Title: La Biblia en España, Tomo III (de 3)
Author: George Borrow
Translator: Manuel Azaña
Release date: April 8, 2016 [eBook #51689]
Language: Spanish
Credits: E-text prepared by Josep Cols Canals, Ramon Pajares Box, and the Online Distributed Proofreading Team (http://www.pgdp.net) from page images generously made available by Internet Archive/Canadian Libraries (https://archive.org/details/toronto)
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[p. 1]
COLECCIÓN GRANADA
VIAJES
BORROW: LA BIBLIA EN ESPAÑA
TRAD. DEL INGLÉS POR M. AZAÑA
[p. 3]
LA BIBLIA EN ESPAÑA
o viajes, aventuras y prisiones de un
inglés en su intento de difundir las
Escrituras por la Península
POR
J. Borrow
traducción directa del inglés
por Manuel Azaña
TOMO III
COLECCIÓN GRANADA
JIMÉNEZ-FRAUD, Editor.—MADRID
[p. 4]
ES PROPIEDAD
QUEDA HECHO EL DEPÓSITO QUE MARCA
LA LEY
Imprenta Clásica Española. Glorieta de Chamberí. Madrid.
[p. 5]
Páginas. | |
Capítulo xxxvi. — Estado de los asuntos en Madrid. — Nuevo Ministerio. — El Obispo de Roma. — El librero de Toledo. — Las espadas. — Las casas de Toledo. — La gitana abandonada. — Diligencias mías en Madrid. — Otro criado. | 13 |
Cap. xxxvii. — Euscarra. — El vascuence no es el irlandés. — Dialectos del sánscrito y del tártaro. — Una lengua de vocales. — La poesía popular. — Los bascos. — Sus caracteres. — Las mujeres bascas. | 26 |
Cap. xxxviii. — La prohibición. — El Evangelio, perseguido. — Inculpación de brujería. — Ofalia. | 38 |
Cap. xxxix. — Los dos Evangelios. — El alguacil. — La orden de prisión. — María la buena. — El arresto. — Me envían a la cárcel. — Reflexiones. — El recibimiento. — La celda en la cárcel. — Demanda de desagravios. | 45 |
[p. 6]Cap. xl. — Ofalia. — El juez. — Cárcel de la Corte. — El domingo en la cárcel. — Vestimenta de los ladrones. — Padre e hijo. — Un comportamiento característico. — El francés. — La ración carcelaria. — El valle de las sombras. — Castellano puro. — Balseiro. — La cueva. — La gloria del ladrón. | 63 |
Cap. xli. — María Díaz. — Reproches del clero. — Visita de Antonio. — Antonio en funciones. — Una escena. — Benedicto Mol. — Su peregrinación por España. — Los cuatro Evangelios. | 85 |
Cap. xlii. — Salida de la cárcel. — Las excusas. — El corazón humano. — La vuelta del griego. — La Iglesia romana. — La luz de la Escritura. — El arzobispo de Toledo. — Una entrevista. — Piedras preciosas. — Una resolución. — El lenguaje extranjero. — Despedida de Benedicto. — La caza del tesoro en Compostela. — Realidad y ficción. | 97 |
Cap. xliii. — Villaseca. — Una casa morisca. — La puchera. — Un cónclave de rústicos. — Ceremoniosa urbanidad. — La flor de España. — El puente de Azeca. — El castillo en ruinas. — Nos echamos al campo. — Demanda de Testamentos. — El labrador viejo. — El cura y el herrero. — La baratura de los Testamentos. | 116 |
Cap. xliv. — Aranjuez. — Una advertencia. — Aventura nocturna. — Nueva [p. 7]expedición. — Segovia. — Abades. — Curas facciosos. — López, en la cárcel. — Liberación de López. | 136 |
Cap. xlv. — Regreso a España. — Sevilla. — Un perseguidor encarnizado. — La profetisa manchega. — El sueño de Antonio. | 150 |
Cap. xlvi. — Se reanuda la obra de propaganda. — Aventura en Cobeña. — El poder del clero. — Autoridades rurales. — Fuente la Higuera. — El contratiempo de Victoriano. — La cárcel del pueblo. — La cuerda. — Un recado de Antonio. — Antonio, en misa. | 157 |
Cap. xlvii. — Término de nuestros trabajos rurales. — Alarma del clero. — Una nueva tentativa. — Triunfo en Madrid. — Duende o alguacil. — El bastón de mando. — El corregidor. — Una explicación. — El Papa en Inglaterra. — La exposición del Evangelio. — Obras de Lutero. | 171 |
Cap. xlviii. — Proyecto de viaje. — Una escena sangrienta. — El fraile. — Sevilla. — Bellezas de Sevilla. — Naranjos y flores. — Murillo. — El Angel de la guarda. — Dionysius. — Mis coadyuvantes. — Demanda de Biblias. | 186 |
Cap. xlix. — La casa solitaria. — La Dehesa. — Juan Crisóstomo. — Manuel. — La librería en Sevilla. — Dionisio y los curas. — Atenas y Roma. — Proselitismo. — Embargo de Testamentos. — Salida de Sevilla. | 201 |
[p. 8]Cap. l. — Noche en el Guadalquivir. — La luz del Evangelio. — Bonanza. — La playa de Sanlúcar. — Panorama andaluz. — Historia de una caja. — Cosas de los ingleses. — Los dos gitanos. — El cochero. — El gorro de dormir encarnado. — El vapor. — El idioma cristiano. | 216 |
Cap. li. — Cádiz. — Las fortificaciones. — El cónsul general. — Anécdota característica. — Un vapor catalán. — Trafalgar. — Alonso Guzmán. — Gebel Muza. — La fragata Orestes. — El león hostil. — Las obras del Creador. — Un lagarto del Peñón. — El gentío. — La reina de los mares. — Oración por mi país. | 234 |
Cap. lii. — Un hostelero jovial. — Los aspirantes a la gloria. — Un retrato. — Los Hamales. — Una excursión. — Labriego y soldado. — Las excavaciones. — Un tirón de la ropa. — Judas y su padre. — Peregrinación de Judas. — La barba frondosa. — Los falsos moros. — Judas y el hijo del Rey. — Vejez prematura. | 257 |
Cap. liii. — Marineros genoveses. — La cueva de San Miguel. — Un abismo tenebroso. — Un joven americano. — El propietario de esclavos. — El brujo. — Un incrédulo. | 281 |
Cap. liv. — Otra vez a bordo. — Un rostro sorprendente. — El Haji. — Nos damos a la vela. — Los dos judíos. — Un barco americano. — Tánger. — Adun Oulem. — La riña. — Lo prohibido. | 292 |
[p. 9]Cap. lv. — El muelle. — Los dos moros. — Djmah de Tánger. — La casa de Dios. — El cónsul británico. — Espectáculo curioso. — La casa mora. — Juana Correa. — Ave María. | 307 |
Cap. lvi. — El Mahasni. — Sin Samani. — El Bazar. — Santos moros. — ¡Mira la ayana! — La higuera chumba. — Sepulturas judías. — La mansión de los esqueletos. — El mozo de cuadra. — Los caballos de los musulmanes. — Dar-dwag. | 320 |
Cap. lvii. — Un trío singular. — El mulato. — La oferta de paz. — Moros de Granada. — Vive la Guadeloupe! — Los moros. — Pascual Fava. — La argelina ciega. — La retreta. | 338 |
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LA BIBLIA EN ESPAÑA
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Estado de los asuntos en Madrid. — Nuevo Ministerio. — El obispo de Roma. — El librero de Toledo. — Las espadas. — Las casas de Toledo. — La gitana abandonada. — Diligencias mías en Madrid. — Otro criado.
Durante mi viaje por las provincias del Norte de España, que ocupó una parte considerable del año 1837[1], sólo pude realizar una porción muy pequeña de lo que en un principio me había propuesto hacer. Los resultados de los trabajos del hombre son insignificantes comparados con los vastos designios que su presunción concibe; sin embargo, algo se había conseguido con mi reciente viaje. El Nuevo Testamento de Cristo se vendía ya tranquilamente en las principales ciudades del Norte, y contaba con el amigable concurso de los libreros de aquellas partes, especialmente con el del viejo Rey Romero, de Compostela, el más importante de todos. Además, había yo repartido[p. 14] con mis propias manos un número considerable de Testamentos entre individuos particulares, todos de las clases bajas, a saber: muleteros, carreteros, contrabandistas, etc.; de suerte que, en conjunto, tenía motivos bastantes de reconocimiento y gratitud.
Encontré nuestros asuntos en Madrid en situación nada próspera: en las librerías se habían vendido pocos ejemplares. ¿Qué otra cosa podía esperarse racionalmente en unos tiempos como los que acababan de pasar? Don Carlos había llegado a las puertas de la capital con un fuerte ejército; ante la amenaza del saqueo y de la degollina inminentes, la gente se preocupó más de poner en salvo vidas y haciendas que de leer ninguna clase de libros.
Pero el enemigo ya se había retirado a sus reductos de Alava y Guipúzcoa. Tuve, pues, esperanzas de que amaneciesen días mejores y de que la obra, bajo mi vigilancia, prosperaría, por la gracia de Dios, en la capital de España. El lector verá a continuación cuán lejos estuvieron los hechos de corresponder a mis deseos.
Durante mi viaje al Norte había sobrevenido un cambio total en el Ministerio. En lugar del partido liberal, arrojado del Gabinete, entró el partido moderado; por desgracia para mis planes, los nuevos ministros eran personas a quienes yo no conocía y sobre quienes mis antiguos amigos Istúriz y[p. 15] Galiano tenían poca o ninguna influencia. A estos señores se les dejó sistemáticamente aparte, y su carrera política pareció terminada para siempre.
Del nuevo Gobierno poco podía yo esperar: casi todos los hombres que lo formaban habían sido cortesanos o funcionarios del difunto rey Fernando, eran partidarios del absolutismo y no estaban en modo alguno dispuestos a hacer o permitir cosas que pudieran enojar a la Corte de Roma, a la que ansiaban tener contenta, esperando inducirla quizás a reconocer a la niña Isabel II, no como reina constitucional, sino como reina absoluta.
Ese partido se mantuvo en el poder durante lo restante de mi residencia en España, y me persiguió, menos por odio y maldad que por política. Sólo a la terminación de la guerra perdió su preponderancia y cayó con su protectora, la reina madre, ante la dictadura de Espartero.
El primer paso que di después de mi regreso, tocante a la difusión de las Escrituras, fué muy atrevido. Consistió ni más ni menos que en abrir una tienda para vender los Testamentos. La tienda estaba en una calle importante y animada: la calle del Príncipe, inmediata a la plaza de Cervantes. La amueblé muy bien con armarios de vidrieras y cornucopias, y puse al frente de ella a un gallego listo, de nombre Pepe Cal[p. 16]zado, que todas las semanas me daba cuenta fiel de los ejemplares vendidos.
Al día siguiente de abrir el establecimiento, estaba yo en la otra acera de la calle, apoyado de espaldas en la pared, cruzado de brazos, contemplando la tienda, en cuyos huecos se leía en grandes letras amarillas: Despacho de la Sociedad Bíblica y Extranjera, y, sumido en mi contemplación, pensaba: «¡Qué inesperadas mudanzas trae el tiempo! ¡Ocho meses he pasado de aquí para allá en esta vieja España, tan papista, repartiendo Testamentos como agente de una Sociedad que los papistas tienen por herética, y no me han lapidado ni quemado! Ahora, en la capital hago lo que a cualquiera le hubiera parecido causa bastante para que todos los difuntos inquisidores y familiares enterrados dentro de sus muros se alzaran de sus tumbas gritando: “¡Abominación!”, y nadie se mete conmigo. ¡Obispo de Roma! ¡Obispo de Roma! Ten cuidado. Pueden cerrarme la tienda; pero qué signo de los tiempos es el hecho de que la hayan dejado existir un solo día. Se me antoja, padre mío, que los días de tu preponderancia en España están contados, y que ya no te consentirán saquearla mucho tiempo, ni mofarte de ella, ni flagelarla con escorpiones, como en épocas pasadas. Veo ya la mano que escribe en el muro un: “¡Mene, Mene, Tekel, Upharsin! Ten cuidado, Batuschca”.»
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Dos horas permanecí apoyado en la pared, contemplando la tienda.
Poco tiempo después de abrir el Despacho en Madrid, monté de nuevo a caballo, y, seguido de Antonio, fuí a Toledo con propósito de difundir las Escrituras, para lo cual envié por delante con un arriero un cargamento de cien ejemplares. Sin tardanza busqué al principal librero de la ciudad, no sin temor de encontrarme con un carlista, o, al menos, con un servil, ya que en Toledo abundan tanto los canónigos, curas y frailes exclaustrados. Me llevé el chasco mayor de mi vida: al entrar en la tienda, espaciosa y cómoda, vi a un hombre atlético, vestido con una especie de uniforme de caballería, calado el morrión y un sable inmenso en la mano. Era el librero en persona, oficial de la Guardia nacional de caballería. Al saber quién era yo, me estrechó cordialmente la mano y dijo que con el mayor placer se haría cargo de los libros y procuraría difundirlos por todos los medios a su alcance.
—¿No incurrirá usted en el odio del clero si hace eso?
—¡Ca!—respondió—. ¿Quién los hace caso? Yo soy rico, y mi padre también lo fué. No dependo de ellos. Ya no pueden odiarme más de lo que me odian, porque no oculto mis opiniones. Ahora mismo acabo de regresar de una expedición de tres días con mis compañeros los nacionales; hemos[p. 18] estado persiguiendo a los facciosos y ladrones de estos contornos; hemos matado a tres y traemos varios prisioneros. ¿Quién hace caso de los curas pusilánimes? Yo soy liberal, don Jorge, y amigo de su compatriota Flinter. Le he ayudado a cazar muchos curas guerrilleros y frailes salteadores que andaban en la facción. He oído que le han nombrado capitán general de Toledo: me alegro; cuando llegue se van a ver aquí cosas buenas, don Jorge. Le aseguro a usted que al clero le apretaremos las clavijas.
Toledo fué antiguamente capital de España. Su población es ahora de unas quince mil almas, aunque en tiempo de los romanos y también durante la Edad Media llegó, según dicen, a doscientos o trescientos mil habitantes. Está situado a unas doce leguas al Oeste de Madrid, y se alza sobre un cerro de granito que el Tajo rodea en todo su perímetro, salvo por el Norte. Encierra todavía muchos edificios notables, a pesar de que se halla en decadencia hace mucho tiempo. Su catedral, la más espléndida de España, es Sede del Primado. En la torre de esta catedral se encuentra la famosa campana de Toledo, la mayor del mundo, con excepción de la monstruosa campana de Moscou, que también he visto. Pesa 1.543 arrobas; su sonido es desagradable, porque está rajada. Toledo podía jactarse en otro tiempo de poseer los mejores cuadros de España; pero[p. 19] durante la guerra de la Independencia los franceses robaron o destruyeron muchos, y todavía más se han sacado por orden del Gobierno. El más notable de todos, acaso, aún se encuentra allí: aludo al que representa el entierro del conde de Orgaz, la obra maestra de Doménico, el griego, genio extraordinario, algunas de cuyas obras poseen méritos de altísima calidad. El cuadro a que me refiero está en la pequeña iglesia parroquial de Santo Tomé, al fondo de la nave, a la izquierda del altar. Si pudiera comprarse, creo que en cinco mil libras sería barato.
Entre las muchas cosas notables que se ofrecen en Toledo a la curiosa mirada del observador, se halla la fábrica de armas, donde se elaboran espadas, lanzas y otras armas destinadas al Ejército, con excepción de las de fuego, traídas del extranjero casi todas.
Es bien sabido que antiguamente las hojas de Toledo eran muy estimadas y se hacía gran comercio de ellas en toda la cristiandad. La fábrica actual es un hermoso edificio moderno, situado extramuros de la ciudad, en una planicie contigua al río, con el que se comunica por un pequeño canal. Dicen que el buen temple de las espadas se debe principalmente al agua y a la arena del Tajo. Pregunté a varios maestros de la fábrica si hoy en día sabían hacer armas tan buenas como las antiguas y si el secreto de la fabricación se había perdido.
[p. 20]
—¡Ca!—me respondieron—. Las espadas de Toledo no han sido nunca tan buenas como las que hacemos ahora. Es muy ridículo que los extranjeros vengan a comprar aquí espadas viejas, pura morralla casi todas, no fabricadas en Toledo, por las que pagan grandes sumas, y, en cambio, les costaría trabajo dar dos duros por esta joya, hecha ayer mismo.
Al decir esto, pusieron en mi mano una espada del tamaño ordinario.
—Su merced—dijeron—parece que tiene buen brazo; pruebe el temple de esta espada contra ese muro de piedra. Tire una estocada a fondo y no tema.
Tengo, en efecto, un brazo vigoroso: con toda mi fuerza ataqué de punta contra el sólido granito; la violencia del golpe fué tal, que el brazo se me quedó insensible hasta el hombro durante una semana, pero la espada no se embotó ni sufrió lo más mínimo.
—Mejor espada que ésta—dijo un obrero antiguo, natural de Castilla la Vieja—no la ha habido para matar moros en la Sagra.
Durante mi estancia en Toledo me alojé en la Posada de los Caballeros, nombre muy merecido en cierto modo, porque existen muchos palacios menos suntuosos que esa posada. Al hablar así, no vaya a suponerse que me refiero al lujo del mobiliario o a la exquisitez y excelencia de su cocina. Las[p. 21] habitaciones estaban tan mal provistas como las de todas las posadas españolas en general, y la comida, aunque buena en su género, era vulgar y casera; pero he visto pocos edificios tan imponentes. Era de inmenso grandor, compuesto de varios pisos, de traza algo semejante a la de las casas moras, con un patio cuadrangular en el centro y un aljibe inmenso debajo, para recoger el agua llovida. Todas las casas de Toledo tienen aljibes parecidos, adonde, en la estación lluviosa, van a parar las aguas de los tejados por unas canales. Esta es la única agua que se emplea para beber; la del Tajo, considerada como insalubre, sólo se usa para la limpieza, y la suben por las empinadas y angostas calles en cántaros de barro a lomo de unos pollinos. Como la ciudad está en una montaña de granito, no tiene fuentes. En cuanto al agua llovida, después de sedimentarse en los aljibes, es muy gustosa y potable; los aljibes se limpian dos veces al año. Durante el verano, muy riguroso en esta parte de España, las familias pasan casi todo el día en los patios, cubiertos con un toldo de lienzo; el calor de la atmósfera se templa por la frialdad que sube de los aljibes, que responden al mismo propósito que las fuentes en las provincias meridionales de España.
Estuve próximamente una semana en Toledo; en ese tiempo se vendieron algunos[p. 22] ejemplares del Testamento en la tienda de mi amigo el librero. Algunos curas tomaron el libro del mostrador donde se encontraba y lo examinaron, pero sin decir nada; ninguno lo compró. Mi amigo me enseñó su casa; casi todas las habitaciones estaban forradas de libros desde el suelo hasta el techo; y muchos de ellos eran de gran valor. Díjome que su colección de libros antiguos de literatura española era la mejor del reino. Estaba, empero, menos orgulloso de su librería que de su caballeriza; y como advirtiera que yo entendía algo de caballos, su estimación y su respeto hacia mí crecieron por modo considerable.
—Todo lo que tengo—decía—está a la disposición de usted; veo que es usted un hombre de los que a mí me gustan. Cuando quiera usted dar un paseo a caballo por la Sagra, no tiene usted más que avisar a mi criado y le ensillará el famoso cordobés entero que compré en Aranjuez al deshacerse la yeguada real. Sólo a otro hombre le dejaría yo el caballo, y ese hombre es Flinter.
En Toledo encontré a una gitana abandonada, con un hijo de unos catorce años de edad; no era toledana; había ido allí desde la Mancha en pos de su marido, preso bajo la inculpación de robo de caballerías; el delito se le probó, y de allí a pocos días iba a salir para Málaga con una cadena de galeotes. El preso carecía en absoluto de dinero,[p. 23] y su mujer recorría las calles de Toledo diciendo la buenaventura para ganar unos pocos cuartos con que ayudar al marido en la cárcel. Me dijo que se proponía seguirle a Málaga, donde esperaba poder proporcionarle medios de fuga. ¡Qué ejemplo de amor conyugal! Por añadidura, el amor estaba todo en un lado solo de esa pareja, como ocurre con frecuencia. Su marido era un tunante despreciable, que la había abandonado marchándose a Madrid, donde vivió en concubinato con Aurora, criminal notoria, por cuyas instigaciones cometió el robo que ahora tenía que expiar.
—Y si tu marido logra escaparse en Málaga, ¿adónde va a ir?
—Al chim de los Corahai, hijo mío; a la tierra de los moros, a ser soldado del rey moro.
—¿Y qué va a ser de ti?—pregunté—. ¿Crees que te llevará consigo?
—Me dejará en la costa, hijo mío, y en cuanto haya cruzado la pawnee[2] negra, me olvidará, no pensará más en mí.
—¿Por qué te tomas tantos trabajos por él, sabiendo lo ingrato que es?
—¿No soy su romi, hijo mío, y no estoy obligada por la ley de los Calés a asistirle hasta lo último? Si al cabo de cien años volviera de la tierra de los Corahai y me en[p. 24]contrase viva, y me dijese: «Tengo hambre, mujercita; vé a robar o a decir bají», iría sin falta, porque es el rom y yo la romi.
Al regresar a Madrid encontré abierto todavía el despacho. Se habían vendido algunos Testamentos, aunque en cantidad nada considerable. La obra luchaba con grandes inconvenientes para su difusión, por la ilimitada ignorancia de la gente respecto de su tenor y contenido. No era, pues, maravilla que despertase poco interés. Para llamar la atención del público sobre el despacho, imprimí tres mil carteles en papel amarillo, azul y carmesí, y los pegué por las esquinas, y además inserté en los periódicos una información relativa al caso; el resultado fué que en muy poco tiempo apenas hubo alguien en Madrid que no conociera la existencia de la tienda y del libro. En Londres y París, estas diligencias habrían asegurado, probablemente, la venta de la edición entera del Nuevo Testamento en pocos días. En Madrid, el resultado no fué tan lisonjero; al cabo de un mes de estar abierta la tienda, sólo se había vendido un centenar de ejemplares.
Este proceder mío no podía por menos de producir gran sensación: los curas y sus secuaces rebosaban de enconada furia, que durante cierto tiempo tuvieron por conveniente manifestar sólo con palabras; estaban en la creencia de que el embajador y el Go[p. 25]bierno británicos me protegían; pero su malignidad hacía temer cualquier ataque, por atroz que fuese; y si la comparación no fuese inadecuada a mí, gusano el más insignificante de la Tierra, diría que, como Pablo en Éfeso, estaba luchando con fieras salvajes.
El último día del año 1837, mi criado Antonio me dijo así:
—Mon maître, no tengo más remedio que dejarle a usted por una temporada. Desde que volvimos de nuestro viaje estoy descontento de la casa, de los muebles y de doña Mariquita. Por tanto, me he ajustado de cocinero en casa del conde de..., donde ganaré al mes cuatro duros menos de lo que su merced me da. Me gusta la variedad, aunque sea para perder. Adieu, mon maître; deseo que encuentre usted un criado tan bueno como se le merece. Sin embargo, si necesitara usted alguna vez con urgencia de mes soins, llámeme sin vacilar, y en el acto me despediré de mi nuevo amo, si todavía estoy con él, e iré a buscarle a usted.
Así me vi privado de los servicios de Antonio por cierto tiempo. Estuve unos cuantos días sin criado, al cabo de los cuales ajusté a cierto cántabro o vasco, natural de Hernani, en Guipúzcoa, que me habían recomendado mucho.
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Euscarra. — El vascuence no es el irlandés. — Dialectos del sánscrito y del tártaro. — Una lengua de vocales. — La poesía popular. — Los bascos. — Sus caracteres. — Las mujeres bascas.
Entramos ahora en el año 1838, acaso el más fecundo en acontecimientos de cuantos pasé en España. El despacho continuaba todavía abierto, con ligero incremento en la venta. Como tenía entonces pocas cosas importantes que hacer, di a la estampa dos obras, en cuya preparación llevaba trabajando ya algún tiempo. Estas obras eran las traducciones del Evangelio de San Lucas al vascuence y al caló.
Poco tengo que decir respecto de la traducción del Evangelio al gitano, porque ya he hablado de esto en otra obra[3]: lo traduje, así como la mayor parte del Nuevo Testamento, durante mi dilatada convivencia con los gitanos españoles. Respecto al Lucas en vascuence, no estará de más ha[p. 27]blar con algún detenimiento, y aprovechar la ocasión que se me ofrece para decir unas palabras acerca del idioma en que está escrito y del pueblo a quien iba destinado.
El Euscarra: tal es el nombre peculiar de un habla o idioma que se supone prevaleció por toda España en otro tiempo, pero confinado ahora a ciertas comarcas de ambas vertientes de los Pirineos, bañadas por las aguas del golfo de Cantabria o bahía de Vizcaya. A este idioma se le llama comúnmente el basco o el bizcaíno, palabras que son meras modificaciones del vocablo Euscarra, al que se ha antepuesto la consonante B por razón de eufonía. Acerca de esta lengua se han dicho muchas cosas vagas, erróneas o hipotéticas. Los bascos afirman que no sólo fué la lengua primitiva de España, sino de todo el mundo, y que de ella proceden todas las demás; pero los bascos son gente muy ignorante y no saben nada de filosofía del lenguaje. Por tanto, muy poca importancia se puede conceder a sus opiniones sobre el asunto. Algunos de ellos, sin embargo, que se jactan de poseer cierta instrucción, sostienen que el basco es ni más ni menos que un dialecto del fenicio, y que los bascos descienden de una colonia fenicia establecida al pie de los Pirineos en edad remota. De esta teoría, o más bien conjetura, no apoyada por la más ligera prueba, no hay para qué ocuparse con de[p. 28]tención, limitándonos a observar que si, como muchos verdaderos sabios lo han supuesto y casi demostrado, el fenicio es un dialecto del hebreo o está emparentado estrechamente con él, sería tan poco razonable suponer que el basco se deriva del fenicio como que la lengua del Kanschatka o el iroqués son dialectos del griego y del latín.
Existe, sin embargo, otra opinión con respecto al basco que merece más detenido examen, por la circunstancia de hallarse muy extendida entre los literati de varios países de Europa, muy especialmente en Inglaterra. Aludo al origen céltico de esta lengua, y a su estrecha conexión con el más cultivado de todos los dialectos celtas: el irlandés. Gente que presume de conocer bien el asunto ha llegado a afirmar que existe tan poca diferencia entre las lenguas basca e irlandesa, que los individuos de ambas naciones no encuentran dificultad para entenderse entre sí, sin otro medio de comunicación que sus idiomas respectivos; en una palabra, que apenas si hay más diferencia entre el irlandés y el basco que entre el basco francés y el basco español. Tal semejanza, por mucho que se haya insistido en ella, no existe en la realidad; quizás en toda Europa sería difícil encontrar dos lenguas con menos puntos de semejanza que el basco y el irlandés.
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El irlandés, como la mayoría de los demás idiomas europeos, es un dialecto del sánscrito, idioma remoto, como puede suponerse; el apartado rincón del mundo occidental en que aquel idioma se conserva es el más distante del lugar en que nació el idioma originario. Mas no por eso deja de ser un dialecto de aquella venerable y primitiva habla, aunque no se parezca a ella ciertamente tanto como el inglés, el danés y las lenguas pertenecientes a la llamada familia gótica, y mucho menos que las de la esclavonia, porque a medida que se avanza hacia el Este, la asimilación de las lenguas al tronco paterno es más clara y perceptible; pero dialecto del sánscrito, repito, concordes en la estructura, en la disposición de las palabras, y en muchos casos en las palabras mismas, en las que, a pesar de sus modificaciones, se reconoce todavía los vocablos sánscritos. Pero ¿qué es el basco y a qué familia pertenece?
Todos los dialectos hablados actualmente en Europa proceden de dos grandes lenguas asiáticas, que si ya no se hablan, existen en libros y son además las lenguas de dos de las principales religiones de Oriente. Aludo al tibetano y al sánscrito, las lenguas sagradas de los secuaces de Budha y de Bramah. Estas lenguas, aunque poseen muchas voces comunes, lo que puede explicarse por su estrecha proximidad, son real[p. 30]mente distintas, dadas las grandes diferencias de su estructura. No tengo tiempo ni deseo de explicar aquí en qué consisten esas diferencias; baste decir que los dialectos célticos, góticos y esclavones de Europa pertenecen a la familia sánscrita, así como en el Este el persa, y en menor grado el árabe, el hebreo, etc.[4], mientras que a la familia tibetana o tártara pertenecen en Asia el mandchú y el mongol, el calmuco y el turco del mar Caspio, y en Europa el húngaro y el basco parcialmente.
Esta última lengua es, en verdad, una singular anomalía; tanto, que en general es menos difícil decir lo que no es que lo que es. Abundan en ella los vocablos del sánscrito, y cubren su superficie. Sería erróneo, sin embargo, considerar esta lengua como un dialecto sánscrito, porque en la ordenación de las palabras prepondera decididamente la forma tártara. También se encuentran en el basco palabras tártaras en cantidad notable, aunque no tantas como las derivadas del sánscrito. De estas raíces tártaras me limitaré al presente a citar una sola, aunque si fuese necesario podría aducirlas a cente[p. 31]nares. Esta palabra es Jauna o Khauna, de uso constante entre los bascos, y que es el Khan de los Mongoles y Mandchúes, con la misma significación: Señor.
Después de estudiar detenidamente el asunto en todos sus aspectos y de pesar lo que en pro y en contra se alega de cada lado, me inclino a incluir el basco entre los dialectos tártaros más bien que entre los del sánscrito. Todo el que tenga ocasión de comparar la elocución de los bascos y de los tártaros, llegará con sólo eso, aunque no los entienda, a la conclusión de que sus lenguas respectivas se han formado con arreglo a iguales principios. En ambas se suceden períodos interminables al parecer, durante los que la voz sube gradualmente y luego desciende del mismo modo.
He hablado del sorprendente número de vocablos del sánscrito contenidos en la lengua basca, de los que se encontrará un ejemplo más abajo. Es muy de notar que en la mayor parte de los derivados del sánscrito, el basco ha dejado caer la consonante inicial, de suerte que la palabra comienza por una vocal.
El basco puede, en verdad, llamarse una lengua de vocales, porque el número de consonantes empleadas es relativamente corto; acaso de cada diez palabras, ocho empiezan y terminan por vocal, y a esto se debe que el basco sea una lengua extrema[p. 32]damente suave y melodiosa, muy superior en este respecto a cualquier otro idioma de Europa, sin excluir el italiano. Véanse a continuación algunos ejemplos de palabras bascas parangonadas con las raíces sánscritas.
Basco. | Sánscrito. | |
---|---|---|
Ardoa. | Sandhana. | Vino. |
Arratsa. | Ratri. | Noche. |
Beguia. | Akshi. | Ojo. |
Choria. | Chiria. | Pájaro. |
Chacurra. | Cucura. | Perro. |
Erreguiña. | Rani. | Reina. |
Ycusi. | Iksha. | Ver. |
Iru. | Treya. | Tres. |
Jan (Khan). | Khana. | Comer. |
Uria. | Puri. | Ciudad. |
Urruti. | Dura. | Lejos. |
En esta lengua publiqué el Evangelio de San Lucas, en Madrid. Adquirí la traducción hecha por un médico basco llamado Oteiza[5]. Antes de enviarla a la imprenta, guardé la traducción en mi poder cerca de dos años, y durante ese tiempo, y sobre todo en mis viajes, no perdí ocasión de someterla a examen de las personas que pasaban por entendidas en Euscarra. No me[p. 33] satisfacía por completo la traducción, pero inútilmente busqué otra mejor.
Había yo adquirido, siendo muchacho, algunas ligeras nociones de Euscarra, tal como se usa en los libros. Esas nociones las aumenté considerablemente durante mi residencia en España, y gracias a mis relaciones con algunos bascos llegué a entender, hasta cierto punto, su idioma hablado, y aún lo hablé yo también, pero siempre con gran inseguridad; porque para hablar el vascuence, siquiera regularmente, es necesario haber vivido en el país desde muy niño. Tan grandes son las dificultades que presenta y tanto se diferencia de las demás lenguas, que es muy raro encontrar un forastero capaz de hablarlo un poco; los españoles consideran tan formidables esos obstáculos, que, según un proverbio suyo, Satanás vivió siete años en Vizcaya, y tuvo que marcharse porque ni podía entender a los vizcaínos ni le entendían.
Hay muy pocos alicientes para el estudio de esta lengua. En primer lugar, su adquisición es completamente innecesaria, aun para los que residen en el territorio donde se habla, porque la generalidad entiende el español en las provincias bascas pertenecientes a España, y el francés en las que pertenecen a Francia.
En segundo lugar, ninguno de sus dialectos posee una literatura propia que re[p. 34]compense el trabajo de aprenderlo. Existen algunos libros en basco francés y en basco español, pero son exclusivamente libros de devoción papista, y en su mayoría traducciones.
Se preguntará quizás al llegar aquí si los bascos no poseen una poesía popular, como casi todas las naciones, por pequeñas e insignificantes que sean. No están faltos, en verdad, de canciones, baladas y coplas, pero de carácter tal, que no puede llamárseles poesía. He puesto por escrito, al oírlas recitar, una considerable porción de lo que llaman su poesía; pero el único ejemplo de versos tolerables que encontré es la siguiente copla, que, después de todo, no merece excesivos elogios:
Ichasoa urac aundi,
Estu ondoric agueri—
Pasaco ninsaqueni andic
Maitea icustea gatic.
que significa: Las aguas del mar son vastas, e invisible su seno, pero yo las cruzaré para ir al encuentro de mi amor.
Los bascos son un pueblo cantor más que poeta. A pesar de la facilidad que su idioma presenta para la composición de versos, no han producido nunca un poeta con la más leve pretensión de nombradía; pero tienen muy buenas voces y son excelentes en la composición musical. En opinión de cierto[p. 35] autor, el Abbé d’Iharce[6], que ha escrito acerca de ellos, el nombre de Cantabri, que los romanos les dieron, se deriva de Khantor-ber, que significa suaves cantores. Poseen mucha música original, alguna extremadamente antigua, según dicen. De esta música se han publicado algunos trozos en Donostian (San Sebastián), en el año 1826, editados por un tal Juan Ignacio Iztueta[7]. Consisten en unas marchas rudas y emocionantes, a cuyos sones créese que los bascos antiguos tenían la costumbre de bajar de sus montañas para pelear con los romanos y después con los moros. Al escucharlas llega uno con facilidad a creerse en presencia de un combate encarnizado. Oye uno las resonantes cargas de la caballería, el ludir de las espadas y el rebote de los cuerpos por los barrancos abajo.
Esta música va acompañada de palabras, pero qué palabras. ¡No puede imaginarse nada más estúpido, más trivial, más despro[p. 36]visto de interés! Lejos de ser marcial, la letra refiere incidentes cotidianos, sin conexión alguna con la música. Las palabras son evidentemente de fecha moderna.
En lo físico, los bascos son de estatura regular, ágiles y atléticos. En general, tienen bellas facciones y hermosa tez, y se parecen no poco a ciertas tribus tártaras del Cáucaso. Su bravura es indiscutible, y pasan por ser los mejores soldados con que cuenta la corona de España: hecho que en gran parte corrobora la suposición de que son de origen tártaro, la raza más belicosa de todas, y la que ha producido los más famosos conquistadores. Son los bascos gente fiel y honrada, capaz de adhesión desinteresada; bondadosos y hospitalarios con los forasteros; puntos todos que están muy lejos de diferir del carácter tártaro. Pero son un tanto lerdos, y su capacidad no es ni con mucho de primer orden, en lo cual se parecen también a los tártaros.
No hay en la tierra pueblo más orgulloso que los bascos; pero el suyo es una especie de orgullo republicano. Carecen de clase aristocrática; ninguno reconoce a otro por superior. El carretero más pobre tiene tanto orgullo como el gobernador de Tolosa.
«Tiene más poder que yo, pero no mejor sangre; andando el tiempo, acaso sea yo también gobernador». Aborrecen el servicio doméstico, a lo menos fuera de su país na[p. 37]tal, y aunque las circunstancias les obligan con frecuencia a buscar amo, es muy raro que ocupen un puesto de escaleras abajo: son mayordomos, secretarios, tenedores de libros, etc. Cierto que, por mi buena suerte, encontré un criado basco, pero siempre me trató más como a un igual que como a un amo: se sentaba delante de mí, me daba su opinión sin pedírsela y entraba en conversación conmigo en todo momento y ocasión. Me guardé muy bien de refrenarle, porque entonces se hubiera despedido, y en mi vida he visto una criatura más fiel. Su destino fué muy triste, como se verá más adelante.
Al decir que los bascos aborrecen la servidumbre, y que es muy raro encontrarlos de criados con los españoles, me refiero sólo a los varones; las hembras, por el contrario, no oponen reparos a entrar de criadas. Los bascos no miran, ciertamente, a las mujeres con la estimación debida, y las consideran aptas para poco más que para llenar empleos bajos, lo mismo que en Oriente, donde se las considera como siervas y esclavas. El carácter de las vascongadas difiere mucho del de los hombres. Son muy despiertas y agudas, y tienen, en general, más talento. Son famosas cocineras, y en casi todas las casas importantes de Madrid una vizcaína ejerce el supremo empleo en el departamento culinario.
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La prohibición. — El Evangelio, perseguido. — Inculpación de brujería. — Ofalia.
