The Project Gutenberg eBook of El conde de Candespina (1 de 2)

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Title: El conde de Candespina (1 de 2)

novela histórica original

Author: Patricio de la Escosura

Release date: January 18, 2025 [eBook #75133]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: Imprenta, calle del Amor de Dios, n.º 14, 1832

Credits: Ramón Pajares Box. (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive / Canadian Libraries.)

*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL CONDE DE CANDESPINA (1 DE 2) ***

Índice:

IIIIIIIVVVIVIIVIIIIXXXIXIIXIIIXIVErratas.

El conde de Candespina (1 de 2)

Nota de transcripción


Cubierta del libro

p. i

EL CONDE

de

CANDESPINA

TOMO PRIMERO


p. iii

EL CONDE

de

CANDESPINA

novela histórica original

POR

Don Patricio de la Escosura

Alférez del Escuadrón de Artillería
de la Guardia Real

Logotipo del editor

MADRID y SEPTIEMBRE:

Imprenta, calle del Amor de Dios, n.º 14.

1832


p. iv

¿Por qué de Roma tu ofuscada mente
Hazañas busca en la remota historia?
¿Para asombrar a la futura gente
No basta acaso la española gloria?
Cuando virtud y honor tu lira intente
Eternizar del mundo en la memoria,
Los campos corre de la madre España,
Y cada monte te dirá una hazaña.

(Don Ventura de la Vega, canto al Rey Nuestro Señor).


p. 1

EL CONDE
DE
CANDESPINA


CAPÍTULO PRIMERO

Iluminaba la luna las altas torres del castillo de Castellar, situado a corta distancia de Zaragoza, una apacible noche de las más templadas del mes de junio; solo un centinela interrumpía, con el ruido de sus pasos y el crujir de las armas, el profundo silencio que reinaba en torno de la fortaleza, en tanto que el alcaide y la guarnición reposaban descuidados, pues no era de temer en el corazón del reino un ataque imprevisto.

p. 2

Así lo pensaba también, sin duda, la ilustre cautiva que en él se encerraba entonces; y la siguiente conversación nos hará juzgar del desaliento y dolor a que se había entregado.

—Déjame, Leonor; déjame llorar: en esto solo encuentro alivio.

—¿Alivio, señora? Vuestra Alteza destruye su salud.

—¿Y qué me importa la salud ni la vida? ¿Para qué las quiero, si he de pasar mis días en este miserable encierro?

—No lo permita su Divina Majestad. Su Santísima Madre nos protegerá. Yo a lo menos así se lo ruego en todas mis oraciones.

—Y yo le tengo ofrecido un candelero de oro macizo al Santo Apóstol, patrón de España, si se digna alcanzar por sus méritos que yo vuelva a mis reinos.

—Y volverá Vuestra Alteza, señora. El corazón me dice que no hemos de tardar en ver a León.

—¡A León!... ¿A León, Leonor? ¡Pluguiera a Dios! Pero no lo creo.

—Vuestra Alteza pierde el ánimo,p. 3 señora, y olvida que sus leales castellanos viven...

—¿Leales los castellanos? ¡Traidores! Abandonan a su reina y natural señora para entregarse a mi marido, mejor diré a mi tirano.

—Aún hay castellanos que aborrecen a Alfonso...

—¡Cobardes! Y ¿por qué no desnudan el acero?

—No es tarde, señora.

—¿No es tarde, y yo estoy cautiva? Leonor, tú has nacido para ser esclava.

—Perdóneme Vuestra Alteza, señora, pero no puedo resolverme a creer que no haya uno entre tantos como hacían alarde de adorar a su reina como a tal, y como a la más cumplida dama...

—Leonor, me adulas.

—Vuestra Alteza sabe mejor que yo que no es lisonja lo que digo, y que los encantos de su persona han hecho acaso más vasallos que su poder.

—Verdad es que dicen que ha querido Nuestro Señor poner en mí algo de eso que llaman belleza; pero tú exageras la causa y los efectos.

—¡Ah,p. 4 señora, si estuviera aquí un caballero de Castilla, qué bien respondería!

—¿Un caballero de Castilla...? No sé de quién hablas.

—Del más galán, del más valiente, y también del más enamorado.

—Bien lo encareces, Leonor. ¿Eres su dama?

—¿Yo, señora? No merezco tanta honra. El campeón de quien hablo ha elevado sus pensamientos a más alto lugar.

—¿Más alto que una ricahembra de Castilla?

—Sí, señora; y si Vuestra Alteza me permite nombrarle cesará su sorpresa.

—No solo te lo permito sino que te lo mando.

—Es don Gómez.

—¿El conde de Candespina?

—El mismo.

—¡Ah!

Aquí siguió una breve pausa; la camarera, que tal era el empleo de doña Leonor de Guzmán, o no supo que añadir, o lo que es más probable, no se atrevió a darse por entendida en cuanto a la significación del suspiro con que la reina de Castilla doña Urraca había terminado la conversación,p. 5 ni quiso interrumpir las reflexiones a que parecía entregarse su señora. Nosotros, imitando la discreción de aquella dama, dejaremos por un momento a la real prisionera meditar sobre su desagradable posición, y aprovecharemos este intervalo enterando a nuestros lectores de lo que indispensablemente necesitan saber para hacerse cargo de los acontecimientos que van a ocuparnos.

Después de un largo reinado, en el transcurso del cual estuvo casado diferentes veces, don Alfonso VII de Castilla tuvo la desgracia de perder, en la batalla de Uclés contra los almorávides, al único hijo varón que de todos sus matrimonios le quedaba. Murieron con este príncipe las esperanzas de su padre, y en el corazón de los grandes de Castilla nació el temor de verse sometidos a una dominación extranjera si se casase con un príncipe de fuera del reino la infanta doña Urraca,p. 6 heredera del trono, hija de don Alfonso y viuda de don Ramón de Tolosa, conde de Galicia, de quien tuvo un hijo llamado como su abuelo. La memoria de la última guerra civil estaba grabada de tal modo en todos los corazones, y eran tan recientes las heridas del estado, que pecheros, prelados y grandes resolvieron sacrificar sus particulares intereses a la paz suspirada; y con este objeto se juntaron los magnates del reino en Mascaraque, donde la mayoría resolvió suplicar al rey casase a su hija con don Gómez Salvadórez, conde de Candespina, Oña, Tesla, Canderechas y Poza. No parece necesario encarecer la nobleza del linaje, valor, discreción y popularidad de este caballero, pues basta saber que los que bajo de todos aspectos podían considerarse como sus iguales, suplicaban que se lo diesen por rey y señor, para persuadirse de la superioridad de su mérito y del ascendientep. 7 que había sabido adquirir sobre el ánimo de los castellanos.

Era el conde corpulento, bien formado, de rostro moreno, facciones marcadas y condición más severa en general que afable; pero aunque criado en el ejercicio de las armas, su corazón conservaba más sensibilidad de la que en lo exterior parecía, y acaso de la necesaria para su ventura. Sea pues que la hermosura de doña Urraca, que en efecto era grande, le cautivase, o que la lisonjera perspectiva de reinar en Castilla estimulara su ambición; lo cierto es que don Gómez entró en el proyecto del matrimonio con una vehemencia que casi no podía disimular a pesar de sus esfuerzos. No podremos decir si entonces la infanta ignoraba o no el amor del conde; pero es de presumir que lo supiera, pues la dignidad de este le proporcionaba ocasiones de verla casi diariamente, y la distancia que en aquellos tiempos separaba ap. 8 un ricohombre de las personas reales, no era comparable a la que hoy media entre los grandes y el trono.

El sistema feudal en el siglo XII, a cuyos principios se refiere la época de que hablamos, estaba en toda su fuerza y vigor en Europa, y no menos en nuestra España que en sus demás reinos. El formidable poder de los grandes y prelados igualaba en cierto modo al de los reyes, obligando a estos a ceder no pocas veces de sus derechos para conservar la paz, y en ocasiones hasta el trono y la vida; de lo que resultaban los disturbios y desórdenes inevitables en un estado cuyo gobierno no tiene la fuerza suficiente para hacerse obedecer de todos sus súbditos.

Sin embargo, Alfonso VII, a quien cuarenta años de victorias y un carácter firme y decidido habían hecho respetable, supo hacer entrar en su deber aun a los más osados, de tal modo que no hubo en lap. 9 junta de Mascaraque ni uno solo que se atreviera a comunicarle la súplica de los grandes allí reunidos, y proponerle el matrimonio de la infanta, su hija, con el conde de Candespina. Es probable que la tal junta no hubiera llegado siquiera a noticia del rey si un médico judío llamado Cedillo, a quien distinguía particularmente, presumiendo de su privanza más de lo que debía no hubiese tomado a su cargo llevarle el mensaje. Menguada fue para el judío la hora en que tomó tal comisión, pues a pesar de haber esperado largo tiempo momento oportuno, y de no haber arriesgado la súplica sino en los términos más respetuosos y humildes, el rey al oírla montó en cólera, y mal le aviniera al entrometido médico si no se retirara inmediatamente como se lo mandó don Alfonso, desterrándolo para siempre de su presencia. No se limitó a este solo efecto el enojo de aquel príncipe, sino que parap. 10 manifestar más claramente a los grandes que él solo mandaba en su reino y familia, dispuso y verificó inmediatamente el matrimonio de su hija con Alfonso, entonces príncipe y poco después rey de Aragón, que tuvo efecto en Toledo, a pesar de las mal reprimidas quejas de la nobleza y del clero, y la poca inclinación de doña Urraca hacia su esposo. Sea como quiera, los descontentos, por leales o temerosos, no se atrevieron a levantar la cabeza, y los desposados partieron para Aragón permaneciendo todo tranquilo en los reinos de Castilla hasta el fallecimiento del monarca, que acaeció cuatro o cinco años después.

Muerto don Alfonso, le sucedió con arreglo a su última voluntad doña Urraca, y por ser su marido se aclamó rey a don Alfonso de Aragón, quien, reuniendo en su cabeza la mayor parte de las coronas españolas, se llamó emperador de España.p. 11 Temeroso de hallar resistencia, entró en Castilla con un numeroso ejército, pero todas las ciudades y villas le abrieron sus puertas, lo que sin duda debiera haber bastado a tranquilizarle; pero lleno de una desconfianza que no se concibe, puso guarnición aragonesa en la mayor parte de las fortalezas, dejando en sus alcaidías a muy pocos caballeros castellanos de los que sabía que eran sus más parciales, y entre ellos a don Pedro Ansúrez, conde y señor de Valladolid.

Sintió Castilla, como era razón, este proceder, y aún lo sintió más su reina, la cual como en despique despojó de su gobierno al conde Ansúrez a pesar de haber sido su ayo. Alfonso, creyéndose desairado, primero dio al conde en su reino magníficas posesiones, y por último indignado de que su esposa no disimulase el pesar que le causaban las cosas de Castilla, y sobre todo de que manifestase casi en públicop. 12 cuán disgustada estaba con su matrimonio, lamentándose de no haber casado con don Gómez, la hizo encerrar en el castillo de Castellar, y devolvió a Ansúrez su condado haciéndole otras muchas mercedes.

Más de treinta días habían corrido desde el de la cautividad de la reina cuando tuvo lugar el diálogo que hemos referido a nuestros lectores, los cuales ya no extrañarán que la reina llamase a Alfonso su tirano.

Doña Leonor, dama de la reina, o más bien su íntima amiga, pues con ella se había criado, sabía la pasión del conde de Candespina, y conociendo el carácter caballeresco de este y el orgullo nacional de los castellanos, formó, desde el momento en que supo que iba la reina a ser conducida a Castellar, el proyecto de valerse de uno y otro para sacarla de aquella esclavitud; y con este objeto envió un mensaje a don Gómez por medio de unp. 13 criado de toda confianza, a quien hizo partir secretamente la noche de su prisión. Este era el motivo por el que tanta esperanza mostraba a doña Urraca. Pero esta, que desde su casamiento no había visto al conde ni oído hablar de él más que para ponderar su valor contra los moros de Granada o de Sevilla, se creía ya olvidada, y se contentaba, como hemos visto, con suspirar cuando se hablaba de él.

Engañábase empero: la pasión de don Gómez, reconcentrándose, había ganado en intensidad todo cuanto se había visto obligado a suprimir en demostraciones exteriores, y si abandonó la corte durante la vida de Alfonso de Castilla fue para no exponerse a manifestar lo que pasaba dentro de su corazón. Sus asuntos domésticos le condujeron a Candespina, y allí le halló el mensaje de Leonor, en el cual le conjuraba por cuanto hay de sagrado para un vasallo, caballero y amante, que corriese,p. 14 sin perdonar riesgo ni fatiga alguna, a libertar a su reina de los hierros en que la crueldad de Alfonso la tenía; y para concluir indicaba la diestra cortesana cuánto podía esperar el conde de la gratitud de doña Urraca.

Los efectos de la chispa eléctrica no son más rápidos que lo fue el que esta noticia hizo en el inflamable don Gómez. Recibirla, reunir algunos de sus mejores amigos y fieles vasallos, montar a caballo y partir para el Aragón fue obra de tan pocas horas que ya estaba cerca de Zaragoza cuando en Castilla se le echó de menos.

Acercose la reina a la reja de su prisión, desde la cual, a favor de la claridad de la luna, descubría perfectamente toda la campiña inmediata a excepción de la parte que ocultaba un espeso bosque que a su derecha se veía, y cuyos límites tocaban al foso del castillo. No se movía un solop. 15 viviente, a excepción del centinela que bajo de la misma ventana ora se paseaba para espantar el sueño, ora apoyado en su lanza murmuraba en voz alta contra la lentitud del tiempo que no traía el momento del relevo tan pronto como él quisiera.

—Tú sabes —dijo la reina oyéndole—, tú sabes al menos el momento en que cesarás de padecer; pero yo, infeliz de mí, solo en la muerte espero.

La camarera estaba al lado de la reina, aunque un poco más atrás por respeto, y con razones semejantes a las que hemos referido al principio de este capítulo trató de consolarla, sin atreverse a manifestar el principal fundamento de sus esperanzas, pues aunque no creía saliesen vanas, era sin embargo arriesgado anunciar a doña Urraca el paso que había dado hasta ver el éxito que producía. Leonor conocía demasiado bien el carácter dep. 16 su ama para dar un paso en falso, y por lo mismo calló, persuadida de que si don Gómez lograba quebrantar la prisión de la reina, la colmaría esta de gracias; pero si por el contrario la empresa se frustraba o el conde no quería aventurarse, era indudable que la indignación de su soberana sería el único premio de su oficiosidad.

Caprichosa a fuer de bella, altanera en extremo, inconstante en el amor, implacable en el odio, soberbia en la prosperidad, débil en la desgracia, Urraca era querida de muy pocos; pero su nacimiento, su hermosura y las gracias que sabía desplegar con aquellas personas que creía de su interés tener contentas la habían sin embargo adquirido algunos partidarios de corazón, a más de los que sus derechos incontestables al trono de Castilla y los cálculos de propia conveniencia de algunos unieron a ella en lo sucesivo; mas en el momento solo podía contar con elp. 17 conde, a quien creía demasiado lejano para socorrerla. Convencida, pues, de que su situación actual era irremediable, hizo muy poco caso de los consuelos de su camarera, y cansada por fin de suspirar contemplando los astros, se arrojó vestida sobre el lecho, dejando abiertas las ventanas en razón del calor.

Viñeta ornamental

p. 18

CAPÍTULO II

Por san Pedro, conde, que vos solo seríais capaz de tal empresa.

—¿Y por qué no cualquier otro? Las haciendas y las vidas de los vasallos son propiedad de los reyes.

—En buena hora, lo sé tan bien como vos. Pero lo que ahora hacemos, Dios me perdone si no es provocar al mismo demonio.

—Si os pesa, Hernando de Olea, podéis volveros, que no os habremos menester tanto que no concluyamos la demanda sin vos.

—¡Voto a...!

—No votéis a nada, que habemos menester la ayuda de todos los santos, y no será justo provocar su enojo con juramentos.

—Ya lo sé que no debo votar, pero lo que me habéis dicho, conde, lo que me habéis dicho, a no ser vos...

—Bueno está, Hernando, bueno está. Perdonadp. 19 mi injusto enojo.

—Esa palabra en la boca del conde de Candespina desarmaría la cólera del mismo Lucifer. Mas ahora, decidme por vuestra vida si os parece cuerdo arrojaros en medio de un reino extraño con los doce hombres que os acompañamos.

—Hernando de Olea vale él solo por doscientos, y mi espada...

—Por la de mil de estos testarudos aragoneses. Maldición sobre ellos y sobre su rey diría si no fuera nuestro también. Con todo, conde, se pueden reunir tantos...

—¿Quién os ha dicho, Hernando, que yo voy a combatir cuerpo a cuerpo con todo el ejército de Aragón? Mi plan es caminar por sendas poco frecuentadas y llegar sin ser visto a Castellar. Los montes de Aragón me son bien conocidos, he hecho la guerra en ellos más de una vez, y yo os fío que llegaremos seguros.

—Así sea.

En efecto, la fortuna sirvió completamentep. 20 al conde, y este tomó tan bien sus medidas, que con la sola precaución de caminar siempre de noche, y no entrar en poblaciones considerables, llegó al fin de su viaje sin encontrar el menor obstáculo. En el día sería muy difícil, cuando no imposible, que trece hombres armados corriesen las cincuenta leguas que por el más corto y peor camino hay desde Candespina a Castellar sin llamar la atención; pero en aquellos tiempos de ignorancia y desorden, semejantes sucesos eran tan frecuentes que no causaban la menor extrañeza. La escasez de pueblos, la falta de caminos que proporcionasen la comunicación entre los que había, y sobre todo la nula seguridad que el gobierno podía ofrecer a los viajeros hacían que los pobres y los plebeyos pensasen rara vez en salir del lugar de su domicilio, y que los nobles, que tampoco viajaban con frecuencia, lo hiciesen cuandop. 21 se veían precisados a ello, siempre armados y llevando en su compañía gran número de guerreros.

Por esta razón, las pocas personas que nuestros viajeros encontraron en el camino no extrañaban verlos cubiertos de hierro; y aunque algunos tuvieran curiosidad de conocer al jefe o señor de aquella tropa, no juzgaron sin duda prudente entrar en contestaciones con ninguno de sus silenciosos individuos.

Entre todos los que acompañaban al conde, aunque la mayor parte eran nobles ninguno lo era tanto ni privaba con él como Hernando de Olea, su deudo y hermano de armas, quien por su parte le amaba entrañablemente. Valiente en extremo, temerario si se quiere, solo conocía Hernando la prudencia cuando se trataba de algún peligro que podía correr su amigo, y entonces su previsión rayaba ya en nimiedad. Opuso, pues, cuantas razonesp. 22 se le alcanzaron contra la resolución de don Gómez, que a la verdad no fueron pocas porque el proyecto era arriesgado y difícil; mas fue en vano: el amor, la ambición, la gloria, el espíritu caballeresco, todo llamaba al conde a Castellar. Llegó por fin el de Olea a convencerse de la inutilidad de sus reflexiones, y el último altercado que sobre la materia tuvieron los dos amigos fue el que acabamos de copiar literalmente.

En los ocho días que duró su viaje, se ocuparon únicamente del modo de dar fin a su empresa, que no presentaba pocas dificultades, pues era de presumir que la vigilancia del alcaide de Castellar sería proporcionada a la importancia del objeto que estaba a su cargo; y por otra parte las pocas fuerzas del conde no le permitían presentarse a cara descubierta a sitiar la fortaleza. De este modo caminaron creciendo por instantes la perplejidad del enamoradop. 23 don Gómez, sin que Hernando, mucho más útil en la pelea que en el consejo, pudiese sugerirle el menor expediente para salir de apuros; hasta que pasado el Ebro, media legua antes de llegar a Castellar, hicieron alto para que los caballos tomasen aliento.

Llegose Millán García, criado del conde, a su amo a quitarle la celada y preguntarle si quería su señoría tomar alguna cosa, y como le respondiese que no, y que comiera él lo que le pareciese, dijo Hernando:

—Bueno, ¡cuerpo de Cristo!, en ayunas no sé cómo podréis pelear con esos bárbaros aragoneses que cada uno tiene tanta fuerza como una yunta de bueyes. Comed, conde, que si vos nos faltáis tanto montara no habernos movido de Candespina.

—Es imposible, Hernando —contestó con sentida voz el conde—: es imposible, no atravesara un bocado si me lo presentaran los ángeles.

—Pesep. 24 a mi vida, ¿qué tenéis para dejaros morir de hambre como un caballo cansando?

—¿Qué he de tener? Ya estamos en el Castellar, y no sé cómo he de valerme para sacar a mi reina de la tal fortaleza.

—Ya os lo dije; pero algunas veces, perdonad, conde, parecéis natural de este país. Si me hubiérais creído se hubieran podido reunir a lo menos doscientas buenas lanzas, y con ellas en dos horas yo me prometía colgar en las murallas de su castillo al señor alcaide del Castellar.

—¡Excelente idea! Con doscientas lanzas declararíamos la guerra al rey de Aragón, a quien respetan navarros y franceses. ¡Con doscientas lanzas, Hernando! ¿Estáis en vos?

—¡Voto a...! Tenéis razón; no me había hecho cargo.

Calló Hernando, como le sucedía siempre que se veía cortado en su discurso, pues el esfuerzo que su imaginación necesitaba hacer para producir un argumentop. 25 de algún peso no era obra de pocos minutos, y así decía él que rara vez disputaba con sus amigos porque siempre le convencían, y nunca con sus enemigos, pues para estos la mejor razón era la espada.

Millán se halló presente a esta conversación, y su celo por el conde le obligó a que, venciendo la repugnancia que le costaba hablar a su señor cuando este no se lo mandaba expresamente, propusiera que se caminase hasta una arboleda que cerca del castillo había, y que allí se podría con más conocimiento de causa, teniendo a la vista la fortaleza, tomar el partido conveniente. Pareció tan razonable esta proposición que inmediatamente se puso en práctica, y antes de un cuarto de hora estaban ya el conde y los suyos casi a la orilla del foso, en frente de la reja de la prisión de la reina.

