Title: Páginas sevillanas
Author: Manuel Chaves Rey
Contributor: José Gestoso y Pérez
Release date: June 23, 2012 [eBook #40066]
Most recently updated: October 23, 2024
Language: Spanish
Credits: Produced by Chuck Greif and the Online Distributed
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Nota del transcriptor: En esta edición se han mantenido las convenciones ortográficas del original, incluyendo las variadas normas de acentuación presentes en el texto. |
PÁGINAS SEVILLANAS
Tirada de ciento cincuenta ejemplares.
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EJEMPLAR NÚM. 59
MANUEL CHAVES
SUCESOS HISTÓRICOS, PERSONAJES CÉLEBRES, MONUMENTOS NOTABLES,
TRADICIONES POPULARES, CUENTOS VIEJOS, LEYENDAS Y CURIOSIDADES.
CON UNA CARTA-PRÓLOGO
DEL SEÑOR
DON JOSÉ GESTOSO Y PÉREZ
SEVILLA
Imp. de E. RASCO, Bustos Tavera I
1894
Mi respetable señor y amigo:
Terminada esta modesta obra, escrita enmedio de circunstancias harto difíciles para llevarla á cabo tan á la perfección como mi deseo hubiera sido, me permito dedicarla á V., pues quiero corresponder de algún modo á las atenciones y pruebas de estima que le debo.
Me inclinan también á hacerlo así sus decididas aficiones á los trabajos de la índole del mío, y la benevolencia con que en diferentes ocasiones ha juzgado esta modesta colección de apuntes, sacados de la historia y de las tradiciones de Sevilla sin otro objeto que el de contribuir de algún modo, con bien escasas fuerzas, á generalizar la memoria de personajes célebres y sucesos curiosos, que algunos ignoran y que muchos han olvidado.
Acepte V., pues, la dedicatoria de mi modesto libro; y aunque ya se me alcanza que lo que le ofrezco es cosa baladí, la intención es bonísima y en nada cede á la de cuantos ingenios más afortunados que yo se honraron poniendo el ilustre nombre de V. al frente de sus producciones.
De V. S. S. y devoto amigo,
Q. L. B. L. M.,
MANUEL CHAVES.
Sevilla, 3 de Mayo de 1894.
SR. D. MANUEL CHAVES.
I muy estimado amigo: El bondadoso afecto con que V. me distingue llévalo hasta el punto de solicitar que mi nombre acompañe y aun vaya al frente de su libro Páginas Sevillanas, puesto al pie de una Introducción ó Prólogo, que explique al lector algunos pormenores relativos á la aparición de su obra, causas que á ella le han movido, objeto que al darla al público se propone, etc., etc. Confieso á V. que después de hojeado el volumen y complacídome con sus preciosos artículos he sentido, nó la natural satisfacción del amor propio al estampar mi nombre junto al de V., sino algo superior á aquélla, algo más vivo y más profundo, porque no se basa en el halago personal, ni en la vanidad satisfecha, sino en el más puro y más noble de todos los humanos sentimientos, en el amor á la patria, tan grande en mí, que no lo cedo ante ningún otro. Su libro de V. es un precioso ramillete de recuerdos sevillanos antiguos y modernos: en cada una de sus páginas paréceme ver un girón de nuestras pasadas grandezas, un fragmento de nuestras glorias artísticas, ecos de tradiciones y leyendas salvadas del olvido á través de cien generaciones. Todas esas memorias son imperecederas, y ni las destruye el impulso demoledor del tiempo, ni las salvajes profanaciones de los hombres: subsisten y subsistirán mientras que en este bendito rincón de Andalucía exista un alma capaz de sentir el poder de Dios revelado en los encantos de la naturaleza, y el aliento creador del humano ingenio traducido en sus inmortales concepciones. Así, pues, siendo su libro de V. testimonio de glorias, compendio histórico y padrón de grandezas sevillanas, y solicitando V. que mi oscuro nombre vaya unido á tan preclaras memorias de otros días, ¿no he de mostrar á V. en primer lugar mi reconocimiento? Si así dejara de hacerlo argüiría en mí ingratitud, de la que estoy muy distante, ó inmodestia suma, para la cual no hay el menor motivo.
Los sencillos relatos que V. hace de sucesos históricos, las descripciones de monumentales fábricas, las curiosas leyendas que han brotado al calor de la fantasía popular, los mil recuerdos que V. tan hábilmente evoca, despertarán siempre en todo sevillano muy varias y profundas impresiones, porque con aquéllos sabe V. herir la más delicada fibra del sentimiento.
Dulce recreo del espíritu fatigado de las luchas de la vida, descanso inefable para el alma enmedio del continuo tráfago que nos rodea, experiméntase con la lectura de su obra de V.; por más que luego, cuando la razón nos lleva á establecer el contraste entre lo pasado y lo presente, sea mayor el desencanto ante la realidad abrumadora.
¡Cuántas veces he buscado reposo para mi espíritu en muchos de los parajes que V. describe, y cuántas hallé consuelo en otros que traen siempre á mi mente memorias juveniles, recuerdos imperecederos de impresiones que no han de repetirse jamás. Á medida que nos vamos alejando de aquellos días, parécenos sentir más íntimo goce al recorrer los sitios queridos; y si por acaso el árbol que entonces nos dió sombra, la vieja arcada en cuya penumbra nos ocultamos, ó la casa albergue de nuestros amores caen á los golpes del hacha ó de la piqueta, sentimos una gran pena, como si al desaparecer se llevasen tras sí un pedazo de nuestro corazón. Mientras que existieron aquellos mudos testimonios, tan elocuentes para nosotros, nos forjábamos la ilusión de que nada había cambiado; pero al quitarlos de nuestra vista, al borrar por completo las huellas de lo que un día fué para nosotros motivo de inefables dichas, sentimos un vacío tan grande, que nada hay bastante para llenarlo.
De poco tiempo á esta parte hemos visto ya desaparecer muchos edificios, para lo cual hanse pretextado en la mayor parte de las ocasiones motivos de utilidad común; y al paso que vamos irán cayendo otros, ya porque no se atendió á su vetustez oportunamente, ya por las exigencias de las mejoras públicas. Hay algunos, sin embargo, que yo tiemblo ante la idea de verlos por tierra: si tal sucediera, ¡ojalá que antes haya yo emprendido el gran viaje!
Usted seguramente, que conoce á palmos nuestra Ciudad; que al recorrer sus calles se habrá detenido tantas veces para fijar su vista en una antigua portada, cuyos carcomidos sillares ostentan aún en sus resaltos las huellas de hábiles canteros; V., que habrá gozado descubriendo á través de las capas de cal el contorno de un nobiliario escudo ó los mutilados medallones que adornaron sus enjutas; que al internarse por las angostas callejas de apartados barrios se habrá sorprendido al ver, ora elegantísimo ajimez, ora una delicada y florida reja, ya un trozo de plateresca yesería, ya una techumbre de alfarje; y V., finalmente, que conoce los secretos que cada una de aquéllas guarda para los profanos, estoy certísimo que al recorrer las de la collación de San Marcos, según decían los antiguos, habrá V. más de una vez enderezado su camino, y recordando al manco sano, al regocijo de las Musas, por las que conducen al monasterio de Santa Paula. Empujado el postigo que facilita el ingreso al compás de su iglesia, ¿no es verdad que al fijar los ojos en el conjunto que allí se aparece, experiméntase una impresión tan profunda, que tarda mucho en borrarse? Con efecto; ¿qué artista podría haber imaginado cuadro más bello, más poético, de más dulce melancolía, ni qué paleta posee colores para interpretarlo con toda la brillantez de la realidad?
La Naturaleza y el Arte parece que á porfía en él derrocharon sus encantos, sin que sea posible decidir cuál sobrepuja, ni cuál vence. De una parte los blanquísimos muros del templo, sobre cuyas rojizas tejas álzase elegante y correcta espadaña; más allá la singular y famosísima portada, cuyos brillantes azulejos, al ser heridos por los rayos del sol poniente, semejan finísimas placas esmaltadas con reflejos de nácares y oro; y resaltando sobre el diáfano azul del cielo, los oscuros sillares del ábside, con sus fantásticas gárgolas, sus calados antepechos, sus ventanales festoneados de frondas, sus flamígeras tracerías y su torrecilla octogonal, recuerdo de las tradiciones artísticas mudéjares. Al pie del monumento, en el fondo del compás, ocultando la blanca casita del capellán, crecen los rosales y las madreselvas, las campanillas de colores y el caracol real, que, después de trepar por los troncos de las palmeras y de enlazarse á sus ramas en mil giros, quedan pendientes de sus copas, formando ligeros festones, que agitan las brisas de la tarde: los nevados almendros resaltan sobre el fondo oscuro de los naranjos, y las adelfas, con sus flores de color de rosa, aparecen entre las menudas hojas de un viejo olivo. Á la izquierda, el huertecillo cubierto de amapolas y de silvestres cardos, y en los arriates matas de claveles y girasoles. Por detrás de las tapias descuellan los cañaverales y altos cipreses de la huerta del convento de Santa Isabel, detrás de cuya correcta espadaña yérguese majestuosa la elegantísima torre de San Marcos, la cual parece que aún llora la suerte de sus constructores, relegados á los arenales del África. Por último; cien torres y cúpulas dibujan sus elegantes perfiles á lo lejos entre los oscuros tejados y las azoteas coronadas de tiestos con mil suertes de bellas y fragantes flores.
Á la caída de la tarde, cuando los últimos rayos del sol iluminan el ábside, la portada y el huertecillo; cuando miriadas de golondrinas acuden á buscar sus nidos bajo el gran alero de la iglesia, y las aves con sus trinos despiden al día que muere; cuando la naturaleza toda parece que se paraliza y el augusto silencio es interrumpido por las notas graves y armoniosas del órgano acompañando los cánticos de las religiosas, no es posible permanecer indiferentes; sentimos algo grande que conmueve nuestro sér, que hiela nuestra sangre, que paraliza nuestros movimientos; emoción profunda, indefinible, misteriosa, que despierta en el alma deseos sin nombre, aspiraciones infinitas, ecos alegres de lo pasado y tristezas de lo presente, precursoras de la vejez que se aproxima...
Á la sombra de estos árboles, entre los rosales y las madreselvas, en las penumbras del templo sacrosanto, enmedio de la agreste soledad, arrullados por el trino de las aves ó por las majestuosas armonías del órgano y de los cánticos religiosos, ¡cuántas veces he deseado dormir el sueño eterno!
Y no es este el solo rincón de nuestra Ciudad querida adonde hallaremos siempre motivos sobrados para dar rienda suelta á los más íntimos sentimientos: sigamos la margen del río desde la Puerta de San Juan hasta la de Macarena, y á cada paso tendremos que detenernos: de una parte el convento de Santiago de la Espada con su ábside románico-mudéjar, cuyos sillares conservan aún los misteriosos signos de sus canteros masones; de otra la magnífica atalaya que fabricara el infortunado don Fadrique; más allá las heterogéneas construcciones del monasterio de San Clemente; después las murallas romanas, las huertas y ventorrillos, la inmensa mole testimonio de la caridad de los ilustres Duques de Alcalá, y á lo lejos las ruinas del monasterio de San Jerónimo...
Pero ¿á qué seguir? V. sabe como yo dónde están esos parajes; V. los ha recorrido mil veces; la curiosidad le ha llevado á conocer la historia de cada uno, y como resultado de sus observaciones y de su amor patrio ha compuesto el interesante libro que tengo á la vista.
¡Qué lástima, amigo mío! V. con su buen talento, su carácter investigador, su genio alegre y su juventud, fuerza es decirlo, malogra esas cualidades y emprende un camino extraviado. Sus sacrificios, sus entusiasmos y su amor á Sevilla valdrán á V. menos, mucho menos, que si fuese muñidor en unas elecciones!!...
Muy pocos (pero éstos buenos amigos en verdad) le aplaudirán y harán justicia; mientras que si endereza sus pasos por el ancho campo de la ambición soberbia ó de la adulación servil y baja alcanzará gran predicamento, y entonces muchos le halagarán y enaltecerán!!...
Todavía reposan en Madrid en pobre tumba las cenizas de nuestro inolvidable Bécquer, y no tardará mucho en que veamos alzarse en el cementerio de San Fernando suntuoso sarcófago, costeado por suscrición popular, que guarde los restos de El Espartero. ¿Qué va V., pues, á esperar de las letras? ¿Qué protección de nuestros grandes hombres, de nuestros insignes políticos?
Y sin embargo de que V. está persuadido de estas tristes verdades, continúa firme en sus nobles propósitos y lleva V. su abnegación y su entusiasmo hasta el punto de escribir el nuevo libro que á estos renglones acompaña, sin más estímulo que el de vulgarizar nuestras glorias, ilustrando al pueblo; porque V. no ha escrito para los doctos, sino para contribuir á la enseñanza de aquél, mostrándole sanos y altísimos ejemplos que lo inciten á imitar lo bueno y á apartarse de lo malo. Si pues tales han sido sus intentos, ¿cómo negar á V. mi pobre pero sincero aplauso, cuando hoy carécese tanto de buenas lecturas, cuando el veneno es pródigamente servido en doradas copas, y cuando se atrofian las inteligencias con los más monstruosos relatos?
Tendrá V., pues, la mayor y más noble de todas las recompensas; la íntima satisfacción que nace del cumplimiento de un deber: y si pasada esta triste época de desdenes é indiferencias, las generaciones que nos sucedan se proponen enaltecer la memoria de los que dieron pruebas de amor á su patria y la honraron con sus obras, no dude V. que entre ellos ocupará lugar muy preferente.
De V. afectísimo amigo,
Q. L. B. L. M.,
JOSÉ GESTOSO Y PÉREZ.
«Horas hay de recreación donde el afligido espíritu descanse: para este efecto se plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas y se cultivan con curiosidad los jardines.»
CERVANTES.
RÓXIMO al convento de la Trinidad, cuya fundación se remonta al año 1249, existe un camino llamado en lo antiguo Camino viejo de Córdoba, el cual está rodeado de fértiles huertas y de algunas fincas de recreo, sin que tampoco falten en él los ventorrillos característicos de nuestra patria, donde tan agradables tertulias se forman en los días hermosos y serenos.
Siguiendo este camino, y á una distancia bastante regular, se encuentra una fuente conocida por el nombre del Arzobispo, y que fué construída, según la tradición, en tiempos de D. Fernando III.
En aquel lugar existía la huerta y palacio que el Monarca conquistador regaló á D. Remondo, su confesor, y segundo arzobispo que tuvo Sevilla después de ser abandonada por los sarracenos.
D. Remondo, que entre otros muchos edificios poseía una hermosa casa en la calle que hoy lleva su nombre, próxima á la Catedral, solía pasar algunas temporadas en aquella huerta deliciosa, que, por su situación topográfica, por los dilatados terrenos que ocupaba y por la variedad de abundantes frutos que se criaban en ella, era sin duda la mejor de cuantas existían desde la casa de Buena-vista hasta el campo donde según la tradición eran sacrificados los mártires de los primeros tiempos del cristianismo.
La magnífica huerta de que vamos hablando, muerto D. Remondo en 1286, sufrió no pocos cambios de propiedad; el palacio fué derruído casi por completo á mediados del siglo XV, y, repartidos los terrenos aquellos, todo desapareció, excepto la Fuente, que aún se conserva casi igual á como estaba en tiempos del Rey conquistador de Sevilla, según la afirmación de algunos autores, que ponemos en duda.
La fuente del Arzobispo no puede ser más sencilla, pues sólo la componen algunas negruscas piedras carcomidas por la destructora acción de los tiempos, y varios caños, por donde sale el agua cristalina y abundante, formando blanquísima espuma.
El manantial se supone no debe estar muy lejos, aunque varios escritores de antigüedades de Sevilla lo creen á larga distancia, sin dar para ello razones de gran fundamento.
De esta Fuente se llevó el agua para la Alameda, construyéndose entonces un acueducto, del que sólo quedan hoy escasos restos.
Cerca de la Fuente existen algunos paredones y cimientos que se creen de construcción romana, pues en aquel lugar, escribe González de León, hubo un templo dedicado al dios Panteo, y edificado por Lucio Luicinio Adamas. Dicho templo debió ser obra soberbia, así como una fortaleza que también tuvieron los romanos no lejos de aquel sitio.
El agua de la fuente del Arzobispo era la mejor que se bebía en Sevilla, y hasta los médicos la recomendaban á ciertos enfermos; por lo cual diariamente, á pesar de la distancia que hay de la ciudad, acudían allí gentes de todas las clases sociales, que, á más de tomar el líquido salutífero, paseaban por los alrededores de la Fuente, que son muy higiénicos, y desde los cuales la población presenta una bellísima perspectiva.
El punible abandono de muchos, y lo poco que se ha cuidado la antiquísima Fuente, han tenido por resultado que aquellas aguas, tan agradables en otros tiempos, apenas puedan beberse hoy por su desagradable gusto: y si ya no van á probarlas los vecinos de Sevilla, aún se ven los domingos y días festivos muchas gentes que acuden allí á merendar al sol y á pasar un rato agradable.
«Es una puerta hermosa, de una altura colosal, presidiendo una de las calles más dignas de la ciudad, y de una arquitectura sólida...»
F. González de León.
Quince puertas contaba antiguamente la capital de Andalucía, y una de las más notables, sin duda, era la Real, llamada así desde mediados del siglo décimosexto.
Según los más puntuales cronistas, el primitivo nombre de esta Puerta fué el de Goles, y en ella se ostentaba sobre un arco de maciza piedra una estatua de Hércules, que se conservó hasta algunos años antes de la reconquista.
El día 22 de Noviembre de 1248 penetraron por esta Puerta los ejércitos cristianos, al frente de los cuales iba el rey D. Fernando III, quien puso cerco á Sevilla en 20 de Agosto de 1247, y venció al fin el poder de los mahometanos con los poderosos auxilios que le prestaron, su hijo D. Alfonso, que de Murcia vino á tomar parte en la empresa, el famoso Almirante Bonifaz, y otros caballeros.
Ante la puerta Real fueron entregadas al Monarca conquistador las llaves de Sevilla, y las tropas cristianas pasaron por bajo su arco henchidas del mayor júbilo y alegría.
Muchos años después, en tiempos del asistente D. Francisco Chacón, se llevaron á cabo importantísimas mejoras en esta Puerta, reconstruyéndose casi por completo, y dándose fin á los trabajos en 1565.
Entonces perdió el carácter que tuvo cuando la reconquista, desapareciendo sus puentes, sus rastrillos y todas sus obras de defensa.
Cuando el rey Felipe II celebró su casamiento con D.ª Ana de Austria, y vino á Andalucía, entró en la capital por la Puerta de que nos ocupamos, la tarde del 10 de Mayo de 1570, obteniendo un recibimiento digno de aquel poderoso Monarca.
La puerta Real se adornó entonces con inusitado lujo, cubriéndose de multitud de flores y banderas; las casas del lugar se vieron engalanadas con ricos tapices y colgaduras, el suelo se alfombró de oliente juncia, y cerca se construyeron dos arcos triunfales, en los que el Concejo gastó enormes sumas.
Felipe II recibió allí las muestras más espontáneas del amor y respeto que le tenía el pueblo de Sevilla, según escribe Malara.
Frente á la puerta Real se estableció durante la terrible epidemia llamada Peste levantina, en 1649, un cementerio, en el que fueron sepultados los vecinos que fallecieron en el barrio de San Vicente.
En el siglo XVIII se intentó hacer algunas reformas grandes en la Puerta; pero no sabemos por qué causa quedaron en proyecto, y sólo se ejecutaron ligeras modificaciones.
Las princesas del Brasil que visitaron á Sevilla en 1816 entraron por la puerta Real, y al llegar el carruaje que las conducía á la calle Armas, un numeroso grupo de individuos de la plebe desenganchó los caballos y se dispuso á tirar como bestias del coche, lo cual con muy buen acuerdo no consintieron las princesas, que se apearon más que de prisa, frustrando los deseos de aquellos insensatos entusiastas.
El triste día de S. Antonio del año 1823, cuando desbandados los absolutistas cometieron tantas infamias, hubo en la puerta Real algunos destrozos, y ante ella formaron un enorme montón de objetos diversos, robados de casas de liberales, á los que prendieron fuego con furor salvaje.
Tapióse la puerta Real en 1836, cuando los carlistas amenazaban á Sevilla, y el año 1862 comenzó el derribo, desapareciendo al poco tiempo con el trozo de muralla y las casuchas de feísimo aspecto que estaban adosadas á los muros.
«La puerta Real—escribe un historiador—era de regular arquitectura, majestuosa y elegante, y en cuanto á su solidez nada dejaba que desear.»
Constaba de dos cuerpos: el primero tenía un gran arco romano adornado de gruesas pilastras, y el segundo terminaba en un frontispicio, sobre el que se alzaban varias graciosas pirámides.
Sobre el arco se encontraba una inscripción latina, que traducida al castellano decía lo siguiente:
«Fernando quebrantó las puertas de hierro de Sevilla y el nombre de Fernando brilla como los astros del cielo.»
«Era este judío rencoroso y vengativo, como todos los de su raza; pero más que ninguno engañador é hipócrita.»
BÉCQUER.
Todavía, á pesar de las muchas alteraciones y cambio que han sufrido las calles de nuestra ciudad, hay una que conserva el nombre que le dió el vulgo hace algunos siglos, y que se ha trasmitido de una á otra generación sin que se perdiera. Nos referimos á la calle Mesón del Moro, que está situada, como todos saben, entre las de Borceguinería y Ximénez Enciso, y que pertenece á la collación del Sagrario.
Hace tiempo que nos movió la curiosidad por saber el origen del nombre de esta calle, y aunque no ignorábamos que debía el llamarse así á una posada que en ella hubo, cuyo primitivo dueño fué un creyente del Profeta, no sabíamos quién fué aquél y qué celebridad tuvo para que llegase á ser tan conocido de todos.
Hoy, revolviendo papeles viejos, hemos dado con una tradición que, satisfaciendo en parte nuestra curiosidad, ha venido también á ponernos en conocimiento de un suceso que quizá desconozcan algunos de nuestros lectores.
Según las noticias que tenemos, después de reconquistada Sevilla por el rey D. Fernando III en 1248, hecha la distribución de la ciudad y expulsados sus antiguos habitantes, quedaron aún no pocos moros y judíos, tolerados por los cristianos, que vivían confiados en su suerte, que á la verdad no era muy próspera.
En aquel tejido de encrucijadas y callejuelas que rodeaban á la mezquita mayor, Djema Mukyarrim, habitaba un musulmán que antes había poseído grandes riquezas, y que al perderlas no quiso perder la ciudad donde naciera, y descendiendo á una modesta posición, abrió una posada para dar en ella alojamiento, muy particularmente á aquellos que su misma religión profesasen.
Llamábase el moro Hach-Elarbi, y su odio á los cristianos era tan profundo, que pasaba días enteros meditando planes insensatos, por ver si daba con uno que diese el resultado cruel que esperaba.
Demasiado sabía el moro que debía ser muy cauto, pues los vencedores no se andaban con niñerías, y por esto callaba y mostrábase humilde cuando las gentes le veían, y afable con todos, para no infundir la menor sospecha.
Cierta noche presentóse en el mesón un hombre al parecer forastero, de pobre traje y de rara catadura, el cual, por ser entonces invierno, llegó hasta una cuadra baja donde en una antigua chimenea de campana ardían los secos troncos, y á su alrededor veíanse dos ó tres criados del moro, que descansaban allí de sus faenas del día.
Sentóse á la lumbre el forastero y no tardó en presentarse á él Hach-Elarbi, quien, enterado de la pretensión que traía, ofrecióle aposento y dióle antes un poco de pan negro y carne asada para que repusiese sus fuerzas, bien quebrantadas con el dilatado viaje que traía.
Mientras cenaba el huésped, el moro hízole muchas preguntas, demostrándose ser hombre curioso, y así que fué llegada la hora de recogerse acompañóle á un aposento donde tenía preparado un modestísimo lecho y dispuesto un candilón que le alumbrase.
Cuando después de pasadas algunas horas Hach-Elarbi, que acostumbraba á levantarse á media noche para rezar ciertas oraciones, salió al corredor donde el cuarto del viajero estaba, extrañándole ver por las rendijas de la puerta reflejos de la luz, que aún estaba encendida, miró por entre las podridas tablas, y sus ojos quedaron asombrados.
El desconocido estaba despojado del sayo burdo que le cubría, y sentado en el lecho, teniendo ante sí un banco, donde había colocado una porción de monedas de oro y plata, en cantidad suficiente para hacer la fortuna de algunas personas.
Á la vista de aquellas riquezas excitóse la codicia del moro, y unióse á ella singular coraje al apercibirse de que el huésped era cristiano por un largo rosario y algunas medallas que pendientes del cuello tenía.
Contaba entre tanto el desconocido sus relucientes monedas, y cuando más embebido estaba sintió de pronto abrirse la puerta de la estancia, penetrando por ella el feroz moro, que arrojando al suelo el candilón, lanzóse sobre el cristiano, y, echándole las manos al cuello, dióle allí mismo muerte en pocos minutos. Después Hach-Elarbi escondió en una cueva el cadáver, recogió el dinero y guardó el tesoro en el rincón más apartado de la casa.
Largo tiempo permaneció este crimen oculto, descubriéndose años después por una rara casualidad que la tradición no nos cuenta.
Sábese sí que la posada donde tuvo lugar el hecho permaneció cerrada durante algunos años, y que en el mes de Febrero del año 1250 Hach-Elarbi sufrió la última pena, siendo puesta su cabeza ensangrentada en una de las paredes exteriores del edificio.
«Aún permanece en pie la famosa torre de D. Fadrique, restos del palacio que para sí construyó el Infante de este nombre...»
P. Madrazo.
En la espaciosa y amena huerta del convento de Santa Clara existe una Torre de buena altura y de elegantes proporciones, que por fortuna se encuentra aún en el mejor estado de conservación.
«Su planta—escribe un distinguido autor contemporáneo—es rectangular y consta de tres cuerpos, empleándose la piedra en algunas partes y lo restante de ladrillo: el inferior conserva en la puerta de entrada curiosa archivolta de estilo románico con arcos semicirculares y columnillas, sobre la cual existe una inscripción; en el segundo cuerpo rompen los muros estrechas aspilleras; en el tercero, en cada uno de sus frentes hay elegantes ventanas del mismo carácter románico, y en el último, coronado por un antepecho de almenas, se ven otras tantas de aquéllas al estilo ojival con adornos lobulados. En cada uno de los ángulos debió tener gárgolas para desagüe, de las que sólo resta una.»
Esta Torre, según los datos más auténticos, fué mandada construir el año 1253 por el infante don Fadrique, que allí tuvo su palacio, edificado en los terrenos que le cedió su padre el rey D. Fernando III cuando se hizo el reparto de la ciudad después de la conquista.
Llamóse en un principio La Torre encantada, no sabemos por qué, pues aunque conocemos algunas tradiciones que pudieran haber dado origen al nombre, ninguna encierra verdaderos detalles para el caso.
Sobre la puerta de la Torre, que es ancha y tiene las hojas de hierro, existe una lápida negra con varios adornos y la siguiente inscripción, que traducida del latín dice así, según la copia que sacó Peraza:
«Esta Torre es obra ó edificio del magnífico Infante Federico, que fué hijo amado de su madre la Reina D.ª Beatriz: débese dar alabanza al maestro que la hizo. Esta deleitable Torre estaba llena de riquezas en la era de mil é doscientos noventa, que es en el año de mil é doscientos cincuenta y tres años.»
Respecto al interior de la Torre, el primer historiador de la capital de Andalucía, Luis de Peraza, que floreció en los comienzos del siglo XVI, escribía lo siguiente en su obra, aún inédita, titulada Antiquísimo origen de la ciudad de Sevilla, etc. «Estando un lienzo de aquel compás (el de Santa Clara) caído, yo entré... y subí á la Torre y vi en ella tres estancias, unas sobre otras, todas ochavadas, y habiéndolas paseado y mirado muy bien, me volví á salir.» Sin embargo de lo que dice Peraza, añadiremos que las estancias aludidas no son ochavadas, y sólo tienen en las partes superiores de los ángulos unas robustas nervaduras.
D. Fadrique murió en Burgos en 1276 y fué uno de los más poderosos enemigos que tuvo su hermano D. Alonso el Sabio, el que mandó quitarle la vida, confiscándole sus estados, por tomar parte muy señalada en la revuelta que promovieron los descontentos y ambiciosos acaudillados por González de Lara, Díaz de Haro y Fernández de Castro.
El infante D. Fadrique fué hermano también del primer arzobispo que tuvo Sevilla después de la conquista, hijo de D. Fernando III, que á pesar de su estado casó con la hija del Rey de Daria, pasando á vivir á extranjeros países.
Las casas y el palacio de D. Fadrique, al ocurrir su muerte, fueron donados por Sancho el Bravo á las monjas clarisas, que allí levantaron el convento, amplio edificio en cuya iglesia, de estilo gótico, se conservan entre otras bellezas artísticas muy buenas esculturas de Martínez Montañés y de Alonso Cano.
La torre de D. Fadrique tiene un carácter tan marcado de las antiguas edades, que cuando al contemplarla con detenimiento destácase airosa sobre el trasparente cielo, acuden á la imaginación los recuerdos de aquellos tiempos de fe, entusiasmo y de acciones sublimes y heróicas, embellecidos por la poesía y el arte.
Esta Torre es uno de los más antiguos monumentos de Sevilla, y puede darnos una idea de lo que sería aquel soberbio palacio donde residió el turbulento D. Fadrique, y donde tan suntuosas fiestas se dieron según afirman puntuales cronistas.
Algunas personas creen que la Torre de que nos hemos ocupado toma su nombre por el hermano de D. Pedro el Justiciero; y aunque este error ha sido aclarado por muchos escritores, aún hay quien lo sustente, demostrando en ello sus escasos conocimientos en la historia de nuestra patria.
«Éste es uno de los mejores templos de Sevilla, y encierra en su seno bastantes producciones de mérito.»
J. Amador de Los Ríos.
Si notable es este templo por las joyas artísticas que encierra, su historia no deja de ser curiosa, y vamos á referirla á los que la ignoren, haciendo mención también de las principales imágenes y pinturas que allí se guardan.
Remóntase la fundación de la iglesia de Santa Ana á los tiempos de D. Alfonso el Sabio, el cual se encontraba en nuestra población en 1280 disponiendo sus tropas para empezar la campaña contra los moros de Granada.
Cuando iba á marchar sintióse el Rey molestado por un fuerte dolor en el ojo derecho, que, lejos de disminuir con los medicamentos que le aplicaban los físicos, creció más cada día, causando grandes molestias al paciente.
Entonces D. Alfonso, comprendiendo que no había remedio alguno para su mal, se encomendó á todos los santos, y muy particularmente á Santa Ana, por quien siempre tuvo no poca devoción, prometiéndole que si curaba levantaría en su honor un templo de hermosa fábrica y de constante y fervoroso culto.
Oyó la Santa la súplica del Rey, cuyos dolores iban en aumento, y cuenta la tradición que á poco el ojo empezó á dar señales de mejoría, quedando tan bueno como el otro, sin necesidad de los brevajes y emplastos de los físicos.
Patente y claro estaba el milagro; y no siendo D. Alfonso el Sabio hombre que dejase de cumplir promesas, sobre todo si habían sido hechas á los santos, apenas se vió restablecido manifestó sus deseos de erigir la iglesia conforme lo tenía pensado.
Por entonces los vecinos de Triana, que no tenían más templos que una capilla dedicada á San Jorge, pidieron al Rey que construyera una iglesia, cosa que les hacía gran falta, y el Rey, que andaba sin saber dónde levantar el edificio prometido, satisfizo el deseo de los trianeros, y cumplió su promesa, mandando empezar las obras del templo dedicado á Santa Ana á fines del ya citado año de 1280.
El monarca Sabio, los arzobispos D. Remondo y D. Sancho González y Fr. Alonso de Toledo invirtieron sumas muy considerables en la construcción de la iglesia de Santa Ana, y en el reinado de D. Pedro I de Castilla éste costeó varios retablos é hizo que se terminasen por completo las obras, ampliándolas y embelleciéndolas.
En los comienzos del siglo XV se renovó el edificio, que había sufrido bastante con las inundaciones del Guadalquivir, colocándose por esta época los bellos azulejos esmaltados que aún se conservan.
Entre otras reformas llevadas á cabo por los años de 1548 se construyó el altar mayor, cuyas pinturas son debidas á Pedro de Campaña, que también ejecutó otras obras en varias capillas, donde existen cuadros muy notables de maestros tan celebrados como Alejo Fernández, Varela, Frutet, Goltzus, Tomás Martínez, Roelas y Sánchez de Castro.
Hacia el 1755 se renovó el templo de Santa Ana casi por completo, modificándose muchos de sus retablos, añadiéndole algunas imágenes y quitándole algunos nichos y trozos de labores que, según dicen, afeaban las paredes del interior.
Entre las esculturas de mérito que han existido en Santa Ana merecen citarse: un Cristo llamado del Buen viaje, una Santa Cecilia, un San Miguel, y una Concepción que pertenecía á la antigua hermandad de este nombre.
En la sacristía se guardan algunas alhajas para el culto de gran valor, que merecen ser vistas por lo acabado de sus dibujos y el mérito artístico que encierran.
La iglesia de Santa Ana sufrió algunos desperfectos cuando la invasión francesa en 1811, y entonces desaparecieron varios objetos muy estimables, que fueron destruídos por los invasores.
Las muchas lápidas que en las paredes y en el suelo del templo se encuentran todavía dan á entender que allí se enterraron personas ilustres, como González del Real y sus deudos, la familia de don Lope Sánchez y la esposa del Piloto mayor de los galeones, fundadora de la hermandad de la Concepción que ya hemos citado.
Para concluir, diremos dos palabras del exterior de la Iglesia fundada por don Alonso X el Sabio. La fachada es de gran extensión; los muros son altos y rematan en azoteas con balaustradas adornadas de jarrones; tres son sus puertas, una de ellas muy curiosa; y la torre, que tiene dos cuerpos, es sencilla y elegante, divisándose desde ella un hermoso panorama, que renunciamos á describir.
«Torre excelsa, magnífica Giralda, que al cielo alzando la orgullosa frente, ostentas por diadema refulgente de aéreas nubes mágica guirnalda...»
L. S. Huidobro.
Fama universal goza este soberbio monumento, admiración de cuantos visitan á Sevilla; y aunque su historia no es á la verdad desconocida, ni sobre ella podemos añadir ningún dato ó noticia nueva, creemos que resultarían incompletos estos apuntes si no dedicásemos algunas líneas á tan magnífica y celebrada Torre.
La Giralda es objeto de justo orgullo por parte del pueblo sevillano: apenas hay poeta español que no le haya dedicado una frase ó una alabanza; apenas hay artista que no haya trazado sus esbeltas líneas sobre el lienzo ó sobre el papel, y puede decirse que ninguno de los que á nuestra ciudad visitan deja de subir á ella para contemplar el soberbio panorama que ante los ojos se extiende.
Sevilla tiene en la Giralda su nota más característica: los lienzos, acuarelas, grabados y fotografías que representan esta Torre circulan por toda Europa; y el que lejos de la patria los contempla, siente alegría en su alma y satisfacción imposible de contener.
¡Cuan magnífica y esbelta es nuestra Giralda!... la mole de ladrillos se alza majestuosa sobre todos los edificios de la ciudad: en las noches claras y serenas se destaca su silueta, presentando un aspecto fantástico; en los días hermosos, en que el sol la ilumina, su vista no puede ser más agradable y grandiosa, y en las fiestas solemnes, cuando sus veinticuatro campanas lanzan al aire sus repiques, la ciudad se alegra y el sonido de aquellos metales alegra también el espíritu de los sevillanos.
Según algunos la Giralda fué mandada construir para observatorio astronómico, y según otros sólo servía para alminar de la mezquita. Decretóse su obra en tiempos del emperador de Marruecos Jussuf, que estuvo en nuestra ciudad hacia 1171; fué continuada bajo el mando de Yakub, y se terminó en 1196 bajo la dirección del arquitecto moro Hever, según es tradicional.
La Giralda estuvo expuesta á ser derribada cuando se ajustaban las condiciones de la entrega de Sevilla; pero gracias al infante D. Alfonso, según dicen antiguos autores, esto no llegó á verificarse.
Entonces la Torre sólo tenía 250 pies de altura, «un antepecho de almenas dentelladas—escribe Gestoso—coronaba la parte en que al presente están las campanas, en la cual se levantaba otro segundo cuerpo rectangular, cuyo remate lo componían cuatro enormes globos ó manzanas de metal ó bronce», las cuales se describen de este modo en la Crónica del Rey Sabio:
«Á la cima son cuatro manzanas redondas, una encima de otra, de tan grande obra, é tan grandes, que no se podrían hacer otras tales. La de somo es la más pequeña de todas, é luego la segunda que so ella es mayor empués; la tercera mayor que la segunda; mas la cuarta manzana non podemos retraer de fablar della, ca es de tan gran labor, é de tan grande é extraña obra, que es dura cosa de creer; toda obrada de canales, é ellas son doce, et la anchura de cada canal cinco palmos comunales.»
En 1396 estas bolas cayeron á impulso de un fuerte vendaval ó de un temblor de tierra, según hemos leído, y muchos años después, en 1568, siendo arzobispo D. Cristóbal Valdés, se construyó el segundo cuerpo de la Torre por el arquitecto Fernando Ruiz, colocándose la estatua de la Fe llamada el Giraldillo, que se debió al escultor y fundidor Bartolomé Morel, quien dió principio á su obra en 1566.
Está probado que el primer reloj que se conoció en España lo tuvo esta Torre en tiempo de don Enrique III, y no recordamos en qué papel leímos que, habiéndose descompuesto la máquina, permaneció parado cerca de dos años, pues fué necesario traer de Ginebra un inteligente mecánico que supiese arreglarlo.
El reloj que hoy existe es una magnífica obra, concluída en los comienzos del siglo XVIII por el fraile José Cordero, de la orden de San Francisco, y la campana es la misma que se puso en 1400 á presencia del monarca D. Enrique el Doliente.
No creemos necesario hacer aquí una descripción del interior y exterior de la Giralda: ¿para qué? se han hecho tantas por tantos autores, que casi tendríamos que seguirlos con sus mismas palabras.
Sólo diremos, para terminar, que con las obras practicadas en la famosa Torre en 1888 ésta quedó en el mejor estado de conservación, para bien de Sevilla y orgullo de su pueblo y admiración de propios y extraños.
«Si le dan distintos nombres los que analizan sus hechos, de la crítica formando reñidísimo torneo, es porque fué su persona tan grande, que quiso el Cielo que el que vivió siempre en guerra moviera á discordia muerto.»
M. Cano y Cueto.
La memoria del Monarca justiciero está tan unida á las historias y tradiciones de nuestra ciudad, que injusto sería no dedicar en estos apuntes un recuerdo al rey más popular de España, y que más han calumniado los cronistas é historiadores, presentándolo como un monstruo sediento de víctimas y capaz de cometer toda clase de excesos y funestos errores.
La pasión ha conducido la pluma de los escritores á los más lamentables extravíos al ocuparse del reinado de D. Pedro, á quien son menos los que con imparcialidad le han tratado, que los que le han atribuído patrañas absurdas y cuentos ridículos, haciéndose eco de los que corrían en boca del ignorante vulgo.
Pero la verdadera crítica, investigando con incansable actividad, ha arrojado luz sobre tantas tinieblas, desvaneciendo errores y demostrando que el Monarca á quien se llama Cruel merecía el calificativo de Justiciero, como así lo entendió Felipe II.
D. Pedro dejó en Sevilla huellas imborrables de su personalidad, las cuales existirán siempre para mantener vivo el recuerdo en todas las generaciones.
¡Cuántos edificios, cuántas calles, cuántos lugares nos traen aquí á la memoria la severa y arrogante figura de aquel monarca joven, emprendedor y valiente, á quien sólo pudieron vencer sus enemigos por la traición más alevosa!
El Alcázar, esa joya de la arquitectura mudéjar, fué reconstruido por él en 1364, invirtiendo grandes sumas en las obras, trayendo de distintos puntos de España objetos de valor con que enriquecerlo, y empleando en los trabajos á los más reputados artífices.
En el regio edificio existe aún la cámara particular que ocupó D. Pedro; allí puede verse el patio donde cayó herido al golpe de las mazas el maestre D. Fadrique; allí están los amenos jardines por los que tantas veces paseó D.ª María de Padilla; allí está la magnífica portada cuyos dibujos é inscripciones dirigió el mismo Rey, y allí, en fin, existen próximos los sombríos y tortuosos callejones por donde él salía de noche á vigilar la población y á sorprender las tenebrosas reuniones de sus enemigos.
En la calle del Candilejo estuvo el domicilio de aquella vieja que asomó su luz á la ventana una noche que el Monarca había tenido pendencia con un desconocido, reconociéndole por el ruido de las choquezuelas, suceso que por ser de todos sabido no relataremos, limitándonos á decir que el busto de D. Pedro que hoy existe en la fachada cercana se colocó el año 1600, sustituyendo á la cabeza toscamente labrada en barro que el Monarca justiciero hizo poner en el lugar de la riña.
Otro edificio que evoca su memoria es la torre del Oro, en la cual estuvieron guardados los tesoros del Rey, bajo la vigilancia del judío Leví, y en la que permaneció D.ª Aldonza Coronel mientras sostuvo sus amorosas relaciones con D. Pedro.
Éste reedificó á sus expensas cuatro templos, que fueron el de San Miguel, el de San Francisco, el de la Merced y el de San Pablo, haciendo que en ellos se dieran de continuo solemnes cultos y fiestas, que solía presenciar muy á menudo en compañía de sus cortesanos.
En el convento de Santa Inés yace enterrada la esposa de D. Juan de la Cerda, D.ª María Coronel, á quien D. Pedro requirió de amores con tanta insistencia, que la dama, que era de suyo honesta y poco sensible á los halagos del joven Monarca, se retiró á la ermita de San Blas y luego á dicho convento, que fundó, y en donde, viéndose aún perseguida por su galanteador, no encontrando á mano otro medio de alejarle, se aplicó aceite hirviendo en el rostro para matar su hermosura, quedando de extraordinaria fealdad.
Cuando la guerra con Aragón, en el sitio de las Atarazanas equipó D. Pedro la escuadra que había de obtener tan señalada victoria, y se dice que el Rey en persona acudía todos los días á estos sitios, dando muchas ordenes verbales á los marinos y demás gentes que trabajaban en las obras.
No lejos de este lugar cuenta la tradición que D. Pedro entró en el río á caballo persiguiendo airado al Nuncio del Papa, que había anatematizado el enlace con D.ª María Padilla, viéndose muy apurado el eclesiástico para huir en una barca, que por fortuna le salvó de una muerte cierta. En la calle de San Luis se asegura que vivió aquella hermosa dama, cuando fué conocida por el Rey; á la puerta del templo de San Gil fué enterrado el famoso arcediano que la conseja popular nos ha trasmitido... ¿Y á qué seguir enumerando lugares y edificios?... Ya dijimos que Sevilla está llena de recuerdos de aquel Rey, y los que hemos apuntado bastan para probar nuestras frases.
Si dispusiéramos de más espacio lo dedicaríamos á la memoria del Monarca justiciero; mas como las dimensiones de estos apuntes no lo permiten, ponemos punto á nuestro modesto trabajo.
«Un hijo dióme Dios para mi patria; su apoyo debe ser; no su enemigo... Y porque te persuadas cuán distante me encuentro de faltar al deber mío, si armas no tienes para darle muerte, toma, allá va, verdugo, mi cuchillo.»
Gil de Zárate.
Á poco más de media legua de Sevilla existe una pequeña aldea, llamada Santiponce, inmediata á la cual pueden aún verse las ruinas del antiguo y soberbio monasterio de San Isidro del Campo, fundado por D. Alonso Pérez de Guzmán y su esposa D.ª María Alonso Coronel en el año de 1301.
No es nuestro propósito hacer aquí la historia de este edificio, que en situación tan lastimosa se encuentra hoy, ni tampoco describir con todos sus detalles el local ni los cuadros, esculturas y sepulcros que en él se hallan relegados al más imperdonable olvido.
El que tiene algún cariño por las glorias de la patria, el que estima los recuerdos de aquellas generaciones pasadas que á las presentes dieron vida, no puede por menos de experimentar cierta tristeza al recorrer aquel claustro derruído, aquellos patios solitarios y aquellas galerías que amenazan desplomarse; lamentando que la indiferencia de unos y el instinto destructor de otros, unido á la acción de los tiempos, hayan conducido á estado tan deplorable el monasterio en cuyo lugar se guardaron los restos de San Isidoro hasta el año 1053, en que, con licencia del rey de Sevilla Al-Motadhid, fueron trasladados á la ciudad de León por el obispo Avito.
Siguiendo nuestro propósito, sólo nos ocuparemos en este apunte del Sepulcro del fundador de la casa, que aún se conserva y hemos tenido ocasión de ver hace poco tiempo.
Éste se encuentra en la parte más antigua de la iglesia, y fué construído en 1609 para sustituir el primitivo, sobre el cual son muy escasas é incompletas las noticias que tenemos.
El mausoleo que guarda los restos del bravo defensor de Tarifa es digno de tan esclarecido varón, cuyo heroísmo es admirado por cuantas generaciones le han sucedido. Está adornado de escudos de armas, de labores primorosas, que son muy estimadas por los inteligentes, y sobre la ancha losa está grabado el epitafio, que dice así:
«Aquí yace D. Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, que Dios perdone; fué bien aventurado é que previno siempre servir á Dios y á los Reyes; él fué con el muy noble rey D. Fernando en el cerco de Algeciras; é estando el Rey en esta cerca fué á ganar á Gibraltar, á después que la ganó entró en cabalgada en la tierra de Gaucin, é tuvo facienda con los moros é matáronle en ella, Viernes 19 de Setiembre, era 1347, que fué año de el Señor de 1309.—H. S. E.—19 era Septenbris anno domini 1609—300 a die sui abitibus.»
Sobre el sepulcro está la estatua de Guzmán, vestido de armadura, y arrodillado ante un reclinatorio como entregado á la más profunda oración.
El escultor Martínez Montañés hizo la estatua, que, como todas las obras que su prodigioso cincel labró, es de un mérito excelente, si bien han hecho notar algunos eruditos que las armas que lleva don Alonso presentan bastantes anacronismos.
La contemplación del mausoleo, tan olvidado hoy, inclina el espíritu á melancólicas reflexiones, y poco á poco acuden á la imaginación los recuerdos de aquel personaje heróico, cuya figura ha sido tantas veces ensalzada por el arte y la poesía y cuya hazaña inmortal está grabada con caracteres indelebles en las páginas de la historia.
El cuerpo del defensor de Tarifa se conservó largos años en perfecto estado, según escriben varios autores que lo vieron; pero en la actualidad sólo existen algunos huesos podridos y terrosos en aquella bóveda solitaria medio derruída. Cerca del mausoleo de Guzmán se encuentra también el de su esposa D.ª María Alonso Coronel, la muy casta dueña de manos crueles que dijo Juan de Mena, y que falleció en 1332, siendo sepultada con gran solemnidad y pompa cerca de su heróico marido. Entre otras personas cuyos hechos memorables consigna la historia, yacen enterradas en sendos sepulcros en aquel lugar D.ª Urraca Osorio y su fiel doncella Leonor Dávalos.
Las cortas dimensiones de estos apuntes no nos permiten extendernos en más detalles, y terminamos estas líneas recomendando al lector cuanto acerca del monasterio de San Isidro y su necrópolis han escrito el P. Torres, Maldonado, Saavedra, Zeballos, Matute, Gestoso, Gali y otros inteligentes y eruditos autores.
«En el muro antiguo que formó parte de la gran aljama, y en su centro, hállase la puerta que llaman del Perdón, que sirve de ingreso al patio de los Naranjos.»
J. Gestoso.
Llámase así una de las puertas de la hermosa Basílica sevillana, por la cual se entra al patio de los Naranjos, donde aún existen recuerdos de la gran mezquita de los musulmanes.
