Title: La verdad sospechosa
Author: Juan Ruiz de Alarcón
Release date: July 28, 2018 [eBook #57590]
Language: Spanish
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JUAN RUIZ DE ALARCÓN
LA VERDAD
SOSPECHOSA
NOTAS PRELIMINARES
DE
JULIO JIMÉNEZ RUEDA
PORTADA DE ANTONIO CORTÉS.
CULTURA
T. IV NUM. 2
1917
Junio 1º de 1917
«IMPRENTA VICTORIA»—4ª CALLE DE VICTORIA 92
[p. i]
[p. iii]
México ha sido propicio al florecimiento de la poesía lírica: desde Francisco de Terrazas hasta la pléyade flamante de los poetas novísimos, no se ha roto la cadena del verbo de oro. Ha habido representantes de todas las escuelas, ha producido el más alto poeta de la lengua, en determinado momento: Sor Juana; ha sido cuna de precursores de un movimiento revolucionario que había de renovar todos los valores estéticos en la lírica castellana: Gutiérrez Nájera marca uno de los puntos de partida de la renovación. Pero si tal ha sucedido con la lírica, no puede decirse lo mismo de la dramática, la dramática no ha tenido sino breves momentos de esplendor, tan fugaces y pasajeros, que pasan como destellos prestados por el luminar que brilla con alternativas de opacidad y vigor en la Metrópoli castellana. Desde el manso e ingenuo Fernán González de Eslava, han ido a abrevarse nuestros dramaturgos en las fuentes del teatro español, y el teatro español sigue siendo en nuestros días, si no la única, sí cuando menos la corriente más caudalosa que satisface nuestras aficiones escénicas.
En el amplio y espacioso tablado de la escena hispana, no ya formado con los “cuatro bancos y cuatro o seis tablas encima” de la época de Lope de Rueda, sino acondicionado con los arreos más vistosos que la imaginación[p. iv] cómica y los arrebatos trágicos le puedan prestar, debe buscarse el desarrollo de nuestro teatro y estudiarse a sus autores. El alma española ha tenido siempre un rincón dedicado a las disquisiciones filosóficas, al eterno aspirar al cielo, a la sutil dialéctica que se manifestaba en voluminosos tratados de Teología y Metafísica, en rectilíneos compendios de Ascética, en ardientes coloquios místicos: Suarez, Vives, los Luises, Santa Teresa, San Juan de la Cruz. El teatro, que es el más fiel espejo del alma de los pueblos, y más un teatro que arrancaba como el español de lo más profundo de la conciencia nacional, formado por el caudal épico de las primitivas gestas heroicas, vaciadas en el romance y volcadas en la escena, por una parte, y por otra la inagotable vena satírica, la visión de la realidad pujante y vigorosa retrada y aprisionada en las novelas por artífices geniales, ramas de aquel tronco exúbero que se llamó el Arcipreste de Hita, y que halla su expresión más cálida en una novela que es a la vez drama: La Celestina, arco triunfal con que se abren los Siglos de Oro, el teatro, pues, que es compendio y cifra de ese espíritu nacional, tiene en D. Pedro Calderón de la Barca su poeta teológico y metafísico por excelencia; lo caballeresco, lo aventurero, lo bizarro, tan genuino y natural en aquellos tiempos cercanos al Renacimiento, lo reivindica para sí el Fénix de los Ingenios; lo picaresco, lo amable y picante de la vida, brota de la pluma del mercedario Fray Gabriel Téllez, que también a las veces es profundo creador de caracteres trágicos. D. Agustín de Moreto conoce como ninguno de sus colegas el secreto del métier, es el técnico por excelencia del teatro español; hasta la verbosidad lírica tiene su expresión en las tiradas del D. García del Castañar del sevillano D. Francisco de Rojas y Zorrilla. No se agota ahí todo: España poseía vastas y dilatadas colonias aquende el Atlántico, poseedoras, en sus habitan[p. v]tes, de una alma que ya comenzaba a diferenciarse de la peninsular, ya surgía la rivalidad y el odio que habían de estallar tres siglos más tarde entre naturales y advenedizos y que campea en los sonetos encontrados por García Icazbalceta. Esa alma criolla, caracterizada por “la discreción, la sobria mesura, el sentimiento melancólico crepuscular y otoñal que van concordes con este otoño perpetuo de las alturas, bien distinto de la eterna primavera fecunda de los trópicos: este otoño de temperaturas discretas que jamás ofenden, de crepúsculos suaves y de noches serenas” que pinta Pedro Enríquez Ureña, ese rincón del alma de la raza, se incorpora también al torrente del teatro castellano y es expresado por el más alto dramaturgo que ha producido la América española D. Juan Ruiz de Alarcón, el más mexicano, después de Sor Juana, que viviera en el coloniaje, y uno de los más mexicanos que hayan nacido en la República.
D. Juan Ruiz de Alarcón es ante todo y sobre todo “el clásico de un teatro romántico —dice Menéndez Pelayo— sin quebrantar la fórmula de aquel teatro ni amenguar los derechos de la imaginación en aras de una preceptiva estrecha o de un dogmatismo ético.” “Poeta moralista con moral de caballeros, única que el auditorio hubiera sufrido en el teatro, y así abrió en el arte su propio surco, no muy ancho; pero sí muy hondo.” “Moralista entre hombres de imaginación” según el atinado criterio de Hartzenbusch, sabía apreciar el tono y la medida y desarrollar sus comedias con aquella extrañeza y novedad que tanto placían a D. Juan Pérez de Montalbán.
“Alarcón es, para Ed. Barry, el más moderno y el más igual entre los poetas dramáticos de su siglo y también el que presenta más cosas dignas de admiración.” Alarcón es superior a Lope, Tirso y Calderón “por la emoción, por la selección y variedad de los asuntos, por la naturalidad del diálogo, por la verosimilitud de la fá[p. vi]bula, por la moralidad del fin, por la sobriedad de los medios y de los adornos, en fin, por la corrección sostenida de un estilo, que es, después de tres siglos, uno de los mejores modelos que hay que señalar a la imitación”.
No fué la vida de Alarcón ciertamente, como la de la generalidad de los poetas de entonces, arrebatada, férvida, múltiple y varia, aventurera, renacentista, en una palabra; no pasó por soldado en ningún tercio, ni en Flandes, ni en Italia a las órdenes de Farnesio, del Duque de Alba o del Gran Capitán, ni asistió como su amigo D. Miguel de Cervantes Saavedra a “la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros” bajo las banderas del gran D. Juan de Austria; ni paró en fraile o sacerdote como Lope de Vega o Calderón, tan metidos en su nuevo oficio, que el primero desmayaba en la hora más solemne de la misa. D. Juan era feo, corcovado, moreno según todas las probabilidades. Había nacido en México, por los años de 1580 a 1581 y era descendiente de una de las familias más nobles de España, oriunda, según Baltasar Medina en su Crónica de la Provincia de San Diego de México, “de la pequeña villa de Alarcón, perteneciente a la provincia y obispado de Cuenca”. Murió el 4 de agosto de 1639, en la calle de las Urosas, parroquia de San Sebastián, en Madrid, siendo anunciada su muerte en forma breve y un tanto cruel, por el gacetillero Pellicer de Tovar en sus Avisos del año de 1639. Fué estudiante en Salamanca y en Sevilla por los años de 1600 a 1608, correspondiendo cinco de estos a la de Salamanca y tres a la Hispalense; Licenciado en Derecho por la Real y Pontificia Universidad de Nueva España; vuelto a Madrid en 1614; eterno aspirante a empleos en España o en las Indias y siempre desairado; blanco de la sátira de sus colegas Quevedo, Góngora; colaborador de Tirso por los años de 1619 a 1623 en La Villana de Vallecas, fué recogiendo en sus vagares[p. vii] por la Corte un tesoro de enseñanzas éticas que habían de fincar más tarde en sus comedias. A esa vida de privación y sufrimiento constante: a esa figura desmedrada y contrahecha en un tiempo en que la apostura y bizarría eran indispensables en el hombre para triunfar: a la necesidad, “sexto sentido” que diría Gracián, debemos la originalidad de sus comedias. Pocos autores habrá que se retraten tan fielmente en sus obras como el mexicano en las suyas: hay perfecta unidad en todas ellas, todas, la que más, la que menos, encierran un fin ético, plantean un problema moral, como podía plantearse en aquellos tiempos. Las que discrepan del sistema: El Anticristo, El Tejedor de Segovia, son meros accidentes, ensayos de incorporación al gusto reinante, de imitación de dramaturgos aplaudidos. El alma de Alarcón se retrata en sus obras, diáfana, sencilla, fuente inagotable de raudales de bondad, de filosofía serena, de consejos generosos. ¡Qué mucho, pues, que no hayan sido comprendidas, por su simplicidad relativa con respecto a las de Lope por ejemplo, por un público cuya característica fundamental era, según Henríquez Ureña “la necesidad de movimiento”. Acción hipertrofiada, desbordamientos de vida, tanto en la ficción como en la realidad, en la realidad que tuvo su expresión más cumplida en los portentosos descubrimientos y las pasmosas hazañas de la conquista de América.
En las gradas de San Felipe el Real, en las covachuelas del Pardo y en los mil y un sitios de la Villa y Corte, debió recoger, junto con las amarguras, dificultades, desengaños y dolores, el tesoro de argentería que prodigó en sus comedias. La Corte le daba materia cumplida, así en los que pisaban los senderos del Real sitio de Aranjuez, como en los humildes criados, escuderos y rodrigones, discretos siempre, bachilleres alguna vez, que acompañaban a sus señores en andanzas, aventuras[p. viii] y discreteos. Todo lo que veía pasaba por el crisol de su espíritu bañándose en las fuentes vivas de una bondad ingénita y al aparecer de nuevo, objetivándose otra vez sobre las tablas del Corralón de la Pacheca, tomaba una forma amable, sin ironías siquiera, que es como trascienden del alma las visiones de la realidad empapadas en lágrimas. Mundo visto a través de un prisma azul, no heroico como el de Lope, que agigantaba la visión, ni socarrón como el de Tirso que agitaba los cascabeles de la risa, sino sereno, diáfano, luminoso, que enseñaba las deformidades de la conducta y guiaba en la vida por el sendero del honor, un honor muy castellano, al que oteaba desde él las mil revueltas pasioncillas e intereses, amores y devaneos de que era universidad la Corte castellana.
Y a través de ese prisma de serenidad y discreción que le daba su calidad de mexicano, es como contemplamos a todos los galanes, damas y aun graciosos de su teatro.
Los galanes tienen la apariencia externa de los galanes del teatro español: aventureros, pendencieros, discretos, enamorados, valientes, apuestos, arrogantes, fanfarrones alguna vez, picados siempre de la araña del honor, han bordado sobre él un código complicado y fecundo en conclusiones inusitadas; componen tan presto un madrigal como se desafían al pie de la ventana de sus dueños; pero interiormente están formados de un material más noble, dotados de sentimientos más generosos, de nobleza más quilatada. Así Los Pechos privilegiados, es un palenque en que se disputan a porfía los más altos y nobles sentimientos el Marqués D. Fadrique y D. Fernando; D. García Ruiz de Alarcón es modelo de caballeros en Las Paredes oyen. Al lado de éstos, se encuentran otros, afeados por algún vicio, D. García (¿tomó por modelo a D. Rodrigo de Calderón, famoso[p. ix] en la Corte por sus embustes?) D. Mendo (¿fué, acaso, el Conde de Villamediana, o quizá D. Francisco Guzmán de Mendoza y Feria, llamado de Figueroa, gentilhombre del Marqués de Montesclaros «mapa de apellidos», como le llama el mismo Alarcón en Mudarse por mejorarse?) dotados de una humanidad plena que es el mayor timbre de gloria de Alarcón. Son aturdidos, educados en la escuela de ponderación y de maledicencia de la Corte, son frutos de ella, genuinos y vigorosos, flor y nata de embusteros simpáticos y de malsines sabrosos que al fin y al cabo reciben el castigo de sus embustes. Hay un galán que atrae profundamente la atención: D. Fernando Ramírez de Vargas, el Pedro Alonso de El Tejedor de Segovia, que llega a codearse con los caracteres más excelsos del teatro de Lope. El caballero, bandido por las circunstancias, es flor exquisita que después de mil transformaciones, florecería lozanamente en el jardín romántico para ser, por ejemplo, el D. Alvaro del Duque de Rivas.
Las damas, tratadas menos vigorosamente que los galanes, son discretas, volubles, sencillas. D. Juan Ruiz de Alarcón no las quería bien sin embargo, no debió haber sido afortunado en amores: Las Paredes oyen son, seguramente, un documento interesante para reconstruir la vida espiritual del mexicano: pero a la Ana de Las Paredes oyen, la dota al fin y al cabo de un espíritu de justicia al preferir al García feo y contrahecho, al D. Mendo murmurador.[1] La Celia es modelo de criadas, de amigas mejor, que saben aconsejar y terciar en amores sin otro fin que el bien de sus señoras. Prefieren las damas de Alarcón, el dinero al amor, al talento los títulos de nobleza, (la Leonor de Mudarse por mejorarse),[p. x] el amor a la devoción (la Ana de Las Paredes oyen en su escapatoria del novenario de San Juan); tienen convites a las márgenes del Manzanares, admiten galanes y cortejadores. No son seguramente las damas celadas por padres y hermanos adustos dentro de las cuatro paredes de sus alcázares señoriales, que salen muy de mañana cuidadas por dueñas quintañonas, velado el rostro, inclinada la faz, para no mirar siquiera al galán que, cabe la pila de agua bendita de la iglesia de San Justo, les ofrece en sus dedos dos gotitas de ella, mensajeras de un amor contemplativo, quintaesenciado, nacido de los armoniosos versos del Petrarca. Muchas eran las damas alegres de la Corte, tantas, que admiraron al grave Cardenal Camilo Borghese, más tarde Soberano Pontífice bajo el dictado de Paulo V: al grave caballero portugués Bartolomé Pinheiro da Veiga y al no menos noble Van Aarseens de Sommerdyk, y ellas eran las conocidas de los poetas, las de los convites y las fiestas. Pasta adorable de mujeres en que el maestro Téllez imprimió sus dedos maliciosos, para darle forma de seres adorablemente desenvueltos y el Licenciado Alarcón puso los suyos, amables y bondadosos, para sacar de la arcilla vivos modelos de su alma.
[1] Es interesante el dato, para investigar los sentimientos y las ideas que dieron lugar a Las Paredes oyen, de saber que el Conde de Villamediana casó en 1618 con doña Ana de Mendoza.
Los criados son también característicos en el teatro del mexicano, algunos, el Tello de Todo es ventura, llega a ser el protagonista de la obra. El gracioso es una variedad de criados, sólo que no es impertinente, ni desvergonzado, ni licencioso: el Tristán de El Desdichado en fingir, se sabe par cœur el Ars Amandi de Ovidio en su idioma original. El criado en el teatro español es un personaje central, en el francés, en el de Molière sobre todo, lo es también, y el gracioso es el que origina el enredo, tomemos por ejemplo y al azar Les fourberies de Scapin, L’Étourdi. El criado teje y desteje la acción. Y es que el gracioso arranca directamente del riñón del[p. xi] pueblo, es el elemento popular que se incorpora en el teatro, ya de campanillas, ya ilustrado por el genio de artistas renombrados e insignes. Es un hijo del pueblo que habla en la escena, era sin duda el personaje preferido de las multitudes que llenaban el patio y la cazuela. De simple que es en las comedias de Torres Naharro, Juan del Encina, Gil Vicente y sobre todo de Lope de Rueda, se vuelve discreto al correr de los tiempos que cambian, de la Edad Media que se va para dar lugar al tráfago de Renacimiento, a la cultura nueva que se adquiere, a la vida nueva que se origina. De simple se torna en discreto, más discreto de lo que podía pedírsele a un criado, y de su boca nacen todos los donaires, todas las alusiones. Es, en fin, el personaje cómico por excelencia en la manera de concebir la técnica del teatro antiguamente, que viene de Aristófanes y Menandro hasta Shakespeare y Calderón pasando por Plauto y Terencio. Es, además, el pícaro de las novelas, hermano de Lazarillo y de Guzmán, que pide para sus travesuras un puesto en la escena, para divertir a sus hermanos los de la masa del pueblo, del pobre pueblo de entonces, con sus acervos de sal. El gracioso, el clásico escudero, ha resucitado, poco ha, sólo que ahora engendrado por un espíritu profundamente culto, sutil y refinado. Ha heredado de él las hieles de una sátira amarga, de una experiencia acibarada de la vida y pasea guiando a su señor, movidos ambos por los cordeles groseros de Los intereses creados.
Estos son los personajes en que Alarcón ha templado su genio. No son seguramente creaciones portentosas, no, Alarcón no arrebata, no subyuga, pero deja en la boca un sabor amable a fruta sazonada y en los ojos la visión cordial del sol que se hunde lentamente tocando de fuego la nieve de los volcanes.
México, enero 25 de 1917.