Desde luego advirtieron que el foso estaba seco a la sazón, y que no había más que un centinela por aquella parte, de modop. 26 que con un hombre solo tenían que luchar. Empero este hombre estaba sobre una muralla, y con un grito suyo era indudable que acudirían todos los de la guarnición del castillo; esto contenía el impaciente ardor de Hernando y el entusiasmo del conde, hasta que por fin este, volviéndose de repente, como un hombre inspirado, a Millán, le dijo:

—Tú eres buen flechero.

—Señor, sé tirar una flecha con alguna violencia y dirigirla medianamente.

—Bien: ¿y te atreverás a hacer una buena puntería de aquí a la muralla?

—Sí —interrumpió vivamente Hernando—: ¿serías hombre de quitar de enmedio a aquel maldito centinela?

—Si vueseñorías me lo permiten —respondió el criado lleno de humildad—, probaré, y espero que con la ayuda de Dios podré darles gusto.

Y diciendo y haciendo se colocó entre dos árboles, desde donde distinguía perfectamente al centinela;p. 27 tendió su arco, y se disponía ya para apuntar cuando don Gómez, asiéndole del brazo, le dijo:

—¿Y si yerras el tiro, Millán?

—Si lo yerra —dijo con impaciencia Hernando—, si lo yerra, acertará otro.

—Y el soldado —repuso el conde— lo aguardará pacientemente sin dar la alarma.

—Tenéis razón, tenéis razón; pero si una flecha no nos quita ese estorbo, no sé cómo lo hemos de hacer.

Millán bajó el arco, el conde quedó suspenso, Hernando petrificado, y en tanto el tiempo volaba.

Más de una hora duró esta suspensión, hasta que por fin, convencido don Gómez de que si, como lo decía su amigo, una flecha no quitaba al centinela la posibilidad de estorbarles, les sería imposible entrar en el castillo, mandó sacar las escalas que a prevención traía y, dirigiéndose a Millán, pronunció con visible alteración estas palabras:

p. 28

—Apunta, Millán, dispara, y Dios dirija tu mano.

Y diciendo así, cayó de rodillas y se puso a orar fervorosamente, en tanto que el criado, deseoso de servir a su amo y acreditar al mismo tiempo su destreza, dirigía sin el menor vislumbre de inquietud la puntería al malhadado centinela, quien de propósito parecía haberse parado debajo de la ventana de doña Urraca.

La naturaleza, más poderosa que las penas, había por fin proporcionado a la reina de Castilla el sueño, único y verdadero alivio de los miserables cautivos. Se representaban en su imaginación los venturosos tiempos de su unión con el conde de Galicia; creía verse aún en medio de sus vasallos, acatada de todos, dispensando mercedes, imponiendo castigos: mas por una de aquellas singularidades que casi siempre tienen los sueños, el conde de Candespina se mezclaba con aquellos sucesos, en los cuales ninguna parte habíap. 29 tenido. Era pues entonces tan feliz en el mezquino lecho de su encierro como hubiera podido serlo en el más mullido de su alcázar de Burgos o de León, cuando el sordo ruido que hicieron al pie de su ventana las armas del centinela, a quien Millán acertó a traspasar la garganta, la despertó repentinamente.

—¡Leonor!..., Leonor..., despierta..., vamos, despierta; tu reina te lo manda —dijo llamando a su camarera, que dormía profundamente, hasta que por fin logró despertarla no sin trabajo—. Vamos, ve a mirar lo que ha sucedido en la muralla; me parece haber oído cómo daba un gran golpe un hombre armado.

—Ya voy, señora; será algún soldado que habrá tropezado en alguna piedra —dijo Leonor, pensando entre sí que no debía tener gran necesidad de su persona la reina para llegarse a la ventana y satisfacer por sí misma su curiosidad.

Obedecióp. 30 sin embargo con cuanta presteza se lo permitieron sus miembros, aún entorpecidos con el sueño, y se llegó a la ventana; mas hubo de estar un momento para acabar de abrir los ojos, y al cabo nada vio, nada oyó, y así se lo dijo a la reina. No podía esta persuadirse de que su camarera dijese lo cierto, porque estaba segura de haber oído caer a un hombre armado, y así, diciendo a Leonor que procurase otra vez abrir más los ojos para obedecer sus órdenes, se levantó ella misma; y llegada a la reja, por más que examinó cuidadosamente cuanto su vista alcanzaba a distinguir, tampoco descubrió nada.

—Parece imposible —exclamó—: imposible porque no me cabe duda de que lo he oído.

—Ya he observado a Vuestra Alteza —dijo Leonor con cierto aire de triunfo— que podría ser el centinela que hubiese tropezado.

—Y yo he observado que hasta aquí nadie se ha atrevido a dirigirme la palabra sinp. 31 que yo se lo mande —respondió la reina.

Leonor se quedó muda con tan inesperada reprensión, y guardó silencio en tanto que la reina, entre despechada y colérica, volvió a su lecho.

Apenas vio Hernando caer en el suelo al centinela, exclamó lleno de alborozo abrazando a Millán:

—Bien: te has portado como un hombre, y yo te ofrezco una cadena de oro que pese tanto como tu arco en premio de este tiro que es el más acertado que en mi vida he visto.

—Loado sea Dios —dijo levantándose don Gómez—: amigos míos, de su voluntad y vuestro valor depende ahora el resto.

Salieron con esto del bosque, pero temiendo el conde que los que dormían en el cuarto bajo cuya ventana había caído el centinela, despertándose con el ruido se asomasen y viéndolos escalar la muralla dieran la alarma, se apartó a un lado,p. 32 y en menos de dos minutos ya estaban todos dentro de la fortaleza.

Por esta razón no vieron la reina ni su camarera a ninguno de ellos, y solo a pocos momentos oyeron el ruido de sus pasos al tiempo que pasaban por debajo de la reja.

—Bien muerto está —dijo uno de los soldados mirando el cadáver del centinela—. Dios me libre de ser el blanco de Millán.

—Y a mí —contestó otro—. Si tuviera el conde unos cuantos ballesteros como él, ya podían sus enemigos echarse en remojo.

—Calla, no nos oigan y lo echemos todo a perder.

Las dos prisioneras habían vuelto a ocupar su puesto en la reja, y pudieron oír a su salvo el corto diálogo que acabamos de referir, el cual, lejos de satisfacer la curiosidad de la reina, no hizo más que irritarla. Leonor, por el contrario, al oír la palabra conde, concibió esperanzas de que fuese el de Candespina; y de buenap. 33 gana hubiera dado a su señora cuenta de las conjeturas que formaba; pero la prohibición que poco antes la había hecho esta de dirigirle la palabra sin su expreso mandato la obligó a guardar silencio.

Doña Urraca por su parte no tardó en conocer que en los estrechos límites de una prisión no era posible observar estrictamente las leyes de la etiqueta como en un alcázar, y así, aunque no dejase de repugnarla algún tanto ser la que empezara, por decirlo así, su reconciliación con Leonor, rompió el silencio diciendo de esta manera:

—Nada dices, Leonor, del singular diálogo que acabamos de oír.

—Señora —contestó esta—, Vuestra Alteza me ha...

—Ahora te mando que hables.

—Entonces, señora, me parece que podré dar a Vuestra Alteza algunas luces sobre este asunto.

—¿De veras, Leonor? Vamos, di.

—Señora, tengo que suplicar primero a Vuestra Alteza se sirva perdonarme.

p. 34

—Sí, mujer, sí; estás ya perdonada, ¿quién piensa en eso? Pero di.

—Es que no se trata de lo que Vuestra Alteza imagina, sino de una libertad que me he tomado en su nombre...

—¿En mi nombre? ¿Y quién te ha dado osadía para tanto?

—Permítame Vuestra Alteza que me explique. He dicho mal diciendo que había tomado en su nombre. No, señora, yo he obrado en el mío, pero he querido decir que lo que yo he hecho solo ha sido en interés de mi reina.

—Pero acabemos: ¿qué es lo que has hecho?

—Si Vuestra Alteza me deja hablar, yo se lo diré en pocas palabras.

—Y bien, Leonor, una hora hace que te estoy mandando explicarte y nunca acabas de hacerlo.

Aquí la camarera refirió su mensaje a don Gómez, y la conjetura de que fuese el de Candespina el conde de quien hablaban los dos soldados cuya conversación habían oído.p. 35 No sabemos cuál hubiera sido la contestación de la reina, ni qué reflexiones hizo durante la breve narración de Leonor, porque la crónica dice que precisamente en el punto en que esta se acabó, resonaron las bóvedas del castillo con el ruido de las armas, los alaridos de los moribundos, y los gritos de Candespina y Castilla por una parte, Alfonso y Aragón por otra.

Viñeta ornamental

p. 36

CAPÍTULO III

Tranquilamente dormía Íñigo Latorre, alcaide del castillo de Castellar, confiado, como hemos dicho en el capítulo primero, tanto en la posición de su fortaleza cuanto en la paz de que el Aragón disfrutaba en aquella época, cuando le despertaron el estruendo y voces de los combatientes: se levantó sobresaltado, tomó la espada, y apenas vestido, sin más armas defensivas que su casco y escudo, salió de su aposento y se dirigió, aunque con cautela, al paraje en que parecía estar lo más recio de la pelea.

Don Gómez y los suyos, dando la vuelta a la muralla, se encontraron con el cuerpo de guardia colocado en la torre que formaba el ángulo del castillo opuesto al que ocupaba la reina. El centinela que estaba ap. 37 corta distancia dio el quien vive; pero por pronto que quiso hacerlo, no fue bastante para impedir que Hernando le contestara con tan buena estocada que dio con él en el suelo. No murió sin embargo en el momento; y cumpliendo como buen soldado:

—Alarma —gritó—, alarma compañeros: los enemigos están en el castillo.

No dijo más, pues, colérico, uno de los soldados de don Gómez le acabó de matar metiéndole la pica por la boca.

—Desdichado —dijo don Gómez—, has muerto cumpliendo con tu obligación; Dios te perdone la mala obra que nos has hecho.

—Que no es poca —añadió Hernando—, porque o yo me engaño, o en la torre suena ruido de armas.

Y, en efecto, tenía razón, porque alarmados los aragoneses con la voz de su compañero se atropellaban unos a otros para tomar, cuál la espada, cuál la adarga; y a no ser la confusión inevitable en aquel momento de sorpresa, no hubieranp. 38 entrado el conde y los suyos en la torre; pues ya uno, más prudente que los otros, corría a cerrar la robusta y herrada puerta.

—¡Candespina y Castilla! ¡Santiago sea con nosotros! A ellos, caballeros, vencer o morir —dijo así el de Candespina, y dando el ejemplo al mismo tiempo que la orden entró por la puerta y cerró tan furiosamente con los contrarios, que por doquier seguían la muerte y el espanto sus pasos.

A su lado iba el denodado Hernando, tan valiente, tan furioso como su amigo, no parando más golpes que los que a este se dirigían, y despreciando los que llovían sobre él mismo.

La guarnición de Castellar, en aquellos tiempos pacíficos, no excedía de cincuenta hombres de armas, que por fortuna para los castellanos estaban todos reunidos en la torre atacada, pues mal les aviniera si estando divididos hubieran podido combatirles por retaguardia al mismo tiempo quep. 39 de frente. Además, los compañeros del conde venían armados de punta en blanco y dispuestos a la pelea, al paso que los aragoneses, soñolientos y medio desnudos, necesitaban casi un valor heroico para oponer la menor resistencia.

No menos sorprendido que los demás, Íñigo Latorre, azorado, desnuda la espada en la mano derecha, y una lámpara encendida en la izquierda, y semejante más bien a un fantasma que a un guerrero, bajaba lentamente la escalera deteniendo el aliento y aplicando el oído a cada paso, hasta que por fin las palabras Candespina y Castilla, le hicieron conocer que eran castellanos los que habían sorprendido la fortaleza. Marchar a ellos inmediatamente, y mezclarse entre los demás combatientes fue el primer impulso del valiente alcaide; pero reflexionando después en que la falta de armas defensivas le exponía a caer a los primeros golpes, y que por otrap. 40 parte más necesaria era su cabeza que su brazo, volvió a subir apresuradamente a su aposento, en el que ya habían entrado a buscarle algunos soldados.

En tanto que estos le ayudaban a armarse de pies a cabeza, seguía encarnizadamente el combate en el piso bajo de la torre: los aragoneses defendían el terreno palmo a palmo; pero no permitiéndoles la estrechez de este aprovecharse de la superioridad que en número tenían sobre los castellanos, les hacían estos sentir la ventaja inmensa que les llevaban en armadura y concierto.

La pérdida de los del castillo era ya de más de diez hombres entre muertos y heridos, cuando sus enemigos solo habían perdido uno; pero para estos toda pérdida era de suma importancia en razón de su corto número.

Dejemos por un momento a estos encarnizados guerreros combatir desesperadamente,p. 41 para hablar de nuestras dos prisioneras, cuya posición era harto desagradable.

—¿Lo oye Vuestra Alteza, señora? Candespina y Castilla dicen —exclamó Leonor, apenas llegó a sus oídos el rumor del combate.

—También oigo —contestó la reina— las voces de Alfonso y Aragón.

—El conde vencerá sin duda.

—¿Qué seguridad tienes de ello?

—Señora...

—¡Ah, Leonor! ¡Ojalá tu celo no me sea funesto!

—¿Y por qué lo ha de ser? ¿Vuestra Alteza qué culpa tiene de lo que yo he hecho sin su conocimiento?

—Cierto que no tengo ninguna. Pero si el conde sucumbe, ¿qué dirán las gentes de mí? Acaso se atreverán a sospechar...

—Que el conde idolatra a su reina, y no será más que lo cierto.

—Cada vez es mayor el tumulto, Leonor, y sin embargo a nadie veo.

—Sin duda será el combate en la torre que cae sobre el río, que es la que ocupa el alcaide con sus soldados;p. 42 al menos de hacia allí parece venir el eco. Si el conde supiera en qué paraje se halla Vuestra Alteza, hubiera ya venido a ponerla en libertad.

—Dios haga que no sea vencido, pues de lo contrario su temeraria tentativa no produciría otro efecto que el de empeorar mi situación.

—Vuestra Alteza se complace en verlo todo de la manera más triste que es posible imaginar. Don Gómez es un guerrero que tiene fama de ser tan prudente como esforzado, y no es de presumir que se haya metido en el castillo sin...

—¿Oyes, Leonor? ¡Qué tristes gemidos! ¿Oyes el sonido de las espadas?... ¡Qué horror!... ¿Qué será de nosotras? ¡Dios eterno!... —y cayó desmayada.

Leonor empleó cuantos medios estuvieron a su alcance para hacer volver en sí a su señora, e inspirarla un valor que, si hemos de decir verdad, no tenía ya ella misma.

En general, por más osada que una mujerp. 43 sea en sus proyectos, por más que tenga costumbre de presenciar grandes acontecimientos y de figurar en ellos, llegado el caso de un combate, sus fuerzas la abandonan. Su horrorosa carnicería repugna a este sexo débil, destinado a domar con su dulzura las feroces pasiones del hombre; ha habido algunas excepciones, es cierto, a esta regla general; pero confesemos imparcialmente que son tan pocas que apenas merecen mencionarse.

No es pues de extrañar que doña Urraca, a pesar de su carácter ambicioso, flaqueara en aquella ocasión, y que costase infinito trabajo a su camarera disimular el espanto de que estaba poseída. Empero, como a nuestra impaciencia no le es dado precipitar los acontecimientos a medida del deseo, le fue preciso a la reina esperar y temer, y a su camarera disimular y dar consuelos, hasta que llegó el momento que estaba señalado para terminar sus inquietudes.

p. 44

Más de un cuarto de hora había transcurrido desde la entrada de los castellanos en Castellar; y otro tanto tiempo hacía que duraba el combate, cuando lograron estos desalojar a los enemigos del piso bajo, y persiguiéndolos llegaron al principal, donde estaba la sala de armas y el aposento de Íñigo Latorre. Acababa este de armarse y de llegar al salón cuando entraron precipitadamente los suyos, y a dicha tuvieron el tiempo necesario para cerrar detrás de sí la puerta, tan fuerte como todas las que en aquel tiempo se usaban en semejantes edificios.

—¡Voto al santo de mi nombre! —dijo furioso Hernando, que llegó precisamente en el momento en que acababan los aragoneses de cerrar—. Estas malditas escaleras me han detenido, y como esos perros van desnudos, las han subido en un vuelo.

—No perdamos tiempo —le contestó el conde que llegó en seguida—, nop. 45 perdamos tiempo en inútiles exclamaciones. Lo que importa es derribar la puerta.

—Un hacha de armas —exclamó Hernando—, pronto un hacha.

—Es inútil —le replicó el de Candespina—, nada conseguiréis; o cuando menos se tardará más tiempo del que es menester. Traed una tea encendida, soldados, y prended fuego a la puerta.

—Sí, prendedla fuego, no les estará mal a esos testarudos morir como judíos, porque...

—No permita Dios que yo cometa tal barbarie. No, Hernando, son cristianos como nosotros. Lo que yo quiero es quitar esta barrera de por medio y poder combatirlos como conviene a caballeros, pues en cuanto a la torre, es de fábrica y no puede incendiarse.

—Sea así, pero despachad, venga acá esa tea. Parece que en la vida habéis puesto fuego a una puerta.

Y el impaciente Hernando se puso a trabajar como un simple soldado.

Entretanto el conde, que nada olvidaba,p. 46 bajó al cuerpo de guardia, en el cual había dejado a cargo de Millán y otro soldado los prisioneros que se habían hecho en el primer combate, que eran en bastante número.

Imaginando el alcaide que sus enemigos, siguiendo la rutina de aquel tiempo, emplearían inmediatamente el hacha o las palancas para derribar la puerta, mandó correr sus gruesos cerrojos y arrimar a ella una pesada y tosca mesa de madera de nogal que había en medio de la sala. En seguida hizo armar lo más completamente que le fue posible a sus medio desnudos soldados, y poniéndolos en buen orden esperó sosegadamente el éxito de aquel trance.

Había bajado el conde a examinar a los prisioneros no por simple curiosidad, sino con el objeto de obtener de ellos varias noticias que podían serle útiles; y en particular por saber en qué paraje se hallabap. 47 la reina. Algunos de aquellos desgraciados conservaban bastante serenidad para negar a su enemigo todo género de explicaciones; pero la mayor parte se manifestaron prontos a complacerle. Supo pues el conde cuál era la torre que encerraba a la reina, y que las fuerzas de que el alcaide podía disponer en la sala de armas no pasaban de veinte hombres, deducidas las pérdidas que hasta entonces había tenido. Bien hubiera querido don Gómez ir en derechura a echarse a los pies de la reina y ponerla en libertad; pero le pareció que no podía dejar el combate, y que presentarse como vencedor le sería más honroso.

Cuando volvió a subir ya ardía la puerta de la sala de armas, y consternados los aragoneses, que en el calor del combate no habían podido calcular exactamente el número de sus contrarios, dándose por perdidos pidieron a su alcaide que entrasep. 48 en capitulaciones. Este se negó abiertamente a semejante proposición, y recordando a los soldados sus juramentos y las leyes del honor, les mandó que se dispusiesen a pelear hasta el último trance, logrando en efecto reanimarlos algún tanto. Estaba sin embargo resuelto por la divina providencia que, a pesar de sus buenos deseos, había de morir sin dar una sola cuchillada a los agresores.

El conde tenía razón en no temer que la torre se incendiase porque era de fábrica; mas no había calculado que estando cubierto de tablas el piso de la sala, precisamente se habían de sofocar cuantos estuvieran dentro de ella. Y en efecto, aún no había acabado el infeliz Íñigo su exhortación, cuando incendiándose las tablas del piso con extraordinaria celeridad, a causa de estar muy secas, se llenó enteramente de humo el aposento. Los desgraciados aragoneses viéndose arder empezaron ap. 49 clamar:

—¡Piedad! ¡Piedad!

Los castellanos mismos tuvieron que apartarse, y Hernando gritó, de orden de su amigo, que sería salvo todo el que saliese de la sala. Algunos de los que estaban inmediatos a la puerta lograron escapar; pero la mayor parte, atolondrados con el mismo temor, perecieron allí miserablemente, y entre ellos el alcaide, sea porque no pudo, sea porque no quiso, ni aun en aquel caso extremo, entregarse a sus enemigos.

Cuando el éxito de un combate es tan cruel para los vencidos, no pueden los vencedores mismos, a menos que sean monstruos más dignos del nombre de fieras que de el de soldados, regocijarse de su victoria. Y así es que no podremos decir quiénes quedaron más aterrados y confusos: si los pocos aragoneses que sobrevivieron a este desastre, o don Gómez y los suyos.

El incendio absorbió la atención general:p. 50 cesaron los gritos; se trajo agua de un pozo que indicaron los prisioneros, a quienes se hizo acarrearla con las correspondientes precauciones; y por fin, consumidas la mayor parte de las tablas y apagadas las demás, como también los pocos muebles que había en la sala, se logró terminar aquella horrorosa escena. No llegó a una hora lo que duró el incendio, mas fue lo bastante para que ni uno de los desdichados a quienes alcanzó quedase con vida. El cadáver de Íñigo Latorre se encontró entero, porque la armadura le había preservado de la acción de las llamas, y a pesar de que su rostro estaba enteramente negro, aún se descubrían en sus facciones señales del entusiasmo guerrero que le animaba pocos momentos antes de su muerte. El conde le miró compasivamente, y mandó que se recogiera y llevase a su propio aposento, al cual pasó en persona con la esperanza, que se verificó enp. 51 efecto, de encontrar en él las llaves de todo el castillo.

