Title: Escuela de Humorismo: Novelas.—Cuentos.
Author: Guillermo Díaz-Caneja
Release date: November 30, 2013 [eBook #44309]
Language: Spanish
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Nota del Transcriptor:
Errores obvios de imprenta han sido corregidos.
Páginas en blanco han sido eliminadas.
Guillermo Díaz-Caneja
MADRID
Imprenta de Ricardo F. de Rojas.
Torija, 5.—Teléfono 316.
1913
Es propiedad.
A los Excmos. Sres. Marqués de Ibarra y Marqués de Laurencín.
Con el mayor cariño tiene el honor de dedicarles esta modesta producción.
El Autor.
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: eso dije al empezar este libro. ¡Que sea lo que Dios quiera!—pensé al concluirlo.
Siempre he considerado un acto de soberbia, un atrevimiento enorme, la publicación de todo primer libro; pero considero que ese atrevimiento llega á su colmo al tratarse de este mío.
Los que hoy son y valen, al publicar nuevas y mejores obras, han demostrado que la publicación de su primer libro, ni fué acto de soberbia, ni atrevimiento inaudito: fué la consecuencia lógica de sus grandes dotes literarias.
Yo, toda vez que mi anterior labor es demasiado modesta, no sé si con el tiempo podré justificar la publicación de mi primer libro. ¡Dios lo haga!
Al decidirme á publicarlo, lo hago declarando de la manera más solemne que es el peor de cuantos se han escrito, y que su autor es el último de cuantos tomaron la pluma como intérprete de sus ideas.
De cosas cortas lo compuse, pensando que para probar tu paciencia, caro lector, ellas se bastan.
Si tu bondad es tanta que te permite leerlo; si tu paciencia no se agota antes de terminarlo, y si, en caso de hacerlo, sientes por su lectura alguna complacencia, ella me recompensará de las dudas y zozobras que me embargan; mas si sus páginas no lograron interesarte ni un solo momento, sé indulgente con el que las compuso... Después de todo, un libro más, ¿qué importa al mundo?
El Jefe del Negociado 2.º—el departamento no hace al caso—, sentado ante la mesa de su despacho, concluyó, sin duda, el estudio de unos documentos que tenía delante, por cuanto, colocándolos todos juntos, unos sobre otros, dejó caer sobre ellos, á modo de pisapapel, su gruesa mano derecha; recostóse en el sillón que le servía de asiento, contemporáneo de Isabel II, como todos los demás muebles que había en el despacho, y meditó breves instantes; después, inclinando la cabeza hacia la puertecilla, siempre abierta, que ponía en comunicación su despacho con el que ocupaban los oficiales, formuló la siguiente pregunta, con recia voz de bajo profundo:
—¿Quién tiene las tripas de Antonio Rodríguez?
Los oficiales, al oir la voz del Jefe, suspendieron su tarea y se miraron unos á otros.
—¿Qué ha dicho?—preguntó en voz baja el más joven de ellos, llamado Gutiérrez, á su compañero Martínez, que estaba sentado ante una mesa frontera á la suya.
—Pregunta por las tripas de no sé quién—respondió el interpelado.
Como quiera que el Jefe no obtuviese respuesta á su pregunta, apareció en la puertecilla de comunicación, con los antes citados papeles, formulándola de nuevo:
—He preguntado, que quién tiene las tripas de Antonio Rodríguez.
—Tú, Pepe, ¿no las tienes?
—No, hombre, no; ¡yo qué voy á tener!
—A que resulta que no las tiene nadie—refunfuña el Jefe.
—Yo no las tengo—vuelve repetir Pepe—; se las di á Jacinto hace cinco días... Tú, Jacinto, tú las tienes.
—¡Ah! sí, es verdad—replicó el llamado Jacinto—; aquí las tengo, en el cajón.
—Vamos... vamos—dice el Jefe, malhumorado por la tardanza en encontrar las susodichas tripas—. En qué estará usted pensando... ¡En escribir algún cuentecito de esos que le ponen á uno la carne de gallina!... ¡Ni sé cómo le admiten ninguno!
Un coro de carcajadas siguió á las pala[Pg 11]bras del Jefe. Jacinto, abochornado y corrido, buscaba en los cajones de la mesa los malditos documentos que constituían las tripas del expediente de Antonio Rodríguez.
—Tome usted—dijo el Jefe, echando los papeles que tenía en la mano, sobre la mesa de Jacinto—. Cósale usted la cabeza y la nota, y téngalo listo para bajarlo luego á la firma. Pero tenga usted cuidado, no vaya á coser algún cuentecito de esos tan distraídos, entre las tripas.
Nueva explosión de risa, que fué en aumento al salir el Jefe, y que se prolongó largo rato, aumentando el azoramiento de Jacinto. Al fin, éste, queriendo disimular, hubo de decir:
—¡Qué barbaridad!... ¡A ver si es que nos vamos á reir todos!
De tal modo dió á entender con la entonación de sus palabras lo corrido que se hallaba, que las risas llegaron á su colmo.
Jacinto, de un humor rematado, doblaba los documentos que, por fin, había encontrado, en forma adecuada para ser cosidos con el expediente.
Cuando la hilaridad dió lugar á las palabras, dijo Gutiérrez:
—No te enfades, Jacinto...
—¡No te enfades!—murmuró éste—. Os creeréis que voy á servir de mono.
—Pero si es que el Jefe tiene razón; si es que escribes cada cosa que le pones á cualquiera los pelos de punta.
—¡Pues no las leas!
Nuevas carcajadas estallaron en el Negociado.
—Si escribieras cosas cómicas, verías cómo ganabas más.
—¡Para escribir cosas cómicas estoy yo! ¿Es que tú te figuras que con 6.000 reales de sueldo, mujer y tres hijos, se pueden escribir cosas cómicas?
—Anda ése...—dice Pepe terciando en el diálogo—. Lo menos te has figurado tú que los demás no tenemos familia... ¡Bueno!
—Yo no te digo que tengas familia ó que dejes de tenerla; lo que yo te digo es que cuando se llega á casa y se ve lo que se ve... no se puede tener humor de escribir cosas cómicas.
—¡Toma... toma...! ¿Y me quieres decir á mí qué adelantas con ponerte fúnebre? ¡A mal tiempo, buena cara! ¿Que te hace falta una cosa y no la puedes comprar? ¡Pues te pasas sin ella!
—Eso... eso...—grita Gutiérrez.—Mira,[Pg 13] á mí me hacía falta haber comprado una cajetilla cuando he venido esta mañana...
—Y á mí también me había hecho falta que la hubieras comprado—añadió vivamente Martínez—; así no te hubieras fumado los pocos pitillos que me quedaban.
—No te apures, hombre, no te apures por eso... Oye, tú, Pepe... echa un pitillo, que éste no tiene... y yo no he podido comprar...
—Oye, tú—contesta Pepe, remedando el tonillo de Gutiérrez—: cuando á uno le hace falta una cosa... y no la puede comprar, ya sabes lo que acabo de decir: se pasa uno sin ella.
—Bueno, Pepito; pero antes se cuenta con los amigos... como tú.
—Sí, ¿eh? Pues desde este momento puedes romper las amistades.
—Vamos, no seas así, Pepe... Si ya sabemos que tú eres un hormiguita que te llega el tabaco hasta fin de mes... Danos uno que sea gordo, y haremos dos. ¡Me parece que no podemos hacer más...!
—Toma... ahí tienes—dijo Pepe, tirando dos pitillos por el aire—; pero despídete, ¿eh? despídete.
Los demás protestan airadamente, y Pepe no tiene más remedio que echar una ronda;[Pg 14] lo cual le pone de un humor de todos los demonios.
—Lo que es mañana, como no os fuméis los mangos de pluma...
—Calla, burgués; no gruñas.
Jacinto, sin despegar los labios, y contento porque el giro de la conversación se hubiera desviado de su persona, daba fin al cosido del expediente.
—Verdaderamente, y yo lo declaro así,—dijo Montalbo, el oficial de más categoría del Negociado, que no había despegado los labios hasta la fecha—, es deprimente para nosotros y es vergonzoso para el Estado, que unos funcionarios públicos, como nosotros, no tengamos para fumar el día 26 de mes; porque yo, sin rubor lo manifiesto, tampoco tengo tabaco.
—No tendrás tabaco, pero bien chupas—agrega Pepe, que tiene clavada en el corazón la ronda de pitillos.
—Es vergonzoso que no tengamos para fumar.
—Para fumar... ¿eh?—masculló Jacinto...
—Cállate tú, Jacinto, y no nos amargues la vida—vocifera Gutiérrez.
—Sigue, sigue, Montalbo—exclama Martínez.
—Decía que es deprimente para nosotros y para el Estado...
Se oyen murmullos de aprobación.
—El Estado os va á dar chocolate en la oficina—interrumpe Pepe con un tonillo socarrón que promueve un diluvio de protestas:
—Que se calle.
—Eso, cállate tú, Pepe.
—Bien se conoce que tú te ganas otro sueldo por las tardes.
—¿Y por qué no os las buscáis vosotros también?
Gutiérrez, poniéndose en pie y dando un puñetazo sobre la mesa, increpa á su compañero:
—¡Ya nos las buscamos; pero no nos las encontramos!
—Muy bien—ruge Martínez estrechando la mano de Gutiérrez.
—Que hable Montalbo—se atreve á decir Bermúdez, que, tímido como una alondra, no habla nunca, y se limita á formar coro con los demás.
—Yo, señores, pondría remedio á todo esto de una manera muy sencilla—perora Montalbo con voz reposada.
—¡Que lo ponga!
—Sí señor, que lo ponga—dicen Gutiérrez y Martínez, á la vez.
—Pues sí señor que lo pondría... si me dejaran. ¿Me queréis á mí decir para qué nos deja el Estado las tardes libres?
—Para que nos las busquemos. ¿No has oído á Pepe?—contesta Gutiérrez.
—O para que tengamos tiempo de elegir la forma mejor de suicidio—añade su compañero.
—Pues yo haría una cosa muy sencilla:
En este Negociado somos seis empleados ¿no es verdad? Pues yo dejaría tres, los haría venir por mañana y tarde, y les daría doble sueldo... ¿eh?... ¿Qué tal?
—Muy bien—contestan todos.
—Bueno; pero tú serías de los tres que se fueran ¿eh?—pregunta Gutiérrez.
El Jefe, entrando en su despacho por la puertecilla particular, que daba á un pasillo, puso término á la pintoresca conversación que sostenían los oficiales, y ya no se escuchó en el despacho de éstos más que el rasguear de las plumas sobre el papel.
Gutiérrez y Martínez fueron los únicos que siguieron hablando, en voz baja, pues sabido era que no podían callar en toda la mañana.
El sol, filtrándose penosamente por los no muy limpios cristales de dos ventanas que á un estrecho y negro patio tenía el Negociado, pugnaba inútilmente por llevar un poco de luz y de alegría al interior de aquella lóbrega y pequeña habitación.
Cada empleado tenía junto á su mesa un viejo perchero con dos colgadores: en el inferior colgaban las capas ó gabanes; en el superior, los sombreros. Aquellas prendas, en su mayoría viejas, colgando escurridas y lacias, daban la triste sensación de cuerpos allí ajusticiados.
Jacinto, que hora es ya de que fijemos su personalidad, era un muchacho de veinticinco años, hijo de unos labradores ni mal ni bien acomodados, de la provincia de Cáceres.
Don Lesmes, el intrépido D. Lesmes, el representante de la instrucción en el pueblo, tomó á su cargo al muchacho, en sus tempranos años, y, tras de las primeras letras, enseñóle la instrucción primaria; dándose el caso estupendo de que el chico, cuando la terminó, sabía escribir con ortografía y era propietario de una letra muy decentita. Terminada la primera enseñanza, entró el cura en funciones; porque á todas luces se veía[Pg 18] que Jacinto iba para algo más que para labrador.
Empezó, pues, la enseñanza del latín, que corrió por cuenta del cura, encargándose Don Lesmes de la Geografía y de la Historia de España. Era el muchacho listo y despabilado, y pronto llegó al fondo de aquellos dos pozos de ciencia que se llamaban cura y maestro. Y ¿qué hacer entonces con un muchacho que no se había encallecido las manos con la mancera del arado; que dominaba el latín mejor que el cura; que se sabía de corrido todos los ríos de la tierra, con ser tantos; que conocía los puertos de todas las naciones mejor que las casas del pueblo donde había chicas guapas? ¿Qué hacer con una criatura que, con sólo diez y seis años, conocía á fondo quién fué Carlos V y quién Felipe II; que sabía que á Enrique I lo mató una teja que cayó de un tejado... y que á Carlos IV se la pegaba su mujer... como si fuera un Carlos cualquiera sin numerar? Pues como quiera que el mandarlo á Madrid para que estudiara más era un dolor—¡con lo que ya tenía en la cabeza!—, y cómo, además, este gasto fuera demasiado grande para que pudiera resistirlo el presupuesto de la casa, se acordó que lo que hacerse debía era propor[Pg 19]cionarle un destino en la corte. El cuerpo electoral, en masa, que ya sabía lo que Jacinto valía, tomó á su cargo lo del destino; y el destino se consiguió, porque el diputado no tuvo más remedio que escoger entre el destino para Jacinto, ó no volver á salir diputado por aquella circunscripción; y fácil es comprender que no hay diputado que opte por lo segundo.
Fué, pues, Jacinto á Madrid con un destino, para empezar, de 1.500 pesetas en Gobernación.
A Jacinto, al principio, le pareció este sueldo una fortuna; mas poco tardó en comprender que aquellos veintidós duros y medio que le daban todos los meses, no servían para otra cosa que para pasar apuros y privaciones; apuros y privaciones que se iban remediando con alguna cosilla que, de cuando en cuando, le mandaban los padres.
El joven oficinista, á quien no agradaba que los padres tuvieran que hacer aquellos pequeños desembolsos, pensó en encontrar un remedio para sus apuros, y, al fin, dió con él: resolvió casarse.
Muchísimas veces había oído decir que en la vida ordenada y tranquila del matrimo[Pg 20]nio se gasta mucho menos que en el desarreglo de la soltería.
No le parecía á él muy lógico esto; pero tanto y tanto oía repetir que con lo que gasta un hombre soltero vive una familia, que decidió constituirla. A los padres les pareció de perlas el proyecto, por aquello de que un muchacho solo, en Madrid, está expuesto á muchos peligros.
Jacinto, hecho ya un señorito, ni pensó siquiera en alguna honrada muchacha de su pueblo, donde más de una había que le habría convenido; tampoco pensó en que no estaría de más que la que eligiera por esposa en Madrid, llevara alguna cosilla al matrimonio; así es que, guiándose sólo de sus sentimientos, se casó con Claudia, bonita muchacha que poseía bellas cualidades en muy alto grado, pero nada más; lo cual, que si no es poco, ni mucho menos, no es lo bastante para que un matrimonio salga adelante.
Al principio todo fué bien, porque el matrimonio vivía con la mayor economía; y, aunque bien veían que no podían extralimitarse en lo más mínimo, eran felices con su cariño.
Vino un chico, que antes viene esto en el matrimonio que cinco mil duros, y la alegría[Pg 21] más grande llenó aquel modesto hogar; un chico no era ninguno, y cumplía el ardiente deseo de los padres. Pero es el caso que detrás vino el segundo... y dos ya son uno; y vino luego el tercero y con éste ya empezó á cambiar el aspecto de la casa: empezaron los apuros y las privaciones en el más alto grado.
La pobre Claudia no podía hacer más milagros que los que hacía con los veintidós duros y medio.
Jacinto, cada día se volvía más taciturno.
«Es que tu mujer no será arreglada»—le decían los compañeros casados de la oficina—. Y él pensaba: «Mi mujer no será arreglada, pero lo que es arreglada, vaya si la está la pobre».—Pero no, no era eso. ¿Qué desarreglo podía haber con aquella miserable paga? Lo que sucedía es que la infeliz señora no podía, no tenía poder para hacer el milagro de los panes y los peces.
Se trató primero, para ver de salirle al encuentro á la mala situación que se presentaba, de conseguir un ascenso para Jacinto; pero el diputado puso pies en pared y agarrándose al escalafón, dijo que no era posible saltar por encima de tanta gente. Se pensó después en hallar una segunda colocación;[Pg 22] pero... ¡sí... sí...! ¡buenas estaban las segundas colocaciones! Jacinto recurrió al último extremo, al que recurre la inmensa mayoría de los españoles, siquiera los resultados sean nulos en la mayoría de los casos: escribió un cuentecito para un periódico; y, si bien no puede decirse que estaba mal escrito, sí puede decirse que lo publicó... gratis. No obstante, algunos más escribió, que consiguió publicar y hasta cobrar; pero esto era tan de tarde en tarde, que nada pudo mejorar la situación de la familia.
Jacinto llegó á preocuparse seriamente de la existencia de aquellos tres angelitos, que cada día le iba pareciendo más problemática. Su ánimo empezó á ensombrecerse y su persona tomó el aspecto tristón y retraído con que le hemos conocido.
Sus cuentos llegaron á ser verdaderamente espeluznantes.
Cuando Jacinto salió de la oficina, iba pensando en las palabras de sus compañeros. «¡Que escriba artículos cómicos! Pero, ¿es posible escribir artículos cómicos llevando una tragedia por dentro? ¿Seré yo una ex[Pg 23]cepción de la regla? ¿Estaré yo preocupado sin motivo? Porque la verdad es que á mis compañeros no debe sobrarles, y, sin embargo, ellos ríen, están contentos y, al parecer, son felices. Gutiérrez tiene mujer y dos chicos; tiene el mismo sueldo que yo, y, que se sepa, los padres de ella, ya que él no los tiene, no le ayudan con nada. No obstante esto, difícil es encontrar un ser más alegre. ¿Será que no le preocupen las estrecheces de su casa? No; lo que es, ya lo han dicho bien claro: á mal tiempo, buena cara. Y tienen razón, ¡qué caramba! ¿Qué se adelanta con ponerse fúnebre? ¡Nada!»
El buen Jacinto, caminando hacia su casa, se hacía todas estas reflexiones para convencerse á sí mismo de que sus compañeros tenían razón.
«Sí; es preciso estar alegre—se decía argumentándose aún—; es preciso reir: la risa es al alma, lo que la ropa al cuerpo: hay que presentarse de un modo agradable, aunque por dentro se vaya hecho una lástima. A la gente alegre todo el mundo la busca y en todas partes es bien recibida.»
De tal manera se argumentó Jacinto, para convencerse de lo infundado de sus tristezas, que casi empezó á sentirse contento.
«¿Que escribiera artículos cómicos? ¡Pues sí señor que los escribiría! Y no iba á tardar mucho: aquella misma tarde, en cuanto almorzara, se ponía á escribir el primero. ¿Que no tenía asunto?... ¡De sobra! Con que contara lo que pasaba en su casa, figurando que sucedía en casa de un Fulano cualquiera, había veinte artículos. Sólo con relatar que una vez se le ocurrió pesar á sus tres hijos juntos, y se encontró con que entre los tres reunían 16 kilos de peso, había para hartarse de reir.
Pues, ¿y si contaba las batallas campales que los chicos sostenían con el gato para quitarle los cinco céntimos de cordilla? ¡Pobrecillos!...»
Aquel pobre gato cuyo espinazo era un serrucho—tal era su gordura—con el que se podía serrar toda la madera del mundo, era una verdadera ruina en la casa, con sus cinco céntimos diarios de gasto; porque, sobras en los platos... ¡Dios las diera!
Diversas veces había querido Claudia regalárselo á la portera; pero hablarse de esto y tirarse los tres chicos al suelo, berreando como desesperados, todo era uno.
En vano les decía su madre que el animalito estaría más distraído en la portería, por[Pg 25] aquello de que podría asomarse á la calle á ver la gente.
Todo razonamiento era inútil. Además, que, ¿quién les negaba aquel gusto á los pobres nenes? ¡Era tan raro poderles dar alguno!
De tal peso fueron las razones que Jacinto se dió, que cuando llegó á su casa iba tan alegre, que ni él mismo se conocía. Cuando Claudia abrió la puerta y le vió con aquel semblante tan placentero, quedó muy sorprendida.
—¿Qué te pasa, que vienes tan contento?
—Que estoy muy alegre. ¿No lo ves?
—Sí; sí que lo veo... Pero ¿por qué estás tan alegre?
—Porque ese, y no otro, es el estado natural del hombre; porque así es como se debe estar siempre: alegre, contento, satisfecho de la vida y de haber nacido. Tú también debes estar contenta.
—¡No, por Dios; no me pidas que yo esté contenta!
—¿Por qué no?
—Porque has de saber que, ya que era poco lo que teníamos encima, Luisito se ha puesto muy malito esta mañana, á poco de irte tú á la oficina.
—¿Qué tiene?—preguntó Jacinto, sobresaltado.
—No lo sé—respondió Claudia, dejando correr las lágrimas, que, según brotaban, iba enjugando con la punta de su delantalito.
—Pues yo sí lo sé: lo que tiene Luisito es un empacho de tristeza.
Y Jacinto, al decir esto, tiró para la alcoba donde estaba el niño. Los dos mayorcitos habían ido ya al colegio.
—¿Qué es eso, hombre?...—preguntó Jacinto al niño, acariciando su rubia cabecita.
El niño, revolviéndose en su camita, contestó con un monosílabo que daba bien claro á entender las pocas ganas que tenía de conversación.
—He mandado á la portera que vaya á casa del médico y que le diga que venga cuanto antes—suspiró Claudia.
—Has hecho muy bien.
—Sí; pero ya ves, ahora ese gasto...
—No te apures, mujer: los médicos son unas bellas personas que esperan todo lo que se quiera para cobrar. ¡Ah! si se pudiera avisar que trajeran un jamón, con la misma facilidad con que se avisa al médico...
Claudia, en medio de sus lloriqueos, no[Pg 27] pudo menos de echarse á reir al oir á su marido.
—¿Qué has hecho para ponerte de tan buen humor?
—Nada, hija mía, nada: argumentarme, darme razones para convencerme de que el estado de funerario ambulante no me llevaba á ningún lado bueno; y tantas, y tan buenas, me las he dado, que me convencí, y aquí me tienes... Tú debes hacer igual, te lo repito.
—¡Cómo quieres que me ponga contenta, hombre, viendo lo que pasa!
—¿Qué pasa?... ¡Nada!
—¿Te parece poco este gasto del médico, siendo así que el mes que viene quería yo ver de arreglármelas para comprarles botitas á Paquito y á Carlos, porque los pobrecitos casi van descalzos?
—Pues se les compran: ya te he dicho que los médicos aguardan mucho...
—¿Y la botica?
—¿La botica?... La botica... Pues mira, en último caso, si no se pueden comprar el mes que viene... ¡no se compran! ¿Se las vas á comprar con ponerte triste?
La campanilla de la escalera, al sonar, impidió oir la respuesta de Claudia; ésta, precipitadamente, pensando, con razón, que[Pg 28] quien llamaba era el médico, corrió á abrir la puerta.
El doctor era, en efecto. Entró en la alcoba del niño, seguido de los padres, y tras de algunas preguntas á éstos, reconoció al enfermito detenidamente. Cuando hubo terminado el reconocimiento, salieron á la habitación contigua.
—No hay que alarmarse, pero hay que tener mucho cuidado: el niño no tiene nada y tiene mucho—dijo el galeno.—El niño necesita una buena alimentación: mucha leche, caldos de gallina y yemas de huevo para fortalecerle; después, este verano, á Santander, al Sardinero un par de meses, y... chico nuevo. Si me permite, voy á poner una receta y además el nombre de un reconstituyente que nos ayude un poco...
El médico tomó asiento ante la mesa de Jacinto; éste y Claudia se miraban mientras el doctor escribía. Lo que había dicho aquel hombre les había paralizado la lengua.
Extendida que fué la fórmula, el doctor se despidió, advirtiendo que el tratamiento debía empezar en seguida; que él volvería al día siguiente.
Cuando el doctor salió, Jacinto y Claudia, junto á la misma puerta de la escalera,[Pg 29] quedaron mirándose sin hablar un buen rato.
—Leche... caldos... huevos... un reconstituyente...
—Y este verano ¡al Sardinero!—dijo Jacinto, continuando la relación empezada por su esposa.
—¿Todavía estás alegre, Jacinto?
Éste, que al oir al médico había sentido que toda su alegría se le iba por los talones, al oir á Claudia, y al verla próxima á desfallecer, se rehizo, pensando que era preciso disimular para darla alientos, y dijo:
—Sí, sí; todavía estoy alegre... y lo estaré. ¿Por qué no? Al niño se le dará leche, caldos, huevos... y reconstituyente; todo lo que sea necesario...
—Pero ¿con qué, Jacinto, con qué?
—¿Con qué? No lo sé, pero se le dará. Comeremos patatas, pan... duro; ¡no comeremos! Mis padres, tal vez puedan hacer algo para ayudarnos...
—¿Y mientras llega ese socorro... si llega? Ya has oído que el tratamiento ha de empezar en seguida.
—Ahora mismo. Trae dinero, que voy á la botica; y de paso le diré á la portera que suba para que te traiga lo que necesites.
—¡¡Dinero!!—murmuró Claudia.
Jacinto, al oir á su mujer, sintió que la espalda se le quedaba como el hielo, y que los pelos se le ponían de punta.
—¿No tienes?—preguntó conteniendo la angustia que sentía.
—A duras penas quedará para los cuatro días que faltan del mes.
Jacinto quedó con la cabeza inclinada sobre el pecho. No pensaba en su hijo, no pensaba en aquel grave contratiempo de no tener dinero: pensaba en lo que le habían dicho sus compañeros; parecía que los estaba oyendo:—«Escribe artículos cómicos, hombre; escribe artículos cómicos.»
Cuando volvió á la realidad, Claudia no no estaba allí; pero poco tardó en volver con un estuche en la mano.
—Toma, Jacinto—dijo con la voz velada por la más honda emoción.
—¿Qué es eso?
—¡Toma!—volvió á repetir Claudia, cubriéndose la cara con el delantalillo.
—¡Tu pulsera de pedida!—exclamó Jacinto cogiendo el estuche y abriéndolo.
—Qué le vamos á hacer; es la única alhaja que tenemos para empeñar. Llévala al Monte de Piedad; allí llevan pocos réditos y estará mejor guardada.
Jacinto guardó el estuche en un bolsillo de su americana; acercóse á Claudia, y rodeándola con los brazos, la estrechó fuertemente contra su pecho y estampó un beso en su frente.
—Anda, no te detengas, Jacinto, que el niño espera.
Apenas Jacinto se vió en la calle, soltó un formidable resoplido que ensanchó su corazón.
Enfiló la calle de Fuencarral, á paso ligero; metióse por la de Jacometrezo, atravesó la plaza del Callao y, por el postigo de San Martín, desembocó en la plaza de las Descalzas.
Al llegar allí, su paso, antes rápido, se hizo tan lento, que frente á la estatua de Piquer se detuvo. Dió otro resoplido, semejante al anterior, y quedóse mirando al ilustre fundador del piadoso establecimiento.
—«Francisco Piquer, yo te saludo—dijo Jacinto descubriéndose—. Perdona que no lo haya hecho antes; pero mejor que yo sabes tú, que nadie se acuerda de Santa Bárbara hasta que truena. Aquí, donde todo el mundo[Pg 32] conoce el nombre de Soriano, de Lerroux y otros, sin olvidar á Melquiades Álvarez, son pocos los que conocen el tuyo. ¿En qué piensas, en qué meditas, ilustre bienhechor de los madrileños? ¿Es que el escultor que te retrató te dió esa actitud queriendo representar que meditas tu grande obra, ó es que pensó en simbolizar así la actitud de media humanidad? No lo sé; pero ¡vive Dios! que el tal acertó. Con el dedo en la frente nos pasamos la vida la inmensa mayoría de los mortales; pero nada sacamos en limpio, y raro es el que no tiene que acudir á lo que tú sacaste de la tuya. Tú pensaste en los desvalidos, y éstos, aunque no piensan en ti para nada, ni saben cómo te llamas, acuden á recibir de tu obra el modesto préstamo que, momentáneamente, enjuga sus lágrimas: con esto les basta. Pero es lo que tú dirás: ¿Qué me importa que ellos no sepan cómo me llamo yo, si yo sé cómo se llaman ellos? Doscientas veces habré pasado por aquí, y otras tantas he cometido la ingratitud de no fijarme en ti; lo cual no debe extrañarte, porque en este mundo, bien sabes que nadie se fija más que en aquel que puede servir de algo; y yo, dicho sea con franqueza, no creí que nunca necesitara de ti para nada. Hoy me encuentro con que me ha[Pg 33]ces falta, y aquí me tienes confesando mi error. Pero no creas que llego hasta ti acongojado y abatido, como otros, no; vengo á pedirte unas pesetillas por esta pulsera, que me costó muchas privaciones poder comprar; pero vengo contento, alegre y con la esperanza de podértelas devolver pronto. ¿Tú crees que esto es motivo para entristecerme? ¡Quiá, hombre, quiá! Mira tú lo triste que yo estaré, cuando en este momento estoy hilvanando un artículo cómico... que ya verás... ya verás. Además, has de saber que tu obra caerá pronto en ruinas; lo que tarden en llegar al Poder Soriano, Lerroux y otros... sin olvidar á Melquiades Álvarez, que nos tienen prometido formalmente hacer de España y de los españoles, el símbolo de la felicidad.
A ti, Pontejos—dijo Jacinto, volviéndose hacia la estatua del marqués,—ni te saludo, ni nada tengo que decirte, porque nunca te necesitaré para nada.»
Jacinto, pensando que tal vez estaba llamando la atención, interrumpió su monólogo, diciendo:
—«Vamos, hijo mío, vamos; los malos tragos, pasarlos pronto, y además, que en casa te están esperando.»
Y como si esta última reflexión diera nue[Pg 34]vos bríos á su decaída voluntad, avanzó resueltamente hacia el benéfico establecimiento.
Cuando llegó frente á la ventanilla del tasador, Jacinto, al pronto, se quedó como petrificado; después se puso sumamente encendido.
¿Qué le había sucedido ante aquella ventanilla, tras de la cual, un hombre alto y delgado, de mirar frío é indiferente, esperaba á que le alargaran la alhaja en cuestión?
Aquel hombre alto y delgado era un empleado de la misma oficina de Jacinto, Negociado 4.°; uno de los que se las buscaban con otro empleo que, por ser por la tarde, era compatible con el del Estado.
Saludáronse rápidamente, pues el otro, á fuerza de acostumbrado á tales encuentros, era prudente; y tras del frotar en la piedra con la pulsera, de tal manera que á Jacinto le parecía que le estaban frotando con lija en el corazón, y tras de probar con el ácido la nobleza del metal, el de al lado de allá de la ventanilla formuló la frase sacramental:
—Cuarenta pesetas.
—Bueno... si... está bien—respondió Jacinto, que estaba deseando largarse de allí cuanto antes.
—¿Qué nombre...?
—¿Nombre? Jacinto sintió que su cara se ponía como la lumbre.—El caso es que la pulsera es de una vecina que está enferma... y..., pero póngalo usted al mío...
—Es igual—replicó el otro llenando un talón, con el que Jacinto tuvo que ir recorriendo ventanillas, que concluyeron de dar al traste con la poca serenidad que le quedaba.
Cuando se vió en la calle con aquellas 40 pesetas que tantas angustias le costaron, dió un tercer resoplido, que dejó chiquititos á los dos anteriores.
Renegando de su suerte y de aquel maldito encuentro, dirigióse precipitadamente, por la calle del Arenal, á la Puerta del Sol; entró en un botica y compró lo recetado por el médico; después, en un «Cuatro Caminos, por Fuencarral», fué á su casa.
Aquella noche, Jacinto obligó á su esposa á que se acostara, y él quedó velando á Luisín, para suministrarle la cucharada recetada, cada dos horas, combinada con la leche y los caldos.
A la luz de un mal quinqué, pues en la casa no había luz eléctrica, que entonces costaba un ojo de la cara, porque las Compañías no se habían decidido á darla perdiendo dinero,[Pg 36] Jacinto preparó las cuartillas y se dispuso á escribir su primer artículo cómico.
La ocasión era la más propicia: la quietud de la noche, el silencio, sólo interrumpido por el débil toser de alguno de los niños; la triste y amarillenta luz del quinqué, todo, en fin, era adecuado para poner el ánimo de Jacinto en condiciones; y así debió ser, sin duda, por cuanto la pluma del pobre oficinista rasgueaba febrilmente, sin detenerse ni un instante, sobre el papel.
Cuando por la mañana tempranito se levantó Claudia, lo encontró dormido, de bruces, sobre las cuartillas; después de dar la última cucharada al niño, el sueño y el cansancio habían rendido al infeliz.
Claudia, rodeando amorosamente con sus brazos el cuello de su marido, le dió un apasionado beso, que le hizo despertar sobresaltado.
—Acuéstate un poco; hasta la hora de la oficina puedes dormir tres horas—dijo Claudia con ternura.
—¿Por qué no mandas recado de que no puedes ir?
—No, no; para qué faltar; esta tarde dormiré otro poco... ¡Ah! pero no creas que le ha faltado nada al pequeñín á sus horas...
—Ya lo sé—respondió Claudia, sonriendo tristemente.
