Title: El poema de la Pampa: "Martín Fierro" y el criollismo español
Author: José María Salaverría
Release date: October 22, 2020 [eBook #63525]
Most recently updated: October 18, 2024
Language: Spanish
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AL ÍNDICE |
BIBLIOTECA CALLEJA
PRIMERA SERIE
JOSÉ M.ª SALAVERRÍA
EL POEMA
DE LA PAMPA
{4}
OBRAS DE JOSÉ M.ª SALAVERRÍA
EL PERRO NEGRO
(Ensayos).
VIEJA ESPAÑA
(Impresión de Castilla, con un prólogo de Pérez Galdós).
NICÉFORO EL BUENO
(Novela).
LA VIRGEN DE ARÁNZAZU
(Novela).
TIERRA ARGENTINA
(Viajes).
LA SOMBRA DE LOYOLA
(Ensayos).
A LO LEJOS
(Ensayos).
CUADROS EUROPEOS
(Viajes).
ESPÍRITU AMBULANTE
(Ensayos).
LA AFIRMACIÓN ESPAÑOLA
(Ensayos).
EL MUCHACHO ESPAÑOL
JOSÉ M.ª SALAVERRÍA
“MARTÍN FIERRO”
Y EL CRIOLLISMO ESPAÑOL
MCMXVIII
CASA EDITORIAL CALLEJA
FUNDADA EN 1876
{6}
MADRID
PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADO
COPYRIGHT 1918
BY JOSÉ MARÍA SALAVERRÍA
Imp. Martín de los Heros, 65.
NO tiene fácil disculpa el hecho triste, vergonzoso, de la separación intelectual entre las diferentes porciones del mundo castellano, y sobre todo entre España y sus hijas las repúblicas de América. Un siglo de resquemores, tal vez de odios; un largo siglo de mutua incomprensión y mutuo desvío, es un plazo sin duda suficiente largo para pagar culpas antiguas. Es ya hora de que españoles y americanos desistan de anacrónicas actitudes.
Cada vez se acentúa más la corriente de aproximación que arrostran los gobiernos y las entidades comerciales o universitarias. Pero tales corrientes aproximativas resultarán sin bastante suficiencia o eficacia si no les ayuda el interés y el mutuo estudio literario, ejercido{8} con un sentimiento desde luego cordial y una crítica atenta, generosa.
Españoles y americanos no se hallan, al respecto, en el mismo plano de igualdad. Porque aun en los peores trances de desamor o de odio, los americanos han seguido directamente el desarrollo de las letras españolas, gracias al prestigio que las cosas europeas tienen siempre en América, y además por el indudable contenido de la literatura de España y por su superioridad frente a la de América. En cambio, los españoles peninsulares, desde que los virreynatos se alzaron en repúblicas, parece que hubiéramos decidido borrarlos del mapa de nuestra preocupación. Nada de ellos nos ha interesado. ¿Quizás porque, en efecto, nada valía su producción literaria?... Es verdad que los países americanos de nuestra lengua no han creado un Poe, un Emerson, un William James; pero ellos han dado a luz hombres extraordinarios en el orden político, militar y educador; han creado obras, en fin, que a los españoles nos deben preocupar, y yo me adelanto a poner como un tipo de obra curiosísima, altamente excepcional y hondamente española, este libro poemático del Martín Fierro.
Ya quedará tiempo para el comentario de las{9} obras formales y de los autores eminentes de Hispano-América; no faltarán plumas capaces que aborden esa empresa. Yo he preferido acercarme a un libro irregular, sin forma casi, rudimentario probablemente, fruto del ingenio argentino. El poema del Martín Fierro no es popular a la manera anónima de los antiguos poemas europeos; tiene un autor conocido y reciente, que se llama José Hernández. Pero es profunda y particularmente popular, porque está escrito en el habla de las calles y los campos, sin aliño alguno, sin intención de producir efectos desaliñados, ingenuamente, espontáneamente, como un resultado asombroso de la inspiración del pueblo. En tal sentido equivale a un fenómeno, a un acontecimiento literario. Causa asombro, efectivamente, considerar que haya podido escribirse en época bien moderna, en el año 1872, un poema popular que contiene todas las particularidades de las obras míticas y de los libros anónimos, populares. Este raro fenómeno ha de explicarse por el estado primitivo que ofrecía la vida pampeana hasta hace pocos años; y ahora mismo no escasean en la Argentina territorios vírgenes poco menos que inexplorados, donde las gentes se conducen en una forma libre, pintoresca, a espaldas del tu{10}multo de una civilización urbana de carácter súbito e inmigratorio.
Aunque no fuese más que por este último motivo, el Martín Fierro tiene para los españoles un valor muy grande. En sus desaliñados versos se pinta y describe el carácter de la primitiva población argentina, y esa población criolla está ligada a la idiosincrasia española con lazos tan íntimos, que hasta se puede decir que interesa tanto a España como a la Argentina el conocimiento, el estudio, el recuerdo de la auténtica población pampeana. El gaucho no es sólo un ejemplar platense; es también un elemento español, el cual en cierto modo contiene algunas de las más netas o principales características de la gran familia española.
El lector, desde luego, habrá observado en estas líneas la intención de hacer un descubrimiento literario. Ciertamente, se trata aquí de dar a conocer una obra casi del todo desconocida en España; si algún lector culto conoce el Martín Fierro, es a causa de haber visitado la República Argentina. Y como esta ignorancia casi general representa un descrédito, he ahí por lo que me propongo comentar el libro argentino y hacer que los criollos del Plata no{11} acusen a la literatura española de excesivamente exclusivista o desdeñosa.
Repito que el Martín Fierro tiene para España acaso tanto valor como para la Argentina. El héroe del poema es criollo, gaucho puro, con mezcla, por tanto, bastante considerable de sangre india; los hechos que a través de las estrofas se ponen de relieve afectan a la vida de las Pampas y a conflictos territoriales, indígenas, especialmente a la lucha del campo libre y de la ciudad invasora. Pero, con todo, a pesar de su labor localista, los hombres y los conflictos del Martín Fierro tienen estrecha relación con España. La desaparición del gaucho ante el progreso formal de la ciudad cosmopolita, ¿cómo podría ser indiferente para los españoles? Téngase en cuenta que en el fondo de la naturaleza gauchesca palpita el espíritu de la sociedad colonial; rudo, ignorante, agreste como es el gaucho, él contiene en esencia toda la tradición de los conquistadores. Su lenguaje es un prodigio de permanencia prosódica, y hoy mismo se escuchan en plena Pampa voces y refranes que no han sufrido alteración desde el siglo XVI. En cuanto a su sentido religioso y filosófico, su sobriedad, su estoicismo, su socarronería, su valor, su empaque, su fide{12}lidad, su desprendimiento, su mezcla de gracejo y de melancolía, su amor al caballo y al cuchillo, su guitarra y su cigarro... todos estos atributos corresponden a la naturaleza del español. Nosotros no podemos desdeñar, sin grave culpa, la noble, romancesca y extraña figura del gaucho.
Muchas veces se ha ponderado la identidad de raza, idioma y espíritu de España y las naciones de América. ¡Con qué frecuencia, sin embargo, ha sido proclamada esa identidad de labios afuera y como vano recurso retórico! Pero la identidad existe, a pesar de todas las ligerezas retóricas, y no son siempre los oradores a quienes debemos la aproximación hispano-americana; es ella misma quien la consuma. Quiero decir que la hermandad de España y América es fruto de un fatalismo, y se opera en virtud de causas extraordinarias, ineludibles.
La causa principal de que España y América no puedan ser nunca extrañas entre sí, consiste en que América recibió de una vez, rápida y copiosamente y con exclusión de todo agente ajeno, la civilización española. Esta civilización, además, la recibió América en su período más feliz de madurez y de fuerza, cuando el alma española salía depurada y ro{13}bustecida de una épica prueba de siete siglos; cuando la unidad nacional estaba sellada indisolublemente; cuando el Renacimiento divinizaba la energía; cuando el lenguaje castellano adquiría su plenitud sonora y gramatical; cuando la política tenía un franco sentido expansivo y dominador; cuando el espíritu español no dudaba, sino que afirmaba su gran voluntad de poder.
Finalmente, América recibió la civilización, el idioma, la fe, el ser de España, de aquellos territorios peninsulares que tienen más metida en su alma el vigor castizo de la raza. Los primeros capitanes y pobladores salieron de Extremadura y Andalucía, y ellos infundieron a América su lenguaje, sus costumbres, sus más íntimos matices provinciales. De tal manera, que ahora mismo puede observar el viajero cómo en la modernista Buenos Aires conservan muchas casas el corte de las viviendas andaluzas, y cómo aquellos habitantes, hasta los hijos directos de italiano o de ruso, hablan con el dejo y los provincialismos de Andalucía.
La “solera”, que hace perdurar en los vinos de marca el sabor original, mantiene en el fondo americano el primitivo ser español. Y de este modo, cuando un escritor americano pro{14}duce una obra sincera, a pesar suyo, y aunque pretendiera haber escrito una obra americana, en realidad escribe un libro español. Tal es el caso de José Hernández, literato argentino, autor del poema Martín Fierro.
José Hernández era un escritor modesto que no pretendía sorprender a París con una nueva tesis literaria. Se limitó a componer un poema, usando directa y felizmente el lenguaje del pueblo. Y sin darse cuenta, por un fenómeno bastante frecuente en literatura, hizo la obra más argentina, más veraz, más feliz de cuantas se han escrito en el país ríoplatense. Y como arrancó sus personajes y sus episodios de la misma entraña americana, sin remedio escribió un libro muy español. En efecto, el Martín Fierro es un romance heroico popular y costumbrista, que en realidad viene a describir la vida del español transplantado a América. El tipo del gaucho, tan americano de suyo, no es otra cosa, si bien se mira, que un español nacido en el clima y el paisaje de la Pampa.
No es fácil determinar el punto de América en que se conserva más pura la tradición de los conquistadores. En Méjico y en Bogotá, en Lima y en Santiago de Chile, el español suele recibir profundas y emocionantes sorpresas al{15} encontrar tantas huellas vivientes de la cultura, el sentimiento y la misma superstición de España. Aquellas ciudades parecen más bien pedazos españoles, transportados íntegramente bajo el cielo americano. Y puede ocurrir que el español de la península encuentre que esos pedazos transportados contengan más sabor españolista, sean más íntima y externamente españoles que la misma España peninsular.
Es seguro que Bogotá y Lima reproducen mejor que Buenos Aires el tipo de la ciudad propiamente española. Henchidas de savia cosmopolita, las poblaciones argentinas de la costa se desprenden cuanto pueden de su sabor colonial; el campo también, en la proximidad de esas poblaciones de aluvión, va perdiendo su primitivo carácter, y al gaucho pintoresco sucede una forma híbrida de farmer vulgar, pedestre y sedentario. Pero hacia el interior tropezamos con un tipo de hombre tan curioso, tan auténticamente españolista, que nos resistimos a llamarle extranjero. El gaucho de antes, el paisano de hoy, tiene bastante más derecho a llamarse español que muchos pobladores de ciertas tierras de España.
El gaucho es un ejemplar de hombre que ha logrado cierta reputación universal. Se le co{16}noce y se le ha comentado en muchos libros, a causa de su carácter, de su excepcionalidad. En esto se parece al español, puesto que el español, en el clima europeo, es un individuo aparte. Los otros países americanos eran generalmente aptos para sostener una población nutrida y sedentaria; el indio de Méjico y del Perú, habituado a un civismo siquiera rudimentario y a los trabajos de una industria y agricultura primitivas, y hechos a la vida comunal y a la obediencia de sus reyezuelos o emperadores, entraron fácilmente en la civilización colonial española y no destacaron mucho su carácter.
Pero en las riberas del Plata, como en los llanos de Venezuela, se formó una población particular, original, producto en gran parte del medio. Los mestizos de español y de indígena hallaron una pradera anchurosa, infinita y desierta, que de algún modo recordaba las planicies españolas. En aquella pradera, los carneros y los caballos se multiplicaron bíblicamente, y surgió ese tipo de pastor heroico que hablaba el idioma de los hidalgos, montaba a lo caballero, manejaba la daga diestra, y todo esto sin perjuicio de una rusticidad de salvaje libre, arisco y puntilloso.{17}
Era yo niño, cuando cayó en mi poder un Viaje alrededor del mundo, escrito por Arago. Al recalar en el estuario del río de la Plata, el sabio escritor francés, con una frivolidad muy francesa, describe la vida del gaucho y borda una serie de fantasías. Pero con todas sus exageraciones, aquel tipo del gaucho me impresionó profundamente y quedó su figura bien grabada en mi memoria.
Después, al visitar la Argentina, y buscando la imagen del gaucho entrevisto en las primeras lecturas infantiles, hube de recibir una pésima explicación: ya no había gauchos en el país... Pero no hay que creer mucho a los criollos que piensan ufanos, ante el esplendor de Buenos Aires, que toda la Argentina es idéntica a la gran metrópoli. Indudablemente, la marea inmigratoria va borrando muchas características criollas; el paisano ya no viste chiripá[1] ni las antiguas botas indígenas. Pero separándose un poco de Buenos Aires, el viajero encuentra unos hombres singulares que son bien parecidos al gaucho tradicional. Unos hombres de hermosa figura, buena talla, rasgos físicos firmes, actitud un tanto grave, color pálido. La sangre india alarga un poco sus ojos hacia las sienes, y agranda las alillas{18} de la nariz, dándoles un aire particular que en el país llaman achinado. En cuanto a la sangre española, andaluza, que llevan en su ser, les proporciona un tono de elegancia corporal, un bello empaque y gracia de los movimientos, una finura en los rasgos. Algo parecido a este ejemplar de hombre son los jíbaros montañeses que yo había contemplado antes en Puerto Rico, aunque aquéllos, por el clima tropical en que viven, sean menos robustos y desenvueltos que el paisano argentino.
Lleva éste, en las comarcas del interior, un pantalón anchísimo como el de los zuavos, sombrero flexible, poncho y cinturón de plata, y porta, cruzado en los riñones, un largo cuchillo que le sirve para carnear[2], y que manejado hábilmente le ayuda a vengar cualquier ofensa o atropello.
El tipo legendario del gaucho se ha convertido en caricatura al contacto del suburbio de Buenos Aires. Toda la nobleza y arrogancia del gaucho pastoril y libre ha derivado en Buenos Aires hacia el tipo repugnante del compadrito[3], especie de chulo, pero más sanguinario y soez que el chulo madrileño; semejante al apache parisiense e hijo de una inmigración poco escogida. Descendiente con frecuen{19}cia de napolitanos o calabreses, imita el empaque y la fachenda del paisano antiguo, pero no su nobleza, e introduce en el idioma español, junto con los pintorescos giros criollos, un montón de palabras presidiarias, una hez de voces italianas; una jerga, en fin, de suburbio y de bar cosmopolita, con cadencias de tango obsceno y canallesco.
Las cuitas y las hazañas del gaucho pampeano es lo que narra el Martín Fierro. Para el lector español, la vida de la Pampa debe ser una prolongación de la vida castellana o andaluza. Procuraré describir y comentar lo saliente de este libro singular, añadiendo impresiones, recuerdos y paisajes anotados por mí a lo largo de la hermosa tierra argentina.{21}{20}
LOS que exigen a la obra literaria un gran número de episodios, bien trabados y tendientes a un fin armónico, en una forma más o menos clásica; los que siguen el precepto francés de orden, redondez y armonía, en el pequeño poema del Martín Fierro hallarán pocos motivos para admirarse. Esta es una obra suelta, libre, un tanto desordenada. Tiene todo el aire de la antigua novela española, y por tanto se reduce a tomar al héroe, situarlo en medio de la vida y hacerle andar. El héroe, en efecto, realiza sus actos como en la misma vida, sin someterse a un plan, un acto tras otro; y cuando el narrador se fatiga, corta el hilo de las aventuras, y el libro ha terminado.
Este libro, en suma, describe la vida azaro{22}sa y amarga de un gaucho ríoplatense. El mismo héroe nos cuenta sus antecedentes, su alegre juventud en el pago[4] donde naciera:
Tiene una china que le quiere, o sea una mujer adjunta; tiene dos hijos, y no le falta un buen caballo, el pingo cariñoso y trotador, y algunos útiles de caballería, como son las espuelas grandes de plata, el ceñidor adornado, el lindo poncho y la daga[10] inseparable. Toda esta felicidad se acaba el día en que llega un juez avinagrado, el cual recoge a todo el gauchaje como en una redada y envía a los pobres hombres a la frontera de los indios, para que sirvan de soldados.
Y aquí empiezan los infortunios del gaucho Martín Fierro. Lo hacen soldado; pasa hambre; no cobra nunca la paga entera, y encima de esto tiene que soportar los ataques en masa de la indiada, que acomete más de una vez al fortín[11] de los cristianos.
La mala vida de la frontera se le hace tan odiosa a Martín Fierro, que decide marcharse; y como simple desertor vuelve a los poblados. Y estando de fiesta en una pulpería[14], el aguardiente le trastorna el seso, de modo que arma pendencia a un valentón, riñen, y lo deja muerto. Otro día se encara con un negro, mientras rasguea la guitarra, y también riñen, e igualmente lo mata.
Huye, pues, a la ventura, y al escapar se le llena el alma de una desgarradora melancolía.
Un día le sorprende el piquete de soldados que andaba tras él. Martín Fierro desenvaina su largo cuchillo y vende cara su libertad. Tumba a dos o tres de la policía. Y cuando el peligro es mayor, uno de los soldados, el amigo Cruz, exclama:
Y el soldado Cruz, verdadera expresión de hidalguía castellana del antiguo régimen, se pasa al lado del débil. Y entre los dos bravos hacen huir al piquete.
Caminan juntos por la Pampa desierta, hostigados por la civilización. Reducidos al último extremo, expulsados, inadaptados, ¿qué arbitrio tomarán los gauchos cimarrones? Se refugian, pues, en la patria de los indios. Piden hospitalidad en los toldos [15], y aunque los acogen a su amparo, les someten a rigurosa vigilancia y a frecuentes ultrajes. El amigo Cruz cae enfermo, y se muere. Queda Martín Fierro solo, triste, desesperado.{26}
Y cierto día que el héroe sale a vagabundear, descubre que un indiazo está maltratando a una cristiana cautiva. No vacila, seguramente. Un tosco y rudimentario Quijote vela en el fondo del alma de Martín Fierro. Se avalanza, riñe con el indio, suda mucho para vencerlo, y últimamente lo rinde, lo degüella. Toma en el anca a la cautiva, y huyen a todo escape. Llegando a los primeros poblados, la cautiva y su salvador se separan, y Martín Fierro, casi envejecido, retorna a sus lares. Ya la justicia olvidó las cuentas viejas. Martín Fierro busca su casa, y la encuentra rota, sin techo. Su mujer desapareció, y nadie sabe de ella. Sus dos hijos están allí, y al encontrarse cuentan todos sus vidas, sus trabajos... Y esto es todo.
Sí, esto es todo. Pero como en la generalidad de las obras de su género, lo importante del Martín Fierro no consiste en su trabazón ni en la transcendencia de sus episodios; el valor de la obra está en el tono, en el aire libre y primitivo, en la poética o dramática realidad de los pasajes, en el dibujo de los tipos, en la gran ráfaga de vida pampeana que sopla por todos los rudos versos del poema. En tal sentido, el Martín Fierro merece el amor y la im{27}portancia que le conceden a última hora las personas más cultas de la Argentina; indudablemente es el libro que con más fuerza y espontaneidad describe la vida de la Pampa, antes de que ésta fuese manoseada por el agio y la inmigración. Y para los españoles que hemos habitado aquel país, y sentimos que en la llanura del Plata se reproduce y continúa el tipo español con todos sus lunares y todas sus bellezas, este libro del Martín Fierro nos sorprende al principio, nos entusiasma después, y al final lo consideramos como una simple prolongación de la literatura y del alma españolas a través del Océano.{29}{28}
CUANDO más recorremos las porciones de este pequeño y curioso mundo, nos convencemos más de la eterna repetición de las cosas, y observamos, en efecto, que los pueblos se prestan unos a otros los usos y las modalidades, y que nada verdaderamente existe de único y de original. Yo he asistido en Guipúzcoa a los torneos de los versolarios, pujando por sobrepasarse en ingenio y agudeza ante un público numeroso y atento, mientras los vasos de sidra corren de mano en mano, y la extraña salmodía con que se acompañan los versos, lejana imitación del canto llano, deja en el aire una sensación de modorra campestre. Esto mismo, con igual carácter e idénticas manifestaciones, lo hallé en la isla de Puerto Rico,{30} donde los jíbaros y negros acostumbran a contender en las pulperías en un monótono recitado de versos que llaman allí décimas. Pues bien, en la Argentina se repite el fenómeno poético-popular.
Hacen en la Pampa el oficio de versolarís unos bardos rústicos que llevan el título de payadores. En las fiestas, en las bodas y los bautizos, en las animadas zambras que siguen a la operación de la hierra o el esquile del ganado, o sencillamente en las noches del sábado rural, solían, y hoy todavía acostumbran en muchos sitios, reunirse algunos de estos payadores, que guitarra en mano y dispuesto el frasco de ginebra, se enzarzan en interminables discreteos versificados. El buen payador, naturalmente, ha de ser un tanto vagabundo, bebedor, enamorado y jaque. Muchas veces, irritado por las burlas del contrincante y no pudiendo sufrir las risas del auditorio, el payador puede ocurrir que se levante, eche a volar la guitarra y proponga al cuchillo la terminación de la fiesta. Esto, como era de esperar, le ocurre con frecuencia al irascible y gallardo Martín Fierro.
En su sangre alienta la tradición fanfarrona y osada, pundonorosa y altiva de un hidalgüe{31}lo español del siglo XVI. No le falta ni siquiera el punto necesario de petulancia, y con esto abarca el hispanismo de las dos grandes centurias; frecuentemente habla y se conduce Martín Fierro como un soldando andaluz que ha guerreado en Flandes bajo el reinado de Felipe IV.
El hispanismo, el andalucismo, el casticismo siglos XVI y XVII resalta en Martín Fierro a lo largo de todo el poema; y eso es más notable y guarda más interés, porque su autor Hernández no se propuso ni remotamente lograr este efecto de hispanismo; él quiso hacer un poema de pura esencia argentina, y siendo verdaderamente bien argentinos el poema, los personajes y las acciones, al mismo tiempo resultan fundamentalmente españoles.
Es muy difícil que en otra raza cualquiera el héroe del poema, convertido en narrador de sus hazañas, tome una actitud de reto y provocación. Es verdad que Martín Fierro, al comenzar su relato, usa la forma convencional y común a todas las epopeyas. Invoca, pues, a las deidades divinas, prestadoras de inspiración:
Está bien, y así hicieron todos los cultivadores de la épica. Pero antes de todo, Martín Fierro estima necesario precisar su actitud de jaque, inasequible al miedo y al deshonor:
Yo no creo que en la literatura española abunden los pasajes representativos y característicos, positivamente raciales, en que se expresen, como en estos versos del Martín Fierro, la ilustre y sincera valentonería, la altivez quisquillosa, el punto de honor y la obsesión{34} de la negra honrilla. Si el carácter histórico español ha sido considerado por los extranjeros como una exaltada soberbia y como un sentimiento en cierto modo místico del honor a lo hidalgo, las palabras fuertes y decididas que pronuncia el héroe Martín Fierro desde el principio son las más representativas y terminantes. El lector español se resiste a creer que esas palabras no hayan sido dichas por un habitante de la propia España. Pero mirando bien, el caso ya no nos parece insólito. Debe recordarse que en el siglo XVI pasaron a América ejemplares auténticos, firmes y sellados de la raíz española; y en el trasplante al otro lado del Atlántico, aquellos españoles se llevaron todo cuanto en ellos era esencial, lo mismo de bueno que de malo. Y aparte unos pocos aspectos de la naturaleza que disienten, todo es en el Martín Fierro perfectamente, y acaso mejoradamente español.