A mediados de Enero, mis enemigos me dieron una carga, prohibiéndome, de modo terminante, en virtud de orden dictada por el gobernador de Madrid, que siguiera vendiendo Testamentos. No me cogió de susto la medida, porque desde algún tiempo antes esperaba yo algo parecido, en razón de las ideas políticas profesadas por los ministros. Fuí, sin dilación, a visitar a Sir George Villiers, informándole de lo sucedido. Me prometió hacer cuanto pudiese para obtener la revocación de la orden. Por desgracia, no tenía entonces gran influencia, porque se había opuesto con todas sus fuerzas al advenimiento del Ministerio moderado, y al nombramiento de Ofalia para la presidencia del Gabinete. Sin embargo, no perdí ni un momento la confianza en el Todopoderoso, en cuyo servicio estaba yo ocupado.
Antes de ese tropiezo las cosas marchaban muy bien. La demanda de Testamentos[p. 39] aumentaba por modo considerable; tanto, que el clero se alarmó, y ese paso fué la consecuencia. Pero habían primero intentado dar otro, muy propio suyo: pretendieron dominarme por el miedo. Uno de los rufianes de Madrid, llamados Manolos, me salió al paso una noche en una calle obscura, y me dijo que si continuaba vendiendo mis «libros judíos», me «enhebraría un cuchillo en el corazón»; yo le contesté que se fuese a su casa, rezase unas oraciones, y dijera a los que le enviaban que me daban mucha lástima; con lo cual se fué, soltando un juramento. Pocos días más tarde recibí orden de enviar dos ejemplares del Testamento a las oficinas del gobernador, y así lo hice; menos de veinticuatro horas después llegó un alguacil a la tienda, y me notificó la prohibición de seguir vendiendo la obra.
Una circunstancia me regocijó. Por raro que parezca, las autoridades no tomaron medida alguna para cerrarme el despacho, y la prohibición sólo se refería a la venta del Nuevo Testamento; como faltaba poco para que el Evangelio de San Lucas, en caló y en vascuence, estuviese listo para la venta, esperé sostener las cosas, aunque en menor escala, hasta que vinieran mejores tiempos.
Me aconsejaron que borrase del escaparate de la tienda las palabras «Despacho de la Sociedad Bíblica británica y extranjera». Me negué a ello. El letrero había llamado mu[p. 40]cho la atención, como yo me proponía. Si hubiera intentado llevar este asunto bajo cuerda, apenas habría llegado a vender en Madrid, hasta la fecha de que voy hablando, treinta ejemplares, en lugar de casi trescientos que tenía vendidos. Quien no me conozca se inclinará a llamarme temerario; pero estoy muy lejos de serlo, y nunca adopto un camino aventurado mientras me quede abierto alguno que no lo sea. Sin embargo, yo no soy hombre que se asuste del peligro, cuando veo que no hay más remedio que arrostrarlo para conseguir un propósito.
Los libreros se negaban a vender mi libro; me vi compelido a establecer por mi cuenta una tienda. En Madrid cada tienda tiene su nombre. ¿Cuál podía yo dar a la mía, sino el verdadero? No me avergonzaba de mi causa ni de mi bandera. La enarbolé, y luché a su sombra, no sin buen éxito.
Entretanto, el partido clerical en Madrid no perdonaba esfuerzo para difamarme. En una publicación suya, llamada El amigo de la religión cristiana, apareció un ataque estúpido, pero furioso, contra mí, al cual traté con el desprecio merecido. No satisfechos con eso, intentaron concitar al pueblo en contra mía, diciendo que yo era brujo, compañero de gitanos y hechiceras; y así me llamaban sus agentes cuando me encontraban en la calle. No tengo por qué negar que[p. 41] yo era amigo de gitanos y de adivinos. ¿Iba a avergonzarme de su compañía, cuando mi Maestro se trataba con publicanos y ladrones? Con frecuencia recibía visitas de gitanos: los adoctrinaba, y les leía trozos del Evangelio en su propia lengua; cuando estaban hambrientos y extenuados les daba de comer y de beber. Esto pudo tenerse por brujería en España, pero abrigo la esperanza de que en Inglaterra lo apreciarán de otro modo; y si hubiese yo perecido por entonces, creo que no hubiera faltado alguien dispuesto a reconocer que mi vida no había sido por completo inútil (siempre como instrumento del Altísimo), ya que logré traducir uno de los más valiosos libros de Dios a la lengua de sus criaturas más degradadas.
Entré en negociaciones con el Gobierno para obtener el permiso de vender en Madrid el Nuevo Testamento, y anular la prohibición. Encontré oposición muy grande, que no pude vencer. Varios obispos ultrapapistas, residentes por entonces en Madrid, habían denunciado la Biblia, a la Sociedad Bíblica y a mí. Pero no obstante sus concertados y poderosos esfuerzos, no pudieron conseguir su propósito principal, o sea mi expulsión de Madrid y de España. El conde Ofalia, aunque toleró ser instrumento, hasta cierto punto, de aquellas gentes, no dejó que le empujaran tan lejos. No encuentro[p. 42] palabras bastante enérgicas para hacer justicia al celo y al interés que en todo este asunto desplegó Sir Jorge Villiers en pro de la causa del Testamento. Celebró varias entrevistas con Ofalia sobre esta cuestión, y en ellas le significó su juicio acerca de la injusticia y tiranía con que en aquel caso había sido tratado su compatriota.
Tales quejas hicieron impresión en Ofalia, y más de una vez prometió hacer cuanto pudiese para complacer a Sir Jorge; pero luego los obispos le asediaban, y, poniendo en juego sus temores políticos, ya que no los religiosos, le impedían proceder en el asunto con justicia y honradez. Por indicación de Sir Jorge Villiers, tracé una breve memoria explicando lo que es la Sociedad Bíblica y sus propósitos, en especial los tocantes a España; Sir Jorge entregó personalmente esa memoria al conde. No cansaré al lector insertándola aquí, contentándome con observar que no intenté adular ni halagar, y me expresé con franqueza y honradez, como debe hacer un cristiano. Ofalia, al leer mi escrito, exclamó: «¡Lástima que esta Sociedad sea protestante, y que no sean católicos todos sus miembros!»
Pocos días después me envió un recado con un amigo, pidiéndome, cosa que me asombró, un ejemplar del Evangelio en gitano. Permítaseme decir aquí que la fama de este libro, aunque no publicado todavía, se[p. 43] había esparcido por Madrid como fuego por reguero de pólvora, y todo el mundo ansiaba tener un ejemplar; varios grandes de España me enviaron recado con la misma pretensión, pero no les atendí. Al instante resolví aprovechar la coyuntura que me ofrecía el conde de Ofalia y me dispuse a visitarle en persona. Mandé encuadernar lujosamente un ejemplar del Evangelio, y, encaminándome a Palacio, obtuve audiencia en el acto. Era un hombre diminuto, mustio, entre los cincuenta y los sesenta años de edad, con dientes y pelo postizos, pero de muy corteses maneras. Me recibió con gran afabilidad y me dió las gracias por el regalo; pero cuando le hablé del Nuevo Testamento, me dijo que el asunto estaba rodeado de dificultades, y que la gran masa del clero se había puesto en mi contra; me exhortó a que tuviera paciencia y calma, y en tal caso dijo que trataría de buscar el modo de complacerme. Entre otras cosas, me dijo que los obispos odiaban a un sectario más que a un ateo. Contesté que, como los antiguos fariseos, se cuidaban más del oro del templo que del templo mismo. Durante toda la entrevista dió evidentes señales de un gran temor, y continuamente miraba detrás y alrededor de sí, como si temiera que alguien le escuchase; esto me hizo recordar el dicho de un amigo, según el cual, si hay algo de verdad en la metempsícosis, el alma[p. 44] del conde de Ofalia debió de pertenecer originariamente a un ratón. Nos separamos en muy amistosos términos, y me fuí maravillado del extraño azar que ha hecho de un pobre hombre como éste el primer ministro de un país como España.
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Los dos Evangelios. — El alguacil. — La orden de prisión. — María la buena. — El arresto. — Me envían a la cárcel. — Reflexiones. — El recibimiento. — La celda en la cárcel. — Demanda de desagravios.
Al cabo, la traducción del Evangelio de San Lucas al gitano estuvo lista. Deposité cierto número de ejemplares en el despacho y anuncié su venta. El Evangelio en vascuence, impreso también por entonces, fué igualmente anunciado. Hubo poca demanda de esta obra. No así del San Lucas en gitano, y con facilidad hubiera podido vender toda la edición en menos de quince días. Sin embargo, mucho antes de transcurrir este plazo el clero se puso sobre las armas.
«¡Brujería!»—dijo un obispo.
«Aquí hay más de lo que a primera vista parece»—exclamó el segundo.
«Va a convertir a toda España valiéndose del lenguaje gitano»—gritó un tercero.
Y luego surgió el coro habitual en esos casos:
«¡Qué infamia! ¡Qué picardía!»
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Al fin, después de andar en bureo entre sí, corrieron a su instrumento el corregidor, o jefe político, como se le llama ahora, de Madrid. He olvidado el nombre de este personaje, a quien no conocí personalmente. Juzgando por sus acciones y por lo que se decía de él, puedo asegurar que era una criatura estúpida, testarudo, y además grosero, un mélange de borrico, mula y lobo. Como profesaba inveterada antipatía a todos los extranjeros, prestó oídos benévolos a la queja de mis acusadores, y sin tardanza dió orden de secuestrar todos los ejemplares del Evangelio en gitano que hubiese en el despacho[8]. La consecuencia fué que un nutrido cuerpo de alguaciles dirigió sus pasos a la calle del Príncipe, y se apoderaron de unos treinta ejemplares del libro perseguido y de otros tantos del San Lucas en vascuence. Con tales despojos, los satélites volvieron en triunfo a la jefatura política, donde se repartieron entre sí los ejemplares del Evangelio en gitano, vendiéndolos después casi todos a buen precio, porque el libro era muy buscado, y así se convirtieron sin quererlo en agentes de una Sociedad herética. Pero cada cual debe vivir de su trabajo—dice esa gente—y no pierde ocasión de hacer buenas sus palabras, vendiendo lo[p. 47] mejor que puede cualquier botín que cae en sus manos.
Como nadie se ocupaba del Evangelio en vascuence, fué guardado sin tropiezo, con otras capturas invendibles, en los almacenes de la jefatura.
Ya estaban secuestrados los Evangelios en gitano, al menos los que tenía en el despacho expuestos para la venta. Pero el corregidor y sus amigos pensaron que aún podía conseguirse mucho más mediante una pequeña combinación. Todos los días se presentaban en la tienda algunos ganchos de la policía, bajo disfraces diferentes, preguntando con gran interés por los «libros gitanos» y ofreciendo pagar los ejemplares a buen precio. Pero se fueron con las manos vacías. Mi gallego estaba sobre aviso, y a todo el que preguntaba le decía que por el momento no se vendían libros de ninguna clase en el establecimiento. Y así era la verdad, pues le había dado orden de no vender más, bajo ningún pretexto.
A pesar de mi conducta franca, no me creyeron. El corregidor y sus aliados no podían convencerse de que, bajo cuerda, y por medios misteriosos, no vendía yo diariamente cientos de aquellos libros gitanos que iban a revolucionar el país y a destruir el poder del obispo de Roma. Trazaron, pues, un plan, mediante el cual esperaban colocarme en tal situación, que no pudiese en algún[p. 48] tiempo trabajar activamente en la difusión de las Escrituras, ya estuviesen en gitano o en otro idioma cualquiera.
El 1.º de mayo (1838), por la mañana, si no recuerdo mal, un individuo desconocido se presentó en mi cuarto cuando me disponía a tomar el desayuno. Era un tipo de innoble catadura, de mediana talla, con todos los estigmas de la picardía en el semblante. La huéspeda le introdujo en mi aposento y se retiró. No me agradó la llegada del visitante; pero, afectando cortesía, le rogué que se sentara y le pregunté el objeto de su visita.
—Vengo de parte de su excelencia el jefe político de Madrid—respondió—y mi objeto es decirle a usted que su excelencia conoce perfectamente sus manejos, y cuando quiera puede demostrar que sigue usted vendiendo en secreto los malditos libros cuya venta se le ha prohibido a usted.
—¿De verdad? Pues que lo haga sin tardanza. ¿Qué necesidad tiene de avisarme?
—Puede que crea usted—continuó el hombre—que su señoría no tiene testigos; pues los tiene, sépalo usted, y muchos, y muy respetables además.
—No lo dudo—repliqué—. Dada la apariencia respetable de usted, será usted uno de ellos. Pero me está usted haciendo perder tiempo; márchese, pues, y diga a quien le haya enviado que no tengo una idea muy alta de su talento.
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—Me iré cuando quiera—replicó el otro.—¿Sabe usted con quién está hablando? ¿Sabe usted que si me parece conveniente puedo registrarle a usted el cuarto, hasta debajo de la cama? ¿Qué tenemos aquí?—continuó; y empezó a hurgar con el bastón un rimero de papeles que había encima de una silla—. ¿Qué tenemos aquí? ¿Son también papeles de los gitanos?
En el acto resolví no tolerar por más tiempo su proceder, y, agarrando al hombre por un brazo, le saqué del cuarto, y sin soltarle le conduje escaleras abajo desde el tercer piso, en que yo vivía, hasta la calle, mirándole fijamente a la cara durante todo el tiempo.
El individuo se había dejado el sombrero encima de la mesa, y se lo envié con la patrona, que se lo entregó en propia mano cuando aún se estaba en la calle el hombre mirando con ojos pasmados a mi balcón.
—Le han tendido a usted una trampa, don Jorge—dijo María Díaz cuando subió de la calle—. Ese corchete no traía más intención que la de provocarle a usted. De cada palabra que usted le ha dicho hará un mundo, como acostumbra esa gente; al darle el sombrero ha dicho que antes de veinticuatro horas habrá usted visto por dentro la cárcel de Madrid.
En efecto, en el curso de la mañana supe que se había dictado contra mí orden de[p. 50] arresto[9]. La perspectiva de un encarcelamiento no me atemorizó gran cosa; las aventuras de mi vida y mis inveterados hábitos de vagabundo me habían ya familiarizado con situaciones de todo género, hasta el punto de encontrarme tan a gusto en una prisión como en las doradas salas de un palacio, y aún más, porque en aquel lugar siempre puedo aumentar mi provisión de informaciones útiles, mientras que en el último el aburrimiento se apodera de mí con frecuencia. Había yo, además, pensado algún tiempo atrás hacer una visita a la cárcel, en parte con la esperanza de poder decir algunas palabras de instrucción cristiana a los criminales, y en parte con la mira de hacer ciertas investigaciones acerca del lenguaje de los ladrones en España, asunto que había excitado en gran manera mi curiosidad; y hasta hice algunas gestiones para conseguir que me dejasen entrar en la Cárcel de la Corte, pero encontré el asunto rodeado de dificultades, como hubiese dicho mi amigo Ofalia. Casi me alegré, pues, de la oportunidad que iba a presentárseme para ingresar en la cárcel, no en calidad de visi[p. 51]tante, sino como mártir, como víctima de mi celo por la santa causa de la religión.
Resolví, sin embargo, chasquear a mis enemigos por aquel día cuando menos, y burlar la amenaza del alguacil de que me prenderían antes de veinticuatro horas. Con este propósito me instalé para lo restante del día en una famosa fonda francesa de la calle del Caballero de Gracia[10] que, por ser uno de los lugares más concurridos y más elegantes de Madrid, pensé, naturalmente, que sería el último adonde al corregidor se le ocurriría buscarme.
A eso de las diez de la noche, María Díaz, a quien yo había dicho el lugar de mi refugio, llegó acompañada de su hijo, Juan López.
—Oh, señor—dijo María al verme—, ya están buscándole a usted; el alcalde del barrio, con una gran comitiva de alguaciles y gente así, acaba de presentarse en casa con la orden de arrestarle a usted, dictada por el corregidor. Han registrado toda la casa, y al no encontrarle se han enfadado mucho. ¡Ay de mí! ¿Qué va a ocurrir si le encuentran?
—No tema usted nada, buena María—dije yo—. Se le olvida a usted que soy inglés; también se le olvida al corregidor. Préndame cuando quiera, esté usted segura de que se[p. 52] daría por muy contento dejándome escapar. Por ahora, sin embargo, le permitiremos seguir su camino; parece que se ha vuelto loco.
Dormí en la fonda, y en la mañana del día siguiente acudí a la embajada, donde tuve una entrevista con sir Jorge, a quien referí detalladamente el suceso. Díjome que le costaba trabajo creer que el corregidor abrigase intenciones serias de prenderme: en primer lugar, porque yo no había cometido delito alguno; y en segundo, porque yo no estaba bajo la jurisdicción de aquel funcionario, sino bajo la del capitán general, único que tenía atribuciones para resolver en asuntos tocantes a los extranjeros, y ante quien debía yo comparecer acompañado del cónsul de mi país.
—Sin embargo—añadió—, no se sabe hasta dónde son capaces de llegar los jaques que ocupan el poder. Por tanto, si tiene usted algún temor, le aconsejo que permanezca unos días en la embajada como huésped mío, y aquí estará usted completamente a salvo.
Le aseguré que no tenía miedo alguno, porque estaba ya muy acostumbrado a semejantes aventuras. Desde la habitación de sir Jorge me dirigí a la del primer secretario, Mr. Southern, con quien entré en conversación. Apenas llevaba allí un minuto, cuando Francisco, mi criado, irrumpió en el[p. 53] cuarto casi sin aliento y agitadísimo, exclamando en vascuence:
—Niri jauna, los alguaciloac y los corchetoac y los demás lapurrac están otra vez en casa. Parecen medio locos; y como no le pueden encontrar a usted, están registrando los papeles, en la creencia, supongo yo, de que está usted escondido entre ellos.
Míster Southern nos interrumpió, preguntando lo que aquello significaba. Se lo conté, y añadí que me proponía volver en el acto a mi casa.
—Pero entonces esos hombres acaso le arresten a usted—dijo Mr. Southern—antes de que podamos intervenir nosotros.
—Tengo que afrontar ese riesgo—repliqué, y un momento después me fuí.
Pero, antes de llegar a la mitad de la calle de Alcalá, dos individuos vinieron a mí, y, diciéndome que era su prisionero, me mandaron seguirlos a la oficina del corregidor.
Eran dos alguaciles, quienes, sospechando que podría entrar en la embajada o salir de ella, estaban en acecho por las inmediaciones.
Rápidamente me volví a Francisco y le dije en vascuence que fuese otra vez a la embajada y contase al secretario lo que acababa de suceder. El pobre muchacho salió como una exhalación, no sin volver a medias el cuerpo de vez en cuando para amenazar con el puño y cubrir de improperios en vas[p. 54]cuence a los dos lapurrac, como llamaba a los alguaciles.
Lleváronme a la jefatura, donde está el despacho del corregidor, y me introdujeron en una vasta pieza, invitándome con el gesto a tomar asiento en un banco de madera. Luego se me puso uno a cada lado. Aparte de nosotros, había en la habitación unas veinte personas lo menos; con toda seguridad, empleados de la casa, a juzgar por su aspecto. Iban todos bien vestidos, a la moda francesa en su mayoría; y, sin embargo, harto se notaba lo que en realidad eran: alguaciles, espías y soplones. Si Gil Blas hubiera despertado de su sueño de dos siglos, los hubiese reconocido sin dificultad, a pesar de la diferencia de trajes. Lanzábanme ojeadas al pasar, según recorrían la habitación de arriba a abajo; luego se reunieron en un corro y empezaron a cuchichear. Le oí decir a uno de ellos:
—Entiende los siete dialectos del gitano.
Entonces, otro, andaluz sin género de duda, a juzgar por el habla, dijo:
—Es muy diestro; monta a caballo y tira el cuchillo tan bien como si fuera de mi tierra.
Al oírlo, se volvieron todos y me miraron con interés, mezclado, evidentemente, de respeto, como de seguro no lo hubieran sentido si hubiesen pensado que yo era tan sólo un hombre de bien que daba testimonio en la causa de la justicia.
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Esperé pacientemente en el banco una hora lo menos, creyendo que me llamarían de un momento a otro a presencia del señor corregidor. Pero me figuro que no debieron de juzgarme digno de ver a tan eminente personaje, porque al cabo de ese tiempo un hombre de edad provecta—perteneciente, empero, al género alguacil—entró en el aposento y avanzó derechamente hacia mí.
—Levántese—dijo.
Obedecí.
—¿Cómo es su nombre?—preguntó.
Se lo dije.
—Entonces—replicó mostrando un papel que tenía en la mano—, señor, su excelencia el corregidor manda que le llevemos a usted a la cárcel sin tardanza.
Me miraba fijamente al hablar, quizás con la esperanza de verme caer al suelo al oír el formidable nombre de cárcel; sin embargo, me limité a sonreír. Entonces entregó el papel, que supongo sería la orden de encarcelamiento, a uno de mis dos apresadores, y, obediente a la seña que me hicieron, eché a andar tras ellos.
Supe más adelante que tan pronto como sir Jorge tuvo noticia de mi arresto envió al secretario de la legación, Mr. Southern, a visitar al corregidor, y estuvo haciendo antesala la mayor parte del tiempo que yo permanecí en la jefatura. Al pedir audiencia al corregidor se proponía darle sus quejas y se[p. 56]ñalarle los peligros a que se exponía con el paso temerario que acababa de dar. El corregidor, muy terco, se negó a recibirle, pensando quizás que avenirse a razones redundaría en menoscabo de su dignidad; pero su conducta me favoreció por modo eficacísimo, porque después de tal ejemplo de gratuita insolencia nadie puso en duda la injusticia y el atropello de que me había hecho víctima.
Los alguaciles me llevaron por la Plaza Mayor a la Cárcel de la Corte, que así se llama. Al cruzar la plaza recordé que, en los buenos tiempos pasados, la Inquisición de España acostumbraba a celebrar allí sus solemnes autos de fe, y eché una mirada a los balcones de la Casa de la Villa, desde donde presenció el último rey de la dinastía austriaca el auto más solemne que se recuerda, y, después de ver quemar por grupos de cuatro o de cinco unos treinta herejes, hombres y mujeres, se enjugó el rostro, sudoroso por el calor y ennegrecido por el humo, y tranquilamente preguntó: «¿No hay más?»; ejemplar prueba de paciencia muy aplaudida por sus curas y confesores, que, andando el tiempo, le envenenaron.
—Y aquí estoy yo—iba yo pensando—, que he hecho en contra del papismo más que todos los pobres cristianos martirizados en esta maldita plaza, enviado simplemente a la cárcel, de la que estoy seguro de salir den[p. 57]tro de pocos días con buena opinión y aplauso. ¡Papa de Roma! Creo que sigues siendo tan maligno como siempre; pero de tan escaso poder, que da lástima. Te estás quedando paralítico, Batuschca, y tu cayado se ha convertido en una muleta.
Llegamos a la cárcel, sita en una calle estrecha, no lejos de la Plaza Mayor. Entramos en un pasadizo obscuro, a cuyo extremo había una verja. Llamaron mis conductores, y un rostro feroz se dejó ver a través de la verja; hubo un cambio de palabras, y a los pocos momentos me encontré dentro de la cárcel de Madrid, en una especie de corredor abierto a considerable altura sobre un patio, de donde subía fuerte rumor de voces y, en ocasiones, gritos y clamores salvajes. En el corredor, que servía como de oficina, había varias personas, una de ellas sentada detrás de un pupitre; hacia ella fueron los alguaciles, y, después de hablar un rato en voz baja, pusieron en sus manos la orden de arresto. La leyó con atención, y, levantándose después, se me acercó. ¡Qué tipo! Tendría unos cuarenta años, y su estatura hubiera sido de unos seis pies y dos pulgadas a no ir encorvado en forma que parecía una ese. Era más delgado que un hilo; diríase que un soplo de aire bastaba para llevárselo. Su rostro hubiera sido hermoso sin tan portentosa y extraordinaria delgadez. Tenía la nariz aguileña; los dientes blancos como[p. 58] el marfil; negros los ojos—¡oh, qué negrura!—, de muy extraña expresión; atezada la piel, y el pelo de la cabeza como las plumas del cuervo. Sus facciones dilatábanse de continuo por una sonrisa profunda y tranquila, que con toda su tranquilidad era una sonrisa cruel, muy propia del semblante de un Nerón. «Mais en revanche personne n’étoit plus honnête.»
—Caballero—dijo—, permítame usted que me presente yo mismo: soy el alcaide de esta cárcel. Veo por este papel que durante cierto tiempo, muy corto, sin duda, tendré el honor de que me haga compañía bajo este techo; espero que desechará usted de su ánimo todo temor. Me encargan que le trate a usted con todo el respeto debido a la ilustre nación a que pertenece y a que tiene derecho un caballero de tan elevada condición. La verdad es que el encargo está de más, pues por mi propio impulso hubiera tenido yo gran placer en colmarle de atenciones y comodidades. Caballero, debe usted considerarse aquí más como huésped que como preso. Puede usted correr toda la casa a su antojo. Aquí encontrará usted cosas no del todo indignas de la atención de un espíritu reflexivo. Le ruego que disponga de los llaveros y empleados como de sus criados propios. Ahora voy a tener el honor de llevarle a su habitación, la única que hay vacía. La reservamos siempre[p. 59] para caballeros distinguidos. De nuevo me congratulo de que las órdenes recibidas coincidan con mi inclinación personal. No se le pondrá a usted cuenta ninguna, aunque el alquiler diario de ese cuarto llega a veces a una onza de oro. Le ruego, pues, que me siga, caballero, y me considere en todos tiempos y ocasiones como su afectísimo y obediente servidor.
Al decir esto, se quitó el sombrero y me hizo una profunda reverencia.
Tal fué el discurso del alcaide de la cárcel de Madrid, discurso pronunciado en puro y sonoro castellano, con mucho reposo, gravedad y casi dignidad; discurso que hubiera hecho honor a un magnate de ilustre cuna, a monsieur Bassompierre recibiendo en la Bastilla a un príncipe italiano, o al gobernador de la Torre de Londres recibiendo a un duque inglés acusado de alta traición. Pues bien: ¿quién era este alcaide? Uno de los mayores tunantes de España. Un individuo que más de una vez, por su rapacidad y avaricia, y por mermar las miserables raciones de los presos, había provocado insurrecciones en el patio, sofocadas en sangre con ayuda de la fuerza militar; un tipo de baja extracción, que cinco años antes era tambor en una partida de voluntarios realistas. Pero España es el país de los caracteres extraordinarios.
Seguí al alcaide hasta el final del corre[p. 60]dor, donde había una verja muy espesa, y a cada lado de ella estaba sentado un llavero, tipos de horrenda catadura. Se abrió la verja, y, volviendo a la derecha, seguimos por otro corredor, donde había mucha gente paseándose: presos políticos, según supe más tarde. Al final del corredor, que abarcaba toda la longitud del patio, entramos en otro; la primer habitación que encontramos era la que me habían destinado. El aposento, espacioso y alto de techo, estaba en absoluto desprovisto de muebles, con excepción de una cuba de madera, destinada a contener mi ración diaria de agua.
—Caballero—dijo el alcaide—, como usted ve, el cuarto está desamueblado. Ya son las tres de la tarde; por tanto, le aconsejo a usted que, sin descuidarse, envíe a buscar a su posada una cama y las demás cosas que pueda necesitar; el llavero le hará a usted la cama. Caballero, adiós, hasta otra vista.
Seguí su consejo, y escribí con lápiz una nota a María Díaz, enviándosela por el llavero; hecho esto, me senté en la cuba, y caí en una especie de ensueño que me duró mucho tiempo.
Al cerrar la noche llegó María Díaz, acompañada de dos mozos de cordel y de Francisco, todos cargados. Encendieron una lámpara, echaron lumbre en el brasero, y la melancolía de la cárcel se disipó hasta cierto punto.
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Cuando tuve silla donde sentarme, me levanté de la cuba y me puse a despachar algunos manjares que mi buena patrona no se había olvidado de traerme. De pronto, Mr. Southern entró. Se echó a reír de buena gana al verme ocupado en la forma que he dicho.
—Borrow—me dijo—, es usted hombre muy a propósito para correr mundo, porque todo lo toma usted con frialdad y como la cosa más natural. Pero lo que más me sorprende en usted es el gran número de amigos que tiene; no le falta a usted en la cárcel gente que se afane por su bienestar. Hasta su criado es amigo de usted, en lugar de ser, como en general ocurre, su peor enemigo. Ese vascongado es una criatura muy noble. No olvidaré nunca cómo habló de usted cuando llegó corriendo a la Embajada a llevar la noticia de su arresto. Tanto a sir Jorge como a mí, nos interesó mucho; si alguna vez desea usted separarse de él, avíseme, para tomarlo a mi servicio. Pero hablemos de otra cosa.
Entonces me contó que sir Jorge había ya enviado a Ofalia una nota oficial pidiendo reparaciones por el caprichoso ultraje cometido en la persona de un súbdito británico.
—Estará usted en la cárcel esta noche—dijo—; pero tenga la seguridad de que mañana, si lo desea, puede salir de aquí en triunfo.
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—De ningún modo lo deseo—repliqué—. Me han metido en la cárcel por hacer su capricho, y yo me propongo permanecer en ella por hacer el mío.
—Si el tedio de la cárcel no puede más que usted—dijo Mr. Southern—, creo que esa resolución es la más conveniente; el Gobierno se ha comprometido de mala manera en este asunto, y, hablando con franqueza, no lo sentimos, ni mucho menos. Esos señores nos han tratado más de una vez con excesiva desconsideración, y ahora se nos presenta, si continúa usted firme, una excelente oportunidad de humillar su insolencia. Voy al instante a decir a sir Jorge la resolución de usted, y mañana temprano tendrá usted noticias nuestras.
Con esto se despidió de mí; me acosté, y no tardé en dormirme en la cárcel de Madrid.
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Ofalia. — El juez. — Cárcel de la Corte. — El domingo en la cárcel. — Vestimenta de los ladrones. — Padre e hijo. — Un comportamiento característico. — El francés. — La ración carcelaria. — El valle de las sombras. — Castellano puro. — Balseiro. — La cueva. — La gloria del ladrón.
Ofalia comprendió en seguida que la prisión de un súbdito británico, hecha en forma tan ilegal, traería probablemente consecuencias graves. Si él en persona animó al corregidor en su conducta respecto de mí, es cosa imposible de decidir; probablemente, no lo hizo; pero el corregidor era un funcionario de su elección, y de sus actos eran hasta cierto punto responsables Ofalia y todo el Gobierno. Sir Jorge había presentado ya una protesta muy enérgica, y había llegado a decir en una nota oficial que desistiría de toda ulterior comunicación con el Gobierno español mientras no se me dieran las reparaciones amplias y completas a que tenía derecho por el atropello sufrido. Ofalia respondió que iban a adoptarse inmedia[p. 64]tamente las disposiciones necesarias para mi excarcelación, y que mía sería la culpa si después continuaba preso. Sin dilación ordenó a un juez de la primera instancia que fuese a tomarme declaración y me soltara, amonestándome para que fuese más prudente en lo sucesivo. Pero mis amigos de la Embajada me habían aconsejado lo que debía hacer en aquel caso. Por consiguiente, cuando el juez, en la segunda noche de mi encarcelamiento, se presentó en la prisión y me llamó a su presencia, acudí, en efecto; pero al querer interrogarme, me negué en redondo a contestar.
—No tiene usted derecho para interrogarme—le dije—. No quiero faltar al respeto debido al Gobierno y a usted, caballero juez pero me han encarcelado ilegalmente. Un jurista tan competente como usted no puede ignorar que, conforme a las leyes españolas, yo, por ser extranjero, no puedo ser llevado a la cárcel bajo la inculpación que se me ha hecho, sin comparecer previamente ante el capitán general de esta real ciudad, cuyo deber es proteger a los extranjeros y ver si no se han infringido en sus personas las leyes de la hospitalidad.
Juez.—Vaya, vaya, Don Jorge, ya veo adónde quiere ir a parar; pero sea usted razonable: no le hablo como juez, sino como un amigo que desea su bien y que siente profunda reverencia por la nación británica.[p. 65] Todo este asunto es baladí; no niego que el jefe político ha procedido con alguna ligereza por informes de una persona quizás no muy digna de crédito; pero no se le han causado a usted graves daños, y a una persona de mundo como usted una aventurilla de este género más le sirve de diversión que de otra cosa. Sea usted razonable, olvide lo ocurrido; ya sabe que lo propio de un cristiano, y además su deber, es perdonar. Le aconsejo, Don Jorge, que salga de la cárcel al momento; me atrevo a decir que ya está usted cansado de ella. En este momento es usted libre de marcharse; váyase al punto a su casa, y yo le prometo a usted que a nadie se le permitirá ir a molestarle en lo sucesivo. Ya va siendo tarde, y las puertas de la cárcel se cerrarán dentro de poco. ¡Vamos, Don Jorge, a la casa, a la posada!
Yo.—Pero Pablo les dijo: «Nos han azotado públicamente sin oírnos en juicio, siendo romanos, y nos han arrojado en la cárcel. ¿Y ahora salen con soltarnos en secreto? No ha de ser así; sino que han de venir y soltarnos ellos mismos»[11].
Luego le hice una reverencia al juez, que se encogió de hombros y tomó un polvo de tabaco. Al salir del aposento me volví al alcaide, que estaba de pie en la puerta, y le dije:
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—Sepa usted que no saldré de esta cárcel hasta que haya recibido plena satisfacción del atropello que sufro. Usted puede expulsarme, si quiere; pero cualquier intento que usted haga lo resistiré con todas mis fuerzas.
—Usía tiene razón—dijo en voz baja el alcaide, inclinándose.
Sir Jorge, al enterarse de esto, me escribió una carta alabando mi resolución de permanecer por el pronto en la cárcel, y rogándome que le dijese qué cosas podrían enviarme de la Embajada para aliviar un poco mi situación.
Voy a dejar por un momento mis asuntos personales, y contaré algunas cosas relativas a la cárcel de Madrid y a sus huéspedes.
La Cárcel de la Corte, donde yo estaba, aunque es la principal prisión de Madrid, no dice nada, ciertamente, en favor de la capital de España. No he tenido ocasión de averiguar si fué construída precisamente para el destino que hoy tiene[12]; lo probable es que no, porque la práctica de levantar edificios adecuados para encarcelar a los delincuentes no se ha extendido hasta estos últi[p. 67]mos años. En todos los países ha sido costumbre convertir en prisiones los castillos, conventos y palacios abandonados, práctica todavía en vigor en la mayor parte del continente, sobre todo en España e Italia, y a la cual se debe en buena parte la inseguridad de las prisiones, y la miseria, suciedad e insalubridad que generalmente reinan en ellas.
No me propongo describir detenidamente la cárcel de Madrid: verdad que sería casi imposible describir un edificio tan irregular y destartalado. Lo más característico son los dos patios, el uno detrás del otro, destinados al recreo y aireación de la masa principal de presos. Tres calabozos abovedados ocupan tres lados del patio, debajo justamente de las galerías de que antes hablé. Esos calabozos tienen capacidad para ciento o ciento cincuenta presos cada uno, y en ellos quedan encerrados por la noche con cerrojos y barras; pero durante el día pueden vagar por los patios a su antojo. El segundo patio era mucho más grande que el primero; pero sólo contenía dos calabozos, horriblemente inmundos y repugnantes; en este segundo patio se encierra a los ladrones de ínfima categoría. Uno de los calabozos es, si cabe, más horrible que el otro; le llaman la gallinería, y en él encerraban todas las noches la carne joven del presidio: chicuelos infelices de siete a quince años de[p. 68] edad, casi todos en la mayor desnudez. El lecho común de los huéspedes de estos calabozos era el suelo, sin que entre él y sus cuerpos se interpusiese nada, salvo a veces una manta o un delgado jergón; pero este último lujo era rarísimo.
Además de los calabozos que daban a los patios, había otros en diversos sitios de la cárcel; algunos completamente en tinieblas, destinados a recibir a quienes parecía conveniente tratar con especial rigor. Había también un departamento para mujeres. A la galería principal daban varios aposentos pequeños, donde residían los presos por deudas o por delitos políticos. Por último, había una pequeña capilla, donde los reos de muerte pasan los tres últimos días de su existencia, en compañía de sus directores espirituales.
No se me olvidará fácilmente el primer domingo que pasé en la cárcel. El domingo es día de gala en la cárcel, al menos en la de Madrid, y en ese día santo toda la ladronería de la cárcel exhibe sus galas y primores. No hay en el mundo gente más vanidosa que los ladrones, en general, ni más amiga de figurar y de llamar la atención de los camaradas por su apariencia fastuosa. En tiempos pasados, el célebre Sheppard se recreaba vistiendo un traje de terciopelo de Génova, y cuando se presentaba en público, llevaba generalmente al costado una espada[p. 69] con guarnición de plata. Vaux y Hayward, héroes más modernos, eran los hombres mejor vestidos en el pavé de Londres. Muchos bandidos italianos se engalanan con esplendidez, y hasta los ladrones gitanos sienten los encantos del vestir ricamente; sólo el gorro de Haram Pasha, jefe de la partida de gitanos caníbales que infestó a Hungría a fines del siglo pasado, llevaba adornos de oro y joyas evaluados en cuatro mil guilders. ¡Vean los frívolos y vanidosos cuán bien se armonizan el crimen y la vanidad! Los ladrones españoles son tan amigos de este género de ostentación como sus hermanos de otras tierras, y tanto en la cárcel como fuera de ella, su mayor contento es lucir su profusión de ropa blanca, ya recostados al sol, ya paseándose gentilmente de aquí para allá.