La puerta del Perdón tiene también su historia, y de ella vamos á hacer un ligero extracto.
Antes de la reconquista fué esta puerta la principal de la mezquita, y conforme la dejaron los árabes se conservó largos años, hasta que en 1340 don Alfonso XI, después de la célebre batalla del Salado, la mandó edificar nuevamente, gastando una suma bien considerable.
En el reinado del emperador Carlos V, y hacia el año de 1519, se hicieron algunas reparaciones en dicha puerta, aumentándole las complicadas labores que rodean su arco árabe, colocando sobre ella un ancho guarda-polvo con prolijos artesonados, y á derecha é izquierda las dos estatuas de S. Pedro y S. Pablo que aún existen, y que son obra del célebre escultor Miguel Florentín.
El arquitecto Bartolomé López fué encargado de reparar entonces la antigua puerta, tomando también parte en las labores famosos maestros, según dicen varios puntuales cronistas.
Poco tiempo después se levantó tras de la puerta un altar de mármol, rodeado de alta verja, en el cual existe de muy antiguo un busto de Jesús coronado de espinas y con la irrisoria caña, llamado del Perdón, tomando desde entonces este nombre la Puerta que nos ocupa.
Cuando pasaban por delante de este altar los reos que eran condenados á la horca ó á la hoguera les hacían detenerse algunos momentos para que rezasen á la efigie de Cristo un Padre nuestro, que repetían en voz alta los que formaban la comitiva de los infelices que iban á morir.
Á principios del pasado siglo construyóse sobre la cornisa de la puerta del Perdón un campanario de pobre aspecto y del peor gusto, con tres arcos y dos campanas, pertenecientes á la parroquia del Sagrario.
Hacia el año 1818 hiciéronse obras en la Puerta, desapareciendo entonces el guarda-polvo, artesonado y muchos de los complicados adornos y primorosas labores que tenía, cubriéndose entonces las hojas de la puerta con una espesa capa de pintura verde.
Estas hojas están forradas de cobre; tienen prolijos adornos de alto mérito, y, según afirman antiguos historiadores, son las mismas que tuvo la mezquita.
Un desgraciado accidente ocurrió en la puerta del Perdón cierta noche del mes de Agosto de 1839, y el cual lo hemos visto escrito en diferentes autores. Á las doce de aquella noche llegaron á la Puerta dos caballeros muy conocidos y apreciados en Sevilla en demanda de los auxilios espirituales para una señora que se encontraba enferma en una casa de la calle Vizcaínos, y al acercarse ambos al umbral desprendiéronse algunos trozos de la moldura que encierra el relieve representando á Jesús que arroja á los mercaderes del templo, yendo á caer sobre los indicados sujetos, uno de los cuales quedó muerto casi en el acto y el otro gravemente herido.
Hace poco tiempo se repararon algunos adornos y las estatuas de la puerta del Perdón, donde mientras duren las obras de nuestra hermosa Basílica se coloca todos los años un estrado para que el Cabildo Eclesiástico presencie desde allí el tránsito de las renombradas cofradías de Semana Santa.
«É cuando el rey D. Pedro tornó á Sevilla después de la batalla vencida, falló y á D.ª Urraca Osorio, madre del dicho D. Juan Alfonso de Guzmán; é con gran saña que había de su fijo, fízola prender é matóla muy cruelmente.»
Crónica.—López de Ayala.
Ante la puerta principal del convento de Nuestra Señora de la Encarnación de Belén existió desde muy remota fecha hasta la tercera década del presente siglo una cruz de hierro que se alzaba sobre un ancho pedestal de azulejos, y que era llamada Cruz del Palo ó de la Tinaja, que por ambos nombres la conocía el vulgo.
Lo que éste ignoraba era el motivo que hubo para que se colocase aquella cruz en semejante lugar; y bien merece lo recordemos, acogiendo, con las reservas consiguientes, el relato de la tradición que hasta nosotros ha llegado.
Después de la memorable batalla de Nájera, ocurrida en Abril de 1367, y en la que tan completa victoria alcanzó el rey D. Pedro I de Castilla sobre su desleal hermano, retiróse el Monarca justiciero á nuestra ciudad, pasando antes algunos meses en Toledo y Córdoba.
Muchos eran los descontentos y ambiciosos que en Andalucía se señalaron por sus ideas en favor del bastardo D. Enrique, y entre ellos se distinguió D. Alfonso Pérez de Guzmán, Señor de Sanlúcar y nieto del bravo defensor de Tarifa.
Cuando entró en Sevilla D. Enrique en 1366, Pérez de Guzmán, que había servido al rey D. Pedro, viéndole fugitivo y próximo á retirarse á la Galia inglesa, reconoció al bastardo como monarca legítimo, jurándole fidelidad y haciendo que por él se proclamasen todas sus gentes y muchas de la ciudad, que sedujo con falsas promesas, siendo ayudado en aquellos manejos por su madre D.ª Urraca Osorio, señora principal y de noble estirpe.
Triunfó D. Pedro en Nájera, y al aproximarse á Sevilla, huyó D. Alfonso Pérez de Guzmán, no sin haber dejado antes encargados á su madre con el mayor secreto ciertos negocios en favor de la causa del bastardo.
Preciso fué castigar con severa mano á los que siguieron al Infante, y entre otros caballeros rebeldes y traidores fueron ejecutados en la capital de Andalucía D. Juan Ponce de León, D. Gil Bocanegra y el tesorero Martín Yáñez.
Al poco tiempo fué presa también D.ª Urraca Osorio, sobre la cual recaían gravísimos cargos, que inútilmente podía rehuir de sí por las muchas y terminantes pruebas que contra ella y su hijo existían.
Condenaron á muerte á D.ª Urraca, y á muerte horrible, pues, según la sentencia, debía ser quemada viva ante el pueblo, y en una plazuela próxima al sitio conocido por La Laguna, donde más tarde se construyó la Alameda de Hércules.
El rey D. Pedro, cuya indignación contra Pérez de Guzmán por su comportamiento era grandísima, no quiso perdonar á la madre, y á principios del mes de Setiembre de 1367 levantóse una mañana la hoguera para la infeliz D.ª Urraca.
El populacho y la gente de la heria asistieron en gran número á presenciar aquella ejecución, en la que concurrían circunstancias muy especiales, no sólo por ser la reo muy noble y principal señora, sino por lo mucho que era conocida en toda la ciudad.
Acompañada de alguaciles y soldados, llegó la dama al pié del patíbulo, y después de ser atada con fuertes ligaduras á un madero, comenzaron á arder los secos troncos, que pronto levantaron grandes llamas y espeso humo.
Retorcíase la víctima entre horribles dolores, lanzando desgarradores gritos cuando el fuego quemaba sus carnes, y en una de esas violentas sacudidas de cuerpo rasgóse el vestido de la dama, dejando al descubierto la mayor parte de sus formas.
Entonces la plebe que presenciaba aquella dramática escena prorumpió en atronadora gritería, insultando á la víctima y llenándola de sangrientos epigramas y crueles sarcasmos.
Pero cuando más imponente se presentaba la chusma y más lastimoso era el estado de D.ª Urraca, una mujer abrióse paso entre la concurrencia, y llegando precipitadamente á la hoguera, abrazóse á la madre de Pérez de Guzmán, cubriéndola con sus ropas, y dejando que las llamas la devorasen como á la reo.
Leonor Dávalos llamábase esta mujer heróica, y pertenecía á la servidumbre de D.ª Urraca, á quien profesaba todo el cariño que revela aquel acto de generosidad imponderable.
En el monasterio de San Isidro del Campo yacen enterradas D.ª Urraca Osorio y su fiel doncella, según hemos apuntado; y para conmemorar la muerte de ambas colocóse frente á la puerta del convento de Belén la cruz á que en el principio de este trabajo nos referimos.
«Y si mató á don Fadrique, mucho le importa el hacerlo; de su muerte y otras muchas sabe las causas el Cielo, y aun fuera mayor castigo si se rompiera el silencio.»
QUEVEDO.
El que por vez primera visita el magnífico Alcázar de nuestra ciudad, soberbio edificio lleno de recuerdos, en el que tantas generaciones han dejado huellas de su paso, al cruzar aquellas hermosas galerías, patios y salones se cree trasportado á los tiempos de las tradiciones y de las leyendas, no pudiendo también por menos de sentir admiración ante los primores y bellezas que en él los artistas fueron dejando.
Uno de los sitios del Alcázar donde más se detiene el visitante, es sin duda el célebre patio de las Muñecas, próximo al salón de Embajadores; y al extender la mirada sobre aquel lugar acude siempre á su memoria la trágica muerte del infante don Fadrique, ocurrida el martes 29 de Mayo del año 1358, once años antes de la memorable escena de Montiel.
El patio de las Muñecas es una verdadera joya del arte muslímico; según frases de Guichot, «salvo tal cual lunar, debido á repetidas restauraciones, es sin disputa el mejor modelo que nos queda del último período del arte árabe.»
Las dimensiones del patio no son muy grandes, y se llega á él por tres salones, que fueron renovados en el primer tercio de nuestro siglo y tienen gran número de azulejos y labores.
Diez son los arcos del patio, los cuales descansan en esbeltas columnas; hay en el centro una pequeña fuente, y en el segundo cuerpo algunas ventanas con celosías de mucho carácter, y cierra la obra una feísima montera de cristales que fué colocada con el peor gusto no hace muchos años.
El patio de las Muñecas es quizá la pieza que menos variaciones ha sufrido desde la época en que el Rey justiciero y legendario mandó dar muerte en él al Maestre de Santiago siete veces traidor, como le nombra un historiador contemporáneo.
Llamábase entonces patio de los Azulejos, y según cuentan las tradiciones la sangre del Infante dejó en sus paredes y en sus losas manchas imborrables, que aún se conservan en nuestros días.
La muerte de D. Fadrique es uno de los hechos donde con más ensañamiento censuran á D. Pedro de Castilla sus enemigos; y llevados de su pasión, ni se detienen á analizar la vida del Infante, ni se hacen cargo de las circunstancias y razones que la motivaron.
Siguiendo casi todos los escritores al cronista López de Ayala, narran aquella escena con los más tristes colores, á fin de hacer resaltar la crueldad del Rey y los perversos instintos que desean atribuirle, y no hay frase agria que no apliquen al Monarca ni detalle sanguinario y terrible que dejen de apuntar para conseguir su objeto.
La Crónica de Pedro López, escrita, como todos saben, después que el Canciller de Castilla dejó el servicio de D. Pedro y pasó á las banderas de don Enrique el Fratricida, está tachada de parcial é injusta; y la crítica histórica, examinándola con el mayor detenimiento, ha combatido las falsedades que en ella se encuentran, menos difíciles de probar mientras más se estudia aquel turbulento é inolvidable reinado.
López de Ayala cuenta la muerte de D. Fadrique con un verdadero lujo de detalles, y no contento con describir la terrible escena con una frialdad que asombra, dice que D. Pedro, después de espirar su bastardo hermano, hizo que le sirvieran la comida en el patio de los Azulejos junto al ensangrentado cadáver, retirándose después tan tranquilo á pasear por la orilla del río, según era costumbre en él.
Había llegado D. Fadrique al Alcázar al mediodía, siendo recibido por el Rey, quien permaneció hablandóle un buen rato, pasado el cual, tras haber saludado á la reina D.ª María, y á las Infantas, bajó el Maestre á los corrales para ordenar le preparasen sus cabalgaduras, y estando en esto recibió aviso de D. Pedro para que subiese de nuevo á verle, lo cual se dispuso á hacer en seguida.
Notó D. Fadrique al cruzar algunas galerías que los individuos que le acompañaban íbanle dejando solo, y al llegar al salón de Embajadores oyó de pronto la voz del Rey, que decía:
—¡Prended al Maestre!
Y cuando López de Padilla iba á ejecutar el mandato, dijo D. Pedro estas palabras:
—¡Ballesteros, matad al Maestre!
«É los ballesteros—escribe Ayala—llegaron á él por le ferir con las mazas, é non se le guisaba ca el Maestre andaba muy recio de una parte á otra, é non le podían ferir. É Nuño Fernández más que otro ninguno llegó al Maestre, dióle un golpe de maza en la cabeza en guisa que cayó en tierra, é entonces llegaron los otros ballesteros é firiéronle todos.
»É el Rey, desque vió que el Maestre yacía en tierra, cuidando fallar alguno de los del Maestre para les matar.»
Los poetas han descrito de muy diversas maneras la muerte de D. Fadrique, presentándolo como un tipo de perfecto caballero y aplicando al Rey los criterios de siempre, que tantos historiadores repiten.
¡Si pudieran hablar aquellos muros del patio de las Muñecas!... ellos contarían la trágica escena tal como pasó, y desvanecerían muchas opiniones erróneas que hay formadas contra el Monarca más valiente, más justiciero y más calumniado que ha tenido España.
«Sobre la orilla del río se alza la torre del Oro como eco de otras edades y de un pasado glorioso.»
J. F.
¿Quién, por alejado que esté de nuestra población, no ha oído hablar de este antiguo é histórico monumento, tantas veces descrito por la pluma y copiado por el lápiz y los pinceles de eximios artistas?
La torre del Oro es tan famosa como nuestra Giralda, y fué construída, pocos años después de terminadas las obras de la segunda, por el gobernador Cid Abu-l-Ola, según dicen los eruditos historiadores.
La forma de la Torre es bien sencilla, y tiene un carácter que la distingue entre todos los monumentos que dejaron en nuestra ciudad los creyentes del Profeta. Aquella mole de ladrillos, coronada de almenas y rematando en una cúpula de construcción muy posterior, se alza arrogante á la orilla del río, evocando los recuerdos de otros tiempos y otras edades, embellecidos por la poesía y la leyenda.
Cuando el sitio de Sevilla por las tropas cristianas, los mahometanos se defendieron con valentía desde la torre del Oro, que entonces se llamaba de Borch Adahab, causando desde allí grandes destrozos en los barcos que ocupaban el Guadalquivir, y que eran mandados por el heróico almirante don Ramón de Bonifaz.
Al ser reconquistada la población, se hizo una capilla en la torre del Oro, dedicada á San Ildefonso, y por la cual tuvo gran predilección el Rey Sabio, que ordenó se celebrasen en ella solemnes cultos, que con gran prodigalidad costeaba.
Durante el reinado de D. Pedro I de Castilla la torre del Oro fué muy visitada por este Monarca, quien guardaba allí escondido gran parte de su tesoro, al cuidado del judío Samuel Leví, viejo sagaz y astuto en quien tenía mucha confianza el hijo de Alfonso XI.
Siempre que D. Pedro estaba en Sevilla acudía todas las tardes á la torre del Oro, donde pasaba largos ratos en la azotea, contemplando el bello panorama que desde allí se ofrece á la vista y jugando á la tabla, á lo que era muy aficionado.
Otra ocupación más agradable hacía que D. Pedro fuese con tanta frecuencia á la histórica Torre, pues en ella tuvo á su amante D.ª Aldonza Coronel, quien, cediendo á los galanteos del Monarca, entregóse á él por completo, siendo durante algunos años objeto de sus caricias y deseos.
Cuando la pasión del Rey justiciero parecía extinguirse D.ª Aldonza se retiró al convento de Santa Inés, y allí terminó su vida siendo abadesa del monasterio, que, como es sabido, lo fundó su hermana D.ª María.
Á principios del siglo XV la torre del Oro servía para prisión de nobles, algunos de los cuales fallecieron dentro de aquellos espesos muros, y otros fueron por sus delitos colgados de las almenas.
El alcaide de la Torre era, por lo general, un caballero de los que más se habían distinguido en los campos de batalla, y teníase á mucho honor ocupar este cargo, por lo que eran muy numerosos los que lo solicitaban.
En un principio la torre del Oro estuvo en su exterior cubierta de azulejos amarillos, y muchos suponen que á esto debió su origen el nombre de ella; si bien otros contradicen esta opinión, asegurando que el llamarse del Oro es debido á las riquezas que, como ya dijimos, guardó en la Torre el rey D. Pedro.
El monumento estaba unido por una muralla al Alcázar, y así permaneció hasta el año 1821 en que fué derribada, embelleciéndose mucho aquellos lugares, que son de los más concurridos y amenos que tiene Sevilla.
El tiempo no ha alterado en nada la robusta solidez de la famosa Torre, pero su exterior debiera ser restaurado según el proyecto que se aprobó hace poco, y, una vez concluídas las obras, Sevilla podría ofrecer á los ojos del viajero un monumento antiquísimo en el mejor estado de conservación.
¡Lástima grande es que esta obra, á la que tan ligadas están muchas tradiciones de nuestra población, no haya podido destinarse á un uso más adecuado que el que actualmente tiene!
«Los aragoneses que vinieron á la conquista de esta ciudad instituyeron una cofradía con la advocación de Nuestra Señora del Pilar...»
Ortiz de Zúñiga.
Entre las tropas que formaban las huestes del rey D. Fernando III cuando conquistó á Sevilla venían no pocos hijos del reino de Aragón, los cuales dieron pruebas de ser hombres devotos fundando una capilla en la mezquita que acababa de convertirse en templo cristiano, consagrada á la Virgen del Pilar.
En esta capilla se daba culto con el mayor esplendor á la Patrona de Zaragoza, y la Hermandad que lo sostenía fué aumentando hasta ser una de las más ricas que en la ciudad había.
Pasaron así algunos años, y hacia el 1317, los hermanos, que disponían de un capital bastante crecido, proyectaron fundar un hospital para recoger á los peregrinos pobres que viniesen á Sevilla.
El infante D. Pedro, que á la muerte de don Fernando IV en 1312 se había hecho cargo de la tutoría del heredero de la corona D. Alfonso XI, hallábase en nuestra ciudad cuando los aragoneses acordaron la fundación del hospital del Pilar, y á nombre del Rey, niño entonces de siete años, cedió un solar inmediato al Alcázar, para que en él se construyera el benéfico establecimiento.
Cuando estuvieron terminadas las obras en 1317, D. Pedro otorgó á la casa títulos y preeminencias, declarándose protector de ella y haciendo que todos los prelados y rico-homes se inscribiesen en aquella Hermandad.
En la iglesia que se edificó en el hospital trabajaron los más hábiles artistas de la época, y en el retablo mayor se puso la imagen de la Virgen del Pilar que se conservaba en la capilla de la Basílica, y cuya escultura fué sustituida más tarde por otra, que es la que hoy existe, obra de Juan Millán, que floreció en el siglo XV.
Tanta era la importancia que entonces llegó á adquirir el hospital fundado por los devotos aragoneses, y tantos los fondos de que la Hermandad disponía, que á más de lo mucho que diariamente invertíase en el culto y en la asistencia de los enfermos, aún quedaban sumas muy importantes, con las cuales se daban limosnas á las gentes de los barrios bajos y á los ancianos que venían de Zaragoza, se rescataban cautivos á los moros, y se mantenían tres galeras, dotadas del personal necesario, para defender las costas andaluzas.
D. Pedro I de Castilla y su bastardo hermano D. Enrique II hicieron no pocas mercedes al hospital del Pilar, introduciéndose en él grandes mejoras, que lo colocaron á la mayor altura de perfección que entonces se conocía. Pero todo pasa, y á la Hermandad pasó también su época de auge, comenzando á disminuir las limosnas, y con ellas disminuyeron también los hermanos, y los pobres que en el hospital se albergaban, siguiendo cada vez más rápida la decadencia, que, iniciándose á principios del siglo XV, se hizo completa en los últimos años del reinado de D. Fernando y D.ª Isabel.
El benéfico establecimiento quedó reducido á los más estrechos límites, y los pocos hermanos que aún sostenían el culto á la Virgen del Pilar trasladaron luego la imagen á la Catedral y á una modesta capilla situada cercana á la puerta que el vulgo llama del Lagarto.
Los individuos de la ilustre familia de los Pinelos se declararon patronos de la capilla, y en ella fueron enterrados D. Francisco Pinelo, primer Factor de la Casa de la Contratación de Indias, su esposa D.ª María de la Torre y su hijo D. Jerónimo, canónigo que fué de la Catedral.
La capilla de la Virgen del Pilar, según se encuentra hoy, ofrece poco de notable. El altar donde se conserva la estatua hecha por Juan Millán es de escaso mérito, así como otro situado á la derecha, donde existió hasta hace algún tiempo una imagen de la Virgen de las Angustias.
En esta capilla estaba el Ecce-Homo pintado por el gran Murillo, y que fué regalado á Luis XVIII en 1839 por el Cabildo de la Basílica.
El analista Ortiz de Zúñiga, en nuestros días González de León, y últimamente D. Francisco Collantes y D. José Gestoso, han publicado muchas y curiosas noticias respecto á la hermandad del Pilar y á la capilla de que hemos tratado en este breve apunte.
«Veinticinco calabozos tiene la Cárcel Real; veinticuatro traigo andados sin cobrar mi libertad.»
Copla popular.
En los comienzos del siglo XV vivía en la capital andaluza una noble dama llamada D.ª Guiomar Manuel, señora adornada de las más estimables virtudes y que poseía una gran fortuna, cuya mayor parte empleó en obras de caridad y en hacer toda clase de bienes á los necesitados.
Además costeó de su peculio no pocas obras, y entre éstas merecen especial mención las que mandó hacer reedificando la Cárcel Real, por los años 1418, que se encontraba situada en la calle Sierpes hacia el lugar que hoy ocupa el Círculo de Labradores y Propietarios.
D.ª Guiomar Manuel dotó el edificio de aguas abundantes, construyó de cimientos la capilla é hizo que reinasen constantemente en la prisión la más completa higiene y el mayor orden, invirtiendo cuantiosas sumas en tan laudable obra.
Murió D.ª Guiomar en 1426, dejando en el pueblo de Sevilla gratísima memoria, siendo enterrado su cadáver en la Catedral y delante de la capilla de San Pedro, donde también yacían los padres de tan virtuosa mujer.
El Asistente D. Francisco Chacón amplió el edificio de la Cárcel en 1563, y desde esta fecha no volvieron á hacerse allí obras de importancia, hasta las que se llevaron á cabo en 1732 por el Asistente Caballero, y últimamente en 1784.
El aspecto exterior de la Cárcel Real era en extremo sombrío; pero mucho más lo eran sus lóbregos calabozos, privados de luz y ventilación, sus estrechos corredores y sus patios destartalados y de irregular arquitectura.
El año 1626 desbordóse el Guadalquivir, inundando casi toda la población, y sus aguas llegaron hasta la Cárcel, produciendo grandes destrozos, que tardaron mucho en repararse por la apatía y el poco interés que demostró el Concejo.
Cuando la peste levantina se introdujo en Sevilla en 1649, se dió el caso de que fallecieran todos los presos y dependientes de la Cárcel, quedando abandonada durante los meses que duró la cruel y asoladora epidemia.
El terremoto de 1765 derribó un gran trozo de la prisión, grieteando sus muros y quebrantando los cimientos de aquel vetusto caserón.
El año cuarto del siglo actual se hicieron algunas mejoras en la Cárcel; mas á pesar de ellas su estado era sumamente peligroso y amenazaba de continuo una catástrofe.
Desde la invasión francesa el edificio empeoró bastante, y por el 1830 la prisión se hallaba sin agua, los encierros sin ventilación, las rejas casi destrozadas, y las lluvias que con frecuencia se filtraban por los techos hacían más horrible y angustiosa la situación de los desgraciados que estaban allí enterrados en vida.
Durante cerca de cinco siglos que permaneció en pie la Cárcel Real ¡cuántos infelices no perderían allí la existencia! ¡cuántos delitos no se cometerían dentro de aquellos muros! ¡cuántos inocentes no pagarían allí culpas ajenas!...
Por la puerta del edificio que daba á la plaza de San Francisco salían las víctimas que eran inmoladas en los autos de fe, y por la de la calle Sierpes entraban confundidos, más de una vez, los criminales más feroces y los inocentes á quienes se condenaba por el menor motivo.
El Municipio adquirió en 1836 el exconvento del Pópulo, y allí se trasladaron los presos el día 3 de Julio del año siguiente, comenzando poco después el derribo de la Cárcel Real, á la que nos ha parecido oportuno dedicar un recuerdo en estos apuntes.
«...pero la hebrea, insensible á los homenajes de sus adoradores y á los consejos de su padre, se mantenía encerrada en un silencio profundo.»
BÉCQUER.
El barrio de Santa Cruz es sin duda el que menos alteraciones ha sufrido en el trascurso de los tiempos, y hoy en día, que tan variada se encuentra Sevilla, el que transita por las callejuelas estrechas, tortuosas y desiguales de dicho barrio se cree trasportado á otros siglos bien distantes del presente y á épocas que se fueron para no volver nunca.
Hay en Santa Cruz una travesía lóbrega y de miserable aspecto, llamada en lo antiguo calle del Atahud, de la que nos ocuparemos en estas líneas al relatar una historia cuyos pormenores y detalles ha conservado hasta nosotros la tradición.
Cuando en Sevilla se comenzaron á hacer los primeros trabajos para instalar el Tribunal de la Fe por los años de 1481, el pueblo, que comprendió bien pronto la importancia y el dominio de aquella institución que nacía, lejos de mirarla con indiferencia, ocupóse mucho del asunto, discutiendo cada cual ámpliamente sobre él, y dividiéndose hasta tal punto las opiniones, que se formaron dos bandos numerosos, compuesto uno de defensores de la Inquisición y el otro de enemigos de ella.
Á este último bando estaban afiliados los muchos judíos que por entonces habitaban en nuestra ciudad, y los cuales no pudieron por menos de sentir gran terror al contemplar los actos del Tribunal de la Fe y enterarse de los fines principales para que había sido creado.
Creció cada vez más el miedo de los israelitas ante las sentencias que la Inquisición fulminaba diariamente, y entonces empezaron á reunirse en la aljamia, celebrando con la mayor cautela muchos conciliábulos y detenidas pláticas, á las que acudieron también los judíos que de mejor posición gozaban en Utrera, Carmona, Écija y otros pueblos de la provincia.
En tales reuniones, que tenían lugar de noche y en sitios de los más excusados, convinieron los israelitas en formar una especie de compañía poderosa para defender sus vidas y sus intereses, que tanto peligraban, pagando también á cuanta gente fuera necesaria á fin de que los amparase por la fuerza de los golpes inquisitoriales, que cada vez arreciaban con más energía.
Uno de los judíos que con más calor tomaron esta proyectada empresa, fué cierto mercader de telas á quien se daba el nombre de Susón, y que era un viejo ladino y marrullero muy conocido en todas partes de la ciudad por sus gracias y donaires, que, según parece, eran ingeniosos y de boca en boca corrían á diario.
Susón tenía una hija á quien el vulgo llamaba la Susona, moza como de veinte años, de buenas formas, de rostro bellísimo, y de tan gentil apostura, que solían todos darle el nombre de la fermosa fembra.
Mas si era guapa la muchacha, no era ciertamente de las más virtuosas, pues la lista de sus amadores era algo extensa, y las aventuras que de ella se oían eran algo complicadas y escabrosas también.
La Susona se había convertido en cristiana sin que su padre lo supiera, aconsejada por cierto caballero cuyo nombre no dice la tradición, el cual fué uno de los amantes que con más pasión solicitaron y obtuvieron los favores de la gentil hebrea.
Cuando más diligentes estaban los judíos preparando su obra defensiva, cierto día se encontraron sorprendidos por los familiares del Santo Oficio, quienes desbarataron la conspiración, encerrando en las mazmorras á cuantos pudieron coger, y quemándoles vivos muy luego para que á los de su raza no quedaran deseos de organizar nuevos planes.
El viejo Susón fué uno de los ajusticiables, y su hija la que delató al Tribunal la conspiración que con tanta cautela se había fraguado, entrando luego en un convento de monjas, donde se propuso consagrarse á continuas meditaciones y prácticas sagradas.
Pero aún sigue la historia de la famosa fembra, la cual sin duda no nació para la vida contemplativa, y al poco tiempo de residir en el claustro se escapó de él y unióse á su antiguo amante, del cual tuvo tres hijos.
Harto sin duda el caballero de los cariños y zalamerías de la hebrea, la abandonó más tarde, y ella entonces, conservando aún fresca su hermosura y vivos en el pecho sus deseos, entregóse á otro y otros galanes, viniendo por último á ser amante de un especiero, según dice la tradición, y llevando hasta el fin de sus días una existencia licenciosa y prostituída.
Murió la Susona en medio de la mayor miseria y en una casucha de la antigua calle del Atahud, y se dice que, arrepentida de sus pasadas ligerezas, antes de morir dejó dicho que su calavera se guardase en un muro de aquella casa para que sirviese de ejemplo; y cumpliéndose su última voluntad, colocóse en un pequeño hueco de la fachada el cráneo de la hebrea, que permaneció largos años en aquel sitio.
«Negro tan estimado y de buen concepto, que comúnmente le llamaban El Conde Negro, y fué mayoral y juez entre ellos...»
González de León.
Existe en Sevilla, y en el barrio de San Roque, una calle abandonada y sucia, de feísimos edificios, habitados por los descendientes de aquellos Repolidos y Maniferros de que habla Cervantes, la cual lleva el nombre que encabeza estas líneas en memoria de un singular personaje que allí tuvo su residencia á fines del siglo XV.
Escriben puntuales cronistas que era muy general en Sevilla en aquel tiempo la venta de esclavos negros, los cuales para su servicio tomaban los principales señores, y á esto se debía el que se encontrasen en nuestra ciudad muchos negros, que solían juntarse los días festivos por los alrededores de la puerta del Osario en compañía de sus mujeres é hijos, celebrando con la mayor fruición bailes y tertulias al aire libre, según sus usos y costumbres eran.
No se molestaba aquí á los negros como en otras poblaciones sucedía; antes al contrario tratábaseles con mucha benignidad, y el arzobispo don Gonzalo de Mena, que tuvo por ellos gran simpatía, les facilitó medios para que formasen una hermandad, que salía en procesión con sus imágenes el Viernes Santo, siendo también protegidos por el Cardenal Solís y otros personajes de influencia y categoría.
Solían casi siempre los negros corresponder á los favores y mercedes que les dispensaban mostrándose humildes y poco molestos; y para que entendiera en asuntos y pleitos de poca monta nombraron los Reyes Católicos en 1475 á un individuo de la misma raza, que es de quien voy á ocuparme.
Fué éste un negro llamado Juan de Valladolid, hombre de templado carácter, de edad madura, y que había seguido á la Corte en gloriosas jornadas dando pruebas de valor y singular tacto, que fueron apreciadas por los Monarcas, quienes en cédula de 8 de Noviembre del citado año de 1475 le decían:
«Por los buenos é leales servicios que nos habéis fecho y facéis cada día, porque conocemos vuestra suficiencia y habilidad y disposición, facemos vos mayoral é juez de todos los negros é loros libres ó captivos que están ó son captivos é horros en la muy noble y muy leal ciudad de Sevilla é en todo su Arzobispado, é que no puedan facer ni fagan los dichos negros y negras, loros y loras, ninguna fiesta nin de entre ellos, salvo ante vos Juan de Valladolid... y mandamos que vos conozcáis de los debates y casamientos y otras cosas que juzgado entre ellos hubiese, é non otro alguno, por cuanto sois persona suficiente para ello, ó quien vuestro poder hubiere, y sabéis las leyes y ordenanzas que deben tener, é nos somos informados que sois de linaje noble entre los dichos negros.»
Tomó posesión del cargo Juan de Valladolid y estableció su residencia en una casa de la calle de Santa Cecilia, que es la misma que hoy tiene el título del Conde Negro, pues así fué conocido.
No resultaron desmentidas por los hechos las palabras que en su cédula dedicaban los Reyes Católicos á Juan de Valladolid, pues éste, obrando con singular astucia, y ajustándose á la más puntual justicia, desempeñó su empleo con toda satisfacción y demostrando palpablemente las buenas dotes que poseía.
Pocas son las noticias biográficas que del Conde Negro se han conservado hasta nuestros días, ignorándose con exactitud la fecha de su muerte, que se supone ocurrida en los comienzos del siglo XVI, sin que tampoco se sepa el lugar donde recibió sepultura, y otras circunstancias particulares que de seguro ofrecerían gran interés ahora.
Cuenta la tradición que la casa donde vivió Juan de Valladolid era entonces de gran amplitud y buen aspecto y corresponde á la señalada más tarde con el número 30, la cual conservó largos años en cierto hueco de su fachada una cabeza de barro que se tenía por auténtico retrato del famoso Mayoral de los negros.
En este edificio tenía el honorario Conde su tribunal, ante el que concurrían á diario multitud de negros y negras á ventilar sus cuestiones y á resolver sus disputas, las cuales era oídas con gran calma y flema por Juan de Valladolid, quien, representando con toda gravedad su importante papel, después de escuchadas ambas partes, solía dirigir una larga arenga á los que litigaban; condenando luego allí mismo á aquellos que lo merecían.
Varias anécdotas conozco del Mayoral y juez de los negros, así como algunos actos de justicia por él practicados, que corren todavía en boca de las gentes, las cuales suelen atribuirlos á otros personajes que nada tienen que ver con Juan de Valladolid. Presidía éste todos los domingos los festejos que sus gobernados celebraban en las afueras de la puerta de Carmona, y para ello se colocaba en un estrado, desde el cual daba las órdenes oportunas y que creía más convenientes para el buen orden de los bailes, de los coros, de las máscaras ó de la diversión que se estuviera celebrando.
Célebre fué Juan de Valladolid y célebre es también la calle donde tuvo su residencia, en la cual, como dije al principio, se han refugiado los descendientes de aquellos originales tipos que tanto renombre dieron en otros siglos á la Macarena, á la Costanilla y á la Morería.
«Si al cazador ó al labriego por esta Cruz preguntares, te harán en frases vulgares pintoresca narración.»
Lamarque de Novoa.
Como á media legua de Sevilla, en el camino que conduce á Alcalá de Guadaira, existe un monumento que fué mandado construir hacia el año de 1482 por el entonces asistente de la ciudad, don Diego de Merlo, noble y esforzado caballero, cuyas heróicas hazañas en la guerra de Granada le dieron gran renombre entre las huestes cristianas.
Los Reyes Católicos D. Fernando y D.ª Isabel, teniendo en cuenta los graves desperfectos que la acción del tiempo había obrado en el acueducto romano conocido vulgarmente por el nombre de Caños de Carmona, mandaron hacer en ellos importantes reparos por inteligentes alarifes y bajo la detenida inspección del Asistente Merlo.
Para conmemorar la terminación de los trabajos realizados en el acueducto erigióse á la terminación del barrio de la Calzada una Cruz, á la que hemos de dedicar hoy las presentes líneas.
Forman el monumento cuatro sólidos pilares de más de trece metros de altura, sosteniendo elegantes arcos de estilo ojival, y coronan la obra una fila de moriscas almenas y una cúpula de regular elevación. Sobre una gradería de ladrillos existe en el interior del monumento la Cruz de mármol, en la que están grabadas las imágenes de Jesús y la Virgen de los Dolores.
En el friso interior que rodea los cuatro arcos puede leerse la siguiente inscripción, que fué restaurada hace poco tiempo con gran esmero.
«Esta Cruz é obra mandó facer é acabar el mucho honrado é noble caballero Diego de Merlo, Guarda mayor del Rey é Reina nuestros señores, del su Consejo é su Asistente de esta ciudad de Sevilla é su tierra, é Alcaide de los sus Alcázares é Atarazanas de ella; la cual se acabó á primer día del año del Nacimiento de nuestro Salvador Jesucristo de mil é cuatrocientos é ochenta é dos años, reinando en Castilla los muy ilustres y serenísimos y siempre augustos Rey é Reina nuestros señores D. Fernando é D.ª Isabel.»
En la Cruz del Campo terminaba la estación de la Vía Sacra que comenzaba á la puerta del magnífico palacio de D. Fadrique Enríquez de Ribera, Marqués de Tarifa, llamado Casa de Pilatos.
Construyó esta Vía Sacra el dicho Marqués de Tarifa á su regreso del viaje que en 1521 hizo á Jerusalén; y cuenta la tradición que eran tan numerosas las personas que asistían durante los viernes de Cuaresma á rezar ante las cruces de la estación, y á propinarse sendos disciplinazos, que muchas veces llegaban los primeros devotos á la Calzada cuando los últimos aún no habían salido del palacio.
La costumbre de recorrer esta estación fué decayendo poco á poco; y aunque las cruces permanecían en medio del camino, eran pocos los que ante ellas rezaban y tenían la devoción de azotarse las carnes.
Á mediados del siglo XVIII empezaron á concurrir muchas gentes á los alrededores del monumento levantado por D. Diego Merlo; pero ya no era con fines tan santos, pues iban á celebrar alegres giras y campestres bailes, en los cuales corría con abundancia el vino y se promovían á menudo escándalos y riñas, que terminaban de manera bien lamentable.
En el presente siglo se han llevado á cabo algunas obras en la Cruz del Campo; pero la más notable es la que se verificó en 1882. Entonces se restauró el monumento, y actualmente se encuentra en el mejor estado de conservación, habiéndose colocado en derredor una sencilla verja para evitar que el público suba á las gradas que se alzan en el centro de los cuatro pilares.
Desde la Cruz del Campo se divisa un hermoso panorama, que difícilmente resistiríamos á describir; gran parte de la ciudad se presenta á nuestros ojos, y sobre aquella multitud apiñada de azoteas, tejados torres y campanarios se alza la Giralda, el más preciado de nuestros monumentos históricos.
En los alrededores de la Cruz del Campo han tenido lugar algunos sucesos curiosos de nuestra historia moderna, entre los que sólo recordaremos los recibimientos hechos por el Cabildo de Sevilla, al rey José en 1810, y á Fernando VII en el memorable año de 1823.
«Es América... sí, logré mi intento, grita el piloto audaz, y en voz sonora exclaman cielo, tierra y mar profundo. ¡Viva Colón, descubridor de un mundo!»
El Duque de Rivas.
La capital de Andalucía es una de las poblaciones que con más razón está en el deber de honrar la memoria del insigne navegante que, oscuro y pobre, llegó á España para llevar á cabo uno de los hechos más grandiosos que la historia de la humanidad en sus anales registra.
Cuatrocientos años se han cumplido del descubrimiento del Nuevo Mundo; y si todos los pueblos celebraron festejos para solemnizar dignamente esta fecha inolvidable, ¿cómo había de permanecer Sevilla indiferente en tal ocasión, si ella albergó en su recinto al genovés ilustre, alentó el gigantesco proyecto, construyó la escuadra para el segundo viaje, fué el centro para el arreglo de los negocios de Indias, y guardó durante largos años en el monasterio de Las Cuevas los restos de Colón y de su hijo don Diego?
Probado está por los eruditos é historiadores que el gran descubridor llegó á España á principios del año 1484, siendo nuestra ciudad uno de los primeros puntos que visitó antes de celebrar su famosa entrevista con el Prior de la Rábida, puesto que ésta se verificó en los últimos días de Agosto de 1491.
Buscó Colón en Sevilla apoyo para el proyecto que iba á presentar á los Reyes Católicos, y no tardó en encontrar favorable acogida entre varios sevillanos de alta posición, y entre los muchos mercaderes italianos que aquí desde largo tiempo había establecidos.
Vivía por entonces en la ciudad andaluza un florentino llamado Juan Berardi, dueño de una importante casa de comercio, que trabó en poco tiempo estrecha amistad con Cristóbal Colón, llegando á ser su «amigo y confidente», según palabras del sabio Navarrete en el tomo tercero de la Colección de documentos inéditos.
Estaba Berardi muy bien relacionado con personas de influencia y prestigio, y al oir de los labios de Colón el grandioso pensamiento, explicado con aquella fe y entusiasmo propios de su genio, tomó cariño á tan elevada idea y trató de poner á su compatriota en relaciones con algunos personajes de importancia y valimiento que entonces residían en Sevilla, «predilecta mansión—como dice Rodríguez Pinilla—de los más grandes magnates de la nobleza y de la Corte.»
Presentóse el genovés al poderoso Duque de Medina-Sidonia, quien, después de escucharle, le ofreció su valioso apoyo, cosa que no llegó á cumplir en manera alguna, pues parece que un sacerdote, que en la casa ducal gozaba de mucha consideración, persuadió al dueño á que dejase de prestar oídos á pensamiento tan loco y fuera de razón como lo era aquel del navegante aventurero.
Decidióse Juan Berardi por hacer cuanto le fuese posible en beneficio de su compatriota, con Scandiano Oliveri y otros florentinos que se encontraban en Sevilla, los cuales recomendaron á Colón á don Luis de la Cerda, primer duque de Medinaceli, uno de los mayores potentados de la nobleza de Castilla, que sostenía una escuadrilla en el Mediterráneo y el Atlántico.
Entusiasmóse Medinaceli con el atrevido proyecto, y mantuvo á Colón en su casa largo tiempo, como asegura el mismo Duque en la carta que en 1493 envió al Cardenal Mendoza. Además quiso llevar á cabo la gigantesca empresa, y ofreció al genovés cuatro carabelas, para que en ellas saliese del Puerto de Santa María á buscar el camino de las Indias.
Pero, según escribe el padre Las Casas, enterada la reina Isabel de los propósitos del Duque por Alonso de Quintanilla, dirigió una importante carta ordenando «que cesase el negocio, porque quería ella misma seguirlo á sus expensas.»
Había hecho Colón presente á Medinaceli que iba á dirigirse á Francia, esperando encontrar favorable acogida en la Corte de Luis XI; pero á tanto llegaron las buenas promesas del Duque, que lo hizo desistir del viaje, enviándolo á Córdoba, en cuyo punto, y por mediación de Quintanilla y Mendoza, celebró la primera entrevista con los Monarcas en el mes de Enero del año 1486.
Partió el genovés de Sevilla, y no volvió á esta ciudad hasta después del descubrimiento, siendo recibido con grandes muestras de consideración y aprecio por todos en general, y muy particularmente por aquellos que fueron sus amigos cuando pobre y sin recursos llegó de Portugal.
En Sevilla permaneció Colón desde el mes de Junio hasta fines de Agosto del 1493, organizando la escuadra para el segundo viaje, que partió de la bahía gaditana el 5 de Setiembre, y que estaba compuesta de catorce carabelas y tres carracas, siendo tantos los que acudieron á Sevilla para embarcarse, que muchos quedaron en tierra sin poder formar parte de la expedición.
Entre los que marcharon con el Almirante figuraban Ojeda y Juan de la Cosa, Margarite, Aguado, Díaz de Pisa, Boil, y el docto cuanto modesto fray Antonio de Marchena, amigo inseparable del descubridor del Nuevo Mundo.
La capital de Andalucía volvió á ver á Colón á fines del año 1499, pero en situación bien lamentable por cierto; acababa de desembarcar en Cádiz cargado de cadenas por órden del iracundo Bobadilla y se dirigía á Granada, donde los Reyes le recibieron, no con tanta satisfacción como en Barcelona, pero sí compadecidos de su triste suerte.
Hiciéronse también en Sevilla los preparativos para el cuarto viaje en el otoño del 1501; costando gran trabajo equipar la flota, que al fin estuvo dispuesta y salió de Cádiz el 13 de Enero del año siguiente.
Presentóse por última vez el Almirante en nuestra ciudad en Noviembre de 1504, después de su larga y penosa expedición, enfermo, achacoso y con el corazón oprimido y apenada el alma por las ingratitudes de que á cada paso era víctima.
En Sevilla pasó todo el invierno escribiendo cartas al Rey para que le prestase auxilios, de los que estaba tan necesitado, sin recibir del Monarca providencia alguna; y en la primavera siguiente marchó á Segovia, donde á la sazón se hallaba la Corte, que miró con desdén á Colón, quien, pasando luego á Valladolid, murió abandonado y solo el 20 de Mayo de 1506, á la edad de sesenta años y á los dieciséis de haber llevado á cabo su prodigioso descubrimiento.
«Son sin duda espíritus vaporosos que engendra la tierra, como los produce también el agua. ¿Por dónde habrán desaparecido?»
SHAKESPEARE.
La calle que hoy tiene el nombre del eximio poeta y sabio genealogista D. Gonzalo Argote de Molina era en lo antiguo una de las calles más irregulares de la población, en la que existieron, entre algunos buenos edificios, varias casuchas que servían de guarida á gente de fama nada envidiable y de costumbres no muy dignas de imitarse.
Cuenta la tradición que en una de estas casuchas, la más sucia y abandonada de todas, habitaba á fines del siglo XV cierta anciana á quien tenía el vulgo por mujer sobrenatural y extraordinaria, con sus puntos y ribetes de hechicería.
Era la vieja de miserable aspecto y de horrible catadura, muy dada á la confección de filtros y brevajes, echadora de cartas, adivina de lo porvenir y muy amiga de todas las hembras de su calaña, con quienes solía reunirse por las noches, entregándose á ceremonias misteriosas que daban mucho que hablar á los vecinos del barrio.
Tenía la bruja un hijo, sabe Dios de quién, mocetón zafio y descreído, espadachín y pendenciero, que le ayudaba en sus ridículas faenas, y el cual promovía con frecuencia grandes escándalos siempre que al amanecer llegaba á acostarse, acompañado de mujerzuelas y gente de la heria, entre quienes pasaba una vida ociosa y degradada.
Sucedió una noche, que llegando solo por casualidad y embriagado á su casucha, halló la puerta tan cerrada que por más golpes que dió en ella no consiguió que le abriesen, pues la madre y las demás brujas que con ella estaban entonces en un sótano, embebidas con sus prácticas de hechicería, ni oyeron los aldabonazos ni los gritos y juramentos del mocetón.
Aburrido éste, y no pudiendo apenas tenerse en pie, efecto del mucho mosto que se había echado al coleto, á falta de otro lugar más á propósito donde pasar el resto de la noche, que era fría y desagradable, metióse en un gran horno que en el muro exterior había, y que por la mañana solía encender la vieja para que fuesen á cocer el pan los vecinos, que por tal servicio pagábanle algunos maravedises, cuya cantidad no precisa la tradición.
No bien entró el zafio en el horno, acometióle un profundo sueño, quedando tan dormido, que después de salir el sol continuaba roncando sobre los ladrillos cual pudiera hacerlo en una cama de blandas plumas.
Y sucedió después, que llegada la hora en que la horrible bruja solía encender el fuego, cuando estaba aventando los secos troncos, oyó gritos pidiendo socorro, y al conocer por la voz que quien los daba no era otro sino su propio hijo, desesperada de no poder salvarle, y después de inútiles esfuerzos, cayó al suelo de rodillas, con las manos cruzadas y rezando á toda prisa cuantas oraciones le vinieron á la memoria.
Acudieron algunas personas al lugar del suceso, sin que ninguna pudiera contener las llamas, que rápidamente habían adquirido las mayores proporciones, haciendo ver á los que quisieron verlo que aquello no era otra cosa que un providencial castigo á las impiedades del hijo y á las hechicerías de la madre.
Pero hé aquí que cuando más apurada era la situación, cuando nadie podía acercarse al horno por la intensidad del fuego, que amenazaba destruir el edificio, acertó á pasar la calle un fraile de la orden de San Francisco, llamado Fr. Diego de Alcalá, varón muy respetado del vulgo y á quien se le atribuían algunos milagros.
Comprendió el regular que aquella desgracia podía arreglarse, y compadecido de los lamentos de la vieja y de los ayes del zafio, corrió con premura á rezar un par de Salves á la Virgen de la Antigua, y lo mismo fué hacerlo al llegar á la Catedral, se apagaron las llamas instantáneamente, saliendo en seguida el muchacho del horno sin la más leve quemadura.
Ante el milagro, la anciana abandonó sus brevajes, sus filtros y sus brujerías, haciéndose ferviente devota, y el mozo tomó la buena senda, llegando á ser con el tiempo prior de un convento de franciscanos en Granada.
Esta es la tradición que dió origen á que la calle que tiene hoy el nombre ilustre de Argote de Molina se llamase durante muchísimos años calle del Horno de las brujas; si bien no me es desconocido el origen que otros autores le atribuyen con buenas pruebas, asegurando que allí vivieron dos hermanas que tenían un horno donde fabricaban tortas al estilo del pueblo de Brujas.