Tiene, por ejemplo, una soberbia xenofobia y un ingenuo desdén para el extranjero, o sea el gringo[19]. Y cuando los conducen a la fuerza en calidad de soldados, Martín Fierro se permite hacer consideraciones graves y pintorescas a propósito de los intrusos que inundan la Pampa.{35}
El gaucho castizo siente un desdén varonil por los inmigrantes sedentarios, por los europeos borreguiles, gregarios, que la excesiva civilización hubo de ablandar. El gaucho, como el español, es un hombre sobrio; tiene a menos la glotonería, desdeña el regalo, y considera que ser masculino equivale a ser duro, independiente, valeroso, estoico. En suma, tiene la moral de los pueblos guerreros, y el gaucho, realmente, estaba en constante pie de guerra{36} ante la inminencia de los indios saqueadores. Por otra parte, el gaucho era hijo de padre español. No se le pida, pues, ni voluptuosidad ni glotonerías. Come carne asada y galleta dura, bebe la infusión del mate, y como vicio tiene la ginebra y el cigarro. Si le falta ginebra y tabaco, sufre sin quejarse. Aunque le falte comida, callará dignamente, como un guerrero o un estoico. Desea el lujo, es verdad, pero un lujo personal consistente en arreos de plata para el caballo y bordados calzoncillos para él, cuyos flecos cuelguen bonitamente por debajo del chiripá o calzón holgado. ¡Ya se comprenderá, entonces, que los estadistas y reformadores argentinos tuvieran al gaucho por un elemento inútil para la civilización! Y así ha sido que en la Argentina, durante mucho tiempo, ciertas generaciones de impacientes reformistas procuraron anular, aniquilar en cierto modo al gaucho, como se hizo despiadadamente con el indio, sustituyéndolo por el inmigrante europeo, ese individuo sedentario y blanducho que Martín Fierro execra tanto, sin duda porque presiente que al último necesitarán los gauchos ceder la tierra a los gringos... En los últimos tiempos empiezan a reaccionar los intelectuales más distinguidos frente a esa des{37}mesurada importación de formas y esencias extrañas, pues ven que por querer realizar una gran nación a toda costa, el país se les aumenta efectivamente, pero la patria íntegra y tradicional se les disminuye.
El gaucho Martín Fierro representa, en este sentido, el grito de noble protesta de una patria y de una civilización que no saben resistir, sino alejarse decorosa y orgullosamente. ¡Que irrumpa el gringo blandullón y plebeyo! ¡Que cuente sus monedas, que se afane por vivir a lo burgués y a lo civilizado! El gaucho, encarnado en la persona de Martín Fierro, está hecho para otras empresas
He ahí, pues, un pionner esforzado, épico, novelesco; supo abrir camino a la civilización, y llevar la cultura europea, todo lo rudimentaria que fuese, a los remotos extremos del desierto. Pero fué un pionner a la española, y por tanto estaba imbuído del espíritu heroico y de cierta noble arbitrariedad quijotesca. El otro pionner, el gringo codicioso, glotón y sedentario, es quien ha vencido al fin y se ha quedado dueño de la tierra.{39}{38}
ALGUNA vez me ha ocurrido terminar la velada sobre una página del Martín Fierro; y al día siguiente, en una mañana limpia y luminosa, he ido a mirar, desde la trasera del parque del Retiro, la sublime inmensidad de la llanura castellana. Entonces, espontáneamente, mis labios han repetido los versos del gaucho andante, cuando pinta a su modo la naturaleza de aquella otra llanura, tendida entre los Andes y el Atlántico:
Estos consejos que brinda el gaucho Martín Fierro a los viandantes de la Pampa no son imprescindibles en la llanura de Castilla; las carreteras rayan aquí la inmensa planicie, y la torre de un pueblo asoma de cuando en cuando al borde del horizonte; el peligro de extraviarse no existe. Pero entre Castilla y la Pampa hay de común la soledad, y una especie de sentimiento o angustia del infinito.
De todas suertes, en la Europa occidental ningún otro paisaje se asemeja tanto a la Pampa como la llanura de Castilla.
En efecto, desde cualquier extremo de Madrid pueden contemplar los ojos esa inmensidad de cielo, horizonte y campo vacío de que{41} habla el poeta criollo. Por la primavera, cuando verdean las primicias del trigo, los llanos manchegos reproducen aproximadamente una imagen de aquellos otros llanos platenses, rasos y monótonos, sublimes en su religiosa inmensidad. Lo mismo que la planicie argentina, esta llanura castellana está invitando al hombre a las ilimitadas correrías aventureras. Y es ahí, efectivamente, sobre esas tierras infinitas de lejano horizonte, por donde cabalgaron los guerreros de la Reconquista, persiguiendo el rastro de las huestes sarracenas; y es ahí también donde erraba el iluso Don Quijote, tras la huella de sus quimeras geniales.
En la otra llanura hermana y paralela, por los llanos argentinos, el sol americano vió alguna vez a los conquistadores, hijos directos de los soldados de la Reconquista cristiana. Y si no andaba por allá el propio Don Quijote, se veía cuando menos a su pariente. ¿No es el propio Martín Fierro, gaucho alzado y libre, una aproximada imagen quijotesca?...
Conviene realizar todo género de salvedades, y no conceder a las cosas un valor desmesurado. Pero siempre que hayamos investido a Don Quijote de toda su inabordable sublimidad, podremos ceder al gaucho Martín Fierro{42} una cierta aura quijotil, un modo de parecido quijotesco. Acaso el gaucho Martín Fierro parecerá un Quijote plebeyo, humilde, tosco, un Quijote analfabeto y de pulpería; pero cuantas veces releo el poema de José Hernández, sin querer me acuerdo del libro de Cervantes.
La similitud no estriba en el valor literario, puesto que, como calidad y mérito, son dos obras que no pueden compararse. Existe, sin embargo, una relación en el tono, y especialmente en el aire de vagabundaje y andantería aventurera. La vida libre, el impulso errante, el abandono de la propia personalidad al azar del destino, el confiarse a una especie de fatalismo integral, así como el culto del caballo y de la fuerza del acero; todo esto, tan español del siglo XVI, está palpable y continuo en el poema del Martín Fierro.
Véase cualquier pasaje; la raza antigua habla en estos versos:
Esta es la forma, sin duda, que usaba Don Quijote para pasar las veladas cuando la fuerza del sino le alejaba de algún mesón confortable. “A la luz de las estrellas” es como al hidalgo manchego le placía recostar la frente sobre la almohada de sus sueños. Y bajo el palio del firmamento estrellado, como en la Pampa se reúnen junto al fogón los gauchos, más de una vez solía Don Quijote hacer sus pláticas místico-caballerescas, a propósito, por ejemplo, de la “edad de oro”, mientras los pastores de Sierra Morena, oyéndole respetuosos, engullían la sabrosa cena y apuraban, en vez del mate criollo, el ardiente vino manchego.
Martín Fierro, por tanto, es un personaje literario que cae de lleno en la tradición española. Si le falta talla para acercarse mucho al{44} héroe de Cervantes, merece ser considerado cuando menos como un Quijote disminuído. No es una caricatura de Don Quijote, ni una pretensión francamente quijotesca; pero tiene el aire.
El Quijote, diríamos, de la Pampa, sufre la suerte de su origen. No ha nacido hidalgo, ni tiene del todo limpia la sangre; viene un poco de herejes, de indios cimarrones, y sabe poco o nada de libros, poemas y caballeros. Rústico y primitivo, hijo directo de la Naturaleza y rozado apenas por la blandura y el prestigio de la civilización, ¿cómo exigiríamos a Martín Fierro que se comportase a todas horas como el Caballero de la Triste Figura? Así, pues, en Martín Fierro se opera una mezcla bizarra, y hay en él unas gotas de Don Quijote y un exceso de Sancho Panza.
No está loco a la manera de Don Quijote; sólo consigue estar borracho alguna vez. Entonces busca la pelea y es bravo como nadie; pero no lucha por un ideal de nobleza y de justicia, sino por vulgares motivos de taberna. No obstante, en su alma tosca de primitivo se esconde la virtud esencial de los antepasados, y suele ocurrir que se lance a “desfacer entuertos”, con una actitud propiamente quijotesca;{45} como cuando salva a la mujer cautiva de las garras del salvaje indio, y mata al infame opresor en franca y descomunal pelea.
Es cierto que mata excesivamente. Carece de la espada del caballero, y al acortarse su arma, queda reducida a puñal, y el puñal busca el corazón más directamente.
He aquí el grito que le arranca a su conciencia el excesivo pecado:
De estos amargos arrepentimientos estuvo libre Don Quijote, el cual no hay noticia que produjese la muerte más que a unos cándidos y miserables corderos.{47}{46}
LA MADRUGADA EN LA PAMPA ARGENTINA
Yo no podré olvidar nunca la primera visión de la Pampa y el descubrimiento del primer gaucho argentino. Fué durante un viaje largo y monótono, abrumador, desde Buenos Aires a la frontera chilena. Todavía ahora, a través de varios años, conserva mi alma fresco el recuerdo de aquella emoción alboreal, noble y honda emoción de “plena naturaleza”.
Al apuntar la mañana, por la ventanilla del vagón sorprendí el espectáculo anchuroso de la llanura, toda bañada de luz virginal. Era la llanura de siempre, la eterna e invariable Pampa, madre de trigos benéficos y de mugidores novillos, manchada alguna vez por el azul de una laguna, donde los flamencos de pata encogida ocupábanse, cómicamente apostados, en la caza de invisibles insectos.
Y cuando el sol asomó su faz indecisa, la llanura adquirió una gracia juvenil que invitaba a la alegría y al entusiasmo, tal como el{48} mar, con toda su simplicidad y monotonía, suele conmovernos hasta lo más hondo.
Era un mar en sosiego lo que se tendía a mis ojos. Un mar sin complicación, una naturaleza simple, primaria. No había colinas que vinieran a involucrar la línea del horizonte, ni montañas que alterasen con sus crestas sinuosas la serenidad del paisaje; tampoco se veían árboles, ni arroyos, ni menos poblaciones. Parecía que el mundo aquel acabara de surgir, milagrosamente, todo nuevo, todo fresco, lleno de inocencia, de la mente del Creador, a la manera que nos cuentan las páginas bíblicas.
Y en aquella cándida vastedad de tierra verdeante, el tren marchaba veloz, como si él mismo, producto de la más complicada civilización, se sintiera maravillado de correr por un mundo que acababa de surgir a la vida. A lo lejos, como un punto vago, insinuábase una mancha incierta, tal vez una choza, acaso dos sauces melancólicos. El tren avanzó vertiginoso, y la cabaña, con sus dos arbolitos, se pronunciaron claramente a mi vista. Una cabaña bien somera, por lo demás. Su arquitecto no tuvo que macerar mucho la mente para imaginarla y construirla. Componíase de cuatro maderas y un techo de paja. Era una cabaña in{49}genua, hecho según un plano universal. La misma cabaña del hombre lacustre o del indígena polinesio. Cuatro maderas puestas de pie y un techo pajizo. Y los dos sauces, nada frondosos, encorvaban sus ramas languidecientes sobre la choza, con un amor filial lleno de respeto.
Un hombre a caballo salió de entre los sauces. En la frescura matinal, el hombre aquél cabalgaba con una hidalga prosopopeya, sin apurarse, reposadamente, como quien no siente el acicate de ninguna actividad perentoria. Iba tieso sobre su caballo, noblemente erguido, con rumbo a la inmensidad. Por un momento le distrajo el tren; pero volvió la vista luego, ajeno a la loca carrera del convoy mecánico. Parecía un ser ideal que marchaba a sumergirse en el infinito de luz y en el otro infinito de la llanura. Y, a pesar del vacío y de la soledad del sitio, aquel hombre que cabalgaba noblemente, sin prisa ni afán de ninguna clase, daba la impresión de una felicidad plena, redonda y definitiva. Sino fuera por el jactancioso ruido del tren, oiríanse, de seguro, las voces de su canto. No se concebía a aquel hombre en aquella hora sino cantando.
Reía entre tanto la naturaleza, y cada nimio{50} detalle del paisaje se revestía de una íntima belleza. En el paisaje aquel, tan simple y sobrio, faltaban los elementos teatrales y decorativos. Pero había un amable encanto en la hierba matizada de rocío, en la lechuza que se posaba sobre un poste y abría sus curiosas y atónitas pupilas circulares, en las ovejas que pastaban, en el desbande de las aves azoradas, en la cómica expectación de los novillos ante el paso ruidoso del tren. Y, sobre todo, en la luz purísima que inundaba la llanura, aquella infinita llanura que se abría delante de la imaginación como un concepto casi metafísico de la libertad y de lo inconmensurable.
Y yo pensé: ¿Somos más felices los hombres porque amontonemos mayor número de útiles, de necesidades y de ideas? Aquel rancho[22] perdido en la llanura, aquellos dos sauces, el fogón encendido, la mujer que se queda amamantando a su criatura y el hombre que sale a cabalgar serena y noblemente, ¿no representaban la suma de las cosas y de las emociones que requiere un hombre para sentirse bien dentro del universo y cara a la vida? En aquella cabaña se habían reducido las necesidades hasta el mínimo. Siendo tan pocas las exigencias, el alma, en aquella parquedad{51} de apetitos, debía pensar que el mundo era aún demasiado pródigo. Era la antítesis de la gran metrópoli, de la ciudad insaciable y codiciosa, de la urbe consumida por las pasiones. La ciudad no se satisfacía nunca. Anhelaba siempre más, nuevas formas de placer y de molicie. Las grandes fábricas gemían continuamente para producir los útiles, tan caros a la civilización; los hombres de ciencia alargaban sus vigilias para sorprender una nueva invención; y corrían los barcos y los trenes, acarreando cosas aptas para la molicie del hombre, y las calles se llenaban de fiebre, los Bancos multiplicaban sus negocios, el mundo entero vibraba al conjuro del universal anhelo. Todo para que unos hombres pudieran usar cosas agradables, y todo para que la vida se llenase de complicación. Lujo, vanidad, automóviles, timbres eléctricos, ascensores, teléfonos, bebidas heladas, salsas, especies, vinos espumantes, vestidos de seda, sombreros increíbles. Para satisfacer estas necesidades artificiosas, el mundo llenábase de inquietudes, estallaban las guerras, morían los miserables en los rincones.
En ese rancho perdido en mitad de la llanura ¿qué faltaba? La vida no reclamaba sino tres o cuatro casos simples: un pedazo de car{52}ne asada, una infusión de “mate”, y, como lujo, una galleta dura. Quizá un poco de tabaco para las horas de reposo. Y en los días de fiesta, un trago de ginebra. Para dormir, el sagrado suelo. Y en las noches tibias, tener como techumbre el cielo, empavesado de estrellas.
He ahí una razón fundamental: la vida conquistada a bajo precio. Pero la otra razón, la que se apoya sobre los intereses eternos, colectivos, universales, arguye que ese plan de vida es ruinoso, y que al simplificar las necesidades, reduciendo el radio de nuestros deseos, la civilización corre apuro de malograrse. La civilización es un algo supremo, inasequible, imponderable como el mismo Dios. Todos venimos a ofrecernos como servidores de ese fetiche insaciable, y sudamos, padecemos, morimos entre estertores de codicia, de vanidad o de ambición, a la mayor gloria del progreso. Se nos dice que es humillante desertar de nuestro puesto. Y efectivamente cumplimos con nuestro deber.
Por mi parte, yo siento en muchas ocasiones una fuerte intención de desertar. Siempre que me sitúo enfrente de la naturaleza libre, ingenua y pictórica, me asalta el mismo prurito de renunciar a mi corteza urbana, quitarme el uni{53}forme de civilizado, traicionar a la obra del progreso y convertirme en un hombre sencillo.
He pensado seriamente en llegar a poder vivir así, como aquel paisano que a lomo de su potro tordillo salía cantando de mañana por lo ancho de la llanura. Renunciar a los numerosos detalles de la civilización, despreciar la vestidura del placer, la apariencia sonora de la dicha, a cambio de la verdadera felicidad. Reconciliarse con la salud, auténtica madre de la alegría. Ejercitar las funciones corporales con una segura amplitud. Sentir la plena conciencia de la normalidad del ser. Dormir sin achaques, de un largo y robusto tirón. Cabalgar, vencer las dificultades que se oponen al músculo, sudar, beber agua sana a grandes tragos. Respirar el viento sin temor, y agradecerlo más aún cuanto más frío. Ofrecerse al sol sin veladuras ni encogimientos. Recibir el golpe de la lluvia como una caricia. Curtirse la piel, tensa como un pandero. Ver acostarse el sol, sin miedo al mañana. Levantarse con el alba y agradecer con todas las fuerzas del cándido espíritu la gracia de poder vivir un nuevo día...{55}{54}
POR las páginas del Martín Fierro corre constantemente un aura de queja y de reproche melancólico, y esto da al poema cierta monotonía, como de cancionero andaluz. Entre el gaucho y el andaluz existen coincidencias de tono y de sentimientos tan marcadas, que otra vez me veré inclinado a insistir sobre el paralelismo de dos pueblos que el Atlántico separa, pero que el origen y el concepto de la vida mantienen siempre unidos.
La queja del gaucho Martín Fierro va dirigida en dos direcciones: el abuso social y los males del amor. En el fondo, sin duda, lo que el poeta Hernández se propuso fué una patética e indignada recusación de los móviles ciudadanos, y del plan abusivo de las ciudades cos{56}teñas, como Buenos Aires, que henchidas de elementos inmigrantes, poseídas de un torvo espíritu de presa y con una despiadada prisa por el éxito y por la civilización a ultranza, arremetían contra el gaucho, lo hallaban reacio, lo oprimían y lo expulsaban, arbitraria y brutalmente, de la tierra y del usufructo del país. De modo que el poema del Martín Fierro viene a ser una protesta de la tradición, del argentinismo, de la argentinidad histórica, y en efecto marca la línea que divide las dos épocas: una puramente criolla, con sus luchas políticas, sus violencias y también su generosidad romántica e idealista, su apasionamiento noble; la otra época corresponde al moderno contenido social, en que se ha levantado una nación ágil y ambiciosa, llena de arrivismos y de irreverencias, confuso vientre donde pululan todos los extranjerismos.
Esta defensa del gaucho oprimido y esquilmado forma el motivo del poema. Pero la queja hubiera saltado de cualquier modo, porque la raíz del criollismo pampeano consiste en un acatamiento a la ley de fatalidad, y en una profunda e instintiva comprensión del duro e insuperable destino. El criollo es fatalista como un andaluz; la parte de semitismo que here{57}dara de sus abuelos, se ve todavía corroborada por el fatalismo de las razas indias. Sobre la negrura de su fatalismo, igual que en el alma andaluza; el criollo vierte, a manera de relámpagos, sus chistes y donosidades, su graciosa socarronería.
Las estrofas del Martín Fierro, por tanto, recuerdan directamente las coplas andaluzas de la malagueña. Al comenzar un episodio, en cualquier intervalo de su narración, Martín Fierro lanza al aire libre de la llanura solitaria su queja, que es como una reconvención al destino.
Los últimos versos de esta estrofa recuerdan inmediatamente a nuestro Segismundo de “La vida es sueño”. En el poema de Hernández hay otras varias referencias a libros españoles, que iremos anotando después; el Quijote está patente en el Martín Fierro, y la obsesión de Espronceda obsérvase igualmente a lo{58} largo del poema criollo. Los consejos que da el viejo Vizcacha a un hijo de Fierro, son eco demasiado patente de las advertencias que el presidiario hace al héroe de El Diablo Mundo.
La queja del gaucho se parece a la del andaluz; pero si en la copla andaluza palpita frecuentemente la indignación, la violencia o el arrebato pasional, en la estrofa criolla vaga un no sé qué de resignado y suave. Rara vez suena la copla criolla a maldición y a rebeldía, como en el canto andaluz; el gaucho gime con un tono más pasivo, más rendido y caballeresco; hace, frente al desdén de su dama, no como el enamorado andaluz, sino como el enamorado gallego o el galán provenzal.
Yo me atrevo a reproducir, dándole un valor totalmente representativo del carácter sentimental criollo, esta vidalita, muy popular en las tierras del Plata:
Toma aquí el sentimiento de un pueblo la expresión más resignada, triste y vagorosa.{59} Apenas si el enamorado osa protestar. Es como si admitiera la ley del destino que convierte a la mujer en cosa deseable, frágil, bella, fácilmente desvanecible. Admite la fatalidad, y como buen fatalista no incurre en la inútil propensión a la ira y los desesperados ultrajes.
Se siente, pues, el gaucho obligado a una actitud de compostura frente al desvío inevitable de la mujer. Y toma la postura del lamento según la buena tradición romántica y caballeresca del galán desgraciado; se refugia, pues, en la queja transcendental, en el suspiro y en el culto ácido de la ausencia. La ausencia, como tema de erotismo desgraciado, llena el fondo del cancionero popular argentino.
La copla andaluza exclama:
Pero aun aquí resalta o se entrevé la esperanza de recuperar el amor malogrado, o se presiente la secreta ira del amador que podrá acaso alguna vez ejercitar su derecho a la venganza. El defraudado galán criollo se contenta con gemir:{60}
También Martín Fierro colabora en esta propensión a la queja dulce y al dolor de la ausencia. Azuzado por la justicia, pobre y errante, necesita poner su memoria en la dama de sus pensamientos y canta:
Nada más justificado que el lamento criollo y ese tópico criollo de la ausencia. Es una melancolía que llamaríamos territorial, topográfica. Y ciertamente, si el gaucho encuentra algunas ocasiones de felicidad, su posición en el mundo le hace apto para la melancolía.
No es que sea sombrío, ni que le falte lo esencial a la vida; en los buenos tiempos de Martín Fierro, y aún ahora generalmente, el paisano[25] dispone de un caballo en que trotar, el amor lo encuentra fácil, un cobertizo y un poncho le son suficientes para cubrirse, y la carne, base casi única de su alimentación, la cobra sin ninguna dificultad. El trabajo es fácil también. Detesta el manejo de la azada y no gusta el oficio de labrador, que abandona a los gringos; pero es insuperable caballista, cuida como nadie de los ganados, sabe esquilar ovejas y domar potros y herrar lindamente, y es inapreciable, insustituible, en una estancia[26]. Bebe, rasguea su guitarra, canta por lo fino. Gallardea en las fiestas, y sobre su dócil caballo, a la madrugada, tendido al galope y con el lazo revoleado diestramente en medio de la manada cerril, siente sin duda el robusto goce de la vida plena, libre y masculina.
Pero delante de sus ojos, ¡cómo es de igual{62} y plana la llanura! He allí un mar de hierba, monótono e inexorable como el Océano. Vagamente llega al alma una tristeza que no es la del marino, porque el marino va, y el gaucho no saldrá nunca de su profunda soledad. El jinete se endereza sobre su corcel, y no columbra nada a lo lejos, ni un pueblo, ni una roca, ni un campanario; acaso una cabaña, sombreada por un sauce llorón, o un ombú[27], el solitario árbol de la Pampa que no forma nunca bosque. Sólo el blanquear de las ovejas, y el mugido de los toros errantes y apaciguados. Un amanecer de oro, un mediodía azul, un crepúsculo lleno de nostalgias. El cielo y la llanura, tan anchos, tan infinitos, concluyen por parecer muros de limitación... Sólo el viento pampero, de largo en largo, brota súbito como del mismo seno de la llanura y hace estremecer los pajonales y retumba siniestra y poderosamente en la infinita soledad del desierto.{63}
POR entre los versos del Martín Fierro brilla con frecuencia el cuchillo de nuestro gaucho errante, y con esa arma compañera se consuman hazañas increíbles, como el resistir en pleno campo abierto a un pelotón de soldados policiales.
Viajando una vez por la provincia de Entre Ríos, cuyo paisaje algo seco y surcado de pelados oteros recuerda bastante al campo de Castilla, sorprendí un hombre a caballo, verdadera imagen del romancesco tipo del gaucho. Ya no vestía chiripá, pero en su defecto portaba unos anchísimos calzones bombachos, y sobre la erguida cabeza llevaba un sombrero afieltrado, con masculino y coquetón talante. Al girar de espaldas, mostró en el cinto, por la{64} parte de los riñones, cruzado un largo cuchillo de punta sutil. Mientras el tren arrancaba con enfática carrera, el hombre del caballo y del cuchillo se internó serenamente en la llanura, bien tieso en su silla nacional, impasible y orgulloso, como una página del pasado que se vuelve y huye...
He nombrado el cuchillo, y la palabra no es justa del todo. El cuchillo o facón gauchesco era más bien una espada. Sus dimensiones tenían una prudente medida, y si era demasiado largo para cuchillo, quedaba algo corto para llegar a espada. El gaucho no podía llevar una espada al cinto, como un soldado de caballería; su manera violenta y continua de cabalgar, y su deseo de no separarse nunca del arma fiel, le obligó a cortar la espada del caballero o del hidalgo. La cruzó en la cintura, la sujetó a su cuerpo, y así logró convertirla en algo indivisible con su persona.