JULIO JIMÉNEZ RUEDA.
[2] Hemos tenido presente, al hacer esta edición, la tercera de la de Ed. Barry, de la colección que dirige M. E. Merimée, París, Garnier Hermanos, libreros editores.
[p. 3]
La Verdad sospechosa, escrita probablemente con anterioridad al año de 1621, según la autorizada opinión de D. Juan Eugenio Hartzenbusch, fué dada a la estampa por primera vez en la “Parte segunda de las comedias del Licenciado Don Juan Rvyz de Alarcón y Mendoza, Relator del Consejo Real de las Indias. Dirigidas al excelentíssimo señor D. Ramiro Felipe de Guzmán, señor de la Casa de Guzmán, Duque de Medina de las Torres, etc.—Año 1634.—Con licencia. En Barcelona. Por Sebastián Cornellas, al Call.” La Verdad sospechosa, como El Tejedor de Segovia, El Examen de maridos, etc., corrían impresas ya como de otros autores; según se queja el propio Alarcón en el proemio al lector de esta la segunda parte de sus comedias.
La Verdad sospechosa, pasó muchos años como de Lope de Vega (apareció como de este autor en la Parte 22, año de 1630, de las comedias del Fénix de España, Lope de Vega) y en este predicamento rebasó las fronteras para dar origen a la primera comedia de carácter del teatro francés, como española había sido también la primera tragedia que inspirara a Corneille: Las mocedades del Cid de Guillén de Castro.
Corneille imitó nuestra comedia en Le Menteur.—Año de 1644, en que apareció la primera edición de la obra a que nos[p. 4] referimos. La comedia francesa está dividida en cinco actos, y concebida, naturalmente, dentro de los prejuicios de retórica que más tarde había de estatuir y sistematizar Boileau y que ya se adivinaban en el ambiente literario de entonces. Trata Corneille de mantenerse, en lo posible, dentro de las famosas reglas de las tres unidades, malamente atribuídas a Aristóteles, por interpretaciones más o menos sutiles de la Epístola a los Pisones de Horacio. Esa eterna preocupación resta vigor, energía y sobre todo, frescura y lozanía a Le Menteur: la acción se desarrolla lánguida y pesadamente, introduce Corneille personajes que no existen en el original español y que no explican satisfactoriamente su presencia: la Sabina de los dos últimos actos, el Arganto del acto V, de la edición primera y suprimido felizmente en las ediciones posteriores. Las escenas más frescas y lozanas de la comedia española vgr.: la descripción de la prímorosa cena en el Manzanares (escena VII del acto primero); la invención del casamiento de D. García en Salamanca (escena II del mismo); la descripción que hace el embustero de su desafío con D. Juan (escena VII del acto tercero) pierden mucho de su gallardía y donosura, se tornan descoloridas y frías en las escenas V del acto primero, V del segundo y I del acto cuarto respectivamente de la obra de Corneille. Alarcón, que entre sus cualidades salientes se encuentra la de rematar felizmente las escenas y los actos, pierde, al pasar al francés, este sello característico. Voltaire censura acremente y con razón los finales de acto de Le Menteur de Corneille. La obra de este es un remedo solo, que tiene importancia, no por lo que vale intrínsecamente, con ser que es una de las primeras piezas cómicas del teatro francés, sino por lo que representa para este último, como que es el antecedente, el punto de partida de la obra de Molière.
El alejandrino pareado en que se encuentra escrita la comedia francesa la hace monótona y pesada, falta esa soltura[p. 5] que es el revestimiento de la gracia y que más adorna a la comedia del mexicano.[3]
[3] Véase el paralelo que entre las dos piezas ha establecido M. Viguier en la edición Regnier de Corneille.
Del teatro francés pasó al italiano. Durante la primavera de 1750, Carlos Goldoni hizo representar en Mantua, la comedia intitulada Il Bugiardo, que es inferior al original francés. Goldoni hizo del embustero, no el aturdido y gallardo personaje de la comedia española, sino el embustero interesado y de mala fe que miente por cálculo. Hay mucho metal vil mezclado con oro en esta imitación, el oro no es seguramente de Goldoni, lo vil no es quizás de él tampoco, la commedia dell arte había pervertido demasiado el gusto del público italiano. Goldoni la combatía; pero Goldoni estaba demasiado influenciado por ella. Escribió en prosa agradablemente salpicada de provincialismos venecianos.
Existen en la Literatura española algunas imitaciones más o menos lejanas de La Verdad sospechosa, entre ellas debe distinguirse la de D. Diego y D. José de Figueroa, que se intitula: Mentir y mudarse a un tiempo. D. José Echegaray, según Barry, ha tenido presente el asunto de la comedia del mexicano, a su manera, para componer El octavo, no mentir.
Es La Verdad sospechosa; la obra en que brillan mejor las cualidades de D. Juan Ruiz de Alarcón es por ello por lo que, en esta selección debe ocupar lugar preferente. No le han hecho los mexicanos a su poeta todo el homenaje que debieran, el presente cuaderno saldará en parte la deuda que para con él se tiene, léanse las páginas que siguen con amor y con entusiasmo y los manes del que fué postergado en la tierra se sentirán satisfechos en donde moren.
México, enero de 1917.
J. J. R.
[p. 7]
Don García, galán.
Don Juan, galán.
Don Félix, galán.
Don Beltrán, viejo grave.
Don Sancho, viejo grave.
Don Juan [de Luna], viejo grave.
Tristán, gracioso.
Un Letrado.
Camino, escudero.
Un Paje.
Jacinta, dama.
Lucrecia, dama.
Isabel, criada.
Un Criado.
La escena es en Madrid.
[p. 9]
Sala en casa de don Beltrán.
Salen por una puerta DON GARCÍA, de estudiante, y un LETRADO viejo, de camino; y por otra, DON BELTRÁN y TRISTÁN.
Beltrán.
Con bien vengas, hijo mío.
García.
Dame la mano, señor.
Beltrán.
¿Cómo vienes?
García.
El calor
del ardiente y seco estío
me ha afligido de tal suerte,
que no pudiera llevallo,
señor, a no mitigallo
con la esperanza de verte.
Beltrán.
Entra, pues, a descansar.
Dios te guarde. ¡Qué hombre viene!
—Tristán...
Tristán.
Señor...
Beltrán.
Dueño tienes
nuevo ya de quien cuidar.
[p. 10]Sirve desde hoy a García;
que tú eres diestro en la corte,
y él bisoño.
Tristán.
En lo que importe
yo le serviré de guía.
Beltrán.
No es criado el que te doy,
más consejero y amigo.
García.
Tendrá ese lugar conmigo.
(Vase.)
Tristán.
Vuestro humilde esclavo soy.
(Vase.)
DON BELTRÁN, EL LETRADO.
Beltrán.
Déme, señor licenciado,
los brazos.
Letrado.
Los pies os pido.
Beltrán.
Alce ya. ¿Cómo ha venido?
Letrado.
Bueno, contento y honrado
de mi señor don García,
a quien tanto amor cobré,
que no sé cómo podré
vivir sin su compañía.
Beltrán.
Dios le guarde, que en efecto
siempre el señor licenciado
claros indicios ha dado
de agradecido y discreto.
Tan precisa obligación
me huelgo que haya cumplido
García, y que haya acudido
a lo que es tanta razón.
Porque le aseguro yo
que es tal mi agradecimiento,
que como un corregimiento
mi intercesión le alcanzó
[p. 11](según mi amor, desigual),
de la misma suerte hiciera
darle también, si pudiera,
plaza en el Consejo Real.
Letrado.
De vuestro valor lo fío.
Beltrán.
Sí, bien lo puedo creer;
mas yo me doy a entender
que si con el favor mío
en ese escalón primero
se ha podido poner ya,
sin mi ayuda subirá
con su virtud al postrero.
Letrado.
En cualquier tiempo y lugar
he de ser vuestro criado.
Beltrán.
Ya pues, señor licenciado,
que el timón ha de dejar
de la nave de García
y yo he de encargarme de él,
que hiciese por mí y por él
sola una cosa querría.
Letrado.
Ya, señor, alegre espero
lo que me queréis mandar.
Beltrán.
La palabra me ha de dar
de que lo ha de hacer, primero.
Letrado.
Por Dios juro de cumplir,
señor, vuestra voluntad.
Beltrán.
Que me diga una verdad
le quiero solo pedir.
Ya sabe que fué mi intento
que el camino que seguía
de las letras don García
fuese su acrecentamiento;
que para un hijo segundo
como él era, es cosa cierta
[p. 12]que es esa la mejor puerta
para las honras del mundo.
Pues como Dios se sirvió
de llevarse a don Gabriel,
mi hijo mayor, con que en él
mi mayorazgo quedó,
determiné que, dejada
esa profesión, viniese
a Madrid donde estuviese,
como es cosa acostumbrada
entre ilustres caballeros
en España; porque es bien
que las nobles casas den
a su rey sus herederos.
Pues como es ya don García
hombre que no ha de tener
maestro, y ha de correr
su gobierno a cuenta mía,
y mi paternal amor
con justa razón desea
que, ya que el mejor no sea,
no le noten por peor,
quiero, señor licenciado,
que me diga claramente,
sin lisonja, lo que siente
(supuesto que le ha criado)
de su modo y condición,
de su trato y ejercicio,
y a qué género de vicio
muestra más inclinación.
Si tiene alguna costumbre
que yo cuide de enmendar,
no piense que me ha de dar,
con decirlo, pesadumbre.
[p. 13]Que él tenga vicio es forzoso;
que me pese, claro está;
mas saberlo me será
útil, cuando no gustoso.
Antes en nada a fe mía,
hacerme puede mayor
placer, o mostrar mejor
lo bien que quiere a García,
que en darme este desengaño
cuando provechoso es,
si he de saberlo después
que haya sucedido un daño.
Letrado.
Tan estrecha prevención,
señor, no era menester
para reducirme a hacer
lo que tengo obligación;
pues es caso averiguado
que cuando entrega al señor
un caballo el picador,
que lo ha impuesto y enseñado,
si no le informa del modo
y los resabios que tiene,
un mal suceso previene
al caballo y dueño y todo.
Deciros verdad es bien;
que, demás del juramento,
daros una purga intento,
que os sepa mal y haga bien.
—De mi señor don García
todas las acciones tienen
cierto acento, en que convienen
con su alta genealogía.
Es magnánimo y valiente,
es sagaz y es ingenioso,
[p. 14]es liberal y piadoso,
si repentino, impaciente.
No trato de las pasiones
propias de la mocedad,
porque en esas con la edad
se mudan las condiciones.
Mas una falta no más
es la que le he conocido,
que por más que le he reñido,
no se ha enmendado jamás.
Beltrán.
¿Cosa que a su calidad
será dañosa en Madrid?
Letrado.
Puede ser.
Beltrán.
¿Cuál es? Decid.
Letrado.
No decir siempre verdad.
Beltrán.
¡Jesús! ¡qué cosa tan fea
en hombre de obligación!
Letrado.
Yo pienso que o condición
o mala costumbre sea,
con la mucha autoridad
que con él tenéis, señor,
junto con que ya es mayor
su cordura con la edad,
ese vicio perderá.
Beltrán.
Si la vara no ha podido,
en tiempo que tierna ha sido,
enderezarse, ¿qué hará
siendo ya tronco robusto?
Letrado.
En Salamanca, señor,
son mozos, gastan humor,
sigue cada cual su gusto,
hacen donaire del vicio,
gala de la travesura,
grandeza de la locura;
[p. 15]hace al fin la edad su oficio.
Mas en la corte mejor
su enmienda esperar podemos,
donde tan validas vemos
las escuelas del honor.
Beltrán.
Casi me mueve a reír
ver cuán ignorante está
de la corte. ¿Luego acá
no hay quien le enseñe a mentir?
En la corte, aunque haya sido
un extremo don García,
hay quien le dé cada día
mil mentiras de partido.
Y si aquí miente el que está
en un puesto levantado
en cosa en que al engañado
la hacienda u honor le va,
¿no es mayor inconveniente
quien por espejo está puesto
al reino? Dejemos esto;
que me voy a maldiciente.
Como el toro, a quien tiró
la vara una diestra mano,
arremete al más cercano
sin mirar a quien hirió;
así yo, con el dolor
que esta nueva me ha causado,
en quien primero he encontrado
ejecuté mi furor.
Créame, que si García
mi hacienda, de amores ciego,
disipara, o en el juego
consumiera noche y día,
si fuera de ánimo inquieto
[p. 16]y a pendencias inclinado,
si mal se hubiera casado,
si se muriera en efecto,
no lo llevara tan mal
como que su falta sea
mentir. ¡Qué cosa tan fea!
¡qué opuesta a mi natural!
Ahora bien: lo que he de hacer
es casarle brevemente,
antes que este inconveniente
conocido venga a ser.—
Yo quedo muy satisfecho
de su buen celo y cuidado,
y me confieso obligado
del bien que en esto me ha hecho.
¿Cuándo ha de partir?
Letrado.
Querría
luego.
Beltrán.
¿No descansará
algún tiempo, y gozará
de la corte?
Letrado.
Dicha mía
fuera quedarme con vos,
pero mi oficio me espera.
Beltrán.
Ya entiendo: volar quisiera,
porque va a mandar. Adios.
(Vase.)
Letrado.
Guárdeos Dios.—Dolor extraño
le dió al buen viejo la nueva
Al fin, el más sabio lleva
agriamente un desengaño.
(Vase.)
[p. 17]Las Platerías.
DON GARCÍA, de galán; TRISTÁN.
García.
¿Díceme bien este traje?
Tristán.
Divinamente, señor.
¡Bien hubiese el inventor
deste holandesco follaje!
Con un cuello acanalado,
¿qué fealdad no se enmendó?
Yo sé una dama a quien dió
cierto amigo gran cuidado
mientras con cuello le vía,
y una vez que llegó a verle
sin él, la obligó a perderle
cuanta afición le tenía.
Porque ciertos costurones
en la garganta cetrina
publicaban la ruina
de pasados lamparones.
Las narices le crecieron,
mostró un gran palmo de oreja,
y las quijadas, de vieja,
en lo enjuto parecieron.
Al fin, el galán quedó
tan otro del que solía,
que no le conocería
la madre que le parió.
García.
Por esa y otras razones
me holgara de que saliera
premática que impidiera
esos vanos cangilones.
[p. 18]Que demás desos engaños,
con su holanda el extranjero
saca de España el dinero
para nuestros propios daños.
Una valoncilla angosta,
usándose le estuviera
bien al rostro, y se anduviera
más a gusto a menos costa.
Y no que con tal cuidado
sirve un galán a su cuello,
que por no descomponello,
se obliga a andar empalado.
Tristán.
Yo sé quien tuvo ocasión
de gozar su amada bella,
y no osó llegarse a ella
por no ajar un cangilón.
Y esto me tiene confuso:
todos dicen que se holgaran
de que valonas se usaran,
y nadie comienza el uso.
García.
De gobernar nos dejemos
El mundo. ¿Qué hay de mujeres?
Tristán.
El mundo dejas, ¡y quieres
que la carne gobernemos!
¿Es más fácil?
García.
Más gustoso.
Tristán.
¿Eres tierno?
García.
Mozo soy.
Tristán.
Pues en lugar entras hoy
donde amor no vive ocioso.
Resplandecen damas bellas
en el cortesano suelo
de la suerte que en el cielo
brillan lucientes estrellas.
[p. 19]En el vicio y la virtud
y el estado hay diferencia,
como es varia su influencia,
resplandor y magnitud.
Las señoras, no es mi intento
que en este número estén;
que son ángeles a quien
no se atreve el pensamiento.
Sólo te diré de aquellas
que son, con almas livianas,
siendo divinas, humanas,
corruptibles, siendo estrellas.
Bellas casadas verás
conversables y discretas,
que las llamo yo planetas
porque resplandecen más.
Estas, con la conjunción
de maridos placenteros,
influyen en extranjeros
dadivosa condición.
Otras hay cuyos maridos
a comisiones se van,
o que en las Indias están
o en Italia entretenidos.
No todas dicen verdad
en esto; que mil taimadas
suelen fingirse casadas
por vivir con libertad.
Verás de cautas pasantes
hermosas recientes hijas;
estas son estrellas fijas,
y sus madres son errantes.
Hay una gran multitud
de señoras del tusón,
que entre cortesanas, son
de la mayor magnitud.
Síguense tras las tusonas,
otras que serlo desean;
y aunque tan buenas no sean,
son mejores que busconas.
Estas son unas estrellas
[p. 20]que dan menor claridad;
mas en la necesidad
te habrás de alumbrar con ellas.
La buscona no la cuento
por estrella, que es cometa,
pues ni su luz es perfeta
ni conocido su asiento.
Por las mañanas se ofrece
amenazando al dinero,
y en cumpliéndose el agüero,
al punto desaparece.
Niñas salen, que procuran
gozar todas ocasiones:
estas son exhalaciones
que mientras se queman, duran.
Pero que adviertas es bien,
si en estas estrellas locas,
que son estables muy pocas,
por más que un Perú les den.
