Title: Antología portorriqueña: Prosa y verso
Author: Manuel Fernández Juncos
Release date: October 23, 2014 [eBook #47184]
Language: Spanish
Credits: Produced by Carlos Colón, University of California and the
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Nota del Transcriptor:
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La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público
—PARA LECTURA ESCOLAR—
POR
MANUEL FERNÁNDEZ JUNCOS
NUEVA EDICIÓN AUMENTADA Y REVISADA POR EL AUTOR
HINDS, NOBLE & ELDREDGE
EDITORES
NEW YORK FILADELFIA
1913
"Es propiedad del autor, el cual se reserva todos los derechos."
Copyright 1907, 1913, by
HINDS, NOBLE & ELDREDGE
Este libro fué compuesto expresamente para vosotros. Contiene noticias acerca de la vida y méritos de escritores y poetas portorriqueños ya difuntos, y muestras de sus trabajos científicos y literarios.
En general esos trabajos no fueron hechos para niños, y tratan sobre ideas y sentimientos que no se comprenden bien á vuestra edad; pero así y todo debéis leerlos y recordar con respeto los nombres de sus autores. Ellos impulsaron el movimiento político y educativo de esta sociedad en el siglo anterior, y á ellos debe Puerto Rico gran parte de la cultura que actualmente disfruta.
Pensad en el esfuerzo que han tenido que hacer para llegar á la altura de inteligencia y de sabiduría á que llegaron, en una sociedad menos propicia que la de hoy para los estudios, y en lucha con las instituciones nada expansivas del régimen colonial. No tuvieron como vosotros la gran ventaja de la escuela moderna, ni había siquiera, cuando ellos estudiaban, la cuarta parte de las escuelas que tiene[iv] hoy Puerto Rico. Y á pesar de todas esas dificultades lograron ilustrar su nombre y honrar á su país, realizando muchos de ellos este milagro con el solo esfuerzo de un resorte oculto que poseen desde niños todos los hombres. Este resorte, con el cual pueden obtenerse victorias admirables y realizarse las más grandes acciones, es la voluntad. Los autores de las obras contenidas en este libro, fueron ante todo hombres de estudio, hombres de acción, hombres de voluntad.
Vosotros podéis llegar á donde llegaron ellos. Quizá podáis subir más todavía; pero, aun cuando alcancéis esta gloria, admirad y respetad siempre á los precursores, que para ser lo que fueron han luchado mucho más que vosotros. Pregonad sus méritos antes de señalar sus deficiencias.
Un sabio historiador ha dicho que las nuevas generaciones parecen más grandes y lucidas, porque están sobre los hombros de las generaciones anteriores. Con esto quiso dar á entender que la cultura social no es obra única de la generación que la posee, sino producto de herencias y de acumulaciones sucesivas.
Más felices vosotros que vuestros antecesores, os halláis en posesión de una cultura adquirida por ellos con grandes dificultades. Éllos os han allanado el camino para nuevas y más espléndidas[v] jornadas, y ahora se os ensancha el horizonte, como invitándoos á continuar en vuestro avance victorioso.
Estudiad con atención los trabajos contenidos en este libro, y tenedlos como señal ó punto de partida para medir los progresos que vayáis realizando.
—"Hasta aquí llegaron nuestros abuelos—diréis;—veremos hasta donde, con mejores medios, logramos llegar nosotros."
Y seguid, niños, seguid adelante, siempre adelante; de modo que cada nuevo día que llegue halle en vosotros un nuevo progreso, una moral más pura, una dirección más acertada y más firme de la voluntad.
Manuel Fernández Juncos.
[1] ANTOLOGÍA PORTORRIQUEÑA
Entre el grupo de escritores y educadores portorriqueños que dieron impulso y dirección al movimiento intelectual de Puerto Rico en la segunda mitad del siglo XIX, se distinguió notablemente don Román Baldorioty de Castro, por la extensión y solidez de sus conocimientos, por la nobleza de su carácter, y por sus profundas convicciones de liberal y reformador.
Nació el día 14 de Marzo de 1822, en al caserío de Guaynabo, que perteneció después al distrito municipal de Bayamón. Aunque sus padres no eran ricos, en vista de las buenas disposiciones mentales que el muchacho había demostrado en la escuela primaria, decidieron enviarle á San Juan, para que asistiera á las cátedras del Seminario, y aprovechase á la vez unas lecciones de Química y Física, que daba gratuitamente el Padre Rufo Manuel Fernández. Estudió Román con tan buen éxito, que llegó á ser el discípulo predilecto del Padre Rufo; y cuando este ilustre educador fué enviado á España con cuatro jóvenes portorriqueños, para hacer de ellos cuatro Profesores de Ciencias, que se dedicaran luego á la instrucción de la juventud, uno de los favorecidos fué Baldorioty de Castro.
Estudió en Madrid con verdadero entusiasmo, hasta obtener en la Universidad el título de Licenciado en Ciencias Físico-Matemáticas, y el de Regente de 1ª clase, que equivalía entonces al Doctorado. Luego ingresó en la Escuela Central de Artes y Manufacturas, de París, en[2] donde amplió y dió aplicación, más práctica á sus conocimientos.
Cuando volvió á Puerto Rico, ansioso de comunicar á sus jóvenes paisanos los conocimientos que había adquirido, se encontró con la triste noticia de que el Gobierno había decretado que no se estableciese el Colegio Central, del que Baldorioty de Castro había de ser Profesor. Algunos años más tarde desempeñó una cátedra de Náutica, sostenida por la Junta de Comercio y Fomento, y muchos alumnos de ella fueron excelentes pilotos. Algunos de los que todavía dirigen barcos de navegación trasatlántica ó recorren el mar de las Antillas, cursaron sus estudios técnicos en la cátedra de Baldorioty de Castro.
En 1867 fué nombrado Baldorioty por el gobierno de Puerto Rico, para que le representara en la Exposición Universal de París, celebrada en aquel mismo año, y la Memoria que aquél escribió acerca del magnífico Certamen forma un interesante libro, al cual pertenece el artículo América, inserto en esta Antología.
Elegido diputado por Puerto Rico á las Cortes Constituyentes españolas de 1869, expuso allí con noble entereza las aspiraciones políticas de sus paisanos; abogó briosamente por la abolición de la esclavitud, y cuando se puso á votación la forma de gobierno y la elección del príncipe Amadeo para rey de España, Baldorioty declaró que sus principios políticos, y el convencimiento de que aquella monarquía traería de nuevo la guerra civil, le impedían autorizarla con su voto.
La sinceridad y la energía de sus discursos en defensa de Puerto Rico, llamaron la atención de aquel famoso Congreso, en donde culminaba la elocuencia española. "Es innegable—decía—que Puerto Rico está en plena[3] paz, y que no hay razón para continuar confiscándole sus derechos. Esta confiscación es contraria á la justicia, como lo son siempre las confiscaciones arbitrarias, hechas en nombre de la fuerza. ¡Los pueblos exterminadores no son jamás menos desgraciados que los pueblos exterminados!...
"Puerto Rico tiene hambre y sed de justicia, aunque se mantiene en paz, y aquí reclaman sus representantes, dentro de la legalidad, los derechos de aquel país. Andando el tiempo, si la suerte nos es adversa, si por una fatalidad inconstrastable perdemos la esperanza y continuamos de nuevo bajo la injusta reprobación de 1837, ¡ah! entonces, yo no creo en las ventajas de un pugilato desigual é imposible, pero temo su desgracia, porque los pueblos, como los individuos, cuando pierden el último rayo de luz de la esperanza, ó se degradan ó se suicidan."
Terminada su labor en las Cortes Constituyentes, volvió Baldorioty á su país, con ánimo de dedicarse á la enseñanza. Trató de fundar en Mayagüez una Escuela Filotécnica, aprovechando la expansión que se había dado á las leyes sobre enseñanza, durante el breve período de la República; pero la reacción política que sobrevino en 1874 le impidió poner en práctica su proyecto. Emigró entonces á Santo Domingo, y allí fundó el Colegio Antillano y fué Profesor en el Central.
Algún tiempo después regresó Baldorioty de Castro á Puerto Rico, y aquí se dedicó al periodismo, en defensa de las ideas liberales. Había publicado antes con buen éxito un periódico titulado El Derecho, dedicado á la propagación de la ciencia política, social y económica, y en 1880 empezó una formidable campaña política en La Crónica, de Ponce. Dos años después, como resultado de aquélla, formuló en dicha ciudad las bases del partido[4] autonomista portorriqueño, del cual fué proclamado Presidente.
Fué varias veces perseguido por sus ideas políticas, y dió siempre ejemplos de serenidad y entereza de espíritu en la desgracia. Era hombre de carácter firme y franco, de gran honradez y generosidad, y muy afectuoso y ameno en su trato. Poseía un talento clarísimo y una elocuencia fluida y natural, sin grandes atavíos retóricos, pero con acentos vigorosos y persuasivos. El estilo de su oratoria era más enérgico y animado que el de sus escritos.
Ningún portorriqueño gozó en vida de más popularidad que don Román Baldorioty de Castro, ni fué más cariñosamente recordado por sus compatriotas después de muerto.
El siguiente artículo suyo pertenece al libro que escribió, para informar al gobierno y al país acerca de la Exposición Universal de París, en 1866. Al trazar en él la síntesis histórica del desenvolvimiento político del Nuevo Mundo, se expresa con notable lucidez y valentía, y tiene rasgos proféticos dignos de estudio. Nótese que el autor escribía en una época de gran meticulosidad política, y que imperaba entonces en todo su rigor la previa censura.
Cuando se tiene un Mapa del mundo ante los ojos, la vista recorre vagamente su extensión, salva los mares procelosos, se desliza con indiferencia por entre los escollos de los archipiélagos, y se reposa de momento en momento sobre los continentes.
En esta peregrinación contemplativa, la historia[5] de la humanidad, esta Judía errante de todos los tiempos, pasa confusamente por el espíritu y deja en el ánimo impresiones duraderas. En el Campo de Marte, donde no hay ni océanos ni fronteras, donde todos los climas se confunden en un solo clima, donde todos los hombres se tocan y se tropiezan como los habitantes de un mismo hormiguero, donde todas las categorías se codean, se empujan sin disculparse, se hablan, se preguntan y se responden sin ceremonias, el mapa del mundo se estrecha, se anima al rumor confuso de mil dialectos, y refleja la vida y el pensamiento de la sociedad humana, varia y distinta en la forma, idéntica en el fondo de su naturaleza. Diríase que en este gran espectáculo, en este concierto universal de los hombres, hay como una revelación espontánea, como una muestra inequívoca de la confederación necesaria de todos los pueblos: diríase que en la superficie del revuelto mar de las pasiones y de los intereses locales, ocultos en el fango del fondo, sobrenada al fin el espíritu regenerador de la igualdad, de la fraternidad humana. ¡Brillante alucinación del tiempo presente, realidad quizás de un futuro relativamente próximo!
Entre tanto el África inexplorada, se nos presenta hasta hoy, tal vez sin razón bastante, como una región adversa, inhospitalaria, incivilizable, á pesar[6] de los vivos resplandores que el Egipto lanzó en otros tiempos sobre el mundo de los Hebreos, de los Griegos y de los Romanos. En nuestros días la república negra de Liberia, nacida bajo el amparo de la verdadera libertad, y animada por el soplo vivificador de la verdadera caridad cristiana, sin pensamiento ulterior de explotación, exenta de esa funesta protección que la codicia ha cubierto hasta ahora con el cínico emblema del gobierno paternal, marcha por sí misma en pos de un brillante destino: vendrá un día en que su civilización sea la civilización de todo un continente. El Asia por su parte, pletórica de gente, gastada en lo físico y moralmente degradada, parece pertenecer completamente al pasado. La Europa, dominadora del presente, pero malamente equilibrada por sus propias ambiciones, acotada como una heredad por una reglamentación mutiladora de las facultades del hombre, llena de teorías, sin criterio fijo y sin fe viva, dará todavía por mucho tiempo torrentes de luz al mundo; mas no tiene campo extenso para una gran multiplicación de la especie humana, ni en general, libertad bastante para realizar sus nuevos destinos. La América, grande como la mitad de los otros continentes, bien situada entre los dos grandes Océanos, con infinitos veneros de fortuna, con todos los climas en una cualquiera de sus zonas, sin gente[7] apenas, sin dinastías celosas y contradictorias, y con instituciones amplias y generosas, que echarán con el tiempo fuertes raíces; la América, que no limita las aptitudes, ni fuerza el espíritu de los hombres en ninguna dirección exclusiva, es al parecer la tierra de promisión para la humanidad de los tiempos venideros. La Australia, á pesar de su distancia relativa, espera con seguridad los mismos destinos.
Ciertamente los resabios de la época de las conquistas subsisten en los gobiernos europeos; pero los pueblos que tan caramente han pagado siempre este cruento sistema, no son al presente muy favorables á este modo sangriento y costoso de adquirir: por otra parte las últimas tentativas que, bajo nombres diferentes, hemos visto, y que pueden repetirse todavía, prueban que la América de hoy no será fácil presa de estas cacerías. Si el contrato, acto moral iniciado por Guillermo Penn, y practicado en grande escala por la Francia, por la España y en nuestros días por la Dinamarca y por la Rusia, no estuviera destinado á reemplazar las violencias de la conquista; la emigración espontánea, cuyas proporciones crecen de día en día con los progresos de la navegación, dará tarde ó temprano este resultado.
Las corrientes pacíficas de la emigración europea están, digamos así, normalizadas hacia la[8] América: las familias del norte, irlandesas y alemanas, se dirigen en gran número con preferencia á los Estados Unidos: la emigración meridional, franceses, españoles é italianos, menos abundante, se encamina con más frecuencia á las repúblicas hispanoamericanas. ¿No es probable que una y otra corriente tomen mayores proporciones con el tiempo? Los pueblos de oriente, que empiezan á ponerse en movimiento, ¿no llegarán también á fijar su atención en el hermoso porvenir que á todos brinda el nuevo mundo?
Un fenómeno social digno de ser analizado nos presenta el vasto continente en sus dos grandes secciones: el poder de asimilación, tan fuerte en la una, tan débil en la otra, ¿qué causas reconoce? Al Norte emigran las familias completas, al Sur no van de ordinario sino individuos: las primeras descuajan los bosques, fundan la propiedad agrícola, levantan ciudades, promueven la industria y fomentan la instrucción pública: se radican, en fin, y al cabo de pocos años miran esta patria adoptiva como la patria definitiva. Es un hecho que si recuerdan el suelo natal es para invitar á sus deudos á seguir su ejemplo, y con frecuencia, para proporcionarles los medios indispensables para emigrar. Los segundos no aman en general el trabajo de los campos: se diseminan por las ciudades y los pueblos, y sus[9] ocupaciones son por lo común la bodega, las novedades de París, la lencería y algunas veces las artes y los oficios vulgares. La agricultura, la industria, la inventiva, la enseñanza pública y el aumento de la población estable les deben muy poco; es notable que, aun cuando el matrimonio ó el curso de sus negocios los retengan en el país hasta su muerte, su pensamiento fijo es, casi siempre, redondear una fortuna, grande ó pequeña, para abandonarlo.
Atribuir á una virtud del clima este doble fenómeno, nos parece poco acertado: ni los climas del Norte son más templados, ni sus terrenos son más feraces que los del Sur: la estabilidad política pudiera explicarlo, si ella no fuera parte del hecho mismo que se discute, y en cuanto á la prosperidad económica, ella es evidentemente una consecuencia y no una causa del fenómeno. Á nuestro juicio, la educación secular de una y otra raza, este clima moral mil veces más poderoso que los climas físicos, encierra todo el secreto y la explicación completa de estos hechos. Hubo un tiempo en que las razas del Norte, ignorantes, supersticiosas y abandonadas, vivían tiranizadas por los vicios, y poco estimadas de sí mismas y de los demás; las meridionales brillaban entonces por las artes, por las ciencias y por las armas; ni el clima de éstos era en aquellas épocas más frío, ni el de aquéllos más tibio que al presente.[10] Un gran concurso de circunstancias favorecía la educación de los unos y los dotaba de perseverancia; mientras que para los otros todo era adverso, y todo contribuía á mantenerlos en la oscuridad y el atraso.
Más tarde, cuando todos los pueblos del mediodía olvidaban sus tradiciones y abdicaban en manos de la fuerza sus derechos, los pueblos del Norte pugnaban por robustecer y afirmar sólidamente los suyos. Las brillantes victorias que aquéllos alcanzaban, en los campos de batalla, bajo el imperio de la obediencia pasiva, no eran más que las piras siniestras que alumbran el principio de su decadencia, el oscurecimiento de su razón, la caída de sus libertades; el trabajo sangriento de las revoluciones del Norte, por el contrario, era la dolorosa gestación que anuncia la fecundidad: era la elaboración del libre examen y de la libre manifestación del pensamiento, con todas sus consecuencias. El trono y el altar embargaban el cuerpo y el alma de los unos: "Dios y mi derecho" era la convicción profunda y el resorte inquebrantable de los otros. Las bellas artes y las buenas letras olvidaron al hombre y se lanzaron á las regiones místicas, entre los primeros: la industria se despobló para poblar los conventos: el comercio se redujo á compañías privilegiadas: la navegación decaída plegó sus velas: la guerra misma perdió su vigor y su brillo, y la pros[11]peridad meridional, como la población, tocó en los lindes de la bancarrota y de la miseria. Por el contrario, los hombres del Norte, llenos de su personalidad, dueños de su pensamiento y de su actividad, y responsables directamente de sus actos, fundaron su gobierno dentro de una esfera limitada de acción, dieron más fuerza á la ley que al funcionario, y se lanzaron con fe en la corriente de la discusión y del trabajo. Mientras los unos pasaban la vida rezando en las puertas de las iglesias y de los conventos, ó trabajando con la lentitud propia de los reglamentos y de los gremios, los otros oraban en espíritu y en verdad: exploraban atrevidamente, en el orden moral, el mundo de las ideas, y en el orden material, el mundo de las riquezas.
Ambas razas poblaron la América, y ambas trajeron á ella los efectos de su educación respectiva. La revolución moral de la primera estaba consumada, y al trasplantarse al vasto campo de un nuevo mundo debía dar todos sus frutos: seguridad personal completa; raíces profundas al sentimiento religioso individual, y ancho campo á todas sus formas, es decir, á todos los cultos: respeto ilimitado á la propiedad y por consiguiente gobiernos electivos, contribuciones previstas y discutidas, y gastos conocidos y eficaces para el bien de los gobernados: por último, la libertad de reunirse, de pensar, de[12] hablar y de escribir, así como la libertad absoluta del trabajo en todas sus manifestaciones, constituían la vida misma de estos hombres. Ellos la transmitieron íntegra á las sociedades que fundaron en las comarcas de la América del Norte, saliendo de ella todos los bienes, como en otro tiempo salieron todos los males de la caja de Pandora, y dejando en el fondo el deseo ardiente y la esperanza activa de un perfeccionamiento indefinido. ¿Qué obstáculos serán bastante poderosos para torcer ó pervertir sus brillantes destinos? Si la Madre Inglaterra, por una triste veleidad de los tiempos, se empeña ciegamente en coartar sus libertades, sus hijos engrandecidos por la virtud y por el talento, encontrarán aliados, le harán una guerra digna y vigorosa, y victoriosos sabrán marchar con entereza por la senda de las naciones. El parlamento libre de la monarquía inglesa se convertirá fácilmente en la cámara republicana: el gobierno supremo será más brillante y más puro en las manos de Washington que en las manos de un Jorge. La libertad humana dará un paso hacia adelante, sin vacilaciones y sin crímenes: el pueblo está educado, y el triunfo de sus derechos no será un pretexto para abandonar el trabajo, sino un grande estímulo para enaltecerlo y desarrollarlo.
Mas ¿cómo se había educado este pueblo? En[13] las luchas dolorosas y sangrientas de la revolución inglesa: en las persecuciones religiosas, en las violencias de los partidos políticos, en los combates de la libertad contra los poderes usurpadores: por el martirio en las plazas públicas, por la abnegación en los campos de batalla, por la palabra en las calles, y en las tribunas, por la virilidad y el sufrimiento en todas partes y durante un siglo entero.
Cuando por estos medios llegaba él á la madurez del pensamiento político, las razas meridionales, surmergidas en los abismos del despotismo, ignorantes de sus derechos, supersticiosas, avezadas á las violencias de la conquista, sin resorte en la conciencia y sin amor al trabajo, comenzaban á despertar de su profundo letargo de tres siglos. En el año de 1810 aspiraba Venezuela á la libertad en el nombre de la Filosofía, Méjico en nombre de la religión, Chile á impulsos del masonismo: Bolívar, Hidalgo y San Martin, eran, con sus escasos amigos, el cerebro de toda la América de los meridionales: el pueblo seguía á ciegas estos prestigios ó los combatía con furor sin comprenderlos. La guerra civil debía devorar varias generaciones antes de que la antorcha de la libertad alumbrara con sus resplandores los llanos y las pampas de un mundo semisalvaje, y presenciamos en nuestros días los dolores de la regeneración, con todas sus peri[14]pecias. Ellos no son, ni tantos, ni tan grandes como los que sufrió esa misma raza del norte, antes de abandonar la tierra de Europa, y cuyos progresos actuales, así en el uno como en el otro continente, tanto nos admiran.
Cuando se estudian de cerca y sin pasión pueril los hechos, se reconoce que no hay razón, que no hay justicia alguna en exigir de los Americanos del Sur, lo que no han podido conseguir en igual tiempo sus propios padres, en ninguno de los pueblos meridionales de la misma Europa. En 1789 comenzó la gran revolución francesa, y esta nación culta, fuerte y populosa no ha llegado á constituirse todavía: ella ha amasado con su propia sangre dos repúblicas efímeras, un imperio despótico y guerrero, una restauración sin simpatías, una monarquía popular, y otro imperio vacilante, sin gloria militar y sin libertad política.
¿Y ha llegado acaso para Francia el día de la seguridad, de la libertad completa? ¿No está navegando en el proceloso mar de la revolución? Ciego será el que confunda su estado político con la situación estable de la raza inglesa: las costumbres públicas, esto es, la educación política de ésta, está consumada; la de la otra está lejos aún de su término: la una resuelve las cuestiones más graves por la ley, expresión fiel de la opinión; la otra mantiene[15] todavía el interés de los partidos por la fuerza, la ley no tiene en ella otro apoyo. Aquel pueblo la acata y marcha; ó la combate en las urnas, la reforma, y progresa: éste la recibe, no la dicta: pugna contra ella, y la sufre ó la derrumba por la violencia, no por la discusión y por el voto. El sufragio de la primera es restringido, y sabe usar de él en su provecho: el sufragio de la segunda, es universal, y no acierta á emplearlo como le conviene.
Los americanos del Sur no pueden haber adquirido en menos tiempo, mejores costumbres que sus maestros. Ellos han resuelto en principio todas las dificultades sociales y políticas de nuestro tiempo, y sus gobiernos están basados en las máximas de la verdad y la justicia: les falta práctica, y ésta se adquiere en el ejercicio de la libertad. Las ambiciones turbulentas que agitan de tiempo en tiempo á estos hombres, no son eternas: ellas pasarán en la América del Sur como pasarán en Francia, como pasaron hace ya tiempo en Inglaterra. ¿Qué motivo racional hay para que así no sea? Solamente los hombres que permanecen en la servidumbre, son los que no llegarán jamás á ser libres.
Entre tanto no son sus trastornos, como suele pintarlos la pasión de los extraños, ininterrumpidos: ha mucho tiempo que, fuera del campo de batalla, no se derrama en esos pueblos sangre alguna por[16] causas políticas: depuestas las armas, los hombres contienen sus resentimientos de partido, y se guardan entre sí las consideraciones de la amistad. El trabajo, escaso antes de la revolución por las trabas sin cuento que lo agobiaban, se ha desarrollado bajo el amparo de la libertad: lejos de decaer las grandes ciudades, se mejoran y prosperan: los caminos de hierro comienzan, y en algunas repúblicas, como en Chile, gozan ya de cierta importancia.
Sus ríos caudalosos, de origen desconocido y de navegación peligrosa, se exploran en todos sentidos: su suelo fecundo repone con prontitud los males de sus guerrillas pasajeras, y su comercio, proporcional á su población, aumenta con lentitud pero sin interrupción. Evidentemente, todas sus rentas, bien ó mal distribuídas por los Estados, vuelven á la circulación, y el trabajo se sostiene y aumenta.
La América del Sur posee escritores y poetas de primer orden, oradores elocuentes y diplomáticos versados en el derecho de gentes, de una habilidad y de una lucidez incontestables. La deuda de todas las repúblicas juntas no es para imponer miedo á ningún hacendista, y todo el mundo tiene la convicción, tanto en Europa como en América, de que para enjugarla en pocos años, no tanto necesitan los sudamericanos de un largo período de paz completa,[17] como de costumbres morigeradas en todos los ramos de la administración.
La ambición vulgar de mando, los compromisos de una política interior bastarda, y el desorden consiguiente en el manejo y empleo de las rentas, son las causas principales del descrédito, exagerado á veces por el interés y por la pasión, que de vez en cuando se une al nombre de algunas de estas repúblicas. Su escasa población relativamente á la extensión de sus vastísimas comarcas, y la índole, los hábitos y la poca instrucción en los ramos más útiles del trabajo, que caracterizan á la gran mayoría de sus inmigrantes, agravan un tanto la situación. Mas, todos estos inconvenientes carecen de raíces profundas. La gran crisis de la libertad está consumada; las costumbres de la vida pública penetran en el corazón del pueblo, los soldados indomables de la independencia, abrumados por la edad, bajan al sepulcro ó abandonan con las esperanzas de sus ambiciones las riendas del Gobierno. Las nuevas generaciones, más ilustradas y menos avezadas á la vida de los campamentos, buscarán nuevas soluciones á las dificultades de la política, y asentarán el porvenir de la patria americana en la instrucción de las masas, en la actividad del trabajo, en las luchas viriles é inteligentes de la opinión, asegurando así la paz y la prosperidad interior. Acaso[18] á fines del presente siglo, los hechos infecundos y dramáticos de sus guerras intestinas, pertenecerán á la leyenda, como los hechos de su gran transformación se inscribirán definitivamente en la historia. Á juzgar por la fuerza expansiva de la democracia, y por la manera con que ya en nuestros días se entiende y se practica la Federación de los pueblos, no nos parece temeridad pensar que para aquella época no haya en todo el vasto Continente más que una sola, grande, libre y poderosa nación.
Nació en Caguas durante el año 1823.
Cursó la segunda enseñanza en el Seminario Conciliar de San Juan, y se graduó de Doctor en Medicina en la Universidad de Barcelona, España. Estudiaban también por aquel tiempo en la misma Universidad otros portorriqueños inteligentes, y como Alonso, aficionados á la literatura, entre los cuales figuraban don Juan Bautista y don Santiago Vidarte, don Francisco Vasallo y don Pablo Sáez, y entre todos compusieron un libro de prosa y verso, titulado Álbum Puertorriqueño, que fué una de las primeras manifestaciones de la literatura del país.
Después que Alonso obtuvo el título de médico, vivió algún tiempo en Galicia, de donde era oriundo su padre; algunos años más tarde se trasladó á Madrid, en donde ejerció su profesión con buen éxito, y colaboró en periódicos importantes de la corte. Era médico del general Serrano en los albores de la revolución de 1868; le alcanzó la persecución ejercida contra este ilustre personaje en los últimos días del reinado de Da. Isabel, y fué desterrado á Lisboa. Más tarde volvió á Madrid, en donde puso sus influencias y su pluma al servicio de las reformas liberales de Puerto Rico.
Á la edad de cincuenta años, próximamente, regresó Alonso á su país natal, y aquí se dedicó á la práctica de la Medicina y á los estudios de costumbres, sin dejar de intervenir prudentemente en las luchas políticas.
Escribía con sencillez y gracia, era ingenioso y agudo en el decir, tenía una facundia admirable para improvisar y contar cuentos y anécdotas, y nadie dió en su tiempo tan exacto colorido como él á la pintura de costumbres campesinas portorriqueñas. Conocía perfectamente el dialecto de nuestros jíbaros, mezcla del lenguaje popular andaluz y del castellano viejo con algunas voces indígenas, y en ese dialecto escribía romances muy amenos y graciosos. En un libro titulado El Jíbaro, nos dejó el Dr. Alonso muestras muy estimables de estas composiciones, así como de su crítica de costumbres portorriqueñas, donosa y benigna.
Ejerció también el periodismo político, y fué director del periódico El Agente, durante algún tiempo; pero su carácter apacible y regocijado no era el más á propósito para las ardientes luchas de la prensa militante en aquel tiempo.
En sus últimos años fué director del Asilo de Beneficencia, que ocupaba el local en donde está hoy establecido el Manicomio de San Juan.
Era hombre muy cortés y afable, de carácter bondadoso, de instrucción sólida y variada, y de excelente moralidad.
El artículo suyo que se inserta á continuación, fué copiado de El Jíbaro, en su edición aumentada—1882.
Como no podía menos de suceder en la tierra clásica de los compadres, tengo yo varios, y entre ellos uno que, con el necesario permiso, presento á mis lectores. Llámase Don Cándido, y le cuadra[21] perfectamente el nombre: lo que no le cuadra es el apellido Delgado, porque pesa más de doscientas libras.
Este mi compadre es un bonachón á carta cabal, servicial y consecuente como pocos; pero fundido en el antiguo molde colonial. Para él el Gobernador es todavía el Capitán General de otros tiempos, la Audiencia, el ya olvidado Asesor de Gobierno, y los Alcaldes, los hace tiempo difuntos Tenientes á Guerra (Q. D. G. G.). Siempre que se le habla de gobierno, de administración de justicia ó de cualquier otro ramo, siempre que oye la relación de un suceso que necesita correctivo, siempre que alguien se queja de que le han hecho una injusticia, contesta de un modo invariable. "¡Si yo fuera Capitán General!"
—¿Qué harías?—le he preguntado algunas veces. Entonces me ha contestado sin vacilar, y según los casos: que separaría al Alcalde ó al Juez, que pondría en el castillo del Morro al Intendente, que embarcaría bajo partida de registro á toda la Audiencia, que desterraría al Obispo y hasta fusilaría á la Diputación Provincial. El bueno de mi compadre no se para en barras, y aunque incapaz de ver morir al pollo que han de servirle en el almuerzo, sería—por supuesto, de palabras—una fiera que[22] acabaría con todos los empleados si, como él dice, fuera Capitán General.
Hace pocos días y al siguiente de uno en que habíamos discutido muy largo, no sobre la bondad de su sistema de gobierno, porque sobre este punto mi compadre no admite discusión, sino sobre las dificultades que habría que vencer al ponerlo en práctica, lo vi entrar en mi casa tan alegre, que le pregunté si había sacado el premio grande de la lotería.
—No he sacado premio grande ni chico; pero he sido ya Capitán General, y por cierto que no me ha gustado el oficio.
Quedéme parado al oir esto, porque se me ocurrió la idea de que el pobre hombre se había vuelto loco.
—Vaya, me dijo al notar mi turbación. ¿No quiere vd. saber cómo ha pasado cosa tan rara?
—Nada deseo tanto como saberlo.
—Pues allá va mi historia, me contestó, después de sentarse y de encender un cigarro:
—Anoche me recogí á la hora de costumbre; media hora después mi mujer me despertó, porque mis ronquidos no la dejaban dormir: me volví del otro lado, y á poco empecé á soñar que ocupaba el palacio de la Fortaleza como dueño de la casa. Mi ayudante de servicio estaba en su puesto para anunciarme las personas que iban llegando, y yo, como si[23] en mi vida no hubiera hecho otra cosa, las recibía ó hacía esperar, según su importancia ó la del asunto que había de tratar con ellas.
Yo estaba completamente transformado: mi natural encogimiento se había convertido en soltura, mi timidez en arrogancia, y mi lenguaje torpe en elegante facilidad. Me encontraba más instruído en todas las materias que cuantos conmigo hablaban, y resolvía las cuestiones con un acierto que jamás hubiera creído tener. Todo esto me admiraba; pero lo que menos podía comprender era cómo había adquirido el don de leer en el interior de cada uno lo que pensaba cuando me dirigía la palabra; de manera que conmigo no había falsedad ni disimulo posibles.
El primero que se me presentó fué un señor, llegado de cierto pueblo de la isla, vestido por un buen sastre, aunque llevaba la ropa como el que á ella no está acostumbrado: lucía sobre el chaleco gruesa cadena y pesados dijes de reloj, y en la camisa ricos botones de brillantes; pisaba recio, hablaba alto, y en ciertos momentos ponía cara de traidor de melodrama. Hablóme mucho de sus tierras, de sus cañas, de sus ganados, y cuando hizo recaer la conversación sobre las personas más notables de su pueblo, me aseguró que allí no había más hombres honrados que él, dos amigos suyos y el Alcalde.[24] Los demás, debían inspirarme muy poca ó ninguna confianza, porque eran díscolos, intrigantes, y sobre todo, enemigos del orden y del principio de autoridad. Por fortuna, y gracias al don de penetrar en su pensamiento de que yo disfrutaba, estaba oyendo que interiormente se decía:
"¡Si supiera este buen General que vendido todo lo que tengo, no alcanzaría para pagar á mis acreedores, que algunos de ellos están en la miseria, mientras yo nado en la abundancia, y que si recomiendo al Alcalde y á los otros dos sujetos, es para que no vean el lazo que les preparo, con el fin de acabar con ellos en la primera ocasión!..."
Tentaciones me dieron de echar aquel villano á puntapiés; pero me contuve y le despedí, cuando entraba otro sujeto de buena figura, tan cortés, tan elegante y de maneras y lenguaje tan respetuosos, que me agradó sobremanera. Traía el encargo de presentarme una exposición de un convecino suyo que, según me aseguró, era no sólo el más rico, sino también el protector, el padre de todos los habitantes de su pueblo, donde nada bueno se hacía sin su anuencia. Él socorría á los necesitados, ponía en paz á los desavenidos, era, en una palabra, la providencia que llevaba á todas partes la dicha y el contento.
También éste me engañaba, según leí en su in[25]terior. El padre, el bienhechor, la providencia era el azote de aquel pobre pueblo: se había hecho rico á fuerza de mil bajezas y crímenes, que habían quedado impunes, y la pretensión que ahora tenía era la de que se le concediera la explotación de un monopolio injusto y dañoso á sus convecinos.
Después de este agente de malos negocios se me presentó un maestro de escuela, que venía á quejarse del Alcalde y del Ayuntamiento. Á este infeliz cargado de familia le debían ocho meses de sueldo. Al principio encontró quien le prestara dinero al tres por ciento de interés mensual; pasado algún tiempo, otro sujeto se lo facilitó al de un real al mes por cada peso, y últimamente á ningún precio se lo querían dar. Acosado por el hambre fué á ver al Alcalde, y éste, que llevaba cobrados hasta el día todos sus sueldos, le contestó, como otras veces: "No hay dinero: veremos si se cobra algo."
—Lo que aquí no hay es justicia, y lo que se cobra es para pagar á otros y no á mí; replicó desesperado el mísero profesor.
Por esta contestación le suspendieron de empleo y sueldo, y se le formó causa por desacato á la Autoridad.
Esta vez, por más que escudriñaba en el interior de aquel hombre, nada vi que no estuviera de acuerdo con sus palabras, y se quedaba corto al hacer re[26]lación de las miserias y humillaciones que había sufrido. Debía á la caridad de una buena alma la pequeña suma que necesitó para venir á la Capital, y temía que, cuando me hablaba, estuviera espirando uno de sus hijos pequeños, que había dejado enfermo. Desde que salió de mi despacho el maestro no pude estar tranquilo, y no hacía más que discurrir sobre el castigo que iba á aplicar al Alcalde.
Recibí después hombres importantes que todo lo enredaban: empresarios de obras que pretendían hacer la felicidad del país enriqueciéndolo, después de enriquecerse ellos: Abastecedores de carne que iban á facilitar este artículo casi de balde á los pueblos, después de haber comprado las reses á los criadores en un cincuenta por ciento menos de su valor, y haber duplicado éste al vender la carne: Contratistas de alumbrado que nunca alumbraba: defensores, sin peligro, de la Religión, de la Justicia ó de la Caridad, con su correspondiente tanto por ciento de ganancia: protectores de Alcaldes, de viudas honestas, de huérfanas jóvenes y bonitas, de maestras completas é incompletas, de padres y madres con hijos y sin ellos.
Tantos y tan variados tipos recibí, que no me es posible recordarlos, y aburrido ya, iba á retirarme á descansar, cuando llegó la hora del despacho.
—Gracias á Dios,—pensé. Ahora sí que voy á hacer algo provechoso.
El empleado que venía á la firma entró con una carga de mamotretos capaz de asustar á cualquiera, y mucho más al que acababa de pasar una gran parte del día de un modo tan poco divertido.
—Antes que otra cosa, le dije, deseo ver el expediente formado al profesor de instrucción primaria del pueblo de.... F.
—Aquí está..
—¿Por qué se le encausa, y qué resulta?
—Ese maestro se presentó reclamando el importe de algunos sueldos que le adeudan los fondos municipales. El Alcalde le contestó que no había dinero en caja; que cuando se cobrara se repartiría, como otras veces, entre unos cuantos (aludía á la Autoridad) la cantidad que ingresara en los fondos, y amenazó al Alcalde con que se quejaría al Gobernador. Todo esto pasó en presencia de testigos que son: el secretario, el escribiente y el depositario de fondos municipales.