Seguidamente, sin más compañía que la de Millán, y dejando a cargo de Hernando tomar las disposiciones necesarias para su seguridad y pronta marcha, fue don Gómez a la torre, prisión de la reina. Acostumbrado desde su más tierna infancia a los horrores de la guerra, no había el conde sentido la menor inquietud durante el combate; pero presentarse a la que un tiempo miró como destinada a ser su esposa, y en aquella ocasión tenía que acatar por señora y respetar como a mujer de otro, era para él un paso tan delicado como temible. Su corazón latía con violencia, mientras Millán probó sucesivamente las llaves en la cerradura de la puerta exterior de la torre hasta encontrar con la propia; entró temblando, y es indecible su turbación cuando al llegar al primer piso mandó a su criado que abriese.

p. 52

Si fue grande la inquietud de la reina mientras resonaron en sus oídos los furiosos gritos de los combatientes, mayores fueron sus angustias cuando el incendio de la sala de armas hizo que a aquel estrépito sucediese un silencio horroroso. «¿Cuál será el vencedor?», he aquí la cuestión importante que ocupaba a las dos prisioneras, sin que ni una ni otra se atreviesen a proferir una sola palabra. En esta amarga situación pasaron la reina y su dama más de una hora, hasta que oyeron sonar primero los cerrojos de la puerta exterior, subir después la escalera precipitadamente, y ensayar por último varias llaves en la cerradura de la puerta de su propia estancia. Si doña Urraca y Leonor hubieran estado entonces libres del pánico terror, que ni discurrir las dejaba, desde luego la circunstancia de no abrir inmediatatamente les hubiera hecho ver que la visita que iban a recibir no era la del alcaide o cualquierap. 53 de sus subalternos, pues estos no podían menos de conocer las llaves de todas las estancias; pero el temor no les permitió hacer tan sencilla reflexión. Sobrecogidas, pues, y olvidando la diferencia de clases, se metieron abrazadas en el rincón más apartado de su aposento.

Ya en esto había Millán abierto la puerta y entrado el conde alzada la visera del casco, con ademán sumiso y rostro más sonrojado de lo que hubiera podido esperarse de su edad y profesión.

—¿Perdonará Su Alteza? —dijo hincando una rodilla en el suelo.

—¿Sois vos, conde? —exclamaron a un tiempo reina y camarera.

—Sí, señora —contestó el conde—, yo soy, que me he atrevido a entrar en la estancia de Vuestra Alteza sin su permiso...

—¿Y qué? ¿Estoy libre?

—Vuestra Alteza puede partir cuando guste.

—Ahora mismo; pero alzad, conde: la reina de Castilla no olvidará nunca lo que os debe.

—A mí, señora, nada me debe:p. 54 soy su vasallo, y he cumplido con mi obligación sirviéndola.

—No esperaba yo menos de vuestra nobleza. Mas ocasiones habrá de manifestaros mi agradecimiento, y si Dios fuere servido, como lo espero, de llevarme con bien a mis reinos, no se tardará el día en que lo veáis.

—Señora, si alguna cosa he hecho que merezca recompensa, suficiente la tendré en besar los pies a Vuestra Alteza.

—Tomad la mano, conde: y ojalá no la hubiese yo nunca dado...

Detúvose aquí, y el conde besó respetuosamente aquella mano, objeto de todos sus deseos.

—¿Podemos partir, conde? —continuó la reina.

—Señora —dijo este—, deme Vuestra Alteza permiso para bajar un instante y podré responderla.

—¿Y en tanto nos hemos de quedar otra vez solas? —replicó doña Urraca; y luego, avergonzada de haberse demostrando tan débil, añadió—: Leonor es una medrosa que se morirá si se ve sin más compañíap. 55 que yo.

—¡Ah, Señora! ¿Y no vale esa más que la de un ejército? Pero es indispensable que yo baje: si Vuestra Alteza quiere conceder a este soldado la honra de que se quede en guarda suya...

—Consiento: y de hoy más será de mi servidumbre.

—Millán besa los pies de Su Alteza.

—Ahora idos buen conde, idos y apresurad nuestra marcha que en vos pongo mi esperanza.

—Ponedla en Dios, señora; Él solo ha vencido a los aragoneses; Él ha vuelto por vuestra causa.

Y diciendo así, saludó respetuosamente a su soberana y salió del aposento lleno de júbilo.

Viñeta ornamental

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CAPÍTULO IV

En tanto que el conde conferenciaba con la reina, Hernando, que se ocupaba en registrar la fortaleza, halló la litera en que doña Urraca había venido a ella, y mandó disponerla para que hiciese su viaje a Castilla con más comodidad que a caballo, que era lo que se tenía pensado, y también se aprovechó de los caballos de la guarnición para montar a los ocho hombres que salieron con bien del combate, pues los suyos estaban harto cansados con la penosa marcha que acababan de hacer para emprender con ellos inmediatamente otra no menos rápida.

Tomadas estas disposiciones, hizo el conde prestar juramento sobre los santos Evangelios a los aragoneses, de que en ocho días contados desde aquel en que lop. 57 prestaban, no saldrían de su castillo, ni darían aviso a nadie de lo sucedido por medio alguno directo ni indirecto; precaución que le pareció necesaria y bastante para asegurar su retirada, pues en aquellos tiempos de ignorancia, dicho sea en mengua de nuestro siglo, cuando un hombre, y sobre todo un soldado, hacía un juramento, antes hubiera perdido mil vidas que faltado a él.

En efecto, los aragoneses cumplieron exactamente lo prometido, y la marcha de la reina a sus estados no sufrió el menor obstáculo.

Cuando don Gómez se decidió a marchar de Candespina, solo escuchó la voz de su pasión, y atendiendo demasiado a ella, olvidó lo que la prudencia, la política y la razón exigían, que era asegurarse en Castilla de un partido bastante respetable para defender a la reina del poder de su esposo, de quien sin duda nop. 58 debía esperarse mirase con indiferencia aquella fuga; pero luego que conseguido su objeto empezó a restablecerse la tranquilidad en su agitado espíritu, todas las dificultades se presentaron de golpe.

El segundo día de su viaje, caminando el conde y Hernando un poco detrás de la litera de la reina, iba aquel tan pensativo que, a pesar de la poca penetración de que su amigo se hallaba dotado, no pudo menos de observarlo, y admirado de verlo así cuando solo estaban a media legua de la frontera de Aragón, le dijo:

—¿Qué tenéis, cuerpo de Cristo? Nunca os he visto tan pensativo.

—¿Os parece, por ventura, que me faltan motivos para estarlo? —contestó el conde.

—Al menos no los alcanzo. Ya poco tenemos que temer de los aragoneses.

—Los castellanos son los que yo temo.

—¿Los castellanos? ¿Y por qué?

—¿Sabéis, Hernando, con cuántos nobles podremos contar? ¿Creéisp. 59 que habrá muchos que quieran incurrir en el terrible enojo de Alfonso de Aragón?

—¡En el terrible enojo del de Aragón! Terrible para los cobardes.

—Y para los prudentes, Hernando. La pasión no debe cegarnos. El poder de Alfonso es formidable, y si toda la nobleza, si todo el clero de Castilla no nos presta su apoyo, apenas podremos resistir algunos instantes a la tempestad que va a caer sobre nosotros.

—No sé por qué no se unirán a nosotros prelados y grandes. La reina...

—Esta con nosotros, es cierto, pero viene fugitiva.

—De su tirano, como ella dice.

—Sí, su tirano; pero también es su marido. Hernando, el negocio no está tan llano como a vos os parece.

—¿Y qué hemos de hacer, conde?

—Reparar en lo posible el tiempo perdido. Y si la fatiga, Hernando...

—La fatiga no me asusta. Mandad y seréis obedecido.

—¡Excelente, Hernando! ¡Cuánto os debo!

—Nada.p. 60 Decid presto qué es lo que he de hacer.

—Vos conocéis a Diego López, señor de Nájara.

—Sin duda que le conozco, y es de mis amigos; buen soldado...

—Y tan mal cortesano como vos. Mas esto no es ahora del caso; lo que importa es que sirva a la reina.

—Y lo hará. Mejor vasallo no lo tiene Castilla.

—Así lo creo. Alfonso le quitó por esa misma razón las fortalezas que tenía a su cargo; mas no se atrevió a despojarle de sus estados.

—Ni pudiera aunque lo intentara. El conde tiene buenos puños y muchos servidores que hubieran dado que hacer a los señores aragoneses.

—Enhorabuena, Hernando. Yo sé que don Diego López, temeroso siempre de la mala voluntad de Alfonso, no se aparta nunca de Nájara.

—Decid más: nunca le faltan doscientos caballos y algunos peones de que disponer.

—Tanto mejor. Hernando, ya lo veis; veinte lenguas hemos andado en estos dos días, yp. 61 la reina, a pesar de ir en litera, empieza a resentirse de tan acelerada manera de caminar. Habremos pues de acortar las jornadas en lo sucesivo. Su Alteza desea darse a conocer en llegando a sus estados...

—Es una temeridad.

—Tal vez, y yo así se lo he hecho presente. Pero su voluntad...

—No debe seguirse cuando es descabellada.

—Sea como quiera, Hernando, su voluntad es nuestra ley. Vasallo celoso, pero sumiso, aconsejaré a Su Alteza cuando lo crea necesario para bien suyo; mas siempre obedeceré sin replicar sus órdenes. Mas volvamos a nuestro asunto: caminando poco doña Urraca, y dándose a conocer desde luego, es muy de temer que alguno de los muchos alcaides aragoneses que tiene esta frontera...

—Os entiendo, proseguid.

—Para evitar, pues, un lance que malogre el fruto de nuestra empresa, es preciso que vos marchéis con toda diligencia a Nájara; que os presentéisp. 62 a López y le digáis en qué situación nos hallamos.

—Eso bastará; conozco al señor de Nájara; ¿pero ahora mismo?

—No, Hernando, aún estamos en Aragón, y no sois hombre vos a quien yo separe de mi lado en ocasiones de peligro; a más, una carta de Su Alteza para don Diego sería muy del caso. Lo dicho: esta noche os separaréis de mí.

—Hágase como dispongáis.

Durante esta conversación iban juntas en la litera doña Urraca y su dama doña Leonor, más gozosas de verse fuera del Castellar, que apesadumbradas con lo largo de las jornadas y el melancólico aspecto del terreno por el que caminaban.

Doña Leonor poseía toda la astucia y flexibilidad de carácter naturales en una mujer educada en la corte, y además había llegado a conocer a su señora bastante bien, para no sufrir muy a menudo las tempestades que la versatilidad de esta producíap. 63 con frecuencia. Reinaba pues la más completa armonía entre ambas; y doña Urraca se complacía en manifestar a su camarera los proyectos que para lo futuro iba haciendo. Encerrada en la prisión de Castellar, la reina de Castilla hacía sanas y acertadas reflexiones sobre su posición relativamente a los grandes de su reino, y conocía cuán poco podía esperar de ellos; pero la manera casi milagrosa con que obtuvo su libertad, el entusiasmo del conde y la fidelidad de su reducido escuadrón, desvanecieron enteramente sus temores. Olvidando que su altanería le había acarreado casi desde la infancia la enemistad de los nobles y prelados; olvidando que por no verse sujetos a ella sola habían querido casarla hasta con uno de sus iguales y tener a este por rey; doña Urraca, seducida por su amor propio, creyó encontrar todos los corazones dispuestos a recibirla, todos los brazos prontos a combatir en sup. 64 defensa. Los derechos heredados de su padre, el glorioso nombre de este, y sobre todo sus gracias personales eran otros tantos motivos de confianza y seguridad para la incauta reina, y no veía, ni sus defectos, ni el poder de su marido, ni la fuerza de sus parciales.

Todas estas causas debilitaban de hora en hora la admiración y la gratitud que la heroica resolución de don Gómez la habían inspirado en el primer momento: desaparecieron sucesivamente de su imaginación el héroe y el libertador, no quedando el conde de Candespina por último en ella más que como un vasallo fiel, enamorado, valiente y acreedor a sus bondades. Por no ser prolijos omitiremos los diálogos de entrambas viajeras, y las conversaciones que mediaron con el conde, quien solía acercarse a menudo a la litera para informarse de si Su Alteza iba con la comodidad posible, de si deseaba alguna cosa,p. 65 pedirla su venia para hacer alto, etc., etc. De este modo llegaron al último pueblo de Aragón, y así por esto como por su pequeñez y poca importancia, le pareció a don Gómez que podría alojarse en él la reina, esperando encontrar algunas comodidades. Se escogió la casa del pueblo que menos mala pareció, y sin usar de otra ceremonia don Gómez mandó a su dueño que recibiese en ella a la reina, aunque sin decirle que tal era su alta dignidad. Acostumbrados entonces los plebeyos a someterse de grado o por fuerza a la voluntad de los nobles, que les comunicaban sus órdenes con la punta de la lanza, no extrañaban ninguna de las exacciones de estos, y por lo mismo el villano aragonés no manifestó la menor repugnancia en conceder la hospitalidad que con tanta cortesía se le pidió. Introdujo pues a sus huéspedes en una que él llamó sala, en la cual no se veían más muebles que unap. 66 tosca mesa de pino, algunos escaños o bancos de la misma madera, y un espacioso sillón con asiento de cuero, que daba indicios de ser el más antiguo y respetable de todos los enseres allí existentes. La misma sala tenía una alcoba con su cama correspondiente al resto del ajuar, la cual se destinó para doña Urraca.

Al entrar esta en aquella miserable choza, echó una mirada en derredor de sí, y expresó con un profundo suspiro cuánto echaba de menos el fasto de la corte: el conde lo comprendió, mas no pudiendo remediar nada, juzgó que lo más prudente era guardar silencio sobre aquel punto. Ocupado enteramente del proyecto relativo al mensaje de Hernando, apenas se sentó la reina dobló ante ella la rodilla, pidió permiso para hacerla una súplica, y obtenido que lo hubo, manifestó en breves pero evidentes razones, cuán necesario era solicitar el auxilio del señor de Nájara.

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—Nunca hubiera creído —contestó la reina después de haber escuchado con algunas muestras de impaciencia el discurso del conde—, nunca hubiera creído que la reina de Castilla tuviese que mendigar el auxilio de sus vasallos.

—Vuestra Alteza —replicó don Gómez— no ha comprendido, sin duda por falta de explicación mía, lo que he querido decir: se trata, no de que Vuestra Alteza mendigue el socorro de nadie, sino de que se digne participar su llegada a estos reinos al señor de Nájara: esta honra bastará para empeñar más particularmente a este caballero en defensa de Vuestra Alteza.

—¿Y por ventura, conde, he yo menester tanto de su ayuda? ¿No me quedan más vasallos tan nobles, tan poderosos, tan esforzados como él en Castilla?

—Nobles hay en ella, y muchos y muy poderosos; pero, señora, siento decirlo, acaso no todos...

—Os entiendo: teméis que sean más parciales del rey de Aragónp. 68 que de su natural señora. Mientras me han creído legítimamente unida a él, mientras que he estado ausente, tal vez don Alfonso habrá podido contar con ellos; pero en presentándome, creedlo, conde, no habrá uno que no siga mis banderas.

—Así debiera ser, y así lo deseo, mas no puedo persuadírmelo. Por lo menos, crea Vuestra Alteza que no sería prudente presentarse en Burgos sin más escolta que la corta con que hoy camina.

—Sois extraño, conde; no os parece bastante para caminar por mis estados la misma fuerza con que emprendisteis sacarme del poder de mis enemigos.

Doña Leonor, presente a esta conversación, conocía la razón del conde; mas veía al mismo tiempo que era inútil luchar contra la vanidad de su señora, y que a menos de presentarla el negocio bajo un aspecto enteramente distinto, jamás consentiría en lo que sus propios intereses exigían.

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Se le ocurrió de pronto un feliz expediente, y arriesgándose a sufrir una áspera reprimenda se atrevió a mezclarse en la conversación diciendo a la reina:

—Si Vuestra Alteza me permitiera...

—¿También tú, Leonor, tienes desconfianza de la fidelidad de mis vasallos?

—No, señora —contestó la diestra cortesana—, lejos de eso creo absolutamente infundados los temores del conde.

—¡Doña Leonor! —exclamó este algo mohíno de ver que la camarera se oponía tan espontáneamente a su juicioso proyecto—: Doña Leonor, ¿habéis meditado bien?...

—Dejadla hablar —replicó la reina—; continúa, Leonor, veamos si tú podrás convencer a este buen caballero...

—No me parece —dijo Leonor— ni aun necesario rebatir los temores que el excesivo celo del conde de Candespina le ha hecho concebir; perdóneme su señoría si me atrevo a decirle que va enteramente descaminadop. 70 en lo que dice. No hay, o yo me engaño mucho, un solo noble en Castilla que no esté dispuesto a sacrificarse en obsequio de las gracias de doña Urraca...

—De mis gracias no, porque no las tengo; pero de mis derechos sí.

—La modestia de Vuestra Alteza —continuó la dama— le hace hablar así; de todos modos Vuestra Alteza no necesita para su seguridad de las tropas del señor de Nájara, y sin embargo yo no vacilaría en enviarlas a buscar.

No es fácil describir el asombro de la reina y del conde oyendo concluir de un modo tan singular el discurso de doña Leonor; aquella la miró con enojo, y con admiración este; mas ella, que todo lo había previsto, sin darles tiempo para volver en sí, continuó de esta manera:

—Dígnese Vuestra Alteza escucharme un instante más y me comprenderá. Repito que los soldados del señor de Nájara no me parecen necesarios para seguridad; mas ¿dígamep. 71 Vuestra Alteza si será decoroso para su alta dignidad entrar en Burgos en una misma litera, con su única criada, sin más servidumbre, sin más guarda que la de ocho o nueve soldados, valientes sin duda, pero con las armas aún teñidas en sangre y cubiertas de polvo?

—En verdad, Leonor, que tienes razón, y mandaré al señor de Nájara que venga a servirnos de guarda hasta nuestra capital de Castilla. Conde, escribid la carta, que yo la firmaré; pero cuidad bien de que en ella se exprese que el motivo de nuestro mandato es el que ha dicho Leonor, y no en manera alguna que tengamos el menor recelo de la fidelidad de nuestros vasallos.

Absorto y pensativo salió el conde a ejecutar lo que se le mandaba, pudiendo apenas figurarse ser verdad el ingenioso artificio con que doña Leonor había logrado de la reina, lisonjeando su vanidad, lo que él con razones más poderosasp. 72 jamás hubiera conseguido. A estar menos preocupado en favor de la reina, nada hubiera visto de extraño en ello; pero un amante ve pocas veces claro cuando se trata de su dama.

Doña Urraca por su parte cada vez se creía más segura del amor de los castellanos, y miraba como ofensas cuantas prudentes precauciones querían sus partidarios tomar en favor suyo. Funesta preocupación que atrajo sobre estos y sobre ella misma no pocos sinsabores en lo sucesivo.

Viñeta ornamental

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CAPÍTULO V

Partió Hernando apresuradamente para Nájara con el mensaje de la reina a Diego López, y su diligencia fue tal que dos días después llegaron ambos, al mismo tiempo que doña Urraca, a un pueblo del camino llamado Anguiano.

Don Diego López obtuvo el honor de besar los pies a la reina, quien no se descuidó en hacerle entender que había reclamado su asistencia, no como necesaria, sino para dar más aparato a la pública entrada que pensaba hacer en Burgos. El señor de Nájara se contentó con responder que de cualquier manera que fuese se creía muy honrado con que Su Alteza se dignara emplearle en su servicio, y lo que solo sentía era que la premura del tiempo no le hubiese permitido reunir más que los trescientosp. 74 caballos que con él traía, y cuatrocientos peones que no tardarían en llegar a las órdenes de uno de sus parientes. Mediaron algunos cumplimientos, y doña Urraca terminó la conferencia encargando al conde y al señor de Nájara que dieran las disposiciones convenientes para su entrada en Burgos, declarando al mismo tiempo que estaba resuelta a cesar de ocultarse, queriendo que desde aquel mismo momento supiesen los pueblos por donde transitara que tenían el honor de albergar a su soberana.

La expresión de la voluntad de doña Urraca fue en esta ocasión tan firme y tan decidida que hasta el mismo Hernando se convenció de que toda reflexión contraria a ella sería inútil; y así, por más que don Gómez, el de Nájara y la misma doña Leonor creyesen que hubiera sido más prudente no descubrirse hasta estar en Burgos, hubieron de ceder a la necesidad.

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Los habitantes de Anguiano, poco enterados en los negocios políticos y no conociendo de la reina más que su nombre y la fidelidad que le habían jurado, manifestaron sumo gozo en que honrase su pequeña aldea, y aun quisieron festejarla a su modo: pero doña Urraca, sea que se convenciese de que era tan impolítico como arriesgado el detenerse, o sea más bien que el miserable y salvaje aspecto de aquellos montañeses le fuese poco agradable, resolvió ponerse en marcha sin demora.

Aunque en realidad toda la tropa que escoltaba a la reina dependía del señor de Nájara, por componerse de vasallos, criados, deudos y amigos suyos, sin embargo, don Diego López, que ya en la junta de Mascaraque se había declarado decididamente partidario del conde de Candespina, indicó a este que él y cuantos le seguían estaban prontos a obedecerle en todo. Agradeció el conde con corteses razonesp. 76 la deferencia que se le demostraba, y aunque no quiso tomar ostensiblemente el mando, tanto por no herir el amor propio del señor de Nájara cuanto porque no se le tachase de ambicioso, se reservó empero las facultades que creyó oportunas para el mejor servicio de la reina. Hernando de Olea, a la cabeza de cien lanzas escogidas, salió con anticipación a noticiar a los burgaleses la llegada de doña Urraca, llevando orden de apoderarse de alguna de las puertas de la ciudad, y seguidamente del alcázar a nombre de Su Alteza; y al mismo tiempo se envió un mensajero a la infantería de Nájara, para que atravesando los montes por el camino más corto marchase directamente a la capital de Castilla.