—¿No has dormido?
Claudia respondió con un signo negativo de cabeza, y se fué hacia la cocina para preparar el desayuno á Jacinto y á los niños; ella, sin que Jacinto lo supiera, hacía ya tiempo que no lo tomaba, para poder así aumentar las raciones de los demás.
Al levantarse Jacinto, quedaron á la vista las cuartillas; el artículo estaba terminado; sobre el satinado del papel veíanse pequeños circulitos opacos...
A los quince días fué publicado el artículo que Jacinto escribiera en su primera noche de escritor cómico.
Cuando Martínez terminó de leerlo, en alta voz para que todos los compañeros, incluso el Jefe, lo oyeran, el autor recibió una ovación en toda regla.
El Jefe, arrellanado en un sillón, movía convulsivamente su enorme vientre á impulso de la risa.
—Eso, hombre, eso...—decía, entrecortadamente, mirando á Jacinto.—Éste, á su vez,[Pg 38] con una gran tristeza reflejada en el semblante, miraba á todos y estaba como asustado ante aquella explosión de risa que había causado su artículo.
—¿Quién te ha cambiado chico?—dijo Pepe.
—Si me lo dicen, no lo creo—agregó Gutiérrez.
—Hay que ver qué gracia tiene eso del encuentro con el compañero al ir á empeñar la alhaja—refunfuña el Jefe entre grandes carcajadas.
—Y que eso es verdad, ¿eh? Eso le sucede á cualquiera.
—¿Y lo de los chicos disputándole la cordilla al gato?
Jacinto sentía ganas de pegar, de morder á todos aquellos que se reían de sus desdichas, bien que no supieran que eran suyas; sentía una gran angustia que le ahogaba y ganas de llorar... de llorar mucho... Nunca hubiera creído que en la desgracia se pudiera aprender el difícil arte de hacer reir á los demás. Él, que nunca había podido escribir nada cómico en sus tiempos de relativa felicidad, lo había escrito cuando la amargura más grande laceraba su corazón.
Cuando salió de la oficina, le parecía que[Pg 39] no llegaba nunca á su casa; le tardaba el momento de verse en ella, de verse entre los suyos, entre aquellos nenes queridos y aquella dulce compañera, que no se reía de sus tristezas, sino que las compartía.
Pasaron días. Luisito no mejoraba gran cosa. Las cuarenta pesetas que dieron por la pulsera se acabaron; se acabaron las cincuenta que mandaron los padres de Jacinto, junto con una cariñosa carta, en la que decían que, en cuanto el chico estuviera en condiciones, lo enviasen al pueblo; acabáronse, en fin, tantas cosas, que no parecía sino que había sonado la hora del Juicio final para aquella casa.
Jacinto sentía que le faltaba el valor para soportar aquello. Pensó escribir algún otro artículo; pero esto era tan lento y producía tan poco, que no podía resolver nada por el momento.
A tal punto llegó aquel estado, que un día ya no tuvo más remedio que aceptar por bueno el único camino que se abría ante sus ojos: empeñó la paga; total... nada: firmar[Pg 40] mil pesetas por cuatrocientas, é intereses módicos, eso sí.
Aquella operación, al pronto, dió un respiro en la casa: se atendió con mayor holgura á Luisín, y se compraron algunas cosas indispensables.
Sin embargo, poco duró este compás de espera; y como enfermedad que remite para volver luego con más ímpetu, así volvieron los ahogos, con nuevas fuerzas y nuevos bríos, á la casa, pues, á las escaseces ya habituales en ella, hubo que añadir la que originaba el tener que pagar aquellos módicos intereses, que restaban la quinta parte de la paga.
Jacinto llegó á dudar de lo divino y á sentir desprecio por lo humano; su corazón, en el que la desgracia clavaba sus garras despiadadamente, empezaba á manar sangre.
Por primera vez pensó que no debía haberse casado; que debía haber hecho lo que tantos otros que, despreciando los juicios de una sociedad que le da á un hombre veintidós duros y medio para que constituya un hogar, buscan por otros caminos, que ella llama inmorales, la satisfacción de justos anhelos.
Jacinto, que no fumaba para no gastar; Jacinto, que jamás se permitía la inocente[Pg 41] distracción de ir una noche al café á pasar un rato con los amigos, porque comprendía que aquellos dos reales hacían falta en su casa; Jacinto, que considerábase feliz con el amor de los suyos, sintió ganas de reir ante aquella avalancha que se le venía encima, ante la visión de aquella inhumana sociedad, creadora de muchos males y de pocos bienes, que caía sobre él aplastándole despiadadamente.
El Destino, considerando que Jacinto estaba ya bastante entrenado en el sufrimiento, apretó bruscamente el tornillo: Luisín empeoró tan rápida é inesperadamente, que el médico llegó á temer un desenlace funesto, si no se le sacaba de Madrid lo antes posible.
Jacinto sintió agotarse sus energías y desvanecerse los restos de su entereza. El agua le llegaba al cuello y experimentó verdadero terror al pensar que la salvación se hacía imposible. La situación era de verdadero apuro: su paga, empeñada; la casa, dos meses sin pagar; la tienda, no muy al corriente... y una falta absoluta de recursos, y, lo que era peor, de medios para arbitrarlos. ¡Aquello era horrible!
La pobre Claudia, imagen viviente y resignada del dolor, sufría en silencio, para no[Pg 42] aumentar la pesadumbre de su esposo, y buscaba los rincones para desahogar su angustiado corazón, llorando sin que la vieran.
Los hermanitos de Luisín, amedrentados por el triste ambiente que reinaba en la casa, iban y venían por ella como almas en pena, sin atreverse á jugar, y si acaso lo hacían, en su adorable inocencia, metíanse en el último rincón de la casa para que no les riñeran.
¡Era preciso sacar á Luisito de Madrid! Y ¿cómo hacer esto? ¿Cómo realizar aquel milagro indispensable? No obstante, era preciso, absolutamente preciso el realizarlo.
Jacinto envejeció en un día, un año. No tenía amigos á quienes pedir una cantidad como la que se precisaba; el prestamista se negó rotundamente á ampliar el préstamo, porque la parte legal descontable no daba margen para ello. ¿A quién recurrir? ¿A los padres? Pero ¿no era un crimen, un verdadero crimen, pedir á los pobres viejos lo que no tenían para ellos mismos? Y, sin embargo, ¿qué otro remedio quedaba?
Jacinto, loco de dolor, desesperado... cogió la pluma y escribió; escribió una carta que era el llamamiento supremo de un sentenciado á muerte, de un agonizante.
Seis días horribles transcurrieron hasta[Pg 43] que se recibió la contestación ¡Al fin llegó! Los padres de Jacinto respondían—¡qué padre no responderá!—al supremo llamamiento de su hijo con un supremo sacrificio: la respuesta era un pliego de valores; el pliego contenía el importe de una tierrecita, mal vendida, por la precipitación, y una carta llena de trazos toscos y temblorosos, faltos de ortografía, pero llenos de amor y de ternura.
«Veniros con el chico inmediatamente», decía la carta en uno de sus más torcidos renglones, que á Jacinto y á Claudia les pareció ser escalera que conducía á la gloria.
Jacinto sintió oprimírsele el corazón al leer aquella carta que rebosaba amor; Claudia murmuró palabras que nadie oyó, á no ser Dios, por ir á él dirigidas, y lloró, lloró mucho arrodillada ante la cuna de su hijo.
Al día siguiente, Claudia y sus tres hijos salieron para el pueblo de los abuelos. Jacinto quedó solo y con muy limitados recursos; pero esto era lo de menos, lo principal era que el chiquitín se salvara.
Llegó la primera carta de Claudia. Para comprender la ansiedad con que Jacinto leyó aquella carta, es preciso haber tenido un bebé en trance de muerte; yo, por lo menos, renuncio á describirla.
Las noticias no eran malas: el nene, al parecer, con el cambio de aires, se había reanimado algo; el médico del pueblo no desesperaba de salvarle.
Después de estas noticias, ¿qué podía importarle á Jacinto el pasarse la mitad de los días sin comer para ir estirando los recursos que le habían quedado? ¡Nada! Aquel día fué para él un verdadero día de fiesta, y el principal festejo, la contestación á la carta de Claudia. Qué de palabras cariñosas para todos; qué de besos para los chicos; ¡qué párrafo para que lo leyera Luisín... que no sabía leer!; qué de consejos á Claudia para que no se dejara dominar por las pesadumbres; qué de conceptos para convencerla de que no se preocupara por él, que nada le faltaba, si no era ellos.
La alegría que Jacinto experimentó con la lectura de aquella carta, y el descubierto en que se hallaba con su estómago, incitáronle á darse aquella noche un banquete; así, pues, á cosa de las ocho, metióse en el café de Levante, donde es fama que los dan grandes, y pidió un beefteack con patatas. Jacinto, que hacía ya mucho tiempo que no se veía con una cosa semejante ante sus ojos, devoró, más bien que comió, aquella[Pg 45] vianda; que no hay nada que excite tanto el apetito como la alegría.
Aquella noche se metió en la cama, dispuesto á dormir á pierna suelta; no quería pensar, no quería sufrir, era preciso dar descanso al espíritu, dando de mano á las preocupaciones, aun cuando no fuera más que por unas horas.
Claudia siguió dando noticias diariamente del niño; noticias que, si no avanzaban en el sentido optimista, tampoco retrocedían al atroz pesimismo de los últimos días de permanencia en Madrid. Jacinto contestaba cada dos ó tres días... por mor de la franquicia.
La esperanza llegó á germinar en el corazón del oficinista; mas, cuando ésta echaba raíces más hondas, una bomba vino á estallar sobre el cerebro del pobre Jacinto, haciendo saltar los sesos, destrozando el corazón y desgarrando las carnes: la carta de aquel día, de Claudia, era una verdadera bomba.
«Luisito se muere, Jacinto mío, el nene se nos va á todo escape»—decía Claudia demostrando su dolor en lo tembloroso de su escritura.—«El nene se nos va...»—decían aquellos renglones, que parecían sollozar. Jacinto necesitó leerlos veinte veces para convencerse de que lo escrito por Claudia[Pg 46] quería decir eso... «El nene se muere... el nene se nos va».
Esta carta, recibida por Jacinto en la oficina, causó en todos los compañeros honda impresión.
—Váyase usted hoy mismo—dijo el Jefe—, y no se preocupe de la vuelta; tómese los días que necesite.
El permiso ya estaba; pero ¿y el dinero para el viaje? Jacinto, como una exhalación, dirigióse en busca del habilitado; éste, enterado de lo que le ocurría á Jacinto, se apresuró á facilitarle lo que pedía: diez duros. El compañerismo es uno de los pocos instrumentos que, en el humano concierto, suele dar notas dulces y afinadas.
Cuando el angustiado Jacinto llegó al pueblo, era tarde: «el nene se había ido ya». El pobrecito había volado al cielo sin poder ver á «papa», por el que había clamado incesantemente en sus últimos momentos; su cuerpecito inmóvil, rígido, pálido como la cera, estaba allí, encerrado en la cajita blanca, esperando los últimos besos de papa; su almita, que había salido de este mundo sin odios ni rencores, moraba ya en las regiones donde los unos se aman á los otros...
El tren corría con una velocidad espantosa; á lo menos, así lo creía Jacinto, en su deseo de no llegar nunca á Madrid. El matrimonio, con los dos niños, ocupaba un modesto departamento de tercera, el cual le ofrecía la única comodidad que podía ofrecer un cajón de madera: iban solos. Merced á esta dichosa casualidad, se habían podido instalar desahogadamente. Los dos chiquitines, echados en opuesto sentido, ocupaban uno de los bancos, que el amor maternal había procurado mullirles con algunas ropas; pero no eran ellos mozos que repararan en ciertas pequeñeces y dormían á pierna suelta, cubiertos ambos con una misma manta.
Claudia, en uno de los extremos del banco opuesto, reclinaba la cabeza en la pared del coche, cuya dureza soportaba, merced á le blandura que le proporcionaba su espléndida cabellera. Jacinto, en el otro extremo, daba vueltas y más vueltas en su magín al pavoroso problema que ya llevaba planteado á Madrid.
Dentro de cinco días cobraría su paga; pero ella vendría á sus manos mermada con[Pg 48] el quinto del prestamista y los diez duros adelantados graciosamente por el habilitado. Con el resto, si es que resto podía llamarse á lo que quedaba, había que atender á un sinfín de necesidades. ¿Qué diría el casero, viendo que transcurría un mes más sin pagarle? Jacinto sudaba copiosamente al pensar en este capítulo...
¿Para qué se empeñaron sus padres en que estudiara, en que fuera señorito? ¿Por qué no le dejaron en el pueblo, entregado á las faenas del campo, como su padre? ¿Qué adelantaba él con saber, si ello no le servía más que para sufrir?
Llegaron á Madrid, llegaron á la silenciosa morada; corrieron los chicos en busca de sus juguetes, de sus cajas, de sus gorros de papel, de sus palitroques con cuerdas que hacían las veces de látigos, y sus alegres vocecillas ahuyentaron las sombras, el silencio que reinaba en ella. Ya no se les reñía porque jugaran; al contrario, los padres deseaban sus gritos, sus voces, sus carreras por el pasillo, sus lloriqueos, porque así les parecía más risueña la vida.
Descansaron aquel día sin contratiempo alguno; pero al siguiente, no bien se hubo levantado Jacinto para ir á la oficina, la por[Pg 49]tera cayó sobre ellos como maza de plomo que les machacara los cráneos.
El administrador había estado, dejándole encargado que, cuando regresaran, les advirtiera que de no pagar, por lo menos, un mes de los atrasados, se procedería al desahucio.
Jacinto sintió que el cielo se les desplomaba encima y le aplastaba.
La portera, una buena mujer que quería mucho á Claudia y á los niños, viendo á Jacinto tan apurado, se permitió darle un consejo.
—El señorito—dijo—debe ir á ver al propietario y hablar con él; tiene mejor corazón que el administrador, y quizá consiga un mes de plazo.
Jacinto asió el consejo como tabla salvadora, y fuése á la oficina, resuelto á ponerlo en práctica al salir de ella.
El recibimiento que le hicieron en la oficina fué por todo extremo cariñoso.
Pepe dijo que el chico ya no tenía remedio y que, por lo tanto, había que conformarse: á mal tiempo, buena cara.
Las horas transcurrieron para Jacinto lenta y penosamente, oyendo aquellas frases de ritual. ¿Quién les diría á sus compañeros que él, Jacinto, tenía que cometer la felonía[Pg 50] de olvidar al chiquitín para pensar en el enojoso asunto que tenía que ventilar al salir de allí?
Llegó, por fin, el momento de abandonar aquel lóbrego Negociado, y Jacinto, á todo escape, sintiendo que el estómago se le subía á la garganta, como el día que fué á empeñar la pulsera, se encaminó á casa del propietario.
Una doncellita de ojos alegres y vivarachos le introdujo en el despacho, diciéndole que esperara... ¡Terrible espera!
Unos segundos después, un caballero anciano, de rostro sonriente, penetró en la habitación.
A las primeras palabras de Jacinto diciendo quién era, el rostro del caballero se estiró cuarta y media, adquiriendo una seriedad pavorosa.
«Él no podía hacer nada en el asunto; su administrador era el encargado de todo lo concerniente á las casas. Comprendía la crítica situación en que se hallaba Jacinto; pero eran tantos los que se hallaban en igualdad de circunstancias... que, sintiéndolo mucho, no podía demorar ni un solo día el desahucio... ¡Eran dos meses ya! ¡Por aquel camino iría derechito á la ruina, á verse en el[Pg 51] mismo estado en que se hallaba Jacinto, y eso...!»
Inútiles fueron los ruegos y las súplicas del pobre oficinista, que ya veía á su mujer y á sus hijos en la calle...
Lentamente, limpiándose el sudor que brotaba copiosamente de su frente, bajó Jacinto las escaleras. En la puerta de la calle, detúvose unos momentos; miró para arriba, para abajo, á las casas de enfrente, como si se hallara en una ciudad desconocida, y, por fin, tomó calle arriba con paso reposado, cual hombre feliz que pasea sus ocios.
La espantosa crisis nerviosa que interiormente sacudía al infeliz duró algunos instantes; después, su organismo, falto ya de energías, sufrió un aplanamiento enorme; los nervios, que llegaron al máximum de tensión, amenazando romperse, aflojaron poco á poco, dejando que se apoderara del cuerpo un enervamiento, una laxitud semejante al crepúsculo del sueño.
Jacinto, al llegar al final de la calle, se volvió á mirar la casa de donde había salido, como si quisiera fotografiarla en su memoria; después reanudó su marcha, hablando consigo mismo.
«—En verdad que hace falta cinismo—de[Pg 52]cíase—para venir á pedirle á este pobre hombre que me esperara un mes... ¡Pobrecillo! Pedirle á un infeliz que no tiene más que ocho casas una cosa así... es una infamia. Comprendo que al que no tiene más que una, se le pida que espere, porque no va á dar la casualidad que los cuatro inquilinos que tenga se vean en tan triste situación; pero no á un hombre que tiene ocho casas y ochenta inquilinos... ¡Si á todos les da por no pagar..., lo que él dice: la ruina! ¡Pobre!»—Suspendió Jacinto un momento su humorístico monólogo, para que no le oyeran unos que junto á él pasaron, y después lo reanudó así:
«—¡Ah, Luisito, hijo mío: en verdad te digo que ahora pienso que has hecho bien en morirte! ¡Qué desgracia tan grande para ti, si hubieras llegado á ser hombre... y á tener ocho casas...! ¡Y qué desgracia tan horrible que hubieras tenido inquilinos como tu padre, que no puede pagar...! ¡Me estremezco de horror al pensar que hubieras llegado á tener ocho casas..., porque tu corazón hubiera tenido que llegar á endurecerse como una piedra! El Señor te ha demostrado su particular afecto no dejándote llegar á ser hombre, y llevándote consigo. Intercede, hijo mío, con Él, por tus hermanitos y por tu pobre madre,[Pg 53] porque yo... ¡yo no sé ya lo que podré hacer por ellos!»
Cuando Jacinto entró en su casa y Claudia supo lo ocurrido, hubo de exclamar, con angustiado acento:
—Dios mío... ¡qué poca caridad!
—¿Poca?—replicó Jacinto.—Poca, no: mucha, pero mal entendida.
—¡Qué haremos, Jacinto, qué haremos!
—Nada, hija mía, nada; no apurarse, sobre todo; á mal tiempo buena cara, como dice mi compañero Pepe.
Claudia movió la cabeza en son de duda y fuése hacia la alcoba.
Jacinto, recorriendo el pasillo de una punta á otra hablaba en alta voz, gesticulando á la vez, como si discutiera con alguien.
«—Esto no es posible tomarlo en serio; no es posible dejarse llevar de la desesperación... porque no es posible... ¡no es posible! Esto que me pasa, á fuerza de ser terrible, es cómico, sí señor, esto es cómico.»
De pronto, dándose una sonora palmada en la coronilla, exclamó:
«—Ya me había yo olvidado de los sabios consejos de mis compañeros—: «escribe artículos cómicos». Ya no me acordaba de la buena acogida que tuvo el primero. Esta mis[Pg 54]ma noche escribo el segundo... ¡Y que no estoy yo en punto de caramelo para escribir artículos cómicos!»
Y siguió paseando mientras hilvanaba su segundo artículo cómico.
Claudia, entretanto, arrodillada junto al lecho, con las manos cruzadas, imploraba á una imagen de Jesús, colocada á la cabecera.
El Señor parecía contemplarla dulcemente y escuchar sus quejas.
«Caridad... caridad—parecían decirla sus amorosos ojos—; harto sé yo, pobre mujer, que el amor y la caridad que prediqué, no se practica por mis más fieles devotos.
Amaos los unos á los otros—dije—, y no parece sino que todos ponen especial empeño en destruirse. Les di una Ley para que se gobernaran, y ellos, creyéndola insuficiente, no dejan de promulgarlas á cientos, sin que logren otra cosa que entorpecer la existencia. Puse en la tierra todo lo necesario y lo superfluo para que el hombre viviera, obteniéndolo con su trabajo, y he aquí que medio género humano perece por falta de lo más indispensable. Cuán grande es mi dolor al ver cómo deshonra mi obra el ser más noble que yo creé. Muchos son los que me aman,[Pg 55] muchos los que me adoran y reverencian; mas pocos serán los que, cuando la trompeta llame á Juicio, puedan presentarse sin temor ante el Supremo Juez.»
Cuando Jacinto entró en la alcoba donde se hallaba Claudia, ésta lloraba con gran congoja. Jacinto se apresuró á levantarla del suelo y á prodigarla palabras llenas de dulces consuelos.
—Todo se arreglará, Claudia; ten confianza en que todo se arreglará—decía el valeroso oficinista.
Aquella noche, como en otra de antaño, Jacinto escribió su segundo artículo cómico, que, en realidad, fué su primer artículo humorístico; un artículo humorístico de primer orden; al menos, así lo juzgó el público, dispensándole una acogida entusiasta.
Perseveró el humorista con nuevos artículos, que fueron igualmente bien acogidos. Siguió riendo, fustigando á muchos de los primeros actores de la humana comedia, cuyos elevados puestos habían alcanzado sin que se supiera qué escala moral ó material les había servido para lograrlo, y elogiando la labor y las grandes cualidades de muchos modestos racionistas y partiquinos. La sociedad que, como algunas hembras, más ama[Pg 56] á quien más la pega, llegó á convertir á Jacinto en su escritor favorito.
La suerte, queriendo sin duda reirse de Jacinto y demostrarle que nadie más humorista que ella, hizo que sus artículos fueran solicitados y casi... casi, bien pagados. El oficinista pudo llevar un relativo bienestar á su casa. ¡Cuántas veces pensó el pobre humorista que aquella holgura no había llegado á tiempo de salvar al pobre Luisín! Pero... ¿no sería el nene el que le mandaba aquel dinero que entonces ganaba, para que sus hermanitos se libraran de perecer de hambre como había perecido él?
¡Pobre Luisín! Lo que no pudo mandarle nunca á su padre fué el vomitivo que le hiciera arrojar del corazón la materia que lo había asqueado para siempre...
Un buen trecho llevaban andado por la mal llamada carretera tío y sobrina, sin que se les oyera el metal de la voz, cuando ella, preciosa morena de diez y ocho años, colgándose con ambas manos de uno de los brazos del tío, dijo así, con tono zalamero:
—Oye, tío...
—¿Qué quieres, sobrina?
—Quisiera hablarte de una cosa...
—¡Pues habla! ¿Quién te lo impide?
—Es que... verás... es una cosa un poco seria... ¿Por qué pones esa cara de risa?... ¿Es que yo no te puedo hablar de cosas serias?
—Sí, chiquilla... ¿por qué no? Tus diez y ocho años no son muy á propósito que digamos para tener cosas serias de que tratar; pero valga, en cambio, que, á pesar de ser tan joven, eres muchacha de talento, y, por lo tanto... ¡quién sabe las cosas serias que se te pueden ocurrir en tus pocos años!
Y al mismo tiempo que así hablaba, Don Sebastián, que éste era el nombre del tío, miraba amorosamente á su sobrina, acariciándola las manos suavemente.
—Gracias, tío, por tus alabanzas.
—No hay de qué, Clotilde. En el corazón, sales á tu difunto padre, mi pobre hermano, que en gloria esté.
—Vamos, ¿quieres dejarte ya de floreos?
—Carácter alegre, sano juicio, gran bondad de corazón, tacto exquisito para tratar á las gentes...
—¿Me vas á dejar hablar? ¿sí ó no?
—Habla todo lo que quieras; ya sabes que yo no hago más que todo lo que tú quieres.
—Todo lo que yo quiero, no; no seas embustero, tío. Si tú hicieras lo que yo quiero, no estarías siempre tan tristón; la tía y tú no estaríais siempre como estáis, en perpetuo desacuerdo; no pensaría el uno negro cuando el otro piensa blanco. ¿Qué mayor felicidad que estar en buena armonía y pensar del mismo modo que la persona con quien hemos de vivir siempre?
—¡Tienes razón, hija mía! ¿Qué mayor felicidad que la de ver pensar y sentir igual que nosotros á la persona que ha de vivir á nuestro lado toda la vida?
No pasó inadvertido para Clotilde el cambio de lugar de las personas en el mismo pensamiento; pero nada dijo.
Callaron un momento ambos interlocutores. El afable semblante de D. Sebastián, cuyo pelo y bigote entrecanos dejaban sospechar que su edad podría ser como de unos cuarenta años, pareció ensombrecerse ligeramente. Clotilde mirábale disimuladamente y pudo observar aquel pequeño cambio en el semblante de su tío.
La carretera, que en aquel lugar era casi calle, por tener bastantes edificaciones en ambos lados, hallábase en aquel momento bastante animada. Un tranvía eléctrico circulaba por el lado derecho, llenando de polvo á los peatones y poniendo en comunicación á Madrid con aquella barriada que, como todas las de la capital, era fea, sucia y polvorienta. En los solares donde aun no se habían edificado hotelitos, había campos de trigo y de cebada, segados ya y que ostentaban el amarillento rastrojo.
—Tú no eres feliz, tío; algo te falta para serlo, que yo no sé lo que es—dijo Clotilde adelantando un poco la cara para mirar á D. Sebastián.
—¿Por qué no he de serlo, chiquilla? Te[Pg 60]nemos salud, tenemos un mediano pasar; tu tía... es buena...
—Sí; pero tú siempre estás pensativo, siempre con tus libros, con tu jardín...; casi nunca hablas, como no se te hable...
—Qué quieres: cada cual tiene su modo de ser... Pero no se trata ahora de mí. Volvamos al punto de partida de nuestra conversación; arranquemos del momento mismo en que decías que tenías que hablarme de...
—De una cosa muy seria—añadió Clotilde dando prueba de su tacto al no insistir sobre una conversación que bien se veía que no era del agrado de D. Sebastián.
—Pues mira, niña; si tan serio es lo que que tienes que decirme—respondió el tío recobrando su tono jovial—, espera que lleguemos al recodito aquel de la carretera y nos sentaremos para no caerme del susto.
Rieron tío y sobrina, no sin que ésta protestara del tono zumbón empleado por él, y llegado que hubieron al sitio indicado, tomaron asiento en el borde de la cuneta.
Quitóse el tío su sombrero de paja, y pasó el pañuelo por su frente para limpiar el sudor que la empañaba. El mes de Julio tocaba á su fin. La tarde declinaba; el sol había traspuesto el horizonte, dejando ver so[Pg 61]lamente su rojo resplandor; una ligerísima brisa arrancaba á las flores de los diminutos jardines sus preciados perfumes.
Don Sebastián esperó á que pasara un automóvil con su ruido trepidante, y después exclamó:
—Venga de ahí. Vamos, ¿á qué aguardas?
—Es que...—replicó Clotilde poniéndose algo colorada.
—Sea lo que sea, habla.
—Pero ¿me prometes tomarlo en serio?—Y como viera que su tío la miraba con cierta sorpresa, añadió vivamente:—No; si ya sé que tú me quieres mucho, tiíto; que todo lo que yo digo y hago, aunque sea lo peor del mundo, para ti es lo mejor; pero...
—Vamos, chiquita, díme lo que sea, ó vas á ponerme en cuidado—dijo D. Sebastián tomando entre sus manos una de Clotilde y revelando en su semblante alguna inquietud.—¿Qué cosa tan seria es esa que tienes que decirme?
—¡Que tengo novio¡—exclamó Clotilde bajando la vista y poniéndose roja como una amapola.
Don Sebastián, abriendo desmesuradamente los ojos, soltó una sonora carcajada.
—¿Ves como te ríes?—dijo Clotilde con infantil enfado.
—¿Y qué quieres que haga, si lo que tú llamas una cosa muy seria es la cosa más divertida del mundo... y la más lógica?
—¡Es que no he concluído todavía!
—¡Que no has concluído!—dijo D. Sebastián suspendiendo la risa.
—No.
—¿Pues qué falta?
—Lo principal: que mi novio quiere hablaros; quiere que formalicemos las relaciones... y que nos casemos muy pronto.
—¡Mira tú... mira tú; eso ya es más serio!
—¿Eh?... ¿Por qué no te ríes ahora?
—Pero, ¿desde cuándo tienes tú novio?
—Pronto hará ocho meses.
—¿Ocho meses y tu tía no se había enterado?
—No; porque yo no quería que se enterara nadie hasta saber yo misma si mi novio era digno de llegar á serlo oficialmente.
—Ahora sí que te digo que eres una chica de verdadero talento; tener novio ocho meses y no saberlo tu tía... ¡porque me lo dices tú lo creo! Bueno, ¿y por qué no se lo dices á ella todo eso?
—Por nada... Es que como tiene ese modo[Pg 63] de ser y esos prontos así, tan... pues he preferido decírtelo á ti.
—Eso; y que si hay voces... me las gane yo... ¿verdad?
—No, no; no es por eso; es que... ¡vamos!, yo no sé cómo decirte, tío; es que contigo tengo más confianza... ¡Como tú eres tan bueno para mí!
Sonrió cariñosamente D. Sebastián al oir á su sobrina, á la que adoraba como un padre.
—Y después de todo, ¿por qué ha de haber voces? ¿No es lo más natural que tú te cases, como se casan todas las muchachas que valen lo que tú y menos también?
—Cállate, tío, cállate, que yo no valgo nada.
—Bien, bien. Pero ahora, cuéntame, dame detalles, díme quién es él, qué hace él, de dónde viene tu conocimiento con él...
—Te lo voy á contar todo.
—Si te parece, emprenderemos el regreso; ya es casi de noche, y por el camino me lo puedes ir contando, ¿eh?
—Sí, sí; no sea que la tía se enfade porque tardamos.
Y en animado coloquio, tío y sobrina emprendieron el regreso hacia la casa, no muy distante del lugar en que se hallaban.
Clotilde había conocido á Felipe, que este era el nombre del novio, una tarde que fueron al teatro. Él la siguió hasta casa; al día siguiente volvió y la tiró una carta, cuando la vió en el jardín; ella le contestó poniendo reparos; él volvió á insistir, no dejando de ir una sola tarde; ante tal constancia, ella aceptó, en principio, las relaciones. No la pesaba haberlo hecho. Felipe no había faltado ni una sola vez, á pesar de la distancia y de lo molesto del camino; condición mucho más de apreciar por cuanto Felipe, que era comisionista, no paraba de andar en todo el día, y terminaba, como se suele decir, reventado. El muchacho era una joya: trabajador hasta un extremo verdaderamente exagerado, si es que en esto cabe exageración; de un carácter apacible y bondadoso, no se enfadaba más que cuando otro comisionista llegaba antes que él á un comercio y le quitaba alguna nota; esto sí, esto le sacaba de quicio completamente. Tenía un amor por su profesión que rayaba en locura. Cuando llegaba, al atardecer, á ver á Clotilde por la verja del jardín, no sabía hablar más que de las operaciones que había hecho en el día y de las que pensaba hacer en el siguiente. Donde había una peseta que ganar, allí caía Felipe[Pg 65] como una bomba; y mal tenían que ponerse las cosas para que aquella peseta no pasara á su bolsillo. En fin, Felipe era un muchacho que podía hacer feliz á cualquier mujer.
De tal modo elogió Clotilde á su novio, que D. Sebastián hubo de exclamar:
—De modo ¿que tú crees que Felipe tiene todas las condiciones necesarias para hacerte feliz?
—Yo creo que sí. ¿Y á ti qué te parece de lo que te he dicho?
—A mí... no me parece mal; pero has de tener en cuenta que yo no soy el que se ha de casar con él.
Las palabras de D. Sebastián fueron recibidas por Clotilde con grandes risas.
—Hija mía—continuó diciendo D. Sebastián—, tanto los hombres como las mujeres, desde jovencillos, empezamos á crear, allá en nuestra imaginación, en nuestra alma ó en nuestro corazón, que esto, á punto fijo, no se sabe dónde se forma, un modelo de parte contraria, con arreglo á nuestros gustos y deseos, y del cual decimos: es mi tipo.
—¡Cierto!
—Tú, sin duda alguna, tendrás también tu modelo creado; si tu novio se ajusta á él, no debes dudar en casarte.
—¿Y si no se ajusta?
—En ese caso, tú sabrás lo que le falta.
—Pero es que encontrar el modelo completo, debe ser muy difícil; todos tendremos que hacer alguna concesión, tío.
—Sí, sin duda alguna, porque, por regla general, el tipo que nosotros imaginamos, como tontos, es de lo más perfecto que puede darse; y sabido es que lo perfecto no existe. Hay, pues, que hacer concesiones; pero hay que ver cuáles sean éstas, porque las concesiones son siempre peligrosas. Tú piensa bien si las que tengas que hacer en obsequio de tu novio no han de ir en detrimento de tu dicha, porque yo, en calidad de tío, ó, mejor aún, de padre tuyo, sólo puedo pedirle que sea bueno, honrado y trabajador; y estas condiciones, según tú, las tiene.
La noche se echaba encima por momentos, y tío y sobrina, sin suspender el coloquio, hubieron de apresurar el paso para no incurrir en las iras de la tía, llegando tarde á cenar.
—¿Estás oyendo, Micaela?
—¿Qué... señora?
—¡Qué! ¿No estás oyendo que dan las ocho?