«Y pudo ya mi vista descubrir más claramente la profundidad donde la inefable justicia ministra de Dios Supremo castiga á los falsificadores.»
DANTE.
Cuando el pontífice Sixto IV, á petición de los reyes Católicos D. Fernando y D.ª Isabel, instituyó la Inquisición para combatir los herejes en los reinos de España, no tardó Sevilla en tener su Tribunal de la Fe, como una de las ciudades más importantes de la Península.
En tiempos de D. Fernando III construyóse un castillo donde hoy se encuentra la plaza de Abastos de Triana, y en este edificio se estableció en 1481 el Tribunal de la Inquisición, llevando á cabo en él no pocas reformas para el objeto á que se destinaba.
Entonces se le hicieron multitud de calabozos, salas de tormentos con todos los útiles necesarios, capilla, salón de consejo y cuantas dependencias eran ocupadas por los familiares, carceleros y demás individuos que se dedicaban á la persecución de los impíos, asalariados por los inquisidores.
El aspecto que ofrecía el castillo, según se ve en antiguas estampas, no podía ser más tétrico; sus altos muros, de negruzca piedra, eran lisos y sin adorno alguno; sus cinco torres almenadas presentaban pequeñas ventanas, cubiertas de espesos hierros; su puerta principal era sólida y severa en demasía, y sobre ella se colocó una lápida en conmemoración del establecimiento del Tribunal.
Los inquisidores, que entonces se hallaban en todo el apogeo de su fuerza, no debieron perder el tiempo en bagatelas; pues consta por una inscripción hecha por los mismos que desde el citado año de 1481, hasta fines del 1524, quemaron en la hoguera á mil herejes y convirtieron á veinte mil.
En el invierno de 1626 una avenida del Guadalquivir inundó el castillo inquisitorial, obligando á los que le habitaban á trasladarse á un edificio situado en la calle Real de San Marcos, lo que se verificó con gran aparato.
La nueva casa que durante trece años ocupó el Tribunal de la Fe era la misma que habitó D.ª Estrella de Tavera, la heroína de la famosísima comedia de Lope de Vega, cuyos amores con Sancho Ortiz dieron tanto que hablar por mediar en ellos el rey D. Sancho IV.
Á principios de 1639 concluyéronse las obras de reparación en el castillo de Triana, y éste volvió á ser ocupado por los inquisidores.
Cerca de dos siglos permaneció todavía la Inquisición en el castillo de Triana; pero como éste, á pesar de las obras en él practicadas, no ofrecía grandes seguridades á causa de la mucha antigüedad de su construcción, fué preciso abandonarlo, y en Noviembre de 1785 trasladóse el Tribunal á un palacio que había sido colegio de jesuítas hasta la expulsión de la Orden en 1767.
Estaba este edificio al final de la Alameda, y ocupaba gran parte de las calles Hombre de Piedra y Becas, siendo bastante amplio y capaz para tener encerrados más de doscientos presos. Gracias á que por entonces el Tribunal hacía pocas víctimas, contentándose con quemar en efigie á los reos ó tenerlos encerrados en inmundos calabozos.
El año 1805 se celebró el último auto de fe, siendo entregado el delincuente á la justicia ordinaria, que lo condenó á presidio; y en 1810, al ser invadida Sevilla por las tropas de Napoleón, se extinguió el Tribunal, que ya daba pocas señales de vida.
Cuando la reacción absolutista de 1814 la Inquisición se organizó de nuevo en el mismo edificio de la Alameda; pero entonces, aunque contaba con el apoyo de muchos, ni era temida, ni hacía nada que respondiese á los fines para que se creó.
Disolvióse para siempre el Tribunal en 1820, y el local que ocupaba se destinó á cuartel de infantería, destruyéndose casi por completo el 13 de Junio de 1823, cuando estalló el depósito de pólvora que en él existía, causando grandes destrozos y matando á gran número de los que formaban las hordas absolutistas que en aquel memorable día cometieron tantos excesos en nuestra ciudad.
Del último edificio ocupado por el Santo Tribunal sólo quedan hoy restos muy incompletos, pues los distintos usos á que ha sido destinado durante largos años han hecho que no se pueda formar exacta idea de lo que fué en no lejanos tiempos.
«En tanto el gran Magallanes áncoras levar ordena, y á su voz vibrante y firme se da la armada á la vela. Ya, cual cisnes, se deslizan las gallardas carabelas del padre Betis undoso por la corriente serena...»
Lamarque de Novoa.
En aquel tiempo en que España era la más poderosa nación del mundo y jamás en sus dominios se ponía el sol llegóse á la Corte del emperador Cárlos V un navegante cuyo nombre solo causa admiración y respeto á la posteridad.
Nos referimos al portugués Hernando de Magallanes, bravo guerrero, viajero infatigable, y vencedor en África y en la India, que después de haber servido al rey D. Manuel, partió para nuestra patria, donde fué acogida y puesta en práctica aquella gigantesca empresa de dar la vuelta al mundo, cosa que hasta entonces nadie se había atrevido á llevar á cabo.
Sevilla, cuya prosperidad y florecimiento eran entonces grandísimos, fué el lugar donde preparóse la expedición, que salió del puerto el miércoles 10 de Agosto del año 1519, y en las primeras horas de su mañana.
Pero antes de partir los valientes que en aquellas cinco carabelas iban á realizar tan peligroso y memorable viaje, asistieron á una ceremonia religiosa que, por ser quizá de pocos conocida, vamos á relatarla conforme á los datos que hemos conseguido adquirir.
El día 6 de Agosto una multitud inmensa rodeaba el convento de Santa María de la Victoria, situado en Triana, donde poco antes se habían establecido los frailes de la orden de San Francisco de Paula. La iglesia se veía llena de gran número de fieles, y por todas partes se notaba que alguna importante ceremonia iba á tener lugar en ella.
Y así era en efecto: después de una solemne misa, el Asistente de la ciudad iba á hacer entrega á Hernando de Magallanes del pendón de S. M. que llevaría consigo en la arriesgada empresa, cuyos preparativos estaban del todo terminados.
Serían las nueve de la mañana cuando el navegante portugués llegó al templo, seguido de los capitanes, oficiales y demás gente de tropa que se había reunido, y algunos momentos después entró el grave asistente D. Sancho Martínez de Leiva, acompañado de los señores del Cabildo, en unión de los cuales colocóse en un lugar preferente que cerca del altar mayor se le tenía dispuesto. Acto seguido subieron los sacerdotes las gradas del ara y comenzó la misa cantada, que escuchó el numeroso concurso de fieles con la devoción y respeto de aquellos tiempos.
Hermoso golpe de vista el que la iglesia presentaba. Magallanes y sus compañeros, vestidos con ricos trajes militares y armados de todas armas, se hallaban sentados en largas tribunas á la izquierda de la Epístola; frente los caballeros y nobles señores del Cabildo; ante el altar, lleno de luces y de flores, los sacerdotes con sus ricas capas de tisú y primorosos bordados de oro; en el resto del templo la multitud apiñada, que guardaba profundo silencio; en el coro los regulares, que entonaban por lo bajo sus eternos rezos; y para embellecer aquel cuadro, los rayos del sol de estío, que, penetrando por las pintadas vidrieras, iban á deshacerse en los dorados retablos ó en el rojo terciopelo que cubría los muros.
Concluida la misa, levantóse el Asistente, y con toda la seriedad del caso puso en manos del navegante portugués el pendón real. Magallanes entonces avanzó algunos pasos hasta colocarse en lugar donde todos pudieran verle, y una vez allí, desnudó su acero, y mostrando el pendón, pronunció con palabras claras y reposado tono el juramento de fidelidad al Monarca á nombre de quien había de tomar posesión de las tierras que en el viaje descubriera.
Acto seguido, escribe un historiador que «por su orden de categorías en la armada prestaron juramento á Magallanes los capitanes y oficiales que á partir se disponían, ofreciéndole además, bajo el propio empeño, de seguir los rumbos y derrotas que el Capitán general les mandase, obedeciéndole en todo como si al mismo Rey en persona sirviesen.»
Largo rato duró aquella escena, y cuando fué concluída, con igual parsimonia que había entrado salió el Asistente Leiva, seguido del Cabildo, y el navegante con sus soldados, que eran objeto de gran curiosidad por parte de los vecinos de Triana, quienes apenas podían comprender la magnitud de aquella expedición que estaba preparada.
Según dijimos más arriba, los cinco barcos se dieron á la vela el día 10 de Agosto de 1519; el estrecho fué descubierto por Magallanes á mediados de 1520, y el 27 de Abril del siguiente año falleció el ilustre hijo de Villa de Sabrosa en un reñido combate que con los indios sostuvo.
El 27 de Setiembre de 1522 regresaron á Sanlúcar las carabelas, mandadas por Sebastián del Cano, y se dice, aunque lo tenemos por verdad muy dudosa, que una de estas naves permaneció casi destrozada en el muelle de los Remedios hasta los comienzos del pasado siglo.
«Densa niebla cubre el cielo, y de espíritus se puebla vagarosos...»
ESPRONCEDA.
Entre la multitud de leyendas, cuentos y tradiciones que han llegado hasta nuestros días acerca de las calles y edificios más ó menos notables de la capital de Andalucía, hay algunas casi ignoradas de la mayor parte de las gentes, y las cuales conviene dar á luz, á fin de que no se olviden del todo ni por completo se pierdan; que cuando algún curioso las saca de nuevo á plaza ataviadas con apropiado ropaje, seguramente son del agrado del público.
Tal ocurre quizá con el suceso que vamos á relatar en las presentes líneas, que bien pudiera servir de asunto para una novela si cayese en manos de quien, con alguna fantasía y conocimiento de la época en que tuvo lugar, supiera aderezarlo y ofrecerlo como merece.
Larga es la fecha en que ocurrió el caso; mas no por esto debe dudarse de él, pues existen autores que con toda formalidad lo relatan como verídico, y hasta hace próximamente medio siglo se conservó en la calle del Caño, situada en la collación de Santa Lucía, la casa donde vivió el principal personaje de este hecho.
Gobernaba España la católica majestad de don Felipe II, y á principios de 1566 habitaba una modesta finca de la citada calle Caño cierta mujer pobre y anciana, viuda de un soldado muerto en Portugal, que tenía una hija, á lo sumo de catorce primaveras, de tan lindo rostro y singular donaire, que á pesar de su pobreza era objeto de ciertas preferencias por parte de los vecinos, y solicitada por más de un amador, codicioso de los favores de tan bella criatura.
Conociendo esto la vieja, ejercía de continuo gran vigilancia sobre su pimpollo; que si al morir el soldado no dejó un escudo, dejó en cambio á su esposa un buen concepto del honor, para que éste no se empañase ni perdiera.
Difícil nos sería describir las perfecciones de la joven, que se llamaba Costanza, pues la tradición sólo dice que era hermosa, y añade que también era muy recatada y honesta, y que cuantos mozos le hacían cerco se veían obligados á renunciar á sus pretensiones.
Hubo uno, sin embargo, que supo proceder con más habilidad y maña, y haciéndose oir de Costanza, requirióla de amores con tanta fortuna, que la incauta niña tomóle singular afición y dió en celebrar con él nocturnas y solitarias entrevistas, que cuando la madre dormía se llevaron á cabo.
Pasaron así algunos meses, y cuando más felices parecían los novios, la honesta y recatada doncella, que tan prendada había estado, tomó de pronto invencible antipatía á su galán, y decidió romper con él á todo trance.
El mozo, que debía estar ya entonces muy enamorado, y que seguramente era poco conocedor de las veleidades y mudanzas del sexo femenino, hizo cuanto pudo por volver á atraerse el cariño de Costanza, pero todo resultó inútil; y harto de aguantar desdenes, convencido de que nada podía conseguir, desistió de sus proyectos con gran pesar y profunda pena.
Tan á pechos tomó el hombre aquella mala acción, que viniéronle terribles melancolías y esquivó el trato de las gentes, desapareciendo por fin de Sevilla sin que se supiera á dónde había marchado.
Costanza, que tan honesta y recatada fué siempre, según la tradición, sintió bien poca cosa la ausencia del amante, y apenas habían pasado algunos meses admitió el cariño que otro le ofrecía, guiado de intenciones no muy sanas y laudables.
Un amigo del desdeñado amador dijo que éste había muerto entonces; y aunque Costanza lo supo, ni se apenó por ello ni mostró sentimiento alguno, distraída como estaba con su nuevo galán.
Poco después de haber empezado la niña sus nuevas relaciones comenzó á susurrarse entre los vecinos de la collación de Santa Lucía que por la calle del Caño y sus alrededores había aparecido un fantasma de los que en aquella época eran tan frecuentes; pero algunos vecinos que parecían estar mejor informados aseguraron que se trataba de un alma en pena que venía á este mundo para arreglar algún asuntillo que dejó pendiente.
Hiciéronse cruces al conocer la noticia, y más se asombraron los ignorantes cuando supieron que desde la media noche hasta la hora del alba en la calle Caño oíanse de tiempo en tiempo lamentos ininteligibles, arrastres de cadenas y otros cuantos sonidos que demostraban la presencia del alma en pena.
Cuando esto llegó á oído de la madre de Costanza no fué la última en amedrentarse, cuidando mucho de cerrar por las noches las puertas de su casa con llaves, cerrojos y trancas, y rezar, á más del Rosario, antes de acostarse otras muchas oraciones propias para alejar las almas en pena que vienen á molestar el sueño del vecindario.
Crecía entre tanto el pavor á medida que trascurrían las noches, y así pasaron algunos meses, al cabo de los cuales una mañana los transeuntes y los habitantes de la calle del Caño se veían formando grupo frente á la casa de Costanza y entretenidos en sabrosos diálogos.
Avisóse á la justicia y se presentaron los alguaciles, que penetraron en el edificio, encontrando á la vieja dando lastimeros gritos y llorando á lágrima viva como suele decirse.
Interrogada por los golillas, manifestó que su hija había desaparecido sin saber por dónde, y que no había dejado huella alguna en su escapatoria...
Pasado algún tiempo se supo, no sabemos por quién, que Costanza había sido arrebatada de su casa por el alma en pena, y que ésta no era otra que la de su desdeñado amador.
«Anhelaba el Cabildo ofrecer al poderoso Monarca de ambos mundos una obra digna de su grandeza, y para alcanzarlo pensó abrir una especie de liza entre los más célebres artistas de aquel tiempo.»
J. Amador de los Ríos.
Entre las muchas bellezas dignas de ser admiradas que encuentra el que visita la Catedral de Sevilla, llama notablemente su atención la Capilla de los Reyes, cuyos planos fueron debidos al maestro Martín Gainza, dando comienzo su construcción en 1550.
Veinticinco años duraron los trabajos de esta suntuosa Capilla, en la que siguieron los arquitectos Fernán Ruiz y Pedro Díaz Palacios, y que fué terminada en 1575 por Juan de Maeda, que ejecutó algunas obras de importancia en los templos de nuestra capital.
Pertenece su arquitectura al estilo greco-romano; tiene, en opinión de los inteligentes críticos, poca elegancia, demasiados adornos, y está dividida en siete espacios por ocho pilastras con capiteles esmeradamente acabados.
En el centro de esta Capilla suntuosa, y sobre una elevada gradería, se encuentra el altar, obra de Luis Ortiz, donde está colocada una escultura de madera, de autor desconocido, que representa á la Virgen con el Niño sobre la falda, el cual está vestido con traje del siglo pasado: esto es, casaca, pantalón corto y medias de seda.
La imagen, que por su carácter parece del siglo XIII, según los historiadores, fué regalada al monarca Fernando III por su primo el rey de Francia Luis IX, y acerca de ella corren las más curiosas tradiciones.
Está la imagen sentada en rico sillón, que ostenta primorosas labores y adornos de plata: sale en procesión todos los años el día 15 de Agosto, recorriendo las calles que rodean á la Catedral, y tienen los vecinos de Sevilla gran devoción por ella.
Al pié del ara donde está la Virgen existe la rica urna de plata que guarda desde 1729 los restos de D. Fernando III, primer rey de Castilla y Aragón y conquistador de Andalucía, que falleció en esta ciudad el día 30 de Mayo de 1252, y á quien el papa Clemente X declaró santo en 1671, celebrándose con tal motivo suntuosas fiestas en Sevilla, describiendo las cuales hemos leído varias curiosísimas relaciones escritas en aquella época.
Bajo las magníficas bóvedas de la capilla de los Reyes duermen el sueño eterno D. Alfonso el Sabio, muerto en 1284, á los treinta y dos años de su reinado; D. Pedro I, el Justiciero, monarca cantado tantas veces por los poetas, y cuyos huesos se trasladaron desde Madrid en 1877; su legítima esposa D.ª María Padilla, que al ocurrir su muerte en 1354 fué sepultada en el monasterio de Santa Clara de Astudillo; D.ª Beatriz, primera mujer de D. Fernando, y los infantes D. Pedro, D. Fadrique, D. Juan y D. Alonso.
Un personaje ilustre en la historia moderna de España descansa allí también junto á los reyes y príncipes: el sabio Conde de Floridablanca, Ministro de Carlos III y Presidente de la Junta Suprema de Gobierno cuando invadieron las tropas francesas nuestro territorio. Floridablanca murió el día 30 de Diciembre de 1808, celebrándose sus exequias con todos los honores que correspondían al elevado cargo que entonces desempeñaba.
La reja de la capilla de los Reyes es una verdadera obra de arte, concluída en 1775, cuya descripción sería por demás prolija: sus columnas, sus complicadas labores y las figuras de gran tamaño colocadas en su remate son dignas del mayor elogio.
En la Capilla se conservan multitud de joyas históricas de alto precio, entre las que no dejaremos de citar en estos breves apuntes la bandera y una espada de D. Fernando III, la magnífica corona regalada por D.ª Beatriz y los riquísimos trajes bordados de oro y pedrería que viste la antigua imagen de la Virgen de los Reyes.
El día de S. Clemente, aniversario de la conquista de Sevilla, y el 30 de Mayo, se descubre la urna donde yace el rey Fernando III, pudiendo ver el público tras aquellos cristales los restos del poderoso monarca victorioso en tantas batallas y terror de las huestes agarenas.
La capilla de los Reyes ha sido visitada por cuantos monarcas han venido á Sevilla, y en ella se da continuo y muy esplendoroso culto.
«Sitios peligrosos eran aquéllos, donde no era fácil llegar sin exposición de graves riesgos.»
L. M.
En uno de los puntos hoy de más tránsito de la capital existió hasta la tercera década del presente siglo un famoso barrio, llamado de la Morería porque es fama que al ser reconquistada Sevilla por D. Fernando III en él se juntaron las familias moras que quedaron viviendo en la ciudad.
Este barrio estaba formado por un laberinto de encrucijadas y callejuelas de feísimas y miserables casuchas, bajo cuyos techos se albergaban gentes de reputaciones dudosas y de las más extrañas cataduras.
Allí se escondían las echadoras de cartas, las viejas que confeccionaban filtros y bebedizos, los valentones que siempre tenían cuentas pendientes con la justicia, y todos esos tipos que tan admirablemente retrató la pluma del gran Cervantes al ocuparse del antiguo pueblo bajo de Sevilla.
Ninguna persona de mediana posición se determinaba á pasar por las calles de dicho barrio sin estar expuesta á sufrir más de un percance, pues los moradores de aquellos tugurios tenían formada una especie de asociación tenebrosa, que se asemejaba algo á la célebre Corte de los Milagros.
De noche las calles de la Morería presentaban un sombrío aspecto; y cuando alguna vez la ronda cruzaba en silencio por aquellos lugares, se veía sorprendida á lo mejor por una lluvia de piedras que, sin saber de dónde venían, obligaban á los corchetes á ponerse en precipitada fuga.
Para que todo contribuyera á hacer inexpugnable aquel barrio, se levantaban á su alrededor los espaciosos conventos del Buen Suceso y los Descalzos, la iglesia de San Pedro y la primitiva Fábrica de Tabacos, que fué construída en el siglo XVI.
Estos amplios edificios, con sus altos paredones y su macizo aspecto, parecían defender la Morería, donde nunca fué posible hacer cumplir las ordenanzas municipales, y donde los habitantes vivían en una salvaje independencia.
Muchas eran las tabernas que en el barrio de que nos ocupamos existían, y no eran menos los garitos y casas non sanctas donde Celestinas, Aspasias y Proserpinas se entregaban con entera libertad á sus execrables comercios.
El Ayuntamiento dió en distintas épocas varias órdenes á fin de que se hicieran algunas requisas por la Morería con frecuencia; pero estas órdenes no pudieron cumplirse á causa del riesgo que corrían cuantos eran enviados á aquella visita de inspección.
Todos los mendigos, todos los discípulos de Caco, todos los vagos de la peor calaña que durante el día vagaban desperdigados por Sevilla, iban á recogerse al oscurecer en los antros de la Morería, donde se consideraban seguros de no caer en manos de la justicia.
Á principios de siglo tenían allí su albergue los servidores de José María y del Rubio Espera, los espías de los Niños de Écija y los secuaces del Pájaro Verde, que tan sangrientos crímenes cometieron en los campos andaluces.
Por entonces el edificio de la antigua Fábrica de Tabacos fué destinado á cuartel de infantería, y esto dió origen á no pocas colisiones y alborotos entre los soldados y los paisanos en la triste época del gobierno absoluto.
Concluiremos estos apuntes sobre la Morería diciendo que hacia el año 1840 se desalojaron las casas de aquel inmundo barrio, comenzando el derribo de todas ellas y construyéndose años más tarde en aquel lugar el paseo de Argüelles, uno de los más concurridos y animados de Sevilla.
«Muriendo está Torrijiano, muriendo está en su prisión por el hambre, que es la pena que se ha impuesto en su furor.»
Cano y Cueto.
El hecho de que vamos á ocuparnos ha llegado hasta nosotros descrito con ligeras variantes, aunque igual en el fondo, y para relatarlo hemos de procurar seguir la relación que corre como más auténtica.
Á principios del siglo XVI vivía en Sevilla, y en una modesta casa situada en la Resolana del barrio de la Macarena, el insigne escultor florentino Pedro Torrijiano, que tan perfectas y acabadas obras dejó en varios templos de nuestra capital.
Fué Torrijiano un distinguido discípulo del maestro Lorenzo de Médicis, y estando en el taller de éste con otros compañeros tuvo su famosa riña con Miguel Ángel, á quien de un golpe rompió parte de la ternilla de la nariz, dejando, para mientras viviese, señalado al autor del Moisés y del Juicio final.
Huyó después de aquella riña Torrijiano de Italia, pasando á Inglaterra, donde vagó muchos años sin residencia fija y sufriendo no pocos disgustos y sinsabores, pues parece que el carácter del artista florentino era por demás violento, exagerado y nada simpático.
Á España llegó Torrijiano más tarde, atraído por las bellezas del suelo y por los elogios que de nuestra cultura intelectual de entonces había oído hacer, recorriendo algunas provincias y fijando su residencia en Granada, población entonces donde se encontraba lo más florido de la nobleza castellana.
Hizo Torrijiano algunas hermosas esculturas para los conventos que entonces se edificaban en la ciudad del Darro, y cuando su fama se iba extendiendo por aquel punto una agria disputa que, por motivos que ignoramos, tuvo con algunos señores de alta categoría le obligó á cerrar su taller y á salir precipitadamente de aquella hermosa ciudad tan cantada por las liras de nuestros poetas.
Entonces vino Torrijiano á Sevilla, ejecutando al poco tiempo de su llegada obras tan notables como los bajo-relieves de la portada del Hospital de las Cinco Llagas, según dice un autor, y el San Jerónimo para el convento de Buenavista.
Algún tiempo después el poderoso Duque de Arcos encargó al florentino una escultura de barro que representase á la Virgen con el Niño Jesús en los brazos, escultura que había de ser colocada en el magnífico oratorio que en su palacio tenía el Duque.
Cuando la estatua fué concluída envió el linajudo noble á sus criados á casa de Torrijiano para que la recogiesen y al mismo tiempo entregaran al autor el precio de su trabajo en varios talegos de maravedises.
Al ver Torrijiano la forma en que se le hacía el pago de la obra, despertóse de súbito su cólera, deshaciéndose en denuestos contra el Duque, y llegó á tanto su enojo y su indignación, que allí mismo cogió la estatua, y arrojándola con violencia al suelo, la hizo trozos, diciendo á los criados del poderoso magnate que, pues recibía el dinero en tan pequeñas monedas, recibiese él también la estatua en pequeñas fracciones.
Este hecho produjo gran escándalo en Sevilla y alborotó á la gente devota, que lo calificó de terrible sacrilegio, haciendo que el Duque se querellase al tribunal de la Inquisición, el cual prendió á Torrijiano, acusándole de impío y hereje consumado.
Encerrado en una mazmorra del castillo de Triana pasó el escultor insigne muchos meses, falleciendo por último en el año de 1522 entre horribles torturas, pues se negó á comer el más corto alimento durante bastante número de días.
«Mientras la infelice muere diz que el viento repetía: Mal haya quien en promesas de hombre fia.»
(Trova antigua.)
Pocos tal vez al leer el título de estas líneas sabrán á qué calle nos referimos y dónde se encuentra situada una vía con nombre tan poco simpático.
Á fin de aclarar sus dudas, si es que las hay, diremos que el nombre de calle del Diablo corresponde á la que después llevó el de San Antonio y se encuentra en la parroquia de San Bartolomé.
Diósele el nombre de San Antonio porque en la fachada de una de sus casas existió hasta 1840, próximamente, un nicho en el que se veía una estatuita de barro representando al fraile penitente que con singular valor supo rechazar las tentaciones del demonio.
Junto á esta imagen ardían en otros tiempos dos farolillos de aceite, única luz que de noche alumbraba la vía que nos ocupa; y está probado que los piadosos vecinos de aquellos alrededores tenían gran devoción al santo, cuya colocación en aquel sitio debióse á un suceso extraordinario en el cual creían á piés juntillas nuestros abuelos, que por regla general tenían muy buenas creederas.
El caso fué el siguiente, poco más ó menos, según lo relata la tradición que hasta nosotros ha llegado. Durante los días de Carnaval del año 1548 varios jóvenes de relajada vida y de licenciosas costumbres que había en Sevilla cometieron muchos excesos y tropelías, sin que evitarlo pudieran, ni el celo de las autoridades ni el temor que entonces á todos inspiraba el tribunal de la Inquisición.
De aquellos mozos calaveras cuatro se distinguieron más que sus acompañantes por las locuras de sus actos y por el singular escándalo que promovieron.
No contentos de sus fechorías, después de haber alborotado grandemente por las calles, herido á tres sujetos, insultado á muchos y saqueado un bodegón, la noche del martes de Carnaval, cuando pasaban medio ebrios por el convento de Madre de Dios, hallaron á un viejo que acompañado de una joven venía, y les entraron ganas de darles una pesada broma.
Uno de los calaveras, sin andarse con más palabras, acercóse con resolución á la muchacha, y con gran presteza dióle un fuerte tirón del manto y estampó en sus mejillas un impuro y ruidoso beso.
Lleno de ira el anciano, iba á castigar el atrevimiento del mozo, cuando los otros le sujetaron por la espalda y, envolviéndole la cabeza en la capa que traía, lo arrastraron al callejón próximo, mientras la joven caía desmayada y era recogida por el calavera que le dió el beso.
Tétrico, oscuro y estrecho el callejón donde metieron al anciano, ofrecía el aspecto más á propósito para que en él se cometieran actos que la luz clara alumbra pocas veces. En brazos del galán llegó allí también la joven, cuyo rostro pálido por el desmayo excitó los deseos del calavera y púsole en situación harto difícil.
Rugía amarrado el viejo, á quien habían tendido en el suelo para que no pudiera defenderse, y en tanto aquellos perdidos rodearon á la muchacha, haciendo todos muchos elogios de su belleza y encantos, que pudieron apreciar merced á un débil rayo de luna que hasta el centro de la callejuela se deslizaba.
Varios de los mozos quisieron besar á la joven, pero vieron con sorpresa que el que primero lo había hecho opúsose á ello y con tono serio y enérgico díjoles que no consentiría que ninguno la tocase.
Surgió de aquí una disputa, que se fué agriando por momentos; cruzáronse palabras duras é insultos de ambas partes, salieron á relucir los aceros, y no tardó en empezar una reñida pelea, en la que el galán defensor de la beldad llevaba la peor parte, puesto que todos á él dirigían sus armas. Habilísimo sin duda era éste, cuando en pocos momentos logró, no sólo defenderse, sino herir á dos de los que le combatían, y desarmó al tercero, que dejó el campo y huyó de manera no muy airosa.
Cuando el mancebo se quedó solo con la dama sintió un rumor extraño cerca de él, y vió entre las sombras una figura siniestra que blandía en la mano un acero y se disponía á acometerle.
Los ojos del desconocido brillaban con luz fosforescente y en su rostro se dibujaba una mueca espantosa. El joven y la sombra entablaron una porfiada riña, en la que el primero fué herido de mortal estocada.
Al siguiente día fueron encontrados en la calleja el cuerpo de la muchacha y el de su padre, que presentaban profundas heridas. El del galán no pareció por parte alguna, y se cuenta que el diablo lo llevó consigo, y que éste no era otro que el desconocido que se le apareció en tan fea traza.
Para conmemorar este hecho, y espantar á Luzbel si en alguna ocasión le daban ganas de volver por allí, se colocó en la calleja la imagen de san Antonio que mencionamos más arriba.
«Aquí yace sin vida el cuerpo frío de Malara, que, roto el mortal nudo donde á Vandalia riega el grande río, voló al Cielo su espíritu desnudo.» HERRERA.
Lugar preferente ocupa en la larga lista de ilustres varones que florecieron en Sevilla durante el siglo XVI el sabio humanista D. Juan de Malara, cuyas numerosas obras han merecido el mayor elogio de la verdadera crítica desapasionada y justa, que examinando con detenimiento las producciones de cada autor, ni escatima los merecidos elogios, ni calla los defectos en que han incurrido.
Malara es una verdadera gloria de su patria, fué uno de los hombres más instruidos y sabios de su tiempo, y á él se debió en gran parte el alto grado de florecimiento á que llegaron las letras sevillanas en el siglo XVI.
Ajenos por completo á dar tinte pretensioso á estas líneas, para dedicar en ellas un recuerdo al autor de la Filosofía vulgar, nos limitaremos á trazar un breve resumen de su vida, apuntando de paso los principales trabajos en prosa y verso que legó á las futuras generaciones.
Sevilla fué la cuna del maestro Juan de Malara, y vino al mundo en 1527, ignorándose el día y mes de su nacimiento, aunque algunos autores los han señalado sin verdaderas pruebas.
La regular posición que sus padres disfrutaban hizo que Malara recibiese una instrucción bastante completa, siendo alumno del colegio de San Miguel, donde de muy antiguo existía una cátedra pública de Gramática y una escuela de primeras letras que el Cabildo Catedral á sus expensas sostenía.
Muertos los autores de su existencia, y siendo aún muy joven, se hizo Malara paje de dos señores principales á quienes unía estrecho parentesco con el Cardenal Loaísa, y estando en servicio de ellos hizo un viaje á Salamanca, de donde pasó á Alcalá de Henares, matriculándose en la famosa Universidad de este último punto, donde residió largo tiempo.
Terminados sus estudios, después de algunos años, en los cuales tuvo ocasión de tratar á muchos de los escritores más notables de entonces, volvió á Sevilla, donde fijó su residencia y donde contaba con muy buenos y leales amigos.
Una vez en nuestra ciudad, abrió Malara una clase de Gramática castellana, viéndose al poco tiempo con gran número de discípulos, que más tarde honraron al maestro y que acudieron á él atraidos por su saber é inteligencia, así como por el dulce y apacible carácter de que estaba dotado.
Casó Malara en 1564 con D.ª María Ojeda, y pasó la mayor parte de su existencia entregado á sus continuos trabajos, pero con el alma tranquila y desprovista de ambiciones locas, que tan infelices hacen á muchos hombres.
En 1568 publicó Malara su Filosofía vulgar, en la que reunió gran número de antiguos refranes, ilustrándolos muy discretamente con citas y anécdotas, que resultan en extremo curiosas y dan á conocer la vasta erudición y los profundos conocimientos que en diversas materias poseía.
Su última obra vió la luz en 1570, y lleva por título Recibimiento que hizo la ciudad de Sevilla al rey D. Felipe II (libro reimpreso en Sevilla hace pocos años): según lo que de ella escriben varios biógrafos de Malara, puede decirse que, á más de su valor histórico y de las raras noticias y detalles que contiene, es digna de apreciarse por el estilo correcto y fácil que en ella campea.
Cuando más sosegados se deslizaban los días del sabio humanista; cuando era de todos los ingenios de Sevilla atendido, y respetado por todos sus discípulos; cuando su nombre había alcanzado una verdadera popularidad, y sus numerosas obras eran leídas con la mayor avidez, la muerte vino á destruir aquel poderoso ingenio, que falleció en 1571 á la edad de cuarenta y cuatro años.
Algunas de las obras que dejó escritas Malara se han perdido, tales como sus tragedias, citadas por Juan de la Cueva, y algunas traducciones latinas de varios fragmentos de la Iliada.
Cuatro poemas compuso el docto humanista, titulados: Hércules, La Psiché, La muerte de Orfeo y el Martirio de las Santas Justa y Rufina; mas no fueron estos trabajos los que han hecho célebre ya su nombre, pues en opinión de los críticos Malara no fué versificador de gran lozanía ni de potente y variada inspiración.
Falleció el ilustre literato cuando las letras sevillanas llegaban á su mayor apogeo, y sus discípulos le lloraron, conservando vivo en sus corazones el recuerdo del maestro y las saludables enseñanzas que de él habían recibido.
«...Que se labre otra Iglesia, tal é tan buena, que no haya otra su igual...»
(Acta del Cabildo de 8 de Julio de 1401.)
Los interesantes detalles que hemos encontrado respecto á la ceremonia que se verificó al colocar la última piedra de nuestra hermosa Basílica nos han de servir de asunto para llenar esta página; pero antes diremos algo sobre la construcción del templo admiración de propios, envidia de extraños, y cuyo actual estado es bien lamentable.
Según las noticias más verídicas, la primera misa celebrada en la Catedral, cuando aún tenía la forma de mezquita, se verificó el 22 de Diciembre de 1248, asistiendo á ella el conquistador Fernando III y todos los nobles personajes que le acompañaron en el cerco de la ciudad.
En el siguiente año comenzaron á construirse las capillas, siguiendo estas obras lentamente, hasta que, medio siglo después, como quiera que se notaran en el edificio señales bien claras de próxima ruina, el Cabildo acordó destruir la mezquita y edificar de nueva planta una basílica que causase asombro á cuantos la vieran. Dieron principio los trabajos de derribar la antigua fábrica de los árabes, y en 1403, según hemos visto escrito, se colocó la primera piedra del monumento que tantas riquezas atesora, poniéndose la última á los ciento tres años, ó sea en 10 de Octubre de 1506.
Día solemne fué éste para Sevilla, y sentimos mucho que las noticias de que disponemos no sean tan amplias como fueran nuestros deseos. El templo remataba entonces en un elevado cimborrio, que descansaba en los cuatro pilares del crucero, y allí colocóse la última piedra por el deán D. Fernando de la Torre, con el Duque de Medina-Sidonia y don Fadrique Enríquez.
En derredor del cimborrio se habían construído amplios andamiajes, y allí subieron todos los canónigos, el Asistente y otras autoridades civiles, y gran número de personas de la nobleza sevillana, á las cuales seguía infinidad de acólitos, pajes y músicos.
Á las doce quedó la piedra en el lugar que le correspondía, y acto seguido cantóse por cuantos allí estaban un solemne Te-Deum con la fe y entusiasmo religioso de aquellos tiempos. Y en verdad que el acto que acababa de realizarse era para llenar de alegría á todos los amantes de la patria. La obra de tantos años estaba concluída; el deseo de varias generaciones se veía al fin realizado; y si desde aquel día la Religión católica contaba con un suntuoso templo para rendir culto á su Dios, el Arte contaba también desde entonces con una maravilla para rendir admiración al genio del hombre.
Después del Te-Deum bajó la comitiva á la iglesia, donde había quedado el Arzobispo Deza, que por sus años no pudo subir al cimborrio, y pasando á la capilla de la Antigua, que se encontraba adornada con ricas telas y flores é iluminada con gran número de cirios y lámparas de plata, se dió principio á una misa cantada por el Arzobispo, que duró hasta el mediodía.
El pueblo de Sevilla presenció con el mayor júbilo la terminación de su Catedral, y aunque estaban preparados para aquel día fiestas y regocijos, éstos no llegaron á verificarse á causa de encontrarse de luto la nación por la muerte de Felipe I el Hermoso, que había fallecido en Burgos el 25 de Setiembre del mismo año 1506.
Hasta el siguiente no se abrió á los fieles el templo, celebrándose entonces otras funciones religiosas, acerca de las cuales existen particulares muy curiosos.
Como no es nuestro propósito hacer que este breve apunte resulte una descripción de la hermosa Basílica, terminaremos recomendando al lector cualquiera de los muchos trabajos que por hombres eminentes se han hecho sobre el famoso templo, y ¡ojalá éste sea terminado de nuevo antes que desaparezca la actual generación!
«Ese es ¡oh Dios! el sonoroso acento con que canta triunfal sublime Herrera.»
El Duque de Frías.
Más que difícil, imposible es dar en estos breves apuntes un extracto de la vida y un juicio de las obras del insigne poeta fundador de la Escuela Sevillana, Fernando de Herrera, á quien sus contemporáneos llamaron el Divino, nombre que, según el gran Quintana, nadie mereció con más justicia que él.
Nuestra ciudad tuvo la honra de ser cuna de tan esclarecido ingenio, y según los datos más autorizados vino al mundo en 1534, siendo sus padres de posición harto modesta.
Dedicóse Herrera á los estudios de Teología, ordenándose de sacerdote cuando se encontraba en todo el apogeo de su lozana juventud. Disfrutó más tarde de un beneficio en la parroquia de San Andrés, y nunca quiso abandonar el estado humilde en que vivía, aunque sus muchos y buenos amigos hicieron, como dice Pacheco, «por acrecentalle en dignidad y hacienda.»
Murió Herrera en la capital de Andalucía el año 1597, y con él murió el poeta más notable de la Escuela Sevillana, que tanto esplendor y honra dió á las letras patrias.
Los versos de Herrera encantan al lector y conmueven las fibras más delicadas del sentimiento, sobre todo los que van dedicados á aquella Eliodora, por quien sintió una pasión tan honda, tan verdadera y tan constante, que torturó siempre su alma sedienta de ternuras, y le hizo gustar entre muchas amarguras esos supremos placeres que sólo están reservados á los que aman como debe amarse en la tierra.
Fué aquella mujer tan ciegamente idolatrada por el poeta, según las más autorizadas noticias, la nobilísima señora D.ª Leonor de Milán, Condesa de Gelves, cuyo esposo, gran aficionado y protector de las bellas letras, sostuvo no poca amistad con Herrera, á quien dió por algún tiempo entrada en su casa, distinguiéndole con marcadas deferencias.
Todas estas circunstancias, que hacían imposible que la pasión del vate sevillano fuese satisfecha, la acrecentaron más y más, haciendo que dominara todos sus sentimientos y fuese el constante martirio de su corazón.
La poesía más hermosa de Herrera, la que siempre es leída con deleite, y la que bastaría sólo á inmortalizar su nombre, fué la que compuso cuando murió la Condesa algunos años después, joven aún y adornada de todas sus poderosas gracias y atractivos.
El dolor, la pena y la más desconsolada amargura se desbordaron entonces en el corazón del vate y le dictaron aquellas estrofas, que no pueden ser leídas sin sentir tanta admiración como melancolía.
¿Quién no se conmueve con las palabras del enamorado, cuando escribe esto?
De esta composición dice Fernandez-Espino que es «la más tierna, sincera y apasionada de cuantas existen en castellano»; y bien quisiéramos reproducirla entera aquí, para que nuestros lectores saboreasen otra vez las inimitables bellezas que encierra.
Gran mérito tiene la elegía dedicada á su amigo Juan de Malara, y no son ménos notables las odas á D. Juan de Austria y á la derrota del rey D. Sebastián en África.
Herrera fué hombre que poseía gran erudición y atesoraba muchos y diversos conocimientos en todos los ramos del saber. Enriqueció la lengua, aumentándole giros, epítetos y frases; cultivó la prosa en obras tan celebradas como la Guerra de Chipre, la Vida de Tomás Moro y las Anotaciones sobre Garcilaso, y entre los muchos trabajos suyos que se han perdido figuraba una Historia general del mundo, hasta la edad del emperador Carlos V, que terminó en 1590, y que por desgracia no llegó á imprimirse.
El retrato más auténtico de Herrera es el que dibujó su íntimo amigo Pacheco en su célebre colección de varones ilustres, y por el cual están sacados los que existen en algunas bibliotecas y museos.
El nombre de Fernando de Herrera ha llegado hasta nosotros rodeado de esa aureola que envuelve á los genios, y será siempre admirado donde exista un amante de las letras; pero Sevilla, á quien tanta honra dió, aún no ha erigido á su memoria ni el más pequeño monumento ni la más modesta lápida.
«Seres fantásticos que por las noches amedrentan al triste desvelado, y desaparecen con los primeros albores del nuevo día...»
Fernández Y González.
La calle Abades es de las más antiguas de nuestra ciudad, y en algunas de sus casas se encuentran unos profundos subterráneos, acerca de los cuales han escrito muy curiosas noticias Argote de Molina, Rodrigo Caro, González de León, Benavides y otros historiadores de Sevilla.
Tanta es la extensión de estos subterráneos, que algunas de sus ramificaciones, según dicen, se extienden á la calle Borceguinería y forman un complicado laberinto que es imposible conocer y estudiar con detenimiento.
Cuantos trabajos se han hecho á fin de reconocer aquellos lugares han dado escaso resultado; pues, sobre ser sumamente difícil penetrar en ellos, apenas si se puede permanecer allí por la atmósfera que se respira, por el frío, y por la infinidad de murciélagos que, al decir de un autor, vagan entre las oscuridades.
Según la opinión más recibida los tales subterráneos fueron descubiertos casualmente, estando practicándose unas obras en la casa del canónigo D. Juan de Falce en el año 1298; y aunque se ignora el en que se construyeran, se cree que los árabes los utilizaban para establecer la Escuela de mágia diabólica.
Desde tan remota fecha son conocidos aquellos antros, y el vulgo, siempre crédulo é inclinado á aumentar y dar tinte fantástico á las cosas, ha fraguado multitud de cuentos y leyendas sobre ellos.
Entre los muchos que suelen contarse ha llegado á nuestra noticia un suceso que, por tener algo de verdad en su fondo y ser poco conocido, lo creemos digno de figurar entre esta colección de apuntes.
En las habitaciones bajas de algunos edificios de calle Abades existen todavía unas pequeñas puertas (hoy tapiadas) que conducen por estrechas escalerillas á los misteriosos subterráneos, mirados siempre con miedo por las personas ignorantes y supersticiosas.
Cierta casa que tenía su puerta y escalerilla en el rincón de una galería que daba al patio era habitada hacia los años de 1695 por un caballero burgalés, hombre rico, soltero y de buena presencia, que vivía con las mayores comodidades y servido por un solo criado, viejo y no muy avisado.
Este señor contaba con muy buenas relaciones en Sevilla, y, libre como era, gustaba de correr aventuras galantes, cuidando sin embargo de no dar ejemplo escandaloso ni lugar á que su nombre sirviese de pasto como el de otros á las hablillas y murmuraciones de los ociosos desocupados.
Solía recogerse tarde á su domicilio nuestro caballero burgalés, y, provisto de una llave, abría la puerta y penetraba en sus habitaciones, donde no tardaba en rendirse al sueño.
Una tranquila y calurosa noche de estío hubo de recogerse más temprano que de costumbre, y como por ser verano su dormitorio estaba en una sala baja próxima al patio, para llegar á él tuvo que pasar muy cerca de la puerta que al subterráneo daba, y que creyó verla sin alteración alguna.
Entróse luego el caballero en su lecho y quedó profundamente dormido, pensando quizá en sus pasadas aventuras ó en las que tenía proyectadas, y no bien había trascurrido media hora, cuando un ruido singular y extraño le hizo volver á la realidad y abrir los ojos.
Escuchó con atención, y entonces oyó claramente rumores intensos bajo el piso de su habitación y algunos golpes secos, desiguales y prolongados.
No era el burgalés hombre que se amedrentaba con niñerías; y ya iba á saltar del lecho para coger su espada, cuando por una ventana de la habitación, que se encontraba abierta, vió, merced á la luz de la luna, pasar una sombra, á la que siguieron otras y otras, que le parecieron de gigantesca altura y raro porte.
Pruebas suficientes había dado el caballero durante su vida de no ser cobarde; pero la aparición de aquellas sombras turbó su espíritu, quitóle toda energía y le hizo temblar de pavor.
Quiso bajar de la cama y no pudo, quiso gritar y la voz se ahogó en su garganta; subiendo de punto el terror al notar que los fantasmas entraban en el dormitorio y se agrupaban en un rincón murmurando algunas palabras ininteligibles.
Así pasaron algunos momentos, momentos terribles de agitación y zozobra para el rico caballero, que se creía cercado de asesinos ó de almas de otro mundo que venían á llevarlo sabe Dios á dónde.
El caballero hizo un esfuerzo supremo para dominar su espanto, y con voz que procuró serenar dijo:—¿Quién sois? ¿qué queréis?
Pero no bien había pronunciado estas palabras, las sombras salieron precipitadas de la habitación y caminaron hacia el patio, produciendo un ruido sordo y desigual.
Rápido salió el burgalés de su estancia tras los fantasmas, que creyó ver saltando por el patio y dirigirse luego hacia la galería donde la puertecilla del misterioso subterráneo estaba. Persiguiólos el caballero, ¡y cuál no sería su sorpresa al notar que el subterráneo estaba iluminado por dentro con una luz roja é intensa!...
El burgalés, presa de un terror profundo, no pudo seguir adelante, y cayó en tierra sin sentido y aterrado...
Allí lo encontró por la mañana el viejo criado que le servía, y súpose más tarde el origen de aquellas apariciones que turbaron su tranquilo sueño, y que no era otro que el siguiente, bien prosáico á la verdad: el subterráneo de la casa se comunicaba con un edificio próximo, y varios habitantes de él decidieron una noche llevar á cabo una excursión por las misteriosas bóvedas, viniendo á salir sin darse cuenta á la casa del caballero, dando lugar á la escena que acabamos de narrar.
«Las cosas que hizo este ilustre varón viven por mi diligencia; porque siempre que le visitaba escribía algo de lo que tenía guardado en el tesoro de su prodigiosa memoria.»
F. Pacheco.
Con el nombre de Alcázares existe una calle en Sevilla, llamada en lo antiguo Ancha de San Pedro, la cual es en su mayor parte recta, alegre y con buenos y cómodos edificios.
En esta calle existe una casa que nada de particular ofrece en su fachada, pero que es hermosa en su interior, y en ella nació en 1531 y vivió largos años el insigne poeta Baltasar de Alcázar.
La mencionada finca, ocupada hoy por la benéfica asociación de Hermanas de los pobres, perteneció desde el siglo XIV á la noble familia de Arias de Saavedra, siendo adquirida mucho tiempo después por el hidalgo D. Francisco Alcázar, que en unión de su esposa D.ª Leonor de Prado fundó un mayorazgo, que vino á disfrutar más tarde su hijo segundo D. Baltasar, gloria de las letras sevillanas.
El edificio pasó en 1790 á la propiedad del Marqués de Camponuevo, y á la muerte de éste al convento de Santa Teresa, siendo adquirido hacia la mitad del presente siglo por los señores Marqueses de San Gil.
Á pesar de las obras que en el interior de aquel local se han llevado á cabo en el transcurso de los tiempos, aún conserva un carácter marcadísimo de antigüedad, que fácilmente se echa de ver cuando se traspasan sus umbrales.