No ignores, pues yo no ignoro,
que un signo el de Virgo es,
y los de cuernos son tres,
Aries, Capricornio y Toro;
y así, sin fiar en ellas
lleva un presupuesto sólo,
y es que el dinero es el polo
de todas estas estrellas.
García.
¿Eres astrólogo?
Tristán.
Oí
el tiempo que pretendía
en palacio, astrología.
García.
¿Luego has pretendido?
Tristán.
Fuí
pretendiente, por mi mal.
García.
¿Cómo en servir has parado?
Tristán.
Señor, porque me han faltado
la fortuna y el caudal;
aunque quien te sirve, en vano
por mejor suerte suspira.
García.
Deja lisonjas, y mira
el marfil de aquella mano,
[p. 21]el divino resplandor
de aquellos ojos, que juntas
despiden entre las puntas
flechas de muerte y de amor.
Tristán.
¿Dices de aquella señora
que va en el coche?
García.
¿Pues cuál
merece alabanza igual?
Tristán.
¡Qué bien encajaba agora
eso de coche del sol,
con todos sus adherentes
de rayos de fuego ardientes
y deslumbrante arrebol!
García.
La primer dama que ví
en la corte, me agradó.
Tristán.
¿La primera en tierra?
García.
No,
la primera en cielo sí;
que es divina esta mujer.
Tristán.
Por puntos las toparás
tan bellas, que no podrás
ser firme en tu parecer.
Yo nunca he tenido aquí
constante amor ni deseo;
que siempre por la que veo
me olvido de la que ví.
García.
¿Dónde ha de haber resplandores
que borren los destos ojos?
Tristán.
Míraslos ya con antojos,
que hacen las cosas mayores.
García.
¿Conoces, Tristán?...
Tristán.
No humanes
lo que por divino adoras:
porque tan altas señoras
no tocan a los Tristanes.
García.
Pues yo al fin, quien fuere sea,
la quiero, y he de servilla,
tú puedes, Tristán, seguilla.
Tristán.
Detente; que ella se apea
en la tienda.
[p. 22]García.
Llegar quiero.
¿Úsase en la corte?
Tristán.
Sí,
con la regla que te dí,
de que es el polo el dinero.
García.
Oro traigo.
Tristán.
¡Cierra España!
que a César llevas contigo.—
Mas mira si en lo que digo
mi pensamiento se engaña.
Advierte, señor, si aquella
que tras ella sale agora,
pueda ser sol de su aurora,
ser aurora de su estrella.
García.
Hermosa es también.
Tristán.
Pues mira
si la criada es peor.
García.
El coche es arco de amor,
y son flechas cuantas tira.
—Yo llego.
Tristán.
A lo dicho advierte.
García.
¿Y es?
Tristán.
Que a la mujer rogando,
y con el dinero dando.
García.
¡Consista en eso mi suerte!
Tristán.
Pues yo, mientras hablas, quiero
que me haga relación
el cochero, de quién son.
García.
¿Diralo?
Tristán.
Sí, que es cochero.
JACINTA, LUCRECIA e ISABEL con mantos; cae JACINTA, y llega DON GARCÍA y dale la mano.
Jacinta.
¡Válame Dios!
García.
Esta mano
os servid de que os levante,
si merezco ser Atlante
de un cielo tan soberano.
[p. 23]Jacinta.
Atlante debeis de ser,
pues le llegais a tocar.
García.
Una cosa es alcanzar
y otra cosa es merecer.
¿Qué vitoria es la beldad
alcanzar, por quien me abraso,
si es favor que debo al caso,
y no a vuestra voluntad?
Con mi propia mano así
el cielo; mas ¿qué importó,
si ha sido porque él cayó,
y no porque yo subí?
Jacinta.
¿Para qué fin se procura
merecer?
García.
Para alcanzar.
Jacinta.
Llegar al fin sin pasar
por los medios, ¿no es ventura?
García.
Sí.
Jacinta.
Pues ¿cómo estáis quejoso
del bien que os ha sucedido,
si el no haberlo merecido
os hace más venturoso?
García.
Porque como las acciones
del agravio y el favor
reciben todo el valor
sólo de las intenciones,
por la mano que os toqué
no estoy yo favorecido,
si haberlo vos consentido
con esa intención no fué.
Y así sentirme dejad
que cuando tal dicha gano,
venga sin alma la mano
y el favor sin voluntad.
Jacinta.
Si la vuestra no sabía,
de que agora me informais,
injustamente culpais
los defectos de la mía.
TRISTÁN.—Dichos.
Tristán.
(Aparte.)
El cochero hizo su oficio.
Nuevas tengo de quién son.
García.
¿Qué hasta aquí de mi afición
nunca tuvisteis indicio?
Jacinta.
¿Cómo, si jamás os ví?
García.
¿Tan poco ha valido, ¡ay Dios!
más de un año, que por vos
he andado fuera de mí?
Tristán.
(Aparte.)
¡Un año! y ayer llegó
a la corte.
Jacinta.
¡Bueno, a fe!
¿Más de un año? Juraré
que no os ví en mi vida yo.
García.
Cuando del indiano suelo
por mi dicha llegué aquí,
la primer cosa que ví
fué la gloria de ese cielo;
y aunque os entregué al momento
el alma, habéislo ignorado,
porque ocasión me ha faltado
de deciros lo que siento.
Jacinta.
¿Sois indiano?
García.
Y tales son
mis riquezas, pues os ví,
que al minado Potosí
le quito la presunción.
Tristán.
(Aparte.)
¡Indiano!
Jacinta.
¿Y sois tan guardoso
como la fama los hace?
García.
Al que más avaro nace
hace el amor dadivoso.
Jacinta.
¿Luego, si decís verdad,
preciosas ferias espero?
García.
Si es que ha de dar el dinero
crédito a la voluntad,
serán pequeños empleos
[p. 25]para mostrar lo que adoro,
daros tantos mundos de oro
como vos me dais deseos.
Mas ya que ni al merecer
de esa divina beldad,
ni a mi inmensa voluntad
ha de igualar el poder,
por lo menos os servid
que esta tienda que os franqueo,
dé señal de mi deseo.
Jacinta.
(Aparte.)
(No ví tal hombre en Madrid.)
¿Lucrecia, qué te parece
(Aparte a ella.)
del indiano liberal?
Lucrecia.
Que no te parece mal,
Jacinta, y que lo merece.
García.
Las joyas que gusto os dan,
tomad deste aparador.
Tristán.
(Aparte a su amo.)
Mucho le arrojas, señor.
García.
Estoy perdido, Tristán.
Isabel.
(Aparte a las damas.)
Don Juan viene.
Jacinta.
Yo agradezco,
señor, lo que me ofreceis.
García.
Mirad que me agraviaréis
si no lográis lo que ofrezco.
Jacinta.
Yerran vuestros pensamientos,
caballero, en presumir
que puedo yo recibir
más que los ofrecimientos.
García.
Pues ¿qué ha alcanzado de vos
el corazón que os he dado?
Jacinta.
El haberos escuchado.
García.
Yo lo estimo.
Jacinta.
Adios.
García.
Adios.
Y para amaros, ¿me dad
licencia?
Jacinta.
Para querer,
no pienso que ha menester
licencia la voluntad.
(Vanse las mujeres.)
DON GARCÍA, TRISTÁN.
García.
(A Tristán.)
Síguelas.
Tristán.
Si te fatigas,
señor, por saber la casa
de la que en amor te abrasa,
ya la sé.
García.
Pues no la sigas;
que suele ser enfadosa
la diligencia importuna.
Tristán.
“Doña Lucrecia de Luna
se llama la más hermosa,
que es mi dueño; y la otra dama
que acompañándola viene,
sé dónde la casa tiene,
más no sé cómo se llama.”
Esto respondió el cochero.
García.
Si es Lucrecia la más bella,
no hay más que saber, pues ella
es la que habló, y la que quiero,
que como el autor del día
las estrellas deja atrás,
de esa suerte a las demás
la que me cegó, vencía.
Tristán.
Pues a mí la que cazó
me pareció más hermosa.
García.
¡Qué buen gusto!
Tristán.
Es cierta cosa
que no tengo voto yo;
mas soy tan aficionado
a cualquier mujer que calla,
que bastó para juzgalla
más hermosa, haber callado.
Mas dado, señor, que estés,
errado tú, presto espero,
preguntándole al cochero
la casa, saber quién es.
[p. 27]García.
Y Lucrecia ¿dónde tiene
la suya?
Tristán.
Que a la Victoria
dijo, si tengo memoria.
García.
Siempre ese nombre conviene
a la esfera venturosa,
que da eclíptica a tal Luna.
DON JUAN y DON FÉLIX.—Dichos.
Juan.
(A don Félix.)
¿Música y cena? ¡Ah fortuna!
García.
¿No es este don Juan de Sosa?
Tristán.
El mismo.
Juan.
¿Quién puede ser
el amante venturoso
que me tiene tan celoso?
Félix.
Que lo vendreis a saber
a pocos lances confío.
Juan.
¡Que otro amante le haya dado
a quien mía se ha nombrado,
música y cena en el río!
García.
¡Don Juan de Sosa!
Juan.
¿Quién es?
García.
¿Ya olvidais a don García?
Juan.
Veros en Madrid lo hacía,
y el nuevo traje.
García.
Después
que en Salamanca me vistes,
muy otro debe de estar.
Juan.
Más galán sois de seglar
que de estudiante lo fuistes.
¿Venís a Madrid de asiento?
García.
Sí.
Juan.
Bien venido seáis.
García.
Vos, don Félix, ¿cómo estáis?
Félix.
De veros, por Dios, contento.
Vengáis bueno enhorabuena.
García.
Para serviros. ¿Qué hacéis?
¿De qué habláis? ¿En qué entendéis?
[p. 28]Juan.
De cierta música y cena
que en el río dió un galán
esta noche a una señora,
era la plática agora.
García.
¿Música y cena, don Juan?
¿Y anoche?
Juan.
Sí.
García.
¿Mucha cosa?
¿Grande fiesta?
Juan.
Así es la fama.
García.
¿Y muy hermosa la dama?
Juan.
Dícenme que es muy hermosa.
García.
¡Bien!
Juan.
¿Qué misterios hacéis?
García.
De que alabéis por tan buena
esa dama y esa cena,
si no es que alabando estéis
mi fiesta y mi dama así.
Juan.
¿Pues tuvistes también boda
anoche en el río?
García.
Toda,
en eso la consumí.
Tristán.
(Aparte.)
¿Qué fiesta o qué dama es esta,
si a la corte llegó ayer?
Juan.
¿Ya tenéis a quien hacer,
tan recien venido, fiesta?
Presto el amor dió con vos.
García.
No ha tan poco que he llegado,
que un mes no haya descansado.
Tristán.
(Aparte.)
Ayer llegó, voto a Dios.
Él lleva alguna intención.
Juan.
No lo he sabido a fe mía;
que al punto acudido habría
a cumplir mi obligación.
García.
He estado hasta aquí secreto.
Juan.
Esa la causa habrá sido
de no haberlo yo sabido.
Pero ¿la fiesta, en efeto,
fué famosa?
García.
Por ventura
no la vió mejor el río.
[p. 29]Juan.
(Aparte.)
Ya de celos desvarío.
¿Quién duda que la espesura
del Sotillo el sitio os dió?
García.
Tales señas me vais dando,
Don Juan, que voy sospechando
que la sabeis como yo.
Juan.
No estoy del todo ignorante,
aunque todo no lo sé.
Dijéronme no sé qué
confusamente, bastante
a tenerme deseoso
de escucharos la verdad:
forzosa curiosidad
en un cortesano ocioso...
(Aparte.)
(O en un amante con celos.)
Félix.
(A Don Juan aparte.)
Advertid cuán sin pensar
os han venido a mostrar
vuestro contrario los cielos.
García.
Pues a la fiesta atended;
contaréla, ya que veo
que os fatiga ese deseo.
Juan.
Haréisnos mucha merced.
García.
Entre las opacas sombras
y opacidades espesas
que el Soto formaba de olmos,
y la noche de tinieblas,
se ocultaba una cuadrada,
limpia y olorosa mesa,
a lo italiano curiosa,
a lo español opulenta.
En mil figuras prensados
manteles y servilletas
sólo envidiaban las almas
a las aves y a las fieras.
Cuatro aparadores, puestos
en cuadra correspondencia,
la plata blanca y dorada,
vidrios y barros ostentan.
Quedó con ramas un olmo
en todo el Sotillo apenas;
[p. 30]que dellas se edificaron
en varias partes seis tiendas.
Cuatro coros diferentes
ocultan las cuatro dellas,
otra principios y postres,
y las viandas la sexta.
Llegó en su coche mi dueño,
dando envidia a las estrellas,
a los aires suavidad,
y alegría a la ribera.
Apenas el pie que adoro
hizo esmeraldas la yerba,
hizo cristal la corriente,
las arenas hizo perlas,
cuando en copia disparados
cohetes, bombas y ruedas,
toda la región del fuego
bajó en un punto a la tierra.
Aun no las sulfúreas luces
se acabaron, cuando empiezan
las de veinte y cuatro antorchas
a obscurecer las estrellas.
Empezó primero el coro
de chirimías, tras ellas
el de las vihuelas de arco
sonó en la segunda tienda,
salieron con suavidad
las flautas de la tercera,
y en la cuarta cuatro voces
con guitarras y arpas suenan.
Entretanto se sirvieron
treinta y dos platos de cena,
sin los principios y postres,
que casi otros tantos eran.
Las frutas y las bebidas
en fuentes y tazas, hechas
del cristal que da el invierno
y el artificio conserva,
de tanta nieve se cubren,
que Manzanares sospecha,
cuando por el Soto pasa,
que camina por la Sierra.
[p. 31]El olfato no está ocioso
cuando el gusto se recrea;
que de espíritus suaves
de pomos y cazoletas,
y destilados sudores
de aromas, flores y yerbas,
en el Soto de Madrid
se vió la región sabea.
En un hombre de diamantes,
delicadas de oro flechas,
que mostrasen a mi dueño
su crueldad y mi firmeza,
al sauce, al junco y al mimbre
quitaron su preminencia;
que han de ser oro las pajas
cuando los dientes son perlas.
En esto juntos en folla
los cuatro coros comienzan
desde conformes distancias
a suspender las esferas;
tanto que invidioso Apolo
apresuró su carrera
porque el principio del día
pusiese fin a la fiesta.
Juan.
Por Dios, que la habeis pintado
de colores tan perfetas,
que no trocara el oírla
por haberme hallado en ella.
Tristán.
(Aparte.)
¡Válgate el diablo por hombre!
¡Que tan de repente pueda
pintar un convite tal,
que a la verdad misma venza!
Juan.
(Aparte a don Félix.)
¡Rabio de celos!
Félix.
No os dieron
del convite tales señas.
Juan.
¿Qué importa, si en la sustancia,
el tiempo y lugar concuerdan?
García.
¿Qué decís?
Juan.
Que fué el festín
más célebre que pudiera
hacer Alejandro Magno.
[p. 32]García.
¡Oh! son niñerías estas,
ordenadas de repente.
Dadme vos que yo tuviera
para prevenirme, un día;
que a las romanas y griegas
fiestas que al mundo admiraron,
nueva admiración pusiera.
(Mira adentro.)
Félix.
(A don Juan aparte.)
Jacinta es la del estribo
En el coche de Lucrecia.
Juan.
(A don Félix aparte.)
Los ojos a don García
se le van, por Dios, tras ella.
Félix.
Inquieto está y divertido.
Juan.
Ciertas son ya mis sospechas.
Juan y García.
Adios.
Félix.
Entrambos a un punto
fuistes a una cosa mesma.
(Vanse don Juan y don Félix.)
DON GARCÍA, TRISTÁN.
Tristán.
No ví jamás despedida
tan conforme y tan resuelta.
García.
Aquel cielo, primer móvil
de mis acciones, me lleva
arrebatado tras sí.
Tristán.
Disimula y ten paciencia;
que el mostrarse muy amante
antes daña que aprovecha,
y siempre he visto que son
venturosas las tibiezas.
Las mujeres y los diablos
caminan por una senda:
que a las almas rematadas
ni las siguen ni las tientan;
que el tenellas ya seguras
les hace olvidarse dellas,
y sólo de las que pueden
escapárseles, se acuerdan.
[p. 33]García.
Es verdad; mas no soy dueño
de mí mismo.
Tristán.
Hasta que sepas
extensamente su estado,
no te entregues tan de veras;
que suele dar quien se arroja
creyendo las apariencias,
en un pantano cubierto
de verde, engañosa yerba.
García.
Pues hoy te informa de todo.
Tristán.
Eso queda por mi cuenta.
Y agora, antes que reviente,
dime por Dios, ¿qué fin llevas
en las ficciones que he oido?
siquiera para que pueda
ayudarte; que cogernos
en mentira será afrenta.
Perulero te fingiste
con las damas.
García.