—¿Lo dice usted por los señoritos? Ya deben estar al llegar.
—Asómate, mujer, asómate, que me estoy consumiendo la sangre.
Asomóse Micaela, como la señora la mandaba, á la ventana de la cocina, que daba á la carretera.
—¿Vienen?
—No veo á nadie, señora.
—No, si estarán tan tranquilos. Mi marido, como hoy no se ha podido sentar bajo la acacia, según costumbre, para ver ponerse el Sol, estará sentado en cualquier parte viendo salir las estrellas; y la pánfila de su sobrina, mientras tanto, estará haciendo el programa de las latas que van á tocar esta noche. Pero ¿qué haces ahí soplando y consumiendo la lumbre?
—Señorita, estoy calentando el aceite para freir la carne.
—¿Cómo quieres freir la carne sin que estén aquí? ¡Buena andaría la cocina como te dejaran á ti sola...! ¡Y buena andaría mi paciencia, si Dios no me la aumentara á diario!
—Verá usted como no tardan ni cinco minutos. ¡Bueno es el señor para no sentarse á la mesa á su hora!
—Sí: cuando está en casa, muchas prisas[Pg 68] y mucha puntualidad...; pero cuando no... ¡Y luego tiene una mal genio... y no deja vivir á nadie...! Arrima ese puchero á la lumbre, mujer; no se te ocurre nada... ¡Ay, qué cabezas más descansadas...! ¡Así ya se puede llegar á viejo, ya...! Añádele agua: ¿no ves que se ha consumido ya la mitad á fuerza de estar cuece que te cuece?
—Si por eso lo aparté, señorita.
El repiqueteo de la campanilla de la puerta del hotel cortó el diálogo que sostenían ama y criada.
—Ya están ahí... ¿Lo ve usted, señorita?
—Sí..., sí... Pero echa la carne en la sartén y sopla, mujer, sopla; parece que te estás muriendo.
Que sonó la campanilla de la puerta del hotel hemos dicho, y lo mantenemos, porque hotel era la vivienda que albergaba á D. Sebastián y familia. Situado en las afueras de Madrid, en una de esas barriadas que llegan á formar verdaderos pueblos, con todos los inconvenientes de estos y sin ninguna de las ventajas de la capital, á cuyas puertas se hallan, no era ni mejor ni peor que otros que le rodeaban.
Se componía de dos pisos, con tres huecos por fachada; tres de éstas, ya que la[Pg 69] cuarta daba á la carretera, estaban rodeadas por una regular extensión de terreno, en la que abundaban los árboles, de ya respetable ancianidad, que demostraban haber sido aquel hotel de los primeros que se construyeron en la barriada. Aquel terreno, que por la distribución de los árboles daba bien claro á entender que en sus tiempos fué todo, ó la mayor parte, jardín, se hallaba á la sazón dividido en dos partes, de las cuales, la más pequeña, que formaba cuesta, era la destinada á jardín; la otra era un inmenso corral.
Habitaban el citado hotel, D. Sebastián y su señora, Doña Andrea, á la que hemos visto en la cocina, en calidad de propietarios; Clotilde, la sobrina, en calidad de hija, que no era menor el cariño que sus tíos la tenían, y Micaela, en calidad de criada. Como seres irracionales moraban, en distintas partes del hotel: Minín, en calidad de gato, que, listo tenía que ser el ratón que á él se la diera; la Careta y la Niña, en calidad de cabras, á cuyo cargo corría el proveer de leche á los habitantes racionales de la casa; y un número de gallinas que oscilaba entre 50 ó 60, en calidad de buenas ponedoras, que por algo unas eran castellanas negras, y otras, cordobesas de pura raza.
Cuando la diosa fortuna en forma de herencia, puso aquel hotel, con más unos ocho ó diez mil duros, en manos del matrimonio, éste, reunido en sesión permanente, acordó por mayoría de votos el inmediato traslado de residencia.
Es verdad que D. Sebastián tendría que tomarse la molestia de ir desde tan lejos á la oficina, y que esto traería consigo el gasto del tranvía; pero bien echadas las cuentas, y mujer era Doña Andrea capaz de echárselas al mismísimo lucero del alba, resultaba que, descontada la molestia de los diarios viajes, ni el gasto del tranvía, ni algunos otros que también le seguían, alcanzaba á los 15 duros que pagaban de casa; luego el traslado era conveniente.
No era muy grande la cantidad que se ahorraban; pero unida ésta al nuevo ingreso que habría con la renta del capital en efectivo, heredado, venía á formar un total que llevaba el bienestar á la casa de D. Sebastián.
Comprendiéndolo así, éste, espíritu poco apegado á la corteza terrestre y muy dado á vagar por las regiones imaginarias, pensó en realizar alguno de sus ensueños.
Propuso D. Sebastián que del dinero heredado, y puesto que no tenían hijos—Clotilde[Pg 71] aun vivía con su padre—, se separara una cantidad prudencial, cuatro ó cinco mil pesetas, y que se emplearan en hacer un viajecito para ver alguna de las muchas cosas que hay que ver en el mundo. Un viajecito á París, bajar luego á Italia, ver algo de Suiza. Haciéndolo con economía, 5.000 pesetas podían dar mucho de sí. Era muy triste morirse sin haber visto más que Madrid, Soria, Cadalso de los Vidrios y Carabanchel Bajo.
Ante semejante proposición, Doña Andrea puso el grito en el cielo y afirmó rotundamente que ella no se movía de Madrid por nada del mundo.
¿Qué era lo que había que ver en todos aquellos sitios? Nada. En Francia, en Italia y Suiza, no podía haber ni más ni menos que en todas partes: casas, gentes, tierra, árboles, montañas... ¿Y qué? ¿Eso valía la pena de gastarse 1.000 duros, de ir á países donde ni le entienden á uno, ni se les entiende á ellos? ¿Valía la pena de ir á padecer molestias y contratiempos, pudiendo estar tan ricamente en su casa por muchísimo menos dinero? Ni ella haría el primo, ni consentiría que su marido lo hiciera.
Inútiles fueron todas las reflexiones que D. Sebastián pudo hacerla; inútiles cuantos[Pg 72] argumentos le sugirió su imaginación para convencerla.
En vano se esforzó D. Sebastián en hacerla ver que si la Naturaleza es una, no en todas partes se muestra igual; que si en todos los países hay hombres y mujeres, no todos tienen los mismos usos y costumbres; que sus caracteres varían mucho de unos países á otros y que, efecto de esta diversidad de idiosincrasias, son las diferentes obras que ellos han realizado y realizan: todo fué predicar en desierto. Doña Andrea no hizo más concesión que la de ir á Gijón en el próximo verano, á pasar quince días. A esta concesión respondió D. Sebastián que para ir á Gijón, más valía no ir á ninguna parte.
Resolvióse, pues, que en vista de que no se iba á ningún lado, lo conveniente era que se hicieran cuanto antes algunas obrillas de menor cuantía que el hotel necesitaba, para trasladarse en seguida y pasar ya el verano en la nueva morada.
Don Sebastián, que sólo aparentemente había renunciado á sus proyectados viajes, iba todas las tardes, después de almorzar, á inspeccionar las obras y á meter prisa á los operarios, que, si á sus ojos trabajaban con mucha lentitud, á los de Doña Andrea no ha[Pg 73]cían nada; tal era el deseo que ambos cónyuges tenían de hacer su traslado; y era la tal prisa, porque cada uno tenía sus proyectos, como pronto veremos.
Terminaron las obras, ¡que bien sabía Dios que no estaban en consonancia con el tiempo invertido!, según Doña Andrea, y llegó el momento solemne de despedir la antigua casa. Aquel día, Doña Andrea no cabía en sí de gozo. ¡No ver más al casero!
Cuando D. Sebastián se puso el gabán y el sombrero para ir á cumplir tan importante misión, había que oir á Doña Andrea:—«Le dices que nos vamos á nuestro hotel; que ahora puede subir el piso todo lo que le dé la gana, y no blanquearle la cocina ni al mismísimo Jesucristo que lo alquile; y que me alegraré que no le paguen los que vengan, y que traigan 20 chicos y perro.»
Don Sebastián tuvo que dar su palabra de honor de que todas esas cosas y otras muchas le diría al tío aquél, que porque tenía una casucha de mala muerte, se creía el duque de Medinaceli.
Verificado el traslado, surgieron algunos disgustillos, motivo de los ocultos pensamientos en el matrimonio.
Juraba y perjuraba Doña Andrea que el[Pg 74] jardín era una lata, palabra ésta muy usual en ella.
Hacía falta mucha agua, y no la había; hacía falta mucho trabajo, si quería tenerlo regularmente, y no era cosa de pagar un jardinero.
Aseguraba D. Sebastián que su mujer tenía más razón que un santo; pero que era una cosa fuera de duda, que las flores son tan necesarias á la vida como el comer, y que, en lo que respecta al trabajo, él haría de jardinero.
Replicaba Doña Andrea que las flores eran muy bonitas para que se las cuidaran á uno y no tener que hacer más que olerlas, y que, por lo tanto, era muchísimo mejor dejar aquel terreno para las gallinas y las cabras que se habían de comprar. Contestaba Don Sebastián que él no se oponía á lo de las gallinas y las cabras; muy al contrario; que á nadie más que á él le gustaban los huevos frescos y la leche pura, aunque la prefería de vacas; pero que por nada del mundo, ya que había conseguido su sueño dorado de tener jardín, consentiría que éste se destruyera. Al fin, y tras de una lucha encarnizada, vínose á un acuerdo: hacer una división con tela metálica. Hízose así, pero pronto empezó D. Sebastián á sufrir y á renegar de su mala[Pg 75] estrella: las gallinas, incitadas por el verdor de las plantas, saltaban la división y se daban opíparos banquetes con las flores, tan amorosamente cuidadas.
Ante sus enérgicas protestas, Doña Andrea decía que ella no lo podía remediar. Se procedió á una corta general de alas, y así pudo remediarse en gran parte el mal. No obstante, D. Sebastián, que también profesaba gran cariño á los bichos, los cuidaba y procuraba obsequiarlos de cuando en cuando, dándoles un banquete de verde.
Otro disgusto surgió con la instalación del despacho de D. Sebastián; la elección de habitación dió lugar á otra batalla; pero al fin triunfó el esposo, escogiendo una que daba al Mediodía y que Doña Andrea quería destinar á cuarto de plancha. El despacho que tenía el hotel daba al norte, y D. Sebastián no quería fríos ni tristezas. Instalóse, pues, en la pieza citada y compró grandes estantes para sus libros, que produjeron una serie de palabras admirativas de Doña Andrea, interminable.
—¿Pero si tú no tienes libros para un estante y compras tres? Pero ¿qué vas á hacer con esos armatostes? Pero ¿para qué quieres esos estorbos?
—Para libros—replicaba calmosamente D. Sebastián.
—¡Si no los tienes!
—No tengo todos los que quisiera, porque no los he podido comprar; pero ahora los compraré.
—¡En librotes te vas á gastar el dinero!
—¡En mi dinero nadie tiene que meterse!
Don Sebastián tenía una cantidad mensual para sus gastos; cantidad que ahora, á mayores ingresos, sería también mayor.
Parecían ya deslindados los campos, y normalizada la vida en el hotel, cuando hete aquí, que una mañana que Doña Andrea se ocupaba en mudar el agua á las gallinas, llaman á la puerta del jardín y se presenta una mujer preguntando si vendían huevos.
Doña Andrea quedóse algo sorprendida con la pregunta.
—¿Quién le ha dicho á usted que viniera aquí á ver si vendíamos huevos?
—Nadie, señora, no se moleste usted por eso; es que yo me dedico á comprar por todos estos sitios huevos frescos para venderlos en Madrid. Mire usted; estas cuatro docenas que llevo en esta cesta, las he comprado en aquel hotel encarnao que ve usted allí.[Pg 77] Y la mujer señalaba con la mano uno no muy distante.
—¿De modo—dijo Doña Andrea, como quien echa sus cuentas—, que en estos hoteles venden huevos?
—Sí, señorita; en casi todos.
—¿Y á cómo los paga usted?
—A seis reales...
—A... seis... reales—dijo Doña Andrea, como hablando consigo misma.—Vuelva usted mañana y le podré dar dos docenas.
Y volvió la mujer al día siguiente; y aquella noche Doña Andrea echó sus cuentas..., y á los dos días, D. Sebastián se llevó el disgusto número uno: Doña Andrea reclamó para sí la mitad del jardín, haciendo de su petición cuestión de gabinete: era una locura tener todo aquel terreno para recreo de los ojos, cuando se podía sacar una utilidad de él: Doña Andrea quería triplicar el número de gallinas, y, además, necesitaba terreno para sembrar trigo, y que saliera mucho más barato el pienso de aquellos animales.
Don Sebastián puso el grito en el cielo; pero, al fin, como buen esposo, que vaya si lo era, tuvo que ceder, porque no dejaba de comprender que la petición de su esposa era[Pg 78] lo más razonable del mundo: pedía la mitad nada más; era justo cederla.
Pobres plantas las que cayeron... D. Sebastián pasó casi una enfermedad.
Un año llevaba el matrimonio en aquella nueva vida, cuando la orfandad de Clotilde, sobrina carnal de D. Sebastián, la trajo á vivir con ellos como una hija.
Clotilde, muchacha de claro talento y despierta imaginación, vino á ser la bendición de Dios en aquella casa. Ella sabía ser la prosaica mujer de su casa para con su tía; ella sabía acompañar á su tío en los viajes aéreos que éste hacía con el pensamiento. Con maestría admirable, ella sabía dirimir las cuestiones que, por asuntos sin importancia, surgían entre el matrimonio, y con tal maña lo hacía, que ella se las arreglaba de modo que, sin dar la razón á ninguno, la daba á los dos; con lo que á los tíos se les caía la baba.
Por el día acompañaba á la tía en las tareas de la casa, ayudaba á cuidar las gallinas, cosía, planchaba y, en fin, hacía por tres; por las noches, gustaba de que su tío la hablara de lo que decían los libros, de otros países y de otras gentes; gustábala bucear por sus páginas y pronto les fué tomando afición. Una noche se decidió á coger una novela, y halló[Pg 79] ser Gloria, del insigne Galdós. Sus padres nunca la habían dejado leer novelas, y sólo había podido leer algunos folletines del periódico. Aquella primera novela de la biblioteca de su tío, que leyó, produjo en ella hondísima impresión.
Pianista notable, muchas noches hacían música, tocando obras escogidas y trozos de ópera... D. Sebastián se creyó transportado al séptimo cielo con esta nueva expansión á sus sentimientos. ¡Tener libros para leer; tener una pianista en casa que pudiera hacerle oir los trozos de música deseados; tener un jardín!... ¿No era aquello una aproximación á la felicidad? ¡Una aproximación era; pero nada más!
La entrada del tío y de la sobrina en casa fué amenizada por Doña Andrea con un chaparrón de dicterios. Como quiera que el crepitar de la carne en la sartén ahogara un tanto su voz, Doña Andrea hablaba á voz en grito; cosa, por otra parte, no muy de extrañar en ella, porque defecto suyo señaladísimo, era el creer que siempre hablaba con sordos.
Don Sebastián y Clotilde dejaron que Doña Andrea se despachara á su gusto, sin rechistar, medio único para que se callara[Pg 80] pronto, y sentáronse á la mesa, tras de un concienzudo cepillado de sus vestidos, y un minucioso lavatorio de manos.
El comedor, sito en la planta baja, abría sus dos ventanas sobre el jardín, y por ellas penetraba el aroma de las flores que tantos sinsabores costaran á D. Sebastián. Certísimo era que, al mismo tiempo que el perfume de las flores, colábanse sin pedir permiso los mosquitos, que, repartiéndose por la casa, iban á parar á las alcobas en espera de los inocentes durmientes, á los que se comían vivos; pero todo no se podía compaginar, y sabido es que todo tiene su pro y su contra.
—¡Qué bien huele!—dijo Clotilde aspirando con fuerza el ambiente.
Sonrió triunfalmente D. Sebastián; Doña Andrea tosió dos ó tres veces, y miró á su sobrina como diciendo: «Es lo único que le hace falta á tu tío: que le ponderen su obra».
—Y, á propósito, tía: mañana es domingo.
—Y qué...
—Que mañana es el primer concierto, é iremos.
—En seguida me cogéis á mí para el primer concierto... ó para la primera lata, como quieras... ¡Si quieres ir, te vas con tu tío, que también le gusta mucho la música sabia!
—Pero, mujer—dijo D. Sebastián—; ¿es posible que nunca le tomes el gusto á la buena música?
—No se lo tomo, no; lo sabes ya desde hace tiempo.
—No, pues sin ti no vamos, tía.
—Iremos á la Comedia—dijo D. Sebastián.
—O al Español, tío.
—Al cuerno, sí que os podéis ir—dijo Doña Andrea, tragándose entero un pedazo de carne, para poder hablar antes—. Vais buscando unos sitios para distraerse... que, ¡ya... ya!
—En el Español ponen Doña Perfecta, mujer.
—Y en la Comedia, Rosas de otoño, tía.
—Bueno, pues me alegro mucho. Yo me aburro con esas cosas, ea. ¿Cuánto más vale una zarzuelita de esas que tienen tanta gracia y una música tan bonita?
—¡Preciosa!—dijo D. Sebastián con tono enfático.
—No, si á ti, no siendo obras de esas en que la dama, cuando se despide del galán, se lleva las manos al corazón, se estremece, como si tuviera frío, y se queda un cuarto de hora mirando al techo, sin hablar, ya sabemos que no te gustan.
Don Sebastián reía bonachonamente al oir á su mujer.
—Sí, sí, ríete; á ti, como también te gusta pasarte las horas muertas mirando al cielo, pues... ¡encantado!
—¡Claro! ¿Tú crees que se puede mirar al cielo sin sentir admiración por ese sublime espectáculo que por las noches se ofrece á nuestra vista?
—¿Qué hay en ese infinito? ¿Qué hay más allá?
—¡Lo que á ti no te importa! ¿Qué quieres que haya sino el Cielo? ¡Herejote! ¡Eso es lo que te queda de tus tiempos de periodista: ideas raras y endemoniadas! ¡Qué hubiera sido de ti, si yo no te hubiera obligado á volver al buen camino!
Don Sebastián dió un profundo suspiro.
—Sí, suspira, suspira...
—Pero ¿el tío ha sido periodista?—preguntó Clotilde con curiosidad.—No había oído hablar nunca de eso.
—Sí, hija, sí: ha sido periodista... y perdía el tiempo lastimosamente haciendo versos á la Luna, al Sol y á todas las estrellas, y por eso sin duda ahora le gusta tanto mirar á los astros.
—¿Y por qué no has seguido, tío?
—¿Tú también? No siguió, porque yo le puse por condición que lo dejara y se ocupara en algo práctico. Gracias á mí consiguió un destino, por medio del director del periódico, y ahí le tienes hoy, hecho un hombre con catorce mil realitos de sueldo.
Prolongóse la conversación, mientras duraba la cena, asegurando Clotilde que el tío tenía que hacerle á ella unos versos, y prometiendo Doña Andrea que, como volviera á ver unos versos, se divorciaba.
Don Sebastián, sintiendo tal vez la nostalgia de un pasado que hacían revivir en él con aquella conversación, sonreía dulcemente y comía sin terciar en ella más que con algún monosílabo.
Agotado ya el asunto, y llegados á los postres, Clotilde miraba á su tío con cierta impaciencia, como diciéndole: «¿Qué haces, tío? ¿A qué aguardas?»
Don Sebastián, mojando unos coscurros de pan en vino, contestaba por el mismo procedimiento á su sobrina, diciéndola: «Espera, mujer, espera que me coma este pan; ahora voy, no tengas prisa».
Don Sebastián buscaba en su magín el exordio con que había de empezar su discurso, porque la cuestión era empezar; des[Pg 84]pués había que dejar pasar el nublado, y, por fin, Doña Andrea vendría á razones.
Trazas llevaba D. Sebastián de no cumplir lo que con la vista le había dicho á Clotilde; pero, al fin, viendo que su mujer se disponía á dejar la mesa, rompió á hablar.
No fué nublado, sino tormenta la que tío y sobrina tuvieron que aguantar cuando Doña Andrea se hubo enterado del asunto.
«Ella era en la casa el último mono, la última que se enteraba de todo... ¡Es claro: como ella no era más que tía consorte, mal podía Clotilde contarle á ella primero las cosas! Pues, ya sabía ella que su opinión no serviría de nada, y que el consultarla no era más que cuestión de pura fórmula; pero, valiera por lo que... valiera, ella no daba su consentimiento y declaraba que era un proyecto digno de cabezas tan destornilladas como la del uno y la del otro, el pensar en casorios teniendo Clotilde tan pocos años.»
Doña Andrea, exaltándose cada vez más, concluyó por decir que ella no se haría cómplice de la desgracia de Clotilde, y al decir esto se le cayeron un par de lagrimones sobre la mesa.
Forzoso es aclarar que aquella actitud desabrida y destemplada de Doña Andrea,[Pg 85] tenía su verdadera causa en el entrañable afecto que sentía por Clotilde. Jamás se le había ocurrido pensar que la muchacha era lógico que pudiera casarse, como ella lo había hecho, y la noticia de que un novio formal estaba á la puerta con los papeles en la mano, fué para ella una descarga eléctrica que puso en la mayor rebelión todos sus nervios.
Preciso fué que Clotilde, con mil besos y abrazos y otras tantas caricias y monerías, la hiciera ver que no menos cariño que á su tío la profesaba á ella; y no mentía al decirlo; preciso fué que D. Sebastián agotara toda su elocuencia para hacerla comprender que aquello era lo más natural del mundo y que debían esperarlo; aunque él, ciertamente que no hubiera esperado nunca que hubiera un valiente capaz de ir tan lejos para ver á la novia. Después de un mérito como éste, sería cruel negar la entrada en casa al muchacho.
Doña Andrea, ya más tranquila, se enteró de las bellas cualidades que adornaban á Felipe, y su condición de hombre trabajador hasta la ponderación, acabó por granjearle su buena voluntad.
Quedó, pues, convenido que Clotilde[Pg 86] haría al día siguiente la presentación de su novio, y que, todos juntos, irían al teatro por la tarde; D. Sebastián tomaría las localidades en Apolo; no hubo más remedio que acceder, en cuanto al teatro, que fué designado por Doña Andrea.
Aquella noche no se hizo música; D. Sebastián se agarró á un libro, poniéndose á leer sobre la mesa del comedor; Clotilde se puso á trabajar en una labor, y Doña Andrea se fué á la cocina á tomar la cuenta á la Micaela.
A buen seguro que si alguien le preguntara á D. Sebastián lo que leía, no se lo pudiera decir, porque él mismo no lo sabía; la idea de que Clotilde se casaría, habíale causado tanta ó más impresión que á su mujer, aunque no lo manifestara. Aquella chiquilla adorable era la única con quien podía expansionar su espíritu... y aquella chiquilla iba á pasar á poder de un hombre, que la querría para él solo, que se la llevaría...
En el comedor no se oía ni el más leve ruido; en la cocina, Doña Andrea protestaba con voz destemplada de la cuenta que ponía Micaela, que, aquel día, se había propuesto dejar pequeñito al Gran Capitán.
Clotilde, de cuando en cuando, miraba á[Pg 87] su tío, y en sus divinos ojos, de color verde, brillaba un chispazo de cariño infinito que dulcemente le enviaba envuelto en una sonrisa; después volvía á inclinarse sobre la labor; y, cosa rara, Clotilde, tan alegre momentos antes, sintióse poco á poco envuelta por una sombra de tristeza que la oprimía el corazón. «Separarse de los tíos.»
Los preparativos de la boda empezaron pronto y se llevaron á cabo con la mayor rapidez posible. Doña Andrea y Clotilde se pasaban las mañanas trabajando y las tardes las invertían en ir á Madrid para hacer compras.
Felipe metía más prisa que un dolor de tripas y no había modo de oponerse á sus deseos de que la boda se realizara en seguida.
Doña Andrea había llegado, en tan corto tiempo, á tomarle tal cariño, que no veía más que por sus ojos. Felipe, por otra parte, no se había descuidado en hacer lo posible por granjeárselo, y al conocer el espíritu mercantil de su futura tía, habíala tomado también gran afecto.
Un día, Felipe trató de la cuestión de buscar casa, para irla amueblando, y aquí fué Troya; ni D. Sebastián ni Doña Andrea se resignaban á separarse de Clotilde... ¡Vaya un conflicto!... Felipe decía que aquello le cogía muy lejos; D. Sebastián alegaba que si antes podía ir, después de casado podía hacerlo igual; Doña Andrea dijo que ni á tirones se separaba de Clotilde. Felipe se resistía; la tía aseguraba que era una locura ir á pagar casa, cuando tenían allí habitaciones de sobra. Al fin, tanto hablaron y discutieron, que, con la intervención de Clotilde, Felipe accedió á vivir en el hotel, con lo que, no solamente consiguió su propósito de ahorrarse la casa... y otras muchas cosas, según ya tenía pensado para sus adentros, sino que aun apareció como un gran favor que tuvieron que agradecerle.
Llegó el día fijado para la boda, y ésta se realizó en la iglesia de aquella barriada...
Felipe no cabía en sí de gozo; Clotilde estaba radiante de hermosura... y los tíos rebosaban de satisfacción; aunque cualquiera que hubiera observado á D. Sebastián, hubiera notado, en el fondo de aquella gran alegría, una gran tristeza.
—Te quedas sin música; pero pronto vol[Pg 89]veremos y te desquitarás—dijo Clotilde, abrazando y besando amorosamente á su tío.
—Que Dios te haga feliz, es lo que yo deseo—respondió éste.
—Lo seré, tío, lo seré.
D. Sebastián sonrió de un modo particular, como diciendo: «quién sabe». Clotilde, llamada por unas amiguitas, no pudo ver el gesto hecho por su tío.
Aquella misma tarde salieron los recién casados para Toledo, ciudad donde empezaba el viaje de novios, que debía terminar en un pueblecillo de la provincia de Soria, donde residía una tía de Felipe, para que ésta conociera á Clotilde.
Al día siguiente llegó un telegrama anunciando la feliz llegada á la imperial ciudad; al otro, una carta muy corta, en la que Clotilde se limitaba á decir que estaban buenos, que se acordaba mucho de ellos y que era muy feliz al lado de Felipe; un diluvio de besos y san se acabó.
Inútil es decir que los tíos se apresuraron á contestar, diciendo miles de simplezas... y haciendo cientos de inútiles recomendaciones.
Cinco días después llegó la segunda carta; ésta era más extensa que la primera...[Pg 90] ¡como que tenía dos pliegos!... lo cual llenó de júbilo á los buenos tíos, que sintieron humedecerse sus ojos de lágrimas. La carta se leyó con toda solemnidad en el despacho de D. Sebastián.
El primer párrafo, invertíalo Clotilde en pedir á sus tíos que la perdonasen por su anterior, tan corta; pero no había tenido tiempo de más, porque se iba el correo, y no había querido dejarles sin noticias. Concluído este exordio, entraba de lleno en sus expansiones infantiles. Una cosa que por lo visto le interesaba mucho saber, era si había llovido por allí. ¡En Toledo habían caído dos chaparrones fenomenales! Pero ni aun con el agua habían dejado de corretear. Estaba encantada de las maravillas que allí veía. ¡Y pensar que estando tan cerca de Madrid, no las había visto antes! ¡No se lo perdonaba!
Al llegar á este párrafo, D. Sebastián dejaba caer, como quien dice, las palabras que leía, una á una. Doña Andrea demostró su impaciencia por la lentitud que empleaba D. Sebastián en la lectura.
Lo que le había causado un poco de desilusión á Clotilde, era la campana, la célebre campana de Toledo. No era tan grande como ella se había figurado, por lo que decían; no[Pg 91] cabía un escuadrón debajo; pero, vamos, era una señora campana. Ella no se cansaba de ver aquellas cosas una y otra vez, y se reía mucho con Felipe, el que aseguraba que si le dejaran, tiraba todo aquello y hacia una ciudad á la moderna, de primera.
Por las noches, sobre todo, sentía un placer inexplicable en andar por aquellas calles tan estrechas y tan torcidas... ¡Cuánta poesía!... ¡Qué dulce evocación de tiempos que pasaron para no volver! Por las tardes, cuando bajaban hacia la estación del ferrocarril, contemplando el Tajo, y pasaban junto al castillo, parecía que iban á salir los moros y los iban á coger prisioneros. Una noche lo soñó así; y soñó que á ella la vendían á un Sultán, y que á Felipe lo compraron para llevar cubas de agua. ¡Cuánto se reían!...
Felipe decía que estaba loca. Loca estaba, sí; pero loca de contento. ¡Qué bonito debía de ser viajar mucho y ver muchas cosas!... De Toledo saldrían dentro de tres días, pues Felipe decía que aquello era aburridísimo y que, además, no podían perder mucho tiempo, porque la estación avanzaba y no podía desperdiciar la época mejor para sus comisiones. Concluía la carta con un chaparrón de besos y una cantidad incalculable[Pg 92] de abrazos. Al final, Felipe escribía también unas cuantas líneas cariñosas.
La carta de Clotilde se leyó cien veces aquel día. Doña Andrea dió doscientas vueltas por las habitaciones de los chicos, para ver si faltaba algo.
El otoño se presentó frío y desapacible, y D. Sebastián tuvo que abandonar el campo, como él llamaba al jardín, y retirarse á cuarteles de invierno.
Nuevas cartas llegaron de Clotilde, que fueron leídas y releídas con tanto amor y alegría como la anterior. Pero la que produjo un júbilo delirante, la que causó una verdadera revolución en el hotel, fué la que recibieron anunciando su salida para Madrid.
Doña Andrea se pasó haciendo pucheros todo el día de tal manera, que su cara parecía fuente con dos caños.
—Pero, hija mía—decíale su marido—, ¿no lloraste cuando se fueron, y lloras ahora, cuando vienen?
A lo que Doña Andrea respondía:
—¡Qué quieres, yo soy así!
Así era, efectivamente: un poco rara, y un mucho esclava de sus nervios, que casi constantemente estaban en abierta rebelión con todos los centros habidos y por haber.
El invierno se coló de rondón, llevando consigo una cantidad horrorosa de catarros y pulmonías.
Los árboles mostraban ya sus desnudas y esqueléticas ramas; las plantas habían enmudecido y no daban flor. Llovía mucho, y los moradores del hotel habíanse confinado en las habitaciones. La vida en él había recobrado su marcha acostumbrada, salvo las modificaciones introducidas por Felipe, que no eran pocas.
Felipe, que no pensaba más que en sus comisiones, salía por la mañana, tempranito, en el segundo ó tercer tranvía, y, con mucha frecuencia, no regresaba hasta la noche; cenaba, contando á todos las notas que había hecho durante el día, y se acostaba con el bocado en la boca. ¡Ah...! El no podía acompañar al tío y á Clotilde en sus reanudadas sesiones musicales; tenía que madrugar. Con mucha frecuencia tenían éstas que suspenderse, porque el ruido del piano no le dejaba dormir. En su apoyo venía Doña Andrea:
«Pobrecillo, con tanto como trabajaba, era un crimen no dejarle dormir. ¡Y con los[Pg 94] madrugones que se daba el infeliz! Es verdad que D. Sebastián también madrugaba; pero ¡vaya una diferencia! D. Sebastián llegaba á la oficina, se sentaba, tomaba café, fumaba, charlaba con los compañeros... y pare usted de contar; en cambio, el pobre Felipe tenía que trotar por las calles más que penco de coche de alquiler, y recibir más sofiones que novio en desgracia. ¿Cómo no había de molestarle el piano, y más que el piano, las latas que tocaba Clotilde? ¡Aquel pron... porrorón... porrorón... pon pon... del Lohengrin... del Tannhausser y del Parsifal, le quitaban el sueño á un lirón!» Resignábanse Clotilde y su tío, y entregábanse, él, á los libros; ella, á las labores, que alternaba con la lectura.
Pasaron los meses. Felipe, apoyado siempre por la tía, volvíase cada vez más despótico, comercialmente hablando, y Clotilde sólo escuchaba de él la diaria relación de las notas ó pedidos de las casas de comercio.
Clotilde, sin dejar de estar alegre, parecía no ser la misma: su alegría era reposada, grave; no era aquella bulliciosa alegría que tenía de soltera. D. Sebastián, único en la casa que había observado aquel cambio, como había observado el modo de conducirse Feli[Pg 95]pe con su esposa, dióse á pensar en las causas de aquella transformación.
No tardó mucho en dar con la clave; la cosa era indudable: Felipe y Clotilde habían escrito á París y pronto se recibiría el aviso de la llegada del bebé. D. Sebastián sintió una alegría loca... ¡Tanto como á él le gustaban los niños! Ellos habían tenido dos, pero los dos se los había llevado Dios. Ya estaba viendo un chiquitín rubio como el oro, porque seguramente sería rubio, correr y trotar por el jardín. ¡Oh! pero ya se guardaría muy bien de estropear las plantas y de tirar piedras á todos aquellos pajarillos que tan confiadamente se aposentaban en los árboles, porque sabían muy bien que nadie les haría daño.