Al referirme al cuchillo del gaucho hablo en pretérito, porque el arma nacional de los ríoplatenses va desapareciendo, y sólo es usado tal vez en las comarcas desviadas. El europeo ha traído el uso del revólver, arma fácil y expedita que no requiere una maniobra tan complicada como aquel acero filoso, únicamente{65} eficaz cuando la mano, la vista y el corazón del gaucho lo esgrimía en los imponentes entreveros[28].
Tampoco podía el europeo desenvolverse en el seno de la Naturaleza, desafiarla y vencerla como el gaucho. Este hombre primitivo contaba solamente con su voluntad y sus iniciativas. Situado en mitad del desierto, se buscaba un camino, se orientaba por las huellas sutiles de la luz o del color y sabor de las hierbas, y nada quedaba para él sin expresión, desde el vuelo de las aves hasta el mugido de las bestias errabundas. Poco debía contar con la justicia ni con los poderes constituidos; en último caso fiaba a su acero la defensa de su familia y de su prestigio personal. El europeo, debilitado por la civilización, procura reconciliarse con la Naturaleza, y al reñir contra ella no marcha de frente, sino que la soslaya, y pone por medio la mecánica de la industria y la otra mecánica de las leyes colectivas.
Un pueblo entero, libre y robusto, usaba hasta ayer mismo la espada del caballero o del hidalgo, como hace dos o tres siglos la usaban en Europa las gentes nobles. No se olvide que la espada significa libertad, aunque las mentes un poco aturdidas por la democracia tomen{66} esto por una blasfemia. La espada no ha sido nunca negocio de esclavos, porque implica el sentido de la mayor independencia personal. La espada hace sagrado el concepto de la personalidad, y un hombre que la lleva al cinto está significando a todos los otros hombres que su independencia personal comienza desde la misma punta de su espada. Los caballeros del siglo XVI, llevando todos el signo acerado y mortífero de la libertad, por imposición natural interponían entre ellos la virtud más deseable y democrática: el respeto mutuo.
Así Pizarro, detenido en la isla del Gallo por las suspicacias de algunos compañeros, cuando quiso arrastrar su gente a la gran aventura de conquistar el Perú no osó proferir gritos y órdenes de mando, sino que sacó la espada, rayó la tierra con un brusco ademán y empezó: ¡Señores...!
Aquellos hidalgos trajeron la espada a la llanura ríoplatense, y el gaucho, pobre y errante como su progenitor, lleno de sus mismos prejuicios, reacio a la industria, atento al honor y a la libertad más que al ahorro, fué un testamentario y un continuador en América de la tradición castellana. Cuando en la tierra originaria no quedaron hidalgos de espada al cinto,{67} en la Pampa vivía el gaucho una vida hidalguesca, con su caballo y su daga, su puntillo de honor y su aventura.
No; no era para todos el manejo de la daga gauchesca. Nada tan complicado como su esgrima, ni nada tan terrible como un hombre de aquellos cuando enrollaba al brazo el poncho, se quitaba las grandes espuelas y hacía brillar la hoja del cuchillo. A veces las pendencias duraban mucho tiempo, y el sudor bañaba los rostros que la ira hacía enrojecer. Los circunstantes formaban en círculo, y a nadie se le ocurría que podía intervenir en aquel torneo legal y honroso. Juntos los pies de ambos luchadores, casi abrazados los dos, hacían largo tiempo culebrear los aceros, parándose los tajos con el poncho, ladeándose, evitándose como ágiles reptiles. Un chirle en la cara era golpe muy apreciado, y a veces bastaba la herida del rostro para lavar una ofensa. Pero los verdaderamente bravos no se contentaban con tan poco. Martín Fierro era hábil en hundir el cuchillo hasta la empuñadura.
Acabada la riña, Martín Fierro atraviesa por entre los silenciosos espectadores sin volver la mirada, convencido de que nadie habrá de poner una objeción a su terrible y lógico comportamiento.{69}
En otro capítulo se verá la forma de pelea y el sentido de la muerte del gaucho.{71}{70}
EL uso consumado de la esgrima trae consigo una especie de culto de la serenidad; el esgrimidor, por lo mismo que cuenta con su destreza y quiere atestiguarla, se cuida mucho de mostrar una firme sangre fría al momento de la pelea.
El gaucho hace esgrima desde que nace, y en su mano se convierte el facón en un prodigio. No le gusta, por tanto, combatir de un modo brutal y torpe; estima grato rodear el trance del peligro con el adorno de esas gracias marciales que consisten en jactanciosas actitudes, ademanes despectivos y palabras hirientes. Desde los tiempos del padre Homero, el hombre que fía su riesgo a la entereza de su mano y de su espada ha sentido siempre el trá{72}gico placer de irritar, de encolerizar al adversario, y demostrarle cuán poco terror alberga el pecho que se prepara a combatir.
El gaucho es un buen hijo de español, y sufriría mucho si le privaran del ácido y supremo placer de la jactancia varonil frente a la muerte. Ha heredado del andaluz el culto del gesto y la graciosa arrogancia del desplante masculino; antes de herir, se reserva el derecho de lanzar la frase punzante y retadora. Sus riñas suelen tener un prefacio terrible, emocionante, en que los contendientes se atacan con miradas y con palabras frías, con frases de ambiguo sentido, con sonrisas que cortan.
Era natural que en un ambiente así apareciera el tipo del matón. Lo hubo antes, y ahora mismo existe, sobre todo en los suburbios de las grandes poblaciones. Llaman en Buenos Aires orilleros (sin duda por ser vecinos de las orillas urbanas) a unas gentes confusas, bastante híbridas, formadas de todos los restos de población indígena y forastera, con sedimentos criollos y mucha aportación italiana, especialmente de las partes de Nápoles, Calabria y Sicilia. En esta población circundante y procelosa surge con frecuencia el tipo del guapo, del chulo, del apache, que en el lenguaje provin{73}cial del país llaman compadrito. Antiguamente se titulaba compadre a secas, y la palabra ha dado origen a un verbo muy usado, compadrear, que significa hacer el gallo, el guapo o el valentón; pero en la chulería arrabalesca, allí como en los bajos fondos sociales europeos, el valentón busca siempre la manera diminutiva o afeminada de mostrar su terrible y repugnante masculinismo. El compadre, pues, se convierte en compadrito, hombre pálido y cruel, apachesco, fríamente sanguinario, portador del revólver o del cuchillo, espejuelo de las infelices y deslumbradas mujeres, y diestro bailador de ese soez tango argentino que, en efecto, los argentinos honrados nunca quisieron bailar, y en Europa lo han bailado las atolondradas señoritas linajudas.
Del gaucho Martín Fierro no se puede decir que sea un compadre militante. Obedece, sí, a la ley de su patria, y tomando un poco más de ginebra se siente algo provocador y demasiadamente dicharachero. Por soltar con exceso la lengua se ve obligado una vez a reñir con un negro, al que tiene la desgracia de rajar el vientre. Son cosas de la fatalidad, que hoy toca a uno y mañana nos escogerá a nosotros. Efectivamente:{74}
Sabe ya Martín Fierro, desde la aparición del compadre en la pulpería, que las cosas no podrán ir bien para todos. Antes de que estalle la tormenta, el héroe hace unas cuantas reflexiones filosóficas, seguramente no exentas de curiosidad.{75}
Observad ahora la manera especial de desarrollarse una pendencia entre gauchos:
Pero estas son riñas de uno contra uno, de forma caballeresca popular y muy semejantes{76} a las riñas de otros países. Donde se prueba el valor del gaucho y la potencia de su cuchillo y de su esgrima, es en los entreveros de uno contra muchos, o en la pelea contra un indio armado de boleadoras.
¿No es cierto que nos figuramos leer un folletín de Alejandro Dumas o de Fernández y González? Las estupendas luchas que nos describen las novelas de capa y espada, podrán, y tienen de seguro muchas veces, una parte importante de mentira. En nuestro caso no hay exageración, porque los anales de la Pampa están llenos de empresas parecidas, y el honrado José Hernández, además, rehuye siempre las narraciones hiperbólicas. El gaucho Martín Fierro saca fuerzas de flaqueza, y aunque está solo en la inmensidad, frente a varios hombres armados, sin más apoyo que su daga, prefiere morir matando, y no que lo sacrifiquen miserablemente.
Para nuestra pasibilidad de hombres civilizados, urbanos y tímidos, la actitud de un hombre luchando contra muchos nos resulta inverosímil. Pero Martín Fierro no está precisamente solo. A nosotros nos serviría para poco una daga punzante y un cuerpo más o menos dañado de artritismo; en cambio Martín Fierro le saca a su facón imprevistas y maravillosas aptitudes, y cada canto o punto de su daga es un resorte poderosísimo. En cuanto a su cuerpo físico, él se estira y encoge como la goma, salta o se soslaya, se acurruca o se acre{79}cienta, se multiplica verdaderamente. Y hay, además, la astucia.
Es así como un “hombre de guerra”, un guerrero de oficio, ha sido en la Historia una cosa resistente y capaz de proezas increíbles. Los héroes de Homero, por ejemplo, el Aquiles y el Agamenón y el Ayax, eran completos y vigilantes esgrimidores que aterraban a sus enemigos. Cuando leemos en los libros de Caballería que un solo guerrero combatía y derrotaba a innúmeros adversarios, no todo cuanto nos cuentan es mentira. Un guerrero antiguo, por virtud de la esgrima, del oficio y de la especial preparación del alma, valía por muchos hombres juntos. El gendarme, el lansquenete, el suizo, y sobre todo el caballero marcial a lo Rolando, Cid y Gonzalo de Córdoba, hicieron en mucho tiempo imposible la formación de grandes y eficaces ejércitos anónimos, democráticos, al estilo moderno.
Los enemigos de Martín Fierro traen, es verdad, alguna carabina; pero aquellos pobres fusiles de pistón, sobra sin duda de los arsenales europeos, no valen gran cosa.
He aquí ahora que interviene la astucia, puesto que el guerrero ha de ser listo en ardides:
En fin, la feroz pelea de uno contra tantos acaba, o se precipita al desenlace, cuando uno de los soldados, el sargento Cruz, se pasa al campo de Martín Fierro, gritando aquella voz quijotesca:
CUANDO un hombre se ponía fuera de la ley, quedábale antiguamente en la Argentina el desesperado recurso de hacerse gaucho matrero, oficio semejante al de nuestro histórico bandido de Sierra Morena. El matrero se contentaba con robar ganado, que vendía a los falaces intermediarios, y vagaba errante por la inmensidad de la llanura, libre y abierta entonces.
Hoy la llanura se ve toda dividida y reglada por fuertes alambrados, que si no impiden las raterías y los vagabundajes, dificultan mucho las antiguas aventuras.
En aquellos tiempos le quedaba todavía otra solución al perseguido por la ley: los indios en sus tolderías reservaban a veces un asilo a los{84} cristianos, en la esperanza de utilizarlos como rehenes o a título de espías. Martín Fierro y el sargento Cruz se marcharon, pues, al país de los indios pampas.
El poema del Martín Fierro, aunque no tiene más que cuarenta años de fecha, guarda un valor inestimable porque describe cuadros y cosas que ya desaparecieron de la Argentina. En aquel país nuevo, en constante evolución, las cosas vienen y van con alucinante rapidez.
Este poema vulgar y sin pretensiones tiene, pues, una importancia grande como documento vivo y veraz. Narra, por ejemplo, la vida de los indios, cuando todavía vagaban los indios feroces y libres en los confines de la misma provincia de Buenos Aires. Y los describe con tal detalle y con tanta realidad, que nosotros, los lectores, podemos asistir a las fiestas y las batallas de aquellos bárbaros, a quienes la civilización no ha podido o no ha querido amansar. En estos momentos los indios feroces, constante alarma de los poblados fronterizos, no existen ya más. Todos han desaparecido.
Permanecen algunas tribus, es cierto, en los territorios meridionales de la Patagonia y en la Tierra de Fuego. Pero son indios nada{85} bravos, entumecidos en su clima implacable, poco numerosos y cada día más mermados ante el avance de la colonización. También existen núcleos de indios salvajes en la zona tórrida del Norte de la República, y aunque más numerosos que los del Sur y bastante crueles y rapaces, nunca forman un grave peligro para la población laboriosa del país. Se sostienen en el casi desierto territorio del Chaco y arman sus tolderías en las riberas del poco conocido Pilcomayo. Se valen de la pesca y la caza para subsistir; a veces arrostran pequeños malones[38] o saqueos sobre los colonos cristianos; otras veces acuden a trabajar por temporadas en los obrajes[39], donde se cortan y preparan grandes cantidades de la madera tintórea llamada quebracho. Los miserables indios reciben por sus trabajos alguna suma, que invierten en armas y en alcohol; con frecuencia son víctimas de la codicia de los capataces, y ellos se vengan en brutales represalias.
Los verdaderos indios, los peligrosos y terribles, eran los pampas. Antiguamente se llamaban querandíes, y ocupaban toda la zona llana de la Argentina, esa infinita pradera verde, limpia de árboles. Los indios del Uruguay,{86} llamados charrúas, no eran menos valerosos y crueles.
Por su crueldad, su valor y su independencia, los indios pampeanos eran, sin duda, de la misma condición y raza que los araucanos. Los primeros conquistadores, cuando pretendieron establecerse en la desembocadura del Plata, soportaron bien pronto los excesos de los indios. Los charrúas, cerca de la actual Montevideo, asaltaron la expedición de Solís y la deshicieron. El capitán Hurtado de Mendoza llegó a la Argentina con un lucido ejército de nobles y buenos soldados, fundaron la ciudad de Buenos Aires, y al poco tiempo, los indios querandíes sitiaron la ciudad, sembraron el hambre en la colonia, y, por último, con flechas encendidas quemaron las casas de madera y paja y abrasaron las mismas naves ancladas sobre la ribera. La expedición fracasó del todo, y hubo de llegar más tarde con nueva gente el capitán Blasco de Garay a reedificar las chozas y el castillo de Buenos Aires. Y desde entonces la civilización ha tenido que bregar continuamente en la Argentina con los fieros e irreductibles indios. Hasta que finalmente, bajo el gobierno del general Roca, se acordó una expedición al desierto, y los indios, implacablemente,{87} fueron exterminados. Las mujeres y los niños que se salvaron de la encerrona ingresaron, por adopción, en la masa de la población civilizada.
Bárbaros y feroces, los indios de la Pampa necesitaron sufrir, en pleno siglo XIX, igual suerte que los pieles rojas. La civilización tiene un fondo de egoísmo inapelable; la civilización ambiciona nuevos territorios, nuevas adquisiciones, y quien se resiste ha de desaparecer. No hicieron otra cosa los españoles del descubrimiento y la conquista. Además de la ambición adquisitiva, los españoles llevaron a América el deber ambicioso de la Religión, de cuya carga estuvieron libres los yanquis y los argentinos. Estos pedían al indio sus tierras feraces, sus minas, sus ríos, y que no molestaran mucho a los colonos; cuando el indio se negó, fué exterminado. En algún trozo de los Estados Unidos, a manera de curiosidades etnográficas, quedan hoy unos pocos pieles rojas; también en la Argentina restan unas docenas de indios pampas, a quienes el Gobierno entrega, a título precario y sin carácter de propiedad absoluta, unas tierras para pastorear.
Los españoles exigían a los indios la sumisión, el oro y las tierras. Si los indios accedían, eran conservados bajo leyes humanas;{88} entraban, asimismo, en la comunidad carnal de los hombres blancos por medio del matrimonio. Si se resistían al dominio del rey o de la Iglesia, eran perseguidos y muertos. Después de largas luchas y persecuciones, los indios podían aspirar a que los españoles les admitieran en el organismo civil de los virreynatos. Es cierto que había las encomiendas y la prestación personal del indio en el trabajo de las minas y la agricultura; ¿pero hoy no existen los obrajes, el alcohol, las persecuciones? ¿No se ha extirpado al indígena de la Nueva Zelandia en nuestro propio tiempo?
Saquear y matar; he aquí el oficio de los indios pampas. Hacían acometidas tumultuosas, que llamaban malones, y cayendo sobre los poblados pacíficos, se llevaban lo que veían a mano: mujeres, niños, comestibles, aperos, rebaños.
El gaucho Martín Fierro no conserva buena memoria de los indios. No les concede ninguna cualidad. Su pintura, en fin, es perfectamente contraria a aquel hombre de la Naturaleza que inventara Rousseau y que estuviera en moda hasta acabar el imperio del romanticismo. Nuestro fantástico padre Las Casas, el{90} bueno de Bernardino de Saint Pierre y el mismo Chateaubriand, palidecerían de rubor ante este retrato del indio pampa.
Ahora vamos a reproducir estos versos, que explican simple e ingenuamente una de las características principales del indio americano: la incapacidad para la risa.
Es verdad; la aptitud para la risa pertenece a la raza blanca, y a esos hermanos inferiores que son los negros. Impasible es el japonés; sombrío y siniestramente grave es el malayo; y el indio americano no acertó nunca a poner risa o amabilidad en sus ídolos; su religión precolombiana era de esencia mortal, sanguinaria, fríamente sacrificadora de víctimas humanas.
Lo distintivo en el indio de América es una como fundamental tristeza, y una casi insensibilidad para el horror de la muerte. De tal{92} modo, que el europeo observa ahora mismo, entre las personas mestizadas de la Argentina, una extraña sobriedad en el reir. En cuanto a la insensibilidad ante la muerte, el europeo nota con extrañeza cuán poco valor tiene allí la vida humana, cuán fácil es allí el homicidio, y qué escaso valor se le otorga al delito de sangre. Los señoritos de la buena sociedad portan en la Argentina, con mucha frecuencia, el revólver bajo el smokin. Cierta vez, en pleno Parlamento, a un senador, al agacharse, se le desprendió el revólver del bolsillo; y los periódicos de la mañana no se indignaron ni un poco, sino que hicieron al efecto alguna broma.
Los indios existen todavía, y existirán siempre en América, bien sea en estado semisalvaje o como adscritos a la civilización. En la Argentina no es menos importante el elemento indio. Cuando se nos habla de una raza blanca y europea en la región platense, debemos entender que se trata de un núcleo inmigrante, puramente moderno y pegadizo, y habitador de las ciudades costeñas. El resto del país, precisamente el país que más motivos tiene para llamarse argentino, está compuesto de gentes mestizas.
Todo el interior de la Argentina, desde Men{93}doza a Jujuy, desde Catamarca a Corrientes, es de raza hispano-india; en la provincia de Corrientes aún habla hoy el pueblo un idioma aborigen, el guaraní. A esta población mestiza, que a veces tiene más sangre india que española, llaman en el país con el mote de chinos, por sus caracteres especiales, que recuerdan mucho a los de los japoneses: pómulos pronunciados, ojos un tanto oblicuos y color amarillento.
Las familias argentinas de apellido y abolengo español, especialmente aquéllas muy antiguas que proceden de las ciudades interiores, tienen casi siempre los rasgos del mestizo. Los hombres más significados de la Argentina suelen tener igualmente sangre india, como Sarmiento, como Lugones, como Ricardo Rojas.
* * *
Una vez, con motivo de ciertas asonadas que realizaran los indios del Chaco, fué comisionado por el Gobierno argentino el Sr. Lynch Arribálzaga para estudiar aquel problema. El dictamen que presentó dicho señor me produ{94}jo mucha curiosidad y lo leí con verdadera emoción.
“El indio no sólo no es agricultor, sino que carece de la noción misma de la propiedad individual, salvo la de los vestidos y utensilios domésticos; el campo, los ríos y los lagos, considerados como territorios de caza y pesca, pertenecen en común a los individuos de cada tribu, dentro de límites convencionales que no pueden ultrapasar los vecinos sin consentimiento. En cuanto a los alimentos, bebidas, etc., el concepto de su propiedad es comunista, a tal punto, que si vuelven con un solo pescado, lo reparten equitativamente entre todos, aunque toquen a bocado por barba. La caza mayor se la dividen sobre el terreno, y es frecuente ver una rueda de salvajes fumando en común un cigarro o una pipa, que pasa por turno de boca en boca.”
Ya se comprende que estos hombres arbitrarios, que carecen de la idea del ahorro y de la propiedad territorial, habían de ser perseguidos sin compasión... ¡Miserables, infelices, odiosos indios!
Habían de ser exterminados sin remedio, porque no querían ahorrar, guardar, aumentar. Porque no saben separar la tierra con hi{95}tos y mojones. Porque no sienten la bondad del magno sistema, que consiste en alquilar peones y reservarse el noventa por ciento de los beneficios. No comprenden la sabiduría de guardarse el fruto del trabajo ajeno. Entienden que la libertad es el supremo placer, y que la Naturaleza lo da todo generosamente: peces, aves, frutos, flores y plumas. No son útiles para la civilización, desde el momento que no conciben la necesidad de un portamonedas.
El concepto blanco de la vida está en oposición con el de las razas de color: el sol tropical es el enemigo irreparable. Tienen esas razas un sentido frágil del vivir; por otra parte, la Naturaleza les da lecciones convincentes cada día; conocen, en fin, “la facultad de existir sin esfuerzo”. Frente al salvaje, el blanco marcha bajo la obsesión de reunir, acumular y vencer. El espíritu de acumulamiento forma todo el sentido de nuestra civilización.
Situado en un clima adverso, el blanco siente miedo a la vida. Es el miedo al frío, a la humedad, al hambre, a la casa sin techo; es el miedo al día de mañana, a la incógnita de un mañana atenaceante; por último, el miedo a la vida forma hábitos inconscientes de alquisición. Perfeccionados los medios de adquisi{96}ción, el hombre civilizado ya no busca lo necesario, sino lo superfluo; necesita adquirir, porque se ha hecho en él un vicio sobremanera incitante. Se crean además necesidades de lujo, de arte, de ostentación y de sensuales delicadezas.
Tiranizado por su pasión, el blanco se abandona a su vida dionisíaca, en que la lucha es suprema ley. Un sabio hebreo lo dejó escrito en palabras imborrables, sobre las páginas insuperables del Eclesiastés: “La vida es una batalla...” Ahí está la síntesis filosófica de nuestra civilización. El indio la rechaza, porque entiende la dicha de otra manera. Se vituperan los procedimientos del hombre de los climas cálidos; pero es porque nos ciega la soberbia de nuestro circunscripto razonamiento. ¿Cómo podemos pedir el mismo esfuerzo, la misma tensión laboriosa a un indígena del Chaco y a un obrero inglés? Este necesita trabajar mucho, porque exige carne, manteca, verduras, patatas, pan, cerveza, tabaco, calefacción, casa abrigada, vestidos de lana, distracciones con que atenuar sus horas de niebla interminable; pero a un hombre de clima cálido le basta un puñado de bananas, un techo de paja y un lienzo que cubra sus vergüenzas. Los que manejan ingenios y obrajes en el norte de{97} la Argentina, gritan porque los obreros se van a media tarea, exigiendo su breve jornal; pero ¿qué ley, humana o divina, puede obligar a un hombre a que trabaje sin cesar todas las jornadas del año, si no tiene necesidad de dinero? Con el dinero que le otorguen después de una faena esforzada, ¿comprará ese hombre alguna cosa de más valor que su muelle y dichosa holganza?...
Por eso hay que aceptar al indio como es, sin exigirle que adopte todas nuestras preocupaciones; siempre será un semicivilizado. Y probablemente serán siempre los países cálidos una especie de “territorios protegidos”. Contra el fatalismo de la Naturaleza es inútil luchar. Los pueblos calientes están condenados a una subordinación; que la subordinación sea lo más humana y dulce posible, es lo que se requiere buscar.
Pero los pueblos codiciosos y septentrionales deben recordar siempre que la civilización, la cultura, las artes y el manejo de la religión y la filosofía, nacieron y prosperaron en las zonas más calientes de la Tierra.{99}{98}
TAN pronto como Martín Fierro y el sargento Cruz hubieron dado buena cuenta del pelotón de Policía, concertaron dirigirse a la frontera y encomendarse a los indios. Y armándose de valor, los dos camaradas traspasan los límites del país civilizado. El resto de civilidad que existe en sus almas rudas se resuelve en un calofrío de melancolía al cruzar la frontera.
Los dos camaradas llegan en mal momento{100} al antro de los indios. Los salvajes están preparando un malón a tierra de cristianos, y no bien se presentan los dos intrusos, deciden matarlos.