Cosa es cierta,
Tristán, que los forasteros
tienen más dicha con ellas;
y más si son de las Indias,
información de riqueza.
Tristán.
Ese fin está entendido;
mas pienso que el medio yerras,
pues han de saber al fin
quién eres.
García.
Cuando lo sepan
habré ganado en su casa
o en su pecho ya las puertas
con este medio, y después
yo me entenderé con ellas.
Tristán.
Digo que me has convencido,
señor. Mas agora venga
lo de haber un mes que estás
en la corte. ¿Qué fin llevas,
habiendo llegado ayer?
García.
Ya sabes tú que es grandeza
esto de estar encubierto,
[p. 34]o retirado en su aldea,
o en su casa descansando.
Tristán.
Vaya muy enhorabuena.
Lo del convite entra agora.
García.
Fingílo, porque me pesa
que piense nadie que hay cosa
que mover mi pecho pueda
a envidia o admiración,
pasiones que al hombre afrentan;
que admirarse es ignorancia,
como envidiar es bajeza.
Tú no sabes a qué sabe,
cuando llega un portanuevas
muy orgulloso a contar
una hazaña o una fiesta,
taparle la boca yo
con otra tal, que se vuelva
con sus nuevas en el cuerpo.
Y que reviente con ellas.
Tristán.
¡Caprichosa prevención
si bien peligrosa treta!
La fábula de la corte
serás, si la flor te entrevan.
García.
Quien vive sin ser sentido,
quien sólo el número aumenta
y hace lo que todos hacen
¿en qué difiere de bestia?
Ser famosos es gran cosa:
el medio cual fuere sea.
Nómbrenme a mí en todas partes
y murmúrenme siquiera,
pues uno por ganar nombre
abrasó el templo de Efesia;
y al fin, es este mi gusto,
que es la razón de más fuerza.
Tristán.
Juveniles opiniones.
Sigue tu ambiciosa idea,
y cerrar has menester
en la corte la mollera.
(Vanse.)
[p. 35]Sala en casa de don Sancho.
JACINTA e ISABEL con mantos, DON BELTRÁN y DON SANCHO.
Jacinta.
¡Tan grande merced!
Beltrán.
No ha sido
amistad de sólo un día
la que esta casa y la mía,
si os acordais, se han tenido:
y así no es bien que extrañeis
mi visita.
Jacinta.
Si me espanto,
es, señor, por haber tanto
que merced no nos hacéis.
Perdonadme; que ignorando
el bien que en casa tenía,
me tardé en la Platería,
ciertas joyas concertando.
Beltrán.
Feliz pronóstico dais
al pensamiento que tengo,
pues cuando a casaros vengo,
comprando joyas estáis.
Con don Sancho vuestro tío
tengo tratado, señora,
hacer parentesco agora
nuestra amistad; y confío
(puesto que como discreto
dice don Sancho que es justo
remitirse a vuestro gusto)
que esto ha de tener efeto.
Que pues es la hacienda mía
y calidad tan patente,
sólo falta que os contente
la persona de García;
y aunque ayer a Madrid vino
de Salamanca el mancebo,
[p. 36]y de envidia el rubio Febo
le ha abrasado en el camino,
bien me atreveré a ponello
ante vuestros ojos claros,
fiando que ha de agradaros
desde la planta al cabello,
si licencia le otorgáis
para que os bese la mano.
Jacinta.
Encarecer lo que gano
en la mano que me dais,
si es notorio, es vano intento;
que estimo de tal manera
las prendas vuestras, que diera
luego mi consentimiento,
a no haber de parecer
(por mucho que en ello gano)
arrojamiento liviano
en una honrada mujer;
que el breve determinarse
en cosas de tanto peso,
o es tener muy poco seso
o gran gana de casarse.
Y en cuanto a que yo le vea,
me parece, si os agrada,
que para no arriesgar nada,
pasando la calle sea.
Que si como puede ser
y sucede a cada paso,
después de tratallo, acaso
se viniese a deshacer,
¿de qué me hubiera servido,
o qué opinión me darán
las visitas de un galán
con licencia de marido?
Beltrán.
Ya por vuestra gran cordura,
si es mi hijo vuestro esposo,
le tendré por tan dichoso
como por vuestra hermosura.
Sancho.
De prudencia puede ser
un espejo la que oís.
Beltrán.
No sin causa os remitís,
[p. 37]Don Sancho, a su parecer.
Esta tarde con García
a caballo pasaré
vuestra calle.
Jacinta.
Yo estaré
detrás desa celosía.
Beltrán.
Que le miréis bien os pido;
que esta noche he de volver,
Jacinta hermosa, a saber
cómo os haya parecido.
Jacinta.
¿Tan apriesa?
Beltrán.
Este cuidado
No admireis: que ya es forzoso;
pues si vine deseoso,
vuelvo agora enamorado.
Y adios.
Jacinta.
Adios.
Beltrán.
¿Dónde vais?
Sancho.
A serviros.
Beltrán.
No saldré.
Sancho.
Al corredor llegaré
con vos, si licencia dais.
(Vanse don Sancho y don Beltrán.)
JACINTA, ISABEL.
Isabel.
Mucha priesa te da el viejo.
Jacinta.
Yo se la diera mayor,
pues también le está a mi honor,
si a diferente consejo
no me obligara el amor:
que aunque los impedimentos
del hábito de don Juan,
dueño de mis pensamientos,
forzosa causa me dan
de admitir otros intentos,
como su amor no despido,
por mucho que lo deseo,
[p. 38]que vive en el alma asido,
tiemblo, Isabel, cuando creo
que otro ha de ser mi marido.
Isabel.
Yo pensé que ya olvidabas
a don Juan, viendo que dabas
lugar a otras pretensiones.
Jacinta.
Cáusanlo estas ocasiones,
Isabel: no te engañabas;
que como há tanto que está
el hábito detenido,
y no ha de ser mi marido
si no sale, tengo ya
este intento por perdido.
Y así para no morirme,
quiero hablar y divertirme,
pues en vano me atormento;
que en un imposible intento
no apruebo el morir de firme.
Por ventura encontraré
alguno tal, que merezca
que mano y alma le dé.
Isabel.
No dudo que el tiempo ofrezca
sujeto digno a tu fe;
y si no me engaño yo,
hoy no te desagradó
el galán indiano.
Jacinta.
Amiga,
¿quieres que verdad te diga?
Pues muy bien me pareció,
y tanto, que te prometo
que si fuera tan discreto,
tan gentil hombre y galán
el hijo de don Beltrán,
tuviera la boda efeto.
Isabel.
Esta tarde le verás
con su padre por la calle.
Jacinta.
Veré solo el rostro y talle;
el alma, que importa más
quisiera ver con hablalle.
Isabel.
Háblale.
Jacinta.
Hase de ofender
[p. 39]Don Juan, si llega a sabello,
y no quiero, hasta saber
que de otro dueño he de ser,
determinarme a perdello.
Isabel.
Pues da algún medio, y advierte
que siglos pasas en vano,
y conviene resolverte;
que don Juan es desta suerte
el perro del hortelano.
Sin que lo sepa don Juan,
podrás hablar, si tú quieres,
al hijo de don Beltrán;
que, como en su centro, están
las trazas en las mujeres.
Jacinta.
Una pienso que podría
en este caso importar.
Lucrecia es amiga mía:
ella puede hacer llamar
de su parte a don García;
que como secreta esté
yo con ella en su ventana,
este fin conseguiré.
Isabel.
Industria tan soberana
solo de tu ingenio fué.
Jacinta.
Pues parte al punto, y mi intento
le dí a Lucrecia, Isabel.
Isabel.
Sus alas tomaré al viento.
Jacinta.
La dilación de un momento
le dí que es un siglo en él.
DON JUAN, que encuentra a ISABEL al salir.—JACINTA.
Juan.
¿Puedo hablar a tu señora?
Isabel.
Sólo un momento ha de ser;
que de salir a comer
mi señor don Sancho es hora.
(Vase.)
[p. 40]Juan.
Ya, Jacinta, que te pierdo,
ya que yo me pierdo, ya...
Jacinta.
¿Estás loco?
Juan.
¿Quién podrá
estar con tus cosas cuerdo?
Jacinta.
Repórtate y habla paso:
que está en la cuadra mi tío.
Juan.
Cuando a cenar vas al río.
¿cómo haces dél poco caso?
Jacinta.
¿Qué dices? ¿Estás en tí?
Juan.
Cuando para trasnochar
con otro tienes lugar,
tienes tío para mí.
Jacinta.
¿Trasnochar con otro? Advierte
que aunque eso fuese verdad,
era mucha libertad
hablarme a mí desa suerte;
cuanto más que es desvarío
de tu loca fantasía.
Juan.
Ya sé que fué don García
el de la fiesta del río;
ya los fuegos que a tu coche,
Jacinta, la salva hicieron;
ya las antorchas que dieron
sol al Soto a media noche;
ya los cuatro aparadores
con vajillas variadas,
las cuatro tiendas pobladas
de instrumentos y cantores.
Todo lo sé, y sé que el día
le halló, enemiga, en el río.
Dí agora que es desvarío
de mi loca fantasía.
Dí agora que es libertad
el tratarte desta suerte,
cuando obligan a ofenderte
mi agravio y tu liviandad.
Jacinta.
¡Plega a Dios!...
Juan.
Deja invenciones;
calla, no me digas nada;
que en ofensa averiguada
[p. 41]no sirven satisfacciones.
Ya, falsa, ya sé mi daño;
no niegues que te he perdido;
tu mudanza me ha ofendido,
no me ofende el desengaño.
Y aunque niegues lo que oí,
lo que ví confesarás:
que hoy lo que negando estás,
en sus mismos ojos ví.
¿Y su padre? ¿Qué quería
agora aquí? ¿Qué te dijo?
¿De noche estás con el hijo,
y con el padre de día?
Yo lo ví; ya mi esperanza
en vano engañar dispones;
ya sé que tus dilaciones
son hijas de tu mudanza.
Mas, cruel, ¡viven los cielos,
que no has de vivir contenta!
Abrásete, pues revienta
este volcán de mis celos.
El que me hace desdichado,
te pierda, pues yo te pierdo.
Jacinta.
¿Tú eres cuerdo?
Juan.
¿Cómo cuerdo,
amante y desesperado?
Jacinta.
Vuelve, escucha: que si vale
la verdad, presto verás
cuán mal informado estás.
Juan.
Vóyme; que tu tío sale.
Jacinta.
No sale. Escucha; que fío
satisfacerte.
Juan.
Es en vano,
si aquí no me das la mano.
Jacinta.
¿La mano? Sale mi tío.
[p. 42]
Sala en casa de don Beltrán.
Salen DON GARCÍA (en cuerpo) leyendo un papel; TRISTÁN y CAMINO.
García.
(Lee.)
«La fuerza de una ocasión me hace exceder del órden de mi estado. Sabrála vuestra merced esta noche por un balcón que le enseñará el portador, con lo demás, que no es para escrito; y guarde nuestro Señor, etc.»
¿Quién este papel me escribe?
Camino.
Doña Lucrecia de Luna.
García.
El alma sin duda alguna
que dentro en mi pecho vive.
¿No es esta una dama hermosa,
que hoy antes de mediodía
estaba en la Platería?
Camino.
Sí, señor.
García.
¡Suerte dichosa!
Informadme, por mi vida,
de las partes desta dama.
Camino.
Mucho admiro que su fama
esté de vos escondida.
Porque la habeis visto, dejo
de encarecer que es hermosa;
es discreta y virtuosa,
su padre es viudo y es viejo;
dos mil ducados de renta
los que ha de heredar serán,
bien hechos.
García.
¿Oyes, Tristán?
[p. 43]Tristán.
Oigo y no me descontenta.
Camino.
En cuanto a ser principal,
no hay que hablar. Luna es su padre,
y fué Mendoza su madre,
tan finos como un coral.
Doña Lucrecia, en efeto,
merece un rey por marido.
García.
¡Amor, tus alas te pido
para tan alto sujeto!
¿Dónde vive?
Camino.
A la Vitoria.
García.
Cierto es mi bien. Que seréis,
dice aquí, quien me guiéis
al cielo de tanta gloria.
Camino.
Serviros pienso a los dos.
García.
Y yo lo agradeceré.
Camino.
Esta noche volveré
en dando las diez, por vos.
García.
Eso le dad por respuesta
a Lucrecia.
Camino.
Adios quedad.
(Vase.)
DON GARCÍA, TRISTÁN.
García.
¡Cielos! ¿qué felicidad,
amor, qué ventura es esta?
¿Ves, Tristán, cómo llamó
la más hermosa el cochero
a Lucrecia, a quien yo quiero?
Que es cierto que quien me habló
es la que el papel envía.
Tristán.
Evidente presunción.
García.
Que la otra ¿qué ocasión
para escribirme tenía?
Tristán.
Y a todo mal suceder,
presto de dudas saldrás;
que esta noche la podrás
en el habla conocer.
[p. 44]García.
Y que no me engañe es cierto,
según dejó en mi sentido
impreso el dulce sonido
de la voz con que me ha muerto.
Un PAJE con un papel.—Dichos.
Paje.
Éste, señor don García,
es para vos.
García.
No esté así.
Paje.
Criado vuestro nací.
García.
Cúbrase, por vida mía.
(Lee a solas.)
«Averiguar cierta cosa
importante a solas quiero
con vos: a las siete espero
en San Blas.—Don Juan de Sosa.»
(Ap. ¡Válame Dios! ¡Desafío!
¿Qué causa puede tener
don Juan, si yo vine ayer,
y él es tan amigo mío?)
Decid al señor don Juan
que esto será así.
(Vase el Paje.)
Tristán.
Señor,
mudado estás de color.
¿Qué ha sido?
García.
Nada, Tristán.
Tristán.
¿No puedo saberlo?
García.
No.
Tristán.
(Aparte.)
Sin duda es cosa pesada.
García.
Dame la capa y espada.
(Vase Tristán.)
¿Qué causa le he dado yo?
DON BELTRÁN, DON GARCÍA; después TRISTÁN.
Beltrán.
García...
García.
Señor...
[p. 45]Beltrán.
Los dos
a caballo hemos de andar
juntos hoy; que he de tratar
cierto negocio con vos.
García.
¿Mandas otra cosa?
(Sale Tristán y dale de vestir a D. García.)
Beltrán.
¿A dónde
vais cuando el sol echa fuego?
García.
Aquí a los trucos me llego
de nuestro vecino el conde.
Beltrán.
No apruebo que os arrojéis
siendo venido de ayer,
a daros a conocer
a mil que no conocéis,
si no es que dos condiciones
guardéis con mucho cuidado,
y son, que jugueis contado,
y habléis contadas razones.
Puesto que mi parecer
es este, haced vuestro gusto.
García.
Seguir tu consejo es justo.
Beltrán.
Haced que a vuestro placer
aderezo se prevenga
a un caballo para vos.
García.
A ordenallo voy. (Vase.)
Beltrán.
Adios.
DON BELTRÁN, TRISTÁN.
Beltrán.
(Aparte. ¡Qué tan sin gusto me tenga
lo que su ayo me dijo!)
¿Has andado con García,
Tristán?
Tristán.
Señor, todo el día.
Beltrán.
Sin mirar en que es mi hijo,
si es que el ánimo fiel,
que siempre en tu pecho he hallado
agora no te ha faltado,
me dí lo que sientes dél.
[p. 46]Tristán.
¿Qué puedo yo haber sentido
en un término tan breve?
Beltrán.
Tu lengua es quien no se atreve;
que el tiempo bastante ha sido,
y más a tu entendimiento.
Dímelo, por vida mía,
sin lisonja.
Tristán.
Don García,
mi señor, a lo que siento,
que he de decirte verdad,
pues que tu vida has jurado...
Beltrán.
Desa suerte has obligado
siempre a tí mi voluntad.
Tristán.
Tiene un ingenio excelente
con pensamientos sutiles;
mas caprichos juveniles
con arrogancia imprudente.
De Salamanca reboza
la leche, y tiene en los labios
los contagiosos resabios
de aquella caterva moza:
aquel hablar arrojado,
mentir sin recato y modo,
aquel jactarse de todo,
y hacerse en todo extremado.
Hoy en término de una hora
echó cinco o seis mentiras.
Beltrán.
¡Válgame Dios!
Tristán.
¿Qué te admiras?
Pues lo peor falta agora;
que son tales, que podrá
cogerle en ellas cualquiera.
Beltrán.
¡Ay Dios!
Tristán.
Yo no te dijera
lo que tal pena te da,
a no ser de tí forzado.
Beltrán.
Tu fe conozco y tu amor.
Tristán.
A tu prudencia, señor,
advertir será excusado
el riesgo que correr puedo,
[p. 47]si esto sabe don García,
mi señor.
Beltrán.
De mí confía:
pierde, Tristán, todo el miedo.
Manda luego aderezar
los caballos.
(Vase Tristán.)
DON BELTRÁN.
Santo Dios,
pues esto permitís vos,
esto debe de importar.