En los magníficos jardines de esta casa se conserva todavía un árbol llamado el Mirto de Alcázar, á cuya sombra es fama que se sentó á componer muchas de sus poesías el festivo autor de La cena jocosa.
Nació Alcázar, como ya dijimos, en 1531, siendo destinado por su padre al servicio de las armas, y adquiriendo fama de entendido y valeroso guerrero junto al insigne D. Álvaro de Bazán, primer Marqués de Santa Cruz, cuyos memorables hechos son orgullo de la patria.
Retirado de la milicia, y después de haberse encontrado en gloriosos combates, Alcázar volvió á Sevilla, y estableciendo aquí su residencia, contrajo matrimonio con una virtuosa dama muy elogiada por su hermosura.
Los poderosos Duques de Alcalá hicieron al poeta Alcaide Mayor de sus propiedades, dispensándole grandes favores y teniéndolo á su servicio durante cerca de veinte años.
En este largo período fué cuando Baltasar de Alcázar escribió casi todas sus composiciones, las cuales por desgracia aún no se han visto todas reunidas y coleccionadas con esmero, pues andan desparramadas en varios libros, sin que en ninguno pueda decirse que están completas.
Su poesía que más ha elogiado la crítica, y que es sin duda más popular que todas, es La cena jocosa, relación sencilla y espontánea, abundante en donaires y graciosas locuciones, que despierta el interés del lector y que puede servir como modelo de versificación natural y suelta.
La afición que Baltasar de Alcázar tuvo por las bellas letras no fué menos que la que sintió siempre por la música y la pintura; tocaba con suma habilidad varios instrumentos, y también dibujaba, animado por su excelente amigo Francisco Pacheco, quien le retrató en su célebre colección de varones ilustres.
Juan de la Cueva, Cervantes y el divino Herrera tributaron no pocos elogios á Baltasar de Alcázar, que vivió siempre muy estimado de cuantos le trataron y lleno de consideraciones por sus envidiables cualidades.
Falleció el poeta en 1606, á la edad de setenta y seis años y en la misma casa donde vió la luz, dejando gratísima memoria en sus coetáneos y un nombre brillante é ilustre en las hispanas letras.
«Corazón gastado, mofa de la mujer que corteja, y hoy, despreciándola, deja la que ayer se le rindió.»
ESPRONCEDA.
Al extremo Norte de la Alameda, y en una plaza que se llamó en lo antiguo Plaza de la Cruz del Rodeo, existe una capilla de humilde aspecto y fachada sencillísima, que se dedicó á la Virgen del Carmen, y fué levantada en memoria de un trágico suceso que vamos á recordar en estas líneas.
Los poderosos y linajudos Condes de la Torre tenían á principios del siglo XVI un hijo único, joven de apuesto continente y alegre carácter, que estaba llamado á heredar con los títulos nobilísimos de sus padres la cuantiosa fortuna que éstos poseían.
D. Per-Afán de Rivera, que así se llamaba el joven, aunque criado con toda severidad y recogimiento, cuando llegó á la mayor edad mostróse gran aficionado á correr aventuras y llevar aquella vida de peligros y diversiones que era peculiar á los calaveras de su tiempo.
No carecía de gracia y desenvoltura el hijo de los Condes de la Torre, y gozaba de cierta fama de valiente y decidor, así como de galante con el sexo bello, al cual era en extremo aficionado.
Muchas fueron sus travesuras y conquistas, muchas también sus pendencias y acaloradas disputas, y no fueron menos los relucientes escudos que derrochó en pocos años.
Á semejanza del Burlador de Sevilla, D. Per-Afán de Rivera no distinguía clases en cuestiones de faldas, y lo mismo ponía los ojos en la casta doncella que seguida de la dueña rodrigona cruzaba la calle envuelta en tupido manto, que en la desgarrada moza del partido, de andar resuelto y de traje corto y descotado.
Requirió de amores D. Per-Afán á una muchacha de posición humilde, la cual, seducida por el marcial talante y distinguido porte del galanteador, cayó en la debilidad de enamorarse de él con tanto ahinco cual si no hubiese en el mundo otro hombre de sus prendas.
Holgóse mucho el joven aristócrata de haber despertado en la incauta niña pasión tan verdadera, y le hizo mil promesas y juramentos, que, aunque no pensó cumplir, acabaron de trastornar el seso de la muchacha, que creyó de buena fe cuanto su amante le decía.
Poca paciencia tenía D. Per-Afán, y no gustaba de perder el tiempo en sus conquistas, por lo cual no dejó pasar mucho sin que la niña cayese en sus redes; y si antes le había dado su alma, dióle entonces su cuerpo, que era lindo y lleno de encantos.
Duró hasta aquel día el amor que juró sentir el hijo de los Condes; y siguiendo su sistema, abandonó pronto á la muchacha, olvidándola también por otra y otras conquistas que entonces reclamaban su atención.
Pero la doncella burlada, que era huérfana y pobre, tenía un hermano, que al enterarse por pruebas inequívocas del lance, alborotó el barrio de la Feria, y se dispuso á tomar venganza, ayudado por otros individuos que también tenían odio profundo á D. Per-Afán por motivo de sus calaveradas.
Formóse, pues, una conjuración siniestra, y durante muchos días el mujeriego aristócrata fué perseguido y acechado con la mayor insistencia.
Había éste una noche de estío asistido con varios amigos y amigas á la casa de cierto Monipodio que había en la plaza del Quemadero, y en hora avanzada salió á la calle solo, embozado en su capa y fiándolo todo, según costumbre, en su destreza en el manejo de la tizona. Pero al llegar á la Cruz del Rodeo encontró unos vecinos que estaban tomando el fresco tranquilamente, y sin motivo alguno arremetió contra ellos, insultándolos y amenazándolos de palabras y obras.
Al poco rato saliéronle al paso dos hombres encubiertos por antifaces, los cuales dieron una palmada, y al sonido de ella un grupo numeroso apareció por una callejuela, rodeando al mancebo en actitud amenazadora.
Hizo éste por arrojar la capa, y, sacando el acero, acometió á los enmascarados; pero antes que pudiera herirlos, el grupo cayó sobre él, descargándole terribles golpes y llenándolo de heridas.
Entonces uno de los encubiertos (que no era otro que el hermano de la joven burlada) sacó una daga y clavóla iracundo en el pecho de D. Per-Afán de Rivera, que exhaló al instante su último suspiro.
Cuando se divulgó por la ciudad la noticia de este trágico suceso causó honda sensación en todas las personas que conocían al infeliz, y los poderosos Condes, cuyo dolor puede imaginarse, costearon en el mismo sitio que murió su hijo la ermita dedicada á la Virgen del Carmen que existe aún en nuestros días.
Los pacíficos vecinos, á los cuales se atribuyó la muerte del joven caballero, fueron más tarde condenados á severas penas por la justicia, mientras el verdadero matador quedó en las sombras del misterio.
«Muy linda y elegante debía estar, cuando toda la nobleza sevillana concurría á ella, y sólo á ella porque no había otro paseo.»
El Duque de Rivas.
Feliz ocurrencia, sin duda, fué aquella que tuvo el buen asistente D. Francisco Zapata, Conde de Barajas, cuando por los años 1574 mandó construir la Alameda de Hércules, paseo el más antiguo de la ciudad, convirtiendo en agradable sitio de solaz y honesto esparcimiento el lugar donde antes se formaba un ancho pantano al que afluían las aguas sucias y corrompidas de toda la población.
Terminó su obra el Asistente elevando el piso, colocando asientos de piedra, fuentes elegantes, y ocho hileras de árboles que prestaban dulce y grata sombra, sirviendo al mismo tiempo para recreo de la vista y saneamiento del aire. Mas pareciéndole quizá que aún no estaba completo su trabajo, mandó trasladar allí dos soberbias columnas desenterradas de los barrios altos de la ciudad, donde se cree que existió un suntuoso templo consagrado á Hércules.
Ambas columnas, sostenidas por anchos pedestales, y sobre las que se ostentan dos estatuas, han sido descritas multitud de veces, y á ellas dedicó uno de sus más bellísimos artículos el insigne Duque de Rivas, que tanto cariño profesaba á nuestra capital, cuyas tradiciones cantó más de una vez en poesías inmortales.
Es opinión de muchos historiadores que en remotos tiempos penetraba un ramal del Guadalquivir por el lugar donde se levantó la puerta de la Barqueta, y que este ramal seguía por donde hoy existe la Alameda, atravesando la ciudad y saliendo cerca de la puerta de Jerez. No sabemos qué habrá de verdad en esto; mas sí puede asegurarse que á fines del siglo XV el lugar donde se encuentra la Alameda era un pantano, como hemos dicho, en extremo perjudicial para la salud por el total abandono en que se encontraba.
La Alameda de Hércules fué desde su fundación el paseo predilecto de los sevillanos, y á él concurrían los domingos serenos del invierno y las frescas tardes de primavera y estío las damas más lujosas, ricamente ataviadas, los caballeros más encumbrados y linajudos, los más ricos mercaderes y los jóvenes más apuestos y arrogantes.
Allí se juntaban muchas veces los doctos varones que formaban las ilustres academias de Pacheco y Malara; allí D.ª Feliciana de Enríquez y la Duquesa de Gelves concurrían en elegantes literas, rodeadas de entusiastas y aduladores mancebos; Medinilla y Per-Afán de Rivera sostuvieron reñidas batallas con Maniferros y Repolidos; el divino Herrera lloró tristemente los desdenes de su amada Eliodora; Rinconete y Cortadillo practicaron allí innumerables obras de caridad con bolsas ajenas; los señores inquisidores y asistentes pasearon embebidos en reposada plática; más de una casta y púdica doncella, aprovechando ligero descuido de su indispensable dueña rodrigona, deslizó perfumado y tierno billete en manos de rendido y discreto barbilindo; y allí, en fin, desde los comienzos del reinado de Felipe IV, se comenzaron á celebrar las famosas veladas en las noches de S. Juan y S. Pedro.
La época en que estas fiestas alcanzaron mayor esplendor, si hemos de creer á los fieles y puntuales cronistas, fué en los últimos años del pasado siglo y primeros del presente, cuando la aristocracia y el pueblo español, lejos de sospechar las próximas desgracias que amenazaban á la patria, entregábanse con más calor que nunca á las diversiones y regocijos, mientras el Príncipe de la Paz manejaba á su capricho los negocios del reino.
Volvamos los ojos hacia aquella época, y veamos la velada de San Juan tal como se celebraba á fines del siglo XVII, por ejemplo, cuando la riqueza y prosperidad de Sevilla aventajaban á las de muchas importantes ciudades de la Península.
Por entonces se habían llevado á cabo algunas reformas en el paseo, aumentando sus fuentes, añadiéndole nuevas calles de árboles y elevando al extremo Norte otras dos columnas más pequeñas, de escaso mérito, las cuales constan de ocho pedazos cada una y rematan en dos menguados leones con los escudos de España.
Era de ver por las noches en aquella época el aspecto que presentaban los alrededores de la Alameda.
En la antigua calle Pellejería, desde el convento de San Pedro Alcántara y hasta la del Barco, se alzaban entonces multitud de puestos y barracas en los que trianeros y ferianos vendían muñecos de barro y estampas religiosas, piñones y avellanas, alfajores de almendras y merenguillos de color. En la esquina de la calle Puerco, y frente la cruz del Paraíso, se situaban las buñolerías, donde las gitanas de la Cava Vieja, á la luz del tradicional candil y envueltas en espesas nubes de humo, fabricaban los dorados buñuelos para los mozos de rumbo y las mozas de empuje: allá cerca del convento de Belén se instalaban las casetas del siempre aporreado don Cristóbal, con su inseparable D.ª Rosita; y bajo los álamos blancos, los cipreses y los naranjos del arrecife formaban coro los vecinos del barrio, y al són de la guitarra y las castañuelas bailaban las majas y los majos el Olé, el Polvillo, los Panaderos ó cualquiera otro de los bailes populares más en boga por aquella época. Entre la doble fila de árboles de la calle central de la Alameda se veían colocadas largas hileras de vasillos de colores; junto á los Hércules se elevaban graciosos arcos de follaje, costeados por la hermandad de la Cruz del Rodeo; lucían los puestos de agua farolillos de papel y macetas de olorosa albahaca; en los dilatados asientos de piedra se formaban animadas tertulias, y la concurrencia apiñada y numerosa bullía alegre y regocijada, produciendo multitud de ruidos imposibles de calificar.
Sobre este animado cuadro lucía un cielo transparente y magnífico poblado de millares de estrellas, y en el cual se destacaba la blanca Luna, el astro de tristeza eterna y de eterna melancolía, que, deslizando sus rayos por entre el ramaje, iba á veces á sorprender un coloquio amoroso, y, con él, el secreto de dos almas jóvenes, apasionadas y soñadoras.
Era la noche de S. Juan noche de jolgorio, que solían pasarse en claro muchas personas, y era la Alameda de Hércules el sitio donde se juntaban y confundían la multitud de personajes que formaban la sociedad de nuestros abuelos, y que, como ellos, para no volver, han desaparecido.
Aquí la bella macarena, llevando airoso traje de medio-paso, peineta de carey y monillo de hombreras, desafiaba arrogante las miradas de los lechuguinos y los piropos de los manolos; allí el almibarado boqui-rubio, vestido según el último figurín de la moda francesa, chaleco de tisú, frac de raso y botas á lo bombé, dirigía su impertinente á los grupos de encopetadas damiselas; allá el chispero de tez morena y patillas cortas, camisa de chorrera, sombrero de queso y chupetín de sarasa bromeaba y reía con los compadres y padrinos; allí la interesante petimetra, con su rica falda cubierta de encajes, su talle alto con mangas de farolón y sus dos moños de colonia sobre el exagerado tupé, sostenía chispeante y animada conversación entre caballeros de empolvados peluquines y casacas bordadas; y lo mismo el discreto y ladino abate de rostro malicioso y correctos modales que el grave corregidor cachazudo y templado, lo mismo el orondo fraile de la Trinidad ó la Merced que el militar aventurero, el mercader de la calle Génova que el comerciante de la plaza, todo el pueblo de Sevilla, en fin, y todas las clases de la sociedad acudían gustosas á prestar animación y brillo á la tradicional velada.
Las casas del barrio de la Alameda eran la noche de S. Juan puntos de reuniones y alegres tertulias. En el ancho patio adornado de flores y lleno de luces se alojaba el elemento joven, encontrando ocasión de hacer gala de sus gracias y encantos ellas, y ellos de su galantería y donaire.
Había entonces una costumbre, que fué decayendo poco á poco, hasta concluir á fines del segundo tercio del siglo. Las muchachas casaderas se colocaban en las rejas al oscurecer, y desde allí solían llamar con el nombre de Juan á cuantos transeuntes les parecían á propósito; y cuando ellos se acercaban á las ventanas amables y sonrientes, se entablaban amenos diálogos, que concluían por lo general con dirigirse el transeunte á la confitería más próxima y volver cargado de enorme papelón de dulces, que repartía entre las niñas más lindas y que más le agradaban.
¡Á cuántas chistosas escenas daba margen esta costumbre! ¡Cuánto ingenio y agudeza, se derrochaban en aquellas conversaciones! ¡y cuántos noviajos y bodas se fraguaban en aquellas noches tan suspiradas por las jóvenes en estado de merecer!
En aquella bendita época los mancebos eran sin duda más crédulos que hoy, y por eso eran engañados más fácilmente por el sexo femenino, que en todos los tiempos sólo ha tratado de seducir y perder á los hombres, como dijo un santo padre, que debió ser persona experimentada y conocedor práctico de tan sutiles materias.
«Mucho, á la verdad, podía decirse de esta Hermandad, si minuciosamente hubieran de consignarse las particularidades, pormenores y variaciones de su procesión de Semana Santa en todo tiempo.»
J. Bermejo.
Algunos años hace ya que la famosa cofradía del Santo Entierro no aparece en la lista de las muchas hermandades de luz y vela que durante la semana de Pasión recorren con sus imágenes las calles de nuestra ciudad.
La historia y vicisitudes por que ha pasado dicha cofradía no dejan de ser curiosas; y por si algunos de nuestros lectores tienen interés en conocerlas, vamos á relatarlas en las menores líneas posibles, si bien otros lo han hecho con más extensión.
El nombre de la hermandad es el de Santo Entierro y María Santísima de Villaviciosa; saca tres pasos de regular mérito, en el primero de los cuales se ve una alegoría de la muerte, en el segundo una estatua yacente de Jesús, y en el último aparece la Virgen con S. Juan y las tres Marías.
La escultura del segundo paso es una de las mejores obras de Martínez Montañés, y fué construída en sustitución de otra antiquísima que dió origen á la fundación de la hermandad.
La tal fundación se debe á un caso por demás raro, ocurrido en Triana, y que las tradiciones refieren de este modo:
Había, pocos años después de conquistada Sevilla, en una casa de dicho barrio una vieja enferma que desde largo tiempo sufría una parálisis que la tenía postrada en el lecho, donde de continuo pasaba las horas muertas rezando y pidiendo á todos los santos que la llevaran de este mundo, puesto que sus graves dolencias no tenían cura. Cierto día, cuando más tranquila hallábase la anciana embebida en sus cuotidianas oraciones, vió con el mayor asombro hundirse gran parte del muro de la habitación, apareciendo ante sus ojos una imagen de Jesús tendido y amortajado. Á pesar de la parálisis, la vieja saltó del lecho ligera como una garza, y salió á la calle dando voces y poniendo en movimiento á todo el barrio, cuyos vecinos acudieron al lugar del suceso, quedándose con la boca abierta, no sólo por la aparición de la imagen, sinó por la cura milagrosa de la desahuciada vieja.
Tal caso llegó á noticias de D. Fernando III, quien ordenó se construyera una capilla en las afueras de la Puerta Real para la estatua aparecida y se fundase una hermandad que hiciese procesión todos los años.
Llevóse á cabo todo conforme lo dispuso el Monarca, transcurriendo algunos siglos sin que la piadosa congregación sufriese alteraciones que hayan pasado á la historia: pero allá por los años de 1587 un alfarero muy hábil é inteligente en su arte, natural de Génova y vecino de Triana, llamado Tomás Péssaro, movido por su devoción, estableció una hermandad en el hospital de Villaviciosa, situado en la calle Colcheros, para rendir culto á la imagen que allí se conservaba con dicho nombre, y la cual era una escultura de mediano valor artístico.
No prosperó mucho la congregación de Péssaro, según dice Bermejo en sus Glorias religiosas, aunque eran muy buenos los deseos de su fundador; y en 1601, habiéndose trasladado dicha hermandad á la capilla que ocupaba el Cristo aparecido en tiempos de D. Fernando III, se organizó la cofradía del Santo Entierro, que hizo su primera salida la tarde del Viernes Santo de 1602, que fué por cierto lluviosa en extremo y en extremo desagradable.
Desde el siguiente año fueron tantas las personas de posición que se interesaron por la nueva cofradía, que ésta llegó á su mayor apogeo, aventajando á cuantas hasta entonces hacían estación á la Catedral; y antes de morir el devoto alfarero Péssaro tuvo el gusto de ver en primera fila aquella congregación iniciada por él con tan modestos recursos y tan escasos medios.
Á fines del siglo XVII decayó un tanto la cofradía del Santo Entierro; pero recobró su antiguo esplendor en 1729 cuando el rey Felipe V se trasladó á Sevilla con la Corte, permaneciendo en nuestra capital cerca de cinco años.
No permiten las dimensiones de estos apuntes hacer detallada descripción de la manera con que en aquella época se presentaba al público la cofradía del Santo Entierro; pero bástenos con decir, para que el lector pueda formarse idea, que en ella figuraban las cruces de todas las parroquias, los frailes de todas las órdenes, el clero, las autoridades, y gran número de penitentes, músicos, soldados romanos, ángeles vestidos de caprichosos trajes, sibilas, coros, pobres de los asilos y numeroso acompañamiento de convidados.
En los comienzos de nuestro siglo la cofradía del Santo Entierro sufrió no pocas vicisitudes, que menciona González de León; la hermandad recorrió con sus imágenes varios templos, como San Pedro y San Juan de la Palma; los recursos de que disponía disminuyeron mucho, y cuando la invasión francesa puede decirse que quedó disuelta por completo, y sin duda no se hubiera vuelto á formar jamás si el Asistente Arjona no se encargara de ello, reconstruyendo los pasos y organizando de nuevo la congregación, que volvió á presentarse en la calle en 1830 y en los años siguientes, hasta en 1842, con raras excepciones.
En 1850 hizo estación, llevando casi todos los pasos de las demás cofradías, repitiéndose esto en otras ocasiones, y últimamente en 1889, después de cuya fecha no ha efectuado más su salida, á pesar de los buenos deseos de la hermandad y de los de muchos vecinos de Sevilla.
Gran número de pormenores y detalles dejamos de consignar respecto al Santo Entierro; pero á ello nos obligan las cortas dimensiones á que nos sujetamos en estas noticias.
«¿Pero por qué han de llorar los que nunca te leyeren ó que indiferentes fueren en libro tan ejemplar?»
E. Sojo.
El Príncipe de los ingenios españoles, cuyo nombre es la admiración de todos, durante su larga y agitada existencia residió más de doce años en nuestra ciudad, visitando la mayor parte de los pueblos de la provincia, teniendo ocasión de estudiar sus costumbres, caracteres y principales rasgos, como lo demostró luego en diversos pasajes de sus inmortales escritos.
Vino Cervantes á Andalucía poco antes del año 1588, cuando, después de haber compuesto sin resultados prácticos algunas obras para el teatro, solicitó y obtuvo un destino de Comisario de los proveedores de galeras D. Antonio de Guevara y don Pedro Insusa; y continuó en su empleo hasta el 1596, en que presentó con toda exactitud, según el erudito Navarrete, sus cuentas y las de los ayudantes que le acompañaban.
Empleóse también en otras comisiones; y como, á más de la anterior, obtuvo la de Recaudador de los tercios y alcabalas, que le dió Felipe II, y la persona á quien llevó ciertas cantidades recaudadas para que las llevase á la corte se fugó de España, hubo una serie de incidentes que sería prolijo contar, y que dieron por resultado la prisión de Cervantes en la Cárcel de Sevilla, donde algunos escritores suponen que dió comienzo al Ingenioso Hidalgo, sin que existan pruebas suficientes para creerlo así.
Salió Cervantes de la prisión en Diciembre de 1597, después de haber hecho al Rey presente, por documentos, su deseo de pasar á la corte, donde aclararía sus cuentas, y una vez en libertad ignóranse los sucesos que ocurrirían; pero es lo cierto que el autor insigne del Quijote siguió viviendo en nuestra ciudad todo el año de 1598, en situación no muy desahogada por cierto.
Ocupóse luego en negocios y diligencias que le encomendaron D. Hernando de Toledo y algunas personas de posición, saliendo de Sevilla por último á fines de 1602, dirigiéndose á Valladolid, donde se encontraba su familia, aunque también suponen algunos biógrafos que se detuvo en la Mancha y en el pueblo de Argamasilla, en cuyo punto fué preso y encerrado en la casa del Alcalde Medrano.
Por los datos anteriores se ve el tiempo que Cervantes residió en nuestra capital, y las diversas ocupaciones que ejerció; mas como nada hemos dicho hasta ahora de sus trabajos literarios de entonces ni de algunas particularidades curiosas, vamos á hacerlo en el menor espacio posible.
En los ratos que le dejaban libres sus cuentas y enojosas comisiones Cervantes frecuentaba el trato de los muchos varones ilustres que vivían en Sevilla, y los cuales habían hecho que nuestra población fuese centro de cultura, ya que era emporio del comercio y riquezas del Nuevo Mundo.
El divino Herrera, D. Juan de Jáuregui y el pintor Pacheco fueron grandes amigos de Cervantes, quien concurrió más de una vez á la famosa Academia de que en otro lugar nos ocuparemos, y en la que vinieron á juntarse hombres tan sabios y dotados de ingenio.
En Sevilla escribió Cervantes varias de sus novelas, entre las que se cuentan Rinconete y Cortadillo, Coloquio de los perros, El celoso extremeño, La tía fingida y El curioso impertinente; aquí compuso la poesía que se premió en el certamen de Zaragoza cuando la canonización de S. Jacinto, el soneto á la muerte de Herrera y el conocidísimo al túmulo levantado en la Catedral para las honras de Felipe II; aquí recogió muchos apuntes, que utilizó más tarde, y entabló por último conocimiento con muchas personas que habían de servirle para tipos de sus admirables creaciones.
En el convento de Santa Paula de nuestra ciudad estuvo la hermosa Isabela de La española inglesa, y cuenta la tradición que Cervantes pasaba largos ratos en la torre de San Marcos, desde cuyo punto solía ver en el jardín del convento á la linda muchacha, cuya casa estaba frente á la puerta del Compás.
Para terminar, diremos que el Príncipe de nuestros ingenios solía pasear con frecuencia por los antiguos portales de la plaza de San Francisco, donde era muy conocido de todos los que á aquel punto céntrico de la ciudad concurrían.
Habitó, según parece, tres casas en Sevilla: una próxima á Santa Paula; otra en la calle Alfolí de la Sal, y la última en la feligresía de San Isidoro; siendo de lamentar que nadie se haya ocupado en hacer algunas averiguaciones para señalar cuáles fueron estos edificios, que merecían ser adornados con alguna lápida conmemorativa.
«Á quien quise provoqué, con quien quiso me batí, y nunca consideré que pudo matarme á mí aquel á quien yo maté.»
ZORRILLA.
En esta colección de apuntes sevillanos no podía faltar en modo alguno el popularísimo caballero, hijo de nuestra ciudad, sobre quien tanto se ha escrito y tanto se ha discutido.
Llega el mes de Noviembre con su Conmemoración de los difuntos, y al mismo tiempo aparece en la escena de nuestros teatros ese personaje esencialmente español, audaz hasta la temeridad, pendenciero por naturaleza, burlador de mujeres y lleno de vicios que tienen un sello especial de grandeza y de hidalguía.
La figura de Tenorio resucita todos los años al sonido de las campanas que doblan tristemente por los que fueron; y el pueblo, que durante el día visitó el campo-santo para llevar coronas y faroles á las tumbas del padre, de la esposa ó del hijo por siempre ausentes, acude en la noche al teatro, donde presencia una vez más la escandalosa escena de la hostería, el rapto de la ideal novicia, el convite interrumpido por la fatídica sombra de Ulloa, y la salvación del alma pecadora del protagonista.
Esto de que las costumbres hacen leyes probado se ve únicamente con las representaciones del Tenorio. Ley se ha hecho ponerlo en escena en los primeros días de Noviembre; y tan es así, que otro cualquier día del año nadie concurre al coliseo que anuncia en sus carteles la popular obra de Zorrilla.
Sólo parecen bien las arriesgadas aventuras del audaz sevillano en los momentos en que la Naturaleza, despojada de sus espléndidas galas, cual si se asociase al duelo de la humanidad, se prepara á recibir al anciano Invierno.
Y ahora preguntamos: ¿ese D. Juan Tenorio, tipo acabado del calavera de otros tiempos, conjunto de todas las maldades, alma indómita y corazón de fuego, ha vivido en el mundo real, ó es únicamente la creación de un poeta?
Hé aquí una duda difícil de aclarar. Los críticos no han podido averiguar aún la verdad en este punto, y el origen de D. Juan Tenorio es un misterio.
Cada escritor de los que tratan el asunto dice una cosa distinta; cada uno lo presenta de modo diferente, si bien están conformes en achacar al héroe todas las travesuras imaginables; pero la fuente primitiva, el cimiento sobre el que se han construído tantas obras, no se ha precisado de manera clara, terminante y que no ofrezca lugar á dudas.
Á Tirso de Molina corresponde desde luego la gloria de haber sido el primer poeta que dió á conocer al D. Juan famoso. Cuantos después de Téllez le han tratado en leyendas, dramas y novelas, inspiráronse en lo que él dijo, y siguieron sus huellas más ó menos cerca ó con peor ó mejor acierto.
El burlador de Sevilla dió origen á cuanto de este personaje escribieron Molière, Corneille, Dumas, Byron, Junqueiro y otros autores extranjeros y nacionales; ¿pero en qué tradición, en qué documento, en qué hecho se inspiró Tirso de Molina?
Aquí entran las opiniones particulares de los críticos, que, como casi siempre ocurre, son muy diversas, y no es cosa de reproducirlas ahora.
Dejo, pues, á un lado el origen de D. Juan Tenorio, para que otro con más instrucción y paciencia se dedique á ponerlo en claro; y para concluir dedicaré algunos párrafos á la obra del inmortal poeta, que, abrumado de años y de laureles, era hasta hace poco el único que nos quedaba de una época gloriosa para las letras españolas.
Cuando Zorrilla escribió su célebre drama estaba muy lejos de sospechar que iba á ser la más popular y aplaudida de sus obras. Él mismo, en sus Recuerdos del tiempo viejo, nos dice de qué manera tan curiosa comenzó el trabajo. Sin haber formado plan ni haber meditado el asunto, dejó correr la pluma, y fué llenando cuartillas y más cuartillas de versos, si á veces incorrectos, fáciles, inspirados y armoniosos; y tras una escena imaginó otra, y en corto número de días la obra quedó terminada, y se estrenó sin que su autor llegara á repasarla con algún detenimiento.
El éxito fué grande; el público de entonces aplaudió, como aplaude el de hoy y como aplaudirá el de mañana, porque las creaciones del genio siempre causan admiración, cualquiera que sean los gustos que priven y las escuelas que estén en moda.
Parecía casi olvidado el Tenorio de Zorrilla algunos años después de su estreno. Lo puso en escena el actor D. Pedro Delgado, que se hallaba en todo el apogeo de sus facultades, y entonces se inició la costumbre de representarlo en los primeros días de Noviembre, y entonces se extendió por todas partes, y el propietario de la obra hizo una fortuna.
Zorrilla había vendido la propiedad, en cantidad no muy crecida por cierto, y nada percibió de lo mucho que produjo, cosa que el vate ha lamentado no pocas veces en diversas composiciones.
Hablar aquí del drama sería á mi juicio perder el tiempo, cuando no hay español que no le haya visto representar, ni persona medianamente ilustrada que no sepa sus versos de memoria. Nuestro propósito no ha sido otro sino que el nombre del legendario personaje sevillano figure en este libro, donde sólo se tratan cosas de Sevilla.
«Una calle estrecha y alta la calle del Ataúd, cual si de negro crespón lóbrego eterno capuz la vistieran...»
ESPRONCEDA.
Hoy no tiene esta vía nada de particular; es una de tantas calles estrechas é irregulares como en Sevilla existen, no muy limpia, y de poco tránsito: pero en otros tiempos, cuando el vulgo era más ignorante que ahora; cuando había aún quien creyese en brujas, duendes, fantasmas y toda esa caterva de seres extraordinarios; cuando las patrañas y absurdas consejas eran artículos de fe para el pueblo supersticioso, el Angostillo era sitio terrible, donde tenían lugar los sucesos más extraordinarios.
Era entonces el aspecto de esta estrecha y tortuosa calleja el más sombrío que puede imaginarse. Á un lado se alzaban los muros de la parroquia de San Andrés; al otro los altos paredones del hospital del Pozo Santo; había dos ó tres casas de miserable aspecto, viejas y ruinosas; á la desembocadura de la calle Cadenas se veía un edificio muy antiguo, que estaba siempre deshabitado desde que la Inquisición sorprendió en él una sociedad de molinistas; y para acabar de dar carácter á esta vía, se encontraba en ella un pesado retablo, donde existió un lienzo representando á la Concepción, ante el cual ardía de noche triste lamparilla de aceite, que lanzaba sobre la imagen sus menguados resplandores.
Mas no por haber allí un cuadro piadoso dejaban de vagar los diablos y duendes por el Angostillo; y tanta afición habían tomado al lugar, que ninguno les parecía tan á propósito para hacer sus sandeces y picardías.
¡Con cuánto terror contaban las viejas los sucesos del Angostillo! ¡Con qué miedo se oían los relatos de trágicas escenas allí ocurridas! ¡Con qué exageraciones y comentarios circulaban por toda la ciudad las hazañas que diariamente cometían las brujas y endemoniados!...
Paseaban durante la noche por la estrecha calleja pálidos espectros de ojos fosforescentes y largas túnicas, los cuales solían algunas veces asaltar al incauto transeunte, obligándolo á entregarles cuanto llevase encima, y dándole muerte si mostraba resistencia á ser despojado.
Vagaba también por el Angostillo el famoso duende Martinito, á quien nadie vió nunca, pero que todos hablaban de él ponderando su pequeñez excesiva y su travesura singular, que ejercitaba muy particularmente en engañar doncellas, á las cuales tenía encerradas en un palacio bajo tierra para irlas entregando según convenía á los caballeros enamorados y que le daban en cambio la salvación de sus almas.
Al pie del retablo que ya hemos citado verificábanse con frecuencia desafíos y riñas entre Maniferros y Repolidos, y muchas veces fueron de allí levantados por la mañana los cuerpos de no pocos infelices acribillados de estocadas.
En una de las casuchas del Angostillo veíanse entrar todos los domingos al toque de la Queda varios embozados, los cuales permanecían en el edificio hasta sonar el Alba, hora en que volvían á salir con el mismo silencio; y aunque parte del vulgo se deshacía en conjeturas, jamás pudo averiguar con certeza cuál era el objeto que á aquella casa llevaba á los misteriosos embozados.
Un individuo, sin embargo, más curioso ó más atrevido, quiso enterarse de lo que tales reuniones querían decir, y cierta noche púsose en acecho, favorecido por las sombras, junto al umbral de la casucha, distinguiendo entre las tinieblas á los embozados que iban llegando cuando las campanas de la Catedral dieron la Queda.
Con el silencio de la noche, que era templada y hermosa, oyó al poco rato un ruido singular dentro del edificio, escuchando también débiles quejidos y sollozos entrecortados, que parecían de mujer; mas cuando estaba el curioso con toda atención, se vió rodeado sin saber cómo de un grupo de hombres, quienes sin proferir palabra alguna le amarraron, vendándole los ojos, y cargaron con él á cuestas.
Fué tal el terror que se apoderó entonces del infeliz, que perdió el conocimiento, y cuando volvió en sí hallóse tendido en el Campo de los Mártires y en el más completo estado de idiotismo, en el cual vivió hasta los últimos días de su existencia.
Hoy, que ya nadie teme al Angostillo, nos ha parecido oportuno dedicarle un recuerdo en esta colección de ligeros apuntes.
«Por tí, honor de Sevilla, el docto, el erudito, el virtuoso Pacheco, que con lápiz generoso guarda aquellos borrones que honraron las naciones.»
QUEVEDO.
Tanta fué la prosperidad y grandeza de Sevilla en el siglo XVI, que algunos historiadores la comparan con Atenas en tiempos de Pericles y con Roma en la época de Augusto.
Con verdad puede decirse que la capital andaluza era centro de cultura intelectual, pues en ella tenían residencia esclarecidos varones que lograron adquirir fama imperecedera como poetas, pintores, escultores, prosistas y guerreros.
Entre estos hombres, orgullo de la patria, vivía Francisco Pacheco, artista por naturaleza, alma noble y henchida de bellos sentimientos y espíritu muy aficionado al estudio de todos los ramos del saber y al cultivo de las Musas.
Nació Pacheco, según los datos más auténticos, en 1573, dedicándose desde muy joven á la pintura bajo la dirección de Luis Fernández, que por aquella época tenía su taller en nuestra ciudad. Los primeros lienzos de Pacheco se dieron al público en 1590. Siete años después pintó al temple uno de los trozos del soberbio catafalco levantado en la Catedral para los funerales de Felipe II, que inspiró al gran Cervantes el más popular de sus sonetos.
Trasladóse Pacheco á Madrid hacia el 1611, volviendo á la corte pasado algún tiempo, y en los meses de su residencia en la villa estudió con sumo detenimiento las obras del Greco, de Carducho y de Céspedes. Vuelto á Sevilla, comenzó á pintar numerosos cuadros para las iglesias y conventos, inaugurando de allí á poco su famosa Academia, á la que concurrieron los mayores ingenios que por entonces existían en España.
Estaba instalada esta Academia en la calle Armas, en un edificio cómodo y espacioso, donde también tenía su estudio Pacheco, y del cual salieron tan notables pintores como Alfonso Coello y el gran maestro Diego Velázquez.
No tardaron en hacerse célebres las tertulias de la Academia que tanta honra dió á las letras patrias, pues allí asistieron: el inspirado Arguijo, protector de los ingenios de su tiempo; el P. Juan de Pineda; el racionero Pablo de Céspedes, pintor famoso, arquitecto y poeta; Gutiérrez de Cetina, el autor de tiernísimos madrigales; el divino Herrera, fundador de la Escuela Sevillana; Rioja, el cantor de las flores; el docto agustino Fr. Pedro de Valderrama; el maestro Francisco de Medina; el licenciado Cristóbal Mosquera, discípulo del ilustre Malara; el piadoso fraile Núñez Delgadillo; el malogrado doctor Gonzalo Sánchez Lucero; el inimitable poeta festivo Alcázar; Argote de Molina, cuyo nombre tanto se respeta hoy; el insigne pintor maese Pedro de Campaña; Rodrigo Caro; Miguel de Cervantes, y otros muchos varones ilustres que acudieron á aquel torneo de la inteligencia, donde se llevaron tantas cuestiones literarias y científicas, tantos pensamientos elevados y tan diversos y varios asuntos.
«Francisco Pacheco,—escribe el señor Asensio—al ver llegar á su reunión tantos varones notables, tuvo la feliz idea de irlos retratando unos después de otros, y la delicada atención de añadir á cada imagen un resumen ó elogio, en el que daba noticias de la vida y de las obras del personaje.»
Cultivó Pacheco, como ya hemos dicho, la poesía y la pintura, sobresaliendo en ambas cosas, pues su inteligencia privilegiada y su infatigable laboriosidad y amor al estudio se reunieron para dar vida á sus inmortales obras.
Entre las literarias se encuentran bellísimas poesías, doctas disertaciones y un Tratado del arte de la pintura, que, según palabras de un eminente crítico, «excede en erudición histórica y en la seguridad de los consejos á cuanto en la materia se había escrito hasta aquella época.»
Entre sus lienzos más notables mencionaremos su Juicio final, sus pasajes de la Historia de Ícaro, Dédalo, su San Miguel, y los que existen en las iglesias de Brenes y Alcalá de Guadaira.
Falleció Pacheco en Sevilla el año 1654. Juan de la Cueva, Lope de Vega y otros de sus coetáneos le dedicaron sentidos elogios, y la posteridad, que le admira, rendirá siempre tributo á su genio y sabiduría.
«¿... Qué te vale tu lindeza? ocasiones de tristeza: tu beldad y hermosura, para ser mal empleada: más te valiera ser fea...»
C. de Castillejo.
La calle de la Laguna, que por sus hermosos edificios, su esmerada limpieza y su rectitud y anchura es una de las mejores calles de nuestra ciudad, edificóse á mediados del siglo XVII en el lugar donde desde muy antiguo tuvieron sus viviendas las mozas del partido, que se hallaban entonces separadas del resto de la población en aquel barrio, conocido con el nombre de barrio de las Mancebías.
Formábanlo éste multitud de casuchas desiguales y de horrible aspecto, y para entrar en él había que traspasar un arquillo situado al final de la calle de Atocha.
En aquel barrio existía una laguna de pestilentes aguas, que allí afluían de diversos sitios, y á esto se debió que la calle tomase el nombre que aún lleva.
Muy crecido era á la verdad el número de las distraídas mozas que en las mancebías habitaban, y, á fin de tenerlas á raya, el Ayuntamiento costeaba un personal bastante numeroso que de continuo las vigilase y examinara, dando también con frecuencia sabias órdenes encaminadas á contener los excesos y abusos de aquellas mujeres que por tan malos caminos iban.
No satisfecho con esto, y á fin de atraer á las ninfas por la mejor senda, el Cabildo nombraba un alguacil que las llevaba los domingos á oir misa, haciéndolas confesar y comulgar en la iglesia de San Francisco cuando era llegado el tiempo de Cuaresma; y por si aún no era suficiente, todos los años se celebraba en la misma mancebía una función religiosa, acerca de la cual hemos leído detalles muy curiosos y que tal vez desconocerán nuestros lectores.
Celebrábase esta fiesta de las rameras el día 22 de Julio, revistiendo caracteres de grande solemnidad, á la que contribuía mucho el Ayuntamiento, y aun algunas personas ricas y devotas.
Alzábase en el centro de una calle de la Mancebía cierta cruz de hierro que descansaba en un ancho pedestal con gradas, y ante esta cruz colocábase un púlpito, desde el cual algún fraile anciano y que reuniese buenas dotes oratorias pronunciaba un larguísimo sermón dirigido á las Aspasias y Proserpinas.
Éstas, á quienes se obligaba á abandonar sus tugurios, rodeaban al predicador guardando la mejor compostura que podían, y escuchando con el mayor silencio las palabras del fraile, empeñado en convencerlas de lo que las mozas no se querían convencer.
Á este sermón no faltaban nunca los señores del Cabildo municipal, y algunos caballeros de la nobleza, quienes solían colocarse en largos bancos que en lugar señalado se situaban.
Daba principio la fiesta religiosa al mediodía, y cuando el orador sagrado bajaba del púlpito, después de agotar todos sus razonamientos y amenazas con las ninfas, éstas oían una arenga de los individuos encargados de vigilarlas, y terminaba el acto con una detenida inspección del burdel y de sus moradoras.
«Pero no siempre—escribe el médico Pizarro en un curioso folleto—las predicaciones daban su fruto, pues algunos mal intencionados hallaban modo de turbarlas con escenas inconvenientes, ora ocultándose de antemano en la Mancebía, ora penetrando por un portillo que existía cerca de la laguna...»
Los días de fiesta iban á los lupanares algunos sacerdotes, quienes pronunciaban de tugurio en tugurio pláticas religiosas encaminadas á salvar á aquellas almas pecadoras empedernidas.
Las mozas, que no eran muy aficionadas á recibir tales visitas, para excusarse de ellas, comenzaron á salir de la Mancebía, estableciéndose en aquellos puntos de la ciudad donde creían estar más tranquilas para dedicarse á sus negocios, y de aquí resultó que el barrio fué quedando desierto de sus antiguas moradoras.
Por los años 1640 empezaron los derribos de aquellos lupanares, construyéndose algún tiempo después la hermosa calle de la Laguna, y desapareciendo para siempre el inmundo barrio de las Mancebías.
«Aquí don Juan de Arguijo, del sacro Apolo y de las Musas hijo, ¿qué lugar no tuviera, si viviera? mas, si viviera, ¿quién lugar tuviera?»
Lope de Vega.
En aquella época memorable de feliz renacimiento de las letras sevillanas, al mismo tiempo casi que Herrera, Pacheco, Jáuregui, Escobar, Malara, Guzmán, Álvarez y otros muchos ingenios, floreció un varón ilustre, hijo de nuestra ciudad, y á cuya memoria vamos á consagrar hoy estas modestas líneas.
Aludimos al insigne poeta D. Juan de Arguijo y Manuel, autor de aquellas hermosas composiciones de las que Lope de Vega hizo grandes elogios, tan justos como merecidos.
Pocas son las poesías que D. Juan de Arguijo ha legado á la posteridad; pero son suficientes á inmortalizar su nombre, que va hoy unido al de los más preclaros é insignes literatos de su época, con quienes sostuvo gran amistad y frecuente trato.
Heredó Arguijo de sus padres un capital bastante crecido, y recibió una educación esmerada, conforme á su clase, llamando la atención desde los primeros años de su juventud por sus aficiones al estudio y por las disposiciones que tenía para ejercitarse en el cultivo de las Musas.
No son en verdad muy completos los datos que de la dilatada vida de D. Juan de Arguijo han llegado hasta nuestros días; mas por ellos sabemos que estudió Humanidades con gran aplicación, que fué caballero Veinticuatro del Ayuntamiento, que estuvo casado con D.ª Sebastiana Pérez de Guzmán, señora de ilustre familia, que tuvo entusiasta afición por la música y las bellas artes, y que murió por los años de 1624 á una edad respetable.
Una de las condiciones que poseía Arguijo, y que realza notablemente su nombre, es su generosidad sin ejemplo, la cual le granjeó infinitas simpatías entre sus coetáneos. Sus manos estuvieron siempre prontas á socorrer con largueza á cuantos ingenios necesitados encontró al paso, y protegió las letras, estimulando con sus liberalidades á cuantos hombres acaudalados había en Sevilla.
Nunca dejó Arguijo sin amparo á un escritor que solicitase su apoyo, ni nunca desatendió á los hombres que, dotados de talento, carecían de medios materiales para abrirse paso. El generoso sevillano, que disponía de rentas muy suficientes á vivir con gran desahogo, invirtió la mayor parte de su fortuna en costear libros ajenos, en fomentar los estudios de quienes los necesitaban, y en proporcionar á sus amigos cuantas relaciones y conocimientos pudieran serles útiles y provechosos.
Como rasgo de la prodigalidad del poeta se cita que cuando la Marquesa de Denia pasó por Sevilla dióle tan espléndido alojamiento Arguijo en su hacienda de Tablantes, que por el gasto que entonces hizo quedó tan mermada su fortuna, que le obligó á vivir con bastante modestia el resto de sus días.
Las poesías que D. Juan de Arguijo escribió están suficientemente juzgadas por la crítica y por los más autorizados maestros, los cuales, analizándolas con la mayor atención, han puesto de relieve las muchas bellezas que encierran.
El soneto, la más difícil quizá de las composiciones castellanas, fué lo que más cultivó el vate sevillano; y algunos de ellos pueden servir, como efectivamente sirven, de modelo. Díganlo sinó el que dedicó al Guadalquivir, y varios de los que figuran en el Parnaso español, en la Colección de poesías selectas castellanas y en el opúsculo anotado por el maestro Francisco de Medina.
Arguijo siguió en sus versos al divino Herrera, y según palabras de un crítico moderno, «por el gusto, por su rica y esmerada dicción poética, por la fuerza de su fantasía y por la gravedad y arrebato del pensamiento compite con los primeros líricos españoles.»
La casa donde vivió y murió D. Juan de Arguijo existe todavía, y está situada en el número 2 de la calle que tiene su nombre, y que en otros tiempos se llamaba de la Virreina por haber morado en ella una señora de grandes virtudes y singular hermosura viuda de un virrey del Perú.
El edificio, que es bastante amplio, ha sufrido notables alteraciones, pero aún tiene cierto carácter antiguo, que contribuye á dárselo el gran balcón de su fachada y el escudo de armas que en ella se ostenta. En el jardín se encuentran todavía las hornacinas que, según dice Fabié en sus notas á los Sucesos de Ariño, contuvieron gran número de esculturas que el poeta hizo traer de Italia.
Arguijo fué sepultado en la iglesia de la casa que los jesuítas fundaron en 1569 en la calle Compañía, al pie del altar de la Concepción, donde también descansaban sus padres, hermanos y cercanos parientes.
«... Entre los giros secretos que van formando las brisas hacia ella avanzan inquietos, entre canciones y risas, larga fila de esqueletos.»
S. Rueda.
En una especie de plazuela llamada de Vib-Arragel, que existía frente á la histórica puerta que se conoció con el nombre de la Barqueta, hubo un ancho terraplén, elevado á la altura de la muralla, al cual se subía por dos escaleras cómodas y desahogadas.
Este sitio era conocido con el nombre del Blanquillo, ignoro por qué causa, y era lugar tan sombrío y de tan triste aspecto, que sólo el contemplar aquellas negruzcas paredes, que llegaban al río, aquellos robustos torreones que las cercaban y aquellas zarzas que entre las piedras crecían, inclinaba el ánimo á las ideas melancólicas.
Por eso el vulgo nunca miró con buenos ojos el Blanquillo, y á propósito de él contábanse cien historias de fantasmas y encantamentos desde tiempos muy remotos, llegando á tanto las supersticiones, que uno de los actos más heróicos que podía entonces cometer un jaque sevillano era ir de noche al terraplén y pasearse allí algunos ratos tomando el fresco.