En fin, acude oportunamente un cacique y se les perdona la vida. Los dos amigos quedan incorporados a la tribu. Fabrican un toldo con pieles, se dan mutuamente calor, se cuentan sus cuitas, y soportan como pueden la vigilancia y los ultrajes de los indios. En cuanto a comer, allí nadie regala nada; cada cual se in{101}genia en la busca y persecución del mantenimiento.
Pero esta existencia estúpida y relativamente feliz dura poco tiempo. Una plaga de viruela invade la tribu y hace en ella estragos. El sargento Cruz cae con la peste, y a pesar de los cuidados y las lágrimas de Martín Fierro, el pobre apestado entrega su alma.
Así el desgraciado Fierro se lamentaba en su soledad, cuando cierto día...{103}
Martín Fierro se acerca al lugar de donde parten los gemidos, y descubre la escena más horripilante. Un indiazo de aquellos estaba maltratando a una cautiva cristiana, en cuyos brazos latía un hijito ensangrentado. El indio, en su furor, había acuchillado a la tierna criatura, y entre golpes de látigo demandaba a la cautiva que le hiciese confesión de sus presuntos manejos de hechicera, porque los indios supersticiosos achacaban la peste de viruela a brujería.
Martín Fierro se presenta, mira la sangre de la sacrificada criatura, ve a la cautiva llorosa, y repentinamente salta en su rudo espíritu el grito de los antepasados. Lo que hay en su sangre de herencia de hidalgo, acude presto y aparece la voluntad quijotesca de defender y vengar a la pobre cautiva.
Efectivamente, un impulso sobrenatural, venido del fondo de la raza, toma forma de fatalidad y le induce a proceder como un caballero, sin que ninguna clase de reflexión o cálculo intervenga para nada. Bien, ya ha retado a la fiera. Ahora sólo le queda luchar con un bárbaro enfurecido, cerca de una tribu de salvajes, en mitad del desierto, a espaldas de toda ayuda.
De pronto, cuando el apuro era más grande y menudeaban los bolazos y las embestidas, Martín Fierro tiene la desventura de tropezar con los flecos de su chiripá. Resbala, pues, y cae a tierra. Entonces el indio se avalanza, monta sobre el caído, lo aprieta y lo va a ultimar. Pero la cautiva, entretanto, seguía aterrorizada el curso de la pelea, y he ahí que interviene como el mismo brazo de Dios.
La pelea continúa con el mismo terrible furor, con el mismo y terrible mudo ensañamiento. El sudor corre mezclado con la sangre. La fatiga aumenta.
Hay un momento en que Martín Fierro logra cortar con el cuchillo una cuerda de las bolas del indio. Se prevale de la ventaja. Además, al indio le ha tocado su vez, y pisando la sangre del niño descuartizado, resbala y cae. Se levanta presto, pero ya Fierro ha conseguido herirle. Las cuchilladas menudean.
Estas escenas de sangre abundan, como se habrá visto, en todo el poema del Martín Fierro. A nuestro oído de europeos sedentarios llegan esas voces de muerte como algo remoto y antiguo. Se observa sobre todo la especie de impasibilidad ante el hecho sangriento; una manera de enorme y extraño fatalismo frente a la necesidad de matar; y el detalle de los accidentes, de las cuchilladas. Siempre termina la narración de una riña con el dato final: lo alcé en el cuchillo y lo lancé muerto...
La palabra degüello salta asimismo con frecuencia en el poema. El degollar no tiene ya para nosotros sentido ni justificación; si comprendemos el acto de matar, no concebimos la precisión de cortarle a cercén la garganta al enemigo. Pero en tierra de indios sanguinarios, el degüello parece un acto legal y casi{108} imprescindible. Para el salvaje no basta la muerte; su siniestra alma necesita palpar la muerte del adversario, sentir su palpitación agónica, poseer, en una palabra, toda la agonía del enemigo, sus gestos despavoridos, su terror postrero, la sangre que brota a chorros.
Esta costumbre del degüello pasó desde los indios a los cristianos, y en sus mismas guerras civiles, los ríoplatenses acostumbraban a usar el terrible ejercicio de la degollación. Se cuenta que el tirano Rosas no fusilaba a los prisioneros y culpables; los degollaba, sencillamente.
Una vez que Martín Fierro se vió libre de su horroroso peligro, montó en el caballo del indio, dió el suyo a la cautiva, y con las debidas precauciones, a paso de carrera, huyeron de la tribu de los salvajes.
Vagaron por el desierto, llegaron a las primeras poblaciones civilizadas, y allí, portándose otra vez caballerescamente, Martín Fierro se despidió de la cautiva y tomó el rumbo de la tierra natal. Llevaba sobre su conciencia bastantes culpas, le adeudaba a la Justicia bastantes delitos; pero los jueces, en aquellos tiempos, saldaban pronto las cuentas pasadas. Y nuestro héroe se ve exento de toda reclamación. Pero está viejo, pobre, melancólico... Pide no{109}ticias de su mujer, y le dicen que ha muerto. Busca a sus hijos, y he ahí que aparecen dos lindos muchachos que le abrazan...
Esta última parte del poema es muy curiosa, porque se dedica a narrar las aventuras y picardías de los muchachos. Está sembrada de sentencias criollas, y por tanto equivale a un refranero popular de la tierra del Plata. Vamos a internarnos en esa pintoresca trama de refranes criollos.{111}{110}
LA última parte del Martín Fierro está dedicada a escenas familiares y al tierno reencuentro de los hermanos perdidos. En esta parte del poema popular criollo ya no se narran episodios de sangre, peleas y otros excesos. Pero en medio de las narraciones ingenuamente sentimentales, el tono de picaresca que tiene este libro en todas sus páginas se afirma todavía más en su terminación, gracias a los dichos y refranes que aportan Fierro, sus dos hijos, el primogénito del sargento Cruz y el viejo Vizcacha. Probablemente, el Martín Fierro es el último libro del género picaresco que ha producido la literatura castellana. Y esto es más interesante, porque el autor de este poema rudimentario no era muy culto en letras{112} ni se propuso emular los grandes autores del siglo XVI y el XVII; es la obra espontánea de la raza, que aun transportada a medio distinto y extraño, produce fatalmente estrofas y episodios de puro sabor castizo.
Sucede, pues, que nuestro héroe Martín Fierro regresa a sus pagos. Está un poco viejo y se ocupa en cantar al abrigo de las pulperías, tañendo la guitarra ante un concurso de amigos que escuchan atentos sus aventuras y trabajos. Allí se le unen sus dos hijos. Y cada uno de los muchachos, siguiendo el sistema literario antiguo, narra por su parte las aventuras y desdichas de su vida azarosa.
El hijo más pequeño cuenta cómo quedó abandonado, cuando Fierro fué llevado a servir de recluta en la frontera. La pobre madre murió. Y el muchacho, por una tropelía de la justicia, demasiado frecuente en aquellos climas inseguros, es acusado de haber dado muerte a un boyero, y cae en presidio. El triste mancebo se limita a describir la horrible vida del presidiario. Para un hijo de la naturaleza, hecho a la luz y la libertad, nada debe de haber, en efecto, tan horroroso como el encarcelamiento.{113}
También le fatiga y le aterra mucho el silencio mortal de la prisión. Es un silencio que le obsede, que le aturde, que le alucina.
El otro hijo de Martín Fierro tiene algunas cosas más entretenidas que contar. Por lo pronto le recoge a su amparo una tía anciana, cuya amable tutela le permite vivir sin oficio y en perfecto holgazán. Pero la tía muere, y el muchacho queda otra vez desvalido. La amable tía le ha dejado una herencia, consistente en unas tierras y unos rebaños. En esto interviene el juez, y nuevamente la justicia criolla de aquel tiempo hace una de las suyas. En resolución, el chico no puede cobrar la herencia, porque es menor; en cambio le ponen de pupi{114}lo bajo la tutoría de un viejo cínico, ladrón, borracho, que responde al apodo de Vizcacha.
El viejo Vizcacha vive como un animal inmundo y ladino. Se dedica a hurtar reses y vender de tapadillo los cueros. Roba todo cuanto se le alcanza, desde una hebilla a una montura. Bebe sin tasa. Y a cambio de otros regalos, le da al chico sapientes consejos de la mejor picaresca.
Debo decir, como paréntesis, que el refranero criollo carece de gran originalidad; los refranes argentinos y generalmente los americanos, en realidad son puramente españoles. Aquellos países han inventado pocas cosas, acaso porque recibieron la civilización, la fe y el lenguaje españoles en su período de mejor madurez. Fuera de los términos o expresiones rigurosamente locales, el idioma se mantiene tan original como cuando llegaron allá los conquistadores. Me refiero, claro es, al idioma del campo y de las ciudades del interior; por desgracia, los escritores criollos cultos siembran su lenguaje de tristes galicismos aprendidos en los volúmenes de 3,50 francos.
Los mismos criollos castizos, cuando más presumen de estar argentinizando, no hacen otra cosa que hispanizar. Suelen darse, al efec{115}to, equivocaciones graciosas; porque ellos piensan que las palabras y refranes que dicen son de pura cepa criolla, cuando son, al contrario, españoles. Esta equivocación, acaso, provendrá de la carencia de continuidad literaria y étnica. Leen los criollos muy escasísima literatura española; por otra parte, ellos ven llegar a los inmigrantes del país vasco, de Galicia, de tierra de Cameros, gentes que hablan un mal castellano, o un castellano incipiente.
El viejo Vizcacha no es ni más ni menos que un pícaro de Mateo Alemán, de Hurtado de Mendoza o de Cervantes. Nada dice que no supieran nuestros clásicos pícaros.
Este redomado pillo que llaman Vizcacha parece un ente redivivo, arrancado propiamente del Arenal de Sevilla, del Perchel de Mála{116}ga, de las Almadrabas de orilla de la mar. Tiene toda la sorna antigua y racial, un poco disminuído sin duda por la inyección taciturna y sosa del indio. Conserva, aunque un tanto mitigado, el don de la gracia andaluza. Y expresa en sus dichos toda la sutileza filosófica, castizamente hispana, popular; toda la presteza del madrugador; todo el egoísmo experimentado y concienzudo, entre estoico y cristiano, del hombre que se lanza a luchar con jueces prevaricadores y pillos despiertos.
Véanse algunos de sus consejos:
En lo que atañe a las armas y la defensa personal, el viejo Vizcacha presta al muchacho unos consejos que parecen arrancados de un código truhanesco del siglo XVI.
Después que los dos hijos de Martín Fierro{118} han narrado sus vidas, entra en la pulpería un buen mozo desconocido, que pide venia a la reunión para contar a su vez sus aventuras. Se le concede con gusto la licencia, y el mozo, que resulta ser hijo de aquel sargento Cruz, bizarro defensor de Martín Fierro y amigo de él en el éxodo entre los indios, relata de este modo su vida:
Quedó solo y desamparado, buscó dónde ganarse el pan, y lo mismo que un Lazarillo de Tormes se lanza a los azares de la pillería. Entra a servir en una tropa de titiriteros. Luego lo recogen unas tías, que son beatas y le obligan a rezar innumerables rosarios y novenas. Mientras reza con sus tías, una mulata de la tertulia devota le inspira un amor fogoso, desenfrenado; por mirar a su dama, trabuca los nombres de los santos y estropea las oraciones. Aquello termina mal, necesariamente. Huye de casa de sus tías y cae en pleno vagabundaje.
La plata que dice ganar es por virtud de sus malas artes picarescas. Helo ahí convertido en un tahur, en un jugador de ventaja. Se dedica a desplumar a todo el gauchaje inadvertido y simplista. Parece un personaje de nuestras novelas clásicas. Le llaman de apodo Picardía... Sus conocimientos en el noble oficio de tahúr no pueden ser más pintorescos.
Pero el libro del Martín Fierro es a su manera una obra moral, y en sus versos se salva siempre la virtud. Así, en las novelas picarescas, aunque los pillos hicieran muchos desaguisados, nunca faltaba la ejemplaridad y la coletilla moralizante. El hijo del sargento Cruz, por tanto, se arrepiente de esas fechorías y hácese mozo honrado. Y larga unos versos muy sentenciosos para lección de incautos:
REPETIRÉ nuevamente, antes de acabar, que el Martín Fierro me parece el último verdadero poema popular español que se ha escrito en lengua castellana. No importa la incultura y sencillez de quien supo escribirlo tan fragante y sincero, tan incorrecto y rudimentario, ni tampoco importa que se refiera el poema a costumbres y tipos de la Argentina: una nación colonizadora nunca se ciñe a los límites diplomáticos; tan romana era Mérida como Capua, tan griega Siracusa como Corinto, y del mismo modo se ha podido desdoblar España en la Argentina.
Martín Fierro, por tanto, siendo muy argentino y americano, no deja de ser muy español. Es un libro católico, hidalgo, valiente, genero{122}so, con un poco de tristeza estoica, y otro poco de socarronería, bañado en gracia popular; y sobre todo, para ser del todo español, alienta en sus versos algo como una sorda incompatibilidad con eso que se entiende por civilización europea, moderna, industrialista, inexorablemente trepadora.
Si en el libro de José Hernández se trasluce la influencia de alguna clase de lectura, pronto atisbamos el recuerdo del Quijote. Las aventuras de Martín Fierro constan, en efecto, de dos partes, trozos o volúmenes; al final de la primera parte exclama el héroe, parodiando la frase de la espetera cervantesca:
Y volviendo de su aventurero vagabundaje, al ingresar de nuevo entre los suyos, dice, como pudo decir otrora Don Quijote:
Ese gaucho de barba corrida y pelo amelenado, representa en la remota Pampa el último vástago del árbol español. Conserva de España todo su heroísmo y todo su renunciamiento transcendental. Por lejos que viva del corazón de la raza, por mucho que le separen la distancia, el clima, el tiempo y los prejuicios nacionales, el gaucho contiene, en potencia, todas las cualidades españolas, buenas y malas. Ríe y llora, canta y mata como un español. Reza también a la española, tan supersticiosamente, ingenuamente, como un español. Después que la suerte de las armas, por ejemplo, le empuja a matar en noble duelo a su adversario, Martín Fierro recapacita, al trote de su caballo, que no está bien, ni es de buen cristiano, mezquinarle al enemigo un piadoso tributo.
Hasta la propensión conceptista y culterana, tan del gusto español, halla cabida en este poema. Y al final del libro, efectivamente, vemos que en la taberna, armados de sendas guitarras, se traban a cantar Martín Fierro y un negro payador, y riñen un duelo de estrofas improvisadas en que los discreteos, que se cruzan ante el regocijado auditorio, forman uno de los pasajes más curiosos del poema. Es una pintoresca, vulgar cosmología que abarca las principales nociones del conocimiento del pueblo. Por boca de los dos payadores, el pueblo rural de la Pampa emite sus balbuceos acerca de lo divino y de lo humano, en un estilo de castiza traza, espontáneamente barroco y culteranista. Entre los muchos conceptos sin valor o excesivamente vulgares, salta a veces una imagen que nos seduce. Dice el negro, cuando su adversario le alude la fealdad:
En suma, el poema de Martín Fierro es una constante lección para la intelectualidad americana, y principalmente argentina. Los escritores criollos necesitarán comprender que es muy difícil, y acaso imposible, llegar a la consecución de la obra genial mientras la moda o la frivolidad les aleje de las fuentes originales. La obra verdadera no puede existir sin carácter, y por desgracia la actual inclinación argentina va derecha hacia las formas y los tópicos extraños.
Por un sentimiento de exagerada pasión cultural, el argentino busca en París la clave de su arte, y presume que en su país existe poco aprovechable. Hasta en los momentos en que trata de extraer lo característico de su raza y de su clima, adopta procedimientos y fórmulas aprendidos en Francia. El humilde José Hernández procedía de otro modo, y su pobre bagaje libresco le salvó; él se redujo a interpretar el sentido criollo y español de cuanto le rodeaba, y esto solamente le dió el premio.
Siempre he pensado que ese pequeño poema popular, con todas sus incorrecciones y con su factura rudimentaria, es una de las pocas obras geniales que en su corta vida ha producido la literatura ríoplatense. El genio argentino estu{126}vo demasiado entretenido por sus luchas civiles y la constitución de su nacionalidad; no le sobró tiempo ni ocio para preocuparse bastantemente de la pura y amena literatura, y toda su fuerza la destinó a crear materia política. Los hombres políticos de la Argentina muestran un carácter y una altura que indudablemente no poseen sus hombres de letras. A veces asistimos a un triple desdoblamiento de la personalidad, como en Bartolomé Mitre, coincidente de militar, político y escritor. Otras veces todavía vemos el caso milagroso de Sarmiento, cuyo cuádruple desdoblamiento de militar, escritor, político y pedagogo nos produce estupefacción.
Entretenidos, pues, por tantas e inaplazables solicitaciones, no debemos exigir a los talentos argentinos una excesiva corrección. Es lo incorrecto, más bien, y lo malogrado, la característica del genio literario argentino. El mismo Sarmiento, con ser el más alto hombre literario de la Argentina, resulta un gran escritor malogrado, una obra literaria sin terminar; un Facundo escrito a vuela pluma y un millar de artículos circunstanciales, periodísticos, como inconclusos. En Sarmiento estaba acaso el más grande escritor de Hispano-América; la vida{127} agitada de su país, los múltiples e inminentes deberes que exigía la suerte de su patria, hicieron malograr el perfecto y definitivo escritor que se anunciaba.
Es curioso observar cómo se repite en la Argentina la ley histórica que ordena a los pueblos un desenvolvimiento ordenado e inflexiblemente lógico; es así que la mayor parte del siglo XIX, primero de su existencia independiente, lo ha empleado la Argentina en la dura labor de crear política, de crear civilidad. Mientras el país trabaja por consolidarse, las mejores producciones literarias que produce son las de carácter popular. Los cuentos, las leyendas y las narraciones que salen del mismo pueblo, tienen en la Argentina un sabor espontáneo, un alma honda que no alcanzan, seguramente, las prosas y los versos escritos por los autores ilustrados de la misma época.
Muchas de esas obras populares no lo son en absoluto, según el rigor de las clasificaciones académicas. No son anónimas siempre, puesto que se sabe quién las escribió. Pero el mismo poema de José Hernández parece que se haya desprendido, bien maduro, de la boca desconocida y cósmica del pueblo criollo. Nada tan popular, anónimo, colectivo, como esa his{128}toria de Fierro, verdadera expresión gauchesca arrancada del seno pampeano.
De tal modo sucede esto, que suele costarnos bastante dificultad el retener la ficha nominal del autor. El nombre del autor del poema se nos desvanace como una sombra sin sentido... Vemos el “Martín Fierro” como una cosa desgajada de la selva popular argentina. Se nos figura que no es un libro meditado, compuesto ante una mesa por un señor particular que tenía instrucción, que conocía los clásicos y que fraguaba composiciones tan endebles y ridículas como “Los dos besos” y “El carpintero”. Queremos imaginar que fué la muchedumbre entera quien aportó los versos de ese libro. El mismo nombre, José, y el apellido, Hernández, ayudan con su vulgaridad, con su popularidad, a que la cifra nominal de autor se diluya como una sombra en el cuerpo amorfo del pueblo argentino.
A pesar de su factura rudimentaria, el Martín Fierro no carece de una pretensión moralizante, y en sus páginas, en efecto, hay apuntadas diversas tesis. Están iniciados algunos conflictos locales, puramente criollos, y la misma simplicidad de estos conflictos confirma el carácter netamente popular del libro.{129}
Su autor, José Hernández, no poseía mucho mayor vuelo ideológico que los pobres paisanos de la Pampa; y así es bueno que sea para el efecto positivo del poema.
Las tesis y los conflictos están expuestos con una candorosa elementalidad y con un simplismo encantador. La xenofobia de “Martín Fierro” es la misma que siente el paisano ante el gringo codicioso, ridículo, sedentario, afeminado y tortuoso, que bonitamente, y sin descanso se va haciendo dueño de las tierras republicanas. El problema de la justicia rural está expuesto también con el sentimiento de la plebe gauchesca; para el pobre paisanaje, que pierde demasiado tiempo en beber, cantar, bailotear y darle gusto al cuchillo, el Juez de la campaña casi siempre es el personaje arbitrario y venal que pega, castiga, oprime y hace levas de conscritos. La vida del soldado no tiene tampoco un sentido noble y culto; el paisano que marcha a la frontera, arreado con otros pillos o infelices, no alcanza a comprender el idealismo de las armas nacionales que luchan por la civilización y el progreso; sólo ve un fortín desmantelado, unos oficiales avarientos, unos indios que invaden como fieras, unas pagas que no llegan nunca, hambre, tedio, mise{130}ria, y a sus espaldas el especulador de la ciudad, que prepara sus buenos negocios de tierras.
“Martín Fierro” es el poema tardío, desde luego impotente, que clama en favor del gaucho. Pide justicia contra la invasión de las fuerzas exóticas que invaden e inundan el país; pide justicia para el paisano, que hiciera otrora la campaña de independencia, que defendió las instituciones republicanas, que pobló el desierto y que al final es despreciado, vejado, expulsado de su misma tierra.
Lo cierto es que en todo el “Martín Fierro” no se escuchan más que lamentaciones y gritos airados. Se asiste en sus páginas al vagar de los pobres gauchos, a las tristezas y expoliaciones del paisanaje indefenso. Todo son desventuras y miserias para el gaucho. Y van los gauchos, efectivamente, a través del libro como sombras malditas, que recuerdan a las razas abyectas del Viejo Mundo, gitanos y judíos, siempre sujetos a ultrajes y persecuciones. Es el final de una lucha a muerte. Es la expulsión del gaucho, que será suplantado por el colono europeo. Es la liquidación de la primera fase de la vida nacional argentina. Es el cambio del carácter nacional y la anulación del criollismo{131} histórico, verdaderamente americano, por el predominio de la ciudad arrivista, exótica, que es Buenos Aires... He ahí un conflicto sentimental y bien profundo, que todavía no ha sido atacado por la crítica argentina, tal vez porque sea tan delicado y doloroso de tratar desde el lado criollo.{133}{132}
LAS obras del hombre caen siempre en brazos de la casualidad, y los libros no se evaden a la ley de una suerte arbitraria e imprevista. Tal libro nace con pretensiones de inmortalidad, y no obstante se sume pronto en el olvido; otras obras, en cambio, salen humildes a la luz, huérfanas de reclamo y de pretensiones, y desde el silencio se remontan a la fama eterna. Algunos libros, como el Quijote y el Hamlet, nacieron entre las risotadas de los lacayos y de los marineros, y después el asentimiento nacional los estima como nobles conceptos de la imaginación humana.
Este fenómeno se ha repetido con el poema del Martín Fierro. Nació para ser deletreado{134} por gentes rudas; hablaba el lenguaje de la plebe; iban sus máximas y sus episodios dirigidos a la imaginación del pueblo, y si las inteligencias cultivadas lo leían, era nada más que a título de curiosidad. Hasta que un día el gaucho Martín Fierro vuelve de la vastedad pampeana y logra que se fragüen sobre su asunto complicadas discusiones en las academias, los liceos y las revistas.
Se ha formado, en efecto, lo que llamaríamos “partido literario nacionalista argentino”, y los más vehementes de este partido llegan a considerar el Martín Fierro como la epopeya de la Pampa, semejante, por tanto, a la Chanson de Roland y al Mío Cid. El docto poeta y publicista D. Leopoldo Lugones pronunció en Buenos Aires, recientemente, algunas conferencias a propósito del Martín Fierro, y con su verbo frondoso y acaso desproporcionado sugirió al público argentino la idea de que se estaba frente a una obra genial, extraordinaria, profunda. Los exégetas y comentaristas han pronunciado su fervor sobre aquella obra, antes humilde y populachera, y no hay duda que en el alma argentina se ha producido un vivo movimiento de interés por un libro que verdaderamente da el tono y la medida del carácter{135} criollo, antes de que este fuera amenazado por el aluvión cosmopolita.
No es nuevo el fenómeno, como ya dijimos. Y al igual que en todos los casos, esta vez también se repite en la Argentina la misma honda guerra de sentimientos y de ideas alrededor de la obra renacida. Clásicos y románticos peleaban un tiempo sobre los dramas de Shakespeare. No se trataba entonces de una mera controversia retórica, sino que palpitaba allí la lucha entre dos mundos mentales, entre dos fuerzas ideológicas y entre dos maneras de sentimientos. Dos civilizaciones, con todo su bagaje político, sociológico y sentimental, disputaban enconadamente sobre el tema en apariencia ridículo de las tres dimensiones teatrales o de la forma lírica.