El informe del Alcalde presenta al sumariado como falto de respeto á la Autoridad, díscolo y de mala conducta. Debo añadir también que el Señor N. N., por cuyo conducto recibí esta mañana el expediente, confirma cuanto dice el Alcalde.
—¡Basta! dije encolerizado, pegando fuertemente con la mano sobre la mesa; basta de....
—Cándido: ¡por Dios! ¿te has vuelto loco?
Era mi pobre mujer, que gritaba asustada, porque había recibido en el hombro el puñetazo que, soñando, creía yo haber dado en la mesa del General. Con unos paños de árnica, y más aun con la risa que le produjo la relación de mi sueño, se le pasó pronto el dolor; pero no las ganas de reir, y rie á menudo y me pregunta si todavía deseo ser Capitán General.
—Y vd. le dije, ¿qué responde á esa pregunta, y qué piensa de su sueño?
—Á la pregunta de mi mujer nada contesté. Nos reimos á duo, y pare vd. de contar. En cuanto á lo demás, le confieso que me sucede lo mismo que cuando sueño que se me ha muerto un hijo. Veo, cuando despierto, que todo es falso, que mi hijo vive y está bueno; pero siento dolor al recordar que le vi amortajado. Del mismo modo me aflige el recordar lo que vi, por más que fuera soñando, y no me parece cosa tan fácil el gobernar pueblos, mientras los gobernantes no tengan el don de leer en el interior y saber de este modo lo que piensa cada uno.
—Tiene vd. razón, compadre: el gobernar debe de ser cosa muy difícil, é imposible el hacerlo bien al[29] que carece de ciertas condiciones. El don de leer en el interior de los hombres se alcanza con el hábito de manejar negocios, y sólo en sueños se adquiere de repente. La honradez, la rectitud de miras, la ilustración suficiente, la firmeza, la prudencia y la abnegación que libran del maléfico influjo de las pasiones, son cualidades, naturales ó adquiridas, que necesita tener el gobernante.
Eso es lo que yo pienso. No hay que envidiar al que manda, porque, teniendo conciencia, debe sufrir mucho y á menudo. Es preferible á gobernar y no hacerlo bien, ser el último de los gobernados.
Entre los portorriqueños ilustres que impulsaron el movimiento intelectual en esta isla durante la segunda mitad del siglo anterior, ninguno ha contribuído tanto como don José Julián Acosta á propagar entre sus paisanos el desarrollo de las ciencias. Dotado de una firme vocación para la enseñanza, la ejerció con breves intermitencias y en distintas formas por espacio de 37 años. Cuando no la ejercía directamente en la cátedra, la realizaba en la tribuna pública, en la Sociedad Económica de Amigos del País, y en el Ateneo más tarde; la ejercía también en todos los actos solemnes, en los cuales pronunciaba discursos llenos de enseñanzas útiles y de altas y fecundas ideas.
El mismo carácter docente que tienen sus últimas obras, se revelaba ya en las excelentes notas con que en su mocedad ilustró la "Historia de Puerto Rico" por el padre Iñigo Abbad, y que le valieron el título de miembro Correspondiente de la Real Academia Española de la Historia.
Nació en la ciudad de San Juan, el 16 de Febrero de 1825, y por las notables disposiciones que demostró en sus estudios primarios, obtuvo una de las doce becas de merced que concedía el Seminario Conciliar de esta ciudad á los escolares más aprovechados. Cursó con tan buen éxito las asignaturas del bachillerato, que á los 18 años era ya profesor de varias de ellas en algunos colegios particulares de San Juan.
Estas aptitudes del joven Acosta llamaron la atención de su profesor de Química, el Padre Rufo Manuel Fernández, quien le incluyó en el grupo de los estudiantes que habían de ir á Madrid para estudiar varias facultades en la Universidad Central, con objeto de enseñarlas después á la juventud estudiosa de Puerto Rico. En este grupo de jóvenes, que se embarcó en el puerto de San Juan, en Abril de 1845, custodiado y dirigido por su insigne maestro el P. Rufo, iba también don Román Baldorioty Castro.
Después de una brillante serie de estudios, obtuvo Acosta el título de Licenciado en Ciencias Físico Matemáticas, y la investidura de Regente de 1ª Clase. Visitó después las Universidades de París y Londres, asistió en Berlín á las lecciones del sabio Humboldt y á las clases de Química del célebre Rammelsberg, y regresó á Puerto Rico en 1853. Un año después desempeñaba ya aquí la cátedra de Agricultura, creada por la Junta de Fomento. Ejerció más tarde la enseñanza en otras varias instituciones, y por último obtuvo una cátedra en el Instituto civil de Segunda Enseñanza, del cual fué luego Director.
Ejerció también el periodismo, y fué el redactor más juicioso y sabio de El Progreso, que inició aquí las luchas políticas después de la revolución nacional del 68, y que era el periódico de más autoridad entre los que defendían las reformas liberales para Puerto Rico. Desempeñó también Acosta durante algún tiempo la jefatura del partido reformista.
Cuando el gobierno de Madrid, en 1866, solicitó el informe de algunos representantes de Cuba y Puerto Rico, acerca de las reformas que debían hacerse en el gobierno y la administración de ambas Antillas, Acosta fué uno de los representantes elegidos, y en aquella memorable[32] Junta sostuvo con gran firmeza y valentía la petición de que fuese abolida inmediatamente la esclavitud en Puerto Rico, con indemnización ó sin ella. Algunos años después repitió estos mismos conceptos en un brillante discurso que pronunció en la Sociedad Abolicionista Española, de Madrid, y que contribuyó notablemente á la solución humanitaria dada al problema social de Puerto Rico por las Cortes de la República.
Era don José Julián Acosta hombre de sólida instrucción, de carácter firme y reposado; su elocuencia era majestuosa y solemne, su trato cortés y caballeroso. Entre sus aficiones intelectuales sobresalían las de educador de la juventud é investigador de asuntos históricos. Hombre de pensamiento más que de acción, defendió las libertades de su país con la palabra y con la pluma; pero nunca tomó parte en conspiraciones ni revueltas.
Además de sus importantes Notas á la Historia de Puerto Rico, escribió y publicó un Tratado de Agricultura, un extenso estudio sobre El derecho prohibitivo y la libertad de Comercio en América, otro sobre El Padre Didón y los Alemanes, una colección muy notable de artículos sobre asuntos varios, y otra de Discursos y Conferencias, y dejó inédita una obra histórica, á la que se dedicaba con gran amor en sus últimos años, y que tenía por título Jovellanos y su tiempo.
Los dos artículos suyos que se insertan á continuación de estas líneas, fueron escritos bajo la impresión de la lectura de dos famosos documentos relativos al sitio de París, y publicados en El Progreso—1870.
Pulsar las cuerdas de la lira y enviar al corazón ora piedad, ora terror, como Shakespeare y Calderón, es arduo y glorioso.
Luchar con todo linaje de obstáculos, perseverar en la acción bajo la fe de una idea, como Colón y Lincoln, es colocarse en el más alto punto de la escala moral.
Vivir no sólo en las puras regiones del sentimiento, sino abandonar también su atmósfera tranquila para mostrarse actor en los más graves conflictos de la humanidad y en medio del desencadenamiento de las pasiones más brutales, inspirándose siempre en la idea sublime del Derecho, es á la par y de consumo arduo, glorioso y culminante.
Las raras dotes que esta asociación extraordinaria presupone, embargan la mente.... Y sin embargo, nuestro siglo, inmensa masa en fusión, palenque abierto á todo género de pensamientos y empresas audaces, nos ha presentado muchos ejemplos de esta asociación extraordinaria. En sus victorias y derrotas, en sus catástrofes políticas, en sus descubrimientos maravillosos; resumiendo, en sus[34] luchas continuadas con lo pasado y con la materia, ¡cuántos grandes hombres no se destacan! ¡cuán absorta no ha quedado nuestra mente en su contemplación!
Victor Hugo, terminado apenas el largo ostracismo á que le condenó primero la usurpación y en que le retuvo más tarde la conciencia de su derecho, y en pie sobre los muros de París, sitiada por los alemanes, dirigiéndoles su voz, ofrece un nuevo y magnífico ejemplo del genio en harmonía con la acción.
Él, con su imaginación dantesca, tan fecunda en la creación de episodios originales y dramáticos, no imaginó nunca ninguno tan original y dramático como el en que acaba de ser actor principal. En los tiempos futuros, cuando un nuevo Homero cante el sitio de esta nueva Ilion, la figura del gran poeta y del elocuente defensor de la abolición de la pena de muerte se elevará radiante en medio de la de sus émulos y compañeros.
Al canto sublime de la poesía se unirá la elocuente expresión de la escultura: se le erigirá una estatua, en que aparezca con su fisonomía reflexiva y varonil, rotos á sus pies todos los instrumentos de muerte, y con la copia de su carta inmortal en la diestra, mirando hacia el nacimiento del Sol.
Esa carta es un llamamiento á la dulce paz, á la[35] fraternidad entre todos los hombres, es un sonido melodioso de un arpa celestial, un grito arrancado de lo más profundo del alma.
Ante tantas bellezas reunidas, ante esta síntesis admirable de la estética, ¡cómo analizarla! Nuestras fuerzas no bastan á tamaña empresa, y dejándonos dominar por el sentimiento que despierta, nos entregamos exclusivamente á darle culto en el fondo de nuestro corazón.
Nunca se elevó á tanta altura su prepotente genio. Con la admirable flexibilidad que lo ha distinguido siempre, sabe tocar todas las cuerdas y las fibras más delicadas de la sensibilidad moral. Así es como habla al corazón y á la inteligencia del gran pueblo alemán.
Cual si no hubiesen pasado por encima de él los años, la proscripción y las catástrofes domésticas, que tanto hieren á los corazones sensibles, se nos presenta en esa carta con toda la exuberante fecundidad de su juventud.
Vemos al profundo filósofo que analizó los misterios de la terrible pasión de Claudio Frollo, y al suave pintor de las tiernas emociones que despierta en el corazón de una madre la vista del zapatito del hijo que yace en la tumba; vemos al autor de las escenas infernales de El Rey se divierte, en que quedamos abatidos bajo el peso de tanto horror; y[36] al de la suave, dulce y melancólica "Oración por todos" que enseñamos á nuestros hijos para hacerlos sensibles y humanos. Á la vez manso arroyo é impetuoso torrente, sonido apacible y estridente trueno.
Así es como ha hablado y así es como debía hablar el genio galo al genio germano.
Nada de alardes de fuerza, ni de intimidación; sino la fría voz del buen sentido y la protesta estóica del que sabrá rechazar el ataque y morir como los romanos de los antiguos tiempos, cumpliendo con su deber.
Y al lado de esto ¡con qué efusión no proclama las inmarcesibles glorias de la Alemania en la obra de la civilización!
Todo espíritu reflexivo reconoce al punto cuánto de gratitud debe ésta á la Francia y á la Alemania. La una precedió á la otra en la brillante carrera, pero no tardó en ser alcanzada y aun superada en determinados departamentos del saber humano. Por lo general, han marchado paralelamente, completándose la una á la otra, conforme á la diversa índole de sus aptitudes y genio nacional.
¡Cuán abundante mies no han segado ambas, que es hoy patrimonio de la humanidad entera!
Si la Alemania dota al mundo de la imprenta, la[37] Francia lanza una legión de escritores que hacen más y más fructífera la admirable invención.
Si la Alemania produce á Lutero, expresión viva del individualismo de las razas sajonas, la Francia les da á Calvino, que define y formula para una gran parte de esas mismas razas la nueva creencia.
Si la Alemania cuenta entre sus hijos más ilustres á Keplero, que con una paciencia verdaderamente sajona calcula, sin logaritmos, un día y otro día hasta descubrir las leyes de los orbes planetarios, exclamando: "¡poco importa que yo no encuentre quien comprenda mi libro, cuando mi Criador ha tardado siglos en encontrar un hombre que sepa leer en el libro de la naturaleza!", la Francia se enorgullece con justa razón de Laplace que, con un equilibrio admirable en sus facultades intelectuales, descifró el enigma de las perturbaciones celestes, y tranquilizó al hombre acerca de la estabilidad del sistema de que forma parte la tierra que habita, destruyendo así un error del mismo Newton.
Si la una dió el ser á Gottlob Werner, creador de la geognosia, la otra sirvió de cuna á Cuvier, que lo fué de la paleontología, y gracias á entrambos ha podido escribirse la historia de nuestro globo. El mismo Aristóteles quedaría absorto ante esos prodigiosos descubrimientos.
En todas las ramas del fecundo árbol de Minerva encontramos la misma gloriosa asociación. En Química, Stahl y Lavoisier, Richter y Proust; en Física, Otto de Guericke y Dionisio Papín, Arago y Humboldt; en Mineralogía, Bergman y Hauy. No terminaríamos si hubiéramos de enumerar la larga lista de sabios Alemanes y Franceses que nos ofrece en sus páginas la Historia, ora haciendo á la vez un mismo descubrimiento, ora rectificando los hechos y sus relaciones, para llegar á formular las verdaderas leyes de la naturaleza.
Tampoco terminaríamos si nos propusiéramos entrar en el vastísimo departamento de las bellas letras, de la Filosofía, la Lingüística y el Exégesis. Al lado de Voltaire y de Goethe, de Lamartine y Schiller, de Descartes y Kant, de Baur y Bournouff, hallaríamos otros y otros nombres ilustres.
Pero imposible es, en esta ocasión solemne en que escribimos, dejar en el silencio la estrecha amistad, el verdadero cariño fraternal que unió constantemente, durante su fecunda existencia, á los dos representantes más ilustres de la Alemania y la Francia modernas, Alejandro de Humboldt y Francisco Arago. ¡Con qué emoción recordamos hoy estas sentidas frases que el gran viajero escribió en la introducción que puso á la edición póstuma de las obras del gran astrónomo y del gran[39] ciudadano: "Me enorgullezco al pensar que por mi tierna consagración y por la constante admiración que le he expresado en todas mis obras, le he pertenecido durante cuarenta y cuatro años, y que mi nombre será algunas veces pronunciado al lado de su gran nombre."
Sí, lo es hoy y lo será mientras la humanidad conserve el sentimiento de lo bello y de lo útil. ¡Ojalá viviesen los dos sabios ilustres, los dos íntimos amigos, para conjurar el horrible conflicto! Ambos eran patriotas, pero ambos amaban más la humanidad que la patria.
Y ahora aparece en toda su sublimidad el pensamiento de Victor Hugo y la profunda emoción que le dominaba al escribir su carta: la destrucción de París por los Alemanes sería un fratricidio, un suicidio para la humanidad.
Si llegara á consumarse ésta, hoy y aun más en los tiempos futuros, preguntaría el mundo á la Alemania inteligente y sabia: ¿qué has hecho de tu hermano?
Sería un fratricidio, porque ambos pueblos han marchado juntos á la conquista de la civilización, prestándose mutuo y poderoso apoyo; sería un suicidio, porque la humanidad necesita de París, como necesita de Berlín, para su progreso en el vasto campo de las ciencias y las artes. Extenso es el[40] camino andado, pero el que queda por recorrer es aun indefinido.
Las bombas y balas alemanas destruirían las bibliotecas y los archivos que encierran todos los tesoros de la inteligencia humana; los conservatorios, las escuelas de cirugía y medicina, las de todas las ciencias y artes en fin, á donde van á instruirse ó á perfeccionarse, con una liberalidad digna de ser imitada, como en la antigua Atenas, los hombres estudiosos de todas las naciones y países, así los de las Indias orientales y occidentales como los del Norte y Mediodía de la Europa y del África, y los de la apartada Australia.
Destruirían incomparablemente mucho más que todo esto ¡horror da el pensarlo! á los ilustres representantes del saber moderno. Bajo ellas ¡inconscientes! caerían los Nelatón, Bernal, Payen, Laboulaye, Remusat, Broglie, sangre de Madama Staël, y tantos otros, columnas vivientes de la civilización, hoy más que nunca necesarias....
Y en la catástrofe general sería envuelto el gran poeta, el publicista eminente que acaba de levantar su elocuente voz, inspirado por los sentimientos más nobles del corazón humano, para conjurarla.
¿Habrá sido escuchado como lo fué al suplicar gracia para Barbes?
—¿Habrá sido desatendido como cuando pidió fervoroso la preciosa vida de John Brown?
Pronto sabremos si la humanidad tiene que vestirse de luto y registrar en sus sangrientos anales una nueva caída, una gran ignominia.
Væ victoribus.
Hace muy poco tiempo que consagramos nuestra atención al magnífico espectáculo que ofrecía á la vista del mundo, Victor Hugo, de pie sobre los muros de París, sitiada por los alemanes, dirigiendo á éstos su voz elocuente y patética.
Pero en nuestros días los acontecimientos se precipitan con tan asombrosa rapidez, y es tan conmovedora la situación inesperada por que atraviesa la Francia, que el vapor no ha tardado en traernos los graves acentos de otro de sus hijos más ilustres, de Monseñor Dupanloup, Obispo de Orleans. Á la hora en que escribimos los habrá escuchado todo el mundo civilizado, como escuchó en 1866 su oración pronunciada el Viernes santo, sobre la redención del esclavo.
Las convicciones profundas merecen universal respeto, y el genio sabe inspirar á todas sus producciones un sello indeleble de grandeza tal, que los individuos que poseen las unas y están favorecidos por el otro, caben todos fraternalmente en el templo de la gloria. Sólo la envidia, ciega cuanto ruin, desconoce esta verdad.
Así, aunque separados hasta la crisis actual, la historia mostrará íntimamente unidos en el cristiano propósito de poner término á la efusión de sangre humana y de salvar la patria invadida por el extranjero, los nombres ilustres de Hugo y Dupanloup. Nosotros nos complacemos en esta asociación, y en contemplar como contribuye cada uno, dados su distinto estado y educación, á la gran obra humanitaria.
Si la carta de Victor Hugo es un grito arrancado de lo más profundo del alma, la de Mr. Dupanloup es una lección severa, más que una lección, una admonición formulada en el Væ victoribus ¡Ay de los vencedores!
El uno con la admirable flexibilidad de su talento, excita con su lira en todos los tonos la sensibilidad moral, y se inspira principalmente en consideraciones políticas y humanas; en tanto que el otro, imitador de Cristo, apoyado y fortalecido por su profunda convicción en la justicia de Dios,[43] amenaza con ella al vencedor, si no en su propia cabeza, en la de su posteridad.
Recomiéndase también la carta de Mr. Dupanloup por las reflexiones que despierta en el espíritu de los que la leen. Podemos considerarla como la síntesis de la filosofía de la historia.
Mr. Dupanloup ha dicho: "Si el vencedor no sabe mostrarse digno de su fortuna, si permanece sordo á la voz universal que le grita—"basta de sangre y de ruinas"—la maldición de los pueblos civilizados caerá sobre él. La experiencia demuestra que el Væ victoribus de la Providencia resalta hoy con más frecuencia en la historia que el Væ victis de los bárbaros. "Si su edad no le permite alcanzarlo, sus hijos lo alcanzarán".
Ante esta pavorosa profecía, los ánimos religiosos se sobrecogen y recuerdan naturalmente el elocuente tema de Bossuet, en su oración fúnebre por la Reina destronada, por la viuda de Carlos Estuardo, cuya cabeza cayó en el palacio de White-Hall bajo el hacha del verdugo. "Aprended, reyes: oid, los que juzgáis en la tierra."
Es verdad que Mr. Dupanloup con sus sentimientos cristianos ha buscado también la manera más delicada á que podía recurrirse para enviar la piedad al corazón del poderoso monarca, halagado hasta el momento en que escribía por los favores de la vic[44]toria, y de quien depende la vida de tantos hombres, trayendo á su memoria el recuerdo, siempre conmovedor para un hijo, del infortunio de sus padres, y repitiendo el sabio consejo de su ilustre madre: "El que no se modera y se deja cegar por la fortuna, pierde el equilibrio y no obra según las leyes eternas."
Pero no obstante la evocación de estos recuerdos sagrados, subsiste la tremenda afirmación, quedará siempre escrita con letras de diamante la pavorosa profecía. "Si su edad no le permite alcanzar el Væ victoribus de la Providencia, sus hijos lo alcanzarán."
Pero Mr. Dupanloup tenía que cumplir otros deberes y los ha cumplido, aunque desgarrando de seguro su corazón francés. Él lo ha dicho: "La patria es una asociación de las cosas divinas y humanas, es decir, el hogar, el altar, la tumba de nuestros padres, la justicia, la propiedad, el honor y la vida. Se ha dicho con verdad que la patria es una madre; amémosla más que nunca en su amargo dolor; sea para nosotros más querida á medida que es más desgraciada." Y sin embargo, en su alta imparcialidad, no ha podido menos de dirigir á su patria, á su madre, cargos austeros, y repetirle á su vez la inapelable sentencia de la Reina Luisa de[45] Prusia: "Dios poda el árbol dañado. Esto debía suceder."
Con esta alta imparcialidad habla siempre el verdadero patriotismo: así es como debe hablarse á los pueblos. No los ama el que halaga la vanidad nacional y estravía sus pasiones, sino el que combate la una y sabe dar buena dirección á las otras. Acabamos de verlo en esa misma Francia tan impresionable: la amaba más Mr. Thiers oponiéndose á la pasión por la guerra, que los imperialistas que la fomentaban.
Con el recuerdo sin duda del espectáculo que ofreció el Cuerpo legislativo en la sesión del 15 de Julio, en que declaró la guerra á la Prusia, ha escrito Mr. Dupanloup estos pensamientos: "Los poderes de la tierra tienen demasiada necesidad de conocer la verdad. Los soberanos están condenados á que se les engañe, porque temen que se les ilumine. Se les sirve según su deseo, y las complacencias culpables y las lisonjas declamatorias usurpan el lugar de las advertencias leales y valerosas."
Hemos dicho al principio que puede considerarse la elocuente carta del Obispo de Orleans, como la síntesis de la filosofía de la historia. Y con efecto, el Væ victoribus no es más que la fórmula poética de este principio, eterno como el mundo: "No hay acción sin reacción."
Principio consolador que así debe servir para que los poderosos no abusen de su prepotencia, como para que los pueblos y los individuos no se entreguen á la desesperación en la adversidad.
Abundan en el vasto campo de la Historia numerosos ejemplos que son demostración elocuente de ese principio "No hay acción sin reacción." Sin ir más lejos, la historia entera de la vecina isla de Santo Domingo no es, á los ojos del filósofo, más que una serie sucesiva de oscilaciones sujetas á esa ley. Sin ir más lejos, el entusiasta tributo que paga Mr. Dupanloup al estandarte libertador de Juana de Arco, que se conserva en la ciudad de Orleans, es otra demostración de ese principio: la ilustre heroína condenada al fuego en Rouen por el Obispo de Beauvais, que temía perder, si se mostraba justo, su favor para con los ingleses dominadores de su Patria, obedeciendo así á los mismos sentimientos que Pilatos, es hoy invocada por otro Obispo francés, como el emblema de la abnegación, para lanzar del suelo sagrado de su patria al invasor que lo profana.
¿Pero qué más, cuando la cruz, suplicio afrentoso del esclavo entre los antiguos romanos, es hoy el símbolo de la redención del género humano?
La convicción profunda en la verdad de este principio es lo único que puede explicarnos la serena tranquilidad con que Mr. Lincoln se consagró al[47] cumplimiento de su misión, al aceptar en 1860 la Presidencia de los Estados Unidos de América. Estaba convencido de que Washington sería su Jerusalén, y fué á Washington. Nos parece oirle cuando en una ocasión solemne exclamó: "¡Ay de aquel por quien el escándalo venga! Así habrá de decirse ahora, á fin de que los juicios del Señor sean al mismo tiempo verdaderos y justos."
Mr. Dupanloup, aunque no tan grande como Lincoln, posee iguales convicciones. Por eso nosotros, después de haber publicado su elocuente carta en el número anterior de El Progreso, le hemos consagrado estas ligeras reflexiones, que sabemos no tienen otra especie de mérito que el que pueda comunicarles el original, donde hemos procurado inspirarnos, á fin de que nuestros lectores se fijen más en las sanas doctrinas que lo recomiendan. Si la carta de Mr. Dupanloup es un nuevo esfuerzo intentado por un hombre ilustre, para poner término á los horrores de la guerra entre dos potencias cristianas, también es un código de los eternos principios de justicia y de equidad que deben presidir la gobernación de las naciones, y hasta las relaciones privadas de los ciudadanos de todo pueblo civilizado.
Nació en la ciudad de San Juan, en 1827.
Hizo sus primeros estudios en el Colegio del conde de Carpegna, en esta Capital, y terminó en Madrid su educación literaria.
Tuvo desde niño una gran afición al cultivo de las letras, y en especial á la poesía.
En las frecuentes visitas que Tapia hacía á las Bibliotecas de Madrid, con objeto de ampliar sus conocimientos literarios, conoció al ilustrado bibliófilo cubano, don Domingo del Monte, cuya amistad le fué muy útil, y por indicación de éste y auxiliado por otros jóvenes portorriqueños residentes en la capital de España, reunió Tapia documentos de mucho interés histórico para Puerto Rico, y con ellos formó la colección que dió á la estampa en 1854, con el título de Biblioteca Histórica Puertorriqueña.
Vivió algún tiempo en la Habana, dedicado á trabajos de escritorio en una famosa fábrica de cigarrillos, y en las horas destinadas al descanso daba libre expansión á sus aficiones literarias. Con las obras en prosa y verso que compuso durante su residencia en la Habana, formó el abultado libro que publicó en 1862, con el título de El Bardo de Guamaní. En él figuran los dramas Roberto D'Evreux y Bernardo de Palissy, una leyenda veneciana en prosa con el título de La antigua sirena, un buen estudio biográfico del pintor Campeche y varias composiciones líricas. Volvió luego á Puerto Rico, y aquí com[49]puso y dió al teatro los dramas Camóens, Vasco Nuñez de Balboa, La Cuarterona, La parte del León, y un monólogo trágico titulado Hero y Leandro. También compuso y publicó las novelas tituladas Cofresí, Leyenda de los veinte años, Póstumo el transmigrado, Á orillas del Rhin y Enardo y Rosael. Reunió además varios cuentos y estudios de costumbres en un tomo con el título de Misceláneas, y publicó en otro tomo una interesante colección de conferencias sobre Estética y Literatura.
En sus obras dramáticas hay situaciones bien preparadas, lenguaje apasionado y buenos estudios de caracteres.
Componía y escribía con gran rapidez, y la cantidad de su trabajo solía perjudicar á veces á la calidad.
Un sólo libro suyo le mereció mucho detenimiento y cuidado en la composición y revisión: el poema La Sataniada, que publicó en sus últimos años. Es obra extensa, y toda ella escrita en octavas reales, que representan un gran esfuerzo de versificación. Los episodios no carecen de interés, pero en general la acción resulta poco sobria, á fuerza de alusiones históricas y de conceptos metafísicos.
Dirigió y redactó también, durante algunos años, una revista de estudios literarios y sociales, titulada La Azucena.
Fué Tapia el más asiduo de los escritores portorriqueños de su tiempo, y el que conocía más extensa y profundamente la técnica del arte literario. Hizo de la literatura un verdadero culto. Fuera de las afecciones de la familia y de la amistad, en las que era fervoroso y constante, sólo vivía para el cultivo y propaganda de las letras y las artes. Ellas daban siempre asuntos predilectos á su conversación, y ejerció con entusiasmo y fruto la enseñanza de estas materias en el Museo de la Juventud[50] y el Gabinete de Lectura de Ponce, y en el Ateneo de San Juan.
Dotado de un temperamento nervioso demasiado inquieto, carecía de paciencia bastante para corregir y perfeccionar sus obras. Aunque hay en éllas pensamientos nobles y rasgos de belleza innegables, á veces su prosa resulta desaliñada, y en algunos de sus versos domina el concepto sobre la harmonía y la flexibilidad. Valían más que sus obras su propia personalidad literaria, su ilustración extensa y su gran entusiasmo de agitador de ideas generosas, de propagandista del gusto literario y artístico y de factor de la cultura intelectual de su país.
Por eso en una antología de escritores portorriqueños no podrá en justicia prescindirse de Tapia, que fué el más activo é inteligente iniciador, el que abrió el surco y preparó la semilla que más tarde había de fructificar.
Murió Tapia repentinamente, el 9 de Julio de 1882, en la sala de actos del Ateneo Puertorriqueño, en medio de una Junta de la Sociedad Protectora de la Inteligencia, de la cual era vocal é inspirador. ¡Le mató un ataque cerebral, en los momentos mismos en que explicaba un plan para la educación de niños pobres!
La tarde está para caer en brazos de la noche. El labrador se dispone á terminar su tarea. El surco está dispuesto á recibir la semilla que de[52]volverá con creces. La tierra es siempre agradecida á los afanes del labrador.
Si la tempestad se lleva el fruto, si la inundación lo arrastra, si el insecto lo aniquila, ¿es culpa de la tierra? Si ésta es pobre en las heladas zonas, al fin da lo que puede y de buena voluntad. Culpa es del Sol que no la mira cariñoso sino breve tiempo. En cambio en el Ecuador es opulenta, y sus rendimientos grandes: siempre da en proporción de sus posibles. No suele acontecer lo propio entre los hombres: los que más tienen, no son siempre los que más dan. La tierra agradece el trabajo que se le consagra, porque ella es bendición del cielo para el hombre; el sudor que la riega es culto para el cielo que la bendice, porque trabajar es orar.
¡Oh! no desmayes, trabajador. ¿Quién es ése que pasa junto á tí? Un opulento ocioso. Tú le miras con envidia, él á tí con desdén. Él olvida que vive por tí y que tu sudor engendra su opulencia. Pero no te desanimes: mira como se detiene un momento y reflexiona. El hastío de los placeres, el deseo insaciable, el vicio voraz, la dolencia que mina su seno, la esperanza burlada, la adulación que no logra engañarle.... ¡Ah! no, que no reflexione, porque acaso envidie tu cansada frente y tus manos toscas y maltratadas. Á tí te espera el descanso tranquilo, el amor del hogar y la familia, no en[53]venenado por las exigencias y pasiones vanas del gran mundo. Cuando tú piensas, gozas; él para no sufrir, necesita no pensar. Sí, reflexiona, y verás como el trabajo es bien para tu alma, porque trabajar es orar.
Acaso piensas que al someterte á la ley del destino humano, llevas la peor parte y la más ruda tarea. ¡Ah! ¡cuánto mejor no es trabajar que sufrir, cuánto mejor no es suspirar de cansancio que de pesadumbre, cuánto mejor no es sentir el cansancio del cuerpo que el del alma!
Esa que ves pasar por tu lado en carroza brillante, que te insulta con sus joyas y te mira con soberbia, ¿puede humillarte acaso? Pregunta á su corazón, si ha sentido nunca los tranquilos goces que encierra el beso de una esposa pura, ó la caricia de los hijos amados. Mira su rostro, cuya vergüenza trata de encubrir con los afeites. Su trabajo es más penoso que el tuyo, su tarea es el continuo descaro. ¡Cuántos afanes por luchar con el mundo, que la corona de rosas para despreciarla! Si reflexiona, sufre también: su pensamiento es su verdugo, si es que puede pensar un alma muerta. En tanto tú, consolado por la reflexión, tornas á tus labores con más afán; tú la compadeces, á élla tan alta, desde la humilde tierra en que se abisman tus pies y que remueven tus manos lastimadas. Entonces com[54]prendes que el trabajo es gran consuelo, que trabajar es orar.
Mira á César que pasa engreído y soberbio. Cree poner el pie sobre tu cuello, y sin embargo tiembla ante tí sobradas veces, aunque logre disimularlo. Sus días son brillantes, pero sus noches tristes, áun en medio de la orgía que busca afanoso para enloquecerse. Su sueño es pesadilla, la vigilia es noche para su alma. También huye del pensamiento, y sin embargo piensa en tí. No te envidiará seguramente en medio de sus pompas; pero cuando se despoja de la púrpura, quizás envidie tu sueño y tu conciencia. Acaso huya de los brazos de su esposa, temeroso de ser vendido, acaso huya de sus propios hijos, receloso de que le hereden antes de tiempo. Ya ves que su vida es afán continuo; pero esa tarea penosa y llena de ansiedades, no es tan productiva como la tuya, porque no le produce consuelo, sino agonía; porque ignora que trabajar es orar.
Pero ¿quién es el hombre modesto, casi andrajoso, que se acerca á tí? De cuantos te miran, es el único que te contempla con ternura. Su frente no suda cual la tuya, está seca y abrasada por el pensamiento que arde tras ella. Es un poeta, un filósofo, un pensador, un hombre que vive del pensamiento, cuando los demás huyen de pensar por[55] aturdirse. También trabaja como tú, sólo que su tarea es muy penosa.
Tu faena es origen de salud para tu cuerpo; la suya es fuente de dolencias, pero que sobrelleva gustoso, porque la índole de su trabajo es encanto para su ser. Tal vez está resignado como tú á los andrajos y á la guardilla, porque rara vez la inteligencia que no se vende alcanza la riqueza. Él es obrero del pensamiento, como tú lo eres de la tierra; él trabaja con la mente, como tú con las manos; él con el alma, como tú con el cuerpo; por eso los dolores de su alma son como los de tus brazos: dolores que consuelan. Su trabajo es también una oración: trabajar es orar.
Pero ya los pajarillos que posan su nido en el árbol plantado por tí, te anuncian la noche; te festejan con sus cantos agradecidos. Ellos te recuerdan la voz grata del hogar y de tus hijuelos. Deja, pues, el azadón, enjuga tu frente, y mira al cielo.
Paréceme que escucho tu plegaria: "Señor, al trabajar, he cumplido la más necesaria y fecunda ley que diste á mi existencia; me hiciste superior al bruto, por la facultad del trabajo. Consuela con él mi alma, reálzala y elévala por él. Haz que mi sudor no sea infecundo; y si te cuadra que la escarcha ó el huracán destruya mi obra, dame fuerzas para empezar de nuevo; ya que trabajar es hacerme digno de tus beneficios, ya que trabajar es celebrarte, ya que trabajar es orar.
Con este nombre firmaba sus poesías, y con él le designaban sus amigos y compañeros de estudio en la Universidad de Barcelona: con este nombre se le recuerda también en Puerto Rico; pero uno de sus más diligentes biógrafos asegura que no era ese su verdadero nombre de bautismo, y que usaba el apellido Vidarte por un delicado sentimiento de gratitud hacia don Rafael Vidarte, rico propietario de Humacao, que le había protegido desde la infancia, y le había enviado y mantenía en Barcelona, con objeto de que estudiase allí una carrera científica. Según este biógrafo,[1] el verdadero nombre de aquél era José Santiago Rodríguez, y había nacido en Yabucoa, el día 25 de Julio de 1828. Este joven gozó de notable popularidad entre sus paisanos de aquel tiempo, y aun hoy se le recuerda con cariño, porque en realidad fué el primer portorriqueño que se dedicó al cultivo de la poesía, con brillantez y entusiasmo. Por desgracia falleció cuando apenas había cumplido los veinte años; sus facultades de poeta no alcanzaron su madurez y apogeo, y las poesías que dejó escritas—si bien revelan inspiración y fantasía, y no carecen de espontaneidad y gracia—no tienen aquella elevación y belleza de pensamiento, ni las gallardías de lenguaje á que seguramente hubieran llegado las producciones de Vidarte, si hubiera vivido algunos años más.
[57]Falleció en Barcelona, en 1848.
Su obra poética de mayor vuelo y más brillante es la titulada Insomnio, escrita cuando se sentía ya enfermo, y en la cual expresa la alegría con que soñaba con su regreso á la querida tierra natal. De esa poesía son las estrofas siguiente:
Fué un periodista de combate contra los errores de su tiempo, y un valiente defensor de la libertad.
Nació en Toa Alta, en el año 1828.
Al terminar su instrucción primaria, y cuando todavía no era más que un adolescente, comprendió la grandeza moral de la Escuela y lo humanitario y generoso de las funciones del maestro, y sin más auxilio y dirección que su propio entusiasmo y sus estudios incesantes, se hizo maestro de escuela, obteniendo luego una licencia oficial para el ejercicio de la enseñanza. Más tarde se graduó de Notario, y con el ejercicio de esta profesión pudo ya comprar algunos libros, ilustrar cada día más su inteligencia, y estudiar los problemas políticos y sociales del país.
En 1866, y á propósito de una información promovida por el gobernador de la isla, acerca de la reglamentación del trabajo, llamó el Sr. Morales la atención pública con una serie de artículos suyos que publicó en El Fomento de Puerto Rico, periódico del cual era asiduo colaborador. Defendía en aquellos artículos, con gran amplitud de criterio, la libertad del trabajo, y combatía la libreta—especie de registro policíaco de información personal—que ponía á los jornaleros en condiciones humillantes con respecto á sus patronos.
La libreta quedó abolida.
Desde entonces figuró Morales entre los periodistas[62] más distinguidos del país, descollando entre ellos como polemista y razonador. Fué el más fecundo de todos los de su tiempo, y acaso el que trató á la vez sobre más variados asuntos. Política, moral, religión, economía social, costumbres, crítica literaria, educación, etc., todo lo tocaba su pluma de periodista, y sobre todo escribía con discreción, aunque su especialidad sobresaliente era la controversia política.
Fué redactor de los periódicos El Fomento, El Progreso, La España Radical y El Agente; colaboró en Don Simplicio y en El Buscapié; fundó un periódico titulado El Economista, y en los últimos días de su vida organizaba la publicación de El Eco del Toa, que no llegó á nacer.