Cuando las nocturnas sombras caían sobre la población, el Blanquillo tomaba un tinte singular y fantástico, y en aquellas horas de tinieblas salían los espectros y los duendes con todo el aparato que tales alimañas traen consigo.
Los torreones que rodeaban el terraplén servían de albergue á los brujos y brujas, á quienes muchos juraban haber visto correr por los aires, atravesar el río sobre las aguas y ejecutar otras muchas habilidades de esta calaña. En el Blanquillo decíase que un moro descomunal enterró viva á una doncella hija suya que dejó de serlo por cierto caballero cristiano; allí los judíos habían sacrificado muchos chiquillos con gran refinamiento de crueldades; allí aparecieron un día los cadáveres de dos amantes que tuvieron el mal gusto de escoger aquel sitio para sus amorosas expansiones, y allí, en fin, ocurrían todas las noches las más extraordinarias y terribles cosas que pueden imaginarse.
Pero uno de los sucesos que más consternaron al vecindario y á todo el pueblo de Sevilla fué el que vamos á narrar, acaecido, si no miente la tradición, en los comienzos del siglo XVII, que fué siglo de cosas estupendas y nunca vistas.
En el barrio famoso de la Macarena, donde siempre habitaron hombres de conciencia ancha, perdonavidas y barateros, había uno que solía tener á raya á los valientes, gloriándose de haber despachado para el otro mundo á varios formidables ternes, por lo cual su fama era grande y por todos los de su jaez estaba públicamente reconocida.
Cierta noche de invierno serena y clara encontrábase el matón reunido con varios amigos en una taberna, y no se sabe por qué se habló de los fantasmas del Blanquillo, contándose algunas de las últimas hazañas de ellos, y muy particularmente de las que cometía uno que á las dos en punto de la noche salía á pasearse por la muralla hasta el convento de San Juan de Acre.
Hizo el valiente macareno burla y chacota de aquellas niñerías; y como manifestase á los suyos que habíanle entrado deseos de entendérselas con el tal fantasma para quitarle las ganas de hacer más sandeces, dijéronle los amigos que fuera á buscarle al mismo Blanquillo, donde no tardaría en topar con él.
No quiso el mozo desperdiciar la ocasión de perlas que se le ofrecía para dar una prueba más de su heroísmo, y prometió que aquella misma noche iba á concluir con cuantos fantasmas le viniesen á las manos.
Dudáronlo algunos, creyéronlo otros, hablóse mucho y nació una apuesta, que el terne prometió cumplir; y de allí á poco salió de la taberna acompañado de sus amigos, que le dejaron en las tapias del convento de Calatrava, siguiendo él resueltamente hacia la plaza de Vib-Arragel.
Quedóse solo nuestro hombre, y comenzó á subir la escalera del Blanquillo en el momento en que las campanas de la Giralda daban las dos de la noche.
Todo era silencio en aquel lugar; la luna sólo se veía en algunos intervalos por entre espesos nubarrones, el frío era intenso, y en conjunto el aspecto de aquel cuadro no podía ser más imponente.
Llegó el mozo al centro de la esplanada y se detuvo largo rato, paseando luego con el mayor sosiego, y cuando más tranquilo se figuró que podía estar, vió con gran sorpresa que por el filo del asiento que rodeaba el Patín de las damas avanzaba una figura, que mal podía calcular de dónde saliera, cubierta con blanco traje, tapado el rostro por un capuchón blanco también y de larga punta, y llevando en sus manos una larga vara, en cuyo extremo superior ardía cierta llama azulada y fatídica.
Dirigió el valiente algunas palabras al fantasma, pero éste no hizo caso alguno, y sin amedrentarse por las bravatas siguió su marcha reposada hasta colocarse cerca del macareno.
Éste, á pesar de sus bríos, sintióse sobrecogido un punto, y echando mano á un pistolón que llevaba al cinto, apuntó é hizo fuego dos veces sobre el blanco personaje; mas cuando esperaba que el fantasma caería desplomado á sus pies, observó con asombro que éste se llevaba la mano izquierda al pecho y sacaba de su seno las dos balas que el macareno le había disparado.
Entonces nuestro hombre quedó atónito, un sudor frío corrió por su cuerpo, turbóse su vista, y cuando iba á emprender rápida fuga descargaron sin saber cómo un golpe tan violento sobre su cabeza, que cayó en el suelo sin sentido.
Por la mañana el cuerpo del terne apareció flotando sobre las aguas del río, cerca de San Jerónimo, sin que dieran ningún resultado cuantas diligencias practicó la justicia para esclarecer este misterioso crimen.
«Famoso artífice, que por estas y otras obras adquirió grandes créditos, no sólo en Sevilla, sinó también en los países extranjeros.»
Arana de Varflora.
No se ha podido averiguar todavía, á pesar de las activas diligencias de los eruditos, si este insigne escultor, el más notable sin duda que en el siglo XVII tuvo España, es ó no hijo de Sevilla; pues mientras unos señalan nuestra patria como punto de su nacimiento, otros lo niegan, y sin presentar documento alguno afirman que nació en Alcalá la Real, pequeño pueblo de la provincia de Jaén, por los años de 1590.
Mas sea ó no sevillano, es lo cierto que Martínez Montañés vivió en la capital de Andalucía desde su infancia, que en esta ciudad pasó toda su existencia, y que aquí ejecutó todas las inimitables esculturas que hoy admira la posteridad.
Los templos de Sevilla se encuentran llenos de obras del insigne artista, con quien en vano quisieron competir en su tiempo otros escultores, también andaluces, quedando á gran distancia.
La más notable, quizás, de las figuras que produjo su habilísimo cincel es la del Jesús que construyó para el convento de la Merced Calzada, que hoy posee la hermandad llamada de la Pasión, y que excede al elogio más alto que de ella se haga.
La actitud del Nazareno, agobiado por el peso de la cruz; la dolorosa expresión de su rostro, que se inclina suavemente sobre el pecho; aquellos brazos que se extienden desfallecidos, sujetando á duras penas el instrumento del cruel suplicio; aquellos pies ensangrentados que pisan las abruptas peñas de la subida del Gólgota; toda la figura en sí resulta tan artística, tan humana, tan perfectamente concluída, y tiene rasgos tan llenos de inspiración, que es imposible contemplarla sin sentir algo, que conmueve y llega al corazón. ¡Lástima grande que tan hermosa figura se vea cubierta hoy por un ropaje de terciopelo lleno de costosos bordados y lentejuelas, que es verdaderamente antiestético y un ridículo anacronismo!
Se cuenta que la primera vez que esta hermosa escultura salió en procesión las gentes lloraron conmovidas al verla; y escribe el padre Valderrama, que el mismo Martínez Montañés iba á buscarla por las calles que había de pasar, diciendo á sus amigos «que era imposible hubiese él ejecutado obra tan admirable.»
Otra de sus figuras muy celebrada es el Crucificado que existe en la iglesia de San Leandro; y deben citarse tras de ella el Santo Domingo que hizo para el convento de Porta-Cœli, el Jesús llamado del Gran Poder, que posee la cofradía de San Lorenzo, el San Pedro Alcántara que se colocó en el monasterio de esta Orden, y el retablo mayor del convento de Santiponce, ejecutado por él en 1622.
Sería tarea por demás larga enumerar todas las esculturas que Martínez Montañés nos ha dejado como otras tantas pruebas de su admirable genio, y sería más larga y difícil tarea aún señalar la multitud de bellezas que en cada una se encuentran. Un reputado crítico dice «que pocos escultores le han aventajado en la naturalidad de las actitudes, en el plegar de los paños y en la dulzura y expresión de los rostros.»
Hizo también preciosos niños, muchos de los cuales se conservan todavía y se distinguen al momento de todos los que en aquella época se construyeron.
Juan Martínez Montañés falleció á principios del año 1649 en una humilde casa de la calle llamada entonces Cruz de la Parra, siendo causada su muerte por la cruel epidemia llamada peste levantina, que tan horrorosos estragos causó en Sevilla.
El cadáver del insigne artista fué enterrado en una ancha fosa que por entonces se hizo á la salida de la Puerta Real, confundiéndose sus huesos con los de los muchos desgraciados que allí se arrojaban en los días de la epidemia.
Martínez Montañés fué casado, y tuvo varios hijos; su existencia fué modesta y oscura, sus costumbres intachables y su mano estuvo siempre pródiga en socorrer á cuantos pobres llegaban á su puerta.
Para terminar, citaré un detalle que no es muy conocido: en 1636 pasó á Madrid para hacer el modelo de la estatua ecuestre de Felipe IV por el retrato que pintó Velázquez, y cuyo modelo se envió al florentino Tacca, y en 1648 aún no le había sido posible cobrar en completo el dinero en que se estipuló su trabajo.
«¿No será menos amargo el pesar que su tormento? un hondo arrepentimiento finará con el morir.»
J. Balmes.
Hay en el barrio de San Bartolomé una calle de corta extensión, que se llamó en lo antiguo calle de la Rosa y hoy se conoce con el nombre de Armenta, y en cuya calle aún se conserva un edificio donde ocurrió el trágico suceso que vamos á narrar, teniendo presentes cuantas noticias hemos podido recoger al efecto.
Hacia los últimos años del siglo XVI habitaban en esta casa dos hermanos de distinto sexo, de linajuda familia, de posición bastante desahogada y muy estimados en Sevilla, pues frecuentaban el trato de la gente más distinguida de la ciudad.
Por razones que luego comprenderá fácilmente el lector callamos los apellidos de estos dos hermanos, y sólo diremos de ellos los nombres: llamábase él D. Luis y ella D.ª Aurora, habían quedado huérfanos y pasaban tranquilamente la existencia disfrutando los muchos bienes que de sus ancianos padres habían heredado.
Era el D. Luis caballero que poseía bellísimas cualidades de carácter, y era la D.ª Aurora doncella de rara hermosura, que apenas contaba veintitrés abriles y estaba adornada de todas las gracias y encantos que una mujer puede atesorar, amén de otras dotes que la hacían digna de toda consideración y respeto.
Los hermanos, que se profesaban entrañable afecto, estaban servidos por dos criados antiguos en la casa de sus padres, hacia quienes tenían muchas deferencias, no comunes, ni entonces ni ahora, entre el que es servido y el que sirve.
Habían sido estos criados en su niñez esclavos en África, y si negros eran sus rostros, más negros aún eran los pensamientos que en mal hora comenzaron á cruzar por los oscuros rincones de sus cerebros.
La gracia juvenil, las turgentes formas y aquel gracioso continente de D.ª Aurora hicieron nacer en el pecho del más joven de los criados una pasión brutal y torpe, que, cuando no pudo tenerla más en silencio, comunicóla á su compañero, trazándole un plan horrible, é invitándole á que con él gozase á la peregrina hermosura.
Transcurrieron algunos meses, y durante este tiempo los pérfidos servidores maduraron su proyecto infame; y mientras encontraban ocasión propicia de llevarlo á efecto, crecía en el mísero corazón del esclavo aquel volcán de impuros apetitos y de lascivos deseos.
Asuntos particulares obligaron por su mal á don Luis á ausentarse algunos días de la casa, y cierta noche, á la hora de las Ánimas, cuando D.ª Aurora se disponía para recogerse, se vió sorprendida por el feroz negrazo, cuyo gesto y actitud demostraron bien pronto á la infeliz doncella el grave riesgo que su preciada honra en tales momentos corría.
Imposible le fué á la joven pedir socorro, é imposible le fué medir sus débiles fuerzas con las del esclavo, y éste huyó luego saboreando su bárbaro triunfo, ocultándose donde no creía llegase á ser capturado. Mas su compañero, que, horrorizado de aquel crimen desistió de tomar parte en él, cuando regresó D. Luis de su corto viaje contóle el caso, indicándole el lugar donde se refugiaba el autor de su deshonra.
Guardó silencio el caballero, sin que á nadie trascendiese lo que había ocurrido, y lanzóse en busca del servidor infame, á quien encontró al fin y dió muerte de certera estocada.
Al punto regresó ciego de ira á su domicilio, y al salirle al encuentro el otro esclavo se arrojó sobre él y lo estranguló, echando su cadáver en un pozo. Y quizás hubiera hecho lo mismo con su infeliz hermana, á no esconderse D.ª Aurora en el rincón más apartado del edificio.
Al siguiente día desapareció D. Luis, suponiéndose que se embarcó con rumbo á América, de donde no tornó jamás, y á los pocos meses la hermosa dama entró en un convento, que era entonces el lugar donde se acogían cuantos deseaban pasar tranquila la existencia.
«Que invirtáis todos mis bienes en proseguir con ahinco la fundación comenzada, para que sirva de asilo á religiosos cartujos cerca la orilla del río.»
J. Gestoso.
Magnífico y soberbio era á la verdad el monasterio que en las afueras de Sevilla, y á la derecha del Guadalquivir, poseían los frailes cartujos, y al evocar su recuerdo sentimos algo así como una sombra de envidia hacia aquellos dichosos seres que, alejados de miserias y cuidados, vieron deslizarse allí con la mayor tranquilidad las horas de esta breve y pasajera existencia.
La Cartuja ocupaba una grandísima porción de terreno, y «su aspecto exterior era más bien el de un pueblo, no pequeño, que el de un convento de anacoretas», según escribe González de León, que alcanzó á verlo cuando los frailes estaban en todo su apogeo.
Á más del edificio ocupado por los monjes y por el templo, había graneros y departamentos, repletos siempre de cereales y vituallas; almacenes de maderas, hierros, casas habitadas por trabajadores y criados, talleres de carpintería, jardines deliciosos, y huertas que rendían abundantes frutos.
La comunidad era bien numerosa; en las arcas de la tesorería se guardaban muchos millones en relucientes monedas de oro y plata, y en los estantes de la biblioteca infinidad de volúmenes raros y curiosos; en las bodegas exquisitos vinos, y en las despensas sabrosos manjares; y para que nada faltase á los frailes, los mejores artistas habían dejado en el convento numerosas joyas de arte de inestimable precio.
La Cartuja se fundó el año 1401 por el arzobispo de Sevilla D. Gonzalo de Mena, quien costeó los primeros trabajos para la erección del edificio, y dejóle á su muerte más de treinta mil doblas de oro.
En el lugar donde se comenzó á levantar tan soberbio edificio existía una ermita, en la que se conservaba una antiquísima imagen de la Virgen, llamada de las Cuevas, la cual fué colocada en el retablo mayor de la iglesia.
La suma donada por el Arzobispo fué á parar en gran parte á manos del Rey de Aragón, quien dispuso de ella para costear la guerra contra los moros; pero el adelantado de Andalucía D. Per-Afán de Rivera le dió á los frailes una cantidad igual á la que habían perdido, y entonces se siguieron las obras, que, merced á las muchas donaciones de otros caballeros, se terminaron después de mediar el siglo XV. Á propósito de esto extractamos estas curiosas noticias de la Historia eclesiástica del Abad Gordillo:
«Tenía el Arzobispo Mena un criado natural de Burgos, llamado Juan Martínez de Victoria, á quien había dado un canonicato de la Catedral... y teniéndole consigo en Cantillana, al tiempo de su muerte le encomendó la continuación de la fábrica y aumento del monasterio, y en su confianza le dejó treinta mil doblas de oro moriscas para que con ellas acudiese á su intento y confianza que de él hacía. El canónigo Martínez de Victoria tomó á su cargo la prosecución de la fábrica del monasterio. Fué esto en tiempo en que el infante de Castilla D. Fernando vino á Sevilla á buscar dinero para hacer la guerra á los moros. El Infante llamó al canónigo Victoria y le pidió las treinta mil doblas para la guerra; éste negó tener las doblas, y entonces el Infante determinó darle tormento, y se lo dió muy recio. Viendo que no declaraba, el Infante le hizo jurar que no tenía el dinero; y por no jurar en falso, Martínez de Victoria confesó dónde tenía la cantidad que tanto había defendido como fiel criado.»
Dado el poco espacio de nuestros apuntes, sólo nos detendremos en hablar de la iglesia de la Cartuja, que causaba admiración en todos los que la visitaban.
Llegábase á ella después de pasar un extenso patio, y era de una sola y amplia nave, de altos techos y macizas paredes de ladrillos y piedras. En los altares, que eran muchos y de varios gustos, existían hermosas figuras de Martínez Montañés y Roldán; cuadros debidos á los pinceles de Morales, Alonso Cano y Durero: la sillería del coro principal era obra de Duque Cornejo, y las estatuas que cerca de ella estaban colocadas fueron construídas por el florentino Torrijiano, según he visto escrito.
Ocupaba la sacristía mayor una hermosa pieza de buenas luces, de pintadas vidrieras, y de sólidas y labradas estanterías, en las cuales se guardaban riquísimas telas, preciosas joyas y toda clase de objetos para el culto.
El Arzobispo Mena, fundador de la casa, estaba enterrado en la capilla de la Magdalena, y en otra capilla, á expensas del primer Marqués de Tarifa, se construyó un soberbio mausoleo, donde fueron sepultados D. Per-Afán de Ribera, sus dos esposas, que yacen hoy en la Universidad, y desde 1512 hasta 1536 estuvieron allí en modesto nicho los restos de Colón, que, llevados á Santo Domingo, pasaron á la isla de Cuba en 1795, donde se encuentran actualmente.
La Cartuja fué casi destruída por los invasores soldados de Napoleón en 1811, y al marcharse éstos restauróse la iglesia, que se abrió al culto en 1816.
Cuando los nuevos frailes empezaban las obras de reparación del convento vino la exclaustración, y en 1843 se estableció en el edificio la fábrica de loza que tan conocida es en todas partes por sus productos, y de la cual nada diremos por parecernos que nos apartaríamos del principal objeto que nos ha movido á trazar estas líneas.
«Roldán dejó varios discípulos, entre ellos su hija Luisa, notable artista, á quien los sevillanos dieron el nombre de la Roldana.»
J. H.
Vamos á ocuparnos de la célebre escultora Luisa Roldán y Mena, conocida por la Roldana; y si bien son pocos los datos biográficos que de ella conocemos, sus obras son suficientes á llenar muchas páginas en su elogio.
Hija de Pedro Roldán, artista que trabajó mucho para los templos de Sevilla, aprendió desde pequeña la escultura, aventajando con el tiempo á su padre, el cual, aunque ejecutó algunas figuras no exentas de mérito, hizo muchas que no resisten la crítica más indulgente.
Nació la Roldana en 1656, y, como siendo muy joven quedó huérfana de madre, encargóse del gobierno interior de su casa, ayudando al mismo tiempo en las esculturas á su padre, sin abandonar por ello las labores domésticas, á que debe dar particular atención toda mujer hacendosa y prudente.
Con las lecciones que á diario recibía y con el talento de que la naturaleza la había dotado fué cada vez adelantando más en los trabajos que comenzaba, llegando á construir estatuas tan bellas como las que se encontraban en el extinguido convento de las Mínimas.
Cuéntase que por entonces, habiendo rechazado el Cabildo una escultura que por su encargo hizo Pedro Roldán, su hija la arregló de tal modo, que fué admitida por los canónigos con satisfacción extraordinaria.
Y no fué ésta la sola ocasión en que la Roldana corrigió á su padre, pues en la Virgen de los Dolores que existe en San Pablo y en el paso de la Mortaja de Santa Marina también puso sus manos, y por cierto con los mejores resultados.
Para la iglesia de San Bernardo ejecutó cuatro figuras, que merecen citarse por la verdad que tienen, por la sencillez de las actitudes y por los conocimientos anatómicos que revelan.
Representan tales esculturas á San Miguel, á San Agustín y á Santo Tomás, siendo la más notable la última, de la Fe, que como las anteriores se hallaba en el altar donde también existía el célebre cuadro de la Cena pintado en 1622 por Francisco Varela.
Cuando Pedro Roldán se encargó de construir el paso de la Oración del Huerto, de Monte-Sión, su hija le ayudó notablemente; y son de su mano, el ángel que sobre nubes se levanta bajo la palmera y los medallones de relieve que ostenta el zócalo en la peana.
Para la magnífica iglesia de San Miguel hizo Luisa Roldán la estatua de dicho arcángel, puesta en el retablo mayor, y de la que escribía un erudito historiador las siguientes palabras:
«La gallardía y franqueza del dibujo, la hermosura del joven rostro, en que á la vez se expresan el valor guerrero y la dulzura, y la exacta conclusión de las carnes y ropajes, es encantadora. Pocas veces se habrán ocupado las gubias de los escultores para cortar su madera con más acierto y facilidad.»
En lo que más sobresalió la Roldana fué en las figuras pequeñas; y existen de ella algunos niños admirables, que se conservan en los conventos de monjas.
La fama de esta mujer llegó hasta Madrid, y el desdichado monarca Carlos II la mandó llamar á la corte, nombrándola escultora de cámara y encargándole algunos trabajos con destino al monasterio del Escorial.
Desde el año 1695 la Roldana vivió en Madrid, hasta 1704, en que falleció víctima de una enfermedad aguda.
Su padre había muerto en 1700 sin dejar bienes algunos de fortuna y en medio de la soledad y el reposo de una casa de campo que tenía próxima á Sevilla.
Luisa Roldán, según los autores que la conocieron, fué de agradable rostro, de estatura proporcionada y de formas correctas; tenía un carácter dulce y expansivo: contrajo matrimonio con D. Luis de los Arcos, caballero, sevillano, de quien no tuvo hijos; y habiendo recibido aquella educación propia de su época, era muy dada á rezos y devociones, aunque sin extraordinarias mojigaterías.
«Es tu sér: que del coro empíreo vino al estilo y pincel vida y concierto.»
CÉSPEDES.
En varios templos de Sevilla, tales como la Catedral, San Roque, Santa Inés, San Bernardo, y también en el Museo Provincial, se encuentran muchos lienzos de un notable artista que floreció en los comienzos del siglo XVII, y cuyo nombre no será desconocido ciertamente para ninguno de nuestros lectores. Estos lienzos, que por el color y la manera especial con que están pintados se distinguen de todos, fueron ejecutados por Francisco Herrera, á quien para distinguirlo de sus hijos, que también al arte se dedicaron, se le da el nombre de Herrera el Viejo.
De la vida de este pintor, nacido en Sevilla en 1576 y muerto en Madrid el año 1650, se cuentan anécdotas y pormenores muy curiosos; y de ellos vamos á relatar uno que, no por ser algo conocido, deja de tener interés.
Á pesar de su talento y del mérito de las obras de Herrera, fué muy poco estimado de sus coetáneos, siendo causa de aquella indiferencia con que lo miraban el carácter violento, desabrido y colérico que poseía, por lo cual se vió precisado á pasar la mayor parte de su existencia alejado del trato de las gentes y encerrado en su casa, de donde en muy pocas ocasiones salía.
Allí, solitario y taciturno, pintaba sus lienzos, ayudado, según se dice, de una sirvienta, pues ningún joven quería ser su discípulo, y los que llegaban á tomarle por maestro se alejaban bien pronto de su lado, como hizo, entre otros muchos, el inmortal Velázquez.
Francisco Herrera tenía también muchos enemigos que se había acarreado por su insociable carácter, y eran los primeros que le hacían guerra sus compañeros de profesión, ninguno de los cuales dejaba de tener de él alguna queja ó motivo de resentimiento.
No sólo se ocupaba Herrera el Viejo en pintar hermosos cuadros como el Ultimo Juicio ó los Pasajes de la vida de la Virgen, sinó que también hacía bellísimos dibujos y grabados en bronce, que eran dignos de ser elogiados algo más que entonces lo fueron.
Lejos del mundo y olvidado de muchos vivía Herrera por los años de 1621, cuando empezó á levantarse contra él un rumor que cada día se hizo más insistente, y que parecía no estar desprovisto de fundamento. Decíase por todos que el pintor se dedicaba en sus soledades á labrar monedas falsas, y aseguraban muchos haberlas encontrado en su poder y estar dispuestos á presentar cuantas pruebas se ofreciesen.
Tanta intensidad, y tantos vuelos tomaron aquellos rumores, que la justicia tomó cartas en el asunto, y, avisado Herrera, corrió á refugiarse en el Colegio de San Hermenegildo, para donde había pintado algún tiempo atrás un magnífico cuadro, que estaba colocado en el retablo mayor y que representaba una apoteosis del mártir titular.
Pasó mucho tiempo, y un día del año 1624, en la casa en que se albergaba el pintor se empezaron á hacer grandes preparativos, arreglándola toda y disponiéndola como si alguna gran solemnidad fuera á celebrarse. Á la siguiente mañana el monarca Felipe IV, que se encontraba en Sevilla, visitó el Colegio de Jesuítas, acompañado de la Reina y de gran número de personajes de la corte, recorriendo con detenimiento las galerías, patios y dependencias del edificio, y llegando al templo, donde lo primero que llamó su atención fué el gran cuadro de San Hermenegildo que en el altar mayor estaba colocado.
Permaneció el Monarca un buen rato contemplando aquella soberbia obra de arte, y tanto le agradó, que mostró deseos de saber el nombre del que la había ejecutado.
Díjole entonces uno de los padres jesuítas que aquel cuadro estaba pintado por un monedero falso, que, á fin de librarse de la persecución de la justicia, se había refugiado en aquel convento.
Entonces contestó el Rey:
—En esta causa soy yo el juez y la parte; venga, pues, el artista monedero, que tengo ganas de conocerlo.
Avisado Herrera, de allí á poco se presentó en la iglesia, arrojándose á los pies de Felipe IV todo conmovido y temeroso.
Entonces el Rey le dijo, después de mirar un rato el soberbio lienzo:
—Quien tales obras ejecuta no ha menester más plata ni oro;—y tocando con sus manos la frente de Herrera, que yacía hincado de rodillas, añadió:—alzad, que estáis ya libre, siempre que no volváis á incurrir en tan feo delito como el de que se os acusa.
Herrera el Viejo no pudo contener su emoción ante aquel rasgo del Monarca, y á pesar de ser duro de corazón y nada sensible, sus ojos se arrasaron de lágrimas, y con frases entrecortadas por la emoción dió las gracias al Rey, quien hizo grandes elogios de la pintura que en el altar mayor se ostentaba.
Este cuadro de San Hermenegildo puede admirarse hoy en el extenso salón del Museo Provincial, donde es una de las verdaderas joyas que le enriquecen.
«Él ofendió á mi marido, y de ello fuí yo la causa; y con todo esto le quiero y lo tengo acá en el alma.»
(Romancero de Gazul.)
Hojeando un libro hace mucho tiempo, que de la historia de Sevilla trataba, encontramos el asunto del dramático suceso que vamos á narrar; y como dudásemos algo del caso, hemos preguntado ahora á distintas personas versadas en noticias de nuestra población, las cuales nos han asegurado ser cierta, más no en todos sus detalles, la tragedia, que ocurrió de modo distinto á como en el libro decía.
Entre los buenos edificios que existen en la histórica calle de las Armas hay uno de construcción antigua, de hermosa fachada y de extensas proporciones, que se comunicaba con el abandonado callejón de los Estudiantes por un postigo que ha desaparecido.
Era morador de esta casa á fines del siglo XVII un caballero de edad algo avanzada y de buena fortuna, que para su desgracia había contraído matrimonio con una joven linda y dotada de un corazón volcánico y apasionado.
Creíase dichoso el buen señor, sin que ningún pesar turbara la calma en que vivía, entregado á su afición predilecta, que era la floricultura, y enamorado de D.ª Elvira, mujer en quien tenía absoluta confianza, sin que nunca cruzara por su mente la idea atormentadora de los celos.
Pero mientras él cuidaba las macetas y arreglaba las flores de su jardín, álguien había tenido ocasión de acercarse á la joven esposa y deslizar en sus oidos palabras de amor y frases apasionadas, que, despertando en el corazón femenino deseos que parecían olvidados, hicieron nacer un amor ilegítimo, pero profundo, arraigado y sincero.
La confianza del marido prestaba alientos á los enamorados, quienes, sabiendo ocultar aquellos sentimientos que les unían, nunca dieron el menor motivo á la más leve sospecha de nadie ni á la más ligera murmuración.
Sin embargo de esto, al cabo de muchos meses hubo álguien que creyó descubrir un leve indicio, y espió con cautela para conseguir su intento. Una astuta criada de D.ª Elvira comenzó á dudar de la fidelidad de su señora, y después de no pocas observaciones y hábiles pesquisas, notó que casi todas las noches, cuando el reloj daba la una y la casa yacía en profunda oscuridad y silencio, una sombra se deslizaba por el patio, entreabría con sigilo la puerta que comunicaba al jardín y cruzaba éste; luego descorría el cerrojo del postigo que daba al callejón de los Estudiantes, y á los pocos momentos solía penetrar en él un bulto, que en unión de aquella sombra se ocultaba en una pequeña habitación que cerca del jardín existía.
¡Cuán ajenos estaban los cautos amantes de que sus dulces coloquios y sus naturales expansiones tenían un testigo que no eran ciertamente los frondosos árboles, ni la blanca luna que en el trasparente cielo se alzaba!
La astuta sirvienta, convencida hasta la saciedad de la grave falta que D.ª Elvira cometía, demostró por ella tan mala voluntad, que con el mayor disimulo y la más pérfida astucia hizo llegar al confiado marido la horrible noticia de su deshonor, oculto para el mundo durante tanto tiempo.
Pero el viejo no era hombre de violento carácter ni de grandes bríos, y en vez de tomar rápida venganza, calló como si nada supiera, y siguió cuidando sus flores y contentando á su esposa, mientras en su cerebro maduraba un plan terrible y sangriento.
Seguía el jardín siendo punto de las citas que con su amante tenía D.ª Elvira, y al mediar la noche nunca faltaba ella á descorrer el cerrojo del postigo por donde entraba su rendido y constante adorador.
El año 1697 tocaba á su término, y en una de las de aquel Diciembre la infiel esposa cruzaba á la hora convenida el solitario jardín con el ánimo casi tranquilo y el pecho lleno de ilusiones y de deseos, que pronto iban á verse satisfechos una vez más.
Aunque las sombras que rodeaban á D.ª Elvira eran profundas, ya conocía el camino, y con seguro paso llegó á la puertecilla y, una vez abierta, aguardó la primera caricia del hombre á quien amaba.
Á los pocos instantes un hombre embozado hasta los ojos apareció en el dintel; pero lejos de estrechar entre sus brazos á la dama, se le acercó rápidamente, y sacando de entre los pliegues de su capa un enorme cuchillo, lo hundió con violencia en el seno palpitante de D.ª Elvira, que como herida por un rayo cayó en tierra, exhalando su vida en un indescriptible sollozo. El embozado salió de nuevo, y cuando instantes después vió entre la oscuridad de la calleja que un hombre penetraba con cautela por el postigo, cerró éste por fuera con llave, y salió con precipitación, dando vuelta al edificio, en cuyo patio aguardábale la delatora sirvienta.
Al ruido y las voces que luego en el jardín se oyeron acudieron los criados que dormían, y el dueño de la casa, aparentando la mayor sorpresa; pudiendo entonces ver todos á D.ª Elvira en el suelo con el pecho ensangrentado, y junto á ella un hombre, á quien tomaron por autor del bárbaro asesinato. Este hombre fué preso, y ahorcado más tarde, sin que se supiera hasta muchos años después la verdad de lo ocurrido en aquella terrible noche, y por confesión de la criada cuando estaba en el lecho de muerte.
«¿Quién de tus bellas Vírgenes la norma, gran Murillo, te dió? ¿Dónde las viste, ó cómo al mundo presentar supiste tipos celestes con humana forma?»
M. A. Príncipe.
El gran pintor, gloria de España y honra de su siglo, que tan acabadas pruebas de su genio ha legado á la posteridad, debe tener un recuerdo entre estos apuntes; y al tomar ahora la pluma, á él vamos á dedicar las presentes líneas.
Bartolomé Esteban Murillo, hijo de nuestra población, pasó en ella su tranquila y laboriosa existencia consagrado al arte, sin que por entonces su nombre, hoy universal, llegase á ser conocido apenas fuera del círculo de sus amigos. Uníase en él la modestia al genio, y por esta causa rehusó cuantas ocasiones se le presentaron de adquirir esos títulos y honores que tanto buscan otros hombres sin mérito alguno para obtenerlos.
En la humilde casa donde vivía el gran maestro pintaba sus lienzos prodigiosos, y pasando del taller á la iglesia ó al convento para donde se ejecutaron, quedaban allí, limitándose el triunfo que alcanzaba el artista á bien poca cosa.
Juan del Castillo, pintor que residía en nuestra ciudad por los años de 1640, tuvo la honra de ser el que enseñó á Murillo los primeros rudimentos del arte, sin que jamás llegara el discípulo á imitar en nada el estilo del maestro, como puede verse en los cuadros que del segundo existen en el Museo y en varios templos y capillas.
Con sólo las lecciones que había recibido, comenzó Murillo á pintar siguiendo su propia fantasía, hasta que encantado por las obras de Frutet y de Pedro de Campaña, y deseando admirar los tesoros artísticos que se encontraban en el Real Palacio de Madrid, trasladóse á la corte en 1643, donde se encontraba el insigne Velázquez, con quien hizo buena amistad, y tuvo ocasión de estudiar los mejores modelos. Cuando á los dos años regresó á Sevilla, de donde había salido sin participar ni á sus amigos el viaje, comenzó á trabajar con verdadero empeño, causando bien pronto la admiración de cuantos tuvieron ocasión de contemplar las obras que sus pinceles producían.
Desde el 1648 hizo para la Catedral los cuadros de San Leandro y San Isidoro, el San Antonio de la capilla del bautismo, las mártires Santas Justa y Rufina, San Fernando, San Hermenegildo, los cuatro Arzobispos de la diócesis, la magnífica Concepción, el Ecce-homo y otros varios, trabajando también en la restauración de la Sala Capitular, que por entonces sufrió algunas obras.
Cuando el piadoso caballero D. Miguel de Mañara construyó la iglesia del Hospital de la Caridad, Murillo pintó para ella ocho lienzos, que están reputados por los mejores que hasta entonces había producido.
Innumerables fueron los cuadros que ejecutó desde entonces hasta el 1680, y entre ellos sólo citaremos varias Concepciones, en las cuales ni antes ni ahora ha tenido rival; el Retrato de D. Justino Neve, San Pedro, la Virgen con el Niño y los dieciocho que pintó para el monasterio de Capuchinos.
Salió Murillo de su querida ciudad poco tiempo después, dirigiéndose á Cádiz, donde comenzó la que había de ser su última obra. Estando un día trabajando en el lienzo que representa los Desposorios de Santa Catalina, tuvo la desgracia de caer del andamio en que se hallaba subido, lastimándose varias partes del cuerpo.
Trasladáronle entonces á Sevilla, donde al poco tiempo de su llegada, habiéndose agravado en su dolencia, falleció el día 3 de Abril de 1682, á las cinco de la tarde, mientras estaba dictando su testamento.
Su cadáver fué enterrado en la parroquia de Santa Cruz, colocándose sobre el nicho una modesta lápida, en la cual se dibujó un esqueleto y la frase siguiente: Vive moriturus.
Cuando el derribo de la iglesia se perdieron los restos del gran pintor, siendo imposible encontrarlos, á pesar de cuantas diligencias se hicieron después.
Bartolomé Esteban Murillo nació en una casa de la calle Tiendas, y su partida de bautismo, que se conserva en San Pablo, dice así:
«En lunes primero día del mes de Enero de mil y seiscientos y dieciocho años, yo el licenciado Francisco Heredia, beneficiado y cura de esta Iglesia de la Magdalena de Sevilla, bauticé á Bartolomé, hijo de Gaspar Esteban y de su legítima mujer María Pérez. Fué su padrino Antonio Pérez, al cual amonesté el parentesco espiritual, y lo firmé. Fecha ut supra.—Licenciado Francisco Heredia.»
Terminaremos estos breves apuntes con el acta de su enterramiento, que, según la copia que tenemos á la vista, dice así:
«En cuatro de Abril de mil seiscientos ochenta y dos años se enterró en esta iglesia de Santa Cruz de Sevilla el cuerpo de Bartolomé Murillo, insigne maestro del arte de pintura, viudo que fué de doña Beatriz Cabrera y Sotomayor: otorgó su testamento por ante Juan Antonio Guerrero, escribano público de Sevilla, y dijo la misa de cuerpo presente el licenciado Francisco González de Porras.»
«En vano, dueña, es callar ni hacerme señas que nó; he resuelto que sí yo, y os tengo de acompañar: y he de saber dónde vais, y si sois hermosa ó fea, quién sois, y cómo os llamáis, y aun cuanto imposible sea.»
ESPRONCEDA.
El suceso que nos mueve á tomar la pluma no es de aquellos que ocupan un lugar más ó menos importante en los anales de Sevilla; pero á pesar del silencio que sobre él guardan las historias, bien creemos hacer en sacarlo á luz, pues no nos merece duda su autenticidad.
Hé aquí el caso como lo hemos oído á personas respetables, que de igual modo lo oyeron referir á sus padres y abuelos.
En los primeros años del siglo XVII era muy conocido en Sevilla y estimado por personas de todas las clases sociales un joven de gallarda presencia, de esmerada educación y de pingües rentas, llamado D. Álvaro González de Aguilar, oriundo de una ilustre familia granadina, y nacido y educado en la capital de Andalucía. Hombre mozo de ardiente sangre, y sin el freno de respetables personas, llevaba D. Álvaro una vida alegre y bien poco ordenada, tomando siempre muy principal parte en todos aquellos lances y aventuras de los que esperaba sacar algún provecho, sin que le hiciera desistir de ello el mayor ó menor riesgo que se exponía á correr por llevarlos á cabo.
Nuestro joven era gran adorador del sexo bello, y no por cierto de los platónicos; que de haber sido de éstos más de una vez hubiérase librado de graves compromisos que en distintas ocasiones le estrecharon, y de los que había logrado salir por su destreza y valentía unas veces, y otras por sus auríferos doblones, que D. Álvaro prodigaba cuando era caso como hombre generoso y conocedor de los corazones femeninos.
González de Aguilar no era ciertamente un calavera provocador, corrompido y vicioso; sus excesos no llegaban á vergonzosas degradaciones; solamente en ocasión muy rara daba alimento á las murmuraciones con sus aventuras, que dicho sea en verdad, ni á la honra de su casa ofendían, ni al nombre que llevaba imprimían mengua.
Una noche de principios de otoño de 1605 vagaba D. Álvaro por los intrincados y sombríos callejones del barrio de Santa Cruz sin rumbo fijo, muy embozado en su amplia capa, con el sombrero hacia los ojos y con la imaginación abstraída en muchos y varios pensamientos.
Era la noche aquella en que rondaba el joven noche de luna clara, merced á la cual podían distinguirse los lugares que recorría; pues en lo tocante á alumbrado artificial no había por allí ni siquiera la socorrida lamparilla de un retablo, que pudiera servir de guía al extraviado caminante por aquellas tenebrosidades.
Cuando más abstraído parecía el apuesto joven en sus pensamientos, oyó lejanos pasos que avanzaban en dirección igual á la suya; y como pudiera apreciar ser aquéllos por lo breves y menudos pasos de mujer, activó los suyos D. Álvaro hasta colocarse cerca de la persona que á tan desusada hora recorría sitios tan poco frecuentados. Era ésta, como supuso, una dama; pero tan envuelta iba en su negro manto, y con tal destreza, se recataba el rostro, que era imposible distinguir sus facciones, pudiendo asegurarse sólo que su cuerpo era esbelto y su andar gallardo y airoso.
Siempre ha sido el barrio de Santa Cruz, como ya hemos dicho en otro lugar, uno de los más á propósito de Sevilla para aventuras y lances de todas especies; y si hoy todavía tienen fama aquellas callejas por lo sombrías, misteriosas y solitarias, calcúlese el lector lo que serían en la época del suceso que vamos á referir.
Acercóse González de Aguilar á la desconocida, no tardando en dirigirle algunas frases galantes, que no obtuvieron contestación alguna, con lo cual acrecentóse la curiosidad del galanteador y nació en su pecho vivo deseo de dar digno remate á la que ya consideraba como feliz aventura.
Siguió la tapada sin detenerse ni precipitar el paso, y siguió el joven cerca de ella, apurando todos los recursos de su ingenio para poderla hacer hablar, cosa que le fué imposible conseguir en muy largo espacio de tiempo, notando él con cierta extrañeza que la dama tampoco debía llevar dirección fija en su marcha, pues con frecuencia volvía á la misma calleja por donde antes había pasado, rodeaba una manzana de edificios para salir al mismo lugar, ó cruzaba una plazuela para internarse de nuevo en otra travesía lóbrega que ya tenía recorrida.
Pasaba así el tiempo, y D. Álvaro comenzaba á desesperarse; todas las casas estaban cerradas, el silencio era absoluto, y el frío de la noche comenzaba á molestar al galanteador impenitente. De pronto lo dama se detuvo, volvióse hacia Gonzalo de Aguilar, y con voz firme y tono misterioso le dijo:
—¿Estáis dispuesto á seguirme mucho tiempo?
—Si no os es enojosa mi compañía,—contestó D. Álvaro—estaré cerca de vos toda la noche.
—Decidido estáis, caballero—replicó la tapada; y apartando el manto de su rostro, dejó ver á la luz de la luna una cara hermosa y joven, de facciones correctas y sensuales, en la que se destacaban dos grandes ojos, negrísimos y brillantes, sombreados de largas pestañas.
Pronto comprendió nuestro galán que su conquista no era una de tantas busconas como le salían al paso muchas noches; y al contemplar las perfecciones de aquel rostro, las redondas curvas que bajo los pliegues de aquel manto se adivinaban, y aquel elevado seno aprisionado en ajustado corpiño, no pudo menos, á fuer de perfecto amador, que aumentar sus palabras galantes y en extremo expresivas.
Guardó la hermosa silencio mientras D. Álvaro expresaba con la mayor vehemencia sus amorosos pensamientos, y cuando pareció haber terminado le dijo:
—Si vuestras palabras son verdaderas, seguidme, que no os pesará haberme acompañado por estas soledades.
Un momento después los dos personajes se ponían en marcha; pero entonces iban muy juntos y hablaban en voz muy baja. Algunas calles más recorrieron con lentos pasos, con los brazos enlazados y la mayor satisfacción por parte del caballero, llegando á salir por último á una calleja, formada la acera derecha por una larga tapia de los jardines del Alcázar y la izquierda por algunas casuchas de pobre aspecto. Esta calleja, perteneciente á la antigua Aljamia de los judíos, se llama hoy Muro del Agua, y apenas ha sufrido alteración alguna desde la época del suceso que vamos relatando.
Cuando la rendida pareja llegó á aquel lugar, ella sacó de entre los pliegues del manto una llave, y abriendo con ella una puertecilla baja y estrecha, formada toscamente en el muro, invitó á entrar á D. Álvaro.
El mancebo se encontró en una habitación de regulares dimensiones y modesto mobiliario, alumbrada por un colosal velón puesto sobre una mesa de pino. Había también en aquella estancia un arca vieja, algunas sillas, y en el fondo, revueltas sin cuidado alguno, las ropas de un lecho.
D. Álvaro se despojó de su capa y tomó asiento, preparándose á pasar un rato en extremo agradable; había tomado ya gran confianza con la hermosa dama, y no tardó en entablarse entre los dos un amenísimo diálogo, donde abundaron las frases galantes por parte del mancebo y las palabras tiernas por la de la dama, cuyos pudores y escrúpulos estaban vencidos en toda línea.
Al poco tiempo, por indicaciones de González de Aguilar, la hermosa se dispuso á salir, pues viniéronle deseos á él de apurar algún vaso de vino que le alegrase en la amorosa velada, y ella aseguróle que en una casa próxima había un amigo que se prestaría á darlo de la mejor gana.
Salió la bella, y cuando D. Álvaro quedó solo comenzó á pasear la habitación, y fijándose en las ropas del lecho, que en un rincón yacían, tiró de un lienzo blanco que parecía tapar alguna cosa, y al instante retrocedió espantado, lanzando un grito indefinible. Bajo aquellas ropas había descubierto una cosa horrorosa: el cuerpo de una persona, cubierto de sangre y mutilado con la mayor crueldad.
El caballero, con los ojos desmesuradamente abiertos, el cabello erizado y descompuesto el rostro, tuvo aún fuerzas para recoger el velón y aplicar la luz á aquel rincón de la sala. Era el cuerpo de un hombre joven, tenía la cabeza separada del tronco, tronchadas las piernas y cortadas ambas manos por las muñecas. La luz cayó de sus manos, y quedó á oscuras. D. Álvaro buscó á tientas la puerta, presa del mayor terror, y cuál no sería su angustia al notar que estaba cerrada por fuera. Entonces, y haciendo un supremo esfuerzo, trató de abrirla con desesperación, valiéndose de sus manos, dando porrazos con sus pies, y procurando, por último, hacer saltar la cerradura con la punta de su espada. Este recurso extremo le proporcionó el placer de encontrarse en la calle, después de haber sufrido los minutos más terribles de su vida; pero cuando se consideraba libre y comenzaba á retirarse con precipitados é inciertos pasos de aquel sitio, vió de pronto aparecer cerca de él dos embozados con las espadas desnudas, que, acompañados de la dama, se disponían á acometerle. D. Álvaro se volvió hacia atrás, y sacando fuerzas de flaquezas emprendió la más rápida carrera que le fué posible, internándose entre los revueltos callejones, donde merced á las tinieblas pudo escaparse de la persecución de que era objeto.
Cuando estuvo ya solo, no pudo resistir por más tiempo las impresiones que había, recibido, y cayó al suelo sin conocimiento.
Al volver en sí era ya día claro, y unos vecinos de la plaza de D.ª Elvira lo habían encontrado al amanecer, y suponiendo por su tipo y porte que era persona distinguida, lo recogieron, prodigándole toda clase de cuidados. D. Álvaro refirió á todos lo que le había acontecido: dióse parte á la justicia, y cuando ésta se presentó en la casa no encontró ni el mutilado cadáver ni la más leve señal de que allí hubiese habido álguien recientemente. La accesoria estaba vacía y desalquilada desde mucho tiempo antes, no siendo posible, apesar de cuantas diligencias se practicaron, descubrir nada de aquel crimen, que quedó envuelto como otros tantos en el misterio, así como sus tenebrosos autores.
«Se encargó á la pericia del célebre rejero Sebastián Conde la construcción de una cruz de hierro.»
Velázquez y Sánchez.
Las calles de nuestra población estaban en lo antiguo llenas de arquillos, retablos y cruces, que les daban un aspecto por demás sombrío é interceptaban el paso de los transeuntes.
Era una de las más famosas de las cruces la que se alzaba frente al convento de las Mínimas, y de cuya historia vamos á hacer un breve extracto.
Los vecinos devotos del barrio del Salvador acordaron en 1692 colocar una cruz de hierro en la confluencia de las calles Sierpes (que entonces se llamaba Espaderos) y Cerrajería, encargando su construcción á Sebastián Conde, famoso maestro rejero, que por su habilidad y pericia gozaba de bastante nombre en aquella época.
Instalóse la Cruz el 1.º de Noviembre del ya citado año, después de haber dado permiso el Ayuntamiento, celebrándose en el lugar donde fué colocada una solemne función religiosa, que se repetía todos los años el 3 de Mayo, hasta que en 1729, con motivo de la visita de la Corte á Sevilla, se condujo la Cruz al convento de las Mínimas, para restituirla á su sitio cuando terminasen las fiestas. Pero transcurrió el tiempo sin que tal idea se llevase á cabo, y esto dió lugar á que en la sequía de 1734 pidiesen los vecinos su reinstalación, la cual se llevó á efecto coincidiendo con ella una abundante lluvia, que todos tuvieron como palpable milagro.
Volvió á quitarse la Cruz en 1796, y otra vez instalada, tornó á removerse en 1816, cuando las Princesas del Brasil pasaron por nuestra capital con dirección á la corte de España.
Por último, en 1818 se colocó nuevamente, desapareciendo al fin en 1847, y siendo llevada al museo arqueológico instalado en el ex-convento de la Merced, donde en la actualidad se encuentra.
Esta Cruz, acerca de la cual corrían en boca del vulgo no pocas tradiciones, es una obra de gran trabajo, aunque no de muy buen gusto.