Apresurémonos a decir que el Martín Fierro no ha promovido solamente una guerra literaria. Siendo muy interesante la discusión de carácter retórico, que dura aún y que promete prolongarse mucho, es más importante la parte social, sentimental y política que hay en el asunto. Por de pronto, débese anotar la rehabilitación romántica del gaucho, personaje de ayer mismo y ya casi mitológico, a quien el consenso público declaró nefasto y perjudicial{136} para el progreso de la patria, y que últimamente pasa a convertirse en una figura ideal, hermana de las otras figuras que vagan por los versos de Homero.
El problema sentimental de la Argentina es único, y tal vez más grave que el de otros pueblos. Existe, es verdad, el conflicto íntimo de Francia, que por naturaleza se ofrece como un pueblo monárquico, con una historia realenga empapada de glorias y triunfos, y que, sin embargo, la necesidad del momento, acaso la misma propensión lógica de la raza, obliga a ese noble país a aceptar el régimen democrático y radical. El sentimiento más íntimo le tira a Francia hacia la continuación monárquica, cuyo tipo glorioso puede residir en Francisco I, en Enrique IV o en Luis XIV; mientras tanto, la razón le empuja por el camino radicalmente democrático.
El conflicto argentino es más íntimo todavía, y también más irreconciliable. Aquí se trata de una oposición entre el ser tradicional y el ser futuro. Por una parte está la raza que hizo la nacionalidad y la independencia; por otro lado se levanta la gran responsabilidad del porvenir y el compromiso de formar un pueblo grande, activo y emulador. La raza original{137} supo levantarse prodigiosamente, darse una constitución, guerrear por grandes ideales. Ella trazó las líneas de las primeras poblaciones, de los primeros caminos y canales, de las leyendas y tradiciones, de las costumbres y creencias, de los balbuceos literarios, que forman el cuerpo de la nacionalidad. Supo levantar un modesto edificio, pero substancial y completo, sobre las bases de la aportación colonial y con la experiencia de la propia naturaleza. No faltaba ni la disciplina de la religión, ni el rigor universitario, ni el cuerpo de leyes municipales que ofrecían una perfección relativa de civismo.
Pero todos estos elementos parecían precarios si se quería empujar al país a enormes saltos y a alturas increíbles.
Llegó la ráfaga ambiciosa, el vértigo de las grandezas. Con los antiguos elementos se tendría una nacionalidad, un carácter, una fisonomía enérgica, pero había el peligro del estancamiento. Era necesario sacrificar una gran parte del tesoro heredado, en aras de aquel magnífico porvenir.
Con una inflexible dureza, raro ejemplo en la historia de las nacionalidades, las personas directivas han insistido en recomendar el cambio del carácter y de los más esenciales com{138}ponentes de la raza. Frente al hombre de la llanura, encastillado en su altanera independencia, sobrio, indolente y despreciador hidalgo del ahorro, se ensalzaban las virtudes del colonizador europeo, asiduo, codicioso, hábil en el uso de los oficios y de la agricultura. “Gobernar es poblar”, se dijo en diferente tono y en numerosas ocasiones. Y el poblar, en este caso, equivalía a substituir al hombre nacional de la llanura, reacio y altanero, por el hombre europeo, tan flexible y acumulador.
En el afán impaciente de renovación, los primeros cerebros del país no desdeñaban el ultraje o la injuria. El vehemente Sarmiento, después de pintar al gaucho en aquel célebre y no igualado capítulo de Facundo, pasa a condenarlo en mil formas, con mil razones y dicterios, en nombre de la civilización. La barbarie, para aquella mente obsesa, está en el campesino pampeano o andino, que vive sobre una tierra fértil y no quiere labrarla; que vaga a la orilla de un río como el Paraná y en lugar de utilizarlo como sendero comercial y llenarlo de naves, prefiere vadearlo rudimentariamente, asido a la cola del caballo nadador.
Sarmiento contempla sus lagunas provinciales de Huanacache, y las ve estériles, inútiles,{139} como cuando el indio precolombiano pescaba en sus aguas. Contempla las ciudades provincianas, llenas de indolencia y fanatismo; recorre el caudal de costumbres coloniales, saturadas de herencias españolas, católicas, heráldicas; y proclama con ardor la guerra al tradicionalismo, al indianismo, al hispanismo. Amonesta a sus paisanos los hábitos gauchescos. Y exclama en sus Recuerdos de provincia con inflamado acento:
“¡Los blancos se vuelven indios huarpes, y es ya grande título para la consideración pública saber tirar las bolas, llevar chiripá o rastrear una mula!...”
Hoy no podría decir lo mismo. Ya no se tiran las bolas apenas, ni lleva nadie chiripá. Por los caminos del campo van los colonos en tilburí. El gaucho ha pasado a la historia o se refugia en el último baluarte de ciertas provincias, aguardando allí la hora del desalojo. Y ahora que el gaucho no existe, ¿no le veis alzarse en lo recóndito de las imaginaciones, con la apostura ideal que prestan el recuerdo y la poesía a las figuras fenecidas?
Está volviendo Martín Fierro, del fondo de su pampa grave, al paso del peludo corcel amigo. Si antes disputaba en las pulperías o paya{140}ba rudas canciones junto al fogón invernizo, hoy se codea con los héroes helenos, con los caballeros de Rolando y con los infanzones del de Vivar, mío Cid Campeador...
Su vuelta ha levantado choque de pendencia. Ya no es, como antes, la justicia aldeana quien acude a acosarlo, con golpe de soldados y jueces rurales; son los malcontentos de la tradición, los razonadores y los progresistas, quienes se levantan airados contra él, invitándole a volver a su obscuro sepulcro de la llanura. Pero a la vez le reciben otros muchos con ardientes salutaciones. Miran en él a un personaje remoto, fundido en las lejanías de la Historia, con lo esencial de la raza. Acaso no se atreva nadie todavía a proclamarlo como ejemplar auténtico y necesario del desdoblamiento nacional; los montones de trigo y la multiplicidad de los Bancos obligan a contener los impulsos del sentimiento. Bello como la cosa más íntima, sigue apareciendo como funesto al progreso, a la “valorización”...
Y ahí está el gran conflicto, que ahora puede decirse que empieza en su forma ostensible; conflicto que irá agrandándose más, a medida que el país se vaya transformando. Y los conflictos sentimentales suelen ser los más in{141}quietadores, por lo mismo que son irresolubles. ¡Un país que ha tenido que retorcer el pescuezo al antecesor, en una manera de suicidio fenomenal, y que, sin embargo, no puede ahogar igualmente a los ancestrales y escurridizos sentimientos!{143}{142}
HA sido Domingo F. Sarmiento una de las personalidades más vigorosas de la Argentina, y el ruido de sus hazañas políticas y literarias llenó medio siglo. Pero Sarmiento, que era tan español por la raza y el carácter, no le concedió a España muchas frases cariñosas. Al contrario, el fondo de su predicación puede resumirse de este modo: El argentino debe extirpar de su seno todo lo que tiene de español, por incompatible con el progreso; la Argentina debe poblarse de europeos agricultores o comerciantes, expulsando a los indígenas retardatarios y perezosos; Buenos Aires, o sea la ciudad, necesita invadir y dominar el campo, someter las provincias originales y transformarlas... Todo esto, expuesto en diferentes{144} páginas de sus libros, ya se comprende que es la teoría de un hombre de la época romántica, lleno de ideas enciclopedistas y progresistas, atestado de lecturas oratorias, con el idealismo retórico de la primera parte del siglo XIX. Además, se nota en Sarmiento al americano recién manumitido, que conserva aún el odio al amo colonial.
En el poema Martín Fierro, por el contrario, está expresado a mi parecer el sentimiento de nostalgia por la vida criolla antigua, pero en una forma espontánea y sincera como nunca se atreverían a exponer los publicistas cultos. Así, en cierto modo, “Martín Fierro” viene a ser una réplica de Sarmiento, una contradicción sentimental de la pedagógica y libresca teoría de Sarmiento.
El hombre modesto y obscuro que era José Hernández, no trató de velar sus ideas y sus instintos, ni tuvo en cuenta las altas conveniencias políticas y económicas que obligan a los criollos de Buenos Aires al uso del eufemismo.
José Hernández, a la manera de un gaucho del interior, consideraba que la corriente civilizadora e inmigratoria iba arrasando lo substancial y característico de la Argentina, y se{145} rebela contra ello, con la misma franqueza que podría usar un hombre del pueblo anónimo. Y en su mente se dibujaba ya el conflicto trágico y sentimental que alguna vez debería preocupar a todos los argentinos ilustrados y sensibles.
Yo recordaré siempre la pintoresca y graciosa definición que me hiciera un argentino entrerriano, a propósito de la teoría del progreso desenfrenado y vertiginoso. “A nosotros nos ha sucedido, decía, como al caballo que marcha tranquilo por un sendero, que no tiene prisa para llegar y que lleva un paso seguro y cómodo; de repente cruza en la misma dirección un pingo desbocado, frenético, galopante, y nuestro buen caballo, dejándose arrastrar por el ejemplo y la emulación, aprieta a galopar también... ¡y de veras nos han fastidiado, porque nosotros no precisábamos correr tanto ni sentíamos ninguna imperiosa necesidad de ir tan aprisa!”
Este disgusto por la carrera vertiginosa se halla expresado en el “Martín Fierro” constantemente, y se apunta de continuo la idea máxima de que no vale el resultado lo mucho que cuesta. Porque un país que quiere variar fundamentalmente y busca el fin sin reparar{146} los medios, necesita entregar mucha parte de sus bienes más caros, los que corresponden a la personalidad, a la tradición, a la raza.
“Gobernar es poblar”, se ha repetido en la Argentina de distintos modos; y han ingresado, en efecto, verdaderas avalanchas extranjeras. Por su parte, Sarmiento proclamaba su famoso dilema entre la silla de montar inglesa y el “recado” criollo; Sarmiento ha ganado la partida, y el país le dió la razón, optando por la silla inglesa que lleva en sí, con su triunfo, la adopción plena y apresurada de todas las normas y los caracteres extranjeros. En el dilema de Sarmiento se incluía la parte étnica, la población humana que había de ocupar el país; Sarmiento entendía que el paisano aborigen, preñado de defectos y caracteres españoles, era nefasto y correspondía al “recado” criollo; el criollismo, signo de barbarie, debía ceder el puesto a la civilización y al gringo... Efectivamente, el gaucho ha ido cediendo el puesto a los colonos extranjeros, que ocupan las mejores porciones del país y se instalan en los órganos dirigentes o matrices de Buenos Aires.
Todo lleno de nostalgia criolla y de un nacionalismo íntimamente xenófobo, José Her{147}nández prorrumpe, por boca de su héroe Martín Fierro:
He aquí una exposición, toscamente referida, de esa edad de oro o vivir idílico que los pueblos construyen con sus materiales legen{148}darios. He aquí también una refutación apasionada de las teorías de Sarmiento. El fogoso Sarmiento condenaba el recado criollo, la superstición española y la barbarie del gaucho; sus contemporáneos y sus descendientes le dieron la razón. Pero la queja de Fierro, la protesta criolla del gaucho que se siente suplantado y vencido, ha de sonar hoy, y mejor mañana, en la conciencia argentina como un grito de justa reivindicación.
Por mucho que nosotros, hombres de harta cultura, tengamos bastante sospecha de la veracidad de esta edad de oro que los pueblos imaginan en una época anterior, no podemos dudar completamente de que Martín Fierro decía la verdad.{149}
Es imposible negar que el galopante gaucho
Un cielo libre, que era el suyo, y que le servía de tácito confidente en sus amores y en sus cantos.
He ahí ahora, como se ve, pintada la edad patriarcal, la edad familiar, la época en que, al modo de las relaciones bíblicas, el trabajo no es una pena, sino una junción; en que el amo y el sirviente no son dos enemigos, sino dos fuerzas compenetradas, amigas, solidarias, que se ayudan y se quieren. La teoría de Sarmiento tenía prisa por romper esta unión ami{150}gable; aspiraba al industrialismo europeo, a la civilización arrivista y sin alma, a la desunión del amo y del criado. La silla inglesa aportaría rieles, rascacielos, quintas canalizadas... Pero ya no llamaría el patrón al gaucho afanoso, y le alargaría, sonriendo paternalmente, el frasco de caña.
Se ha extraído del Martín Fierro, por los publicistas argentinos, principalmente la parte que contiene de protesta social. Pero el socialismo del gaucho, en el libro de Martín Fierro, no tiene verdadero valor de lucha de clases, ni de protesta contra una abusiva repartición de tierras y poderes. Lo que realmente alienta en este libro, es un problema político, étnico, nacional. Es la protesta del tradicionalismo frente a la civilización arrivista; es la enemistad entre el gaucho y el gringo; es la rivalidad entre la urbe ribereña, fastuosa, absorbente—Buenos Aires,—y el país histórico; es el conflicto que enunciara Sarmiento en su “Civilización y Barbarie”.
El gaucho habla por conducto de Martín Fierro, el cual recuerda la vida dorada de abundancia patriarcal. La vida dorada desaparece, y los gauchos son arreados hacia la frontera, donde se dará a los indios la última embesti{151}da. Cuando los indios desaparezcan también, el país se llenará de especuladores, de extranjeros, de codicias desenfrenadas. La ciudad, Buenos Aires, se hará inmensa como un coloso, como un monstruo. Y al decretar el censo de la República, resultará que el país alberga millones de extranjeros, en una cifra total de ocho millones de habitantes. Habrá pueblos argentinos en donde no se habla el castellano usualmente; habrá argentinos hijos de extranjeros, que hablan un castellano pestilente, corrompido, una jerga impura y presidiaria; habrá pueblos en que la sangre argentina está en una proporción insignificante...
Esto significa, seguramente, el triunfo de la doctrina de Sarmiento. Pero es una victoria semejante a la de Pirro; el ejército argentino se ha deshecho. Tradiciones, modalidades, características, fuerza racial, energía del tono primitivo, todo queda deshecho o expulsado ante el imperio triunfador de Buenos Aires, por cuyo puerto viene continuamente la avalancha.
El gran propagandista combatió el ruralismo gauchesco, el tradicionalismo español, la superstición española, todo lo que hay de español, y por tanto funesto, en el ser argentino.{152} Después de algunos lustros, la sociedad argentina se ha enriquecido con preciosos valores económicos, agrícolas y políticos. El ideal de Sarmiento camina triunfante. Pero a cambio de la riqueza material y política, ¿el país no ha debido sacrificar su substancia tradicional, espiritual y étnica?...
El odio de Sarmiento a España es un monstruo que se vuelve contra sí mismo, y en realidad es la patria argentina la que sufre la mordedura. Combatir lo español en la Argentina, sobre todo a principios del siglo XX, es combatir el propio criollismo. Sarmiento condena y repudia las costumbres, los usos, las ideas, los resabios, hasta la gente gauchesca; ¿qué le queda para estimar? El suelo, la tierra... Es muy poco, seguramente. Y es mucho más poco si consideramos aquel suelo pampeano, liso e inexpresivo, monótona tierra de mieses y pastos, que sin la ayuda de la gente gauchesca y de la poesía tradicional pierde todo lo que avalora y explica una patria: el alma.
No; España no tenía la culpa de los defectos que Sarmiento analiza y combate en sus apasionadas obras. Tan pronto como el grande hombre argentino llega a la madurez mental, mira el espectáculo de su patria y la ve{153} sometida a la guerra civil, a la tiranía y a la barbarie. Pero no quiere comprender que sobre la Argentina, como sobre toda la América, ha pasado la revolución y está triunfante la independencia. De todo lo que examina Sarmiento es culpable la misma independencia, puesto que ésta ha destruído en seis u ocho lustros cuanto pudo construir España en tres siglos.
Los virreynatos españoles habían absorbido las esencias de la civilización europea, que en este caso era civilización española; y España no envió a América las sobras y lo secundario, sino que muchas veces había en Perú y Méjico mayor vigor que en la misma Península, como ocurrió en la época de los últimos Austrias. En el siglo XVI dió España a las Indias su fervor evangélico y su espíritu valeroso, heroico, expansivo; en el siglo XVII envió España a América el sentido complementario de la organización política, municipal, eclesiástica y universitaria; el siglo XVIII vió aparecer en los virreynatos las compañías económicas y una sociabilidad culta, muy del tiempo, que llamaríamos de casaca y peluca.
Esta sociabilidad de casaca y peluquín era la que imperaba en los virreynatos cuando los{154} desafueros de Napoleón a lo largo de la Península inspiraron a los criollos la idea de emanciparse. Sería estúpido alegar que la América de entonces, la América de los virreyes cultos y humanos, la América de casaca y peluquín, de las academias y la buena sociabilidad, era una América torva, hormiguero de gauchos cerriles y gentes bárbaras.
De esa América de los virreynatos desciende la civilización criolla, y de ella provienen las costumbres, el carácter, lo peculiar y nacional del criollismo. Esa sociabilidad hispano-criolla hizo posible que en el fondo de los Andes, en el remoto interior continental, naciera y se agrandara la ciudad de San Juan, patria nativa de Sarmiento. Y Sarmiento, que nació en la época del virreynato, o sólo un año después de la revolución, no vino al mundo de unos padres soeces, bárbaros y rústicos; su familia era prócer, honrada, hidalga, y en ella aprendió los principios de una alta sociabilidad española.
Pues si España, a través del Atlántico, era capaz de crear una extensa e intensa civilización; si España dió el ser íntimo y fundamental a hombres como Sarmiento, y si Sarmiento no se explica sin España, ¿cómo es posible que{155} se disculpen las arbitrariedades pseudocríticas de aquel voluntario antiespañolista?
La independencia rompió todos los frenos, desbarató la red de disciplinas que cubría a América y destruyó lo que había, de continuidad, de densidad, de correlación, de armonía y de gobierno en los virreynatos; la familia, la autoridad, la trabazón civilizada, todo vino a tierra. No fué el desbande de las ignorancias oprimidas lo que realizó la independencia; fué la supresión de la armonía civilizada, que trajo por consecuencia la barbarie. Este fenómeno lo conocen los labriegos en las tierras que se dejan de labrar y caen en poder de los matorrales. Fué injusto y cruel Sarmiento cuando, ante el cuadro que presentaba la Argentina en sus primeros años de independencia, se revolvía contra España. Aquella barbarie que él lamentaba no era española; era criolla nada más. La civilización española se había derrumbado, y lo que veía Sarmiento eran las ruinas y los matorrales del barbecho.
En vez de condenar absolutamente la barbarie, y sobre todo la tradición hispano-criolla, ¿por qué no se dedicó su talento a recuperar, a recomponer, a rehabilitar el viejo campo de la civilización española, adaptándola a los nue{156}vos tiempos y a las nuevas normas políticas? Esto le hubiera diputado como hombre verdaderamente genial. Pero Sarmiento estaba corrompido por la admiración rastacuera hacia el extranjero. Y en lugar de levantarse como el gran reformador americano (el reformador que todavía aguarda América), se detuvo en la categoría de un vulgar político transeunte, de cualquier político del momento y vista corta que en frente de una tierra ancha sólo se le ocurre trazar parcelas y darlas a labrar al que desee. Está bien; esto es lógico y práctico. Pero hay algún otro margen para la genialidad.
* * *
Mientras la Argentina avanza en su camino de riqueza, la mente observadora, sin embargo asiste a una tragedia íntima, la de un pueblo que estaba lleno de vigor y carácter, y que rápidamente se transforma en una cosa diferente, amorfa, un poco caótica dentro de su opulencia nacional.
Caótica, porque al destruir sin piedad los{157} cimientos de la tradición, no se han cuidado de conservar prudentemente los elementos substanciales de la raza. Han abierto demasiada franca la puerta a las aportaciones externas, y lo substancial propio se ve inundado, desorientado o invalidado.
En un país de nutrida población indígena, la inmigración puede admitirse sin reparo; los Estados Unidos tenían ya una base populosa bastante capaz cuando llegó la ola europea. La Argentina tenía una población insignificante, y el extranjero la ha invadido. Por eso puede dudarse de que el sistema antitradicional de Sarmiento fuese completamente sabio y oportuno.
Y es que la convulsión de la guerra de independencia dejó en América muchos odios, rencores, suspicacias. Todo el siglo XIX ha durado el período del antiespañolismo. Suele sorprendernos, viviendo en la Argentina, que la Historia nacional la componen los argentinos en una forma un poco caprichosa, desde luego original; dividen su Historia en dos épocas: la Moderna y la Antigua. La Historia Antigua, comprende el período colonial, o sea el tiempo de la dominación española. Más bien puede llamársele prehistoria a ese período. Los{158} argentinos lo tratan someramente, vagamente, como si lo ignoraran; en realidad no quieren recordarlo, o quieren extirparlo...
Pero alguna vez los verdaderos argentinos sentirán el pánico de la descomposición tradicional. Hartos de hablar en francés, desearán por fin hablar en español. Querrán ser argentinos, para no caer en la desgracia de ser una cosa híbrida e indeterminada. Entonces, ladeando a Sarmiento, buscarán las fuentes primitivas, y en lugar del chacarero internacional ponderarán el gaucho, y más lejos todavía hallarán que el verdadero fundamento de la nacionalidad argentina se halla en los tres siglos de la colonización española a todo lo largo de América.{159}
1. Chiripá. Especie de zaragüelles, que los gauchos vestían en lugar de pantalones. Era una gran pieza de paño, que se ajustaba a la cintura dejando holgadas las piernas y permitía montar desenvueltamente a caballo. Bajo la envoltura del chiripá se usaban amplios y vistosos calzoncillos, cuyos flecos bordados pendían sobre el tobillo.
2. Carnear. Acción de sacrificar una res y cortarla para ser comida.
3. Compadre, compadrito. Equivale a valentón, guapo, jaque. Se ha formado el verbo compadrear, que por extensión se aplica a todo acto jactancioso. El compadre deriva cada vez más en la forma del compadrito, especie de chulo, de apache y de soutener.{162}
4. Pago. Voz que en España tiene limitado uso y que en la Argentina se emplea corrientemente. Significa la patria local, el burgo o el terreno de donde se es originario y en donde están la familia, la casa, los bienes y las afecciones.
5. Décian. Los criollos acentúan a veces de manera que al español resulta extraña; pasan rápidamente sobre las dobles vocales. Sin que puedan precisarse estas modalidades fonéticas provinciales, aproximadamente pronuncian los criollos de esta manera: páis, décian. Por lo tanto, los versos populares de este poema ofrecerán más de una vez al lector culto español la impresión de estar mal medidos. Los escritores castellanos clásicos usaban también esta forma de acentuación.
6. Cimarrón. Uno de los varios nombres cariñosos que se da a la calabaza que contiene la infusión de la hierba mate. El mate es una especie de te americano; se bebe como estimulante, y en dosis regulares resulta beneficioso y agradable; pero tomado con exceso, degenera en vicio y puede ocasionar desarreglos nerviosos. Se bebe por medio de una espátula de plata, aspirando.
7. China. La mujer del pueblo en el Río de la{163} Plata. Se entiende por china a la criolla auténtica, castiza, casi siempre mestizada. No es vocablo despectivo; más bien es cariñoso.
8. Apiarse. Apearse. En toda América se usa mucho esta palabra, por bajarse, saltar, descender. Se ha usado también mucho en España.
9. Pingo. Uno de los numerosos nombres del caballo en el Plata.
10. Daga. Se llama con más frecuencia facón. Es un cuchillo largo, estrecho, de punta y filo. No lleva más guarda que una cruz en la empuñadura. Es el arma, el compañero y hasta la herramienta doméstica del campesino. Sirve para carnear, como tenedor y como insuperable defensa. Todo buen criollo aprende una consumada esgrima de cuchillo, realmente prodigiosa. Las armas de fuego, el revólver barato y el inmigrante, han reducido mucho el uso del clásico facón. Pero en el campo, si no en la pura forma antigua, sigue llevando la gente un cuchillo, más corto que el clásico, sin duda un puñal, que sirve para cien menesteres, y sobre todo para comer la carne asada.
11. Fortín. Hasta el último tercio del siglo XIX ocupaban los indios salvajes la parte meridional de la República Argentina. Llegaban sus aduares al mismo límite de la provin{164}cia de Buenos Aires. Para tener a raya a estos indios se estableció una línea de puestos militares o fortines.
12. Tres Marías. Forma pintoresca de referirse a las boleadoras, arma arrojadiza de los indios y los gauchos que consiste en tres pelotas de piedra dura unidas por cordeles cortos. Antes de lanzar esta arma, se revolea en alto, y así lanzada con fuerza y habilidad, cae sobre las patas de una res, maniatándola, o se enrolla al cuerpo de un hombre, derribándolo, o le destroza la cabeza.