Esperó, pues, D. Sebastián con verdadera impaciencia la feliz noticia; pero pasaban los días, la tristeza de Clotilde iba en aumento, y la noticia no llegaba.
Un día, no pudiendo resistir más, llamó á su esposa, y haciéndola observar lo que él había notado en Clotilde, le preguntó:
—¿No te ha dicho nada Clotilde de si...?
—¡Nada!—replicó Doña Andrea.
Y cuando D. Sebastián quedó solo, hubo de refunfuñar entre dientes:—¡Claro, hombre, claro: si á un marido con tanta nota y[Pg 96] tanto pedido..., no le puede quedar tiempo para nada!
Volvió la primavera, y con ella la sublime explosión de vida y alegría de la Naturaleza.
En todos los hotelitos colindantes se notó el arribo de la estación. Este plantaba claveles; aquél, geráneos; el otro de más acá, que tenía un trocito de huerta, hacía sus siembras de hortalizas; aparecieron los pajarillos cantando alegremente; mostrábase más perezoso el sol para acostarse y más diligente para madrugar; arrinconáronse estufas y braseros, y diéronse á conocer los que ocultaban su rostro entre subidos cuellos y liadas bufandas; volvió, en fin, el alegre vivir de la primavera.
Don Sebastián resucitó también. ¡Con qué alegría veía revivir su muerto jardín! La savia, trepando por los troncos y encaramándose por las ramas, hacía brotar en éstas innumerables puntitos verdes, que habrían de convertirse en nuevas ramas, en hojas, en flores, en frutos. Surgían de las plantas los capullos que, avaros, guardaban su tesoro; acariciábalos el sol amorosamente y las flores asomaban recibiendo temblorosas el primer rayo de sol, cual púdicas vírgenes que reciben en los labios el primer beso de amor;[Pg 97] abríanse lentamente, como temerosas de perder sus delicados colores y su dulce fragancia, hasta que, rendidas á las caricias del ardoroso amante, ofrecíanse á él en toda su lozanía, entregábanse sin rebozo á sus besos de fuego que habían de matarlas.
Clotilde ayudaba, siempre que podía, á su tío en aquellas tan agradables faenas.
Felipe seguía en su actividad comercial, no comprendiendo que un hombre que tiene toda la tarde libre no sepa emplearla en otra cosa más provechosa que en cuidar flores y en leer librotes, sentado, á la sombra de un árbol, en un sillón de mimbres ó en un banco rústico.
«Valientes chifladuras, valientes tonterías las que decían Heine y todos aquellos otros tontos por el estilo. Él comenzó á leerlo y tuvo que dejarlo más que de prisa. ¡Que se gastara el dinero en comprar aquellas paparruchas! Si el tío quisiera, podría dedicarse con él al comercio, y ganaría más—decía.»
Sonreía el tío, y con la intervención de Clotilde, se ponía fin á tan enojoso tema:
—«El tío no tiene carácter para eso, Felipe; además, el tío tiene lo bastante para vivir, y no ambiciona más: el dinero no es[Pg 98] precisamente la felicidad.»—«¿Que no ambicionaba más? ¡Valiente tontería!»
Felipe no comprendía que nadie pudiera decir: «ya tengo bastante» ¡Cristo!... ¡Con el dinero que había en el mundo!
Los días que el mercantil Felipe se quedaba en casa por la tarde, cosa que sucedía contadas veces, no por eso estaba ocioso: metíase corral adentro, en compañía de Doña Andrea, y haciendo uso de sus conocimientos en esta materia, adquiridos de jovencillo en el pueblo, y teniendo en cuenta los informes de la tía, rara era la vez que entraba en el corral que no salieran dos ó tres de aquellos ovíparos sentenciados á muerte.
Inútil era que Clotilde y su tío pusieran el grito en el cielo, intercediendo por aquellos animalitos: no había apelación posible contra los mortíferos decretos de Felipe.
—Señor, para llegar á formar un buen corral—decía éste—, la selección es lo primero.
—¡Claro!—apoyaba Doña Andrea.
—Las gallinas ¿para qué son? Para que pongan huevos ó para comérselas; ¿no es eso?
—¡Naturalmente!—decía Doña Andrea.—No van á ser para adorno.
—¡Pobrecitas!—gemía Clotilde.
—¡Qué sensiblerías más tontas!—replicaba desdeñosamente Felipe.
—Pero, ¿para qué se quiere tanto huevo?—alegaba D. Sebastián.
—Para venderlos—contestaba Doña Andrea.
—Pero, señor, eso es convertir esta casa en una huevería, y dar lugar á que á ti te llamen Doña Andrea la huevera, y á mí D. Sebastián el huevero.
—Tú dame pan... y llámame tonto.
—Si nosotros no tenemos necesidad de ese comercio para vivir.
—Por mucho trigo nunca es mal año.
Ante este modo de razonar, D. Sebastián tenía que callar... por no hablar.
Y sea por la selección que Felipe hacía ó porque las gallinas llegaron á sentir verdadero terror ante aquel verdugo, es el caso que llegó día en que éstas formaron cola para ir á depositar el huevo en los ponederos; con lo cual Doña Andrea llegó á venderlos por cientos, con harta satisfacción suya y desesperación de D. Sebastián.
Una tarde, era ya la hora del crepúsculo, hallábase D. Sebastián en el jardín, sentado en su sitio de costumbre, contemplando una de las infinitas soberbias puestas de Sol que en Madrid se admiran, cuando Clotilde, avanzando lentamente por el jardín, llegó hasta donde su tío estaba.
Tan absorto se hallaba éste en la contemplación del grandioso espectáculo que se ofrecía á su vista, que no se dió cuenta de la presencia de su sobrina.
—Tío—dijo ésta con dulce voz.
—¡Clotilde!
—¿Te molesto si me siento aquí, á tu lado?
—¡Qué disparate, hija mía!—dijo D. Sebastián corriéndose un poco en el banco que le servía de asiento para dejar más espacio á Clotilde.—Pero, ¿qué tienes? ¡Tú has llorado!
—No, no... ¡no he llorado!
—¿Cómo que no, si aun se notan las huellas en tus ojos?
—Es que... Bueno, sí, he llorado; pero por nada, por una tontería. Verás: estaba yo en mi habitación concluyendo de coser unas[Pg 101] cosillas, cuando sin saber por qué, empecé á ponerme triste, muy triste... ¡una cosa sin fundamento!
Como ya apenas se veía, dejé la labor y me asomé á la ventana para que me diera un poco el aire. Yo no sé lo que sentí: el poético crepúsculo que se ofrecía á mis ojos, el religioso recogimiento que á estas horas parece reinar en toda la Naturaleza, el misterio con que el día se aleja de nosotros, sin que sepamos si hemos de volverle á ver, me impresionaron vivamente; sentí una angustia grande aquí, en el pecho, y ganas, muchas ganas de llorar... ¡Ya ves qué cosa tan tonta!
—Tus tristezas se resolvieron en llanto.
—Pero si yo no he estado triste nunca.
—¡Pobrecilla!—replicó D. Sebastián sonriendo bondadosamente.—Hace tiempo que lo estás sin darte cuenta... ¡Dónde está tu alegría de otros tiempos!... ¡Dónde las risas con que á todos nos alegrabas!
—Es verdad que hace algún tiempo...
—Algunos meses.
—Bueno, sí; hace meses que siento así como un malestar... una ansiedad... un no sé qué...
—Un no sé qué: eso, eso es lo que se siente.
—Al principio pensé que la causa sería el que yo...
—Sí; yo también creí que la causa sería el que tú... Pero no era eso.
—No, no era eso—dijo Clotilde con un leve suspiro.
—La causa era otra.
—¡Otra!...
—La causa de todo eso era, y sigue siendo, el empacho que tienes de notas, de pedidos de camisetas, de calcetines... y demás géneros de punto.
—Tío...
—No, no te sorprendas... ¡¡Si lo tengo yo, y no soy la mujer de tu marido!!
—Felipe es bueno—dijo Clotilde sonriendo al oir el tono de convicción de su tío.
—¡Quién lo duda! Pero es el caso que tu marido no habla ni deja hablar más que de pedidos, de remesas y de tantos por ciento; que al casarse no pensó, á lo que se ve, en hallar la dulce compañera que sabe dar consuelo en los trances apurados y prestar aliento en los desfallecimientos que se sufren en la diaria lucha por la vida, sino al representante de una fábrica ó al encargado de un almacén á quien comunicar notas y más notas, pedidos y más pedidos.
Es verdad que tu marido no necesita consuelos, porque no tiene aflicciones; ni alientos para colocarle una partida de camisetas de abrigo al mismísimo Preste Juan, porque le sobran; pero tampoco es para que llegue al extremo de suponer que tu única aspiración en este mundo es que te encargue de escribir sus cartas comerciales.
Calló breves momentos D. Sebastián, y Clotilde dió un nuevo suspiro.
—¡Pobre niña!—continuó diciendo aquél.—Tú, tan buena, tan cariñosa; tú, cuyo corazón rebosa de amor, de ternura, de dulces anhelos de comunicación espiritual con el ser amado, te ves privada de dar expansión á esos bellos sentimientos que, acumulándose en tu pecho, te ahogan, te oprimen y te hacen sentir un no sé qué... ¡Ah!... Eres un bello libro de poesías que tu marido no se ha ocupado en hojear siquiera... ¡Psch!... ¡Así es la vida!... En cambio, otros buscan con afán, aunque no sea más que una sola poesía, una sola... y ¡nada!, prosa, hija mía, prosa á todas horas.
Un silencio prolongado reinó entre ambos.
—Qué dulce bienestar se siente aquí, tío—dijo al fin Clotilde.
—La Naturaleza es manantial inagotable de poesía; á él acudimos todos los que no tenemos fuente en casa. Hoy acudes por primera vez á ese manantial para mitigar tu sed, y á él seguirás acudiendo. ¡Hoy vienes junto á mí; mañana, cuando yo falte, seguirás viniendo tú sola!
La luz del día habíase extinguido por completo; á lo lejos se veía el resplandor del alumbrado de Madrid.
—Tú aun puedes esperar—continuó Don Sebastián.—Sois jóvenes, y tal vez tu marido cambie; aunque es de suponer que tarde, pues ya sabes que su opinión es, que mientras quede una peseta en poder de alguien, se debe trabajar para ganarla. Es posible, muy posible, que él llegue á ser dueño de todas, y entonces quizá piense que se olvidó de leerte... ¡Puede que deje las lecturas para cuando ya no tenga nada que hacer!
—Pobre tío: ahora comprendo lo que te falta para ser feliz completamente.
—¡No sólo de pan vive el hombre, Clotilde...!
—¡Ni la mujer, tío...!
—Caro te ha costado el saberlo, pobrecita mía. Recuerdas lo que te decía la tarde de nuestro paseo: todos tenemos que hacer[Pg 105] concesiones á nuestro tipo; pero hay que ver cuáles sean éstas: las concesiones son muy peligrosas, porque una vez hechas, no tienen remedio. Yo también las hice á mi tipo, creyendo que sería capaz de despertar sentimientos que suponía dormidos... pero... ¡sí... sí...! ¿Quién es capaz de despertar lo que no duerme, ni cómo ha de dormir lo que no existe? Y no es esto lo malo; lo malo es que no hay derecho á quejarse: ellos son buenos, tal vez mejor que nosotros, puesto que son más humanos; toman la vida como es, sin preocuparse de reformarla, y así nos la dan.
—Es verdad; pero es tan agradable un ratito de poesía en la vida...
La campanilla de la puerta del jardín anunció que alguien abría ésta violentamente; pero ni el tío ni la sobrina repararon en ello: tan abstraídos se hallaban.
De aquel arrobamiento vino á sacarles la voz mal entonada de Doña Andrea, que llegó hasta ellos sin ser sentida, y que, rompiendo á hablar de pronto, les propinó un susto morrocotudo.
—¿Qué...? ¿Ya estáis viendo salir las estrellas? ¿Hay alguna nueva, ó son las mismas?
Al volver en sí los dos soñadores, hu[Pg 106]bieron de sentir, primero, dolor producido al chocar en su caída con la dura corteza terrestre, después, risa al oir á Doña Andrea.
—Tu marido dice que vayas, que dónde diablos has metido la carta que recibió ayer de Masnou y Compañía, que no la encuentra.
Clotilde, al oir que Felipe había venido, cayó en la cuenta de que, por primera vez, no había salido á esperarle á la puerta del jardín. ¿Qué le diría? ¿Le reprocharía en su falta? Clotilde sintió una gran alegría al pensar que así sucediera.
La Luna iluminaba por completo el jardín. Clotilde se dirigió hacia el hotel, mientras D. Sebastián y su esposa quedaban discutiendo; por el camino, Clotilde fué cortando rosas hasta formar un hermoso ramo, que pensaba colocar en la mesa del comedor. Ligera como una corza subió las escaleras que conducían al piso principal, y compitiendo el color rojo de sus mejillas con el de las rosas que llevaba en la mano, entró en la habitación en que se hallaba Felipe.
Éste, muy sofocado, revolvía en un mueble papeles y cartas. Al ver á Clotilde, prorrumpió en exclamaciones que denotaban claramente su enfado.
—¡Dónde está la carta de Masnou, vamos á ver: dónde está, que no la encuentro!
Clotilde, al ver aquel recibimiento tan distinto del que ella se forjara en la imaginación, acercóse al mueble en que Felipe revolvía, y abriendo un cajoncito, sacó la carta y se la entregó.
—Ya podía yo volverme loco buscando—gruñó Felipe cogiendo bruscamente la carta que le alargaba Clotilde, y sentándose ante su mesa.—¡Quién iba á suponer que la habías puesto en un sitio donde no se ponen nunca!
Felipe, sacando la carta del sobre, y un librito de notas del bolsillo interior de la americana, empezó á leer y á tomar apuntes.
Clotilde le miraba sin moverse del sitio y sin despegar los labios. Así permaneció algunos instantes.
Felipe, dejando un momento la tarea comenzada, dijo á su esposa:
—¿Qué haces ahí? Díle á la tía que á ver si cenamos pronto, que tengo que madrugar mañana y quiero acostarme en seguida.
Y dicho esto, volvió á reanudar su interrumpida tarea.
Clotilde nada respondió; llevó el ramo de rosas á su rostro, aspiró con deleite su aro[Pg 108]ma y, lentamente, salió de la habitación dejando caer de sus ojos amargas lágrimas, que fueron á perderse en los cálices de aquellas flores...
Despuntaba el día cuando Pedro llegó frente á la casa de Julia. Acercóse á una de las dos ventanas que daban á la carretera y escuchó atentamente; después llamó con repetidos golpes de los nudillos. Como nadie respondiera, volvió á escuchar y volvió á llamar, esta vez, más fuerte y con mejor fortuna: una voz fresca y juvenil respondió desde dentro con un—«ya voy»—dicho en tono un tanto desabrido.
Pedro, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón, empezó á pasear, con la cabeza baja, por delante de la casa.
Era Pedro un guapo mozo, pescador, como su padre, con quien vivía; alto, robusto, ancho de hombros, de entre los cuales salía un recio cuello delator de no pocas fuerzas.
Mirando su rostro, que aunque curtido por el sol y el aire del mar, bien claramente decía no ser más de diez y ocho ó diez y nueve[Pg 110] años los que tenía, sentíase una viva simpatía por aquel muchacho. Los ojos, grandes y azules, tenían un mirar noble y sincero, incapaz de expresar nada que fuera contrario al sentir de su dueño; nariz recta y afilada, boca grande, labios finos y pómulos un poco pronunciados; espesas cejas, abundante y rizada cabellera de color castaño muy obscuro, que, desbordándose por debajo de la boina, encasquetada en la coronilla, servía de juguete al fuerte norte que reinaba. No tenía pelo de barba, lo cual le daba una expresión un poco aniñada, y el bigote apenas se revelaba por una ligerísima sombra que aun no había hecho necesaria la intervención del barbero.
Vestía pantalón y blusilla de lienzo; los pies los llevaba descalzos; las mangas de la blusa, remangadas hasta el codo, dejaban ver las de una camiseta á rayas azules y blancas, que también asomaba por el pecho.
Muy contrariado parecía el mozo, á juzgar por la actitud meditabunda con que paseaba. Detúvose haciendo intención de repetir la llamada, cuando la llave, chirriando en la cerradura, anunció á Pedro que la puerta se abría. Julia, hermosa aldeana, arrogante moza que apenas hacía un mes cumpliera los diez y siete años, apareció en ella pugnando[Pg 111] por ahuyentar de sus ojos el perezoso sueño, que heroicamente se defendía para seguir acurrucado bajo aquellos párpados que durante la noche le cobijaran.
—¡Buenos días!—dijo Pedro.
—¡Buenos!...—respondió la muchacha en medio de un bostezo que dejó ver su blanca dentadura.
Retiró con ambas manos algunos rizos de su hermoso pelo negro que acariciaban la tersa frente, y, dando un nuevo bostezo, retiróse al interior de la casa, diciendo con tono seco:
—¡Ahora vuelvo!
—¡Bueno!—replicó Pedro, reanudando su paseo.
Dos años haría para San Juan que Julia y Pedro tenían relaciones. Nada, hasta entonces, había turbado la paz de aquéllas; porque si es cierto que Julia, con su carácter altanero daba lugar á frecuentes disgustillos, Pedro sabía perdonarlos y suavizar las querellas. Pero he aquí que en aquellos últimos tiempos habíase metido el diablo por medio, y esta vez Pedro, por más que hacía, no encontraba forma de dar al olvido ni de disculpar las cosas que estaban pasando, y que muy pronto sabremos.
Julia, en vida de su madre, que del padre nada podemos decir, por desconocerlo, como lo desconocían en la aldea, iba con ella al mercado de la ciudad, que de allí á poco más de una legua se encuentra, á vender leche, manteca y huevos; después, cuando la madre murió, siguió ella sola con el comercio, no por voluntad, sino porque era el único medio de ganar el sustento; medio que á Julia le parecía harto incómodo y molesto.
El rápido desarrollo de su exuberante hermosura hizo que, desde muy niña—catorce años tenía cuando murió la madre—se viera asediada y pretendida por todos los muchachos, en su mayoría pescadores, de la aldea. Tampoco en la ciudad faltaban pretendientes á la bella aldeana; y bien fuera esto, bien que en su predispuesto temperamento germinara demasiado pronto el envanecimiento, ello es que á todos rechazaba, desdeñosa é indiferente. Tan sólo Pedro, al cabo de mucho penar, y de repartir muchos golpes para quitar rivales de en medio, consiguió ser recibido con buena cara; y esto hay quien dice que fué, no porque Julia pensara que aquél llenaba por completo sus deseos y ambiciones, sino por dejar con tres palmos de narices á todas las mozas que en[Pg 113] la aldea se pirraban por él; que pescador más bueno, más guapo, honrado y trabajador, no le había en cien leguas á la redonda de Rodaleda, que así se llama la aldea donde nos hallamos.
Decir que Pedro quería á Julia, sería no dar idea de la intensidad de su cariño; Pedro la idolatraba, sentía por ella una verdadera adoración, y su solo deseo era casarse cuanto antes; pero ella siempre daba largas al asunto diciendo que había tiempo.
No tan gustoso como el muchacho era su padre en aquel matrimonio; mas viendo á su hijo tan enamorado, si al principio le hizo algunas observaciones, pronto dejó de sermonear, pensando que lo que fuera ello había de ser.
Pedro, siempre que el trabajo de la pesca, que hacía con su padre, se lo permitía, iba á buscar á Julia para acompañarla al mercado; si no podía hacerlo, salía á esperarla al regreso; y, en fin, cuando ni una ni otra cosa era posible, aguantaba marea hasta el anochecer.
Mostrábase él siempre cariñoso y solícito con ella; Julia, por el contrario, casi siempre aparecía indiferente á estas atenciones. Pedro, no obstante, no se quejaba, y si alguna[Pg 114] vez ella se mostraba algo cariñosa, creía haber alcanzado el reino de los cielos.
Salió Julia de la casa llevando en sus manos un cántaro de barro y una cesta, objetos ambos que dejó sobre una gran piedra rectangular que, adosada á la fachada de la casa, hacía las veces de asiento.
Pedro cogió el cántaro y lo puso sobre el hombro; Julia, después de cerrar la puerta con llave, se puso el cesto en la cabeza, sujetándolo con una mano para que el fuerte viento que reinaba no lo derribase.
Operación muy acostumbrada debía ser esta en ellos, por cuanto su ejecución no dió lugar á discusión alguna. Emprendieron la marcha. Julia, desnuda de pie y pierna, caminaba rápidamente con paso menudito; el viento agitaba su falda de percal, ciñéndola unas veces sobre los muslos, levantándola otras lo necesario para que se pudieran ver las soberbias pantorrillas de la muchacha. Completábase el traje de Julia con una chambrilla blanca, y, cruzada sobre el pecho, modelando los turgentes senos, una pañoleta de vivos colores que enlazaba sus puntas sobre la cintura, en la espalda. El pelo, de un negro brillante, con reflejos acerados, caía pei[Pg 115]nado en dos grandes trenzas que unían sus extremos por una ancha cinta negra.
En su rápido caminar, la pareja iba adelantando á unos y á otros que, ya solos, ya en grupos de dos ó tres, se dirigían también al mercado; ésta, para vender lo que en la aldea sobraba; aquél, para comprar lo que no había. Aquí encontraban una que, cantando, se acompañaba en su camino; más allá, un grupo alegre y contento, del que salían francas risas y frases intencionadas. Julia y Pedro saludaban á todos al pasar.
—Vaya con Dios, Julia y la compaña—dijo una fornida moza, que llevaba sobre la cabeza un cesto con algunas gallinas, cuyas cabecitas asomaban espantadas.
—¿Vas al mercado, Pepa?—preguntó Julia por decir algo.
—Voy á vender media docena de gallinas que ya se van haciendo viejas.
—A ver si tienes suerte y las vendes todas—añadió Pedro.
—¿Quieres venir con nosotros?—interrogó Julia sin detener su rápido andar.
—Gracias. Bien acompañados vais los dos, sin necesidad de estorbos.
—No, mujer; por eso no lo hagas...
—Vosotros vais más de prisa.
—Pues hasta luego, Pepa.
—Id con Dios.
Siguió la pareja su marcha, y pronto dejaron á Pepilla muy atrás.
—Sí que se figuraría la Pepa que nos iba á estorbar la conversación—dijo al fin Julia con tono irónico.
—No será por falta de asunto para sostenerla—contestó Pedro.
—Pues habla, hombre; mira que es malo dejar que las cosas se pudran en el cuerpo.
—Peor es, á veces, hablar de ellas.
—No serán muy buenas.
—Tampoco serán malas, cuando se da lugar á que las haya.
—Vamos, hombre; habla ya de una vez...; aunque de memoria me sé el asunto que, desde ayer, te está recomiendo.
—¡Mira cómo lo sabes!
—¿Cómo no he de saberlo, si desde ayer tienes una cara que parece un libro abierto?
—Porque no soy como otros que ocultan lo que sienten.
—Eso no lo dirás por mí.
—Bien sabes que tú eres la única persona que me trae con cuidado en este mundo.
—¿Y en qué te fundas para pensar de mí de ese modo?
—¡En que dices que me quieres y no es cierto!
—¿Que no es cierto? ¡Pues quién me iba á obligar á decírtelo, si ello no fuera mi voluntad? Si yo no te quisiera, ¿por qué ibas á estar ahora á mi lado?
—¡Bah!... También están á tu lado otros...
—¿Volvemos?
—¡Ya lo creo que volvemos!
—¡Pues sí que es tormento!
—Tormento, el que tú me estás dando, Julia.
—El que tú te proporcionas por cosas que no tienen fundamento.
—¡Que no tienen fundamento!
—¡Ninguno!
—¿De modo que no tiene fundamento el que ese señor que antes pasaba todas las tardes en el automóvil, sin detenerse, de poco tiempo á esta parte se haya parado tres veces frente á tu casa... para verte y para hablarte?
—¡Eso lo dices tú!
—¡Eso lo dice todo el mundo en la aldea!
—En la aldea no se pierde la ocasión de hablar mal del primero que se presenta.
—Difícil es hablar mal de nadie, cuando no hay algún motivo, por pequeño que sea.
Al oir esto, Julia, parándose en seco y encarándose fieramente con Pedro, exclamó:
—¿Y cuál es el motivo que he dado yo, si puede saberse?... ¿Me lo quieres decir?
—Yo no digo que tú hayas dado motivo; pero sí digo que tú ves esas detenciones con agrado, que si así no fuera... ¡ya sabrías evitarlas!
—¿Yo? Ni á mí me preocupan esas visitas, ni yo tengo por qué evitarlas... ni sé cómo podría hacerlo.—Y al decir esto, Julia reanudó la marcha.
—Tampoco yo puedo decirte cómo; pero sí puedo decirte que si tú quisieras, te sería muy fácil evitar esa casualidad de que, siempre que pasa, estés en casa.
—Demasiado sabes que no salgo casi nunca de ella; y, después de todo, no creo que ese señor sea el coco, para que yo tenga miedo de que me coma. Pararon allí el primer día, porque necesitaban agua; me la pidieron y yo se la di. Después, las otras dos ó tres veces, sabiendo que yo vendía leche, paró para pedirme un vaso; se lo di y me lo pagó de modo que con media docena de vasos que vendiera diarios á ese precio, no ne[Pg 119]cesitaría darme esta caminata para ir al mercado. ¿Tengo yo la culpa de esto? ¿Voy á negarme á vender una cosa que es mi comercio?
—¡Porque tú quieres!
—¡Porque yo quiero!—replicó Julia con tono zumbón.
—Ni más ni menos; que si por ti no fuera, ya estaríamos casados hace mucho tiempo.
—¡Ya salió el casorio! ¿Y qué hacemos con eso?
—Que tú no tengas que pensar en otra cosa que en tu marido.
—Y que donde dos lo pasan malamente, seamos tres para empeorarlo.
—¡Julia!... ¡A ti nada ha de faltarte!
La muchacha, comprendiendo que sus palabras habían sido demasiado crueles, trató de suavizarlas, y dulcificando un tanto el tono acre y destemplado que empleara, dijo:
—No he querido yo decir que me vaya á faltar lo más indispensable; pero si porque á mí no me falte, ha de faltarle á los demás, es lo mismo.
—¿Y quién te dice que vaya á faltarnos á los demás? A mi madre nunca le faltó lo necesario; y eso que entonces mi padre era solo á ganarlo.
—Siempre conformándose con lo indispensable—murmuró Julia entre dientes, de modo que Pedro no pudo entenderla.
—¿Qué dices?—preguntó éste.
—Nada, nada; no digo nada, hombre, no digo nada... ¡Que estoy muy cansada es lo que digo!
—Como que ya estamos llegando. Ven, vamos á sentarnos en aquellas piedras; no quiero separarme aún de ti; siento deseos de hablarte, y, sobre todo, de que me hables, Julia; de oirte, de escucharte...
—Se nos hará tarde.
—No. Sin darnos cuenta, hemos traído un paso tan rápido, que seguramente habremos ganado más de quince minutos. Mira: el Sol aparece ahora por la cima del monte Padruco, y otros días ya está más de una cuarta por encima de él. Ven, Julia, vamos á sentarnos un poquito.
Julia, no atreviéndose á contrariar á Pedro, dejóse llevar por él y fueron á sentarse en unas grandes piedras que, algo distantes del camino y próximas al mar, bajo unos árboles estaban.
Desde allí vieron pasar, poco á poco, á todos los que en el camino habían dejado atrás. Pepilla, dándoles una voz, hubo de de[Pg 121]cirles con semblante risueño:—¡Eh!... ¿Veis cómo no por mucho correr se llega antes?—Y dando una alegre carcajada, siguió adelante.
Pedro, sin hacer caso de nadie, hablaba á Julia.
El viento había calmado, y la mañana se anunciaba tranquila y apacible. El mar, á pocos metros de distancia, saltaba blandamente sobre las rocas formando blancas cascadas de espuma y humedeciendo el ambiente. El Sol, lentamente, con temor, como chico que jugando al escondite asómase tras de una esquina, aparecía por detrás de la cima del monte Padruco, que separa á Rodaleda del valle de Santa Feliciana, y que forma el último eslabón de la cadena de montañas que cubre aquella región.
Pedro hablaba cada vez más apasionadamente; Julia, con la mirada perdida en el espacio, como si contemplara un algo muy lejano que su imaginación forjara, parecía no prestar atención á lo que Pedro le decía.
—Tengo ya ahorrado lo que necesitamos para casarnos y aún más. ¿Por qué retrasar nuestra felicidad?—decía Pedro.
—Porque es cosa que debe pensarse mucho.
—¿Que debe pensarse? ¿Para qué dudar[Pg 122] en coger la dicha, cuando sólo depende de nuestra voluntad? No, Julia de mi alma, no esperemos más; no hagas que ahonde en mi corazón la espina que llevo clavada en él, al pensar que no me quieres.
—Pues si esas espinas se te clavan ahora, ¿no son de temer las que se te puedan clavar luego?
—¿Luego?—exclamó Pedro con asombro.—¿Y por qué se me ha de clavar ninguna, siendo ya mi mujer? Si te casas conmigo, ¿á quién vas á querer sino á mí?
—Tampoco quiero á nadie ahora más que á ti..., y sin embargo...
—Ahora aún eres libre para que yo pueda perderte, y la idea de que alguien pueda robarme tu cariño me enloquece hasta el punto de hacerme pensar que el que lo lograra no gozaría mucho tiempo de su robo.
Y tal entonación de fiereza dió Pedro á sus palabras, que Julia, asustada, hubo de exclamar:
—¡Ay! Por Dios, Pedro, no pongas esa cara ni hables de ese modo..., que no viene á cuento.
—Es que tú no sabes lo que te quiero, Julia; es que tú no sabes que por ti ni vivo ni sosiego.
—Pues vaya un modo de querer... ¡Por Dios!
—¡Si vieras, Julia, qué deseos tengo de verte allí, en nuestra casita, en aquella que mi madre llenó de felicidad y de alegría, mientras vivió; en aquella que ahora permanece triste y silenciosa, comunicándonos á mi padre y á mí su tristeza y su silencio! Ven, Julia, ven allí, á nuestra casa, á la que albergó el amor de mis padres y que dará albergue al nuestro; ven á ocupar el puesto que dejó vacío mi madre, á ser el consuelo de mi padre y mi alegría.
Julia, emocionada por las tiernas y cariñosas palabras de su novio, había inclinado la cabeza sobre el pecho.
Pedro rodeó con un brazo la cintura de su novia y la estrechó contra su pecho con amor.
—¿No me respondes nada?—decía acercando su cara á la de ella y acariciándola apasionadamente las manos que cruzadas sobre la falda tenía.
—Qué quieres que te responda, Pedro; ya iré, ya seré tuya..., ya te lo he dicho mil veces; pero ¿qué falta hace precipitarse?
—Pero ¿me quieres?... ¿Verdad que me quieres mucho?
—¡Qué tonto!... ¿Cuántas veces quieres que te lo diga?
—Muchas, Julia querida, muchas; porque cuando te lo oigo, yo no puedo decirte qué es lo que siento, pero me dan ganas de reir, de bailar...
—¡Qué chiquillo eres! Pero vámonos ya, que lo menos hemos estado aquí una hora, y voy á llegar tarde á casa de las parroquianas.
—Espera un momento.
—¿Para qué?
—Para una cosa.
Y Pedro, risueño, contento, alegre como un niño, sacó con gran misterio un pequeño envoltorio del bolsillo del pantalón.
—¿Qué es eso?—preguntó Julia con curiosidad.
—Una cosa que tengo para ti hace varios días.
—¿Hace varios días? ¿Y por qué no me la has dado antes?
—Porque... porque...
—¡Porque ya estarás convencido que eres un solemne tonto! ¿Qué es?
—Mira—dijo Pedro con aire de triunfo, desenvolviendo lentamente el paquetito.
—¡Un collar de corales!—exclamó la bella aldeana dando palmadas con infantil alegría.
—De corales, eso; de corales finos; los mejores que pude encontrar, que por algo eran para ti. Hace tiempo que tenía metido en la cabeza que su color rojo había de sentar muy bien sobre la blancura de tu cuello, y el otro día los compré.
—Trae... trae acá que me lo ponga.
—No; te lo he de poner yo.
—Tú no sabes.
—¿Que no? Vuélvete un poco.
Julia volvióse de espaldas á Pedro y con ambas manos retiró la pañoleta, dejando al descubierto la blanca nuca. Pedro, pasando con una mano el collar por delante de Julia, lo abrochó, ajustando el torneado cuello; al mismo tiempo, temblando de emoción y con sumo cuidado para que ella no lo advirtiese, se inclinó, conteniendo la respiración, y dió un beso en aquellas divinas carnes.
Julia, estremeciéndose, se levantó rápidamente dando un ligero grito: era el primer beso que su novio se había atrevido á darla.
Rojo, como los corales del collar, se puso el muchacho, quedando sin atreverse á levantar la vista hasta Julia, de la que esperaba algún duro reproche; pero ésta nada dijo. Después de un breve silencio cogió la cestita, exclamando con alegre tono:
—¡Vamos, Pedro, vámonos ya!
Pedro, al ver que Julia no le reñía por su atrevimiento, levantóse alegremente, púsose el cántaro de leche al hombro y empezó á caminar junto á su novia.