La reina con los doscientos caballos restantes, más los ocho del conde, continuó su camino a jornadas cortas, recibiendo con afabilidad a los nobles de todosp. 77 los pueblos del tránsito, y esperando con ansia el momento de llegar a Burgos. Don Gómez la acompañaba siempre, y recibía de ella las mayores pruebas de estimación. Enamorado más que nunca, no se atrevía sin embargo a hablar una palabra de su amor, que hubiera mirado como un crimen, en razón de ser la reina casada, si las desavenencias de esta con su marido y el parentesco de primos segundos que mediaba entre ambos consortes no alentaran la esperanza de ver roto algún día aquel lazo tan contrario a sus intereses.

Doña Urraca no podía ser indiferente al mérito incontestable de don Gómez, aumentado a sus ojos con el servicio que acababa de hacerla; pero el amor que empezaba a apoderarse de su corazón no era ni fue nunca superior a la vanidad, de modo que si bien su conducta era tal que el conde no tenía de que quejarse,p. 78 tampoco le permitía lisonjearse enteramente de ser amado.

Así que llegó Hernando de Olea a Burgos, se presentó a su alcaide, don Álvar Fáñez, y le comunicó las órdenes de la reina, para que se hiciese saber al ayuntamiento de aquella ciudad su próxima llegada. Es indecible la sorpresa del alcaide, más afecto al partido aragonés que al castellano; hizo mil preguntas a Hernando, pero todas las respuestas de este fueron tan concisas que ninguna luz pudo sacar de ellas. Es posible que don Álvar Fáñez se hubiera opuesto a recibir a la reina en Burgos si hubiese estado en su mano obrar conforme a sus deseos; pero el conde, que había previsto aquel caso, dio las instrucciones convenientes al de Olea para evitarlo; y así este no abandonó ni un momento al alcaide desde su llegada a Burgos, y tuvo cuidado de insinuarle que si bien había venido únicamente con cienp. 79 caballos, tardarían poquísimas horas en llegar fuerzas más considerables.

Se convocó, pues, inmediatamente a los individuos de ayuntamiento, a lo principal de la nobleza y a los gobernadores del obispado con las dignidades eclesiásticas de más nota, para las casas capitulares, y, reunidos todos en ellas, les hizo el alcaide saber la orden que acababa de recibir. Hernando añadió, que Su Alteza se había resuelto a ir a visitar sus estados sin avisar de antemano, por razones que se reservaba explicar ella misma a su debido tiempo, y que de todos modos creía que una sola palabra dicha a nombre suyo bastaría para que sus amados burgaleses se dispusieran a hacerla el correspondiente recibimiento.

—Para concluir, señores, dijo por último: es la voluntad de la reina que desde este momento se me ponga en posesión del alcázar de esta ciudad, y se me confíe la guarda de una de sus puertas.p. 80 He aquí las cartas de Su Alteza, en confirmación de lo que acabo de deciros. —Y en efecto las presentó.

Lo natural era haber empezado haciéndolo; pero Hernando, poco enterado en semejantes fórmulas, cuidó más de hacer entender a aquella junta lo que de ella quería, que de otra cosa.

A todo esto, los soldados de Nájara rodeaban el lugar de la sesión, y tanto los regidores como los nobles y clérigos, además de que no tenían un motivo racional para oponerse a recibir a su legítima soberana, aunque viniese como a sorprenderlos, conocieron que no estaban en situación de hacer otra cosa más que suscribir a cuanto de ellos se exigiese.

Accedieron, pues, sin repugnancia (al menos manifiesta) a lo que se les mandaba en nombre de doña Urraca, y Hernando, satisfecho del buen éxito de su comisión, pasó a alojar el grueso de su tropap. 81 en el alcázar, enviando un pequeño destacamento a la puerta de la ciudad, que él mismo designó. A las ocho de la mañana llegó el de Olea a Burgos; a las doce estaba en posesión del alcázar; y antes de la noche llegó también la infantería de Nájara.

Los burgaleses deseaban con ansia el momento de ver entrar a la reina, pues esperaban que su presencia disiparía la misteriosa sombra que cubría el objeto de aquella inesperada visita, cuyo motivo estaban lejos de sospechar; porque debe tenerse presente que en el siglo XII aún no se habían establecido los correos ordinarios y periódicos.

Para abreviar: al tercer día se recibió aviso por un soldado de que Su Alteza haría su entrada al siguiente por la mañana, lo que en efecto se verificó, saliendo a recibirla el cabildo, los nobles y el alcaide que, arrodillado a sus pies, le entregó las llaves de la ciudad.

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Doña Urraca desplegó la amabilidad, gracia y cortesanía de que tan bien sabía usar; y como uno de los eclesiásticos gobernadores de la diócesis, creyendo que su carácter sacerdotal le autorizaba a ello, preguntase qué motivo extraordinario era el que proporcionaba a sus vasallos la inesperada dicha de verla, le contestó que tiempo habría de satisfacer aquella curiosidad, añadiendo:

—Lo que ahora importa más es dar gracias a Dios por haberme traído con bien a mi amada Castilla: vamos al templo, y no dudo que vosotros, señores, me ayudaréis con vuestras santas oraciones a implorar el favor divino para lo sucesivo.

Dicho esto, se encaminaron todos a la iglesia mayor, y en ella se cantó un solemne Te Deum, concluido el cual se trasladó la reina con el mismo acompañamiento al alcázar. Bien hubiera querido don Gómez poder ocultar que la reinap. 83 venía fugitiva de Aragón; pero desde luego conoció que semejante ficción podría durar poquísimos días, y que su momentánea utilidad no compensaría los perjuicios que necesariamente había de producir cuando se descubriese la verdad. Fue pues necesario decidirse a descubrir el misterio, con permiso de doña Urraca, quien no puso dificultad en ello, persuadida de que los castellanos no vacilarían en defenderla contra su marido. En consecuencia de esta determinación, apenas entraron en el alcázar cuando, sentándose la reina en su trono, hizo una larga y patética exposición de los malos tratamientos que de su esposo había recibido, sin más causa, decía, que la de ser el rey aragonés y, como tal, enemigo de Castilla, cuya opresión no había ella querido nunca autorizar; habló de su prisión en Castellar, pintándola con colores tal vez más cargados que los que la verdadp. 84 exigía; y, por último, alabando el celo del conde de Candespina, manifestó hallarse resuelta a evitar a todo trance caer de nuevo en manos de su tirano. Sea respeto, sorpresa o temor de las tropas que les cercaban, todos los presentes guardaron el más profundo silencio que la reina interpretó tan favorablemente que no creyó necesario exigir garantía ninguna para su seguridad; y poniendo a cargo del conde de Candespina disponer lo necesario para la defensa contra don Alfonso, se retiró a descansar de las fatigas de su penoso viaje.

Don Gómez exhortó en seguida a todos aquellos caballeros a que tomasen las armas, y las hiciesen tomar a sus vasallos, como él iba a hacerlo, marchando al siguiente día a sus estados con objeto de hacer en ellos una leva. Todos protestaron que estaban resueltos a seguir su ejemplo, y la asamblea se separó sin que ocurriesep. 85 en ella nada más digno de notarse.

No fiaba mucho el conde de Candespina en aquellas demostraciones; pero la fuerza de las circunstancias le precisó a ocultarlo por entonces, esperando que podría reunir a sus parciales antes que los enemigos de la reina tuvieran tiempo de concertar su plan contra ella; y en consecuencia, marchó, según lo había anunciado en la asamblea, el día después de el de la llegada de la reina a Burgos para Pancorbo, cuyo castillo y pueblo le pertenecían.

En Burgos se quedó Hernando para estar a la mira de cuanto ocurriese; y el señor de Nájara prometió no desamparar la corte hasta el regreso del conde, quien por su parte no hacía ánimo de detenerse más tiempo que el absolutamente necesario.

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CAPÍTULO VI

Fieles observadores de su juramento, los aragoneses que sobrevivieron a la desgracia del Castellar no salieron de aquella fortaleza hasta cumplido el octavo día de la marcha del conde, esto es, uno después del de la llegada de la reina a Burgos; pero ya pasado aquel plazo, montaron a caballo dos de los más principales de ellos, y a rienda suelta se encaminaron a Huesca, villa distante del Castellar unas diez leguas, en la cual se hallaba a la sazón Alfonso el Batallador, que, como ya hemos dicho, se llamaba emperador de España.

Más fácil es imaginar que describir el terrible enojo de aquel príncipe, oyendo la relación de la fuga de su esposa, y por él pronto pagaron los miserables que lep. 87 llevaron la noticia, a quienes mandó encerrar en un calabozo. En vista de su cólera, casi puede decirse que fue fortuna para Íñigo Latorre haber muerto en el Castellar, porque, a no ser así, es evidente que hubiera concluido sus días afrentosamente en un cadalso.

Alfonso convocó inmediatamente a sus principales vasallos para la frontera de Castilla, pues no pudo ocultársele que la reina habría marchado a Burgos, por ser esta ciudad la más cercana entre las principales de sus dominios a los estados de Aragón; y marchó él mismo para Soria, plaza en que tenía puesta guarnición de los suyos, con los hombres de armas, jinetes, arqueros y ballesteros que siempre le acompañaban.

La rivalidad entre los diferentes estados en que estuvo dividida la monarquía, desde que don Pelayo dio principio a su restauración en los montes de Asturias hastap. 88 que don Fernando V el católico la terminó, arrojando de Granada los restos de los moros, es tan notoria que sería hacer agravio a nuestros lectores tratar de demostrársela; pero bueno será tenerla presente para no admirarnos del ansia con que castellanos y aragoneses se aprovechaban de la más pequeña ocasión para causarse perjuicios de la mayor trascendencia.

Grande era, sin duda, el celo con que los próceres de uno y otro reino acudían a sus soberanos en las guerras contra los infieles; pero tal vez se mostraban aún más serviciales en tratándose de hostilizarse las potencias cristianas entre sí; y estas luchas, que prolongaron la dominación de los árabes en la península, hubieran podido tal vez perpetuarla si los sumos pontífices, usando de sus facultades espirituales y de la influencia temporal que en aquella época tenían, no las hubieran casi siempre terminado, haciendo aliarsep. 89 a las dos partes beligerantes contra el común enemigo.

Pero volviendo a nuestro propósito, diremos que los magnates aragoneses se apresuraban a porfía en reunir el mayor número de soldados posible para ayudar a su rey a reparar su honor mancillado.

Los caminos se veían cubiertos de soldados y capitanes que de todos los dominios de Aragón marchaban a Soria acudiendo al llamamiento del rey, y los miserables labradores sufrían todo género de vejaciones y malos tratos, en tanto que Alfonso no descuidaba ninguno de los medios necesarios para salir bien de su empresa.

Los días que hubo de estar en Soria, esperando los soldados de sus vasallos, calmaron algún tanto el primer arrebato de la cólera, y las reflexiones políticas sucedieron a las acaloradas sugestiones del amor propio ofendido. Su única mira,p. 90 cuando siendo todavía príncipe se casó con doña Urraca, era la de reunir en su cabeza las coronas de la mayor parte de los reinos de España; y por esta razón prescindió del carácter de su esposa, de que estaba informado de antemano, y del parentesco que con ella tenía, el cual aunque lejano era sin embargo bastante entonces para impedir el matrimonio y aun para disolverlo después de hecho, como sucedía con frecuencia en casos semejantes. Convencido, pues, de que, aunque empleando la fuerza, era indudable que Castilla, dividida en bandos y con la mayor parte de las fortalezas en su poder, habría de sucumbir; sin embargo sería peligroso hostigar a los irritables castellanos, que en último recurso podrían acudir al papa para que anulase su matrimonio, con lo que perdería todo derecho a aquella corona: resolvió entablar algunas negociaciones antes de empezar las hostilidades.p. 91 Mas la suerte, empeñada en protegerle, dispuso las cosas aun mejor de lo que él mismo podía esperar.

Así que faltó de Burgos un hombre a quien todos respetaban y temían, como era el conde de Candespina, pareció a los habitantes de aquella ciudad que estaban ya en libertad para discurrir y obrar según creyesen conveniente. Es cierto que don Diego López y Hernando de Olea habían quedado en guarda de la reina; pero desgraciadamente no había quien ignorase que nada era más fácil que sorprender y engañar a aquellos dos excelentes soldados y pésimos cortesanos.

Don García, obispo de Burgos, prelado de costumbres irreprensibles, y tan celoso por la grey que estaba a su cargo como vasallo fiel y patriota decidido, fue desterrado de su diócesis por haber representado al rey don Alfonso de Aragón sobre la violenta medida que este tomó, despojandop. 92 de sus alcaidías a los caballeros castellanos de más nota, y sustituyéndoles aragoneses o bien naturales del país tachados de poco patriotismo. Algunos individuos del cabildo sintieron la tiranía que se usaba con su prelado, pero siendo en corto número, y atemorizados con el ejemplar mismo que tenían a la vista, no se atrevieron a manifestar su opinión, y hubieron de seguir la de la mayoría, que como de ordinario sucede, se inclinaba al partido vencedor. Los gobernadores, pues, del obispado eran canónigos conocidos por su inclinación a los aragoneses, y obraban en todo de acuerdo con el alcaide de Burgos don Álvar Fáñez, uno de los más celosos partidarios de don Alfonso; pero hallándose sin fuerzas con que contrarrestar las de don Diego López, se decidió este caballero a esperar la resolución del conde don Pedro Ansúrez, señor de Valladolid, a quien dio aviso de lo que ocurría así quep. 93 tuvo noticia de la llegada de la reina. El conde don Pedro, que era una de las personas de más nombradía en Castilla, había pasado su juventud, como todas los grandes de su tiempo, en el ejercicio de las armas; pero su inclinación le llamaba más a los negocios políticos que al manejo de la lanza. El padre de doña Urraca, apreciando sus talentos, le nombró ayo o amo, como entonces se llamaba, de su hija, y el conde gozó siempre de mucho favor con esta princesa hasta que, habiéndose declarado por el rey de Aragón, cayó de su gracia, según ya hemos dicho. Estaba pues el de Ansúrez ligado enteramente con los enemigos de su discípula: el engrandecimiento de esta no podía menos de producir su ruina, y así no es de extrañar se afanase tanto para cortar aquel mal en su origen que se hallara en Burgos cuatro días después de haber llegado allí la reina.

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Se alojó para mayor seguridad en el palacio episcopal, y después de una larga conferencia en la cual dio a Álvar Fáñez todas las instrucciones que creyó necesarias, le previno que para aquella noche y hora de las doce de ella, convocase secretamente a los principales de entre los partidarios que tenían en el pueblo. No faltó ninguno de los llamados, que serían más de cuarenta; tal era el respeto y veneración con que miraban a su alcaide, quien dispuso que la junta se verificase en la capilla del palacio. Reunidos ya los caballeros, un canónigo celebró, dada la media noche, una misa rezada para implorar las luces del Espíritu Santo; y terminado aquel acto religioso, dio a todos los circunstantes su bendición.

Así que el celebrante hubo desnudado las vestiduras con que había oficiado el Santo Sacrificio, habló de esta manera el alcaide:

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—Extraño debe pareceros, nobles señores, que en hora tan desusada os haya convocado para este sitio; pero la confianza con que me habéis honrado, viniendo a él con tanta puntualidad, es una prueba de amor que nunca olvidaré. El único objeto, señores, de todas mis acciones es cumplir la fe prometida a nuestro soberano, y alejar de mi patria los males de la horrorosa guerra que la amenaza: si lo consigo, nada me queda que desear. Ahora, señores, escuchad al muy ilustre conde don Pedro Ansúrez, quien tiene que comunicaros cosas de no poca importancia.

—Caballeros —dijo don Pedro—, el honor castellano está ofendido: un conde osado y presuntuoso se ha atrevido a faltar a la obediencia debida a su rey; y vuestro silencio, vuestra ciega sumisión a sus órdenes os hacen cómplices en su delito. ¿Quién de vosotros, infanzones de Castilla,p. 96 quién es el que no ha hecho pleitesía y rendido vasallaje a don Alfonso de Aragón? Ninguno. ¿Y porque haya adquirido sus derechos al trono de Castilla casándose con doña Urraca, por ventura habrá de perderlos siempre que esta lo quiera así? No creo, cababalleros, que haya aquí quien tal piense. En tanto que el Santo Padre, por justa causa, no os declare libres de vuestros juramentos, sois vasallos de don Alfonso y traidores negándole la obediencia. La sorpresa del primer momento puede disculpar lo que hasta aquí se ha hecho; pero pasar más adelante sería no solo criminal sino temerario. ¿Qué fuerzas opondréis a las del rey de Aragón? ¿Cómo resistiréis el ímpetu violento de su venganza?... Nadie me responde. La verdad ha penetrado en vuestros corazones. ¿Estáis prontos a volver a someteros a vuestro rey?

—Sí —contestaron unánimemente—; sí,p. 97 conde; hablad y decidnos qué hemos de hacer.

Este era el punto al cual quería el conde traer los ánimos, y ni un momento había dudado conseguirlo, pues conocía perfectamente que todas las circunstancias le favorecían. No molestaremos la atención de nuestros lectores refiriéndoles prolijamente los pormenores de la conferencia de aquellos magnates: lo que les importa saber es que decidieron que a toda costa y aun usando de la fuerza, si las circunstancias lo exigían, pondrían a la reina en poder de su marido; suplicando al mismo tiempo a este la tratase con más suavidad que hasta entonces lo había hecho.

Hubo quien propuso hacer entrar en la conjuración a don Diego López; mas el conde, que le conocía bien, se opuso a que se tratara de semejante cosa, diciendo que el señor de Nájara era hombre que no se volvería atrás de lo que una vezp. 98 había prometido, aunque para conseguirlo se levantase su mismo padre del sepulcro.

—Otros medios —concluyó—, se nos presentarán más arriesgados tal vez; pero que Dios mediante y nuestra diligencia producirán el éxito que deseamos. Separémonos, caballeros, antes que venga el alba y nos descubra; yo os prometo que no tardaréis en tener noticias mías.

De este modo las armas de Aragón por un lado, y por otro los escrúpulos o la debilidad de sus vasallos amenazaban a un mismo tiempo a doña Urraca, quien en todo pensaba menos en la tempestad pronta a descargar sobre su cabeza.

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CAPÍTULO VII

Sucedíanse en el alcázar de Burgos festines a festines: solo se pensaba en diversiones, y hubiera sido difícil adivinar por las apariencias la precaria y efímera existencia de la dominación de doña Urraca.

Los mismos que secretamente conspiraban contra la reina, eran los primeros en aprovecharse de sus indiscretas liberalidades, y en mostrarse oficiosos en inventar nuevos placeres, para ocultar así mejor sus proyectos y disipar toda sospecha; la reina veía con placer su mentido celo, y casi no echaba de menos la presencia del conde de Candespina.

Hernando de Olea y el señor de Nájara, dejándose arrastrar de la corriente, también pensaban más en solazarse que enp. 100 otra cosa; y así eran de poquísimo estorbo para sus contrarios.

En particular Hernando, que por la parte que tuvo en el suceso del Castellar gozaba de gran favor con la reina y andaba siempre a su inmediación, con la vista y el frecuente trato de doña Leonor de Guzmán empezó a conocer que no era tan insensible como creía a los encantos del bello sexo. Hasta entonces había mirado siempre con repugnancia, y acaso con horror, la vida afeminada de la corte, y desdeñado acomodarse a los modales de los palaciegos, a quienes despreciaba; pero el deseo de agradar a doña Leonor le hizo vencerse e imitar lo que veía. De aquí resultaba un contraste singular y casi ridículo en todas sus acciones y palabras; pues a pesar de sus esfuerzos, le era imposible reprimir en algunas ocasiones su natural impetuosidad, y dejar de producirse con la aspereza y energía que le eran propias.p. 101 Mas a pesar de que por esta parte el pobre Hernando no presentaba el aspecto más propio para agradar, sin embargo su figura colosal y bien proporcionada, su rostro hermoso aunque guerrero y la fama de sus hazañas eran con una dama de aquellos tiempos recomendaciones suficientes para no despreciar enteramente la ofrenda de su corazón. Doña Leonor, pues, vio con cierta complacencia la naciente inclinación del de Olea, y se condujo con toda la maestría propia de una mujer de talento y cortesana.

En tanto que el amor y los placeres reinaban en la capital de Castilla, el conde de Candespina no perdonaba medio ni fatiga para levantar sus tropas y las de sus amigos: pasaba el día expidiendo correos con avisos a los señores en quienes tenía más confianza, y órdenes para sus vasallos; y la noche escribiendo las cartas que debía enviar al siguiente día.

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Él mismo no permanecía cuarenta y ocho horas en un paraje; corría todas las villas, lugares y alquerías de sus dominios: a unos amenazaba; a otros persuadía con el halago; a este le exigía caballos, al otro armas, al de más allá su persona; y, por último, todo lo ponía en contribución para lograr prontamente su objeto.

Entre los señores a quienes envió a pedir socorro citaremos como más principales a Íñigo Jiménez, que gobernaba en Calahorra y ambos Cameros, Garci López en Tobía y Marañón, y señaladamente al conde don Pedro González, señor de Lara, de Medina, Mormojón, Dueñas y Tariego, quien tanto por lo ilustre de su linaje, que es uno de los cinco grandes solares de Castilla, cuanto por su riqueza y fama, era tenido en grande estima y valía en aquella época.

Los que hemos nombrado, y algunosp. 103 otros que omitimos en obsequio de la brevedad, se decidieron desde luego en favor de la reina, porque les era muy pesada la dominación del de Aragón, y confiaban en sus riquezas y vasallos, que capitaneados por el conde de Candespina, podrían resistir y acaso vencer a don Alfonso. Por el contrario, los que compusieron la junta de Burgos, eran todos caballeros cortesanos, mejor avenidos con los festines y torneos que con el rigor de los combates, y que preferían vivir pacífica y sosegadamente bajo el gobierno de un extraño a exponerse a los riesgos de la guerra, irritando a un monarca tan poderoso y esforzado como el de Aragón.