Ropa blanca como la nieve: tal es el rasgo principal de la vanidad de los ladrones de España. No llevan chaqueta encima de la camisa, cuyas mangas son anchas y flotantes; sólo usan un chaleco de seda verde o azul, con muchos botones de plata, que son más de adorno que de uso, pues rara vez los abrochan. Llevan, además, calzones anchos, un poco a la manera turca; rodeada a la cintura una faja carmesí, y anudado en torno de la cabeza un pañuelo de vivos colores, de los telares de Barcelona; zapatos finos y medias de seda completan el arreo[p. 70] del ladrón. Este vestido es bastante pintoresco, y muy apropiado al tiempo soleado y brillante de la Península; pero hay en él una chispa de afeminamiento, que cuadra mal con el arriesgado oficio de ladrón. No se crea, sin embargo, que cualquier ladrón puede permitirse semejante lujo: hay varias categorías de ladrones, algunos bastante pobres, que apenas tienen un harapo para cubrirse. Quizás en la cárcel de Madrid, tan poblada, no hubiera más de veinte que aparecieran vestidos en la forma que he tratado de describir; eran gente de reputación, ladrones encumbrados, casi todos jóvenes, que si bien no tenían dinero propio, los sostenían en la posición sus majas y amigas, mujeres de cierta clase que traban amistad con los ladrones y cuya mayor gloria y deleite consiste en satisfacer la vanidad de sus amigos con los gajes de su propia vergüenza y envilecimiento. Estas mujeres proveen a sus cortejos de ropa nívea, lavada quizás por sus propias manos en las aguas del Manzanares, para la parada del domingo, momento en que ellas, vestidas a la maja, aparecen en las galerías altas y miran con ojos de admiración a los ladrones pavoneándose en el patio.
Entre esta gente de la ropa nívea, dos tipos llamaron especialmente mi atención: eran padre e hijo. El primero, de unos treinta años, de atlética estatura, era ladrón noc[p. 71]turno, famoso por su habilidad en el oficio. Hallábase preso por una muerte atroz, perpetrada, a favor de una noche silenciosa, en una casa de Carabanchel, donde tuvo por único cómplice a su hijo, un niño de menos de siete años de edad. «La manzana—como dice Dauer—no ha caído lejos del árbol.» El retoño era en un todo un traslado de su padre, aunque en miniatura. Llevaba también las mangas de seda, el chaleco con botones de plata y el pañuelo rodeado a la cabeza, como los ladrones, y, cosa bastante ridícula, un enorme cuchillo manchego en la faja carmesí. Con toda evidencia, era el orgullo del rufián de su padre, que atendía con todos los cuidados imaginables a aquella cría de la horca; le columpiaba en sus rodillas, y a veces se quitaba el cigarro de sus labios bigotudos para ponérselo en la boca al pequeñuelo. El chico era el favorito del patio, porque su padre era uno de los valientes de la cárcel, y los que temían sus proezas y deseaban serle agradables estaban siempre mimando a su hijo. ¡Qué enigma es este mundo! ¡Qué obscuras y misteriosas las fuentes de lo que llaman crimen y virtud! Si aquel desventurado niño es, con el tiempo, un asesino como su padre, ¿podría culpársele por ello? Arrullado por ladrones, ya vestido de ladrón, hijo de un ladrón cuya historia fué quizás igual a ésta, ¿es justo...?
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¡Oh hombre! ¡Hombre! No intentes penetrar en el misterio del bien y del mal morales; reconoce que eres un gusano, arrójate al suelo y murmura con los labios pegados al polvo: ¡Jesús! ¡Jesús!
Lo que más me sorprendió fué el buen comportamiento de los presos; lo llamo bueno después de considerar bien todas las cosas y de compararlo con el de la generalidad de los presos en otros países. Tienen en ocasiones sus estallidos de alegría salvaje, sus riñas, que habitualmente ventilan en el segundo patio cuchillo en mano; el resultado suele ser con frecuencia una muerte, o algún desgarrón espantoso en la cara o en el abdomen; pero, en general, su conducta era infinitamente superior a lo que podía esperarse de los huéspedes de tal lugar. Sin embargo, no era el resultado de la coacción, ni de vigilancia alguna especial que se ejerciese sobre ellos, pues quizás en ninguna parte del mundo están los presos tan abandonados a sí mismos y en tan extremado descuido como en España: las autoridades no se preocupan más que de impedir su fuga; no prestan la más mínima atención a su conducta moral, ni consagran un solo pensamiento a su salud, comodidad o mejoramiento mental mientras los tienen encerrados. Con todo, en esta cárcel de Madrid, y puede decirse que en las prisiones españolas en general, pues he sido huésped de más[p. 73] de una, los oídos del visitante no se sienten nunca lastimados con las horrendas blasfemias y obscenidades que se oyen en las cárceles de otros países, especialmente en las de la civilizada Francia; ni ofendidos sus ojos e insultado personalmente, como lo sería de seguro en Bicêtre al querer mirar al patio desde las galerías, y eso que en la cárcel de Madrid se hallaban tipos de lo más perdido de España, rufianes que tenían a su cargo atrocidades y crueldades espeluznantes. Pero la gravedad y la calma son los caracteres que predominan en los españoles; y hasta el ladrón, salvo en los instantes en que está entregado a sus faenas (y entonces no le hay más sanguinario, más despiadado ni más rapaz y ansioso de botín), puede ser hombre cortés y afable, que gusta de conducirse con templanza y decoro.
Felizmente para mí, quizás, mi conocimiento con los rufianes de España comenzó y acabó en las ciudades por donde anduve y en las prisiones en que fuí arrojado por la causa del Evangelio, y, a pesar de mis frecuentes viajes, nunca me los encontré en los caminos ni en despoblado.
El preso de peor genio en toda la cárcel, y también probablemente el más notable, era un francés como de sesenta años, de estatura regular, pero delgado, como casi todos sus compatriotas. La hechura del cráneo delataba, para un frenólogo, la vileza del[p. 74] sujeto; sus facciones tenían muy dañada expresión. No llevaba sombrero, y sus vestidos, aunque parecían casi nuevos, eran de lo más ordinario. Por lo general manteníase apartado de los demás, y se pasaba horas enteras de pie recostado en las paredes, con los brazos caídos, mirando con ojos de mal humor a cuantos pasaban por delante. No figuraba entre los valientes de profesión de la cárcel: su edad no le permitía ya asumir tan eminente calidad; pero todos los demás presos parecían tratarle con cierto temor: quizás temían su lengua, pues, en ocasiones, empleábala en verter maldiciones horrendas sobre los que incurrían en su desagrado. Hablaba a la perfección en buen español y, con gran sorpresa mía, en excelente vascuence, y en esta lengua conversaba con Francisco, quien, asomándose a la ventana de mi cuarto, bromeaba con los presos del patio, que le tenían en gran aprecio.
Un día, estando en el patio, donde por permiso del alcaide podía entrar cuando quería, me acerqué al francés, que estaba, como de costumbre, recostado en la pared, y le ofrecí un cigarro. Yo no fumo, pero no debe uno mezclarse con las clases bajas de España sin llevar un cigarro que ofrecer llegado el caso. El hombre me miró con ferocidad un instante, y, al parecer, iba a rechazar mi obsequio con una horrible maldición quizás. Repetí el ofrecimiento, sin embargo, lleván[p. 75]dome la mano al corazón, y en el acto sus torvas facciones se dilataron, y con un gesto genuinamente francés, y una profunda cortesía, aceptó el cigarro, exclamando:
—Ah, monsieur, pardon, mais c’est faire trop d’honneur à un pauvre diable comme moi.
—Nada de eso—repliqué—. Los dos estamos presos en tierra extranjera y, por tanto, debemos protegernos mutuamente. Supongo que siempre que necesite su ayuda de usted en la cárcel podré contar con ella.
—Ah, monsieur—exclamó el francés transportado—, vous avez bien raison; il faut que les étrangers se donnent la main dans ce... pays de barbares. Tenez—añadió en voz baja—si tiene usted algún plan para escaparse, y necesita de mí, cuente con un brazo y un cuchillo a su servicio; puede usted fiarse de mí: no espere tanto de ninguna de esas sacrées gens d’ici—. Al decir esto echó una rabiosa mirada sobre sus compañeros de cárcel.
—No me parece usted muy amigo de España ni de los españoles—dije yo—. Deduzco que han cometido con usted alguna injusticia. ¿Por qué está usted en la cárcel?
—Pour rien du tout, c’est à dire pour une bagatelle; pero ¿qué puede esperarse de estos animales? ¿No le han encarcelado a usted, según he oído, por brujería y gitanismo?
—¿Quizás le han traído aquí por sus opiniones?
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—Ah mon Dieu, non; je ne suis pas homme à semblable betise. Yo no tengo opiniones. Je faisois... mais ce n’importe; je me trouve ici, où je crève de faim.
—Siento ver a un buen hombre en situación tan calamitosa—dije yo—. ¿No tiene usted para vivir algo más que la ración de la cárcel? ¿No tiene usted amigos?
—¿Amigos en este país? Se burla usted de mí. ¡Aquí no encuentra uno amigos, a menos que los compre! ¡Reviento de hambre! Desde que entré aquí he ido vendiendo mi ropa, hasta quedarme desnudo, para comer, porque la ración de la cárcel no basta para el sustento, y aún nos roba la mitad el Batu, como llaman al bárbaro del gobernador. Les haillons que ahora me cubren me los han dado unas señoras devotas que algunas veces nos visitan. Los vendería si valiesen algo. No tengo un sou, y por falta de unos cuantos duros me ahorcarán dentro de un mes si no logro escaparme, aunque, como ya le dije antes, no he hecho nada: una simple bagatela; pero en España no hay peores crímenes que la pobreza y la miseria.
—Le he oído a usted hablar en vascuence. ¿Es usted de la Vizcaya francesa?
—Soy de Bordeaux, monsieur; pero he vivido mucho tiempo en las Landas y en Vizcaya, travaillant à mon metier. Leo en sus ojos que desea usted conocer mi historia; no se la cuento; no contiene nada de[p. 77] particular. Vea usted, ya me he fumado el cigarro; deme usted otro, y un duro de añadidura, si me hace el favor, nous sommes crevés ici de faim. A un español no le diría tanto; pero sus compatriotas de usted me inspiran respeto; los conozco bien; he tropezado con ellos en Maida y en el otro sitio[13].
¡Nada de particular en su historia! Mucho me engaño, o un solo capítulo de su vida, de haberse escrito, hubiera contenido más peripecias maravillosas que cincuenta volúmenes de aventuras por tierra y mar de las que más arriesgadas parezcan. Había sido soldado. ¡Qué de cosas no podría contar aquel hombre de marchas y retiradas, de batallas perdidas y ganadas, de ciudades saqueadas, conventos allanados! Quizás había visto las llamas de Moscou subir hasta las nubes, y «había medido sus fuerzas con las de la Naturaleza en el desierto invernal», asaltado por las borrascas de nieve y mordido por el tremendo frío de Rusia. ¿Y qué podía significar con lo de ejercer su oficio en Vizcaya y en las Landas, sino que había sido ladrón en esas regiones agrestes, la segunda de las cuales es, por los robos y crímenes que en ella se cometen, la peor reputada de todo el territorio francés? ¿Nada de particular en su historia? Entonces, ¿qué historia tendrá algo que valga la pena de ser contado?
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Di al preso el cigarro y el duro. Se los guardó, y dejando caer nuevamente los brazos, y recostándose en la pared, pareció hundirse poco a poco en uno de sus ensimismamientos. Le miré a la cara y le hablé; pero no pareció oírme ni verme. Su espíritu erraba quizás en el pavoroso valle de la sombra, hasta el que se abren camino a veces, durante su vida, los hijos de la tierra; pavoroso lugar donde no hay agua, ni mora la esperanza, ni vive más que el gusano imperecedero del remordimiento. Ese valle es un facsímil del infierno, y quien penetra en él sufre aquí en la tierra temporalmente lo que las almas de los condenados han de sufrir a través de las edades sin fin.
El francés fué ahorcado un mes más tarde. La bagatela por que estaba preso eran varios robos y asesinatos cometidos mediante una singular estratagema. De concierto con otros dos, alquiló una vasta casa en un barrio poco frecuentado, y a ella mandaba que le enviasen géneros de valor que compraba en los comercios para pagarlos en el momento de la entrega, y los que iban a entregar pagaban su credulidad con la pérdida del género y de la vida. Dos o tres cayeron en el lazo. Tuve vivos deseos de hablar privadamente con aquel hombre tan arrojado, y, por tanto, rogué al alcaide que le permitiera comer conmigo en mi cuarto; a esto, el gobernador, a quien me tomaré la[p. 79] libertad de llamar monsieur Bassompierre, por habérseme olvidado su verdadero nombre, se quitó el sombrero, y con sus habituales sonrisa y reverencias me replicó en el más puro castellano:
—Caballero inglés, y creo que puedo añadir, amigo mío: perdóneme usted, pero me es del todo imposible acceder a su petición, fundada, no lo dudo, en los más admirables sentimientos de filosofía. A otro cualquiera de estos caballeros que están bajo mi custodia se le permitirá, cuando usted lo desee, acompañarle en su cuarto. Incluso llegaré a mandar que le quiten los grillos al que haya de ir con usted, si tuviese grillos puestos, a fin de que pueda participar en la comida de usted con la comodidad y holgura convenientes; pero con el caballero de que se trata no puedo consentirlo: es el peor de toda esta familia, y seguramente en la habitación de usted o en la galería armaría una función para intentar fugarse. Caballero, me pesa; pero no puedo acceder a lo que pide. Si se tratase de otro caballero cualquiera, lo haría con mucho gusto; el mismo Balseiro, a pesar de lo que de él se cuenta, sabe conducirse como es debido; en su modo de proceder hay siempre algo de formalidad y cortesía; si usted quiere, caballero, irá a disfrutar de su hospitalidad.
Ya he hablado de Balseiro en la primera[p. 80] parte de esta narración. Hallábase ahora encerrado en el piso más alto de la cárcel, en un calabozo muy seguro, con otros malhechores. Había sido condenado, en unión de un Pepe Candelas, ladrón de no corta fama, por un audacísimo robo cometido, en pleno día, nada menos que en la persona de la modista de la reina, una francesa, a quien ataron en una tienda, robándole dinero y géneros por valor de cinco a seis mil duros. Candelas había ya expiado su crimen en el patíbulo; pero Balseiro, que era, en opinión común, el peor de los dos bandidos, había logrado salvar la vida a fuerza de dinero, un aliado con que su compañero no contaba; le conmutaron la pena de muerte, a que fué sentenciado, por la de veinte años de cadena en el presidio de Málaga. Visité al héroe y conversé con él un rato a través de la reja del calabozo. Me reconoció y me hizo recordar la victoria que obtuve sobre él en la disputa acerca de nuestros respectivos conocimientos en gitano cerrado, en el que Sevilla, el torero, no tenía par.
Al decirle que sentía verle en tal situación, me replicó que el asunto no tenía importancia, porque dentro de seis semanas le llevarían al presidio, y una vez allí, con ayuda de unas onzas bien distribuídas entre sus guardianes, se escaparía cuando quisiera.
—Pero ¿adónde vas a ir?—le pregunté.
—¿No puedo irme a tierra de moros—re[p. 81]plicó Balseiro—, o con los ingleses al campo de Gibraltar, o, si lo prefiero, no puedo volver a este foro y vivir como hasta aquí, choring a los gachós? ¿Qué me cuesta esconderme? Madrid es grande, y Balseiro tiene muchos amigos, especialmente entre los lumias—añadió con una sonrisa.
Le hablé de su malhadado cómplice Candelas, y su rostro tomó una expresión horrible.
—Supongo que estará en los infiernos—exclamó el ladrón.
La amistad del inicuo nunca es de larga duración. Los dos héroes regañaron, a lo que parece, en la cárcel, acusándole Candelas al otro de haber procedido con mala fe y haberse apropiado indebidamente, para su disfrute personal, el corpus delicti en varios robos cometidos en compañía.
No puedo resistir al deseo de contar las aventuras ulteriores de Balseiro.
Poco después de mi salida de la cárcel, Balseiro, con poca paciencia para esperar a que el presidio le ofreciese la ocasión de recobrar la libertad, agujereó el techo de la cárcel, y en compañía de otros penados se fugó. Volvió al instante a sus primeros hábitos, cometiendo muchos robos atrevidos dentro de Madrid y en los alrededores. Voy a referir el último, al que puedo llamar su crimen maestro, singular ejemplo de maldad. Los robos callejeros y el escalo no le[p. 82] satisfacían, y resolvió dar un gran golpe con el que esperaba ganar dinero suficiente para irse a vivir con lujo y esplendor a cualquier país extranjero.
Había cierto intendente de la Casa Real, llamado Gabiria, vasco de nacimiento y dueño de inmensas riquezas, que tenía dos hijos, dos guapos chicos de doce a catorce años de edad, a quienes yo había visto a menudo y hasta hablado con ellos en mis correrías por la orilla del Manzanares, su paseo favorito. Los dos muchachos estaban educándose, en aquel tiempo, en cierto colegio de Madrid. Balseiro, conocedor del cariño que su padre les tenía, determinó servirse de él en provecho de su rapacidad. Trazó un plan, que consistía ni más ni menos que en secuestrar a los chicos y no devolverlos sino mediante un rescate enorme. El plan fué ejecutado en parte: dos cómplices de Balseiro, bien vestidos, llamaron a la puerta del colegio donde estaban los chicos, y valiéndose de una carta falsificada, que dieron como escrita por el padre, arrancaron al director del colegio el permiso para llevarse a los chicos a pasar un día de campo. A unas cinco leguas de Madrid, Balseiro tenía una cueva, en un lugar solitario y agreste, entre El Escorial y un pueblo llamado Torrelodones; allí llevaron a los muchachos, donde quedaron bajo la custodia de los dos cómplices; Balseiro permaneció[p. 83] en Madrid con objeto de entrar en negociaciones con el padre. Pero éste, hombre de notable resolución, en lugar de acceder a las peticiones del bandido formuladas por carta, adoptó sin perder tiempo medidas muy enérgicas para recobrar sus hijos.
Envióse gente a pie y a caballo a recorrer la comarca, y antes de una semana descubrieron a los muchachos cerca de la cueva, abandonados por sus guardianes, que cogieron miedo al enterarse de la resolución con que los buscaban; no tardaron en detenerlos, sin embargo, y los muchachos reconocieron a sus secuestradores.
Balseiro comprendió que Madrid se ponía inhabitable para él, y quiso escaparse, no sé si a la tierra del moro o al Campo de Gibraltar; pero reconocido en un pueblo cercano a Madrid, fué preso, y sin tardanza llevado a la capital, donde a poco perdió la vida en el patíbulo con sus dos cómplices; Gabiria y sus hijos presenciaron la horrible escena a sus anchas, subidos en un carruaje.
Tal fin tuvo Balseiro, de quien no hubiera hablado tanto a no ser por lo del gitano cerrado. ¡Pobre desventurado! Conquistó el género de inmortalidad a que aspiran tantos ladrones españoles, mientras lucen su nívea ropa blanca pavoneándose en el patio. El rapto de los hijos de Gabiria le convirtió de golpe en ídolo de toda la cofradía. Un ladrón famoso, con quien más adelante es[p. 84]tuve yo encarcelado en Sevilla, pronunció su elogio en esta forma:
—Balseiro era un hombre muy cabal y muy buena persona. Hacía cabeza de nuestro gremio, Don Jorge; ya no volveremos a verle. ¡Lástima que no pudiera sacar el parné y escaparse a tierra de moros, Don Jorge!
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María Díaz. — Reproches del clero. — Visita de Antonio. — Antonio en funciones. — Una escena. — Benedicto Mol. — Su peregrinación por España. — Los cuatro Evangelios.
—Sepamos—dije a María Díaz tres mañanas después de mi encarcelamiento—. ¿Qué dice en Madrid la gente a propósito de este suceso?
—No sé lo que la gente, en general, dirá; probablemente no le importará esto gran cosa. La verdad, son ya cosa tan corriente las prisiones, que el público parece que las mira con indiferencia; pero los curas andan muy revueltos, y confiesan la imprudencia que han cometido al hacer que su amigo el corregidor le prenda a usted.
—¿Cómo es eso? ¿Temen que castiguen a su amigo?
—No tal, señor—replicó María—Eso les importaría poco, aunque el corregidor se la haya buscado buena por servirlos; esa gente no tiene afectos, y no se les daría un ardite que colgasen a todos sus amigos, quedando[p. 86] ellos en salvo. Pero dicen que han procedido de ligero al meterle a usted en la cárcel, porque al hacer eso le han dado a usted ocasión de poner en práctica un plan antiguo. «Ese individuo es un bribón—dicen—. Se ha hecho amigo de los presos, y le han enseñado su lengua, que ya hablaba casi tan bien como si hubiera nacido en la cárcel. En cuanto le pongan en libertad publicará un Evangelio para que lo lean los ladrones, y será mucho más peligroso que el Evangelio en gitano, porque los gitanos son pocos, pero los ladrones...! ¡Ay de nosotros! ¡Todos vamos a ser luteranizados! ¡Qué infamia, qué picardía! Todo esto ha sido una treta suya. Siempre ha tenido ganas de ir a la cárcel el bribonazo; en mal hora le hemos metido en ella. España no estará segura hasta que le ahorquen; hay que mandarle al quinto infierno, y allí tendrá tiempo de traducir sus fatales Evangelios al lenguaje de los demonios.»
—No le he dicho al alcaide arriba de tres palabras acerca de la jerga de las cárceles.
—¿Tres palabras? Don Jorge, ¿qué no se puede hacer con esas tres palabras? De poco le ha servido a usted vivir entre nosotros si cree que necesitamos más de tres palabras para armar un embrollo. Esas tres palabras acerca del lenguaje de los ladrones bastan para que por todo Madrid se diga que anda entremezclado con ellos, que ha aprendido[p. 87] su lenguaje y ha escrito un libro que va a trastornar a España, a abrir a los ingleses las puertas de Cádiz, entregar a Mendizábal toda la plata y las joyas de las iglesias, y a Don Martín Lutero, el palacio arzobispal de Toledo.
Al caer la tarde de un día bastante melancólico, y hallándome sentado en el aposento que el alcaide me había destinado, oí un golpe en la puerta. «¿Quién es?», pregunté. «C’est moi, mon maître», gritó una voz muy conocida, y al instante entró Antonio Buchini, vestido como la vez primera que le presenté al lector, es decir, con un excelente sobretodo francés, ya un poco ajado, chaqueta y pantalones, y en una mano, un sombrero pequeñito, y en la otra, un bastón largo y delgado.
—Bon jour, mon maître—dijo el griego. Echando una mirada en torno, continuó:—Me alegro de verle a usted bien instalado. Si no recuerdo mal, mon maître, en sitios peores que éste hemos dormido durante nuestros viajes por Galicia y Castilla.
—Tiene usted mucha razón, Antonio—repliqué—. Aquí estoy muy cómodamente. Le agradezco la bondad de haber venido a visitar a su antiguo amo, sobre todo ahora, que está pasando trabajos. Supongo que por venir aquí, no irá usted a enojar a su dueño actual; ya debe de estar cerca la hora de comer. ¿Cómo ha abandonado usted la cocina?
[p. 88]
—¿A qué amo se refiere usted, mon maître?—preguntó Antonio.
—¡De quién voy a hablar! Del Conde... por cuyo servicio me dejó usted, tentado del ofrecimiento de cuatro duros al mes sobre los que yo le daba.
—Su merced me hace recordar un asunto que ya tenía olvidado por completo. Al presente no tengo otro amo que usted, monsieur Georges, porque siempre le considero a usted como tal, aunque no goce de la felicidad de acompañarle.
—¿Entonces se marchó usted de casa del Conde a los tres días de entrar, según costumbre?
—A las tres horas, mon maître—repuso Antonio—. Pero yo le diré a usted en qué circunstancias. A poco de separarme de usted, fuí a casa de monsieur le Comte; entré en la cocina y miré en torno. No puedo decir que me descontentase lo que vi: la cocina era cómoda y espaciosa, todo estaba limpio y en orden; los criados parecían amables y corteses; sin embargo, no sé cómo fué, pero se apoderó de mí la idea de que la casa no me convenía en modo alguno y que no estaría en ella mucho tiempo; colgué de un clavo la mochila, y, sentándome en la mesa de la cocina, empecé a cantar una canción griega, como hago siempre que estoy disgustado. Rodeáronme los criados, haciéndome preguntas; pero yo no les[p. 89] contesté, y continué cantando hasta que se acercó la hora de preparar la comida; entonces salté al suelo de pronto y los eché de la cocina a todos, diciéndoles que nada tenían que hacer allí en tal ocasión. Al momento entré en funciones. Hice un esfuerzo, mon maître, y me puse a preparar una comida que me hubiese hecho honor; había convidados aquel día y determiné, por tanto, demostrar a mi amo que la capacidad de su cocinero griego era insuperable. Eh bien, mon maître, todo marchaba bastante bien, y casi me encontraba ya a gusto en mi nuevo empleo, cuando se precipitó en la cocina le fils de la maison, mi señorito, un chiquillo de unos trece años, bastante feo. Llevaba en la mano una rebanada de pan, y, después de un breve reconocimiento, la sepultó en una cacerola donde se guisaban unas perdices. Ya sabe usted, mon maître, que soy muy delicado en ciertas cuestiones, porque no soy español, sino griego, y tengo principios de honor. Sin vacilar un momento, cogí a mi señorito por los hombros, y empujándole hacia la puerta, le despedí como merecía. Con gritos clamorosos subió corriendo al piso alto. Yo continué en mi trabajo, pero no habían pasado tres minutos cuando oí un pavoroso estrépito en lo alto de la escalera, on faisoit un horrible tintamarre, y de vez en cuando oía juramentos y maldiciones. Al instante la puerta se[p. 90] abrió con violencia, y en impetuosa carrera echaron escaleras abajo el Conde, mi señor, su mujer, mi señorito, seguidos de una regular bandada de mujeres y de filles de chambre. A todos los llevaba gran delantera el Conde, mi señor, con una espada desnuda en la mano y gritando: «¿Dónde está el malvado que ha deshonrado a mi hijo? ¿Dónde está, que lo mato ahora mismo?» Yo no sé cómo ocurrió, mon maître, pero, cabalmente, en aquel momento volqué una gran fuente de garbanzos destinados a la puchera del día siguiente. Estaban crudos, y tan duros como piedras; los derramé por el suelo, y la mayor parte de ellos fué a parar junto a la entrada. Eh bien, mon maître, un instante después entró el Conde de un brinco, echando chispas por los ojos, y con una espada en la mano, como ya he dicho. «Tenez, gueux enragé», me gritó, tirándome una furiosa estocada; pero no había acabado de decir esas palabras, cuando resbaló, y cayó hacia adelante todo lo largo que era, y la espada se le escapó de la mano comme une flêche. ¡Si hubiese usted oído el alboroto que se armó! Hubo una confusión terrible: el Conde yacía en el suelo, al parecer, aturdido por el golpe. Yo no hice caso, y continué trabajando con afán. Al fin le levantaron, y con sus cuidados recobró el sentido; estaba muy pálido y agitado. Pidió la espada; todas las miradas se clavaron en[p. 91] mí, y adiviné que se preparaba un ataque general. De súbito, retiré del fuego una gran casserole, donde se freían unos huevos, y la mantuve a la distancia que permitía la longitud del brazo, examinándola con afectada atención, mientras avanzaba el pie derecho y echaba atrás el izquierdo cuanto podía. Todos se estuvieron quietos, figurándose que iba a hacer una operación importante, y así fué, en efecto, porque adelanté de pronto la pierna izquierda, y con un rápido coup de pied, lancé la casserole y su contenido por encima de mi cabeza con tal fuerza, que fueron volando a estamparse en una pared bastante detrás de mí. Esto lo hice para significar que el trato quedaba roto y que sacudía el polvo de mis zapatos; arrojé sobre el Conde la mirada peculiar de los cocineros scirotas cuando se sienten insultados, y, dilatando mi boca por ambos lados hasta cerca de las orejas, descolgué la mochila y me fuí, cantando al marcharme la canción del antiguo Demos, quien, moribundo, pedía la comida y agua para lavarse las manos:
Ὁ ἥλιος ἐβασίλευε, κι᾽ ὁ Δῆμος διατάζει.
Σύρτε, παιδιά μου, ᾽σ τὸ νερὸν ψωμὶ νὰ φάτ᾽ ἀπόψε.
De esta manera, mon maître, salí de casa del Conde.
Yo.—¡Excelente manera de portarse! Por[p. 92] confesión propia, veo que su conducta no ha podido ser peor. Si no fuera por las muchas pruebas de valor y fidelidad que me dió usted estando a mi servicio, desde este momento no volveríamos a vernos más.
Antonio.—Mais qu’est ce que vous voudriez, mon maître? ¿No soy griego, y hombre de honor y muy susceptible? ¿Quiere usted que los cocineros de Scira y de Stambul se sometan en España a que los insulten los hijos de los condes, precipitándose en el templo con rebanadas de pan? Non, non, mon maître, usted es demasiado noble y, sobre todo, demasiado justo para pedir eso. Pero hablemos de otra cosa. Mon maître, no he venido solo: en el corredor espera una persona que ansía verle a usted.
Yo.—¿Quién es?
Antonio.—Uno a quien ya se ha encontrado usted, mon maître, en sitios muy extraños y diversos.
Yo.—Pero ¿de quién se trata?
Antonio.—De uno a quien le aguarda un fin desusado, «porque así está escrito». El suizo más extraordinario que hay, el de Santiago: der Schatz Gräber.
Yo.—¿Benedicto Mol?
—Yaw, mein lieber Herr—dijo Benedicto, abriendo del todo la puerta, que estaba entornada—. Soy yo. Me he encontrado en la calle a Herr Anton, y al oír que estaba usted aquí, he venido a visitarle.
[p. 93]
Yo.—Pero ¿qué rareza es ésta, y cómo es que le veo a usted otra vez en Madrid? Yo creía que ya estaba usted en su país.
Benedicto.—No tema, lieber Herr; allá he de volver a su debido tiempo, pero no a pie, sino en coche de mulas. El Schatz se está todavía en su escondite, esperando que lo desentierren; ahora tengo mejores esperanzas que nunca; muchos amigos, mucho dinero. ¿Ha reparado usted cómo voy vestido, lieber Herr?
En efecto, llevaba ropas mucho mejores que nunca. La chaqueta y los pantalones, de crudillo, eran casi nuevos. Tocábase aún con un sombrero andaluz, de forma cónica, pero no viejo ni raído, sino nuevo y lustroso, y de inmensa altura. En lugar del tosco palo que llevaba en Santiago y en Oviedo, traía ahora una recia caña de bambú, rematada por una disforme cabeza de oso o de león, prolijamente tallada en peltre.
—Parece usted un buscador de tesoros al volver de una expedición fructífera—exclamé.
—Más bien parece—interrumpió Antonio—uno que ha dejado de trabajar por cuenta propia y busca tesoros a costa ajena.
Pregunté detalladamente al suizo por sus aventuras desde que le vi por última vez en Oviedo, donde le dejé para continuar mi viaje a Santander. De sus respuestas colegí que me había seguido hasta este último[p. 94] punto, pero invirtiendo mucho tiempo en el camino, debilitado por el hambre y las privaciones. En Santander me perdió el rastro. Ya se le había agotado el pequeño socorro que yo le dí. Pensó entonces irse a Francia, pero no se atrevió a aventurarse en las provincias Vascongadas, donde ardía la guerra, para no caer en manos de los carlistas, que hubieran podido fusilarle por espía. Como nadie le socorría en Santander, se fué pidiendo limosna por los caminos, hasta que se encontró en Aragón, no podía decir exactamente dónde. «Mis calamidades eran tantas—dijo Benedicto—que estuve a punto de perder el juicio. ¡Oh, qué horror, vagar por los agrestes montes y las vastas planicies de España, sin dinero y sin esperanza! Algunas veces, encontrándome entre peñas y barrancos, quizás sin haber probado alimento desde la salida hasta la puesta del sol, me enfurecía. Entonces levantaba el palo hacia el cielo, y, blandiéndolo, gritaba: Lieber Herr Gott, ach lieber Herr Gott, ahora más que nunca necesito tu ayuda; si tardas en socorrerme estoy perdido; ¡ayúdame ahora, ahora! Y una vez, cuando deliraba de ese modo, me pareció oír una voz—más, estoy seguro de haberla oído—que sonaba en la cavidad de una peña, muy clara y muy fuerte, gritando: «Der Schatz, der Schatz, no hay que desenterrarlo todavía; a Madrid, a Madrid. El camino del Schatz pasa por Madrid.» De[p. 95] nuevo la idea del Schatz se apoderó de mi ánimo; reflexioné en lo feliz que sería si pudiese desenterrarlo. ¡No más mendigar, no más errar por hórridas montañas y desiertos! Blandí el palo, y noté, con sorpresa, que mi cuerpo y mis miembros se reanimaban con nuevas energías; anduve a buen paso, y no tardé en salir al camino real; mendigué, y proseguí como mejor pude hasta llegar a Madrid.
—¿Y qué le ha sucedido después de llegar a Madrid?—pregunté—. ¿Ha encontrado usted el tesoro en las calles?
De pronto, Benedicto se volvió reservado y taciturno, cosa que me sorprendió en extremo, porque hasta entonces se había mostrado siempre muy comunicativo en lo tocante a sus cuentas y proyectos. Por lo que pude sacar de sus medias palabras e insinuaciones, parecía que al llegar a Madrid cayó en manos de ciertas personas que le trataron con bondad, proveyéndole de dinero y ropa; no por puro desinterés, sino con los ojos puestos en el tesoro. «Esperan mucho de mí—dijo el suizo—. Después de todo, acaso hubiera sido más ventajoso sacar el tesoro sin su ayuda, con tal que hubiese sido posible.» No sabía o no quiso decirme quiénes eran sus nuevos amigos, salvo que tenían muchísima influencia. Dijo algo acerca de la Reina Cristina, y de un juramento que había prestado ante un obispo,[p. 96] sobre un crucifijo y los cuatro Evangelien. Pensé que había perdido la cabeza, y dejé de preguntarle. En el momento de marcharse, me dijo: «Lieber Herr, dispénseme usted si no le he hablado con entera franqueza, debiéndole tanto como le debo, pero no me atrevo; ahora no me pertenezco. Además, siempre es de mal agüero hablar una palabra acerca de un tesoro antes de tenerlo en nuestro poder. Una vez, en mi país hubo un hombre que cavó en el suelo hasta descubrir un caldero de cobre que contenía un Schatz. Al cogerlo por el asa, no hizo más que exclamar, en su entusiasmo: “¡Ya lo tengo!”, y eso bastó: desprendióse la caldera y se hundió, quedándose el hombre con el asa en la mano: eso fué cuanto ganó con tantos trabajos. Adiós, lieber Herr; dentro de poco me mandarán a Santiago para desenterrar el Schatz, pero vendré a verle a usted antes de marcharme. ¡Adiós!»
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Salida de la cárcel. — Las excusas. — El corazón humano. — La vuelta del griego. — La Iglesia romana. — La luz de la Escritura. — El arzobispo de Toledo. — Una entrevista. — Piedras preciosas. — Una resolución. — El lenguaje extranjero. — Despedida de Benedicto. — La caza del tesoro en Compostela. — Realidad y ficción.
Unas tres semanas estuve en la cárcel de Madrid, y, al cabo de ese tiempo la dejé. Si yo hubiese sido orgulloso, o abrigado algún rencor contra el partido que me encarceló, el modo como me devolvían la libertad hubiera halagado grandemente esas malas pasiones. El Gobierno, en un documento transmitido a sir Jorge, reconoció que me habían detenido sin razón bastante, y que ninguna tacha quedaba sobre mí de resultas de la prisión; se encargaba al propio tiempo de pagar todos los gastos que la tramitación del asunto me originó.
Además, se mostró dispuesto a dejar cesante al individuo por cuyos informes me detuvieron, es decir, el corchete que me visitó en mi hospedaje de la calle de Santiago[p. 98] y se comportó del modo descrito en uno de los anteriores capítulos. Rehusé, empero, aprovecharme de la condescendencia del Gobierno, más que nada porque me dijeron que el individuo de marras tenía mujer e hijos, y si le dejaban cesante, se quedarían en la miseria. Consideré, además, que en cuanto hizo y dijo se limitó probablemente a obedecer órdenes secretas; le perdoné, pues, sin reservas, y si en el momento presente no conserva su plaza, la culpa, ciertamente, no es mía.
También rehusé aceptar indemnización por mis gastos, que fueron de importancia. Es probable que muchas personas en mi caso hubiesen procedido de muy diferente modo en este punto, y me guardo de afirmar que en ello anduviese yo del todo discreto o acertado. Pero me repugnaba recibir dinero de una gente como la que componía el Gobierno de España, gente a quien, lo confieso, despreciaba yo cordialmente, y no quería darle motivo para decir que el inglés a quien habían apresado injustamente y sin proceso, accedía a recibir dinero de sus manos. En una palabra, confieso mi debilidad: deseaba yo que continuasen siendo deudores míos, y estaba seguro de que no opondrían la más leve objeción a continuar siéndolo; se guardaron su dinero y probablemente se rieron para su capote de mi falta de sentido común.