Había adquirido Morales una instrucción variada y sólida, un hábito de pensar y de escribir con rapidez extraordinaria, y una dialéctica formidable para la discusión.
Era hombre de costumbres sencillas, de trato afectuoso y llano, muy religioso y muy hombre de bien. Vivió siempre en el pequeño pueblo de Toa Alta, en donde ejerció hasta la muerte sus funciones de Notario.
Sus hijos, y en especial el que lleva su mismo nombre, y que es uno de los maestros que honran á la Escuela portorriqueña, reunieron los artículos periodísticos más conocidos, del Sr. Morales, y los publicaron en dos tomos, con el título de Misceláneas, salvando así del olvido unos trabajos de verdadera utilidad para la historia de la cultura portorriqueña.
El que insertamos á continuación fué tomado de El Fomento de Puerto Rico, y es uno de los primeros que escribió su autor.
Todo derecho se funda en un deber. Tenemos el deber de conservar cuidadosamente la vida, como un depósito sagrado que nos ha confiado nuestro divino Hacedor, y de este deber nace el derecho, que nos concede la ley natural, de rechazar toda agresión injusta que tienda á privarnos de tan precioso bien. Los cuerpos políticos tienen idénticos derechos y deberes; pero como no puede ejercitarlos cada individuo de por sí, las supremas potestades que los ejercen á nombre de la comunidad, al mismo tiempo que están obligadas rigurosamente á mirar por la conservación y adelanto del Estado, tienen el derecho indisputable de repeler todo lo que se oponga al cumplimiento de estos altos fines, y de buscar con eficacia cuanto á ellos convenga. De aquí el poder de dichas potestades sobre las vidas y bienes de los vasallos; de aquí el derecho de hacer la guerra, y como su consecuencia el de levantar ejércitos permanentes, etc. Estos son principios muy sencillos del derecho natural y de gentes, que están al alcance de una mediana inteligencia.
Examinadas las cosas á la luz de estos sanos principios, es incuestionable que todo Gobierno tiene[64] derecho, para conseguir la seguridad exterior y el orden interior del Estado, de separar los hombres de las dulzuras del hogar doméstico, privar á sus familias de sus buenos oficios, á los pueblos de brazos para la agricultura y las artes, en una palabra, hacerlos soldados, exponiéndolos en los campos de batalla á mil peligros. Estos sacrificios individuales, por penosos que sean, los consideramos insignificantes y como si no existieran, ante el bien de la patria común, que los reclama imperiosamente. La obligación en que están los súbditos en orden á la guerra es tan rigorosa, que si bien pueden eximirse y en toda sociedad bien ordenada se eximen muchos de los ejercicios militares, hablando de un modo absoluto, en caso de necesidad no hay ciudadano que con justicia pueda excusarse de tomar las armas.
Regla es de derecho, que á quien le es permitido lo más, le es permitido lo menos. Si el Gobierno, que vela por el buen orden y conservación del Estado, para fines tan importantes, puede arrancar de los brazos del padre y de la madre ancianos al hijo fuerte y robusto, que es el descanso y la gloria de su vejez, para enviarlo á regiones extrañas de donde quizás no volverá nunca, ¿con cuánta más razón no podrá separar de su regazo por breves horas cada día y durante un tiempo limitado al niño ino[65]cente, para ilustrar su inteligencia y formar su corazón para la virtud?
La ley que hace obligatoria la enseñanza primaria, se funda en los principios eternos de la justicia universal. Así lo han comprendido muchas naciones civilizadas. Sajonia, Austria, Rusia y varios Estados de la América del Norte, han consignado en sus leyes esta obligación. Nuestra España en la Constitución de 1812 ya buscó tan noble fin por medios indirectos, estableciendo que desde el año 1830, nadie que no supiese leer y escribir sería admitido á ejercer los derechos de ciudadano. Pero en la ley de 9 de Septiembre de 1857 se declara obligatorio el deber de los padres y tutores de proporcionar á sus hijos y pupilos el grado de instrucción necesaria. Entre nosotros se declaró la enseñanza primaria obligatoria, desde el año 1844, por el artículo 35 del Plan general de instrucción pública para las Islas de Cuba y de Puerto Rico, pero esta disposición había sido una letra muerta, hasta que el Excmo. Sr. Don Félix María de Messina la ha hecho una verdad, con su reciente disposición, para bien del país y gloria suya.
Se nos podrá objetar, que si el derecho de la enseñanza primaria obligatoria descansa en el deber de la conservación del cuerpo social, cae por tierra nuestro argumento, apenas se demuestre que[66] ningún peligro corre el Estado porque se deje á los padres en una prudente libertad para cuidar de la instrucción de sus hijos, habiendo naciones cultas que viven sin admitir tal principio en su legislación.
Á esto contestaremos lo primero, que el no ejercitar un derecho no es una prueba de que se carezca de él. El deber de mi propia conservación me da el derecho de quitar la vida al injusto agresor que atente contra la mía. Vivo en un país tranquilo y llego al fin de mis días sin ejercitar tan tremendo derecho. Vivo en una sociedad entregada á la anarquía y me veo en la tristísima necesidad de ejercitarlo con frecuencia. ¿Tendré el mencionado derecho en el segundo caso propuesto porque lo ejército, y estaré privado de él en el primero, porque no lo uso? No: el derecho que me conceden las leyes naturales siempre es el mismo, absoluto é independiente de los acontecimientos de mi vida. Hemos visto á los Estados Unidos hasta ahora pocos años, con una sombra de ejército: en la actualidad, valiéndonos de una frase vulgar, están armados hasta los dientes; sin embargo, su derecho para levantar ejércitos como potencia soberana era el mismo ayer como hoy.
Lo segundo, que nadie desconoce los grandísimos males de la ignorancia. Las naciones más adelantadas de la presente edad no pueden vanagloriarse[67] de haber subido al pináculo de la civilización. Ninguna puede citarse, en que dejada la instrucción primaria al cuidado de la potestad paterna, haya conseguido una perfecta ilustración en las masas. Que hay peligros reales en la ignorancia de éstas, nos lo demuestra la historia de todos los países. Si vemos en el día conmoverse la sociedad con revueltas desastrosas ¿á qué podemos mayormente atribuirlo si no á la ignorancia de los pueblos sobre sus derechos y deberes? Desconociendo sus verdaderos intereses se dejan guiar ciegamente por tribunos apasionados que los empujan al precipicio. Si el mundo arde en guerras fratricidas, si el principio de autoridad se encuentra desprestigiado, si la irreligión y la inmoralidad rompen todos los lazos sociales, culpa es de la ignorancia. No todos los peligros vienen del exterior. La antigua Roma murió ahogada por los vicios que alimentaba en su propio seno. Los pueblos mueren como murió la poderosa Roma, y no es por cierto la conquista quien los mata, sino su ignorancia y sus vicios. Estos males sociales no se curan con el sable del soldado. En una sociedad corrompida la rebelión se abatirá mil veces y por millones reproducirá su cabeza la espantosa hidra, mientras las masas no se ilustren con una instrucción sólida y verdadera, basada en los principios del cristianismo. No se[68] diga, pues, que en el estado actual del mundo ha bastado la autoridad paterna, por desgracia tan desprestigiada, para difundir la instrucción en los pueblos, y que éstos tienen el máximun de conocimientos necesarios para su felicidad, sin que sea necesario que los Gobiernos tomen parte activa en ellos.
Lo tercero: aun suponiendo que no existiese un peligro inminente para el Estado, siempre tendríamos sólidos fundamentos en que apoyar el principio de la enseñanza obligatoria. En el derecho civil distinguimos derechos perfectos y rigorosos, y derechos imperfectos y no rigorosos. En el derecho natural no hay semejante distinción; todos los derechos y deberes son perfectos y rigorosos. El derecho civil no puede tomar en consideración todos los derechos y deberes; hace respetar los más importantes, y deja los demás sometidos á la sanción de la justicia divina. Pero de que las leyes civiles no se ocupen de los derechos y deberes llamados imperfectos, no se sigue que éstos sean menos obligatorios á los ojos de la recta razón. El derecho natural, por ejemplo, no me obliga menos á dar limosnas que á respetar la propiedad ajena. El deber que tiene todo padre de instruir á sus hijos en lo necesario, es rigoroso como de derecho natural y divino. Era imperfecto en el derecho civil, porque[69] no había ley que á ello obligara. Pero no hay ningún inconveniente en que un derecho ó deber imperfecto en el orden civil, se convierta en rigoroso, cuando el bien de la sociedad lo reclama. Si los padres olvidan el sagrado deber á que están obligados por las leyes naturales de instruir á sus hijos, el Gobierno que á ello los compele no hará otra cosa que darle la sanción de la ley humana á una ley divina é inmutable. La conveniencia y utilidad de añadir esta sanción humana á la divina, es lo único que se podrá disputar. No hay duda que sería hasta ridículo que se dictaran leyes para castigar los mentirosos, los avarientos, los desagradecidos, etc., los cuales todos tendrán su castigo merecido de la divina justicia, sin que redunde ningún bien ostensible á la sociedad; y sí gravísimos inconvenientes, de hacer justiciables ante los tribunales estos defectos. ¿Pero quién dudará de lo mucho que gana la causa de la civilización y el progreso, disponiendo que el deber que tiene el padre de instruir al hijo se le recuerde cuando lo olvide, y hasta se le compele á su cumplimiento por una ley civil? Si la legítima que me ha de dejar mi padre, cuando muera, que es un bien de un orden menos elevado, está bajo las garantías de las leyes civiles, ¿por qué no ha de estarlo también el caudal de instrucción que de justicia me debe, por haberme puesto en el[70] mundo? ¿Conque es conveniente que haya leyes para compeler á los padres á la obligación natural que tienen de dar el alimento del cuerpo á los hijos, y no lo sería que las hubiese para que les den lo que es más necesario, el sustento de su corazón y de su inteligencia?
Entre el poder despótico que le concedía la antigua Roma á los padres sobre sus hijos, y la anulación absoluta de la patria potestad, proclamada en Esparta y Creta, donde éstos pertenecían á la república, hay un término medio que nos dan á conocer la razón y la justicia. El padre cristiano tiene derechos sagrados sobre sus hijos, pero á estos derechos son correspondientes deberes no menos imperiosos. Una sociedad bien constituida garantiza unos y otros, dejándolos en su libre ejercicio. Si un padre, imitando el despotismo romano mata la vida del alma de su prole con la ignorancia, la ley pone el remedio con una enseñanza gratuita y obligatoria. Para no dejar á los padres, respecto á la instrucción de los hijos, en la nulidad de los griegos, sistema encomiado por Rouseau y Helvecio, pero no por eso menos antisocial, la misma ley les concede el derecho de enseñanza doméstica. Esta es la verdadera libertad cristiana, que tanto se aparta de un individualismo exagerado, como de los excesos del comunismo.
Desde cualquier punto de vista que se considere el principio de la enseñanza primaria obligatoria, lo encontramos justo, benéfico y fecundo. Tocaba á nuestro digno Gobernador Messina hacemos gozar de un bien tan grande, que el magnánimo corazón de Isabel la Buena nos había concedido hace veinte años.
Fué un excelente médico, y hombre muy versado en las ciencias Físico Naturales; pero brilló más aún como poeta de mucho ingenio, de versificación magistral y de puro y castizo lenguaje castellano.
Nació en San Juan, el día 12 de Julio de 1829. Era todavía muy niño cuando su familia se trasladó al pueblo de Añasco, en donde Padilla adquirió la instrucción primaria. Sus padres le enviaron después á Santiago de Galicia, y allí obtuvo el grado de Bachiller y estudió los primeros años de la Facultad de Medicina. Por entonces tuvieron sus padres algún atraso en sus intereses, y Padilla tomó la resolución heróica de buscar él mismo recursos para seguir estudiando hasta terminar su carrera. Trasladó su matrícula á la Universidad de Barcelona, se colocó de redactor en un periódico de esta última ciudad, y así pudo obtener los medios necesarios para llegar al término de sus estudios en dicha Universidad.
Regresó á Puerto Rico en 1857, y ejerció su profesión científica en Arecibo. Años después trasladó su residencia á Vega Baja, en donde contrajo matrimonio, y allí vivió muchos años, dividiendo su actividad entre su profesión de médico y sus faenas de agricultor.
Pero en los breves remansos que formaban acá y allá estas dos corrientes de su vida, entregábase el Dr. Padilla con especial deleite al cultivo de la poesía.
Las tareas del periodismo, á las que se había dedicado por necesidad durante los últimos años de su vida es[73]tudiantil, despertaron en él aficiones y aptitudes muy sobresalientes. Estudiaba con entusiasmo y cariño los grandes poetas clásicos españoles, y adquirió con su trato una dicción tan clara y armoniosa, y un estilo de tan puro sabor clásico, que la crítica le califica justamente como uno de los mejores hablistas que ha tenido hasta hoy en América la lengua castellana.
Cultivó la poesía lírica en casi todos los tonos, y deja modelos excelentes en el satírico, en el apologético, en el elegíaco y en el descriptivo. Su obra culminante hubiera sido el poema Puerto Rico, del cual sólo dejó escritos la dedicatoria y la introducción, que son admirables, y sesenta y cinco octavas reales del primer canto, de una belleza y corrección dignas de grandes alabanzas. Debe leerse con atención esa obra, para apreciar debidamente los méritos del Dr. Padilla como hablista y versificador.
Le dió extraordinaria popularidad en Puerto Rico al Dr. Padilla una polémica en verso que sostuvo, en defensa de sus paisanos, con el poeta español Manuel del Palacio, y en la que lució aquél gallardamente su vena satírica. Empleaba con frecuencia el pseudónimo de El Caribe en sus versos de combate, á los que debió principalmente su fama.
Era de arrogante figura, de carácter altivo, pero de noble corazón y de trato exquisito, generoso y jovial.
En la primera de las dos composiciones que se insertan á continuación se revelan algunos rasgos de la altivez de carácter del autor, dulcificados por las finezas de la educación y la galantería. La segunda fué escrita en elogio de un artesano humildísimo, que enseñaba gratis en su tiempo las primeras letras á cuantos niños lograba llevar á su taller, obedeciendo á impulsos de una generosa y humanitaria vocación.
Nació en San Juan, el día 14 de Agosto de 1830. Pasó su infancia en Vega Baja, á donde fué su padre á ejercer la profesión de maestro de escuela. Allí recibió la instrucción primaria, y—como tenía buena letra y era listo—obtuvo pronto colocación, aunque modesta, en la oficina de un procurador judicial, de San Juan.
Allí se reveló tan notablemente su vocación, que á los pocos años no había en toda la ciudad un muchacho que igualase á "Juliancito Blanco" en la tarea especial de ordenar papeles para la curia, enterar de ellos á los abogados, llevar los expedientes al tribunal ó á las escribanías de actuaciones, llevar al dedillo la cuenta de los emplazamientos y los términos, y todo cuanto en el antiguo sistema judicial se designaba con el nombre de papeleo.
Bien pronto llegó á saber de estas cosas de la curia más que los mismos procuradores, y entonces fué un excelente auxiliar en las oficinas de los abogados. Trabajó primero en la del Dr. Vázquez, letrado de fama, que ejercía su profesión en San Juan á mediados del siglo XIX, y algunos años después fué compañero, más bien que auxiliar, del inteligente abogado portorriqueño don Gabriel Jiménez.
Nunca las bibliotecas particulares de los letrados de San Juan, ni la del Colegio de Abogados establecida en la casa de la Audiencia, tuvieron más asiduo lector que don Julián Blanco, desde los primeros años de su juven[79]tud, y lo que no lograba encontrar en los libros de Derecho lo encontraba en las mil combinaciones ingeniosas de la esgrima del papel sellado. Llegó á ser verdaderamente famoso en estas materias, y no pocas veces respetado y hasta temido por los mismo abogados de larga práctica.
Al iniciarse la lucha política en Puerto Rico tomó puesto en las filas más avanzadas del partido reformista, y fué el más activo y enérgico de los redactores de El Progreso, que dirigía el patriarca liberal don José Julián Acosta, y sufrió persecuciones y destierros por causa de sus ideas políticas.
En 1871 fué electo diputado á Cortes por el distrito de Caguas, y dejó recuerdos importantes de su elocuencia y energía en aquellas sesiones borrascosas que precedieron á la abdicación del rey Amadeo.
Después colaboró en periódicos importantes del país, fué varias veces diputado provincial, y en el breve gobierno autonómico fué Secretario de la Presidencia del Consejo, y Secretario de Hacienda. Poseía conocimientos generales de administración y de ciencia económica, y fué fundador y consejero del Banco Territorial y Agrícola de Puerto Rico.
Su oratoria era vehemente, pero sujeta siempre á la disciplina del pensamiento; razonaba con método, exponía con claridad y peroraba con energía, pero conservando siempre el dominio de su palabra. Fué en su tiempo uno de los mejores oradores políticos de Puerto Rico.
Como escritor, su estilo no era literario ni elegante. Se cuidaba mucho más de convencer, de herir ó de defender que de agradar. Sus hábitos de curial influían en la forma de sus escritos, casi siempre vigorosos, enérgicos, y con frecuencia apasionados. Propendía especialmente á la polémica y la contradicción.
Recopiló algunos de sus trabajos periodísticos en un libro titulado Veinte y Cinco años antes. Á él pertenece el artículo que insertamos á continuación, publicado en El Progreso hace 35 años.
Desde que El Progreso vino al estadio de la prensa, no ha cesado de hacer cuantos esfuerzos le ha permitido la pequeñez de sus medios para difundir las ideas y los principios que forman el credo del partido liberal reformista, creyendo, como cree firmemente que sólo la práctica de esos principios y la realización de esas ideas pueden labrar la felicidad de esta Isla, manteniendo en ella el orden y la paz, factores indispensables del bienestar y la prosperidad de los pueblos, y asegurando con vínculo fortísimo su unión estrecha y perdurable bajo el glorioso pabellón de España, á las demás provincias de la Madre Patria.
Sin pecar de inmodestia, cree El Progreso haber contribuído no poco, en unión de sus colegas reformistas y de los ilustrados escritores que se han dignado prestarle su valiosa colaboración, á la organización y la fuerza que hoy tiene el partido radical de esta provincia, al que pertenece la inmensa mayoría de sus habitantes, como lo ha demostrado[81] cuantas veces ha tenido posibilidad de hacerlo. Y sin embargo, por más que le duela confesarlo, tiene que reconocer que, aun cuando más hubiesen hecho en pró de la santa causa de las reformas, con tanta solemnidad y repetición prometidas y con tanta justicia y necesidad deseadas, ni El Progreso ni sus demás compañeros de la prensa liberal de esta Antilla habrán hecho nunca tanto en favor de dicha causa, como los órganos reaccionarios de esa minoría refractaria á toda idea de progreso y de justicia, que aquí se disfraza como el grajo de la fábula con los variados y pomposos nombres de "los leales,, "los españoles sin condiciones," y "el partido liberal conservador."
Sus exageraciones, sus intemperancias, sus amenazas, sus inconsecuencias y sus contradicciones, han abierto los ojos á los hombres honrados y sencillos que inconscientemente les seguían, más que todos los artículos de la prensa reformista; y si aún hay algunos que por hábito, por temor ó por la espesa venda que tres siglos y medio de régimen colonial han puesto sobre su inteligencia, forman todavía á retaguardia de esa agrupación, esos pocos rezagados no tardarán en desertar de su odiosa bandera y venir á engrosar las filas del partido radical, dejando solos á los que, según se deduce de sus mismas disolventes predicaciones, no tienen otro principio[82] que el de su conveniencia particular, á la que están dispuestos á sacrificarlo todo.
Ni ¿cómo pudiera ser de otro modo? ¿qué hombre sensato y que de honrado se precie puede hacer coro con ellos en el discordante concierto de insultos y calumnias que uno y otro día arrojan á la faz de un país, modelo de mansedumbre y de cordura, no sólo entre todos los pueblos de la Nación sino entre todos los pueblos del mundo? ¿Qué hombre de juicio y de conciencia querrá hacerse solidario de los energúmenos que, no contentos con amenazar á sus adversarios con el cañón Krupp y el fusil de aguja, y olvidando en su delirio la diversidad de tiempos y de circunstancias, todavía nos recuerdan para aterrorizarnos el veneno de Lucrecia Borgia y las matanzas de la noche de San Bartolomé? ¿Quién que tenga un corazón noble y levantado puede hacer causa común con los que no tienen otro principio ni otro lazo de unión que su interés mezquino y egoísta?
Porque ésta es la verdad, y hay que decirla virilmente, sin ambages ni rodeos. La fórmula de nuestros biliosos adversarios, "España somos nosotros, y fuera de nosotros no hay más que separatistas," es sólo una parodia ridícula de la de Luis XIV: "El Estado soy yo." En el fondo de una y otra, sin embargo, hay el mismo pensamiento de negro y refinado[83] egoísmo. Todo para nosotros, para vosotros nada; para nosotros lo ancho, la plenitud de los derechos, el privilegio de la explotación;—porque
para vosotros la pena de ser perseguidos y explotados hasta la consumación de los siglos, porque no sois españoles, sino filibusteros, mambises y separatistas.
Esa es la síntesis de todos los discursos y argumentaciones de los flamantes liberales conservadores de esta Isla. Ese el pensamiento profundo de sus modernos Maquiavellos, que al través de cuanto gritan para ocultarlo, se descubre en todos sus escritos.
Vedlos si no, discurriendo sobre las omnímodas,[2] al sentirse heridos por esa espada de Damócles, suspendida siempre sobre los habitantes de esta Isla. Rugen de rabia más que de dolor; pero no piden que la espada se rompa; no se unen á nosotros para pedir que cesen las omnímodas, que en una provincia de la España democrática no tienen ya razón de ser; por el contrario, aun sostienen la conveniencia de conservarlas, porque según dicen tienen su[84] lado bueno y su lado malo; son buenas cuando son ellos los que las aplican en beneficio propio y daño de sus adversarios, por más que éstos no dieran ni den pretexto alguno para su ejercicio; son malas cuando recaen sobre ellos, por más que hayan hecho y hagan todo lo posible para justificarlas ó excusarlas.
¿Se trata del principio de autoridad? Oidlos: "la Autoridad es sagrada: la Autoridad es impecable," cuando son ellos los que la ejercen, aun cuando abusen de sus facultades; la mera queja, por respetuosa que sea, la censura más moderada y justa de sus actos son un crimen gravísimo é imperdonable; pero si la Autoridad justa é imparcial no se presta á servir sus intereses ni á ser ciego instrumento de sus planes, entonces la escarnecen y arrastran por los suelos, por alta y respetable que sea, y su audacia se llama valor cívico, y lo que es un crimen se convierte en virtud.
¿Se trata de la prensa liberal? "No conviene, dicen, la libertad de imprenta; ella es incompatible con el sostenimiento del orden público," por más que la templanza y la mesura con que esa prensa trata todas las cuestiones de que le es lícito y permitido ocuparse, ofrezca ejemplos dignos de imitar á sus injustos adversarios y detractores. Para el periodismo liberal la previa censura, la recogida y los[85] procesos; y mientras tanto ellos usan y abusan de esa misma libertad, y aspiran á gozar del privilegio de la impunidad aun cuando sus escritos incendiarios lleven la alarma y el terror al seno de las familias, la perturbación del orden á la sociedad, y la desconfianza y descrédito al exterior.
¿Se trata del derecho de reunión? Pues ay de los liberales que lo ejerciten en los períodos electorales en que únicamente es permitido aquí: "si se reunen es para conspirar, aunque sus juntas se celebren á la luz del día, con el permiso de la Autoridad y todos los requisitos establecidos por la Ley, y aunque sus actos y sus acuerdos extrictamente ajustados á ella tengan la mayor publicidad; ese derecho en manos de los liberales es un arma peligrosísima que debe arrebatárseles"; pero entre tanto ellos, los sedicentes conservadores, monopolizan ese derecho en todas las épocas, abusando de él para todos los fines que su conveniencia les sugiera, y que las más veces permanecen ocultos, y ese monopolio, lo mismo que otros, es lo que aspiran á conservar indefinidamente.
¿Se trata del Gobierno constituido, y de la sumisión y obediencia que los pueblos le deben? Nadie más celoso defensor de ese principio que los periódicos reaccionarios de esta isla, cuando son sus patrones los que gobiernan, cuando son sus doc[86]trinas las que privan, y sus aspiraciones las atendidas en las altas regiones del poder. El mero hecho de no pensar entonces de acuerdo con los que mandan es un crimen de alta traición, y ¡ay de aquel contra quien recaiga la simple sospecha de haber incurrido en ese desacuerdo, porque no se necesitan más pruebas para condenarle sin apelación! Pero si el Gobierno no secunda sus planes interesados y egoístas; si se opone con mano fuerte á sus abusos y desafueros, entonces se rebelan contra el Gobierno, le hacen cruda guerra por cuantos medios están á su alcance, sin reparar en ellos, y esa conducta es santa y es patriótica, porque éllos se llaman los leales, y su rebelión se apellida "La rebelión de la Lealtad."
Pero ¿á qué multiplicar los ejemplos, si en todos los artículos de la prensa reaccionaria están de manifiesto? En todo y por todo quieren siempre lo ancho para ellos, que son una insignificante minoría; lo estrecho para los demás, que son la inmensa generalidad del país. Puerto Rico los conoce ya y no puede seguirlos, porque quiere la igualdad para todos sus moradores, porque tiene hambre y sed de justicia, que no puede existir sin aquella igualdad; porque tiene ya la conciencia de su dignidad y de sus derechos, y no puede consentir[87] que se le arrebaten por más tiempo en beneficio exclusivo de unos pocos privilegiados.
No: la ley del embudo, que es la única ley á que rinden culto nuestros adversarios, no ejercerá más su imperio en esta Isla; y en vano se mecen en la dulce ilusión de que volverán los días aciagos para ésta, en que ellos la dominaban por completo. El tiempo pasado no vuelve, y el mundo marcha adelante, como dice Pelletán. Las conquistas hechas para España por la gloriosa revolución de Septiembre, no hay poder humano que pueda destruirlas, y aquí participaremos de ellas indudablemente, pese á quien pesare, porque somos España también.
Cuantos esfuerzos hagan para impedirlo nuestros adversarios son inútiles; y si momentáneamente logran oscurecer el cielo de la Patria, poco importaría. Los eclipses de la libertad son pasajeros, como ha dicho Martos, mientras que las leyes inmutables y constantes del progreso tienen que cumplirse fatalmente. El astro que con sus débiles y temblorosos rayos animaba el moribundo régimen colonial, está ya en su ocaso, y pronto se hundirá en los abismos del pasado para no volver á levantarse jamás.
Entre las mujeres portorriqueñas de la pasada generación que se han distinguido en el cultivo de las letras, merece un sitio especial en esta Antología doña Alejandrina Benítez, no sólo porque fué la de inspiración más elevada entre las de su época, sino también por haber sido la madre natural y poética de José Gautier Benítez, uno de los poetas de más bella expresión, de más rica fantasía y de más delicado sentimiento que ha producido este país. Élla, con sus amorosos instintos de madre, y con las delicadezas exquisitas de su temperamento poético, cultivó y perfeccionó aquellas cualidades que todos admiramos en el dulce y apasionado cantor de Puerto Rico.
Nació Alejandrina Benítez, en Mayagüez, el día 26 de Febrero de 1819; quedó huérfana en la infancia, y la crió y educó esmeradamente una tía suya, doña Bibiana Benítez, aficionada también á la literatura y dotada de buenas disposiciones para el cultivo de la poesía.
Floreció Alejandrina cuando se hallaba en su mayor apogeo el romanticismo en la literatura castellana, y á la influencia de éste debemos atribuir algunos resabios de exaltación lírica que se advierten en sus obras.
Dedicada desde muy joven á los cuidados del hogar y de la familia, componía sus versos con poca frecuencia; pero no por eso dejó de influir notablemente en el movimiento literario de Puerto Rico.
Sus poesías más celebradas son; Buscando á Dios, La Cabaña, El cable submarino, y el canto Á Cuba, que va inserto á continuación.
Nació en la ciudad de San Juan, el 9 de Diciembre de 1830. Procedía de una familia distinguida y bien acomodada, y obtuvo desde joven la más esmerada educación que podía darse aquí en aquel tiempo.
Se hizo notar bien pronto el joven Vizcarrondo por la generosidad de sus sentimientos humanitarios: emprendió una campaña vigorosa contra los malos tratos que solían recibir los negros esclavos en algunas haciendas de la isla, y concluyó por hacer pública manifestación de sus ideas abolicionistas. Por este motivo fué desterrado del país en 1850, cuando apenas había cumplido veinte años de edad.
Vivió cuatro años en los Estados Unidos, y se saturó allí su espíritu de las ideas liberales que se agitaban en aquel gran pueblo, mientras se preparaba la famosa epopeya de la redención de los esclavos. Contrajo entonces matrimonio con una joven americana de cultura exquisita y de excelentes condiciones de carácter. Regresó Vizcarrondo á Puerto Rico en 1854; dió libertad á sus esclavos, para apoyar con hechos la eficacia de su propaganda abolicionista; fundó el Asilo de San Ildefonso, para la educación de niñas pobres, y escribió algunos libros para las escuelas de instrucción primaria. Fundó más tarde un periódico titulado "El Mercurio", y en él se dió á conocer como escritor ingenioso y ameno, y como propagador de ideas políticas y sociales in[95]compatibles con la estrechez de miras del régimen colonial.
Por ellas volvió á molestarle el gobierno con advertencias y persecuciones, y entonces Vizcarrondo buscó en la misma capital de España un campo más espacioso y propicio para desarrollar sus ideas y poner en práctica sus nobles propósitos.
Allí se dedicó á trabajos de política y de beneficencia con actividad, inteligencia y eficacia verdaderamente admirables. Fué Secretario General del Comité revolucionario que preparó en Madrid la Revolución del 68; fundó la Sociedad Abolicionista Española, de glorioso recuerdo; fundó La Sociedad Protectora de Niños y el Hospital del Niño Jesús, y echó las bases del Hospital de Niños incurables, con la cooperación de las duquesas de Santoña y Pastrana. Durante la invasión del cólera en Madrid (1865) hizo verdaderas heroicidades, auxiliando á los pobres atacados de aquel terrible mal. En medio de la consternación pública fundó la sociedad de Amigos de los Pobres, que inició sus trabajos dando abrigos, alimentos y asistencia á los coléricos indigentes.
Como publicista fundó en Madrid la Revista Hispano Americana, que tuvo gran importancia en su tiempo; fué redactor de los diarios matritenses El Bien Público, La Discusión y La Democracia; fué corresponsal de varios periódicos importantes de Londres, Nueva York y Lisboa, y escribió correspondencias celebradísimas para El Agente, El Clamor del País, La Democracia y otros periódicos de Puerto Rico, haciendo popular con ellas el pseudónimo de "César de Bazán".
Fué diputado á Cortes por el distrito de Ponce, prestó servicios de gran importancia á Puerto Rico durante su[96] vida, y figuró siempre entre los directores del partido republicano de España.
Su estilo como escritor era sencillo, claro y discretamente sazonado con ingenio y gracia. El artículo suyo que va á continuación contiene rasgos pintorescos de la vida social portorriqueña de mediados del siglo anterior, y describe un tipo muy curioso, del que aún quedan recuerdos en algunas comarcas del país.
Hubo en Puerto Rico una época en que verdaderamente se ataban los perros con longanizas. Nos referimos á aquel buen tiempo en que era una verdad decir que donde comían cuatro, comían cinco; y no podía ser de otro modo, porque había mucho que comer, tal vez no tan de fantasía como lo que hoy conocemos con los nombres de pancée, souflée, troufée, etc., etc., pero de cierto que había comidas muy sabrosas, que saben confeccionar algunos rebeldes á los efectos de esa civilización que se entromete hasta en el lugar más sagrado de una casa, la cocina. Nos referimos al haragán mofongo, la persuasiva sopa de casabe, la melindrosa carne frita, etc., etc., que aún conservan sus prosélitos, por supuesto, deponiendo el título de gente de buen tono. La época de que hacemos mención, es aquella en que las calles estaban á oscuras, y cada una de ellas tenía más[97] tropiezos que una mujer tropezona de nuestros tiempos; cuando las Miseña Josefa, y todas las otras Miseña engordaban su puerquito, y todas comían chicharrones (hoy se dice: «el que no mata puerco, no come chicharrón») y se hacían pasteles, hayacas y butifarras, y se repartía todo entre todos en un santiamén, y de postre se mandaban sendas fuentes de manjar blanco, ojaldres y suaves buñuelos, y se veían las criadas cruzarse, llevando los repartimientos de una á otra casa. Hoy la cosa se maneja de otro modo, por efecto de la civilización; el que mata un puerquito tiene buen cuidado de apretarle el hocico, no sea que chille y le oiga el vecino, y averigüe que hay puerco muerto en la vecindad, y mande por el rabo. Pero volvamos á la edad de oro. Otro de los rasgos característicos de aquella fecha, era el pedirse prestado los morteros unos á otros, y un poquito de culantro, y un dientecito de ajo, etc.; para resumir, entonces todo se daba, hoy no se da nada, y hacemos bien, entre paréntesis.
En la época á que nos referimos, se hacía patrullas por los paisanos, que es otra peculiaridad de aquel buen tiempo. Estas patrullas se reducían á reunirse una media docena de amigos y salir de parranda por la ciudad; uno llevaba pasteles, el otro pan, el criado de otro le andaba detrás en sus rondas con la cazuela de escabeche, y el del otro con la escandalosa[98] y perfumada olla de mofongo, y la patrulla concluía por ir al atrio de la iglesia ó á la plazuela de Santiago, sentarse sobre el fresco suelo y tragarse el santo y seña bajo la forma dicha. Al siguiente día los que pasaban por aquel lugar decían, sin más antecedentes que las lustrosas envolturas de los pasteles: «aquí hizo alto la patrulla de anoche».
Los jóvenes de aquella época se paseaban de noche llevando en vez de varitas ó bastones, grandes espadones toledanos de siete cuartas, de esos que pelean solos, y que eran los compañeros inseparables de la juventud, después de las siete de la noche. Era golpe de gran hombre llegar á casa de la novia con el chafarote bajo el brazo, y tirarlo con desdén sobre una mesa.
En esa época, raro era el baile que no se acababa con algunos sablazos, pues los bailes justamente eran las galleras de la juventud. Para hacerse una pelea era suficiente motivo que D. Pepito, aprendiz de bailarín, no pudiendo seguir la estratégica trama de una contradanza, que el veterano D. Ramón ponía, con el nombre del Pabellón francés, ó el Canasto de flores, ó los Molinos, en cuyas figuras había que sudar á mares, y bracearse media hora, y pasar los hombres por debajo de los brazos de las mujeres, y las mujeres por encima de los hombres, y en que no faltaba un viejo experto que diese la[99] voz de alarma: «ahora, doña, para entrar á tiempo». Si como dejo dicho, el neófito don Pepito no podía seguir el berengenal que plantaba don Ramón, y dejaba pasar una figura entera ó media cadena, D. Ramón se consideraba, altamente ofendido en lo más delicado de su honra, y era necesario que corriese la sangre para lavar tanta afrenta.
Del mismo modo se consideraba un motivo de desafiar el colocarse un hombre distraídamente en un puesto más arriba de lo que la rigorosa ordenanza danzante le permitía, y también tenía uno que romperse el juicio con un cualquiera, por sacar á bailar una joven que estaba comprometida á acompañar en aquella misma contradanza á otro, sin que sirviese de excusa el alegar que él ignoraba tal compromiso, y que la culpa era de la dama: no había más remedio: V. hacía de hablativo ó instrumento con que se hacía la cosa, y no cabía otro arreglo que, al salir del baile, irse á la bajada del cementerio, y recibir una tanda de planazos con el mismo compás de dos por cuatro, con que inocentemente bailó V. su retozona contradanza. De ese tiempo es que dicen los viejos, suspirando al recordarlo: «¡Ah, tiempo bueno!»
En aquella época la Isla aparecía como una sola familia compacta y unida. Las riquezas, convenientemente distribuídas, ofrecían el bienestar y la[100] satisfacción, que se retrataba así en el rostro del rico hacendado, como en el del honrado proletario. El lujo no se había abierto camino en nuestra Isla, y alternaban gustosos en las modestas reuniones junto con el opulento comerciante ó propietario, sus dependientes ó servidores.
Pero vamos á nuestro hombre velorio, originario de la época á que acabamos de referimos, y en la que se concurría á un velorio como á una fiesta cualquiera; aquel hombre se diferencia muy poco del tipo de nuestros días, diferencia que no ha podido menos de establecer la civilización.
La primera diligencia del hombre velorio, al oscurecer, era informarse de la salud de los enfermos en la población, fuesen ó no amigos suyos, porque para el hombre velorio importaba poco el grado de intimidad que le uniese con el paciente: con llegar por la casa así como por casualidad, de una manera que él sabía y que nosotros no podemos explicar, ya tenía bastante. En tratándose de velorio, nuestro tipo no tenía jurisdicción marcada. Una vez al corriente del estado de los enfermos, iba á su casa y se ponía su traje de velorio, que consistía, por lo regular, en camisa y pantalón «de andar de noche»; un redingot de irlanda cruda, un par de chinelas, un sombrero de panamá en el cuarto grado de consunción; y en vez del chafarote de marras,[101] un bastoncito de naranjo, cieniguillo ó Juan caliente; completando su ajuar un pañuelo de bolsillo de grandes dimensiones y grandes flores.