Así se pasaron algunos días, hasta uno en que ya cansada doña Urraca de las diversiones de la capital, dispuso salir a caza con todo el aparato correspondiente. La corte entera se puso en movimiento:p. 104 todos los caballeros apercibían sus caballos y perros, y los monteros se desafiaban unos a otros sobre quién haría alarde de más destreza y fuerza en la próxima cacería; diversión en aquellos tiempos propia solo de los príncipes y grandes señores, quienes no perdonaban gastos para hacerla con toda la ostentación posible. Las damas, que a caballo asistían también a amenizar el espectáculo, se esmeraban en los vestidos y sombrerillos, procurando cada una sobrepujar a las demás en gala y bizarría; y la reina, no menos que las otras, se ocupaba también en sus adornos, con el mismo ahínco, o acaso más, que hubiera podido hacerlo en el negocio de estado de la mayor importancia.

Llegó por fin el día señalado, y desde antes del amanecer empezaron a oírse los ladridos de los lebreles, el relinchar de los caballos y el alegre son de las cornamusas.

Caballeros y damas, todos con vestidosp. 105 de fondo verde, con adornos y plumas de diferentes colores, conforme al gusto e inclinaciones de cada uno, se reunieron en el alcázar para acompañar a la reina, quien no tardó en presentarse tan bizarra con su vestido de caza que excitó un murmullo general de admiración en los cortesanos, pues, para no faltar a la verdad, nos es preciso decir que según la crónica no bastó su alta dignidad a ponerla a cubierto de las críticas observaciones de las señoras de Castilla. Quién de estas hallaba el vestido muy largo; quién muy corto; una sobrecargado de adornos al paso que a otra le parecía harto pobre; esta decía que el color era poco a propósito para favorecer el rostro de la reina, y aquella que las plumas de la gorra o sombrerillo eran demasiadas: en resumen, desde la punta del calzado hasta el último adorno de la cabeza de la reina sufrieron el más severo de los exámenes. Todo esto debep. 106 entenderse en voz baja, y con el suficiente recato para no ser oídas de doña Urraca, pues a su presencia o callaban o se deshacían en elogios bien poco sinceros. Los de los hombres lo eran más, y tal vez por esta causa crecía el descontento de aquellas damas, porque sabido es que no pueden perdonar que otra mujer parezca bien a su amante estando ellas presentes, aunque sea una reina. Una sola entre todas no tuvo motivo de queja, porque su amante, enteramente ocupado en contemplarla, no hizo siquiera reparo en la reina, y esta fue doña Leonor, de quien Hernando estaba cada día más prendado; verdad es que también el primer cuidado de la camarera, cuando entró en el salón acompañando a su señora, fue buscar a Hernando para ver qué efecto le hacían sus gracias en aquel nuevo traje, y como le halló con los ojos clavados en ella, en la actitud de un hombre que está en éxtasis,p. 107 no pudo menos de ruborizarse; pero quedando al mismo tiempo muy satisfecha interiormente.

Lucidísima fue la comitiva que salió de Burgos con la reina, y todos con gran júbilo y algazara (en cuanto lo permitía la presencia de doña Urraca) se dirigieron a Vivar, aldea de la montaña, célebre por haber dado su nombre al Cid Campeador, en la cual debía darse principio a la montería. Hallábase en ella preparado el desayuno para la reina y las personas de más cuenta en un magnífico pabellón arabesco, dispuesto con el mayor gusto, y para la generalidad de los cazadores en el campo mismo. Oíanse entre tanto los gritos de los ojeadores que de gran distancia venían estrechando su círculo para reunir las reses en un corto espacio de terreno; y los bramidos de las acosadas fieras hacían resonar los ecos de las profundas cavernas de los montes.

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Pocas serían las damas de nuestro siglo a quienes la idea sola de presenciar la caza de jabalíes no asustase, pues en cuanto a encontrar una que quisiera tomar un venablo y atacar a la fiera, aun cuando otras heridas la hubiesen ya postrado, la empresa nos parece tan difícil que raya en lo imposible.

Sin embargo, el mismo clima, la misma tierra habitaban las españolas del siglo XII que las del XIX.

Pero tal es la fuerza de la costumbre o, por mejor decir, de la educación, que llega a veces a hacerse superior a la misma naturaleza. Nuestra augusta cazadora fue la primera a apresurar el momento de dar principio a la diversión, y en el transcurso de aquel día dio varias pruebas de valor y destreza, que la atrajeron no pocos vítores y aplausos de sus vasallos. La mañana se dedicó enteramente a hacer la guerra a los jabalíes, y la tarde se destinó contra los ciervos,p. 109 por ser caza que podía hacerse a caballo. Excusado será decir que doña Leonor no se apartó ni un momento de la reina, y que Diego López y Hernando de Olea, como encargados de su guarda, tampoco la perdieron de vista. En particular este último, que iba encontrando mucho placer en su encargo, siempre tenía un pretexto para estar más próximo a la camarera que a la reina: ya era que respetaba demasiado a doña Urraca para entablar conversación con ella, o que aquel honor era debido más bien a don Diego que a él. En resumen, el amor, como todas las pasiones, era en él dominante, exclusivo e incapaz de ocultarse, y si hubiera encontrado expresiones a propósito con que declararse, es indudable que lo hubiera hecho al momento.

Habíase ya puesto el sol e iba a terminarse la cacería con la muerte de un desdichado ciervo, a quien los perros acosabanp. 110 muy de cerca, cuando hallándose en lo más intrincado del monte la reina con su camarera, el señor de Nájara, Hernando y un corto número de personas de la comitiva, se aparecieron de repente y como por ensalmo a alguna distancia, una porción de hombres que más que tales parecían fieras. Vestían una especie de calzón de piel de oso hasta media pierna; una túnica o pellico de lo mismo les cubría desde los hombros hasta las rodillas; media cara iba oculta con un antifaz también de piel, y su calzado eran unas abarcas del mismo material. Defendíales la cabeza un casquete de red de hierro, y sus armas consistían en una espada, un chuzo y tres o cuatro dardos arrojadizos.

—Jesús sea conmigo —exclamó doña Leonor deteniendo al mismo tiempo su caballo.

—¿Qué es eso, Leonor? —preguntó la reina haciendo lo mismo.

—Mire Vuestra Alteza aquellas visiones —contestó aquella.

Yp. 111 don Diego López la atajó, diciendo:

—O yo me engaño o aquellos son almogávares.

—No os engañáis, don Diego, ellos son; conozco a esos montañeses perfectamente, y a fe, a fe, que no sé qué querrán en Castilla esas aves de rapiña naturales de la corona de Aragón —añadió Hernando.

La reina, que ya empezaba a sobresaltarse, mandó que inmediatamente se le explicase qué gente era aquella, a lo cual Hernando satisfizo diciendo que los almogávares eran una tribu oriunda de los Pirineos, que servía a los reyes de Aragón en calidad de tropas ligeras, y que cuando este príncipe no los tenía empleados, se ocupaban en talar las tierras de los moros, y aun las de los cristianos si a mano les venía.

—Me parece —dijo Leonor— que sería prudente que Vuestra Alteza se retirase.

—¿Y por qué, señora? —preguntó el de Olea—: somos cinco caballeros...

—Lo erais —interrumpióp. 112 la reina, advirtiendo entonces que durante su conversación habían desaparecido los caballeros de Burgos que la seguían.

—Tiene Vuestra Alteza razón —repuso el de Nájara—: solos hemos quedado este caballero y yo.

—Bastantes somos —contestó Hernando.

—Estáis desarmados —exclamó la reina, pálida ya de temor como un cadáver—. Volvamos atrás.

Sea que doña Urraca se hubiera adelantado demasiado a sus cortesanos en el ardor de la caza, sea que estos se hubiesen ido retrasando casualmente o de intento, lo cierto es que en el momento crítico de que hablamos ni aun se alcanzaban a oír las voces de los monteros, y solo se percibía confusamente el agudo sonido de la cornamusa.

Por más valientes que fuesen Diego López y Hernando de Olea, no era posible, a menos de estar locos, que apeteciesen entrar en combate con cerca de veintep. 113 hombres (que tal era poco más o menos el número de los que vieron desde luego) hallándose sin más armas que su espada, cuchillo de monte y venablos, y cubiertos del simple vestido de paño verde; y así es que cedieron sin repugnancia a la proposición de la reina, y volvieron la espalda a los almogávares que ya se les habían acercado a tiro de piedra.

¿Pero cuál fue la sorpresa de los caballeros y el pánico terror de las damas, cuando al emprender su retirada vieron que les interceptaban el paso otros tantos o más montañeses que los que tenían por delante?

—Que me maten —dijo el señor de Nájara— si no estamos cercados por estos salteadores de profesión.

—Dos mil diablos sean con ellos y toda su casta —añadió el de Olea echando mano a la espada—: solo nos queda este camino.

—Y nosotras —exclamó la reina—, ¿qué hemos de hacer?

—Caballeros —dijo doña Leonor, dirigiéndose particularmentep. 114 a Hernando—, reflexionad lo que vais a hacer; la menor provocación de vuestra parte a esos miserables, puede costarnos a todos las vidas.

—Antes morderán el polvo algunos de ellos —respondió furioso el amigo de Candespina.

—¿Y eso podrá resucitarnos? —preguntó doña Urraca—: os prohíbo sacar la espada sin orden mía.

No tuvo tiempo de decir más, porque los almogávares, que por todas partes se habían ido presentando, después de formar un círculo en torno de los acuitados cazadores, fueron estrechándolo sucesivamente hasta acercarse tanto a ellos que podían oír perfectamente su conversación.

La reina entonces, sacando fuerzas de flaqueza, animada tal vez con el mismo peligro, se dirigió a ellos, mandándoles que dejaran paso franco a la reina de Castilla. En vez de responderla como era debido, uno de aquellos salvajes, con voz bronca y desentonada le preguntó:

—¿Soup. 115 vos la reina?

—Yo soy, villanos, apartaos y dejadme paso.

No pot sé —contestó el mismo montañés; y dando un agudo silbido se arrojaron todos sus compañeros sobre doña Urraca y su escasa comitiva, sin dar tiempo a los dos caballeros para hacer uso de sus armas; si bien es verdad que no anduvieron bastante ligeros para evitar que Hernando atravesase a uno de parte a parte con su venablo.

Un grito que dieron la reina y su camarera fue el único que interrumpió el silencio de aquella extraña y desventurada escena. Los almogávares parecían mudos, y ni López ni Olea estaban para conversaciones.

Doña Urraca y Leonor, a quienes se mandó expresamente quitarse el calzado, lo hicieron por no exponerse a que lo ejecutasen por sí mismos sus bárbaros enemigos, y en seguida hubieron de ponerse uno igual al de estos, y una túnica de pielp. 116 que no se diferenciaba de la de los montañeses en otra cosa más que en la longitud, pues las cubría desde los hombros hasta un poco más abajo de media pierna; y a más tuvieron que quitarse los sombrerillos y dejar el pelo suelto sin tocado alguno.

También al señor de Nájara y a Hernando les obligaron a vestir un traje igual al suyo, contentándose con exigir al primero su palabra de honor y fe de caballero de que no se escaparía ni pronunciaría en todo el camino una sola palabra, sin permiso del que parecía ser el capitán de aquella banda; la misma proposición hicieron al segundo, pero él, furioso, se negó a todo, por lo cual le maniataron y pusieron un lienzo en la boca.

Lloraban doña Urraca y Leonor; Diego López cabizbajo y mudo, parecía como enajenado; y a través de la especie de mordaza que llevaba el pobre Hernandop. 117 se hubiera creído oír las maldiciones que echaba a la suerte, no tanto por su desgracia, cuanto por la de la señora de sus pensamientos. Tal era la situación de la que un cuarto de hora antes se creía señora de Castilla, y la de sus cortesanos más favorecidos.

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CAPÍTULO VIII

Si hemos conseguido inspirar con esta narración algún interés a nuestros lectores, sin duda recordarán la junta de los caballeros burgaleses en el palacio episcopal, y que se separaron, tomando el conde don Pedro Ansúrez a su cargo proponer los medios para devolver a don Alfonso su fugitiva esposa.

No ignoraba el conde que, a pesar de la decisión que todos manifestaron de usar de la fuerza cuando no hubiese otro arbitrio para conseguir su fin, no podía sin embargo contar con el más exacto cumplimiento de tal oferta; pues el motivo más poderoso que la mayor parte de aquellos nobles había tenido para unírsele era el deseo de evitar una guerra. Esta consideración fue la base de su conducta. Salióp. 119 pues de Burgos para Soria el día inmediato al de la junta; avistose con don Alfonso, y de acuerdo con él, dispuso que una tropa de almogávares fuese con todo secreto y celeridad a situarse en las montañas vecinas a la capital de Castilla. Desde luego era de presumir que la reina no dejaría de visitar los alrededores de la corte; y por otra parte contando, como el conde contaba, con muchos partidarios en el mismo alcázar, le era fácil disponer por sí mismo la ocasión que deseaba. En efecto, algunos cortesanos de la facción aragonesa en el fondo, aunque en la apariencia adictos a doña Urraca, manifestando no temer ningún peligro, y bajo pretexto de despreciar a los enemigos, eran los que más fomentaban las intempestivas fiestas que se dieron en Burgos, y por último, promovieron la cacería que tan cara costó a la reina.

Los almogávares, entre los cuales, y conp. 120 su mismo traje se mezclaron por precaución algunos caballeros aragoneses, recibieron las más estrechas órdenes de no ofender en su persona a la reina ni a ninguno de los individuos de su comitiva, a menos que las circunstancias hiciesen absolutamente indispensable usar de la fuerza; pues el prudente Ansúrez no quería tampoco enconar los ánimos contra sí, ni hacerse enemigos particulares por si los tiempos mudaban. A esto debió sin duda Hernando de Olea que los feroces montañeses no vengaran cruelmente la pérdida del compañero que les mató con su venablo, y, para decir lo cierto, el origen de su impunidad fue más bien que los caballeros aragoneses disfrazados de almogávares se interpusieron entre él y los camaradas del muerto, que no el respeto de estos a sus promesas. Como quiera que sea, luego que los prisioneros hubieron vestido el traje de sus vencedores, precaución que se adoptóp. 121 para que en caso de encontrar en el camino con algún destacamento de las tropas del conde de Candespina o sus parciales no fuesen conocidos, se pusieron en marcha, montadas las señoras y a pie los demás, y caminaron con una celeridad increíble. Diego López y Hernando de Olea eran hombres acostumbrados a todo género de fatigas; pero apenas podían seguir a sus conductores, que trepaban por las breñas con la misma ligereza que hubiera podido hacerlo la más suelta cabra. Tres o cuatro leguas andarían aquella noche, siempre por la sierra, sin seguir ninguna vereda, y por parajes en donde apenas podían sentar el pie los caballos de Doña Urraca y Leonor. Tan pronto atravesaban un torrente como veían a sus pies un horroroso precipicio, y más allá se metían en un angosto y profundo desfiladero. La noche era oscura; desde el principio de ella empezaron a amontonarsep. 122 las nubes; y por fin descargó sobre los desgraciados presos una horrible tempestad.

Que el lector se imagine ahora la situación de una reina de Castilla en medio de un despoblado, cautiva en poder de unos bandidos y expuesta al furor de los elementos que también parecían conjurarse en su daño, y decida si con razón iba entre sí lamentándose de su suerte que ni suspirar la dejaba libremente; pues tal era el temor que tenía de contravenir a las órdenes de los almogávares que no profería ni un ay. Los montañeses, gente familiarizada con semejantes escenas, no parecían inquietarse por nada de cuanto sucedía, y según el tono con que hablaban podían los prisioneros creer que iban contentos; porque en cuanto a su conversación, que toda era en el dialecto catalán, nada entendían de ella.

Por fin, después de bastantes horas dep. 123 camino y sereno ya el cielo, llegaron a una pequeña aldea en donde estaba el conde don Pedro Ansúrez con varios señores aragoneses, algunos de sus parciales y una respetable escolta de hombres de armas. Aunque no se presentó aquella noche a la reina, dispuso que se alojara esta señora en la casa más cómoda que había en el pueblo, hizo que se la diesen vestidos correspondientes a su clase y que se tuvieran con ella y su camarera las mayores consideraciones: mas no por esto descuidó el asegurarse de su persona rodeando el alojamiento de soldados que a nadie permitían entrar ni salir en él sin una contraseña especial del conde.

En cuanto a Diego López y Hernando de Olea, se les depositó en las casas capitulares bajo la competente guarda, tratándoles en lo demás con todo decoro.

Decir que ni la reina, ni Leonor, a quienes no se separó, no pensaron siquierap. 124 en dormir aquella noche, sería excusado, pues es fácil de presumir que su extremada agitación no se lo permitió. Una y otra pasaron la noche tan pronto lamentando su mala suerte como haciendo conjeturas sobre lo futuro, o recordando con dolor los breves instantes de la dicha pasada. Amaneció por fin, y a poco un gentil hombre del conde Ansúrez se presentó a pedir a la reina audiencia para su señor.

—Decid al conde —contestó doña Urraca— que una prisionera como yo, una persona a quien se prende en medio de un monte como a un vil salteador, no tiene voluntad; y así puede venir o no venir según sea su gusto.

—Crea Vuestra Alteza —replicó el mensajero— que el conde mi señor...

—Es un traidor.

—¡Señora!

—Hidalgo, si os merece alguna consideración la hija de Alfonso VII de Castilla, idos en buen hora y no abuséis de mi paciencia.

—Obedezco.

Y fuese a darp. 125 su respuesta al conde, quien oyéndola exclamó:

—Es natural: no esperaba yo menos de su colérica condición; pero no importa, es preciso que yo la vea.

Resuelto, pues, a sufrir con paciencia la descarga de injurias que indudablemente iba a caer sobre él, no dejó pasar muchos instantes sin presentarse en la habitación de doña Urraca, y entró en ella con un aire de respeto y sumisión que a cualquiera que ignorase lo ocurrido hubiera hecho creer que la reina no tenía vasallo más dispuesto a obedecerla que él.

La reina le miró con un ceño capaz de desconcertar a cualquier otro, mas él, sin turbarse, hincó una rodilla ante su señora, diciendo:

—Vuestra Alteza tiene a sus pies...

—Al que fue mi ayo en la niñez, al que debía ser ahora mi vasallo y es un vil instrumento de mi mayor enemigo.

—Señora —continuó el conde sin alterarse—, las aparienciasp. 126 pueden condenarme...

—¿Las apariencias no más? —interrumpió furiosa la reina—. Decid, pues, conde vil, mal caballero, vasallo desleal, decid: ¿Quién me arrancó de mi corte? ¿Quién me puso en manos de esos miserables que me han conducido hasta aquí?

—Alfonso de Aragón —contestó el conde dejando la humilde postura en que había permanecido hasta aquel momento, pero conservando siempre su tono respetuoso—, un esposo, señora, es quien os ha traído aquí, no yo.

—¿Mi esposo? Contará sin duda añadir este triunfo a sus hazañas: este nuevo florón a su corona imperial.

—Vuestra Alteza desconoce las verdaderas intenciones de don Alfonso: yo, a quien honra con su confianza...

—Y la merecéis. Sería injusto si no os la diese: por él abandonáis a vuestra reina; por él sacrificáis la infeliz Castilla a sus ambiciosas miras; por él mancilláis el honor de los infanzones...p. 127 Conde, concluyamos; vuestra presencia me es odiosa, no puedo menos de miraros como a un verdugo vendido a mis enemigos. Decid pronto lo que os hayan mandado. ¿Qué nueva prisión es la que me destinan?

—Lejos, señora, de preparar a Vuestra Alteza prisión ninguna, deseoso el rey de Aragón de reparar la dureza...

—La crueldad, diréis mejor.

—Sea como Vuestra Alteza quiera, lo cierto es que el rey don Alfonso no trata de aprisionaros de nuevo. Quiere que su esposa vuelva a ser el ornato de su corte; quiere que reine entre él y doña Urraca la armonía que nunca hubiera debido interrumpirse. ¿Quién con más derecho que yo, que he dirigido los primeros pasos de Vuestra Alteza, y que me glorío de haberla servido desde que nació, podría encargarse de esta reconciliación? Vuestra Alteza está ofendida, y me ha llenado de injurias que pocos de mis iguales tolerarían: yo las olvido. Solo suplico,p. 128 puesto de nuevo a los pies de mi reina, que cediendo por su propio interés a mis consejos, prescinda de los medios que para evitar mayores males ha sido preciso emplear para sacarla de Burgos, y que depuesto todo rencor se reconcilie de buena fe con su esposo. Estos, señora, son mis deseos; y si para satisfacción de Vuestra Alteza es necesaria mi vida, pronto estoy a sacrificarla.

—Hubo un tiempo, conde —respondió sosegadamente la reina—, en que pude creeros sincero. Hoy vuestras mañosas palabras no lograrán convencerme. Sin embargo, aún os queda un medio de justificaros. Escuchadme atentamente, don Pedro: entre Alfonso y yo no puede haber nunca paz mientras vivamos unidos; y tengo motivos de creer que no está lejos el momento de separarnos para siempre. Si queréis pues cumplir con vuestra obligación, volvedme a Burgos.

—Imposible, señora; mis juramentosp. 129 me lo prohíben, y aun cuando yo quisiera...

—Basta: retiraos, y sabed que no debéis esperar más de mí que lo que como prisionera no pueda negaros.

—¡Señora!...

—Retiraos digo; Leonor: esta es la nobleza de Castilla.

—¡Ah, señora! —dijo la camarera luego que el conde salió—, no todos son como ese pérfido.

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CAPÍTULO IX

Difícil sería describir la turbación que causó en Burgos el rapto de la reina a las personas que no estaban iniciadas en la trama de don Pedro Ansúrez con los nobles y clérigos de aquella ciudad; pero es preciso confesar que no produjo verdadero sentimiento más que en los soldados de Diego López, quienes apenas recibida la noticia, salieron en busca de su caudillo, capitaneados por un don Pedro, hermano del señor de Nájara.

Así que Álvar Fáñez se vio libre de ellos, hizo proclamar rebeldes en nombre de don Alfonso a cuantos siguiesen el partido de Candespina; cerró las puertas de la ciudad y se apercibió para defenderla en caso de que los soldados de Nájara regresaran e intentasen entrar en ella por fuerza: masp. 131 todas sus disposiciones fueron excusadas, pues informado el conde de Candespina por Pedro López de lo acaecido en Burgos, y sabiéndose ya que la reina estaba en Soria en poder de su marido, le mandó que marchase a reunirse con él en las cercanías de esta ciudad que intentaba asediar.