[p. 99]
La mayor pérdida que me ocasionó el encarcelamiento, y por la que no podía ofrecerse ni recibirse indemnización, fué la muerte de mi afectuoso y fiel Francisco, el vascongado, que por acompañarme durante todo el tiempo que duró mi prisión, cogió el tifus o fiebre carcelaria, que entonces hacía estragos en la cárcel de la Corte, y murió a los pocos días de mi liberación. Murió ya entrada la noche. A la mañana siguiente estaba yo en la cama reflexionando sobre esta pérdida, y me preguntaba de qué nación sería mi servidor futuro, cuando oí un ruido al parecer causado por una persona ocupada en limpiar vigorosamente zapatos o botas, y a intervalos una voz extraña y discordante que cantaba trozos de una canción en una lengua desconocida; no sabiendo lo que aquello podría ser, toqué la campanilla.
—¿Ha llamado usted, mon maître?—dijo Antonio asomándose a la puerta con uno de los brazos profundamente sepultado en una bota.
—Sí, por cierto—contesté—; pero no me podía imaginar que fuese usted quien respondiera a la llamada.
—Mais pourquoi non, mon maître?—exclamó Antonio—. ¿Quién va a servirle a usted ahora sino yo? N’est pas que le sieur François est mort? En cuanto lo supe, me dije: voy a volver a mi puesto chez mon maître, monsieur Georges.
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—Supongo que estará usted sin colocación, y por eso ha venido.
—Au contraire, mon maître—replicó el griego. Acababa de ajustarme en casa del duque de Frías, donde me daban al mes diez duros más que su merced; pero al saber que se había usted quedado sin criado, fuí sin pérdida de tiempo a decir al duque, aunque ya estaba muy entrada la noche, que no me convenía servirle; y aquí estoy.
—Pues de esa manera, no le admito—dije yo—. Vuelva a casa del duque, preséntele sus excusas por lo que ha hecho, y solicite su cese en debida forma; entonces, si su gracia desea prescindir de usted, caso bastante probable, le admitiré con mucho gusto a mi servicio.
Después de sufrir una prisión cuya injusticia reconocían mis propios enemigos, era razonable esperar de sus manos un trato más liberal que el que hasta allí me habían dispensado. Mi única ambición era por entonces conseguir tolerancia para la venta del Evangelio en aquel infortunado y perturbado reino; para lograr ese fin no sólo hubiera consentido en sufrir, uno tras otro, veinte encarcelamientos como el pasado, sino que hubiera sacrificado gustoso la vida misma. Pronto advertí, sin embargo, que probablemente no iba a ganar nada con mi encarcelación; al contrario, desde que se concluyó el asunto, fuí objeto de la aversión personal[p. 101] del Gobierno, lo que tal vez no sucedía antes; las concesiones que se vieron obligados a hacer para evitar una ruptura con Inglaterra humillaron su orgullo y vanidad. Mostráronse dispuestos a saciar su aversión, contrariando mis planes todo lo posible. Tuve una entrevista con Ofalia acerca del asunto que embargaba mi ánimo; le encontré desabrido y áspero. «Lo que más le conviene a usted es permanecer tranquilo—me dijo—. ¡Cuidado! Ya ha puesto usted una vez toda la corte en confusión; cuidado, repito. Otra vez puede que no se escape usted tan fácilmente.»
—Quizás no—repliqué—y quizás ni lo deseo siquiera; es cosa agradable padecer por la causa del Evangelio. Ahora me tomaré la libertad de preguntar si, en el caso de ponerme a propagar la Palabra de Dios, me lo impedirán.
—Naturalmente—exclamó Ofalia—; la Iglesia lo prohibe.
—Pues, con todo, voy a intentarlo—exclamé.
—¿Sabe usted lo que dice?—preguntó Ofalia, arqueando las cejas y abriendo la boca.
—Sí, continué—; voy a hacer la prueba en todos los pueblos de España donde me sea posible entrar.
Durante mi permanencia en España, la oposición más recia que encontré fué la del clero; por instigación suya el Gobierno adop[p. 102]taba las medidas convenientes para impedir la amplia difusión del libro sagrado por el país. No interrumpiré el curso de mi narración con reflexiones acerca de la situación de una Iglesia que, si bien pretende fundarse en la Escritura, arrebataría la luz de la Escritura a toda la Humanidad, si pudiese. Pero Roma sabe perfectamente que no es una Iglesia cristiana, y como no tiene deseo de serlo, obra cuerdamente quitando a sus secuaces de delante de los ojos las páginas que podrían revelarles las verdades del Cristianismo. Sus agentes y validos en España esforzábanse cuanto podían por anular mis humildes trabajos y difamar la obra que yo andaba esparciendo. Todo el clero ignorante y fanático (la gran mayoría) era opuesto a ella, y cuantos ansiaban estar a bien con la corte de Roma vociferaban su oposición. Había, empero, una parte del clero, pequeña a la verdad, bien dispuesta en favor de la circulación del Evangelio, aunque en modo alguno inclinada a hacer el menor sacrificio individual por tal fin; éstos eran los que profesaban el liberalismo, que se supone implica una disposición a adoptar cuantas reformas, así en lo civil como en lo eclesiástico, parezcan conducentes al bien del país. No pocos clérigos españoles eran partidarios de ese principio, o al menos se declaraban tales; algunos, por conveniencia propia sin duda, con la esperanza de aprovechar el es[p. 103]píritu de los tiempos para su medro personal; otros, hay que esperarlo, por convicción, por puro amor a las ideas. Entre éstos se encontraban, por la época a que me refiero, varios obispos. Pero es digno de nota que ninguno de ellos debía su puesto al Papa, que los desautorizaba, sino a la Reina Gobernadora, cabeza visible del liberalismo en España. No es de extrañar, por tanto, que hombres colocados en tales circunstancias se sintiesen dispuestos a apoyar cualquier medida o plan favorables al progreso del liberalismo, más bien que a contrariarlos; y no hay duda que la circulación de la Escritura era una medida de ese género. Con todo, su buena voluntad, suponiendo que la tuvieran, fué para mí poco valiosa, porque nunca dieron un paso decisivo ni alzaron sus voces para denunciar de modo positiva y resuelto la conducta de quienes pretendían privar al mundo de la luz de la Escritura. En cierta ocasión creí que iba a conseguir, por su medio, algo importante para la causa del Evangelio en España; pero me desengañé pronto, y me convencí de que descansar en lo que quisieran hacer era tanto como apoyar la mano en una caña, que, sin sostenerme, me desgarraría la carne. Algunos de ellos me enviaron mensajes expresando la estimación en que me tenían y asegurándome cuán cara a su corazón era la causa del Evangelio. Recibí incluso un aviso[p. 104] insinuándome que mi visita no sería desagradable al arzobispo de Toledo, Primado de España.
Poco puedo decir de este personaje, cuya historia desconozco por completo. A la muerte de Fernando era, creo yo, obispo de Mallorca, pequeña e insignificante sede, de muy pobres rentas, que quizás cambió gustoso por otra más rica. Es probable, sin embargo, que de mostrarse fiel servidor del Papa, y, por ende, partidario de los legitimistas, hubiera ocupado hasta el día de su muerte la silla episcopal de Mallorca; pero pasaba por liberal, y la Reina Gobernadora tuvo a bien concederle la dignidad de arzobispo de Toledo, haciéndole así cabeza de la Iglesia en España. Cierto que el Papa se negó a ratificar la designación, razón por la que todos los buenos católicos estaban obligados a seguir considerándole como obispo de Mallorca y no como Primado de España. Pero el obispo cobraba las rentas de la sede toledana, débil sombra de lo que fueron antaño, pero muy importantes aún, y vivía en el palacio del Primado, en Madrid, de suerte que si no era arzobispo de jure era lo que para muchos valía más: arzobispo de facto.
Sabedor de la amistad personal del arzobispo con Ofalia, quien, según decían, le consideraba mucho, resolví hacerle una visita, y así una mañana me encaminé al palacio en que vivía. Sin dificultad obtuve au[p. 105]diencia: un lacayo, asturiano a lo que creo, a quien hallé sentado en un banco de piedra del portal, me condujo a su presencia. Cuando entré, el arzobispo estaba solo, sentado detrás de una mesa, en un vasto aposento, especie de sala de estrados. Vestía con sencillez: sotana negra y birrete de seda; pero en un dedo llevaba una amatista soberbia, resplandeciente, de brillo deslumbrador. Se incorporó un momento, al acercarme, y con la mano me indicó una silla. Podía tener sesenta años; era muy alto, pero se encorvaba bastante, por debilidad sin duda; y la tez pálida de sus facciones demacradas denotaba su mala salud. Cuando de nuevo se sentó inclinó la cabeza, como si contemplase la mesa que tenía delante.
—Supongo que V.E. sabrá quién soy—dije al cabo, rompiendo el silencio.
El arzobispo inclinó la cabeza hacia el hombro izquierdo, con expresión algo equívoca, pero no dijo nada.
—Yo soy el que los Manolos de Madrid llaman Don Jorgito el Inglés. Acabo de salir de la cárcel, donde me encerraron por propagar el Evangelio del Señor en este reino de España.
El arzobispo repitió el mismo movimiento equívoco de la cabeza, pero aún no dijo nada.
—He sabido que V.E. deseaba verme, y por esa razón he venido a hacerle esta visita.
[p. 106]
—Yo no le he llamado a usted—dijo el arzobispo, alzando de súbito la cabeza, y con ojos de espanto.
—Quizás no; pero me habían dado a entender que mi presencia sería grata; como al parecer no es así, me iré.
—Puesto que ha venido usted, me alegro mucho de verle.
—Y yo celebro mucho oírle—dije yo, volviendo a sentarme—. Ya que estoy aquí, podemos hablar de un asunto de la mayor importancia: la difusión de la Escritura. ¿Conoce V.E. algún medio para alcanzar un fin tan deseable?
—No—dijo el arzobispo débilmente.
—¿No cree V.E. que el conocimiento de la Escritura produciría inestimables beneficios a estos reinos?
—No lo sé.
—¿Hay probabilidades de convencer al Gobierno para que consienta su circulación?
—¿Cómo voy a saberlo?—y el arzobispo se me quedó mirando a la cara.
Yo también le miré a él; había en su rostro tal expresión de desvalimiento, que casi era chochez. «¡Válgame Dios!—pensé—. ¿A quién he venido yo a contar estas cosas? ¡Pobre hombre! No sirves para representar el papel de Martín Lutero, y en España menos que en otra parte. Me maravilla que tus amigos te hayan nombrado arzobispo de Toledo. Quizás pensaron que no harías pro[p. 107]vecho ni daño, y te escogieron, como escogen a veces en mi país a los primados, en razón de tu incapacidad. No pareces muy contento en este empleo, ni tu sitial debe de ser muy cómodo. Más a gusto estabas cuando eras el pobre obispo de Mallorca; entonces podías saborear la puchera sin miedo de que te la sazonaran con sublimado. No temías entonces que te ahogaran en el lecho. La siesta es cosa agradable, cuando no está uno expuesto a verla interrumpida por un súbito espanto. Me sorprenderá si no estás ya envenenado»—continué casi en voz alta, según estaba mirándole al semblante, que a mi parecer se cubría de palidez mortal.
—¿Qué decía usted, don Jorge?—preguntó el arzobispo.
—Que V.E. lleva un brillante magnífico—dije yo.
—¿Le gustan a usted los brillantes, don Jorge?—dijo el arzobispo, cuyas facciones se animaron—. ¡Vaya! ¡También a mí! ¡Son muy bonitos! ¿Entiende usted de brillantes?
—Sí entiendo—respondí—, y no he visto nunca otro mejor que ése, salvo uno, perteneciente a un conocido mío, un khan de Tartaria. Pero no lo llevaba en el dedo; poníaselo al caballo en el frontal, donde brillaba como una estrella. Llamábalo Daoud Scharr, que significa «luz de guerra».
—¡Vaya!—dijo el arzobispo—. ¡Qué curioso! Me alegro de que le gusten a usted[p. 108] los brillantes, don Jorge. Al hablar de caballos me ha hecho usted recordar que le he visto con frecuencia a caballo. ¡Vaya! Qué modo de montar. Es peligroso encontrársele a usted en el camino.
—¿V.E. es aficionado a la equitación?
—De ninguna manera, don Jorge. No me gustan los caballos. En la Iglesia no es costumbre montar a caballo; preferimos las mulas: son animales más tranquilos. Los caballos me dan miedo: ¡cocean de un modo!
—La coz del caballo mata—dije yo—si da en un sitio vital. Pero no opino como V.E. acerca de las mulas; un buen jinete puede sostenerse a caballo, por resabiado que el animal esté; pero las mulas, ¡vaya!, cuando una mula falsa tira por detrás, no creo que ni el propio Padre de la Iglesia se sostenga en la silla ni un momento, por muy buen bocado que lleve.
Al marcharme, le dije:—¿Qué puedo esperar acerca del Evangelio?
—No sé—dijo el arzobispo inclinando de nuevo la cabeza hacia el hombro derecho, mientras sus facciones reasumían la expresión de vaciedad.
Así terminó mi entrevista con el arzobispo de Toledo.
—Me parece—dije a María Díaz al volver a casa—, me parece, Mariquita mía, que si el Evangelio, para ser tolerado en España, ha de esperar a que los obispos y arzobis[p. 109]pos liberales acudan resueltamente en su ayuda, va a tener que aguardar mucho tiempo.
—Soy del mismo parecer, señor—respondió María—. ¡Bonito sería tener que esperar a que esa gente haga un esfuerzo en favor de usted! ¡Ca! Risa me da pensarlo. ¿Cómo ha tenido usted la candidez de figurarse que les importa algo el Evangelio? ¡Vaya!, son verdaderos curas; en los ofrecimientos que le han hecho a usted sólo les movía su propio interés. El Santo Padre no quiere reconocerlos, y les gustaría asustarle un poco para obligarle a transigir; pero como los reconociera, ya vería usted luego si le admitían en sus palacios o tenían algún trato con usted. «¡Fuera ese prójimo!—dirían—. ¡Vaya! ¿No es luterano? ¿No es enemigo de la Iglesia? ¡A la horca, a la horca!» Conozco a esa familia mejor que usted, don Jorge.
—Es inútil aguardar más—dije yo—. Pero en Madrid nada puedo hacer. No se puede vender la obra en el despacho, y acabo de saber que todos los ejemplares dejados para la venta en las librerías de las diversas poblaciones que he visitado los ha secuestrado el Gobierno. Mi decisión está tomada: montaré en mis caballos, que relinchan en la cuadra, y me iré a recorrer en persona los pueblos y llanuras de la polvorienta España. Al campo, al campo. «Camina, avanza prósperamente y reina por medio de la verdad y de[p. 110] la mansedumbre y de la justicia; tu diestra te conducirá a cosas maravillosas.» Caminaré, pues, María.
—No puede hacer su merced cosa mejor, y permítame ahora decirle que, por cada libro que pudiera usted vender en un despacho en la ciudad, venderá usted ciento en los pueblos con tal de darlos baratos, porque en el campo hay poco dinero. ¡Vaya! ¿Sabré yo lo que digo? ¿No soy también de pueblo, villana de la Sagra? A caballo, pues; los caballos no hacen más que relinchar en la cuadra, como usted dice, y casi podía haber añadido que el señor Antonio relincha en la casa. Dice que no tiene nada que hacer, motivo por el que está otra vez disgustado e inquieto. Todo lo encuentra mal, a mí en primer término. Esta mañana le saludé, y, en lugar de contestarme, torció la boca de un modo nunca visto en tierras de España.
—Se me ocurre una idea—dije yo—. Ha mentado usted la Sagra ¿Por qué no comenzar mis trabajos por los pueblos de esa comarca?
—Muy bien pensado—replicó María—. La recolección termina ahora por allí, y encontrará usted a la gente relativamente desocupada, con vagar para acompañarle a usted y oírle. Si quiere seguir mi consejo, debe usted establecerse en Villaseca en la casa que fué de mis padres, donde al presente vive mi señor marido. Vaya usted a[p. 111] Villaseca lo primero, y desde allí puede usted emprender excursiones con el señor Antonio. Quizás mi marido les acompañe; si es así, les servirá de mucho. La gente en Villaseca es amable y cortés; cuando se dirigen a un forastero le hablan a gritos y en gallego.
—¡En gallego!—exclamé.
—Todos saben unas cuantas palabras de gallego aprendidas de los que bajan todos los años a segar, y como el gallego es la única lengua extraña que conocen, la emplean por cortesía al dirigirse a un extranjero. ¡Vaya! No es mal pueblo Villaseca, ni es mala gente; la única persona de mala condición que allí hay es el reverendo señor cura.
No fueron largos los preparativos de mi empresa. Envié por delante con un arriero un buen repuesto de Testamentos, y yo salí al siguiente día. Pero antes de marcharme recibí la visita de Benedicto Mol.
—Vengo a decirle a usted adiós, lieber Herr. Mañana me vuelvo a Compostela.
—¿Con qué propósito?
—Para desenterrar el Schatz, lieber Herr. ¿Cuál otro podía llevar? ¿Por qué he vivido hasta hoy, sino para al fin poder desenterrar el Schatz?
—Pudiera usted haber vivido para algo mejor—exclamé—. Con todo, le deseo buen éxito. ¿En qué funda usted sus esperanzas?[p. 112] ¿Le han dado permiso para hacer excavaciones? Seguramente no se le habrán olvidado a usted las penalidades que sufrió en Galicia.
—No se me han olvidado, lieber Herr, ni el viaje a Oviedo, ni las siete bellotas, ni la lucha con la muerte en el barranco. Pero tengo que cumplir mi destino. Ahora voy a Galicia a expensas del Gobierno, como si perteneciera de nuevo a la Guardia suiza: voy en coche de mulas, quiero decir, en galera. Tendré toda la ayuda necesaria, y puedo cavar hasta el centro de la tierra si lo creo conveniente. Además... pero no puedo decirle más, porque he jurado sobre los cuatro Evangelien guardar secreto.
—Bien, Benedicto, no tengo nada que decir, salvo desearle a usted que triunfe en sus excavaciones.
—Gracias, lieber Herr; gracias. Ahora, adiós. ¡Triunfaré, triunfaré!
Aquí se quedó cortado, se estremeció, y, mirándome, con expresión casi de loco en el semblante, exclamó:
—¡Heiliger Gott! Me olvido de una cosa. Supongamos que al fin y a la postre no encuentro el tesoro.
—Es muy sensato lo que usted dice; ¡lástima que hasta ahora no se le haya ocurrido! Le aseguro a usted, amigo mío, que se ha metido en una empresa desesperada. Verdad que puede usted encontrar un tesoro; pero hay cien probabilidades contra una[p. 113] de que no lo encontrará. ¿Qué será de usted en tal caso? Le tomarán por un impostor, y las consecuencias serán horribles. Recuerde quién es usted y entre qué gentes está. Los españoles son crédulos; pero cuando una vez llegan a sospechar que los han engañado, y sobre todo que se han reído de ellos, su sed de venganza no conoce límites. No crea usted que su inocencia le servirá de algo. Yo estoy convencido de que no es usted un impostor, pero ellos no lo creerán jamás. Todavía no es tarde. Devuelva usted esas ropas tan buenas y ese elegante bastón a quien se lo haya dado. Póngase un traje viejo, empuñe el tosco palo, y véngase conmigo a la Sagra para ayudarme a difundir el insigne Evangelio entre los lugareños de la ribera del Tajo.
Benedicto meditó un momento, y luego, sacudiendo la cabeza, gritó:
—¡No! ¡No! Tengo que cumplir mi destino. El Schatz no está aún desenterrado. Así lo dijo la voz en el barranco. Mañana, a Compostela. Lo encontraré: el Schatz está allí aún; «tiene» que estar.
Salió y no le volví a ver más. Pero después oí contar de él cosas extraordinarias. Resultó que el Gobierno dió oídos a la fábula de Benedicto, y se dejó impresionar de tal modo por sus exageradas descripciones del tesoro oculto, que llegó a creer en la posibilidad de desenterrar en Santiago, con[p. 114] poco trabajo y poco gasto, oro y diamantes de sobra para enriquecerse y para extinguir la deuda nacional de España. El suizo volvió a Compostela «como un duque», para usar sus mismas palabras. El asunto, mantenido al comienzo en profundo secreto, se divulgó con rapidez. Se acordó dar a una exploración que podía tener tan importantes consecuencias toda la publicidad y el aparato posibles. Acercábase una fiesta muy solemne, y pareció lo más acertado que la busca comenzase en tal día. El día llegó. Todas las campanas de Compostela repicaban. El pueblo en masa se lanzó a la calle; un millar de soldados formaba en la plaza; la expectación llegó al grado sumo. Una solemne comitiva se dirigió a la iglesia de San Roque; a su cabeza iban el capitán general y el suizo, que blandía un mágico bastón; pegada a ellos iba la meiga, la bruja gallega que primeramente guió al buscador del tesoro; numerosos albañiles cerraban la marcha, llevando las herramientas necesarias para la excavación. La comitiva entra en la iglesia, la cruza con paso solemne, y llega a una galería abovedada. El suizo mira en torno. «Cavad aquí»—dijo de pronto—. «Sí, cavad aquí»—dijo la meiga. Los albañiles trabajan, horadan el piso, espárcese un olor horrible y fétido...
Para qué más; no se halló tesoro alguno, y mis advertencias al desgraciado suizo re[p. 115]sultaron demasiado proféticas. Sin tardanza le prendieron, arrojándole en la hórrida prisión de Santiago, seguido de las maldiciones de millares de personas, que con gusto le hubieran despedazado.
El asunto no terminó ahí. Los enemigos políticos del Gobierno no dejaron escapar una ocasión tan favorable para asestarle los dardos del ridículo. Los moderados fueron censurados en las Cortes por su avaricia y su credulidad, mientras en alas de la Prensa liberal se esparcía por toda España la historia del tesoro escondido en Santiago.
—Después de todo, eso ha sido una trampa de don Jorge—dijo un enemigo mío—. Ese prójimo se encuentra siempre enredado en la mitad de las picardías que se cometen en España.
Ansioso por saber la suerte que había corrido el suizo, escribí a mi antiguo amigo de Compostela, Rey Romero. En su respuesta decía: «Vi al suizo en la cárcel, desde donde me mandó llamar, implorando mi socorro en nombre de la amistad que tengo con usted. Pero ¿cómo favorecerle? Se lo llevaron de Santiago en seguida, no se adónde. Dicen que ha desaparecido por el camino.»
La verdad es a veces más sorprendente que la fábula. ¿En qué novela se encontrará nada más insensato, grotesco y triste que la historia fácilmente comprobable de Benedicto Mol, el buscador del tesoro de Santiago?
[p. 116]
Villaseca. — Una casa morisca. — La puchera. — Un cónclave de rústicos. — Ceremoniosa urbanidad. — La Flor de España. — El puente de Azeca. — El castillo en ruinas. — Nos echamos al campo. — Demanda de Testamentos. — El labrador viejo. — El cura y el herrero. — La baratura de los Testamentos.
Llegué a Villaseca uno de los días de más furioso calor en que he desafiado los rayos del sol. La temperatura debió de llegar a cien grados a la sombra; la atmósfera parecía una ardiente llama. En un lugar que dicen Leganés, a seis leguas de Madrid, y como a mitad de camino entre la capital y Toledo, nos apartamos de la carretera, dirigiéndonos al Este. Cabalgamos por lo que en España llaman llanuras, que en cualquier otro país del mundo parecería terreno quebrado y desigual. Las mieses de trigo y cebada habían ya desaparecido; quedaban aquí y allá, como últimos vestigios, algunos haces que los labradores se ocupaban en recoger para acarrearlos a sus pueblos.
[p. 117]
Difícil me sería decir que fuese bello aquel paisaje, de absoluta desnudez, sin árboles ni verdor. No le faltaban, empero, pretensiones de magnificencia y grandeza, como no le faltan a ningún paraje de España. Los objetos más llamativos eran dos enormes cerros calcáreos, o más bien uno rajado en dos, que se erguía a gran altura; la cima del más próximo se coronaba con las ruinas del antiguo castillo de Villaluenga. A eso de la una de la tarde llegamos a Villaseca.
Era un pueblo grande, de unos setecientos habitantes, rodeado de un muro de tierra. En el centro está la plaza, uno de cuyos lados lo ocupa lo que llaman un palacio, tosco edificio cuadrangular, de dos pisos, perteneciente a alguna familia noble, los señores de las tierras del contorno. Estaba vacío; ocupábalo tan sólo una especie de administrador, que encerraba en sus salones el grano que en pago de las rentas recibía de los arrendatarios y villanos que labraban el término.
El pueblo dista como un cuarto de legua de la orilla del Tajo, que aun allí, en el corazón de España, es un hermoso río, no navegable, sin embargo, a causa de los bancos de arena que en muchos sitios emergen a modo de isletas, cubiertas de árboles y maleza. La aldea saca del río toda su provisión de agua, por carecer de ella, al menos pota[p. 118]ble, dentro de sus muros; todos los manantiales son salobres, y de esto le vendrá probablemente el nombre de Villaseca. Dícese que sus habitantes son de origen moro; y es la verdad que aquí se observan ciertas costumbres que robustecen mucho ese supuesto. Entre otras, hay una muy curiosa: se reputa infamante para una mujer de Villaseca atravesar la plaza, o ser vista en ella, aunque no vacilan en mostrarse en las calles y callejas.
Existe una hostilidad profundamente arraigada entre los habitantes de este lugar y los de un pueblo inmediato llamado Bargas; rara vez se hablan cuando se encuentran, y nunca se casan entre sí. Una tradición vaga pretende que los naturales de este último pueblo son cristianos viejos, y es harto probable que los del vecino fuesen originariamente de muy otra sangre; los de Villaseca tienen la tez muy morena, mientras los moradores de Bargas son rubios y blancos. Así, en pleno siglo XIX, se conserva en España la antigua enemistad de moros y cristianos.
Empapados en sudor, que nos corría a chorros por la frente, llegamos a la puerta de Juan López, el marido de María Díaz. Sabedor de que iríamos a visitarle, ya nos esperaba, y nos acogió cordialmente en su vivienda que, como una casa mora auténtica, tenía un solo piso. Era muy espaciosa, no[p. 119] obstante, con patio y establo. Todos los aposentos eran deliciosamente frescos. El pavimento, de ladrillo o piedra; las angostas ventanas, enrejadas y sin cristal, apenas dejaban pasar un rayo de sol.
Habían preparado una puchera contando con nuestra llegada; el calor no me quitó el apetito, y no pasó mucho tiempo sin que hiciese cabal justicia al manjar típico de España. Mientras yo comía, López punteaba en la guitarra, cantando a veces trozos de canciones andaluzas. Era un tipo pequeño, de rostro alegre, muy activo, a quien había visto yo con frecuencia en Madrid; buena muestra del labrador español. Aunque no tenía, ni con mucho, la inteligencia ni los recursos de María Díaz, su mujer, no por eso carecía de natural despejo ni entendimiento. Era, además, honrado y desinteresado, y prestó buenos servicios a la causa del Evangelio, como se verá ahora.
Acabada la comida, López me habló así:—Señor don Jorge, su llegada a este pueblo ha causado ya sensación, sobre todo, por ser los tiempos de guerra y alborotos, y vivir cada cual temeroso del vecino; aquí estamos pegados a los confines del país faccioso, porque, como usted bien sabe, la mayor parte de la Mancha está en poder de carlinos y de ladrones, y algunas partidas se asoman a menudo por la otra orilla del río. En razón de esto, el alcalde del pueblo[p. 120] y otros vecinos pudientes y graves desean ver y hablar a su merced, y examinar su pasaporte.
—Bien está—exclamé—. Vamos a visitar a esos dignos señores.
En diciendo esto, condújome a través de la plaza a casa del alcalde, donde hallamos al rústico dignatario sentado entre puertas, gozando de la refrigerante frescura de una corriente de aire. Era hombre viejo, como de sesenta años, sin nada notable en su continente ni en sus facciones plácidas, en las que se reflejaba su buen natural. Estaban con él otras personas, entre ellas el barbero del pueblo, alto, de enorme corpulencia, alavés por su cuna, nacido en Vitoria. También estaba allí un individuo cuya faz tenía un pronunciado tinte rojizo, con la nariz bastante torcida: era el herrero del lugar, y le llamaban El Tuerto, por la circunstancia de no tener más que un ojo. Hice una profunda reverencia al concurso, y manifestando mi pasaporte, hablé así:
—Graves señores y caballeros de esta ciudad de Villaseca, como yo soy un extranjero de quien no es posible que sepan cosa alguna, me he creído obligado a presentarme ante vosotros y a deciros quién soy. Sabed, pues, que soy inglés de limpia sangre y buena familia, que viajo por estos países para diversión y provecho propios, y también para los de otras personas. Ahora[p. 121] he venido a Villaseca, donde me propongo estar algún tiempo, dedicado a lo que me parezca conveniente: unas veces pasearé a caballo por esos campos, otras me bañaré en las aguas del río, cosa buena, según dicen, en tiempo de calor. Suplico, por tanto, que durante mi estancia en esta capital sus gobernantes me concedan la protección y el amparo que habitualmente dispensan a los que llevan vida pacífica y bien ordenada, y están dispuestos a ser dóciles y obedientes a las costumbres y leyes de la república.
—Habla bien—dijo el alcalde mirando en torno.
—Sí, habla bien—dijo el corpulento alavés—. No hay que negarlo.
—Nunca he oído hablar mejor—exclamó el herrero, levantándose del taburete en que se hallaba sentado—. ¡Vaya! Es hombre recio y de buen color, como yo. Me agrada; tengo yo un caballo que le irá muy bien, un caballo que es la flor de España, con ocho dedos sobre la marca.
Entonces, con nueva inclinación de cabeza, presenté el pasaporte al alcalde, quien con un ligero movimiento de la mano pareció que se negaba a recibirlo, y al mismo tiempo decía:—No es necesario.
—Oh, de ningún modo—exclamó el barbero.
—Los vecinos de Villaseca—observó el[p. 122] herrero—saben portarse como gente seria. Vergüenza les daría abrigar sospecha alguna contra un caballero tan cortés y bien hablado.
Pero yo sabía que su negativa no significaba nada, por ser tan sólo una parte del ceremonial de su urbanidad; presenté por segunda vez el pasaporte y lo tomaron con avidez; en un momento, todos los presentes clavaron en él los ojos con intensa curiosidad. Lo examinaron de arriba abajo, lo volvieron y revolvieron, y aunque no es probable que ninguno de los presentes entendiese palabra de él, por estar escrito en francés, produjo, sin embargo, universal contento; cuando el alcalde, doblándolo con cuidado, me lo devolvió, todos observaron que no habían visto en su vida otro pasaporte mejor, o que hablase de su portador en términos más elogiosos.
¿Quién ha escrito que «La mofa de Cervantes ahuyentó de España el heroísmo»? No lo sé[14]; el autor de esa línea apenas merece recordación. La tentación de emborronar papel es tan violenta en nues[p. 123]tros días, que muchos se ponen a escribir de pueblos y países de los que no saben nada, o menos que nada. ¡Vaya! El haber visto una corrida de toros en Madrid o en Sevilla, o gastado un puñado de onzas en una posada en cualquiera de esos dos puntos, regida acaso por un genovés o un francés, no da competencia para escribir acerca de una gente como los españoles, ni para decir al mundo cómo piensan, cómo hablan y cómo proceden. ¡Ahuyentar con burlas el espíritu caballeresco de España! Cuando todas las probabilidades son de que la gran masa de la nación española habla, piensa y vive exactamente como sus antepasados hace seis siglos.
Por la tarde, el herrero, o como le llamaban en el pueblo, El Herrador, se presentó a caballo ante la puerta de López.
—Vamos, don Jorge—exclamó—. Venga conmigo si su merced está dispuesto a montar. Voy a bañar el caballo en el Tajo, por el puente de Azeca.
Al instante ensillé mi jaca cordobesa, y juntos salimos del pueblo, dirigiéndonos a través de la llanura hacia el río.
—¿Ha visto usted alguna vez un caballo como el mío, don Jorge?—preguntó—. ¿Verdad que es una alhaja?
El caballo era, en efecto, un animal de gran estampa, garboso, de diez y seis palmas de alzada cuando menos, ancho de pe[p. 124]chos, pero muy fino y limpio de remos. Engallaba soberbiamente el cuello y erguía la cabeza como un cisne. De pelo alazán claro, tenía las crines y la cola casi negros. Al expresarle mi admiración, el herrador se animó, y apretando con las rodillas los flancos del caballo y soltándole las riendas, se lanzó por el campo en prodigiosa carrera, al mismo tiempo que profería el antiguo grito español: ¡Cierra! En vano quise competir con él.
—Le llamo «flor de España»—dijo el herrador al reunirse conmigo—. Cómprelo usted, don Jorge, lo doy en tres mil reales. No lo vendería ni por el doble; pero los ladrones carlistas le han echado el ojo y temo que el día menos pensado crucen el río y se metan en Villaseca para apoderarse de mi caballo, la «flor de España».
No estará de más hacer notar aquí que, pasado un mes, mi amigo el herrador, no pudiendo hallar un buen comprador para su corcel, entró en tratos con los susodichos bandoleros, y acabó vendiéndoselo a su cabecilla, no por los tres mil reales que pedía, sino a cambio de una punta de ganado, robada probablemente en las llanuras manchegas. Por ese trato, caso de alta traición, ni más ni menos, le metieron en la cárcel de Toledo; pero no debió de estar allí mucho tiempo, porque en una breve visita que hice a Villaseca en la primavera del si[p. 125]guiente año me lo encontré de alcalde de aquella «república».
Llegamos al puente de Azeca, situado como a media legua de Villaseca; junto a él hay un gran molino, sobre una presa que corta el río. Apeándose del corcel, el herrador le quitó la silla, le hizo entrar en la represa y lo llevó, guiándolo con una cuerda, a un sitio dado, donde el agua le llegaba a la mitad del cuello; una vez allí, ató la cuerda a un poste hincado en la orilla y dejó al caballo metido en el río. Me pareció lo mejor seguir su ejemplo: pedí una cuerda en el molino, y metí mi caballo en el agua.
—Esto les refresca la sangre, don Jorge—dijo el herrador—. Que se estén así una hora; mientras, iremos por ahí nosotros a entretenernos.
Cerca del puente, en la orilla donde estábamos nosotros, había una especie de cuerpo de guardia, y en él tres carabineros que cobraban el pontazgo. Trabamos conversación con ellos.
—Este puesto, tan inmediato al campo faccioso—dije a uno de los carabineros, que resultó ser catalán—será muy peligroso. Con seguridad que a una partida de carlinos o de bandoleros no le costaría gran trabajo atravesar el puente y hacerles prisioneros a todos ustedes.
—Eso puede ocurrir en cualquier momento, caballero—contestó el catalán—. Pero[p. 126] todos estamos en manos de Dios, y hasta ahora nos ha protegido, y quizás siga protegiéndonos. Es verdad que el otro día, un compañero nuestro de los cuatro que estábamos aquí cayó en manos de la canaille. Se le ocurrió ir a la otra orilla con el fusil, a ver si mataba algo en el soto, y de pronto, tres o cuatro facciosos cayeron sobre él y le dieron una muerte horrible. ¡Hay que tener paciencia! Todos hemos de morir. Puede ser que mañana me degüellen esos malvados, pero eso no me quitará el sueño esta noche. Caballero, yo soy de Barcelona, y allí he visto a los marinos de su nación; esta tierra no es tan buena como Barcelona. ¡Paciencia! Caballero, si desea un vaso de agua, entre en nuestra casa. Tenemos agua fresca, porque enterramos el cántaro en un hoyo abierto en el suelo; está fría, como le digo; pero el agua de Castilla no es como la de Cataluña.
La luna había salido cuando tomamos los caballos para volver al pueblo; los rayos del bello luminar rebrillaban alegremente en las impetuosas aguas del Tajo, plateaban la planicie por donde íbamos, y bañaban en ondas de claridad las escarpadas vertientes del cerro calcáreo de Villaluenga y las ruinas antiguas que coronan su cumbre.
—¿Por qué llaman a ese sitio el Castillo de Villaluenga?—pregunté.
—Porque al otro lado del cerro hay un[p. 127] pueblo de ese nombre, Don Jorge—respondió el herrador—. Ese castillo es un lugar muy raro, ¡vaya! Algunos dicen que lo edificaron los moros en tiempos antiguos; otros, que los cristianos al sitiar, por vez primera, a Toledo. Ahora está deshabitado, salvo por los conejos, que se crían en abundancia entre la hierba frondosa y en las ruinas, y por las águilas y buitres que anidan en lo alto de las torres. A veces voy por allí con la escopeta a matar un conejo. En los días despejados se ve desde las murallas Madrid y Toledo. No diré que me agrade el sitio: lo encuentro demasiado triste y melancólico. El cerro es todo de greda y muy penoso de subir. Oí decir a mi abuela que una vez cuando era chica salió de ese cerro una nube de humo y se vieron llamas, talmente como si hubiera ahí un volcán, y quizás lo haya, Don Jorge.
La magna obra de difundir la Escritura comenzó sin dilación en La Sagra. A pesar del sofocante calor, recorrí a caballo todos aquellos contornos. No fué corta fortuna que el calor me siente bien; en otro caso no hubiera podido hacer nada en aquella estación, pues con frecuencia hasta los arrieros se caían de las mulas muertos de insolación. Antonio me prestó excelente ayuda; despreciaba como yo el calor, y sin temor a nada visitó varios pueblos con éxito notable. «Mon maître—decía—tengo empeño en[p. 128] demostrarle que sirvo para todo.» Pero quien nos hizo avergonzarnos de nuestros trabajos fué mi huésped, Juan López, a quien el Señor quiso inclinar a favor de la causa. «Don Jorge—dijo—, yo quiero engancharme con usted; soy liberal, enemigo de la superstición; voy a echarme al campo, y, si es preciso, le seguiré a usted al fin del mundo. ¡Viva Inglaterra, viva el Evangelio!» Así diciendo, puso un buen fardo de Testamentos en las aguaderas, cargó con ellas a su rucia y gritó: ¡Arre, burra!, y se fué a más andar. Yo me senté a escribir mi diario.