Nuestro hombre llegaba al velorio y ponía la cara de conformidad con el estado de gravedad del enfermo, ó cambiando en un todo el escenario de la fisonomía, si era velorio de muerto grande, y presentando otra decoración distinta, si era de muerto pequeño, que en este caso se llamaba técnicamente velorio de angelito.
El hombre velorio llegaba en puntillas de pie, haciendo señas con la mano para que nadie se moviese. Colocaba el sombrero en un rincón, y antes de hacerse cargo de la silla sobre que había de pasar la noche, miraba á su rededor para reconocer el campo de sus operaciones. Su primer diligencia era indagar si había comestibles, y á qué clase pertenecían, y no se sentaba hasta que no lo averiguaba, para lo cual daba dos ó tres paseos, siempre dirigiendo disimuladamente la vista por todas partes, y no se acomodaba hasta saber el estado de las provisiones, porque para poder velar bien, consideraba necesario que hubiese algo que comer; á lo contrario se le llamaba profesionalmente velorio á palo seco, y nuestro hombre no entraba por esa clase de velorios: si descubría que había que correr el temporal á palo seco, viraba de bordo y seguía otro rumbo.[102] Una vez satisfecho de que había algo, procuraba informarse de quiénes eran los compañeros de velorio, porque había también mujer velorio y tenía su reputación formada de buena compañera de velorio, que era frase que oíamos á menudo.
Enterado ya de cuanto necesitaba saber, colocaba su silla en un lugar conveniente, es decir, entre las mujeres, y al lado de la mujer velorio, y ya estaba nuestro hombre en su elemento.
Antes de todo, y pocos momentos después de haberse sentado, vuelve á levantarse y se dirige al depósito de los pasatiempos, mete la mano en la bandeja de tabacos, y se apodera de más de los que necesita por el momento, echa un traguito, come algunos bizcochos y vuelve á ocupar su lugar. Ya está el tabaco prendido y puede darse principio á los chascarrillos; el hombre velorio es un manantial de anécdotas, y sabe decirlas con graciosa seriedad y una voz propia de velorio, lanzando por la boca una nube de humo á cada «pues señor». Mientras que el hombre velorio cuenta sus chascarrillos, las mujeres apoyan la barba sobre la mano abierta, y fijos en él sus ojos mascan el cigarro que tienen en la boca, haciendo creer que se limpian los dientes, y las viejas los prenden y fuman como murciélagos, diciendo cada vez que el cuentecillo se enrojece, al echar una nube de humo por la boca: "Jesús con Vd., don[103] José." Y don José aumenta el colorido del cuento, las muchachas se miran unas á las otras, y algunas de ellas, de risibles propensiones, por no romper la carcajada se tapan la boca con el pañuelo y se hacen mil contorsiones en la silla. Es de rigor que haya un pollo en el velorio, y que sea pollo enamorado, que va detrás de alguna hija de Eva en los primeros albores de la juventud.
El hombre velorio es el protector de esos amores por aquella noche, aconseja y anima al pollo y le hace lugar, diciéndole de vez en cuando: «ahora es tiempo, no seas tonto, aprovecha la ocasión». Así se pasa la noche entera, la cual se ameniza muy á menudo con copitas de vino, bizcochos, azucarillos y cigarros, de los cuales hace una provisión para muchos días. Desde las tres de la mañana ya empieza nuestro tipo á indicar que es hora de estar listo el pan caliente; se ofrece—por vía de estirar las piernas—á ver si aquél está ya cocido, y él mismo va á informarse á la próxima panadería.
Á las cuatro de la mañana ya las viejas están apestosas á cabos de tabacos, y las muchachas de mal talante y peor color, y unas y otras con el indispensable pañuelito atado á la cabeza.
Los muebles están en desorden, y allá y acullá por los rincones se ven algunos de los veladores dormidos sobre una silla, haciendo la figura más triste,[104] pues sus compañeros más fuertes, como uno de los recursos de la diversión en el velorio, les han tiznado la cara con un corcho carbonizado. Ya á esta hora han desaparecido todos los comestibles de la noche, y el hombre velorio anda por la cocina activando el café, y disponiendo que se haga cargadito.
Ya vienen las tazas y se oye el ruido de las cucharas al caer en los platillos: el caliente pan se anuncia con su peculiar olor al dividir en dos la tostada libra que tiene el hombre velorio, quien al echar de menos la mantequilla, dice como pudiera decir un químico al ver que en lo más preciso de una operación le faltase el más indispensable ingrediente: «¿Y la mantequilla, por Dios? ¿Y la mantequilla? ¿Quién tiene la mantequilla? ¡Lo menos se han olvidado de la mantequilla! ¡Corran, por Dios, por esa mantequilla, ó se pierde todo esto!» Y vuelve á cerrar el pan antes que se enfríe. Viene la mantequilla, vuelve á abrir la olorosa libra de pan, se le unta la apetecible grasa, y el cuchillo empieza su tarea de dividirla en rebanadas. Cada cual se acerca, toma su taza de café y su apéndice de pan, y se retira á un lado.
El hombre velorio es el único que se queda al pie de la mesa, porque primeramente le ha quedado el café muy dulce, y lo ha venido á notar después de haberse bebido la mitad de la taza, la cual llena[105] nuevamente para que le dé sazón á su gusto. Luego le falta pan para concluír el café que le queda en la taza, y toma otra rebanada, y como es natural le sobra después el pan, y tiene que echar más café para concluír con él, á fin de que ambos concluyan á un tiempo. De un fresco jarro lleno de agua serenada, que está en una jarrera en el patio, toma agua, se lava las manos y los relumbrosos labios, que limpia con su pañuelo de color. Prende otro cigarro, no de los que han estado depositados en el bolsillo toda la noche, sino del abastecedor azafate; se levanta el cuello del redingot, y se lo abotona hasta el último botón, para no refriarse; se cala el sombrero, y sale en puntillas de pie, diciendo al taparse la boca con el pañuelo: «¡Hasta mañana!» Y de seguro que volverá mañana y pasado, y todas las noches en que haya velorio.
Así como hay hombres de inteligencia brillante, inquieta, bulliciosa y expansiva, que se imponen poderosamente á la atención pública, y tienen más viso y repercusión exterior que capacidad interna, los hay también de inteligencia concentrada, de carácter apacible, asiduos en el estudio y en el trabajo; de más talento que apariencia, modestos y enemigos de ostentación. Á estos últimos pertenecía don Federico Asenjo.
Nació en Mayagüez, el día 26 de Abril de 1831. Su padre era un militar español, natural de Castilla la Vieja, y su madre una dama venezolana, descendiente también de una noble familia de castellanos. El servicio de las armas obligó al Sr. Asenjo padre á trasladarse á San Juan cuando Federico era todavía niño, y aquí adquirió éste la instrucción primaria, y fué más tarde alumno distinguido del Seminario Conciliar.
Aprendió con perfección la lengua latina y la francesa, y gracias á ellas y á su constante afán de estudiar, logró extender considerablemente el círculo de sus conocimientos, ilustrar su mente y llegar á ser uno de los portorriqueños más instruídos de su tiempo.
Rindió culto en su juventud á la literatura amena, colaborando en un periódico que se publicaba en San Juan, con el título de El Ramillete, y antes de los 22 años escribía notables artículos de economía política y de ciencia administrativa en el Boletín Mercantil y en El Mercurio,[107] compartiendo en este último las tareas de Redacción con don Julio Vizcarrondo.
En 1863 fundó El Fomento de Puerto Rico, revista quincenal de ciencias, que se transformó más tarde en diario, y que ejerció notable influencia en el país.
La modestia de Asenjo llegaba hasta el punto de no poner su nombre en muchos de los trabajos que publicaba, y así hay en nuestros archivos muchos estudios, Memorias, reseñas de Exposiciones y de solemnidades públicas, Informes oficiales y proyectos de instituciones, debidos á su docta pluma, y sin ninguna indicación expresa de quién los escribió.
Después que la revolución española de 1868 desarrolló en Puerto Rico la vida Municipal, Asenjo fundó y dirigió una revista titulada El Municipio, y dedicada á propagar la teoría y la práctica de la administración del pueblo por el pueblo.
En 1875 adquirió la propiedad de El Agente, periódico en el que hizo esfuerzos meritísimos para propagar aquí la ciencia económica y social. Por último fundó la Revista de Agricultura, Industria y Comercio, en la que propagó, por espacio de nueve años, excelentes ideas y un gran caudal de ciencia favorable al fomento de esas fuentes principales de la riqueza de los pueblos.
Entre los libros y folletos publicados que llevan su nombre merecen especial mención los titulados Elementos de orden social, Nociones de agricultura, Páginas para los jornaleros de Puerto Rico, Un pequeño libro de actualidad (estudios económicos) y El Catastro de Puerto Rico. Con el pseudónimo de Claro Oscuro, publicó también un curioso libro suyo de crítica humorística, titulado Viaje al rededor de la plaza principal.
Prestó importantes servicios á su país en la Junta Su[108]perior de Instrucción Pública; organizó la Escuela Profesional fundada en San Juan en 1883, y fué proveedor de su material científico, y apenas se halla un proyecto beneficioso para Puerto Rico en la segunda mitad del siglo XIX, al cual no haya llevado Asenjo el concurso de su inteligencia y de su actividad.
Por encargo de la Sociedad Económica de Amigos del País, se dedicó Asenjo en sus últimos años á recopilar datos para la Historia general de Puerto Rico, y dejó 31 volúmenes de estos apuntes en el archivo de aquella memorable institución. Su vida fué una constante serie de trabajos fecundos en provecho de la prosperidad y la cultura de su país, por lo cual uno de sus biógrafos le califica muy acertadamente de "ciudadano modelo."
Y todo esto lo hacía sin ningún alarde, sin ostentación alguna, callada y modestamente, como quien encuentra en su misma conciencia los estímulos y las recompensas de sus buenas obras. Rara vez se le veía en público, á menos que no fuera para realizar algún acto obligatorio. Para verle y hablar con él había que buscarle casi siempre en su oficina, en su gabinete de estudio y de trabajo.
Su estilo como escritor guardaba gran analogía con su carácter: era natural, llano, sin adornos ni rodeos retóricos, como de quien sólo deseaba propagar verdades y nociones útiles, y ser comprendido con toda claridad.
Tuvo varios hijos de su segundo matrimonio con doña María Luisa del Valle, descendiente de una noble familia española, y de esta unión nació la dama que es actualmente esposa del Hon. H. A. Reed, general del Ejército Americano.
Falleció Asenjo en 30 de Agosto de 1893.
La institución de la familia es común al estado de aislamiento y al estado social, porque se funda en el instinto de la conservación de la especie, del que gozan hasta los animales irracionales; pero en el aislamiento, la naturaleza y la duración de las relaciones que constituyen la familia dependen enteramente de la duración y de la intensidad de los afectos que la han fundado; mientras que en el estado social, estas relaciones se convierten en deberes, los cuales son obligatorios durante un término fijado de antemano para cada miembro de la familia.
No he de tratar aquí de la influencia de esta institución en el desarrollo moral de los individuos, porque la consideraré únicamente como institución social, que puede obrar y obra en efecto en el desarrollo material de la sociedad, formando una parte integrante de ese orden social que me he propuesto hacer conocer.
En la palabra responsabilidad se resume todo lo que las leyes y las costumbres del estado social añaden á la familia natural. El padre de familia es responsable ante la opinión pública, y á veces ante los tribunales, de la suerte y de la conducta de su esposa y de sus hijos; y esta responsabilidad dura,[110] con respecto á los últimos, por lo menos hasta que llegan á la mayor edad; y en cuanto á la primera, en tanto que no se disuelve el matrimonio.
De aquí es que brota propiamente el germen de todo lo que la familia llega á ser bajo el régimen de la civilización. Esa responsabilidad es la que hace tan vivos y duraderos los afectos domésticos, la que mantiene aun después de la primera edad la autoridad de los padres y la sumisión de los hijos; pero sobre todo, y ese es el punto de vista capital que debe hacerse resaltar aquí, por esa responsabilidad es que, encontrándose las necesidades del padre de familia aumentadas con las de todos los miembros de ella, crece en la misma proporción la fuerza de estímulo de esas necesidades.
El primer trabajador que sintió sobre sí el peso de semejante responsabilidad, el primero al cual dijo la sociedad; «tú serás el único encargado y por largo tiempo de proveer á las necesidades de tus hijos, cualquiera que sea su número, y á las de tu esposa, cualesquiera que sean los sentimientos que le profeses,» ése inventó ciertamente algún nuevo medio de hacer productivo su trabajo, porque indudablemente debió poner en tortura su inteligencia y su actividad por ese aumento de necesidades, por esa fusión íntima de sus intereses comunes con los de[111] otros seres á los que se hallaba unido por un instinto benévolo.
Y cuando llega la edad del desarrollo intelectual, cuando el padre siente un noble orgullo al pensar que dejará una posteridad que le honrará después de su muerte y que elevará su nombre por encima de los demás, ¡qué aumento tan prodigioso encuentran sus facultades productoras! Ya no se trata solamente para él de satisfacer las necesidades físicas de sus hijos, sino que es necesario darles los alimentos del espíritu, proveer al desarrollo de su inteligencia, cultivar su razón y su sentido moral. ¿Quién es capaz de decir las riquezas y los progresos de todo género que las sociedades deben á la acción poderosa de esos móviles, que sólo pueden impulsar el espíritu de la familia y el sentimiento de la responsabilidad?
Sin la institución de la familia la de la propiedad hubiera sido casi estéril, y apenas hubiera bastado para hacer atravesar á las sociedades humanas esa primera etapa de la civilización, ese estado social tan imperfecto, que se asemeja tanto á la barbarie, y en el que vegetan todavía los pueblos del Oriente, en los que la poligamia no ha permitido que desarrolle y ejerza la acción que le es propia el espíritu de familia.
En la época presente han aparecido algunos soña[112]dores que, en sus planes quiméricos de organización social, han hecho abstracción de la familia, como otros habían hecho antes abstracción de la propiedad: y los hay como los discípulos de Fourier, los falansterianos, que libertando al padre de toda responsabilidad por lo que toca á su esposa y á sus hijos, y á éstos de toda dependencia de aquél, pretenden hacer á la sociedad la única responsable de lo que hiciera y llegara á ser cada uno de sus miembros desde el momento de nacer hasta la hora de su muerte.
Pretenden según dicen, si no estoy errado, no destruir la familia sino desembarazarla de las obligaciones onerosas que tiene, conservándola todas sus ventajas. En su falansterio, creen ellos que el libre impulso de las pasiones naturales bastará para hacer nacer esas relaciones mutuas de protección y dependencia, que han establecido las leyes y las costumbres de las sociedades civilizadas; pero puede asegurarse que con la realización de esta monstruosa utopia se destruiría más radicalmente la familia, que pasando bruscamente á un completo estado de aislamiento.
Entre los salvajes, en efecto, como no existe la sociedad como ser colectivo, y no puede por tanto encargarse de proveer á las necesidades de las esposas y de los hijos, ni protegerlos de ningún modo, su debilidad relativa los somete necesariamente á la[113] dominación del padre de familia, al mismo tiempo que los afectos instintivos de éste les aseguran, por todo el tiempo que les es preciso, su asistencia y su protección, tanto en las necesidades á que están sujetos, cuanto en los peligros á que se hallan expuestos; por lo cual puede decirse que la familia existe en el estado de aislamiento, si bien de una manera imperfecta y precaria, pero con sus caracteres esenciales y aun con cierta especie de responsabilidad, de hecho si no de derecho, para el que es jefe de ella.
En el falansterio nada de esto existe. La sociedad ó la falange, sustituyendo bajo todos los puntos de vista al padre de familia, no dejaría nacer esas simpatías y esos hábitos que tiende á producir la vida común, y que en el salvaje sustituyen al sentimiento del deber. No sólo se vería de este modo alterada la familia en lo que constituye su esencia, sino que sería imposible, y la humanidad descendería más abajo de la línea en que se encuentran las razas que permanecen todavía extrañas á la civilización.
Nació en Arecibo, en el año 1832, y fué educado en el Colegio de San Felipe, que en dicha villa dirigía el Padre Mariano Vidal.
Desde muy joven se dedicó Marín á dar lecciones de instrucción primaria á domicilio, y á los 18 años de edad era director de una Escuela en Cabo Rojo. Seis años después se graduó de Maestro de primera clase, y fué solicitado por los padres de familia de Yabucoa, para que fundase allí un Colegio.
En él se dió á conocer Marín como educador excelente; pero á medida que ganaba crédito entre sus compatriotas y discípulos, iba inspirando sospechas de hombre peligroso á los gobernantes de aquel tiempo, hasta el punto de que uno de ellos, el general Messina, le desterró de Yabucoa. Más tarde otro gobernador le repuso en la dirección de aquel Colegio.
Estudió Marín con empeño durante su destierro; una vez repuesto en sus funciones se graduó de Profesor Superior, y poco después ejercía brillantemente su profesión en un Colegio de Ponce, titulado Museo de la Juventud.
Ya por aquella época se iba ensanchando en Puerto Rico el horizonte de la vida política, y Marín decidió dedicarse al periodismo, después de 25 años de magisterio escolar.
En 1874 publicó en Ponce El Avisador, y sucesivamente[115] fundó y dirigió en aquella misma ciudad La Crónica, El Pueblo, El Popular, y El Cronista, periódicos que alcanzaron crédito y estimación en el país.
Publicó también un notable estudio acerca del desarrollo social y económico de Ponce; dió á la escena algunos ensayos del género dramático, y se ejercitó de vez en cuando en el cultivo de la poesía lírica.
Era de carácter franco y expansivo, muy amante de su patria y muy entusiasta agitador de las nobles ideas de redención por medio de la Escuela, y de progreso por medio de la libertad y el trabajo. Fué gran amigo de Don Román Baldorioty de Castro, compañero suyo en las luchas del periodismo, y también su compañero de prisión, en 1887.
Fué nombrado Director del Asilo de Beneficencia, de San Juan, en 1897, y en este cargo importante permaneció hasta algunos meses después de la ocupación americana.
Falleció en el año 1902.
Fué hombre de gran talento, de estudios muy variados y copiosos, y de gran energía de voluntad.
Nació en un barrio cercano á la ciudad de Mayagüez, el día 11 de Febrero de 1839, y adquirió casi toda su instrucción primaria en un colegio particular que dirigía en San Juan el Profesor don Jerónimo Gómez. Estudió algunos cursos de la enseñanza secundaria en el Seminario Conciliar de Puerto Rico, y obtuvo el grado de Bachiller, en Bilbao. Más tarde se graduó de Abogado en la Universidad Central de Madrid.
Agitábanse á la sazón en España las ideas de libertad y de reforma política que produjeron más tarde la Revolución del 68, y Hostos, sin dejar de estudiar, tomaba parte en los trabajos periodísticos y orales de mayor empeño, al lado de otros estudiantes amigos suyos, que se llamaban Castelar, Salmerón, Labra y Giner, y que llegaron á ser más tarde figuras eminentes de la tribuna y de la cátedra. Al terminar Hostos su carrera trató de regresar á su país, con el propósito de influir briosamente en su cultura y en su mejoramiento político y social; pero se había distinguido tanto en la Metrópoli por el radicalismo de sus ideas y por sus sueños generosos de libertad y federación Antillanas, que su vuelta á Puerto Rico hubiera atraído sobre él persecuciones y peligros. Se trasladó entonces á los Estados Unidos, desde donde prestó servicios importantes á la revolución de Cuba;[118] pasó más tarde á la América del Sur en solicitud de recursos para sostener aquella revolución; ejerció el periodismo en varias repúblicas hispanoamericanas, siempre con propósitos de independencia para Cuba y Puerto Rico, y en 1877 contrajo matrimonio con doña María Belinda de Ayala, descendiente de una distinguida familia Cubana.
Ya por entonces había demostrado grandes aptitudes de educador, y después de firmada la paz en Cuba aceptó proposiciones del gobierno de la República Dominicana para dar impulso allí á la enseñanza pública. Obtuvo en Santo Domingo un éxito admirable en la organización de las Escuelas Normales y en la perfección de los métodos educativos. En nueve años que dedicó á esta obra regeneradora, no sólo formó maestros excelentes, sino que escribió libros de estudio para todas las asignaturas de la primera y la segunda enseñanza. Muchos de estos libros se conservan todavía como verdaderos modelos de su género.
En 1889 recibió encargo del Gobierno de Chile para reformar la enseñanza en aquella importante República, en donde se conocían y se estimaban ya las grandes aptitudes pedagógicas de Hostos. Mientras desempeñaba en la Universidad de Santiago de Chile la cátedra de Derecho Constitucional, escribió para uso de sus discípulos un tratado, que adquirió extraordinaria resonancia por la novedad y excelencia de su doctrina, y por el buen método de su exposición.
Cuando estalló de nuevo la guerra cubana pensó Hostos en las complicaciones que podían alcanzar á Puerto Rico en el caso de que los Estados Unidos se decidieran á intervenir, y tan pronto como terminó su compromiso en Chile, trató de organizar en Puerto Rico una Liga de Patriotas que trabajase en favor de la independencia de esta[119] isla, procurando que no llegase á ser teatro de luchas sangrientas. Pero los sucesos se habían precipitado, el país aceptó voluntariamente la nueva soberanía, y Hostos se fué á continuar en Santo Domingo su obra de educador, después de haber fundado en Mayagüez el Instituto Municipal.
Á pesar de lo accidentado de su vida y de los trabajos políticos á los cuales prestó siempre gran atención, escribió Hostos cerca de cincuenta volúmenes, entre libros y folletos, todos interesantes y útiles, y muchos de ellos merecedores de alto elogio y de gran estimación.
Analizando atentamente sus obras, y estudiando bien las circunstancias de su vida entera, se adquiere el convencimiento de que Hostos estaba dotado de un carácter noble y austero, de que poseía una cultura extraordinaria, y de que tenía grandes condiciones de pensador y de pedagogo.
En los dos trabajos suyos que se insertan á continuación de estas líneas se reflejan dos aspectos distintos de su entidad moral: lo tierno y delicado de su naturaleza afectiva, y la severidad y pureza de sus ideas en punto á deberes humanos y de disciplina social.
á ángela rosa silva,
en pago de un artículo suyo que inadvertidamente rompí.
Al entrar en mi casa, á descansar de la brega cotidiana, oí con negligente oído que me recomendaban la lectura de un artículo literario, «muy bien escrito,» que expresamente me habían dejado sobre mi mesa de lectura.
Á ella acababa de sentarme, cuando la víctima menor de mis extremos paternales abrió la puerta de mi toma-café, se me sentó en la falda, me sobornó con un beso, y me pidió un barco de papel.
Tendí el brazo, tomé el primer papel impreso que hube á mano, le arranqué un pedazo, saqué las tijeras que, para ese y otros oficios de padrazo, llevo siempre en un bolsillo, y recorté lo mejor que pude un cuadradito. Lo doblé primero en un doblez rectilíneo; después, en dobleces angulares; en seguida, en rebordes muy simétricos; luego, en dirección de fondo á borde; acto continuo, en repliegues de adentro para afuera, y tomándolo gloriosamente, y mostrándolo con aire victorioso á la atentísima soborna[121]dora:—¡Ea!—le dije—un beso, ó no hay barco! Me dió el beso, le dí el barco.
Y ¡qué barco...! Cuando lo echamos al mar en la jofaina llena de agua, y promovíamos con los dedos un oleaje, era de ver cómo la leve embarcación cabeceaba; orzaba, se iba de bolina; y ya con el viento en popa que salía de nuestro aliento, ya con furioso mar de proa, que producíamos agitando la jofaina, se balanceaba gallardamente, ó se estremecía de proa á popa, ó amenazaba írsenos á pique.
No bastándonos nosotros mismos para ser á la vez tantas cosas, vientos de todos los cuadrantes, trepidaciones, oscilaciones, remos, velas, capitán, timonel y tripulación, fuímos al airecillo del balcón, que á ella se le ocurrió abrir de par en par, pusímonos á distancia para ver desde lejos nuestra embarcación, realizando así el concierto de la realidad y la idealidad, (que ¡las pobres...! viven desconcertadas en el mundo...), siendo realidad el barco visto, siendo idealidad las tiernas despedidas que dirigíamos á los imaginarios tripulantes.
Ya, sin saberlo, para el momento de las despedidas éramos muchos: primero que todos, el inseparable compañero de diabluras; enlazadas, detrás, en su contínuo abrazo la madre dilecta y la hija predilecta; más atrás, empujando para ponerse por delante, los dos más endiablados botafuegos que el sol de las Antillas ha ingerido en corazones y cabezas de muchacho. Faltaba sólo uno: es uno que ya está camino del porvenir, que es un camino muy áspero, muy cuesta arriba, muy sin horizonte, muy sin luz, sobre todo, en la América del Sud. Y suspiramos.
Y allá iba la nave por el mar de la jofaina al embate de los vientos del balcón, desapareciendo ya sin duda en alta mar, porque apenas veíamos un punto. Un punto fijo que se mira es un imán que se pone á la atención, al sentimiento y al deseo. De tal modo pendíamos del punto, que estábamos efectivamente presenciando el alejamiento de la nave.
—Y ¿para dónde irá?... hubo una voz.
—Y ¿cómo se llamará? hubo otra voz.
—Yo quiero que se llame lo que parece.
—¿Qué parece?
—Una gaviota.
—Pues yo quiero que se llame Cuba Libre.
—¡Silencio!... El nombre de la víctima no se pronuncia en casa de los cómplices.
—¡Verdad! "Cuba libre", en la América del Sud, suena como "Creta" en la Europa del Norte.
Ya estaba convenido: se llamaba La Gaviota, y navegaba con rumbo á Cuba libre.
Entonces hubo una algarada de alegría que acabó en una algazara de entusiasmo. Todos querían embarcarse para Cuba.
La verdad es que, así á la lejanía, y desde la oscura penumbra, cielo cerrado, atmósfera de hielo, soledad de desierto, desde donde la contemplábamos, la radiante nave, bañada á fondo por el sol, sostenida en un mar libre, caminando hacia la luz, era una tentación.
Ya estábamos en dirección á bordo, cuando un portazo dió al traste con el mar, con el barco y con el propósito de embarque.
Una vez, caminando por una de esas costas, desde lejos habíamos visto como un esqueleto negro abandonado á la orilla de la playa. Al acercarnos, ¡qué triste! todos nos compungimos, era el esqueleto de un barco, era el testimonio de un naufragio.
La aflicción al imaginar la agonía de los náufra[124]gos, no fué más íntima que la sentida ahora al ver el naufragio del barco de papel.
El que primero llegó al lugar de la catástrofe, leyó en voz alta "La Gaviota."
—¿Cómo es eso? ¿Tenía el nombre en la borda, como las goletas de verdad?
—Creo que no, porque esto parece, por los dobleces, que era quilla....
—¡Deja ver...!
Y poniendo con precaución sobre la mesa el húmedo papel, la interpeladora leyó, como leyendo para sí: "La Gaviota, de Fer...."
Y levantando inquieta la cabeza, interpeló á la chiquitina:
—¿Dé dónde tomaste ese papel?
Á lo cual, rehuyendo bulto y responsabilidad, contestó la amenazada:
—¡Fué papá!
Y yo, confuso y asustado con el susto de la pequeñuela, balbucí, una excusa:
—Lo encontré ahí.
—¡Pues buena la hemos hecho!...
Y riéndose á risotada al ver mi facha de delincuente honrado:
—Pero papá, si éste era el artículo literario que yo le recomendaba....
—"Et voila comme
—"Et voila comme
une femme abîme un homme,"
murmuré yo, acariciando la cabellera de mi sobornadora; acordándome de una canción de boulevard, en los tiempos aquellos en que París me sonreía.
—Y ¿qué vamos ahora á hacer?
—¡Qué hemos de hacer! continuar el viaje, dije yo con honrada convicción, y defendiendo el derecho que mi cómplice tenía á proseguir el juego.
—Pero si ya no hay goleta....
—Pero aquí hay papel....
¡Vaya si fué grito! No tuve más remedio que soltar el papel que había cogido, al oir:
—¡No! ¡no! ¡que ese es el pedazo que queda del artículo de R....!
—Pues entonces....
Y me encontré cara á cara con el íntimo tonto que todos encontramos en el primer repliegue de nuestra segunda circunvolución frontal, cada vez que no sabemos lo que hemos de hacer.
Contra ese desorientado.... (¿qué es el hombre más que un íntimo tonto que va desorientado por el mundo?)
Decía, que contra el sublime desorientado no hay como el único orientado de este mundo, el niño, que siempre sabe lo que quiere hacer, y que, entonces, queriendo nuevo barco, me miraba con chispas en los ojos.... (porque eran ella y él, los dos chiquitines). Á cien chispas por ojo, eran cuatrocien[126]tas chispas eléctricas, que no digo á un desorientado, á todo Oriente hubieran sido capaces de poner en movimiento.
Y cuando roto el papel, y hecho otro barco, y vaciado otro mar, volvimos á navegar en la jofaina con la imaginación, y la amiga de la autora del artículo descuartizado, me preguntaba:
—Y ¿qué le vamos á decir?
—Dile, le dijo, que así como no hay vuelta á la patria como la que se hace en un buque imaginario, en barco de papel, en sueño de despiertos, con las velas del deseo, con el vapor de la imaginación, con las valvulaciones del corazón, por el mar de la esperanza, bajo el cielo de la caridad, bajo el ala de la inocencia, así no hay artículo literario ni composición poética ni obra de arte, que no valga más en la región de lo impalpable, que en la mísera región de lo palpado.
Chile, 1897.
Las profesiones espirituales, como podemos llamar á las que más directamente se relacionan con el gobierno ó dirección espiritual de las sociedades, son[127] las peor desempeñadas. La razón es obvia: reclaman una vocación más decidida y una noción y cumplimento del deber mucho más austeros que cualesquiera otras funciones, y es claro que si la moral condena el descarrío general de vocaciones que caracteriza el período industrial de la civilización, cuanto mayor sea la transcendencia social de la profesión, tanto mayor será su responsabilidad en el mal que se condena.
Se comprende que el labriego no sepa que es una entidad social de primer orden; se explica que el obrero ignore su importancia social; se concibe la ignorancia en que viven de la transcendencia de sus funciones sociales los mil agentes del trabajo industrial: la sociedad de hoy está fundada sobre la sociedad de ayer, y la sociedad de ayer, ignorando la igualdad natural de los servicios, ignoraba la igualdad social de los méritos. Pero que el maestro no sepa á punto fijo el papel que desempeña; que el cura de almas y el de cuerpos estén casi siempre por debajo del alto deber de su función; que el sostenedor de la ley y el que la aplica prefieran los gajes del oficio á la gloriosa responsabilidad que los distingue y enaltece: que el periodista, guardián de la civilización, haya reducido á industria comercial de innoble especie su vasta representación de la razón[128] y la conciencia populares, ni se concibe ni se comprende ni se explica.
Y aquí no es la sociedad, aquí es el funcionario el primer responsable del desnivel entre él y su función: también por estar basada la sociedad contemporánea en la sociedad pasada, duran aún las preocupaciones en favor de los sacerdocios liberales ó espirituales, y cuanto obsta en las sociedades no completamente reformadas para la dignificación de los funcionarios industriales, tanto consta la ayuda y favor de las profesiones que se tienen por más dignas.
Entre las más, la primera por el orden de su transcendencia, es el magisterio. Aún no han llegado las sociedades humanas hasta proporcionar escrupulosamente los honores y la recompensa á la dignidad del magisterio; pero no hay una sola, principalmente entre las esclarecidas por la democracia, que no incluya prácticamente entre las primeras y más dignas de respeto, á la función social que tiene por objeto la guia de las generaciones.
En cambio no es tan general entre los encargados de esa función el conocimiento de sus responsabilidades, de su grandeza y de su fin social. Así, con excepción del corto número de sociedades que tienen de la educación fundamental la exacta idea que practican los norteamericanos, la escuela no es lo que debe, porque el maestro no sabe ser lo que debe ser.
Antes que nada, el maestro debe ser educador de la conciencia infantil y juvenil; más que nada, la escuela es un fundamento de moral. Si educa la razón, ha de ser para que se desarrolle con arreglo á la ley de su naturaleza y para que realice el objeto de su ser, que es exclusivamente la investigación y el amor de la verdad; si educa los sentimientos, es porque son el instrumento más universal del bien en cuanto son instrumento de la atracción universal entre los hombres; si educa la voluntad, ha de ser para enseñarla á conocer el bien como el único modo en esencia y el mejor en práctica, de ejercitar la actividad; en suma, si educa lo que debe y como debe, ha de ser con el supremo objeto de educar la conciencia, de formar conciencias, de dar á cada patria los patriotas de conciencia, y á toda la humanidad los hombres de conciencia que hacen falta. Á ese fin, la Escuela tiene que satisfacer tres condiciones: ha de ser fundamental, ha de ser no sectaria, ha de ser edificante.
Fundamental, suministrará sin reservas de ninguna especie los fundamentos coordinados de toda la verdad que se conozca: así educará la razón, es decir, la guiará hacia su propio fin, y preparará hombres que amen la verdad como se ama un bien necesario y conocido, y que detesten el error con la fuerza viril con que se debe detestar el mal.
No sectaria, la Escuela deberá defender con vigor su independencia de todo dogma religioso, de todo dogma político, de todo dogma económico, de todo dogma científico, de todo dogma literario; en una palabra, de todo dogma. Religión, moral, derecho, Estado, sociedad, literatura, todo es progresivo, porque todo es expresión de una fatalidad biológica que ha sujetado y sujeta á la ley de su propio desarrollo á todos los seres, y triplemente progresivo el ser de razón, de conciencia y de sociabilidad reflexiva.
Edificante, la Escuela ha de educar en vista y previsión contínua de su propio objeto moral y del objeto que tiene en la vida y en la humanidad el niño. El niño es la promesa del hombre, el hombre la esperanza de alguna parte de la humanidad: la Escuela tiene por objeto moral la preparación de conciencias. Así, por su objeto como por el del niño que va á ser hombre, la Escuela ha de edificar en el espíritu del escolar, sobre cimientos de verdad y sobre bases de bien, la columna de toda sociedad, el individuo.
Si la sociedad, concibámosla como la concibamos, es de todos modos un compuesto de individuos, y si experimentalmente se prueba que las sociedades más sanas son las compuestas de individuos menos corrompidos; y si la corrupción del individuo empieza por la ignorancia de la realidad, sigue por el fana[131]tismo de cualquiera orden de creencias y acaba por el olvido sistemático de la propia conciencia y del deber que la mejora, es lógico inducir que allí donde empieza el individuo social, que es en la Escuela, empieza la tarea de moralizarlo socialmente, como empieza en el hogar, su primer centro, la tarea de moralizarlo individualmente.
Para que la Escuela moralice, se repite, será fundamental y suministrará los fundamentos precisos de cuantos conocimientos positivos están organizados en ciencia y son capaces de educar á la razón en el amor de la verdad; será no sectaria y educará el sentimiento y la voluntad, no en dogmas religiosos ó morales ó políticos, ó científicos ó literarios que sean germen de fanatismo exclusivista, sino en el ejercicio de lo bello bueno y del bien concreto, en la práctica de todas las tolerancias y en los horizontes abiertos del sentir y del querer, que no son fuerzas para puestas al servicio de sistemas deleznables, sino para manifestar la eficacia de las leyes inconmovibles de la naturaleza; será edificante la Escuela, y edificará hombres de conciencia y de deber, para la familia, para la patria y para la humanidad. Los edificará para la familia, que es la base moral de la patria; los edificará para la patria, que es el fundamento moral del amor á la humanidad; los edificará para la humanidad, que es el centro moral de atracción á que convergen y sobre el cual gravitan todos los seres de razón consciente.
Los portorriqueños de la nueva generación no pueden formarse una idea cabal de las facultades extraordinarias de Corchado como orador. Los pocos discursos suyos que se han conservado impresos son una pálida y desmayada expresión de las ideas en que se inspiraba al pronunciarlos; pero no queda casi nada en ellos de la exaltación magnífica de aquel temperamento impresionable y nervioso, ni de las inesperadas gallardías de la acción, espontánea y vehemente, con que acentuaba sus frases y daba mayor viveza y colorido al caudal abundantísimo de su elocuencia. Era imposible copiar sus palabras, y tampoco había entonces taquígrafos que se atrevieran á intentarlo. Él mismo no podía reconstruir sus discursos, ni recordar tampoco la estructura de sus principales párrafos.
No escribía ni siquiera componía mentalmente sus discursos antes de pronunciarlos. Estudiaba bien el asunto de su oración, acariciaba con el pensamiento los puntos más interesantes de ella, y dejaba después libre curso á su espontaneidad é inspiración.
Había nacido en Isabela, el día 12 de Septiembre de 1840. Cursó en Barcelona la segunda enseñanza, y se graduó más tarde de Abogado en la misma ciudad. Allí ejerció su profesión durante algunos años, y allí adquirió también legítima fama en la tribuna y en la prensa.
Á los 22 años, cuando era todavía estudiante, fué lau[133]reado en un certamen poético que celebró la Sociedad Económica de Amigos del País, en elogio del pintor portorriqueño José Campeche. Cultivó indistintamente, durante toda su vida, el verso y la prosa, y en uno y otro género obtuvo merecidos triunfos; pero su inspiración ardorosa y vehemente encontraba más adecuada y completa exteriorización en el discurso oral, en la palabra que fluía raudamente de sus labios, sin las cortapisas de la rima y la versificación.