¡A un hijo sólo, a un consuelo
que en la tierra le quedó
a mi vejez triste, dió
tan gran contrapeso el cielo!
Ahora bien, siempre tuvieron
los padres digustos tales;
siempre vieron muchos males
los que mucha edad vivieron.
Paciencia: hoy he de acabar,
si puedo, su casamiento:
con la brevedad intento
este daño remediar,
antes que su liviandad
en la corte conocida,
los casamientos le impida
que pide su calidad.
Por dicha, con el cuidado
que tal estado acarrea,
de una costumbre tan fea
se vendrá a ver enmendado,
que es vano pensar que son
el reñir y aconsejar
bastantes para quitar
una fuerte inclinación.
TRISTÁN, DON BELTRÁN.
Tristán.
Ya los caballos están,
viendo que salir procuras,
probando las herraduras
en las guijas del zaguán;
porque con las esperanzas
de tan gran fiesta, el overo
a solas está primero
ensayando sus mudanzas,
y el bayo, que ser procura
émulo al dueño que lleva,
estudia con alma nueva
movimiento y compostura.
Beltrán.
Avisa, pues, a García.
Tristán.
Ya te espera tan galán,
que en la corte pensarán
que a estas horas sale el día.
(Vanse.)
Sala en casa de don Sancho.
ISABEL, JACINTA.
Isabel.
La pluma tomó al momento
Lucrecia, en ejecución
de tu agudo pensamiento,
y esta noche en su balcón
para tratar este intento
le escribió que aguardaría,
para que puedas en él
platicar con don García.
Camino llevó el papel,
persona de quien se fía.
Jacinta.
Mucho Lucrecia me obliga.
[p. 49]Isabel.
Muestra en cualquiera ocasión
ser tu verdadera amiga.
Jacinta.
¿Es tarde?
Isabel.
Las cinco son.
Jacinta.
Aun durmiendo me fatiga
la memoria de don Juan;
que esta siesta le he soñado
celoso de otro galán.
(Miran adentro.)
Isabel.
¡Ay, señora! Don Beltrán,
y el perulero a su lado!
Jacinta.
¿Qué dices?
Isabel.
Digo que aquel
que hoy te habló en la Platería,
viene a caballo con él.
Mírale.
Jacinta.
Por vida mía,
que dices verdad que es él.
¡Hay tal! ¿Cómo el embustero
se nos fingió perulero,
si es hijo de don Beltrán?
Isabel.
Los que intentan, siempre dan
gran presunción al dinero,
y con ese medio hallar
entrada en tu pecho quiso:
que debió de imaginar
que aquí le ha de aprovechar
más ser Midas que Narciso.
Jacinta.
En decir que ha que me vió
un año, también mintió,
porque don Beltrán me dijo
que ayer a Madrid su hijo
de Salamanca llegó.
Isabel.
Si bien lo miras, señora,
todo verdad puede ser:
que entonces te pudo ver,
irse de Madrid, y agora
de Salamanca volver.
Y cuando no, ¿qué le admira
que quien a obligar aspira
prendas de tanto valor,
para acreditar su amor
[p. 50]se valga de una mentira?
Demás que tengo por llano,
si no miente mi sospecha,
que no le encarece en vano;
que hablarte hoy su padre es flecha
que ha salido de su mano.
No ha sido, señora mía,
acaso que el mismo día
que él te vió y mostró quererte,
venga su padre a ofrecerte
por esposo a don García.
Jacinta.
Dices bien; mas imagino
que el término que pasó
desde que el hijo me habló
hasta que su padre vino,
fué muy breve.
Isabel.
Él conoció
quién eres, encontraría
su padre en la Platería,
hablóle, y él, que no ignora
tus cualidades, y adora
justamente a don García,
vino a tratarlo al momento.
Jacinta.
Al fin, como fuere sea.
De sus partes me contento,
quiere el padre, él me desea:
da por hecho el casamiento.
(Vanse.)
Paseo de Atocha.
DON BELTRÁN, DON GARCÍA.
Beltrán.
¿Qué os parece?
García.
Que animal
no ví mejor en mi vida.
Beltrán.
¡Linda bestia!
García.
Corregida,
de espíritu racional,
¡Qué contento y bizarría!
[p. 51]Beltrán.
Vuestro hermano don Gabriel,
que perdone Dios, en él
todo su gusto tenía.
García.
Ya que convida, señor,
de Atocha la soledad,
declara tu voluntad.
Beltrán.
Mi pena diréis mejor.
¿Sois caballero, García?
García.
Téngome por hijo vuestro.
Beltrán.
¿Y basta ser hijo mío
para ser vos caballero?
García.
Yo pienso, señor, que sí.
Beltrán.
¡Qué engañado pensamiento!
Sólo consiste en obrar
como caballero, el serlo.
¿Quién dió principio a las casas
nobles? Los ilustres hechos
de sus primeros autores,
sin mirar sus nacimientos,
hazañas de hombres humildes
honraron sus herederos.
Luego en obrar mal o bien
está el ser malo o ser bueno.
¿Es así?
García.
Que las hazañas
den nobleza, no lo niego;
mas no neguéis que sin ellas
también la da el nacimiento.
Beltrán.
Pues si honor puede ganar
quien nació sin él, ¿no es cierto
que por el contrario puede,
quien con él nació, perdello?
García.
Es verdad.
Beltrán.
Luego si vos
obráis afrentosos hechos,
aunque séais hijo mío,
dejáis de ser caballero;
luego si vuestras costumbres
os infaman en el pueblo,
no importan paternas armas,
no sirven altos abuelos.
[p. 52]¿Qué cosa es que la fama
diga a mis oídos mesmos
que a Salamanca admiraron
vuestras mentiras y enredos?
¡Qué caballero, y qué nada!
Si afrenta al noble y plebeyo
sólo el decirle que miente,
decid, ¿qué será el hacerlo,
si vivo sin honra yo,
según los humanos fueros,
mientras de aquel que me dijo
que mentía no me vengo?
¿Tan larga tenéis la espada,
tan duro tenéis el pecho,
que pensáis poder vengaros,
diciéndolo todo el pueblo?
¿Posible es que tenga un hombre
tan humildes pensamientos,
que viva sujeto al vicio
mas sin gusto y sin provecho?
El deleite natural
tiene a los lascivos presos:
obliga a los codiciosos
el poder que da el dinero;
el gusto de los manjares
al glotón; el pasatiempo
y el cebo de la ganancia
a los que cursan el juego;
su venganza al homicida,
al robador su remedio;
la fama y la presunción
al que es por la espada inquieto:
todos los vicios, al fin,
o dan gusto o dan provecho;
mas de mentir, ¿qué se saca
sino infamia y menosprecio?
García.
Quien dice que miento yo
ha mentido.
Beltrán.
También eso
es mentir; que aun desmentir
no sabeis, sino mintiendo.
[p. 53]García.
Pues si dais en no creerme.
Beltrán.
¿No seré necio si creo
que vos decís verdad solo,
y miente el lugar entero?
Lo que importa es desmentir
esta fama con los hechos,
pensar que este es otro mundo,
hablar poco y verdadero.
Mirad que estáis a la vista
de un rey tan santo y perfeto,
que vuestros yerros no pueden
hallar disculpa en sus yerros;
que tratáis aquí con grandes,
títulos y caballeros,
que si os saben la flaqueza
os perderán el respeto;
que tenéis barba en el rostro,
que al lado ceñís acero,
que nacístes noble al fin,
y que yo soy padre vuestro:
y no he de deciros más;
que esta sofrenada espero
que baste para quien tiene
calidad y entendimiento.
Y agora, porque entendáis
que en vuestro bien me desvelo,
sabed que os tengo, García,
tratado un gran casamiento.
García.
(Aparte.)
¡Ay mi Lucrecia!
Beltrán.
Jamás
pusieron, hijo, los cielos
tantas, tan divinas partes
en un humano sujeto
como en Jacinta, la hija
de don Fernando Pacheco,
de quien mi vejez pretende
tener regalados nietos.
García.
(Aparte.)
¡Ay Lucrecia! Si es posible
tú sola has de ser mi dueño.
Beltrán.
¿Qué es esto? ¿No respondéis?
García.
(Aparte.)
Tuyo he de ser, vive el cielo.
[p. 54]Beltrán.
¿Qué os entristecéis? Hablad;
no me tengáis más suspenso.
García.
Entristézcome, porque es
imposible obedeceros.
Beltrán.
¿Por qué?
García.
Porque soy casado.
Beltrán.
¡Casado! ¡Cielos! ¿Qué es esto?
¿Cómo sin saberlo yo?
García.
Fué fuerza, y está secreto.
Beltrán.
¡Hay padre más desdichado!
García.
No os aflijáis; que en sabiendo
la causa, señor, tendréis
por venturoso el efeto.
Beltrán.
Acabad, pues; que mi vida
pende sólo de un cabello.
García.
(Aparte. Agora os he menester,
sutilezas de mi ingenio.)
En Salamanca, señor,
hay un caballero noble
de quien es la alcuña Herrera
y don Pedro el propio nombre.
A este dió el cielo otro cielo
por hija, pues con dos soles
sus dos purpúreas mejillas
hace claros horizontes.
Abrevio, por ir al caso,
con decir que cuantas dotes
pudo dar naturaleza
en tierna edad, la componen.
Mas la enemiga fortuna
observante en su desórden,
a sus méritos opuesta,
de sus bienes la hizo pobre;
que demás de que su casa
no es tan rica como noble,
al mayorazgo nacieron
antes que ella dos varones.
A esta, pues, saliendo al río
la ví una tarde en su coche,
que juzgara el de Faeton
si fuese Erídano el Tormes.
[p. 55]No sé quién los atributos
del fuego en Cupido pone,
que yo de un súbito hielo
me sentí ocupar entonces.
¿Qué tienen que ver del fuego
las inquietudes y ardores,
con quedar absorta un alma,
con quedar un cuerpo inmóvil?
Caso fué verla forzoso;
viéndola, cegar de amores;
pues abrasado seguirla,
júzguelo un pecho de bronce.
Pasé su calle de día,
rondé su calle de noche,
con terceros y papeles
le encarecí mis pasiones,
hasta que al fin condolida
o enamorada, responde,
porque también tiene amor
jurisdicción en los dioses.
Fuí acrecentando finezas
y ella aumentando favores,
hasta ponerme en el cielo
de su aposento una noche.
Y cuando solicitaban
el fin de mi pena enorme,
conquistando honestidades,
mis ardientes pretensiones,
siento que su padre viene
a su aposento: llamóle,
porque jamás tal hacía,
mi fortuna aquella noche.
Ella turbada, animosa
(mujer al fin) a empellones
mi casi difunto cuerpo
detrás de su lecho esconde.
Llegó don Pedro, y su hija
fingiendo gusto, abrazóle
por negarle el rostro, en tanto
que cobraba sus colores.
Asentáronse los dos,
[p. 56]y él con prudentes razones
le propuso un casamiento
con uno de los Monroyes.
Ella, honesta como cauta,
de tal suerte le responde,
que ni a su padre resista,
ni a mí, que la escucho, enoje.
Despidiéronse con esto;
y cuando ya casi pone
en el umbral de la puerta
el viejo los pies, entonces...
¡Mal haya, amén, el primero
que fué inventor de relojes!
Uno que llevaba yo,
a dar comenzó las doce.
Oyólo don Pedro, y vuelto
hácia su hija: «¿de dónde
vino ese reloj?» le dijo.
Ella respondió: «envióle
para que se le aderecen,
mi primo, don Diego Ponce,
por no haber en su lugar
relojero ni relojes.»
«Dádmele, dijo su padre,
porque yo ese cargo tome.»
Pues entonces, doña Sancha,
que este es de la dama el nombre,
a quitármele del pecho
cauta y prevenida corre,
antes que llegar él mismo
a su padre se le antoje.
Quitémele yo, y al darle,
quiso la suerte que toquen
a una pistola que tengo
en la mano, los cordones.
Cayó el gatillo, dió fuego,
al tronido desmayose
doña Sancha. Alborotado
el viejo empezó a dar voces.
Yo, viendo el cielo en el suelo,
y eclipsados sus dos soles,
[p. 57]juzgué sin duda por muerta
la vida de mis acciones,
pensando que cometieron
sacrilegio tan enorme
del plomo de mi pistola
los breves volantes orbes.
Con esto, pues, despechado,
saqué rabioso el estoque:
fueran pocos para mí
en tal ocasión mil hombres.
A impedirme la salida
como dos bravos leones,
con sus armas sus hermanos
y sus criados se oponen;
mas, aunque fácil, por todos
mi espada y mi furia rompen,
no hay fuerza humana que impida
fatales disposiciones;
pues al salir por la puerta,
como iba arrimado, asióme
la alcayata de la aldaba
por los tiros del estoque.
Aquí para desasirme,
fué fuerza que atrás me torne,
y entretanto mis contrarios
muros de espadas me oponen.
En esto cobró su acuerdo
Sancha; y para que se estorbe
el triste fin que prometen
estos sucesos atroces,
la puerta cerró animosa
del aposento, y dejóme
a mí con ella encerrado,
y fuera a mis agresores.
Arrimamos a la puerta
baúles, arcas y cofres;
que al fin son de ardientes iras
remedio las dilaciones.
Quisimos hacernos fuertes;
mas mis contrarios feroces
ya la pared me derriban,
[p. 58]y ya la puerta me rompen.
Yo, viendo que aunque dilate,
no es posible que revoque
la sentencia de enemigos
tan agraviados y nobles;
viendo a mi lado la hermosa
de mis desdichas consorte,
y que hurtaba a sus mejillas
el temor sus arreboles;
viendo cuán sin culpa suya
conmigo fortuna corre,
pues con industria deshace
cuanto los hados disponen;
por dar premio a sus lealtades,
por dar fin a sus temores,
por dar remedio a mi muerte
y dar muerte a mis pasiones,
hube de darme a partido,
y pedirles que conformen
con la unión de nuestras sangres
tan sangrientas disensiones.
Ellos, que ven el peligro
y mi calidad conocen,
lo acetan, después de estar
un rato entre sí discordes.
Partió a dar cuenta al Obispo
su padre, y volvió con órden
de que el desposorio pueda
hacer cualquier sacerdote.
Hízose, y en dulce paz
la mortal guerra trocóse,
dándote la mejor nuera
que nació del sur al norte.
Mas tú en que no lo sepas
quedamos todos conformes,
por no ser con gusto tuyo
y por ser mi esposa pobre;
pero ya que fué forzoso
saberlo, mira si escoges
por mejor tenerme muerto,
que vivo y con mujer noble.
[p. 59]Beltrán.
Las circunstancias del caso
son tales, que se conoce
que la fuerza de la suerte
te destinó esa consorte:
y así no te culpo en más
que en callármelo.
García.
Temores
de darte pesar, señor,
me obligaron.
Beltrán.
Si es tan noble,
¿qué importa que pobre sea?
¡Cuánto es peor que lo ignore,
para que habiendo empeñado
mi palabra, agora torne
con eso a doña Jacinta!
¡Mira en qué lance me pones!
Toma el caballo, y temprano
por mi vida, te recoge,
porque despacio tratemos
de tus cosas esta noche.
García.
Iré a obedecerte, al punto
que toquen las oraciones.
(Vase don Beltrán.)
DON GARCÍA.
Dichosamente se ha hecho;
persuadido el viejo va:
ya del mentir no dirá
que es sin gusto y sin provecho,
pues es tan notorio gusto
el ver que me haya creído,
y provecho haber huído
de casarme a mi disgusto.
¡Bueno fué reñir conmigo
porque en cuanto digo miento
y dar crédito al momento
a cuantas mentiras digo!
¡Qué fácil de persuadir,
quien tiene amor, suele ser!
[p. 60]Y ¡qué fácil en creer
el que no sabe mentir!
Mas ya me aguarda don Juan.
(A uno que está dentro.)
¡Hola! llevad el caballo.
Tan terribles cosas hallo
que sucediéndome van,
que pienso que desvarío.
Vine ayer, y en un momento
tengo amor y casamiento,
y causa de desafío.
La calleja de San Blas.
DON JUAN.—DON GARCÍA.
Juan.
Como quien sois lo habeis hecho,
Don García.
García.
¿Quien podía,
sabiendo la sangre mía,
pensar menos de mi pecho?
Mas vamos, don Juan, al caso
porque llamado me habeis.
Decid, ¿qué causa tenéis,
que por sabella me abraso,
de hacer este desafío?
Juan.
Esta dama a quien hicistes,
conforme vos me dijistes,
anoche fiesta en el río,
es causa de mi tormento,
y es con quien dos años ha,
que, aunque se dilata, está
tratado mi casamiento.
Vos ha un mes que estáis aquí:
y deso, como de estar
encubierto en el lugar
todo ese tiempo de mí,
colijo que habiendo sido
tan público mi cuidado,
vos no lo habeis ignorado,
y así me habeis ofendido.
[p. 61]Con esto que he dicho digo
cuanto tengo que decir;
y es que o no habeis de seguir
el bien que ha tanto que sigo,
o si acaso os pareciere
mi petición mal fundada,
se remita aquí a la espada,
y la sirva el que venciere.