Antes de concluir mi tarea oí a la burra roznar en el corral; suspendí la escritura, fuí allá y hallé de vuelta a mi huésped. Había vendido toda la carga, veinte Testamentos, en el pueblo de Bargas, distante una legua de Villaseca. Ocho pobres agosteros, que se refrigeraban a la puerta de una taberna, compraron sendos ejemplares, y el maestro de escuela adquirió los restantes para los pequeñuelos que tenía a su cuidado, lamentándose al propio tiempo de la dificultad con que tropezaba para adquirir libros religiosos, a causa de su rareza y de su exorbitante precio. Muchas otras personas deseaban también comprar Testamentos, pero López no pudo suministrárselos; al marcharse le rogaron que no tardara en volver.
Bien sabía yo que estaba jugando una partida muy arriesgada, y que, cuando me[p. 129]nos lo pensase, podía verme preso, atado a la cola de una mula y arrastrado a la cárcel de Toledo o de Madrid. Tal perspectiva no me desanimaba lo más mínimo; antes bien, me incitaba a perseverar; puedo decir, sin la más leve intención de engrandecerme, que en aquella época ansiaba ofrecer mi vida en aras de la causa, y no me hubiera importado que la bala de un forajido o una fiebre carcelaria pusiesen fin a mi carrera. Nada me amedrentaba. Mi lema era: «camina con la palabra de la verdad».
La noticia de la llegada del libro de vida corrió por los pueblos de La Sagra de Toledo como una chispa en un reguero de pólvora, y dondequiera que mi gente o yo encaminábamos nuestros pasos, hallábamos a los habitantes dispuestos a recibir nuestra mercancía, y donde no la mostrábamos, nos la pedían. Una noche, según estaba bañándome y bañando el caballo en el Tajo, se reunió un grupo de gente en la orilla y gritó: «Sal del agua, inglés, y danos libros; traemos el dinero en la mano». La pobre gente extendía hacia mí las manos, llenas de cuartos; pero, desgraciadamente, no tenía allí Testamentos que darles. Sin embargo, Antonio, que no andaba lejos, les enseñó uno, y al instante se lo arrancaron de las manos; luego tuvieron los rústicos un altercado, disputándose la posesión del libro. Era cosa frecuente que los pobres labriegos de aque[p. 130]llos contornos, con deseos de adquirir Testamentos, pero sin dinero para comprarlos, nos llevasen a casa, para cambiarlos por libros, varios artículos de valor equivalente; por ejemplo, conejos, fruta y cebada; y yo tenía por regla no desairarlos nunca, ya que nos llevaban cosas útiles para nuestro consumo personal o para el de los caballos.
En Villaseca había una escuela donde aprendían las primeras letras cincuenta y siete niños. Una mañana, el maestro, alto de cuerpo y flaco, de unos sesenta años, cubierta la cabeza con un puntiagudo sombrero andaluz, y embozado, a pesar del tiempo tan caluroso, en una larga capa, se presentó en mi casa, y después de tomar asiento, me pidió que le enseñara uno de nuestros libros. Le entregué un ejemplar y estuvo examinándolo casi una hora sin proferir palabra. Al cabo lo dejó, dando un suspiro, y dijo que le contentaría mucho comprar algunos ejemplares para su escuela, pero que su aspecto, sobre todo la calidad del papel y la encuadernación, le hacían temer que estuviesen fuera del alcance de los medios de los padres de sus alumnos, casi desprovistos de dinero, por ser labradores pobres. Entonces comenzó a censurar al Gobierno, que, decía, instalaba escuelas sin proveerlas de los libros necesarios; añadió que en su escuela sólo había dos libros para uso de todos sus alumnos, y ésos contenían poco[p. 131] bueno. Le pregunté cuánto podría pedirse, en su opinión, por los Testamentos. «Hablando con franqueza—dijo—, señor caballero, he pagado otras veces doce reales por libros muy inferiores al de usted; pero le aseguro que mis pobres alumnos no pueden, en modo alguno, pagar ni la mitad de ese precio.» «Pues yo le vendo a usted—repuse—todos los que quiera a tres reales cada uno. Ya sé que el país es pobre, y ni mis amigos ni yo, al procurar al pueblo medios de instrucción espiritual, queremos disminuir su ya escaso pan.» «¡Bendito sea Dios!»—replicó, y apenas podía dar crédito a sus oídos. Al instante compró doce ejemplares, gastando en eso, según me dijo, todo el dinero que poseía, excepto unos pocos cuartos. La introducción de la palabra de Dios en las escuelas rurales de España estaba empezada, y humildemente espero que, con el tiempo, será ese uno de los sucesos que la Sociedad Bíblica podrá con más razón recordar con júbilo y con acciones de gracias al Todopoderoso.
Un labriego viejo está leyendo en el portal. Ochenta y cuatro años han pasado sobre su cabeza, y está casi enteramente sordo; no obstante, lee en alta voz el segundo capítulo de Mateo: tres días antes encargó un Testamento, pero como no disponía del dinero no lo ha pagado hasta este momento. Acaba de traerme treinta cuartos. Al[p. 132] contemplar los cabellos plateados que coronan su semblante quemado por el sol, vienen a mi memoria las palabras del cántico de Simeón: «Ahora, Señor, sacas en paz de este mundo a tu siervo, según tu promesa, porque mis ojos han visto tu salvación».
Durante mi estancia en Villaseca recibí de los buenos vecinos del pueblo muchas pruebas de sencilla hospitalidad y honesta fineza. De tal modo conquisté sus corazones por la «formalidad» de mi conducta y de mis palabras, que tengo la firme creencia de que me hubieran defendido a cuchilladas contra cualquier intento de reducirme a prisión o de molestarme de cualquier otro modo. Quien desee conocer al español genuino no debe buscarlo en los puertos ni en las grandes ciudades, sino en los pueblos solitarios y apartados, como los de La Sagra. Allí encontrará la gravedad en el porte y la caballeresca disposición del ánimo que se dan como destruídas por la sátira de Cervantes; y allí oirá, en la conversación de cada día, esas expresiones grandiosas, que son objeto de mofa, como exageraciones ridículas, al encontrarlas en los libros de caballerías.
Un enemigo tenía yo en el pueblo: el cura.
—Ese individuo es un hereje y un pícaro—dijo un día en la tertulia—. Nunca va a la iglesia y está envenenando el alma del[p. 133] pueblo con sus libros luteranos. Hay que enviarlo a Toledo atado codo con codo, o a lo menos echarle del pueblo.
—No haré nada de eso—dijo el alcalde, que pasaba por carlista—. Si tiene sus opiniones, yo también tengo las mías. Se porta como es debido, y no tengo para qué meterme en sus asuntos. Ha estado muy fino con mi hija y le ha regalado un libro. ¡Que viva! Y si es o no luterano, yo tengo oído que entre los luteranos hay hijos de tan buenos padres como aquí. Me parece todo un caballero. Habla muy bien.
—Eso no puede negarse—dijo el barbero.
—¿Hay quien hable «tan» bien como él?—exclamó el herrador—. ¿Ni quien tenga más formalidad? ¡Vaya! Es un hombre que aprecia el mérito de mi caballo, la flor de España, y me ha dicho que no lo hay mejor en Inglaterra. Un hombre, además, que si tuviera que quedarse en España, me asegura que compraría mi caballo, y me daría por él lo que le pidiese. ¡Echar a un hombre así! Un hombre de mi sangre, rubio como yo. ¿Quién se atrevería a echarlo de aquí, si yo, el tuerto, me opongo?
Voy a contar una anécdota, relacionada con la circulación de las Escrituras, que no deja de ser rara.
Ya he hablado del molino del puente de Azeca. Trabé amistad con el arrendatario, conocido en el país por don Antero. Un[p. 134] día me llevó aparte, y con gran asombro mío me preguntó si no querría venderle un millar de Testamentos, al mismo precio que los daba a los lugareños, mostrándose dispuesto a pagarlos al contado. Al decir esto, hundió una mano en un bolsillo y extrajo un puñado de onzas. Le pregunté qué motivo le impulsaba a una compra tan importante; dijo que tenía un pariente en Toledo, y, deseando establecerlo, le había parecido lo mejor alquilarle una tienda en la ciudad y que se dedicase a vender Testamentos. Le contesté que no debía pensar en cosa semejante, porque lo más probable era que secuestraran los libros al pretender introducirlos en Toledo, dado lo muy opuestos que eran los curas y canónigos a su difusión.
El hombre no se arredró. Díjome que su pariente podía viajar, lo mismo que yo, y vender libros a los campesinos, con alguna ganancia. Confieso que al principio estuve inclinado a aceptar su ofrecimiento, pero al cabo rehusé, porque no quería exponer a un buen hombre al riesgo de perder dinero y bienes, y acaso la libertad y la vida. También era yo opuesto a vender los libros a precio más elevado, sabiendo que los campesinos no podían pagarlo, y que en tal caso perderían los libros mucha parte de la influencia de que gozaban; su baratura producía impresión en el ánimo del pueblo, y casi la tenían allí por milagrosa, como los judíos[p. 135] al maná que cayó del cielo cuando perecían de hambre, o a la fuente que brotó súbitamente de la dura roca para saciar su sed en el desierto.
Durante todo este tiempo, un labriego iba y venía continuamente entre Villaseca y Madrid, llevando cargas de Testamentos en un borrico. Proseguimos nuestros trabajos hasta que la mayor parte de los pueblos de La Sagra estuvieron provistos de libros, sobre todo, Bargas, Cobeja, Mocejón, Villaluenga, Villaseca y Yuncler. Supimos, por último, que nuestras andanzas eran conocidas en Toledo, donde producían gran alarma, y regresamos a Madrid.
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Aranjuez. — Una advertencia. — Aventura nocturna. — Nueva expedición. — Segovia. — Abades. — Curas facciosos. — López, en la cárcel. — Liberación de López.
El buen éxito que coronó nuestros esfuerzos en La Sagra de Toledo me incitó prontamente a acometer una nueva empresa. Determiné encaminarme a La Mancha, y distribuir la Palabra por los pueblos de aquella provincia. López, que ya había prestado tan importantes servicios en La Sagra, nos acompañó a Madrid, y ansiaba tomar parte en la nueva expedición. Resolví ir por de pronto a Aranjuez, donde esperaba obtener algunas noticias útiles para regular nuestros movimientos ulteriores; Aranjuez está a corta distancia de la raya de La Mancha, y lo cruza la carretera que lleva a esa provincia. Partimos, pues, de Madrid, y en cada pueblo del camino vendimos de treinta a cuarenta Testamentos, hasta llegar a Aranjuez, adonde habíamos enviado por delante un buen repuesto de libros.
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Ameno sitio es Aranjuez, aunque abandonado. Allí el Tajo fluye por un delicioso valle, quizás el más fértil de España; y allí surgió, en días mejores para ese país, una pequeña ciudad, con un palacio modesto, pero muy lindo, sombreado por árboles enormes, donde los reyes venían a explayarse olvidando los cuidados del trono. Allí pasó sus últimos días Fernando VII, rodeado de señoras guapas y de toreros andaluces; pero, como dice Schiller en una de sus tragedias: «Los hermosos días de Aranjuez ya se acabaron.» Cuando el sensual Fernando rindió su cuenta postrera, la realeza huyó de allí, y el sitio decayó pronto. Ya no se agolpan en palacio los intrigantes cortesanos; su vasto circo, donde antaño los toros manchegos bramaban furiosos en la lucha, está cerrado; y ya no se oye el leve puntear de las guitarras en sus arboledas y jardines.
Tres días estuve en Aranjuez, durante los que Antonio, López y yo no dejamos en la ciudad ninguna casa por visitar. Hallamos entre los habitantes gran miseria y mucha ignorancia; tropezamos con alguna oposición; sin embargo, plugo al Todopoderoso permitirnos vender unos ochenta Testamentos, comprados todos por la gente más pobre; las personas acomodadas no pusieron atención en la Palabra de Dios, y más bien se mofaban de ella y la ridiculizaban.
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Una circunstancia me agradó y contentó en gran manera, a saber: la prueba ocular de que los libros vendidos se leían, y con mucha atención, por los compradores, y que otras varias personas recibían su benéfico influjo. En las calles de Aranjuez, y debajo de los poderosos cedros y gigantescos álamos y plátanos que forman sus hermosos bosques, vi con frecuencia grupos de individuos oyendo leer en alta voz el Nuevo Testamento.
Es probable que, de permanecer más tiempo en Aranjuez, hubiera vendido muchos más de aquellos Divinos Libros; pero ansiaba ganar La Mancha y sus arenosas planicies, y esconderme por una temporada en sus apartados pueblos, para huír de la tormenta que sentía cernerse sobre mí. Una vez más allá de Ocaña, ciudad fronteriza, sabía yo bien que nada tendría que temer de las autoridades españolas, cuyo poder terminaba allí; el resto de La Mancha hallábase casi por completo en manos de los carlistas, y recorrido por pequeñas partidas de bandidos, de quien esperaba librarme con la protección del Señor. Partí, pues, para Ocaña, distante de Aranjuez tres leguas.
Antonio y yo salimos a las seis de la tarde; muy de mañana, habíamos enviado por delante a López con doscientos o trescientos Testamentos. Dejamos la carretera, y caminamos por un atajo a través de agrestes ce[p. 139]rros, y por terreno quebrado y pendiente.
Como íbamos bien montados, llegamos frente a Ocaña cuando acababa de ponerse el sol; el pueblo se alza en un cerro escarpado; un valle profundo se abría entre el pueblo y nosotros; bajamos, hasta llegar a un puentecillo por el que se cruza un riachuelo en el fondo del valle, a muy corta distancia de una especie de arrabal. Cruzamos el puente, y al pasar junto a una casa abandonada, a mano izquierda, un hombre se destacó del hueco de la puerta.
Lo que voy a decir parecerá incomprensible; téngase presente que anda en ello un pueblo harto singular. El hombre se plantó delante del caballo, cerrando el camino, y dijo: Schophon, que en hebreo significa conejo. Sabía yo que esta palabra era una contraseña de los judíos, y pregunté al hombre si tenía alguna cosa que advertirme. Dijo así: «No debe usted entrar en esta ciudad, porque le han tendido un lazo. El corregidor de Toledo, en quien toda maldad tiene cabida, por agradar a los sacerdotes de María, a quienes escupo al rostro, ha ordenado a los alcaldes, escribanos y corchetes de estas partes que le echen a usted mano dondequiera que le encuentren, y le manden a Toledo con sus libros y con cuanto le pertenezca. A su criado le prendieron esta mañana en la parte alta del pueblo, cuando iba vendiendo libros por la calle, y ahora le espe[p. 140]ran a usted en la posada; pero como yo le conocía a usted por lo que me han contado mis hermanos, he estado esperándole aquí unas horas para darle este aviso, y que su caballo vuelva el rabo a sus enemigos y se burle de ellos con un relincho. No tema usted por su criado; el alcalde le conoce y le pondrá en libertad; pero usted huya, y que Dios le proteja». Dicho esto, se fué corriendo hacia el pueblo.
No vacilé un momento en seguir su consejo, sabiendo bien que, secuestrados los libros, ya nada podía hacer en aquellos lugares. Retrocedimos en dirección de Aranjuez. Los caballos, a pesar de la naturaleza del terreno, corrían a todo galope; pero no habían terminado nuestras aventuras. A mitad de camino, y a una media legua del pueblo de Ontígola, vimos cerca de nosotros, a mano izquierda, tres hombres sobre un montículo. Hasta donde la obscuridad lo permitía, nos pareció distinguir que estaban al descubierto, pero llevaban sendas escopetas. Eran rateros, o salteadores de caminos. Hicimos alto y gritamos:
—¿Quién va?
—¡Qué les importa a ustedes!—respondieron—. Sigan adelante.
Su designio era hacernos fuego desde un sitio en que fuera imposible errar.
Gritamos de nuevo:
—Si no pasáis ahora mismo a la derecha[p. 141] del camino, os pateamos con los cascos de los caballos.
Vacilaron, y al fin obedecieron, porque todos los asesinos son cobardes y a la menor señal de energía se someten.
Cuando pasábamos al galope, gritó uno, con una palabrota obscena:
—¿Tiramos?
Pero otro dijo:
—¡No, no! ¡Hay peligro!
Llegamos a Aranjuez, donde se nos reunió López a la mañana siguiente temprano, y nos volvimos a Madrid.
Pena me da decir que en Ocaña secuestraron doscientos Testamentos y, sellados, los enviaron a Toledo. López me contó que los hubiera vendido todos en dos horas: tan grande era la demanda. Así y todo, vendió veintisiete en menos de diez minutos.
A pesar del tropiezo de Ocaña no estábamos desanimados, ni mucho menos, y sin perder tiempo empezamos a preparar otra expedición. Al volver de Aranjuez a Madrid, mis ojos habían contemplado muy a menudo la potente barrera de montañas que divide las dos Castillas, y me dije: «¿Por qué no cruzar esas montañas y comenzar mis operaciones al otro lado, en la propia Castilla la Vieja? Allí no me conocen, y será difícil que hayan llegado noticias de mis trabajos. Quizás el enemigo duerme, y antes que se despierte puedo sembrar mu[p. 142]cha buena simiente en los pueblos de los castellanos viejos. A Castilla, pues; a Castilla la Vieja.» Por consiguiente, el día después de mi regreso despaché varias cargas de libros a diferentes pueblos que me proponía visitar, y envié por delante a López, con su burra bien cargada, y orden de esperarme, en un día señalado, debajo de cierto arco del acueducto de Segovia. También le di orden de ajustar a cuantas personas quisieran cooperar en la distribución de las Escrituras y pareciesen útiles para el caso. Imposible hallar un colaborador más valioso que López para una expedición de ese género. No sólo conocía muy bien el país, sino que tenía amigos, y hasta parientes, al otro lado de la sierra, y me aseguró que en sus casas nos recibirían siempre muy bien. Partió con grandes bríos, exclamando:
—Tenga buen ánimo, don Jorge; antes de que volvamos habremos vendido hasta el último ejemplar de su librería evangélica. ¡Abajo los frailes! ¡Abajo la superstición! ¡Viva Inglaterra! ¡Viva el Evangelio!
A los pocos días le seguí yo con Antonio. Subimos a la sierra por el puerto que llaman de Peña Cerrada, a unas tres leguas al Este del de Guadarrama. Es muy poco frecuentado, porque la carretera que une ambas Castillas pasa por Guadarrama. Tiene además muy mala reputación: todos dicen que se halla infestado de ladrones. Aca[p. 143]baba de ponerse el sol cuando llegamos a la cumbre, y entramos en un espeso y sombrío pinar que cubre enteramente las montañas por la parte de Castilla la Vieja. La bajada no tardó en hacerse tan rápida y pendiente, que de buen grado nos apeamos de los caballos y los obligamos a ir delante. Cada vez nos hundíamos más en el bosque; los pájaros nocturnos empezaron a graznar, y millones de grillos dejaban oír su penetrante chirrido encima, debajo y alrededor nuestro. A veces percibíamos a cierta distancia, entre los árboles, unas llamaradas como de inmensas hogueras.
—Son los carboneros, mon maître—dijo Antonio—. No debemos acercarnos porque son gente bárbara, medio bandidos. Han matado y robado a muchos viajeros en estas horribles soledades.
Era noche obscurísima cuando llegamos al pie de las montañas; aún estábamos entre pinares y bosques, que se extendían muchas leguas a la redonda.
—Difícil será que lleguemos a Segovia esta noche, mon maître—dijo Antonio.
Así fué, en efecto, porque nos desorientamos, y al llegar, al fin, a un sitio donde se bifurcaba el camino, en lugar de tomar el de la izquierda, que nos hubiese llevado a Segovia, volvimos a la derecha, en dirección de La Granja, adonde llegamos a media noche.
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Encontramos en La Granja mayor desolación aún que en Aranjuez. Ambos sitios han padecido mucho con la ausencia de los reyes; pero el primero hasta un grado en extremo aterrador. Los nueve décimos de la población han abandonado el lugar, residencia favorita de Cristina hasta el último pronunciamiento. Tan grande es la soledad de La Granja, que los jabalíes de los bosques vecinos, y especialmente los de una montaña cónica, cubierta por un hermoso pinar, que se alza inmediatamente detrás del palacio, llegan muy a menudo hasta las calles y plazas, y dejan la huella de sus colmillos en los postes de los soportales.
Estuvimos veinticuatro horas en La Granja y continuamos a Segovia. Llegó el día que tenía señalado para reunirme con López. Fuí al acueducto y me senté debajo del arco 107, donde esperé la mayor parte del día; pero López no se presentó. Me levanté y volví a la ciudad.
Esperé dos días en Segovia en casa de un amigo; tampoco recibí noticias de López. Al cabo, por una de las mayores casualidades del mundo, oí a un lugareño que en las cercanías de Abades había unos hombres vendiendo libros.
Abades dista de Segovia unas tres leguas, y hacia allá me puse en camino, así que recibí la noticia, con tres pollinos cargados de Testamentos. Al anochecer llegué a Aba[p. 145]des, y encontré a López, con dos campesinos que había contratado, en casa del barbero del pueblo, donde me alojé también. Llevaba ya vendidos muchos Testamentos en las cercanías, y había empezado a venderlos aquel día en el mismo Abades; pero dos de los tres curas del pueblo se lo estorbaron: con horrendas maldiciones condenaban la obra, y amenazaban a López con la muerte eterna por venderla, y lo mismo a cualquiera otra persona que la comprase; López, aterrado, se contuvo en espera de mi llegada. El tercer cura, sin embargo, se esforzó cuanto pudo en persuadir al pueblo que adquiriese Testamentos, diciendo que sus colegas eran unos hipócritas, unos malos pastores, que, por mantenerlos en la ignorancia de la palabra y de la voluntad de Cristo, los conducían al infierno. Oídas estas noticias, me encaminé a la plaza, y la misma noche logré vender más de treinta Testamentos. A la mañana siguiente, los dos curas facciosos se me metieron en casa; pero en cuanto me levanté para hacerles cara se retiraron y no supe más de ellos, excepto que me anatematizaron más de una vez públicamente en la iglesia; como no me resultó daño alguno, el suceso me preocupó muy poco.
No referiré con detalles los eventos de la siguiente semana; baste decir que, distribuídas mis fuerzas del modo más conveniente, logré, con la ayuda de Dios, vender de qui[p. 146]nientos a seiscientos Testamentos en los pueblos enclavados dentro de un radio de siete leguas en torno de Abades. Al cabo de ese tiempo, supe que mis trabajos se conocían ya en Segovia, a cuya provincia pertenece Abades, y que se había enviado al alcalde orden de secuestrar cuantos libros hallase en mi poder. Sabido esto, y aunque ya era entrada la noche, levanté el campo con mi gente, llevándonos más de trescientos Testamentos, porque habíamos recibido de Madrid, pocas horas antes, nueva provisión de ellos. Pasamos la noche al raso, y a la mañana siguiente llegamos a Labajos, pueblo situado en la carretera de Madrid a Valladolid. No vendimos libros en aquel lugar, limitándonos a abastecer desde él de la Palabra de Dios a los pueblos inmediatos; también vendimos libros por los caminos.
No llevábamos en Labajos una semana, trabajando con mucho fruto, cuando el cabecilla carlista Balmaseda, al frente de su caballería, hizo su atrevida incursión por la parte Sur de Castilla la Vieja, arrojándose como un alud desde los pinares de Soria. Presencié los horrores que se siguieron: saqueo de Arévalo; toma de Martín Muñoz. En medio de escenas tan terribles continuábamos nuestra tarea. De pronto, López estuvo tres días perdido, y pasé angustias mortales por su causa, imaginándome que los carlistas le habían fusilado; al cabo supe[p. 147] que estaba preso en Villalos[15], pueblo distante tres leguas de allí. Los pasos que di para librarlo se encuentran detallados en una comunicación que juzgué de mi deber transmitir a lord William Hervey, a la sazón ministro británico en Madrid en reemplazo de sir Jorge Villiers, ya conde de Clarendon.
«Labajos (provincia de Segovia),
23 de agosto de 1838.
Señor: Con su venia me permito llamar su atención sobre los siguientes hechos: El día 21 del corriente supe que un dependiente mío, llamado Juan López, estaba preso en la cárcel de Villalos, provincia de Avila, por orden del cura del pueblo. El crimen de que se le acusaba era la venta del Nuevo Testamento. Estaba yo a la sazón en Labajos, provincia de Segovia, y la división del cabecilla faccioso Balmaseda andaba por las inmediaciones. El día 22 monté a caballo y fuí a Villalos, distante tres leguas. A mi llegada encontré que López había sido trasladado desde la cárcel a una casa particular. Había llegado una orden del corregidor de Avila mandando poner en libertad a López y retener tan sólo los libros que se hallaran en su poder. Sin embargo, en abierta oposición a esa orden (de la que le envío copia), el alcalde de Villalos, por instigación del[p. 148] cura, no permitió al dicho López marcharse del pueblo, ni con dirección a Avila, ni a otro sitio cualquiera. A López le dieron a entender que, como se esperaba la llegada de los facciosos, se proponían denunciarle a ellos como liberal para que lo fusilaran. Teniendo en cuenta estas circunstancias creí de mi deber, como cristiano y caballero, rescatar a mi infeliz criado de tan inicuas manos, y, por tanto, desafiando toda oposición, le saqué de allí, aunque inerme, a través de una turba de cien lugareños cuando menos. Al salir del pueblo grité: ¡Viva Isabel segunda!
Como creo que el cura de Villalos es capaz de cualquier infamia, ruego humildemente a V.E. que haga llegar con prontitud al Gobierno español una copia del anterior relato.
Tengo el honor de ser, como siempre, señor, el más sumiso servidor de V.E.
Jorge Borrow.
Al muy honorable señor William Hervey.»
Libertado López, proseguimos la obra de distribución. Pero de pronto sentí los primeros síntomas de una enfermedad, que me obligaron a volver con premura a Madrid. Ya de vuelta, me atacó una fiebre que me retuvo en el lecho unas semanas. Tuve varios ataques de delirio; durante uno de ellos me imaginé que estaba en la plaza de Mar[p. 149]tín Muñoz empeñado en una lucha a muerte con el cabecilla Balmaseda.
Apenas me vi limpio de fiebre, se apoderó de mí una melancolía profunda que me imposibilitaba para todo trabajo. Me recomendaron un cambio de lugar y de aires, y me volví a Inglaterra.
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Regreso a España. — Sevilla. — Un perseguidor encarnizado. — La profetisa manchega. — El sueño de Antonio.
El 31 de diciembre de 1838 llegué a España por tercera vez. Estuve en Cádiz un par de días, y fuí a Sevilla, desde donde pensaba trasladarme a Madrid por la posta. Detúveme allí una quincena gozando del clima delicioso de aquel paraíso terrenal y de las embalsamadas brisas del invierno andaluz, como ya hice dos años atrás. Antes de marcharme de Sevilla visité al librero, mi corresponsal, quien me dijo que de los cien ejemplares del Testamento dejados a su cargo, el Gobierno había embargado setenta y siete el verano anterior, que se hallaban en poder del gobernador eclesiástico. Resolví, pues, visitar también a este funcionario, con la mira de hacer averiguaciones respecto de mis bienes.
Vivía en una vasta casa en la Pajaría, o mercado de la paja. Era muy viejo, entre los setenta y los ochenta años, y, como la gene[p. 151]ralidad de cuantos visten hábitos sacerdotales en Sevilla, furioso perseguidor papista. Me figuro que le costaría trabajo creer a sus oídos cuando sus dos sobrinos-nietos, guapos chicos, pelinegros, que estaban jugando en el patio, fueron a decirle que un inglés deseaba hablarle, pues probablemente era yo el primer hereje que se aventuraba en su vivienda. Hallábase en una sala abovedada, sentado en un gran sillón, con dos secretarios de siniestra catadura, también en hábitos clericales, ocupados en escribir en una mesa delante de él. Me trajo con fuerza a la memoria la imagen del torvo y viejo inquisidor que persuadió a Felipe II para que matase a su propio hijo como enemigo de la Iglesia.
Se levantó al verme entrar, y me contempló con semblante ensombrecido por la sospecha y la contrariedad. Al cabo se dignó señalarme un sofá y empecé a darle cuenta de mi asunto. Mucho se agitó al oírme hablar de los Testamentos; pero en cuanto mencioné a la Sociedad Bíblica, y le dije quién era yo, no pudo contenerse más tiempo: con lengua balbuciente, y los ojos chispeantes como ascuas, empezó a ultrajarnos a la Sociedad y a mí, diciendo que eran execrables los fines de la primera, y que en lo tocante a mí, se sorprendía de que, habiéndome ya una vez alojado en la cárcel de Madrid, me hubiesen permitido salir de ella;[p. 152] añadió que era oprobioso para el Gobierno permitir que una persona de mi condición vagase en libertad por un país inocente y pacífico para corromper a las almas ignorantes y confiadas. Lejos de dejarme desconcertar por su proceder brutal, le repliqué con toda la cortesía posible, y le aseguré que en aquel caso no tenía razón para alarmarse, pues el solo motivo de reclamar los libros era el deseo de aprovechar una oportunidad que entonces se me presentaba para enviarlos fuera del país, como, en efecto, tenía orden oficial de hacerlo. Pero con nada se calmó, y me hizo saber que no devolvería los libros en ningún caso, salvo por orden terminante del Gobierno. Como el asunto no tenía importancia, juzgué lo más cuerdo no insistir, y prudente retirarme antes de que me invitara a hacerlo. Hasta la calle me siguieron su sobrina y sus nietos, que durante toda la conversación habían estado escuchando en la puerta de la sala sin perder palabra.
Al pasar por la Mancha nos detuvimos cuatro horas en Manzanares, pueblo grande. Hallábame en la plaza de conversación con un cura, cuando un ser harapiento y espantable se presentó: era una muchacha de unos diez y ocho o diez y nueve años, completamente ciega; una telilla blanca le cubría los ojos, grandes, parados. Su tez era tan amarillenta como la de una mulata. Al pronto[p. 153] creí que sería gitana, y hablándole en gitano inquirí si era de la casta. Me entendió; pero, moviendo la cabeza, me dijo que era algo mejor que gitana, y sabía hablar una lengua superior también a la jerga de los hechiceros, y empezó a hacerme preguntas en un latín extremadamente bueno. Mucho me sorprendí, como era natural; apelando a todo el latín que sabía, la llamé «profetisa manchega», le expresé mi admiración por su mucha sabiduría, y le rogué que me explicase cómo la había adquirido. Debo hacer notar aquí que al momento nos rodeó la multitud, y aunque no entendía ni palabra de nuestro diálogo, rompía en aplausos a cada frase de la muchacha, enorgulleciéndose de poseer una profetisa capaz de contestar al inglés.
Díjome que era ciega de nacimiento, y que un padre jesuíta, compadecido de ella, le enseñó, de niña, la lengua sagrada, para que ganase con más facilidad la atención y los corazones de los cristianos. Pronto descubrí que el jesuíta le había enseñado algo más que latín, pues al saber que yo era inglés, dijo que siempre había profesado gran afecto a mi país, cuna en otro tiempo de santos y de sabios, por ejemplo: Beda y Alcuino, Columbus y Tomás de Cantorbery; pero, añadió, esos tiempos se acabaron con la reaparición de Semíramis (Isabel). Su latín era excelente de veras, y cuando yo,[p. 154] como un godo auténtico, hablé de Anglia y Terra Vandálica, me corrigió diciéndome que en su lengua esos lugares se llamaban Britannia y Terra Bética. Acabado el coloquio, la profetisa hizo una colecta, y hasta los más pobres dieron algo.
Tras un viaje de cuatro días con sus noches, llegamos a Madrid sin el menor tropiezo, aunque es de estricta justicia hacer notar, y siempre con gratitud al Todopoderoso, que el correo siguiente fué robado. Momentos después de la llegada, me ocurrió un caso singular. Al entrar por el arco de la posada llamada de La Reina, donde pensaba alojarme, unos brazos me rodearon, y volviéndome con asombro, reconocí a Antonio, mi criado griego. Estaba muy flaco, mal vestido; los ojos parecían saltársele de las órbitas.
En cuanto estuvimos solos me contó que desde mi partida había pasado muchas miserias y escaseces, sin poder hallar en todo el tiempo amo a quien servir; tanto, que casi había llegado al borde de la desesperación; pero la noche antes de mi llegada tuvo un sueño, y me vió, montado en un caballo negro, llegar a la puerta de la posada: por esa razón había estado esperándome allí la mayor parte del día. No pretendo dar una opinión acerca de esta historia, que se sale de los límites de mi filosofía, y me contentaré con decir que en Madrid sólo dos personas[p. 155] conocían mi llegada a España. Con gusto le recibí de nuevo a mi servicio, pues, no obstante sus defectos, me había sido muy útil muchas veces en mis viajes y en mis trabajos bíblicos.
Tan pronto como me instalé en mi antiguo hospedaje, uno de mis primeros cuidados fué visitar a Lord Clarendon. Díjome, entre otras cosas, que había recibido una comunicación oficial del Gobierno, participándole el embargo de los Testamentos en Ocaña, en las circunstancias ya contadas por mí, y haciéndole saber que, a menos de tomar disposiciones urgentes para llevárselos fuera del reino, serían destruídos en Toledo, donde estaban depositados. Contesté que no me preocupaba el asunto; y que si las autoridades de Toledo, civiles o eclesiásticas, resolvían quemar los libros, mi único deseo era que los entregasen a las llamas con toda la publicidad posible, porque así no harían más que manifestar su diabólico rencor y hostilidad a la Palabra de Dios.
Ansioso de reanudar mis trabajos, apenas llegué a Madrid escribí a López el de Villaseca, para saber si se hallaba pronto a cooperar en la tarea, como en otras ocasiones. Me contestó que estaba muy ocupado en las faenas de la labranza; para llenar su puesto, empero, me envió un labriego viejo, llamado Victoriano López, lejano pariente suyo.
¿Qué es un misionero en el corazón de[p. 156] España, sin caballo? Tal consideración me indujo a comprar uno árabe, de mucha raza, traído de Argel por un oficial de la legión francesa. El corcel, lo mejor que, a juicio mío, ha producido jamás el desierto, se llamaba Sidi Habismilk.
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Se reanuda la obra de propaganda. — Aventura en Cobeña. — El poder del clero. — Autoridades rurales. — Fuente la Higuera. — El contratiempo de Victoriano. — La cárcel del pueblo. — La cuerda. — Un recado de Antonio. — Antonio, en misa.
En el capítulo anterior he dicho que inmediatamente después de llegar a Madrid, comencé a disponerlo todo para inaugurar las operaciones en los contornos de la capital; y no tardé en acometer efectivamente mis trabajos. Un triunfo considerable coronó mis débiles esfuerzos en pro de la buena causa, por lo que ahora, transcurridos algunos años, todavía al volver la vista atrás doy gracias al Omnipotente.
En menos de una quincena recorrimos todos los pueblos que hay dentro de un radio de cuatro leguas al Este de Madrid, y vendimos cerca de doscientos Testamentos. Esos pueblos son casi todos muy pequeños; algunos no tienen arriba de una docena de casas, o más bien chozas miserables.[p. 158] Dejé a Antonio, mi griego, en Madrid, encargado de nuestros asuntos, y yo salí con Victoriano, el lugareño de Villaseca, en la dirección ya mencionada. Pero nos separamos pronto, echando por caminos diferentes.
El primer pueblo en que intenté alguna cosa fué Cobeña, a tres leguas de Madrid. Iba yo vestido como los campesinos de las cercanías de Segovia, en Castilla la Vieja, a saber, en la cabeza una especie de capacete de piel o montera, y el chaquetón y los calzones del mismo material. Esto me daba el aspecto de un hombre entre los sesenta y los setenta años; delante de mí llevaba un borrico, con un saco lleno de Testamentos atravesado en el lomo. En las afueras del pueblo encontré a una mujer joven, de muy gentil parecer, que llevaba un niño de la mano. A punto de cruzarme con ella, dirigiéndole la habitual salutación de ¡Vaya usted con Dios!, la mujer se detuvo, y, tras de mirarme un momento, dijo:
—¡Tío!, ¿qué lleva usted en el borrico? ¿Es jabón?
—¡Sí!—repliqué—. ¡Jabón para limpiar las almas!
Me preguntó qué daba a entender con eso, y le dije que llevaba, para vender, libros muy buenos y baratos. Pidió ver uno, y, manifestando un ejemplar que llevaba en el bolsillo, se lo entregué. Al instante comenzó[p. 159] a leerlo en voz alta, y así estuvo lo menos diez minutos, exclamando de vez en cuando: «¡Qué lectura tan bonita, qué lectura tan linda!» Por último, como le dije que iba de prisa y no podía aguardar más tiempo, exclamó: «¡Es verdad, es verdad!», y me preguntó el precio del libro. «Sólo tres reales», contesté. A esto repuso que, con ser tan poco lo que yo pedía, era más de lo que tenía proporción de dar, pues en aquellas partes había muy poco o ningún dinero. Dije que lo sentía, pero que me era imposible vender los libros a menos precio, y, tomando el que le había dado, me despedí y la dejé. Pero no había andado treinta varas cuando el niño echó a correr detrás de mí, gritando, casi sin aliento: «¡Párate, tío!, ¡el libro, el libro!» Me dió alcance, pagó los tres reales en monedas de cobre, y, apoderándose del Testamento, volvió corriendo hacia la que debía de ser su hermana, blandiendo el libro sobre su cabeza con gran júbilo.