Sus triunfos profesionales más celebrados fueron un admirable discurso que pronunció en el Ateneo Catalán, combatiendo La pena de muerte; la defensa que hizo de Ángel Ursúa, ante la Audiencia de Madrid, y la magnífica conferencia que pronunció en Madrid, sobre La prueba de indicios, en la época en que se hallaba en estudio el Código penal español.
Durante la agitación que se produjo en España en favor de la abolición de la esclavitud, compuso una preciosa Biografía de Lincoln. Publicó también por aquel tiempo un canto lírico Al Trabajo, y un juicioso estudio político y social titulado Las Barricadas.
Escribió asimismo algunas obras notables para el teatro, entre las que descuella un drama trágico titulado María Antonieta.
En 1871 fué electo diputado á Cortes por el distrito de Mayagüez, y su elocuente palabra resonó con frecuencia en el Congreso español, en defensa de las reformas liberales de Puerto Rico. En 1879 regresó Corchado á su país, y trabajó briosamente en el foro, en la tribuna y en la prensa en favor de la justicia y de las libertades patrias. Ejerció también con éxito brillante el cargo de Diputado Provincial.
Era de estatura baja, de temperamento nervioso; muy[134] afable y servicial en su trato, muy amante de la verdad y de la caridad, y muy sensible á los afectos de la amistad y de la familia.
Fatigado por la constante labor del espíritu, y sintiendo su salud algo quebrantada, se trasladó de nuevo á Madrid en 1884, y allí falleció, en Noviembre del mismo año.
Esta prematura muerte privó á Puerto Rico de un valioso factor de su cultura, y de un elocuentísimo defensor de sus derechos y de sus libertades.
Fragmento de un discurso de Corchado.
Contemplando Fidias, el gran artista griego, la inimitable labor de su cincel, sintióse dominado por la ambición de gloria, sintió el anhelo de inmortalidad, y concibió la idea de dejar su nombre escrito de un modo imperecedero. Labró entonces su maravillosa estatua de Minerva, apoyada majestuosamente en el escudo, y en medio de éste esculpió en visibles caracteres el nombre de "Fidias."
¿Por qué lo esculpió en el escudo, y no en otro sitio más importante de la famosísima escultura? Porque el escudo estaba tan íntimamente adherido á la mano, la mano al brazo y el brazo al resto del cuerpo, que no era posible arrancar el nombre sin arrancar el escudo; éste, sin destruir la mano; la mano, sin romper el brazo; el brazo, sin arruinar la[136] obra en su totalidad. Así está, Señores, así está la Justicia grabada en la conciencia del hombre y de los pueblos. ¿Queréis arrebatarla de mi alma? Pues destruidme, pulverizadme, si queréis conseguir vuestro propósito.... Pero he dicho mal; ni aún así llegaréis á conseguirlo; no lo conseguiréis jamás. Mi alma, donde reside necesariamente la idea de la justicia, no puede morir. Libre, por vuestro atropello, de las ligaduras corporales, se remontará viva y fulgente al trono del Eterno, arquetipo de lo justo, y allí, alimentándose de su bondad sin límites, sentirá anhelo infinito de imitarle, y habrá de ser justa con Dios que la ha creado; justa con las otras almas que la solicitarán hacia el bien, y justa consigo misma.... ¿No veis, no comprendéis ahora claramente que la justicia, siendo ingénita en los seres humanos, tiene que ser al mismo tiempo eterna? ¿No existe el alma? ¿No es inmortal? Sí; luego la razón, que es facultad del alma, será eterna como ella, y conservará eternamente entre sus formas la forma indestructible de la justicia.
Las energías humanas de la vocación en lucha constante con las dificultades del medio económico y social, ofrecen en la vida de don José Ramón Freyre un ejemplo digno de estudio y de meditación.
Nació en Mayagüez, en el año 1840. Su padre (hijo del general Freyre, de noble abolengo portugués y héroe de la famosa guerra española de la Independencia contra las legiones de Napoleón I) ejercía en Mayagüez el oficio de platero, con muy escasos recursos. Por esta causa no pudo alcanzar José Ramón más enseñanza que la de primeras letras, y en las horas que la escuela le dejaba libres ayudaba á su progenitor en los trabajos de aquel oficio.
Desde muy temprana edad se fué desarrollando en él una gran afición á la lectura y al estudio, y solicitaba con frecuencia la cooperación y el consejo de los hombres doctos, especialmente la de su maestro y amigo don José Ma. Serra, un dominicano inteligente, emigrado de su país por causas políticas, que ejerció en Mayagüez, durante muchos años, la enseñanza y el periodismo. Así se fué desarrollando y nutriendo la inteligencia de Freyre hijo, sin menoscabo de su labor diaria en el taller del padre.
Las primeras aficiones literarias que en José R. Freyre se despertaron, iban preferentemente hacia la forma poética. El verso era su encanto, y la colección de sus primeros[138] ensayos forma un abultado tomo, que conservan sus hijos con noble y legítima estimación. Pero como él aspiraba á ser actor en la lucha que ya por entonces se iniciaba en favor de las reformas del régimen colonial, trató de ejercitarse también en la prosa, como instrumento más apto para la lucha diaria de las ideas. Hizo su primera tentativa de escritor fundando un pequeño periódico, que circulaba durante los entreactos en las funciones teatrales. Se titulaba Los Gemelos, y se hizo notar bien pronto por lo ingenioso y urbano de su crítica, y por la gracia y novedad de sus observaciones.
En el año 1870, cuando se organizaba el partido reformista portorriqueño al calor de las ideas democráticas de la Revolución española, los reformistas de Mayagüez eligieron á Freyre para la dirección de un periódico que propagara y defendiera en aquella ciudad las ideas y los intereses de su partido; y en ese periódico, que tuvo por nombre La Razón, se pusieron en evidencia las grandes dotes de escritor de aquel inteligente joven.
Baldorioty de Castro, en su periódico El Derecho, calificaba á Freyre de "concienzudo publista," y añadía que "ningún otro escritor del país había sido más recto ni más firme en la defensa de la Justicia y la Libertad."
Era, en efecto, un periodista excelente, que supo conservar en medio de las más ardientes luchas un lenguaje digno, mesurado y cortés, un aplomo completo y una dialéctica admirable. La abolición de la esclavitud tuvo también en Freyre un esforzado y constante paladín. Llegaba hasta el heroísmo en el cumplimiento de sus deberes políticos y en la defensa de su dignidad personal; era muy agradable y ameno en su trato, y en el seno de la familia era un constante modelo de ternura y amor.
Murió en 1873, en lo más florido de su juventud, y cuando la República española había libertado ya los esclavos de Puerto Rico, y concedido amplias libertades políticas á todos sus habitantes.
Es de lamentar que los trabajos periodísticos de este escritor no se hayan coleccionado, pues si como expresión de ideas y manifestación de luchas de otra edad carecen de aquel interés palpitante que tuvieron en su origen, siempre hubieran servido como buenos modelos de discusión política, de urbanidad literaria y de bien decir.
La siguiente composición poética fué escrita por Freyre en los primeros años de su juventud.
FANTASÍA.
Nació en Mayagüez, en el año 1840, y sin más instrucción escolar que la primaria llegó á ser uno de los escritores más eruditos y cultos del país. Por sus estudios personales, sin auxilio de maestro alguno, aprendió el latín y pudo leer en sus textos originales á Horacio, Virgilio, Juvenal y otros autores clásicos, de su devoción. Aprendió también literariamente los idiomas inglés, francés y algo del italiano, y llegó á ser un buen hablista de su propio idioma.
Escribió en prosa y en verso, cultivó con buen éxito el género satírico en ambas formas, suscribiendo esta clase de producciones con el pseudónimo de Justo Derecho; fué uno de los periodistas más ilustrados é ingeniosos del país, y como poeta lírico deja verdaderos modelos de versificación y galanura de estilo.
Y todos estos triunfos los alcanzaba en medio de los accidentes fatigosos y á veces violentos de la lucha por la vida, á costa muchas veces del necesario descanso, y por medio de grandes esfuerzos de la voluntad.
Fué uno de los escritores antillanos que con más instrucción y acierto ejercieron en el siglo anterior la crítica literaria, y fué también un aventajado defensor de las ideas liberales en Puerto Rico.
Aunque no carecía de altas dotes poéticas, la preocupación retórica y el afán incesante de la corrección y de la rima solían acortar á veces el vuelo de su inspiración.
Joven aún, se unió en matrimonio á una bella maya[144]güezana, que fué su Musa inspiradora de toda la vida, y supo honrar su memoria después de muerto.
En un viaje que hizo á Italia en 1884, y acerca del cual escribió Monge un precioso libro, contrajo una fiebre malaria, que fué minando poco á poco su naturaleza y le ocasionó la muerte. Falleció en el mes de Marzo de 1891.
La esposa de Monge recogió cuidadosamente las obras inéditas de su dulce cantor, y las publicó en un bello libro, en 1897.
De ese libro fueron copiados los dos trabajos que se insertan á continuación:
Héme ya otra vez, Sr. Caribe, por estos mundos de Dios, con la pluma detrás de la oreja y el biberón en los labios, dispuesto á seguir ocupando las columnas del Museo, á pesar de los peligros que corrió mi pobre persona al dar á luz mi último artículo, escrito lejos de aquí.
Al empezar el que hoy me ocupa, muéveme ante todo contestar la atenta carta que me dirigió Ud. en 17 de Febrero último, sintiendo que mis muchas[149] ocupaciones no me hubiesen permitido hacerlo antes. Quizás le causará extrañeza saber que un liberal reformista esté ocupado, pero esa es la verdad, Sr. Caribe. Sin parientes ricos que me dejasen una herencia, y sin apercibir sueldo del Estado, cuéstame para ganar la vida trabajar sin descanso, hasta ver si reuno un capitalito, para perderlo con las Reformas, las cuales, según los vaticinios de los modernos Isaías, vendrán en forma de crecientes, inundándolo todo y dejando al país en completa ruina.
Créame, Sr. Caribe; cuando pienso que las libertades se han de tragar el fruto de nuestro trabajo, casi me dan tentaciones de pasarme al otro partido, y á fe que si no lo hago es porque me acuerdo de los tiburones.
Pero dejando al tiempo que resuelva si hemos de hallar en las reformas nuestra felicidad ó nuestra ruina, pasaré á tratar de su citada carta, en la cual me invita Ud. á entablar una correspondencia, con el fin de revelarnos mútuamente el resultado de las observaciones que hagamos en nuestras respectivas localidades. Acepto gustoso, Sr. Caribe, semejante proposición; pero no olvide que para lograr nuestro objeto tenemos que preparar de antemano nuestros aparatos fotocríticos, á fin de obtener copia exacta de innumerables tipos que nos rodean.
¡Si viera Ud. cuántas especies nuevas he encon[150]trado á mi regreso á esta Villa, y las transformaciones que han sufrido algunas de las que ya conocía!
Los hombres patos, por ejemplo, que á mi salida frecuentaban los dos partidos aquí existentes, parece que no han podido sostenerse por más tiempo en la política anfibia, y han tenido que declararse. Unos, convertidos en verdaderos zaramagullones, se han lanzado por completo á la laguna conservadora; y otros, por temor del agua, han alzado el vuelo y recorren ahora las campiñas liberales. Huya Ud., Sr. Caribe, de los hombres patos, huya de una especie que, como ésta, es susceptible de vivir y engordar en dos elementos tan opuestos.
Otra de las que más han llamado mi atención, es la de los hombres boyas, individuos que sin conocimiento alguno de la geografía hidrográfica, se han colocado por sí mismos en el mar de nuestras reformas, para indicar á nuestro Gobierno los escollos que en él se encuentran y los peligros que corre la nave del Estado que los cruza en estos momentos.
Entre ellos, unos creen de buena fe en los peligros de la nación, y merecen nuestro respeto; otros temen los de sus intereses, y hay que dejar al tiempo que los desengañe; los menos, en fin, fervientes devotos de San Hermenegildo, desean crearlos para medrar[151] y obtener una posición que por sus méritos no llegarían jamás á obtener.
Y ¿qué diría Ud., Sr. Caribe, si viese á los hombres gusarapos, esos que presentándose rara vez en la superficie, se agitan constantemente en el fondo, y allí sin ser vistos fomentan con sus maquinaciones los odios que deberían esforzarse en aplacar?
Y ¿qué diría Ud. de los hombres triquitraques, que hacen muchísimo ruido en todas partes, pero son incapaces de hacer daño? ¿De los hombres Janos, de esos que tienen dos caras en un solo cuerpo, y estrechan hoy vuestra mano y os llaman amigo, para injuriaros mañana, sólo por saciar su vil mordacidad?
Si no fuera por temor de extenderme demasiado y de cansar su paciencia, le iría presentando uno por uno los tipos de mi variada colección.
Hombres actores, que aparecen solos ante el público ocupando el escenario, pero que en realidad representan el papel que les asigna la comparsa que se agita tras de bastidores.
Hombres caracoles, que salen á insultar á los demás, lanzándoles epítetos injuriosos, y que tan pronto se ven combatidos por la razón y la justicia, corren á refugiarse en la concha de la nacionalidad.
En fin ¡son tantos y tan variados los personajes que van apareciendo desde hace poco en el campo[152] de los partidos! ¿Y para qué? ¿No sabemos por experiencia que la política de nuestra isla es un organillo cuya manigueta está en manos del Ministro de Ultramar, y el registro en las del Gobierno, y que á merced de ambos está que el instrumento deje oir las notas de la marcha Real ó del himno de Riego?
Y si nuestro porvenir depende del porvenir de la madre patria, ¿por qué ese encarnizamiento entre nosotros? ¿Se necesita, por ventura, un juicio despejado para comprender que si aquella continúa en la marcha de regeneración y de progreso hemos de seguir los reformistas de acá pegados al biberón, mal que les pese á los conservadores, y que si viceversa el pueblo español retrocede, si vuelven los aciagos tiempos borbónicos, hemos de continuar comiendo conserva, mal que nos pese á los liberales? Si comprendemos todo esto; si unos y otros estamos como los muchachos jugando al catre, ¿por qué no correr cada uno por su lado, sin necesidad de insultarnos, hasta ver cuál llega primero?
Pero ¡ah! Sr. Caribe, para esto sería indispensable desterrar de la política á los hombres intransigentes, y esto es imposible.
Á nosotros nos llaman el partido de Ponce de León, porque creemos que las Reformas serán la fuente de Biminí que vendrá á rejuvenecer nuestra[153] vida política. Á ellos les llamamos el partido el Calipso, porque acostumbrados á vivir en la gruta de las prerrogativas sin ser molestados, empiezan á ver en el horizonte algo que no les conviene, y porque á semejanza de aquella diosa, pasan su vida llorando á lágrima viva, ne pouvant se consoler du départ d'Ulysse.
En esta dilatada lucha, Sr. Caribe, ¿cuál partido triunfará, el de Ponce de León ó el de Calipso? El tiempo, cuya mano de hierro rasga el velo de la incertidumbre, vendrá pronto á disipar nuestra duda. Mientras tanto, luchemos llenos de fe y de confianza; pero luchemos con lealtad y con nobleza, dejando que otros menos escrupulosos sigan esparciendo en todas partes la semilla de la odiosidad.
Me he extendido, Sr. Caribe, más de lo que debiera, y á fe que si me dejase guiar por la comezón que siento de escribir, áun llenaría muchos pliegos de papel.
Siento no poder dar á mis lectores los atolitos liberales que les había ofrecido; pero ¿cómo soltar el biberón cuando las Reformas no han llegado aún todas?
Yo á veces, al ver la manera con que van llegando, me he figurado que siendo el Sr. Ministro un tanto aficionado al arte dramático, quizás haya concebido la idea de enviárnoslas en cuatro actos. Faltando[154] solamente el último, que es nada menos que el desenlace, pronto podremos conocer el mérito de la obra.
Se me olvidaba decirle que los empleados de por acá, Sr. Caribe, están de enhorabuena, pues se acabaron los sueldos mezquinos, y hoy el que menos gana tres ó cuatro mil pesetas, y según va nuestro sistema monetario, el año entrante nos metemos en reales de vellón, y al siguiente, sin saber cómo ni cuando, nos encontramos con las papeletas.
¡Y luego nos quejaremos de que no se hacen reformas!
No terminaré mi artículo, Sr. Caribe, sin aconsejarle que cuando escriba sus observaciones, tenga, como, yo, mucha sangre fría, y se prepare á oir los injuriosos epítetos que nos lanzarán mezquinos contrarios. En cuanto á mí, ya sabe Ud. que me llaman mamalón, aunque no acostumbro vivir del prójimo ni pertenezco á la especie de hombres Telémacos, de esos náufragos que se presentan en la isla de Calipso, para vivir allí regaladamente, á costilla de la diosa, contando sus pasadas aventuras. Ya sabe Ud. que me llaman injusto y torcido, aunque soy partidario de la igualdad y á pesar de andar derecho, sin que mi cuerpo revele defectos físicos.
Así, pues, con la cabeza erguida y á despecho de ciertas capacidades que sólo deslumbran á unos pocos, continuaré impertérrito mi camino, esperando[155] que Ud., Sr. Caribe, haga lo mismo, pues de este modo nos hemos de divertir mucho con las miserias de este mundo.
Nació en San Juan, el día 5 de Octubre de 1847. Aunque hijo de padres pobres, logró á fuerza de aplicación y constancia graduarse de Bachiller en Artes en el Seminario Conciliar, y á los 21 años de edad ejercía en Bayamón el cargo de maestro de instrucción primaria.
Aspiraba Ferrer á mayores triunfos intelectuales, y reunió algunos recursos para trasladarse á Europa, con el propósito de estudiar Medicina. Estudió con admirable empeño, se graduó en la Universidad de Santiago de Galicia, y regresó luego á su país, en donde se hizo pronto notable en la práctica de su profesión.
Prestó también importantes servicios políticos y administrativos como Diputado provincial y miembro del Directorio del partido autonomista y de la Cámara de Representantes; fué catedrático de Física y Química en el Instituto civil, y de Anatomía en la Institución de Estudios Superiores. Cooperó con verdadera eficacia á los progresos del Ateneo, del que fué Vicepresidente; dió en él conferencias importantes; colaboró en los principales periódicos del país y en algunos del extranjero, y prestó ayuda entusiasta á casi todas las empresas de utilidad pública que se iniciaron en el país desde 1875 hasta el día de su fallecimiento.
Era muy aficionado á los estudios literarios en prosa y verso; cultivó también el género dramático, y de sus aficiones educativas nos quedan como recuerdo un valioso estudio acerca de La Mujer puertorriqueña, y la mejor[157] Memoria que se ha escrito bajo la soberanía de España sobre La Instrucción pública en Puerto Rico.
Publicó un poema titulado Consecuencias, y deja inédito un tomo de poesías líricas.
Era hombre de arranques generosos, algo apasionado y vehemente, pero de inteligencia muy clara y de noble corazón.
Decía Napoleón I, y la experiencia ha confirmado su dicho, que el porvenir de un hijo es siempre la obra de su madre. Nosotros, parodiando al invicto Emperador, consignamos que la felicidad del hombre será siempre la resultante de una buena educación de su compañera. Pues qué, ¿no son patrimonio de la ignorancia y el escándalo las palabras mal sonantes, la falta de prudencia, el olvido, en fin, de todas las conveniencias sociales? El buen ejemplo de una madre, es el bello cuadro en que deben recrearse constantemente los hijos. Y ¿cómo ha de servir de modelo la que empieza por desconocerse á sí misma?
El hombre, siempre ávido de nuevas sensaciones, y con tendencia natural á satisfacerlas con lo que mejor se aviene á su carácter; más culto, más ilustrado, llega á cansarse de la conversación insulsa de la esposa. Sus modales ásperos, su desenvoltura quizás, le repugnan; el no poderla pedir consejo, le desespera; lo impertinente de sus exigencias le llena de ira; y ¿qué sucede con semejantes defectos? El cariño se convierte en indiferencia; los momentos de permanencia en la casa son como siglos que no pasan[159] nunca, y surgiendo el encono, naciendo la disidencia, tomando forma el despecho, la dulce tranquilidad del hogar y la dicha que en él reinaba desaparecen para no volver. Todo ha sufrido un horrible cambio; escombros sólo quedan del magnífico edificio que el amor había levantado, y los hijos ¡oh! los hijos, esos pedazos del alma que todo esto debieran ignorar, recogen el fruto de tanta discordia; connaturalizándose con lo que de sus padres aprendieron, tocando más tarde en la vida práctica las tristes consecuencias del mal ejemplo, llegan á maldecir, no lo dudéis, á los autores de tantos sufrimientos.
La educación, fuente inagotable de bondades, ha de ser la piscina sagrada en donde, bebiendo la mujer el puro néctar de la ciencia, regenere sus naturales inclinaciones, modere las tendencias de sus caprichos.
"La mujer ilustrada, dice el Doctor Salustio, está exenta de las supersticiones que degradan el alma, de la charlatanería y de la murmuración.
"Con el cultivo de las ciencias y las artes, ejercitará su inteligencia, enriquecerá su entendimiento y podrá comprender al hombre, colocándose á su nivel.
"La mujer debe ser iniciada por su madre en los importantes deberes que está llamada á cumplir en sociedad; debe ser hacendosa, casta, benéfica, sincera y trabajadora; necesita conocer la economía doméstica, la higiene, la fisiología, la botánica, la[160] medicina doméstica, que la cariñosa madre echa tanto de menos al velar junto á la cuna de su niño enfermo, viéndolo sufrir, sin poder hacer nada para aliviarlo, en un accidente repentino ó desgraciado.
"La madre debe saber además, que de la habitación que un niño ocupa, de la apreciación bien ó mal hecha de tal ó cual predisposición hereditaria ó adquirida, de los alimentos y de los ejercicios, pueden resultar la salud ó la enfermedad y el estancamiento de su organización física; las afecciones escrofulosas, raquíticas, etc., de la infancia, que según la opinión unánime de todos los médicos son susceptibles de ser ahogadas en sus gérmenes, no harían tantos estragos, si llamados aquellos oportunamente por madres previsoras, opusiesen á su desarrollo los medios que la ciencia aconseja."
Todos estos conocimientos, que tan sabiamente reconoce como necesarios en la mujer el Doctor de referencia, y que indudablemente le son de absoluta é indispensable necesidad, ni puede adquirirlos hoy en Puerto Rico, ni en manera alguna son conocidos de la mayoría.[3]
Con el sistema de enseñanza tan deficiente en nuestra Isla, no diré ya de las niñas, sino de los mismos jóvenes, imposible de todo punto se hace el llenar la obligación que de educarlos tenemos, cuando ni[161] siquiera el número de las escuelas primarias es suficiente á cubrir las más apremiantes necesidades.
Sin saber leer ni escribir, es imposible de todo punto dar un solo paso en el camino de la ilustración; y como de aquella base han de arrancar los conocimientos que en adelante puedan adquirirse, de aquí el que, siendo preciso empezar por establecer esa base, haya necesidad de crear número suficiente de escuelas, hasta llenar el defecto que hoy acusamos.
No nos cansaremos de manifestar una y mil veces, que para poner remedio á tantos males se necesita centuplicar los centros de instrucción, haciéndola de todo punto obligatoria, sin que tengamos por despotismo ni tiranía, sino más bien como práctica digna de todo encomio, el que se castigue severamente á los padres, tutores ó encargados que, teniendo un deber de conciencia que cumplir, no aprovechan los medios que se hallan á su alcance para llenar la noble misión que les está encomendada.
Dado este importante paso, echados los primeros cimientos del suntuoso edificio de la regeneración de la mujer, vencidos los primeros inconvenientes, las futuras generaciones, más ricas, más fecundas en bienes, ofrecerán al hombre una digna y virtuosa compañera.
Pero no basta todavía que haya escuelas; es preciso ante todo, para que el resultado corresponda á lo que deseamos, que las profesoras, educadas ex[162]presamente para este objeto, reunan dotes indispensables para dirigir á la juventud.
Creemos que las señoras ó señoritas encargadas de guiar á las niñas, habiendo adquirido sus títulos en escuelas normales, deben unas dirigir á la infancia amoldando su tierno corazón á los principios de la sana moral, robusteciendo otras esa educación moral recibida, por medio de los conocimientos superiores.
Pero como además de estos que pudiéramos llamar indispensables, necesítanse otros que completen la educación femenina, las profesoras de primera enseñanza, convenientemente preparado el terreno, pueden ampliarlo con las labores propias del sexo, sin abandonar un solo instante la educación moral, sobre la que debe cimentarse todo cuanto la mujer aprenda, sea cualquiera el oficio, arte ó profesión á que cada una piense dedicarse.
Los conocimientos llamados de adorno, y que tanto se avienen con su carácter, no se les deben escasear en modo alguno; la música, depurando los sentimientos más delicados del corazón; la pintura, despertando el sentimiento de lo bello; la escultura enseñando á percibir las imperfecciones del cuerpo, remedo de las del alma, además de la actividad intelectual que desarrollan, facilitan la manera de matar el ocio, causa muchas veces del olvido del deber.
Es preciso, por otra parte, tener muy en cuenta que no conviene exigir á las niñas nada que no se avenga con su edad y naturales disposiciones.
El olvido de este consejo, altamente práctico, tiende positivamente á sofocar las más envidiables dotes, facilitando la manera de contraer enfermedades que consumen los más privilegiados organismos.
¿Cómo obligar á una niña á permanecer horas enteras guardando un silencio mortificante á su edad? ¿Cómo exigir de su naciente inteligencia progresos incompatibles con su desarrollo? No siempre el que marcha más de prisa llega el primero al término deseado.
Entreténgase solamente á la niña en los primeros años, permítasele la distracción y el juego; hágase que los mismos objetos de entretenimiento sirvan de medios para irla disponiendo al estudio, y no se la obligue á ejercitarse en labores inmediatamente, pues ni tiene fijeza para observar lo que se le enseña, ni sus manecitas están todavía preparadas para manejar la aguja, como equivocadamente se supone.
¿Por qué no poner en práctica, para la educación de las niñas menores de siete años, el recomendado sistema de Froebel, sustituyendo la demostración material con la enseñanza intuitiva á la tan difícil abstracta y teórica?
Fué uno de los poetas portorriqueños de más exquisita sensibilidad, y el que ha exteriorizado hasta ahora mayor intensidad de sentimiento en sus composiciones.
Nació en Caguas, el año 1850, y fueron sus padres Don Rodulfo Gautier y Doña Alejandrina Benítez, poetisa de notable inspiración y cultura. Huérfano de padre en la adolescencia, quedó su educación y dirección social á cargo de la inteligente madre, y ésta influyó de manera decisiva en la vocación literaria y sentimental de su hijo.
No poseía muchos bienes de fortuna la familia Gautier Benítez, por lo cual José, que era el único varón de ella, tuvo que pensar en ganarse la vida, antes de dar cima á una carrera literaria, como eran sus propósitos. Ingresó en una Academia Militar establecida en San Juan, obtuvo el grado de cadete de infantería hacia el año 1867, y se trasladó á Toledo (Castilla) en donde fué graduado subteniente.
Pero á pesar de la libre, bulliciosa y pintoresca vida de la oficialidad militar en España, sentía Gautier Benítez una profunda nostalgia, un anhelo vehementísimo, irremediable, de volver á su patria querida, de hollar y besar el suelo siempre floreado de su Boriquén.
Se disculpaba entre sus compañeros de la abstracción y añoranza en que vivía, en sentidísimas estrofas como ésta:
[165] No pudo permanecer mucho tiempo en esta tensión de espíritu, y el amor á Puerto Rico venció bien pronto al amor á la carrera militar y aun á la gloria de las armas. En 1872 renunció su nueva profesión, se embarcó para su amada tierra, y al divisarla desde el horizonte improvisó una de sus más tiernas y populares composiciones.
Formó parte de la Redacción de El Progreso, que dirigía entonces Don José Julián Acosta; pero no era apto para la lucha política, á que se reducían entonces casi todos los trabajos de la prensa. Escribió una serie de sátiras en versos contra ciertos errores y malas costumbres sociales, y luego desempeñó algunos cargos administrativos en los centros oficiales de San Juan.
En el año 1878 fundó, en unión de Don Manuel Elzaburu, la Revista Puertorriqueña, repertorio mensual de literatura y ciencias, que gozó de gran estimación; pero que duró poco tiempo, á causa de la enfermedad del pecho que ya minaba aquella naturaleza excepcionalmente delicada y poética.
Recluído en su hogar, donde le acompañaban amorosamente su esposa é hijos, escribió en sus últimos años, muy enfermo ya, las mejores poesías que de él nos quedan, como el canto Á Puerto Rico, laureado en certamen público, y que se inserta á continuación; La Barca, Insomnio, Apariencias, y algunas estrofas amargas de su canto de cisne, Renacimiento, del que sólo ha dejado algunos fragmentos notabilísimos.
También escribió en los últimos días de su vida las siguientes estrofas dirigidas á sus amigos:
Falleció en 24 de enero del año 1880, y sus amigos, como los de Alfredo de Musset, cumplieron al pie de la letra esta súplica del poeta moribundo. En un sitio céntrico de la necrópolis de San Juan, completamente bañado por el sol, y entre flores y hierbas de perpetua lozanía, se alza un elegante túmulo coronado por un bien esculpido busto del poeta, en mármol de Carrara, y allí, en contacto con la tierra que tanto amó, yacen los restos del dulce cantor de Puerto Rico. En su lápida principal están grabados los anteriores versos, como á manera de epitafio.
Si faltaran ejemplos para demostrar el maravilloso poder de la vocación y los prodigios de la constancia y de la voluntad, muchos y excelentes pudieran encontrarse en la vida y en las obras de este infortunado poeta.
Nació en Manatí á mediados de Diciembre del año 1847. Sus padres, don Manuel Álvarez y doña Carmen Marrero, eran pobres y no pudieron dar á su hijo más que una instrucción elemental muy defectuosa é incompleta.
Murió el padre de Francisco Álvarez cuando éste llegaba apenas á los trece años, y le quedó por herencia una enfermedad de la sangre, de imposible curación, según el parecer de los médicos que le asistían. Débil, enfermo y sin poderse valer á sí mismo, tuvo que acudir al trabajo para vivir y auxiliar en algo á su madre achacosa y de escasas energías.
Recurrió al trabajo personal como dependiente en una pequeña tienda del campo, fundada para recolectar y preparar frutos para el mercado. Trabajó con gran diligencia y honradez, y obtenía una retribución insignificante; pero le alentaba la idea de ser útil á su madre, á la que profesaba un gran cariño.
Pero bien pronto se vió atormentado por dos grandes inquietudes: su enfermedad y su inspiración. Se agravaron sus males físicos, y en medio de las fiebres que amenazaban aniquilar por grados aquella naturaleza endeble, se sintió poeta.
No es fácil formar una idea exacta de las angustias de aquella alma privilegiada que propendía á subir, á elevarse, á dominar las alturas, aprisionada en un cuerpo mezquino, doliente, lacerado, que se movía con dificultad y se inclinaba[177] á la tierra, amenazado de muerte prematura. Otro conflicto mental, derivado del anterior, le atormentaba también: sentía bullir en su cerebro y palpitar en su corazón un mundo de ideas generosas y de sentimientos poéticos, que no lograba exteriorizar por falta de expresión adecuada, de vocabulario, de forma estética, de cierta preparación literaria que le permitiera vestir decorosamente aquellas ideas y aquellos sentimientos.
Así empezó á escribir sus primeros ensayos, que rasgaba y destruía después, avergonzado del desequilibrio enorme que notaba entre lo que concebía y lo que lograba expresar.
Renunció á su colocación mercantil, aprovechando la mejoría de salud de su madre; pidió libros prestados, y pidió consejos á las personas de alguna instrucción literaria, que iba conociendo; leyó con avidez, compuso y destruyó muchos de sus ensayos poéticos, hízose agente y corresponsal de algunos periódicos, y por último fundó y dirigió uno, titulado "La Voz Del Norte," en el que publicó sus primeros ensayos poéticos.
Eran éstos muy deficientes al principio, pero mejoraban notablemente cada día, por efecto del estudio incesante y del ejercido metódico y razonado del autor.
Una de estas composiciones, dirigida á un amigo suyo pidiéndole libros, terminaba así:
De este modo fué Francisco Álvarez enriqueciendo su mente y perfeccionando su dicción, hasta llegar á escribir un libro de versos muy estimables y un drama en dos actos, titulado Dios en todas partes, que se representó en Manatí, el 19 de Febrero de 1881, tres semanas antes de su muerte.
Hay en sus obras una gradación notable, que indica al observador los progresos que iba realizando en lucha con tanta[178] desgracia y con su propia decadencia física, y que permite calcular hasta dónde hubiera llegado en la perfección de sus producciones si hubiera vivido algún tiempo más. Por desgracia falleció el día 4 de Marzo de 1881, á los treinta y dos años de edad, en plena florescencia de su ingenio, retardada por la enfermedad, y cuando iba logrando dar forma literaria á sus pensamientos, á favor de esfuerzos admirables.
Sus poesías más celebradas son: Á América, Meditación Nocturna, La Primavera y Últimos Cantos.
El pueblo de Manatí ha honrado merecidamente la memoria de este poeta mártir, que dejó en sus obras, aunque imperfectas, muestras muy valiosas de su ingenio, de la bondad de su alma y de su cristiana resignación.
Aunque no dejó libro ninguno que dé á las nuevas generaciones idea clara de su talento y de su estilo, no sería justo prescindir en esta Antología de un luchador por la cultura y las libertades públicas tan ardiente y asiduo como Mario Braschi.
Nació en Juana Díaz, el 19 de enero de 1840, y en ese mismo pueblo recibió la instrucción primaria.
Su vocación por las tareas periodísticas le llevó en los primeros años de su juventud á Ponce, y empezó á publicar crónicas y artículos varios en los periódicos de aquella ciudad, con el transparente seudónimo de Riomar, que después cambió por el más expresivo de Cantaclaro. Había ya en estos trabajos cierta tendencia incisiva y mortificante para la administración y el gobierno de la colonia, y el censor de imprenta hacía con frecuencia destrozos en los artículos del novel escritor.
Vino luego con la Revolución española de 1868 mayor actividad en la lucha política y más amplitud en la legislación de imprenta, y Mario Braschi fundó y dirigió entonces en aquella misma ciudad, un semanario satírico titulado Don Severo Cantaclaro, que hizo campañas vigorosas en favor de la abolición de la esclavitud, contra el restrictivo régimen colonial, y contra los excesos del clericalismo. En este semanario colaboraba desde San Juan el poeta Gautier Benítez.
La reacción que siguió á la caída de la República española en 1874 mató á este valiente periódico, y Mario Braschi ocupó, algunos años después, una plaza de redactor en un periódico trisemanal titulado El Pueblo, fundado y dirigido en Ponce por don Ramón Marín.
Fundó allí también Mario Braschi El Heraldo del Trabajo, en el que agitó briosamente varias cuestiones sociales de importancia, y fué más tarde redactor de la Revista de Puerto Rico, fundada por don Francisco Cepeda, que produjo una gran agitación política en Ponce, á raíz de los sucesos lamentables del año 1878. Fué también redactor principal de un semanario titulado La Juventud Liberal, y director de una revista masónica, titulada El Delta.
Por último fué llamado á Mayagüez para que dirigiera y redactara el valiente periódico La Razón, que había fundado y dirigido el Sr. Freyre, y después de realizar allí una buena campaña en favor del régimen autonómico para su país, contrajo la enfermedad que le produjo la muerte en 19 de diciembre de 1891.
Era un escritor muy activo y animoso, gran agitador de ideas liberales, patriota decidido y leal, y amigo consecuente hasta la abnegación.
Periodista de batalla, no tuvo nunca tiempo ni paciencia para perfeccionar su estilo ni para dar forma muy académica á sus trabajos. Escribía con gran rapidez, y no revisaba lo escrito sino después de haberlo dado á la imprenta.
Sus párrafos eran muy cortos, como los versículos hebreos y la prosa rápida y enérgica de Victor Hugo, forma que se adapta mejor á la estructura del idioma francés que á la flexibilidad y gallardía del castellano.
De aquí la dificultad de elegir un trabajo suyo que pueda servir literariamente de modelo á la juventud estudiosa. Todo en Mario Braschi fué excelente y ejemplar, excepto su estilo de escritor.
Era en él instrumento de combate antes que ostentación decorativa.
El siguiente artículo suyo forma parte de la colección publicada con motivo de la muerte de Gautier Benítez:
Á La Memoria del Malogrado Poeta Portorriqueño
D. JOSÉ GAUTIER BENÍTEZ
Los genios suelen descender de las alturas á la tierra, así como descienden los ígneos rayos del soberano de la luz: éstos, la calientan y fecundan; aquéllos abren á la humanidad senderos de fe, de esperanza y de amor. En su paso, son breves como la aurora.
Una tumba... y una lira...!
Una tumba...! es decir, la eternidad...!
Una lira...! es decir, el arte, la poesía, el genio. Lo misteriosamente grande, lo bello, lo inmortal: he ahí lo que ahora contempla mi espíritu.
En ese sublime consorcio de lo infinito y de lo imperecedero, está envuelta una memoria para Puerto Rico; esta dulce patria de nuestros amores.
Una memoria tan querida, como es querida una esperanza hermosa.
La memoria de uno de sus poetas que, con el corazón enfermo, así enfermo, palpitaba por ella: era JOSÉ GAUTIER BENÍTEZ.
Poeta de cuya alma brotaban raudales de sentimiento, como de los espacios brota la luz.
Poeta de mente soñadora, de inspiración ardorosa, de fibras delicadas; que se olvidaba de sus dolores, y cantaba.
Cantaba, como canta el ave en las enramadas del bosque donde está su nido.