Al llegar á la ciudad despidiéronse en el sitio acostumbrado. Pedro entregó el cantarillo á Julia, y ésta se fué á recorrer las casas de los clientes, quedando en reunirse en el mercado, donde Julia iba á vender los restos de su mercancías, cuando los había, lo cual no solía suceder.
Pedro, alegre, feliz, sintiendo aún en sus labios el cálido contacto de la carne de Julia, la vió marchar, diciéndola adiós con la mano.
Cualquiera que hubiese estado á mal con su pellejo, no tenía más que haberse puesto delante de Pedro y haberle dicho: «Julia no te quiere.» «¡Que Julia no le quería! ¿Podía habérselo dicho más claro? ¿Podía haberle dado una prueba mayor de su cariño? Ella, que siempre se había mostrado esquiva y despegada; ella, que nunca le había consentido la menor confianza, no se había incomodado, no había protestado al sentirse besar... ¿Qué más prueba de cariño? Es verdad que cuando ella hubiera querido protestar, ya no habría tenido remedio; pero, de todos modos, podía[Pg 127] haberse enfadado, podía haber afeado la conducta traidora de su novio, y no lo había hecho; luego señal era esto de que no le había desagradado el atrevimiento de Pedro.
»Bendito collar, que había dado lugar á la realización de aquel deseo, por tanto tiempo anhelado... Si lo hubiera sabido, ¿cuánto tiempo no haría ya que lo llevaría ella puesto? Y no uno, sino veinte; que si por collares era, por eso no había de quedar; ahorrado tenía él para poder estarse besando á Julia una semana entera; y esto siendo pescador, que si fuera banquero, de brillantes como puños los compraría él para ponerlos en aquella garganta que... ¡vamos!... no sabía con qué compararla, porque él no había estudiado ni sabía de esas cosas; pero que apostaba la cabeza á que no había otra más bonita ni más blanca. ¿Es que se podía pensar que el collar fuera la causa de la mansedumbre de Julia en aquel feliz momento?» Ni Pedro lo pensaba, ni quisiera Dios que á nadie se le ocurriera suponerlo; que hacía falta ser todo lo mal pensado del mundo para poder suponer que por él no recibiera con disgusto el beso. «¡Madre de Dios! Pues si tal contento y tanto desasosiego le había producido aquel beso, ¿qué no sería cuando se le[Pg 128] diera en la boca, en aquellos labios más rojos que los corales?»
Todo esto, y mucho más, iba diciéndose Pedro mientras se dirigía hacia la tienda en que había de comprar los menesteres de pesca que su padre le encargara el día antes.
Gran sorpresa causó al mercader la actitud alegre y feliz de Pedro; pero cuando su asombro llegó al paroxismo, fué cuando vió que no regateaba y, sobre todo, que encontraba los artículos buenos, cosa inusitada en Pedro, que todo lo encontraba malo, no porque lo fuera, sino porque así procuraba sacarlo más barato.
Aquel día no sólo lo encontraba todo de superior calidad, sino que llegó á interesarse por la marcha del negocio, deseando que éste subiera como la espuma; porque ¿qué menos merecía aquel honrado tendero que se pasaba la vida detrás del mostrador, trabajando sin descanso para mal vivir, sin disfrutar de la vida, sin tener novia—seguramente que no la tenía—y sin saber lo que eran la alegría y la felicidad?
Salió por fin de la tienda, y á pocos pasos, un pobre tullido que por piernas tenía un cajón con cuatro ruedas, le pidió limosna con voz quejumbrosa y lastimera.
Pedro echó mano al bolsillo, y sacando una perra se la dió, lamentando no ser rico para socorrerle con más largueza... «Parece mentira, habiendo gentes tan ricas!... ¡Qué corazones más duros! ¿Y cuánto tiempo llevaba así?... ¿Veinte años?... ¡Qué atrocidad! ¡Veinte años en un cajón!... Y ¿tenía familia?... ¡Claro!... ¡El ser pobre y carecer de piernas no tenía nada que ver para tener familia! Ya... ya... ¡pobrecillo!... No era necesario que le contara sus desdichas, para hacerse cargo de ellas... ¡Cuánto sentía no poderlas remediar! Si fuera banquero en vez de pescador, al mismo tiempo que compraba un collar de brillantes para Julia, le compraría á él un silloncito con ruedas, para que fuera cómodamente á pasear».
Pedro, ya que aquello no era posible, sacó otra moneda, se la dió, y deseándole muchos corazones blandos que se compadecieran de su desgracia, se alejó con paso rápido.
Apenas se había separado del pobre, cuando tropezóse con un marinero, el cual nunca ó casi nunca había cruzado más palabras con él que algún «adiós, Fulano», dicho con el tono de indiferencia propio de un conocimiento que no llega á la categoría de[Pg 130] amistad. Verle y pararle, todo fué uno. «¿Cómo van los negocios?... Y ¿quieres refrescar? ¿No?... Bueno, pues adiós, chico; que te conserves tan bueno.»
Y Pedro siguió su camino sin poder explicarse que las gentes puedan pasar unas junto á otras sin saludarse siquiera, por el solo hecho de que no se conocen... ¿Qué falta hace conocerse para saludarse, para abrazarse... para decirse unos á otros si son felices?
A poca distancia suya acertó á pasar una parejita muy acaramelada. «Mira ése qué tonto—pensó Pedro—; lo menos se ha figurado que su novia es guapa... ¡Qué sabrá ése lo que es una mujer bonita!»
Así divagando, Pedro llegó hasta el faro del puerto, que era el paseo que se daba siempre que acompañaba á Julia, para entretener el tiempo y dar lugar á que fuera la hora de ir á recogerla.
Aquel día, al llegar, descendió saltando por las rocas hasta una algo elevada, próxima al mar, y se sentó en ella.
Pedro, encariñado con el mar como si fuera una segunda novia, contemplábalo con arrobamiento, sonreía al ver su obstinada terquedad de combatir á la tierra como á eter[Pg 131]na enemiga, que le mantenía encerrado dentro de sus límites. El mar, como si quisiera demostrar á Pedro la alegría que le causaba el verlo, arrojaba hasta él sus espumas, que le mojaban. Largo rato pasaba allí Pedro otros días, que no menos de dos horas tardaba Julia en despachar á sus parroquianas; pero aquél, la impaciencia hacíale tomar por horas los minutos que pasaban, y pronto emprendió el regreso; ni siquiera fijó su atención en una airosa y fina goleta que con las cangrejas de sus dos palos desplegadas, enfilaba la entrada del puerto. En aquellos momentos Pedro no podía fijarse más que en la imagen querida de Julia, que por todas partes se le representaba: reflejada en las aguas, en el ambiente, dibujada por las sombras de los árboles, de las hojas, que los rayos del Sol siluetaban en el suelo. El canto de los pajarillos, Julia decía; Julia, murmuraba el viento, y Julia, susurraba el mar; Julia, en fin, decía la Naturaleza toda, que lucía aquel día sus más bellas galas en honor de la bella aldeana.
Un rayo no hubiera cruzado el espacio con más rapidez que Pedro desanduvo lo andado.
Llegó al punto de cita, jadeante, sin alien[Pg 132]to y, claro está, la muchacha no solamente no había llegado, sino que aún tardaría un buen rato, si es que el reloj de una tienda en que Pedro miró la hora, marchaba bien, cosa que á él le pareció muy dudosa.
Pedro empezó á pasear las calles mirando los escaparates de las tiendas, leyendo los letreros de las mismas y sacando mentalmente de ellos las letras que formaban el nombre de su novia; metióse por el muelle, volvió á la población, pasó veinte veces por el lugar de la cita y, al fin, vió á Julia que con el cantarillo y el cesto se dirigía airosa y gallardamente hacia el mencionado lugar. El corazón del pescador dió dos ó tres volteretas en el pecho.
—Creí que no venías nunca—dijo el muchacho haciendo un verdadero esfuerzo para despegar los labios.
—¿He tardado?
—No; pero es que los minutos hoy me han parecido siglos, siglos interminables que he pasado sin verte.
Nada digno de mención ocurrió en el regreso á Rodaleda, si no es la alegría creciente de Pedro al verse nuevamente al lado de ella, y un cierto azoramiento, algo así como inquietud y sobresalto, en Julia. Esto, bien[Pg 133] se echaba de ver al primer golpe de vista; pero no se hallaba el enamorado pescador en condiciones de ver nada que pudiera ir en detrimento de su novia.
Poco, ó nada, hablaron por el camino; pero, á juicio de Pedro, esto era lógico: si él sentía todavía la vergüenza de su atrevimiento, ¿qué no le pasaría á ella? No obstante, no sería muy aventurado afirmar que el pensamiento de Julia hallábase muy distante de aquel acontecimiento. Su mirada dirigíase constantemente hacia el mar, por el que vagaba con ensueños ignorados.
Despidiéronse frente á la casa de Julia, situada á la entrada de la aldea entre la carretera y el mar, y Pedro se fué á la suya dando saltos y cabriolas como un chiquillo; actitud que produjo no poco contento á su padre, el señor Jaime, que desde hacía tiempo siempre le veía triste y taciturno.
Sentáronse á comer padre é hijo; durante la comida, Pedro habló sin dar tregua ni descanso á la lengua.—Había que ir pensando en agrandar la casa y en arreglarla un poquillo, porque la boda sería ya pronto, muy pronto; sólo era cuestión de un par de meses el que Julia estuviera allí, entre ellos. Ahora que el tío Roque, el albañil, no tenía nada que[Pg 134] hacer, era cosa de aprovechar la ocasión para poner la casa blanca como una paloma que se hubiera posado en lo alto del acantilado en que aquélla se hallaba situada.
Comía el padre lentamente, pensando para sus adentros sabe Dios qué cosas, y dejaba decir á su hijo, asintiendo á todo, gozoso de verle tan alegre y satisfecho.
Aquel día fué para Pedro un día único en su vida; jamás, en sus pocos años, había pasado otro mejor ni más risueño.
Bien hemos hecho en decir que este día fué único en la vida del pobre Pedro; porque es lo cierto que desde el siguiente empezó para él una era de pesares y tormentos, que acabó para siempre con su breve alegría.
Al día siguiente le faltó tiempo al hijo de la Pepona para irle con el cuento á Pedro. El hijo de la Pepona, que aunque había cumplido los once años apenas representaba siete, según lo encogido y raquítico que estaba, era el encargado de dar al pescador las malas noticias.
El pilluelo, dedicado á vagar todo el día por la aldea, sin ocupación de ningún género, enterábase de todo lo que pasaba en ella, y era sabedor de lo que le ocurría á todo bicho viviente. Su madre, dedicada unas veces á[Pg 135] lavar ropa, otras á llevar pesadas cargas al mercado de la ciudad, otras, en fin, á pedir limosna, no podía ocuparse gran cosa de él, y, atendiendo al aspecto enfermizo del mucho, mandábale á la carretera á implorar la caridad de los que pasaran; pero Pascualín, que este era el nombre del chico, no se tomaba esta molestia y agradábale más enterarse de todo lo que no le importaba; por eso estaba tan al corriente de los asuntos de Pedro.
El asunto de aquel día era un asunto que se repetía por cuarta ó quinta vez: el automóvil había estado parado frente á la casa de Julia; el señor se había apeado y había estado sentado en la piedra aquella que estaba junto á la casa, hablando con la muchacha y bebiendo un vaso de leche.
Lo peor de todo esto es que ello sucedía siempre cuando Pedro, con su padre, estaba en la mar... ¡Parecía que alguien le avisaba al maldito señorón aquel!
Aquella situación no podía continuar, y Pedro, resuelto á que terminara, se encaminó á casa de su novia. Se hacía indispensable que ella fijara una fecha definitiva para la boda, ó Pedro no respondía de tirarse de cabeza al mar, ya que no lograba echarle la vis[Pg 136]ta encima al bandido que venía á turbar su felicidad.
Resistióse la muchacha cuanto pudo á la pretensión de Pedro; dió evasivas que bien á las claras demostraban la batalla que se libraba en su alma; pero Pedro estaba ciego. Por último, viéndose ya acorralada por la insistencia de su novio y no queriendo, al parecer, dar respuesta alguna categórica, en aquel día, quedó acordado que al siguiente, cuando Pedro regresara de la pesca, resolvería en definitiva.
Inquieto y nervioso durmió Pedro aquella noche; la bella aldeana no pegó los ojos ni un solo momento.
Llegó el nuevo día... y llegó el momento en que padre é hijo regresaran de la pesca. Pedro, no bien puso el pie en tierra, dirigióse precipitadamente á casa de Julia. A pocos pasos de distancia, y sentado en el suelo, vió á Pascualín que con un dedo hacía exploraciones en las narices. Pedro no pudo reprimir el gesto de desagrado que provocara en él la vista de aquel chiquillo que siempre le anunciaba malas nuevas.
Llegó á la casa; la puerta estaba abierta; acercóse á ella y con voz apagada llamó:—«Julia... Julia...»—Nadie le respondió.—«¡Julia...[Pg 137] Julia!»—volvió á llamar con voz más recia. Por respuesta obtuvo el mismo anterior silencio. Pedro sintió que el corazón se le paralizaba y que la sangre, al huir de él, se le subía á la cabeza.
De pronto, á sus espaldas, sintió el rezongar de una voz gangosa que le hizo girar rápidamente sobre los talones. Pascual, metiéndose en la boca el mismo dedo con que momentos antes hiciera atrevidas exploraciones en las narices, se hallaba en pie á poca distancia de Pedro.
—¿Qué dices, muchacho?—preguntó el marinero, sintiendo deseos irresistibles de lanzar á Pascual por los aires, con un formidable puntapié.
—Que Julia no está en casa—replicó el muchacho sin sacar el dedo de la boca.
—¿Qué has dicho?—volvió á preguntar Pedro, con voz que aterrorizó al pilluelo.
—Que no está...—repitió éste, dando algunos pasos atrás.
—¿Que no está? ¿Has dicho que no está?
—Sí—contestó Pascual, que, al ver la actitud de Pedro, empezaba á lamentar para sus adentros el haberse metido donde no le llamaban.
—Ven aquí, hombre, ven aquí—dijo Pedro, al ver que Pascualín seguía reculando disimuladamente—; ven aquí y no tengas miedo, que no te como.
Tranquilizóse con esto un poco el chiquillo, y, aunque tímidamente, avanzó hacia Pedro.
—Díme: ¿ha salido á comprar algo?
—Yo no sé...
—¿No iba sola?
—No, señor.
—Pues ¿con quién iba?
—Con el señor ese del automóvil.
—¡¡Eh!!—rugió Pedro.
Pascual, al oir el grito de Pedro, pegó un salto que hubiera envidiado el más consumado mico, y se dispuso á echar á correr; pero no pudo pasar del ademán, porque las garras de Pedro cayeron sobre él y se lo llevaron por el aire á la piedra que servía de asiento; una vez allí, vióse prisionero entre las piernas de Pedro, é imposibilitado de intentar nuevamente la evasión.
—Toma una perra... y no te asustes; me vas á contar todo lo que ha pasado; pero sin que se te olvide ni el más mínimo detalle: si así lo haces, te daré otra perra; de lo contrario, haz cuenta de que te tiro de cabeza al[Pg 139] mar, para que no vuelvas á envenenar á nadie con tus historias.
El chico, cobrando algunos ánimos con el aliciente de la otra perra, y limpiándose los mocos con el único pañuelo que tenía, que era la manga de su camisilla, sucia y rota, dijo que sí con la cabeza.
—Vamos á ver: ¿hace mucho tiempo que salió Julia?
—Sí. Vino el señor ese en el automóvil, se sentaron aquí y estuvieron hablando; después, él la abrazó...
—¿Y ella?... ¿ella...?
—Ella no quería que la abrazara.
—¿Y después? Vamos, hombre; acaba ya de una vez...
—Después, él la llevó al automóvil...
—¿Ella, Julia, iba contenta?
—No quería, decía que no...
—Y luego...
—El automóvil echó á correr.
—¿Por qué lado, por qué lado de la carretera?
—Por allí—dijo el muchacho señalando con la mano.
—¡Hacia Madrid!
—Yo no sé...
—Y qué más, qué más... ¿No les oiste hablar nada?
—No. Yo estaba allí—dijo el chico señalando un sitio algo distante.
—¡Ira de Dios!—exclamó Pedro, soltando al muchacho y levantando los puños en alto.
Pascual, al verse suelto, pegó un brinco, y sin aguardar á que le dieran la perra prometida, echó á correr como alma que lleva el diablo, sin parar hasta la tienda de comestibles que había en la aldea, en la que, con la primera perra que le diera Pedro, se compró higos, que era el manjar de su predilección.
Pedro, ni se dió cuenta de la desaparición de Pascual. Sentado en la piedra, con los codos apoyados en las rodillas y la cara hundida entre las manos, lloraba como un chico; vertía lágrimas gordas como puños, como los brillantes de los collares que él hubiera comprado á Julia, si en vez de pescador hubiera sido banquero.
«Se ha ido—gemía el infeliz—; mas ¿qué representa esta ausencia? ¿Se marchó para no volver ó se ausentó momentáneamente? Esta puerta abierta lo mismo puede decir lo uno que lo otro; que si no piensa volver nunca, poco debe importarle la suerte que corra su hogar, al dejarlo así á merced de las gentes. ¡Ah!, pero esto es suponer un disparate. ¿No había dicho bien claro Pascual que ella[Pg 141] no quería subir al automóvil? ¿Qué más prueba de que Julia había sido llevada á la fuerza, con engaños, poco menos que robada? ¿Cómo, si no, iba á dejar así su casa, la casa donde naciera?»
Todos estos razonamientos se hacía Pedro, encaminados á demostrar que Julia era una víctima y no una culpable.
«¿Cómo poder suponer culpable á una mujer que el día antes le prometía fijar en aquel en que se hallaban la fecha de su matrimonio? ¿Cómo suponer en ella tamaña infamia como sería la de ofrecer lo que no estaba en su ánimo cumplir? ¿No habría subido al automóvil alucinada por la idea de dar cumplimiento á su harto conocido deseo de saber cómo se iba en un coche de aquellos?»
Claro que, aunque esta fuera la causa de la ausencia de Julia, de nada podía servir para disculpar su conducta, y que no por ello veía Pedro aclararse los negros nubarrones de su alma; pero como buen enamorado, sentía algún consuelo al pensar que todo podía quedar reducido á una ligereza, á una imprudencia, que no tenía disculpa; pero al fin y al cabo, á una imprudencia, y no á otra falta mucho más grave.
Lo cierto y seguro es que lo ocurrido[Pg 142] creaba una situación dificilísima entre Julia y Pedro; porque ni él estaba dispuesto á perdonar, ni su padre consentiría ya jamás en aquella boda.—«Pero ¿qué es lo ocurrido, Dios mío, qué es lo ocurrido, si yo no lo sé, ni lo sabe nadie?»—decía quitándose y poniéndose la boina y enmarañando su ensortijado cabello. Nuevamente volvió á hundir la cara entre las manos, como si quisiera recoger las ideas. Largo rato permaneció en aquella actitud. Por fin, levantándose, se acercó lentamente á la puerta de la casa y, tras de alguna vacilación, penetró en ella.
La casuca componíase de dos estancias: Pedro no había pasado nunca de la primera.
Sobre una mesa de pino vió el cantarillo y la cestita en que Julia llevaba sus mercancías al mercado. Sin poderse contener, sintiéndose dominado por un furor repentino, asió el cántaro con ambas manos y con gran violencia lo estrelló contra el suelo. Cuando aquel ataque de ira se hubo calmado, Pedro, sintiendo honda emoción, miró hacia la segunda estancia, oculta por una cortina de percal rameado.
Con religioso respeto se acercó á aquella cortina, que apartó con mano temblorosa, y, por primera vez, pudo contemplar el dor[Pg 143]mitorio de Julia. En aquella habitación, como en la primera, todo era pobrísimo; pero todo estaba limpio y aseado, revelándose hasta en los detalles más mínimos, no sólo la mano de una mujer, sino la de una mujer pulcra y atildada hasta la exageración.
Una pequeña cama de hierro, con colcha de percal rameado, como la cortina; á los pies, y colgadas de una percha de madera, algunas ropas; debajo, un viejo y antiguo baúl, y en un rincón un lavabo de hierro con jofaina de hojadelata; esto y una silla con asiento de enea constituía todo el ajuar de la alcoba. Después de breves momentos de éxtasis ante aquellos objetos, para Pedro los más ricos y bellos del mundo, fijó su atención en un hilillo rojo que se destacaba sobre la nívea blancura de la almohada; se acercó y lo tomó en sus manos; era su collar, el collar de corales que días antes regalara á Julia. Su primer impulso fué hacerlo añicos, pisotearlo, hacerlo polvo; pensó después llevárselo...; por último, resolvió dejarlo nuevamente donde lo hallara.
El pobre Pedro sentíase desfallecer, la angustia subía poco á poco del corazón á la garganta y allí formaba un nudo que le ahogaba. No pudiendo resistir más salió, lenta[Pg 144]mente de aquella habitación á la primera; cogió la llave de la puerta de la casa, que sobre la mesa de pino estaba, y salió cerrando con dos vueltas. «Si vuelve—pensó—, no podrá entrar y...»
Andando muy despacio, con la cabeza baja y las manos cruzadas á la espalda, encaminóse hacia su casa, situada al otro extremo de la aldea. ¡Aun buscaba la explicación menos grave á tan desdichado suceso!
Cuando llegó á su casa, el señor Jaime no estaba en ella; miró al fondeadero en que anclaban á la Carlota, la lancha que tenían para la pesca, y lo vió que, sentado en uno de los bancos, se ocupaba en achicarla.
Una vez terminada la operación, el viejo marinero encaramóse de peña en peña hasta llegar á lo alto del acantilado. Al ver á su hijo en tan triste estado, sintió gran inquietud; pero cuando supo lo ocurrido, se limitó á mover la cabeza como si quisiera decir: «Si no era eso, una cosa parecida era lo que yo me estaba esperando hace tiempo.» Después procuró por todos los medios hacer entrar en razón á Pedro; pero todo fué inútil: Pedro estaba desesperado.
Sentáronse á cenar, y la cena quedó in[Pg 145]tacta; ni el uno ni el otro pudieron atravesar bocado.
Era el señor Jaime de pequeña estatura y muy enjuto de cuerpo. Había cumplido los sesenta y seis; pero los llevaba tan bien, que apenas representaba cincuenta. Su cara, de la cual era fiel reflejo la de Pedro, respiraba simpatía; usaba sotabarba, que, al igual del pelo, había ya encanecido por completo. Vestía pantalón de paño obscuro, camisa de rayas blancas y negras, desabrochada, y una faja azul que le daba múltiples vueltas á la cintura.
A los veintitrés años se había casado con Carlota, chica buena, como pocas, que le dió un hijo todos los años; hijo que, por desgracia, Dios se encargaba de quitárselo al siguiente del nacimiento, causando la desesperación de los padres, que, al fin, y después de mucho rogarlo, lograron conservar el último, que fué Pedro. Al cumplir éste los siete años, murió la madre.
El señor Jaime no vivió desde entonces más que para el chiquitín, y ni siquiera le pasó por la imaginación la idea de darle madrastra.
Cuando el niño fué mayorcito, y después que hubo aprendido á leer y escribir en la es[Pg 146]cuela, lo asoció á su trabajo; desde aquel día fueron siempre juntos á la pesca, con gran alegría del padre, que sólo se sentía feliz al lado de su pequeño Pedrín.
Pedro, por su parte, no tenía más amigos que su padre, y correspondía á su cariño con otro no menos grande. Solamente Julia había logrado hacerse hueco en el corazón del muchacho, y esto había sido en mal hora, según decía el señor Jaime, porque nunca había visto él en aquella muchacha las condiciones que hubiera querido para la que fuera mujer de su hijo; pero tan enamorado vió al chico, que, al fin, hubo de ceder, pensando que ello había de ser á gusto de Pedro, que era el que se casaría, y no de él.
Tan encariñado lo vió con ella, que llegó el momento en que él mismo creyó haberla tomado cariño.
Lo ocurrido vino á demostrar al pobre viejo que no se había equivocado en su juicio sobre la muchacha; y si no fuera por lo mucho que veía sufrir á Pedro, á buen seguro que se alegrara de lo ocurrido; que esto, al fin y al cabo, era dejarlo en libertad.
Aquella noche, Pedro se obstinó en volver á casa de Julia, por si ésta había regresado.
Inútiles fueron las razones que le dió su padre:
—«Si hubiese vuelto, al ver su casa cerrada, ¿á quien iba á recurrir primeramente, si no era á él?»
Todo fué en balde, y el señor Jaime, no queriendo dejar solo á su hijo, se empeñó en acompañarle.
Nada vieron al llegar; la casa estaba cerrada como la dejara Pedro; envuelta en la negrura de una noche sin luna, la tristeza que causaba era inmensa; ningún ruido se oía, á no ser el sordo murmullo del mar; nadie había en aquellos contornos.
Tristes y apesadumbrados regresaron padre é hijo á su casa, y previas nuevas recomendaciones y cariñosos consejos del viejo, echáronse en sus respectivos camastros, no sin que antes el señor Jaime, quitara disimuladamente la llave de la puerta y la metiera debajo del suyo.
Un mes había pasado desde que Julia desapareció de la aldea.
El señor Jaime, sentado en un banquillo ante el hogar, cuidaba de unas patatas que en[Pg 148] él se guisaban. Al quedar viudo tomó para sí el cargo de cocinero, y con él siguió en lo sucesivo.
Pedro, sentado en un montón de cuerdas, con los brazos cruzados sobre el pecho, parecía abstraído en sus pensamientos.
El señor Jaime, tan pronto atizaba la lumbre, como revolvía las patatas ó se quedaba mirando á su hijo.
Sólo se oía en la habitación el gorgoteo de la cazuela.
Aquella casuca en que padre é hijo vivían, fué construída por los abuelos de éste. Estaba sola, en el borde de la costa, sobre un alto acantilado; en su mayoría, había sido construída con vigas y tablas, siendo la cal y el ladrillo los elementos que en menos cantidad habían entrado en su construcción.
Se componía de tres habitaciones: la primera, donde se hallaban en aquel momento, servía de cocina, comedor y portal, todo á un tiempo; las otras dos, que juntas ocupaban un espacio de terreno igual al de la primera, la una servía de dormitorio; la otra fué dedicada á servir de almacén.
Lo prolongado de su vida, la débil construcción y los vendavales y tormentas que en aquella altura sufriera con harta frecuencia,[Pg 149] desde largos años, la tenían algo deteriorada; pero á palacio sabíales á sus moradores.
No era de los más pequeños el temporal que en aquella ocasión se debía disponer á resistir, á juzgar por la fuerza del viento, lo encrespada que la mar se iba poniendo y lo ennegrecido que por los nubarrones se hallaba el cielo. Aquella tormenta que se echaba encima por momentos, era la primera de aquel otoño; el verano había terminado á poco de ausentarse Julia.
Decíamos que el señor Jaime se ocupaba alternativamente en mirar á Pedro, en revolver las patatas y atizar la lumbre; pero más justos hubiéramos sido diciendo que no quitaba la vista de su hijo, pues que las dos últimas operaciones hacíalas sin dejar de mirarle.
De tal manera le dolía al pobre viejo verle de aquel modo, que, algunas veces, su rostro bondadoso se contraía de ira, y sus ojos miraban á un punto imaginario, como si amenazaran á un ser invisible.
No pudiendo aguantar más, el viejo rompió el silencio:
—De veras te digo, Pedro, que en la vida podías pensar cosa mejor que la que ahora estás pensando... si es que piensas en olvidar á... esa mujer.
—¿Olvidarla?—contestó Pedro como si volviera de un sueño.—¡Vamos, padre, no diga usted eso!
—Pues... ¡coles!... ¿qué quieres que diga?—masculló el señor Jaime quitando con un brusco movimiento la tapa de metal de la cazuela.—¿Es que quieres pasarte la vida así?
Y al mismo tiempo pegó un fuerte porrazo con la susodicha tapadera en la piedra del hogar, á la par que retiraba la cara para huir la nube de vapor que salía de la cazuela.
—No puedo olvidarla, padre; ¿qué quiere usted que haga?
—No puedes olvidarla porque no quieres, porque no te lo propones; probaras á ello y ya verías si lo conseguías.
—Me lo he propuesto, padre, me lo he propuesto muchas veces y no he podido conseguirlo; está muy metida en el corazón...
—Voluntad... voluntad... y ¡voluntad!—El señor Jaime, cogiendo una cuchara de palo, se puso á revolver el guiso, que cada vez despedía mejor olorcillo.—Todo es cuestión de voluntad, créeme á mí, Pedro. A estas horas, mientras tú te estás haciendo los sesos agua, á fuerza de pensar en ella, á buen seguro que la chica estará divirtiéndose de lo lindo.
—¡Padre!...
—Pero ¿es posible que sigas creyendo que á Julia se la llevaron á la fuerza? ¿Es posible que en un mes que llevas de cavilar, más que si fueras para sabio, no te hayan venido razones á la cabeza que te demuestren lo contrario?
—No, padre..., ¡no!
—Pues yo te digo y te repito, y no me pesa el decírtelo, aunque te haga daño el oirlo—que lo que daña cura—, que ella se fué por su gusto. ¿Es que así como así se lleva á una persona á la fuerza y se la tiene oculta un mes sin que nadie sepa de ella? ¡Pues floja voz tiene una mujer para gritar... cuando quiere que la oigan!
—Un señorón como ese tiene medios para todo, padre.
—Ya lo creo que tiene medios para todo; por eso se llevó á Julia sin necesidad de recurrir á la fuerza.
—Pero ¿es que va usted á suponerla tan mala y tan perversa que se fuera con un hombre al que no hacía más de quince ó veinte días que conocía?
—Eso... que tú supieras, que el tiempo que hacía, ellos se lo sabrían. Pero, de todos modos, ¿te parecen pocos quince ó veinte[Pg 152] días para convencer á una mujer, cuando se sabe dar en el quid? Bien pronto daría el señor ese con los argumentos que en Julia habían de hacer mella; no era muy difícil encontrarlos.
—¿Qué quiere usted decir, padre?
—Que Julia no había pensado nunca en ser la mujer de un pescador.
—¿No era mi novia?
—Era tu novia porque sabía muy bien que eres el mejor muchacho de la aldea; te guardó para ella, porque si no lograba cosa más de su gusto, tú eras lo mejor de que aquí podía disponer; pero no porque te quisiera; no había más que observar su modo de mirar, siempre á lo lejos... á lo lejos, para comprender que no eras tú el objeto de sus deseos.
—¿Que Julia no me quería?
—No. Julia no quería á nadie; se quería á sí misma. Aún me parece estarla viendo con aquel aire desdeñoso que tenía para todo el mundo; la niña parecía una diosa.
—Y lo era, padre; por algo nació tan hermosa.
—No te lo niego. Pero no es lo malo que lo fuera, sino que llegó á persuadirse de ello. Hermosa era tu madre, como hay pocas, y nunca la oí una palabra que no fuera en[Pg 153] alabanza de la hermosura ajena, que nunca reparó en la suya propia; y con ella me casé sin tantos rodeos ni circunloquios como Julia empleaba contigo; y fuí feliz, y á no ser porque á Dios le pareció bien el llevárselos, más de diez hermanos tendrías ahora contigo. Bien es verdad que mujeres de la casta de tu madre, de las que vienen al mundo para hacer la felicidad de aquellos que las rodean, son tan difíciles de hallar como aguja en un pajar; que las más son de la pasta de Julia; de las que se meten por los ojos de un hombre para zambullirse en el corazón y hacer jigote con él; de las que al risueño le vuelven triste, mudo al hablador, pobre al rico; de las que, en fin, truecan y trastornan el mundo de tal manera, que todo lo vuelven patas arriba; y éstas, que, por ser tantas, son casi todas, hablan más que cotorras para decir que son unas esclavas..., y que no hay hombre bueno..., y que ¡quién hubiera nacido con pantalones, en vez de con faldas! Hermosa era Julia; pero estaba demasiado ufana de su hermosura, para que pudiera ser buena; que no hay bueno que de sí mismo se ufane ni envanezca. Bien sabía ella que su cuerpo era gentil y esbelto; que era pequeña su cintura, redondas sus caderas y firme y no escaso su[Pg 154] pecho; bien sabía ella que en su cara de virgen había una boca pequeña con labios rojos como cerezas, por entre los cuales asomaban sus dientes iguales, pequeñitos y blancos; que tenía unos ojos grandes y una naricilla bien cortada y fina; que su pelo era negro y tan largo, que las dos trenzas en que lo peinaba le llegaban casi al suelo. No necesitaba ella que nadie le dijera que sus pies eran pequeños como los de una niña, que bien le gustaba bajar á las rocas, para que el mar, acariciándolos mansamente, les quitara la tierra que los manchaba, dejándolos blancos como los copos de la nieve; y por eso que todo lo dicho se lo sabía ella de memoria, algún día hubo de pensar que era mucha su hermosura para entregársela á un pobre pescador.
—Pero ¿qué supone usted, padre, qué supone usted?
—Que ese señorón acertó á ofrecerla lo que ella había soñado, y con él se fué sin tenerle que dar cuentas á nadie; porque, siendo sola en el mundo, nadie tiene que se las tome.