En llegando al pueblo, dirigí mis pasos a una casa en torno de cuya puerta vi reunida alguna gente, mujeres en su mayoría. Desempaqueté los libros, y, picada al instante su curiosidad, no tardaron en tener cada una un ejemplar en la mano, y muchas leían en voz alta; pero aunque esperé casi una hora, sólo pude vender un ejemplar, quejándose todos amargamente de lo malos que[p. 160] estaban los tiempos y de la casi total carencia de dinero, aunque, a la vez, reconocían que los libros eran de maravillosa baratura y, al parecer, muy buenos y cristianos. Ya iba a recoger la mercancía y a marcharme, cuando de pronto se presentó el cura del pueblo. Examinó los libros un buen rato con gran atención, me preguntó el precio de cada ejemplar, y, al saber que era sólo tres reales, replicó que la encuadernación valía más, y mucho temía que no los hubiese robado, por lo que quizás su deber era enviarme a la cárcel por sospechoso; pero añadió que los libros eran buenos libros, comoquiera que los hubiese adquirido, y acabó comprando dos ejemplares. La pobre gente, en cuanto oyó al cura alabar los libros, entró en vivos deseos de adquirirlos, y corrió de aquí para allá en busca de dinero, de modo que se vendieron de veinte a treinta ejemplares casi en un instante. Esta aventura no sólo es un ejemplo del influjo que en España aún conserva el clero en el ánimo del pueblo; pero demuestra que ese influjo no siempre se ejerce en pro del mantenimiento de la ignorancia y de la superstición.
En otro pueblo, al mostrar el Testamento a una mujer, dijo que compraría con gusto un ejemplar para un hijo que tenía en la escuela; pero que antes necesitaba saber si el libro le serviría. Se fué, y a poco volvió con el maestro, seguido de todos sus alumnos;[p. 161] entonces, enseñándole al maestro el libro, la mujer le preguntó si era a propósito para su hijo. El maestro la llamó necia por hacerle tal pregunta, y dijo que conocía el libro muy bien, y que no lo había igual en el mundo.
Al instante compró cinco ejemplares para sus alumnos, deplorando no tener más dinero, «que a tenerlo—dijo—compraría toda la partida». Oído esto, la mujer compró cuatro ejemplares: uno para su hijo, otro para su «difunto marido», un tercero para sí, y el cuarto para su hermano, a quien, según dijo, esperaba de Madrid aquella noche.
En esta forma proseguimos, aunque no siempre con el mismo éxito. En algunas aldeas, la gente estaba tan pobre y necesitada, que carecía literalmente de dinero; pero aun en tales casos nos las arreglábamos para vender algunos ejemplares, a cambio de cebada y otras especies. Al entrar en una aldehuela, Victoriano se vió detenido por el cura, quien, enterado de lo que vendía, le intimó a marcharse en el acto, ó de lo contrario le haría prender y escribiría a Madrid denunciando sus idas y venidas. La excursión duró unos ocho días. En cuanto volví, envié a Victoriano a Carabanchel, pueblo inmediato a Madrid, el único que por la parte Oeste dejé de visitar el año anterior. En una hora que estuvo allí, vendió[p. 162] veinte ejemplares, y se volvió a Madrid luego, porque era de muy pocos ánimos y tuvo miedo de tropezar con los ladrones que por las noches infestaban el camino.
Poco después de estos sucesos, ocurrió un incidente que quizás haga sonreír al lector inglés; mas no deja de tener interés como muestra de los sentimientos dominantes en algunos de los apartados pueblos de España respecto de cuanto sea novedad o lo parezca, y de las acciones singulares que a veces cometen las autoridades rurales y los curas, sin el más leve temor de que les llame a cuentas; pues como viven completamente aparte del resto del mundo, se tienen por personas de insuperable importancia, y apenas sueñan que exista un poder superior al suyo propio.
Estaba yo a punto de emprender una excursión a Guadalajara y los pueblos de la Alcarria, distantes de Madrid unas siete leguas; en realidad, sólo aguardaba para salir el regreso de Victoriano, a quien había enviado con unos pocos Testamentos en aquella dirección a manera de explorador, a fin de conocer por sus noticias la disposición de ánimo de la gente respecto de la compra de libros, y poder formar una opinión aproximada acerca del número de ejemplares que necesitaría llevar conmigo. Pero estuve quince días sin recibir noticias suyas, y al cabo, un campesino me trajo una carta, fe[p. 163]chada en la cárcel de Fuente la Higuera, pueblo a ocho leguas de Madrid, en la campiña de Alcalá: en esta carta me decía Victoriano que ya llevaba ocho días preso, y que si yo no tenía medio de libertarle, permanecería en la cárcel hasta que se muriese de hambre, lo cual ocurriría, sin duda alguna, tan pronto como se le acabase el dinero. De mis averiguaciones posteriores resultó que, pasada la ciudad de Alcalá, empezó a vender libros con muy buen éxito. Todo su repuesto consistía en sesenta y un Testamentos, y en el solo pueblo de Arganza[16] vendió, sin la menor dificultad y sin interrupción, veinticinco; los pobres labriegos le cubrían de bendiciones por proveerles de libros tan buenos a tan bajo precio.
Ya sólo le quedaban diez y ocho libros cuando tomó el camino de Fuente la Higuera. Este pueblo le era bastante conocido por haberlo visitado en otro tiempo cuando recorría aquellos términos vendiendo cacharras. Sintió, pues, ciertas inquietudes en el camino, porque el pueblo tuvo siempre mala fama. A la llegada, en cuanto dejó su caballejo en la posada, fué a ver al alcalde y le pidió permiso para vender los libros, permiso que aquel dignatario otorgó en el acto. Entró luego en una casa y vendió un ejemplar, y lo mismo en otra. Animado por el[p. 164] éxito entró en una tercera, al parecer la del barbero del pueblo. Este personaje acababa de comer y estaba en el zaguán sentado en un sillón de brazos cuando se presentó Victoriano. Era hombre de unos treinta y cinco años, de aspecto truculento y bárbaro. Tomó un Testamento que le ofrecía Victoriano y se puso a examinarlo; pero en cuanto paró los ojos en la portada rompió a reír, exclamando:
—¡Ja, ja, don Jorge Borrow! ¡El hereje inglés! ¡Al fin damos con él! ¡Loados sean la Virgen y los Santos! Hace tiempo que aquí estamos esperándoles, y al fin han llegado.
Preguntó el precio del libro, y al saber que era tres reales le arrojó dos y salió corriendo de la casa con el Testamento en la mano.
Alarmado Victoriano, decidió marcharse del pueblo lo antes posible. Volvió, pues, precipitadamente a la posada, pagó el pienso de su caballo, entró en la cuadra, y echándole el aparejo a las costillas se disponía a salir, cuando de pronto se presentaron el alcalde del pueblo, el barbero y hasta doce hombres más, algunos armados con escopetas. En el acto prendieron a Victoriano, embargáronle libros y caballo, y con muchos denuestos llevaron al preso a la que llamaban cárcel, cuarto reducido y húmedo, con una pequeña ventana enrejada, donde le dejaron encerrado. A los tres cuartos de hora volvieron y se lo llevaron a casa del cura,[p. 165] donde estaban reunidos en cónclave; el cura, completamente ciego, presidía, y el sacristán oficiaba de secretario. El barbero formuló su acusación contra el preso, a saber: que le había sorprendido en el acto de vender una versión de las Escrituras en lengua vulgar, y el cura interrogó a Victoriano, preguntándole su nombre y lugar de residencia. Respondió que se llamaba Victoriano López, y que era natural de Villaseca, en la Sagra de Toledo. El cura le preguntó entonces qué religión profesaba, y si era mahometano o francmasón; el preso contestó que católico romano. Debe advertirse que Victoriano, aunque bastante listo, era un pobre labrador de sesenta y cuatro años, y hasta aquel momento no había oído hablar de mahometanos ni francmasones. El cura se enojó, le llamó tunante, y dijo: «Ha vendido usted su alma a un hereje; hace mucho tiempo que conocemos su conducta de usted y la de su amo. Usted es el mismo López a quien rescató el año pasado de la cárcel de Villalos, en la provincia de Avila. Deseo de todas veras que intente hacer aquí la misma cosa.»
«¡Sí, sí!—exclamaron los demás del cónclave—: que se atreva a venir y regará con su sangre esas piedras». Así estuvieron hablando cerca de media hora. Al cabo, levantaron la sesión, llevando de nuevo a Victoriano a su encierro.
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Mientras estuvo preso vivió con regular comodidad, porque llevaba algún dinero. Dos veces al día le enviaban la comida de la posada, donde su caballo permanecía en secuestro. Una o dos veces pidió permiso al alcalde, que le visitaba a diario mañana y noche con su escolta armada, para comprar papel y pluma con el fin de escribir a Madrid; pero le negaron en absoluto ese favor, y a todos los habitantes del pueblo se les prohibió, bajo terribles penas, proveerle de los medios de escribir ni llevar recado suyo más allá de las cercas del lugar; debajo de la ventana de su encierro pusieron dos chicos de plantón para estar a la mira de cuanto le llevasen.
Ocurrió un día que, teniendo Victoriano necesidad de una almohada, envió a decir a la gente de la posada que le mandasen las alforjas. En ellas había por casualidad una cuerda que en España llaman soga, con la que acostumbraba sujetarlas al lomo de la jaca. Los chicos, al ver colgar de las alforjas la punta de la cuerda, corrieron a decírselo al alcalde.
Ya entrada la noche, el alcalde visitó al prisionero, a la cabeza de sus doce hombres, como de costumbre.
—Buenas noches—dijo el alcalde.
—Buenas noches tenga usted—contestó Victoriano.
—¿Para qué ha mandado usted buscar[p. 167] una soga esta tarde?—preguntó el funcionario.
—Yo no he mandado por la soga—respondió el preso—. Mandé por las alforjas para que me sirvan de almohada, y la cuerda estaba dentro por casualidad.
—Es usted un bribón, embustero, mal intencionado—replicó el alcalde—. Usted pretende ahorcarse para perdernos a todos, porque nos echarían la culpa de su muerte. Deme la soga.—El mayor insulto que puede hacerse a un español es acusarle de intentar suicidarse. El pobre Victoriano, presa de violenta cólera, le disparó al alcalde varios nombres poco corteses, sacó la soga de las alforjas y se la tiró a la cabeza, diciéndole que se la llevase para emplearla en su propio cuello.
Al fin, los dueños de la posada se apiadaron del preso, percatándose de que le maltrataban sin motivo; resolvieron, pues, darle ocasión de informar a sus amigos de lo que le sucedía, y le mandaron plumas y tintero dentro de un pan, y un pedazo de papel diciendo que este último era para cigarros.
Victoriano escribió la carta; pero surgió la dificultad de enviarla a su destino, porque nadie del pueblo quería llevarla a ningún precio. Aquella buena gente convenció a un soldado cumplido, de otro pueblo, que por ventura estaba en Fuente la Higuera en[p. 168] busca de trabajo, para que se encargase de llevar la carta, asegurándole que le pagarían bien. El hombre, aprovechando una ocasión, recibió la carta de Victoriano por la ventana, anduvo toda la noche sin parar y me la entregó sin contratiempo en Madrid.
Así quedé libre de la ansiedad en que estaba y sin ningún temor acerca de la conclusión del asunto. Al instante fuí a ver a un amigo, con grandes posesiones en las cercanías de Guadalajara, provincia a que pertenece Fuente la Higuera, quien me dió cartas para el gobernador civil de Guadalajara y para las principales autoridades; estas cartas se las entregué a Antonio, que solicitó encargarse del cometido de libertar al preso. Se encaminó lo primero a Fuente la Higuera, donde, encontrándose en casa del alcalde, le dijo resueltamente a lo que iba. El alcalde, creyendo que yo estaría para llegar con un ejército inglés a fin de rescatar al preso, se alarmó mucho, y al instante envió a su mujer a convocar la escolta; pero al asegurarle Antonio que no había propósito de emplear la violencia, se tranquilizó algo. A poco, Antonio fué citado ante el cónclave y su ciego y sacerdotal presidente. Al principio quisieron asustarle alzando mucho la voz, y hablando de la necesidad de matar a todos los extranjeros, y en especial al aborrecido don Jorge y sus dependientes. Pero Antonio, que no era hombre para dejarse[p. 169] intimidar tan fácilmente, se burló de sus amenazas, y, enseñándoles las cartas que llevaba para las autoridades de Guadalajara, dijo que pensaba ir allá a la mañana siguiente y denunciar su conducta ilegal; añadió que era súbdito turco, y que si se atrevían a cometer con él la más leve desconsideración escribiría a la Sublime Puerta, junto a la que los más poderosos reyes del mundo son pobres gusanos, y no dejaría de vengar los agravios hechos a su hijo, dondequiera que estuviese, en forma demasiado terrible para mencionada. Luego se volvió a la posada. El cónclave quedó deliberando a solas, y resolvió enviar el prisionero a Guadalajara al otro día, poniéndolo en manos del gobernador civil.
No obstante, para conservar una apariencia de autoridad, pusieron dos hombres armados a la puerta de la posada donde vivía Antonio, como si también estuviese preso. Los hombres, cada vez que el reloj daba la hora, exclamaban: «¡Ave María! ¡Mueran los herejes!» Por la mañana temprano, el alcalde se presentó en la posada; pero antes de entrar dirigió desde la puerta un discurso a la gente que había en la calle, diciendo entre otras cosas: «Hermanos, estos individuos han venido a robarnos nuestra religión.» Entró luego en el aposento de Antonio, y tras de saludarle con gran cortesía le invitó a ir con él a la iglesia a oír la misa mayor,[p. 170] que estaba para empezar. A esto, Antonio, aunque ciertamente no era un traga-misas, se levantó y fué con él, y permaneció dos horas, según me contó luego, de rodillas en las frías losas, muy a disgusto; los fieles no le quitaron ojo durante todo el tiempo.
Después de la misa almorzó y se fué a Guadalajara. Victoriano había salido ya con escolta. En llegando, presentó las cartas a las personas a quien iban dirigidas. Al gobernador civil le dió un ataque de risa al oír de labios de Antonio el relato de lo sucedido. Victoriano fué puesto en libertad, y los libros, retenidos bajo secuestro en Guadalajara; el gobernador declaró, no obstante, que si bien su deber era retenerlos por el momento, me los enviarían en cuanto yo quisiese reclamarlos; añadió que haría lo posible para castigar severamente a las autoridades de Fuente la Higuera, porque en todo aquel caso habían procedido en forma tiránica y cruelísima, excediéndose de sus atribuciones. Así terminó el asunto; uno de esos menudos incidentes que alternan en la vida del misionero en España.
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Término de nuestros trabajos rurales. — Alarma del clero. — Una nueva tentativa. — Triunfo en Madrid. — Duende o alguacil. — El bastón de mando. — El corregidor. — Una explicación. — El Papa en Inglaterra. — La exposición del Evangelio. — Obras de Lutero.
Proseguimos la tarea de repartir las Escrituras, con éxito vario, hasta mediados de marzo, en que resolví marcharme a Talavera para ver si era posible hacer algo en esa ciudad y sus cercanías. Salí, por tanto, en aquella dirección acompañado de Antonio y de Victoriano. Al paso nos detuvimos en Navalcarnero, pueblo grande, a cinco leguas al Oeste de Madrid, donde permanecí tres días, enviando a Victoriano a las aldeas circunyacentes con pequeñas partidas de Testamentos. La Providencia, que hasta entonces nos favoreció por modo tan notable en nuestras expediciones rurales, nos retiró su apoyo, y nos redujo a terminarlas de repente, porque en todos los lugares donde poníamos a la venta los escritos sagrados[p. 172] eran en el acto embargados por personas que, al parecer, estaban en acecho; eventos que me obligaron a variar el propósito de ir a Talavera y a regresar sin dilación a Madrid.
Supe posteriormente que, alarmado el alto clero por nuestra campaña al otro lado de Madrid, presentó una queja en forma ante el Gobierno, quien envió inmediatamente órdenes a los alcaldes de los pueblos, grandes y chicos, de Castilla la Nueva, para que secuestrasen los Testamentos en cuanto salieran a la venta; pero amonestándoles, al mismo tiempo, para que pusieran el mayor cuidado en no detener ni maltratar a la persona o personas que intentasen venderlos. Una puntual reseña de mi persona acompañaba a las órdenes, y se exhortaba a las autoridades, lo mismo civiles que militares, a tener mucho cuidado conmigo y con mis mañas y maquinaciones, porque, como el documento decía, un día estaba yo en un sitio y a la mañana siguiente en otro distante del primero veinte leguas.
Este golpe no me desalentó mucho ni realmente me cogió de sorpresa. Resolví, con todo, variar de campo de acción y no exponer los libros sagrados a un secuestro a cada paso que diera para difundirlos. En mis últimas tentativas consagré mi atención exclusivamente a los pueblos y a las ciudades pequeñas, en las que le era muy fácil al[p. 173] Gobierno frustrar mis esfuerzos mediante circulares a las autoridades locales, puestas así sobre aviso, y cuya vigilancia era imposible burlar, pues cualquier novedad ocurrida en un pueblo pequeño se esparce sin tardanza. El caso sería muy distinto tratándose de la muchedumbre de la capital, donde podía continuar mis trabajos con relativo secreto. Formé el plan de abandonar los distritos rurales y ofrecer en Madrid el sagrado libro de casa en casa al mismo reducido precio que en los campos. Sin dilación llevé a efecto mi plan.
Como tenía muchos conocimientos en el pueblo bajo, escogí ocho personas inteligentes para que cooperasen en mi tarea; cinco de ellas eran mujeres. A todos los proveí de Testamentos y los repartí por todos los barrios de Madrid. El resultado de sus esfuerzos superó mis esperanzas. Menos de quince días después de volver de Navalcarnero se habían vendido en las calles y avenidas de Madrid cerca de seiscientos ejemplares de la vida y palabras del Nazareno; hecho que se me permitirá mencionar con júbilo y con el regocijo conveniente en el Señor.
Una de las calles más ricas es la calle de la Montera, donde residen los principales comerciantes y tenderos de Madrid. Es, en efecto, la calle del comercio, y por tal motivo, como por ser un lugar favorito de los[p. 174] paseantes, corresponde a la muy famosa Nefsky de San Petersburgo. Cada casa de esa calle recibió un Testamento, y lo mismo puede decirse de la Puerta del Sol. Más: en algunas ocasiones, cada habitante de la casa, hombres y niños, criados y criadas, adquirió un ejemplar. Antonio, el griego, hizo maravillas en ese barrio; es de justicia decir que, a no ser por su mediación, en muchos casos no habría podido yo dar tan buena cuenta de la difusión de la Biblia en España. Hubo un tiempo en que tenía yo la costumbre de decir: «tenebroso Madrid», expresión que, gracias a Dios, era ya de abandonar, porque sería poco justo seguir llamando tenebrosa a una ciudad en la que estaban en circulación y en uso diario mil trescientos Testamentos por lo menos.
Entonces utilicé una partida de Biblias que me habían mandado en rama desde Barcelona en los comienzos del año anterior. La demanda de las Escrituras completas era grande; tanto, que no podíamos dar abasto, y los libros se vendían más de prisa de lo que tardaban en encuadernarlos los hombres empleados en esta tarea. Un pedido de veintiocho ejemplares me lo pagaron por adelantado. Muchas de estas Biblias fueron a parar a las mejores casas de Madrid. El marqués de... tenía una familia numerosa; pero todos sus individuos, viejos y jóvenes, poseían una Biblia y un Testamento, por reco[p. 175]mendación, cosa rara, del capellán de la casa. Uno de mis agentes más celosos en la propaganda de la Biblia fué un eclesiástico. Nunca salía a la calle sin un ejemplar debajo del manteo, y a la primera persona que le parecía poder comprarlo se lo ofrecía. Otro colaborador excelente fué un noble de Navarra, ya anciano, riquísimo, que continuamente adquiría ejemplares por su cuenta para mandarlos, según me dijeron, a su provincia natal y repartirlos entre sus amigos y los pobres.
Cierta noche me retiré a descansar algo más pronto que de costumbre, sintiéndome ligeramente indispuesto. Dormí con profundo sueño unas horas, y de pronto me desperté al sentir abrirse la puerta del cuartito en que descansaba. Me incorporé, y vi entrar en el cuarto a María Díaz con una luz en la mano. Observé que sus facciones, notables por su calma y placidez habituales, parecían un tanto alteradas.
—¿Qué hora es—pregunté—y qué pasa?
—Señor—respondió cerrando la puerta y acercándose a la cama—, es cerca de media noche; pero acaba de llegar un policía que quiere verle a usted. Le he dicho que era imposible, porque estaba usted en la cama, y me ha contestado, después de estornudar en mi misma cara, que le vería a usted aunque estuviese de cuerpo presente. Tiene todo el aire de un duende y me ha[p. 176] asustado. Ya sabe usted que yo no soy miedosa, don Jorge; pero confieso que cada vez que veo a uno de esos malvados polizontes me faltan los ánimos; los conozco demasiado bien y sé de lo que son capaces.
—¡Bah!—dije yo—. No tenga usted miedo; que entre; no le temo, sea alguacil o duende. Pero quédese usted a la puerta para ser testigo de lo que ocurra, porque es muy probable que venga a molestarme a esta hora intempestiva buscando la ocasión de dar malos informes de mí a sus jefes, como hizo aquel otro individuo la vez pasada.
La patrona salió del aposento, y oí que decía una o dos palabras a alguien en el pasillo; sonó luego un estruendoso estornudo, y un instante después apareció en la puerta una figura rara. Era un hombre muy viejo, de largos cabellos blancos, que se escapaban por debajo de las alas de un sombrero extremadamente picudo. Iba muy encorvado y avanzaba con lentitud. No pude verle bien la cara, que, por hallarse la patrona detrás de él con la luz, quedaba en profunda sombra. Observé, sin embargo, que sus ojos chispeaban como los de un hurón. Se acercó a los pies de la cama, en la que aún permanecía yo preguntándome lo que tan extraña visita pudiera significar; allí se detuvo, mirándome durante un minuto por lo menos, sin proferir una sílaba. De pronto adelantó una mano seca y rugosa, que hasta entonces tuvo ocul[p. 177]ta bajo la capa, y me apuntó al rostro con una especie de bastoncillo con remate de metal, como si fuese a empezar un exorcismo. Pareció que iba a hablar; pero las palabras, si quiso decir alguna, fueron ahogadas al nacer por un estornudo que de pronto se le escapó, tan violento, que la patrona se echó para atrás, exclamando: «¡Ave María purísima!», y a poco deja caer la luz con el susto.
—Buen hombre—dije yo—, ¿qué significa esta ridícula aparición? Si tiene usted algo que decirme, despache pronto y váyase a sus asuntos. No me encuentro bueno y está usted privándome del descanso.
—En méritos de este bastón—dijo el viejo—y por la autoridad que me confiere para decir y hacer lo que convenga, le mando, ordeno y requiero para que mañana, a las once, comparezca en el despacho de mi señor el corregidor de esta villa de Madrid, para que con la humildad y reverencia debidas oiga usted lo que tenga a bien decirle, y, si fuese necesario, se someta a recibir los castigos que sus delitos, leves o enormes, merezcan. Tenez, compère—añadió en perverso francés—, voilà mon affaire; voilà ce que je viens vous dire.
En diciendo esto, me miró un momento, inclinó por dos veces la cabeza, metió de nuevo el bastón dentro de la capa y salió del cuarto y de la casa, lanzando en el pasillo un estornudo de despedida.
[p. 178]
Al día siguiente, a las once en punto, me presenté en las oficinas del corregidor. Ya no ocupaba el cargo el mismo individuo en cuya cólera incurrí en otra ocasión y que tuvo a bien encarcelarme, sino otro distinto, creo que catalán, cuyo nombre también he olvidado. En aquella época, los cargos se daban y se quitaban de la noche a la mañana, y quien se sostenía en alguno de ellos siquiera un mes, podía considerarse funcionario antiguo. No tuve que esperar; en cuanto di mi nombre me llevaron a presencia del corregidor, personaje de unos cincuenta años, de buen parecer, corpulento y bien vestido. Cuando entré escribía en un bufete; pero casi al instante se levantó y vino hacia mí. Me clavó los ojos en el rostro, y yo, sin cortarme, puse los míos en el suyo. Quizás esperaba una actitud menos firme, y verme temblar y rebajarme ante él; se juzgó, pues, desacatado en su propia madriguera, y su levadura española antigua fermentó. Se tiró de las patillas con furia, y dirigiéndome una mirada colérica dijo:
—Escuchad: tengo que hacerle a usted una pregunta.
—Antes de responder a las preguntas de vuecencia—dije—voy a tomarme la libertad de dirigirle una: ¿Qué ley o qué razón hay para que a un hombre pacífico y extranjero vayan a molestarle a media noche unos duendes con el requerimiento de presentarse[p. 179] en una oficina pública como si fuese un delincuente?
—No dice usted la verdad—exclamó el corregidor—. La persona que fué a requerirle a usted no es un duende, sino uno de los empleados más antiguos y respetables de esta casa, y, lejos de enviarle a media noche, faltaban por mi reloj veinticinco minutos para esa hora, y como usted vive cerca de aquí, debió de llegar a su casa lo menos diez minutos antes de media noche; de modo que no es exacto lo que usted dice, ni guarda usted miramientos con la verdad.
—Esa diferencia no importa nada—repliqué—. A mí me molesta lo mismo que me interrumpan el sueño a las doce de la noche que a las doce menos diez. Respecto al emisario, podría no ser un duende, pero lo parecía, y con seguridad se propuso asustar a la dueña de la casa, como lo consiguió, hasta el punto de que casi se desmaya, a fuerza de muecas horribles, de estornudos y aspavientos.
El corregidor.—Es usted un... ¡No sé lo que iba a decir! ¿Ignora usted que puedo mandarle a la cárcel?
Yo.—Tiene usted veinte alguaciles que acudirán a la primera señal, y, por tanto, es claro que puede usted prenderme, como hizo su antecesor, que casi perdió el puesto por eso; pero usted sabe perfectamente que no tiene derecho para hacerlo, porque no[p. 180] estoy bajo su jurisdicción, sino bajo la del capitán general. Si he obedecido su requerimiento ha sido porque tengo mucha curiosidad de saber lo que usted necesita de mí, y no por otra cosa. En cuanto a lo de prenderme, permítame usted decirle que cuenta con mi pleno consentimiento para ello; en la cárcel es donde se encuentra en Madrid la gente más cortés; y como ahora estoy compilando el vocabulario de los ladrones madrileños, tendré, si me llevan a la cárcel, una excelente ocasión de completarlo. Hasta en la cárcel se puede aprender mucho; porque, como dicen los gitanos, «perro que mucho corretea encuentra hueso».
El corregidor.—Ese lenguaje no es propio de un caballero. ¿Olvida usted dónde está y con quién habla? ¿Es este un lugar adecuado para hablar de gitanos y de ladrones?
Yo.—No conozco, a la verdad, otro más a propósito, no siendo la cárcel. Pero estamos perdiendo el tiempo, y ansío saber para qué me han llamado, si por delitos leves o enormes, como decía el emisario.
Tardé bastante tiempo en arrancar al enojado corregidor las noticias pedidas; al fin las obtuve. Resultaba que una caja de Testamentos enviada por mí a Navalcarnero fué embargada por las autoridades locales, y después de retenerla allí unos días la devolvieron a Madrid consignada al corregidor.[p. 181] Estando la caja en las mensajerías, entró allí Antonio para otro asunto; la reconoció, y en el acto la reclamó como de mi pertenencia, llevándosela a mi almacén después de pagar el porte. Tan poca importancia dió al suceso, que no me habló de él. Pero el pobre corregidor estaba convencido de que todo ello era una profunda maquinación para robarle y burlarnos de él. Dejábase llevar de una excitación casi frenética, y pateaba el suelo, exclamando:
—¡Qué picardía! ¡Qué infamia!
—Este es el antiguo sistema—pensé yo—de prejuzgar a las gentes y de imputarles motivos y acciones con los que nunca han soñado.
Díjele con franqueza que ignoraba en absoluto el hecho por que se sentía agraviado; pero que si practicadas las averiguaciones convenientes resultaba que, en efecto, mi criado se había llevado la caja del lugar adonde la habían expedido, yo haría que la devolvieran en el acto, aunque era mía propia.
—Tengo un gran repuesto de Testamentos—dije—y puedo dejar que se pierdan cincuenta o ciento. Soy hombre de paz y deseo no tener disputas con las autoridades por causa de un cajón viejo y de una partida de libros cuyo valor no llega por junto a cuarenta duros.
Me miró un instante como si dudase de[p. 182] mi sinceridad, y luego, tirándose otra vez de las patillas, me atacó en otro terreno:
—Pero ¡qué infamia, qué picardía! Venir a España a cambiar la religión del país. ¿Qué diría usted si los españoles fuesen a Inglaterra con propósito de quitar el luteranismo establecido allí?
—Serían muy bien recibidos—repliqué—, especialmente si intentaban hacerlo por la difusión de la Biblia, el libro de todos los cristianos, como los ingleses hacen en España. Pero vuecencia ignora quizás que el Papa tiene campo libre y libre acción en Inglaterra, y se le permite convertir todos los días a cuantos luteranos quieren volverse a él. No puede, sin embargo, alabarse de grandes triunfos; el pueblo ama demasiado la luz para abrazar las tinieblas, y se reiría de la idea de cambiar las gracias del Evangelio por las ceremonias y observancias supersticiosas de la Iglesia de Roma.
Al repetirle la promesa de devolver en seguida la caja y los libros, el corregidor se dió por satisfecho y repentinamente se mostró por demás condescendiente y amable: llegó hasta decirme que dejaba por completo a mi resolución lo de devolver los libros o no.
—Antes de que se vaya usted—continuó—deseo decirle que, en mi opinión particular, es sumamente recomendable en todos los países la tolerancia religiosa plena, y[p. 183] dejar que cada sistema religioso perezca o se sostenga según sus propios méritos.
Tales fueron las últimas palabras del corregidor de Madrid, que no sé si expresarían su opinión particular; pero que, ciertamente, se fundaban en el buen sentido y la razón. Le saludé respetuosamente y me fuí; cumplí mi promesa respecto de los libros, y el asunto quedó terminado.
Por aquel tiempo llegué casi a creer que se iniciaba una reforma religiosa en España; y, realmente, llegaron a mi noticia ciertos hechos, que, si me los hubieran pronosticado un año antes, con dificultad los hubiese creído.
El lector quedará sorprendido cuando sepa que en dos iglesias de Madrid los respectivos curas explicaban regularmente el Evangelio los domingos por la tarde a una veintena de chicos, provistos de sendos ejemplares de la edición hecha por la Sociedad Bíblica en Madrid en 1837. Las iglesias eran las de San Ginés y Santa Cruz. Creo modestamente que este solo hecho pagaba con creces todas las expensas causadas a la Sociedad por su empeño de introducir el Evangelio en España; pero, sea de ello lo que fuere, es lo cierto que a mí me recompensaba sobradamente todos los afanes y disgustos pasados. Sentí entonces que, en cualquier momento en que me viese obligado a abandonar mis trabajos en la Península, lo haría[p. 184] sin murmurar, lleno el corazón de gratitud hacia el Señor por haberme permitido a mí, vaso inútil, ver, cuando menos, germinar algo de la semilla que durante dos años había estado arrojando sobre el pedregoso suelo del interior de España.
Cuando pienso en las dificultades que obstruían nuestro camino, me cuesta a veces trabajo creer todo lo que el Omnipotente nos permitió llevar a cabo durante el año que acababa de pasar. Una edición copiosa del Nuevo Testamento se había casi agotado en el centro mismo de España, a despecho de la oposición y del clamor furibundo de un clero bárbaro y de las órdenes de un Gobierno falaz; y germinaba el espíritu de examen en materia religiosa, que tarde o temprano llevaría, así lo esperaba yo fervientemente, abundantísimos frutos de bendición. Hasta allí, el nombre más aborrecido y temido en aquellas partes de España era el de Martín Lutero, a quien en general se le consideraba como un demonio, primo hermano de Belial y Beelzebub, que, bajo la apariencia de hombre, había escrito y predicado blasfemias contra el Altísimo; pero ahora, cosa singular, se hablaba de ese personaje, execrado en otro tiempo, con no pequeñas señales de respeto. No pocas veces me visitaban, Biblia en mano, personas que con tantas veras como simplicidad me preguntaban por los escritos[p. 185] del gran doctor Martín, a quien, por cierto, algunos le creían aún vivo.
No estará de más hacer notar aquí que de todos los nombres relacionados con la Reforma, el único conocido en España es el de Lutero; permítaseme añadir que a ningún escrito de controversia, con excepción de los suyos, se le concedería probablemente la menor fuerza ni autoridad, por grande que fuese su mérito intrínseco. El género de opúsculos que comúnmente se escriben para declarar los errores del papismo no producirá, por tanto, mucho beneficio en España, al paso que podría conseguirse bastante provecho con traducciones bien hechas de las obras de Lutero, seleccionadas con tino.
[p. 186]
Proyecto de viaje. — Una escena sangrienta. — El fraile. — Sevilla. — Bellezas de Sevilla. — Naranjos y flores. — Murillo. — El Angel de la guarda. — Dionysius. — Mis coadyuvantes. — Demanda de Biblias.
A mediados de abril llevaba ya vendidos tantos Testamentos como, a mi parecer, podían colocarse en Madrid; retiré, pues, mi gente, porque temía saturar el mercado, y desacreditar el libro haciéndolo demasiado común. Me quedaba sólo un millar de ejemplares de la edición que saqué dos años antes; en cuanto a la Biblia, todos los ejemplares se habían vendido; la demanda era mucha todavía, pero no me fué posible atenderla.
Resolví marcharme a Sevilla y llevar los ejemplares del Testamento que me quedaban, porque allí se había hecho muy poca propaganda. Pronto estuvieron terminados mis preparativos. Los caminos estaban entonces peligrosísimos, razón por la que pensé incorporarme a un convoy próximo a[p. 187] partir para Andalucía. Pero dos días antes de ponerse en camino, comprendí que el número de personas dispuestas como yo a utilizar el convoy sería probablemente muy grande; pensé en la lentitud de ese modo de viajar, y recordando además los insultos que los paisanos tenían que soportar con frecuencia de los soldados y subalternos, resolví aventurarme a hacer el viaje en el coche correo. Llevé a cabo mi determinación. Antonio, a quien conservé a mi servicio, y los dos caballos, se fueron con el convoy, y yo salí pocos días después con el correo. Hicimos todo el viaje sin el menor accidente: una vez más me acompañó mi prodigiosa buena suerte. Con razón la llamo prodigiosa, pues iba recorriendo la madriguera de un león; toda la Mancha, con excepción de unos pocos lugares fortificados, estaba una vez más en manos de Palillos y de sus forajidos, quienes, cuando lo tenían a bien, detenían el correo, quemaban el coche y las cartas, asesinaban a la mezquina escolta, y si por casualidad iba algún viajero, se lo llevaban al monte, poniéndole luego en la alternativa de rescatarse por un precio enorme o de pegarle cuatro tiros en la cabeza, como dicen los españoles.
La parte alta de Andalucía caía rápidamente en tan mala situación como la Mancha. La última vez que había pasado el correo, seis ladrones a caballo le atacaron en[p. 188] el desfiladero del Rumblar; la escolta se componía de otros tantos soldados; pero los ladrones se lanzaron de súbito al galope desde detrás de una venta solitaria, los cogieron de sorpresa, porque los cascos de los caballos no hacían ruido en el suelo arenoso, y los arrojaron al suelo. Los soldados, menos dos que se escaparon por entre las peñas, fueron desarmados en el acto y atados a los olivos. Allí los escarnecieron y atormentaron los ladrones, o más bien asesinos, porque a la media hora los fusilaron; al cabo le volaron la cabeza de un trabucazo. Entonces los ladrones quemaron el coche, pegando fuego a las cartas con la mecha de encender los cigarros. Al correo le salvó la vida uno de la cuadrilla, que había sido en otro tiempo postillón suyo; pero le robaron, dejándole desnudo. El infeliz, al pasar de nuevo por el lugar de la carnicería, lloraba, y, aunque español, maldecía a España y a los españoles, diciendo que pensaba irse muy pronto a Morería, confesar a Mahoma y seguir la ley de los moros, porque cualesquiera país y religión eran mejores que los suyos. Nos indicó el árbol donde había muerto el cabo; a pesar de lo mucho que había llovido, el suelo estaba todo alrededor saturado de sangre; un perro roía un pedazo del cráneo de aquel desventurado. Hizo con nosotros todo el viaje desde Madrid a Sevilla un fraile misionero que iba a[p. 189] las islas Filipinas, para conquistar, tales eran sus palabras, supongo que quería decir para predicar a los indios. Durante el viaje entero dió muestras de un miedo abyecto; tan impresionado iba, que se puso a la muerte y tuvimos que detenernos dos veces en el camino y tenderlo entre los verdes trigos. Decía que si los facciosos le echaban mano, era clérigo muerto, pues tras de hacerle decir una misa, le volarían con pólvora. Había sido, según me dijo, profesor de Filosofía en un convento de Madrid, me parece que el de Santo Tomás, antes de que los suprimieran; pero estaba en la mayor ignorancia respecto de las Escrituras, confundiéndolas con las obras de Virgilio.