Puerto Rico era su bosque idolatrado, y referíale sus cuitas en armoniosos trinos.
Alma modelada en el sufrir, su acento era, á veces, un quejido.
Alma centelleante de amor y de poesía, también derramaba ternuras y bellezas al son de las cuerdas de su lira.
El sentía palpitar, dentro de su ser, las aspiraciones de los espíritus elevados.
El amaba y perseguía, con afán febril, el ideal de los genios.
Vivía en la tierra y en el infinito.
Era hombre y era idea.
Sus cantos á Dios, son como el incienso de la fe más pura.
En ellos, su alma de poeta, sube hasta la esencia de lo Absoluto; comprende toda su grandeza; la[188] desvela de la sombra de los errores terrenales, y la proclama, envuelta en mil resplandores.
Sus cantos á la patria, en los que pide á ese mismo Dios, para celebrarla en sus glorias y alegrías, una vida sin fin y una lira inmortal, son lo sublime en la inspiración y en el amor. En el amor de lo bello y de lo grande.
Ellos son como una harmonía celestial, que resonará al través del tiempo, infundiendo, en los pechos indiferentes, el calor del elevado patriotismo.
El patriotismo de la fe en el progreso; de la fe en la ciencia; de la fe en la libertad.
El los llamó su testamento; y más que un testamento, son la apoteosis de su genio.
El "Encargo á Mis Amigos," brilla, sobre su sepultura, con esa indefinible melancolía del último rayo de sol que se hunde en el horizonte.
Es una melodía cantada por el poeta en instantes solemnes.
En los instantes lentos en que iba á dormir, no el sueño de la muerte, sino á vivir en la inmortalidad.
¡Dejadle gozar de su nueva existencia!...
Mientras lejos de la patria su espíritu vaga por la región de las eternas armonías; mientras se inunda[189] de nueva luz, y de las alturas, aun contempla su bella patria, virgen inocente; cubierta de guirnaldas; besada por los céfiros; y embriagada siempre por la sonrisa de un cielo azul, purísimo; llévele esa patria, doliente, coronas á su última morada.
Los vates que á su lado dieron sus notas al viento, enviénle sus recuerdos de amor al compañero ausente en el infinito.
Á todos los que en esta tierra amamos las letras; á todos los que en esta tierra sentimos nobilísimo orgullo con el talento que brilla, la memoria de JOSÉ GAUTIER BENÍTEZ nos impone el gratísimo deber de honrarla.
Sí; honrar el genio que, como la rápida exhalación que cruza el éter, deja una estela luminosa en las regiones intelectuales, es practicar el culto que más engrandece á los hombres y á los pueblos.
El culto del recuerdo, consagrado á los seres en cuya frente el pensamiento lanzó rayos de luz.
¿No se ciñen coronas á las sienes del guerrero, se inmortalizan sus hazañas y se cantan sus glorias?
Pues el poeta es también un guerrero, y el más egregio.
Un guerrero no cargado con el peso de las armas que dan la muerte, sino con la irradiación de las ideas que dan la vida.
Luchar y vencer: tal es su destino.
En la lucha, hiere; pero, como el Dante, hiere al mal, al error, á las pasiones.
Su victoria tiene un nombre: se llama regeneración humana.
Que no hubiese un solo poeta en la tierra, cuyo idealismo desentrañase la belleza que se oculta en el fondo de su espíritu; que con sus armonías no despertase el sentimiento que duerme; que con su lira, cual divina paleta, no dibujase los sublimes cuadros que su fantasía vislumbra en el infinito, y la tierra y la vida y el alma humana, se agitarían en el aislamiento y en el vacío.
Faltaríales algo de lo que es esencial en su existencia.
¿Qué es el idealismo?
Es la tendencia del espíritu humano á buscar la verdad absoluta; la belleza y el bien absolutos, sin poder realizar jamás su afán.
Si no existiese el amor, ha dicho Victor Hugo, se apagaría el sol.
Si no existiese el idealismo, digo yo, modestamente, no existiría el progreso de la existencia.
JOSÉ GAUTIER BENÍTEZ, vivía en la región del idealismo.
Bajo este concepto, él también contribuía á desarrollar el progreso.
Y, como todos los que se agitan en ese otro mundo que el ser humano lleva dentro de su alma, al descender á la realidad, sentía que los abrojos le herían sin piedad.
Amar, pensar, buscar lo bello; recorrer la vida sin contaminarse con el mal, nada de esto puede hacerse sin sufrir.
El no fué más que una estrella que apareció, iluminó breves instantes el cielo de la patria, y luego fué á perderse, donde se pierde la luz: en el insondable infinito.
¡Sí; allí; allí vive... allí está...!
Su tumba y su lira, legadas á la patria, señalan dos grandes verdades: las transformaciones de la materia y de la vida en la creación, y la inmortalidad del genio...
Para honrar su memoria, poco digno de cuanto ella merece, puedo ofrecer sólo estas líneas; que si dan pobre idea de mi aun más pobre ingenio, son testimonio fiel del cariño y la admiración que siempre le consagré.
Fué éste uno de los portorriqueños que con más diligencia y fortuna trabajaron por la cultura de su país en el último tercio del siglo XIX.
Nació en 2 de enero del año 1851. Cursó la instrucción secundaria en el Colegio de los Jesuitas, en San Juan, y la carrera de derecho en la Universidad Central de Madrid. Fué discípulo de Castelar en su famosa cátedra de Historia, y gran admirador de este insigne tribuno.
Vivía Elzaburu en casa de su tio don Julio Vizcarrondo, en Madrid, y en ella formaban tertulia entonces muchos oradores, políticos y literatos de la corte, con motivo de la agitación abolicionista y política de aquella época. Con el ejemplo y la dirección de ellos, y con el ambiente literario de las aulas universitarias, se despertaron las aficiones literarias del joven portorriqueño, que empezó á escribir unos artículos cortos en prosa elegante, casi lírica, especie de breves poemas en prosa, por el estilo de los que solían publicar en aquel tiempo Baudelaire y el ruso Ivan Tourgeneff. Los publicaba en revistas y periódicos de aquel tiempo, suscritos con el seudónimo de Fabian Montes. Los primeros que se publicaron en Puerto Rico llamaron la atención por la novedad de la forma y la extraña condensación del pensamiento, casi siempre transcendental.
La vuelta de Elzaburu á su país produjo un movimiento literario favorable. Convirtió su bufete de abogado, en ciertas horas de la tarde y de la noche, en una especie de cenáculo de poetas y de escritores, al que daban el nombre de Parnasillo. De allí salió el proyecto de la fundación del Ateneo Portorri[193]queño, en el que fué Manuel Elzaburu el factor principal, actuando como Secretario en los primeros años, y después como Presidente. Á él se debe la galería de retratos de portorriqueños ilustres en el Ateneo. Fundó también la Institución de Estudios Superiores, anexa á dicho establecimiento, y agregada á la Universidad de la Habana, para el estudio de la Medicina, la Abogacía y las facultades de Letras y Ciencias, y fué en la Diputación Provincial uno de los campeones más decididos del Instituto Civil de segunda enseñanza.
Era un activo cooperador de toda obra de cultura y de progreso que se iniciara en el país.
Poseía con bastante propiedad el idioma francés; estudiaba con entusiasmo las obras literarias y científicas de su tiempo, y había adquirido una cultura sólida y extensa.
Tradujo en verso muy acertadamente varias composiciones poéticas de Teófilo Gautier, demostrando que no le eran desconocidos los encantos de la rima; pero no escribió nunca versos originales.
Era un orador fácil é instructivo.
El artículo El Mar, que se inserta á continuación es de los primeros que escribió, hallándose de veraneo en la costa de Guipúzcoa, y el fragmento oratorio es de uno de sus últimos discursos en el Ateneo.
Falleció repentinamente en San Juan, el día 12 de febrero de 1892, cuando acababa de realizar un viaje de estudio y de recreo por la capital de Francia.
El Ateneo dedicó una gran solemnidad literaria y una lápida de mármol en honor de este su meritísimo fundador, é hizo colocar su retrato en la galería pictórica de portorriqueños ilustres.
Si hay algo que se asemeje al cielo es el mar. Como él tiene furores temibles y calmas dichosas; como él es azul, y como él, al parecer, infinito.
Así es que, cuando yo lo he visto hoy, después de una ausencia de dos años, venir á romperse en espumas contra las rocas, he pensado que no hay nada más grande, más imponente ni majestuoso, que este rico manto bordado en plata, que cubre gran parte de la tierra, y que se agita altivo bajo la mirada del cielo, que muchas veces pretende rivalizar con él en hermosura, engalanándose con su divino cendal de blancas, ideales y vagorosas nubes.
Lo confieso, no puedo vivir sin el mar. Hijo yo de una isla que se mece en las turbulentas y juguetonas aguas del Atlántico, acostumbrado á su vista, á su vida y á su movimiento, cuando no le tengo ante mis ojos padezco una especie de nostalgia en el alma, y cuando le miro tras larga separación siento como llenarse un vacío de mi ser, como cumplirse una necesidad de mi espíritu.
¡Oh, mar! Tu aspecto es como el aspecto de todo lo grande que sublima, yo en los largos ratos que guardo para tí de extática contemplación, noto que se espacía[195] mi ánimo y se ensancha á toda la extensión del maravilloso espectáculo, flotando con delicia en las ondulaciones de tus aguas.
Tú satisfaces los sentidos á la vez que alimentas el alma; para la vista eres el más sublime de los cuadros, ya reposes con la tranquilidad de un lago, ya te agites con la vehemencia de las tempestades; para el oído eres la más cadenciosa harmonía, ora gimas rabioso por el huracán hostigado, ora la brisa te lleve en tranquilas ondas á morir sordamente en la playa; tú, en fin, eres para el hombre torrente inagotable de poesía, que le arrobas con los caprichos de tus bellezas, ó misteriosa enseñanza que con la eternidad de tus movimientos le recuerdas la eternidad de su supremo autor.
¡Inefable creación! En el horizonte es una línea que marca el nivel de ese gigantesco vaso; luego toma un tinte nebuloso; más acá el azul obscuro se quiebra con el continuo movimiento; más adelante se hincha y crece hasta formar una montaña líquida, que el viento empuja, que se salpica en su cúspide de blanco, que comienza á encresparse, que se enrolla en sí misma, y que por último cae deshecha en una catarata de espumas, que viene mansa á romper sus innumerables globos cristalinos sobre las doradas arenas de la orilla.
No hay nada, al parecer, más monótono ni más[196] pobre; no hay más que agua, se dice: sin embargo, nada le supera en riqueza y variedad: en sus profundos abismos guarda infinitos misterios bajo lechos de algas, entre laberintos de sombras; en su movible fondo inagotables tesoros perdidos entre arenas; en sus gotas saladas se revuelven milagros de organizaciones animales, que todavía sorprenden á la ciencia y cautivan al hombre; entre nacaradas conchas guarda las opacas perlas escondidas, como amorosos secretos; en las piedras que erizan el lecho donde se posa, se adhieren multitud de moluscos entre el musgo que las cubre como aterciopelado manto; sobre yerbas que no se atreven á salir del seno de las aguas, yacen caídos trozos de corales bellos de distintos colores, como fragmentos de ricos palacios derruídos; mientras que, sobre las cambiantes luces de aquella superficie que esconde tanto prodigio, se desliza y vive el marino, ese héroe curtido por el sol y desposado con la mar, que se agita contento en su diminuta isla flotante, y alegre alienta en su buque, verdadero oasis en un desierto de agua.
Permitidme que admire un momento á ese hombre. Ninguna vida tan agitada como la suya, ninguna tan llena de combates; hoy le arrulla el viento, mañana le azotará; hoy le besa la ola, mañana quizás le sacuda y le hiera; vida que tiene algo de sobrenatural y extramundana, siquiera porque el[197] hombre parece que abrevia el mundo y se aisla como en monasterio errante, siquiera porque se aparta de la tierra, como para perseguir esa línea fantástica donde se juntan y se besan el cielo y la mar, en ese misterioso espejismo, que se aleja á cada ola que pasa ó á cada minuto que cuenta el que lo persigue, en la celeridad del tiempo.
¡Bendito seas, Océano! ¡Bendito tú que murmuraste á mi oído tu contínuo murmullo, cuando aun mis pupilas vírgenes no habían recogido el primer rayo de esta luz tropical!! ¡Bendito tú que con tus ruidos has apagado tantas veces las voces de mi inquietado espíritu, y con tus tormentas acallado las tormentas de mi alma!!!
Yo quisiera pintarte tal cual eres, para que te viesen con los ojos del alma los que leyeran estos repetidos alfabetos trabados en tan varias combinaciones, pero no puedo; te he descrito diez veces ó más, y he roto mi trabajo, ó he arrojado mi pluma, porque me encontraba impotente; porque las palabras me parecían hielo; porque decía y no pintaba; porque eras todo aquello escrito, pero eras mucho más; aquello aumentado mil veces; un no sé qué magnífico, que sólo pudo hacerlo Dios, y sólo comprenderlo quien lo mirara con los ojos del cuerpo y pudiera embeberse ante el divino espectáculo de su colosal grandeza.
Inmensas extensiones azules que os salpicáis de fugitivas estrellas blancas formadas por puntas de olas, apenas rotas en espumas por el viento; tintas violáceas, que flotáis en las superficies de las aguas, bajo cuyas transparencias vegetan multiplicadas plantas marinas; sombras de lejanas tierras, veladas por las vaporosas gasas de la bruma; guirnaldas plateadas, que circundáis á la altiva roca elevada en la soledad del Océano, que amoroso la estrecha, rodea, abraza y acaricia; puntos blancos que, divisados á lo lejos, reveláis otras tantas velas que se redondean como el seno de las vírgenes con el aire que viene de los cielos; profundidades cavernosas, donde entre verdes cristales se miran serpear peces de infinitos colores; claras ondas, que os complacéis en ver cómo el sol se goza quebrando en vosotras sus rayos; aves que pasáis mojando las puntas de vuestras alas en el movible espejo en que os miráis volar; olas, que arrebatadas por el viento os esparcís en la atmósfera como irisadas lluvias, en cada una de cuyas gotas va retratado el Universo; espumas blancas, que bordáis las orillas con caprichosos dibujos renovados de momento en momento; amantes brisas, que al tocar el reluciente líquido le imprimís sombrías manchas circulares, rastros de vuestros besos; pequeños ondulados movimientos del agua, donde centella la luz como en las facetas de un dia[199]mante; presentáos todos; olas, brisas, sombras, rayos del sol, aves y espumas; presentáos en conjunto clarísimo y harmónico á la mente, para que después digamos si este cuadro, cubierto por el dosel de un cielo de zafiro, y acompañado por la eterna nota sonora que se eleva incesante á las nubes, como la plegaria eterna de la mar, no es la obra fantástica más grande de los creadores éxtasis de Dios.
San Sebastián, España, (1873).
(Fragmento de un discurso pronunciado en el Ateneo Portorriqueño, sobre "Relaciones de la Literatura con la Historia de los pueblos.")
Hace ya más de un siglo que los métodos históricos se han ido enriqueciendo poco á poco, con la idea de que una obra literaria "no era un simple juego de imaginación, el capricho aislado de una cabeza caliente, sino una copia de las costumbres que la rodearon, y como el cuadro representativo de un estado del espíritu humano," á tal extremo, que, para grandes pensadores modernos, un documento literario importante podría servir, bien interpretado, para estudiar en él la psicología de un alma, como en Jocelyn; generalmente la de un siglo, como en la[200] Divina Comedia; y á veces la de una raza, como en la Iliada ó en los poemas indios, el Ramayana y el Mahabharata, llegando á concluír de todo ello, que principalmente por el estudio de las literaturas es que se podrá hacer la historia moral de los pueblos, y marchar hacia el conocimiento de las leyes psicológicas de donde emanan los acontecimientos, como expone victoriosamente Hipólito Taine, en su Historia de la literatura Inglesa.
Tales ideas aplicadas á los procedimientos históricos, han sido parte á que se obtuviesen los grandes resultados que se palpan en escritores como Thierry y Michelet, como Sainte Beuve y el mismo Hipólito Taine, los cuales ocupándose (como señalada y expresamente lo hace este último en su notable estudio sobre los orígenes de la Francia contemporánea, y en sus demás trabajos sobre Filosofía del arte en Grecia, en Italia, en Inglaterra y en los Países Bajos) de la raza, el medio y el momento, es decir, de la cuna ú origen en el personaje histórico de que se trata, que puede ser un pueblo entero; del lugar y clima é instituciones donde esa misma representación se mueve; y del momento en que acontece el suceso que se comenta y estudia, llegan á conclusiones maravillosas, de precisión y lógica, garantizadoras de toda verdad y prometedoras de acierto.
Y no cabe duda.
Para conocer bien un pueblo, que no es mas que una individualidad colectiva; para hacer el examen de su estado moral, en una determinada época, ó en el trascurso de varias, eslabonadas unas con otras, hasta llegar, si se quiere al completo de su existencia, no basta examinar los acontecimientos aislados realizados en él, y contarlos sencillamente, como si aun fuera la historia más que la narración escueta de los hechos, sin complemento de explicaciones y sin ayuda de juicios y meditaciones más hondas.
¡No! Ya eso no responde, ni siquiera á los tiempos en que Vico inmortal echaba los cimientos de la ciencia nueva, y en que Montesquieu se adelantaba á su época, penetrando en la observación al escribir sobre la historia de la humanidad.
Hoy, como el naturalista acude á los principios ó leyes de la herencia y de la adaptación al medio, para explicar un ejemplar cualquiera de la especie; y como el criminalista moderno, acude, para el comentario del delito, á la antropología y á la psicología humanas, la historia llama en su auxilio á las literaturas, para que ayuden á hacer también la psicología de los pueblos.
¿Y quién puede hacerla mejor? ¿Quién puede decir mejor cómo ha pensado y cómo ha sentido un pueblo, si no sus mismos pensadores y sus mismos poetas por cuyos labios han salido las manifestaciones[202] vivas de su alma, la sublimidad de sus pensamientos, el vuelo de sus trasportes ó la voz triste y grave de sus desventuras?
Y si para hacer la historia verdadera es necesario, como dice Thierry, abrigar un sentimiento vivo por ese mismo pueblo todo entero, por esa masa de hombres así llamada, sin predilección alguna por personajes históricos determinados, por ciertas existencias, ni por determinadas clases tampoco, que quitan el tinte nacional á la narración, en la cual no reconocemos después bien, el alma, el espíritu, el carácter predominante en nuestros antepasados, sin distinción de clases, ni de rango; si se necesita hacer de esa manera la historia de un pueblo ¿á quién mejor preguntar que á él mismo, á su literatura que retrata su vida, que copia su cielo, que respira su ambiente, y que está llena de color y de verdad local?
He ahí el interés tan grande del tema á que aludimos.
Nosotros tenemos ya nuestra historia regional á la manera antigua en Fray Iñigo Abad de la Sierra; la tenemos modernizada en los suplementos de esa historia, ampliada por nuestro sabio maestro, modelo de patricios y gran educador de buenos ciudadanos, el castizo y elegante escritor académico Don José Julián de Acosta; pero á esa historia falta, en la parte posible, el empeño que él no pudo acometer,[203] ni se propuso por la misma índole de su libro y que nosotros empezamos á intentar ahora, cual es: la continuación de aquellos orígenes de nuestra sociedad actual, estudiada en los hechos, pero ayudado este estudio por el examen de la incipiente literatura nuestra, de tal manera que, en comentario mutuo, los documentos literarios muestren los sentimientos y cultura de los autores del suceso historiado, y el acontecimiento examinado en sus relaciones de raza, medio y momento, razone elocuentemente á su vez los documentos literarios.
Estudiada así la historia, llegaremos á conocemos mejor; y aquel será el día de acabado ese estudio por nuestro ignorado historiador, que tengamos el árbol de la genealogía psicológica de nuestras almas, el cual contribuya á describirnos por medio de las leyes que hemos apuntado, la transformación lógica y fatal del español de ayer, fundado en este suelo, en sus descendientes de hoy que hemos nacido en este rincón, el más genuinamente español del mundo americano.
La muerte prematura de este joven privó quizás á Puerto Rico de una gloria literaria y científica.
Había nacido en Caguas, el 31 mayo de 1864. Terminada su educación primaria en dicha ciudad, vino á San Juan para estudiar las asignaturas del bachillerato en el Instituto, que estaba entonces á cargo de los Jesuitas; pero no pudo terminar con éstos la segunda enseñanza, por incompatibilidad de ideas y de caracteres con sus maestros.
Se trasladó á Barcelona, y allí estudió con éxito admirable. En siete años hizo los dos cursos que le faltaban para el bachillerato y obtuvo su título de Médico en aquella Universidad, ampliándolo después hasta obtener el doctorado en la Central de Madrid. En el curso de sus estudios se encariñó con la literatura y produjo trabajos breves, aunque muy notables, en prosa y en verso, que daba á conocer en algunos de los periódicos del extranjero y del país.
Hacia el año 1889 publicó en Madrid un pequeño poema, de forma campoamoriana, titulado La religión del amor, muy elogiado por la crítica, al cual puso un bello prólogo Antonio Cortón.
Se trasladó luego á París con el propósito de practicar en los famosos hospitales de aquella gran metrópoli; fué admitido poco después como ayudante de clínica del insigne oculista polaco Galezowski, y en ella adquirió habilidad y destreza admirables en la cirugía ocular.
Llegó á Puerto Rico á fines del año 1891, precedido de fama bien merecida; pero lo que había ganado en ciencia fuera de su país, lo había perdido en salud y en alegría.
Cuando se embarcó para Europa era uno de los jóvenes más expansivos, alegres y bulliciosos de este país, y regresó triste, pálido, reflexivo, sin entusiasmos y sin salud. Había contraído una tuberculosis, no se sabe si por contagio, por exceso de estudio ó por otras causas debilitantes. Conocía su enfermedad y medía sus consecuencias.
En su profesión de médico, y sobre todo en la de oculista, era una notabilidad, y practicó aquí operaciones de gran mérito. Con aquella mano fina y sedosa, que parecía mano de mujer, hacía en los ojos operaciones admirables y casi insensibles para el enfermo.
En el ejercicio de la medicina en general, obtuvo también buenos éxitos. Luchaba briosamente contra las enfermedades ajenas y contra la propia. Se fué á vivir durante una larga temporada al pueblo de Aguas Buenas, en la falda del Luquillo, una de las más altas montañas del país, y utilizó también la influencia balsámica del mar en su costa del norte.
Ni su enfermedad ni los trabajos de su profesión le impedían cultivar sus aficiones literarias. Era uno de los cuatro cronistas de El Buscapié, semanario de gran popularidad, y publicaba con frecuencia narraciones en prosa y poesías, en otros varios periódicos. Poseía ya como prosista una dicción esmerada, gráfica y de mucha viveza y color. Durante su permanencia en París se encariñó mucho con la obra de los hermanos Goncourt, coloristas y buriladores de la palabra, y solía imitarlos, principalmente en sus descripciones.
Entre las obras en prosa que produjo en aquella época, llamó la atención una novela corta titulada Idilio fúnebre, en la que había mucho de autobiografía y de triste presentimiento. Llevó poco después su abnegación hasta el punto de renunciar á su casamiento con una bella joven, de la que estaba muy enamorado, para no entristecer los esponsales con su propia muerte y legar á seres bien queridos el contagio y tal vez la herencia peligrosa de su enfermedad.
Pero esta enfermedad se iba agravando notablemente, y en[206] 24 de abril del año 1894 se embarcó para Europa con el propósito de estar durante la primavera en París, consultar algunos especialistas famosos, y pasar un verano en una de las deliciosas montañas de Suiza, absteniéndose de todo trabajo mental y haciendo vida de campesino, respirando á pleno pulmón el aire oxigenado de los bosques.
Y no volvió de allí....
En 9 de agosto del mismo año falleció en Lausanne, (Suiza), en donde—por encargo cuidadoso de su familia—se conserva aún su sepultura con la inscripción correspondiente.
La siguiente composición en verso fué escrita en los primeros años de su juventud, y el fragmento en prosa pertenece á su última época:
(fragmento)
El aire fresco de la mañana serenó la frente de Aníbal. Aquella noche sin descanso había impreso en su rostro las huellas de un malestar indecible, comunicando al alma la languidez enfermiza de su cuerpo. Sentíase ávido de respirar la brisa matutina, como si buscase en ella algo que calmara la sed inextinguible de su anhelo.
Entornó suavemente la puerta de la entrada y se encontró en el arroyo. Nadie transitaba aún por las calles de la ciudad dormida. Aquella soledad augusta en plena alborada tuvo para él encantos seductores, complaciéndose en mirar descaradamente el rostro soñoliento de las casas, cuyas puertas aún[208] cerradas parecían grandes párpados caídos bajo la enorme pesadumbre de un buen sueño matutino.
Subió por la calle de la Tanca hasta la plazuela de San Francisco. Allí se detuvo breves instantes mirando irresoluto la sucia fachada de la Iglesia, que la tranquilidad exquisita de la hora semeja presentar en toda la desnudez de su fea y pobre arquitectura.
En aquel fondo de color de rosa denegrido por la intemperie se abría una ancha boca negra con trasuntos de puerta cochera. Aníbal en el afán de hallar consuelo para su triste pecho, dudó un poco si entrar en la iglesia, echarse ante el ara y buscar en el aniquilamiento de todo su ser moral la fe, aquella fe hermosísima que ya empezaba á abandonarle, dejándole expuesto, inerme y sin auxilio, á los fieros embates de la duda.
Miró al cielo, y aquella diafanidad incomparable le sedujo por completo. Determinó entonces no entrar en la iglesia y correr á la ventura, sumergido en la luz blanquecina del crepúsculo. Su fe poderosa le llevaba hacia Dios, pero á su corazón de artista repugnaba buscarle en aquel templo sombrío, donde por todas partes se veía la mano del hombre, sin que se transparentara en el más mínimo detalle la augusta majestad del cielo. Sí, en el espacio sin límites, en aquellos hermosos horizontes de una serenidad in[209]comparable, él comprendería mejor la grandeza divina. Entonces, y como temeroso de un arrepentimiento tardío, echó á andar muy de prisa por la calle de San Francisco hasta la Plaza de Armas, que solitaria parecía dormitar aún arrullada por los ecos de la última retreta. Las cuatro dieron en el reloj del Municipio. Aníbal siempre de prisa dobló por la calle de San José arriba. Sus pasos resonaban sobre el macadán de la acera con golpes secos que retumbaban como el de un martillo en la estrecha galería de un cementerio.
La catedral á la izquierda solicitó su espíritu, mas alzó de nuevo sus ojos y aquella cúpula negra, de una negrura mate, y aquella torrecilla recortada bruscamente como para impedir que llegase al cielo, le hicieron una impresión terrible, determinándolo á seguir adelante. Continuó, pues, hallándose luego en la esquina de la calle de San Sebastián, en la que ya comenzaba á notarse un átomo de vida. Se detuvo otra vez. Á la derecha el Mercado empezaba á animarse. Algunos caballos cargados de frutas y legumbres se hallaban agrupados entre los dos pabellones, frente á la puerta del centro. El arroyo aparecía sembrado aquí y allá de hojas de hortaliza, frutos podridos y recortaduras variadísimas.
Aníbal siguió andando hacia la izquierda, hallándose por último en la Plazuela de San José cuyos[210] árboles, retorcidos los unos, parecían viejos decrépitos; estirados y flacos los otros, semejaban niños enfermos. Bordeó la Audiencia y enfiló por la calle del Cristo, encontrándose á poco en la cuesta del Cementerio, por la que empezó á descender lentamente. Aquella rampa lisa é inclinada, de una tristeza profunda, parecía llevarle á algo desconocido que tenía su comienzo un poco más allá, en aquella bóveda obscura que se abría debajo del verdor húmedo del césped, como para indicar al que por ella entraba el abandono irremediable de toda esperanza. Tuvo que hacer sobre sí un poderoso esfuerzo para no seguir descendiendo. El abismo le atraía con su quietud misteriosa. Desvióse hacia la izquierda y empezó á caminar sobre el menudo césped. El castillo del Morro pintado de blanco recortaba en la limpidez del cielo las líneas rectas de sus troneras, la torre del vigía, el faro con sus barandas de hierro y sus reflejos metálicos, y por último el semáforo de náutico atalage.
Andando así, lentamente, sintiendo crugir bajo sus plantas la hierba húmeda aún por el rocío de la mañana, llego Aníbal á la izquierda del castillo, entrando en un pequeño reducto que—como un cenador—se desprende de uno de los muros del foso y avanza hasta inclinarse sobre la vegetación bravía de la playa. Una vez allí á solas consigo mismo,[211] frente á frente de aquel malestar indefinible, se sentó tristemente sobre el parapeto, dando la espalda á la boca del Morro. Dolor agudísimo le torturaba sin descanso. El hundimiento de sus plácidos amores había venido á sorprenderle sin misericordia, dejando en el fondo de su alma una amargura insoportable. Él vivía confiado, sin presentimiento alguno, y hé aquí que de súbito se le presentaba, anonadándole bajo su gravedad de plomo, aquel horrendo infortunio. Tendió su mirada y pudo descansar un momento en la contemplación de aquel hermoso panorama. Frente por frente y allá en último término, avanzando hasta sumergirse atrevidas en las ondas del mar, las Cabezas de San Juan, cuyas verdes cabelleras se destacaban, sobre el azul pálido del agua; un poco más acá y recortando siempre la tierra, algo sin nombre que avanzaba también hasta formar con las Cabezas un pequeño golfo á cuya entrada vió Aníbal el islote de los Pájaros. Después hasta el cementerio la costa acantilada con sus enormes rompientes y sus quejidos interminables. El Tiro al blanco sobresalía en un ángulo de la muralla que, inconmovible y dura, ahoga la ciudad con su dogal de piedra. El Castillo de San Cristóbal manchaba de rosa el tono lúteo de las fortificaciones. Más abajo y bebiendo casi el agua salada del mar, el Matadero; después, un gran claro de vegetación[212] escasa y raquítica, é intramuros la parte N. E. de la ciudad, dominada por el Parque de Artillería, la iglesia de San José, el Cuartel Nuevo y la Beneficencia, en primer término. Á la izquierda la inmensidad de las aguas con su rumor eterno, y arriba el cielo, de una pureza inmaculada.
Cuando Aníbal se hubo dado cuenta de tanta hermosura, se levantó y avanzando hasta el parapeto, inclinó el busto como si buscase en aquel rincón del mundo nuevas bellezas que admirar. Entonces sus ojos tropezaron con un ángulo del cementerio, que la ciudad de los vivos parecía haber arrojado de su seno colocándole extramuros para después anegarle en las profundidades del abismo. Á aquella hora nadie transitaba aún por las tristes avenidas, pareciendo que los muertos, como los vivos, encontraban cierta voluptuosidad exquisita en dormir arrullados por las frescas brisas de la mañana. En el centro, la capilla elevaba su cúpula obscura, pudiendo verse á la derecha la angosta galería, y á la izquierda, entre la calle central y la habitación del sacerdote, varias tumbas con sus estatuas de mármol en actitud doliente, y sus verjas de hierro guarnecidas de flores marchitas. Calor tibio parecía levantarse de aquel suelo en continuo trabajo de renovación, sintiéndose ese olor indefinible, repulsivo, mezcla extraña de vapores humanos, aromas insípidos de flores mustias y vahos[213] fríos de tierra humedecida. Aquel silencio de muerte volvió á despertar en su memoria la cruel idea de su infortunio. Él se veía abandonado como aquellos seres que allí dormían eternamente, pero con abandono más triste y despiadado. Vivo, hallábase condenado á pasear sin rebeliones el cadáver de su alma. ¿Por qué no morir por completo como los otros, y acostarse allí y dormir ese sueño perdurable llamado la muerte? Y suspiró profundamente, anhelando la hora del eterno descanso...
Fué el cantor de las cosas apacibles, de las ideas melancólicas, de los afectos tiernos y de las purezas del alma. Sin ser un místico en la acepción más propia de esta palabra, era el que mejor sentía y expresaba las dulzuras de la fe entre todos los poetas de su tiempo.
Nació en Toa Baja, el año 1847. Niño aún, fué á vivir con su familia á Vega Baja, donde cursó las asignaturas de la enseñanza elemental, y estudió Matemáticas en las cátedras de esta ciencia que sostenía en San Juan la Sociedad económica de amigos del país. Graduado de agrimensor, volvió á su villa natal en donde se instruyó en el arte poético con el trato frecuente de su ilustre tio el doctor Padilla.
Á la edad de 18 años escribía ya versos muy delicados y armoniosos á las flores, á las mariposas, á las avecillas canoras y de gracioso plumaje, al amanecer y á todo lo que producía gratas impresiones en su alma seráfica y sencilla. Después, cuando le hirieron las espinas de la realidad, lloró poéticamente, con ternura exquisita, mirando hacia el cielo de donde lo esperaba todo.
Dotado de sensibilidad extraordinaria, se entristecía y se alegraba con facilidad suma, según sus impresiones de momento. En sus penas y desengaños solía sufrir rápidos eclipses de la esperanza, pero nunca de la fe. Era un creyente sincero, y en sus composiciones de carácter religioso alcanzaba con frecuencia mayor elevación poética que en las mundanas.
Su estilo, por lo general, era sencillo, claro y candoroso; su versificación esmerada, y sus pensamientos de una intachable pulcritud. Sus versos eran especialmente leídos y estimados entre las damas.
Fué laureado en un certamen del Ateneo Portorriqueño, y obtuvo el primer premio de Fe en un brillante concurso de Juegos Florales, celebrado en San Juan.
Falleció en 31 de Octubre de 1898 cuando el pleno desarrollo y madurez de sus facultades hacía esperar de él otros brillantes triunfos.
Dejó manuscrito un libro que contiene sus poesías, y á él pertenecen las que se insertan á continuación:
Fué un poeta malogrado, como Francisco Álvarez; ambos murieron casi á la misma edad.
Marín nació en Arecibo, el día 9 de Marzo de 1863. Cuando apenas había terminado su instrucción primaria, se lanzó á la lucha política del periodismo, fundando un pequeño semanario, con el título de El Postillón, que hubo de chocar pronto con la censura de imprenta y aún con los tribunales de aquel tiempo. Emigró entonces Marín á Santo Domingo, y allí se encontró con una situación más restrictiva y dura que la de Puerto Rico. El Presidente Lilí extremaba igualmente su tiranía contra los dominicanos y los extranjeros que no se sometían á su autoritaria voluntad. Desterrado de la República dominicana, dió en Venezuela, de donde el general Andueza Palacio le desterró también, á mediados del año 1890.
De allí volvió á Puerto Rico, se avecindó en Ponce, y reanudó sus tareas de periodista en El Postillón redivivo, que sucumbió el año siguiente, á fuerza de multas, procesos y suspensiones.
Á fines del año 1891 se hallaba Marín en Nueva York, colaborando en el periódico separatista Gaceta de Puerto Rico, dirigido por el Señor Vélez Alvarado. Fué durante algún tiempo secretario del Club Borinquen, establecido en aquella ciudad, y publicó entonces su primera colección de versos con el título de Romances, á la cual pertenecen las composiciones que se insertan al final de estas líneas.
Sus biógrafos suelen aplicarle el calificativo de bohemio, quizá por lo que tenía de ambulante; pero su peregrinación[220] no era voluntaria, sino más bien consecuencia de su temperamento batallador y de su espíritu revolucionario. Su inquietud tenía mucho de rebeldía. Las obras que publicó revelan talento é inspiración poética. Sentía, pensaba y sabía expresar sus ideas con cierta elegancia y energía, pero en él superó siempre el hombre de acción al hombre de pensamiento, y manejaba mejor el rifle y el machete que la pluma.
Su poesía es, sin embargo, espontánea, y se revela en ella sin esfuerzo su corazón y su carácter.
Hallándose en la gran metrópoli comercial americana tuvo noticia de que había muerto su hermano Wenceslao, teniente de caballería en el ejército cubano en campaña, y quiso suplir á aquél, peleando por la libertad de Cuba. Se agregó á la expedición del Dr. Rafael Cabrera, en Agosto de 1896, y en Octubre del mismo año figuraba como sargento en la escolta de Máximo Gómez, desempeñando el cargo de Secretario auxiliar del Despacho.
La vida azarosa de los combates y lo insalubre de las lagunas y los terrenos pantanosos que con frecuencia tenía que recorrer, le produjeron unas fiebres rebeldes. Tres soldados fuertes recibieron el encargo de conducirle á una zona libre de peligros, en donde pudiera curarse; pero arreciaba la fiebre de Marín, no podían pasar la Trocha sino después de un larguísimo rodeo, y decidieron dejarle provisionalmente en una espesura del bosque, para volver luego con más fuerzas y medios de seguridad para salvarle.
Parece que los accidentes imprevistos de la guerra alejaron á los compañeros de Marín de aquel sitio más de lo que ellos habían pensado, y la enfermedad aniquiló pronto al pobre guerrillero. Un mes más tarde, cuando aquéllos lograron volver junto á la ciénega de Turiguanó, donde había quedado Marín, sólo encontraron en la hamaca el esqueleto de nuestro infeliz poeta, abrazado á un fusil....
Ocurría esto en Noviembre del año 1897.
Las dos siguientes composiciones suyas pueden dar idea de[221] la inspiración poética del autor, en los dos estados de ánimo que eran en él más frecuentes:
Nació en Caguas, el día 7 de Octubre del año 1863. Fué bautizado en aquella parroquia con el nombre de José Ramón, y era hijo natural de Ramona Mercado.