13. Pucha. Interjección muy corriente, que sustituye a otra, también corrientísima en Sur América e impronunciable en estas páginas.
14. Pulpería. Nombre que en diversas naciones de América se da al establecimiento mixto de taberna y tienda de comestibles.
15. Toldos. Campamento o aduar de los indios salvajes.
16. Turtubiando. Quiere decir titubeando.
17. Cancha. Voz geográfica, del idioma quechúa, muy extendida a lo largo de los Andes. Significa un espacio de territorio abierto y despejado. Por extensión se da el nombre de cancha al lugar donde se lucha, juega o rivaliza. En el juego de pelota ha quedado vigente{165} este criollismo, que equivale a pista, ruedo, arena.
18. Entiendanló. Esta manera de acentuar es frecuente entre el vulgo argentino.
19. Gringo. En general se llama con este mote despectivo a todo extranjero; pero se aplica particularmente y con más fijeza al italiano.
20. Carniar. Otro defecto de pronunciación criolla consiste en decir carniar, peliar, apiarse, etc.
21. Voltiadas. Se usa mucho voltear, en el sentido de derribar.
22. Rancho. Cabaña, habitación somera en la campiña.
23. Pampero. Viento seco y frío.
24. Yuyos. Hierbas inútiles de las praderas.
25. Paisano. Campesino.
26. Estancia. Finca de ganado.
27. Ombú. Arbol grande, de copa espaciosa, característico de la región platense. No forma nunca bosque y sirve con frecuencia para cobijar a su sombra el rancho o cabaña del campesino.
28. Entrevero. Se usa mucho en América para expresar el encuentro y confusión de una lucha marcial.{166}
29. Facón con S. Se refiere a la cruz de la empuñadura, que tiene la forma de un garabato parecido a una S.
30. Chajá. Ave de Sur América.
31. Parar. Los criollos dicen parado en sustitución de derecho, erguido, en pie, etc.
32. Flete. Otra manera popular de nombrar al caballo.
33. Mataco. Mamífero que, como el erizo, se enrosca y rueda a modo de bola cuando alguien lo acomete.
34. Vos. En el lenguaje corriente de los criollos, el tratamiento de tú queda substituído por el de vos. Este pronombre de estirpe tan ilustre lo usan en buena parte de la América meridional en una forma pintoresca, por lo arbitraria y confusa.
Es cierto que antiguamente, según se infiere de los diálogos realistas de nuestros clásicos, en España tenía el lenguaje vulgar los mismos errores en cuanto a la confusión o mezcla del tratamiento familiar y el respetuoso. Ahora mismo comete el vulgo de Andalucía graciosas confusiones con el uso del tu y del ustedes. En la Argentina emplean estos trabucados pronombres hasta las gentes de posición elevada, en su vida familiar; el tuteo normal y correcto{167} sólo se usa en la enseñanza escolar y en la literatura.
35. Angurria. Ansia, voracidad, avaricia.
36. Chapetón. Torpe, bisoño.
37. Yunta. Esta palabra ganadera suele usarse frecuentemente. Par. Pareja.
38. Malón. Turba de indios armados que irrumpen en los pueblos para matar y robar.
39. Obraje. Nombre de las grandes explotaciones de madera en los bosques del Chaco, del Paraguay y de las Misiones.
40. Peludo. Mamífero de la Argentina.
41. Tranca. Borrachera.{169}{168}
CUANDO terribles inundaciones asolaron una buena parte de los suburbios de Buenos Aires, un fenómeno inusitado atrajo mi atención: el escaso clamoreo y la brevedad de las lamentaciones. Hubo allí innumerables horrores; destrucción de casas, barriadas hundidas, familias sin hogar, heridos y muertos. Con la mitad de tanta desolación, en muchos países hubieran tenido tema para largas declamaciones sentimentales. Allí el suceso produjo repentina emoción, se acudió con los remedios más a mano, y todo pasó en seguida al olvido.
Deberé insistir en la característica fatalista y estoica del criollismo. En el curso del texto hemos observado cómo la queja forma el leit motiv del “Martín Fierro”, y cómo esa queja tiene un carácter tan resignado y tal dejo de fatalismo. A fuerza de ser estoica, la queja criolla pierde su aguda irritabilidad y pasa a{170} convertirse en una manera de conformismo cuya raíz, sin duda, habrá que buscarla en la naturaleza india.
Con el vaivén de las inmigraciones y la lucha por la riqueza, el estoicismo indígena ha encontrado un refuerzo, y en las ciudades tumultuosas del litoral, como Buenos Aires, el lamento no encuentra ambiente favorable.
Esta especie de atonía quejumbrosa se advierte en los periódicos, que nunca insertan informaciones deprimentes; se observa en los gobernantes, que alardean de una tónica confianza; en fin, cada ciudadano argentino se convierte en un propagandista del optimismo nacional. El acento fatigado y lastimero está mal visto allí, y la gente suele desconfiar y apartarse de quien se muestra decaído, sin aliento ni ilusión. En el campo y en las poblaciones del interior queda siempre un eco de la poesía y la música indígenas, melancólicas y extrañas.
Tan fuerte es esta característica, que hiere desde el primer momento la curiosidad del extranjero, y aun aquel que por su condición de humildad intelectual se encuentra imposibilitado de explicarse los fenómenos morales, siente y percibe con fuerza ese caso psicológico argentino. Y quién sabe, al fin, si esa misma{171} atonía quejumbrosa es uno de los atractivos más fuertes que tiene el país, para llamar y retener a los desvalidos del mundo, a aquellos que vienen precisamente de las regiones más tristes y quejumbrosas, a los cansados de oir el gemido de la multitud hambrienta, o sucia, o tiranizada.
El fenómeno en cuestión puede producir diversas interpretaciones falsas. A la mirada del europeo inteligente, un país que carezca de la fibra sentimental, del don de la queja, acaso aparecerá como incompleto, como demasiado simple y rudo. Otros deducirán una ausencia de emoción para el sufrimiento, quién sabe si una dureza de alma. Los más benévolos lo achacarán todo a la exclusión de la miseria y de la tragedia en la vida argentina. Todos sabemos, sin embargo, que el país no es insensible, ni absolutamente simple y rudo. En cuanto a la parte trágica, sabemos todos también cuán penosa se muestra la carrera de muchos hombres, y en los suburbios de Buenos Aires, en el corazón mismo de la soberbia ciudad, late un elemento de continua y sangradora tragedia.
Hay, es verdad, mucho de inconsciencia en el vivir argentino. Pero la causa principal de{172} la falta de queja y de tristeza que se advierte en el país, está ahí, en esa renovación diaria de las muchedumbres intercontinentales. La tristeza es un mal que ataca a los pueblos inmóviles o viejos. La tristeza es como el musgo: necesita del silencio y de la quietud. Al individuo pasivo y perezoso, lo que primeramente le acomete es la conciencia de su fragilidad y la correlación de esa conciencia es el disgusto, la melancolía, la tristeza. Todo lo que está quieto, es triste. Un paisaje inmóvil nos induce a la melancolía, desde los árboles que aparentan meditar, hasta el sonsoneo agorero y supersticioso del aire y de las aguas; mientras que si la tempestad agita el paisaje, entonces salta la impresión airada y dramática, que nada tiene que ver con la tristeza. Y no trato aquí de discernir qué emoción sea la mejor y la más pura: en cuestiones de emoción, cada uno tenemos nuestra conformación espiritual determinada, que nos hace gustar fatalmente una, sin que esto arguya excelencia. Que a mí me solite mejor un paisaje profundo y quieto, no quiere decir que niegue a los demás el derecho a los encantos de la naturaleza vibrante y apasionada.
En tanto que la marea intercontinental inun{173}de al país, en un flujo y reflujo acelerado, la Argentina no sentirá deseos de quejarse ni entristecerse. Su actividad y su renovación no le dan tiempo al reconcentramiento sentimental. La actividad nunca es triste. Algunos aseguran que tampoco es filosófica. Otros se aventuran a decir que no puede ser poética. Pero todo esto nace de los infinitos prejuicios de que nos rodeamos. Porque Leopardi era un espíritu inactivo que vivía a la luz de la luna, y porque Kant se anegaba en la inmensidad de sus libros, juzgamos que el pensamiento filosófico y la poesía han de vivir en la soledad, la pereza y un aristocrático aislamiento. Pero hubo en Grecia muchos filósofos que nos enseñaron a ser transhumantes y a ir rodando de pueblo en pueblo, para conocer, comparar y, sobre todo, vivir. Otros poetas nos enseñan también a crear poesía entre el rodar de los acontecimientos y la lucha de las cosas.
Allá en el norte de aquel continente americano vivió Walt Wiltman, hombre-poeta entre los poetas, el cual creyó dignas de sus cantos las cosas más vulgares, como el hervor de las calles, los gritos de la muchedumbre, el paso de la civilización excitada. Su canto de los pioneers es la nota más entusiasta que se ha escri{174}to sobre la marcha de los pobladores a través de las tierras y los bosques vírgenes.
Es preciso advertir también otra causa, para explicarnos la falta de queja en la vida argentina. Es que la parte mayor de la población urbana, aquella que podía, por su condición apurada, contribuir al lamento público, es una masa de luchadores voluntarios. Cada uno de esos luchadores ha llegado por su propia cuenta, libremente, llamado por la ambición. ¿A quién ha de quejarse ese luchador si encuentra el fracaso en la lucha?... Además, el orgullo pone una parte importante en el problema. Cada luchador, cuando se ha lanzado a la mar en busca del vellocino de oro, concierta con sus compatriotas una especie de compromiso moral; sale de la patria dispuesto a vencer, y nada más que en el hecho de partir hay una confesión de la propia seguridad en el triunfo. Pero no haya temor de que se queje: su orgullo le cerrará los labios, y el que más vencido se vea caerá silenciosamente hasta los últimos peldaños, hasta el atorrantismo. Por eso el atorrante argentino tiene ese aire callado, humilde y, en el fondo, orgulloso.
Falta de queja, horror a la lamentación, silencioso orgullo para caer, ¡ojalá que dure mu{175}chos años todavía en aquella tierra nueva y alentada! Que la manía de imitación no implante allí los procedimientos de otros países. Que una sociedad desocupada y femenina, o afeminada, por satisfacer ambiciones de aristocraticismo, no cultive la costumbre de las asociaciones limosneras. Que no cunda el hábito de los aspavientos, de las suscripciones, de los repartos piadosos, de las listas de donantes, de las protestas aflictivas. Todo esto lo dice quien está asqueado de ver en su patria cómo se pudre el sentimiento de la dignidad humana y cómo se lanza a la ruina emocional una nación entera, confundiendo la idea de piedad con la de la limosna, y legitimando, en fin, la mendicidad. Cuando se legitima el derecho al pordioseo, todo, en las sociedades débiles, conviértese en triste y deshonroso. El obrero nos ofrecerá sus servicios llorando, evocando el hambre de sus hijos; el muchacho que nos brinda un periódico, insistirá para que se lo compremos, alegando la enfermedad de su madre moribunda. Y entonces intervendrá la mentira y se inventarán desgracias para producir compasión. Y una vez que haya desaparecido el sentimiento de la dignidad, todo quedará disuelto, y las personas carecerán de su riqueza principal, que{176} es el hueso medular: ese hueso fiero y resistente que nos hace mantenernos rígidos, sin doblarnos, ni aun en el momento de caer rendidos. La tensión medular—aceptadme el simbolismo—es la esencial riqueza que han de poseer los hombres, los pueblos.{177}
ES indudable que una culta y armoniosa emisión de la voz proporciona a las personas la más eficaz cédula de tránsito social.
El hombre que habla bien se apodera desde el primer momento de nuestra simpatía, y tiene conquistadas ya gran parte de las cosas que solicita, si es que llega en tren de solicitar; en cuanto a la mujer, un lenguaje limpio y musical es en ella arma insuperable.
Si el lenguaje hablado sirve para graduar la delicadeza y cultura de una sociedad, el lenguaje escrito es la exposición íntima que presenta todo un pueblo. No es necesario más que hojear la prensa de un país, para descubrir su temperatura cultural. Cuando un pueblo se encomienda, excesivamente, a la lucha brutal por el dinero, su lenguaje escrito tiene un no sé qué de descuidado y grosero; en otros pueblos donde la lucha económica se equilibra con la otra{178} lucha de las ideas, las hojas diarias aparecen mejor cuidadas, como si hubiera una sanción pública y anónima que las investigase. Dentro de una misma nación, se distingue la prensa de las ciudades exclusivamente comerciales, de aquella otra prensa de las ciudades que alberga colegios, academias, centros intelectuales. Y dentro de una misma ciudad, se distinguen a su vez los periódicos cuyo espíritu es comercial y los otros, los que persiguen algún fin educacionista o mantienen una tradición de cultura. Allí, en Buenos Aires, hay ejemplos de esa disparidad. Mejor dicho, Buenos Aires viene a ser una especie de museo periodístico, donde se leen hojas que parecen escritas e impresas por rusos o italianos, y otras hojas en que se cuida la dicción de un modo impecable y castizo, haciéndose las correcciones con angustiosa prolijidad.
¿Se habla bien o mal en la Argentina? ¿Se escribe bien o mal en Buenos Aires?...
Muchas veces he escuchado yo de labios argentinos palabras que me han ruborizado; ha sido cuando me han pedido excusas por destrozar el castellano. Y el ruborizarme yo tenía por causa la injusticia de la excusa. Porque mi oído, en las frecuentes peregrinaciones de{179} mi vida, está habituado a escuchar toda clase de crímenes verbales, y sé, por experiencia, que el idioma, en todas las provincias del mundo por donde se ha extendido, es una víctima propiciatoria de la incorrecta ilustración de las gentes. Es decir, que en todas partes cuecen habas. Y necesito echar por delante la seguridad de que no es la Argentina el lugar del mundo hispano donde más habas se cuecen.
Es allí frecuente lamentarse, entre las personas distinguidas, de los solecismos en que incurre la gente del campo. Pero olvidan esas personas que en el corazón de España, en el centro de la misma Castilla, los pobres hombres de la plebe dicen dende en lugar de desde; vide por vi; vos sigo, en vez de os sigo. Ahora bien, en España se cuida la gente cultivada de incurrir en los defectos del vulgo, salvando esas incorrecciones que podrían llamarse elementales; mientras que en las tierras del Plata, no es raro oir de bocas cultas bandiar, en lugar de bandear; voltió, por volteó. Este defecto, sin duda, obedece a causas especiales; y es que hasta ayer mismo, como si dijéramos, la Argentina era un país rural, pastoril, en que los amos y ricos se confundían con los feudatarios, incurriendo en las mismas{180} faenas y aventuras, y también en los mismos defectos.
La dicción argentina es agradable al oído. Es una manera de decir musical. Este musicalismo no existe en España, salvo en Andalucía y en Galicia. El castellano habla con tono unísono, sobriamente, sin darle a la frase demasiada flexión musical. Muchas veces una frase larga es enunciada sin flexión ninguna, de un solo aliento y casi en un mismo tono. A medida que se avanza hacia le Sur y hacia occidente, el lenguaje adquiere más variedad sonora; en Galicia la palabra tiende a convertirse en un canto mimoso y como afeminado, y los andaluces, indiscutiblemente, son los maestros en la música del lenguaje, al cual matizan con pintorescos incisos cromáticos.
De los andaluces tomaron los americanos su manera de hablar. La palabra es suave, tal vez demasiado suave para la boca de los hombres... La gente se explica bien, con método discursivo, sin balbuceos, expeditamente, y las palabras suelen ser correctas y distinguidas. Tan correctas y distinguidas, que el español, habituado a una conversación natural y modesta, se ve sorprendido en América ante palabras finas y poéticas, que tienen uso corriente sin{181} embargo de parecer exclusivamente librescas.
Pero existe un defecto: la limitación. Primeramente tenemos la limitación de sonidos, y después la limitación de vocablos y giros verbales. En castellano están diferenciadas la zeda y la ese, la elle y la y griega, la y griega y la i latina. Todo el norte de España, el centro y el levante, mantienen pura esa diferenciación. Desde la latitud de Madrid comienzan a involucrarse, mejor dicho, a limitarse los sonidos; en la Mancha se acentúa el defecto, y llegando a Andalucía, el anarquismo es completo. Así, pues, la mitad del mundo que habla castellano se priva por su desgracia de varios matices de dicción. La zeda y la ese se confunden en un único sonido suave, un poco ceceoso y afeminado; la elle tiene sonido dental, lo mismo que la y griega, y el orador se ve confundido, embarazado, molesto por querer diferenciar los sonidos de las letras, sin lograrlo al fin, acaso porque el uso se encargó de atrofiar ciertos movimientos bucales.
La otra limitación es más grave, aunque más fácil de corregirse. Me refiero a la limitación de vocablos y giros verbales, al empobrecimiento del idioma, a la reducción de la zona del lenguaje. Un idioma es como un te{182}soro: delante de un tesoro, el avaro o el pacato reducen la actividad de las monedas, contentándose con el uso de unas pocas, las suficientes para sus breves necesidades; en tanto que el hombre enérgico y capaz pone en movimiento todas las monedas de su tesoro, llevando a extremos increíbles la irradiación de su voluntad.
Ahora bien, ¿me harán los lectores la merced de no incluirme entre los arcaistas y académicos?... La conservación del tesoro del idioma, no implica un compromiso de respeto cristalizado: el idioma tiene que ir marchando siempre, al compás de los años y las cosas. Pero debe ir marchando, y no estacionarse en el lugar común. ¡Cuántos escritores que se creen revolucionarios e iconoclastas, no hacen más que encastillarse en los lugares comunes, muy modernos y revolucionarios, pero al fin lugares comunes!
Es una desgracia que todo un pueblo, como por sufragio universal, decrete que la palabra lindo ha de expresar todo cuanto sea excelencia, y que ninguna otra palabra pueda tener circulación. La desgracia en este caso significa una pérdida de diez, quince, veinte palabras; y como cada palabra corresponde a un{183} matiz de expresión, hemos suprimido de nuestro mundo perceptivo numerosos puntos de vista. Las cosas, entonces, ya no tienen para nosotros dimensión, superficie, profundidad; las cosas quedan exhaustas de eso que es tan inapreciable para el hombre culto: la graduación. Porque, bien mirado, lo que distingue al civilizado del salvaje, es una cuestión de grados. El salvaje procede como nosotros: habla, ríe, llora, piensa, guerrea, cultiva la tierra y fabrica objetos que cambia por otros objetos. Pero todo eso lo realiza gradualmente por debajo de lo que nosotros realizamos. De la misma manera, un salvaje toca una música bárbara en instrumentos groseros; de su música hasta la de Beethoven, median infinitas gradaciones. Habla, pero sus palabras son pocas, sintéticas; los mil matices de expresión se le escapan, porque no los percibe. Distingue el color negro del blanco, el blanco del verde, pero confunde el verde con el amarillo, el azul con el morado...
Si en Buenos Aires pasa una joven pizpireta y graciosa, la llaman linda; pero si pasa una hermosa y elegante mujer la llaman linda asimismo; y le dicen lindo a un soberbio palacio, y lindo a un patético discurso, y lindo a{184} una acción heroica, y lindo a un campo espléndido. Limitar de tal modo el idioma, equivale a tirar voluntariamente un rico caudal. Es otro lamentable descuido usar las frases, los giros, las salutaciones, las formas arquitecturales del discurso que todo el mundo usa. Pierde con eso su variedad el lenguaje, y nos convertimos en autómatas parlantes.
Pero la culpa de este mal no debe achacarse a nadie, sino a la misma constitución geográfica del país. Si el país es uniforme, el idioma corre el peligro de ser uniforme también. Otra causa de la uniformidad americana debe de consistir en los procedimientos coloniales de los conquistadores: se limitaban el punto de embarque y el punto de recepción, de manera que las cosas, las ideas y las palabras habían de salir inexorablemente de Sevilla y llegar sin escala intermedia a Panamá. Desde Panamá, las cosas, las ideas y las palabras eran distribuídas en los diversos virreinatos y capitanías. De ahí proviene la igualdad americana; esa es la causa de que el continente, a pesar de su extensión y de la variedad climatológica, tenga más cohesión que muchos pequeños Estados europeos; y que las canciones populares de Méjico guarden cierta conexión rítmica con{185} los cantos de Chile y del Plata; y que se llame pulpería en Puerto Rico a la misma cosa que en Buenos Aires se llama pulpería.
Las naciones viejas y occidentales tienen, entre sus muchos defectos, algunas cualidades buenas; la misma diferenciación regional, origen de tantos disgustos, produce un efecto vital; el hombre de Venecia mantiene formas y derivaciones locales, que unidas a las del hombre de Génova, Nápoles y Siracusa, prestan al idioma italiano una continua aportación de aguas verbales vivas. En ese caso, el idioma posee una manera de reservas lingüísticas, propicias para conservar en estado corriente y renovado al idioma nacional.
Idéntico es el caso de España con sus regiones tan variadas, donde los modos de decir locales suponen una reserva inagotable para el acervo común del idioma. En esas regiones escondidas, hasta atrasadas, se conserva latente una transpiración íntima, un ritmo interno del lenguaje. Sin proponérselo, el ritmo ese del lenguaje lo van traspasando las regiones a la lengua culta, como los manantiales que vierten aguas nuevas en un río. Porque el lenguaje, cuando se detiene y embalsa en un centro numeroso de cultura, puede derivar en una cosa{186} quieta y exenta de elasticidad: para obviar tal peligro están los humildes manantiales de las regiones, con su vigor de naturaleza virgen.
Se habla mucho de los galicismos. Pero el mal del galicismo no está en el uso snobista de pocos o muchos vocablos gálicos. Una persona, o un escritor, pueden intercalar en su lenguaje diversos vocablos exóticos; decir tour de force a todo trapo, y hablar de finanzas cuando cabría decir negocios. No está ahí el mal, sino en construir a la francesa. Y desde algunos años a esta parte, nos estamos esforzando en desvirtuar el ritmo de nuestro idioma, deformándolo, no en la parte externa, sino en su interior. Lo estimable de un idioma, y lo que le hace ser original, es su arquitectura, o sean los movimientos esenciales de sus oraciones. Cada pueblo debe tener sus maneras peculiares de decir; y el pensamiento diferenciado de un pueblo se manifiesta en formas de expresión diferentes. Como ejemplo tenemos los idiomas germánicos y los latinos; así como el pensamiento germánico nos es hostil en el primer instante, y a veces no concluímos de aceptarlo nunca, del mismo modo sus idiomas se nos resisten, y al traducirlos necesitamos variar, suprimir y aumentar sus palabras y sus{187} giros. Dentro de la familia de las lenguas romances, hay, aunque en menor grado, una disparidad semejante. El italiano castizo no construye sus oraciones, ni ataca las piezas principales de su discurso, como un francés, ni un francés como un español. Pero actualmente vamos suprimiendo esas diferenciaciones, y a diario leemos artículos o libros escritos en castellano, que si se tradujeran palabra por palabra al francés, quedarían incólumes dentro de la lengua de Racine. Muy bien; esto parecerá una gran hazaña de adaptación europea; pero renunciar al carácter intrínseco del lenguaje, presupone la renuncia del carácter personal. Tales renuncias, bien examinadas, cabría considerarlas como pecados o crímenes de lesa personalidad, o aún peor, de lesa nacionalidad.
En el porvenir, y un porvenir muy próximo, por cierto, las guerras de naciones se convertirán en guerras de idiomas. Lucharán los lenguajes por la hegemonía mundial, y varias naciones se unirán en torno a un idioma para presentar batalla a los otros.
El idioma inglés, con sus doscientos millones de adictos, triunfa actualmente, y amenaza prosperar hasta límites incalculables. La{188} lengua alemana sube como una marea, al compás del fecundo crecimiento de esa prolífica raza tudesca. Pero este nuestro lenguaje, antes glorioso, está destinado a superar todas las metas y todos los cálculos. Las numerosas naciones que lo hablan, cada una por su parte se esmerará en dilatarlo; allí sólo, en la cuenca hidrográfica del Río de la Plata, promete dilatarse hasta pasmosas cantidades de millones. Será uno de los idiomas príncipes, uno de los grandes combatientes de esa guerra incruenta, pero formidable, del porvenir...