Paramos en Manzanares, como de costumbre; era la mañana de un domingo, y la plaza estaba llena de gente. Me reconocieron al momento, y veinte pares de piernas salieron corriendo en el acto en busca de la profetisa, que no tardó en presentarse en la casa donde habíamos entrado a almorzar. Nos saludamos con gran efusión, y luego, en su latín, fué dándome cuenta de todo lo sucedido en el pueblo desde mi última visita, y oí las atrocidades cometidas por los facciosos en las cercanías. La convidé a almorzar y la presenté al fraile, a quien se dirigió en estos términos: Anne Domine Reverendissime facis adhuc sacrificium? El fraile no la entendió, y, encendido en cólera,[p. 190] la anatematizó por bruja y la mandó marcharse. La ciega no se desconcertó, y se puso a cantar en versos castellanos improvisados las alabanzas de los frailes y de los conventos. Al marcharnos le di una peseta, con lo que rompió en llanto y me suplicó que no dejase de escribir si llegaba en salvo a Sevilla.
Llegamos a Sevilla sin novedad, y me despedí del fraile, diciéndole que esperaba encontrarle de nuevo en Filipinas. Como pensaba quedarme en Sevilla unos meses, decidí alquilar una casa, para vivir con más independencia y economía que en la posada. No tardé en encontrar una que por todos conceptos me convenía. Estaba en la plazuela de la Pila Seca, barrio apartado, en las inmediaciones de la catedral, y a corta distancia de la Puerta de Jerez. Pocos días después llegó Antonio con los caballos y me instalé en mi casa.
Una vez más me encontraba en la hermosa Sevilla, con tiempo y comodidad bastantes para gozar de sus encantos y de sus deliciosos alrededores. Por desgracia, al tiempo que llegué y durante la quincena siguiente el cielo de Andalucía, tan radiante de ordinario, se cubrió de negras nubes que descargaron chaparrones tremendos, tales como muy pocos sevillanos recordaban haberlos visto nunca.
El temporal causó no pocos daños en la[p. 191] campiña, y el Guadalquivir, que durante la estación lluviosa es un río muy rápido e impetuoso, se salió de madre y amenazó con una inundación. Es verdad que a ratos escampaba, y el sol, manifestándose en su tabernáculo de nubes, animaba todas las cosas con sus rayos de oro e incitaba a la mariposa a salir de su madeja, y al lagarto, de la cavidad del árbol; yo me aprovechaba sin falta de esas claras para dar un rápido paseo.
¡Oh, cuán placentero es, sobre todo al venir la primavera, vagar por las márgenes del Guadalquivir! No lejos de la ciudad, río abajo, hay un parque llamado Las Delicias. Fórmanlo árboles de varias especies, pero los álamos y olivos predominan. Largos senderos umbríos lo atraviesan. Ese parque es el paseo favorito de los sevillanos; en él se congrega en ocasiones cuanta belleza y bizarría encierra la ciudad. Allí las ojinegras damas andaluzas se pasean con el gracioso prendido de las mantillas de encaje; allí los jinetes andaluces galopan en sus corceles de sangre mora, de luenga cola y espesa crin. Cuando el sol se pone, el panorama que ofrece la ciudad, mirada desde ese sitio, es de inefable hermosura. A lo lejos se yergue la corpulenta Torre del Oro, empleada ahora como aduana, principal defensa de la ciudad en tiempo de los moros. Se alza al borde del río, como gigante centine[p. 192]la, y es el primer edificio que atrae la mirada del viajero cuando remonta el río hacia Sevilla. En la otra margen, frente a la Torre, se halla el hermoso convento de agustinos, gala del barrio de Triana, y entre ambos edificios fluye el Guadalquivir, en cuyas ondas se mecen las naves de Cataluña y Valencia. Más lejos se ve el puente de barcas que atraviesa el cauce. El principal objeto del panorama es, con todo, la Torre del Oro, donde los rayos del sol poniente parecen concentrarse como en un foco, de modo que semeja fabricada de oro puro, y es probable que a tal circunstancia deba su nombre. Yerto, yerto debe de estar el corazón que permanezca insensible ante ese paisaje mágico, al que apenas podría hacer justicia el pincel de Claudio mismo. ¡Cuántas veces he vertido lágrimas de arrobamiento al contemplarlo, y escuchado a los mirlos y ruiseñores modular en la arboleda sus cantos melodiosos, y respirado las brisas cargadas con el aroma de los naranjales de Sevilla!
«Kennst du das Land wo die Citronen blühen?»
El interior de Sevilla no corresponde en casi nada al exterior. Las calles son angostas, mal pavimentadas, llenas de suciedad y mendigos. Las casas, construídas casi todas conforme el patrón moro, tienen en el centro un patio cuadrangular, donde una fuen[p. 193]te de mármol surte de continuo agua cristalina. En la estación del calor, los patios se cubren con un toldo, bajo el cual pasa la familia la mayor parte del día.
Muchas casas, y sobre todo las de los ricos, tienen en el patio arbustos, naranjos, toda clase de flores, y a veces una pajarera pequeña, de suerte que no es concebible mayor delicia que la de tenderse allí a la sombra, oyendo el canto de los pájaros y el rumor de la fuente.
Nada tan interesante para el viajero que vaga por Sevilla como atisbar los patios desde la calle, a través de las verjas. Muchas veces me paraba a contemplarlos, y otras tantas lamentaba que mi destino no me permitiera vivir en tal edén el resto de mis días. Ya he hablado en otra ocasión de la catedral de Sevilla; pero con brevedad y a la ligera. Es quizás la catedral más suntuosa de España, y aunque de estructura no tan regular como las de Toledo y Burgos, es mucho más digna de admiración considerada en conjunto. No es posible recorrer sus largas naves y alzar la vista a la techumbre, sostenida por columnas colosales y decorada con suntuosidad, sin sentirse sobrecogido de sagrado pavor y de profundo asombro. Cierto que el interior, como el de la generalidad de las catedrales españolas, es un poco obscuro y triste; pero nada pierde con eso; al contrario, aumenta la grandio[p. 194]sidad del efecto. Nuestra Señora de París es un edificio hermoso; pero a quien ha visto las catedrales españolas, y en particular la de Sevilla, se le antoja casi mezquino y sin importancia, y más parecido a una casa consistorial que a un templo del Eterno. La catedral de París está desprovista en absoluto de la solemne obscuridad y sombría pompa, tan intensas en la de Sevilla, con lo que le falta el requisito más importante de una catedral.
Los cuadros que adornan la mayoría de las capillas son de los mejores de la escuela española; entre ellos destacan muchas de las obras maestras de Murillo, hijo de Sevilla. De todos los cuadros de este hombre extraordinario, el que más impresión me ha hecho siempre es uno de los menos famosos. Aludo al Angel de la Guarda, cuadrito colocado al fondo de la iglesia, mirando a la nave principal. El ángel, empuñando con la diestra una espada flamígera, guía al niño, que es, a juicio mío, la creación más prodigiosa de Murillo. La figura es como de un niño de cinco años, y la expresión del rostro, completamente infantil; pero su andar es el de un conquistador, el de un Dios, el del Creador del Universo, y el globo terrenal parece temblar bajo tanta majestad.
Al culto de la catedral asisten muchos fieles, en especial cuando hay sermón. Los sermones son improvisados; hay algunos[p. 195] muy edificantes, fieles a las Escrituras. He oído muchos con gusto, aunque me sorprendía bastante observar que cuando los predicadores citaban la Biblia, tomaban las citas, casi invariablemente, de los libros apócrifos. Ante los principales altares no faltan, por lo general, fieles, en su mayoría mujeres, animados muchos de ellos de ardentísima devoción.
Antes de salir de Madrid me había forjado la ilusión de encontrar pocas dificultades para la difusión del Evangelio en Andalucía, al menos por cierto tiempo, ya que el campo de operaciones era nuevo, y mi persona y mis propósitos, menos conocidos y temidos que en Castilla la Nueva. Pero resultó que el Gobierno de Madrid había cumplido su amenaza y enviado por toda España la orden de secuestrar los libros dondequiera que se hallasen. Los Testamentos llegados de Madrid embargáronlos en la aduana, adonde se llevan todas las mercancías, aunque procedan del interior, para la exacción de un impuesto. Gracias a los manejos de Antonio recuperé una de las cajas, mientras la otra fué enviada a Sanlúcar, para expedirla fuera del reino tan pronto como se me presentara oportunidad de hacerlo.
No me dejé desanimar por este ligero contretemps, aunque sentí de corazón la pérdida de los libros embargados, pues ya no podría repartirlos por aquella región, donde[p. 196] hacían tanta falta; pero me consolé pensando que aún me quedaban unos cientos de ejemplares, cuya distribución podía dar, placiendo a Dios, muy santos frutos.
Tardé algún tiempo en empezar los trabajos, porque me hallaba en terreno desconocido y no sabía qué camino tomar. No contaba con más ayuda que la del pobre Antonio, tan ignorante del lugar como yo. La Providencia, empero, no tardó en enviarme un colaborador, en forma bastante singular. Estaba yo en el patio de la Posada de la Reina, adonde solía ir a comer algunas veces, cuando entró un hombre de talla gigantesca, vestido de un modo extraño. Excitada mi curiosidad, pregunté al posadero quién era el desconocido. Díjome que un extranjero, griego a su parecer, que había vivido mucho tiempo en Sevilla. Oído esto, me fuí a él y le abordé en griego, pues aunque lo hablo muy mal, puedo darme a entender en ese idioma. Me contestó en la misma lengua, y halagado por el interés que un extranjero como yo demostraba por su nación, no tardó en contarme su propia historia. Llamábase, según me dijo, Dionysius, natural de Cefalonia; educado para hacerse de iglesia, abandonó esa carrera, mal avenida con su temperamento, para seguir la profesión de navegante, por la que había sentido temprana inclinación. Tras muchas aventuras y alternativas de la fortuna, naufragó[p. 197] en las costas de España, y avergonzándose de volver pobre a su país, se quedó en la Península, y residió principalmente en Sevilla, donde ahora sostenía un modesto comercio de libros. Era de la religión griega, y muy apegado a ella; y en descubriendo luego que yo era protestante, manifestó su aborrecimiento sin límites por el sistema papista, y aun por sus secuaces en general, a quienes llamaba latinos, achacándoles la ruina de Grecia, vendida por ellos al Turco.
En el acto se me ocurrió que aquel individuo podía prestarme excelente ayuda en la obra que me había llevado a Sevilla, o sea la propagación del Evangelio eterno; por tanto, tras algo más de conversación, en la que mostró una instrucción muy sólida, me franqueé con él. Adoptó mis planes con mucho calor, y en adelante no tuve motivo para lamentar mi confianza, pues el griego repartió gran copia de Nuevos Testamentos, y aún acertó a enviar cierto número de ejemplares a dos ciudades pequeñas a alguna distancia de Sevilla.
También me ayudó en la propagación del Evangelio un profesor de música, ya viejo, muy etiquetero y estirado, pero con excelentes cualidades. Este venerable individuo me trajo, no más que a los tres días de conocernos, el precio de seis Testamentos y de un Evangelio en gitano, vendidos por él soportando el candente sol andaluz. ¿Qué[p. 198] motivo le impulsaba? Uno muy cristiano. Decía que sus infortunados compatriotas, entregados a la sazón a la matanza y al saqueo recíprocos, se corregirían probablemente leyendo el Evangelio, sin que en ningún caso pudiera seguírseles de su lectura daño alguno. Añadía que si muchos hombres han reformado su vida merced a las Escrituras, nadie se ha vuelto todavía ladrón o asesino por leerlas.
Pero mi agente más extraordinario fué uno que en ocasiones empleé para repartir el Evangelio entre las clases bajas. Si llego a tener mayor cantidad de libros a mi disposición, hubiera podido sacar gran partido de los servicios de aquel individuo; pero como el repuesto disminuía con rapidez y no tenía esperanzas de renovarlo, me mostraba casi avaro de los pocos libros que me quedaban. El agente era un albañil griego, llamado Juan Crisóstomo, que me presentó Dionisio. Nacido en Morea, llevaba más de veinticinco años en España, de suerte que había casi olvidado su lengua natal. Con todo, tenía tal apego a su patria, que cuanto no fuese griego le parecía malo y en extremo bárbaro. Carecía de toda instrucción; pero su fuerza de carácter y cierta ruda elocuencia que poseía le granjearon tan gran ascendiente en el ánimo de las clases trabajadoras de Sevilla, que aceptaban casi todo lo que les decía, no obstante chocar a cada[p. 199] paso con sus prejuicios. De tal modo, que, a pesar de su condición de extranjero, hubiera podido ser en cualquier momento el Masaniello de Sevilla. No he conocido criatura más honrada, y pronto comprendí que, empleándolo a mi servicio, no obstante sus rarezas, podía tener plena seguridad de que sus actos no desdecirían del libro que vendía.
Continuamente estaban pidiéndome Biblias, que no podíamos servir. Los Testamentos gozaban, en comparación, de poca estima. Por este tiempo descubrí un hecho que me hubiera sido muy útil conocer tres años antes; pero viviendo se aprende. Me refiero a la inconveniencia de imprimir Testamentos, y sólo Testamentos, para los países católicos. La razón es clara: el católico, sin hábito de leer la Escritura, encuentra mil cosas ininteligibles en el Nuevo Testamento, cuyo fundamento es el Antiguo. «La Escritura da testimonio de mí», podría decirse con razón en este punto. Se me dirá que en Inglaterra hay gran demanda de Nuevos Testamentos, impresos por separado, y prestan infinita utilidad; pero Inglaterra, gracias sean dadas al Señor, no es un país papista; y de que un labrador inglés pueda leer el Testamento con buen fruto no se sigue que los campesinos españoles e italianos gocen de igual ventaja, porque encontrarán muchas cosas obscuras, que no[p. 200] lo son para aquél, versado en la historia bíblica desde la niñez. Confieso, no obstante, que en mi campaña del verano anterior no hubiera podido hacer con la Biblia lo que la Providencia me permitió realizar con los Testamentos, porque la primera es demasiado voluminosa para andar con ella por el campo.
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La casa solitaria. — La Dehesa. — Juan Crisóstomo. — Manuel. — La librería en Sevilla. — Dionisio y los curas. — Atenas y Roma. — Proselitismo. — Embargo de Testamentos. — Salida de Sevilla.
Como ya he dicho, alquilé en Sevilla una casa vacía, con el propósito de vivir en ella algunos meses. Ocupaba todo un lado de una plazuela solitaria. Distribuída al modo andaluz, tan agradable, tenía un patio pavimentado con pequeñas losas de mármol azules y blancas. En el centro del patio había una fuente muy abundante en linfa cristalina, y al caer desde una delgada columna al estanque octogonal, el agua hacía un rumor que se oía desde todas las habitaciones. La casa era vasta y espaciosa, de dos pisos, con piezas suficientes, por lo menos, para diez veces el número de personas que en ella morábamos. De ordinario pasaba el día en las habitaciones bajas, por ser muy frescas. En una de ellas había una enorme pila de piedra, siempre rebosante de agua de la[p. 202] fuente, en la que me sumergía todas las mañanas. Tal fué la vivienda a que me retiré con Antonio y los caballos, luego de proveerme de unos pocos utensilios caseros indispensables.
Suerte mía fué poseer aquellos cuadrúpedos, ya que así tuve modo de gozar en grandísima medida las bellezas de la campiña circundante. Pocas cosas hay en la vida más deliciosas que un paseo a caballo, en primavera o verano, por los alrededores de Sevilla. Mi excursión favorita era en dirección de Jerez, por la vasta Dehesa, como la llaman, que se extiende desde Sevilla hasta las puertas de aquella ciudad, casi a cincuenta millas de distancia, sin un pueblo apenas entremedias. El terreno es desigual y quebrado, en su mayor parte cubierto de matorrales de la especie que llaman carrasco, entre los que corre un camino de herradura, no fácil de discernir, trazado principalmente por los arrieros, con sus largas recuas de mulas y borricos. Allí, el aire embalsamado de la hermosa Andalucía se respira en toda su pureza. Las flores y hierbas aromáticas que crecen en abundancia, difunden en torno sus perfumes. Allí la tristeza y la pesadumbre huyen del pecho como por magia, en tanto que los ojos se extasían ante el panorama, iluminado por un sol esplendoroso, sin igual, en cuya luz flotan las mariposas, pintadas de alegres colores, y las salaman[p. 203]quesas, verdes y áureas, despatarradas en el suelo, gozan del voluptuoso calor, o se lanzan a veces de un salto velocísimo, con susto del viajero, a la madriguera más próxima, y allí se le quedan mirando con sus ojillos agudos y brillantes. Es imposible, repito, estar triste en tierras tales, y con razón los antiguos griegos y romanos colocaron aquí sus Campos Elíseos. Son bellísimas, aun en su desolación actual, porque la mano del hombre no las cultiva desde el día funesto en que la expulsión de los moros privó a Andalucía de los dos tercios, cuando menos, de su población.
Todas las tardes salía a caballo por la Dehesa, hasta perder de vista las torres más altas de Sevilla. Entonces volvía, y, apretándole las rodillas a Sidi Habismilk, mi caballo árabe, tomaba el veloz animal, que jamás necesitó látigo ni espuela, el camino de Sevilla con la rapidez de un torbellino, devorando la distancia en una carrera loca; dejada atrás la Dehesa, se precipitaba por el paseo de las Delicias, sombreado de olmos, y a poco el estruendo de sus cascos resonaba bajo la bóveda del arco de la Puerta de Jerez; un momento después, quedábase inmóvil como una piedra ante la puerta de mi casa solitaria, en la silenciosa plazuela de la Pila Seca.
Son las ocho de la noche, y, de vuelta de la Dehesa, estoy en la sotea tomando el fres[p. 204]co. Juan Crisóstomo acaba de llegar del trabajo. No le he hablado; pero oigo cómo, abajo en el patio, cuenta a Antonio los progresos que ha hecho en los dos últimos días. Habla un griego bárbaro, mechado con abundantes vocablos españoles; colijo de sus palabras que ya ha vendido doce Testamentos entre sus compañeros de trabajo. Oigo caer al suelo unas monedas de cobre, y Antonio, que no tiene temple de verdadero cristiano, le reprocha que no haya traído en plata el producto de la venta. Juan Crisóstomo pide luego quince ejemplares más, porque la demanda aumenta, según dice, y podrá sin dificultad venderlos en todo el día siguiente, mientras atiende a sus ocupaciones. Antonio va en busca de los libros, y Juan se queda solo junto a la fuente de mármol, cantando una canción extraña, tal vez un himno de su amada iglesia griega. He ahí uno de los ayudantes que el Señor me ha dado en mis trabajos evangélicos a orillas del Guadalquivir.
Todo el tiempo que pasé en Sevilla viví muy retirado, gastando la mayor parte del día en estudiar, o en ese semisoñoliento estado de inactividad, resultado natural de los climas calurosos. El carácter de la gente entre quien me hallaba no me inducía a buscar su sociedad. Los andaluces de la clase alta son probablemente, en términos generales, los seres más necios y vanos de la espe[p. 205]cie humana, sin otros gustos que los goces sensuales, la ostentación en el vestir y las conversaciones obscenas. Su insolencia sólo tiene igual en su bajeza, y su prodigalidad, en su avaricia. Las clases bajas son un poquito mejores que las de posición elevada; verdad es que no puede alabarse el nivel de su moralidad: son engañosos, camorristas y vengativos; pero son en general más corteses y, con toda seguridad, no más ignorantes.
A los andaluces, en general, los tienen en muy baja estimación los demás españoles, y aun los de mejor posición tropiezan con dificultades para ser admitidos en las tertulias respetables de Madrid, donde si logran entrar, son invariablemente ridiculizados por los gestos y ademanes absurdos en que se complacen, por su inclinación a la jactancia, sus exageraciones, su curioso acento y la manera incorrecta de pronunciar el castellano.
En una palabra: los andaluces, en todas las cualidades del carácter, se hallan tan por debajo de los otros españoles, como el país que aquéllos habitan es superior en belleza y fertilidad a las demás provincias de España.
Pero no vaya a creerse ni por un momento que mi intención es negar que entre los andaluces haya individuos estimables y excelentes: uno descubrí yo a quien sin vacilar proclamo como el carácter más extraor[p. 206]dinario que he conocido; pero no era un retoño de una familia noble, ni «portador de suaves vestidos», ni personaje lustroso y perfumado, ni uno de los románticos que vagaban por las calles de Sevilla adoptando actitudes lánguidas, con largas melenas negras que, en rizos exuberantes, les llegaban hasta los hombros, sino uno de aquellos a quienes los orgullosos y duros de corazón llaman la hez del populacho; un hombre miserable, sin casa, sin dinero, harapiento, destrozado. Aludo a Manuel, a quien no sé por qué oficio nombrar: si vendedor de billetes de lotería, o auriga del carro de los muertos, o poeta laureado en poesía gitana. Maravilla será que aún estés vivo, amigo Manuel; tú, de condición natural tan noble, honrado, de corazón puro, humilde, pero digno, ¿vagas todavía por los patios de la bella Safacoro[17], o por la margen del Len Baro[18], con la mirada perdida en el espacio y esforzándote por recordar alguna copla de Luis Lobo medio olvidada? ¿O descansas ya, fuera de la Puerta de Jerez, en el Camposanto, adonde en tiempo de epidemia acostumbrabas llevar a tantos, así gitanos como gentiles, en tu carro de tintineante campanilla? Muchas veces en las réunions de los sabios y escritores de este[p. 207] país de tantas letras, harto de sus alardes de pedantería y egotismo, he recordado gustoso nuestros recitados de poesías gitanas en la casona de Pila Seca. Muchas veces, asqueado ante las ostentosas profesiones de fe de los que pasean la cruz en doradas carrozas, te he recordado a ti y tu fe tranquila, sin pretensiones; tu paciencia en la miseria, tu fortaleza en la adversidad. Y cuántas veces, al meditar en la muerte, que con rapidez se aproxima, he deseado poder reunirme contigo otra vez, y que tus manos ayuden a llevarme al campo de los muertos, allá en la soleada planicie, ¡oh Manuel!
Mi visitante más asiduo era Dionisio, que por raro caso dejaba de ir a verme alguna tarde: el pobre hombre iba en busca de simpatía y conversación. Es difícil concebir situación más desamparada y aislada que la de aquel griego en Sevilla, sin un amigo apenas, pendiente, para subsistir, de la mísera pitanza que podía producirle la venta de unos pocos libros, ofrecidos en su mayoría de puerta en puerta.
—¿Qué pudo inducirle a usted en un principio a dedicarse a vender libros en Sevilla?—le pregunté cuando, cierta tarde calurosa, llegó, sofocado y cansado, con un paquete de libros atado con una correa.
Dionisio.—A falta de empleo mejor, Kyrie, adopté este oficio, que está muy despreciado y no da para vivir. Cuántas veces he[p. 208] lamentado que no me enseñasen a zapatero, o no haber aprendido, de mozo, cualquier oficio manual útil; ahora lo hubiese seguido muy contento. Eso me hubiera procurado, al menos, el respeto de mis semejantes, pues me necesitarían; mientras que ahora todos me huyen y me miran con desprecio. Vendo una mercancía que aquí no le importa a nadie. ¡Libros en Sevilla, donde nadie lee, como no sean novelas nuevas, traducidas del francés, y obscenidades! ¡Libros! ¡Ojalá fuese gitano, que entonces, vendiendo burros, sería al menos independiente y más respetado que ahora!
Yo.—¿En qué género de libros comercia usted principalmente?
Dionisio.—En el menos adecuado al mercado de Sevilla, Kyrie: en libros de valor substancial, fundamentales; muchos en griego viejo, adquiridos por mí al disolverse los conventos, cuando los fondos de sus bibliotecas, arrojados a los patios, se vendían a tanto la arroba. Al principio creí hacer fortuna, y, en realidad, con esos libros la hubiera hecho en cualquier otra parte; pero aquí he llegado a ofrecer por medio duro un Elzevir, en vano. Si no fuera por los forasteros, que me compran algo, me moriría de hambre.
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Yo.—Pero en Sevilla hay una gran catedral con muchos curas y canónigos; de seguro irán a verle a usted algunos para comprar obras clásicas y libros de literatura eclesiástica.
Dionisio.—Si cree usted eso, Kyrie, conoce usted mal a los eclesiásticos de Sevilla. Yo trato a muchos y puedo asegurarle que es difícil encontrar una caterva de gentes con más declarada aversión a los trabajos intelectuales de toda especie. No leen más que periódicos, y los toman sólo por la esperanza de saber que su amigo don Carlos está ya reinstalado en Madrid; pero prefieren el chocolate y los bizcochos y dormir la siesta antes de comer a toda la filosofía de Platón y a la elocuencia de Tulio. Algunas veces van a mi casa, pero sólo para matar una hora de aburrimiento charlando de cosas sin sustancia. Una vez fueron a verme tres de ellos con la esperanza de convertirme a la superstición latina. «Signor Donatio (así me llamaban), ¿cómo usted, persona tan libre de prejuicios, y con ciertas pretensiones de saber, sigue aferrado a una religión tan absurda? Tras de residir tantos años en una tierra civilizada, como esta de España, harto tiempo es ya de que abandone usted su culto medio pagano e ingrese en el seno de la Iglesia. Siga nuestro consejo y no le irá mal.» «Gracias, señores—repliqué—, por el interés que mi felicidad les inspira; yo no me niego a[p. 210] razones: discutamos el asunto. ¿Cuáles son los puntos de mi religión que a ustedes les parecen mal? Porque claro es que ustedes conocerán perfectamente nuestros dogmas y ceremonias.» «Nada sabemos de su religión de usted, signor Donatio, salvo que es muy absurda, y, por tanto, está usted obligado, ya que es hombre bien instruído y sin prejuicios, a renunciar a ella.» «Pero, señores, si no conocen ustedes mi religión, ¿cómo la llaman absurda? No es propio de personas imparciales despreciar lo que se desconoce.» «Pero, signor Donatio, la religión de usted no es la Católica, Apostólica, Romana, ¿verdad?» «Podría serlo, señores, juzgando por lo que ustedes saben de ella; para que se enteren, les diré que no; mi religión es la Apostólica Griega. No la llamo católica por ser absurdo llamar católico a lo que no está admitido universalmente.» «Pero, signor Donatio, ello mismo lo dice: ¿qué va a entender de religión una cuadrilla de griegos bárbaros e ignorantes? Si niegan la autoridad de Roma, ¿dónde van a buscar ideas religiosas razonables? ¿De dónde les va a venir el Evangelio?» «¿El Evangelio? Señores, permítanme que les enseñe un libro: aquí está. ¿Qué opinan ustedes?» «Signor Donatio, ¿qué significa esto? ¿Qué son esos diabólicos caracteres? ¿Son moriscos? ¿Quién es capaz de entenderlos?» «Supongo que siendo ustedes sacerdotes de la Iglesia romana sabrán algo de latín; pues[p. 211] si examinan la portada del libro leerán en la lengua de su Iglesia: Evangelio de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, en su original griego», del cual la Vulgata es una mera traducción, y no muy correcta por cierto. Respecto a la barbarie de Grecia, ignoran ustedes, al parecer, que hubo una ciudad, llamada Atenas, famosísima, siglos antes de que a la primera choza de Roma le pusieran su techo de bálago y de que los vagabundos que primero la poblaron se hubieran escapado de manos de la justicia.» «Signor Donatio, es usted un hereje ignorante y, además, un insolente. ¡Qué desatinos son esos!...» Pero no quiero cansarle los oídos, Kyrie, con los absurdos que los pobres papas[19] latinos me dispararon; su estribillo era: ¡qué disparates son esos!, muy aplicable, por cierto, a lo que ellos decían. Viendo que no podían conmigo en la controversia religiosa, denigraron a mi país con rabia: «España es mejor país que Grecia»—dijo uno. «Antes de venir a España no había usted probado el pan»—exclamó otro. «Y bien poco desde entonces»—pensaba yo. «Nunca había usted visto una ciudad como Sevilla»—añadió el tercero. Pero entonces comenzó lo más divertido de la comedia; mis visitantes eran naturales de tres puntos diferentes: uno era de Sevilla, otro de Utrera, y el tercero de[p. 212] Miguelturra, pueblo miserable de la Mancha. Al oír mentar a Sevilla, empezaron los otros dos a cantar las alabanzas de sus cunas respectivas; surgieron las comparaciones, y el resultado fué una disputa violenta. Rociáronse de ultrajes; mientras, yo me mantuve apartado, encogiéndome de hombros, y decía tipotas[20]. Al fin, cuando se marchaban, dije: «¿Quién hubiese creído, señores, que la polémica de las iglesias latina y griega estaba tan estrechamente relacionada con los méritos comparativos de Sevilla, Utrera y Miguelturra?»
Yo.—¿Hay aquí gran espíritu de proselitismo? ¿Qué clase de gente se convierte?
Dionisio.—Le diré a usted, Kyrie: la generalidad de los conversos se compone de protestantes alemanes o ingleses, aventureros, que vienen a establecerse aquí, y al cabo del tiempo se casan con españolas, para lo cual es necesario el previo ingreso en la Iglesia latina. Unos pocos son judíos vagabundos de Gibraltar o de Tánger, delincuentes huídos a España, y que renuncian a su fe para no morir de inanición. Pero a tan ilustre gente hay que pagarla, y los curas se encargan de buscarles padrinos, generalmente entre las devotas ricas sometidas a su influencia, que tienen a gloria y por acto meritorio cooperar en la reconquista de almas[p. 213] perdidas para la Iglesia. El neófito se deja convencer mediante la promesa de una peseta diaria, que los padrinos pagan de ordinario durante el primer año; pero rara vez más tiempo. Hace unos cuarenta años, sin embargo, lograron una conversión más notable. En Marruecos se encendió una guerra civil por las opuestas pretensiones de dos hermanos al Trono. Vencido uno de ellos, huyó a España, implorando la protección de Carlos IV. Pronto le dedicaron los curas atención especial, que no anduvieron tardos en convertirle, y consiguieron que el rey le señalase una pensión de un duro diario. De allí a pocos años murió en Sevilla hecho un vago, despreciado de todos. Dejó un hijo, hoy notario, muy devoto exteriormente. Pero es el hipócrita y picarón más grande que existe. Quisiera que le viera usted la cara, Kyrie: es la de Judas Iscariote. Tal sería también, creo yo, la opinión de usted, que es fisonomista. Vive en la puerta inmediata a la mía, y a pesar de su religiosidad ostentosa, le dejan vivir en la mayor pobreza.
Y nada más por ahora acerca de Dionisio.
A mediados de julio, nuestros trabajos en Sevilla llegaron a término por la muy eficaz razón de que ya no tenía más Testamentos que vender; desde mi llegada se habían puesto en circulación algo más de doscientos.
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Unos diez días antes de esa fecha me visitaron varios alguaciles acompañados de una especie de alcalde de barrio, y se apoderaron de unos pocos Testamentos y Evangelios en gitano que por casualidad encontraron esparcidos por el suelo. La visita no me desagradó, ni mucho menos, porque era prueba satisfactoria del efecto de nuestros trabajos en Sevilla.
No puedo por menos de referir aquí un sucedido: Uno o dos días después del secuestro fuí a casa del alcalde de barrio con motivo de mi pasaporte, y le encontré echado en la cama, por ser la hora de siesta, leyendo con atención uno de los Testamentos que se llevó de mi casa, todos los cuales, si hubiera obedecido las órdenes que tenía, debió haber depositado en el Gobierno civil. Tan absorto estaba en la lectura, que al pronto no se dió cuenta de mi llegada; cuando la advirtió, saltó de la cama muy confuso y guardó el libro en su bufete; yo, sonriendo, le dije que se tranquilizara, pues me alegraba verle ocupado en cosa de tan gran provecho. Ya más sereno, manifestó que había leído casi todo el libro, sin hallar nada malo en él; por el contrario, todo le parecía digno de loa. Añadió que los curas debían de estar endemoniados para perseguirlo con tal saña.
Hicieron el embargo en domingo, y me encontraron leyendo la liturgia. Uno de los[p. 215] alguaciles hizo notar al marcharse el diferente modo que protestantes y católicos tenían de guardar las fiestas: los primeros, en sus casas leyendo buenos libros; los segundos, en los toros, mirando cómo las fieras arrancan las entrañas ensangrentadas a los pobres caballos. La plaza de toros de Sevilla es la más hermosa de España, y todos los domingos (único día en que se abre) se llena invariablemente de una multitud entusiasta.
Comencé ya los preparativos para ausentarme de Sevilla por unos meses con destino a la costa de Berbería. Antonio, que no quiso salir de España, donde estaban su mujer y sus hijos, se volvió a Madrid muy contento con una buena gratificación que le di. Como me proponía volver aún a Sevilla, dejé la casa y los caballos al cuidado de un amigo de confianza, y me marché. En los capítulos siguientes se verán las razones que tuve para visitar Berbería.
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Noche en el Guadalquivir. — La luz del Evangelio. — Bonanza. — La playa de Sanlúcar. — Panorama andaluz. — Historia de una caja. — Cosas de los ingleses. — Los dos gitanos. — El cochero. — El gorro de dormir encarnado. — El vapor. — El idioma cristiano.
En la noche del 31 de julio salí de Sevilla para mi expedición a bordo de uno de los vapores que navegaban por el Guadalquivir entre Sevilla y Cádiz. Llevaba el propósito de detenerme en Sanlúcar para recobrar la caja de Testamentos retenida allí en secuestro, mientras llegaba la ocasión oportuna de sacarlos fuera del reino de España. Destinaba yo esos Testamentos a ser repartidos entre los cristianos que esperaba encontrar en las costas de Berbería. Sanlúcar dista unas quince leguas de Sevilla, y se halla a la entrada de la bahía de Cádiz, donde el Guadalquivir junta sus aguas amarillas con las ondas saladas. El vapor desatracó del muelle a eso de las nueve y media, entre el vocerío con que los de a bordo y los que[p. 217] se quedaban en tierra se despedían de sus amigos. En ese tumulto me pareció oír las voces de algunos amigos míos que me habían acompañado al muelle, y al instante me puse a gritar con más fuerza que nadie. La noche era muy obscura; tanto, que apenas distinguíamos los árboles que pueblan el borde oriental del río hasta la primera revuelta. Durante todo aquel día había reinado en Sevilla un calmazo; es decir, un tiempo excesivamente bochornoso, sin el más leve soplo de aire que lo animase. La noche fué también pesada y sofocante. Como yo había hecho con frecuencia el viaje del Guadalquivir, remontando y descendiendo el famoso río, no sentí la inquietud y curiosidad que la gente experimenta al hallarse, sea con luz o a obscuras, en paraje extraño, y como no conocía a ninguno de los pasajeros que charlaban sobre cubierta, pensé que lo mejor sería retirarme a la cámara y descansar un poco, a ser posible. La cámara estaba desierta y regularmente fresca, con todas las ventanas de las dos bandas abiertas para que corriese el aire. Tendido en un diván me dormí pronto, y así estuve dos horas, hasta que las furiosas picaduras de mil chinches me despertaron, obligándome a salir a cubierta, donde me dormí otra vez arropado con mi abrigo. Me desperté al rayar el día; estábamos a unas dos leguas de Sanlúcar. Me puse en pie y miré al Oriente, observan[p. 218]do los progresos graduales del amanecer: primero un débil fulgor, luego unas bandas de claridad, después un arrebol, un rayo brillante, y por fin el disco de oro de ese orbe que cada día emerge del inmenso abismo; al instante, el vasto panorama fulguró con claros resplandores; la tierra reía, chispeaban las aguas, los pájaros trinaban, y los hombres levantábanse regocijados, porque era un nuevo día, y el sol, en la misión que le dió su Creador, comenzaba a difundir la luz y el contento, ahuyentando la pesadumbre y las tinieblas.
Ved el sol matinal
cual inunda su claridad la tierra,
su camino triunfal
de vida y luz se llenan.
El Evangelio alumbra
con luz aun más divina,
saca a los pecadores de sus tumbas
y da a los ciegos vista.
Nos detuvimos frente a Bonanza, que es, hablando propiamente, el puerto de Sanlúcar, aunque dista de este pueblo media legua. Llámase Bonanza en razón de su buen surgidero, al abrigo de las borrascas del Océano. Consiste en varios edificios espaciosos, blancos, casi todos almacenes del Gobierno, y lo habitan carabineros, aduaneros y unos pocos pescadores. Un bote vino a recoger los pasajeros para Sanlúcar y trajo a[p. 219] bordo media docena de personas que iban a Cádiz; yo me fuí con aquéllos. Un joven español, de talla diminuta, me hizo en francés algunas preguntas acerca de lo que me parecían el paisaje y el clima de Andalucía. Díjele que los admiraba mucho, lo que, evidentemente, le causó gran placer. El botero llegó entonces pidiendo dos reales por llevarme a la costa; no llevaba yo dinero suelto, y le ofrecí un duro para que cambiase. Dijo que le era imposible; le pregunté qué haríamos, y groseramente me contestó que no lo sabía, pero que no estaba para perder tiempo y quería cobrar en el acto. El joven español, al observar mi apuro, sacó dos reales y pagó al hombre. Le di las gracias de todo corazón por tal rasgo de cortesía, y muy de veras se lo agradecí, pues hay pocas situaciones tan desagradables como encontrarse en un grupo de gente que no tiene cambio, y verse acosado al mismo tiempo para el pago. Una persona algo depravada me decía una vez que es preferible carecer de dinero en absoluto, pues en tal caso ya sabe uno lo que ha de hacer. Más tarde encontré en Cádiz al joven español y le pagué, dándole gracias otra vez.