La aciaga cacería de Vivar destruyó en un momento la obra que con tanto riesgo personal había llevado a cabo don Gómez; pero su ánimo incontrastable no por eso desmayó. Llegadas las cosas al punto en que estaban, no le era ya posible retroceder, y por más desigual que pudiese parecer la lucha entre el poderoso monarca de Aragón y un vasallo de la corona de Castilla, el conde de Candespina no quiso renunciar a sus pretensiones, que a la verdad no carecían de fundamentos.

Los grandes de Galicia, a cuyo frente se puso don Diego Gelmírez, obispo de Santiagop. 132 y sobrino del pontífice Pascual II, excitados por el amor a la independencia nacional y el odio a los aragoneses, se sublevaron contra don Alfonso, pretextando que tenían por inválido su matrimonio con doña Urraca, en razón del parentesco de ambos consortes; y proclamaron a don Alfonso de Castilla, hijo de doña Urraca en su primer matrimonio con el conde de Galicia, y entonces de corta edad. Esta nueva facción, que en adelante hizo no poco daño a doña Urraca, le era sin embargo favorable en aquella época, llamando la atención de su marido a diversos puntos, y debilitando por consiguiente sus fuerzas. Como es de suponer, el conde no descuidó ponerse en comunicación con los gallegos insurreccionados; estos enviaron sus embajadores al papa para tratar de la invalidación del matrimonio de la reina; y rota ya la barrera, la mayor parte de los nobles de Castilla tomaronp. 133 las armas para sacudir el pesado yugo de los aragoneses. En poco tiempo se reunió alrededor de Soria un poderoso ejército castellano que bloqueó la plaza, y don Alfonso, que desmintiendo en aquella ocasión su conocida actividad militar se descuidó en reunir competente número de tropas, hubo de limitarse a estar encerrado en la plaza, sufriendo que a su vista ondeasen tranquilamente los pendones de los que llamaba rebeldes. En aquella ocasión se juntó la flor de Castilla; pero como nuestro propósito no es escribir circunstanciadamente la historia de esta época, omitiremos hacer una descripción prolija, y tal vez fastidiosa, del ejército de los nobles; y no hablaremos más que de los que han de ocupar algún lugar en el resto de nuestra narración.

Eran de estos los principales el conde de Candespina, a quien ya conocemos, y don Pedro de Lara, señor poderoso, perop. 134 de muy distintas cualidades que aquel; ambicioso en demasía, tenía todos los demás vicios que de este dependen; y sobre todos un orgullo sin límite, y poca delicadeza en la elección de los medios para llegar al fin que se proponía. Don García, obispo de Burgos, prelado de virtudes verdaderamente evangélicas, autorizaba con su presencia aquel campo, y le seguían no pocos eclesiásticos, cuya influencia en el pueblo era de la mayor importancia.

Don Alfonso hizo en público a la reina una acogida tan cariñosa como si se hubieran separado por alguna circunstancia imprevista, y fuera el amor conyugal y no la fuerza la que volvía a reunirlos; pero en secreto la reprendió severamente por su fuga, amenazándola de que usaría, si en lo sucesivo no variaba de conducta, de su autoridad como marido y poderío como rey de Aragón. Otra mujer más prudente hubiera acaso contemporizado conp. 135 su marido, no permitiéndole las circunstancias obrar de otro modo; mas doña Urraca, demasiado irascible, trató a don Alfonso con una acrimonia que solo sirvió para empeorar su situación. El rey de Aragón, no atreviéndose a usar de su poder abiertamente, y escarmentado del suceso de Castellar, renunció a tomar medidas violentas cuyo efecto, le manifestó el conde de Ansúrez, no podría ser otro más que el de enajenarle enteramente los ánimos de los mal contentos castellanos y fortificar el partido de la reina; mas no por eso mejoró esta de posición, pues si bien continuó viviendo con su esposo, tratada en lo exterior como a su alta dignidad convenía, también fueron separadas de su lado cuantas personas se tuvieron por afectas a ella. El conde de Ansúrez, con el título de mayordomo mayor, era una especie de carcelero de Su Alteza; y toda su nueva servidumbre, compuesta de personasp. 136 vendidas al mayordomo, un enjambre de espías destinados a evitar todo género de comunicación de doña Urraca con sus amigos. Sin embargo, nada fue tan sensible a la reina como verse privada de su fiel camarera, la bella Leonor de Guzmán, a quien de orden del rey se puso en reclusión en un convento de religiosas de la ciudad de Soria. Única persona que había llegado a conocer a fondo a doña Urraca, Leonor le era tan necesaria para mitigar sus penas como para ayudarla a sobrellevar el peso de su insípida y monótona vida; y por lo mismo el conde de Ansúrez, que además temía los talentos y penetración de la camarera, tuvo buen cuidado de alejarla de sí.

En tanto que doña Urraca pasaba triste y pesarosa su vida en los dorados hierros de su palacio, Leonor, en el silencioso retiro de un claustro, dirigía continuamente sus ruegos al que todo lo puede, para que mejorasep. 137 sus horas y las de su señora, a quien, a pesar de todos sus defectos, quería entrañablemente; y debemos decir como fieles historiadores que los campeones de Castellar tenían no poca parte en sus oraciones, especialmente el intrépido Hernando, quien tan generosa y temerariamente había puesto en riesgo su vida por defenderla cuando fue presa con la reina en las cercanías de Vivar.

Don Diego López y Hernando de Olea, presos en la cárcel de Soria y custodiados con la más activa vigilancia, aunque en honor de la verdad tratados en lo demás como era debido a su nobleza y valor, sufrían todos los tormentos inseparables de la doble incertidumbre en que vivían, tanto de su suerte futura, como de la situación de la reina y estado de los negocios del conde de Candespina; pues sus carceleros, aragonés el uno, y criado del conde de Ansúrez el otro, guardaban el más profundop. 138 silencio con ellos, alegando cuando les hacían alguna pregunta órdenes superiores que tenían para no contestar a ella.

Diversos eran los pareceres en el consejo de Alfonso sobre la suerte que debía caber a los dos nobles cautivos: los aragoneses que eran más encarnizados enemigos de Castilla y aquellos castellanos que habiéndose ya comprometido en el partido del de Aragón solo podían esperar salud en el triunfo de este opinaban que se les decapitara, cosa, decían, que el rey puede hacer sin escándalo, pues han sido rebeldes al que como esposo de doña Urraca es su legítimo soberano; emitiendo el mismo principio, pero siendo más generosos y tal vez más políticos, otros caballeros de Aragón decían qué aun cuando Su Alteza podía legalmente hacerlos castigar como traidores, sin embargo era más conforme a su grandeza y magnanimidad, y más conveniente a sus mismos intereses, no usar con ellosp. 139 de todo el rigor de su justicia, pues por más que fuese merecido aquel castigo, siempre sería muy pesado para la grandeza de Castilla ver que el rey de Aragón trataba así a dos de sus miembros. Quien tenía la balanza en aquel negocio, como privado del rey, era don Pedro Ansúrez, y este era demasiado prudente y astuto para dar un paso de tal importancia, ya que para siempre le cerraría la entrada de Castilla, si triunfaba el partido de la reina, al haber tomado parte en la ejecución de Hernando y de don Diego, quienes en su prisión ignoraban absolutamente cuanto sobre ellos se trataba.

El paciente don Diego López llevaba con resignación aquella calamidad, contentándose con rogar a Dios le sacase de ella; mas el iracundo Hernando, incapaz de sufrimiento, no reposaba un instante. Su imaginación le presentaba ya el cadalso a que le seguían sus compañeros, ya una oscurap. 140 prisión en que como él gemía su amigo don Gómez; pero sobre todo las delicadas manos de la bella Leonor cargadas de pesados hierros era la idea que más le atormentaba. Entregándose otras veces a la más ciega esperanza, veía triunfantes las armas de Candespina, creía arrancar con sus propias manos a Leonor del poder de los satélites aragoneses; y la más dulce, la más grata de las recompensas que podía imaginar, era la mano de su dama. Ora prorrumpía en terribles maldiciones contra su destino, ora, y eran las más veces, imploraba uno después de otro a todos los santos del cielo, ofreciendo a este una novena, a aquel una misa para que milagrosamente le sacaran de allí. El señor de Nájara oía tranquilamente sus arrebatadas expresiones, o sus ruegos, y acababa siempre exhortándole a la paciencia, único recurso en verdad que entonces tenían, pero que Hernandop. 141 no podía tomar a menos, decía él, que no le hiciesen enteramente de nuevo.

—Decid lo que queráis, don Diego —le decía Hernando—, decid lo que queráis, pero yo jamás podré acostumbrarme a vivir encerrado entre cuatro paredes.

—Os han de acostumbrar por fuerza —replicó el de Nájara.

—Noramala nos acordamos de cazar. Lo que más me mata es ignorar absolutamente qué es de la reina, de don Gómez y de..., de doña Leonor.

—La reina estará o presa, o en su palacio.

—Sí; por fuerza en alguna aparte estará, y no deseo yo a Su Alteza que esté como nosotros. Os juro por el santo de mi nombre que estoy desesperado.

—Y yo os lo creo, Hernando, sin que juréis; pero hiciérades mejor en sosegaros, que llevándolo con paciencia ganarais al menos para con Dios.

—Sí; bueno es rogar a Dios, pero mejor sería ayudarnos nosotros en algo, pues estándonos así siempre...

—¿Y está en nuestra mano hacerp. 142 otra cosa?

—Parece que no; pero discurrid a ver si encontráis algún medio para salir de aquí.

—Que nos abran las puertas, y...

—El día que se abran acaso será para sufrir en un cadalso...

—Dios nos defienda: mas hágase su voluntad.

—Amén, amén; pero veamos, ¿no se podrían forzar los hierros de esta reja?

—A menos que por un milagro no tengáis de repente las fuerzas de Sansón.

—Cuerpo de mí; ¿y dos hombres que saben manejar lanza y espada han de morir aquí como perros? Más valiera que aquellos almogávares hubieran concluido con nosotros.

—Quién sabe. Tal vez el cielo nos prepara mejor suerte de la que pensáis.

—Tal vez, y entonces han de pagar aquel maldito día en que nos dejamos coger como en ratonera; si las armas de los leales llegan a sacarnos de aquí, si una vez vuelve mi brazo a blandir la lanza, ¡ah, señores aragoneses!, ajustaremos nuestras cuentas y no habéis de salirp. 143 alcanzados en golpes; no.

—Norabuena: más quiero veros así.

—Oíd, don Diego, veis estos malditos vestidos de pieles que nos pusieron aquellos salteadores, los he conservado ambos desde aquel día; y hasta que se los haga poner uno por uno a todos los caballeros de Aragón no he de sosegar.

—¿Sabéis qué me ocurre?

—¿Qué?

—Que si una vez llegamos a poder salir de este encierro, esos vestidos facilitarían nuestra fuga.

—Cierto, si encontramos un medio...

—Puede ser.

—¡Dios mío!, y ¿cuál es?

—Esperad: dejadme pensar un poco.

—No; decid, decid, después pensaréis.

—Se trata de... Silencio: son nuestros carceleros..., después hablaremos.

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CAPÍTULO X

No se engañó don Diego; los que con su venida interrumpieron la interesante conversación que con Hernando tenía eran sus carceleros, que venían a traerles la comida. Entraron, como siempre, silenciosos y comedidos en sus acciones, aunque adustos en el gesto; pusieron la mesa, en la cual sirvieron una comida no mezquina, y aguardaron, sin proferir una palabra, a que los prisioneros concluyesen de comer; cosa que no fue larga, pues preocupado el uno con el proyecto que para evadirse estaba formando, y ansioso el otro de saberlo, puede decirse que apenas tocaron los manjares que tenían delante. Llegó, pues, la para ellos suspirada hora de verse libres de la presencia de sus carceleros,p. 145 y luego que estuvieron solos, Hernando, impaciente por enterarse del proyecto de su amigo, acumulaba pregunta sobre pregunta y no dejaba proferir una palabra a don Diego, quien, acostumbrado a proceder en todo con admirable pausa y prolijidad, no sabía tampoco qué responder. Por fin, viendo el de Olea que nada sabría si no dejaba a su compañero de cautividad tiempo para coordinar sus ideas y explicarlas a su modo, hubo de contenerse y logró lo que tanto deseaba, que era enterarse del plan formado por don Diego, cuyos pormenores omitiremos, pues habiendo de hablar de su ejecución inmediatamente, sería ocioso decirlo de antemano. Baste saber que mereció la aprobación de Hernando en todas sus partes, y que en cuanto a él, solo temía el señor de Nájara que lo echase a perder por excesivo ardor.

Ya se ha dicho que a pesar de que se teníanp. 146 con don Diego y Hernando todas las consideraciones debidas a su calidad, eran sin embargo aquellas compatibles con la estricta vigilancia necesaria para guardar prisioneros de tal jerarquía; y por lo mismo se había prevenido a sus carceleros que visitasen con frecuencia la prisión, con el objeto de evitar que pudiesen ocuparse en forzar alguna reja o buscar otro arbitrio para fugarse. La última de estas desagradables visitas que solían recibir nuestros cautivos era pasada la media noche. Los carceleros entraban ambos con su linterna, armados cada uno de un puñal y daga: reconocían primero el aposento, y en seguida se acercaban cautelosamente cada uno a la cama de uno de los dos presos para asegurarse de que efectivamente estaban en ellas. Esta fue la hora que los dos caballeros escogieron para poner en ejecución su peligrosa empresa. Pasaron las que le precedieron en un profundo silencio,p. 147 interrumpido solo ya por un suspiro, ya por una exclamación involuntaria y aislada, o por algunas frases de oración que dirigían al cielo para que les fuese propicio en aquel trance.

Lo más difícil para ambos era fingirse dormidos tan perfectamente que sus carceleros no concibiesen sospechas y estuviesen desprevenidos; pero al cabo, la indispensable necesidad de hacerlo y el importante resultado que se proponían conseguir les ayudaron a verificarlo con toda la propiedad que podía desearse.

La una de la noche sería cuando el sordo ruido de llaves y candados anunció la llegada de los carceleros; rechinó la pesada puerta moviéndose sobre sus goznes, e iluminó el aposento la pálida y escasa luz de las linternas: la respiración de ambos caballeros era igual y sostenida, y ni el más perspicaz observador hubiera podido adivinar que realmente estabanp. 148 despiertos y luchando entre el temor y la esperanza.

—Duermen —dijo el castellano al aragonés.

—Para siempre había de ser —replicó este.

—Calla, no despierten y lo oigan.

—¡Qué han de oír! ¿No oyes como ronca el pelmazo de don Diego?

«No tardaremos», dijo este entre sí, «en ver cuál de los dos lo es más».

—Puede ser —replicó el primer carcelero, sin dejar de reconocer el aposento—, puede ser que no tarden en verificarse tus deseos.

—¡Hola!, conque...

—Sí; dicen que los tratarán como merecen.

—Es decir, que les cortarán la cabeza.

—Eso mismo.

«¡Perro!», iba a exclamar Hernando; pero venturosamente pudo contenerse.

—No me pesaría —continuó el carcelero— que fuera pronto.

Y en esto, según la costumbre que se ha dicho tenían, terminada la requisa de la prisión, dejaron las linternas en el suelo y se aproximaron cada uno a la cama de un prisionero. Si hubiera sido posiblep. 149 ver el corazón de los dos caballeros castellanos en aquel crítico momento, sin duda que sin dejarse de hallar en ellos el valor que tan acreditado tenían en todas ocasiones, se hubieran visto la agitación y la zozobra inseparables del hombre en el instante de la ejecución de un proyecto arriesgadísimo, y del que dependen la libertad y la existencia. Los carceleros, satisfechos de que sus presos dormían, se volvieron ambos de espalda a los lechos de estos para dirigirse a tomar sus linternas y marcharse; pero en el mismo instante ambos caballeros se les arrojaron encima con no vista presteza, y asiéndoles fuertemente del pescuezo dieron con ellos en tierra antes que pudieran proferir palabra, ni volver en sí del asombro que tan repentino e inesperado ataque les causó.

—Si profieres un ay siquiera, eres muerto, miserable —decía Hernando al carcelero aragonés, poniéndole la rodilla al pecho, y amenazándolep. 150 con su propio puñal que acababa de arrancarle, así como la daga; mientras que don Diego, teniendo al suyo en una posición semejante, le intimaba con sosegado continente que no se meneara si quería vivir.

—Toda resistencia es inútil, esclavos —dijo don Diego—: ya estáis desarmados, y los dos hombres con quienes tenéis que hacer valen algo más que vosotros estando en circunstancias iguales como ahora.

—Señor... —empezó a decir el que estaba a los pies de Hernando; pero este le echó mano a la garganta, y se la apretó con tanta fuerza que le hizo poner morado el rostro.

—Silencio, perro —le dijo—; silencio o va tu alma adonde debe estar, que es en los infiernos.

—Tenedlo vos sujeto a ese —añadió don Diego—, y vos, hermano, levantaos y tratad de desnudaros lo más pronto que sea posible si no queréis probar el temple de vuestro propio puñal.

p. 151

Obedeció trémulo y consternado el carcelero a lo que se le mandaba; y luego que hubo concluido volvió a echarse en el suelo, adonde don Diego le ató pies y manos con las sábanas de su cama, tapándole la boca con un pañuelo, de modo que no podía moverse ni pedir auxilio.

La misma operación se hizo inmediatamente con el otro; pero fue ayudándole su vencedor Hernando a despojarse de sus vestidos con maneras harto desabridas, y haciendo brillar continuamente a sus ojos el terrible puñal.

El silencio de la noche, la escasa luz de las linternas, la terrible agitación de los cuatro actores, y hasta la misma desnudez en que quedaron dos de ellos, todo contribuía a dar a la singular escena que estamos describiendo un aire de sombría originalidad más fácil de concebir que de explicar. Desnudos pues ambos carceleros, y asegurados en la forma que del primero se dijo,p. 152 se disfrazaron Hernando y don Diego con sus vestidos, sin olvidarse de las armas, ni menos del manojo de llaves que uno de ellos llevaba; y en seguida tomando cada uno de ellos un lío que de antemano tenían hecho y oculto, salieron de su prisión encomendándose a Dios fervorosamente; y cerraron después las puertas con las mismas precauciones que, para que quedasen seguros, hubieran podido hacerlo los dos carceleros cuyo papel representaban.

Ni Hernando ni don Diego habían visto de la cárcel en que estaban más que el cuarto que les servía de prisión, fuera del día que entraron en ella; pero la impresión que hizo en ellos aquel fue bastante para que, ayudados con la luz que llevaban y marchando con precaución, llegasen hasta el cuerpo de guardia, en el que los soldados dormían sosegadamente: atravesáronlo sin que el que estaba dep. 153 centinela se lo estorbase, pues por el traje creyó ser los carceleros, y se pusieron en la calle.

Sin embargo de haber logrado esta dicha, su posición no dejaba de ser de las más críticas: en Soria no tenían más que enemigos; y si existía alguno que no lo fuese, para ellos era desconocido. Ignorando absolutamente cuanto pasaba fuera de su prisión, no sabían si la reina estaba o no en Soria, y aunque estuviese, pensaban con razón que dependiendo de su esposo no podría serles de ninguna utilidad. ¿Qué hacer? ¿A dónde dirigirse? ¿A quién pedir auxilio? Su fuga no podía ignorarse por largo tiempo; y los de la facción aragonesa pondrían en campaña un sinnúmero de satélites para buscar al señor de Nájara y al amigo del conde de Candespina. Todas estas, y otras reflexiones semejantes no menos embarazosas que desagradables, las iban haciendo entre sí los dos fugitivos,p. 154 alejándose a paso largo de su prisión, y llevando por acompañamiento el ladrido de los perros, únicos vivientes que a tales horas andaban por las calles. Después de caminar así un cuarto de hora sin dirección marcada, dando vueltas por las calles de la ciudad, llegaron a una estrecha callejuela a espaldas de una iglesia; y pareciéndoles paraje seguro, se pararon en ella para tomar aliento y decidir qué era lo que debían hacer. Empezaron por despojarse de los vestidos de carceleros, ocultándolos entre un montón de piedras, y ponerse los de almogávares que con este intento habían sacado de la prisión; y después de haberse mutuamente propuesto y desechado varios planes como absurdos unos e impracticables todos, careciendo absolutamente de conocimiento del terreno y conexiones que pudieran auxiliarles, resolvieron ponerse en manos de la Providencia y aguardar que amaneciese, cosap. 155 que no estaba lejos, pues la noche se les había pasado con presteza en medio de sus sobresaltos y trabajos para ponerse en libertad.

No tardó mucho en efecto en venir la aurora; cesó el monótono son de los ladridos de los perros, y empezaron a abrirse las puertas de las casas: pero no se veía salir de ellas al pacífico labrador dirigiendo tranquilamente su yunta, sino a caballeros armados de punta en blanco, seguidos de sus pajes y escuderos; a simples soldados cubiertos con el morrión, embrazado el escudo y al hombro la pica; y a poquísimos ciudadanos, que en el aire silencioso y abatido no mostraban el natural desembarazo de los que exentos de penas caminan en su propia ciudad.

Todo esto lo observaban nuestros dos amigos con no poca sorpresa, admirándose al mismo tiempo de que nadie reparaba en su traje, que aunque no podía ser extrañop. 156 en pueblo donde hubiese tropas aragonesas, era sin embargo por su naturaleza bastante a llamar la atención del vulgo; pero en esta parte cesó su asombro, viendo a poco que diferentes grupos de gentes vestidas como ellos, esto es, de verdaderos almogávares, atravesaban la ciudad en diferentes direcciones; y si no llevaban concierto marcial, porque en aquella tribu no se conocía, sin embargo, la hora, las armas, y el aire presuroso y afanado, parecían indicar que iban destinados a algún servicio militar.