García.
Pésame que sin estar
del caso bien informado,
os hayais determinado
a sacarme de este lugar.
La dama, don Juan de Sosa,
de mi fiesta, vive Dios,
que ni la habeis visto vos,
ni puede ser vuestra esposa;
que es casada esta mujer,
y ha tan poco que llegó
a Madrid, que sólo yo
sé que la he podido ver.
Y cuando esa hubiera sido,
de no verla más os doy
palabra como quien soy,
o quedar por fementido.
Juan.
Con eso se aseguró
la sospecha de mi pecho,
y he quedado satisfecho.
García.
Falta que lo quede yo;
que haberme desafiado
no se ha de quedar así.
Libre fué el sacarme aquí;
mas habiéndome sacado
me obligastes, y es forzoso,
puesto que tengo de hacer
como quien soy, no volver
sino muerto o vitorioso.
Juan.
Pensad, aunque mis desvelos
hayais satisfecho así,
que aun deja cólera en mí
la memoria de mis celos.
(Sacan las espadas y acuchíllanse.)
DON FÉLIX.—Dichos.
Félix.
Deténganse, caballeros;
que estoy aquí yo.
García.
¡Que venga
agora quien me detenga!
Félix.
Vestid los fuertes aceros;
que fué falsa la ocasión
desta pendencia.
Juan.
Ya había
dícholo así don García;
pero por la obligación
en que pone el desafío,
desnudó el valiente acero.
Félix.
Hizo como caballero
de tanto valor y brío;
y pues bien quedado habeis
con esto, merezco yo
que a quien de celoso erró,
perdón y la mano deis.
(Danse las manos.)
García.
Ello es justo, y lo mandais.
Mas mirad de aquí adelante,
en caso tan importante,
don Juan, cómo os arrojais.
Todo lo habeis de intentar
primero que el desafío;
que empezar es desvarío
por donde se ha de acabar.
(Vase.)
DON JUAN, DON FÉLIX.
Félix.
Extraña ventura ha sido
haber yo a tiempo llegado.
Juan.
¿Que en efeto me he engañado?
Félix.
Sí.
Juan.
¿De quién lo habeis sabido?
Félix.
Súpelo de un escudero
[p. 63]de Lucrecia.
Juan.
Decid, pues,
cómo fué.
Félix.
La verdad es
que fué el coche y el cochero
de doña Jacinta anoche
al Sotillo, y que tuvieron
gran fiesta las que en él fueron;
pero fué prestado el coche.
Y el caso fué que a las horas
que fué a ver Jacinta bella
a Lucrecia, ya con ella
estaban las matadoras,
las dos primas de la quinta.
Juan.
¿Las que en el Carmen vivieron?
Félix.
Sí, pues ellas le pidieron
el coche a doña Jacinta,
y en él con la obscura noche
fueron al río las dos.
Pues vuestro paje, a quien vos
dejastes siguiendo el coche,
como en él dos damas vió
entrar cuando anochecía,
y noticia no tenía
de otra visita, creyó
ser Jacinta la que entraba
y Lucrecia.
Juan.
Justamente.
Félix.
Siguió el coche diligente,
y cuando en el Soto estaba,
entre la música y cena
lo dejó y volvió a buscaros
a Madrid, y fué el no hallaros
ocasión de tanta pena;
porque yendo vos allá
se deshiciera el engaño.
Juan.
En eso estuvo mi daño;
mas tanto gusto me da
el saber que me engañé,
que doy por bien empleado
el disgusto que he pasado.
[p. 64]Félix.
Otra cosa averigüé,
que es bien graciosa.
Juan.
Decid.
Félix.
Es que el dicho don García
llegó ayer en aquel día
de Salamanca a Madrid,
y en llegando se acostó
y durmió la noche toda,
y fué embeleco la boda
y festín que nos contó.
Juan.
¡Qué decís!
Félix.
Esto es verdad.
Juan.
¿Embustero es don García?
Félix.
Eso un ciego lo vería;
porque tanta variedad
de tiendas, aparadores,
vajillas de plata y oro,
tanto plato, tanto coro
de instrumentos y cantores,
¿no era mentira patente?
Juan.
Lo que me tiene dudoso
es que sea mentiroso
un hombre que es tan valiente,
que de su espada el furor
diera a Alcides pesadumbre.
Félix.
Tendrá el mentir por costumbre,
y por herencia el valor.
Juan.
Vamos; que a Jacinta quiero
pedille, Félix, perdón,
y decille la ocasión
con que esforzó este embustero
mi sospecha.
Félix.
Desde aquí
nada le creo, don Juan.
Juan.
Y sus verdades serán
ya consejas para mí.
(Vanse.)
[p. 65]Calle
TRISTÁN, DON GARCÍA y CAMINO, de noche.
García.
Mi padre me dé perdón;
que forzado le engañé.
Tristán.
Ingeniosa excusa fué;
pero dime, ¿qué invención
agora piensas hacer
conque no sepa que ha sido
el casamiento fingido?
García.
Las cartas le he de coger
que a Salamanca escribiere
y las respuestas fingiendo
yo mismo, iré entreteniendo
la ficción cuanto pudiere.
JACINTA, LUCRECIA e ISABEL a la ventana; DON GARCÍA, TRISTÁN y CAMINO en la calle.
Jacinta.
Con esta nueva volvió
don Beltrán bien descontento,
cuando ya del casamiento
estaba contenta yo.
Lucrecia.
¿Que el hijo de don Beltrán
es el indiano fingido?
Jacinta.
Sí, amiga.
Lucrecia.
¿A quién has oido
lo del banquete?
Jacinta.
A don Juan.
Lucrecia.
Pues ¿cuándo estuvo contigo?
Jacinta.
Al anochecer me vió,
y en contármelo gastó
lo que pudo estar conmigo.
Lucrecia.
¡Grandes sus enredos son!
¡Buen castigo te merece!
Jacinta.
Estos tres hombres parece
[p. 66]que se acercan al balcón.
Lucrecia.
Vendrá al puesto don García;
que ya es hora.
Jacinta.
Tú, Isabel,
mientras hablamos con él,
a nuestros viejos espía.
Lucrecia.
Mi padre está refiriendo
bien despacio un cuento largo
a tu tío.
Isabel.
Yo me encargo
de avisaros en viniendo.
(Vase.)
Camino.
(A don García.)
Éste es el balcón adonde
os espera tanta gloria.
(Vase.)
DON GARCÍA y TRISTÁN, en la calle; JACINTA y LUCRECIA, a la ventana.
Lucrecia.
Tú eres dueño de la historia,
tú en mi nombre le responde.
García.
¿Es Lucrecia?
Jacinta.
¿Es don García?
García.
Es quien hoy la joya halló
más preciosa que labró
el cielo, en la Platería;
es quien en llegando a vella,
tanto estimó su valor,
que dió abrasado de amor
la vida y alma por ella.
Soy, al fin el que se precia
de ser vuestro, y soy quien hoy
comienzo a ser, porque soy
el esclavo de Lucrecia.
Jacinta.
(Aparte a Lucrecia.)
Amiga, este caballero
para todas tiene amor.
Lucrecia.
El hombre es embarrador.
Jacinta.
Él es un grande embustero.
García.
Ya espero, señora mía,
lo que me queréis mandar.
Jacinta.
Ya no puede haber lugar
[p. 67]lo que trataros quería...
Tristán.
(Al oido a su amo.)
¿Es ella?
García.
Sí.
Jacinta.
Que trataros
un casamiento intenté
bien importante, y ya sé
que es imposible casaros.
García.
¿Por qué?
Jacinta.
Porque sois casado.
García.
¿Que yo soy casado?
Jacinta.
Vos.
García.
Soltero soy, vive Dios.
Quien lo ha dicho os ha engañado.
Jacinta.
(Aparte a Lucrecia.)
¿Viste mayor embustero?
Lucrecia.
No sabe sino mentir.
Jacinta.
¿Tal me queréis persuadir?
García.
Vive Dios, que soy soltero.
Jacinta.
(Aparte a Lucrecia.)
Y lo jura.
Lucrecia.
Siempre ha sido
costumbre del mentiroso,
de su crédito dudoso,
jurar para ser creído.
García.
Si era vuestra blanca mano,
con la que el cielo quería
colmar la ventura mía,
no pierda el bien soberano,
pudiendo esa falsedad
probarse tan fácilmente.
Jacinta.
(Aparte.)
¡Con qué confianza miente!
¿No parece que es verdad?
García.
La mano os daré, señora,
y con eso me creeréis.
Jacinta.
Vos sois tal, que la daréis
a trescientas en un hora.
García.
Mal acreditado estoy
con vos.
Jacinta.
Es justo castigo;
porque mal puede conmigo
tener crédito quien hoy
dijo que era perulero
siendo en la corte nacido;
[p. 68]y siendo de ayer venido
afirmó que ha un año entero
que está en la corte; y habiendo
esta tarde confesado
que en Salamanca es casado,
se está agora desdiciendo;
y quien pasando en su cama
toda la noche, contó
que en el río la pasó
haciendo fiesta a una dama.
Tristán.
(Aparte.)
Todo se sabe.
García.
Mi gloria,
escuchadme, y os diré
verdad pura; que ya sé
en qué se yerra la historia.
Por las demás cosas paso
que son de poco momento,
por tratar del casamiento,
que es lo importante del caso.
Si vos hubiérades sido
causa de haber yo afirmado,
Lucrecia, que soy casado,
¿será culpa haber mentido?
Jacinta.
¿Yo la causa?
García.
Sí, señora.
Jacinta.
¿Cómo?
García.
Decíroslo quiero.
Jacinta.
(Aparte a Lucrecia.)
Oye; que hará el embustero
lindos enredos agora.
García.
Mi padre llegó a tratarme
de darme otra mujer hoy;
pero yo, que vuestro soy,
quise con eso excusarme;
que mientras hacer espero
con vuestra mano mis bodas,
soy casado para todas,
sólo para vos soltero.
Y como vuestro papel
llegó esforzando mi intento,
al tratarme el casamiento,
puse impedimento en él.
[p. 69]Éste es el caso: mirad
si esta mentira os admira,
cuando ha dicho esta mentira
de mi afición la verdad.
Lucrecia.
(Aparte.)
¿Mas si lo fuese?
Jacinta.
(Aparte.)(¡Qué buena
la trazó, y qué de repente!)
¿Pues cómo tan brevemente
os pudo dar tanta pena?
¡Casi aun no visto me habeis,
y ya os mostráis tan perdido!
¿Aun no me habeis conocido,
y por mujer me queréis?
García.
Hoy ví vuestra gran beldad
la vez primera, señora;
que el amor me obliga agora
a deciros la verdad.
Mas si la causa es divina,
milagro el efeto es,
que el dios niño, no con pies,
sino con alas, camina.
Decir que habeis menester
tiempo vos para matar,
fuera, Lucrecia, negar
vuestro divino poder.
Decís que sin conoceros
estoy perdido. ¡Pluguiera
a Dios que no os conociera,
por hacer más en quereros!
Bien os conozco: las partes
sé bien que os dió la fortuna,
que sin eclipse sois Luna,
que sois Mendoza sin martes,
que es difunta vuestra madre,
que sois sola en vuestra casa,
que de mil doblones pasa
la renta de vuestro padre.
Ved si estoy mal informado:
¡Ojalá, mi bien, que así
lo estuviérades de mí!
Lucrecia.
(Aparte.)
Casi me pone en cuidado.
[p. 70]Jacinta.
Pues Jacinta, ¿no es hermosa?
¿No es discreta, rica, y tal
que puede el más principal
desealla para esposa?
García.
Es discreta, rica, y bella;
mas a mí no me conviene.
Jacinta.
Pues decid, ¿qué falta tiene?
García.
La mayor, que es no querella.
Jacinta.
Pues yo con ella os quería
casar; que esa sola fué
la intención con que os llamé.
García.
Pues será vana porfía;
que por haber intentado
mi padre don Beltrán hoy
lo mismo, he dicho que estoy
en otra parte casado.
Y si vos, señora mía,
intentáis hablarme en ello,
perdonad; que por no hacello,
seré casado en Turquía.
Esto es verdad, vive Dios,
porque mi amor es de modo,
que aborrezco aquello todo
mi Lucrecia, que no es vos.
Lucrecia.
(Aparte.) ¡Ojalá!
Jacinta.
¡Que me tratéis
con falsedad tan notoria!
Decid: ¿no tenéis memoria,
o vergüenza no tenéis?
¿Cómo, si hoy dijisteis vos
a Jacinta que la amáis,
agora me lo negáis?
García.
¡Yo a Jacinta! Vive Dios,
que sólo con vos he hablado
desde que entré en el lugar.
Jacinta.
¡Hasta aquí pudo llegar
el mentir desvergonzado!
Si en lo mismo que yo ví
os atrevéis a mentirme,
¿qué verdad podréis decirme?
Idos con Dios, y de mí
[p. 71]podéis desde aquí pensar,
si otra vez os diere oido,
que por divertirme ha sido;
como quien para quitar
el enfadoso fastidio
de los negocios pesados,
gasta los ratos sobrados
en las fábulas de Ovidio.
(Vase.)
García.
Escuchad, Lucrecia hermosa.
Lucrecia.
(Aparte.)
Confusa quedo.
(Vase.)
García.
Estoy loco.
¡Verdades valen tan poco!
Tristán.
En la boca mentirosa.
García.
¡Que haya dado en no creer
cuanto digo!
Tristán.
¿Qué te admiras,
si en cuatro o cinco mentiras
te ha acabado de coger?
De aquí, si lo consideras,
conocerás claramente,
que quien en las burlas miente
pierde el crédito en las veras.
Sala en la casa de don Sancho.
CAMINO con un papel.—LUCRECIA.
Camino.
Éste me dió para tí,
Tristán, de quien don García
con justa causa confía
lo mismo que tú de mí;
que aunque su dicha es tan corta
que sirve, es muy bien nacido:
y de suerte ha encarecido
lo que tu respuesta importa,
[p. 72]que jura que don García
está loco.
Lucrecia.
¡Cosa extraña!
¿Es posible que me engaña
quien de esta suerte porfía?
El más firme enamorado
se cansa, si no es querido,
¿y este puede ser fingido,
tan constante y desdeñado?
Camino.
Yo al menos, si en las señales
se conoce el corazón,
ciertos juraré que son,
por las que he visto, sus males;
que quien tu calle pasea
tan constante noche y día,
quien tu espesa celosía
tan atento brujulea,
quien ve que de tu balcón,
cuando él viene, te retiras,
y ni te ve ni le miras,
y está firme en tu afición;
quien llora, quien desespera,
quien porque contigo estoy
me da dineros, que es hoy
la señal más verdadera,
yo me afirmo en que decir
que miente, es gran desatino.
Lucrecia.
Bien se echa de ver,
que no le has visto mentir.
¡Pluguiera a Dios, fuera cierto
su amor! que, a decir verdad,
no tarde en mi voluntad
hallaran sus ansias puerto,
que sus encarecimientos,
aunque no los he creído,
por lo menos han podido
despertar mis pensamientos;
que dado que es necedad
dar crédito al mentiroso,
como el mentir no es forzoso,
y puede decir verdad,
[p. 73]oblígame la esperanza
y el propio amor a creer
que conmigo puede hacer
en sus costumbres mudanza.
Y así, por guardar mi honor
si me engaña lisonjero,
y si es su amor verdadero,
porque es digno de mi amor,
quiero andar tan advertida
a los bienes y a los daños,
que ni admita sus engaños,
ni sus verdades despida.
Camino.
Dese parecer estoy.
Lucrecia.
Pues dirásle que cruel
rompí, sin vello, el papel;
que esta respuesta le doy.
Y luego tú de tu aljaba
le dí que no desespere,
y que si verme quisiere
vaya esta tarde a la otava
de la Madalena.
Camino.
Voy.
Lucrecia.
Mi esperanza fundo en tí.
Camino.
No se perderá por mí,
pues ves que Camino soy.
(Vase.)
Sala en casa de don Beltrán.
DON BELTRÁN, DON GARCÍA, TRISTÁN.
(Don Beltrán saca una carta abierta y se la da a don García.)
Beltrán.
¿Habéis escrito, García?
García.
Esta noche escribiré.
Beltrán.
Pues abierta os la daré,
porque leyendo la mía,
conforme a mi parecer
a vuestro suegro escribáis;
que determino que vais
[p. 74]vos en persona a traer
vuestra esposa, que es razón;
porque pudiendo traella
vos mismo, enviar por ella
fuera poca estimación.
García.
Es verdad; mas sin efeto
será agora mi jornada.
Beltrán.
¿Por qué?
García.
Porque está preñada;
y hasta que un dichoso nieto
te dé, no es bien arriesgar
su persona en el camino.
Beltrán.
¡Jesús! Fuera desatino,
estando así, caminar.
Mas dime, ¿cómo hasta aquí
no me lo has dicho, García?
García.