—¿Y yo?
—Tú no eras más que su novio.
—¿No íbamos á casarnos?
—Tanto pensaba ella en casarse contigo, como yo en ser obispo. Desengáñate y piensa que mientras tú estás penando, ellos se estarán divirtiendo.
—¡Porque usted no me ha dejado ir á Madrid!—replicó Pedro apretando los dientes.
—Ni te dejaré... ¡recoles!... ¿Qué ibas á lograr allí?
—Eso... ¡yo me lo sé!
—También lo sé yo; por eso no te dejo. Olvida, Pedro; haz caso de mis consejos, que aunque las mujeres como tu madre sean en el mundo escasas, alguna puede que quede todavía, y tal vez no sea muy difícil encontrarla para ti. Ahí tienes á la Pepita, que es mujer de buena pasta, y es limpia y hacendosa, sin que sea menester mentar lo de que es mujer honrada. Ella cuida de la casa de sus padres, que son viejos, y de sus hermanos, y aún la ves que tiene tiempo para ir al mercado cuando hace falta vender gallinas ó pollos para allegar dineros con que atender á las necesidades de la casa.
—Ya lo sé, padre, ya lo sé; mas para mi ya no hay mujer ninguna en la tierra.
—¡Buena tontería! A los veinte años se olvida todo bien pronto..., y casándote con la Pepilla lo olvidarías mucho antes; conque[Pg 156] ánimo y á ello. Tráete tú para acá á la Pepilla, y tráiganos ella después un par de chiquillos; que sea por la costumbre que de ellos tengo ó sea por... lo que sea, seguro estoy que mientras no vengan no saldrá de esta casa la tristeza que la habita desde que murió tu pobre madre.
Dispuesto parecía el señor Jaime á seguir dando consejos; pero abstúvose de hacerlo al ver el poco ó ningún efecto que los anteriores habían causado en Pedro, cuya actitud más parecía de ausente que de presente.
Renunció, pues, el señor Jaime, á seguir predicando en desierto, y dando la última vuelta á las patatas, que ya transcendían á guisadas, las retiró de la lumbre.
—Ponte la mesa, Pedro, que esto ya está, y el comer y el dormir es un gran remedio para toda clase de males.
Sin replicar palabra púsose Pedro á cumplir lo que su padre le había mandado; aunque bien sabía Dios que para él no era de gran necesidad el comer.
Pronto estuvo la mesa dispuesta, porque en ella, que no era mesa sino banco, no había que hacer otra cosa más que poner éste en medio de la habitación, y en él la cazuela con más una libreta, ni muy blanca ni muy[Pg 157] tierna; dos cucharas de madera, un cuchillo y un vaso de metal; en el suelo, una botella con vino; por asientos, los dos extremos del banco.
La cena comenzó amenizada por los bramidos del huracán que iba en aumento y que hacía oscilar la luz del candil que alumbraba la habitación, metiéndose dentro por las muchas rendijas que tenía la casuca. Al pie del acantilado, el mar rompía sobre las rocas, escupiendo sobre ellas espumarajos blancos. El cielo, negro, amenazador, empezaba á desplomarse convertido en torrentes de agua; el trueno dejó oir su majestuoso y grandioso retumbar.
—Atranca bien la puerta, Pedro, y acostémonos—dijo el señor Jaime así que hubieron acabado de cenar.
—Mal se nos pone para la pesca...
—Paciencia, hijo, y esperemos; por fortuna, no nos falta con qué.
Aseguró Pedro la puerta con una fuerte tranca, mientras el señor Jaime recorría las ventanas para ver si estaban bien cerradas, y después ambos se recogieron á la habitación que les servía de dormitorio.
Acostados ya, el viejo, haciendo abanico de su boina, apagó el candil que había colga[Pg 158]do de un clavo. Un espantoso trueno resonó en el espacio con estridente y prolongado tableteo; al extinguirse éste, se oyó la sirena de un vapor que desesperadamente pedía práctico para ganar el vecino puerto de la capital.
—Muy apurado debe estar ése—dijo el señor Jaime.
—Me parece que no van á poder darle práctico; tendrá que poner proa á la mar y capear el temporal hasta el amanecer—respondió Pedro.
—Dios los ayude.
El señor Jaime, católico ferviente, como buen marinero, dió principio á sus oraciones acostumbradas por el alma de su mujer, item más las que en día de tormenta rezaba por los que estaban en el mar.
Pedro, aunque buen cristiano, como su padre, hacía tiempo que no rezaba por nada ni por nadie; nada había que pudiera apartar su pensamiento de Julia, ni en su imaginación cabía otra idea que la de ir á Madrid.
El señor Jaime, con una mano empuñaba la caña del timón y con la otra la escota de la vela. Pedro, sentado á proa, de espaldas[Pg 159] á su padre, parecía sumido en hondas preocupaciones.
La Carlota saltaba gallarda y airosamente sobre las pequeñas olas que salían á su encuentro. Ocho días había permanecido anclada en su pequeño puerto á causa del temporal, y, al salir nuevamente á la mar, parecía querer demostrar su alegría en sus jugueteos con las olas. Su casco, bien cuidado y pintado de blanco, se inclinaba coquetonamente á impulsos del viento que ceñía su vela triangular. Amanecía dulce y soñadoramente.
Nada hablaban en alta voz los dos pescadores; pero bien podía decirse que en su interior más hablaban que políticos en la oposición.
—«Diablo de muchacho—decíase el padre—, qué fuerte le ha entrado. En mis tiempos no nos enamorábamos así. ¿Que una muchacha nos decía que no? ¡Pues á otra! Bien enamorado estuve yo de la Gabriela, y, sin embargo, pues cuando me dejó plantado por el Bisojo... pues... ¡na! Pasé unos días malos... después vinieron los buenos, me declaré á Carlota, me casé con ella... y bendita sea la hora en que lo hice; que ésta me salió buena, y hay que ver cómo le salió la Gabriela al Bisojo... Pero anda, que ahora, se ena[Pg 160]mora un muchacho de una mujer... y ya parece que no hay otra en el mundo; ¡cuando hay más que pescados en la mar!»
—Me parece que debemos dar fondo—dijo Pedro, interrumpiendo el soliloquio de su padre.
El señor Jaime miró hacia tierra para orientarse, y después hizo virar la lancha y soltó la escota de la vela. Pedro recogió ésta sujetándola con la misma escota al palo; después arrojó al agua un pesado pedazo de hierro que, sujeto á un cabo, hacía las veces de ancla.
El viejo, entretanto, sacaba de un cesto las liñas que habían de servir para la pesca del calamar; una vez preparadas, se situaron cada uno en una banda y empezaron la tarea que debía durar hasta el anochecer.
—Parece que hoy se da bien—dijo al cabo de un rato el señor Jaime, tirando rápidamente de su aparejo para que no se desengancharan del anzuelo tres hermosos calamares que inútilmente querían defenderse soltando fuertes chorros de tinta.
—Bien hace falta, si hemos de llevar lo que el tío Juan nos ha encargado—replicó Pedro, tirando á su vez de la liña.
La pesca, que, como el señor Jaime había[Pg 161] dicho, se dió bien, continuó hasta las doce, sin que ni el uno ni el otro hablaran más que lo indispensable.
A las doce en punto se suspendió la pesca; recogiéronse los aparejos y se dispuso el almuerzo.
Todos los esfuerzos que el padre hizo, durante aquél, para entrar en conversación con el hijo, fueron inútiles. Pedro no respondía más que á un tema, y precisamente ese tema era el que su padre no quería tocar de ningún modo.
El pobre enamorado, desde hacía días iba volviéndose cada vez más taciturno y más reservado. Mientras comía, sus ojos miraban hacia tierra. No sabía él, á punto fijo, hacia dónde caía Madrid; pero él miraba hacia allá, muy lejos, y seguramente que alguna vez sus miradas pasarían sobre aquella maldita ciudad en la que se encontraba lo que él más quería en el mundo; porque es lo cierto que, aun viéndose traicionado, aun viéndose insultado y ofendido como se veía, él seguía queriendo á Julia... ¿Por qué no había él de ir á Madrid? ¿Por qué su padre se obstinaba en no dejarle? ¿No tenía el dinero que con tanta alegría y tantos afanes ahorrara para casarse? ¿Qué mejor empleo podía darle que[Pg 162] en ir á Madrid, buscar á aquel hombre, arrancarle el corazón y hacérselo añicos, como él lo había hecho con el suyo?
Pedro miraba á su padre cuando aquél no le veía, y después tornaba á reconcentrarse en sí mismo.
Concluído que fué el almuerzo, Pedro dijo á su padre:
—Échese usted á dormir un poco, que yo seguiré pescando.
—Echémonos los dos: el mar duerme también, y tiempo nos queda de sobra para pescar lo que nos falta.
—Yo no tengo sueño, padre; échese usted.
—Bueno; pero no me dejes dormir mucho; ya sabes que no me gusta.
—No tenga usted cuidado, que yo le llamaré.
El viejo tumbóse boca arriba en el fondo de la lancha; púsose la boina sobre la cara, y, á los pocos momentos, un rumor sordo, que fué aumentando hasta alcanzar la categoría de formidable ronquido, anunció que dormía como un lirón.
Más de dos horas habían pasado cuando el señor Jaime empezó á rebullir perezosamente. [Pg 163] Llamó á su hijo en forma que apenas se le entendía y volvió á quedar inmóvil unos segundos; después incorporóse, como sobresaltado, y, restregándose los ojos, llamó nuevamente:—«Pedro»—dijo pensando que éste se hallaba detrás de él.—«Pedro»—volvió á repetir. Y como Pedro no le contestara ni él oyera ruido alguno á su espalda, volvióse precipitadamente, quedando pálido como el marfil, por la emoción que sufrió: ¡Pedro no estaba en la lancha!
—«¡No está..., no está aquí!»—dijo balbuciendo las palabras.—De pronto, como si un súbito ataque de locura le acometiera, púsose en pie gritando con toda la fuerza de sus pulmones:
—«¡Pedro!... ¡Pedro!... ¡Pedro!»—Nadie le contestó. Los sollozos le ahogaron en la garganta el nombre de su hijo, de su Pedro... ¡de su Pedrín!—«Ah, maldita mujer... ¡maldita, sí!... ¿Quién tenía la culpa de lo que sucedía, sino ella? Pedro no estaba en la lancha... Pedro se había tirado al mar para matarse, como único medio de olvidar á la causante de sus desdichas... ¡Y él que se había echado á dormir tan tranquilo!... Pero, ¡Dios Santo!... ¿Cómo suponer que Pedro abrigara aquellas intenciones? No, no era posible [Pg 164] aquello; no era posible que su hijo se hubiera matado así... de aquella manera... estando junto á su padre. El viejo recorrió afanosamente con la vista todos los rincones de la embarcación buscando un objeto... un papel...; algo, en fin, que aclarara sus dudas horribles.» Una ronca exclamación se escapó de su oprimido pecho, al fijarse en la proa de la lancha: allí, hechas un reguño, vió las ropas de Pedro. Un júbilo inmenso, una alegría delirante hizo temblar al señor Jaime, como un azogado. Abalanzóse sobre aquella prendas, y entre risas y sollozos, entre palabras entrecortadas y suspiros ahogados, las estrechó centra su pecho, besándolas con loco frenesí.—«Ya lo decía yo, ya lo decía... ¡No se ha matado, no!... Si se hubiera tirado al mar para ahogarse, no se hubiera preocupado de quitarse la ropa. El dejarla aquí es indicio de que quiso ponerse en condiciones de poder nadar para llegar á... ¿adónde, Dios, adónde? A tierra, sin duda; ¿pero con qué objeto? ¿Qué idea ha podido sugerirle el recuerdo de esa...? ¿Habrá querido poner en práctica su deseo de ir á Madrid, de escaparse, puesto que en tierra sabe que yo lo vigilo?
Lo que sea, no es aquí donde he de averiguarlo; [Pg 165] y si es esto último, como me figuro, quizá todavía nada en dirección á tierra, y en ese caso... pronto le alcanzará la Carlota.»
El señor Jaime, para no detenerse en levar el ancla, sacó de la cesta de las provisiones un cuchillo de ancha y afilada hoja, y de un tajo cortó el cabo de aquélla; luego hizo virar la lancha con un remo y la Carlota, cabeceando un momento, como caballo que se impacienta, ciñó el viento con la vela y hendió con su afilada proa las tranquilas aguas.
El viejo, entornando los ojos, miraba con creciente ansiedad; pero nada descubría. La distancia á tierra, poco más de una milla, era poca cosa para un nadador como Pedro, y no tenía miedo de que le hubieran faltado las fuerzas; un calambre... tampoco era de temer.—«Sin duda—pensó—que se tiraría al mar en cuanto yo me quedé dormido... y, en ese caso, es seguro que llegó á tierra hace tiempo; que se puso el traje nuevo; que cogió sus ahorros, y que carretera adelante camina ya en busca del ferrocarril.»
Poco faltaba á la Carlota para ganar la costa, cuando el señor Jaime creyó distinguir un objeto informe que se movía á impulsos del agua.—«¿Qué es aquello que se ve allí, [Pg 166] Jaime?»—se dijo sintiendo que el corazón le saltaba del pecho.—«Aquello... aquello es... A ver: orza... orza un poco, Jaime... Así... ¡Qué el diablo me lleve si aquello que sube y baja en el agua no es...!»
Y el pobre viejo, con voz que la alegría hacía parecer desesperada, empezó á gritar:—«¡Pedro!... ¡Pedro!... Sí, sí; es Pedro, es mi Pedro...»
La Carlota, con su rápido andar, acortaba por momentos la distancia que la separaba del objeto que flotaba en las aguas.
El señor Jaime, abandonando el timón y la vela, saltó por encima de los bancos, hasta la proa de la lancha.
La Carlota, falta del impulso del viento, y sólo con la velocidad adquirida, llegó hasta el cuerpo del infortunado Pedro, que, ahogado, era mecido por el agua, dándole suavemente con la roda, como si quisiera acariciarlo.
El desdichado padre, al ver que aquel cadáver era el de su hijo, el de su Pedro... abrió los brazos y, sin proferir ni una exclamación, cayó de espaldas en la lancha.
La Carlota siguió rozando el cuerpo del pobre Pedro, como si quisiera decirle que estaba allí... que subiera á su bordo para reanudar la marcha...
Desde aquella terrible tarde en que, á hombros, había subido á la casuca á su pobre Pedro; desde aquella terrible noche que pasó él solo velando el cadáver de su hijo; desde que, al día siguiente, le hubo dejado enterrado junto á su madre, el señor Jaime no había vuelto á entrar en su casa, á la cual ya miraba como á panteón de su felicidad. Aquella noche espantosa, el pobre viejo creyó volverse loco, y no aseguramos nosotros que su razón quedara muy completa.
Tampoco volvió á embarcarse en la Carlota; la vela, los remos y el timón fueron trasladados á la habitación que hacía las veces de almacén, y ella fué amarrada en su pequeño puerto, al abrigo de unas elevadas rocas.
Flaco, encorvado, perdidas por completo las energías, aniquilado, en suma, pasaba la mayor parte del día en el pequeño cementerio del pueblo, donde su mujer y su hijo estaban enterrados el uno junto al otro. Por las noches dábase á vagar por los acantilados, y cuando el cansancio le rendía, íbase hacia la casuca, se echaba junto á ella y desde allí [Pg 168] contemplaba el mar, desde allí miraba á la Carlota, que, amarrada, parecía participar de las tristezas de su dueño. En el bolsillo guardaba la llave de su morada; pero un día que quiso entrar en ella, creyó morir; no pudo atravesar el umbral de aquella puerta, no se atrevió á turbar el silencio de muerte que allí dentro reinaba.
Gastadas las economías de Pedro en su entierro, el señor Jaime carecía de recursos; pero no por eso, al pronto, le faltó lo indispensable: los vecinos, los otros pescadores de la aldea y las mujeres, sobre todo, desvivíanse por atender al pobre viejo... ¡Era tan desgraciado! La una un poco de pan; la otra un pedazo de carne; aquí le hacían entrar hoy para que comiera caliente; allá apartaban un poco de la cena, y Pepina, la chica mayor de la casa, echaba hacia él acantilado en busca del señor Jaime, para que se lo comiera. Pero poco á poco, y á medida que la terrible impresión que causó la muerte de Pedro se fué borrando de la memoria de las gentes, algunos dieron en observar que, unos más, otros menos, todos tenían desgracias que contar; que había que conformarse con ellas, y que ya iba siendo hora de que el señor Jaime se conformara con la suya: ni era [Pg 169] el único padre que había perdido á su hijo, ni lo sería. Tenía casa, y si no entraba en ella, era porque no le daba la gana; porque todo aquello de que se moriría de pena allí dentro y demás cosas que decía, no eran más que tonterías; todos tenían casas, y no porque se muriera alguno de la familia se iban los demás á vivir al campo. Tenía una hermosa lancha, que podía vender, ya que él era demasiado viejo para ir solo á pescar; porque todo aquello de no quererse desprender de ella, porque la lancha era como algo suyo, de lo que no podría desprenderse sin perder la vida, no eran más que chocheces de viejo. En el pueblo había muchos que cuando vinieron mal dadas, tuvieron que vender la lancha y todo lo que fué preciso para poder subsistir, y por eso nadie se murió, que precisamente para no morirse es para lo que la vendieron. Y, sobre todo, ¡qué caramba!, ellos eran pobres también y harto hacían con remediarse ellos mismos.
En medio de la indiferencia que por todo sentía, en medio del estado de idiotez en que el viejo cayó, no dejaba de alcanzársele que tenían razón; así, pues, para acabar con las murmuraciones, decidió aceptar el puesto que, para guardar las vacas, le ofreció el alcalde [Pg 170] de la aldea, contemporáneo suyo y amigo de la niñez. «Después de todo, ¿qué más podía apetecer? Vivir siempre en el campo, entre aquellos animales, más nobles que la mayoría de las personas.» Empezó su nueva vida; el pescador trocóse en apacentador de vacas. Todas las mañanas, al amanecer, íbase hacia el monte con ellas, llevando en un zurroncillo el modesto yantar del día. Pero es el caso que, dondequiera que se hallaba, el pensamiento del viejo estaba siempre muy lejos, y, por lo tanto, poca ó ninguna atención prestaba al ganado, que campaba por sus respetos; con frecuencia le ocurría que, llegada la noche, no se daba cuenta de que el ganado, cansado de esperar, se echaba á dormir en el campo. Más de una vez tuvo que ir el hijo del alcalde en su busca; y era de oir al muchacho:
—¡Eh, señor Jaime!... ¿Se ha quedado usted dormido ó es que está usted chocho?
Volvía en sí, sobresaltado, el señor Jaime; sonreía dulcemente, por toda respuesta, á las groseras palabras del pilluelo, y recogiendo el ganado volvía á casa, donde aún había de escuchar cosas más desagradables.
Estas y otras causas dieron lugar á que el alcalde le tratara cada vez más áspera y [Pg 171] desconsideradamente, diciendo que el abuelo estaba ya chiflado y no servía para nada. No recordaba, al hablar y al proceder como lo hacía, que ambos habían jugado juntos siendo niños; no recordaba que se distinguieron, entre todos los chicos de la aldea, por el gran cariño que se profesaban; por regla general, el corazón del hombre no se acuerda nunca de cuando fué corazón de niño... ¡Qué lástima!
Los pilluelos de la aldea le hacían burla y le tiraban piedras. Él los miraba sin enojo y sonreía, sonreía tiernamente al contemplarlos y no se quejaba de las pedradas que recibía; él también había tenido un niño, un precioso chiquillo, tan guapo como su madre... que sabe Dios si alguna vez habría tirado también piedras contra algún pobre viejo. Pero no; Pedro no había tirado nunca piedras contra un desvalido, que ni su madre ni él le habían permitido nunca tal desmán.
Un día, no pudiendo ya sobreponerse á la angustia que le dominaba, el señor Jaime, después que hubo encerrado el ganado y que hubo escuchado unos cuantos insultos de todos los de la casa, que ya le trataban como á un idiota, salióse sigilosamente de ella y se fué á los acantilados, al lado de su querida [Pg 172] casita, junto á la cual durmió. ¡Qué consuelo sintió junto á ella! Momentos hubo en que creyó oir rechinar la puerta y que su Carlota y su Pedro salían á buscarle tendiendo sus amorosos brazos para aprisionarle en ellos. ¡Pero todo fué un sueño! Allá abajo estaba la lancha amarrada en su puertecito.
Al otro día, en toda la mañana se movió del mismo sitio. Sentado en el suelo, con las piernas recogidas, los brazos cruzados sobre las rodillas y apoyada en ellos la cabeza, el señor Jaime parecía madurar algún proyecto, alguna resolución extrema. Por la tarde viósele por el campo recogiendo florecillas silvestres, que, más tarde, fué á depositar sobre las tumbas de los seres queridos, ante las que se le vió orar fervorosamente; al anochecer volvió al acantilado.
Serían las doce de la noche, cuando el señor Jaime, con paso vacilante, se acercó á su antigua morada. Con mano temblorosa buscó la llave en uno de los bolsillos de su derrotado pantalón, y no sin gran trabajo, la introdujo en la cerradura, que resistió al primer [Pg 173] intento; cedió, por fin, al segundo, y la puerta se abrió, no sin gran escándalo de sus mohosos goznes.
Precipitóse el anciano, más bien por desfallecimiento de sus energías que por mandato de la voluntad, en la primera habitación, y dejándose caer sobre el banco que en otro tiempo sirviera de mesa á él y á su hijo, prorrumpió en convulsivos sollozos.
Largo rato permaneció en aquel estado. Cuando el caudal de sus lágrimas se hubo agotado, incorporóse penosamente y con la vista recorrió la estancia, mirando amorosamente los objetos que en ella había: allí estaba todo, todo lo que había sido testigo de su felicidad.
Un profundo suspiro, un quejido del alma desgarrada resonó en aquel cuartucho.
El señor Jaime, cambiando de aspecto y recobrando, al parecer, sus perdidas energías, dió á entender con su nueva actitud que alguna resolución inquebrantable le había llevado allí. En efecto: empezó á recoger todos cuantos muebles y objetos de madera había en la casa y con ellos formó un montón junto á uno de los tabiques, hecho de tablas; bajo ellos puso la vela de la Carlota, y sobre ella arrojó el alquitrán que contenía un pequeño [Pg 174] cubo que en un rincón había; recogió los remos y, arrastrándolos por uno de sus extremos, los sacó fuera de la casa; descansó unos momentos y después los condujo, con no poco trabajo, hasta la embarcación.
¡Pobre Carlota! Despintada completamente, parecía haber envejecido tanto como el amo. Al sentir que aquél volvía á su bordo, mecióse suavemente en el agua, sintiéndose revivir. El señor Jaime sufrió una nueva congoja. Repuesto de ella y una vez embarcados los remos, empezó una nueva tarea; la de lastrar la lancha con gruesos pedazos de roca desprendidos de las peñas. Cuando el calado de la Carlota hubo aumentado, á juicio del señor Jaime, lo necesario, suspendió la operación y regresó á la casuca. A lo lejos se sintió el reloj de la iglesia que daba dos campanadas lentas y solemnes...
Entró el viejo en la casa; pasó una última mirada por su recinto; cogió del hogar un cuchillo de afilada punta, que se puso en la faja, buscó en sus bolsillos una mugrienta caja de fósforos, encendió uno y lo aplicó á la vela impregnada de alquitrán. Cuando vió que las llamas hacían presa en los objetos amontonados encima, salió de la casa, cuya puerta cerró con llave y descendió lo más rápidamente [Pg 175] que pudo hasta la Carlota. Una vez en ella, de pie, mirando hacia la casa, esperó.
El semblante fúnebre, amarillo, del señor Jaime había cambiado completamente de expresión: sonreía y parecía el ser más feliz de la tierra; sus ojos habían recobrado el brillo y la viveza de la juventud, y un ligero tinte sonrosado cubría sus mejillas.
Del interior de la casa empezaron á salir por sus muchas grietas y rendijas, hilos de espeso y negro humo; poco después vióse brillar en el tejado un punto rojo.
—¡Ahora!—exclamó el viejo. Con el cuchillo cortó las amarras de la lancha, y con un remo fincó con fuerza para sacar á la Carlota de su puertecito. Cuando ésta salió al mar, el marinero colocó los remos en los toletes y empezó á bogar lentamente. El punto rojo que apareciera en la techumbre de la casa fuése bien pronto agrandando, hasta convertirse en un penacho de llamas.
El señor Jaime, desde el banco en que remaba, veía cómo éstas devoraban el hogar en que nació.
Cuando por la intensidad del fuego comprendió que ya nada ni nadie podría salvarla, el viejo marinero dejó de remar; quitó los [Pg 176] remos y los dejó sobre los bancos. La Carlota, que navegaba perezosamente á causa de la gran carga que llevaba y del poco impulso que le dieran los remos... ¡ella, que siempre navegó rápida y gallarda con la vela!, se detuvo casi instantáneamente.
—Ahora nosotros, todos los que quedamos, á un tiempo—murmuró el señor Jaime.
Con un pedazo de cuerda ató los remos fuertemente á uno de los bancos; después, con otra cuerda, ató sus pies al palo de la lancha. Miró nuevamente hacia tierra, y viendo que la intensidad de las llamas empezaba á decrecer por falta de combustible, sacó el cuchillo de la faja, y, arrodillándose, empezó á quitar madera de junto á la quilla, con la afilada punta.
Algunos nubarrones vagaban por el cielo ocultando la luna á su paso. Allá, á lo lejos, se veían las llamas que consumían los restos de la casuca; algunos vecinos se movían junto á ella, como sombras proyectadas por una linterna mágica.
El señor Jaime trabajaba con afán, y, por fin, el agua empezó á penetrar en la lancha: poco á poco, primero; más rápidamente, después.
El viejo, entonces, arrojando el cuchillo, [Pg 177] se puso en pie, cruzó las manos sobre el pecho y, mirando al cielo con amor infinito, exclamó con voz entrecortada por los sollozos:—«Al fin vamos á reunirnos de nuevo.»
El agua, precipitándose por encima de las bordas de la Carlota, hundió á ésta rápidamente, ahogando las últimas palabras del infeliz pescador.
Bajo las aguas sintióse al desgraciado agitarse desesperadamente durante unos segundos; después... ¡nada!... El agua recobró su alterada tranquilidad...
El fuego habíase ya extinguido... La luna, horrorizada, negó su luz al terrible cuadro, ocultándose tras un negro nubarrón...
Al amanecer, un vaporcito mercante pasó por aquel lugar, revolviendo con las paletas de su hélice las tranquilas aguas, que amorosas guardaban en su seno al viejo pescador...
Han pasado quince años. Rodaleda, sintiendo el influjo de la vecina capital, que había llegado á ser uno de los principales puntos de veraneo, había progresado de una manera notable.
[Pg 178] El pueblo, en sí, permanecía el mismo; que en esto sucede con los pueblos lo que con las personas: unas se transforman con los años, otras permanecen apegadas á su tiempo y sus ranciedades; pero, en cambio, toda la parte de la costa había variado completamente de aspecto. La carretera había sido arreglada. A lo largo de ésta se habían edificado numerosos hoteles y casas de recreo, con bellos jardines y pequeños muelles, los que estaban en el lado del mar. Numerosos coches y automóviles circulaban por aquel camino; un tranvía eléctrico corría por el lado izquierdo, hasta el monte Padruco, en el que se había edificado un hermoso «Hotel para viajeros» y donde existían algunos restaurants para recreo de los veraneantes que concurrían á ellos para comer, disfrutando de un panorama bellísimo.
Un lujoso faetón, arrastrado por dos hermosos caballos bayos, avanzaba por la carretera en dirección á Rodaleda. Ocupaban el pescante un señor gordo, mofletudo, ya encanecido, que era el que guiaba, y una hermosa mujer que, al parecer, había entrado ya en el otoño de la vida; detrás de ellos un menudo lacayo avisaba con agudas voces á los peatones que se interponían ante el coche.
[Pg 179] Al llegar á la entrada de Rodaleda, frente por frente á la casa que habitara Julia, el señor detuvo violentamente los caballos. El lacayo, saltando con ligereza al suelo, corrió á sujetar de las riendas á los fogosos animales.
Descendió el caballero trabajosamente, y dió la mano á la señora para que lo hiciera.
—¿Es aquí?—preguntó el acompañante de la señora.
—¡Sí!—replicó ella, dirigiéndose rápidamente hacia la puerta de la casa.
El señor, acercándose á los caballos, dióles algunas palmadas en el cuello, llamándolos al mismo tiempo por sus nombres; después siguió á la señora, que no era otra que Julia, la bella aldeana de otros tiempos.
Hallábase ésta perpleja é indecisa ante la puerta cuando llegó él.
—¿Qué pasa?—preguntó.
—¡Que la puerta está cerrada!
—¡Bah!
Tanteó el caballero la resistencia que podía ofrecer aquélla, con un empujón, y viendo que ésta no podía ser mucha, le aplicó una fuerte patada; la puerta, medio carcomida por el tiempo, se abrió de par en par.
—¡Ya está abierta!... Ya puedes entrar... [Pg 180] y despachar cuanto antes. Mira que es gusto venir á recrearse en cosas viejas, feas... y desagradables. No comprendo que se tenga capricho en ver los lugares donde se han pasado miserias y privaciones.
—Hombre... ¡es la casa donde nací!
—Sí, no digo que no; pero la casa donde naciste se halla en la actualidad con el techo hundido, cayéndose de vieja... y llena de alimañas.
—¡Pues no entres tú!—dijo Julia algo contrariada.
—De eso puedes estar bien segura. Por eso te he dicho que despaches pronto.
Y el caballero volvió hacia el coche, mientras Julia, previo remangamiento de faldas, penetraba vivamente conmovida, en su antigua morada. Lo primero que vieron sus ojos fueron los pedazos del cántaro; el cestito, completamente podrido y negro, estaba sobre la apolillada y derrengada mesa. Julia contempló los objetos de aquella estancia y acto continuo penetró en la alcoba. El primer objeto en que se fijó su vista fué el collar que permanecía sobre la almohada tal y como Pedro lo había dejado. Lo cogió con mano temblorosa y estuvo mirándolo largo rato.
—«Yo creí que lo había perdido aquel día—dijo [Pg 181] limpiándolo con su fino pañuelo de batista.—¡Pobre Pedro!... ¡Pobre niño!...—murmuró con emoción.
Julia, sintiendo su corazón angustiado, guardó en el seno el collar y salió á la primera habitación; paseó su mirada por ella nuevamente... y en seguida traspuso la puerta de entrada.
—Vamos, ¿has terminado?—dijo al verla salir el caballero, con tono de aburrimiento.
—Sí, hombre, sí; ya he terminado—respondió Julia maquinalmente y absorbida, al parecer, por un pensamiento.
—¿Qué te ocurre ahora?
—Me ocurre... que hemos podido abrir la puerta, pero no sé cómo podremos cerrarla.
El caballero prorrumpió en ruidosas carcajadas; cuando hubo reído á su gusto, exclamó:
—Ten cuidado no te vayan á robar.
—No tengo cuidado de que me roben, por desgracia; pero es mi casa y no quiero dejarla á merced de nadie.
Nueva explosión de risa en el señor gordo. Julia, encendida como la grana, mirábale con ira... con odio. En aquel momento, un jovenzuelo flaco, sucio y desarrapado, se acercó tímidamente, mirando fijamente á Julia.
[Pg 182] —Ahora que esto se está poniendo de moda y que se está construyendo tanto por aquí, pronto harán desaparecer ese adefesio, para levantar en su lugar alguna buena finca.
—Ese adefesio es mío, y nadie podrá hacerlo desaparecer sin mi consentimiento; y el que quiera edificar una buena finca, no lo hará seguramente en este solar.
El caballero, sin parar su atención en el tono agresivo de Julia, se encogió de hombros. Julia habíase fijado en aquel jovenzuelo que, á pocos pasos, estaba mirándola embelesado. Acercóse á él; aquel rostro no le era desconocido.
—¿Cómo se llama usted?—preguntó Julia al individuo en cuestión.
—Pascual—contestó tímidamente el interrogado.
—¿El hijo de la Pepona?
El jovenzuelo contestó que sí con un movimiento de cabeza, sin dejar de mirar á Julia ni un momento.
—¿No te acuerdas de mí?—preguntó ésta.
Movimiento de duda en el aludido.
—Soy Julia... Julia... ¿No te acuerdas?
El muchacho asintió con otro movimiento de cabeza, pues el hablar parecía habérsele [Pg 183] bajado á los talones, y siguió mirando como si estuviera hipnotizado.
Pensó Julia un momento y luego, encarándose con Pascual, le dijo:
—Te voy á dar un encargo, ¿lo cumplirás? ¿Sí? Bueno, pues mira: toma este duro para ti, y con este otro te encargas de que arreglen la cerradura de esa puerta; echas la llave y la guardas hasta que yo vuelva dentro de dos ó tres días, ¿me entiendes? No te pesará. He de hablar contigo y has de contarme muchas cosas.
La voz del caballero resonó malhumorada, diciendo:
—A este paso nos tendremos que volver á casa sin llegar al Padruco... ¡Vaya una tardecita!