Los dos fugitivos resolvieron reunirse a uno de aquellos grupos y seguirlo, pues al cabo de este modo llamarían menos la atención, y acaso podrían encontrar medio de salir de la ciudad. Como cincuenta de aquellos salvajes pasarían en banda cuando acababan de formar Hernando y don Diego el proyecto dicho, y uniéndose a ellos sin vacilar siguieron su movimiento, sinp. 157 que ninguno los mirase ni reparara en su aparición. Poco tardaron en verse en la muralla y puerta de la ciudad: la banda hizo alto; su jefe conferenció algunos momentos con un caballero que allí estaba, para recibir órdenes sin duda, y en seguida salieron todos al campo con no poca satisfacción de los dos castellanos.

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CAPÍTULO XI

En tanto que pasaba en Soria lo que llevamos referido, ardía el campo de los caballeros castellanos en continuas discordias. La poca actividad de don Alfonso y la insurrección de Galicia, aumentando el número de los conjurados, inspiraron a sus jefes sobrada presunción y confianza. El orgullo aristocrático de cada uno de ellos hacía que todos en particular creyesen o que eran acreedores al supremo mando, o al menos que podían obrar libre e independientemente de toda autoridad. El conde de Candespina era sin duda la persona a quien con menos repugnancia obedecían, y tal vez la fuerza de la opinión pública, que le era extremadamente favorable, y sus numerosos vasallos y partidarios, hubieran bastado a asegurarle una dominaciónp. 159 tranquila, si el destino no le hubiese suscitado un terrible rival en la persona del conde don Pedro de Lara. Envanecido este con los dones de la fortuna, su ilustre nacimiento y la seductora presencia de que la naturaleza le dotó, no podía sufrir la idea de que hubiera quien en nada le fuese superior; pero escaso de la energía necesaria para poder luchar a cara descubierta con don Gómez, objeto perpetuo de su envidia, no descuidó ninguno de cuantos ardides y astucias se hallaron a su alcance para perjudicarle en la opinión del ejército. Nada es más fácil desgraciadamente que poner en oposición al que obedece con el que manda: cuántas incomodidades y fatigas son anejas al ejercicio de las armas; cuántas privaciones lleva consigo la guerra; y hasta la misma lentitud que la fuerza de las circunstancias imprimía a las operaciones de aquella campaña, fueron atribuidas mañosamente porp. 160 los ocultos emisarios del de Lara a incuria o impericia del supremo caudillo.

El confuso y recatado murmurar del soldado, la taciturnidad de los oficiales subalternos, y la jactanciosa altanería de muchos de los caudillos, hicieron conocer a don Gómez que un genio enemigo de su dicha y de la independencia de Castilla se ocupaba en trastornar sus planes mejor combinados. La cólera y el dolor se disputaron la posesión de su alma por algún tiempo; mas venció al fin la prudencia auxiliada por el amor. Por el interés de la causa común y en beneficio de la reina, resolvió sacrificar sus resentimientos: reunió un consejo, manifestó en él las razones poderosas por las que no había juzgado prudente hacer más que bloquear a Soria, y añadiendo que le parecía harto pesada la carga del mando para llevarla solo, pidió que se le diese un colega que alternase en él; y suplicó, a pesar de saberp. 161 los malos oficios que le debía, que este fuese el conde don Pedro de Lara. El consejo convino sin grandes dificultades en el nuevo nombramiento, y satisfecha por un momento la ambición del conde de Lara, pareció que las cosas volvían a tomar un aspecto más sereno. Los dos caudillos resolvieron de común acuerdo que cada uno de ellos tendría el mando durante ocho días, sirviendo este tiempo el otro como simple voluntario, para que de este modo pudiese haber más unidad en las operaciones. Llegado el turno del conde de Lara, deseoso de ganarse el amor de los soldados, y confiado en las pocas tropas que don Alfonso tenía en Soria, lo primero que hizo fue mandar mover el campo para estrechar el bloqueo y convertirlo según anunció en asedio, abandonando por consiguiente las primitivas posiciones en las montañas que don Gómez había tomado con el objeto de impedir la llegada dep. 162 nuevos tercios enemigos; cosa harto fácil conservándose dueño de sus angostos desfiladeros, y casi imposible al contrario.

Los soldados, prontos siempre a juzgar por las apariencias, aplaudieron con entusiasmo lo que ellos llamaban el valor de su nuevo general; y el conde don Gómez, fiel a su contrato, vio dolorosamente pero en silencio perderse en un instante todo el fruto de su paciencia y talento. Siguió empero la marcha del ejército; presenció como este se acampaba con menos precaución de la que hubiera podido emplearse si el enemigo se hallase a cien leguas; y previó la ruina completa de Castilla.

Don Pedro Ansúrez, de quien no se dudará que tuviese espías en el campo castellano, oyó con el mayor placer la noticia de la división del mando entre los dos condes; pero su gozo llegó al colmo cuando supo el imprudente movimiento de donp. 163 Pedro de Lara. Volvieron a renacer en su corazón las casi amortiguadas esperanzas del triunfo de los aragoneses; y una circunstancia tan imprevista como feliz, vino, por decirlo así, a sobrepujar sus más ardientes deseos. Hallábase una mañana ocupado en el examen de varios papeles relativos a asuntos del estado, envuelto en una especie de ropaje talar a manera de bata, de color escarlata ricamente bordada en oro, y cubierta la cabeza con un casquete del mismo color, cuando uno de sus criados se presentó diciéndole que uno de los hombres de armas que estaban de guarda en las puertas de la ciudad había venido a conducir a un castellano desertor del campo enemigo, quien absolutamente quería hablar con el conde en persona. Este, que no anhelaba otra cosa más que enterarse a fondo de lo que pasaba en los reales de los grandes de Castilla, mandó que entrase el prófugo sin demora, y sep. 164 dispuso a emplear, para saber de la verdad, su conocida y admirable astucia. Pocos minutos tardó en hallarse el desertor en su presencia: era al parecer hombre de unos cuarenta años de edad, de recia y nervuda complexión, y a pesar de que en general su porte era grave y mesurado, se veía sin embargo en él cierta humildad que denotaba bien a las claras no ser su nacimiento de los más distinguidos; pero como quiera que sea, la tosca regularidad de sus facciones y la fría tranquilidad de sus miradas denotaban un alma intrépida y una conciencia tranquila, cosas bien opuestas a la justa nota de infamia que siempre ha llevado consigo el vil que abandona sus banderas. Todo esto lo observó el conde de Ansúrez en un instante: le miró atentamente con aquel aire escudriñador y altanero, propio del hombre constituido en alta dignidad con los que le son infinitamente inferiores: el castellano conservóp. 165 su aire sumiso aunque no abatido, sufriendo con inalterable impavidez no solo aquella especie de examen preliminar, sino también el interrogatorio que le siguió inmediatamente.

Como es de presumir, quien rompió primero el silencio fue el conde, diciendo así:

—¿Quién sois?

—Un castellano; mi nombre es Millán.

—¿Érais soldado en el campo del conde de Candespina?

—Sí, señor, su vasallo y criado años ha.

—¡Santo cielo! —exclamó el conde pudiendo apenas contener su gozo—. ¿Criado del conde de Candespina?

—Sí, señor, lo he sido mucho tiempo...

—¿Y cómo habéis dejado su servicio?

—Me afrentó; juré vengarme, y lo cumpliré.

—¿Os afrentó? ¿Él, el conde de Candespina, tan decantado por su justicia e imparcialidad? Algún motivo daríais para ello, hermano.

—Ninguno, más que haber osado motejar su..., su traición al rey.

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—¿Y por eso solo os afrentó?

—Por eso me mandó tratar como al más miserable de sus esclavos; por eso he jurado tomar venganza de él; y por eso he venido a buscar a Vueseñoría.

—Norabuena; sosegaos que Dios mediante se lograrán vuestros deseos, y el traidor pagará su delito.

—Amén: la traición debe sufrir su pena.

—Así será. ¿Cuándo salisteis del campo?

—Esta noche.

—¿Quién mandaba en él?

—El conde don Pedro de Lara.

—¡Hola! ¿El galante, el afeminado don Pedro?

—El mismo.

—¿Y sabéis vos cuáles son sus proyectos?

—Los soldados dicen que asaltar a Soria.

—Loado sea Dios, que le faltan las fuerzas y le sobra la presunción. ¿Ha dejado algún cuerpo de tropas en la entrada de los montes?

—Ninguno.

—No tiene el rey don Alfonso quien le sirva mejor que el bueno de don Pedro. ¿Y qué hace en tanto el conde de Candespina?

p. 167

—Andar errante como un aventurero.

—Mucho le gustan a su señoría los lances extraordinarios.

—Si Vueseñoría me auxilia, yo le prometo proporcionarle uno bien singular, y que podrá ser el último.

—¿Cómo?

—Trayéndole a Soria.

—Mucho prometéis.

—Más haré.

—Lo veremos.

Aquí suspendió el conde sus preguntas para entregarse al parecer a una profunda meditación: se levantó de la silla y empezó a pasearse lentamente por el aposento, parándose alguna vez para fijar la vista en el soldado, quien impasible como una estatua no movía pie ni mano, ni, como vulgarmente se dice, pestañeaba siquiera. Por fin, pasados algunos minutos, tomó el semblante de don Pedro aquella expresión positiva que denota haber decidido el camino que ha de seguirse en un asunto de grande importancia; y volviendo a tomar el hilo de la conversación, dijo ap. 168 Millán:

—Oídme, hermano, y haced bien vuestras cuentas: cualquiera que sea el motivo por el que hayáis abandonado el campo de los rebeldes y venido a uniros a los leales, vuestra suerte está asegurada si cumplís con la obligación de un buen soldado; contentaos pues con esto, o si persistís en la oferta de poner al traidor conde de Candespina en poder de su rey, mirad qué garantías me ofrecéis...

—Mi cabeza responde si no salgo con la empresa.

—Acepto la fianza, y os ofrezco una buena recompensa si la lográis.

—Ver aquí al conde es la única que apetezco.

—Sea: yo me encargo de que no tengáis de qué quejaros si llegare a venir. Pero veamos cómo pensáis poner en práctica el tal proyecto.

—El conde, con un corto número de servidores, tiene su cuartel separado del resto del ejército los días en que, como ahora, no está a su cargo el mando; por la noche es extremada la vigilancia con que estánp. 169 los suyos, mas apenas amanece, la mayor parte se echan a dormir. Treinta hombres de armas guiados por mí podrían llegar hasta la misma tienda del conde sin ser vistos, y entonces...

—Estáis entendido. Seguidme.

Y diciendo así, salió del aposento y condujo a Millán a otro en lo más apartado de la casa, donde habiéndole hecho entrar lo cerró con llave. En seguida puso un criado de centinela a la puerta con las más estrechas órdenes para no permitir que ninguna persona se aproximara a hablar con el castellano, y volvió a su gabinete, al cual hizo llamar a diversas personas de las que en su servicio le merecían mayor confianza para darles las instrucciones que en adelante se verán.

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CAPÍTULO XII

Extraordinario fue el movimiento que hubo en la posada del conde don Pedro Ansúrez desde la llegada de Millán: todos los servidores del privado tenían cada uno su particular comisión, sin que ninguno, empero, supiera el motivo y objeto de lo que se le encargaba: mas esto no era para ellos en ningún modo nuevo, pues casi siempre les sucedía lo mismo. Lo singular es que don Pedro no pusiera en conocimiento del rey una noticia de tanta importancia; pero su interés le aconsejaba tenerla oculta por dos razones: primera, que decirla antes de haber completamente ejecutado su designio era llamar mucho la atención hacia Millán, haciendo que sobre él recayese todo el mérito de ella; y la segunda,p. 171 que en caso de frustrarse, siempre achacarían al conde no haber puesto de su parte todos los medios conducentes para el logro.

Sirviéronse a Millán las comidas regulares en el aposento que le servía de cárcel, y ni él hizo la menor pregunta a los criados del conde, ni contestó más que por monosílabos a las que ellos se atrevieron a dirigirle. En vano el observador más perspicaz hubiera querido hallar la menor señal de agitación, temor ni remordimiento en el rostro del soldado: su frente despejada, su mirar sereno, y el sosegado comedimiento de todas sus acciones indicaban más bien el hombre honrado, pronto a correr un grave riesgo en defensa de la virtud, que al vil traidor, dispuesto a entregar en manos de sus más crueles enemigos a su natural señor. Don Pedro de Ansúrez, informado por sus criados de la tranquilidad de su prisionero,p. 172 juzgó que nacía de las esperanzas que tenía de ver satisfecha su venganza; y se confirmó en la idea de llevar adelante aquella empresa. Vuelto a conducir Millán a la presencia del astuto conde, fue de nuevo interrogado por él sobre los mismos puntos poco más o menos que en su primera entrevista, pero de diferentes modos, contestando siempre lo mismo, sin que las sutilezas del de Ansúrez fueran poderosas a hacer que se contradijera en nada, ni se turbara un instante.

—Bien —dijo el conde después de más de una hora de conversación—, bien: estoy satisfecho de que obráis de buena fe. Decidme ahora dónde está situado el cuartel de vuestro antiguo amo.

—Ya he dicho a Vueseñoría, y lo repito, que yo conduciré a él a los que hayan de prenderle.

—Pero decidme dónde.

—No, señor.

—¿Y por qué?

—Porque eso sería renunciar a mi venganza.

—No lo entiendo.

—Quiero verle yop. 173 mismo caer en poder de sus enemigos; quiero presenciar su abatimiento; en una palabra, he jurado morir o traerle aquí por mi propia mano.

—Norabuena. ¿Qué gente necesitáis?

—Treinta hombres de armas.

—Pocos me parecen.

—Sobrados para una empresa como esta; y advierto a Vueseñoría que deben venir desmontados.

—Sepamos la razón.

—Porque el conde de Candespina ha situado sus pabellones en un paraje quebrado, donde no solo sería muy prolijo caminar a caballo, sino que es verdaderamente un imposible hacerlo sin ser descubiertos.

—Aguardad: para mayor seguridad iréis todos disfrazados con un traje que encubriendo las armas os haga menos visibles.

—Nada sería más conveniente.

—Os vestiremos de almogávares: idos a descansar, que mañana con la voluntad de Dios saldréis de aquí antes de amanecer.

—Y antes de medio día habréis visto al conde de Candespina.

p. 174

—¡Dios lo haga! Y lo demás dejadlo por mi cuenta.

En efecto, a la mañana siguiente salió Millán a la cabeza de unos cincuenta hombres armados y cubiertos con traje de almogávares; pues el conde se obstinó en que no llevase menos de este número: pero la Providencia dispuso que aquel disfraz que hizo tomar a su gente el de Ansúrez para mejor logro de sus proyectos, sirviese únicamente para contrariarlos y favorecer la fuga de don Diego López y Hernando de Olea. Tan felices fueron estos, que acertaron a quebrantar su prisión precisamente la noche que precedió a la mañana señalada para la ejecución del pérfido proyecto del traidor Millán, y el grupo de supuestos almogávares a que hemos dicho se unieron, saliendo con él de la ciudad, era precisamente el de los hombres destinados a prender al conde de Candespina. Don Pedro Ansúrez había calculado muyp. 175 bien que el traje de almogávares debía encubrir mejor el proyecto de los suyos; pues aunque aquellos montañeses formaban conocidamente parte del ejército aragonés, como solo se ocupaban en talar los campos e interceptar convoyes, sin atacar nunca a ningún cuerpo de tropas regulares, no podrían alarmar al campo castellano aunque fuesen vistos desde él.

Como media legua andarían, siempre con el mayor silencio siguiendo a Millán, quien a la cabeza de ellos marchaba con notable desembarazo y visible contento; pero ya a esta distancia de Soria, y no hallándose aún bastante próximos al enemigo para recelar el ser oídos, creyeron los aragoneses que podían permitirse alguna más libertad, y se trabaron entre ellos algunas conversaciones, cuyo objeto, como es fácil de presumir, fue la empresa a que iban destinados. Grande fue la sorpresa de los dos caballeros fugitivos oyendo ap. 176 los que suponían almogávares hablar tan claro el castellano, que no les pudo quedar duda ninguna de que no pertenecían a la tribu errante cuyo traje vestían.

—Estos son aragoneses disfrazados y no almogávares —dijo Hernando al oído a su compañero.

—Callad —le contestó este con voz tan baja que apenas se oía—, callad, por vida vuestra, si no tenéis ganas de volver a la prisión de Soria.

Siguió Hernando tan saludable consejo, y le ayudó a no quebrantarlo el llamarle la atención lo que delante de él iban hablando, en voz inteligible aunque baja, dos aragoneses.

—Es imposible —decía el uno— que haya hombre más afortunado que el tal don Pedro Ansúrez.

—Todo se le viene a la mano —contestó el otro.

—Y tanto; por dónde diablos se le ha antojado al conde de Candespina maltratar a un criado suyo para que este se pase a nosotros y nos lo ponga en las manos.

—¿Conque ese Millánp. 177 es su criado?

—¿Pues qué, no lo sabías?

—¡Millán traidor! —dijo Hernando a don Diego—. Apenas puedo creerlo.

—Silencio y oigamos —replicó el señor de Nájara.

—Lo que oyes —continuaba el aragonés.

—Pues eso es venderlo como un Judas.

—Lo mismo. A decir verdad es una villanía.

—Ya se ve; pero el conde no repara en niñerías.

—Con tal que logre su fin.

—Por logrado: Millán conoce el terreno: llegamos a la tienda del de Candespina sin ser vistos...

—Y lo despachamos al otro mundo.

—Nada menos que eso. Viene a Soria con nosotros.

—Muy enterado estás.

—Cuando el conde daba a Millán las últimas instrucciones estaba yo presente, y por eso lo sé todo.

Por este orden continuaron discurriendo sobre la materia, dejando a don Diego y a Hernando perfectamente enterados de la inicua trama del conde de Ansúrez y Millán contra el noble don Gómez. p. 178De cólera les hervía la sangre en las venas; pero como dos hombres casi inermes nada podían hacer contra cincuenta bien armados, hubieron de resolverse a aguardar el momento crítico para emplearse en salvar a su común amigo, o morir en la demanda. Llegados al pie de una pequeña colina, mandó Millán hacer alto para subir a su cima, dijo, a ver si había enemigos en campaña, como en efecto lo hizo; y no contentándose con examinar los alrededores, desde lo más alto del terreno, bajó algún tanto de la pendiente del lado opuesto al en que estaban los aragoneses, desapareciendo por un breve rato a su vista. Poco tardó en volver a mostrarse de nuevo sobre la altura, y haciendo seña con la mano, rompió la marcha la tropa; y en breves instantes se halló también en la cima de aquella colina, una de las que rodeaban un pequeño valle que al pie de ella se veía. Bajaron a él los aragoneses y siguieronp. 179 marchando sin ningún concierto, pues Millán les anunció que aún les quedaba que andar bastante para llegar a su destino; pero no tardaron en arrepentirse de su negligencia, pues habiendo llegado poco más o menos al centro del valle, vieron salir de las gargantas de los pequeños montes que lo formaban diversos destacamentos de caballería que dirigiéndose sobre ellos a todo escape, los rodearon completamente antes de que pudieran volver en sí de su asombro, ni menos concertarse para la defensa.

—Rendíos todos, o muertos sois —gritó un caballero, cuya voz era tan conocida como grata a los oídos de don Diego y Hernando—. Depónganse al momento las armas o a nadie se da cuartel —continuó el conde de Candespina, pues en efecto era él quien a la cabeza de un escuadrón de sus vasallos había sorprendido a los aragoneses.

Fácil es de presumir que estos se sometieron sin replicarp. 180 a su mala suerte, porque los castellanos les eran superiores en número, y ellos esperaban tan poco aquel ataque, que aún habiendo sido tantos como sus enemigos no hubieran osado resistirles.

Todo esto fue obra de tan breves instantes que apenas dio tiempo a don Diego y a Hernando para que, arrojando al suelo los antifaces que les ocultaban el rostro, y atravesando con no vista precipitación la tropa de los consternados aragoneses, se presentasen al conde de Candespina, cuyo asombro fue indecible viéndolos en aquel punto y traje.

—¡Hernando! ¡Don Diego! —exclamó—: ¿sois vosotros o estoy soñando?

—No, conde, a Dios gracias, contestó Hernando corriendo a él y estrechándolo en sus brazos.

—Nosotros somos, dijo don Diego sosegadamente teniéndole la mano; y a fe que buen susto hemos pasado por vos toda esta mañana.

—¿Dónde está ese perro dep. 181 Millán? —exclamó Hernando—: entregádmelo que yo haré justicia de él.

—Sosegaos, Hernando: las apariencias os han engañado: nunca me ha sido Millán más fiel que ahora.

—¿Conque por vuestra orden —dijo don Diego— ha ido a Soria?

—Sí, don Diego, por mi orden.

—¿Y es posible, don Gómez? —interrumpió Hernando.

—Suspended el juicio y no condenéis precipitadamente a vuestro amigo. Tanto me repugna como a vos valerme de mañas y arterías, pero con el conde don Pedro Ansúrez la espada es inútil, y si supierais en qué pie están las cosas en nuestro propio campo...

—Perdonad, conde, perdonad a vuestro amigo una indigna sospecha.

—La dicha de teneros a mi lado, caballeros, me ha hecho olvidar lo principal: Millán ejecuta lo que ya sabes, y vos, don Diego y Hernando, venid conmigo y os enteraré de un arriesgado proyecto cuya ejecución tengo por cierta contando con tales auxiliares como vos.

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Dos soldados cedieron sus caballos a los dos caballeros, que montando en ellos y siguiendo a don Gómez hasta su tienda, que poco más allá del valle estaba, mudaron en ella de trajes y supieron del conde de Candespina cosas que el lector sabrá en los capítulos siguientes.