Todo, pues, cuanto hagamos por ennoblecer, robustecer y abrillantar esta arma fuerte que nos han dado, será obra que leguemos a nuestros hijos, méritos que hagamos para la gratitud de nuestros descendientes.{189}
ES singular el número de escritores exaltados que aparecen en América. A despecho de todas las censuras y de todos los silencios acusadores, continuamente brotan en aquellos climas poetas o prosistas que hablan en tono agudo, en la nota del do, como los tenores.
Se trata sin duda de una enfermedad. Hay poeta por aquellas calles que padece un verdadero delirio de persecución; otros sufren la manía de grandezas. Componen sus estrofas como si estuviesen frente a frente de la posteridad. Más que palabras, son gritos lo que pronuncian. Se creen entes geniales o providenciales que vienen al mundo a deshacer algún error descomunal. Se encaran con el público, lo apostrofan, hacen gestos de iluminado. Adoptan el papel de vengadores del pueblo unas{190} veces, y su demagogia virulenta quiere fustigar no se sabe qué milenarias tiranías. Otras veces muéstranse investidos de un aristocraticismo bayroniano, y miran al mundo con un desdén que produce perplejidad.
Cuando la moda intelectual formó en todo el mundo tantos escritores anarquistas y socialistas, los jóvenes argentinos exigieron también su parte de excentricidad. Brotaron poetas blasfemos y anarquistas como hongos. El más famoso fué Almafuerte, el cual, con sus versos crepitantes, societarios y terribles, con su retórica fantástica y sus gesticulaciones de Cristo de suburbio industrial, instauró en la Argentina el reinado de lo energúmeno. Ha tenido, y tiene todavía, entusiastas imitadores.
Energúmenos del verso y de la prosa, para ellos no existe la medida, la discreción, el arte civilizado de reprimirse. Usan palabras fieras, versos espeluznantes, donde se complacen en rimar batalla con metralla, trapo con sapo.
Es curioso cómo aquellos exaltados hablan de esclavitudes y desolaciones en medio de una sociedad completamente distraída; benévola y exenta de amarguras fundamentales.
¿A qué se debe esa manera literaria, ese{191} prurito de hablar en tono agudo y de mostrarse con actitudes sibilíticas? ¿Será la herencia tardía de Víctor Hugo? ¿La lectura precipitada de Nietzsche? ¿O tal vez el latinismo, ese latinismo gestero y exagerado que se hincha y aumenta bajo el clima fecundo de América?
Debe consistir también en la especial educación escolar y universitaria. Se educa al niño a los sones de los himnos patrios, y para afirmar en él el culto de los héroes nacionales, se le obliga a una especie de gimnasia panegírica. Después de esta gimnasia, el joven que se pone a escribir ve la vida en forma de apoteosis, los hombres los ve en estatua, y él mismo se considera a sí propio como perorando en la cima de un pedestal.
Para estos defectos suele ejercitarse, en los pueblos viejos, la acción de la crítica o la amonestación tácita, pero eficaz, del público. Pero allí se carece de crítica, y el público, desorientado o indeciso, no acierta a ejercer presión sobre los vicios literarios. Verdadera democracia aquélla, en donde cada cual dice lo que le gusta, se titula genio si quiere, destroza el idioma o atenta contra la discreción, en la seguridad de que nadie vendrá a atajarle.{192}
Ha de transcurrir todavía mucho tiempo, antes de que pueda formarse una rigurosa y prudente escala de valores, de categorías y de limitaciones. La democracia literaria necesita desfogarse aún, hasta tanto que sus mismos abusos la pongan en la precisión de buscarse una disciplina.{193}
NO sé si voy a decir una vana paradoja: a mi entender, la causa de la penuria literaria argentina está en la riqueza material argentina. Cualquier actividad a que se entregue un hombre inteligente, rendirá más provecho que el cultivo de las letras. Una persona educada, de carrera o de alguna relación, encuentra allí fácilmente un empleo, un sueldo pingüe, y no es raro tampoco que esa persona alcance a reunir varios de esos pingües empleos.
Salvada la necesidad económica, esa persona cultivada no sentirá deseo de escribir y publicar páginas que han de rendirle poco provecho material, a cambio de un esfuerzo nervioso tan considerable. Hay, es cierto, la necesidad moral, y hasta el prurito vanidoso, de sentar plaza de escritor; pero esto se consigue con un libro o dos. Así hay en la Argentina tanto{194} hombre de talento que ha escrito un libro único, y que no escribe más.
¿Para qué escribir? A los oídos de los seres más puros y platónicos llega continuamente el rumor de esa marea asombrosa de los negocios argentinos. Llama frenéticamente a todas las puertas el demonio de la especulación. Se hace imposible huir de la marea y del rumor satánico. Se oyen noticias de operaciones fáciles, fabulosas. El hombre más abstraído en sus problemas ideales tiene, por tanto, que escuchar esas palabras de tentación. Los terrenos valorizados enormemente, las Sociedades que se fundan en un día, el tanto por ciento crecido del capital, las sorpresas, las gangas, los hallazgos: todo esto, que anda por el aire, se infiltra en los gabinetes de estudio y ha malogrado tantas fecundas vidas.
Los extranjeros no se libran del contagio; muchos doctores y sabios europeos, llegados a la Argentina con fines pedagógicos e investigativos, a los pocos años entraron en la vorágine económica y dieron de lado a la ciencia. Conozco abogados distinguidos que abandonan su bufete por atender a su heredad; y médicos que visitan a un enfermo de prisa, porque tienen que marcharse a su estancia para vender{195} tropas de novillos. Por eso es cinco veces rara y heroica la vida de Ameghino, que sólo quiso ser sabio, allí donde todos aspiran a ser ricos.
En los países densos de Europa, el profesor no es más que profesor, el médico es sólo médico, y el literato, literato. Aquí no es fácil distraer la atención en varias actividades, porque la concurrencia resulta muy reñida. El médico que quiera asaltar un puesto eminente y reunir nutrida clientela, deberá consagrar todos los momentos de su vida al trabajo profesional, porque de otro modo bien pronto será suplantado. El hombre de ciencia se encierra en su gabinete y trabaja con una ruda intensidad. No sólo es reñida la lucha por el renombre, sino la lucha simple por la despensa. Y ahí está la fórmula, en fin, para la creación de una cultura propia y consistente.
De la conjunción de tantas actividades intelectuales brota en el seno de un país un cuerpo de doctrina nacional: así vemos que la doctrina y los métodos educativos de Alemania son diferentes a los de Francia, y los de Inglaterra distintos a los norteamericanos. Ese cuerpo de doctrina alemán no es producto de un decreto del emperador; para llegar al resultado de una cultura alemana ha sido necesario{196} que sus hombres de estudio concentrasen apasionadamente sus vidas en el trabajo. Pero si a esos resultados no se llega por decretos imperiales, ¿habrá recursos conocidos y asimilables, excepción hecha de las condiciones de raza, medio y tradición? Sin duda que existen varios de esos recursos. Uno, el principal, es el estímulo.
La sociedad, con su estimación, resulta el más grande estímulo para los hombres que emplean sus días en faenas intelectuales. De este modo un Pasteur o un Berthelot hallan que sus trabajos han sido pagados espléndidamente por la sociedad francesa, con aquella veneración, aquellos agasajos de que eran rodeados en todo momento; cada francés se consideraba afortunado por coexistir con los sabios que daban honor a la Francia, y cada francés, asimismo, se consideraba glorioso nada más que por ser compatriota de Rostand o France. En sus últimos años, Víctor Hugo, gran vanidoso, viajaba en los imperiales de tranvía para ver cómo las gentes se paraban en la calle, y señalándole y descubriéndose, decían: Allí va Víctor Hugo.
En semejantes pueblos, la labor intelectual, siempre dolorosa, está soberbiamente compen{197}sada con goces morales, que siendo tan vagos, son los más poderosos incentivos del genio, y los únicos goces que conmueven de veras al genio.
Otro medio popular de la cultura consiste en formar centros universitarios tradicionales. Se observa con frecuencia que toda la civilización de un pueblo está reconcentrada en una Universidad, como si hubiese sido el vientre generador del pensamiento nacional. Y a menudo suele ser cierto. Tomemos como ejemplo lejano la Universidad de Salamanca, de cuyas aulas salieron para las contiendas del mundo aquellos embajadores, capitanes, obispos y literatos que adornaron la historia española de los siglos XVI y XVII. Como ejemplo actual tenemos la Sorbona de París, de tan ilustre abolengo, y Oxford, y tantas otras.
Se forma, pues, alrededor de una Universidad cierta atmósfera extraña, característica, mezcla de pedantería magistral, si queréis, pero también de alegría estudiantil y de entusiasmo pedagógico. A veces la Universidad se traga al pueblo donde está situada, y el pueblo entero se convierte en un criado de la Universidad. Tal debía ocurrir en Salamanca, donde la ciudad se supeditó al servicio de su famoso cole{198}gio, y cada estudiante y cada profesor gozaban de fueros, distinciones y preeminencias especiales. Cuando la Universidad radica en una población demasiado grande para ser absorbida, fórmase entonces en torno al colegio un barrio “sui géneris”, distinto, caprichoso, pintoresco, que goza también de fueros y libertades: verbigracia, el barrio Latino en París. Y en esos núcleos de población, en esos barrios, a la sombra de jardines escolares, bajo las arcadas de la Universidad, en los sombríos claustros, en los hoteles estudiantiles, en los cafés exclusivos, en las librerías, en los puestos de libros viejos, en los comercios de antigüedades, en los clubs algo exagerados, en los periodiquitos batalladores, en las reuniones nocturnas, en las bibliotecas bien nutridas... En todo eso reside, en fin, el ambiente universitario. Constituído tal ambiente, la nación entera se siente contagiada de él. La vida escolar se hace entonces más estimada, y no ocurre que haya una absurda distanciación entre los profesores y los estudiantes. Al contrario, se crea cierto espíritu de cuerpo, un cierto aire de familia. Los catedráticos aman su Universidad sobre todas las cosas, dedican a ella su vida, viven cerca de ella, no se acuerdan de la valo{199}rización de las tierras. Y los estudiantes viven juntos, siempre en su barrio, prestando a su vida un carácter colegial. Se toma en serio la cultura. Y es, cada uno de esos centros, una hoguera permanente y noble que nutre de calor científico a la nación. Algo parecido a esto había en Córdoba. No ha podido formarse en Buenos Aires. ¿Llegará a existir en La Plata?
He nombrado la palabra profesional, por quien sienten gran horror muchas personas. Bajo el apremio de teorías excesivamente idealistas, se conceptúa que del cultivo de las letras, de la poesía, de la filosofía, no debe hacerse nunca una profesión, y que el cambiar las ideas e imágenes por dinero, como se cambian las cosas de la industria, es un acto grosero y perjudicial. Sería, es verdad, mucho más grato para los mismos escritores que sus ideas e imágenes no estuviesen sujetas a una vulgar tarifa; pero si la acción no es grata, resulta, en cambio, muy conveniente para la literatura y para la humanidad.
¿No era Sócrates un profesional? Carecía de otro oficio que su filosofía, la cual no puede nadie considerar innoble y mercantil. Y Shakespeare, ¿tenía alguna profesión que no fuera su oficio de dramaturgo? La literatura, como{200} todo arte, es un oficio. Un pintor llega a pintar bien al cabo de muchos años de aprendizaje; un músico necesita someterse a fatigosos ejercicios diarios, durante largo tiempo, para alcanzar el dominio de su arte. El genio está ahí, en el alma del artista; pero el arte es técnica, y la técnica se logra con un ímprobo trabajo. La técnica literaria es tan trabajosa como la del pintor o la del músico; un literato ha de romper muchas cuartillas, ensayar infinitos trabajos, sufrir grandes fracasos, someterse a desalentadoras esperas; finalmente acude la plenitud, el dominio del lenguaje, la facilidad, adquirida con tanta dificultad... El escritor está ya formado. ¿Qué hará de él la sociedad? ¿Le exigirá que produzca generosamente, platónicamente? Muy bien; en ese caso, el escritor se verá forzado a buscar la vida en otra distinta actividad, y una vez que ha desatendido el uso de su arte, su pluma se hará torpe, su mente perderá la fluidez exigida; olvidará la técnica, dejará de escribir.
Esas obras que nos conmueven o ilustran, obras que admiramos y que representan para nuestra existencia moral el alimento amado, son obras de profesionales. Los libros no surgen caprichosamente, efectos de una súbita{201} inspiración; han sido pensados, rumiados, escritos, después de duras tentativas.
Los libros de los aficionados suelen ser siempre inferiores, mal escritos, confusos, vulgares o ñoños; el diletantismo produce pésimas frutos.
En la Argentina abunda el diletantismo, y él es una grave plaga. Le urge a aquel país crear profesionales. Profesionales de la educación, de la ciencia, de la literatura. Es el recurso inmediato para conseguir una cultura densa, fuerte y nacional. Personas que no hagan más que experiencias de laboratorio; personas que no se preocupen más que de su cátedra; personas que únicamente pinten cuadros, y personas que solamente escriban libros, versos y artículos. Pero, ¡esa grandeza argentina, esa valorización de terrenos!... Y después la petulancia ostentosa que adopta allí la riqueza, y la gran desgracia humillante que supone allí la pobreza...{203}{202}
ESTOS renglones están escritos bajo la sugestión de un organillo; un viejo y cascado organillo que un mozo italiano hacía sonar en la extremidad del puerto de Buenos Aires, en aquel suburbio atestado de gentes extrañas, cosmopolitas, venidas de los cuatro extremos del mundo.
Sonaba el organillo con la melancolía indescifrable de esos instrumentos mohosos, que suelen remover en nuestras almas civilizadas el poso dormido de las ideas, de las nostalgias, con mucha más eficacia que las mismas notas selectas de una orquesta magistral. Aquel organillo tocaba un vals. Los transeuntes lo oían y pasaban. Pero en un banco, bajo unos árboles protectores, había un hombre, y el hombre, que antes dormitaba placenteramente, se despertó y puso el oído bien atento a la música del organillo. Seguramente que ese hombre, al desperezarse, se figuraba seguir durmiendo,{204} por mejor decir, soñando: la música le hablaba de su juventud, de su pueblo natal, de la historia romántica de sus primeros amores y de sus bailes bajo los tilos. Su gesto, en un principio, fué de placer; es porque se abandonaba a la dulzura de los recuerdos, ágiles y blancos como una banda de palomas que levantan el vuelo; después el gesto fué de tristeza. Cuando el organillo calló, el hombre del banco se quedó meditabundo. En seguida rectificó, y cerrando los ojos, volvió a dormirse.
Aquel hombre era un vencido. A esa especie de hombres les llaman en la Argentina atorrantes. Pero hombres vencidos los hay en todas las partes del mundo. En los pueblos ricos y laboriosos el vencido sufre los rigores de la moral dura y terminante. Bajo el sol andaluz, ser mendigo es ser casi un regalo; pero bajo el cielo de Londres, el vagabundo sufre la destilación de todas las torturas. Tampoco es más feliz en Francia el vencido. Ese egoísmo acabado, científico, meticuloso, metódico, de los franceses, empuja a los vencidos hacia la muerte o hacia el crimen.
Mientras que el atorrante argentino, ni es el mendigo español, ni el vagabundo francés, ni el vencido de Londres. Su filiación está más{205} lejos, mucho más atrás que el tiempo y el espacio actuales: Diógenes, en fin, lo tendría por su digno compañero. Buenos Aires no lo cuida y mima católicamente, como hace el español con su mendigo; tampoco lo lanza al dolor, como Londres, ni al crimen, como Francia; Buenos Aires, negligente y distraído, no hace caso de su atorrante; lo alimenta, le deja vivir, y pasa. De manera que el atorrante, entre los vencidos de la Tierra, es el más feliz. Come, sin saber de dónde, no le injurian, le dejan ir, le ceden los bancos en sombra, y el clima, también generoso, no le hostiga con rigores. Es un cínico a lo Diógenes, puede vivir libremente, y filosofar cuanto quiera. ¡Sería feliz, en efecto, si no existiera la parte moral! ¡Si no hubiese una tragedia en cada atorrante, el atorrante sería definitivamente feliz! Pero el alma, el alma, ¡eso es lo que duele!
En todo vagabundo hay un fracasado. Pero el vagabundo europeo puede fracasar epidémicamente; puede su vagancia haber nacido de la pereza, de la inhabilidad manual, de la torpeza mental, o simplemente de un morbosismo psicológico; con frecuencia es un pillo, que renuncia a luchar de frente, para atacar de soslayo a la sociedad, como hacen el men{206}digo español y el vagabundo francés; o ser un impotente y un perezoso, como el vago inglés. Mientras que en el atorrante, el fracaso arranca de las entrañas del ser. Lo que fracasa en el atorrante es todo el caudal de ensueños, de ambiciones, de conjeturas sobre el porvenir, de proyectos grandiosos y felices para mañana. El atorrante es un hombre a quien la ilusión ha desprendido de su raíz europea; ha venido a Buenos Aires con un bagaje sólido de ilusiones; y en Buenos Aires, rápidamente, su caudal ilusorio se ha gastado, se le ha ido, y el hombre se queda pobre, pero con la penuria de la ilusión, con la inopia ilusoria, la más profunda y trágica de las inopias.
Considérese que un hombre no se decide a traspasar el ancho piélago oceánico sino a requerimientos de una índole trascendental. El acto de desarraigarse, de abandonar las formas y los colores y los afectos natales es un acto único en la vida de un hombre; para que ese acto se realice, ha sido necesario que todos los motores internos se pusieran en actividad, y que una ilusión suprema viniese a henchir el alma del emigrante. Esta ilusión se compone de un deseo: la riqueza. A la mirada del emigrante, la visión de América se sintetiza en una{207} especie de locura dorada. La fortuna se le representa vivamente, y se embarca con la firme seguridad de que ha de volver a su pueblo oyendo el tintineo jubiloso de las monedas en sus bolsillos. Y que ha de realizar después todo cuanto sueña: la buena comida, los buenos vinos, el buen amor de una bella muchacha y la serenidad de una vejez abastecida.
Pero este hombre llega, y a los pocos meses se retira de la lucha. Es joven aún, es fuerte, es inteligente. Sin embargo, no quiere luchar. Se retira a un lado, deja pasar a los victoriosos, y él no pide nada, sino vivir. Ha perdido su bagaje ilusorio. Le falta la voluntad. Le falta algún acicate interior y misterioso. ¿Qué tragedia moral ha sucedido en el alma del atorrante?... Lo extraño de este fenómeno psicológico, es que la mayoría de los atorrantes que huelgan por la ciudad, son de procedencia hiperbórea. Para los pueblos latinos y cálidos, el fenómeno se presenta lleno de curiosidad. Porque nosotros, hombres a quienes llaman ahora decadentes, tenemos de los otros hombres septentrionales una idea respetuosa; consideramos, no sin justicia, que los hombres de raza rubia asumen el imperio de la fuerza, del trabajo y de la victoria: no podemos concebir que{208} un inglés, un germano o un escandinavo rueden por las calles en estado de miseria o de vencimiento. Por eso, cuando un hombre de barbas rubias y de hablar tartajoso nos asalta con la mano tendida, sufrimos una decepción y una gran perplejidad, la misma que nos invade cuando alguno nos derriba alguna verdad que teníamos por inconcusa. Que un inglés me pida un peso para comer, produce en mi mente el mismo asombro que la negación de que la tierra es redonda.
Permitidme que hable con tanta unción de un personaje roto y desventurado. La gente mira pasar a los atorrantes, y apenas si se fija en ellos. Yo estimo que en esos seres hay océanos de problemas psicológicos, y que la pluma de los escritores debiera atacar ese motivo interesante, maduro, tentador. Caminando al azar por calles y plazas, siempre que tropiezo con un atorrante me paro a observarlo. Tienen para mí esos seres el interés agudo de los supremos conflictos. A fuerza de observarlos, he llegado a entender el contraste de sus almas turbias y extrañas, en frente de la vida brillante y laboriosa de Buenos Aires. Mirándolos bien, acaso he llegado a considerar que en la profundidad de sus almas existe una mayor{209} sabiduría que en las almas de los triunfadores, de los que llamamos, muy de ligero, felices y sabios. Y he llegado también a rectificar mi primera impresión; he sospechado que en el alma del atorrante ha habido, en efecto, una previa tragedia, un supremo dolor; pero eso ocurre al principio, en el instante de la caída, cuando todo el bagaje ilusorio y mental se desploma, cuando viene la hora del gran desengaño; después, al cicatrizarse la herida, he sospechado que en el alma del atorrante sobreviene una suave serenidad. Su ser entero se convierte en filosofía. Piensa, como su abuelo Diógenes, que la grandeza y la fortuna de Alejandro es pura vanidad; que en la vida sólo hay una cosa efectiva, el dolor; y como el origen certero del dolor es la actividad, renunciando a ésta se libra de aquél. De esta manera consigue el atorrante evadirse del sufrimiento. No actúa, no lucha, no pide la felicidad por conducto del trabajo y de la pasión sobreexcitada; deja que la felicidad se produzca espontáneamente, por el mero hecho de no buscarla... El atorrante sabe instintivamente que la felicidad es como la mujer; si se la busca y suplica, se muestra esquiva, pero si se la desprecia, ella acude sin condiciones.{210}
En otro clima y en otra sociedad menos amables, el atorrante sería un ser desgraciado; en Buenos Aires vive fácilmente, casi con la facilidad de los gorriones. El clima es benigno con él; hay más días de sol que de lluvia, y el frío no aprieta demasiado. La gente no le mima, bien es verdad; la gente, ocupada con exceso, tiene la religión del trabajo, y el holgazán le merece desprecio. Pero la gente, al mismo tiempo, carece de aquella crueldad moralizante de otros pueblos, y le deja vivir. Le dejan ir por las plazas y los paseos, tomar el sol, acostarse a dormir la siesta en los bancos de los jardines, a la misma hora en que todas las gentes sudan febriles. Sólo le limitan la entrada en ciertas calles; cuando al caer de la tarde, por ejemplo, un atorrante se atreve a entrar en la calle Florida, los vigilantes lo expulsan, para que sus andrajos no desentonen entre el lujo de los atildados transeuntes. Pero esta limitación no le ofende ni lastima mucho: él ha renunciado al orgullo, no siente herida su dignidad al ser expulsado como un perro; en cuanto a la contemplación de los atildados y lujosos transeuntes, a él producen irónico desprecio. Conoce la cantidad de dolor que ha sido preciso desarrollar para adquirir un lindo{211} sombrero con plumas ondulantes, o una cadena gruesa de oro.
El prefiere otras venturas más reales y sólidas. Sabe dónde corre una brisa dulcísima, o dónde cantan más deliciosamente los pájaros. Conoce todos los secretos de la ciudad, como si la ciudad hubiera sido hecha para su goce exclusivo. Obsérvese atentamente y se verá que las gentes llamadas poderosas y felices se reservan los puntos más desagradables de la ciudad, tales como las calles estrechas y llenas de carros, estrepitosas, sucias, irrespirables; en cambio el atorrante se reserva los puntos más deliciosos. A cualquier hora del día, pero singularmente en las horas de más frío o calor, los jardines están solitarios; si el tiempo es de bochorno y de sudor, los árboles no tienen a quien albergar, y si hace frío, en las explanadas de los paseos el sol no tiene a quien acariciar con su tibieza. Las gentes sabias y felices están ocupadas en trabajar, en reunir elementos de dicha... y la dicha real está en otra parte. Entonces el atorrante bendice la providencia de los hombres, que han construído unos jardines tan hermosos, y se recrea en ellos. Se tumba tranquilamente, y deja que el ave rara de la felicidad le roce con su ala misteriosa.{212}
¿Y de qué se alimenta el atorrante? Preguntad a los gorriones de qué viven: de lo fortuito, de lo desconocido, de las migajas caídas. Aquí abre la portezuela de un ricacho, allí recoge el pañuelo que se le cayó a una dama, más allá aguarda el paso de los padrinos de un bautizo, en otra parte busca un coche de alquiler para un señor que lleva prisa; o come las sobras de los cuarteles, o pide una limosna a los transeuntes, o llega en el momento de la comida de los obreros, y con sublime cinismo, él come pan ganado con el sudor de la frente ajena. Vive de milagro, según dice la gente; pero él no cree en el milagro, y sabe que la vida es cosa natural, simple, lógica, y que el acto de comer no merece la transcendencia que se le da. Toda la humanidad preocupada con la conquista del pan, ¡cuando el pan llega a la boca del individuo sin ningún esfuerzo! Esta verdad la conocen muy bien los gorriones, los atorrantes, y la conocía también Jesús Nazareno, cuando predicaba a los obcecados judíos diciéndoles: “¿Atesoran las aves del campo? Sin embargo, ellas están bien gordas y adornadas...”