Separóse Julia de Pascual, después de cambiar con él las últimas palabras, y corrió hacia el hombre gordo.
—¡Qué impaciente eres, hijo mío!—dijo subiendo al carruaje.
—¡Y tú qué pesada!—replicó él ocupando su asiento en el pescante, junto á Julia.—¿Y quién es ese personaje con el que te has mostrado tan generosa?
—Ese personaje era hace quince años un rapacillo—respondió Julia dando un suspiro.
[Pg 184] —¿Te vas á poner tierna ahora?
—¿Y por qué no? Recordando aquellos tiempos...
—Bueno; recuerda todo lo que quieras; pero no vuelvas á contar la historia del imbécil del pescador que se mató...
—Tú no te matarías, si yo te abandonara, ¿verdad?
—¡No, por cierto!
—Porque tú no me quieres como me quería aquél.
—No sé si te quiero más ó menos; pero lo que si sé, es que si todos los que has querido y has abandonado... ó te han abandonado, hasta nuestros días... se hubieran matado, excuso decirte.
Julia, al oir las groseras palabras de aquel hombre, dichas con tono despectivo, sintió que la sangre se agolpaba en el corazón; sintió un arrebato de ira que la impulsaba á insultarle; pero la dignidad, maltrecha, aniquilada por el servilismo y la sumisión á los amos, durante tanto tiempo, no tuvo fuerzas para rebelarse.
Los ojos de Julia se llenaron de lágrimas, y al través de ellas vió la dulce imagen de Pedro.
El señor gordo volvió la cabeza para mirar [Pg 185] á Julia, y al verla en aquella actitud, exclamó con tono agrio:
—Si vas á tomarlo por lo dramático, más vale que te tires al mar, chiquilla.
Julia comprendió que se la avisaba de que no era aquella su misión; su misión junto al amo era la de sonreir y alegrarle la vida; si tenía penas, allá ella con las que fueran; él no tenía nada que ver con eso.
—Vas llamando la atención... y la cosa no es muy agradable.
Efectivamente: los ocupantes de otros carruajes que se cruzaban con el del señor gordo, fijábanse en Julia.
Esta, comprendiéndolo, hizo un poderoso esfuerzo sobre sí misma, y la sonriente máscara, eterna careta de su vida, volvió á su rostro; tragó su asco, su odio hacia aquel hombre que tan groseramente la había tratado, que tan brutalmente le había recordado su esclavitud, y las palabras alegres y cariñosas volvieron á brotar de sus labios para complacerle.
¿Para qué disgustarle, para qué romper la cadena, si detrás de aquél tendría que venir otro que sería igual?
El señor gordo, para desfogar su disgusto, fustigó fuertemente á los caballos, que, [Pg 186] no acostumbrados á un trato semejante, salieron al galope, arrastrando velozmente al carruaje, entre una densa polvareda, hacia el monte Padruco...
La operación fué laboriosa; pero al fin se consiguió extraer la bala, que había penetrado en la parte superior del muslo derecho del soldado Juan Pacheco, más conocido por el sobrenombre de Pelotón desde que, por su larga permanencia en el de los torpes, había llegado éste á estar constituído por él solamente.
Con sumo cuidado se le condujo desde la sala de operaciones del hospital militar en que se hallaba, á una de las camas preparadas para recibir á los heridos de la acción librada pocas horas antes.
Cuando los efectos del cloroformo se extinguieron, Pelotón, á causa de los violentos dolores que sentía en la herida, pues la bala había interesado el hueso, empezó á quejarse con toda la fuerza de sus pulmones, que era mucha, pues los tenía capaces de dar cabida á un ciclón.
Al oir los quejidos del herido, una hermana que á prevención había quedado junto al lecho, trató de consolarle amorosamente:
—Tenga paciencia, hermano, que otros han sufrido mucho más... ¿Qué sabe usted lo que son dolores fuertes?—decíale como supremo argumento.
Suspendió Pelotón unos segundos sus lastimeros lamentos para mirar con ojos extraviados á la hermana, como dando á entender que no le parecía una razón muy convincente el que otros hubieran sufrido más, para que él no estuviera viendo las estrellas.
La fuerza del dolor y el estado de debilidad en que el herido se encontraba, pronto le dejaron sumido en un estado grande de postración.
Cuando Pelotón abrió los ojos nuevamente, el primer quejido de la serie que se disponía á lanzar, quedó contenido en sus labios por la sorpresa que experimentó.
Entre las muchas señoras que caritativa y generosamente desempeñaban el cargo de enfermeras en aquel hospital, había una, llamada Doña Amparo, que atraía la atención de cuantos la veían, por su radiante hermosura. Se podía apostar, sin miedo á perder, que no tenía más de veinticinco años. More[Pg 189]na, de ojos grandes y negros, como su pelo, que cubría, en parte, con una cofia blanca como la nieve. Su semblante, algo aniñado, tenía una expresión dulce y bondadosa, la sonrisa, un poco tristona, jugueteaba continuamente en sus finos y rojos labios. Si hubiera sido más alta, habría parecido delgada; pero, dada su mediana estatura, sus carnes estaban en lo justo para que las formas guardaran un admirable concierto. Era el tono de su voz tan suave y persuasivo, que, cuando suplicaba algo, era una orden para el que la oía. El aroma de todas las flores de la tierra parecía encerrado en aquella mujer, y no había allí herido alguno que no sintiera aliviarse sus sufrimientos cuando ella se acercaba: tal era la mujer que Pelotón vió ante sí.
Doña Amparito, como la llamaban más comúnmente, enfriaba con la cuchara el caldo de una taza que tenía en la mano.
—¿Se siente usted más aliviado?—preguntó á Pelotón.
Este, sintiendo que la lengua se le volvía un estropajo, contestó con un movimiento afirmativo de cabeza.
—Pues á tomar ahora este caldito y á seguir descansando... ¿verdad?
Y decía aquello de una manera, con un[Pg 190] tonillo, que no había más remedio que tomarse el caldo sin replicar.
Desde aquel momento, Doña Amparito vino á ser una obsesión para el pobre soldado, y éste á convertirse en el punto negro de las hermanas de la Caridad y de las demás enfermeras; todas temblaban cuando tenían que acercarse á la cama de Pelotón para algo.
El herido oponía una resistencia heroica á tomar nada que no viniera de manos de la bella enfermera. ¿Qué culpa tenía él de que los alimentos le nutrieran más... de que las medicinas le produjesen mejor efecto cuando ella se las daba que cuando se las daban las otras?
Y no es que las demás señoras, como las hermanas, no fueran cariñosas con él... ¡qué disparate!...; es que aquélla... aquélla tenía un modo de hacer las cosas que... ¡vamos!... él no se lo sabía explicar, pero cuando ella se acercaba, con ella venía la salud, la vida, la alegría... ¡Si daba gusto sufrir para que ella consolara con sus palabras llenas de amor y de ternura! ¿Es que tenía él la culpa de tener fe en que con sus cuidados se había de poner bueno? ¿Que las hermanas se enfadaban? ¿Que los médicos le reñían? ¿Que ella misma le había reprendido alguna vez[Pg 191] por su terquedad? Ella, hasta regañando, daba gusto oirla, y en cuanto á los demás... ¡los demás, que le presentaran el artículo de las Ordenanzas en que se prohibía tener fe en una persona! ¡Porque fe y nada más era lo que él sentía por aquella señora tan guapa! Y decían que era viuda de un capitán, muerto en la campaña aquella, y que por honrar la memoria de su esposo se había consagrado á cuidar á los heridos mientras durara la guerra.
—¡Viuda!—decíase Pelotón.—¡Qué cochino enemigo habrá sido el que ha matado al marido! ¡Pobrecita!
Llegó para Pelotón el terrible momento: había quedado cojo; pero estaba curado, dado de alta, con la licencia absoluta en el canuto y con una cruz en el pecho.
Mohino y cabizbajo salió Juan del hospital. No sabía lo que le pasaba; iba triste, y no sabía por qué. Al abandonar el hospital le parecía abandonar el lugar de toda alegría y de toda felicidad que pudiera haber en la tierra. De todos se había despedido, y aunque aún le sonaba en los oídos el tono socarrón con que el médico le había dicho: «Cuídate, Pelotón, que aunque estás curado... [Pg 192] no estás bueno», lo que aún le parecía estar oyendo eran las palabras de ella:—«Ya ha cumplido usted con la patria; ahora á cumplir con los padres... y con la novia, porque usted tendrá novia.»—¡Congrio, si tenía novia!... ¡La moza más garrida y más guapa de Cornejilla la Vieja!... Y por cierto, que Dolores, que así se llamaba, no debía estar muy satisfecha del novio, porque, á decir verdad, las cartas que la había escrito desde el hospital habían sido bien cortas... y bien lacónicas.
Describir, ¡qué digo describir!, dar idea, siquiera aproximada, del entusiasmo con que fué recibido Pelotón en Cornejilla la Vieja, sería tarea punto menos que imposible. Chillando los chicos delante, gritando los hombres detrás, y saludando con los pañuelos, desde puertas y ventanas, las mujeres, fué llevado en hombros hasta el Ayuntamiento, donde fué agasajado y festejado por demás.
Allí, en el salón de sesiones, en medio de un griterío ensordecedor, el Alcalde propuso que se diera á la plaza del pueblo el nombre de Juan Pacheco; un concejal dijo que era [Pg 193] mucho mejor asignarle una pensión; otro, que hacer las dos cosas; por último, se acordó dejar el asunto para la primera sesión.
En todo aquel día pudo Juan disponer cinco minutos de su persona; todos le asediaban con preguntas y más preguntas, y más de cien veces tuvo que repetir cómo había recibido la herida.
¿Y por la noche en casa de Dolores? Si apenas pudo preguntarla:
—¡Hola!... ¿Cómo estás, chica?
Nada; á contar de nuevo la acción, y á decir cómo había luchado contra dos... y cómo á los dos los había hecho polvo; cosa que no le parecía de mayor cuantía, porque es lo que decía él:
—El que uno sea torpe pa aprender la instrucción no es razón pa no ser listo en dar leña antes que se la den á uno.
El caso es que Pelotón seguía siempre el relato hasta su salida del hospital, y que, si bien era parco en lo que al hecho de armas se refería, era de oir cómo se eternizaba hablando de Doña Amparito.
Contemplábale Dolores con ojos fijos, y oíale sin rechistar. No parecía muy contenta la moza, que digamos, y algún pesar oculto parecía dominarla.
[Pg 194] Los cinco ó seis primeros días fueron de ajetreo continuo para el héroe: hoy comía aquí, mañana cenaba allá... Y luego, á casa de la novia, á repetir el hecho ante los padres y las visitas, y á entusiasmarse hablando de la linda enfermera. Dolores, que en los días transcurridos aun no había escuchado de su novio ni una palabra cariñosa, hacía puntilla, sin levantar cabeza en todo el rato.
Al séptimo día, el mozo decidió quitarse ya el uniforme y vestir, como antaño, el pantalón de pana y el chaquetón de paño burdo; lo cual que fué como dar la señal para que empezara á decaer el entusiasmo público, y para que el Ayuntamiento, que aun no se había puesto de acuerdo, cesara en las discusiones de que si había de ser el nombre á la plaza, la pensión, ó las dos cosas á la vez.
Aquella noche hubo protestas por parte de los padres de la novia, porque se había quitado las prendas militares. Dolores, que parecía muy nerviosa, nada dijo, y escuchó por milésima vez los elogios que su novio hacía de aquella tan decantada Amparito.
A la hora de despedirse, y cuando le llegó el turno á ella, díjole á Pelotón, muy bajito:
—Juan, si quieres hacer el favor, espera [Pg 195] junto á la reja de mi cuarto, que he de hablarte sin que nadie nos oiga.
Algo le sorprendió al mozo el encargo; pero cumplióle y esperó donde se le había pedido.
Poco tardó Dolores en salir á la ventana llevando un paquetito en las manos. Al verla Juan, exclamó:
—Más impaciente me tenías, que el día que te esperé aquí mismo pa que me dijeras que sí... que me querías... ¿Qué te sucede?
—Poca cosa—replicó Dolores, con no poca sequedad—. Quería, en primer lugar, darte este paquete.
Tomó Juan el paquete que Dolores le alargaba, y examinando el contenido, lanzó una exclamación:
—¡Congrio...! ¡Estas son mis cartas!
—Y todos cuantos regalos tengo tuyos—añadió Dolores.
—¿Es que no tienes sitio pa guardarlos?
—Lo he tenido, y lo tengo... pero no sé si lo tendré en lo sucesivo.
—¿Qué quiés decir con eso?
—Que todo tiene su límite, Juan, y que mi paciencia ha llegado al suyo; que desde que has venido no sabes hablar más que de tu bendita Doña Amparo, sin que hayas encontrado [Pg 196] ocasión de decirme: «Dolores, cuánto he penao porque no te veía». Que, sin saberlo, nos has enterado á todos de que estabas enamorao como un burro, que cada uno se enamora como lo que es, de tu Doña Amparito, y que, como yo soy moza que tiene derecho á que el hombre que se case con ella no piense más que en su mujer, pues se me ha ocurrido que tú debes volverte á la guerra á que te den otro tiro, ó marcharte donde quieras... porque ¡vamos! que tú á mí... ¡tú á mí no me cuentas más lo que te ha pasado con ella!
Y la hermosa hembra, echando lumbre por la cara, cerró con fuerza la ventana.
Juan, que parecía haberse quedado atontado con aquel discurso, quiso impedirlo con la mano; pero sólo consiguió que medio le pillara un dedo.
Sacudió la mano con fuerza, y chupóse después el dedo para mitigar el dolor que, á lo que parece, sirvió para devolverle el habla.
—¡¡Recongrio...!! ¿Pues no se atreve á decir que estoy enamorao de la otra...? Lo que tú tienes es que estás enrabiada porque ves que yo... y que ella... y que tú... ¡Y que puedes esperar sentada, si piensas que yo he de venir á rogarte...! ¡A mí con humos...!
[Pg 197] Y Pelotón, recogiendo el paquete que había dejado caer al suelo por la fuerza del dolor del dedo, salió de allí botando, y tan deprisa como le permitía su cojera.
Sentados á la sombra de un mísero y solitario olivo, Pelotón y Meleno descansaban de la labor del campo y daban fin de un menguado almuerzo; mejor dicho, Meleno era el que lo consumía casi por entero, porque á la legua se veía que Juan no podía tragar bocado, según lo tristón y cariacontecido que se hallaba.
Su padre era el dueño de la única tahona que había en el pueblo, y él alternaba el trabajo de la fabricación del pan con la labranza de algunas tierras que tenían, en las que sembraban trigo, que luego empleaban en el negocio.
—¿Y nada más te dijo?—preguntó Meleno, que así le llamaban por el horror que tenía á cortarse el pelo, engullendo un pedazo enorme de tortilla.
—¡Nada más!—suspiró Pelotón.—Después cerró la ventana con tanto aire, que me [Pg 198] cogió este dedo... y mira cómo tengo la uña: parece de pez, por lo negra.
—Pues... ¿sabes lo que te digo?—respondió Meleno.
—¿Qué?
—Que la Dolores no te ha obsequiao con las calabazas por lo que me has dicho.
—¿Por qué iba á ser, entonces?
—Porque ella sabe muy bien que es la moza más hermosa del pueblo; porque ella es muy presumidica... ¡y razón tiene para serlo!..., y porque se me está figurando que desde que te ha visto cojo se le ha ido todo el amor por los talones.
—¡Congrio!... ¡Tú has dao en el clavo, Meleno!—dijo Pelotón dando un berrido.—¡Mira que confundir el amor con el agradecimiento!... ¡Hay que ver!
—Se comprende que te hubieras enamorao, si hubieras sido capitán, pongo por caso...
—¡Siquiá teniente; hombre, siquiá teniente!
—¡Pero siendo un triste soldao!
—¡Y pensar que en estas tierras que labramos ha de nacer el trigo con que, en casa, he de amasar el pan que se ha de comer esa descastada!
[Pg 199] —Y el burro de su marido; porque es de suponer que no la faltará con quien casarse.
—Si fuera pa la otra, Meleno, ¡con qué gusto lo amasaría... y con qué gusto metería mi corazón dentro de una libreta pa que ella se lo comiera!—dijo Juan soltando unos lagrimones.
—¡Eso es agradecimiento! Aquí quisiera yo ver á la Dolores, á ver si se atrevía á decir que estabas enamorao... ¡Pero, en fin, á lo hecho, pecho... y no pienses más en ello!
Pelotón, sin replicar palabra, clavó el arado en la tierra, empuñó las riendas y la mancera y, arreando la yunta, empezó de nuevo su trabajo abriendo profundos surcos en el suelo, que iba regando con lágrimas...
No obstante lo afirmado por Meleno, pasó tiempo, y hay quien asegura que Dolores sigue soltera, y no por falta de pretendientes...
Firme y decidido era el propósito que habíamos hecho de no volver á Cornejilla la Vieja por nada de este mundo; pero tales y tan alarmantes son las noticias que llegan hasta nosotros acerca de nuestro antiguo amigo Juan Pacheco, que nos vemos obligados á quebrantar nuestros propósitos, en gracia á la antigua y buena amistad que con él nos une.
Desesperado, en efecto, anda el bueno de Pelotón. La noche que Dolores le había puesto de patitas en la calle, dándole aquellas tan grandes calabazas, firmemente había creído Juan que aquello no había sido sino hijo del orgullo y de la soberbia, del despecho que había causado en la moza el oir ponderar tanto las excelencias de aquella Doña Amparito, que tan solícita y cariñosamente le había cuidado en el hospital; y por eso[Pg 202] Juan, tachando aquel acto de arbitrario y falto de toda razón y fundamento, se había ido á su casa chupándose el dedo que medio le había espachurrado con la ventana, y afirmando, con toda la entereza propia de un varón ofendido, que no sería él quien diera su brazo á torcer, ni fuera á doblar la cabeza en demanda de olvido y reconciliación.
—«¿Que ella había tomado el rábano por las hojas, confundiendo la gratitud con el amor? Bueno; pues mejor. Sí, estaba enamorado como un animal, según ella misma había dicho. ¡Todo lo que quisiera! Pero ir él á doblar la cabeza... ¡congrio!... eso sí que no... ¡Pues estaría bueno! Si eso pasaba de solteros, ¿qué iba á suceder después de casados? ¡No, no... y no! Mas no era ese el motivo por el que Dolores había realizado aquel acto, á todas luces injusto; eso no había sido más que un pretexto como otro cualquiera; Meleno se lo había hecho ver bien claro: el verdadero motivo era su cojera; esa, esa era la verdadera madre del cordero, y no otra. Bien claro se veía que aquella arrogante moza, cuya belleza era famosa, no sólo en el pueblo, sino en todo el contorno, tenía á menos casarse con un cojo... ¡Mala peste en ella y en todas las mujeres guapas! Por el[Pg 203] solo hecho de ser bonitas, ya creen que todo se lo merecen.»
Pero es el caso, que como en cosas de amor más entereza suele mostrar la mujer que el hombre, resultó que así como Dolores cada vez se mostraba más firme en su resolución, Juan, por el contrario, cada día flaqueaba más en la suya; y fuera porque al no ver ya á la Doña Amparo, que ojos que no ven, corazón que no siente, el recuerdo de ella y la impresión que le causaron se fuera borrando poco á poco del corazón de Juan; fuera porque nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde, ó fuera porque, en realidad, nunca había dejado de querer á Dolores, es lo cierto que el hombre empezó á sentir unos desfallecimientos y desmayos que bien parecía que la vida se le iba en ellos; que tan delante de los ojos tenía siempre la imagen de ella, que en todo el día veía otra cosa, y que aquellos desmayos que sentía, trocábanse á veces en raptos de furor que le empujaban hacia casa de la moza para ver con qué derecho le había dado aquellas calabazas. Tomaba, en efecto, el camino de la casa; pero es el caso que siempre, al llegar, sentía desfallecer su entereza y se veía asaltado por mil dudas y vacilaciones. Veinte veces avanzaba y otras tan[Pg 204]tas retrocedía, hasta que, por último, y renegando de todo lo renegable, íbase á su casa y se ponía á trabajar, asegurando que lo menos que debían hacer con él era ahorcarlo, ya que no tenía valor para ponerse enfrente de Dolores.
El estado en que llegó á verse Juan, repercutió en el pueblo, y no faltó quien propusiera ir á ver á Dolores, para rogarla que volviera de su acuerdo; porque lo cierto era que, desde que Juan estaba tan desesperado, no había Cristo que comprara un panecillo con el peso justo ni con el cocido en su punto.
Recurrir al padre de Juan, dueño de la tahona, era cosa inútil: aparte del cariño paternal que profesaba á su hijo, era tal la admiración que sentía por él, desde que volvió de la guerra en calidad de héroe, que se sentía incapaz de reprender á aquel vástago que tanto lustre daba á la dinastía de los Pachecos de Cornejilla la Vieja.
Se pensó en acudir al Alcalde para que llamara al orden al panadero; pero como quiera que aquél era carnicero, y también se quedaba en el peso con lo que podía, resultó que su llamada al orden sólo sirvió para que el padre de Juan lo mandara á paseo; y como no había más panadería en el pueblo que[Pg 205] aquélla, el problema del pan llegó á convertirse en un problema sin solución.
Juan pasaba de los períodos de exaltación á los de un decaimiento profundo con la mayor rapidez; y eran tales sus lamentaciones, en estos últimos, que á buen seguro que de ser él un poco más decidido, ya hubiera hecho un disparate gordo.
Siempre que podía, procuraba hacerse el encontradizo con Dolores; pero de nada le servía, porque la chica le huía como si fuera el demonio.
¿Es que Dolores le había dado calabazas efectivamente porque tuviera á menos casarse con un cojo? ¡No! Dolores seguía queriendo á Juan lo mismo que antes, más quizá, porque también ella admiraba un poquitillo el valor de que Pelotón había dado pruebas en la guerra; pero Dolores estaba herida en lo vivo, desde que se dió cuenta de que su novio estaba enamorado, bien que sin saberlo, de aquella Doña Amparo; y no era ella mujer que sufriera esto. Sufría tanto ó más que Juan; pero no se daba á los arrebatos que éste: guardaba sus penas en el corazón, para ella sola, y mostrábase afable y cariñosa con las gentes; al revés que Juan, que no había guapo que se acercara á decirle una palabra.
No pasó inadvertida, ni mucho menos, para la chica, la mudanza que se operaba en su ex novio, y que éste cada vez podía menos vivir sin ella; pero guardábase muy bien de que él encontrara ocasión de hablarla: muy segura tenía que estar de que Juan había vuelto á la realidad para perdonarlo... ¡aunque se estuviera muriendo por hacerlo. ¿Que Juan sufría mucho? ¡Más había sufrido ella oyendo aquellos interminables relatos de lo que le había sucedido con aquella bendita señora!
Al fin, sucedió lo que tenía que suceder, tratándose de una moza tan hermosa como Dolores: los mozos del pueblo, que al principio se habían abstenido de decirla nada, pensando que la riña con Juan sería cosa pasajera, al ver que ésta se prolongaba y que ello parecía cosa seria, empezaron á cortejar á la moza.
Esquiva se mostró ella con todos, y no muy decididos ellos; pero al fin, hubo uno que se aventuró á espetarla su declaración.
Cuando esto llegó á oídos de Juan, creyó que se volvía loco; pero cuando creyó rabiar, fué cuando supo que el atrevido había sido Meleno... ¡su mejor amigo!
Saber esto, y echar á correr hacia una tierra en la que el Meleno se hallaba binando tranquilamente, fué todo uno.
Cuando Meleno se vió venir á Juan, en aquella actitud tan fiera, tembló por sus narices, pues demasiado sabía á lo que venía, y los puños que tenía. «Pero, ¿no era libre la Dolores para hacer lo que quisiera, puesto que habían reñido?»
No pudo seguir adelante en sus razonamientos, porque, lo mismo fué llegar Juan junto á Meleno, y que caer sobre éste una lluvia horrible de puñetazos. Y con tanta fuerza daba Juan, y tan malamente se defendía Meleno, que, á no ser por otro mozo del pueblo que á la sazón pasaba por la carretera, muy próxima al lugar del suceso, seguramente que allí se pusiera el punto final á la historia de Meleno.
Trabajo, y no poco, le costó al otro mozo lograr separarlos; pero pudo conseguirlo, no tanto por la abundancia de sus fuerzas, como por agotamiento de las de Juan, á fuerza de moler á su contrario.
Jadeantes y sudorosos, cada cual por su estilo, quedaron todos tres.
—¡Pero, hombre!... ¡Parece mentira que dos amigos tan... amigos como vosotros, ha[Pg 208]gáis esto!—dijo el mozo, tercero en la refriega.
—¿Amigo yo de ese... charrán?—replicó Juan despreciativamente, liándose á la cintura la caída faja.
—Bueno. ¿Se puede saber á qué ha venido esto?—preguntó Meleno, arreglándose, á su vez, los desperfectos.
—¡Demasiao sabes tú á lo que viene! Pero, mira, para que lo sepas mejor, te voy á decir, para tu gobierno, que mientras yo viva, ni tú, ni quien valga más que tú, le ha de decir na á la Dolores. ¿Te has enterao?
—¿Es que se va á hacer monja?
—Se hará... lo que le dé la gana; eso te tiene á ti sin cuidao. Lo que no tienes que olvidar es que mientras yo aliente, no habrá quien se acerque á la Dolores pa decirla «buenos ojos tienes»... ¡Por éstas!
Y al decir esto, Juan hizo una cruz con los dedos índice y pulgar de la mano derecha, dando en ella tan fuerte beso, que más parecía besar en fresca boca de mujer que en dedos propios y no muy limpios.
Más ganó Juan con este hecho, para su causa, que con todo lo que hasta entonces había intentado; porque no bien supo Dolores lo ocurrido, cuando sintió que toda su en[Pg 209]tereza se venía á tierra, y que se le deshacía la capa de hielo con que cubriera su corazón: ella conocía muy bien á Juan, y, por lo tanto, sabía muy bien que aquello no era bravuconería, sino cariño puro y de la mejor ley.
Decidió, pues, la moza, suavizar sus rigores para con Juan y hasta perdonarlo, como ya en su fuero interno lo había hecho; pero antes se propuso hacerle rabiar un poco, y á ello ajustó desde entonces su conducta.
Ya no huía las ocasiones de encontrarse con él; aunque procuraba no dar lugar á que la hablara, porque sabía que esto era lo que más le desesperaba.
La primera vez que se encontraron, que fué en la plaza, Dolores iba acompañada de una amiga. Al ver á Juan, ambas cuchichearon un momento entre risas contenidas, lo cual causó en aquél un azoramiento terrible. Tentado estuvo de volver atrás para no cruzarse con ellas; pero comprendiendo que esto era una retirada vergonzosa, siguió avanzando. Al cruzarse con ellas, sintió decir á Dolores, en voz alta y bien clara:—«La verdad, chica, que hay hombres brutos.»—Y á renglón seguido, dos alegres carcajadas resonaron en sus oídos, haciéndole el efecto de un escopetazo.
Juan, que al oir lo dicho por Dolores se había quedado parado en seco, pensando que aquello de bruto iba por él, al oir las risas de las dos amigas, salió de estampía, poniéndose colorado como un tomate.
—«¡Congrio! ¿Qué duda había de que Dolores le había llamado bruto, y de que se iban riendo de él?»
Pero esto era una señal de que Dolores no le quería, y si Dolores no le quería, aquello era también señal de que él no podía vivir; porque esa era la verdad: él no podía vivir ya sin Dolorcicas.
De tal manera se le metió corazón adentro la idea de que la moza no le quería ni pizca, que el hombre cayó en la melancolía más terrible; y olvidándose del quehacer á que se dirigía, echó carretera adelante, deseoso de hallar algún sitio donde estar pudiera á solas con sus tétricos pensamientos, sin ver ni hablar á nadie; que no hay nada que haga tomar tanto asco á las gentes, como las desgracias amorosas.
Andando, andando, vino á dar con sus huesos en Fuente Nueva, lugar algo distante del pueblo, donde se encuentran los tres únicos árboles que hay en el lugar, y que se mantienen á expensas de la humedad[Pg 211] que les presta la fuente que da nombre al sitio.
Sentóse en el suelo, apoyando la espalda en el tronco de uno de aquellos árboles, y sacando un interminable pañuelo de entre los pliegues de la faja, lo pasó repetidamente por sus húmedos ojos.
Después que hubo llorado un buen rato, quedóse mirando á la fuente, y luego á los árboles. Cuando se hubo cansado de mirar á todas partes, cuando hubo ablandado todas las piedras que por allí había con unos suspiros que para sí los hubiera querido D. Quijote en su época de penitencia, soltó una serie de «congrios» interminable, y otra de «recongrios» más larga aún; añadió después que se hacía la tal en Meleno y que se iba á hacer la cual en todo el pueblo; soltó tres bufidos que levantaron una nube de polvo de la carretera, y cayó en honda meditación.
Aquella situación era insostenible, y era preciso ponerle fin. Para lograr esto, lo primero que hacía falta era encontrar ocasión de hablar con Dolores... y Juan creyó haberla encontrado: Dolores se sentaba todas las tardes á coser á la puerta de su casa; iría allí, y quieras que no, tendría que oirle.
Para no demorar tal resolución, decidió ponerla en práctica al siguiente día.
Llegó, aunque muy despacio para Pelotón, el día siguiente, y llegó la tarde. Juan, contoneando la cojera más de lo acostumbrado, y haciendo un acopio de energías inverosímil, llegó hasta la puerta de la casa de su tormento y quedó parado en ella sin decir palabra.
Dolores, en efecto, estaba cosiendo, en la puerta de la casa; Juana, la criada, cosía también, sentada al lado del ama, y ambas charlaban. Dolores, que inclinada sobre la costura vió la sombra de una persona que se paraba en la puerta, levantó la cabeza para ver quién era. Al ver á Juan y, sobre todo, al ver la cara tan compungida, á la par que fiera, que traía, sintió grandes deseos de echarse á reir; pero se contuvo. Quedóse mirándole un momento, y después, con el tono más natural del mundo, dijo á la Juana, á la par que ella lo hacía:
—Recoge la costura, Juana, que vamos á tener visita.
—¿Que vamos á tener visita ha dicho usted?
—Sí, mujer. ¿No sabes que en viendo á un cojo es visita segura?
Juan tosió dos veces seguidas; Dolores, con la mayor seriedad, metióse portal adelante con el cestillo de la labor. Juana, mirando á Pelotón y no comprendiendo lo que pasaba, se encogió de hombros y siguió á su ama.
Al ver cómo le dejaban plantado, Juan soltó un «congrio» formidable; el puño izquierdo lo llevó á las narices, apretando en ellas como si quisiera desgajarlas; con la mano derecha se echó la zarpa á la gorra, y de tal modo comenzó á tirar de ella, que una de dos: ó soltaba la gorra, ó con ella se llevaba la cabeza.
Dolores, desde una puerta entornada, veía á Juan en aquella actitud desesperada, y gozaba en ello; que sabido es lo que agrada á una mujer ver sufrir por ella al hombre á quien quiere, y Dolores quería, y mucho, á Juan.
Al fin éste dejó de tirar de la gorra, no sin que ésta hubiera dado de sí en forma que podía servir para cabeza mucho mayor, y dejó quietas las narices; tosió fuerte varias veces, subióse la faja con ambas manos, y soltando otro «congrio», que hizo desternillarse de risa á Dolores, se ausentó de allí, marcando la cojera de una manera espantosa.
Al día siguiente, cuando el pan se puso á la venta, hubo un motín en el pueblo, porque panecillo había que no llegaba á los cien gramos, ni mucho menos, y es lo que decían las mujerucas:—«¿Por qué no le dará la locura por hacer los panecillos dobles?»
Malamente pasó aquella noche Juan Pacheco. Lo mismo fué meterse en la cama que empezar á saltar en ella, como si el colchón estuviera sembrado de alfileres, y es el caso que, con tanto saltar, no hacía más que agitar en su cerebro la idea que aquella tarde había nacido en su pensamiento: matarse. ¿Qué podía esperar de Dolores después de la burla que había hecho de su cojera? ¡Nada! Pues si no podía esperar nada de Dolores, él estaba de más en la vida. Otras muchas cosas pensó; pero á todas renunció, por no encontrarlas viables; porque si en un principio le pareció una buena idea la de ponerle fuego por los cuatro costados al pueblo, luego pensó que era una barbaridad, de la que podía resultar que se achicharraran los buenos y se pusieran en salvo los malos, como Dolores y Meleno.
Sería la una de la madrugada cuando, después de mucho deliberar, resolvió ser él solamente el que se quitara de en medio; lo que no pudo resolver fué el modo de hacerlo, porque se tuvo que levantar para hacer la hornada; pero esta idea se le coció á él en la mollera, mientras el pan se cocía en el horno: se quitaría la vida segándose la garganta con la navaja barbera que tenía su padre para afeitarse. Pero cortarse el cuello así, sin que aquella descastada lo viera, para que no le saliera el susto del cuerpo en toda la vida, era una tontería. ¿Iría á casa de Dolores y se daría el tajo delante de la familia? ¡Bah! ¡No le dejarían! ¿Y cómo hacer?