De su niñez se sabe solamente que fué poco tiempo á la escuela, y que á los doce años servía como dependiente y mandadero en una tienda de comestibles de don Eusebio Santa, en dicha población.
Con motivo de unas fiestas reales que allí se celebraron en aquel tiempo, se convocó á los trovadores populares para que acudiesen á improvisar décimas ante un jurado, ofreciendo un premio al vencedor. El niño Mercado pidió permiso al dueño de la tienda para acudir á la justa poética, llegó ante el jurado, cantó, y obtuvo el premio entre todos los trovadores del concurso.
Vivió después en el pueblo de Cayey, dedicado probablemente á ocupaciones análogas á las que solía desempeñar en Caguas, y cuando se hallaba ya en plena juventud, vino á San Juan.
Lo más interesante de la vida de Mercado desde esta fecha lo relató hace años en forma ligera el autor de las presentes líneas, en una especie de semblanza que sirve de prólogo á la colección de poesías de aquél, titulada Virutas, y dice así:
"En mi ya larga vida de tropezones literarios, no he tropezado hasta ahora con un autor más original que el de este libro.
Momo es la originalidad misma. No se parece á nadie física, moral ni literariamente. No se sabe dónde, cuándo ni[225] cómo aprendió á escribir versos; tampoco se sabe cuándo, ni en donde los escribe, y á estas horas, en que Momo es ya una personalidad literaria hecha y derecha, todavía son muy contadas las personas que aquí tienen noticias de cómo, cuándo y de dónde vino Momo á esta ciudad. Yo mismo, que solía tener al dedillo, en tiempos atrás, los antecedentes de mis compañeros de letras, encuentro bien poca cosa que decir acerca del advenimiento, aprendizaje y formación de este poeta singular.
Allá por los años de 1891 se publicaba aquí un periódico, del cual eran redactores varios catedráticos del Instituto. Lo editaba el Sr. Anfosso, y lo empaquetaba y rotulaba para los suscriptores un jovencito pelirrojo, risueño, vivaracho, de fisonomía simpática é inteligente, y de mirada interrogativa y sagaz.
Adolecía por lo general el periódico aquel de cierto dogmatismo empalagoso, y el lenguaje de sus artículos era casi siempre almidonado y tieso, con más atavíos de retórica que ingenio y originalidad. Pero afortunadamente, los catedráticos se distraían con frecuencia, no volvían á la Redacción después de almuerzo, y á la hora de terminar el periódico no había originales suficientes. Corría entonces la noticia por el taller, se producía un sordo rumor de colmena mezclado con tal cual escape de risa, continuaba después el trabajo de los tipógrafos, y el periódico salía completo, á su hora y sin dificultad.
Luego se fué notando que las ediciones del periódico en que ocurría lo que acabo de relatar, eran las únicas en que había algo bueno y sabroso que leer.
Y... lo que pasa. La gente que leía y saboreaba aquellos versos epigramáticos y aquellas sabrosas noticias, quiso averiguar de quién eran. Nada se puso en claro por de pronto, y esto avivó más y más el deseo de la averiguación; pero de sospecha en sospecha, y de indicio en indicio, llegó, por fin, á saberse que el autor de los epigramas picantes y[226] de las regocijadas gacetillas era... el mismísimo diablillo rojo que rotulaba las fajas para el correo en la oficina del periódico.
La curiosidad frívola frecuentó con cierta asiduidad, en aquellos meses, la Redacción y la Administración de La Balanza, que éste era el nombre del periódico indicado; pero sólo consiguió saber que el chico era de carne y hueso, que había venido de Cayey, que tenía buen humor, que fumaba puro y que sabía leer y escribir.
Más tarde, un repartidor de cédulas de vecindad llegó á saber que nuestro incógnito se llamaba José Mercado.
¡Mercado! Este apellido sonaba mal en aquella época, en que se había establecido ya la cotización de las conciencias políticas, y no se podía pronunciar en alta voz sin que alguno se diese por aludido.
El chico lo conoció bien pronto, á fuer de avisado y perspicaz, y empezó á desligarse del apellido, hasta que prescindió de él por completo.
—Este, más que apellido—dijo Mercado para sí—es un apóstrofe oblicuo, que diría el catedrático de Retórica... Sacrifiquémoslo, para evitar disgustos innecesarios.
Y tomó de ese apellido el principio y el fin, ó sea la primera y la última letra, y repitiéndolas en una sola palabra formó el seudónimo por el cual le conocemos desde entonces, y que es también el nombre del dios mitológico de la Risa.
No tardó mucho en hacerse popular el seudónimo, y desde ese mismo instante empezó Momo á padecer.
En cuanto se supo que hacía versos fáciles y graciosos no hubo en la ciudad sereno, cartero, alguacil, campanero, ó repartidor de periódicos que no le encargase versos, para pedir el aguinaldo.
Y tras de éstas, llegaron otras peticiones, atraídas por la eficacia de la propaganda.
—¿Quién te sacó esos versos tan bonitos?
—Momo.
—¿No te quitó nada por sacarlos?
—No.
—Pues me tiene que sacar otros á mí.
Y allá fué medio mundo, á sacarle á Momo los ojos, para que él le sacara versos.
Las compañías de zarzuelas le encargaban todas las seguidillas, peteneras y coplas alusivas y picantes de la temporada; no hubo ya pedidor de aguinaldo que no le pidiera versos graciosos, ni álbum que no llegara donde él en demanda de alguna chistosa redondilla.
También acudieron á Momo las cofradías en busca de poesías místicas. ¿Tenía gracia el nuevo poeta? ¿Eran leídos con avidez sus versos? ¿se reían las gentes con ellos, y por todas partes los repetían y los saboreaban con deleite? Pues que le saque unas décimas á las cinco llagas, que componga un villancico para los Santos Reyes, ó que haga un soneto acróstico para el Ángel Gabriel.
Complaciente y bondadoso como Dios lo hizo, apechugaba Momo con estos encargos, y sacaba versos de aquella enmarañada y varonil cabeza, como quien saca agua de un pozo manantial.
Y ahora pregunto:
¿Deben atribuirse á esta tremenda gimnasia, los evidentes progresos de Momo en el arte de la versificación?
Yo, por lo menos, me inclino á creer que esto ha debido contribuir en gran parte al desarrollo de sus excelentes disposiciones para el cultivo de la poesía lírica. Lo cierto del caso es que Momo versifica ahora con admirable facilidad, que maneja bien la rima y que su dicción iguala en espontaneidad y soltura á la del mejor de los poetas portorriqueños.
En los primeros años el instrumento poético de Momo fué consecuente con la significación mitológica de su seudónimo, y no sonaba en él más que la cuerda festiva; pero el pasar de los años, las amarguras de la experiencia y la penosa impresión que dejan siempre en las almas sensibles las desgracias de la patria, fueron poniendo en tensión otras cuerdas impor[228]tantes, y ya le falta poco para poseer el registro completo. Sus composiciones tituladas La Lengua castellana, ¡Á la fiesta!, ¡Sálvanos, madre!, Lázaro, y Redención, demuestran hasta qué punto el diablillo juguetón y despreocupado de La Balanza ha podido elevarse en la escala del sentimiento patrio, de la elegía bien sentida y vibrante, y de un subjetivismo ingenuo y melancólico, que hace recordar en cierto modo la doliente y amable sinceridad de Alfredo de Musset.
En algunas de estas producciones aparece ya el poeta de alto sentido social, que se sale de sí mismo, que se olvida de su risa y de su humorismo propios, para sentir el dolor ambiente, la desgracia de los que le rodean; é inspirándose entonces en los diversos estados del alma popular, interpreta y expresa en sugestivas estrofas el pensamiento colectivo, las esperanzas, las tristezas ó los anhelos de las multitudes. Enmudece entonces en él la nota festiva y riente, y ora prorrumpe en gritos de protesta contra lo que considera indigno, ora nos canta, como Richepin, la canción melancólica de los desgraciados.
Posee, pues, en alto grado el don de la sensibilidad, sin el cual no hay poeta posible; pero pasada en él la impresión aguda que crea esos estados de ánimo capaces de producir el ardiente soplo de la inspiración lírica, su espíritu, naturalmente regocijado y apacible vuelve á producir notas alegres, como vuelve la palmera al movimiento dulce y juguetón de sus graciosos abanicos, después de haberlos agitado con violencia dolorosa á impulsos de una breve racha del vendaval.
¡Dios le conserve á Momo esa cualidad, tan en harmonía con la gracia de su ingenio y con la espontaneidad generosa de su carácter!
Lo árido de la profesión en que por necesidad se ejercita, su desdén por el convencionalismo literario (todavía mayor que el que le inspira el convencionalismo social) y su poca ó ninguna afición á las citas de las historia y del arte, han sido causa de que algunos de sus admiradores le supongan refractario al estudio, atribuyendo los méritos de sus producciones[229] á milagros de la ciencia infusa y á la fuerza poderosa de la vocación.
Creo que se equivocan.
No hay progreso sin estudio, y son evidentes los progresos que se van operando en la labor poética de Momo. Lo probable es que tenga muy limitado el número de sus autores preferidos, y que áun de estos pocos no se esclavice á ninguno. Diríase que su Musa es huraña de puro independiente, y que su Pegaso no admite ancas; pero eso no es decir que el poeta de La Lengua Castellana desdeñe los buenos modelos, ni huya de las verdaderas fuentes de inspiración.
Además, Momo sabe leer y lee con frecuencia en el gran libro de la realidad viviente, y de él suele sacar sin esfuerzo los mejores asuntos para sus composiciones.
Si según vive en una ciudad relativamente populosa, en cuyas alegrías y tristezas toma nuestro poeta inspiración para sus cantares, le hubiera tocado en suerte vivir, con su cultura actual, en medio de la campiña portorriqueña, de esa maravillosa orgía de luz y de colores donde la vida brota, se renueva, se esparce y se desborda en profusión incomparable de formas, tonos, perfumes y sonidos, quizás no estuviéramos esperando todavía el cantor de tan soberanas bellezas, el poeta que nos hiciese comprender y sentir el tesoro de tan amorosa, dulce y delicada poesía.
La necesidad, la curiosidad, ó ambas fuerzas reunidas, le trajeron del campo á la población, y en vez de Orfeo ha resultado Momo.
¡Séalo en hora buena!
Son ya tantos en el mundo los que nos hacen gemir, que aquél que logre aportar al acerbo común un poco de dulzura alegre y comunicativa, será verdaderamente un bienhechor de la humanidad.
Ecce Momo."
[230] Á fines de Septiembre del año 1905 se embarcó para la Habana, en donde hizo vida de bohemio amable, bien querido de los hombres de letras y bien recibido en las Redacciones de periódicos, pero constantemente desprovisto de dinero.
Visitó varias poblaciones importantes de Cuba, publicó allá varios trabajos en verso y en prosa, que no se han coleccionado, y falleció en la Capital de aquella república en Marzo de 1911.
No obstante su vida azarosa y descuidada, fué un poeta de gran espontaneidad, de noble pensamiento y de fácil vena cómica.
La siguiente composición es de las más celebradas que escribió:
Á don Manuel Fernández Juncos,
mi amigo y maestro.
Este poeta, autor dramático, historiador y periodista eminente, nació en el pueblo de Cabo Rojo el día 11 de Enero de 1842. Era su padre natural de Cataluña, y su madre pertenecía á una familia venezolana, de las que emigraron á Puerto Rico durante la guerra de la independencia de aquel país.
Cursó en Cabo Rojo la instrucción primaria y tuvo la fortuna de que fuera su maestro don Ramón Marín, educador inteligente, y entusiasta publicista más tarde, que figura en la presente Antología. El talento de Salvador fué despertándose con las acertadas lecciones del maestro, y hacía ya versos y componía discursos á los 16 años.
No era muy holgada la situación económica de sus padres, y Salvador se dedicó al comercio en calidad de dependiente y auxiliar del escritorio, al terminar su instrucción elemental.
La lectura asidua en las horas de descanso y el estímulo de los pocos que entonces triunfaban aquí en el arte literario, fueron influyendo en la mente de Brau, y fomentando en él anhelos de triunfo. Poco más de veinte años contaría cuando emprendió la composición de un drama basado en la revolución de los Comuneros de Castilla, en tiempo del Emperador Carlos V. Terminada esta obra, se hicieron de ella varias representaciones en el teatro de Cabo Rojo, en el de Mayagüez y en algunos otros de la isla, y el joven autor recibió entonces su primer bautismo de aplausos. La obra estaba bien versificada, y estaban escritas con vigor dramático las principales escenas. Si no era un triunfo definitivo, era el indicio de que aquel joven podía dar días de gloria á las letras de su país.
Dió después otras dos obras á la escena, desde Cabo Rojo,[237] tituladas De la superficie al fondo y La vuelta al hogar, drama este último de profunda emoción y de escenas vigorosas é interesantes; pero era ya muy estrecho el círculo de aquel pequeño pueblo de la costa para la creciente capacidad literaria de Salvador Brau, y varios amigos suyos le indujeron á trasladarse á San Juan, facilitándole el camino.
Y aquí, en la capital de la isla, llegó á su plenitud el talento literario y político del joven caborrojeño. Ingresó en el periodismo de combate, fué redactor de El Agente, de El Clamor del País, y de El Asimilista; colaboró en El Buscapié y en la Revista Puertorriqueña, y en todas estas publicaciones dejó impresa la garra de león de su dialéctica formidable, y de su vigor mental de pensador y de polemista. Luchó siempre en favor de las reformas liberales de su país, demostrando su amor á España, á la que se sentía unido por los lazos de la sangre, del idioma y de la tradición.
Publicó también algunos estudios sociales, libros y folletos, como Las clases jornaleras, premiado en un certamen del Ateneo; La campesina, La herencia devota, y un hermoso ensayo de novela rural, titulado La pecadora.
Llevóle de nuevo al teatro su afición á la poesía dramática, y produjo entonces su mejor obra de este género, Los horrores del triunfo, una de las más bellas y valientes dramatizaciones de las sangrientas vísperas sicilianas.
Dió luego una serie de conferencias sobre historia de Puerto Rico, en las que demostró notable aptitud para los estudios de crítica histórica, y que más tarde reunió en un volumen titulado Puerto Rico y su Historia.
Hacia el año 1894 la Diputación Provincial de Puerto Rico, ganosa de contribuir al acopio de materiales autorizados y verídicos para depurar y continuar la historia de su país, comisionó á Salvador Brau para que investigara con este objeto los archivos españoles llamados de Indias, donde existe la riqueza mayor de datos históricos sobre Puerto Rico. Dando cumplimiento á esta comisión permaneció Brau[238] en la capital de Andalucía cuatro años, escogiendo y copiando preciosos manuscritos, hasta que las reformas autonómicas convirtieron la Diputación Provincial en Cámara Insular Legislativa.
Esta permanencia de Brau en aquella rica fuente de historia americana y en aquel fecundo ambiente literario, dióle á su talento una firme orientación hacia la cual había demostrado ya frecuentes inclinaciones. La investigación y la crítica histórica fueron desde entonces sus ocupaciones preferentes.
En 1903, siendo administrador de la Aduana de San Juan, publicó una Historia de Puerto Rico para las escuelas que, compendiada y sencilla, como para uso de niños, es todavía la mejor que hasta ahora se ha escrito acerca de este país. Tres años después publicó la Historia de los cincuenta primeros años de la conquista y la colonización de Puerto Rico, patrocinada por el Casino Español de San Juan, y cuando se hallaba ya muy enfermo y paralítico, publicó en un volumen sus poesías líricas con el título de Hojas Caídas, en el que figuran sus hermosos poemas Patria y Mi camposanto, laureados y juzgados con gran elogio por famosos literatos de España.
Las Cámaras Legislativas de Puerto Rico le nombraron Cronista oficial, con una modesta asignación, que le sirvió para mantenerse, ya valetudinario, en los últimos años de su vida, y falleció el día cinco de Noviembre de 1912.
Su obra como periodista fué noble, magistral y valiente; como poeta dramático figura á la cabeza de los que hasta hoy han cultivado este género en el país; como poeta lírico era correcto, grave, de inspiración robusta y enérgica, por lo que se dijo de él que era la cuerda de bronce de la lira portorriqueña, y como historiador fué justo, severo, muy diligente y escrupuloso en la investigación de la verdad.
Dejó sin publicar una voluminosa compilación de documentos interesantes para la historia de Puerto Rico.
Sus amigos y admiradores tratan de erigir un monumento[239] que honre y perpetúe la memoria de este ingenio meritísimo ante las generaciones venideras.
Las leyes de las sociedades humanas sólo pueden establecerse ajustándolas á la Naturaleza.
Bernardino De Saint-Pierre.
Entre los literatos y poetas portorriqueños del siglo XIX era Francisco Javier Amy el más versado en idiomas extranjeros, y el que aportó mayor caudal de otras literaturas á la del país.
Nació en Arroyo el 2 de agosto de 1837. Antes de haber cumplido 14 años se trasladó á los Estados Unidos, en donde aprendió pronto el idioma inglés, recibió su educación en la Episcopal Academy, Cheshire, Connecticut. Á los 17 años ejercía ya la enseñanza de los idiomas inglés y español, y escribía algunas producciones en prosa y verso para el Waverley Magazine y otras publicaciones de Nueva Inglaterra.
Volvió á Puerto Rico en 1858 para realizar algunas propiedades heredadas de uno de sus tíos, y aceptó aquí algunas proposiciones que se le hacían para el cargo de corresponsal extranjero de varias casas comerciales. Pero habituado á la vida de la libertad en los Estados Unidos, no se avenía bien con las prácticas restrictivas del régimen colonial que imperaba en Puerto Rico, y no tardó en volverse para el Norte de América, en donde se naturalizó como súbdito americano.
Regresó más tarde á Ponce, donde fundó, en unión del Dr. Zeno Gandía, una revista literaria y científica titulada El Estudio, y publicó una colección de poesías, unas originales y otras traducidas por él concienzudamente. Este libro se titula Ecos y Notas.
En 1888 volvió á los Estados Unidos, en donde publicó un nuevo libro de prosa y de verso, titulado Letras de Molde, y dió á la literatura inglesa una preciosa traducción de El Sombrero de Tres Picos, de Alarcón, con el título de The Cocked Hat[256] Publicó también, durante algunos años, La Gaceta Ilustrada, de Nueva York, y escribía para varios periódicos en inglés y en castellano.
Al efectuarse en Puerto Rico el cambio de soberanía después de la guerra hispanoamericana, fué requerido Amy por el nuevo gobierno en calidad de traductor oficial, cargo en el que prestó importantes servicios al gobierno y al país.
Producto de su observación directa y de su honrada sinceridad al apreciar procedimientos y opiniones de la política del país, fueron los artículos que forman su libro Predicar en Desierto, no bien apreciados en la época en que los dió á la publicidad.
Pero su obra culminante fué sin duda el libro titulado Musa Bilingüe, colección de poesías escritas en idioma inglés y traducidas con gran acierto al castellano por el mismo Amy y otros buenos poetas, y de poesías castellanas, hispanoamericanas y portorriqueñas puestas en verso inglés por insignes poetas de lengua inglesa ó por el mismo Sr. Amy. Hay en todas sus traducciones una gran fidelidad y respeto al pensamiento y áun al estilo del autor. Era realmente un traductor modelo, y elegía bien los autores y las obras.
De los poetas angloamericanos tradujo poesías famosas de Bryant, de Longfellow, de Whittier, de Whitman y de Stedman; de los británicos tradujo poesías selectas de Moore, de Hood y de algunos más. Tradujo también al inglés algunas joyas poéticas de Cuba y Puerto Rico.
La influencia de su labor en la poética de este país fué beneficiosa: contribuyó á moderar el excesivo floreo retórico y la adjetivación más abundante que apropiada, y puso algún freno á los alardes innecesarios de la verbosidad y la fantasía, ampliando por otra parte los buenos modelos y los horizontes de la inspiración.
Su estilo, como su carácter, era sobrio, preciso, austero á veces, pero siempre decoroso y correcto.
Fué siempre admirable su laboriosidad, y actuó valiente[257]mente en su mesa de trabajo hasta que le rindió su enfermedad mortal, cuando había él cumplido más de 75 años de vida.
Falleció el día 30 de noviembre de 1912.
La siguiente traducción de una de las composiciones de Longfellow más difíciles de reproducir en otro idioma, puede dar una idea de la capacidad de Amy para esta clase de trabajos.
Nació en Mayagüez, el día 22 de Mayo de 1850, y allí recibió la instrucción primaria.
Cuando Sama crecía, era Mayagüez una de las poblaciones más literarias de Puerto Rico. Su proximidad á Santo Domingo, en donde había ya en aquel tiempo propensión á las revueltas políticas, hacía que afluyeran allí los personajes desterrados ó emigrados temporalmente de aquella República, y entre ellos solían venir publicistas, poetas y profesores de enseñanza, que contribuían á mantener y propagar entre los mayagüezanos el amor á las letras.
Empezó á florecer allí hacia el año 65, cuando Sama tenía quince años, una juventud literaria inteligente y no exenta de entusiasmo. Freyre, Bonilla, José María Monge, Bonocio Tió, y algunos más, publicaban en un periódico local artículos y poesías, y Brau empezaba á manifestar su afición á las letras desde el cercano pueblo de Cabo Rojo.
Sama entró desde muy joven en el movimiento literario que le rodeaba. Poseía un temperamento poético exquisito y una gran delicadeza de sentimiento. Por la pureza de sus afectos y la elegancia y aliño de su dicción, parecía un espíritu femenino en cuerpo varonil. No gustaba de la sátira ni de riñas literarias, ni tampoco era aficionado á las luchas políticas, aunque fué siempre un consecuente liberal. Agitaba solamente las ideas generosas sin contradecir á nadie, y le entusiasmaban los actos de cultura y las cosas bellas. Fué siempre un cooperador decidido de las acciones nobles y benéficas.
En unión de su buen amigo Monge, publicó la notable colección de Poetas Puertorriqueños; escribió un buen número de composiciones poéticas, muy estimables por su dulzura y elegancia; escribió y publicó un drama sentimental, titulado Inocente y Culpable, de escenas emocionantes y de hermosos versos; una disquisición histórica sobre el viaje de Cristóbal Colón á Puerto Rico, y una loa en verso relativa al descubrimiento de América. Obra suya fué también una interesante Bibliografía Portorriqueña, laureada en certamen público del Ateneo.
Fomentó una familia muy en harmonía con su propio carácter dulce y con sus gustos delicados, y vivía en perpetuo idilio.
Hacia la edad de cincuenta años se sintió enfermo, y vivió una temporada con su familia en las amenas alturas de Aibonito. Más tarde se trasladó á San Juan, en donde fué electo presidente del Ateneo, cargo que desempeñó con inteligencia, actividad y buen éxito.
Vivió siempre de su trabajo personal, fué muy estimado entre los hombres de letras, y entre lo más culto y distinguido de la sociedad portorriqueña.
Falleció en Miramar, San Juan, el día 5 de Abril del presente año.
La siguiente poesía suya es una de las más celebradas por su ternura y sentimiento, y una de las que da más aproximada idea de su estilo y de su complexión literaria:
Á mi madre
Era uno de los literatos más capaces y de más elegante y atildado estilo de la América española.
Nació en San Juan de Puerto Rico, el día 29 de mayo de 1854, y fueron sus padres don Francisco Javier Cortón, empleado de la administración civil en el país, y doña Asunción del Toro.
Adquirió en esta ciudad la instrucción primaria, cursó las asignaturas del Bachillerato en el Seminario Conciliar, y publicó su primeros ensayos literarios y políticos en varios periódicos de esta ciudad.
En el año 1873 se trasladó á Madrid en compañía de su madre, ya viuda, con el propósito de seguir la carrera de Derecho y estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Central; pero su pereza ingénita y su carácter algo voluntarioso, que en vano trataba de modificar su cariñosa madre, le apartaron de las aulas antes de haber alcanzado el triunfo completo de sus estudios.
Dedicóse al periodismo, al que era desde jovenzuelo muy aficionado, y para el cual poseía condiciones excepcionales. Hacia el año 1876 publicó en La Prensa, de Mayagüez, una serie de artículos de ciencia política y social, abogando por el establecimiento del matrimonio civil en Puerto Rico, artículos que dieron ocasión á discusiones apasionadas y á denuncias contra el citado periódico. Casi al mismo tiempo obtuvo plaza de redactor en El Globo, importante diario que recibía inspiraciones del ilustre Castelar, y que era su órgano más autorizado en la prensa. Cortón publicó en ese diario[269] madrileño muchos artículos notables, y entre ellos dos biografías americanas de gran interés, una del general Guzmán Blanco, y otra de Toussaint Louverture.
En el año 1881, asociado á varios jóvenes residentes en Madrid, entre los que figuraban Díaz Valero, Ortiz de Pinedo, Gamir Soldado, Guerra y Alarcón y el malogrado García Vao, fundó una sociedad llamada en un principio "Juventud antiesclavista," y más tarde Círculo Nacional de la Juventud, de la cual fué Cortón Secretario y Bibliotecario. En este Círculo leyó una interesante Memoria sobre Patria y Cosmopolitanismo, que fué muy celebrada por la prensa española, traducida al francés y publicada en La Gironde, de Burdeos. Fué redactor literario del famoso Correo de Ultramar, que dirigía en París don Julio Nombela, desempeñó durante más de dos lustros el cargo de corresponsal de El Buscapié, de Puerto Rico, é ingresó en la Redacción de El Liberal, de Madrid, considerado ya como uno de los mejores diarios de España y aún de Europa. Dirigió durante muchos años la edición barcelonesa de este gran rotativo, y llegó á ser uno de sus primeros cronistas, allí donde cultivaban este difícil género Fernanflor, Zozaya, Dicenta, Gómez Carrillo y otros celebradísimos ingenios. Las crónicas de Cortón se distinguían casi siempre por la importancia del asunto, la gracia y viveza de la dicción, la sagacidad de las observaciones, el humorismo picante y lo certero del juicio, cualidades características de este ameno y talentoso escritor.
Publicó en sus mocedades un estudio de costumbres literarias femeniles titulado La literata, lleno de intención satírica, de donaire y de sutileza de ingenio. Algunos años después dió á la estampa una deliciosa colección de estudios literarios y de crítica y sátira con el título de Pandemonium, que contribuyó poderosamente al acrecentamiento de su fama de escritor de estilo primoroso y ameno. Más tarde publicó la casa de Maucci, con el título de El fantasma del separatismo, una serie de estudios políticos y sociales que había escrito[270] Cortón en defensa de las justas aspiraciones de las provincias catalanas á su autonomía administrativa, estudios que llegaron á tener notable resonancia cuando se publicaron en El Liberal.
Fué Cortón durante muchos años Secretario de la Sociedad de Escritores y Artistas, de la que era Presidente el insigne poeta Núñez de Arce, que le distinguió siempre con su amistad.
Su obra culminante entre las que llegó á publicar, y aparte del tesoro de observación, de pensamiento y de gracia que deja desparramado en sus crónicas no recopiladas, es la que publicó en 1911 con el título de Espronceda. Se proponía continuar la serie, y anunciaba la próxima publicación de otros estudios análogos acerca de Larra, Zorrilla y otras figuras importantes de las letras españolas en el siglo XIX.
El libro Espronceda es de lo más bello, juicioso y concienzudo que ha producido la historia literaria y la crítica, en idioma castellano.
Al constituirse en Puerto Rico el Gobierno autonómico, en 1898, fué electo Diputado á Cortes, cargo en el cual prestó servicios importantes á su país.
Á fines del año 1913, cuando los amigos y admiradores de Cortón empezaban á impacientarse por la tardanza del nuevo libro de la serie comenzada, llegó de Madrid la noticia de haber fallecido allí, á los 58 años de edad, aquel esclarecido escritor portorriqueño.
Murió pobre, pero deja á su patria una viuda que le llora, un hijo inteligente, menesteroso de recursos para continuar su educación, y un nombre digno de figurar honrosamente en la Antología portorriqueña.
El gracioso artículo siguiente pertenece á su libro Pandemonium.
No tengo que reprocharme el haber dado nunca el nombre glorioso de artista á cualquier rascatripas, por el mero hecho de gastar melenas ó de exhibirse todas las noches en el Paraíso del teatro de la Opera. No creo, por lo tanto—y en esto me opongo al parecer de algunos maestros—que sea un timbre de gloria, digno de perpetuarse en los anales de la provincia, el que uno de sus hijos, residente en la corte, haya formado dignísima parte de la orquesta de uno de sus teatros líricos. Porque, artista, en la verdadera acepción del vocablo, es el compositor, el creador, no el ejecutante; no el que interpreta, con mayor ó menor fidelidad, la obra ajena, sino el que extrae de su cerebro la idea musical y le da forma en el pentágrama. No es posible calificar con un mismo nombre ni comprender en una misma categoría á Stradella, Cimarosa, Pergolese, Rossini, los grandes melodistas, á Palestrina, Händel, Bach, Beethoven, los armonistas, y á la Patti, la Nilsson, Gayarre, Sarasate y Monasterio, los grandes intérpretes. Y aun dentro de la creación, de la composición artística, hay jerarquías diversas y múltiples, que nacen de la mayor ó menor transcendencia de la obra de cada uno; que no es lo mismo componer,[272] verbi gracia, la sinfonía pastoral de Beethoven y las romanzas de las zarzuelas del plagiario Gaztambide, como no son lo mismo tampoco, en la esfera de la pintura, un paisaje de Beruete y el maravilloso Cristo en la cruz, de Velázquez.
Al paso que vamos, todos los españoles, dentro de poco, seremos artistas sin saberlo. Porque aquí llamamos artista al bailarín, al acróbata, al torero, al fabricante de cerillas, al domador de fieras y al que hace sonar las campanas en la torre de una catedral ó el organillo en cualquier cosmorama de feria. Y no de otro modo que allá en mi aldea los astrónomos dieron en llamar sol, estrella y hasta creo que vía láctea á Canuta Pérez, sólo porque cantaba y gemía, con voz más dulce que el guarapo, algunas piezas de Norma, aquí en Madrid, donde se murió casi de hambre Narciso Serra, se reservan las ovaciones y con ellas las monedas de cinco duros para el tenor Gayarre, en cuya garganta prodigiosa parece que anida el pájaro azul que entona el himno de la redención de la patria. Gayarre, esa celebridad europea, esa gloria nacional, como sus amigos y devotos le llaman, es un antiguo herrero de las provincias vascongadas, sin cultura, sin formas sociales, casi sin entendimiento. Á pesar de esto, ¡con cuánta emoción le hemos oído aquellas suaves notas de la inmortal salutación de[273] Fausto á Margarita: Permettereste á me....! ¡Qué eléctrica chispa de emoción cundía por todo el Paraíso cuando murmuraba, en actitud de bailar un rigodón, aquella frase: Ja sorge il di....! Pero no llevemos nuestro entusiasmo hasta el punto de arrojarle al escenario coronas de laurel; las coronas son para las cabezas y el cantante sólo trabaja con la garganta y con la boca; tengamos, pues, para el cantante un collar de perlas ó una dentadura de oro, para el torero un par de cuernos, para el acróbata una bala de cañón, para la bailarina unas zapatillas, ó, si le pareciera poco, unas botas de montar. Y no les pidamos gollerías... No pidamos, por ejemplo, á Gayarre, hombre sin instrucción alguna, que sepa interpretar, en el pentágrama de Gounod, el pensamiento filosófico del viejo doctor alemán, rejuvenecido por la musa de Goethe, ni pretendamos tampoco que, comprendiendo las metafísicas algún tanto locas de Wagner, entienda que pueda conseguirse la expresión de tipos y de caracteres por medio de trémolos sobre la cuerda del violín. Para comprender eso necesitaría el cantante... poca cosa... ser artista.
No puede ocultarse que á las veces hay una obra personal en la interpretación, y que el artista—si damos este nombre al cantante, al cómico y al instrumentista—suele tener, de raro en raro, el derecho[274] de decir que él ha creado un papel puesto que se lo apropia, poniendo en él su alma y su inteligencia é infundiéndole su propia sangre. Sin elevarnos hasta Rachel, la Ristori, Talma, Romea, Rossi, Coquelin y la divina Sara, puede asegurarse que al talento de Vico, nuestro insigne actor, débese en gran parte el éxito de muchos dramas de Echegaray, más feos que el no tener.
Lo que no ofrece sombra de dudas es que, si bien cualquier tenorcillo de la legua puede interpretar, si á mano viene y casi con perfección absoluta, el tipo de Guillermo Tell, un aldeano patriota, el de Otelo, un africano celoso, y hasta, en caso de apuro, el de Don Juan, un burlador impenitente, en cambio, no todos los tenores de primera línea pueden salir airosos en la interpretación del carácter de Fausto, el filósofo á lo Hegel, del tipo de Hamlet, el sombrío escéptico, del tipo de Poliuto, el mártir de la fe religiosa. De mí sé decir que cuando Berlioz, el potente colorista del sonido, me transporta, en su fulgurante corcel, con fatigoso movimiento al abismo de la Damnation de Faust, veo allí mejor el laboratorio obscuro del doctor alemán y oigo allí después con más deleite la errante cantinela de la Pascua florida que en la obra inmortal del maestro Gounod, porque la concepción del poeta y la idea, las líneas melódicas del músico suelen ser casi siempre mejor interpretadas por el violín y por[275] la flauta que por la parlera garganta de algún tenor coreográfico, maniquí con sombrero de plumas, que no comprenderá nunca la razón de que Fausto se devanase los sesos esclareciendo el oculto sentido de la primera frase del Génesis. Con respecto á las cantantes hembras, soy algo más benévolo. Tengo mis razones... Toda mujer, por muy tiple ó muy soprano que sea, lleva siempre dentro de sí misma algo de la inocente Margarita, la pequeña Eva alemana, Sibila del amor, eternamente feliz en su modesto jardincito, con su oráculo de flores. Las mujeres que viven con aérea vida en el mundo del arte y que surgieron vestidas de blanco del manantial del llanto del poeta, ó bajaron desprendidas del astro piadoso que alumbró las veladas febriles del músico para evaporizarse en el sonido y pasar del pensamiento al ensueño, ora revoloteando en los labios, ora permaneciendo aprisionadas en el mármol y el lienzo, y siempre envueltas en la nube de una existencia ideal; las mujeres de la leyenda y del arte, Ofelia, Desdémona, Julieta, Margarita, Elena, Aïda, Ifigenia, Clarisa, Leonora, son, sobre todo, representaciones sinceras del Eterno femenino, creaciones sencillas, cuya interpretación puede hallarse y se halla, en efecto, al alcance de cualquier alumna del Conservatorio de Madrid.
[276] He apuntado la idea y no la retiro; á pesar de poseer mayor suma de recursos y medios el instrumento humano que se llama tenor ó barítono, yo no he saboreado las verdaderas notas de Gounod, hasta que he oído la otra noche las divinas notas del violín de Sarasate. ¡Sarasate! Perdóneseme que no pueda escribir este nombre sin ver reaparecer bajo mi pluma esa figura de un gran intérprete musical, el más completo que he conocido. Actualmente recorre en las regiones andaluzas un camino triunfal, después de haber sido aplaudido y festejado, con entusiasmo frenético, en Madrid, donde se presentó por última vez al público en un concierto celebrado á beneficio de la Asociación de escritores y artistas. Ese concierto tiene una historia que hace honor al gran violinista. Como España es tierra donde germina y se desarrolla esa pasioncilla inmunda que se llama la envidia, no es extraño que un español como Sarasate, que nació bajo el influjo de bienhechora estrella y que ha llegado á ser en toda Europa el ídolo de un pueblo de almas, despertase en la tierra donde nació rencores de esa gentecilla, que, impotente para acercarse á la gloria, tiene un insensato placer en amenguar la gloria ajena. Unos cuantos rascatripas y sopladores, de esos que tocan el violín y la flauta en el café ó en el circo ecuestre, armaron contra Sarasate terrible conjura; y no atreviéndose á decir[277] que Sarasate maneja mal el "stradivarius," le llamaron en obscuros artículos anónimos, mal español, sosteniendo con error indiscutible, que había renunciado á su nacionalidad; y le llamaron avariento, tacaño y ambicioso, acusándole de cobrar el cincuenta por ciento de los productos de los conciertos en que trabajaba. Sarasate respondió á esas acusaciones ofreciéndose á trabajar de balde en un concierto á beneficio de la Asociación de escritores y artistas.
Yo le había oído muchas veces pero nunca me ha entusiasmado tanto como aquella noche. Los artistas italianos del Renacimiento, con el mal gusto propio de la época, eran muy aficionados á pintar ángeles tocando el violín. Yo me acordaba de aquellas figuras, aguzando el oído y cerrando los ojos para no ver las melenas y los bigotes de guardia civil que gasta Sarasate. Porque si existiera el cielo de Mahoma ó de Cristo, sólo allí debería escucharse algo parecido al celestial gorjeo del violín de Sarasate.