En los primeros años del siglo XVIII fué muerto en desafío al pie de ella un caballero de la nobleza sevillana, famoso en su tiempo por sus amoríos y su vida galante y aventurera.
La muerte de este caballero quedó envuelta en el misterio, sin que la justicia pudiera sacar nada en claro de las averiguaciones que se hicieron; y es fama que el santo tribunal de la Inquisición tomó cartas en el asunto, y por su mandato cesaron todas las diligencias y todas las investigaciones.
Años después acostumbraba á colocarse todas las noches al pie de la cruz de la Cerrajería un hombre de aspecto venerable, el cual, hincado de rodillas, parecía orar con la mayor devoción, pasando allí horas enteras con la cabeza baja, como sumido en profundas meditaciones.
Pero cuando después del toque de Queda pasaba cerca del devoto algún trasnochador, veía con gran sorpresa que el pecador contrito se erguía con la mayor presteza, y sacando una enorme navaja de la capa, desbalijaba al transeunte de cuanto dinero ó ropa llevaba encima.
Por los años de 1800 al pié de la Cruz se celebraban alegres festejos populares, y en las noches de primavera y estío se adornaba de flores y de farolillos, reuniéndose en el corro los majos y majas, que bailaban al són de guitarras y castañuelas.
En la cruz de la Cerrajería solían hacer estación las hermandades del Rosario que á media noche recorrían las calles de la ciudad, y que no siempre terminaban con el mayor orden, pues en muchas ocasiones se promovían algaradas y motines, en los que tuvo más de una vez que intervenir la ronda para poner en paz á los fervientes devotos, que con la mejor buena fe se propinaban sendos garrotazos, labrando así la fama de que hoy gozan los Rosarios de la Aurora.
Se dice que en la Cerrajería existió también otra cruz de madera, adosada al muro de una casa; pero acerca de ésta conocemos bien escasos detalles, y por tal motivo dejamos de ocuparnos de ella.
«Pero los seres que, teniendo conciencia, se cubren con el antifaz de la hipocresía, fingiendo la virtud que más conviene á sus designios, no son ya viciosos, sinó criminales.»
Adolfo Llanos.
Pocos de nuestros lectores habrán oído el nombre de este militar, cuya historia no deja de ser interesante y curiosa, y á título de lo qué vamos á narrarla, siguiendo para ello las escasas noticias que de dicho sujeto hemos podido encontrar.
D. Gaspar de Yelves era descendiente de una conocida familia de Castilla la Nueva, y nacido en nuestra ciudad poco antes de mediar el siglo XVII, siendo educado con bastante esmero por sus padres, señores muy amantes de sus rancios pergaminos y del mayor ó menor brillo de su casa.
Apenas tuvo la edad precisa D. Gaspar, ingresó en el ejército y militó largos años bajo las órdenes de algunos ilustres caudillos, encontrándose en las campañas de Portugal sostenidas por el rey Felipe IV, y en otras guerras, donde se distinguió por su bravura y arrojo.
Cansado ya de la vida agitada, y no queriendo correr, según parecía, más riesgos, D. Gaspar Yelves se retiró del ejército y contrajo matrimonio con una dama rica y huérfana, en compañía de la que parecía disfrutar de la mayor tranquilidad y ventura.
Hacia el año 1672 D. Gaspar y su esposa vivían en una casa de buen aspecto, que estaba situada en la calle de Alfaqueque, y frecuentaban el trato de las personas más conocidas y principales del barrio de San Vicente, quienes les guardaban toda clase de deferencias y atenciones.
El Capitán Yelves era, así en su trato como en sus modales, un perfecto caballero, y era hombre muy instruído y de amena conversación, que se captaba las simpatías de todos por su carácter franco y expansivo y por su esplendidez y generosidad.
Ajeno de cuidados parecía vivir al lado de su esposa, y cuantos le trataban creíanle feliz y dichoso, no faltando muchos que le envidiasen y se hicieran lenguas de las buenas cualidades que poseía.
Al poco tiempo de instalarse D. Gaspar Yelves en su domicilio de la calle Alfaqueque, comenzó á hacer algunos viajes, que le tenían alejado de su casa varios días y semanas; y, según su mujer manifestaba á los que iban á verle, negocios relacionados con unos bienes que estaban en pleito eran los motivos de las ausencias del marido.
Nadie ponía esto en duda, y todos creían de buena fe á la señora, cuyas palabras gozaban el mejor concepto.
Por los años de 1695, y cuando España atravesaba una situación harto lamentable bajo el reinado del Hechizado Monarca, aparecieron en los campos andaluces unas numerosas partidas de bandoleros, que con la mayor audacia llevaban á cabo robos y atropellos incalificables, cometiendo también crueles asesinatos y brutales excesos.
Estas cuadrillas de ladrones eran el terror de la gente honrada; y aunque las autoridades ponían en juego toda clase de resortes, nunca podían echar mano á aquellos foragidos, que con exquisita táctica sabían burlar á la justicia, y eran tan diestros en borrar las huellas de sus pasos, como sanguinarios en la comisión de sus execrables delitos.
El capitán retirado D. Gaspar de Yelves seguía mientras tanto haciendo sus frecuentes viajes, y el último que hizo á mediados del 1697 se prolongó tanto, que puso en cuidado á su esposa y á cuantos eran sus amigos.
Por aquellos días habían verificado los bandoleros un robo de gran consideración en una iglesia, y fué tanta la actividad que se desplegó entonces por la justicia, que no tardaron en ser capturados algunos de los autores del hecho, siendo conducidos á la cárcel de Sevilla y ahorcados en el mes de Enero de 1698 en la plaza de San Francisco.
Cuando el que aparecía como jefe de la partida llegó al patíbulo, algunos de los que presenciaban la triste escena no pudieron contener un grito de admiración y sorpresa. El capitán de los bandidos era el capitán retirado D. Gaspar Yelves, que de tantas simpatías y consideraciones gozaba en Sevilla.
La cabeza del reo—según dice un autor—estuvo tres días pendiente de una escarpia en la fachada de la casa de la calle Alfaqueque, y el cuerpo fué descuartizado, según la bárbara costumbre de aquellos tiempos.
«Dignos son de la residencia de un príncipe los jardines, el parque y el palacio de San Telmo.»
J. Guichot.
En las afueras de la extinguida puerta de Jerez, y hacia la orilla del río, se alza un magnífico palacio que sirve de habitual residencia á una Infanta de España tan virtuosa como estimada del pueblo de Sevilla.
Este edificio, que ocupa una amplia extensión de terreno, es de los más hermosos que existen en la capital, no sólo por la posición en que se encuentra situado, sinó por el lujo de sus salones y sus comodidades y desahogo.
En él estuvo el Colegio de San Telmo, de cuya historia vamos á hacer un breve extracto, que no hará mal entre estas breves noticias que vamos reuniendo.
D. Fernando Colón, hijo del insigne navegante, propuso en 1539 al emperador Carlos V la fundación de un Colegio en el cual se instruyese á los niños huérfanos para destinarlos á la marinería y pilotaje.
Propuso también aquel docto y sabio bibliófilo que dicho Colegio se estableciera en lugar próximo al río, en el barrio de los Humeros y en terrenos de su propiedad, demostrando vivos deseos de que se organizara una clase especial de Matemáticas, á la cual serían llamados los mejores profesores de esta ciencia que entonces había en España, y que por cierto no eran muchos.
El loable proyecto de D. Fernando no encontró apoyo en el Emperador ni en las personas de influencia y dineros; y al morir el hijo del Almirante quedó olvidado, hasta que, cerca de dos siglos después, Carlos II ordenó la fundación del Colegio, nombrando Juez al Presidente de la Contratación, y disponiendo que lo administraran los individuos de la Universidad de Mareantes establecida en el populoso barrio de Triana desde mediados del siglo XVII.
Construyóse el edificio cerca de la puerta de Jerez, siguiendo la opinión de inteligentes alarifes, dando comienzo los trabajos en 1682 y terminándose éstos en 1733.
La portada principal del Colegio (que era tal como se encuentra) es de pésimo gusto, recargada de adornos y estatuas, y pertenece al estilo churigueresco. Según hemos visto en algunos papeles consultados para escribir estos apuntes, costó la obra 50.000 pesos, y duró desde el 1725 hasta el 1797.
De aquel Colegio salieron no pocos hombres notables, y los nombres de muchos de ellos han pasado á la posteridad, que los admira.
El rey Carlos III dió nuevas ordenanzas al colegio de San Telmo, que desde entonces, extinguida ya la Universidad de Mareantes, dependió del Ministerio de Marina.
El año 1850 suprimióse el Colegio, y el amplio y hermoso edificio se cedió á los Duques de Montpensier, los cuales establecieron allí su residencia, después de llevar á cabo muchas é importantes reformas en el vasto local.
En sus salones reunieron objetos de gran valor, antigüedades y muebles riquísimos, y con ellos una colección de cuadros de autores españoles, italianos y franceses, entre los cuales figuraban Murillo, Velázquez, Zurbarán, Morales, Frutet, Piombio, Bessano, Valdemeulen, Duval y otros muchos; pero esta riquísima galería de obras pictóricas se ha deshecho en gran parte, pasando las obras á poder de individuos de la familia Real.
Los jardines que rodean el palacio son quizá los más deliciosos de cuantos existen en la ciudad; y lo mismo en los serenos días de invierno, que en las agradables tardes de primavera y estío, ofrecen al que pasea por ellos grato solaz y agradable y honesto esparcimiento.
Hace poco tiempo S. A. R. la Infanta viuda de Montpensier ha llevado á cabo un buen rasgo de generosidad, cediendo gran parte de estos jardines al pueblo de Sevilla para que pueda disfrutar de ellos. Actualmente, llevadas á cabo las obras necesarias para abrir aquellos jardines al público, son de los más concurridos de la capital.
«¡Gran lástima fué la demolición de una puerta como la de Triana, que tanto mérito tenía!»
C. P.
La más hermosa y acabada de cuantas puertas tenía Sevilla era la de Triana, á la que vamos á dedicar un recuerdo, que quizá sea leído con gusto por los que alcanzaron á verla.
Debióse su traza, según la opinión más recibida, al notable arquitecto Juan de Herrera, que tan soberbios monumentos dejó en nuestra ciudad, y quedó concluída á fines del año 1588, derribándose para hacerla otra antigua puerta que estaba á la entrada del barrio de la Cestería.
Constaba la puerta de Triana de un solo cuerpo de arquitectura, de orden dórico, y presentaba dos soberbias fachadas de gran elevación y magnífico aspecto. Á ambos lados de su arco existían cuatro colosales y estriadas columnas, que descansaban en sólidos pedestales y sostenían una gran cornisa, en la que se hallaba un balcón espacioso y de largas dimensiones; rematando el monumento en un ático triangular, adornado de estatuas de regular tamaño y vistosas pirámides hábilmente labradas.
Bajo la cornisa del balcón existía una lápida, cuya inscripción latina decía lo siguiente, según la traducción de un escritor muy versado en las antigüedades de nuestra ciudad:
«Siendo poderosísimo rey de las Españas y de nuestras provincias por la parte del orbe Felipe II, el amplísimo Regimiento de Sevilla juzgó deber ser adornada esta puerta nueva de Triana, puesta en nuevo sitio, favoreciendo la obra y asistiendo á su perfección D. Juan Hurtado de Mendoza y Guzmán, Conde de Orgaz, superior vigilantísimo en la misma floreciente ciudad en el año de la salud cristiana de 1588.»
En la Puerta que vamos describiendo hallábase el extenso salón llamado el Castillo, donde estaban las celdas que servían de prisión á los nobles y caballeros de importancia.
Era esta Puerta la que más se adornaba en las festividades públicas, no se cerraba á ninguna hora de la noche, y por ella entraron los monarcas Felipe V, en 1729; Carlos IV, en 1796; Fernando VII, en 1823, y la reina Isabel II, en 1862.
Delante del monumento se extendía el espacioso llano donde después se ha construído la calle Reyes Católicos, y este lugar era sumamente concurrido por los desocupados, que allí acudían á tomar el sol en invierno, y á refrescarse en las noches de estío.
Cerca del arco de la puerta se encontraba á principios del siglo, en un hueco de la pared, el célebre cafetín llamado de Julio César, donde se reunían los rateros y truhanes que mejor cobraban el barato y tenían siempre cuentas pendientes con la justicia.
En los días de toros el aspecto de los alrededores de la puerta de Triana era en extremo alegre y animado, pues por debajo de aquel arco pasaban las manolas, vestidas con ricos trajes; los majos, de redecilla y castoreño, y los calesines, tirados por fogosas jacas, adornadas de borlas, campanillas y cascabeles.
En la calle de San Pablo estaban entonces muchas de las posadas y mesones que existían en Sevilla, y por esto veíanse reunidos siempre junto á la puerta de Triana pintorescos grupos, formados por los hijos de las distintas provincias, que llegaban á nuestra capital á vender los productos de sus pueblos y á realizar multitud de tráficos y negocios más ó menos importantes.
Cerca de la Puerta existían dos fuentes, una de las cuales se conserva todavía, aunque muy variada, y que se construyó el año 1816 por el asistente de la ciudad D. Francisco Laborda y Pleyler.
Entre los recuerdos históricos que iban unidos á esta notable puerta sólo mencionaremos dos de no poca importancia. En Mayo de 1808 fué arcabuceado en ella por las turbas populares el Conde del Águila, y en Junio de 1823 el valiente López Baño penetró por ella después de haber derribado á cañonazos sus hojas.
El soberbio monumento á que hemos dedicado estas líneas fué derribado en 1869, sin que bastaran á impedir su destrucción ni lo magnífico de la obra ni los recuerdos históricos que en sí tenía.
«El convento casa grande de San Francisco, reputado como uno de los templos más notables de España.»
J. Guichot.
Uno de los mejores y más amplios edificios que las Órdenes religiosas tenían en Sevilla era el convento de San Francisco, al que el vulgo daba el nombre de Casa grande, y que ocupaba todo el terreno donde hoy existe la plaza de San Fernando y varias de las calles que en ella desembocan.
La iglesia del Convento era verdaderamente notable por su arquitectura; sólo tenía una nave, pero de grandeza y capacidad; en sus paredes había lienzos debidos á los más reputados maestros sevillanos; en sus altares primorosas esculturas de Montañés, Roldán, Cornejo, Hita del Castillo y Monler; y encerraba además el templo muchas riquezas en telas, joyas y objetos del culto.
Tenía aquél su entrada por el arco que hace esquina á la calle Tintores, y de él se pasaba al compás, donde existía la capilla de San Antonio de los Portugueses.
En el convento de San Francisco existían gran número de buenas capillas, y en ellas se encontraban establecidas las hermandades siguientes: la de San Luis de Francia, la de San Eligio, la de La Palma de los Vizcaínos, la de Nuestra Señora de los Reyes y San Mateo, la del Calvario, la de Nuestra Señora de Belén, la de San Antonio de los Castellanos, la de Ánimas, la de Santiago, la de la Vera-Cruz, la de Nuestra Señora del Rescate, y por último la muy famosa del Pecado mortal.
Poseía el Convento hermosos y alegres patios, con fuentes de abundante agua, que le concedió el rey D. Enrique el Doliente; amplias galerías con bellos artesonados; salones capaces para reunir gran número de personas; multitud de celdas y dependencias, y una extensa huerta, objeto de muchos cuidados, en la cual había toda clase de flores y variados frutos, y en la que los regulares pasaban ratos muy deliciosos.
En los días tranquilos y transparentes del invierno y en las poéticas tardes de primavera, ¡con cuánto sosiego verían los religiosos deslizarse las horas en aquella huerta, lejos de los ruidos del mundo, y escuchando sólo el alegre canto de las aves, el murmullo de las aguas ó el manso ruido de las hojas mecidas suavemente por la brisa!...
El convento de San Francisco debió su fundación al rey D. Fernando III, que lo cedió á los religiosos de la Orden que con él vinieron á la conquista de Sevilla.
Ignórase cual sería el lugar primitivo donde se estableció, pero se sabe con certeza que en el año 1268 D. Alfonso el Sabio hizo que los franciscanos se trasladasen á un palacio de su propiedad, el cual no es otro que el edificio de que nos vamos ocupando.
D. Pedro el Justiciero costeó algunas importantes obras en la casa, haciendo que ésta se ampliase y dispusiera de mayores comodidades.
Los monarcas D. Enrique III y D. Juan II no escasearon sus mercedes al convento de San Francisco, haciendo que éste fuera el mejor y más amplio entre los innumerables que tenía la ciudad.
Durante el siglo XV se efectuaron obras de bastante importancia en el edificio, y en 1650, habiéndose derrumbado buena parte de los techos, construyéronse éstos nuevamente, así como varias capillas y altares.
Nada ocurrió en el Convento digno de ser mencionado durante el pasado siglo, ó al menos hasta nosotros no ha llegado la noticia de ningún hecho que merezca consignarse en estos apuntes; pero en 1810 sobrevino una catástrofe que produjo la indignación de todos por las circunstancias que en ella se pudieron notar.
Cuando los franceses entraron en Sevilla alojóse en la Casa grande un regimiento de línea, y en la madrugada del día 1.º de Noviembre se declaró de pronto un voraz incendio, que destruyó en pocas horas todo aquel inmenso edificio, quedando únicamente la iglesia y los muros exteriores.
Los franceses nada hicieron por apagar el fuego; y como quiera que al instante de iniciarse éste los invasores pusieron á salvo sus equipos y demás utensilios, huyendo luego del lugar del siniestro, creyóse con razón bastante fundada que el hecho distó mucho de ser casual.
En 1813 se abrió de nuevo al culto la iglesia, comenzando las obras de reconstrucción del Convento en 1815, las cuales se siguieron muy lentamente, trascurriendo años sin adelantar gran cosa, y sin que pudiera acabarse más que un patio y algunas galerías y celdas.
Llegó la exclaustración en 1835, y entonces se suspendieron para siempre los trabajos, la iglesia quedó separada del resto del edificio, y éste sirvió largo tiempo para cuartel de los milicianos de la ciudad.
Iglesia y cuartel desaparecieron más tarde, y en Febrero del año 1850 se colocó en aquellos lugares la primera piedra para edificar la hermosa plaza de San Fernando.
«Rosales que, cuando al soplo de los céfiros gemían, para Mañara decían tenues frases de dolor: cada rosal recordaba tristemente á su memoria amarga y llorada historia de algún pecado de amor.»
Cano y Cueto.
Buscando asunto para escribir uno de nuestros trabajos, hemos dado con un detalle curioso, que quizá pase inadvertido para muchos de los que visitan el edificio de la Caridad, situado desde su fundación en el lugar que hoy ocupa, próximo á la orilla del río, y á la izquierda de la antigua y casi derruída torre de la Plata.
Conocidas y apreciadas son de todos las muchas riquezas artísticas que este hospital y su capilla encierran; los cuadros inimitables de Murillo y Valdés que adornan sus paredes; las esculturas de Roldán, Simón y Ramos que se hallan en sus altares; los objetos de culto que se guardan en su sacristía; los muchos varones notables que allí están enterrados; y, por último, conocidos son también los laudables y caritativos servicios que á diario presta esta benéfica institución, cuyas reglas se aprobaron en 1578, siendo más tarde reformadas por aquel caballero sevillano, D. Miguel de Mañara, que después de una juventud tormentosa se retiró á una vida consagrada á hacer el bien de los pobres y á socorrer á los desvalidos.
El edificio de la Caridad es uno de los que en Sevilla conservan más carácter de otros tiempos, y su iglesia, sus galerías y patios puede decirse que apenas han sufrido alteración alguna desde la muerte del fundador, ocurrida en el mes de Mayo del año 1679.
Á la terminación del corredor de uno de los patios existe un jardín, en el cual suele llamar la atención del que visita por primera vez la casa un espeso muro, sobre el que alzan sus ramas ocho rosales, cuyas flores, que son muchas en primavera, embalsaman el aire puro que allí se respira.
Encuéntrase en el citado muro una pequeña lápida, y en ella puede leerse la siguiente inscripción:
«Ocho plantas de rosal con sus macetas, traídas á esta santa casa por el ilustre fundador, el venerable siervo de Dios D. Miguel de Mañara Vicentelo de Leca, Caballero de la orden de Calatrava, en 1674, conservadas en todo su vigor, y dando fruto todos los años en su propia fuerza, como resulta del reconocimiento judicial que en 1749 se hizo de ellos por los jueces del proceso informativo (folios 1292 á 1297) y permanecieron hasta el día en el mismo estado. Se colocaron en este lugar el año 1802.»
Estos ocho rosales tienen una agradable vista, y á pesar del tiempo trascurrido desde que se plantaron llaman actualmente la atención por su lozanía, más aún que la llamaban cuando se colocó á principios del siglo presente la lápida que acabamos de copiar.
Sevilla, que tantas y tantas tradiciones cuenta, no podía dejar de tener algunas sobre estos rosales, y no solamente tiene una, sino varias; pero nosotros nos limitaremos á relatar la más admitida, según hasta nuestros oidos ha llegado.
Cuéntase que, después de fundado el hospital de la Caridad, D. Miguel de Mañara, que acostumbraba á pasarse la mayor parte del día ejerciendo obras meritorias, cuidando del buen orden y gobierno de la casa y recogiendo limosnas para los enfermos, se entregaba varios ratos en su celda á profundas meditaciones y fervorosos rezos, así como á la lectura de libros piadosos que fortalecieran su espíritu y alejaran su imaginación de toda idea pecaminosa.
Á veces, sin embargo, acudían á la mente del caballero algunos recuerdos de sus años juveniles, cuando era su existencia nada pacífica ni sosegada, cuando seguía con empeño galantes aventuras, y cuando llevaba á efecto, en compañía de alegres camaradas, tantas empresas en las que ponía á prueba su valor, su travesura ó su agudo ingenio.
Entre los recuerdos del pasado borrascoso alzábanse en la mente de D. Miguel las figuras de varias mujeres á quienes había amado, y á las cuales, por haberle quizá correspondido en demasía, había hecho derramar muchas lágrimas.
Estas sombras que llegaban á turbar las meditaciones del entonces piadoso caballero acongojaron más de una vez su espíritu; y cierta noche en que vagaba por el jardín del hospital, sentóse en un banco, y habiéndole acometido profundo sueño, vió en él á ocho damas cuyos rostros guardaban perfecta semejanza con otras tantas que había galanteado, y las cuales traían en las manos ocho rosas, que regaban con el llanto que de sus ojos caía.
Se dice que en memoria de aquel sueño, y á manera de homenaje á las infelices amadas del caballero, plantó éste en el jardín los ocho rosales que aún se conservan, y los cuales cuidaba en vida don Miguel con solícito esmero, pues diariamente cortaba sus hojas, arreglaba sus ramas, poníalos al sol cuando lo habían de menester, y los regaba, sin que consintiera nunca que nadie, sinó él, llevase á cabo estas operaciones.
Después de muerto Mañara, la hermandad de la Caridad siguió cuidando aquellas flores á que tanto cariño tuvo el fundador; y cuentan también las tradiciones que en las noches de estío veíanse por el jardín ocho sombras vestidas con blancos trajes, sueltos los cabellos y con los rostros pálidos, que permanecían hasta el amanecer velando aquellos ocho rosales, cada uno de los cuales representaba á una de las amadas del caballero.
Como ya hemos dicho más arriba, á principios de siglo las macetas fueron trasladadas al lugar que hoy ocupan, y donde puede aún verlas el que por primera vez visite el hospital de la Caridad.
«De vetustas raíces carcomidos, pálidos cual los restos de un osario que brotan de las piedras desunidas en las terrazas, donde nace á trechos el enebro lozano y espinoso...»
R. Blanco Asenjo.
No lejos de la puerta llamada de la Macarena, única que aún se conserva de las quince que tuvo Sevilla, hacia la mitad del trozo de muralla romana que existe al Levante, se alza un torreón acerca del cual corrían en boca del ignorante vulgo las más absurdas y fantásticas narraciones.
Era el torreón de elevada altura y de sólida construcción: en sus cuatro lienzos veíanse pequeñas ventanas con gruesos hierros; en lo alto se elevaban cuatro filas de almenas dentadas, y al pie crecían gigantescas ortigas, malvas silvestres y campanillas blancas, cuyas matas subían por el muro negruzco y toscamente labrado.
Esta mole de piedra, hoy casi destruída y olvidada, mirábanla con miedo todos los habitantes del barrio de la Macarena, y ninguno, por jaque y valentón que fuese, se atrevía á pasar de noche por el torreón, donde era ya sabido que el diablo Rascarrabias tenía su guarida.
El habitar allí el tal diablazo tenía también su razón, pues parece que dentro de aquellos muros falleció al poco tiempo de la reconquista un judío avaro y enemigo de Dios, el cual tomó tanta confianza con Lucifer mismo, que le pidió un delegado suyo para que le acompañase en los ratos de ocio, y el rey de los infiernos mandóle á Rascarrabias, que después de estar mucho tiempo con el judío, cuando murió éste, quedó en el torreón guardando su cadáver años y años.
Á mediados del siglo XVI parece que Rascarrabias se cansó de estar allí aburrido y sin hacer nada de provecho para su monarca, y huyó no se sabe adónde, sin que se tuvieran más noticias de su vida y milagros.
Pero cuando las gentes sencillas se felicitaban por la ausencia del endiablado vecino, apareció de pronto en el torreón el duende Narilargo, el cual todas las noches, al dar las doce en el reloj de la Catedral, salía á pasearse por la muralla envuelto en un amplio capuchón negro, llevando en la cabeza una corona que despedía siniestros fulgores, y lanzando al aire profundos y lastimeros ayes, que hacían estremecer á las viejas y á los muchachos.
Contábanse de Narilargo cosas estupendas y nunca oídas, y á él se le achacaban todas las desgracias que en el populoso barrio ocurrían, sin que fueran suficientes á atemorizarlo, ni los rezos, ni los votos, ni los exorcismos. El duende tomó cariño al torreón, y era imposible arrojarle de él; pues en cierta ocasión en que la ronda, acompañada de algunos frailes del próximo convento de la Trinidad, intentó escalar el muro y sorprenderle en su guarida, cayó sobre ella tal chaparrón de piedras y guijarros, que obligó á los ministros de la justicia á desistir de su atrevida empresa.
En las noches sombrías y tempestuosas del crudo invierno, entre el ruido monótono del aguacero y los silbidos del huracán furioso, salían del torreón músicas extrañas, gritos de dolor, cantos ininteligibles, y las estrechas ventanas se iluminaban con luces rojas que parecían enormes pupilas de fuego, y de ellas se escapaba espeso humo, que flotaba sobre aquellos lugares durante mucho tiempo.
Cerca de dos siglos vivió el duende en el torreón, sin que nadie le molestase, y desapareció un día como Rascarrabias, después de haber sido el terror de muchas gentes y de haber prestado grandes servicios á los contrabandistas, de quienes parece que Narilargo fué muy gran amigo.
Borróse poco á poco de la memoria de los macarenos el recuerdo de su antiguo huésped. La acción destructora del tiempo grieteó aquellos muros, rompió las almenas, hundió los sólidos techos, desfiguró las ventanas, y hoy día el antiquísimo torreón del duende se encuentra abandonado y derruído, sin que nadie de los que cerca de él pasan tenga conocimiento de quiénes fueron sus antiguos moradores.
Si, como está proyectado, se llevara á cabo algún día la restauración de las murallas romanas de la Macarena, la antigua residencia de Rascarrabias y Narilargo tomaría mejor aspecto, librándose de desaparecer por completo, como puede suceder al seguir en su actual estado de abandono.
«Es tanto el mérito y perfección de la efigie de S. Juan Evangelista, que no puede describirse.»
J. Bermejo.
Las muchas cofradías que durante la Semana Santa hacen estación á la Catedral gozan de gran fama desde muy antiguo por el lujo de sus pasos, por la riqueza de sus insignias y por el mérito artístico de las esculturas que ostentan á la pública devoción. En nuestros días una de las hermandades que más llaman la atención de los viajeros que por esta época del año visitan á Sevilla es la del Cristo del Silencio y la Virgen de la Amargura, establecida en la parroquia de San Juan Bautista, y que sale en procesión la tarde del Domingo de Ramos.
La historia de esta Cofradía, que cuenta cerca de tres siglos de existencia, quizá pueda tener algún interés para nuestros lectores; y en esta creencia vamos á permitirnos dedicarle algunas líneas en los apuntes que vamos reuniendo sobre Sevilla.
Algunos vecinos del barrio de San Julián organizaron á fines del siglo XVII una hermandad en dicha iglesia, y después de no pocos trabajos, consiguieron en la Semana Santa de 1699 salir en procesión, llevando prestada la imagen de la Virgen de las Angustias, y la estatua de Jesús que el escultor Pedro Roldán había construído hacía el 1680, á su regreso del viaje que hizo á Jaén para concluir la portada de aquella Catedral.
En los años siguientes al 1699 hizo también estación la Cofradía de que nos vamos ocupando, aunque de manera bien modesta, pues los escasos recursos de que la hermandad podía disponer no permitían otra cosa.
En 1718 se trasladó la hermandad á San Juan Bautista, colocando las imágenes que ya poseía en una capilla, reformando los pasos y costeando un nuevo manto á la Virgen.
Por aquella época los escultores Pedro Duque Cornejo y Benito Hita del Castillo construyeron las figuras que se ostentan en el paso del Cristo del Silencio, y el segundo de estos artistas hizo también el San Juan que acompaña á la Virgen de la Amargura, y que es sin duda la obra mejor y más acabada que su cincel produjo.
Desde el año 1783 hasta el 1788 salió la Cofradía unas veces el Jueves Santo y otras el Domingo de Ramos; pero al poco tiempo, disgustos que surgieron entre los individuos de la hermandad, hicieron que ésta cayese en la mayor decadencia, no volviendo á hacer estación hasta el año 1808.
Nuevamente quedó casi disuelta la Cofradía, y así permaneció más de veinte años, hasta que algunos jóvenes, por iniciativa de D. Fernando Espinosa, Conde del Águila, se propusieron restablecerla, haciendo estación en 1829 con el mayor lucimiento.
Los nazarenos de esta Cofradía fueron los primeros que usaron túnicas blancas, estrenándolas en 1830. Desde esta fecha pocos son los años en que ha dejado de salir, unas veces el Domingo de Ramos y otras el Martes ó Miércoles Santos.
La hermandad, que cuenta hoy con fondos regulares, ha introducido en los pasos é insignias algunas reformas, costeando un rico manto á la Virgen de la Amargura y unas andas nuevas al paso del Cristo.
Éste es de largas dimensiones, y en su peana se ven prolijos adornos dorados y algunos medallones de cierto mérito. Sobre ella aparece la estatua de Jesús, vestido con blanca túnica y amarradas las manos con cordones de plata, cuyas puntas sostienen dos soldados romanos, que ejecutó Duque Cornejo, y que son muy inferiores á los otros dos que van detrás, hechos por Hita del Castillo. Aunque los trajes y armas de estas figuras contienen grandes anacronismos, la actitud de ambos y la expresión que supo darles el artista merecen el mayor elogio.
En último término se levantaba un dosel, no de muy buen gusto, bajo el que está sentado el Monarca de Judea, vestido con un traje que nada tiene de adecuado, y sí mucho de impropio.
Va en el segundo paso la Virgen de la Amargura, acompañada de San Juan, que como ya dijimos es la estatua más notable que construyó Hita del Castillo.
En la Semana Santa de 1893 ocurrió á esta Cofradía un accidente en verdad desgraciado. Al llegar el segundo paso ante la fachada del Ayuntamiento, una de las velas prendió fuego al traje de la Virgen, y á los pocos minutos las figuras se vieron envueltas en una gigantesca llama, que amenazaba destruir todo aquel conjunto. Rápidamente acudieron los hermanos á extinguir el fuego, que después de no poco trabajo fué sofocado, padeciendo las imágenes algunos desperfectos, que después han sido reparados.
La cofradía del Cristo del Silencio es hoy de las que con más lujo y ostentación se presentan, y la que con más afán acude á ver el público, por ser la primera que sale en Semana Santa.
«Pero como todos los extremos son viciosos... huyendo del Infierno de la incredulidad, cayeron en el Limbo de la candidez.»
A. Flores.
Hacia la derecha del prado de San Sebastián, y frente de la amplia glorieta que hoy se extiende á la entrada del Parque de María Luisa, estuvo situado durante algunos siglos el famoso Quemadero de la Inquisición, donde perecieron no pocas víctimas.
Levantóse esta construcción en los últimos años del siglo XV, y fué destruída por completo en 1809, al acercarse á Sevilla las tropas francesas. Componía la fábrica, según escribe el señor Palomo, «una mesa cuadrada como de veinte varas de altura, cóncava en el centro, donde se encendía la hoguera; y en los ángulos había cuatro columnas de diez pies de alto empotradas en postes de ladrillo, y puestas sobre ellas otras tantas grandes estatuas de barro cocido, de notable mérito artístico, afianzadas con un espigón de hierro.»
Ignoramos quiénes serían los primeros desgraciados que allí sacrificó el Tribunal, aunque algunos autores dicen que fué el arquitecto que dirigió la obra; mas como han llegado hasta nosotros diversos datos sobre la última víctima que pereció en el Quemadero, vamos á contar á nuestros lectores el suceso, ocurrido en 1781, y del cual existen diversas relaciones manuscritas é impresas.
Vivía en la capital de Andalucía, después de mediar el pasado siglo, una mujer extravagante y alucinada, hija del pueblo y no muy favorecida por la naturaleza en dotes físicas, la cual andaba siempre por las iglesias y conventos asediando á los párrocos y á los frailes, á quienes trataba de embaucar con los más absurdos cuentos y los más ridículas narraciones, pretendiendo hacerles creer que tenía un ángel que le aconsejaba todos sus actos, y que se le aparecían con frecuencia S. José, S. Agustín, S. Juan Nepomuceno y otros santos, que estaban de continuo instándole á cometer los actos más absurdos que es dado imaginar. Llamábase ésta María de los Dolores López, conocida por la Beata Dolores; y aunque se decía que había quedado ciega desde la edad de doce años, aseguraban muchos testigos haberla visto coser y bordar con primor, subir escaleras con las manos ocupadas, y dar minuciosas señas de algunas personas como si las hubiese tenido ante sus ojos.
Largos años estuvo esta mujer entregada á los más lamentables extravíos: hemos tenido ocasión de leer un extracto de su proceso, y renunciamos á describir las acusaciones que se le hacían, pues por ellas se saca la gran inmoralidad en que vivía y los repugnantes vicios á que de continuo se entregaba. Bástele á nuestros lectores saber que, según se dice en el extracto citado, María de los Dolores «corrompió á una beata, con quien tuvo entretenimientos poco honestos», sedujo á su confesor, con quien vivió más de doce años, á pesar de que él la rechazaba de continuo, aseguraba que tenía continuos éxtasis, y decía con la mayor frescura las más graves blasfemias y espantosas herejías.
Presa en las cárceles de la Inquisición estuvo largo tiempo, sin que pudiera sacarla de sus errores ninguno de los religiosos que de continuo la visitaban, entre los cuales se contó el célebre Fr. Diego de Cádiz, quien, no pudiendo conseguir de ella la menor frase de arrepentimiento, se despidió de los inquisidores diciendo «que trabajar con ella era gastar el tiempo en vano; que él no tenía corazón para ver tanta dureza y ceguedad, y que tan lejos estaba de poderla convertir, que podía temer que ella lo pervirtiese.»
Terminado el proceso por los señores del Santo Oficio, se la condenó á muerte por hereje formal, apóstata, iludente, ilusa, revocante, pertinaz, impenitente y fingidora, señalándose para el día 24 de Agosto de 1781 la ejecución de la sentencia.
Cuarenta y cinco años hacía que no se presenciaba en Sevilla un auto de fe, y al anuncio de éste se notó gran animación en la ciudad, viniendo á ella para presenciar el triste espectáculo multitud de gentes de los pueblos de los alrededores.
En las primeras horas del día 24 salió de las mazmorras la ciega, á quien montaron en un borriquillo, vistiéndola con su coroza de llamas y trajes talares.
En el castillo de Triana se formó la comitiva que había de acompañar á la reo en su último viaje, y que estaba compuesta del clero de Santa Ana, de los familiares de la Inquisición y de unos cuantos frailes que, con hachas encendidas, iban rezando en voz alta.
Hallábanse en la iglesia de San Pablo los individuos del Santo Oficio, muy graves y muy cejijuntos, sentados bajo un rico dosel, y con ellos estaban en lugares determinados el Asistente de la ciudad, el Alguacil Mayor, el Alcalde de las cárceles secretas, los Comisarios y muchos dependientes de la Inquisión, y padres de distintas órdenes.
Leído el voluminoso proceso, y la sentencia, por los secretarios, se entregó la reo á la justicia ordinaria, sacándola del templo, donde continuó la misa, y conduciéndola á la plaza de San Francisco, en cuyo punto, al oir que la pena que se le imponía era la de ser quemada viva, se arrojó al suelo presa de la mayor desesperación, dando terribles gritos y llorando del modo más amargo. Entonces los frailes, creyendo que se convertía, la volvieron á la cárcel, donde confesó y practicó cuantos actos religiosos pidieron de ella, siendo llevada por la tarde al Quemadero con toda la solemnidad que se acostumbraba en tales actos.
Dolores López murió á las cinco de la tarde á manos del verdugo, que la agarrotó, y su cadáver arrojóse á la hoguera que estaba preparada, y que consumió bien pronto su cuerpo extenuado y débil.
La desdichada Beata fué la última víctima sacrificada en el Quemadero, y su memoria se conservó largos años entre el pueblo de Sevilla, que había sido testigo de sus absurdas inmoralidades y patrañas.
«Rey que, olvidando su raza, por razón que no penetro, ha trocado su real cetro por la escopeta de caza.»
J. Picón.
Muchas veces los jefes de la nación han visitado nuestra ciudad, y siempre han salido altamente satisfechos de las muestras de respecto y cariño que el pueblo de Sevilla espontáneamente les ha dado; pero en pocas ocasiones el júbilo popular ha llegado á tanto como llegó en 1796, cuando por primera vez vino Carlos IV, acompañado de su esposa y la real familia, á cumplir el voto hecho á San Fernando por la salud del Príncipe de Asturias.
Desde que se supieron las primeras noticias del viaje el Ayuntamiento comenzó á disponer el ornato público con gran lujo, llevando á cabo muchas obras de importancia, restaurando algunos edificios, limpiando calles y plazuelas, tomando multitud de disposiciones para que todo estuviese al corriente, y excitando, por último, por medio de bandos el celo del vecindario á fin de que se hiciera á Sus Majestades un digno recibimiento.
Tuvo lugar la entrada de los Reyes en la mañana del 18 de Febrero, presentando aquel día la ciudad el aspecto de las grandes solemnidades. La carrera que iba á llevar la comitiva estaba engalanada con el mayor lujo, ostentando las casas ricas colgaduras y adornos; en varios puntos se habían levantado grandes arcos de follaje; el gentío era inmenso por las calles, y lo dulce y sereno del tiempo contribuía á dar vida y esplendor á aquellos animados cuadros.
Cuando los alegres repiques de la Giralda anunciaron que el coche real estaba próximo, la muchedumbre agitóse presa de curiosidad y satisfacción.
En un coche iban Carlos IV, María Luisa y el Príncipe de Asturias; iba en otro el infante D. Antonio, y seguían en distintos vehículos las Infantas, las damas de honor, el Príncipe de la Paz, los Consejeros y la alta servidumbre de palacio, escoltando la comitiva los guardias españoles y walonas, los guardias de Corps y una sección de Alabarderos.
La regia comitiva, que desde el Ronquillo venía acompañada de comisiones del Ayuntamiento, de la Maestranza y de la Sociedad de Medicina, llegó al barrio de Triana, donde aguardaban á Sus Majestades, el Asistente, conde de Fuente-Blanca, y los caballeros Veinticuatros, rodeados de músicos, maceros y gran número de criados vestidos con ricas libreas.
Cruzó la comitiva las calles de Triana, y, pasado el puente de barcas, siguió por las calles San Pablo, Ángel, Cerrajería, Sierpes, plaza de San Francisco, Génova y Gradas, penetrando en el Alcázar, donde se celebró el besamanos.
Tanto á Carlos IV como á su esposa les agradó mucho el aspecto de la ciudad, y aquella tarde salieron en carruaje á pasear por la orilla del río, donde Sus Majestades fueron objeto de las mayores pruebas de adhesión por parte de todos los que habían acudido al paseo.
Concurrieron el día siguiente los Monarcas á la Catedral con el Príncipe de Asturias, á quien sus padres colocaron cerca de la urna que guarda los restos de D. Fernando III; y allí, después de orar largo rato, y cumplido el voto, examinaron los Reyes y las personas que les acompañaban las capillas de la basílica, examinando las joyas que allí se conservan y los cuadros, esculturas y demás objetos del culto, que son la admiración de cuantos los conocen.
Durante los días siguientes se organizaron muchos y diversos festejos, cuya enumeración resultaría prolija si fuésemos á relatarlos utilizando los detalles que tenemos á la vista, y que bien pueden dar materiales para un curioso y largo trabajo.
En el teatro hubo funciones de gala, en la plaza de toros corridas por mañana y tarde, bailes de etiqueta en la Lonja, juegos de artificio en el prado de San Sebastián, y la Universidad Literaria dispuso una mascarada lucidísima, y compuesta de gran número de personas, que visitó el palacio, presentándose también ante el Cabildo Catedral y el Ayuntamiento.
El Rey, siguiendo sus aficiones, asistió á varias cacerías en Gerena y Santiponce, solazándose también con la pesca en San Juan de Aznalfarache y visitando en los días 24, 25 y 26 de Febrero el monasterio de la Cartuja, la Fundición de Cañones y la Maestranza de Artillería.
Para el día 27 se dispuso la marcha de la real familia, como así se verificó, con toda la pompa y solemnidad del caso, haciendo el pueblo de Sevilla á los Monarcas una despedida tan cariñosa como lo fué el recibimiento.
Complacidísimo debió quedar el débil Carlos IV de su viaje á nuestra población; y cuenta Matute en sus Anales que el bueno del Rey decía en la mesa muchas tardes antes de despedirse.
—¡Oh! ¡quién pudiera quedarse aquí siempre!
En el rico Archivo Municipal de Sevilla existen gran número de papeles relativos á aquel viaje regio, del cual también conocemos dos relaciones impresas por demás curiosas.
«Incalculables son las riquezas que allí existen en impresos y manuscritos.»
T. Sanz.
Diferentes bibliotecas existen en Sevilla; pero la más notable de todas, y quizá una de las mejores de Europa, es la biblioteca llamada Colombina por haber sido fundada por D. Hernando Colón, hijo del gran Almirante descubridor del Nuevo Mundo.
Conocidas son las altas cualidades que D. Hernando poseía, y su decidida afición á las artes y á las letras, de las cuales fué siempre protector entusiasta. Gastó este hombre ilustre un capital bastante crecido en adquirir ediciones raras y curiosas y volúmenes escritos en todas las lenguas, llegando á reunir una selecta y numerosa biblioteca, que ocupaba más de dos amplios salones en su casa, situada en el barrio de San Vicente, de la que sólo se conserva hoy uno de los árboles que en su extensa huerta tenía.
Murió D. Hernando Colón el 12 de Julio de 1539, y en su testamento legaba los quince mil trescientos volúmenes (muchos de los cuales se han perdido) que había reunido en su librería á su sobrino D. Luis, con la precisa condición de gastar cada año una cantidad de las rentas en la compra de obras con que aumentar la biblioteca.
No habiéndose D. Luis presentado á recoger la inestimable herencia de su tío, y estando todos los volúmenes depositados en una sala del convento de San Pablo, ordenó la Chancillería de Granada que aquéllos pasasen á poder del Cabildo Catedral, que, según el testamento de D. Hernando, era también llamado á poseerlos.
Instalóse, pues, la Biblioteca Colombina en el lugar que hoy ocupa hacia el año 1553, según dice un autor, y en ella se juntaron también los volúmenes, bastante crecidos en número por cierto, que desde remota fecha poseía el Cabildo.
Largos años trascurrieron, durante los cuales se fué enriqueciendo cada vez más esta Biblioteca con la adquisición de nuevas é importantísimas obras, donadas unas por particulares y otras por corporaciones amantes de fomentar la afición á la buena lectura, sin que por esto dejara de adquirir muchas el Cabildo, según los recursos pecuniarios lo permitían.
En 1852 se amplió la Biblioteca notablemente, instalóse en ella una hermosa estantería, que costeó la reina D.ª Isabel II, y al poco tiempo los señores Duques de Montpensier hicieron importantes donaciones, costeando también otra magnífica estantería.
En las tres galerías de que consta la biblioteca Colombina existe una colección de retratos de andaluces ilustres, otra de hijos célebres de Sevilla, y la última de los arzobispos que ha tenido nuestra ciudad.
Allí se conserva también una espada falsamente atribuída á Fernán González, varios libros de Colón anotados y escritos por el Almirante, un lienzo de Murillo que representa á S. Fernando, y un retrato del descubridor del Nuevo Mundo, que regaló el rey de Francia Luis XVII.
En la Colombina existen, según datos que publicó D. Joaquín Guichot, más de 30.000 volúmenes y 1.600 manuscritos, entre los que se encuentran: una copia del libro del Tesoro, el Misal del Cardenal Mendoza, una Biblia de Pedro Pamplona y un ejemplar de la Divina Comedia, que pertenece á la misma época en que vivió su autor.
Imposible es dar una lista, por breve que sea, de las curiosidades bibliográficas y de las obras raras que posee la Colombina, la cual es visitada por los extranjeros con verdadera admiración. Sobre la puerta que da paso á la Biblioteca existe una lápida de mármol blanco, en cuya inscripción se lee lo siguiente:
«Memoria de D. Fernando Colón, hijo de don Cristóbal Colón, primer almirante que descubrió las Indias, que siendo de edad de 50 años, 10 meses y 27 días, y habiendo trabajado lo que pudo por el aumento de las letras, falleció en 12 días del mes de Julio de 1539 años, después del fallecimiento de su padre. Rogad á Dios por ellos.»
Recientemente se han publicado dos gruesos volúmenes del Catálogo de los libros que pertenecieron á D. Hernando Colón y que se conservan en la Biblioteca: trabajo por demás notable y que, una vez concluído, dará idea de lo que serían los tesoros bibliográficos reunidos por el hijo del descubridor del Nuevo Mundo.
«Talento, relaciones, actividad, valor, astucia, voluntad inflexible, perseverancia, odio sin piedad y orgullo sin transacciones, hacían al señor Bruna uno de esos hombres... que en último resultado saben sepultarse entre las ruinas por aplastar á sus enemigos.»
Velázquez y Sánchez.
Con este nombre era conocido en Sevilla, desde mediados del pasado siglo, entre la gente burlona y maleante el Excmo. Sr. D. Francisco Bruna y Ahumada, persona de rancia nobleza, alta posición, buen capital, y protector decidido de las bellas artes.
Fué Bruna caballero de la orden de Calatrava, Regente de la Audiencia en trece ocasiones, Oidor de la misma desde la edad de veinticinco años, Decano desde 1767, Consejero de Estado, Administrador de los regios Alcázares y Patrimonio de la Corona y Director de la Escuela de Nobles Artes, desempeñando todos estos cargos de manera que demostró en ellos las altas cualidades que poseía.
La influencia y prestigio que entre lo más escogido de la sociedad gozaba Bruna, y algunos rasgos de su carácter un tanto original y orgulloso, dieron motivo á que le llamasen El Señor del Gran Poder.
Entre los hombres que más han contribuído al mejoramiento moral y material de nuestra población figura Bruna en lugar preferente, pues á su iniciativa se debieron no pocos adelantos y progresos hasta entonces desconocidos.
Sus aficiones artísticas le llevaron á emprender muchos trabajos de consideración, haciendo que se restauraran antiguos monumentos y sacando del imperdonable olvido en que yacían sepultados no pocos objetos arqueológicos, que quizá se hubieran perdido para siempre.
La casa de Bruna, situada en el número 29 de la calle de la Muela, estaba convertida en un museo de preciosidades históricas, de joyas de arte y de libros y manuscritos notabilísimos.