Estas dudas vino á resolverlas, hacia las ocho de la mañana, un amigote de Juan: «Dolores había ido á Cornejilla la Nueva hacía un momento.»
Dolores, en efecto, iba muchos días á comer con sus tíos, labradores de Cornejilla la Nueva, que distaba de la Vieja cosa de un kilómetro, y regresaba por la tarde. Las dos Cornejillas comunicaban por medio de un camino vecinal, por el que no podían transitar carros, á causa de su angostura; este camino, poco antes de Cornejilla la Vieja, se veía cortado por un pequeño barranco de[Pg 216] dos metros de ancho, que se salvaba por medio de unos tablones que no tenían otra sujeción que su propio peso, ni más seguridad que la buena intención de los caminantes; allí mismo resolvió Pelotón hacer la barbaridad.
Cuando Dolores regresara, él, que estaría esperando... ¡zas!... se rebanaría el cuello y se dejaría la cabeza colgando de un pedacillo de carne, para que no hubiera duda en la identificación.
¡Ya vería aquella mujer sin corazón quién era Juan Pacheco!
La impaciencia le tenía de tal modo inquieto, que, no bien hizo que comía, pues no era cosa de atracarse, según su costumbre, estando próximo á morir, cogió la navaja, se la metió en el bolsillo y... ¡hala para el barranco!... que desde aquel día sería célebre. Cuando llegó, miró la hora en un abultado reloj de plata, que bien pudiera hacer el oficio de tartera quitándole la máquina, y vió que aun faltaban dos horas largas para que Dolores regresara, según la que tenía por costumbre. ¡Cuántas veces la había acompañado por aquel camino... cuántas!
Dióse Juan á meditar sobre todo lo ocurrido antes de la guerra, en la guerra y después de la guerra, sacando en consecuencia[Pg 217] á qué extremos llegan los hombres por su mala cabeza; porque ahora que lo miraba fríamente, no dejaba de comprender que Dolores tenía razón... hasta cierto punto. Lo cierto es que cuando él vino de la guerra no hablaba de otra cosa más que de Doña Amparo, y, si es verdad que sólo la gratitud era la que movía su lengua, el caso es que él no se había ocupado de decirle á su novia ni una palabrica dulce; y esto, con las cartas tan llenas de cariño y de zozobra por el estado de su salud, que ella le había escrito, la verdad era que no estaba bien, y le parecía natural que Dolores se hubiera enfadado; que mujer era, y, al fin y al cabo, las mujeres no pueden comprender que un hombre piense en otra sin estar enamorado de ella. Pero también aquel engaño de citarle en la ventana, haciendo que él creyera que sería porque ella se estaba muriendo por decirle algo, y salir luego con aquella andanada, aquellos modales, aquel modo de cerrar la ventana dándole con ella en las narices y medio espachurrándole un dedo, que bien negra tuvo la uña días y más días... ¡tampoco aquello estaba bien! ¿Que había dado lugar á ello? Sí, señor; si no lo negaba; pero no estaba bien aquello, ¡congrio!, no estaba bien.
Cuanto más pensaba Juan, más lío se hacía con sus ideas, y á vuelta con ellas, siempre venía á parar al mismo punto: Dolores tenía razón.
«Pero si tenía razón, lo menos que podía, que debía hacer, antes de largarse el tajo, era decírselo y aun pedirle perdón. ¿Y quién era el guapo que lo hacía, si no había un Dios que se acercara á hablarla? ¡Ah! Si él hubiera podido hablarla, no hubieran llegado las cosas al extremo que habían llegado; que moza que á él le dejara hablar, era moza perdida, según las cosas que sabía decirle.»
La idea de hablarle antes de morir se aferró de tal modo á su pensamiento, que ya no pensó en otra cosa que en lograrlo. Cuando ya desesperaba de conseguirlo, se le ocurrió un modo que consideró como infalible: quitaría las tablas que servían de puente y, así, no pudiendo pasar, no tendría más remedio que detenerse y escucharle, bien que ello fuera desde la otra orilla. «¿Y si se volvía para atrás? ¡Congrio! ¡Si se volvía para atrás, de un salto se ponía al otro lado del barranco, la cogía de un brazo, y quieras que no, tendría que oirle!»
En esto estaba Juan, cuando, á lo lejos, vió avanzar una mujer por el camino vecinal:[Pg 219] ella era sin duda alguna. Con gran entusiasmo puso Pelotón manos á la obra. Las tablas eran pesadas; pero fuerzas tenía él más que sobradas, y así, cuando Dolores, que ella era, llegó al barranco, se encontró con que no podía pasar.
Juan, haciéndose el desentendido, afilaba un palitroque con la navaja barbera, haciéndose la ilusión de que, de un momento á otro, iba á sentir á Dolores que le llamaba para que hiciera el favor de poner las tablas en su sitio.
Dolores, que desde el primer momento comprendió lo que Juan había hecho, y por qué lo había hecho, sintió una gran alegría y sonrió al pensar en el chasco que se iba á llevar el mozo, si estaba esperando á que ella le pidiera que franqueara el paso. Juan, más nervioso que una damisela, y mirando de reojo á Dolores, sacaba astillas y más astillas del palitroque, de modo que pronto acabara con él, y no acabara con los dedos por milagro.
Dolores, que se había sentado en un montoncillo de tierra, tarareaba, por lo bajo, una canción.
El mozo, que tomaba aquella actitud de Dolores por la más despreciativa que mujer[Pg 220] alguna pudiera tomar para despreciar á un hombre, empezó á sudar y trasudar y á pensar que, en vista de que ella no decía nada, debía decirlo de él... pero que no se le ocurría nada.
«Y ¡qué guapa estaba la condenada! ¡También tendría que ver eso de matarse y que viniera otro con sus manos lavadas y se llevara aquel pedazo de gloria! ¡¡Recongrio!!»
Y tal era la cara que Juan ponía, que Dolores, que de hito en hito le miraba, sintió ganas de reir y tuvo lástima del pobre Juan.
No llevaba traza de terminar aquella situación, por cuanto Dolores no tenía intención de despegar los labios, y á él no se le ocurría por donde empezar. Tanto coraje le causó esto, que ello sirvió para desatarle la lengua.
—¿Te vas á estar así hasta la noche?—dijo.
Volvió lentamente la cabeza Dolores, para mirarle, y contestó con la mayor gravedad:
—No sé que te pueda importar mucho el que me esté ó no me esté; pero, de todos modos, bien se comprende que aquí me tengo que estar hasta que venga alguien que vuelva las tablas á su sitio y se pueda pasar.
—¿Y no estoy yo aquí para ponerlas?—replicó Juan con creciente coraje.
—Entonces, ¿para qué te has tomado el trabajo de quitarlas?
—¿Y si no hubiera sido yo?
—No puede ser nadie más que tú, porque no hay otro en el pueblo que tenga más mala sangre.
—¿Que yo tengo mala sangre? Ahora mismo vas á verlo—exclamó Juan, que, como se ve, perdía en seguida los estribos—. Yo he sido el que ha quitado las tablas, sí, señor, yo he sido; pero no te creas que las he quitado para detenerte y estarme recreando en mirarte, que moza con tan mal corazón como el que tú tienes, no es para que la mire nadie: las he quitao pa que no tengas más remedio que ver de lo que es capaz Juan Pacheco.
Levantóse Dolores, un tanto sobresaltada, al ver á Juan esgrimir la navaja, y acercóse al borde del barranco.
—Las he quitao, pa que veas cómo, por tu culpa, me rebano ahora mismo el pescuezo, y pa que veas, de paso, si es mala la sangre que tengo.
—Pero ¿para qué quieres matarte, pedazo de bárbaro?—replicó Dolores muy azorada, al ver la fiera actitud de Juan.
—¡Pa no verte!
—¿Pues tienes más que no mirarme?
—¿No mirarte sabiendo que te puedo ver?
—¿Qué falta te hago yo para nada, si para ti no hay más que una mujer en el mundo?
—Eso, eso que tú has dicho: una na más.
—¡Tu Amparito!
—¡No, congrio: mi Dolores! Y puesto que tú ya no me quieres, ahora vas á ver lo que hago.
Y al decir esto, con tanta furia se llevó la navaja al cuello, que Dolores, espantada, dió un grito horrible y se tapó la cara con las manos.
Al oir el grito dado por Dolores, suspendió Juan la operación del degüello; pero no tan pronto que el filo de la navaja no causara un pequeño corte en la piel. Breves momentos permanecieron en aquella actitud. Descubrió su cara temerosa Dolores, y, con enérgico acento, dijo:
—Tira eso, Juan; tira eso ahora mismo.
Lentamente bajó el brazo Juan.
—¡Que tires eso, te digo!—volvió á repetir la moza.
Juan miró la navaja, miró después á Dolores, y sintiendo sobre sí el influjo del mirar de ella, arrojó violentamente la navaja al fondo del barranco. Cuando Dolores le vió tirar[Pg 223]la, dejóse caer en el montoncillo de tierra y rompió á llorar con gran desconsuelo.
Ver Juan que Dolores lloraba y plantarse de un brinco á su lado, fué cosa de un segundo.
Sentóse Juan junto á Dolores, rodeó su cintura con un brazo, y, sacándola el pañuelo, que asomaba en uno de los bolsillos del delantalillo, por no estar muy seguro del suyo, quiso secar aquellas lágrimas que se vertían por su culpa.
—Quita de ahí, bruto; déjame en paz—decía Dolores con entrecortado acento, porque la acción de Juan habíala conmovido muy de veras.
—Dolores... Dolorcicas—decía éste, hecho pura jalea—; no llores ó bajo por la navaja, que bien merecido me tengo, por bruto, quitarme de en medio; no llores, Dolorcicas, y, mírame ya una vez con aquel cariño con que me mirabas antes.
—Como te lo mereces tanto—contestaba la moza sorbiéndose las lágrimas.
—No me lo merezco, ni poco, ni mucho, ni na; pero tú eres muy buena para negarlo. Mira que tú no sabes lo que he penao por ti en este tiempo.
—¿Por mí, ó por la otra?
—No me hables más de la otra, que ni tan siquiera por casualidad me acuerdo de ella.
—Mal hecho—respondió Dolores, ya más serena.
—¡Congrio! ¿Y por qué?
—Porque no debe olvidarse nunca el bien que se nos hace. Yo ni la he olvidado, ni la olvidaré.
—¿Tú?
—¿Cómo olvidar el cariño con que te cuidó y te atendió en el hospital?
—¡Miá que eres buena! Pero, entonces, dejando á un lao lo de mi cojera, que ya me barruntaba yo que era una añagaza del cochino de Meleno, ¿no hiciste lo que hiciste por celos?
—¿Por celos? ¡En tan poco te crees que me tengo yo!
—Tienes razón: ella, en su esfera, es un ángel; tú, en la tuya, eres otro... y cada oveja con su pareja... y Dios con todos, Dolorcicas.
—¿Sabes el placer más grande que yo tendría?
—Cuál.
—Conocer á esa señora. Te aseguro que, como cayera en mis manos, dos besos en los que se llevara toda mi alma no se los quitaba nadie.
—No se los quitaría nadie; pero yo te aseguro que los que yo te voy á dar, tampoco te los quita á ti ni el mismísimo Sursum corda.
Y Juan, abrazándose á Dolores, como náufrago que se ahoga, buscó su fresca boca con afán; huíale Dolores, entre risas sofocadas; lucharon algunos momentos y, al fin, sucumbió la muchacha, que vió ahogadas sus risas por una lluvia de besos.
Hay que hacer constar aquí, que aquella era la primera vez que Dolores consentía á Juan propasarse. Tanto le había visto sufrir al pobrecillo, que no pudo negarle aquella preciada recompensa. En aquel momento Dolores advirtió que en el cuello de Juan había sangre; sobresaltóse al pronto, pero en seguida se convenció de que no era más que un arañazo.
—Merecido tenías que te hubiera dejado matarte—dijo cariñosamente la moza.
—Esta será la señal de mi felicidad, Dolores de mi alma.
La noticia de la boda de Juan con Dolores corrió por el pueblo como un reguero de pólvora; aquélla se celebró á los dos meses de lo ocurrido junto al barranco. ¡Ah! el pueblo recobró la tranquilidad, porque el pan volvió á tener su peso, con gran contentamiento[Pg 226] del Alcalde, que más de una vez vió peligrar la vara.
Y nosotros, seguros ya de la felicidad de nuestro buen amigo Juan, salimos de Cornejilla la Vieja para no volver más, con gran satisfacción nuestra; porque la verdad es que la mayoría de los pueblos de España convidan bien poco á visitarlos.
Muchas lágrimas le había costado á la señora Rita su hijo Ramón; pero ya no lloraba, ya no reprendía... ya no aconsejaba siquiera... ¿Para qué?
Ni ella con su cariño de madre, ni Benito, hermano de Ramón, con sus reflexiones, habían conseguido traer á éste al buen camino. ¡Todo era inútil! Ramón seguía frecuentando la taberna y olvidando el trabajo.
—¿Por qué no vas á la fábrica?—decíale Benito con tono bondadoso.—Mira que con mi jornal solamente no podemos atender á las necesidades de la casa.
—Yo no pido nada—respondía Ramón secamente.
—No pides nada, es verdad; pero no es la primera vez que he tenido que pagar deudas tuyas.
—Has hecho mal.
—Ya que madre y yo te seamos indiferen[Pg 228]tes, piensa, al menos, que estás comprometido con la Inés; que en el pueblo se murmura que no te portas con ella como un hombre de bien, y que es preciso que demuestres que lo eres.
—Los del pueblo podían ocuparse en sus asuntos y dejar á los demás en paz.
Y, por regla general, Ramón, dando media vuelta, se alejaba dejando á su hermano con la palabra en la boca.
Estaba visto que no podía hacer carrera de su hermano, y que ni él ni su madre podían contar con Ramón para nada.
Efectivamente: Ramón, dominado por sus ideas levantiscas y por su holgazanería, sobre todo, no estaba dispuesto á escuchar razones ni á seguir consejos.
¡Cuanto sufría el pobre Benito!, muchacho honrado, trabajador y formal como pocos; amante de su madre y de su casa, como nadie. Él no podría casarse nunca; él no podría decirle á Rosa, aquella muchacha fornida y fresca, de pelo negro, de dientes blancos, de pronunciado seno y recias caderas, que la quería con toda su alma. ¿Cómo iba él á crearse nuevas necesidades si apenas podía con las actuales? ¿Cómo iba él á exponerse á que ella no quisiera á su madre, á la buena[Pg 229] señora Rita y...? A él sí que le quería, se lo decía con sus relucientes ojos siempre que se encontraban; pero dice el refrán que «el casado casa quiere», y... ¡No; él no abandonaría nunca á su madre!
Ramón era el azote de todas aquellas personas á las que, por ley natural, debía amar tanto.
Inútilmente la madre de Inés aconsejaba á ésta constantemente que dejara á Ramón.
—No puedo, madre, no puedo—respondía la muchacha invariablemente.—Yo sé que es malo, lo sé... pero no puedo dejarlo.
Bien sabía ella que iba á ser desgraciada, que lo era ya; pero el mal no tenía remedio.
—Si yo te quiero ahora más que á nada en el mundo—la dijo Ramón un día—, ¿qué será, Inés, si accedes á ser mía? Entonces yo seré como vosotros queréis que sea; trabajaré y ahorraré para casarme en seguida, porque no podré vivir sin tenerte á todas horas.
La pobre Inés, creyendo en la sinceridad de aquellas palabras, y pensando que su sacrificio sería base de la redención de su novio, fué débil y entrególe su honor inmaculado. Y es lo cierto que, desde entonces, la infeliz perdió todo el ascendiente que tenía[Pg 230] sobre Ramón y que llegó á verse tratada brutalmente por aquel hombre.
No fué esto lo peor; lo peor fué que en el pueblo se empezó á murmurar, porque Ramón se fué de la lengua más de lo debido, y bien pronto comprendió la pobre muchacha que su falta era ya conocida de todos.
Inés sentía su alma hacerse pedazos al pensar en su madre. ¿Qué sucedería cuando llegara el momento inevitable en que ella se enterara... ¡Nada...! Si hubiese tenido padre, otra cosa hubiera sido; pero su madre... su madre no pudo hacer más que llorar, llorar como ella, sin tregua ni consuelo, sentirse morir de pena, y adorar á su hija tanto más cuanto más desgraciada la veía.
Hubo conferencias con Ramón; súplicas... ruegos... amenazas... ¡Todo fué inútil! ¡El se casaría cuando quisiera!
Se suspendieron las recriminaciones para ver si por el camino de la dulzura se conseguía algo de aquel hombre sin conciencia; pero nada se consiguió, y Ramón fué, más que nunca, el tirano de aquellos dos hogares, sumidos en la más negra desesperación, por su culpa.
Un día sucedió lo que tenía que suceder. El final de una partida de mus, fué el princi[Pg 231]pio de una batalla campal. Insultos, imprecaciones... blasfemias... navajas, cuyas hojas brillan en el aire como relámpagos... y un cuerpo que cae desplomado al suelo...
Más de un mes había transcurrido desde el trágico fin de Ramón, y aun no habían cesado los comentarios que de él se hacían, sobre todo, en lo referente á la pobre Inés.
Por dondequiera que iba el bueno de Benito, siempre llegaban á sus oídos rumores de conversaciones, en las que su hermano no salía muy bien librado.
Aquella situación se iba haciendo intolerable; la falta cometida por su hermano la sentía Benito pesar sobre su conciencia, como si fuera él quien la hubiera cometido.
Pasábase las noches de claro en claro luchando con sus ideas; sostenía vivos altercados con su conciencia, que, en verdad, nada le reprochaba; discutía acaloradamente con su madre y sostenía larguísimas conversaciones con Rosa, exponiéndola razones irrefutables para convencerla de que debía perdonarle la traición que bullía en su cerebro, puesto que era en beneficio del descanso de Ramón y de la paz y el sosiego de la pobre Inés. Y [Pg 232] tanto y tanto bregó con la una, y tan elocuente se mostró con la otra, que al fin, aunque lo cierto es que nunca habló con ellas, sino consigo mismo, logró convencerlas, y Benito pudo poner en práctica el proyecto que hacía días le tenía en aquel estado tan lamentable.
Una tarde, pálido y tembloroso, poseído de una grande emoción, tanto por el acto que iba á realizar como por la incertidumbre del acogimiento que pudiera tener, se presentó en el ancho portalón de la casa de Inés. La imagen de Rosa se le presentó allí nuevamente más hermosa que nunca; pero Benito dióla las últimas y más poderosas razones que podían servirle de justificante para su conducta, y aquélla, anegada en llanto, desapareció para siempre.
Las dos mujeres, sentadas una enfrente de otra, cosían cuando Benito hizo su aparición. Al verle la señora Juana, madre de Inés, exclamó con enojo:
—¡Tú aquí!
—Yo, señora Juana, yo mismo—respondió todo azorado Benito.
—Creí que no nos volveríamos á ver más.
—¡Señora Juana!...
—Madre—interrumpió Inés—, Benito es [Pg 233] bueno... ¿Por qué le habla usted así al pobre?... ¡Qué culpa tiene él!...
—Si él hubiera influído lo necesario con su hermano...
—¡No diga usted eso, por lo que más quiera, señora Juana!—exclamó Benito con fogosidad en él no acostumbrada.
—¡Madre!...
—Puede que me equivoque, tal vez...; pero vete, Benito, vete. ¿Cómo quieres que te vea con calma viendo á mi hija? ¿Cómo quieres que hable, qué quieres que diga si me recuerdas al autor de nuestra desgracia?
Inés, levantándose con presteza, fuése hacia su madre, besándola y acariciándola con ternura.
—¿Qué será de mi pobre hija—continuó la señora Juana entre sollozos—; quién la amparará cuando yo falte, cuando quede sola en el mundo?... ¡Mi pobre hija no tendrá quien vele por ella; porque ¿quién ha de casarse ya?...
Benito, que estaba escuchando con la cabeza baja y dándole más vueltas á su gorra que rueda de molino, exclamó al oir á la madre de Inés:
—¡Yo!
Al escuchar aquella contestación, quedaron ambas mujeres mudas y perplejas.
[Pg 234] —¿Tú?—dijo al fin la señora Juana.
—Yo, sí; yo me caso con ella.
Miraba Inés á Benito, sin acertar á comprender sus palabras; sin duda había oído mal.
Benito, no queriendo dar lugar á que el habla se le cortase, continuó diciendo:
—A tratar de eso vengo con usted y con ella. Es preciso que Inés recupere su honra, y es preciso que la gente deje ya tranquilo á mi hermano en su sepultura. Si Inés quiere, será mi esposa; es el único medio que he encontrado para reparar el mal que mi hermano le causó.
Inés miró con asombro á Benito durante algunos instantes.
—¿Tú serás el padre del hijo de tu hermano?—preguntó después, poniéndose más pálida que la cera.
—Yo, Inés; yo seré el padre de esa criatura que ha de venir al mundo; yo seré tu marido y haré cuanto esté en mano para que seas feliz... si tú me aceptas.
Inés se acercó lentamente á Benito, y cogiéndole una de sus manos, estampó en ella un beso, murmurando con los ojos arrasados en lágrimas:
—¡Gracias, Benito!
[Pg 235] Y después, echando los brazos al cuello de su madre, la estrechó amorosamente contra su pecho.
Benito, con la cabeza inclinada sobre el pecho, sintió que una mano misteriosa arrancaba de su corazón la imagen de Rosa, de aquella muchacha fornida y fresca, de pelo negro, de dientes blancos, de pronunciado seno y recias caderas, á la que nunca se había atrevido á decir: ¡Te quiero con toda mi alma!...
—¡Cómete este caramelo, Andrés!—dijo Lucía á su novio alargándole uno.
—Ya sabes que no me gustan—replicó éste.
—¡Que te lo comas!
—¡Que no me lo como!
—¡Pues no me vuelvas á dirigir la palabra!
—¡No te la dirigiré!
—¡Hemos terminado!
—¡Hemos concluído!
Lucía y Andrés continuaron el paseo muy serios y sin volver á cruzar la palabra.
Detrás de los novios, á cierta distancia, iban las respectivas mamás, hablando de lo mal que está el servicio; en último término, los papás discutían acerca de lo mal que está esto.
Ambas familias tenían estrecha amistad, desde muchos años atrás, y puede decirse[Pg 238] que Lucía y Andrés eran novios desde que tuvieron edad para pensar en ello.
Engolfados en la conversación los progenitores, no se enteraron de lo ocurrido á la enamorada pareja, hasta que, terminado el paseo y llegado el momento de despedirse, observaron la frialdad con que los muchachos lo hacían.
—¡Ay... qué chicos estos!—dijeron las mamás besuqueándose en ambos carrillos.
—¡Qué poca formalidad tenéis!—agregaron los papás sentenciosamente.
Cualquiera hubiera supuesto que la riña no pasaría adelante, y que ello terminaría en dulces y sabrosas paces; pero no fué así: el pícaro amor propio, la terquedad de los muchachos convirtió en montaña inaccesible lo que sólo era grano de arena.
Andrés dejó de ir á ver á Lucía; ésta, muchas veces cogió la pluma para escribir á su novio diciéndole: «Perdóname y ven». Pero otras tantas la volvió á dejar, pensando que tanta razón había para que ella le pidiera perdón á él, como él á ella: tan terco había sido el uno como el otro.
Y de este modo iban dejando pasar el tiempo, y dando lugar á que la situación se hiciera por momentos más tirante.
Andrés dábase á todos los diablos y muchas veces llegó hasta muy cerca de la casa de Lucía; pero otras tantas retrocedió, pensando que ella no debía quererle mucho, por cuanto no intentaba hacer las paces por medio de una cartita. ¿Qué culpa tenía él de que no le gustaran los caramelos?
Viendo que la cosa no se arreglaba, mediaron las mamás, y llegaron á tomar cartas en el asunto los papás. ¡Era una verdadera tontería que unos chicos que tanto se querían y que tan felices estaban llamados á ser, rompieran las relaciones por un caramelo: ¡esto era ridículo! Pero ningún resultado satisfactorio obtuvieron los mediadores; y no solamente no consiguieron nada, sino que la discordia acabó por extenderse á ellos mismos.
El padre de Andrés dijo que él no volvía á decir una palabra más sobre el asunto; que hicieran lo que quisieran.
—«Esa niña—decía—está demasiado consentida y mal educada; es demasiado terca, y una mujer terca no puede hacer feliz á su marido... ¡Vaya con la muñeca!»
La madre de Lucía concluyó por asegurar que Andrés tenía demasiados humos, y que ella no se rebajaba más.
—Se habrá figurado—decía á cuantos la[Pg 240] querían oir—que no hay más hombre que él en el mundo y que Lucía se va á quedar para vestir imágenes. Total, porque tiene ocho mil reales de sueldo en el Banco de España, ya se cree que es el rey del petróleo. Pues que se quede en su casa, que mi hija se está tan ricamente en la suya; y que tenga cuidado, que puede que vaya á caer con alguna que en vez de caramelos le haga comer morcilla... ¡El demonio del niñito...! ¡Pues no faltaba más!
Y las relaciones entre los padres fueron suspendiéndose poco á poco, hasta romperse del todo.
Pero si los padres se conformaron con esto, los hijos, no. Lucía necesitaba darle en la cabeza á su ex novio, para ver si se le ablandaba, y, para ello, aceptó las relaciones de un comerciante, conocido de casa, que, si bien era cierto que tenía muchos años, también lo era que tenía mucho dinero.
No faltaría algún alma caritativa que se lo contara á Andrés, y seguramente que las condiciones del nuevo novio le harían rabiar más.
Así sucedió. En cuanto Andrés supo que Lucía tenía novio... ¡y qué novio...!, se declaró á una muchacha que vivía en el principal[Pg 241] de su misma casa, para darle en las narices á su ex novia.
A los seis meses de esto, y al levantarse una mañana Andrés, para ir á la oficina, la criada le entregó un paquetito que, momentos antes, habían llevado para él. Desenvolvióle, con no poca curiosidad, y, cuál no sería su sorpresa al encontrarse con una cajita de caramelos y una cartulina plegada en tres dobleces, en la que Lucía y su esposo le participaban el efectuado enlace.
Averiguar á dónde fueron á parar los caramelos al salir por la ventana del cuarto de Andrés, es cosa bien difícil.
A los tres meses, Andrés contraía matrimonio.
Dos años pasaron. Andrés fué ascendido y trasladado á la ventanilla de «Caja», en el departamento de «Cuentas corrientes».
Cuatro ó cinco días llevaría desempeñando su nuevo cargo, cuando una mañana quedóse como petrificado al ver aparecer á Lucía ante la ventanilla. Mirábala Andrés, sin hacer el menor ademán para coger el talón que aquélla le alargaba y que debía hacer efectivo.
Al fin, Lucía, hubo de exclamar:
—¿Le ha dado á usted un aire?
Andrés, al oir que Lucía le trataba de usted, pareció volver á la realidad.
—Me ha dado una alegría muy grande al verla.
—¿Sí? ¡Menos mal! De todos modos, no sé á qué santo se alegra usted de verme.
—Porque siempre alegra ver una cara bonita.
—Le advierto que yo he venido á cobrar y no á que me echen flores—dijo Lucía agitando el triangulito de papel con la mano.
—¿Continúa usted con tan mal genio como antes?
—¡Continúo con el que tengo desde que nací!
—¡Por muchos años!
—¡Y usted que lo vea!
—¡Gracias!
—¡No hay de qué!
—Lo que parece mentira, es que su marido la deje sola siendo tan bonita.
—Mi marido hace lo que le parece... y vuelvo á repetirle que se deje de floreos... y que los guarde para su señora.
—¡Soy viudo, hace un año!
—¿Ha enviudado usted?
—¡Acabo de decirlo!
—Lo creo: su pobre señora se moriría como único recurso, para no sufrir á su marido.
—Mi señora murió al darme un hijo.
—¿Tiene usted un hijo?
—Sí.
—¡Pobre angelito, más le valía haberse ido con su madre!
—¡Me está usted ofendiendo!
—¡Le hago justicia!
—Y usted... ¿no tiene familia?—preguntó Andrés con cierto retintín.
—Sí, señor—replicó Lucía, poniéndose encendida—: tengo padre, madre, esposo, tíos, primos... y demás parientes.
—Parece usted una esquela de defunción.
—Para usted... ¡como si fuera el cadáver!
—Quiero decir que si no tiene usted hijos.
—¡Ah! No, señor.
—No me extraña; su marido debe estar para sopitas y buen vino.
Lucía, que comprendió que cada vez perdía más terreno, replicó con cierta acritud:
—Mi marido estará para lo que sea; pero yo no estoy para darle á usted conversación; conque págueme y ponga punto final.
—¿No sería mejor ponerlos suspensivos?
—No, señor: final... final; porque ya me guardaré yo muy bien de volver á cobrar nada.
Andrés, algo cortado por el tono seco empleado por Lucía en sus últimas palabras, empezó á contar billetes.
Cogió Lucía el dinero que Andrés le alargaba, y con un «buenos días» muy desabrido, se alejó de la ventanilla, dejando á su antiguo novio triste y pensativo.
Lucía, en efecto, no volvió más, defraudando las esperanzas de Andrés; un dependiente fué el que, en lo sucesivo, se presentó á cobrar.
Cierta tarde que Andrés iba de paseo por la calle de Alcalá, llevando de la mano á su hijo Abelardito, que á la sazón contaba tres años, al pasar por frente á San José, quedóse de pronto sin saber qué partido tomar: Lucía y su madre avanzaban en dirección suya, y se hallaban á muy poca distancia; ambas vestían de luto.
Lucía, al ver á Andrés sonrió, y, tanto ella como su madre, siguieron andando hasta llegar á él.
Saludólas Andrés con gran azoramiento.
Lucía, sin dejar de sonreir ni de mirarle, dijo:
—Tienes un hijo bastante más guapo que tú.
Púsose Andrés sumamente colorado, y quiso responder algo; pero no acertó á decir palabra.
Lucía, cogiendo al niño en brazos, besóle con apasionamiento.
—Rico, monín... ¿Cómo te llamas?... Tu papá es muy feo, ¿verdad?
Y al decir esto, juntaba su cara con la del nene y, siempre sonriente, miraba al padre.
Por fin, quiso Dios que Andrés recobrara el habla, y hubo preguntas y explicaciones por ambas partes. Lucía había enviudado hacía poco más de un año.
Como la conversación no llevara trazas de terminar, Doña Luisa propuso que Andrés las acompañara hasta su casa. Lucía, cuando llegaron, insistió en que subieran, para darle unas galletas al bebé... ¡Era tan monín, tan salado... y tan chiquitín!...
Doña Luisa, la madre de Lucía, se llevó al niño al comedor, y ésta y Andrés quedaron [Pg 246] solos en la sala. Andrés miraba á Lucía sin decir palabra.
—¿Te has quedado mudo?—preguntó ella.
—Me he quedado asombrado al ver lo bonita que estás; eres una viudita lindísima.
Lucía se puso colorada.
—¿Me quieres todavía un poquitillo, Lucía?
—¿Y tú á mí?
—¡Con toda mi alma; más que antes! Si tú quisieras, aun podríamos remediar pasados errores... ¿Quieres ser mi mujer?
Lucía, cada vez más colorada, y con voz algo velada por la emoción, respondió:
—Eso depende de ti.
—¿De mí?
—Sí.
—Pero tú, ¿me quieres?
—No he dejado de quererte nunca.
—No obstante, aquella mañanita del Banco...
—Aquella mañanita... yo era casada.
—Es verdad. Pero, entonces, no comprendo...
—Espera un momento.
Lucía, al decir esto, se levantó y dirigióse precipitadamente hacia un gabinete contiguo.
Hacíase Andrés inútilmente reflexiones [Pg 247] acerca de cuál podía ser la causa que hiciera depender el matrimonio de él, cuando Lucía reapareció en la sala, ocultando en sus manos un pequeñísimo objeto.
Avanzó resueltamente hacia Andrés, y, tomando asiento frente á él, dijo así:
—¿Dices que si quiero ser tu mujer?
—¡Sí!—respondió el aludido, sin comprender en qué iba á parar aquello.
—Pues cómete esto—y Lucía puso ante los ojos de Andrés el pequeño objeto que ocultaba.
—¡¡Un caramelo!!—exclamó Andrés.
—Un caramelo, no; es el mismo caramelo de aquel día—dijo Lucía, haciendo un delicioso mohín.
Andrés vaciló un momento, miró á Lucía, miró al caramelo... y, por último, tomó éste, que se hallaba en un estado lastimoso, de manos de Lucía; le quitó el papel, como Dios le dió á entender, y echándoselo á la boca, lo mascó con fuerza y se tragó los pedazos.
—¿Estás ya satisfecha?
—¡Sí! Ahora te pido que perdones mi terquedad; era una cuestión de amor propio. Desde hoy mi voluntad será la tuya, Andrés—dijo Lucía, levantándose y bajando la vista al suelo.
[Pg 248] Andrés, levantándose también, se acercó á Lucía, á la ex novia que recobraba, y estrechóla amorosamente contra su pecho, á tiempo que Doña Luisa, con Abelardín, aparecía en la puerta de la sala.
Teatro.
Un beneficio, sainete (en colaboración con D. Rafael de Santa Ana).
En preparación.
La Pecadora (novela).