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CAPÍTULO XIII

Volvamos por un momento a Soria. La noche de la fuga de los caballeros castellanos se pasó sin que los soldados que guardaban la prisión tuvieran de ella la menor sospecha. Los carceleros, imposibilitados de moverse ni gritar, no pudieron dar la alarma, y pasaron muchas horas en una verdadera agonía. Gran parte de la mañana siguiente se pasó del mismo modo, hasta que extrañando los soldados la falta de los carceleros a cuidar de sus presos, dieron parte de ella a su jefe, quien inmediatamente la puso en noticia del conde de Ansúrez; y este mandó a uno de los oficiales de su casa que fuera a reconocer la prisión. Así lo hizo, y después de haber registrado inútilmente todas las estanciasp. 184 de ella, para buscar las llaves del cuarto en que se suponía a don Diego y a Hernando, se decidió a forzar la puerta, y halló al castellano y al aragonés en el más lamentable estado. Tendidos en el suelo y atados de pies y manos, como se ha dicho, no podían hacer movimiento alguno; y a más, el paño con que a cada uno de ellos taparon la boca los prófugos, les embarazaba de tal modo la respiración que estaban como asfixiados, y si hubieran continuado así mucho tiempo, tal vez habrían perdido la vida; mas luego que pudieron respirar libremente recobraron el sentido e hicieron relación de su desgracia, adornándola, como es de costumbre, con todas cuantas circunstancias les parecieron más a propósito para excitar la compasión y disminuir la vergüenza de su vencimiento. El oficial del conde manifestó compadecerlos; pero no por eso dejó de conducirlos consigo a presencia de aquel, parap. 185 que respondiesen a los cargos que tuviera por oportuno hacerles. Supo pues el conde de Ansúrez por boca de los mismos carceleros la fuga de los dos prisioneros que él estimaba en tanto, convenciéndole el demudado rostro de aquellos miserables, y la deposición del oficial de que estaban inocentes en tan desagradable acontecimiento. No es difícil figurarse que don Pedro vio con pesadumbre frustrarse las esperanzas que tenía de que un día pudieran serle útiles los dos caballeros en su poder; pero también es cierto que la idea de ser en breve dueño del caudillo y sostén del partido de la reina contribuyó no poco a mitigar su pena. Ordenó, empero, que se practicasen las más vivas diligencias para buscar en Soria a los dos fugitivos; pues en cuanto a que hubiesen salido de ella no lo temía, estando prevenido que nadie pudiera hacerlo sin un pase firmado de su propia mano. Inmediatamente se pusieronp. 186 en campaña una multitud de aquellos hombres que en todas épocas y estados hay, ha habido y habrá, que tal vez son necesarios y útiles, mas que siempre llevan consigo una odiosidad inseparable de los servicios a que se les destina: es decir, que gran número de espías del conde don Pedro Ansúrez tomaron a su cargo averiguar el paradero de don Diego y Hernando, cosa que no podían lograr, porque cuando empezaron sus pesquisas ya los dos fugitivos estaban en salvo.

Esta circunstancia aumentó notablemente la inquietud con que don Pedro Ansúrez esperaba el regreso de Millán trayéndole prisionero al conde de Candespina, a quien contaba presentar en triunfo al rey, prometiéndose por ello no pocas mercedes. Hubiera dado todo el oro del mundo porque el tiempo apresurase su movimiento, apenas perceptible para él entonces; y era tal su impaciencia que estabap. 187 en el caso de aplicarle aquellos versos de Meléndez que dicen:

Los días, que confiado
quieres hora apresurar,
un tiempo te ha de pesar
que hayan tan presto llegado.

Mas como quiera que sea, lo cierto es que pasó en una ansiedad inexplicable algunas horas, hasta que poco después de medio día se presentó un criado anunciando que desde la muralla se descubría como regresaba a Soria la tropa que había salido aquella mañana de la ciudad.

—Vuelve corriendo a la puerta para que de ningún modo sean detenidos en ella; que vengan aquí sin pararse en parte alguna; y, sobre todo, que no se separe de la tropa ningún individuo. Todos sin excepción han de venir a mi presencia. Marcha; vuela.

p. 188

Esto dijo el conde a su criado, quien partió como un rayo a poner sus órdenes en ejecución. Como media hora después se oyó un confuso rumor de armas en el zaguán de la casa, y subieron apresuradamente la escalera con Millán, un hombre armado de punta en blanco, mas sin espada ni otra arma ofensiva, que parecía venir preso, pues iba siempre seguido de dos almogávares que no se separaban un punto de él, y otros cuatro o cinco también almogávares. Apenas se sintieron los pasos en el salón, cuando entreabriendo el conde la puerta de su gabinete, el primer objeto que hirió su vista fue el armado caballero que hemos dicho, cuyo rostro no le permitió descubrir la visera del yelmo que llevaba calada; y pudiendo apenas hablar con el sobresalto, preguntó:

—Millán, ¿es él?

—Sí, señor: he cumplido mi palabra; el conde de Candespina está en vuestra presencia.

Estas últimas palabrasp. 189 las dijo ya Millán en el gabinete de don Pedro Ansúrez, en el cual entraron también cuantos le seguían. Inmediatamente uno de ellos cerró la puerta; dos, sacando los puñales, asieron al conde Ansúrez de ambos brazos, y poniéndole las puntas en el pecho le intimaron el silencio pena de la vida; y el caballero armado alzándose la visera dejó ver las nobles facciones del conde de Candespina.

—Traidores —fue la única palabra que pudo articular don Pedro Ansúrez.

—Aquí no hay ninguno más que tú —le replicó Hernando, que era uno de los supuestos almogávares que custodiaban al conde.

—Basta, Hernando: recordad vuestras promesas de prudencia. Conde don Pedro, el cielo es justo en sus decretos; los malos podrán triunfar un momento, pero tarde o temprano llega el día en que le dan cuenta de sus culpas: vuestra hora ha llegado tal vez. Preparábais un supliciop. 190 a un hombre sin más delito que el de amar a su patria; y habéis caído en su poder. Un solo medio os queda para salvaros, aceptadlo o resolveos a morir.

—¿Qué se exige de mí? —dijo el de Ansúrez, más muerto que vivo.

—Que pongáis a la reina en nuestras manos.

—Y a doña Leonor de Guzmán —añadió Hernando.

—Pedís un imposible, contestó el conde don Pedro: la reina se halla ahora en su palacio en poder del rey su esposo, y doña Leonor en un convento en reclusión...

—El tiempo vuela, caballeros —dijo rompiendo el silencio por primera vez don Diego López; el tiempo vuela y los instantes nos son preciosos.

—Sobrada razón tenéis: omitamos inútiles digresiones: vais a conducirnos, conde de Ansúrez, a presencia de Su Alteza.

—¿Yo, don Gómez?... ¿Yo? ¿Y cómo puedo...?

—Vos podéis y lo haréis, o de no, vais a la eternidad antes de dos minutos. Juradp. 191 por los Santos Evangelios que ni con palabra, ni con gesto, ni con seña, ni por escrito, haréis acción que pueda descubrirnos, y vamos a seguiros al cuarto de la reina don Diego, Hernando y yo.

—Pero conde...

—¿Juráis o no?

Esta pregunta del conde fue acompañada con un gesto de Hernando tan significativo, que pareció decidir la perplejidad del conde, quien juró cuando le dijeron que jurase. Hiciéronle entender a mayor abundamiento, y para más garantía del cumplimiento de su promesa, que perdería la vida en el momento en que ni remotamente diese motivo a sospechar que iba a faltar a ella.

El lector sin duda habrá comprendido, que viendo el conde de Candespina el mal aspecto que presentaban las cosas en su campo, en razón de la discordia que en él reinaba, conoció que el único medio para salir con su empresa adelante, era intentarp. 192 alguna otra expedición no menos aventurada y peligrosa que la de Castellar; y el conocimiento que del carácter de don Pedro Ansúrez tenía fue el que le hizo concebir el proyecto de enviar a Millán a Soria, a proponerle poner su persona en manos del rey de Aragón; y envolviéndole en sus propias redes obligarle a contribuir a que la reina recobrase su libertad. Surtió en efecto este expediente, como hemos visto, todo el buen éxito que de él podía esperarse, hasta el momento en que, ya resuelto el conde, prestó su juramento y se trató de marchar a palacio. El conde de Candespina para no ser conocido tenía bastante con bajarse la visera, y don Diego y Hernando venían a prevención armados debajo del vestido de almogávares: Millán, que reputado por desertor del campo castellano, podía presentarse sin recelo, salió a traer dos celadas que de parte del conde de Ansúrez pidió a sus criados, yp. 193 encubiertos ya los tres, salieron con él hacia palacio, en tanto que el criado de don Gómez con el resto de la tropa marchó a esperar el resultado en la misma puerta de la ciudad, por donde acababan de entrar.

Viñeta ornamental

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CAPÍTULO XIV

En medio de la temeridad que bajo cierto aspecto aparecía en toda la conducta de don Gómez y sus amigos en este asunto, es preciso confesar sin embargo que el conde de Candespina supo aprovecharse con extremada sagacidad aun de las mismas circunstancias que más contrarias podían serle. ¿Quién, en efecto, viendo a don Pedro Ansúrez caminar por las calles de Soria con dirección al alojamiento del rey de Aragón, acompañado por tres hombres completamente armados, cuyo reposado continente y gravedad en la marcha no descubría la menor agitación; quién, decimos, hubiera podido figurarse que el mayordomo mayor de la reina iba allí prisionero en poder de sus mayores enemigos? ¿A quién se le podría ocurrir quep. 195 aquellos tres guerreros fuesen nada menos que el mismo conde de Candespina y sus dos más íntimos amigos? Sin duda que a nadie; y el mismo don Pedro podía apenas persuadirse de que no fuera un sueño lo que por él estaba pasando. Todas estas consideraciones, tan naturales y de tanto peso en el ánimo de un hombre incapaz de conocer el miedo, alentaron sobremanera al conde de Candespina; mas no por eso dejó de tomar todas aquellas precauciones que estuvieron a su alcance: tales como las de hacer que Millán fuese con los cincuenta hombres disfrazados que a Soria le habían seguido, a situarse en la puerta de ella, de modo que siempre le quedara aquella salida; y emboscar un razonable escuadrón a tan corta distancia de la ciudad que a la primera señal podía hallarse al pie de sus muros: y dejando el resto en manos de su buena suerte, obraba en medio de sus enemigos tan sosegadamente,p. 196 o acaso más que hubiera podido hacerlo en sus propios reales.

Llegados a la casa que habitaban los reyes, ninguna dificultad encontraron para introducirse en la cámara de la reina, pues su entrada no podía menos de estar franca en las horas regulares a don Pedro Ansúrez, cuya dignidad de mayordomo mayor era en aquellos tiempos como en los actuales la más alta y considerada de las de la real servidumbre. El estado de sitio en que entonces se hallaba Soria dio lugar a que no se extrañasen en ningún modo las férreas figuras que seguían a don Pedro Ansúrez, del mismo modo que al cuerpo la sombra: los cortesanos que circulaban por los salones del alcázar se inclinaban profundamente al pasar por delante de ellos el privado, quien, habiendo tenido algún tiempo para serenarse, empezaba a recobrar, a pesar de lo crítico de su posición, aquel aire de importancia que ya le erap. 197 casi natural. Don Gómez no podía menos de sonreírse del singular contraste que aquellas demostraciones de respeto hacían con la verdadera y precaria situación del conde de Ansúrez; Hernando se contenía con dificultad para no descargar una lluvia de tajos y mandobles sobre la afeminada chusma de los palaciegos; y don Diego López iba pensando entre sí cómo saldrían del lance en caso de ser conocidos antes de salir de la ciudad. Penetraron pues, como hemos dicho, sin encontrar obstáculo hasta las puertas de la estancia misma en que estaba doña Urraca; y allí don Pedro hizo que una dama de la servidumbre anunciase según costumbre a la reina que su mayordomo deseaba hablarla: entró la dama y a poco rato volvió a salir diciendo, que hallándose Su Alteza indispuesta, no se había aún levantado de la cama, ni pensaba hacerlo en todo aquel día: y que por lo mismo dejaba para el siguientep. 198 recibir a su mayordomo. No era esta la primera vez que la reina obraba así, antes por el contrario acostumbraba a hacerlo con mucha frecuencia; pues siéndole odiosa la vista de cuantos la rodeaban, y mucho más que la de ninguna otra persona la de su antiguo ayo, se valía del expediente de fingirse enferma para poder a lo menos deplorar a sus solas la crueldad de su destino.

—Ya lo oís, señores —dijo don Pedro volviéndose a sus tres acompañantes—, me es imposible complaceros.

—Insistid —le contestó el conde en voz muy baja, pero con firmeza.

—Hemos de entrar —añadió Hernando—, hemos de entrar o...

—Basta, por san Pedro —le interrumpió don Diego—; ved el paraje en que estamos.

—Caballeros... —volvió a decir el de Ansúrez.

—Insistid, os digo por última vez, o temblad —replicó ya ardiendo en cólera don Gómez.

No había recurso para don Pedro; estaba enteramente a mercedp. 199 de los enemigos, y hubo por lo mismo de obedecerles.

—Decid a la reina, mi señora, que el asunto de que tengo que hablarla es de tal importancia que no sufre demora, y que la suplico que se digne recibirme inmediatamente.

Ejecutó la dama este nuevo mandato, y trajo sin tardanza la orden de la reina para que entrase el mayordomo, lo que se ejecutó inmediatamente, siguiéndole los tres caballeros.

Doña Urraca estaba en efecto en el lecho, y su hermosura parecía mayor en medio del estudiado desaliño en que se hallaba. Ondeaba libre el cabello sobre la espalda, que apenas cubría un delgado cendal, y al incorporarse, cuando vio entrar al conde, dejó ver un talle que hubiera podido dar envidia a la misma diosa de la hermosura; el enojo por la demasía del mayordomo en empeñarse en verla contra su expresa voluntad, había encendidop. 200 el color del rostro, pálido otras veces a causa de sus continuados disgustos; y, en una palabra, la figura de la reina de Castilla era en el momento de que hablamos la más seductora que puede imaginarse.

—¿Hasta dónde piensa el conde Ansúrez llevar el desacato y la injuria? —exclamó furiosa doña Urraca al entrar en su cuarto el mayordomo.

—Crea Vuestra Alteza, señora, que bien a mi pesar...

No pudo decir más, porque dentro ya de la estancia los tres castellanos, cerró Hernando inmediatamente la puerta, y sacando la espada se puso a ella de centinela sin proferir una palabra: la reina que vio aquella acción, y que ignoraba quiénes eran los que delante tenía, se horrorizó creyendo que semejante precaución no podía tener más objeto que el de llevarla presa, o tal vez el de atentar a su existencia; pues era tal la prevención odiosa con que miraba a su marido que le hacía la injuriap. 201 de creerle capaz de acciones enteramente ajenas del ánimo de Alfonso el Batallador. Como quiera que fuese, lo cierto es que doña Urraca se asustó sobremanera, e interrumpió al conde en su discurso diciéndole con voz amortiguada:

—Traidor: ¿qué intentas?

—Sus intentos son vanos —contestó el conde de Candespina alzándose la visera—; deponga Vuestra Alteza todo temor.

—¡Dios de bondad! ¿Vos en Soria, conde?

—Sí, señora; mientras haya en mis venas una gota de sangre se consagrará al servicio de mi reina.

—Lo que importa —dijo el prudente don Diego— es que Su Alteza se vista y salgamos pronto de aquí.

—¿Dónde vamos?

—Al campo de Castilla, señora; no pierda Vuestra Alteza tiempo.

Vistiose la reina lo mejor y más de prisa que pudo, con no poco embarazo por verse precisada a hacerlo delante de aquellos caballeros; pero ellos con la debida discreción le volvieron la espalda en tantop. 202 que lo hacía, prefiriendo justamente cometer tal descortesía a ofender con sus miradas el pudor de su soberana. Aprovechando este intervalo se aproximó Hernando al conde de Ansúrez que, sumido en las más amargas reflexiones, parecía haberse convertido en fría estatua de mármol; tal era la estupidez con que miraba la escena que la fuerza le obligaba a presenciar, y asiéndole con no mucha afabilidad por un brazo, le dijo en voz que solo de él pudo ser oída:

—¿Dónde está doña Leonor de Guzmán?

—Ya he dicho que en un convento por orden del rey.

—¿En qué convento?

—En el de ***.

—¿Está muy lejos de aquí?

—No.

—Poned una orden por escrito para que la abadesa la deje salir inmediatamente.

—¡Una orden...!

—Sin réplica.

—¡Cómo abusáis de mi situación!

—Si no estuvieras en ella ya hubieras probado el hierro de la lanza de Hernando de Olea. La orden al momento;p. 203 aquí hay recado de escribir, ponla.

—Sea.

Hizo el de Ansúrez lo que Hernando le mandaba; mas, temeroso este de que el conde le hubiese engañado, poniéndole en vez de la orden que pedía algún documento como la carta de Urías, y no sabiendo leer, cosa muy común en aquellos tiempos en todas las clases de la sociedad, y particularmente en la nobleza, cuyo exclusivo ejercicio era el de las armas, se dirigió a su amigo don Gómez, quien leyó el papel y vio que en efecto era una orden en toda forma; mas preocupado con su principal idea, que era la de salvar a la reina, no volvió a pensar en tal papel luego que se lo hubo devuelto al de Olea.

Es de advertir que a pocos instantes de estar en la estancia de la reina los caballeros castellanos, hizo el conde de Candespina que el de Ansúrez mandase desde la puerta a la dama que estaba de guardia en la antecámara que diese las órdenesp. 204 convenientes para que lo más pronto posible se pusiese una litera para Su Alteza: obedeció la dama, y casi en el mismo instante en que doña Urraca acababa de vestirse anunciaron que estaba pronta la litera. La reina se cubrió con un manto negro, y salió llevando a su derecha a su mayordomo, a la izquierda al conde de Candespina, y detrás a don Diego y Hernando. La presencia del conde de Ansúrez alejaba todo género de sospecha, pues acostumbrados todos en Soria a mirarle como el favorito del rey, y a manera de gobernador de la reina, respetaban sus acciones, aun aquellas que salían del orden regular, como se veneran los arcanos de la Providencia; por lo mismo, aunque algunos cortesanos vieron salir a la reina con tan poco aparato, y en hora desusada, no lo extrañaron, o al menos si lo extrañaron guardaron silencio, pensando que se haría con acuerdo del rey.

p. 205

El hecho es que salieron con la mayor felicidad del alcázar, entrando la reina en su litera y siguiéndola los mismos individuos. Apenas estaban en la calle, cuando el de Olea se dirigió de nuevo al conde de Ansúrez para preguntarle si una iglesia, que no tardaron en ver, era el convento en que se hallaba Leonor, y habiéndole respondido que sí, sin esperar a más se dirigió a él apresuradamente. Se informó en la portería, en la cual le confirmaron en la verdad de lo que el conde Ansúrez le había dicho; y habiendo hecho anunciar a la abadesa que se la buscaba de parte de este, bajó inmediatamente la buena religiosa, y vista la firma del conde no puso la menor dificultad en entregar a doña Leonor, a quien inmediatamente fue a buscar. La premura con que Hernando dijo a la abadesa que debía presentarse al conde aquella dama fue tal, que apenas la dio tiempo para ponerse un manto y bajar.p. 206 ¿Quién podría explicar la alegría de Hernando, cuando abriéndose las puertas se presentó a su vista el objeto de todos sus pensamientos? No será mi pluma la que lo intente; para el que haya amado una vez toda explicación sobra, y para el que no, sería inútil. Así que Hernando creyó que ya las religiosas que habían salido a acompañar a doña Leonor no podrían oírle, se inclinó a ella y le dijo:

—Estáis en poder de un amigo; guiadme a las puertas de la ciudad y seréis libre.

—¡Será posible...! Es la voz que oigo...

—De Hernando de Olea.

—¿Y os habéis expuesto por mí...?

—A nada: dejemos eso. ¿Sabéis el camino a la puerta por donde se entra viniendo de Castilla?

—Sí, que no es esta la primera vez que he estado en Soria.

—Pues guiad y volemos, que temo que hemos de llegar demasiado tarde.

Y en efecto caminaron con tanta presteza que apenas sentaban el pie enp. 207 el suelo. Ya en esto la litera con los que la seguían había llegado a la puerta de la ciudad, y en ella echó de menos el conde de Candespina a su amigo Hernando. Recordando entonces el papel que le había dado a leer en la cámara de la reina, se hizo cargo de que habría ido a buscar a doña Leonor, y temió que tal imprudencia le costase cara. Muy sensible le era tener que abandonar a su amigo en tan peligroso trance; pero la menor detención podía frustrar su ya casi conseguido y principal designio de sacar de Soria a doña Urraca, y por lo mismo, después de algunos instantes de meditación, se decidió a sacrificarlo todo al interés de la reina.

A la orden personal de don Pedro Ansúrez se abrieron las puertas, y él mismo se vio obligado a salir con la reina: Millán sin embargo se quedó con parte de la escolta en la puerta para esperar a Hernando, quien llegó como un cuarto dep. 208 hora después con doña Leonor.

—¿Y la litera dónde está? —fue su primera pregunta.

—Se ha marchado —respondió Millán—; pero el conde don Pedro ha dejado orden para que se os facilite un caballo de uno de los soldados de la guardia que ya está pronto.

La verdad era que el conde de Candespina le había prevenido a Millán que dispusiese el caballo, y este fiel criado lo ejecutó puntualmente. Montó pues Hernando, puso a Leonor a las ancas, y se alejó a todo galope de los muros de Soria; y a poco siguió Millán con el resto de la tropa, dejando a los que guardaban las puertas atónitos de lo que veían, pero muy lejos de comprender la causa.

FIN DEL TOMO PRIMERO.


p. 209

ERRATAS


TOMO 1.º

Pág. Lín. Dice Léase
31. 19. bajo, a cuya bajo cuya
45. 9. prenderla prendedla
87. 17. hacheros arqueros
87. 19. Las rivalidades La rivalidad
93. 20. hallará hallara
107. 11. en él en ella
113. 13. los les
129. 5. digo, digo;
145. 3. acumulaban acumulaba
148. 19. tenían: tenían,