D. Leandro de Moratín, en sus Apuntes de viaje, escribe lo siguiente, que da una idea de las riquezas que había reunido Bruna: «Dudo que haya en España otro particular que posea una librería y un gabinete de curiosidades más numeroso. Ediciones raras, entre ellas una de los Oficios de Cicerón, 1466, en Maguncia, imitando la letra manuscrita; y dice al fin que aquel libro no se escribió con pluma, sinó por medio de otro arte mucho más bello... Cuatro comedias de Lope de Rueda y varios coloquios. Manuscritos raros. Ocho mil monedas, entre ellas muchas góticas de oro... Curiosidades naturales de España y América. Una moneda del príncipe don Carlos, hijo de Felipe II, y una sala toda llena de muebles y pinturas chinescas, etc.»
El erudito viajero D. Antonio Pons elogia también mucho las riquezas que en su domicilio en el Alcázar había reunido Bruna, y en el mismo sentido se expresan Croix, Sempere y Guarinos, González de León y otros.
Á la iniciativa de Bruna, unido al Conde del Águila, se debieron las importantes excavaciones llevadas á cabo en las eras de Santiponce en 1782, y las cuales dieron por resultado que, entre otras preciosidades, se descubriese un pavimento de mosaico y algunas estatuas de Nerón, Trajano, Minerva, Adriano y Julio Bruto, que yacían sepultadas bajo aquellos terrenos donde existió Itálica.
Fué D. Francisco de Bruna hombre de carácter enérgico, aunque pocas veces descortés, altivo con los superiores, de costumbres pacíficas, de vida arreglada y sumamente laboriosa, pues atendía con el mayor cuidado los infinitos cargos y comisiones de interés que á diario le eran encomendados.
Ceán Bermúdez, Pons, Zeballos, Matute y otros varones ilustres de su tiempo recibieron señaladísimos favores de Bruna, quien también les ayudó bastante en las obras que legaron á la posteridad.
Bruna era natural de Granada, donde había nacido en 1719; desde muy joven se dedicó al estudio de leyes, y, merced á causas que no se saben con certeza, pudo alcanzar la omnímoda influencia que ejercía en toda la provincia de Sevilla.
La figura del grave Oidor era popularísima en la capital de Andalucía; pero las clases inferiores no lo miraban con buenos ojos, y en más de una ocasión sostuvieron con él rudos pugilatos para humillar la soberbia que tenía.
Por los años en que el bandido Diego Corriente era el terror de los campos de Sevilla, púsose por indicación del Regente á precio su cabeza en diez mil reales, que serían entregados á la persona que presentase al ladrón vivo ó muerto.
Corriente tuvo la osadía de visitar una noche á Bruna en su despacho, y encontrándole solo, le amenazó con dos pistolas si no le daba los dos mil escudos. Amedrentado el Regente, se apresuró á soltar el dinero; y cuando, repuesto de su asombro, reclamó auxilio, ya el bandido había logrado escaparse y se encontraba á gran distancia.
Este mismo famoso ladrón encontró cierta tarde en el campo á Bruna, que venía solo en un coche, de regreso de una hacienda de su propiedad; acercóse á él, y con las más corteses razones le invitó á que le abrochase varios botones de los borceguíes que entonces se gastaban, para humillarlo: no hubo más remedio que obedecer la petición de Diego Corriente; pero desde aquel día Bruna juró que capturaría al bandido, gastando considerables sumas en pagar espías y gentes que lo batieran, pudiendo al fin verse libre de aquel enemigo. Se dice que Corriente fué indultado por el Rey de la pena capital: pero sabedor de ello Bruna, mandó al camino un hombre de confianza que entretuviera con cualquier pretexto al correo que traía el indulto, el cual llegó á Sevilla la noche del 30 de Mayo de 1781, algunas horas después que el bandido había dejado de existir.
Cuando la fiebre amarilla de 1800, ocurrió á Bruna un suceso que prueba su altivo carácter, y que por ser escasamente conocido vamos á relatarlo.
«Habíanse dado algunos casos en un pueblo inmediato á Sevilla, y establecióse aquí el cordón sanitario, el cual detuvo á Bruna, que quería entrar en la ciudad sin ir antes al lazareto como todos iban. Con este motivo—dice el autor de quien tomamos la noticia—trabóse una polémica entre Bruna y la Junta de Sanidad, triunfando ésta y obligando á cumplir las leyes al viejo Oidor, que, mal de su agrado, y con no poca contrariedad, permaneció algunos días en el lazareto.» El pueblo, que conocía demasiado la soberbia y el orgullo de Bruna, cuando supo el caso cantó para mortificarle coplas alusivas, una de las cuales decía:
D. Francisco de Bruna y Ahumada falleció en la mañana del 27 de Abril de 1807, víctima de una pulmonía, celebrándose con gran pompa sus exequias en la parroquia del Sagrario, á la que asistieron cuantas personas importantes había en Sevilla.
En el salón de sesiones de la Academia de Bellas Artes se conserva hoy un excelente retrato de Bruna, y para perpetuar su nombre se dió éste á la antigua calle de Papeleros.
Hace algunos años el señor Andérica hizo activas gestiones para que en la fachada de la Audiencia se colocara una lápida en memoria del Señor del Gran Poder, cosa que no pudo conseguir.
«Hasta tiene á Manolito Gázquez, cuyas hipérboles graciosas han dado la vuelta á España, y parece que forman las bases de la riqueza anecdótica nacional.»
B. Pérez Galdós.
Hé aquí un sevillano cuyo nombre es conocido en toda España, y del cual se cuentan los sucesos más graciosos y estupendos, haciéndolo autor de todas las embusterías y despropósitos que pueden imaginarse.
El tipo de Gázquez es ya tradicional, y bien merece que á su memoria consagremos algunos párrafos, utilizando los únicos datos auténticos que conocemos de tan original personaje.
El vulgo, con sus exageraciones, ha desfigurado hasta tal punto al hábil velonero, que sus ingeniosidades y donaires se han convertido en absurdas y sandias chocarrerías.
Manolito Gázquez, como todos le llamaban, poseía una imaginación fecunda y rica, y «si hubiese recibido educación literaria,—escribe el Deán López Cepero, que llegó á tratarlo,—si hubiese cultivado las dotes que le dió la naturaleza, en vez de la fama ridícula que ha dejado de embustero, hubiese dejado el nombre de un ingenio sobresaliente.»
Y así era en efecto: Gázquez nació en modesta esfera y de ella no logró salir en su larga vida, siendo tan limitadas sus aspiraciones, que, á pesar de las muchas personas de talento y posición que frecuentaban su casa, ni pidió nada á ninguna, ni obtuvo el menor beneficio positivo.
El taller y tienda donde nuestro sevillano trabajaba y vendía sus velones y demás objetos de metal estaba situado en un humilde edificio de calle Gallegos, donde diariamente se juntaba una tertulia que escuchaba con el mayor placer los cuentos y gracias del dueño de la casa.
Era éste según dicen de mediana estatura, grueso y mofletudo, y su rostro bonachón y sonriente expresaba en medio de su burda sencillez algo de la más discreta y sazonada malicia.
Español neto, y andaluz en todos sus gustos, aficiones é ideas, podía servir de modelo para trazar el tipo popular de su época. Como gran devoto, todas las noches acompañaba á los rosarios que salían por las calles, tocando el fagot, instrumento en cuyo manejo se preciaba de hábil; y tanta era su afición á las corridas de toros, que ningún lunes de la temporada dejaba de asistir á su asiento de cajón, desde el cual daba lecciones á los diestros, de quien era gran amigo, y muy particularmente de José Delgado, Illo, á quien censuraba con la mayor energía si alguna suerte no le parecía bien concluída.
Nació Gázquez á mediados del siglo XVIII, y se crió en medio de las mayores privaciones; al cabo de muchos años de trabajo pudo verse dueño de una tienda, y entonces se casó con una mujer más joven que él y no exenta de gracia y hermosura; fué sumamente económico, aunque la echaba de hombre de rumbo; gozó de una popularidad extraordinaria, pues todos los vecinos de Sevilla le conocían, y falleció de unas calenturas á principio de Abril de 1808, cuando ya contaba una edad no poco avanzada.
Pero los años no consiguieron marchitar su inteligencia ni acabar con el buen humor que siempre tuvo, siendo hasta poco antes de caer enfermo el regocijo de los que le trataban por sus chistosos embustes, que sabía contarlos de manera que pretendiesen pasar por indiscutibles verdades.
El modo de hablar que tenía Gázquez y su pronunciación peregrina y extraña, así como el tono formal y grave que daba á sus discursos, acrecentaban la risa de cuantos le oían y entablaban con él polémicas y discusiones.
Era costumbre suya asistir por las tardes al célebre puesto de aguas de Tomares situado en las afueras de la puerta de Triana, junto á los Almacenes del Rey, y allí pasaba larguísimos ratos, pagando dos ó tres cuartos á un individuo para que le leyese la Gaceta, único papel que por entonces andaba en manos de la gente, oyendo la lectura con la mayor atención, para añadirle luego los más sabrosos y saladísimos comentarios.
Imposible es relatar aquí las anécdotas, cuentos y chascarrillos que salieron de los labios de Gázquez, y que todos conocen: reuniéndolos, aunque fuesen sólo aquellos sobre los que no cabe duda de su autenticidad, se formaría un volumen. ¿Quién no ha reído con los donosos embustes de Manolito Gázquez? ¿Quién no conoce hoy su nombre en España?
El Solitario le dedicó un precioso artículo en sus Escenas Andaluzas; D. Mariano Pina lo sacó á escena en una linda comedia, y nosotros únicamente nos hemos propuesto en estas líneas consagrarle un recuerdo y bosquejar el tipo sin las exageraciones absurdas que el vulgo le atribuye.
«Las contradicciones que sufrió el teatro desde el siglo XVII en Sevilla darían materia á una interesante memoria.»
Velázquez y Sánchez.
En la calle de la Muela, y frente al convento de San Acasio, de la orden agustina, se construyó en 1795 un teatro, al que, por ser el más importante que tuvo Sevilla en la primera mitad del siglo, se le dió el nombre de Principal.
Durante largo tiempo los empresarios de este coliseo tuvieron que luchar con la oposición de numerosas y principales familias de la ciudad, que habían declarado guerra sin cuartel á las representaciones escénicas.
«No contribuyó poco—dice un autor—á la persecución rencorosa contra D. Pablo Olavide el tesón y formal empeño con que, siendo Asistente, afrontó en esta capital la pugna de ciertas clases y personas en odio al arte dramático, protegiendo los espectáculos líricos.»
Los fogosos sermones de algunos frailes obligaron á las autoridades á mandar cerrar el teatro en 1800, tomando por pretexto la invasión de la fiebre amarilla: y hubo un predicador famoso que aseguró que si se derribaba el teatro, jamás se vería la ciudad invadida por la peste. Cuatro años después, atendiendo el Rey á las justas reclamaciones de la empresaria, señora Sciomeri, hizo que se abriera el Principal, y en Mayo de 1808 la Junta de Gobierno volvió á prohibir las comedias, autorizadas más tarde cuando vino á esta ciudad José Bonaparte.
Entonces, y por el mes de Enero de 1810, el Ayuntamiento costeó una magnífica función de gala para obsequiar al Intruso y á los personajes de su séquito.
Permitióse en ella la entrada gratuita al público para las galerías, y se puso en escena La dama sutil, comedia entonces muy en boga, representándose también un sainete, y terminando el espectáculo con el indispensable baile nacional.
El nuevo Rey ocupó el palco del Ayuntamiento, y no el del Asistente, que era el que le estaba destinado, y tras él tomaron asiento sus consejeros Aranza, Cabarrús y Montarco, los generales Darricau y Senarmont, el Marqués de Riomilano, el Duque de Treviso y el Corregidor de Sevilla, que lo era por aquella época D. Joaquín Lendro de Solís.
Dentro y fuera del teatro se desplegó gran aparato de fuerza, ocupando los soldados invasores todos los pasillos del coliseo y un largo trecho de la calle de la Muela.
Otra función célebre se verificó en el Principal años después, y la que no nos parece importuno recordar. El viernes 11 de Octubre de 1822 entró de nuevo en nuestra ciudad D. Rafael del Riego entre las aclamaciones delirantes de sus partidarios, y la noche del siguiente día asistió al teatro, que se había adornado con banderas y trofeos, iluminándose con gran profusión y gusto.
Apenas se presentó Riego en el palco, el público comenzó á vitorearle con el mayor entusiasmo, y en uno de los entreactos la concurrencia entonó á coro el famoso himno tan popular en España, siendo escuchado con la mayor complacencia por el héroe de Las Cabezas, que tan aficionado fué á recibir muestras de simpatías en público.
En 1823 las hordas absolutistas al grito de ¡Vivan las caenas! produjeron grandes destrozos en el teatro Principal, desbaratando la maquinaria, incendiando su guardaropía y no dejando nada del rico atrezzo y mobiliario, arruinando casi por completo á Calderi, popular empresario por aquella época tristísima.
En 1833 su propietario el Marqués de Guadalcázar hizo importantísimas mejoras en el local, que se inauguró en 26 de Marzo del año siguiente con tres selectas compañías de ópera, verso y bailes nacionales.
Por aquella escena cruzaron los artistas más notables de la época: allí escucharon los primeros aplausos Arjona y Valero; allí deleitaron á los concurrentes con sus chistes de buena ley el famoso Cubas y Mariano Fernández; allí recibieron las más calurosas ovaciones Joaquina Baus, Matilde Díez y la malograda Pepa Valero, y allí, en fin, se escucharon las primeras obras de Rossini, Donizzeti y Bellini, interpretadas por cantantes tan notables como la Rafaeli, la Passerini, Samartén, Lombardi y Curti.
En el Principal se estrenaron los más notables dramas de la escuela romántica, las comedias más famosas de nuestro teatro antiguo, y aquellas inolvidables obras llamadas de magia, que tanto deleitaron al vulgo en la tercera década de nuestro siglo.
González de León describe así el interior del coliseo, según estaba en 1834:
«Consta de cuatro pisos, y tiene una altura de veinte varas. Su figura es un semicírculo, dejando en el centro un gran patio cubierto de cielo raso de madera... En el piso bajo hay catorce huecos que llaman plateas. En el piso primero, y al frente, está el palco de la autoridad... decorado de colgaduras y puertas de cristales, y por los lados veinticuatro palcos comunes. En el tercer piso hay veintidós palcos comunes, y sobre el de la presidencia y otros dos uno grande con gradas, que se llama tertulia. El cuarto piso es lo que se llama cazuela, y es el sitio destinado para sólo mujeres. En el patio, que tiene 25 varas de largo por 19 de ancho... hay trescientas treinta y siete lunetas, que son bancos con espaldar y cojines de tafilete. Al frente hay unas gradas para la entrada de los hombres. Es capaz el teatro de 1.200 personas.»
La sala estaba pintada y dorada. Cada cuerpo pertenecía á un género: uno era gótico, otro árabe y otro chinesco, de lo cual resultaba un conjunto abigarrado, que no debía ser del mejor gusto.
Entre los numerosos y curiosísimos apuntes que hemos hallado relativos al Principal, citaremos uno que probablemente será desconocido para nuestros lectores.
La noche del 6 de Setiembre de 1841 estrenóse en este teatro una ópera titulada El solitario del monte Salvaje, que despertó grandemente el entusiasmo del público y le hizo prorumpir en continuos y atronadores aplausos.
Pidió la concurrencia el nombre del autor de la partitura, y resultó ser ésta de D. Miguel Hilarión Eslava, Maestro de capilla de la Catedral, quien fué obligado á presentarse en el palco del Asistente, ya que su calidad de sacerdote le prohibía salir á escena, recibiendo una ovación franca y espontánea, que volvió á repetirse en las siguientes noches en que se anunció en los carteles la ópera del autor del Miserere.
El teatro Principal cerró para siempre sus puertas el año de 1858, después de inaugurarse el de San Fernando, y en el lugar en que estuvo se alza hoy uno de los mejores y más amplios edificios que embellecen á la capital de Andalucía.
Á medida que crecía el número de atacados de la peste y el de las defunciones, aumentaba el horror del vecindario, los apuros de las autoridades y los abusos y desórdenes.
Justino Matute.
El primer año del presente siglo no pudo ser más funesto para nuestra ciudad, pues ocurrió en él la invasión de la terrible epidemia conocida con el nombre de fiebre amarilla, y por tal suceso auguraban muchas personas infinitos males para el siglo que acababa de nacer.
Los daños que causó la epidemia fueron tantos, y tantas las víctimas que de ella sucumbieron, que Sevilla quedó en la situación más angustiosa; y como entonces no se contaba ni con los adelantos científicos, ni con los medios que hoy se cuenta para aliviar estas épocas calamitosas, pueden formarse idea nuestros lectores de lo que sería aquella invasión, comparable sólo á la peste levantina de 1649.
Á poco de iniciarse la fiebre en Cádiz, donde la introdujeron unos buques que del Norte de América venían, comunicóse á Sevilla, cuando más descuidadas estaban las autoridades, y cuando más sosegado el vecindario disponíase á pasar el estío del año 1800.
Corrían los primeros días del mes de Agosto, y una mañana empezaron á sentirse enfermos del mal algunos individuos del barrio de Triana, y casi al mismo tiempo fallecieron otros en Santa Lucía, extendiéndose la epidemia con rapidez extraordinaria por los Humeros, San Vicente, San Román y Santiago y otras parroquias.
Entonces se apoderó de los habitantes de la ciudad un miedo terrible; muchas familias emigraron precipitadamente; á la Junta Sanitaria faltáronle medios para evitar el aumento de la invasión, y todo fué en los primeros momentos confusiones, apuros y congojas.
Á poco llegó de Madrid una comisión facultativa, bajo la presidencia del médico de cámara don José Queralto, y en unión del Asistente interino, que lo era D. Antonio Fernández Soler, por hallarse en la corte el Conde de Fuenteblanca, comenzó á tomar medidas oportunas y á dar prudentes y acertadas disposiciones.
Crecía entre tanto la epidemia, alcanzando unas proporciones aterradoras; crecía al mismo tiempo el pánico y la angustiosa situación de los vecinos de Sevilla, y á fines de Agosto y principios de Setiembre hubo día en que fallecieron más de 460 personas.
Nada tan terrible como el aspecto que entonces ofrecía nuestra ciudad: llenas las iglesias de cadáveres, sepultábanse en anchas fosas abiertas en los Humeros, en San Vicente y en Triana; las hermandades recorrían de noche las calles, sacando en procesión de rogativa sus imágenes, á las cuales entonaban en voz alta fervorosas oraciones; tañían lúgubremente las campanas de todas las iglesias; veíanse en todas las casas escenas desgarradoras de llanto y de desolación; en los hospitales prestaban servicio de enfermeros los presos de la cárcel, por haber muerto cuantos empleados había; los talleres y establecimientos estaban cerrados, así como las oficinas y salas de la Audiencia; los vecinos formaban cuadrillas, que recogían cadáveres y les daban sepultura; los hermanos de la Caridad cruzaban por los lugares céntricos demandando limosnas para los enfermos; escaseaban los artículos de primera necesidad en los mercados y almacenes, y en las horas de la calurosa siesta reinaba por los barrios un silencio imponente, que era turbado tan sólo por el ruido de los carros pintados de negro que conducían muertos á las fosas ó por los llantos y lamentos que de las viviendas salían.
Duró tan terrible período hasta fines de Octubre, comenzando entonces á descender el número de las invasiones, y siendo menos cada día el de los fallecimientos.
Según los datos que tenemos á la vista, y que están tomados del manifiesto que hizo publicar el Ayuntamiento, sucumbieron en nuestra población de la fiebre amarilla 14.685 personas, fueron atacadas 76.483, y curaron del mal 61.718.
El domingo 23 de Noviembre cantóse con toda solemnidad el Te-Deum en la Catedral, asistiendo el arzobispo D. Luis María de Borbón, Infante de España, el Capitán General con los jefes y oficiales de la guarnición, el Asistente con el Cabildo del Municipio, y todas las corporaciones y entidades de Sevilla, celebrándose en los días sucesivos multitud de funciones religiosas en todos los templos y capillas de la ciudad.
«¿Qué persona de buen gusto, viviendo en Sevilla, puede dejar de venir todas las tardes de verano á beber la deliciosa agua de Tomares que con tanta limpieza nos da el tío Paco, y á ver este puente de Triana, que es lo mejor del mundo?»
El Duque de Rivas.
Á la entrada del paseo del Arenal, cerca del antiguo puente de barcas, y teniendo á su derecha el edificio conocido por los Almacenes del Rey y el espacioso terreno que hoy ocupa la calle Reyes Católicos, hubo en otros tiempos una especie de botillería al aire libre, ó puesto de agua, que llegó á ser famoso por más de un concepto, y que aventajaba á cuantos establecimientos de igual índole había en Sevilla.
Todavía existen algunos ancianos que lo recuerdan, y cuando traen á su memoria aquel lugar, que va en ellos unido á los plácidos ecos de la juventud perdida, se complacen en describir el célebre puesto de agua inmortalizado por la pluma del Duque de Rivas, y por el pincel de Jiménez Aranda en uno de sus más bellísimos lienzos.
¿Quién no ha visto ese drama grandioso que se titula Don Álvaro ó la fuerza del sino? En su primer acto se presenta al público el puesto de agua, donde se hallan reunidos los principales tipos que á él asistían, y donde tiene principio la exposición de la obra.
El establecimiento estaba formado por una alta estantería, un mostrador y varios bancos de madera, y mesillas pequeñas colocadas convenientemente. En la estantería encontrábanse cuatro grandes cántaras de barro, una estampa religiosa y algunas macetas de olorosa albahaca, que en estío presentaban agradable aspecto. Sobre el mostrador, limpios vasos de cristal, puestos en fila, convidaban á apagar la sed de los transeuntes, y cerca de ellos se veía la cesta de panales, las botellas con almíbar para los refrescos, las cajas con pastillas de almendras, y otros diversos objetos que se utilizaban en el servicio del público.
En la parte más elevada de la estantería, y con gruesos caracteres, había un letrero donde podían leerse estas palabras: Puesto de agua de Tomares; y la fama que dicho puesto tenía comenzó á hacer que la gente asistiese allí, convirtiendo el lugar en casino y centro donde se reunían muchas personas de las más conocidas en Sevilla á fines del siglo XVIII.
Todas las tardes de primavera y verano el dueño del establecimiento, que era un gallego bonachón y pacífico, cuando pasaban las horas de calor sofocante y empezaba á esconderse el sol, regaba la caliente tierra, quitaba las cortinas y disponía los asientos para los contertulios, que no tardaban en presentarse y formar un número regular.
Allí asistían señores de bordadas casacas y empolvadas pelucas, majos de chupetines y sombreros de queso, frailes y curas, militares retirados, comerciantes enriquecidos, y no faltaba tampoco, de cuando en cuando, algún estudiante locuaz ó algún desocupado ingenioso que amenizara la tertulia con sus dichos ó agudezas.
Diversos grupos se formaban alrededor del puesto de agua, que eran dignos de la mayor atención. En unos se leía en voz alta la Gaceta, descubriéndose todos cuando al Rey se nombraba en ella; en otro se jugaba á las damas ó al solito; en éste se conversaba sosegadamente sobre cualquier asunto de actualidad, y en aquél se pasaba el rato mirando á las buenas mozas que transitaban luciendo la gracia y el donaire natural de las hijas de esta tierra.
Uno de los concurrentes más asiduos al puesto de agua de Tomares era el célebre velonero Manolito Gázquez (de quien ya nos ocupamos), que hacía las delicias de cuantos le oían por sus ingeniosidades con visos de inocente simplicidad; otro era el diestro Pepe-Illo, que más de una vez improvisó allí alegres juergas, y pagó el gasto de todos con aquel rumbo de los toreros de otros tiempos; y también merece recordarse que allí asistían el grave Oidor Bruna, el padre Verita, el poeta Arjona y otros muchos hombres de más ó menos importancia.
La agradable vista que desde el puesto de agua se disfrutaba hacía mucho más amena la estancia en él, y á veces solían prolongarse las tertulias hasta que las campanas de la Giralda daban el toque de Queda.
Durante los días de invierno tranquilos y serenos, cuando las damas y los petimetres salían á solazarse por el Arenal, en diferentes ocasiones hacían alto en el célebre puesto, donde en aquella estación se vendían castañas, frutas secas y agua templada con sus correspondientes anises, según era tradicional costumbre.
Los contertulios del establecimiento variaron bien poco durante largo número de años; y cuando comenzaron á sentirse los primeros chispazos de aquella revolución que había de trastornar por completo el antiguo orden de cosas; cuando Sevilla, al igual de otras poblaciones, empezó á sentir los efectos de aquella funesta guerra nunca cantada como se merece, el humilde, el olvidado, el sencillo puesto de agua de Tomares se convirtió en centro de patriotas, que más de una vez prestaron estimables servicios á la nación. Y entonces ya no se conversaba pacíficamente como en otros tiempos; entonces no se jugaba á las damas ni al solito, y únicamente se discutían planes y se formaban combinaciones para destruir el común enemigo.
Á todo llega su término, y llegó también para el puesto de agua de Tomares, que desapareció por los años de 1820, después de haber visto pasar y reunirse en derredor suyo á los manolos y á los majos, á los petimetres y tutores, á los liberales y absolutistas, y á otros muchos y famosos tipos, que jugaron importantísimos papeles en aquellas generaciones.
El Duque de Rivas en su drama, y Jiménez Aranda en su cuadro ya citado; han hecho imperecedera la memoria del puesto de agua de Tomares, y á él nos ha parecido oportuno dedicar también aquí un modestísimo recuerdo.
«No sólo se consagraba animoso Matute al estudio de las letras amenas, sinó que se afanaba por infundir su entusiasmo en el ánimo de los demás.»
El Marqués de Valmar.
El nombre de D. Justino Matute y Gaviria, escritor sevillano de grandes méritos, muy amante de su patria, y persona de ilustración, no es tan conocido como debiera serlo, y puede decirse que, á no ser por la generosidad del Duque de T'Serclaes y el buen acuerdo de la Sociedad del Archivo Hispalense, que publicaron algunas de sus obras, sería muy reducido el número de las personas que podrían hoy apreciar el valor de sus trabajos, muchos de los cuales se encuentran todavía inéditos, en la Biblioteca Colombina algunos, y en poder de particulares otros.
Con objeto de contribuir con nuestras escasas fuerzas á vulgarizar el nombre de Matute, daremos aquí una breve noticia de su vida, que hemos sacado teniendo presentes varias biografías y apuntes literarios.
Nació el día 28 de Mayo de 1764, y se bautizó en la iglesia parroquial del Sagrario. Disfrutaban sus padres cómoda posición, y desde muy niño lo dedicaron al estudio, ingresando en el colegio de Santo Tomás. Estudió luego la carrera de Medicina, y se graduó de Bachiller en 1787. Al siguiente año, en unión de otros varios amigos, organizó una Academia literaria, donde dió á conocer sus primeros trabajos en prosa y verso. Prestó grande ayuda al erudito Ceán Bermúdez cuando vino á estudiar los monumentos de Sevilla, y su frecuente trato con las personas más ilustradas de esta capital hizo que su nombre obtuviera gran consideración y estima. En 1803 fundó El Correo de Sevilla, periódico cuya colección es bastante curiosa, que vivió hasta el mes de Mayo de 1808, y en el que colaboraron los mejores literatos que había aquí entonces, tales como Lista, Reinoso, Arjona, Mármol, Castro, Roldán y otros.
Desde 1807 á 1810 desempeñó la cátedra de Retórica en la Universidad; y habiéndose hecho afrancesado, obtuvo el nombramiento de Subprefecto de Jerez de la Frontera, cargo que conservó hasta el verano de 1812. En Setiembre de este año fué preso en la citada población, viéndose libre á los dos años, gracias á un indulto de Fernando VII, á quien había presentado una respetuosa solicitud. Durante su prisión escribió algunos trabajos, y vuelto á Sevilla se dedicó con verdadero afán á las investigaciones históricas y arqueológicas. Sufrió un ataque de parálisis en 1824, y á consecuencia de esta enfermedad, que le hizo pasar sus últimos días en estado lamentable, murió el 11 de Mayo de 1830 en su patria.
La posteridad ha sido ingrata con Matute, pues á pesar de las muchas obras que este hombre dejó escritas, á pesar de sus muchos conocimientos, y de lo que se afanó por enaltecer á Sevilla, no tiene en ella el menor recuerdo; y á no ser por los motivos que ya apuntamos al principio de estas líneas, sus obras serían casi ignoradas del público.
Fué D. Justino Matute persona de grande ilustración, de claro juicio, y de buen gusto en materias artísticas y literarias. No se cansaba de atesorar conocimientos, y era incansable reuniendo apuntes, notas y pormenores curiosos, muchos de los cuales permanecen todavía inéditos. Distó Matute algo de ser excelente prosista, pero escribía con claridad; y aunque desaliñado é incorrecto, se leen con agrado sus trabajos. Participaba de muchos defectos comunes á los autores de su tiempo, y era imparcial en sus juicios y poco apasionado en sus opiniones.
Hizo también versos; pero de mérito tan escaso, que seguramente no tendrán hoy ni media docena de lectores. Vázquez y Ruiz, biógrafo y entusiasta de D. Justino, dice con mucha razón que «Matute, aunque conocía perfectamente las leyes y preceptos del arte, nunca pudo remontar su vuelo á la cumbre del Parnaso»; y D. Leopoldo Augusto de Cueto escribe: «Carecía de inspiración, de naturalidad, de vigor poético, de gracia y de soltura, y muy especialmente de cadencia y de encanto rítmico. Por ningún lado era poeta.»
Como historiador diremos de él que, como no poseía imaginación lozana y fantasía suficiente para presentar los asuntos que narraba con bello ropaje, ni sabía utilizar sus notas y curiosidades de un modo ameno, sus libros ofrecen sólo un cúmulo de materiales, en extremo apreciables, de los que se puede sacar mucho importante y algo también inútil.
Las obras más conocidas de Matute son las siguientes:
Aparato para escribir la historia de Triana, Bosquejo de Itálica, Adiciones á los Hijos de Sevilla de Arana de Varflora, Anales eclesiásticos y seculares de Sevilla y los Hijos de Sevilla señalados en santidad, letras, armas, artes ó dignidad. Estas tres últimas han sido publicadas hace poco tiempo, como ya apuntamos, y bien merecen un aplauso los que las han dado á luz.
Falleció D. Justino Matute en la casa número 21 de la calle Pajería, y creemos que el Ayuntamiento debiera colocar una lápida conmemorativa en la fachada del citado edificio, que lleva hoy el número 32, el cual se encuentra en igual estado que cuando en sus habitaciones espiró, anciano y casi pobre, aquel escritor, que pasó su vida entregado á continuos trabajos y desvelándose por engrandecer á la ciudad donde tuvo su cuna.
«Las plazas, circos, cosos ó palenques, que de todos los dichos modos se les ha llamado, donde se han dado y se dan fiestas de toros, lejos de ir decreciendo en número, han tenido notable aumento.»
J. Sánchez de Neira.
Este edificio, situado no lejos de la orilla del río, y en el paseo que antes se llamaba del Arenal, merece ocupar aquí un lugar, ya que siempre fué el pueblo de Sevilla tan dado á las corridas de toros.
Como quiera que el espacio de que disponemos no nos permite hacer mención de todas las curiosas noticias que hemos recogido sobre la plaza de Toros, nos limitaremos á dar un breve extracto de su historia, que quizá sea leído con gusto por los taurófilos que la ignoren.
Á principios de Febrero del año 1729 visitó á Sevilla el monarca D. Felipe V, acompañado de su esposa D.ª Isabel de Farnesio y de los Infantes y alta servidumbre de la real casa.
Celebró entonces la población multitud de festejos en honor del Monarca, invirtiendo las corporaciones muy crecidas sumas en disponer las solemnidades que más agradasen al jefe del estado.
Á su regreso de Cádiz, y poco antes de marchar á Madrid, asistió el Rey á una fiesta hípica que organizó la Maestranza de Caballería, y fué tan de su gusto aquel acto, que, deseando premiar á los caballeros maestrantes, concedióles, entre otras gracias y facultades, la de poder celebrar anualmente dos corridas de toros en plaza cerrada, cuyos productos se destinarían á la conservación de la Hermandad.
Pasados algunos años, la Maestranza escogió para construir el circo unos terrenos en el monte del Baratillo, y en Enero de 1760 comenzaron los trabajos, que se llevaron á cabo con mucha actividad, pues en ellos se ocuparon gran número de operarios y maestros de los más inteligentes.
Hemos tenido ocasión de ver un curioso ejemplar del cartel de las primeras corridas, que se celebraron en la plaza de Sevilla en los días 20 y 23 de Abril de 1763, y, por parecemos de interés, copiamos los siguientes párrafos.
Los toros lidiados eran de las ganaderías siguientes, y llevaban las divisas que se expresan.
«Del Marqués de Ruchena, Anteada.—De don Francisco del Río y Risco, Blanca.—Del Algaravejo, Negra.—De D. Ramón Liberal, Encarnada y blanca.—De D. Tomás de Rivas, Encarnada.—De D. Francisco Ezquivel, Azul y encarnada.—De don Fernando Offorno, Verde y blanca.—Del Conde del Águila, Azul y blanca.—Del Marqués de Medina, Azul y anteada.—De D. Luis de Ibárburu, Encarnada, azul y blanca.—De Manuel González, Pajiza y morada.—De Gregorio Vázquez, Negra y blanca.»
Es digno de conocerse el resto del cartelillo por la forma de su redacción y los detalles que encierra. Dice así:
«En los dos referidos días se dará muerte á 44 toros de las dichas castas, probando fortuna á su braveza de caballo los diestros Cristóbal Ravisco, Francisco Gil y Juan de Escobar; y de á pie los conocidos Juan Miguel, Manuel Palomo, Joaquín Rodríguez y Antonio Albano. Dios quiera se ejecuten sin la menor desgracia; recordando á los aficionados á esta diversión contamos desde las primeras fiestas públicas en España seiscientos sesenta y tres años, en cuyo espacio se han formado varias plazas en nuestra Península, excediendo, estando acabada (no sé si diga á las del Orbe), la de esta ciudad.»
Era entonces la plaza casi toda de madera; y, por efecto tal vez de la precipitación con que se construyó, hundióse la mayor parte en el invierno de 1766.
Entonces se hizo de material, según el plano de D. Vicente Sanmartín, y capaz para veinte mil espectadores. El redondel era el más extenso que se conocía; los tendidos tenían nueve filas de asientos; las gradas altas se cubrieron con sencillos arcos, que descansaban en airosas columnas, y el palco real fué construído de piedra tallada, con antepecho de mármol y rematando en un gran escudo con las armas de España.
Desde que se terminó la plaza no hubo un solo diestro del pasado siglo que no trabajase en ella. Martincho, José Cándido, Miguel Gálvez, Antonio de los Santos, Francisco Herrera Curro, Julián Arocha, Lorenzo Baden, Perucho, y otros más, cuya enumeración sería enojosa, lidiaron reses en el circo sevillano, que ocupaba el primer lugar entre todos los de Andalucía.
En esta plaza alcanzó las mayores ovaciones Joaquín Rodríguez Costillares, inventor de la suerte del volapié; en esta plaza se celebraron las famosas competencias entre Romero y Pepe-Illo, que tanto daban que discutir á los aficionados de antaño; y por último, en esta plaza sufrieron gravísimas cogidas no pocos diestros de á pie y de á caballo.
En el día 26 de Octubre de 1805 descargó sobre nuestra ciudad un ciclón como pocos se habían conocido, y entre muchos destrozos, los produjo grandísimos en el circo taurino, pues derribó toda la gradería de madera que formaba los tendidos de sol, arrojando á muy considerable distancia los tablones y herrajes.
Durante la dominación francesa se dieron en la plaza algunas corridas en honor del intruso; pero aunque los invasores pusieron á veces la entrada libre, costaba gran trabajo que el público asistiese á las fiestas, por lo cual las localidades se veían llenas de dragones, de mamelucos y demás gente de tropa extranjera, que presenciaban la lidia en medio del más religioso silencio.
Cuando estuvo Fernando VII en Sevilla en 1823 concurría todos los lunes á la corrida de toros, y muchas veces dirigía la lidia con señas que ya tenía convenidas, complaciéndose mucho cuando el pueblo se alborotaba por cualquier cambio de suerte inoportuno ó cuando silbaba á un diestro que pertenecía á los negros.
Juan León, Rigores, Montes, Domínguez, Cúchares, Pastor, El Lavi y Redondo trabajaron en la plaza de Sevilla durante casi todas las temporadas desde 1829 á 1840, y las parcialidades que por estos lidiadores tenían sus partidarios dieron en más de una ocasión motivo á serios disgustos y alborotos, en muchos de los cuales tuvo que intervenir la autoridad para aplacar los acalorados ánimos.
Imposible nos sería encerrar aquí los nombres de todos los diestros que en la plaza de Sevilla se han distinguido por su destreza y habilidad, así como también los muchos sucesos curiosos en ella ocurridos, y las sensibles desgracias que en no pocas ocasiones ha presenciado el público.
Quédese este trabajo para los que gusten de la fiesta llamada nacional, y dispongan de la paciencia y tiempo que á nosotros nos falta, y concluyamos estas líneas haciendo mención únicamente de las obras que se llevaron á cabo en la plaza el año 1884, y después de las cuales ha quedado como una de las mejores de la Península.
«Más allá: ¡santo Dios! Aquí yace la Inquisición... murió de vejez.»
Mariano José de Larra.
Aunque durante los tristes años de la reacción absolutista, ó sea desde 1814 al 20 y desde el 1823 al 32, se celebraron en algunos puntos de España, como Murcia, Valencia y Logroño, autos públicos por las Juntas de la Fe, sin que estuviera establecido de derecho el tribunal de la Inquisición, Sevilla tuvo la suerte de no presenciar estos tristes espectáculos, si bien fué teatro de otros no menos lamentables, llevados á cabo por las pasiones políticas, tan excitadas en aquellos tiempos.
La última víctima sacrificada por el Santo Oficio en la capital de Andalucía fué una mujer ciega llamada Dolores López, conocida por la Beata Dolores, de quien ya hemos hablado, que fué ahorcada y reducido su cuerpo á cenizas en el lugar del Quemadero, situado en el extenso prado de San Sebastián.
Desde esta fecha no tenemos noticias de que el tribunal de la Inquisición de Sevilla celebrase otro auto público de fe hasta el verificado en la tarde del 20 de Junio de 1803, que fué el último de los que en nuestra ciudad se presenciaron, y que, á decir verdad, distó mucho de encerrar toda la importancia que solían tener los que se efectuaron en los siglos XVI y XVII.
Aunque hemos tenido ocasión de ver algunos papeles relativos al suceso objeto de estas líneas, no nos extenderemos en el asunto gran cosa; limitándonos á extractar las noticias recogidas por nosotros, que puede ampliarlas el lector, si gusta, repasando el Diario manuscrito de González de León y las obras impresas de algunos otros.
El tribunal de la Inquisición estaba á principios de siglo establecido, como todos saben, en un espacioso y antiguo edificio situado en la Alameda de Hércules, edificio que hasta la expulsión de los jesuítas había servido de colegio á los discípulos de Ignacio de Loyola, y que casi fué destruído por una explosión el memorable día de S. Antonio del año 1823, día terrible en los fastos de nuestra moderna historia.
En el auto que vamos á describir figuraba un reo vecino de esta ciudad, si bien no hemos podido averiguar su nombre, pues los autores consultados no lo citan, y en el manuscrito de González de León están como borradas las letras que formaban los apellidos de la persona castigada. Sólo sabemos que el tal sujeto era hombre de mediana posición, dependiente de rentas, de estado viudo, y nacido en la isla de León (hoy de San Fernando).
Era acusado este individuo de haber negado en público y con gran calor los dogmas de la Religión católica, y de haber cometido actos inmorales y bárbaros con tres jóvenes y agraciadas hermanas y con su propia hija.
Hacía ya tiempo que el reo de tan repugnantes delitos se encontraba preso en la Inquisición, y en el citado día 10 de Junio celebróse por fin el auto público, al que concurrió una inmensa muchedumbre.
Los inquisidores D. Francisco Rodríguez Caraza, D. Ramón Vicente y Monzón y D. Joaquín Mururi y Eluarte formaban el tribunal, que se situó sobre amplio tablado cubierto de alfombras y severos adornos, dispuesto para el caso en la plaza de San Francisco, con gran acompañamiento de familiares, alguaciles y soldados, asistiendo también á aquel acto el Cabildo de la ciudad, presidido por el Conde de Fuente-Blanca; el regente de la Audiencia y decano de sus oidores D. Francisco Bruna; los jefes de distintas corporaciones, y gran número de invitados, que tomaron asiento en larga fila de bancos colocados paralelos á la fachada de las Casas Capitulares, llevando todos los individuos trajes de gala, y luciendo las insignias con que estaban honrados.
Ya dispuesto todo, comenzó á la una del día la ceremonia con toda la gravedad del caso, y después de largos preliminares, dió principio la misa en el altar preparado al efecto, y dicha por el presbítero D. Justo Ballesteros.
«Llegado que fué el Introito—escribe un testigo ocular—se empezó á leer la causa por el secretario del secreto D. Diego Pérez Téllez; y acabada que fué de leer la dicha causa, siguió la misa hasta su conclusión. El reo fué condenado á tres años de presidio en África, forzosos, y á tres años de penitencia en el mismo para enseñarle la doctrina cristiana.»
La crecida multitud que se apiñaba en la plaza de San Francisco no quiso perder un detalle del largo espectáculo, y permaneció quieta en aquel lugar hasta bien entrada la tarde, hora en que se dió por terminado, con gran satisfacción de muchos de los que por obligación habían asistido.
Al bajar el reo del tablado, un grupo de hombres que estaban cerca le dirigieron algunas palabras insultantes, á las cuales contestaron otros grupos que ocupaban la plaza y que por sus dichos demostraron no ser muy afectos al acto que acababa de celebrarse. Este incidente dió motivo á alguna confusión, que no tardó en sofocarse, sin que tuviera más consecuencias.
Rodeado de alguaciles y familiares, fué de nuevo el delincuente á la prisión, saliendo de ella al poco tiempo para cumplir la condena que se le había impuesto, condena en verdad que era harto benigna comparada con las que en otros tiempos imponía el Santo Oficio.
Ese fué el último auto público de fe que se celebró en Sevilla, según los datos que hemos podido reunir, y que tenemos por muy autorizados.
«D. Álvaro de Luna, perdiendo en uno vida y privanza, es menos digno de lástima que aquel que fué condenado por el destino á sobrevivir á su desgracia y á verse privado de todo, después de haberlo gozado todo.»
Mariano José de Larra.
Referir aquí, por breves palabras con que lo hiciéramos, el famoso motín de Aranjuez, que tuvo lugar en los días 17, 18 y 19 de Marzo del inolvidable año 1808, sobre ser contrario á nuestro propósito, resultaría fuera completamente de la índole de estos apuntes.
Hacemos merced á los lectores de aquellos sucesos, creyéndolos sobradamente ilustrados para que ignoren las causas y circunstancias que les dieron origen; y, limitándonos á Sevilla, referiremos una anécdota olvidada tal vez de muchos y desconocida quizá de no pocos.
El odio popular que en toda España se había levantado contra el favorito de Carlos IV, D. Manuel Godoy, estalló de una manera terrible y amenazadora conforme se divulgaron por la Península las noticias de las escenas que acababan de ocurrir en Aranjuez, y que tan claros ponían de manifiesto al fanático pueblo la perfidia y doblés del Príncipe de Asturias.
Ciegos los sevillanos por el joven que contra sus propios padres conspiraba, y creyéndole dechado de todas las virtudes, le atribuían cuantas perfecciones pueden adornar á un monarca para hacer la felicidad de una nación. Aborrecían todos á aquellos personajes que rodeaban á los reyes, suponiéndoles verdugos y opresores de D. Fernando; pero el hombre que más generalmente era aborrecido era Godoy, tan injustamente calumniado por los historiadores de nuestros días, como lo fué por sus contemporáneos.
Los encarnizados enemigos del Príncipe de la Paz solían reunirse en un café que había por entonces en la calle Génova, y en este local, convertido en club, pronunciábanse á diario discursos contra el favorito, y salían de boca de todos los concurrentes las frases más obscenas y los dichos más denigrantes.
La tarde del 22 de Marzo súpose en Sevilla la caída del valido; y, conforme circuló esta noticia por la ciudad, levantóse el pueblo, acaudillado por aquellos asiduos contertulios del café de calle Génova.
Numerosos grupos de gente de la plebe invadieron las calles, dando mueras á Godoy, y produciendo infernal gritería, reuniéndose en la plaza de San Francisco en actitud amenazadora y terrible.
Allí permanecieron largo rato vociferando y reuniendo gente, y cuando los amotinados formaban un número bastante crecido, penetraron por la calle Sierpes, dirigiéndose al hospital de S. Juan de Dios, situado en la de Gallegos.
El año 1807 el Príncipe de la Paz, patrono de la capilla mayor de dicho hospital, habíase declarado protector de la Orden de San Juan de Dios, y con tal motivo habíase celebrado en la iglesia una función solemne, colocándose el retrato de Godoy en las paredes del templo, cercano al altar mayor.
Era este retrato, pintado por D. José Cabral, una verdadera obra de arte, no sólo por su perfecto parecido, sinó por lo correcto del dibujo, la hábil combinación de los colores y lo acabado de la ejecución. En el lienzo aparecía el generalísimo vestido con un lujoso uniforme militar, cubierto el pecho de condecoraciones y bandas y en una actitud sencilla, pero que no dejaba de tener cierta majestad y arrogancia. Rodeaba el cuadro un lujoso marco con primorosas labores, en cuyo penacho se ostentaba el escudo del Príncipe.
Llegó la multitud, como decíamos, á las puertas de San Juan de Dios; allí pidieron todos la entrega del hermoso retrato, para saciar en él la rabia y el encono de que estaban poseídos.
Reclamáronse las llaves del templo al Prior, y como los comisionados para este caso tardasen en salir con ellas, el pueblo furioso entró como una avalancha en el patio del hospital, derribando la puerta de la capilla y arrancando de la pared el lienzo, que fué arrastrado á la calle entre feroces gritos de insensato júbilo.
La plaza del Salvador fué teatro entonces de una escena singular y extraña. Había cerrado la noche, y los amotinados trajeron luces de las casas próximas, aplicándolas al lienzo, que fué destrozado y convertido en leves cenizas, que disipó el viento.
Mientras acababa de perecer el retrato del favorito, sus enemigos formaron corro alrededor, escarneciendo aquella figura tan hábilmente trazada por el artista y llenándola de insultos y desvergüenzas de todas clases.
Perdióse para siempre aquel hermoso cuadro, que podía hoy ser admirado en cualquier museo, y al trocarse en humo aquel lienzo, trocábanse también en humo la grandeza y los honores de D. Manuel Godoy, cuya vida política ha sido tan calumniada.
En Febrero de 1810 Sevilla se encontraba bajo el poder de las tropas imperiales, que cometían en la ciudad los mayores desafueros, burlándose descaradamente de las capitulaciones ajustadas, conduciendo diariamente al patíbulo á cuantos hacían el menor esfuerzo para contribuir á romper aquel ominoso yugo.
Henchidos de rabia y de coraje estaban los pechos de los verdaderos patriotas, y con el mayor sigilo preparaban una conspiración terrible que, de no haberse malogrado, quizá hubiese hecho á Sevilla teatro de los episodios más gloriosos y sangrientos.
En tales circunstancias, y cuando más acalorados estaban los ánimos, repartiéronse á las personas de la población convocatorias, en las cuales se invitaba á los devotos para asistir á una gran función religiosa, que habría de celebrarse el domingo 25 de Marzo, en la parroquia de Santa Ana, para dar gracias al Cielo por la feliz venida al trono español de su majestad José I.