Es extraño que los sociólogos argentinos no se hayan apoderado de este problema del ato{213}rrantismo, tratándolo en sus fases curiosas, originales, características. Ya que se trata de un ejemplar diferente del vagabundo, y que adopta aspectos que pudieran llamarse nacionales, bien se merece largos y detenidos estudios. Yo he preferido hablar de él como de pasada, mirándolo desde el lado sentimental.
Vayan estas líneas dedicadas a ese tipo singular, el cual, quizá por un fenómeno de paradoja, merece toda mi ferviente simpatía...{215}{214}
HE aquí unos personajes anacrónicos que en plena Pampa tienen la extraña virtud de reproducir las costumbres trovadorescas de la Edad Media.
El payador es un rústico y rudimentario trovero, que si no mantiene la finura y la delicadeza de sus antepasados europeos, conserva los hábitos de bohemia y de parasitismo que distinguían a trovadores y juglares. Es algo más que un juglar, porque no se limita a repetir las coplas que otros inventaran, y un poco menos que un trovador, a causa de su incultura y rusticidad.
En fin, es un pícaro con donaire y con imaginación que acierta a vivir lindamente de las sobras y los regalos, y que, igual que los juglares, solicita un “vaso de buen vino”, que para él se convierte en un frasco de ginebra.{216}
Su especialidad, dentro de la retórica trovadoresca, suelen ser las tensiones. Le gusta a él, y todavía le gusta más a su público, que otro payador acepte el reto. Entonces, en las veladas que siguen a los bautizos, bodas, esquileo de ovejas y hierra de ganados, los dos payadores se sitúan frente a frente, disponen sus guitarras, y con una tonada monótona que recuerda bastante a cierta música andaluza, se traban en una lucha de discreteos, de mordacidades y también de insultos. A la copla de uno contesta el contrincante como puede, y es más estimado el payador que acierta a sugerir burlas y alusiones más ingeniosas. Si además sabe embellecer su canto con algunas imágenes poéticas e ingenuamente rimbombantes, el público le concede grandes agasajos y larga estima.
La gente del campo en la Argentina conserva el recuerdo de algunos famosos payadores, y hasta se ha formado la leyenda del máximo payador, el más glorioso de todos y el más inexistente.
En efecto, la literatura argentina ha podido utilizar, no siempre con fortuna, la leyenda de Santos Vega, especie de héroe gauchesco que recorría las estancias y las pulperías a lomo de su buen caballo, y armado de su guitarra sono{217}ra. Nadie sabía cantar como él; nadie más ingenioso, inventivo y conmovedor; inutilmente osaban contra él todos los adversarios. Pero un día, estando a la sombra de un ombú rodeado de admiradores, bruscamente llega un desconocido y pide licencia para luchar con el héroe. Cantan los dos, y pronto conoce Santos Vega que su gloria ha terminado para siempre. ¡Su contrincante sabe cantar mejor que él, y el auditorio, mudo de terror, tiene que reconocerlo así!... ¿Quién era aquel payador misterioso, que tanto sabía cantar, y que al punto de su victoria huye sin dejar rastro? No podía ser otro que el diablo... Vencido, pues, por el mismo demonio, Santos Vega cae en una profunda melancolía y muere.{219}{218}
EL poema de José Hernández tuvo desde el principio una aceptación ruidosa; el pueblo inculto lo acogió como la expresión más sincera y veraz del alma, de las costumbres y de los modismos populares, y pronto las mismas personas ilustradas reconocieron al “Martín Fierro” un valor de cosa oportuna y providencialmente acertada. Sin embargo, como a otras muchas obras de imaginación, las gentes doctas tardaron bastante tiempo en atribuir a este poema popular el mérito de originalidad y de excepción que hoy se le concede en los países del Plata.
En el prefacio a la edición décimocuarta, que utilizo en este momento, los impresores se congratulan de haber llegado a la cifra de 62.000 ejemplares, “hecho sin precedente en estos países americanos”, como los mismos edi{220}tores confiesan con admiración. “Aquí, en Buenos Aires, la ciudad de más movimiento intelectual del Nuevo Mundo (sic), no conocemos resultado semejante, ni aun tratándose de aquellas obras políticas, literarias o económicas, que lograron alcanzar gran boga. Millares tras millares ha colocado sin dificultad el editor de cada edición, en medio de la sorpresa que experimentaba al recibir, hasta por telégrafo, pedidos que le hacían de diversos puntos de la campaña...”
Primeramente apareció “El Gaucho Martín Fierro”, y en vista de su boga el autor se apresuró a dar la segunda parte, con el título de “La Vuelta de Martín Fierro”.{221}
DOMINGO F. Sarmiento es una de las figuras más culminantes de la República Argentina. Su vida, que por gracia de los dioses fué muy larga, la dedicó enteramente al progreso y la cultura de su país.
Carácter original y combativo, tenía las características de su verdadera raza, la española. Sin embargo, o tal vez por lo mismo, España le debe bastantes juicios agrios y una enemistad que, por lo apasionada e injusta, demuestra igualmente su procedencia española...
Asumió desde la juventud la tarea de organizar un país que carecía de todo, empleando la espada o la pluma, afrontando el destierro, no tomándose un instante de reposo, puesto que a todas horas disputaba, contradecía, enseñaba, siempre con una candente violencia. Un día se{222} presentó en el Congreso y comenzó su discurso: “¡Traigo los puños llenos de verdades!...”
Su violencia le ganó el sobrenombre de loco. Los más corteses se reducían a titularle energúmeno. Era un hombre, en efecto, que no estaba nunca satisfecho, y que pelearía con su sombra si le faltasen objetos de combate. No le faltaban, sin duda. Salió a la palestra cuando la Argentina cruzaba la zona más difícil de su existencia; cuando la tiranía de Rozas empujaba al país hacia un ignominioso retroceso político; cuando las mejores flores de la cultura colonial, después de algunos lustros de independencia, se malograban miserablemente; cuando las ciudades se empobrecían y se embrutecían, y el gauchaje, como reflujo bárbaro o indio, dominaba en esas ciudades.
Los tiempos y la ocasión no exigían, de seguro, procedimientos blandos. Sarmiento, argentino también en esto, hizo de “compadre” intelectual frente al cerril empecinamiento de la incultura. Fué audaz, violento, agresivo, desafiador, sarcástico, brutal, en un país donde el valor y la violencia individuales conservan tan profundo prestigio.
Estuvo reñido con todos; vivió formándose enemigos. Es cierto que se movió en los luga{223}res más favorecidos por la saña y la tempestad: el periodismo y la política.
No le exijamos, pues, una cualidad de escritor consumado; no queramos ver en él un estilista, un gran creador de figuras novelescas, ni un erudito. No tuvo tiempo para formarse una personalidad literaria. Sólo tuvo tiempo para reñir y aguantar polémicas.
Sin embargo, resulta el escritor más personal de la Argentina, tal vez el más completo hombre de letras de su país. Y a la distancia, después que el ruido eventual se ha despejado, queda de Sarmiento únicamente su figura literaria. El mismo Mitre, hermano suyo en genialidad, nos aporta una figura más compleja, y no pueden separarse de él las cualidades de militar y de gobernante, asociadas para siempre a la historia argentina.
Escribiendo fragmentariamente, nutriéndose de cultura al pasar, viviendo en continua zozobra, Sarmiento ha logrado dibujarse como una vigorosa personalidad literaria. Posee un sabor intenso, imborrable, original. Sin que su estilo se distinga por ninguna condición expresa, escribiendo con frecuencia deshilachadamente, logra, no obstante, componerse una vigorosa personalidad literaria.{224}
Es personal siempre, pero a la manera más estimable y profunda, no por un amaneramiento estilista. Su naturaleza portentosa vibra y rebosa en sus inmensos trabajos. Nada se escapa a su interés. Escribe de costumbres, de crítica literaria, de política, de sociología, de pedagogía. Cuando su espíritu reposa, sabe componer páginas tan sentidas y poéticas como las de “Facundo” o de “Recuerdos de Provincia”.
Creemos interesante reproducir algunos trozos literarios de Sarmiento, como muestra de su estilo y de su opinión a propósito de las cosas de España. Entresacamos unas páginas de un viaje por la Península, realizado en la primera mitad del siglo XIX. Siempre es curioso oir las impresiones que nuestro país le merece a un intelectual americano, especialmente en una época tan agitada. Lástima que la “moda romántica” y el recuerdo reciente del viaje de Alejandro Dumas le hagan incurrir en defectos de tono, en amaneramientos de escuela literaria y en esas exageraciones habituales al ritual romántico-progresista del siglo pasado.
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Madrid, Noviembre, 15 de 1846.
Esta España, que tantos malos ratos me ha dado, téngola por fin en el anfiteatro, bajo la mano; la palpo ahora, le estiro las arrugas, y si por fortuna me toca andarle con los dedos sobre una llaga, a fuer de médico, aprieto maliciosamente la mano para que le duela, como aquellos escribanos de los Tribunales revolucionarios, o de la inquisición de antaño, que de las inocentes palabras del declarante sacaban por una inflexión de la frase el medio de mandarlo a la guillotina o a las llamas. Preguntado cuál es su nombre, etc., y no respondiendo, el escribano pone: “se obstina en ocultar su nombre”. Interrogado de nuevo, dice que es sordo; entonces escribe, “el acusado confiesa que conspira sordamente”. Y luego aquellos benditos padres, con su hábito chorreado de polvito sevillano, con su voz gangosa, condolida y melíflua: “¡hermano! ¡abandonaos a la misericordia infinita del Santo Tribunal!...” “¡Infeliz! si os callais, sois condenado como hereje contumaz, endurecido; si hablais una palabra, seréis sospechado de leve, de grave, de gravísimo, de relapso, de todo, menos de que sois hombre, de que tenéis razón, de que sois ino{226}cente”, porque esa sospecha no pasó nunca por aquellas almas devotas.
Poned, pues, entera fe en la severidad e imparcialidad de mis juicios, que nada tienen de prevenidos. He venido a España con el santo propósito de levantarla el proceso verbal, para fundar una acusación, que, como fiscal reconocido ya, tengo de hacerla ante el Tribunal de la opinión en América; a bien que no son jueces tachables por parentesco ni complicidad los que han de oir mi alegato. Traíame, además, el objeto de estudiar los métodos de lectura, la ortografía, pronunciación y cuanto a la lengua tiene relación. De lo primero he hecho una pobre cosecha, y del resto encontrado secretos que a su tiempo verán la luz. Imaginaos a estos buenos godos hablando conmigo de cosas varias y yo anotando:—no existe la pronunciación áspera de la v; la h fué aspirada, fué j, cuando no fué f; el francés los invade; no sabe lo que se dice este académico; ignoran el griego; traducen y traducen mal lo malo. A propósito, una noche hablábamos de ortografía con Ventura de la Vega y otros, y la sonrisa del desdén andaba de boca en boca rizando las extremidades de los labios. ¡Pobres diablos de criollos, parecían disimular, quién los mete a ellos{227} en cosas tan académicas! Y como yo pusiese en juego baterías de grueso calibre para defender nuestras posiciones universitarias, alguien me hizo observar que, dado caso que tuviésemos razón, aquella desviación de la ortografía usual establecía una separación embarazosa entre la España y sus colonias. Este no es un grave inconveniente, repuse yo con la mayor compostura y suavidad; como allá no leemos libros españoles; como ustedes no tienen autores, ni escritores, ni sabios, ni economistas, ni políticos, ni historiadores, ni cosa que lo valga; como ustedes aquí y nosotros allá traducimos, nos es absolutamente indiferente que ustedes escriban de un modo lo traducido y nosotros de otro. No hemos visto allá más libro español que uno que no es libro, los artículos de periódicos de Larra; o no sé si ustedes pretenden que los escritos de Martínez de la Rosa son también libros! Allá pasan sólo por copilaciones, por extractos, pudiendo citarse la página de Blair, Boileau, Guisot, y veinte más, de donde ha sacado tal concepto, o la idea madre que le ha sugerido otro desenvolvimiento. Lo que daba más realce a esta preparación era que, a cada nueva indicación, yo afectaba apoyarme en el asentimiento uná{228}nime de mis oyentes. Como ustedes saben... decía yo, como ustedes no lo ignoran... ¡Oh! estuve admirable, y no había concluído cuando todos me habían dado las buenas noches...
Mas es preciso que os introduzca a España por dos caminos. Hay dos en España para diligencia. Hay diligencias. ¿No lo creeis? Verdad de Dios, y en prueba de ello que se mandaron a hacer a Francia las que viajan por la carrera de Bayona a Madrid, que son las únicas que tienen forma y comodidades humanas. Hay en ideas, como en cosas usuales en los pueblos, ciertos puntos que han pasado ya a la conciencia, al sentido común, y que no pueden alterarse sin causar escándalo, subversión en los ánimos. Por ejemplo, el arnés de las bestias de tiro en Inglaterra, Francia, Alemania o Estados Unidos, es una de esas cosas invariables; compónese de correas negras, lustradas, con hebillas amarillas, afectando cuando más en cada país diferencias insignificantes. Se entiende, pues, que la diligencia ha de ser tirada por dos, cuatro, cinco caballos manejados del pescante; que el conductor ha de llevar bota granadera, sombrero de hule y largo chicote para animar sus caballos. Salís de Bayona hacia Irún y Vitoria, y el francés, o el europeo{229} caen, al pasar una colina, en un mundo nuevo. La diligencia es tirada por ocho pares de mulas puestas el tiro de dos en dos, a veces por diez pares en donde el devoto repasándolas con la vista podría rezar su rosario; negras todas, lustrosas, fusadas, rapadas, taraceadas, con grandes plumeros carmesí sobre los moños, y testeras coloradas, y rapacejos y redes y borlas que se sacuden al son de cien campanillas y cascabeles; animado este extraño drama por el cochero, que en traje andaluz y con chamarra árabe, las alienta con una retahila de blasfemias a hacer reventar en sangre otros oídos que los españoles; con aquello de arre p.... marche la Zumalacarregui, anda... de la Virgen, ahí está el carlista... p... Cristina janda, jandaaa! y Dios, los santos del cielo y las potestades del infierno entran pèle mèle en aquella tormenta de zurriagazos, pedradas, gritos y obscenidades horribles. Triste cosa por cierto, que en los dos países exclusivamente católicos de Europa, en Italia y España, el pueblo veje, injurie, escupa a cada momento todos los objetos de su adoración, de manera de hacer temblar un ateo. Leed aquellas reyertas de los gondoleros de Venecia, descritas por Jorge Sand, en que el uno echa en cara al otro para inju{230}riarlo las sodomías, bestialidades y torpezas de su madona.
El extranjero que no entiende aquella granizada de palabras incoherentes, se cree en un país encantado, abobado con tanta borlita y zarandaja, tanta bulla y tanto campanilleo, y declara a la España el país más romancesco, más sideral, más poético, más extra-mundanal que pudo soñarse jamás. Entonces pregunta dónde está Don Quijote y se desespera por no ver aparecer los bandidos que han de detener la diligencia y aligerarlo del peso de los francos, fruición que codicia cada uno, para ponerla en lugar muy prominente en sus recuerdos de viajes. M. Girardet, pintor delegado por la Ilustración de París para tomar bosquejos de las fiestas reales del próximo enlace de Montpensier, y que había viajado por Egipto, Siria, Nubia y Abisinia, me decía encantado: esto es más bello que los asnos del Cairo; ¿qué es lo que dice el cochero... p... c...? Afortunadamente Mr. Blanchard, enviado por Luis Felipe para bosquejar los grandes actos del drama de Madrid para las galerías de Versalles, conocía mejor que yo, y gustaba más que yo de aquella lengua, de la que daba detalles y muestras encantadoras. M. Blanchard, grande admi{231}rador de la España, había residido muchos años, agente secreto para la compra de cuadros de la escuela española, viajado con muleteros seis meses en los puntos más salvajes de la España, sido desnudado, aporreado y saqueado cinco veces; grande taurómaco, podía darnos mil detalles picantes de las costumbres españolas que no están escritas en libro alguno. Viajábamos los tres en la imperial, aunque en lo más crudo del invierno, y no cupieran en un grueso volumen las pláticas que sobre artes, viajes, historia, anécdotas tuvimos en cinco días con sus noches, salvo alguna cabeceada para reparar las fuerzas.
Alejandro Dumas nos decía ayer, hablando de la España. “Poco me importa la civilización de un país; lo que yo busco es la poesía, la naturaleza, las costumbres”. El creador de las Impresiones de viaje, que han hecho imposible escribir verdaderos viajes que interesen al lector, y el autor de los cuentos inimitables que entretienen los ocios de todos los pueblos civilizados, reconocía sin duda que el brillo de esta atmósfera meridional, cuyos violados tintes se agrupan en el horizonte y en las ondulaciones de este cielo desnudo, algunos paisajes que ha descrito admirablemente, sin haberlos{232} visto, en sus Quince días en el monte Sinaí.
El aspecto físico de la España trae, en efecto, a la fantasía la idea del Africa o de las planicies asiáticas. La Castilla Vieja es todavía una pradera inmensa en la que pacen numerosos rebaños, de ovejas sobre todo. La aldea miserable que el ojo del viajero encuentra, se muestra a lo lejos terrosa y triste; árbol alguno abriga bajo su sombra aquellas murallas medio destruídas, y en torno de las habitaciones, la flor más indiferente no alza su tallo, para amenizar con sus colores escogidos la vista desapacible que ofrecen llanuras descoloridas, arbustillos espinosos, encinas enanas y en lontananza montañas descarnadas y perfiles adustos. En cuanto a pintoresco y poesía, la España posee sin embargo grandes riquezas, aunque por desgracia cada día va perdiendo algo de su originalidad primitiva. Ya hace, por ejemplo, cuatro años que la diligencia no es detenida por los bandidos con aquellas largas carabinas que aún llevan consigo hasta hoy los muleteros, rasgo que caracteriza a todas las sociedades primitivas, como los árabes, los esclavones, los españoles. Dos artistas franceses acaban en estos días de recorrer las montañas de la Ronda, atravesando en mula el reino de Murcia,{233} y continuando a pie su excursión, desde Sevilla a Madrid, sin haber tenido la felicidad de ser atacados por los bandidos como se lo habían prometido, a fin de descargar las carabinas de que se habían provisto, o tomar las de Villadiego, según lo aconsejase la gravedad del caso. En cambio la pobre España ha adquirido el municipal, bicho raro importado de extrangis, y cuyo bulto eminentemente prosaico y civilizador, recorre los caminos en traje de parada, disipando con su presencia toda cavilación un poco poética. ¿Cómo pensar, en efecto, en el Cid, los godos, o los moros, cuyas tiendas cubrían en otro tiempo estas llanuras, cuando ve uno al gendarme o al guardia municipal con su banderola amarilla, y su sombrero galoneado?...
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Andando más adelante y saliendo de la Vizcaya, la vista se reposa sobre el cuadro pintoresco que presenta Burgos, capital de Castilla la Vieja. Por un acaso, feliz sin duda, la diligencia no llega a la ciudad, sino a una hora avanzada de la noche que oculta al viajero el desaseo de la población. Burgos con su catedral gótica, se levanta cual sombra de los tiempos heróicos, como el alma en pena de la caballería{234} española. M. Girardet y un joven Manzano, de Concepción, me acompañaron para visitar la ciudad silenciosa. Era ya media noche, y los pálidos rayos de la luna, que de tiempo en tiempo atravesaban las nubes, se colaban por entre la blonda transparente de las flechas de la catedral. El color pardusco de aquella piedra, que ha recibido el baño galvánico de los siglos, y la luz incierta del fondo sobre el cual se diseñaban las numerosas agujas, torres y pináculos que decoran la masa del edificio, daban al conjunto un aspecto fantástico que me traían a la memoria aquellos efectos fantásticos de luna representados en las decoraciones de ópera. Mis miradas se aguzaban en vano por distinguir en la masa opaca los adornos de detalle que cubren de un bordado imperecedero la superficie de la construcción, y cuya invención, variada al infinito, con minuciosa prolijidad de ejecución, hacía la gloria del arquitecto de la Edad Media. Girardet y yo nos acercábamos a tientas a los pórticos que la luna nos alumbraba, para palpar las estatuas de apóstoles y santos que guardan la entrada como mudos fantasmas.
Los serenos que guardan el reposo de los vecinos, debieron alarmarse al ver dos bultos negros y silenciosos detenerse de distancia en{235} distancia como si temieran avanzar y rodando en torno de la iglesia a hora tan excusada. Uno de ellos se dirigió hacia nosotros, bañándonos el rostro, para reconocernos, con los rayos reconcentrados de su linterna de reverbero; después habiéndose apercibido por algunas exclamaciones de entusiasmo que se nos escapaban, de que éramos simples viajeros, se ofreció comedidamente a servirnos de guía para hacernos ver los otros monumentos de la ciudad.
A la luz de su linterna ascendimos una altura en donde se encuentra un arco de triunfo erigido a la memoria de Fernando González, aquel valiente caudillo, que sin hacerse rey fundó la independencia de la Castilla. Un poco más lejos aparece un trofeo levantado, según es fama, sobre el lugar mismo en que estaba situado el salón feudal, en el cual el Cid solía recibir a los príncipes y reyes que solicitaban el potente auxilio de su brazo. El sereno elevando la linterna a la punta de su lanza, nos alumbraba las armas del Cid esculpidas en la piedra, y la inscripción casi borrada que recuerda sus hazañas. El monumento está rodeado de postes o linderos de piedra, los cuales, vistos a la luz indecisa de la luna, semejan piedras druídicas; y al lado de la derruída mura{236}lla, que en otro tiempo guardaba la ciudad, se enseñan las ruinas de la habitación particular del Cid. Existe un fragmento de la cadena que los nobles castellanos colgaban sobre sus puertas en señal de vasallaje, y una barra de fierro incrustada horizontalmente en el muro indicaba la brazada del Cid. Girardet y yo la medimos con nuestros brazos sin alcanzar a sus extremidades. Otro francés de talla ordinaria, pero ancho de espaldas, ensayó sus brazos igualmente y se aproximó un tanto a la medida, lo que nos hizo concluir que el Cid Campeador debió ser uno de esos hombres robustos y cuadrados, como Bayardo, que parecen haber sido creados expresamente para mangos de una temible espada toledana.
En seguida nos asomamos a las almenas de la muralla, en la parte que el tiempo no ha destruído, y desde allí dejábamos vagar nuestras miradas por entre los intersticios, sobre la silenciosa e indefinible campaña, amedrentándonos maquinalmente con el silencio de la noche, como si temiéramos ver aparecer a lo lejos los grupos de enemigos, las tiendas de la morisma, o los reales de los caballeros feudales. Continuando nuestra peregrinación nocturna, que turbaban solamente los ladridos plañideros y{237} prolongados de los perros, llegamos a una capilla de construcción romana, y cuya arquitectura sin carácter deja ver su extrema antigüedad; al lado de la puerta se muestra una cruz que la tradición ha llamado la cruz del juramento de vasallaje y fidelidad del Cid, el cual no sabiendo firmar, hubo de trazar con la punta de su terrible espada aquella extraña marca. Yo no recuerdo excursión alguna que me haya llenado, como la de aquella noche, de tan vivas emociones. Es verdad que la oscuridad de la noche, envolviendo en su sombra los edificios particulares, presta a los antiguos monumentos algo de vago y misterioso que añade un nuevo encanto a las epopeyas cuyos recuerdos consagran. Burgos de noche es la vieja Burgos de las tradiciones castellanas, la morada del Cid, la catedral gótica más bella que se conoce. De día es un pobre montón de ruinas vivas y habitadas por un pueblo cuyo aspecto es todo lo que se quiera, menos poético, ni culto, dos modos de ser que se suplen uno a otro.
Pero al paso que van las cosas en España, toda poesía y todo pintoresco habrá desaparecido bien pronto. Ya no se ven aquellos monjes blancos, pardos, chocolates, negros, overos, cal{238}zados y descalzos, que hicieron la gloria del paisaje español hasta 1830, cuando una Saint Bartelemy imprevista vino a pedirles cuenta de los autos de fe de la Inquisición. Apenas se encuentran al día en los caminos seis u ocho clérigos, hechizos del fraile que está suprimido, y envueltos en sus anchos manteos, resguardándose de los rayos del sol y de la lluvia, ellos y el manteo, bajo la sombra del sombrero de teja que caracteriza al clero español y a los jesuítas de Roma..........................................
FIN