Porque yo no lo sabía;
y en la que ayer recebí
de doña Sancha, me dice
que es cierto el preñado ya.
Beltrán.
Si un nieto varón me da,
hará mi vejez felice.
Muestra, que añadir es bien
(Tómale la carta que le había dado)
cuánto con esto me alegro.
Mas dí, ¿cuál es de tu suegro
el propio nombre?
García.
¿De quién?
Beltrán.
De tu suegro.
García.
(Aparte.)(Aquí me pierdo.)
Don Diego.
Beltrán.
O yo me he engañado,
u otras veces le has nombrado
don Pedro.
García.
También me acuerdo
deso mismo; pero son
suyos, señor, ambos nombres.
Beltrán.
¡Diego y Pedro!
García.
No te asombres:
que por una condición
don Diego se ha de llamar
[p. 75]de su casa el sucesor.
Llamábase mi señor
don Pedro antes de heredar,
y como se puso luego
don Diego, porque heredó,
después acá se llamó
ya don Pedro, ya don Diego.
Beltrán.
No es nueva esa condición
en muchas casas de España.
A escribirle voy.
(Vase.)
DON GARCÍA, TRISTÁN.
Tristán.
Extraña
fué esta vez tu confusion.
García.
¿Has entendido la historia?
Tristán.
Y hubo bien en qué entender.
El que miente ha menester
gran ingenio y gran memoria.
García.
Perdido me ví.
Tristán.
Y en eso
pararás al fin; señor.
García.
Entretanto, de mi amor
veré el bueno o mal suceso.
¿Qué hay de Lucrecia?
Tristán.
Imagino,
aunque de dura se precia;
que has de vencer a Lucrecia
sin la fuerza de Tarquino.
García.
¿Recibió el billete?
Tristán.
Sí,
aunque a Camino mandó
que diga que lo rompió;
que él lo ha fiado de mí.
Y pues lo admitió, no mal
se negocia tu deseo,
si aquel epigrama creo
que a Nevia escribió Marcial.
«Escribí, no respondió
[p. 76]Nevia: luego dura está;
mas ella se ablandará,
pues lo que escribí leyó.»
García.
Que dice verdad sospecho.
Tristán.
Camino está de tu parte,
y promete revelarte
los secretos de su pecho;
y que ha de cumplillo espero,
si andas tú cumplido en dar;
que para hacer confesar
no hay cordel como el dinero.
Y aun fuera bueno, señor,
que conquistaras tu ingrata
con dádivas, pues que mata
con flechas de oro el amor.
García.
Nunca te he visto grosero
sino aquí en tus pareceres.
¿Es esta de las mujeres
que se rinden por dinero?
Tristán.
Virgilio dice que Dido
fué del troyano abrasada,
a sus dones obligada
tanto como de Cupido.
¡Y era reina! No te espantes
de mis pareceres rudos,
que escudos vencen escudos,
y amantes labran diamantes.
García.
¿No viste que la ofendió
mi oferta en la Platería?
Tristán.
Tu oferta la ofendería,
señor, que tus joyas no.
Por el uso te gobierna;
que a nadie en este lugar,
por desvergonzado en dar
le quebraron brazo o pierna.
García.
Dame tú que ella lo quiera.
Que darle un mundo imagino.
Tristán.
Camino dará camino,
que es el polo de esta esfera.
Y porque sepas que está
en buen estado tu amor,
[p. 77]ella le mandó, señor,
que te dijese que hoy va
Lucrecia a la Madalena
a la fiesta de la otava,
como que él te lo avisaba.
García.
¡Dulce alivio de mi pena!
¿Con ese espacio me das
nuevas que me vuelven loco?
Tristán.
Dóytelas tan poco a poco
porque dure el gusto más.
(Vanse.)
Claustro en el convento de la Magdalena con puerta a la iglesia.
JACINTA y LUCRECIA con mantos.
Jacinta.
Qué, ¿prosigue don García?
Lucrecia.
De modo, que con saber
su engañoso proceder,
como tan firme porfía,
casi me tiene dudosa.
Jacinta.
Quizá no eres engañada;
que la verdad no es vedada
a la boca mentirosa.
Quizá es verdad que te quiere,
y más donde tu beldad
asegura esa verdad
en cualquiera que te viere.
Lucrecia.
Siempre tú me favoreces;
mas yo lo creyera así,
a no haberte visto a tí,
que al mismo sol obscureces.
Jacinta.
Bien sabes tú lo que vales,
y que en esta competencia
nunca ha salido sentencia,
por tener votos iguales.
Y no es sola la hermosura
quien causa amoroso ardor,
que también tiene el amor
[p. 78]su pedazo de ventura.
Yo me holgaré que por tí,
amiga, me haya trocado,
y que tú hayas alcanzado
lo que yo no merecí;
porque ni tú tienes culpa,
ni él me tiene obligación.
Pero ve con prevención
que no te queda disculpa
si te arrojas en amar,
y al fin quedas engañada,
de quien estás ya avisada,
que sólo sabe engañar.
Lucrecia.
Gracias, Jacinta, te doy;
mas tu sospecha corrige.
Que estoy por creerle, dije;
no que por quererle estoy.
Jacinta.
Obligaráte el creer,
y querrás, siendo obligada:
y así es corta la jornada
que hay de creer a querer.
Lucrecia.
Pues ¿qué dirás si supieres
que un papel he recibido?
Jacinta.
Diré que ya le has creído,
y aun diré que ya le quieres.
Lucrecia.
Erráraste: y considera
que tal vez la voluntad
hace por curiosidad
lo que por amor no hiciera.
¿Tú no le hablaste gustosa
en la Platería?
Jacinta.
Sí.
Lucrecia.
¿Y fuiste en oírle allí
enamorada, o curiosa?
Jacinta.
Curiosa.
Lucrecia.
Pues yo con él
curiosa también he sido,
como tú en haberle oido,
en recibir su papel.
Jacinta.
Notorio verás tu error,
si adviertes que es el oír
[p. 79]cortesía; y admitir
un papel, claro favor.
Lucrecia.
Eso fuera a saber él
que su papel recibí;
mas él piensa que rompí
sin leello su papel.
Jacinta.
Pues con eso es cosa cierta
que curiosidad ha sido.
Lucrecia.
En mi vida me ha valido
tanto gusto el ser curiosa.
Y porque su falsedad
conozcas, escucha y mira
si es mentira la mentira
que más parece verdad.
(Saca un papel y le abre.)
CAMINO, DON GARCÍA y TRISTÁN.—Dichas.
Camino.
(Aparte a don García.)
¿Veis la que tiene en la mano
un papel?
García.
Sí.
Camino.
Pues aquella
es Lucrecia.
García.
(Aparte. ¡Oh causa bella
de dolor tan inhumano!
Ya me abraso de celoso.)
¡Oh Camino, cuánto os debo!
Tristán.
(A Camino.)
Mañana os vestís de nuevo.
Camino.
Por vos he de ser dichoso.
García.
Llegarme, Tristán, pretendo
adonde, sin que me vea,
si posible fuere, lea
el papel que está leyendo.
Tristán.
No es difícil; que si vas
a esta capilla arrimado,
saliendo por aquel lado,
de espaldas la cogerás.
[p. 80]García.
Bien dices. Ven por aquí.
(Vanse don García, Tristán y Camino.)
Jacinta.
Lee bajo; que darás
mal ejemplo.
Lucrecia.
No me oirás.
Toma y lee para tí.
(Da el papel a Jacinta.)
Jacinta.
Ese es mejor parecer.
DON GARCÍA y TRISTÁN, por otra puerta, cogen de espaldas a JACINTA y LUCRECIA.
Tristán.
Bien el fin se consiguió.
García.
Tú, si ves mejor que yo,
procura, Tristán, leer.
Jacinta.
(Lee.) «Ya que mal crédito cobras
de mis palabras sentidas,
dime si serán creídas,
pues nunca mienten, las obras.
Que si consiste el creerme,
señora, en ser tu marido,
y ha de dar el ser creído
materia al favorecerme,
por este, Lucrecia mía,
que de mi mano te doy
firmado, digo que soy
ya tu esposo don García.»
García.
(Aparte a Tristán.)
¡Vive Dios, que es mi papel!
Tristán.
¡Pues qué! ¿no lo vió en su casa?
García.
Por ventura lo repasa,
regalándose con él.
Tristán.
Como quiera, te está bien.
García.
Como quiera, soy dichoso.
Jacinta.
Él es breve y compendioso.
O bien siente, o miente bien.
García.
(A Jacinta.)
Volved los ojos, señora,
cuyos rayos no resisto.
Jacinta.
(Aparte a Lucrecia.)
Cúbrete, pues no te ha visto,
y desengáñate agora.
(Tápanse Lucrecia y Jacinta.)
[p. 81]Lucrecia.
(Aparte a Jacinta.)
Disimula y no me nombres.
García.
Corred los delgados velos
a ese asombro de los cielos,
a ese cielo de los hombres.
¿Posible es que os llego a ver,
homicida de mi vida?
Mas como sois mi homicida,
en la iglesia hubo de ser.
Si os obliga a retraer
mi muerte, no hayais temor;
que de las leyes de amor
es tan grande el desconcierto,
que dejan preso al que es muerto,
y libre al que es matador.
Ya espero que de mi pena
estáis, mi bien, condolida,
si el estar arrepentida
os trajo a la Madalena.
Ved cómo el amor ordena
recompensa al mal que siento;
pues si yo llevé el tormento
de vuestra crueldad, señora,
la gloria me llevo agora
de vuestro arrepentimiento.
¿No me habláis, dueño querido?
¿No os obliga el mal que paso?
¿Arrepentisos acaso
de haberos arrepentido?
Que advirtáis, señora, os pido
que otra vez me mataréis:
si porque en la iglesia os veis
probáis en mí los aceros,
mirad que no ha de valeros
si en ella el delito hacéis.
Jacinta.
¿Conocéisme?
García.
¡Y bien, por Dios!
Tanto que desde aquel día
que os hablé en la Platería,
no me conozco por vos;
de suerte que de los dos
vivo más en vos que en mí;
[p. 82]que tanto desde que os ví,
en vos trasformado estoy,
que ni conozco el que soy,
ni me acuerdo del que fuí.
Jacinta.
Bien se echa de ver que estáis
del que fuisteis olvidado,
pues sin ver que sois casado
nuevo amor solicitáis.
García.
¡Yo casado! ¿En eso dais?
Jacinta.
¿Pues no?
García.
¡Qué vana porfía!
Fué, por Dios, invención mía,
por ser vuestro.
Jacinta.
O por no sello;
y si os vuelven a hablar dello,
seréis casado en Turquía.
García.
Y vuelvo a jurar, por Dios,
que en este amoroso estado
para todas soy casado,
y soltero para vos.
Jacinta.
(Aparte a Lucrecia.)
¿Ves tu desengaño?
Lucrecia.
(Aparte.)¡Ah cielos!
Apenas una centella
siento de amor, y ya della
nacen volcanes de celos.
García.
Aquella noche, señora,
que en el balcón os hablé,
¿todo el caso no os conté?
Jacinta.
¡A mí en balcón!
Lucrecia.
(Aparte.)¡Ah traidora!
Jacinta.
Advertid que os engañáis.
¿Vos me hablasteis?
García.
¡Bien por Dios!
Lucrecia.
(Aparte.) ¡Hablaisle de noche vos,
y a mí consejos me dais!
García.
Y el papel que recibisteis,
¿negareislo?
Jacinta.
¡Yo papel!
Lucrecia.
(Aparte.) ¡Ved qué amiga tan fiel!
García.
Y sé yo que lo leisteis.
[p. 83]Jacinta.
Pasar por donaire puede,
cuando no daña el mentir;
mas no se puede sufrir
cuando ese límite excede.
García.
¿No os hablé en vuestro balcón,
Lucrecia, tres noches ha?
Jacinta.
(Aparte.)
(¡Yo, Lucrecia! Bueno va.
Toro nuevo, otra invención.
A Lucrecia ha conocido;
y es muy cierto el adoralla,
pues finge, por no enojalla,
que por ella me ha tenido.)
Lucrecia.
(Aparte.)
(Todo lo entiendo. ¡Ah traidora!
Sin duda que le avisó
que la tapada fuí yo,
y quiere enmendallo agora
con fingir que fué el tenella
por mí, la causa de hablalla.)
Tristán.
(A don García.)
Negar debe de importalla
por la que está junto della,
ser Lucrecia.
García.
Así lo entiendo;
que si por mí lo negara,
encubriera ya la cara.
Pero no se conociendo,
¿se hablaran las dos?
Tristán.
Por puntos
suele en las iglesias verse
que parlan sin conocerse
los que aciertan a estar juntos.
García.
Dices bien.
Tristán.
Fingiendo agora
que se engañaron tus ojos,
lo enmendarás.
García.
Los antojos
de un ardiente amor, señora,
me tienen tan deslumbrado,
que por otra os he tenido.
Perdonad; que yerro ha sido
desa cortina causada;
que como a la fantasía
[p. 84]fácil engaña el deseo,
cualquiera dama que veo
se me figura la mía.
Jacinta.
(Aparte.) Entendíle la intención.
Lucrecia.
(Aparte.) Avisóle la taimada.
Jacinta.
Según eso, la adorada
es Lucrecia.
García.
El corazón,
desde el punto que la ví,
la hizo dueño de mi fe.
Jacinta.
(Aparte)
¡Bueno es esto!
Lucrecia.
(Aparte.)¡Que esta esté
haciendo burla de mí!
No me doy por entendida,
por no hacer aquí un exceso.
Jacinta.
Pues yo pienso que a estar de eso
cierta, os fuera agradecida
Lucrecia.
García.
¿Tratáis con ella?
Jacinta.
Trato, y es amiga mía,
tanto que me atrevería
a afirmar que en mí y en ella
vive un solo corazón.
García.
(Aparte. ¡Si eres tú, bien claro está.
¡Qué bien a entender me da
su recato y su intención!)
Pues ya que mi dicha ordena
tan buena ocasión, señora,
pues sois ángel, sed agora
mensajera de mi pena.
Mi firmeza le decid,
y perdonadme si os doy
este oficio.
Tristán.
(Aparte.)Oficio es hoy
de las mozas de Madrid.
García.
Persuadidla que a tan grande
amor ingrata no sea.
Jacinta.
Hacedle vos que lo crea,
que yo la haré que se ablande.
García.
¿Por qué no creerá que muero,
pues he visto su beldad?
[p. 85]Jacinta.
Porque, si os digo verdad,
no os tiene por verdadero.
García.
Esta es verdad, vive Dios:
hacedle vos que lo crea.
Jacinta.
¿Qué importa que verdad sea
si el que la dice sois vos?
Que la boca mentirosa
incurre en tan torpe mengua,
que solamente en su lengua
es la verdad sospechosa.
García.
Señora...
Jacinta.
Basta: mirad
que dais nota.
García.
Yo obedezco.
Jacinta.
¿Vas contenta?
Lucrecia.
Yo agradezco,
Jacinta, tu voluntad.
(Vanse las dos.)
DON GARCÍA.—TRISTÁN.
García.
¿No ha estado aguda Lucrecia?
¡Con qué astucia dió a entender
que le importaba no ser
Lucrecia!
Tristán.
A fe que no es necia.
García.
Sin duda que no quería
que la conociese aquella
que estaba hablando con ella.
Tristán.
Claro está que no podía
obligalla otra ocasión
a negar cosa tan clara
porque a tí no te negara
que te habló por su balcón,
pues ella misma tocó
los puntos de que tratastes
cuando por él os hablastes.
García.
En eso bien me mostró
que de mí no se encubría.
[p. 86]Tristán.
Y por eso dijo aquello:
“Y si os vuelven a hablar dello,
seréis casado en Turquía.”
Y esta conjetura abona
más claramente el negar
que era Lucrecia, y tratar
luego en tercera persona
de sus propios pensamientos,
diciéndole que sabía
que Lucrecia pagaría
tus amorosos intentos,
con que tú hicieses, señor,
que los llegase a creer.
García.
¡Ay, Tristán! ¿qué puedo hacer,
para acreditar mi amor?
Tristán.
¿Tú quieres casarte?
García.
Sí.
Tristán.
Pues pídela.
García.
¿Y si resiste?
Tristán.
Parece que no la oiste
lo que dijo agora aquí:
«Hacedle vos que lo crea;
que yo la haré que se ablande.»
¿Qué indicio quieres más grande
de que ser tuya desea?
Quien tus papeles recibe,
quien te habla en sus ventanas,
muestras ha dado bien llanas
de la afición con que vive.
El pensar que eres casado
la refrena solamente,
y queda ese inconveniente
con casarte remediado;
pues es el mismo casarte,
siendo tan gran caballero,
información de soltero;
y cuando quiera obligarte
a que des información,
por el temor con que va
de tus engaños, no está
Salamanca en el Japón.
[p. 87]García.
Sí está para quien desea;
que son ya siglos en mí
los instantes.
Tristán.
Pues aquí,
¿no habrá quien testigo sea?
García.
Puede ser.