La sorpresa y el enojo que semejante impreso produjo pueden figurárselos nuestros lectores; y subió de punto la indignación al saberse que ni las hermandades ni el clero de Triana habían autorizado semejante conducta, y que todo era obra de un cura de la iglesia de Nuestra Señora de la O, quien, no sabiendo cómo atraerse la gracia del intruso, tuvo aquella idea imprudente y digna de la mayor censura.
D. José Areijas, que así se llamaba el presbítero afrancesado, no llegó á amedrentarse por la actitud de todos los trianeros; y contando con la defensa de los invasores, desoyó cuantas reflexiones algunos amigos llegaron á hacerle, y el día anunciado por la convocatoria dispuso con la mayor actividad cuanto era necesario para la función religiosa aplicada al buen hermano de Napoleón.
Serían las once de la mañana cuando numerosos grupos de hombres penetraron en el templo, y colocándose con el mayor disimulo en varios puntos, aguardaron á otros muchos, que poco á poco fueron entrando, y al comenzar la misa las naves de la iglesia de Santa Ana se veían completamente llenas, nó de aquel público devoto y tranquilo que diariamente asistía á los cultos, sinó de una muchedumbre inquieta y nada pacífica, cuyos rostros no eran á la verdad muy sosegados.
Continuó la misa en el altar mayor sin que nada de particular ocurriera: lanzaba el órgano sus notas armoniosas; entonaban los sochantres sus continuas salmodias, y cuando la música y los cantos terminaron, apareció en lo alto del púlpito el cura Areijas, quien, después de los latines de ordenanza, dió principio al sermón que ya tantas veces había preparado.
¡Qué sermón aquel! ¡qué palabras, qué párrafos, qué pensamientos aquellos!... Trataba de probar el buen padre de almas que á los ojos de Dios era muy agradable el reinado de Pepe-Botella, que la felicidad de España dependía de los invasores, y condenaba la guerra que se les hacía, aplicando los dictados más injuriosos á los que él llamaba traidores é ilusos empeñados en rechazar los que el Cielo había destinado para ser nuestros amigos y leales hermanos.
Á medida que avanzaba en su discurso, excitábase el cura Areijas, y manoteaba entusiasmado: ora extendía los brazos, adoptando trágicas actitudes; ora pateaba con furia y alzaba al cielo los ojos vivos y chispeantes, y ora, en fin, apretando los puños, descargaba fuertes golpes sobre la baranda del púlpito. Guardaba el concurso profundo silencio; pero cuando más embebido y fuera de sí estaba el padre, escucháronse de pronto estas palabras, que nadie supo de qué lugar del templo salían:
—¡Embustero!—dijo la voz con acento terrible;—eso es profanar la cátedra del Espíritu Santo...
Entonces estalló la tormenta que hacía largo rato estaba contenida; por doquier se oyeron gritos y protestas, la gente corrió buscando la calle, unos se atropellaban, otros se dirigían á encontrar al cura, muchos mostraban armas, y cuando mayor era la confusión, el escándalo y el alboroto, sonó un disparo en la plaza, y apareció en seguida en el templo un escuadrón de dragones franceses, quienes dispersaron á sablazos los grupos, cerraron la iglesia y escoltaron al cura antipatriota, para librarlo de las iras populares, terminando así aquella función religiosa en mal hora organizada por el atrevido presbítero.
«El que veis, sevillanos, es el justo, es vuestro amable rey Josef Primero, cuyo semblante plácido y augusto muestra que, corazón grande y sincero, ver su pueblo feliz sólo es su gusto, pues dirige á este fin todo su esmero...»
A. Lista.
Una página de la historia de nuestra ciudad vamos á recordar aquí, página triste para los buenos patriotas de otros tiempos, y alegre para los ejércitos del Capitán del siglo, que invadieron nuestro suelo, dejando en él eterna memoria.
El jueves, primero de Febrero de 1810 entraron en Sevilla los franceses, después de haber cometido todo género de excesos en los pueblos de la provincia.
Cuando las tropas imperiales se acercaban á la población, el paisanaje, alborotado, recurrió á las autoridades en demanda de auxilios para preparar una defensa heróica contra los invasores; pero lo mismo el Capitán General que el Asistente y que el Cabildo Eclesiástico, procuraron calmar la laudable efervescencia del pueblo, y por cuantos medios les fué posible impidieron que éste se dejase llevar de sus patrióticos sentimientos.
«Ansiaban los invasores—escribe el señor Gómez Ímaz—verse dueños de Sevilla; y si á ello les incitaba la codicia por la fama que siempre gozó de bella, alegre y riquísima, en la que esperaban hallar una especie de edén á lo morisco donde gozar de regalada vida con acrecentamiento de la hacienda, no menos la apetecían como punto estratégico y cuartel general de operaciones en la zona andaluza, por la situación topográfica... Maestranza, Pirotecnia, Fundición, Parque de Artillería y vía fluvial, unido todo esto á propios recursos, importancia y riquezas.»
Hallándose los franceses en Torreblanca, una comisión, formada por individuos del clero, de la magistratura, de las armas y de la nobleza, pasó á entenderse con José Bonaparte, proponiéndole una capitulación que librase á la ciudad de desgracias y de atropellos.
Aceptó el Intruso la capitulación, que después fué cumplida con poquísima exactitud, y poniendo en marcha las tropas, entraron éstas en la ciudad á las once de la mañana del ya citado primer día de Febrero.
Los soldados invasores penetraron por la puerta de San Fernando, haciendo alarde de sus fuerzas, con esa fanfarronería tan característica de nuestros vecinos del Pirineo. El aspecto de aquellos soldados tan bien equipados y tan arrogantes contrastaba singularmente con el de las pocas personas que acudieron á presenciar su llegada.
Al divisarse el coche donde venía José Bonaparte las campanas de la Giralda lanzaron alegres repiques, disparáronse multitud de cohetes, y el Ayuntamiento y el Cabildo salieron á saludar al Intruso al prado de San Sebastián.
El hermano de Napoleón se apeó del vehículo, y montó á caballo, colocándose al frente de su Estado mayor, y marchando precedido de una numerosa escolta de coraceros de la guardia municipal.
Era aquel día sereno y apacible; el sol brillaba sobre un cielo azulado y transparente, la atmósfera estaba limpia y despejada, todo lo cual contribuyó mucho á dar lucimiento al acto de pisar las calles de Sevilla las poderosas huestes de Bonaparte.
Entre los diversos personajes que acompañaban al flamante Monarca, á más del general Soult, duque de Dalmacia, del Barón Darica y de Senarmont, venían sus consejeros Aranza, Cabarrús, Solís, Montarco y Meléndez Valdés, el Duque de Treviso, el Marqués de Riomilano, O-Farril, Urquijo, Almenara y otros muchos hombres que hicieron importantísimos papeles en aquel tiempo digno de eterna recordación.
Toda la lujosa comitiva, vestida con ricos uniformes y rodeada de militar estruendo, pasó por las calles Nueva de San Fernando, Puerta de Jerez, Santo Tomás y Gradas.
Á la puerta de la Catedral, que estaba ricamente adornada, se detuvo José Bonaparte, siendo recibido en el atrio por el Cabildo, y después de breves minutos, en los que hubo corteses saludos y graves reverencias, se dirigió al Real Alcázar, donde ya tenían preparado su alojamiento.
Era entonces asistente de Sevilla D. Joaquín Leandro Solís, quien, deseando captarse las simpatías de los invasores, mandó colocar en los puntos más céntricos de la ciudad dos ó tres bandas de música, que ejecutaron alegres tocatas, organizando también una profusa iluminación en los edificios públicos, y obligando á muchos vecinos á que adornasen las fachadas de sus casas con ricas colgaduras.
Aquella misma tarde las tropas francesas se alojaron en los conventos de San Francisco, Santo Tomás, el Carmen y San Jacinto, y por la noche los soldados imperiales recorrieron las calles en numerosos grupos, promoviendo singular escándalo y alboroto, hasta hora muy avanzada.
El pueblo de Sevilla contempló lleno de despecho y coraje aquellas escenas, y permaneció casi todo encerrado en sus domicilios hasta el nuevo día, siendo muy escaso el número de los que demostraron la menor curiosidad por conocer al Monarca, á quien los andaluces dieron el nombre de Pepe-Botella.
Sin embargo de esto, el periódico oficial de los invasores, que estaba dirigido por D. Alberto Lista, decía lo siguiente al ocuparse de la entrada de José Bonaparte:
«S. M. ha sido objeto de las más sinceras muestras de respeto por parte del noble vecindario de Sevilla. Es seguro que á poco que nuestro amable y justo Rey permanezca en esta ciudad, cautivará todos los corazones de sus súbditos, á quienes ama como padre, y á quienes sólo desea ver felices y gozando de las dulzuras de una paz duradera.»
«Constitución ó muerte será nuestra divisa: si algún traidor la pisa, al punto morirá.»
(Himno patriótico.)
Las tropas francesas, que tantos estragos causaron en Andalucía, permanecieron en Sevilla desde principios de 1810, como dejarnos dicho, hasta mediados de Agosto de 1812, y durante este tiempo los invasores cometieron toda clase de atropellos y desmanes, conduciendo al patíbulo infinidad de individuos que defendían con heroísmo la causa nacional.
En el mes de Abril llegaron tropas españolas para disponer el ataque de la ciudad, lo cual no llegó á verificarse, comenzando en Agosto la evacuación de franceses, que sostuvieron un nutrido tiroteo en Castilleja con los vecinos de Triana y con el batallón de Zamora, que mandaba el general don Juan de la Cruz Mourgerón.
El pueblo de Sevilla, viéndose libre de los invasores, se entregó á los mayores trasportes de alegría, celebrando iluminaciones, funciones de teatro, conciertos en los paseos, bailes y procesiones, que tuvieron lugar en medio de un entusiasmo indescriptible.
Entonces se reunieron las autoridades locales, y acordaron publicar solemnemente la Constitución política, obra de las inolvidables Cortes gaditanas.
Señalóse para este acto el día 29 de Agosto, y en él apareció engalanada la ciudad, viéndose las calles ocupadas por numeroso público de todas las clases sociales, que se disponían á saludar en el nuevo código una era venturosa y de feliz regeneración para la patria.
Aquella tarde, que fué templada y magnífica, salió á las cinco de la casa Ayuntamiento la comitiva que iba á dar lectura á la Constitución, dirigiéndose á un amplio tablado que se había construído en el centro de la plaza de San Francisco.
Colocáronse en el tablado, el alférez mayor don Lope Olloqui, que conducía el pendón de la ciudad, el jefe político Ruiz del Burgo, el Asistente con los señores jurados, y el escribano del Municipio don Ventura Ruiz Huidobro, quien dió lectura al documento ante una numerosa y compacta muchedumbre.
La comitiva recorrió luego las calles Vizcaínos, Mar y Gradas, llegando á la puerta de la Catedral, que se había adornado con ricas telas, en la que se encontraba el Cabildo.
Repitióse ante él la lectura en la misma forma que acababa de hacerse en la plaza de San Francisco, y, por último, se verificó en el patio de Banderas, donde también se había levantado una tribuna al efecto.
Quince días después de la promulgación del código, ó sea el 12 de Setiembre, se celebró la jura en medio del mayor orden y entusiasmo.
Juró la Constitución el Cabildo en la Sala Capitular de la Basílica, y casi al mismo tiempo juró el Municipio, el Claustro de doctores de la Universidad, los magistrados de la Audiencia, los cuerpos de la plaza y todas las corporaciones y entidades oficiales, jurando por último el pueblo al siguiente día, domingo 13 de Setiembre.
Las naves de la Catedral se vieron ocupadas por numerosa concurrencia, y dió comienzo la función religiosa, con asistencia de las autoridades civiles y militares, que se situaron en unos escaños levantados á la derecha del altar mayor.
Éste ofrecía un hermoso golpe de vista; se hallaba iluminado profusamente y con el aparato de las grandes solemnidades. Comenzó la misa cantada, y á la mitad de ella el escribano Ruiz Huidobro apareció en el púlpito, llevando en sus manos un ejemplar de la Constitución, el cual leyó en voz alta para que de todos fuese oído.
El canónigo Maestre, terminada la lectura, pronunció un sermón encareciendo las ventajas que á la patria traería el nuevo código, de quien hizo grandes elogios, concluyendo su plática, que fué por cierto muy elocuente, recomendando al pueblo la obediencia á la obra de los legisladores gaditanos.
Terminada la misa, se adelantó Ruiz del Burgo, como jefe político que era de la ciudad, y dirigiéndose á la multitud que ocupaba el templo, pronunció estas palabras:
—¿Juráis guardar y observar la nueva Constitución política, publicada por la Regencia, y sancionada por las Cortes generales, que se os acaba de hacer presente?
—¡Sí juramos!—contestó la multitud.
—¿Juráis conocer y defender á vuestro rey el señor D. Fernando VII, que Dios guarde?
—¡Si juramos!—volvieron á responder todos.
Entonces las campanas de la Giralda comenzaron sus alegres repiques, los cañones hicieron salvas, y el Cabildo entonó el Te-Deum, dando fin la ceremonia cerca del medio día.
¡Quién hubiera imaginado entonces que el nuevo código que con tanto regocijo se acogía iba á ser causa de tan hondas perturbaciones para la nación!
«Mas ¡ay! que ya se acaban las aspas y garrotes, y jansenistas, moros y hugonotes se burlan de mi celo y mi porfía... Todos á un tiempo trinan viendo que está apagado el tizón venerado que á los reyes temblar hizo algún día.»
Eugenio de Tapia.
No hace muchos años oímos contar á un anciano el suceso que da origen á este trabajo, y habiendo encontrado recientemente algunos detalles sobre el caso en papeles de la época, vamos á referirlo al lector, á quien suponemos pacientísimo.
Á principios del memorable año de 1820 era gobernador militar de Sevilla el General Odonojú, quien, al tener las primeras noticias del alzamiento de Las Cabezas de San Juan y de la isla de León, afilióse en secreto al partido de la Constitución, cuidando mucho que sus ideas no fuesen advertidas por nadie hasta la llegada del oportuno momento.
Había marchado á Cádiz el capitán general de Andalucía D. Tomás Freiree para combatir á los que por tan noble causa se habían sublevado, y el día 10 de Marzo, cuando más tranquilos aguardaban los partidarios del absolutismo la derrota de sus enemigos, y más confiados estaban todos en las seguridades que en Sevilla tenían, alborotóse de pronto el pueblo, que, alentado por los patriotas que tenían su punto de reunión en el café de San Fernando, llegó al Ayuntamiento, dando término á la sesión que el Cabildo celebraba, y de allí, tras recorrer algunas calles, quitar el título á la plaza de San Francisco y hacer repicar las campanas, se dirigió la muchedumbre al edificio en donde estaba situado el tribunal de la Inquisición, no sin haber proclamado antes el nuevo código, del cual esperaban tantos la salvación de la patria.
Libertados los dos presos que en las cárceles del Tribunal estaban, destruídos los muebles, y quemados los procesos que se guardaban en el archivo, entregóse la multitud á otros excesos, que tuvieron que ser reprimidos con energía por las autoridades que acababan de tomar el mando.
Tranquilizáronse un poco los ánimos y dió comienzo la nueva época constitucional, sobre la que tanto se ha dicho y tanto bueno queda todavía que decir; y cuando las Cortes en el año siguiente, después de larguísimos debates, decretaron la suspensión del Tribunal de la Fe, alborotóse de nuevo el pueblo bajo de Sevilla, y se propuso llevar á cabo un acto que demostrase su adhesión al decreto y fuese una burla grotesca de aquella abolida institución.
Era Domingo de Ramos de 1821, y por la mañana el lugar donde estuvo el famoso Quemadero (hacia un extremo del prado de San Sebastián) apareció dispuesto y aderezado de manera bien airosa. La noche antes habíanse colocado allí algunos trasparentes de lienzo y madera, pintarrajeados con muñecos deformes, vestidos con los trajes que usaban los familiares del Santo Oficio, en posturas extrañas y entregados á diversos y raros entretenimientos. Los trasparentes tenían gran altura, y sobre ellos se veía un enorme cerdo de cartón, con una medalla en el hocico y un letrero en la parte posterior, que no queremos copiar aquí por creerlo nada oportuno.
La gente de los barrios bajos, los patriotas de los cafés del Turco y de San Fernando, los individuos de muchas sociedades políticas y la gente moza y regocijada acudieron al prado de San Sebastián, rodeando el aparato allí levantado, y haciéndolo objeto de sabrosos comentarios y de dichos y frases de esas tan gráficas en nuestra tierra.
Al ocultarse el sol, una banda de música tocó el himno de Riego que acababa de componer San Miguel, y al escucharse sus notas muchos de los que allí se encontraban, no pudiendo contener su entusiasmo, cantaron y bailaron con la mayor alegría.
Luego un grupo de mozos del barrio de San Bernardo entonó junto al improvisado monumento gran número de responsos, y como para remojar las fauces de los cantores se trajeron algunos jarrillos de vino, éste no tardó en hacer sus efectos, y entonces las coplas se convirtieron en desvergüenzas, y el alboroto y escándalo subió de punto.
Así transcurrieron algunas horas, y á las nueve de la noche comenzaron á disparar cohetes, quemando un castillo de fuegos artificiales, é incendiando por último aquellos pintarrajeados lienzos en medio del mayor desorden y de la más ensordecedora gritería.
Cuando el monumento se convirtió en cenizas, la gente se fué retirando poco á poco de aquel sitio, teatro de tan tristes escenas en multitud de ocasiones.
Los partidarios del absolutismo llevaron muy á mal aquel desahogo de los liberales exaltados, que pagaron bien caros éste y otros actos en el funesto día de S. Antonio del año de 1823.
«Asistente é Intendente en comisión de Sevilla.... donde le esperaba la gloria de reformador ilustrado de la hermosa ciudad de San Fernando.»
A. Martín Villa.
Pocos hombres de los que han presidido la Corporación municipal de Sevilla han demostrado tanto interés por la ciudad y han reunido tan apreciables dotes para su cargo como el inolvidable asistente D. José Manuel de Arjona y Cubas, á quien justo creemos dedicar un recuerdo.
Arjona gobernó los intereses de la población en época tan difícil como lo eran aquellos últimos años del reinado de Fernando VII, en los que el estado general de nuestra nación no era nada lisonjero ni próspero por cierto.
El estar Arjona al servicio de aquel Gobierno no ha de ser causa de que le escatimemos nuestras alabanzas, mucho más cuando estuvo muy lejos de cometer los abusos y atropellos que casi todas las autoridades absolutistas cometían, y llegó á captarse con habilidad suma el aprecio y estimación de todos los andaluces, aunque éstos profesaren las más avanzadas ideas.
El día 11 de Mayo de 1825 D. José Manuel de Arjona y Cubas tomó posesión de su elevado cargo de Asistente, para el que había sido nombrado según el curioso documento que copiamos á continuación:
«Atendiendo á los servicios, deseos y repetidas instancias de D. José Aznares, Consejero de Estado sin ejercicio, para que se le releve del penoso desempeño de la Intendencia de Ejército de Andalucía, que corre unida con la Asistencia de Sevilla, cuyos destinos obtuvo en comisión por Real Decreto de 24 de Diciembre de 1823, he venido, conformándome con el dictamen de mi Consejo de Ministros, en acceder á la solicitud; y al mismo tiempo tengo á bien nombrar para que sirva, también en comisión, la Intendencia de Ejército de Andalucía y la Asistencia de Sevilla á D. José Manuel de Arjona, de mi Consejo Real y Supremo de la Cámara, conservando la propiedad de estos dos destinos, y dispondréis su cumplimiento.—Yo el Rey.»
Desde aquel día no sosegó el nuevo Asistente hasta realizar importantísimas mejoras, que contribuyeron muy poderosamente al embellecimiento material de la población.
Jamás desde entonces retrocedió ante ninguno de los obstáculos, poderosos muchas veces, que se opusieron á sus proyectos; jamás consintió que se entorpecieran por favorecer los intereses particulares obras que resultarían en interés del pueblo de Sevilla, y dotado como estaba de un carácter serio y enérgico, se propuso cortar de raíz infinidad de antiguos abusos, que, si no llegaron por completo á corregirse, disminuyeron en gran parte.
Arjona hizo famoso su nombre en la historia de Sevilla por los actos ejecutados durante su mando y por haber sido el primero que inició el movimiento de progreso y comodidad, hasta entonces desconocido.
Digno émulo del Marqués de Pontejos, descendiente como aquél de noble familia, y poseedor de una regular fortuna, el Asistente sevillano trabajó infatigablemente por que la capital de Andalucía adquiriera el mayor grado posible de esplendor y grandeza.
D. José Manuel de Arjona, según apunta Velázquez y Sánchez, mejoró los servicios públicos, reformó el alumbrado, puso coto á las edificaciones abusivas, planteó el ensanche de muchas calles, introdujo en ellas las aceras, y sustituyó los nombres ridículos que muchas tenían por otros más propios. Él comenzó el derribo del murallón que unía con el Alcázar la torre del Oro; edificó el hermoso salón de Cristina y los jardines de las Delicias; inauguró el hospicio de ancianos y niños que estaba frente al convento de Madre de Dios; formó de nuevo la célebre cofradía del Santo Entierro, que tanta celebridad llegó á adquirir; llevó á cabo grandes mejoras en la Alameda, en el Arenal y en otros paseos; dió su valioso apoyo á cuantos le propusieron alguna idea que fuese beneficiosa para la cultura y adelanto de la ciudad, y castigó severamente á la plebe realista, que en aquel funesto período absoluto era el azote de los liberales.
Arjona fué «hombre de mando y hombre de mundo á la vez», y estuvo dotado, entre sus buenas cualidades, de un tacto exquisito para llevar á cabo las arduas empresas que por su categoría le fueron encomendadas.
En el mes de Mayo de 1833 abandonó Arjona su puesto, y en los ocho años que lo ocupó dejó recuerdos imborrables de su celo, energía y actividad.
El pueblo sevillano dió á D. José Manuel de Arjona el hiperbólico nombre de Rey de las Andalucías, significando así la autoridad de aquel hombre, digno de que nuestra generación le dedicase algún monumento que hiciera perpetua su memoria.
Como recuerdo de este Asistente se conserva en el Archivo del Ayuntamiento el sillón que usó durante el período de su mando, cuando acudía á presenciar y dirigir los trabajos de los famosos jardines de las Delicias y del paseo de la Bella Flor.
Para terminar, diremos que el Asistente Arjona era natural de Osuna y hermano del poeta del mismo apellido, y que fué uno de los que más contribuyeron al establecimiento de la Escuela de Tauromaquia en 1830.
«Fernando mandaba establecer una Escuela de Tauromaquia, y nombraba y dotaba los maestros que habían de enseñar... el modo de luchar con las fieras y de derramar su sangre, con lo que acostumbraba al pueblo, que ya veía con sobrada frecuencia verter la de los hombres, á estos espectáculos.»
Modesto Lafuente.
El edificio destinado á Matadero de reses para el consumo público se terminó en los comienzos del siglo XVI, en las afueras de la puerta que los árabes denominaron de Mi-hoar, siendo albergue al poco tiempo de aquellos jiferos que, como dice el inmortal Cervantes, «era toda gente ancha de conciencia, desalmada y sin temor al rey ni á su justicia... que no dejaban de tener su ángel de guarda en la plaza de San Francisco, granjeado con lomo y lenguas de vaca.»
En el siglo XVIII, y debido á la iniciativa del señor Asistente, se amplió bastante el edificio, poniéndose algún freno á los abusos que allí desde largos años se venían cometiendo á ciencia y paciencia de las autoridades.
Nada de notable encontramos en la historia del Matadero que merezca especial mención, hasta los últimos años del reinado de Fernando VII, en que se fundó en él la célebre Escuela de Tauromaquia, que tanto dió entonces que hablar á los que veían que al mismo tiempo que se inauguraba este establecimiento se mandaban cerrar las cátedras en las Universidades.
El Conde de la Estrella, gran taurófilo y hombre que no debía estar muy ocupado, presentó al Monarca una Memoria detenida y prolija para probar lo conveniente que sería al país una escuela en la que se aprendiese el arte de Pepe-Illo y Costillares. Leyó el Rey el trabajo del Conde, y tanto debió influir éste en su ánimo, que de allí á poco, y después de algunas consultas, se acordó la fundación del beneficioso establecimiento.
¡Lástima que el original de tan curiosa Memoria se haya perdido, y que la posteridad ni los eruditos taurómacos puedan saborearla y recrearse en su lectura!
Con fecha de 28 de Mayo de 1830 se publicó la real orden firmada por el Monarca, y en ella se nombraba un maestro para la Escuela, con el sueldo de 12.000 reales anuales, un ayudante con 8.000 y diez discípulos con 2.000 cada uno.
Se hizo el nombramiento de director á favor de Jerónimo Cándido; pero habiendo acudido á Fernando VII, en solicitud de esta plaza, el viejo Pedro Romero, fué atendida su petición, y, quedando de maestro por su antigüedad, pasó Cándido á la categoría de ayudante.
Inauguróse el establecimiento en el mes de Octubre de 1830, bajo detenida inspección del asistente, D. José Manuel de Arjona, siendo muy crecido el número de los discípulos que allí acudieron á ejercitarse en una tan arriesgada profesión como lo es la lidia de reses bravas.
De la Escuela de Tauromaquia salieron diestros tan célebres como Manuel Domínguez, que siguió las huellas del toreo rondeño; Francisco Arjona Cúchares, si menos inteligente, dotado de gran habilidad y ligereza; Francisco Montes Paquiro, incomparable en los lances de capa y en el manejo de la muleta; Juan Yust, que tantos aplausos obtuvo practicando la suerte de recibir; Juan Pastor El barbero, de quien tantas anécdotas y chistes se oyen aún entre los viejos aficionados, y otros muchos cuya enumeración resultaría por demás larga y difícil de encerrar en estos apuntes.
El corral del Matadero donde se construyó la Escuela era cómodo, espacioso y adecuado; la arena estaba rodeada de una alta valla de madera, el Asistente tenía un palco especial para presenciar si quería las lecciones prácticas, y además se mandó construir una ancha gradería para que la ocupase la concurrencia cuando se daban lecciones públicas, costando la entrada dos reales.
Cuatro años después de su inauguración se cerró la Escuela por real orden de D.ª María Cristina, dada en 15 de Marzo de 1834, siendo el que más trabajó por que se publicase este decreto el Subdelegado del ministerio de Fomento D. Antonio Almagro, quien llegó hasta presentar á la Reina gobernadora una solicitud pidiendo la clausura del establecimiento taurómaco.
Nada, sinó el recuerdo, queda ya de él, y únicamente en el Matadero se encuentra la siguiente lápida, adosada á un muro del corral donde estuvo el circo, y que á título de curiosidad vamos á copiar.
Dice así:
«Reinando el señor D. Fernando VII, pío, feliz, restaurador, se construyó esta Plaza para la enseñanza reservadora de la Escuela de Tauromaquia, siendo Juez privativo de ella D. José Manuel de Arjona, y Diputados encargados de la ejecución de la obra D. Francisco María Martínez, Veinticuatro, D. Manuel Ziguri, Diputado del Común, y D. Juan Fernández Roces, Jurado.—Año de 1830.»
«Y he de ir al Parque, porque su apacible sitio ameno de las flores y las damas es el cortesano imperio.»
Calderón de la Barca.
Ya en otros apuntes nos ocupamos del asistente de Sevilla D. José Manuel de Arjona, y citamos algunas de las más importantes obras que bajo su mando se llevaron á cabo, y las cuales contribuyeron muy poderosamente al mejoramiento de nuestra población.
Fué uno de los trabajos que con más cariño emprendió Arjona la construcción de un agradable paseo á la orilla del río Guadalquivir, y frente al Colegio Náutico de San Telmo.
Venciendo con energía todas las dificultades y obstáculos que se presentaron á su paso, consiguió dar principio á la realización de su proyecto, terminándose las obras en la primavera de 1830, y verificándose la inauguración oficial del paseo el sábado 24 de Julio del mismo año, día de la última esposa de Fernando VII, por lo cual se le dió á aquel sitio el nombre de Salón de Cristina.
Aquella tarde fué numerosísima la concurrencia que asistió al nuevo sitio de recreo, donde se celebró un baile, tocando las bandas militares escogidas piezas y quemándose por la noche vistosos fuegos de artificio.
El Salón de Cristina se puso de moda: durante mucho tiempo fué el punto de cita de la buena sociedad sevillana. Por entonces había en el centro del paseo un templete de graciosa forma, y en los jardines, á mas de los muchos árboles y plantas, existían infinidad de estatuas y jarrones de mármol, fuentes caprichosas, pajareras, cenadores, cómodos asientos y emparrados que prestaban dulce y agradable sombra.
Aquellas espesuras favorecían mucho á los rendidos galanes y á las discretas damas, que en las calurosas noches de estío y en las frescas mañanas de primavera pasaban allí gratísimas horas. ¡Cuántos sabrosos diálogos y cuántos amorosos suspiros, cuántas promesas y juramentos escucharían aquellos frondosos plátanos orientales, aquellos melancólicos cipreses y aquellos románticos sauces!...
El Salón de Cristina se veía diariamente animadísimo, y presentaba un hermoso cuadro. Allí acudían las niñas pálidas de miradas dulces y andar voluptuoso, que soñaban con caballerescas aventuras; los mozalvetes románticos de ojos tristes y largas melenas, levitas ajustadas y corbatines de á cuarta; los comerciantes y empleados, con sus relucientes sombreros de copa, sus fraques abiertos y sus guantes amarillos; las señoras mayores, peinadas con abultadas cocas y vestidas con faldas de seda llenas de cogidos y volantes; los padres de familia con sus chalecos listados, sus camisas plegadas y sus cadenas y dijes de similor; los militares de altos morriones y grandes charreteras; los calaveras de la partida del trueno, los patriotas del café del Turco, y allí, en fin, acudían todos los principales tipos de una sociedad que se fué para siempre y de la que sólo nos queda la memoria.
Cuando más orgulloso podía estar el Salón de Cristina, y cuando asistir á él se había hecho casi una obligación para los sevillanos, se construyó la plaza de San Fernando y se arregló el paseo de la Bella Flor, y entonces poco á poco la nueva sociedad que naciera dejó aquel sitio donde tan agradables ratos habían pasado sus padres.
Sucesivamente se hicieron en el Salón de Cristina multitud de reformas, perdiendo la mayoría de los adornos que antes tuviera; y hoy, en que tan poca concurrencia asiste á él, ha perdido todo su carácter, convirtiéndose en una especie de parque al estilo de los de Inglaterra, y que para compararse con ellos deja mucho que desear.
«Murió por el patrio suelo, y Dios lo llevó consigo.»
P. R.
Los sentimientos patrióticos de que tantas pruebas tiene dadas nuestro pueblo levantáronse no hace mucho tiempo con la misma fuerza que en pasados tiempos se levantaron para gloria de las armas españolas. Ante las brutales é infames agresiones de las salvajes kábilas africanas se alzó un grito unánime de indignación y de dolor en toda la Península, grito que era imposible acallar, y pedía enérgicamente un ejemplar castigo para los que ultrajaron villanamente la honra nacional en los campos de Melilla.
Vivos permanecen aún en los corazones de todos los gloriosos recuerdos de Tetuán y Wad-Rás, y las pruebas de heroísmo dadas en aquella campaña inolvidable debieron ser poderoso estímulo para los que de nuevo iban á aprestarse contra los hijos del Profeta, eternos contendientes nuestros.
No traeremos aquí á cuento sucesos que todos conocen, ni describiremos episodios que la historia tiene consignados y guardará eternamente en sus páginas; limitándonos tan sólo á consagrar en estas líneas una memoria á un puñado de valientes de los que fallecieron en aquella lucha, y á cuyos restos mortales dió honrosa y digna sepultura el Ayuntamiento de esta ciudad.
En más de una ocasión, cuando alguno de nuestros lectores haya acudido al cementerio, se habrá detenido á contemplar un hermoso y severo mausoleo que se encuentra situado en la primera glorieta de la izquierda y á corta distancia de la capilla nuevamente construída. Bajo aquel fúnebre monumento yacen sesenta y un soldados muertos en Sevilla desde el 25 de Diciembre de 1859 hasta el 25 de Julio de 1860 á consecuencia de las heridas que recibieron luchando con las tropas africanas de Sidi-Mohjamed, emperador entonces de Marruecos.
Consta el monumento de una escalinata de regular altura, sobre la que se levanta un zócalo desprovisto de todo adorno, y sobre él un pedestal con cuatro lápidas, en las cuales están grabados los nombres de los infelices que allí reposan y una inscripción laudatoria de los mismos. Tiene el pedestal su correspondiente cornisamento, y encima una columna en cuya base se ostentan de relieve los atributos del valor y de la victoria. Rodean, por último, el mausoleo una sencilla verja y algunos cipreces de gran corpulencia de oscuras y tupidas hojas.
La inscripción colocada en el frente dice así:
«Aquí yacen sesenta y un soldados muertos en esta ciudad de las heridas que recibieron en África, peleando como buenos por la honra de la patria en guerra contra los moros. Para conservar á las generaciones venideras el glorioso recuerdo de su heróico valor, Sevilla erigió este sepulcro. 1860.»
Los nombres de los soldados son los siguientes:
Bernardino López, Valentín Montero, José Medialdea, Nicolás Carbó, Salvador Berenguer, Antonio Tortosa, Francisco Pacheco, Francisco Luna, Tomás Moreno, Lorenzo Villalonga, Antonio Montaña, José Olisilla, Antonio Garpallo, José Gascón, Tomás Castro, Juan de Mina, Felipe Beltrán, Domingo Ruisón, Manuel González, Gil Rubio, Gaspar Rodríguez, León Iribárren, Pedro Puente, José Cubillas, Leocadio Calleiro, Antonio Sotelo, Juan Hibias, Francisco Guirado, Domingo Pardo, Santiago Miguel, Tomás Grinade, Joaquín Márquez, Francisco Panadero, Pedro Sánchez, Saturnino Baras, Andrés Paz, Diego Camacho, Salustiano Alonso, José Pastoriza, José López, José Montoto, Bartolomé Riaño, Blas Morates, Calixto Pinilla, Ramón Hernández, Francisco Parallada, Fabián Fernández, Andrés Lareno, Santos Ramos, Andrés Mateo, Miguel Sicte, Mateo García, Benito Rodríguez, Julián Plaza, Francisco Vázquez, Fulgencio Fernández, Ramón La-cumba, Valeriano Álvarez, Rufino Iberias, Domingo Tornos y Antonio Caldero y Taberner.
El proyecto fué trazado por el arquitecto D. José de la Coba, quien lo presentó al Cabildo municipal, presidido por Vinuesa, en Noviembre de 1861, comenzando los trabajos de levantar el panteón á fines del año siguiente, y terminándose en Julio de 1864, por el contratista de la obra, D. José Frápolli. Para no cansar con más datos, diremos que el mausoleo costó al Ayuntamiento más de 41.391 reales, y que en la reparación general que se llevó á cabo en 1870 se invirtieron 1.793 pesetas próximamente.
El primer valiente que allí recibió sepultura fué el soldado de la segunda compañía del segundo batallón del regimiento infantería de Córdoba, Bernardino López, que falleció en el Hospital Militar el 25 de Diciembre de 1859, de resulta de las graves heridas que sufrió en campaña, si bien no puedo precisar la acción, pues en ningún documento de los que hemos consultado consta cuál fuera ésta. De la gloriosa batalla del 4 de Febrero yace allí el soldado Felipe Beltrán, de quien dijo un periódico de aquellos días que «se le vió luchando con un denuedo inimitable hasta que pudo ponerse en pie, y que su comportamiento fué el de todo un héroe.» El subteniente del regimiento de África D. León Iribárren, que, después de tomar parte en diferentes acciones, cayó herido mortalmente por el plomo enemigo, yace también allí; y entre los demás valientes citaré á Tomás Moreno, soldado del regimiento de León, que por su heroísmo mereció que su entierro se verificase con gran pompa, acudiendo á él el Ayuntamiento y corporaciones de Sevilla, además de una inmensa concurrencia de todas las clases de la sociedad.
Cuando para cumplir algún deber, triste siempre, hemos acudido al Cementerio, nunca salimos sin detenernos algún rato ante el mausoleo que guarda los restos de los soldados de África. Allí se ven pocas veces coronas de flores; allí pocos son los que se detienen á rezar una oración.... La curiosidad es generalmente la que mueve á muchos á pararse ante aquel mármol y á leer los nombres de los valientes que bajo él descansan.
¿Quién se acuerda hoy de ellos? Fueron héroes anónimos; fueron parte de ese montón informe que sucumbe en las batallas, sin que su recuerdo viva y se perpetúe de generación en generación; fueron, en fin, de esas víctimas para quienes la historia no tiene una página ni la gloria un laurel.... Pelearon y murieron por la patria: eso es todo lo que se sabe de ellos.
Poco es en verdad; pero ¡á cuántas meditaciones hace inclinar el ánimo!
«En tus rimas dolientes palpitan las luchas terribles que el alma destrozan, y es en ellas un ¡ay! cada verso y un tierno poema de amor cada estrofa.»
Ataulfo Friera.
Amantes de la buena poesía, y entusiastas por los hombres ilustres de nuestra patria, con gusto tomamos la pluma para decir algo de este poeta, el más artista y original quizá de los poetas españoles del presente siglo. Breve fué su existencia, fecunda en amarguras y sinsabores domésticos: escaso el número de las obras que dejó escritas, pero ellas han bastado á inmortalizar su nombre.
Pocos conocieron á Bécquer mientras vivió; pocos leyeron entonces sus sentidos versos, y ninguno de sus íntimos amigos pudo sospechar la fama que tenía reservada, ni el lugar distinguido que iba á ocupar en nuestra literatura contemporánea.
No nos detendremos en sus obras, por no permitirlo los estrechos límites de este artículo; además, se ha dicho mucho, y muy bien, de ellas, y las bellezas que encierran están al alcance de todas las personas que tienen corazón y saben sentir.
Las obras de Bécquer no deben analizarse con la frialdad severa de la crítica: ésta pudiera tal vez encontrar algunos defectos, poca unidad en las concepciones, repetición de los mismos cuadros, escasa variedad en la forma... Las obras de Bécquer son para admirarlas, y la persona que desde luego no comprenda sus méritos, será inútil cuanto se haga por demostrárselos. «Las teorías—dijo Larra—las doctrinas, los sistemas, se explican: los sentimientos se sienten.»
Cuando por primera vez se dieron á luz las composiciones de Bécquer, reunidas en un par de tomos, después de muerto su autor, despertaron grandísimo entusiasmo en la república literaria, y la juventud de entonces se declaró partidaria de aquel género de poesía, que resucitaba el ya muerto romanticismo, que á tantos extravíos condujo en la primera mitad del siglo.
Hoy la fama del vate andaluz descansa en sólidas bases, su popularidad es grandísima, y van acabando, por fortuna, los imitadores, que tanto le perjudicaron.
¿Quién no ha leído aquellas Rimas llenas de sinceridad y pasión, que condensan en breves frases las alegrías, los dolores, las aspiraciones y los deseos que agitaron el alma soñadora y amorosa del poeta sevillano? ¿Quién no conoce aquellas cartas, modelos de sencillez y limpieza de estilo, impregnadas de suave melancolía y dulce tristeza, que conmueven el corazón con palabras mágicas y con imágenes delicadas y tiernas? ¿Quién, en fin, no ha hojeado aquellas fantásticas leyendas, aquellos cuentos orientales y aquellos episodios caballerescos, que demuestran una fecundidad creadora admirable, una potente imaginación de primer orden y un perfecto conocimiento en las artes plásticas de los siglos medios?
«En Bécquer—escribe un reputado crítico—se funden dos elementos que parecen opuestos: la imaginación excepcionalmente esplendorosa del genio meridional y la vaga idealidad germánica.» Muchos le comparan con Enrique Heine, y á nuestro juicio existe gran diferencia entre ellos; el poeta alemán es mordaz, excéptico en el fondo, enemigo de todo cuanto le rodea, y su risa irónica molesta y hace daño; el poeta sevillano es casi siempre sincero, tierno, sencillo, y si alguna vez, cediendo al peso del infortunio, asoma la duda á su cerebro, busca consuelo en la religión, que le brinda un bálsamo á sus punzantes heridas.
La biografía de Bécquer es bien corta, y ocupa pocas páginas; puede condensarse en estas palabras de Blasco: «nació, vivió, escribió y murió.»
Nació Bécquer en los primeros meses de 1836; en esta Sevilla tan cantada por los poetas pasaron las días serenos de su infancia, y llegó á la adolescencia con el alma «henchida—como él dice—de deseos sin nombre, de pensamientos puros y de esa esperanza sin límites que es la más preciada joya de la juventud.»
Había quedado huérfano á los cinco años, y en 1845 ingresó en el antiguo colegio de San Telmo para estudiar la carrera de náutica; en esta época comenzaron á nacer sus aficiones literarias, y en colaboración con su amigo Campillo, alumno también del colegio, y casi de su misma edad, escribió un drama, empezó una novela y compuso multitud de versos, ensayando todos los metros y todos los géneros.
Á los catorce años entró Gustavo en el estudio de D. Antonio Bejarano, profesor de la Academia de Bellas Artes, que gozaba gran celebridad y fué maestro de muchos notables artistas; estuvo luego bajo la dirección de su tío D. Joaquín Domínguez Bécquer, y, siguiendo los consejos que éste le diera, abandonó la pintura para dedicarse por completo á las letras y realizar sus mayores deseos y esperanzas.
Llegó á Madrid en Octubre de 1854, y bien pronto comenzó á ver desvanecerse como el humo los dorados sueños de su febril adolescencia.
Fué primero empleado con modestísimo sueldo, periodista político después, censor de novelas más tarde, admitiendo estos y otros cargos, que repugnaba, para atender á sus más precisas obligaciones.
En 1861 contrajo matrimonio, pero éste no resultó á la verdad feliz; mal se avenía el poeta idealista y soñador á la monótona y vulgar existencia de su nuevo estado; lejos de su esposa, retiróse á vivir en compañía del más querido de sus hermanos, artista espontáneo y de corazón, que supo reproducir como pocos los tipos y las costumbres populares.
Indiscreto y triste sería entrar en detalles de este período de la biografía de Gustavo Bécquer; su porvenir presentábase cada vez más oscuro; su alma sensible la había desgarrado el infortunio; sus ilusiones se habían perdido para siempre....
Pero aún le estaba reservado un golpe durísimo: el día 23 de Setiembre de 1870 falleció Valeriano; «y desde entonces—escribe un biógrafo—pudo afirmarse que Gustavo quedó herido de muerte.»
Una breve enfermedad cortó para siempre aquella cadena de males que formaron la existencia del autor de las Rimas, y tres meses después, el 22 de Diciembre, exhaló el último suspiro, cuando apenas contaba treinta y cuatro años.
La patria ha sido ingrata con el poeta que tanto la amó; inútilmente buscará el viajero en nuestra población un monumento que perpetúe su memoria.
Hace algunos años, varios jóvenes entusiastas proyectaron dedicarle un recuerdo á las orillas del Guadalquivir, pero el proyecto no llegó á realizarse.... Una modesta lápida colocada en la casa donde nació, y el nombre de una de las calles más extraviadas de la ciudad, son las únicas cosas que en Sevilla recuerdan á Bécquer.
Págs. | ||
Dedicatoria. | 5 | |
Carta-Prólogo. | 7 | |
I. | —La Fuente del Arzobispo. | 17 |
II. | —La Puerta Real. | 20 |
III. | —El Mesón del Moro. | 24 |
IV. | —La Torre de Don Fadrique. | 28 |
V. | —La Iglesia de Santa Ana. | 32 |
VI. | —La Giralda. | 36 |
VII. | —Recuerdos del Rey Don Pedro. | 40 |
VIII. | —El Sepulcro de Guzmán el Bueno. | 44 |
IX. | —La Puerta del Perdón. | 48 |
X. | —Doña Urraca Osorio. | 51 |
XI. | —El Patio de las Muñecas. | 55 |
XII. | —La Torre del Oro. | 60 |
XIII. | —La Hermandad del Pilar. | 64 |
XIV. | —La Cárcel Real. | 68 |
XV. | —La Susona. | 71 |
XVI. | —El Conde Negro. | 75 |
XVII. | —La Cruz del Campo. | 79 |
XVIII. | —Colón en Sevilla. | 83 |
XIX. | —El Horno de las Brujas. | 88 |
XX. | —La Inquisición. | 92 |
XXI. | —La Misa de los navegantes. | 96 |
XXII. | —El Alma en pena. | 100 |
XXIII. | —La Capilla de los Reyes. | 105 |
XXIV. | —La Morería. | 109 |
XXV. | —La Virgen de Torrijiano. | 112 |
XXVI. | —La Calle del Diablo. | 115 |
XXVII. | —El Maestro Malara. | 119 |
XXVIII. | —La última piedra de la Catedral. | 123 |
XXIX. | —El Divino Herrera. | 126 |
XXX. | —Las sombras del subterráneo. | 130 |
XXXI. | —La Casa de los Alcázares. | 135 |
XXXII. | —Un Per-Afán de Rivera. | 138 |
XXXIII. | —La Velada de San Juan. | 142 |
XXXIV. | —El Santo Entierro. | 149 |
XXXV. | —Cervantes en Sevilla. | 154 |
XXXVI. | —Don Juan Tenorio. | 158 |
XXXVII. | —El Angostillo de San Andrés. | 162 |
XXXVIII. | —La Academia de Pacheco. | 166 |
XXXIX. | —El Sermón de las Mancebías. | 170 |
XL. | —Don Juan de Arguijo. | 174 |
XLI. | —Los Fantasmas del Blanquillo. | 178 |
XLII. | —El Escultor Martínez Montañés. | 183 |
XLIII. | —Los Esclavos Negros. | 187 |
XLIV. | —La Cartuja. | 191 |
XLV. | —La Roldana. | 196 |
XLVI. | —El Pintor monedero. | 200 |
XLVII. | —Drama de amores. | 204 |
XLVIII. | —Bartolomé Esteban Murillo. | 208 |
XLIX. | —Una aventura. | 212 |
L. | —La Cruz de la Cerrajería. | 220 |
LI. | —El Capitán Yelves. | 224 |
LII. | —El Colegio de San Telmo. | 228 |
LIII. | —La Puerta de Triana. | 232 |
LIV. | —El Convento de San Francisco. | 236 |
LV. | —Los Rosales de Mañara. | 240 |
LVI. | —El Torreón del Duende. | 245 |
LVII. | —Una Cofradía. | 249 |
LVIII. | —La Beata Dolores. | 253 |
LIX. | —Viaje regio. | 258 |
LX. | —Biblioteca Colombina. | 262 |
LXI. | —El Señor del Gran Poder. | 266 |
LXII. | —Manolito Gázquez. | 272 |
LXIII. | —El Teatro Principal. | 276 |
LXIV. | —La Fiebre Amarilla. | 281 |
LXV. | —El Puesto de Agua. | 285 |
LXVI. | —Matute y Gaviria. | 290 |
LXVII. | —La Plaza de Toros. | 294 |
LXVIII. | —Un Auto de Fe. | 299 |
LXIX. | —El Retrato de Godoy. | 304 |
LXX. | —El Cura de Triana. | 308 |
LXXI. | —Entrada del Rey Intruso. | 312 |
LXXII. | —La Constitución. | 317 |
LXXIII. | —La Fiesta del Quemadero. | 321 |
LXXIV. | —El Asistente Arjona. | 325 |
LXXV. | —La Escuela de Tauromaquia. | 329 |
LXXVI. | —El Salón de Cristina. | 333 |
LXXVII. | —Los Soldados de África. | 336 |
LXXVIII. | —Domínguez Bécquer. | 341 |
✠
ESTE LIBRO FUÉ IMPRESO
en la ciudad de Sevilla, en la oficina de E. Rasco,
á expensas del Excmo. Sr. D. Juan Pérez
de Guzmán y Boza, Duque de T'Serelaes
de Tilly. Acabóse á XVII días
del mes de Noviembre, año del
Nacimiento de Nuestro
Señor Jesucristo de
MDCCCXCIV