Diderot ha escrito: "Para que el artista me haga llorar, es preciso que él no llore." Nada más exacto, pero también es preciso que haya llorado. Su emoción individual debe convertirse en emoción artística y la interpretación animarse con el eco de sentimientos experimentados y desaparecidos. Las lágrimas no deben salir á los ojos del intérprete; pero debe tener[278] lágrimas en el instrumento. Gracias á esa transformación, Sarasate ejerce sobre el público una acción magnética, que repercute sobre sí mismo. "Si el público supiera—suele decir—cuanto puede obtener de nosotros con sus aplausos, nos mataría." ¡Oh, bien lo ha probado el infeliz! En todos sus conciertos, apenas termina la última pieza clásica del programa, ya está el público pidiéndole á grito pelado, la indispensable propina de siempre, es decir, los aires populares españoles, la jota aragonesa, la muiñeira, la petenera, el zorzico, etc. Y aquí se comprueba la modificación que hice á la frase de Diderot. El artista debe sentir siempre lo que ejecuta. Si en el corazón de Sarasate no estuviese viva la llama del sentimiento patriótico, ¿qué mérito tendría la jota aragonesa por él ejecutada? Un violinista ruso ó teutón no podría herir acaso, con esas notas, nuestro sentimiento artístico. Ese aire popular que tiene tantos títulos de gloria como la Marsellesa canturreado, con voz aguardentosa, por un gañán, al conducir sus bueyes al establo, no es fácil que despierte emoción estética alguna; pero, al rozar las cuerdas del violín de Sarasate, ese aire popular, que unas veces gime y otras ruge y siempre expresa el sentimiento de la patria, nos transporta en alas de la fantasía á la falda del Moncayo y á la orilla del Ebro, ó allá donde murieron de amor Isabel[279] y Marsilla, y evoca en nosotros el recuerdo del épico suicidio de Zaragoza, y nos hace asistir á las sencillas fiestas de las aldeanas en honor de la más patriota de las Vírgenes, la Virgen del Pilar.
Pues ¿y dónde dejamos la muiñeira? Yo no tengo el honor de ser gallego. Pero, declaro sinceramente que la muiñeira hubo de causarme siempre una emoción profundísima. Yo se la he oído á Sarasate, no sólo en Madrid, sino también en la misma Coruña, y puedo asegurar que nunca he presenciado una ovación tan imponente.
Cuando algún tiempo después de haber oído la muiñeira en Galicia, se la volví á escuchar la otra noche á Sarasate, vino á mi memoria la zagala rústica que sentada sobre la piedra del lar humilde ó cargando en sus fornidos hombros el saco repleto de centeno y maíz, ó comprimiendo con sus manos de color de arcilla las gruesas ubres de la vaca, ó partiendo en el monte el espinoso tojo, no bien oye á lo lejos el gemido agreste y melancólico de la gaita y el regocijado son del tamboril y del pandero, suelta la hoz de la siega y loca de alegría, llama á sus rapaces y se pone á bailar con ellos la tradicional muiñeira, pegando sendos y descompasados brincos á la sombra del castañar hojoso....
Aquélla, aquélla es la misma muiñeira de Pablo Sarasate, tocada por el autor y acompañada al piano[280] por su secretario mein-herr Otto, un alemán que le sigue en todas sus excursiones artísticas y que á fuerza de escuchar el canto saudoso, ya dice como cualquier gallego vagabundo á la orilla de extranjeros lagos:
Si alguna vez, ¡oh gran violinista! me encuentras enfermo y pobre, solo y triste y odiado de todos, en extraña tierra, tragando la hiel de la nostalgia, llevando en mi rostro la marca patética de la fatalidad irresistible; si algún día, lejos de la tierra donde se habla la lengua en que me enseñaron á rezar, me encuentras bajo un cielo plomizo, vagando por solitarios senderos y deshaciendo poco á poco el ovillo de hilo de mis ardientes afanes, de mis frustrados ensueños, sin horizonte delante, sin recuerdos detrás; si algún día, oh Sarasate, me encuentras así, envuelto en la ceniza de todo lo que amé, fijos los ojos en la naturaleza, esa gran madre, y en el ideal, esa paloma despeñada del cielo sobre el Jordán de nuestras pasiones redimidas, saca entonces de la caja tu "stradivarius," ejecuta los primeros compases de la[281] arrebatadora muiñeira, recuérdame la quejumbrosa gaita de las romerías gallegas, la alegre pandereta de las zambras moriscas y de las juergas andaluzas, y el tamboril fanfarrón de las fiestas vascongadas; y al recibir yo en mi atormentado espíritu esa limosna de arte, así como la Magdalena limpiaba con su cabellera el polvo de los pies del Cristo, tú limpiarás mi alma de las impurezas del mundo miserable y volverán á ella, con el eco de tu instrumento mágico, las remembranzas de la edad florida, las canciones alegres y los sueños azules....
Nació en la ciudad de Ponce, en el año 1851. Era su padre de origen alemán, como lo indica el apellido, y su madre una dama portorriqueña, descendiente de españoles.
Estudió con notable aplicación, y fué graduado de Maestro Superior de instrucción primaria antes de los 22 años. Ejerció el profesorado público durante los mejores años de su vida, y en las horas que le dejaba libre esta penosa labor, dedicábase con especialidad á estudios históricos y biográficos referentes á su país.
Carecía de imaginación brillante y creadora; pero tuvo siempre gran afición á coleccionar, depurar y coordinar noticias de carácter histórico. Publicó varios opúsculos interesantes acerca de la fundación y progreso de Mayagüez, Aguadilla, Coamo y otras poblaciones de Puerto Rico; fué redactor de algunos periódicos de Ponce, sitio principal de su residencia, y colaboró en los fundados ó dirigidos por Baldorioty de Castro, del cual era amigo y admirador.
Las obras históricas más notables de don Eduardo Neumann son las tituladas Benefactores y hombres notables de Puerto Rico, editada en dos volúmenes con grabados; una interesante reseña de sus viajes por los Estados Unidos, y una Historia de Ponce, muy nutrida de datos para el estudio y conocimiento de esta progresiva ciudad y su jurisdicción, desde el punto de vista político, intelectual, social, económico, mercantil, industrial, agrícola y geográfico, obra escrita con gran amor durante los últimos años de su vida, como tributo á la patria de su nacimiento y de sus amores.
Era muy aficionado al estudio, y amaba principalmente los libros serios y jugosos. En sus últimos años cursaba con gran asiduidad las asignaturas de la carrera de Derecho, y ya se había examinado victoriosamente de algunas de ellas.
Era hombre de carácter y de firme voluntad, y á fuerza de lecturas y de viajes metódicos había logrado adquirir un copioso caudal de conocimientos.
Falleció en Cherburgo, Inglaterra, á mediados de septiembre de 1913.
El siguiente artículo pertenece á su colección de Benefactores y hombres notables de Puerto Rico.
Historiógrafo de Puerto Rico
Hemos buscado noticias inútilmente dentro del cuadro magnífico que trazó el P. Félix Latassa, ó sea en sus Biblioteca Antigua y Nueva de Escritores Aragoneses; y, en verdad, nos sorprende se tenga en deplorable olvido el nombre de varón tan esclarecido como el de Fray Iñigo Abbad y Lasierra; sin duda el prodigioso número de hombres ilustres con que cuenta Aragón, pueblo rico en todo género de grandezas, ha hecho que se acostumbre á contemplar el mérito sin asombro y á considerarlo como cosa corriente; pero si el hermoso recuerdo de la vida de Fr. Iñigo, saturada de simpático perfume, consagrada á los estudios históricos y á los actos austeros[284] se ha borrado de su país; si su espíritu sano y cultivado, ocupado en las investigaciones del pasado, se ha perdido para los aragoneses; su memoria vive y vivirá por siempre en el corazón de los portorriqueños. No nos explicamos cómo un escritor de tan bellas dotes y de un patriotismo tan acrisolado, sea casi desconocido en su propia tierra. Así nos valemos, al ocupamos de este personaje, de los datos que nuestra diligencia y la admiración que siempre él nos ha inspirado, supieron proporcionarnos. Hasta ahora, que sepamos, ningún libro especial se ha dado á los vientos de la publicidad referente á la vida del ilustre benedictino; por lo que nos proponemos transmitir su nombre á la posteridad, ya que supo hundir su mirada escrutadora en las obscuridades del pasado y hacer revivir los hechos más gloriosos de nuestra historia regional.
Escasas son las noticias, que aún en su misma provincia, se nos han podido facilitar sobre la vida del benemérito monje.
Nació Fr. Iñigo el año 1737 en Barbastro-Huesca,—ciudad obispal desde el siglo XII hasta mediados del presente; por cierto, uno de los que estuvieron al frente de esta diócesis fué el célebre Ramiro el Monje, rey de Aragón, figura inmortalizada por el pincel del eminente Casado del Alisal, en su cuadro La Campana del Rey Monje. Barbastro es también[285] patria de los peregrinos ingenios Lupercio y Bartolomé Argensola, tan conocidos en los fastos literarios.
En aquella ciudad estuvo en 1868 el inolvidable enaltecedor de nuestras letras y entusiasta propagandista de la cultura intelectual en la Isla, don Alejandro Tapia y Rivera, con el fin de hacer reproducir un retrato de nuestro bien querido historiador, retrato del que es copia el que adorna los salones de la Sociedad Económica de Amigos del País, en San Juan, que á nuestro juicio no guarda parecido con la fotografía directa, hecha tomar del que existe en la biblioteca pública de Barbastro. La copia al óleo ya mencionada, ni por su parecido ni por la posición sentada en que se encuentra el personaje guarda semejanza con el retrato auténtico. Fr. Iñigo en el original aparece de pie y su fisonomía revela mayor dulzura y benevolencia.
Descendía Fr. Iñigo de noble familia aragonesa, que procuró darle esmerada educación, que aprovechó de un modo brillante desde sus primeros años, y después fué monje benedictino en el monasterio de San Juan de la Peña, en el que se dedicó al estudio de la historia y antigüedades. Recordamos los nombres de dos hermanos suyos, que por sus talentos y virtudes alcanzaron puestos distinguidos y altas dignidades eclesiásticas. El uno, de mayor edad,[286] se llamó don Manuel Abbad y Lasierra, individuo correspondiente de la Academia de la Historia, Prior de Meya, presentado por S. M. para Obispo de Ibiza y de Astorga, Arzobispo de Selimbria in partibus infidelium y autor de obras recomendables, Inquisidor general de España, al principio del reinado de Carlos IV, el cual Abbad comisionó al canónigo don Juan Antonio Llorente, el conocido autor de la Historia Crítica de la Inquisición, para trazar un plan benigno de importantes modificaciones en el orden interior y procedimientos del Santo Oficio, que le encaminase á sustanciar sus procesos por el derecho civil, por lo cual, teniendo presente el fin del odioso tribunal, equivalía á su abolición; empero la intransigencia fanática, que había hecho fracasar con anterioridad los filantrópicos proyectos del conde de Floridablanca en igual sentido, hizo destituir al hermano de Fr. Iñigo y consiguió se le recluyera en el monasterio de Sopetrán; plan que el insigne Jovellanos quiso luego llevar á la práctica, y no pudo, por haber caído del ministerio. El otro se nombraba don Augustín, quien después de ser catedrático de Humanidades, llegó al episcopado y por sus ideas benévolas y humanitarias fué encausado por el Santo Oficio. En nuestra admiración por los miembros de esta ilustre familia, nos complacemos en consignar que ninguno de ella brilló por su intran[287]sigencia y sí por sus méritos indiscutibles, saliendo al fin ilesos de las redes inexplicables de la autocracia romana y de las iras inquisitoriales.
Si Fr. Iñigo no tuvo la llama del genio; si no fué un Laurent ó un Ranke, historiadores de la humanidad; si no fué un Jacolliot describiendo la India; si no fué un Champollión descifrando los geroglíficos egipcios; si no fué un Curtius, autor de la más famosa Historia de Grecia en nuestros días, recomendable por el caudal de preciosos datos que atesora y abrillantada por el vigor filosófico del lenguaje; si no fué un Mommsen, el feliz restaurador alemán de la prehistoria y grandezas romanas; si no fué un Bancroft que estudia con bella erudición la génesis de los pueblos americanos; si no fué un Macaulay en sus estudios sobre la revolución inglesa; si no fué un Lamartine sublimando los girondinos; si no fué un Taine al pintar á los jacobinos, ó á Napoleón Bonaparte; fué nuestro primer historiador, y supo dar animación, vida, unidad á nuestros dispersos é ignorados anales históricos en síntesis notables.
La esfinge misteriosa del pasado surge bella, ante la vista de los lectores, al recorrer las páginas trazadas por la pluma de Fr. Iñigo; al admirar la veracidad, la exactitud de sus apreciaciones, sobre todo, al tratar del carácter y costumbres del pueblo portorriqueño en su época; al deleitarnos con la[288] mágica de su estilo claro, sencillo, espontáneo; cual corresponde á la índole de su obra.
Revela nuestro historiador un amplio criterio para juzgar de hombres y de acontecimientos, regulado por un espíritu justiciero, si bien su Historia Geográfica, Civil y Política de la Isla de San Juan Bautista de Puerto Rico, que fué lo más clásico que escribió, resulta, en el día, deficiente, un cuadro muy apagado de nuestras primitivas crónicas y con grandes lagunas en los sucesos acaecidos entre unos y otros siglos; sin embargo de las anotaciones hechas por don José Julián Acosta y no obstante los altísimos dones intelectuales de Fr. Iñigo. La obra fué escrita en medio del torbellino del mundo, por encargo de don Francisco Antonio Moñino, conde de Floridablanca, alto protector ó íntimo de la familia Abbad, en la época de Carlos III, en el último tercio del siglo pasado; el manuscrito fué presentado al Gobierno Metropolítico el 25 de Agosto de 1782. Poseemos un precioso ejemplar de la primitiva edición madrileña, que tiene capital importancia por su fecha—1788—edición debida á la actividad de don Antonio Valladares de Sotomayor; ejemplar que conservamos como curiosidad bibliográfica y como recuerdo de la amistad que nos une á una de las ilustraciones del País, tan modesta como verdadera, el doctor don Calixto Romero Cantero, que ejerce[289] con aplauso la medicina en Cayey, y que tan amante es de las investigaciones prehistóricas.
Vino Fr. Iñigo á Puerto-Rico en edad viril, á los treinta y cinco años, en 1772, como confesor del Illmo. Sr. Obispo don Manuel Jiménez Pérez, de feliz memoria; viajó por los pueblos y lugares más recónditos de nuestra isla; consultó los archivos oficiales y recogió la tradición oral de los descendientes inmediatos de los primitivos colonizadores para escribir su obra citada; si bien su labor se resiente de muchos errores tipográficos, que el editor confiesa en el prólogo, por haber sido publicada en Madrid, en ausencia de nuestro primer historiador.
Veamos ahora lo que motivó el viaje forzoso del P. Abbad á Europa.
Las relaciones entre el Gobernador de la Isla y el Prelado llegaron más que á interrumpirse, á ser tirantes, con motivo de la intervención que pretendió tener el primero en el expediente de divorcio promovido entre don José de la Torre y su esposa doña Juana de Lara, que dió lugar á graves escándalos, y hasta que descendiese una Real cédula sobre el asunto, reprendiendo severamente á don Pedro Vicente de la Torre, padre del anterior, que se permitió en pleno Palacio episcopal inferir graves ofensas[290] al señor Prelado Jiménez Pérez, envalentonado por el apoyo del Gobernador don José Dufresne; he aquí, el secreto de la animosidad que este señor cobró á Fr. Iñigo, confidente del Obispo y la persona de su mayor estimación, que supo defender los prestigios y fueros de su superior y poner de relieve la invasión de atribuciones que se intentaba. Don José Julián Acosta nos dice, en sus anotaciones á la obra del P. Abbad, que desconoce aquellas causas; pero no fué otro el origen de la inquina que demostró el Gobernador con sus actos arbitrarios mandando incoar un expediente á Fr. Iñigo sobre si había adquirido mal un siervo de corta edad; y, del cual expediente resultó el viaje de nuestro historiador á la Península, acto que llenó de gran indignación al señor Jiménez Pérez, y por el que llegó á pedir se le trasladase á otra diócesis; pero S. M. con consulta del Consejo de Indias, y teniendo á la vista las nulidades y defectos cometidos en los trámites de los autos y la falsedad de la denuncia hecha por Agustín Sánchez, declaró á Fr. Iñigo limpio de toda culpa, reservándole sus derechos para que pudiera ejercitarlos en la vía y forma correspondientes contra su acusador por los delitos de calumnia y de ilícito comercio.
Ya de nuevo en la Península debido á sus meritorias cualidades y á las altas influencias con que contaba[291] en la Corte, fué Fr. Iñigo presentado por su S. M. para la mitra de su ciudad natal, donde murió en la segunda década de este siglo XIX. En el ejercicio del episcopado fué muy estimado por su magnánimo y generoso corazón. De cómo realizó tan bellos sentimientos y cuan ímprobas tareas se impuso en aras de su loable entusiasmo por la instrucción de su pueblo nativo, es prueba evidente la fundación de una biblioteca pública que levantó con su peculio; establecimiento donde á su muerte se colocó su retrato para perpetuar su memoria, y al cual retrato nos hemos referido en párrafos anteriores.
Deseó sacar de la ignorancia en que yacían á sus feligreses en aquella remota época, como queriendo repetirles aquellas palabras de una célebre escritora: "Santificad vuestra alma con la lectura, si queréis que el ángel de los nobles pensamientos se digne descender á ella."
Trazados los rasgos culminantes de la vida del P. Abbad, réstanos presentarle como uno de los más dignos y verdaderos benefactores de la sociedad portorriqueña, que supo con su hermosa inteligencia y la antorcha de su talento, iluminar los hechos oscuros de nuestra vida social, á través de los siglos. De todos modos, abrió nuevos horizontes á la cultura intelectual del país, rompiendo aquella especie de[292] muralla de la China, que nos incomunicaba hasta con la misma Metrópoli; nos dió á conocer al mundo civilizado y nos dignificó ante sus ojos, relatando nuestros orígenes, las proezas de nuestros hombres extraordinarios y los episodios que enaltecen nuestra lealtad y adhesión á la nacionalidad española. Así pagó de modo espléndido la hospitalidad que le dieron los portorriqueños, quienes por su parte le recuerdan con gratitud. Si su obra tiene errores, disculpables son, dados el tiempo en que escribió, las escasas fuentes de qué dispuso y los limitados documentos que la informaron; lo cierto es que nunca los ardores de extraviado y mentido patriotismo ni las exageraciones de la animadversión, mancharon la pureza de su pluma; siempre la guiaron sentimientos justicieros y cristianos.
Nació en la ciudad de Ponce, en el mes de diciembre de 1862, y quedó huérfano de padre á los ocho meses. Era hijo único, y su buena madre doña Consuelo González concentró en él todo el afecto de que era capaz su gran corazón de esposa y de madre. Con una exaltación de cariño que traspasaba los límites de lo humano, consagró su vida entera y todas las potencias de su voluntad al cuidado, á la educación y al culto idolátrico de Federico. No tuvo desde entonces otra aspiración ni otra esperanza que la de formar con la esmeradísima educación que le proporcionaba, con el propio ejemplo de sus virtudes y con la sublimidad de su amor maternal, aquella inteligencia privilegiada y aquel corazón admirable de bondad, de generosidad y de dulzura que dieron tan alto relieve á la vida intelectual y moral de Federico Degetau.
Cursó en Ponce las primeras asignaturas de la instrucción primaria que continuó después en Barcelona, (España), á donde se trasladó en compañía de su madre, y allí obtuvo el título de Bachiller.
Á pesar de sus pocos años, Federico era ya entonces amigo de algunos hombres ilustres que por aquella época residían en la Ciudad Condal, como don Víctor Balaguer y el Doctor Letamendi, que admiraban el entusiasmo del estudiante portorriqueño, su bondad de corazón y su alteza de pensamiento.
Para ir conociendo varias regiones importantes de España, mientras ensanchaba el círculo de sus conocimientos, se[294] trasladó á Madrid, y cursó en la Universidad Central las primeras asignaturas de la Facultad de Derecho. Allí le siguió su madre amantísima, rodeándole de todos los medios propios para estimularle en el estudio, fortalecer su salud y aumentar en lo posible las bondades de su alma.
Al apreciar hoy la cultura exquisita, las grandes virtudes sociales, la noble inteligencia y los méritos extraordinarios de don Federico Degetau, no sería justo dejar en olvido el nombre de aquella madre meritísima, que supo reunir y fomentar en él tan relevantes virtudes.
En Madrid contrajo Federico amistad con muchos hombres de ingenio y ciencias, que le conservaron afecto y estimación durante toda su vida.
Además de sus estudios científicos cultivaba Degetau la literatura y la música. Llegó á tocar el violín con notable perfección; su madre era más que regular pianista, y organizaban en su casa unas veladas artísticas muy frecuentadas por los hombres de letras y por la élite social de la villa y corte.
Siendo aún estudiante de Leyes, reunió Federico en ocho días autógrafos y pensamientos de los más famosos personajes de la literatura, la cátedra, la política y las bellas artes, añadió algunos trabajos suyos y formó con ellos un interesante libro, con la venta del cual adquirió dinero suficiente para redimir á un estudiante compañero suyo, que había caído soldado y no tenía medios para pagar un sustituto. Este rasgo, que fué muy celebrado por profesores y estudiantes, y del que hizo merecidos elogios la prensa de Madrid, da una feliz idea de la nobleza de sentimientos de su autor.
Sus primeros ensayos oratorios los hizo en Madrid durante una huelga violentísima de estudiantes que allí se promovió. En los días en que la manifestación estudiantil adquiría caracteres de mayor vehemencia, llamaba la atención general un jovencito alto de cuerpo, aunque de semblante aniñado y[295] candoroso, de expresión simpática, de maneras distinguidas y de palabra elocuente, invocando á gritos los fueros del respeto público, los beneficios de la paz, y las ventajas de la razón serena sobre los actos de una violencia irreflexiva. Era Federico Degetau procurando calmar las demasías tumultarias de sus compañeros.
Poseía el don de gentes en alto grado, y gozaba de gran estimación entre sus profesores y amigos. El insigne Maestro de maestros, don Francisco Giner de los Ríos, le quería como á un buen hijo.
Antes de haber obtenido la Licenciatura de Derecho y cuando contaba apenas 19 años de edad, fué nombrado Presidente de la sección de ciencias morales y políticas de la Academia de Ciencias Antropológicas, de Madrid, y con este motivo hizo un viaje á París, para tratar con Victor Hugo acerca de la Liga internacional para la abolición de la pena de muerte. Fué también admitido por entonces en la Academia Española de Jurisprudencia y Legislación.
Estudió en la Universidad de Granada el tercer grado de Derecho (1885), el cuarto y quinto en las Universidades de Salamanca y Valladolid, respectivamente, y dos años después recibía la investidura de Abogado en la Universidad Central.
Sus aficiones dominantes le llevaban al estudio de las cuestiones morales: la instrucción pública, la educación moral y física, el bienestar del pueblo, la organización de las clases obreras, la protección del niño, la pureza de las costumbres, etc. El amor patrio le llevaba también á la lucha política; pero en ella rehuía los apasionamientos y los enconos. El odio no encontraba albergue en aquel corazón, que sólo tenía latidos generosos.
Mostró desde muy joven sus aficiones al cuento literario, y á este género pertenecen sus primeras producciones El fondo del algibe, El secreto de la domadora, ¡Qué Quijote! y Cuentos para el camino. Escribió después una novela de[296] costumbres, titulada Juventud, y deja inéditos dos libros más de cuentos para niños, á los cuales cuentos pertenece el que se inserta á continuación de estos apuntes.
Se interesó siempre por los progresos escolares, fué el primer propagador en España de los dones y juegos instructivos de Froebel, el famoso creador de los Jardines de la Infancia, y fué durante toda su vida un amante decidido de los progresos escolares.
Amaba á los niños, se deleitaba contemplando sus distracciones y sus juegos, intervenía en sus estudios y se interesaba vivamente por sus progresos mentales. Gustaba de proteger á los huérfanos infantiles, educándolos personalmente, y aplicando en esta labor sus especiales métodos pedagógicos. Algunos de los protegidos y dirigidos por él han llegado á ser hombres de ciencia y escritores de valer.
Poseía también en grado meritorio el amor á la patria portorriqueña, y trabajaba en Madrid activamente para dotarla de reformas liberales, valiéndose de la amistad que le profesaban hombres de gran influencia en el gobierno de Madrid.
Figuró siempre en los partidos republicanos españoles.
En el año 1887, cuando la reacción conservadora produjo aquí los lamentables sucesos á los que se dió el nombre de compontes, fundó y sostuvo con su peculio propio en Madrid un periódico titulado La isla de Puerto Rico, en el que hizo una vigorosa campaña contra el gobierno del general Palacio, y en compañía de Labra, Cortón y otros defensores de Puerto Rico, logró conjurar aquella lamentable crisis.
Al organizarse en Puerto Rico el gobierno autonómico, Federico Degetau fué electo diputado á Cortes, y actuó como tal en el Congreso hasta que ocurrió el cambio de soberanía de Puerto Rico. Entonces se trasladó definitivamente á esta isla, resuelto á seguir la suerte de su patria.
En 1901 fué electo Representante de Puerto Rico ante el Congreso de los Estados Unidos, cargo que desempeñó durante[297] cuatro años y en el que prestó servicios eminentes. Vuelto á su país, fué nombrado vocal de la Junta de Síndicos de la Universidad de Puerto Rico en organización. Encariñado con el proyecto de una Universidad Panamericana, hizo esfuerzos de propaganda aquí y en Washington para dotar á Puerto Rico de esta institución, y en un reciente viaje que hizo á Europa (1911 y 1912), adquirió unos 200 cuadros de pintores acreditados, antiguos y modernos, destinados á la pinacoteca de la futura Universidad. En este trabajo le auxilió un artista portorriqueño de mérito, don Adolfo Marín, que habitualmente residía en San Juan de Luz.
Regresó Federico de su citado viaje en los últimos meses del año 1912—algo quebrantado de salud, y, de resultas de una operación quirúrgica grave, falleció el día 20 de enero de 1914.
Era un hombre de gran bondad, de mucho talento, de trato agradabilísimo, escritor delicado y ameno, orador elocuente, patriota, generoso y sincero, legista competente, amigo cariñoso y leal, y un grande, noble y generoso corazón.
Deja, al morir, legados importantes para obras de cultura y de caridad.
(Á mi muy querido amigo Don José Loredo.)
Es hora de luchar contra el abandono físico y moral en nombre de sus víctimas inmediatas primero, y después en nombre de las generaciones, venideras, que tienen derecho á que les leguemos una herencia de salud, de robustez y de alegría y de buen humor, en vez de un amasijo de seres raquíticos, endebles y entecos de alma y cuerpo, última expresión de una raza que camina rápidamente á su degradación más completa.—Sela.
¿Dices, mi encantadora amiga, que soy un soñador? ¡Tienes razón! ¿Qué esto no me lo dices como un reproche? ¿Qué lejos de enojarte te agrada? Ya lo sé, y porque lo sé, me complace tanto referirte estas cosas. Escucha. Anoche he dormido poco, pero he soñado mucho. ¡He tenido un sueño de oro!
He soñado que mis cosas marchaban muy bien, que tenía mucho dinero. ¡Tener mucho dinero! ¿Y qué? Aquí viene lo mejor.
Soñé que estábamos en nuestra casita de... ¿Para qué escribir el nombre de aquel ideal pueblecillo situado junto al mar, engalanado por los encantos de una naturaleza espléndida y provisto de todos los atractivos y de todos los recursos de la civilización?
Soñé que había comprado el terreno del vecino, el solar donde se alzan las tres barracas, soñé que había encargado á Pepe, (ese arquitecto á quien yo quiero tanto y á quien cito siempre como un modelo de rectitud y de bondad), la construcción de un edificio que había sido ya terminado. Soñé que había llegado el momento de darte una sorpresa. ¡Y qué sorpresa!
Pero oye antes cómo se originó en mí ese sueño. Anoche volvía del Ateneo. Se había hablado allí acerca de la "educación física," se había hablado de las "termas" de los romanos, de los gimnasios antiguos y modernos, y de otra porción de cosas que no son del caso. Venían por la misma acera que yo
como dice Rafael en su comedia, y no entre ellos, como en la obra de mi amigo sino delante, iba un niño que, al pasar junto á mí, tropezó y cayó. Hice[300] un movimiento para ayudarle á levantarse, pero el rapazuelo se puso en pie de un salto antes de que tuviese tiempo de alcanzarlo, y echando de ver mi solicitud, con un mohín de su carucha pálida y ojerosa en la cual brillaban unos ojos tristones, me dijo:
—No ha sío na.
—¿Cuántos años tienes?—le pregunté.
—Doce,—me contestó.
Y haciendo un esfuerzo, como si se avergonzara de haberse caído, siguió adelante perdiéndose con sus padres calle arriba, en tanto que yo tomé por una travesía para llegar más pronto aquí.
Mi encuentro con ese niño me dejó una impresión penosa. Penosísima.
Doce años dijo que tenía y te aseguro que su cuerpo era el de un chico de seis. ¡Qué raquitismo tan horrible! Me parece que cuento sus costillas al través de la blusa. ¡Y qué torax! No había en él espacio para que se dilataran sus pulmones, ni hueco para que la combustión de la vida se realizara.
Y la idea de aquel niño me despertó la imagen de otro niño á quien tú y yo queremos mucho, y estos dos niños me llevaron á pensar en todos esos pobres pequeñuelos condenados á muerte por la escrófula, candidatos á la tuberculosis, plantas nuevas cuyas raíces no hallan tierra en donde arraigar en los adoquines y las losas que cubren el alcanta[301]rillado de estas grandes ciudades. Pajarillos encerrados en un infecto y obscuro rincón de sus altos edificios, sepultados allí cuando empiezan á vivir, sin otra expansión que el juego en la estrecha y húmeda calle donde arroja su hálito envenado la boca de la alcantarilla, sin tener nunca un poco de aire puro ni un rayo de sol.
Y la angustia que experimenté me llevó con la imaginación... ya sabes donde. Pensé en aquella atmósfera saturada de iodo y de bromo, que como sueles decir penetra hasta lo más hondo de los pulmones; en aquel cielo esplendoroso y radiante y con la rapidez misma con que me acudió la idea, adquirí, como te decía, el terreno del vecino, eché por tierra sus viejas barracas, construí el edificio, y mira tú ¡qué bien se ve cuando, se sueña! Te veía á mi lado en la coquetona charrette tirada por el fogoso Spark, nuestro brioso ponny; vestías un traje azul de cielo, como el que llevabas la tarde aquélla en que desde las obscuras rocas del faro veíamos las olas encrespadas y rugientes rompiéndose á nuestros pies en brillantes nubes de nítida espuma; te sentía á mi lado rozándome casi con el hombro el ala de tu sombrero de paja, palpitante el seno, y veía (con más claridad que ahora mismo que te estoy hablando) la mirada curiosa que me dirigías á través del velo blanco, y más distinta y más timbrada aún[302] que ahora mismo oía tu voz de notas cristalinas, que llegaba á mi oído una y otra vez, con las inflexiones dulces de una súplica, trayéndome estas palabras:—¿Para qué es ese edificio? ¡Dímelo! ¿No me ofreciste revelármelo cuando se terminara? ¿No está ya concluído?
—Mañana lo sabrás,—te repetía yo, gozando ya con la sorpresa que iba á proporcionarte al día siguiente.
¡Qué noche aquélla! La pasé en un segundo tal vez, y sin embargo, me pareció interminable. Llegó por fin la mañana, y á las doce salí solo en la charrette. En la playa me esperaban cinco ómnibus vacíos. ¡Y qué emocionado y absorto iba yo! Spark conocía bien el camino y él lo hacía todo. Dos ó tres veces hubieron de advertirme que evitase los coches que venían en dirección contraria.
Seguido de mis ómnibus llegué á la estación. Estaba seguro de que todo había de resultar admirablemente organizado. Para conseguirlo me había dirigido á los Doctores Tolosa y Salillas y á mis amigos del Museo Pedagógico.
Hendió el aire el agudo silbido de la locomotora, y al aproximarse el tren vi asomar por las ventanillas á los esperados huéspedes. Los Sres. Cossío y Rubio dirigían la expedición y los pequeños veraneantes, elegidos entre los niños pobres de las escuelas[303] de Madrid, llenaban media hora después el nuevo edificio, en el que iban á proveerse durante una temporada, de aire y de luz, de salud y de vida.
Tu padre se reía para disimular su emoción que las lágrimas traicionaban; tu hijo, al recibir aquella impresión que le revelaba un mundo desconocido para él, con las energías de la realidad entrándole por los ojos, estaba entre suspenso y emocionado, y tu corazón de madre latía con fuerza cuando te presenté á mis amigos, y, rodeado por los pequeños entramos en el nuevo edificio.
En el sencillo vestíbulo una Victoria griega escribía en su escudo de mármol el nombre bendecido de M. Brion, iniciador de las colonias escolares, y la fecha (13 y 14 de agosto de 1882) del Congreso Internacional de Zurich, el primero á que acudieron hombres ilustres de todos los pueblos cultos para ocuparse de los resultados físicos, morales y pedagógicos que estas excursiones ofrecen y de otros temas, referentes á las mismas y no menos interesantes ciertamente.
Después de almorzar fuímos todos al bosque de pinos, en uno de cuyos claros se organizó el juego. Los chicos acostumbrados al martirio del silencio en las escuelas y habituados á sentirse á cierta distancia del maestro, al hallarse allí libres de esas impuestas trabas, dirigidos pero no cohibidos, parecían[304] polluelos que, atados uno y otro día por fuertes ligaduras, se encontraran de pronto sueltos en medio de una pradera verde y lozana. Al principio sus movimientos eran torpes, todo les sorprendía, miraban con extrañeza á los maestros jugar con ellos y apenas acertaban á coger la pala ó la pelota. Pronto, sin embargo, se familiarizaron con aquella disciplina del espíritu que dejaba á sus cuerpecitos en libertad de fortalecerse y desarrollarse excitando su atención sobre el espectáculo hermoso de la naturaleza, la cual al sentirlos en su seno coloreaba suavemente sus mejillas, y devolvía poco á poco la vida y la animación á sus caruchas ajadas.
Al volver del bosque nos explicaba D. Manuel los tecnicismos de la hoja antropológica, en la cual constaban la filiación, los datos anatómicos, descriptivos y métricos, los datos fisiológicos y las anomalías de cada uno de los niños. Esta interesantísima suma de datos nos permitiría apreciar bien el resultado físico que aquel cambio de vida había de producir en ellos.
Me parecía oirle con la misma claridad con que te oía á tí decirme al separarnos.
—¡Qué clara, qué sencilla y qué hermosa es la ciencia!
¡Con cuánto interés seguimos al otro día la vida de los pequeños colonos!
Se levantaron á las seis de la mañana; después de atender á su aseo personal bajaron al comedor y se desayunaron cada uno con su copa de leche y sus ciento setenta y cinco gramos de pan. De nueve á diez, cada cual en su mesita escribía sus impresiones. ¡Qué relatos tan sencillos! ¡Qué espontaneidad tan simpática! No hablaban de memoria. Contaban lo que habían visto, repitiendo las mismas palabras muchísimas veces.
Primero escribían la fecha, número de kilómetros, descripción del camino, montañas principales, poblaciones importantes y edificios notables que veían desde el tren, naturaleza de los terrenos recorridos y otra porción de detalles en los cuales se adivinaba el índice extendido del profesor.
Luego venía el relato de la llegada. Casi todos los chicos hablaban de tí. El pequeñuelo de ojos azules, decía que eras "bonita como una muñeca grande, que le habías dado un beso á él y otros besos á los otros chicos; otro observó que llorabas al recibirlos "como madre cuando padre volvió de América"; otro que tenías "la mano color de rosa como el vestido y las uñas también color de rosa y redonditas y suaves." Hablaban luego de los pinos y del mar.
Por aquí iba en mis sueños cuando me llamaron esta mañana. Pero aun me parece tener delante[306] todas aquellas imágenes frescas y rientes de los niños de la Colonia escolar. Y al recuerdo de las horas dulcísimas que mi sueño me ha proporcionado, siento una emoción tan honda y tan viva, que no puedo menos de levantar los ojos á ese cielo nublado que se ve por encima de las tejas de enfrente y pedirte que bendigas conmigo al niño raquítico, con quien me encontré anoche al volver del Ateneo, cuya imagen ha despertado en mi alma ese sueño de oro.
F. Degetau y González.
Madrid, Junio 1892.
Contiene este libro noticias biográficas y muestras de trabajos correspondientes á treinta y un autores portorriqueños, elegidos por orden de antigüedad ó de fallecimiento, y que deben considerarse como los iniciadores del movimiento literario en esta isla. Hubo en épocas anteriores portorriqueños ilustrados, que se distinguieron en varias manifestaciones de la cultura intelectual, como Ramón Power, marino y orador político, que fué Vicepresidente de las famosas Cortes de Cádiz, en 1812; educadores como Tadeo de Rivero, Fray Ángel de la Concepción Vázquez, Rafael Cordero y el Maestro Huyke; oradores forenses como Eleuterio Jiménez, Juan H. Arbizu, José Ma. Pascasio de Escoriaza, y José Severo Quiñones; agitadores políticos y hombres de ciencia, como Betances; abolicionistas como Francisco Mariano Quiñones, y algunos oradores eclesiásticos que alcanzaron fama; pero la serie de autores propiamente dichos para el caso presente, creo que debe empezar por aquéllos que han escrito algún libro de mérito, ó dado á la estampa en cualquiera forma, obras notables que hayan influído más ó menos en la propagación permanente de ideas útiles ó en el desarrollo de la cultura pública.
M. F. J.
[1] Don Eduardo Neumann.—"Benefactores y hombres notables de Puerto Rico."
[2] Se les daba este nombre á las facultades ilimitadas que se concedían á los Gobernadores de Cuba y Puerto Rico, en la época colonial.
[3] Estos párrafos pertenecen á un estudio escrito en el año 1880.
[4] Nevado de Sorata.