Tristán.
Es fácil cosa.
García.
Al punto los buscaré.
Tristán.
Uno yo te lo daré.
García.
Y ¿quién es?
Tristán.
Don Juan de Sosa.
García.
¿Quién? ¿don Juan de Sosa?
Tristán.
Sí.
García.
Bien lo sabe.
Tristán.
Desde el día
que te habló en la Platería
no le he visto, ni él a tí.
Y aunque siempre he deseado
saber qué pesar te dió
el papel que te escribió,
nunca te lo he preguntado,
viendo que entonces severo
negaste y descolorido;
mas agora que ha venido
tan apropósito, quiero
pensar, que puedo, señor,
pues secretario me has hecho
del archivo de tu pecho,
y se pasó aquel furor.
García.
Yo te lo quiero contar;
que pues sé por experiencia
tu secreto y tu prudencia,
bien te lo puedo fiar.
A las siete de la tarde
me escribió que me aguardaba
en San Blas don Juan de Sosa
para un caso de importancia.
Callé, por ser desafío;
que quiere el que no lo calla,
que le estorben o le ayuden,
cobardes acciones ambas.
[p. 88]Llegué al aplazado sitio
donde don Juan me aguardaba
con su espada y con sus celos,
que son armas de ventaja.
Su sentimiento propuso;
satisfice a su demanda;
y por quedar bien, al fin
desnudamos las espadas.
Elegí mi medio al punto,
y haciéndole una ganancia
por los grados del perfil,
le dí una fuerte estocada.
Sagrado fué de su vida
un Agnus Dei que llevaba;
que topando en él la punta,
hizo dos partes mi espada.
Él sacó pies del gran golpe,
pero con ardiente rabia
vino tirando una punta;
mas yo por la parte flaca
cogí su espada, formando
un atajo. Él, presto, saca
(como la respiración
tan corta línea le tapa,
por faltarle los dos tercios
a mi poco fiel espada)
la suya, corriendo filos;
y como cerca me halla
(porque yo busqué el estrecho,
por la falta de mis armas),
a la cabeza furioso
me tiró una cuchillada.
Recibíla en el principio
de su formación, y baja,
matándole el movimiento
sobre la suya mi espada,
¡Aquí fué Troya! Saqué
un revés con tal pujanza,
que la falta de mi acero
hizo allí muy poca falta;
que abriéndole en la cabeza
[p. 89]un palmo de cuchillada,
vino sin sentido al suelo,
y aun sospecho que sin alma.
Dejéle así, y con secreto
me vine. Esto es lo que pasa,
y de no verle estos días,
Tristán, es esta la causa.
Tristán.
¡Qué suceso tan extraño!
¿Y se murió?
García.
Cosa es clara,
porque hasta los mismos sesos
esparció por la campaña.
Tristán.
¡Pobre don Juan!...
DON JUAN y DON BELTRÁN.—Dichos.
Tristán.
Mas ¿no es este
que viene aquí?
García.
¡Cosa extraña!
Tristán.
¿También a mí me la pegas?
¡Al secretario del alma!
(Aparte. Por Dios, que se lo creí,
con conocelle las mañas.
Mas ¿a quién no engañarán
mentiras tan bien trovadas?)
García.
Sin duda que le han curado
por ensalmo.
Tristán.
Cuchillada
que rompió los mismos sesos,
¿en tan breve tiempo sana?
García.
¿Es mucho? Ensalmo sé yo
con que un hombre en Salamanca,
a quien cortaron a cercén
un brazo con media espalda,
volviéndosele a pegar,
en menos de una semana
quedó tan sano y tan bueno
como primero.
Tristán.
¡Ya escampa!
[p. 90]García.
Esto no me lo contaron;
yo mismo lo ví.
Tristán.
Eso basta.
García.
De la verdad, por la vida,
no quitaré una palabra.
Tristán.
(Aparte. ¡Que ninguno se conozca!)
Señor, mis servicios paga
con enseñarme ese ensalmo.
García.
Está en dicciones hebraicas,
y si no sabes la lengua
no has de saber pronunciarlas.
Tristán.
Y tú, ¿sábesla?
García.
¡Qué bueno!
Mejor que la castellana:
hablo diez lenguas.
Tristán.
(Aparte.)(Y todas
para mentir no te bastan.)
Cuerpo de verdades lleno,
con razón el tuyo llaman,
pues ninguna sale de él...
(Aparte. Ni hay mentira que no salga.)
Beltrán.
(A don Juan.)
¿Qué decís?
Juan.
Esto es verdad:
ni caballero ni dama
tiene, si mal no me acuerdo,
desos nombres Salamanca.
Beltrán.
(Ap. Sin duda que fué invención
de García, cosa es clara.
Disimular me conviene.)
Gocéis por edades largas,
con una rica encomienda,
de la cruz de Calatrava.
Juan.
Creed que siempre he de ser
más vuestro, cuanto más valga.
Y perdonadme; que ahora
por andar dando las gracias
a esos señores, no os voy
sirviendo hasta vuestra casa.
(Vase.)
DON BELTRÁN, DON GARCÍA, TRISTÁN.
Beltrán.
(Aparte.)
¡Válgame Dios! ¿Es posible
que a mí no me perdonaran
las costumbres deste mozo?
¿Que aun a mí, en mis propias canas
me mintiese, al mismo tiempo
que riñéndoselo estaba?
¿Y que lo creyese yo
en cosa tan de importancia
tan presto, habiendo ya oido
de sus engaños la fama?
Mas ¿quién creyera que a mí
me mintiera, cuando estaba
reprendiéndole eso mismo?
Y ¿qué juez se recelara
que el mismo ladrón le robe,
de cuyo castigo trata?
Tristán.
¿Determinaste a llegar?
García.
Sí, Tristán.
Tristán.
Pues Dios te valga.
García.
Padre...
Beltrán.
No me llames padre,
vil; enemigo, me llama;
que no tiene sangre mía
quien no me parece en nada.
Quítate de ante mis ojos;
que, por Dios, si no mirara...
Tristán.
(Ap. a don García.)
El mar está por el cielo.
Mejor ocasión aguarda.
Beltrán.
¡Cielos! ¿Qué castigo es este?
¿Es posible que a quien ama
la verdad como yo, un hijo
de condición tan contraria
le diésedes? ¿Es posible
que quien tanto su honor guarda
como yo, engendrase un hijo
de inclinaciones tan bajas;
y a Gabriel, que honor y vida
[p. 92]daba a mi sangre y mis canas,
llevásedes tan en flor?
Cosas son, que a no mirarlas
como cristiano...
García.
(Aparte.)¿Qué es esto?
Tristán.
(Aparte a su amo.)
Quítate de aquí. ¿Qué aguardas?
Beltrán.
Déjanos solos, Tristán...
Pero vuelve, no te vayas;
por ventura la vergüenza,
de que sepas tú su infamia
podrá en él lo que no pudo
el respeto de mis canas.
Y cuando ni esta vergüenza
le obligue a enmendar sus faltas,
servirále por lo menos
de castigo el publicallas.
Dí, liviano, ¿qué fin llevas,
loco, dí, qué gusto sacas
de mentir tan sin recato?
Y cuando con todos vayas
tras tu inclinación, ¿conmigo
siquiera no te enfrenaras?
¿Con qué intento el matrimonio
fingistes de Salamanca,
para quitarles también
el crédito a mis palabras?
¿Con qué cara hablaré yo
a los que dije que estabas
con doña Sancha de Herrera
desposado? ¿Con qué cara,
cuando sabiendo que fué
fingida esta doña Sancha,
por cómplices del embuste
infamen mis nobles canas?
¿Qué medio tomaré yo
que saque bien esta mancha;
pues a mejor negociar,
si de mí quiero quitarla,
he de ponerla en mi hijo,
y diciendo que la causa
fuiste tú, he de ser yo mismo
[p. 93]pregonero de la infamia?
Si algún cuidado amoroso
te obligó a que me engañaras,
¿qué enemigo te oprimía?
¿qué puñal te amenazaba?
sino un padre, padre al fin:
que este nombre sólo basta
para saber de qué modo
le enternecieran tus ansias.
¡Un viejo que fué mancebo,
y sabe bien la pujanza
con que en pechos juveniles
prenden amorosas llamas!
García.
Pues si lo sabes, y entonces
para excusarme bastara;
para que mi error perdones
agora, padre, me valga.
Parecerme que sería
respetar poco tus canas
no obedecerte pudiendo,
me obligó a que te engañara.
Error fué, no fué delito;
no fué culpa; fué ignorancia;
la causa amor, tú mi padre,
pues tú dices que esto basta.
Y ya que el daño supiste,
escucha la hermosa causa,
porque el mismo dañador
el daño te satisfaga.
Doña Lucrecia, la hija
de don Juan de Luna, es alma
desta vida: es principal
y heredera de su casa;
y para hacerme dichoso
con su hermosa mano, falta
solo que tú lo consientas,
y declares que la fama
de ser yo casado, tuvo
ese principio, y es falsa.
Beltrán.
No, no. ¡Jesús! Calla. ¿En otra
habías de meterme? Basta.
[p. 94]Ya si dices que esta es luz,
he de pensar que me engañas.
García.
No, señor: lo que a las obras
se remite, es verdad clara;
y Tristán, de quien te fías,
es testigo de mis ansias.
Dílo, Tristán.
Tristán.
Sí, señor,
lo que dice es lo que pasa.
Beltrán.
¿No te corres desto? Dí:
¿no te avergüenzas que hayas
menester que tu criado
acredite lo que hablas?
Ahora bien, yo quiero hablar
a don Juan, y el cielo haga
que te dé a Lucrecia; que eres
tal, que ella es la engañada.
Mas primero he de informarme
en esto de Salamanca;
que ya temo que en decirme
que me engañaste, me engañas.
Que aunque la verdad sabía
antes que a hablarte llegara,
la has hecho ya sospechosa
tú con sólo confesarla.
(Vase.)
García.
Bien se ha hecho.
Tristán.
¡Y cómo bien!
que yo pensé que hoy probabas
en tí aquel ensalmo hebreo,
que brazos cortados sana.
Sala con vistas a un jardín en la casa de don Juan de Luna.
DON JUAN DE LUNA, DON SANCHO.
Juan de Luna.
Parece que la noche ha refrescado.
Sancho.
Señor don Juan de Luna, para el río
este fresco en mi edad es demasiado.
Juan de Luna.
Mejor será que en ese jardín mío
se nos ponga la mesa, y que gocemos
la cena con sazón, templado el frío.
[p. 95]Sancho.
Discreto parecer. Noche tendremos
que dar a Manzanares más templada;
que ofenden la salud estos extremos.
Juan de Luna.
(Dirigiéndose adentro.)
Gozad de vuestra hermosa convidada
por esta noche en el jardín, Lucrecia.
Sancho.
Veáisla, quiera Dios, bien empleada;
que es un ángel.
Juan de Luna.
Demás de que no es necia
y ser cual veis, Don Sancho, tan hermosa,
menos que la virtud la vida precia.
UN CRIADO.—Dichos.
Criado.
(A don Sancho.)
Preguntando por vos don Juan de Sosa,
a la puerta llegó, y pide licencia.
Sancho.
¡A tal hora!
Juan de Luna.
Será ocasión forzosa.
Sancho.
Entre el señor don Juan.
(Va el criado a avisar.)
DON JUAN, con un papel.—DON JUAN DE LUNA, DON SANCHO.
Juan.
(A don Sancho.)A esa presencia
sin el papel que veis, nunca llegara.
Mas ya con él faltaba la paciencia;
que no quiso el amor que dilatara
la nueva un punto, si alcanzar la gloria
consiste en eso de mi prenda cara
ya el hábito salió: si en la memoria
la palabra tenéis que me habeis dado,
colmaréis con cumplirla mi victoria.
Sancho.
Mi fe, señor don Juan, habeis premiado,
con no haber esta nueva tan dichosa
por un momento sólo dilatado.
A darla voy a mi Jacinta hermosa,
y perdonad; que por estar desnuda,
no la mando salir.
(Vase.)
Juan de Luna.
Por cierta cosa
tuve siempre el vencer, que el cielo ayuda
[p. 96]la verdad más oculta. En ser premiada
dilación pudo haber, pero no duda.
DON GARCÍA, DON BELTRÁN, TRISTÁN, DON JUAN DE LUNA, DON JUAN.
Beltrán.
Esta no es ocasión acomodada
de hablarle; que hay visita, y una cosa
tan grave a solas ha de ser tratada.
García.
Antes nos servirá don Juan de Sosa
en lo de Salamanca por testigo.
Beltrán.
¡Que lo hayais menester! ¡Qué infame cosa!
En tanto que a don Juan de Luna digo
nuestra intención, podéis entretenello.
Juan de Luna.
¡Amigo don Beltrán!...
Beltrán.
¡Don Juan amigo!...
Juan de Luna.
¿A tales horas tal exceso?
Beltrán.
En ello
conoceréis que estoy enamorado.
Juan de Luna.
Dichosa la que puede merecello.
Beltrán.
Perdón me habeis de dar; que haber hallado
la puerta abierta, y la amistad que os tengo,
para entrar sin licencia me la han dado.
Juan de Luna.
Cumplimientos dejad, cuando prevengo
el pecho a la ocasión desta venida.
Beltrán.
Quiero deciros, pues, a lo que vengo.
García.
(A don Juan de Sosa.)
Pudo, señor don Juan, ser oprimida
de algún pecho de envidia emponzoñado
verdad tan clara, pero no vencida.
Podéis, por Dios, creer que me ha alegrado
vuestra vitoria.
Juan.
De quien sois lo creo.
García.
Del hábito gocéis enconmendado
como vos merecéis, y yo deseo.
Juan de Luna.
Es en eso Lucrecia tan dichosa,
que pienso que es soñado el bien que veo.
Con perdón del señor don Juan de Sosa,
oíd una palabra, don García.
Que a Lucrecia queréis por vuestra esposa
me ha dicho don Beltrán.
[p. 97]García.
El alma mía,
mi dicha, honor y vida está en su mano.
Juan de Luna.
Yo desde aquí por ella os doy la mía,
(Se dan las manos.)
que como yo sé en eso lo que gano,
lo sabe ella también, según la he oido
hablar de vos.
García.
Por bien tan soberano
los pies, señor don Juan de Luna, os pido.
DON SANCHO, JACINTA, LUCRECIA.—Dichos.
Lucrecia.
Al fin tras tantos contrastes,
tu dulce esperanza logras.
Jacinta.
Con que tú logres la tuya
seré del todo dichosa.
Juan de Luna.
Ella sale con Jacinta
ajena de tanta gloria,
más de calor descompuesta
que aderezada de boda.
Dejad que albricias le pida
de una nueva tan dichosa.
Beltrán.
(A don García.)
Acá está don Sancho. ¡Mira
en qué vengo a verme agora!
García.
Yerros causados de amor,
quien es cuerdo los perdona.
Lucrecia.
¿No es casado en Salamanca?
Juan de Luna.
Fué invención suya engañosa,
procurando que su padre
no le casase con otra.
Lucrecia.
Siendo así, mi voluntad
es la tuya, y soy dichosa.
Sancho.
Llegad, ilustres mancebos,
a vuestras alegres novias,
que dichosas se confiesan
y os aguardan amorosas.
García.
Agora de mis verdades
darán probanza las obras.
(Vanse don García y don Juan a Jacinta.)
[p. 98]Juan.
¿A dónde vais, don García?
Veis allí a Lucrecia hermosa.
García.
¡Cómo Lucrecia!
Beltrán.
¿Qué es esto?
García.
(A Jacinta.)
Vos sois mi dueño, señora.
Beltrán.
¿Otra tenemos?
García.
Si el nombre
erré, no erré la persona.
Vos sois a quien yo he pedido,
y vos, la que el alma adora.
Lucrecia.
Y este papel, engañoso,
(Saca un papel.)
que es de vuestra mano propria,
¿lo que decís, no desdice?
Beltrán.
¡Que en tal afrenta me pongas!
Juan.
Dadme, Jacinta, la mano,
y daréis fin a estas cosas.
Sancho.
Dale la mano a don Juan.
Jacinta.
Vuestra soy. (A don Juan.)
García.
(Aparte.)Perdí mi gloria.
Beltrán.
¡Vive Dios, si no recibes
a Lucrecia por esposa,
que te he de quitar la vida!
Juan de Luna.
La mano os he dado agora
por Lucrecia, y me la distes;
si vuestra inconstancia loca
os ha mudado tan presto,
yo lavaré mi deshonra
con sangre de vuestras venas.
Tristán.
Tú tienes la culpa toda,
que si al principio dijeras
la verdad, esta es la hora
que de Jacinta gozabas.
Ya no hay remedio: perdona,
y da la mano a Lucrecia,
que también es buena moza.
García.
La mano doy, pues es fuerza.
Tristán.
Y aquí verás cuán dañosa
es la mentira, y verá
el Senado que en la boca
del que mentir acostumbra,
es la verdad sospechosa.
FIN.
Nota de transcripción