«En la categoría de las razas de color coloco á los africanos, los indios, los chinos, los japoneses y los habitantes de la Oceanía. Tengo la firme creencia de que esa victoria de las razas de color será cierta, y me baso sobre todo en el hecho de que las razas de color aumentan numéricamente, mientras que las razas blancas disminuyen. Y es el número el que dirá la última palabra.»
Ya se encargarán en el país de las bandas y de las estrellas de enseñar á Tobías cómo hablaba Zaratustra.
Mas ¿cómo hablaba Jesucristo?...
Páginas. | |
Libro I. | |
Figuras reales | 9 |
Pascua | 17 |
París y el rey Eduardo | 27 |
París y el rey Víctor Manuel | 35 |
La Brimade | 47 |
Idilio en falso | 55 |
El cetro del Chiffon | 61 |
Cosas de Shakespeare | 69 |
Reyes y cartas postales | 77 |
Joli Paris | 85 |
Divagaciones sobre el crimen | 93 |
Libro II. [220] |
|
Bambini de sufrimiento | 103 |
Friné | 111 |
Chez Hugo | 115 |
Psicología de la postal | 119 |
La gloria de Tartarín | 123 |
El caso de M. Syveton | 127 |
Jardines de Francia | 131 |
Pequeña aventura de una princesa de Francia | 135 |
Viajes presidenciales | 139 |
En casa de Minerva | 145 |
Las Mil noches y una noche | 153 |
París y el Zar | 161 |
Libro III. |
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En el «País latino» | 169 |
El hipogrifo | 175 |
Impresiones de «Salón» | 181 |
Duelos cínicos | 203 |
La raza Cham | 211 |
Notas del Transcriptor:
Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original. Las ortografías inciertas o anticuadas o las palabras antiguas no fueron corregidas.
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