Cerca del desembarcadero esperaban unos cuantos cabriolés, dispuestos a llevarnos a Sanlúcar. Tomé uno, y echamos a andar lentamente por la playa. El sitio es famoso en las novelas antiguas españolas, del géne[p. 220]ro llamado picaresco, o sea las consagradas a las aventuras de pícaros notorios; el modelo de todas, así como de las del mismo género en cualquier otro idioma, es Lazarillo de Tormes. El propio Cervantes inmortalizó esta playa en la más divertida de sus novelas cortas, La ilustre fregona. En una palabra, la playa de Sanlúcar era en los tiempos antiguos, si no en los modernos, punto de cita de rufianes, contrabandistas y vagabundos de toda laya, que allí anidaban en míseras chozas, hoy desaparecidas. El mismo Sanlúcar siempre fué notado por la inclinación de sus habitantes—los peores de Andalucía—al robo. Aquel ventero del Quijote, tan pícaro, perfeccionó su educación en Sanlúcar. Todos estos recuerdos se agolpaban en mi espíritu según íbamos recorriendo la playa, dorada por el sol de Andalucía, que todo lo hermosea. Llegamos al fin a ponernos próximamente frente a Sanlúcar, que se alza a cierta distancia de la ribera. Allí se nos ofreció un espectáculo muy animado: una multitud de mujeres, vistiéndose o desnudándose, pululaba en la orilla, mientras (calculando con prudencia) centenares de ellas jugaban y retozaban en el agua. Algunas estaban tendidas cuan largas eran al borde mismo de la playa, en un lecho de arena y pedrezuelas, dejando que las minúsculas olas les pasaran sobre el cuerpo; otras nadaban valientemente mar aden[p. 221]tro. Había una confusa batahola de gritos, chillidos y agudas risas femeninas; oíase también algunas canciones, cuyo asunto es fácil de adivinar, pues estábamos en la soleada Andalucía, ¿y en qué pueden pensar ni de qué hablar o cantar sus ojinegras hijas más que de amor, amor, que entonces resonaba en la tierra y en las aguas? Prosiguiendo a lo largo de la playa, vimos también una multitud de hombres bañándose; no pasamos junto a ellos, pues torcimos a la izquierda y remontamos un paseo o avenida que conduce a Sanlúcar, como de un cuarto de milla de longitud. La vista desde allí era, en verdad, magnífica: ante nosotros yacía la ciudad, en la falda y en la cúspide de una colina de regular altura, extendiéndose de Este a Oeste; la población me pareció bastante grande; supe después que contaba lo menos veinte mil habitantes. Varios inmensos edificios y murallas la dominaban, de tanta grandeza que difícilmente puede describirse con palabras; pero lo principal era un castillo antiguo, situado hacia la izquierda. Las casas eran blancas del todo, y hubieran brillado esplendorosas de haber estado más alto el sol, pero en hora tan temprana yacían en relativa sombra. El tout ensemble era oriental y morisco en extremo; de hecho, Sanlúcar fué antaño una famosa fortaleza de los moros, y después de Almería, la plaza comercial más frecuentada de[p. 222] España. En estas partes de Andalucía todo tiene un carácter enteramente oriental. Ved los cielos, tan despejados y de azul tan brillante como el de la India; el candente sol, que en un momento curte las más blancas mejillas, y llena el aire de llameantes ráfagas; y ved el paisaje y los productos vegetales. A cada lado del paseo por donde íbamos había una hilera de esa mata o árbol, no sé cómo llamarlo, que en español se conoce por pita y en marroquí por gursean. Alcanza aquí desarrollo casi tan majestuoso como en la costa de Africa. Del cogollo de verdes hojas, que en todas direcciones brotan desde la raíz, se alza un tallo tan alto, ¿necesitaré decirlo?, como una palmera; ¿y necesitaré decir que las hojas, de extraordinario espesor en la base, son en el cabo más agudas que la punta de una lanza, y que infligirían una herida terrible a cualquier animal que por inadvertencia se arrojase contra ellas?
La posada donde paramos está a la entrada de Sanlúcar. Daba frente, con algunas casas más, al paseo por donde habíamos ido. Como aún era muy temprano, me fuí a descansar unas horas, y después visité al vicecónsul británico, Mr. Phillipi, quien ya me conocía de nombre, pues me había recomendado a él, por carta, un pariente suyo de Sevilla. Mr. Phillipi estaba en su escritorio, y me recibió con gran amabilidad y[p. 223] cortesía. Le expliqué el motivo de mi visita a Sanlúcar, y solicité su ayuda para rescatar los libros depositados en la Aduana y poder sacarlos del reino, pues bien conocía yo las dificultades que encuentran cuantos han de tratar algún asunto con las autoridades españolas. El vicecónsul me aseguró que tendría gran placer en serme útil, y, en consecuencia, envió conmigo a la Aduana a su primer oficial, persona muy conocida y respetada en Sanlúcar.
Lo mejor será contar aquí de una vez lo relativo a esos libros, para no entorpecer más adelante la narración. Consistían en un cajón de Testamentos en español y una caja pequeña de Evangelios de San Lucas, en el lenguaje de los gitanos españoles. Los retiré de la Aduana de Sanlúcar, con una guía para la de Cádiz. En Cádiz estuve ocupado dos días, y otros tantos una persona que tomé a mi servicio, en cumplir todos los requisitos y procurarme los papeles necesarios. El gasto fué grande, pues a cada paso me pedían dinero, si bien yo no hacía más que cumplir sencillamente la orden del Gobierno español de sacar de España los libros prohibidos. Esta farsa no concluyó hasta mi llegada a Gibraltar, donde pagué un duro al cónsul español por certificar al dorso de la guía, antes de devolverla a Cádiz, como era mi obligación, que los libros habían llegado a aquella plaza. No vió los libros, es cierto,[p. 224] ni preguntó por ellos; pero se guardó el dinero, objeto único, por lo visto, de sus ansias.
En la Aduana de Sanlúcar me hicieron dos o tres preguntas respecto de los libros contenidos en las cajas; y eso me dió ocasión de hablar del Nuevo Testamento y de la Sociedad Bíblica. Mis palabras llamaron la atención, y al instante todos los oficiales y dependientes de la casa, grandes y chicos, desde el administrador hasta el portero, se congregaron en torno mío. Como hubo que abrir las cajas para inspeccionar su contenido, salimos todos al patio, y allí, tomando en la mano un Testamento, reanudé mi discurso. No sé a punto fijo lo que dije; pues al recapacitar de qué modo se perseguía la palabra de Dios en tan desventurado reino, me emocioné mucho y me dejé llevar de mis sentimientos. Mis palabras causaron impresión, evidentemente; con gran asombro mío, cada uno de los presentes me pidió un ejemplar. Vendí unos cuantos dentro de la misma Aduana. Lo que más llamaba la atención era el Evangelio en gitano, y lo examinaron con mucho detenimiento, entre sonrisas y exclamaciones de sorpresa, diciendo de vez en cuando: Cosas de los ingleses. Uno de los presentes me preguntó si sabía hablar el lenguaje gitano. Respondí que no sólo hablarlo, pero escribirlo, y en el acto hice un discurso de unos cinco mi[p. 225]nutos en la lengua de los gitanos, y apenas concluí, todos aplaudieron y exclamaron: ¡Cosas de Inglaterra! ¡Cosas de los ingleses! Vendí algunos ejemplares del Evangelio en gitano, y terminado el asunto que me llevó a la Aduana, me despedí de mis nuevos amigos y me fuí con mis libros.
Volví a casa de Mr. Phillipi, quien, al conocer mi intención de proseguir el viaje a Cádiz en el vapor de la mañana siguiente, que tocaría en Bonanza a las cuatro, envió a este pueblo mis cajas y mi ligero equipaje, aconsejándome que fuese yo también a dormir allí para poder embarcar en hora tan temprana. Me presentó después a su mujer, que era inglesa, y a su hija, muchacha de unos diez y ocho años, amable y linda, a quien ya había visto en Sevilla; había allí de visita otros tres o cuatro señores, que habían ido desde Sevilla a tomar baños de mar. La señora de la casa y yo cambiamos unas pocas palabras en inglés, y luego empezamos todos a charlar en español, único idioma que, al parecer, entendían o apreciaban los demás presentes; en verdad, sería poco razonable esperar que los españoles hablen un idioma distinto del suyo, pues tan armonioso y flexible como es (mucho más, a mi juicio, que ningún otro), se antoja, en ocasiones, del todo insuficiente para expresar los arranques impetuosos de su exuberante imaginación. Dos horas volaron rápi[p. 226]damente en coloquios, interrumpidos de vez en cuando por la música y el canto, hasta que me despedí de tan deleitosa compañía, y me fuí a curiosear por la ciudad.
Era ya más de medio día, y el calor en extremo fuerte; apenas vi alma viviente por las calles; las piedras del pavimento me quemaban los pies a través de las suelas de las botas. Crucé la plaza de la Constitución, que nada de particular ofrece a los ojos del viajero, y remonté la colina para ver el castillo desde más cerca. Es un edificio de piedra, fuerte y pesado, con cubos, y en regular estado de conservación, a pesar de hallarse abandonado.
Me cansé de mirar, y ya desandaba el camino, cuando me abordaron dos gitanos, que se habían enterado de mi llegada. Cambiamos unas palabras en gitano, pero conocían muy mal el dialecto y eran incapaces de sostener una conversación en él. Clamaban por un gabicote, o libro en lengua gitana. Se lo negué, diciendo que no sacarían de él provecho alguno; pero en vista de que sabían leer, les prometí sendos Testamentos en español. Con desdén rechazaron la oferta, diciendo que no se curaban de nada escrito en la lengua de los Busné o gentiles. Insistieron en su demanda, a la que por fin me sometí, no pudiendo resistir sus importunaciones; así que me acompañaron a la posada y recibieron lo que con tanto ardor deseaban.
[p. 227]
Por la tarde me visitó Mr. Phillipi; me dijo que por encargo suyo un cabriolé iría a buscarme a la posada al ser las once para llevarme a Bonanza, y allí, un individuo, dueño de una tabernucha, a quien de antemano se habían remitido mis cajas y otros bártulos, me alojaría por aquella noche, si bien tendría probablemente que dormir en el suelo. Fuímos después de paseo a la playa, donde había muchos bañistas, todos varones. Algunos eran muy buenos nadadores, en particular dos, que se habían metido muy adentro en el abra del Guadalquivir, una milla cuando menos. Al decirme que eran frailes, me pregunté asombrado en qué época de su vida habrían podido adquirir tanta destreza en la natación. Supuse que no sería en los tiempos en que, conforme a sus votos, sólo podían vivir para la oración, el ayuno y las mortificaciones. La natación es un ejercicio muy bueno, pero en manera alguna encaminado a la mortificación de la carne ni del espíritu. Al anochecer volvimos a la ciudad, y mi amigo se despidió de mí con mucho cariño. Me retiré después a mi aposento, y pasé unas horas en meditación.
Se hizo de noche; dieron las diez, las once; el cabriolé se detuvo a la puerta. Monté, y echamos paseo abajo y luego a lo largo de la playa, desierta. Las olas resonaban tristemente; todo parecía cambiado desde por la mañana. Hasta me pareció que las pi[p. 228]sadas de los caballos sonaban de distinto modo al avanzar al trote corto por la arena compacta y húmeda. Pero el cochero no estaba triste, ni mucho menos, ni con ganas de permanecer callado mucho tiempo: no tardó en empezar a hacerme una infinidad de preguntas respecto de mi procedencia y de mi destino. Le respondí lo que me pareció oportuno, y, en cambio, le pregunté si no le daba miedo pasar con el coche a tales horas por un sitio de tan mala fama como aquella playa. Oído esto, miró en torno, y al no ver a nadie, soltó una exclamación burlona, y dijo que un hombre con tales patillas como las suyas no se asustaba de todos los ladrones de la playa juntos, y que ni doce hombres de Sanlúcar se atreverían a dar el alto a un viajero sabiendo que iba bajo su protección. Era un buen ejemplar de andaluz fanfarrón. A poco percibimos el débil fulgor de una o dos luces delante de nosotros: eran las de unas lanchas y otros barquichuelos embarrancados en la arena, debajo y muy cerca de Bonanza; entre los barcos percibí la obscura silueta de dos o tres hombres. Estábamos al final del viaje y nos detuvimos ante la puerta de la casa donde había de albergarme por aquella noche. Se apeó el cochero y llamó fuerte un buen rato, hasta que un hombre, como de sesenta años, de extraordinaria corpulencia, abrió la puerta; llevaba en la mano una luz[p. 229] mortecina, e iba vestido con una camisa de rayas, sucia, y gorro de dormir encarnado. Sin proferir palabra nos dejó entrar en una pieza muy vasta, con piso de tierra. A un lado, cerca de la puerta, se alzaba una especie de mostrador; detrás, un par de barriles, y en anaqueles, contra la pared, frascos de diversos tamaños. Había un olor muy fuerte a vino y licores. Arreglé la cuenta con el cochero y le di una propina; luego me pidió para echar un trago a mi salud. Díjele que pidiera lo que quisiese, y pidió una copa de aguardiente, que el amo de la casa, plantado detrás del mostrador, le sirvió sin pronunciar palabra. El cochero se la echó al coleto de un trago, pero hizo una porción de muecas después de beberla, y, tosiendo, dijo que sin duda alguna el aguardiente era bueno, porque le abrasaba el gaznate de un modo terrible. Luego me abrazó, salió de la casa y, montando en el cabriolé, fuése.
El viejo del gorro colorado se acercó entonces muy despacio a la puerta, echó el cerrojo y la atrancó; después, empujó dos bancos y los juntó, señalándomelos con el gesto, como para notificarme que allí tenía la cama; sopló la luz y se retiró al fondo de la habitación, donde le oí tumbarse con muchos suspiros y resoplidos. No quedó más luz que la de una cazuelilla de barro puesta en el suelo, llena de agua y aceite, donde flotaba un pedacito de cartón con un pábilo[p. 230] encendido en el centro: esta lámpara tan sencilla se llama mariposa. Puse mi saco de noche sobre el banco, a modo de almohada, y me eché; me hubiese dormido en el acto, a no ser porque el del gorro colorado empezó a roncar de modo pavoroso; esto me hizo recordar que aún no me había encomendado a mi Amigo y Redentor: hice, pues, mis oraciones, y luego me sumí en el descanso.
Más de una vez durante la noche me despertaron los gatos, y creo que también las ratas, al saltar sobre mi cuerpo. Al despertar la última vez, me levanté y, acercándome a la mariposa, consulté el reloj: eran las tres y media de la mañana. Abrí la puerta y salí a mirar; entraron unos pescadores pidiendo el aguardiente; el viejo se levantó en seguida a servirlos. Uno de aquellos hombres me dijo que si pensaba marcharme en el vapor, debía mandar cuanto antes mis equipajes al embarcadero, porque había sentido el ruido del barco que venía río abajo. Expedí los bultos y pregunté al del gorro colorado cuánto debía. Un real, respondió; tales fueron las dos únicas palabras que oí de su boca; en verdad, era hombre apegado al silencio, y acaso a la filosofía, poco cultivados en Andalucía. Me fuí presuroso al embarcadero. Aún no había llegado el vapor, pero el fragor de su marcha por el río oíase cada vez más cerca. La niebla cubría la faz[p. 231] tenebrosa de las aguas, y sentí cierto pavor al oír aproximarse al invisible monstruo rugiendo en el silencio de la noche. Al fin estuvo a la vista, se adelantó revolviendo el agua, se detuvo, y a poco me encontré a bordo. Era el Península, el mejor barco del Guadalquivir.
¡Qué prodigiosa obra de la industria humana es el barco de vapor! Sin embargo, ¿cómo llamarla prodigiosa si se toma en consideración su historia? Han pasado más de quinientos años desde que surgió por vez primera la idea de construirlo, y sólo a fines del siglo pasado se logró por completo el intento, surcando las aguas de un río escocés el primer vapor digno de tal nombre. Durante ese largo período de tiempo, inteligencias perspicaces y hábiles manos se empleaban de vez en vez en el intento de corregir aquellas imperfecciones de la maquinaria que eran el único obstáculo que se oponía a que el barco fuese su propio propulsor contra las olas y el viento. Esos intentos, abandonados unos tras otros, perdida la esperanza, no fueron por completo estériles: cada inventor dejaba tras de sí alguna nueva mejora, fruto de sus trabajos, y sus continuadores la aprovechaban, hasta que sólo faltó encontrar dos o tres ideas felices, y un artilugio más perfecto. Llegaron los tiempos, y, por fin, ahora surcan el mismo Atlántico arrogantes vapores. Mucho se ha pon[p. 232]derado, en mi opinión con justicia, la utilidad del vapor para difundir por doquiera la civilización. Cuando los primeros barcos de vapor aparecieron en el Guadalquivir hará unos diez años, los sevillanos corrieron a las orillas del río, gritando ¡brujería! ¡brujería!, idea robustecida por el hecho de ser inglesa la Compañía, y de llevar los barcos, construídos en Inglaterra, maquinistas ingleses, como todavía los llevan; porque no se encontró ningún español capaz de entender la maquinaria. Sin embargo, no tardaron en habituarse a los vapores, que van generalmente abarrotados de pasajeros. Fanáticos y vanidosos como son todavía, y apegados con pasión a sus costumbres antiguas, los sevillanos saben que, en un caso al menos, puede venir algo bueno de tierra extranjera, y de herejes por añadidura; sus prejuicios inveterados han sufrido un rudo golpe, y es de esperar que éste sea el alborear de su civilización.
Mientras surcábamos la bahía de Cádiz, iba yo reclinado en uno de los bancos de la cubierta, cuando acertó a pasar el capitán en compañía de otro hombre; se detuvieron cerca de mí, y oí al capitán preguntarle al otro cuántas lenguas sabía hablar. «Una tan sólo», replicó. «Esa única—dijo el capitán—es, claro está, el cristiano», nombre que los españoles dan a su propio idioma, para contraponerlo a todos los demás.[p. 233] «Ese individuo—continuó el capitán—que va echado en el banco, habla también el cristiano, cuando le conviene; pero habla además otros que no son el cristiano, ni mucho menos: sabe hablar inglés, y le he oído charlotear gitano con los de Triana; ahora va a tierra de moros, y si fuese usted allí, le oiría hablar con ellos en su jerigonza con tanta facilidad como en cristiano, y aún mejor, porque él tampoco es cristiano. Le he tenido ya muchas veces a bordo, pero el sujeto me gusta poco, porque lleva consigo una cosa nada buena.» Tan digna persona me había estrechado la mano a mi llegada a bordo, diciéndome lo mucho que le contentaba verme de nuevo.
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Cádiz. — Las fortificaciones. — El cónsul general. — Anécdota característica. — Un vapor catalán. — Trafalgar. — Alonso Guzmán. — Gebel Muza. — La fragata Orestes. — El león hostil. — Las obras del Creador. — Un lagarto del Peñón. — El gentío. — La reina de los mares. — Oración por mi país.
Cádiz se alza, como es bien sabido, en una larga y angosta lengua de tierra que se adentra en el mar, de cuyo seno parece salir la ciudad; las ondas salinas bañan sus muros por todos lados, menos por el Este, donde un istmo de arena la une con la costa de España. La ciudad, en su estado actual, es de construcción moderna, y, a diferencia de todas las demás ciudades de la Península, está edificada con gran regularidad y simetría. Muchas son sus calles, y se cortan, por lo general, en ángulo recto. Son muy estrechas, en comparación de la altura de las casas, y, por tanto, impenetrables a los rayos del sol, excepto en la hora del mediodía. Pero la calle principal es una excepción, y tiene cierta anchura. En esta calle está la Bolsa,[p. 235] las casas de los comerciantes más fuertes y de la nobleza, y es, durante la primera parte del día, punto de reunión de los ociosos y de los hombres de negocios, por lo que recuerda a la Puerta del Sol de Madrid. Desemboca en la plaza principal, no muy grande, pero con muchas pretensiones de magnificencia: circúyenla grandes edificios de aspecto imponente, y está plantada de hermosos árboles, a cuyo pie hay bancos de mármol, para comodidad del público. Pocos edificios públicos hay en Cádiz dignos de gran atención: cierto que la catedral pasaría en otros países por un monumento hermoso; pero en España, tierra de catedrales gigantescas, magníficas, sólo puede ser considerada como lugar de culto decoroso; todavía está sin acabar. Hay un paseo público, o alameda, en las murallas del Norte, atestado de gente, por lo general, las tardes de verano: el verdor de los árboles, mirados desde la bahía, presta agradable descanso a los ojos, deslumbrados por el resplandor del caserío, todo blanco, porque Cádiz es también una ciudad radiante. En otro tiempo fué la más rica de España, pero ha decaído malamente de su prosperidad en estos últimos años, y sus habitantes lamentan de continuo la ruina de su comercio; por tal razón, a diario emigran muchos a Sevilla, donde, al menos, es más barato vivir. Aún hay, sin embargo, mucha vida y mucho ruido en sus calles,[p. 236] adornadas con numerosas y espléndidas tiendas, bastantes de ellas en el estilo de las de París y Londres. Su población actual se calcula en 80.000 habitantes.
No sin razón tiene Cádiz nombre de plaza fuerte; las fortificaciones por el lado de tierra, en parte obra de los franceses durante el imperio napoleónico, son muy dignas de admiración, y parecen inexpugnables; por el lado del mar, la naturaleza la defiende tanto como el arte, porque el agua y las rocas sumergidas no son parapetos despreciables. Con todo, las defensas de la ciudad, salvo las del lado de tierra, ofrecen tristes pruebas de la apatía y abandono españoles, aun teniendo en cuenta las circunstancias, harto desfavorables, en que ahora se halla el país. En las fortificaciones, que van arruinándose con rapidez, apenas se ve un cañón, excepto unos pocos desmontados; así esa fortaleza aislada se halla hoy casi a merced de cualquier nación extranjera que, con un pretexto, o sin pretexto alguno, pretendiese arrancarla del poder de sus legítimos dueños y convertirla en colonia.
A las pocas horas de llegar, visité a Mr. B.[21], cónsul general británico en Cádiz. Su casa, muy vasta y suntuosa, hace esquina a la entrada de la alameda, y tiene hermosas vistas sobre la bahía. Por de conta[p. 237]do, de tiempo atrás conocía yo de oídas a Mr. B. Sabía que llevaba bastantes años desempeñando con provecho para su país natal y no poca honra suya el cargo, tan señalado como lleno de responsabilidades, que ocupaba en España. Conocíale también por cristiano bueno y pío, y, además, como amigo seguro e inteligente de la Sociedad Bíblica. Sabía yo eso, pero no se me había presentado nunca ocasión de conocerle personalmente. Le vi entonces por vez primera, y su aspecto exterior me causó gran impresión. Es un hombre alto, atlético, muy bien formado, entre cuarenta y cinco y cincuenta años; la grave dignidad de su semblante se dulcifica por una expresión de buen humor muy atractiva. Sus modales son abiertos y afables en extremo. No entraré a referir con detalles nuestra entrevista, para mí asaz interesante. Conocía Mr. B. los puntos capitales de mi historia desde mi llegada a España, y sobre ellos hizo diversos comentarios que demostraban un conocimiento íntimo de la situación del país, tocante a los asuntos eclesiásticos, y del estado de la opinión respecto a innovaciones religiosas.
Me agradó descubrir que sus ideas coincidían en muchos puntos con las mías; ambos teníamos la opinión decidida de que a pesar de las persecuciones y el alboroto promovidos últimamente contra el Evange[p. 238]lio, la batalla no estaba, ni mucho menos, perdida, y que la santa causa aún podía triunfar en España si los llamados a defenderla desplegaban, junto con su celo, discreción, y humildad cristiana.
La mayor parte de aquel día y del siguiente estuve ocupado en la Aduana, tratando de obtener los documentos necesarios para exportar los Testamentos. El sábado por la tarde comí con Mr. B. y su familia, grupo interesante formado por su esposa, sus hijas, muy bellas, y su hijo, joven apuesto e inteligente. A la siguiente mañana, temprano, el vapor Balear zarpaba de Cádiz con rumbo a Marsella, y escalas en Algeciras, Gibraltar y otros puertos de España. Tomé pasaje a su bordo hasta Gibraltar, pues ya nada tenía que hacer en Cádiz; mis asuntos en la aduana estaban al cabo concluídos gracias a Mr. B., sin cuya bondadosa asistencia creo que nunca los hubiera dado fin. Ya tarde, me despedí con pesar de hombre tan excelente y de mis otros encantadores amigos; creo que sus votos más fervientes me acompañaron, y en cualquier lugar del mundo donde, pobre peregrino por la causa del Evangelio, pueda encontrarme, no dejaré de ofrecer a menudo sinceras oraciones por su ventura y bienestar.
Antes de despedirme de Cádiz, referiré una anécdota del cónsul británico, que le[p. 239] caracteriza, y pinta también su feliz manera de cumplir los más penosos deberes del cargo. Estaba yo de conversación con él en una sala de su casa, cuando nos interrumpió la llegada de dos visitantes inesperados: eran el capitán de un barco mercante de Liverpool y uno de la tripulación, rudo marinero del país de Gales, que apenas sabía expresarse en inglés. Ambos se miraban con indecible desconfianza y rencor. Resultó que el marinero se había negado a trabajar, y se obstinaba en abandonar el barco; su jefe llevábale a presencia del cónsul, a fin de que, si persistía en su actitud, le notificasen las consecuencias, o sea la pérdida de sus sueldos y ropas. Así se hizo; pero el marinero mostrábase cada vez más arisco, negándose a volver a pisar la misma cubierta que el capitán, quien le había llamado «griego, griego poltrón y holgazán», y eso no podía tolerarlo. La palabra «griego» se le había enconado al marinero en el ánimo y le lastimaba el corazón. Mr. B., buen conocedor, por lo visto, del carácter de los galeses en general—cuya testarudez, cuando se les lleva la contraria, es proverbial—y que desde luego vió los motivos triviales y necios de donde la disputa había surgido, le dijo sonriendo al marinero que, para salirse con la suya frente a todos y conservar sus sueldos y ropas, había un medio: irse a bordo de un barco de guerra de su majes[p. 240]tad, anclado a la sazón en la bahía. No lo ignoraba el marinero, según dijo, y así se proponía hacerlo. Con todo, su torvo semblante se dilató un poco, y miró con menos fiereza al capitán. Entonces, Mr. B., dirigiéndose al último, hizo algunas observaciones sobre la inconveniencia de llamar «griego» a un marinero británico, sin olvidarse de mencionar al propio tiempo la absoluta necesidad de disciplina y obediencia a bordo. Sus palabras produjeron tal efecto, que muy poco tiempo después el marinero tendía la mano al capitán, mostrándose dispuesto a volver con él a bordo y a cumplir sus obligaciones, añadiendo que el capitán, después de todo, era el hombre mejor del mundo. Así se separaron contentos unos de otros; habiéndoles arrancado el cónsul la promesa de asistir al día siguiente al oficio divino en su casa.
Llegó la mañana del domingo, y a las seis me encontraba a bordo. Al trepar por la escala, me hirió los oídos el áspero acento del dialecto catalán. El barco era, en efecto, de construcción catalana, y el capitán y los tripulantes pertenecían a aquel pueblo; la mayor parte de los pasajeros ya a bordo, o llegados después, eran catalanes, y parecían rivalizar unos con otros en emitir sonidos desagradables. Pero quien con toda evidencia se llevaba la palma era un comerciante gordo, de rostro colorado, barba en punta,[p. 241] ojos penetrantes y nariz corva; hablaba con asombrosa vehemencia por los motivos al parecer más fútiles, o sin motivo alguno; el sonido de su voz hubiese sido exactamente igual al ruido de un molinillo de café, a no ser por cierta nasalidad gangosa; no cesó de eyacular su catalán en todo el trayecto hasta Gibraltar. Esas gentes no se marean nunca, aunque con frecuencia producen o aumentan el mareo de los demás.
No zarpamos hasta después de las ocho, en espera del gobernador de Algeciras, y en cuanto llegó a bordo nos pusimos en marcha; era hombre de unos setenta años, alto, delgado, rígido, de rostro grave, alargado y rugoso; en suma, la propia imagen de un antiguo grande de España. Nos echamos fuera de la bahía rodeando el ingente faro erguido sobre el arrecife, e hicimos después rumbo al Sur, en dirección de los estrechos. La mañana era esplendorosa; el cielo y el mar, de un azul radiante, o más bien, como en ocasión análoga hizo notar mi amigo Oehlenschlaeger[22], parecían dos cielos y dos soles, uno arriba y otro abajo.
Aunque el tiempo era bueno, el barco andaba poco, tal vez por sernos contraria la corriente. A las dos horas pasamos frente al castillo de Santa Petra, y al mediodía estábamos a la vista de Trafalgar. El viento[p. 242] refrescó y nos daba de proa; nos arrimamos mucho a la costa para evitar en lo posible el duro y fuerte mar que desembocaba del estrecho. Pasamos a muy corta distancia del Cabo, escarpado promontorio de no muy considerable altura.
No hay inglés que pase por tales lugares—teatro de la batalla naval más famosa que se recuerda—sin emoción. Allí las flotas de Francia y España, unidas, fueron aniquiladas por una fuerza muy inferior; pero era una fuerza británica y la dirigía uno de los hombres más notables de su época, quizás el héroe más grande de todos los tiempos.
Enormes despojos de naufragios emergen aún con frecuencia del golfo, cuyas olas se estrellan contra las rocas de Trafalgar: son reliquias de las gigantescas naves incendiadas y hundidas en aquel día terrible, cuando el heroico campeón de Bretaña, concluída su obra, murió. A un solo individuo le he oído aventurar palabras en desdoro de la gloria de Nelson: era un americano insolente, quien reputaba por demás exagerada la fama del almirante británico.
—¿Cabe exagerar el aprecio de un hombre—replicó un desconocido—cuyos pensamientos todos se encaminaron al honor de su país, que apenas combatió una vez sin dejar un pedazo de su cuerpo en la refriega, y, para no hablar de otros triunfos[p. 243] menores, vencedor en dos batallas tales como Abukir y Trafalgar?
Poco después estábamos a la vista de la costa de Africa. El cabo Espartel se dibujaba borrosamente entre la niebla por nuestra derecha. El Levante comenzó a soplar, y el barco cabeceaba mucho; sin embargo, el gobernador y yo resistimos valientemente; sentados en un banco, entramos en conversación acerca de los moros y de su país. El propio Torquemada no habría hablado de ellos con más aborrecimiento. Me dijo que había estado bastantes veces en las principales ciudades moras de la costa, describiéndomelas como montones de ruinas; a los moros los llamaba cafres y bestias feroces. Siempre, aun en Tánger, donde la gente está más civilizada, le habían insultado: tan grande es el odio de los moros a cuanto huele a cristiano. Sin embargo, a los ingleses los trataban con relativa cortesía, y circulaba entre ellos un dicho según el cual ingleses y mahometanos son unos y lo mismo; el semblante del gobernador tomó por un momento una expresión más grave; el hombre se santiguó y guardó silencio. Adiviné lo que pasaba por su ánimo:
«De bárbaros herejes,
turcos y moros,
Estrella del mar
Dulce María,
¡ampárame!»
[p. 244]A eso de las tres cruzamos frente a Tarifa, tantas veces mencionada en la historia de moros y cristianos. ¿Quién no ha oído hablar de Alonso de Guzmán el Bueno[23], que dejó sacrificar a su hijo único delante de los muros de la ciudad por no sufrir la ignominia de entregar las llaves al monarca marroquí, quien, con su ejército, muy cercano, según cuentan, a medio millón de hombres, había desembarcado en las costas de Andalucía y amenazaba poner de nuevo a España bajo el yugo musulmán? Pues, en verdad, si hay un país y un lugar donde apenas se nombre a tan buen patriota, ni se canten sus proezas, ese país y ese lugar son España y Tarifa modernas.
He oído cantar en danés el romance de Alonso Guzmán a un pastor en las soledades de Jutlandia; pero una vez hablé del «Fiel» a unos habitantes de Tarifa, y me dijeron que nunca habían oído mentar a Guzmán el Fiel de Tarifa, pero que conocían a Alonso Guzmán el tuerto, uno de los más miserables arrieros del camino de Cádiz.
El viaje por aquellos angostos mares no puede por menos de interesar al más apático, dado el panorama que por uno y otro lado se presenta ante los ojos. Las costas son muy bravas y altas en extremo, sobre todo la de España, que parece dominar a[p. 245] la de Africa; pero frente a Tarifa, el continente africano, girando hacia el Suroeste, toma un aspecto de grandeza sublime. Una montaña blanquecina horada las nubes con su cumbre: es monte Abyla, llamado en lengua mora Gibil Muza, o montaña de Muza, porque en ella está el sepulcro de un profeta de ese nombre. Es una de las dos excrecencias naturales llamadas en la antigüedad columnas de Hércules; sus vertientes y estribaciones ocupan muchas leguas de la costa marroquí en varias direcciones; pero su parte más ancha y escarpada mira de frente al punto del continente europeo donde yace Gibraltar como un enorme monstruo tendido en las aguas. De las dos montañas, o columnas, la más notable, vistas desde lejos, es la africana, Gibil Muza. Es la más alta, la más corpulenta y se ve desde mayor distancia; pero miradas desde cerca, la columna de Europa absorbe nuestra admiración. Gibil Muza es una inmensa masa informe, un amontonamiento de rocas agrestes, con algunos pocos árboles y arbustos aquí y allá asomados a los bordes de los precipicios; sus únicos moradores son los lobos, jabalíes y monos, a los que debe su nombre español de Montaña de las monas. Gibraltar, por el contrario—y sin hacer cuenta de la extraña ciudad que en parte lo cubre, habitada por hombres de todas las naciones y lenguas, ni de sus baterías y ex[p. 246]cavaciones, todas prodigios de arte—, es la montaña de más insólita apariencia del mundo, indescriptible por el pincel ni por la pluma, que los ojos no se hartan de mirar.
Cerca ya del anochecer, cruzábamos la bahía de Gibraltar. Habíamos tocado en Algeciras, en la costa española, para desembarcar al viejo gobernador y tomar y dejar cartas.
Algeciras es una antigua ciudad mora, como denota su nombre, palabra árabe que significa «el lugar de las islas». Hállase al borde del mar, con una cadena de altas montañas a la espalda. Hasta donde puede juzgarse a la distancia de media milla, el lugar me pareció triste y abandonado. Sin embargo, en la bahía estaban una fragata española y un bergantín francés. Al pasar junto a aquélla, algunos españoles a bordo de nuestro vapor empezaron a echar roncas a costa de los ingleses. Parece que pocas semanas antes, un barco inglés, sospechoso de contrabandista, fué visto por la fragata española, abrigada en una bahía de la costa andaluza, junto con una fragata inglesa, el Orestes. La fragata española estuvo en acecho, y una mañana, al observar que el Orestes había desaparecido, arboló los colores ingleses e hizo señales al mercante para que se acercara; engañado por la bandera británica, el mercante se acercó y al instan[p. 247]te fué cañoneado y abordado: resultó ser, en efecto, barco contrabandista, y fué llevado a un puerto, donde lo entregaron a las autoridades españolas. A los pocos días el capitán del Orestes se enteró del caso, e, irritado por el injustificable empleo del pabellón británico, destacó un bote con un mensaje para la fragata española, pidiendo la devolución inmediata del barco apresado, o, de lo contrario, lo rescataría por la fuerza; añadiendo que llevaba 40 cañones a bordo. El capitán de la fragata española respondió que el mercante estaba ya en poder de los empleados de la Aduana y no disponía de él; pero que el capitán del Orestes era muy dueño de proceder a su antojo, y que si tenía 40 cañones, él llevaba 44; el Orestes tuvo a bien responder marchándose. Tal fué, al menos, el relato que apareció en los periódicos españoles. Al observar cuánto les regocijaba a los españoles la idea de que un compatriota suyo hubiese amedrentado a un inglés, exclamé: «Señores, si algunos de ustedes suponen que un capitán inglés ha desistido de atacar a un buque español, temiendo una superioridad de cuatro cañones, recuerden, si lo tienen a bien, la suerte del Santísima Trinidad, y no olviden tampoco, se lo ruego, que casi resuenan todavía los cañonazos de Trafalgar.»
Era cerca del obscurecer, repito, y cruzábamos la bahía de Gibraltar. De pie en la[p. 248] proa del barco, llevaba los ojos clavados en la montaña-fortaleza; no obstante haberla ya visto viadas veces, me interesaba mucho, llenándome de admiración. Desde donde yo la contemplaba, si se parece a algún ser de la naturaleza animada, es a un león acurrucado, terrible, cuya estupenda cabeza amenaza a España. En alas del ensueño, quizás habría llegado a la conclusión de que el Genio del Africa, bajo la forma de aquel monstruo, el más poderoso de cuantos cría, había cruzado de un salto el mar, desde el país de la arena y del sol, con ánimo de destruir el continente rival; imagen robustecida por el color de sus flancos de roca, del espinazo y de la cerviz, tan curtidos como la piel del rey del desierto. Y en realidad ese monte ha sido casi siempre para España un león enemigo, al menos desde que empezó a sonar en la historia, o sea cuando Tarik lo tomó y fortificó. La mayor parte del tiempo ha estado en poder de extranjeros: primero, en poder de los hombres del turbante, de los atezados moros; ahora, en el de una raza pelirrubia venida de una isla lejana. Aunque es parte de España, parece renegar toda conexión con ella; colocado al final de un largo y angosto istmo de arena, casi a nivel con el mar, yergue verticalmente su abrasada cima para denunciar los crímenes que afean la historia de una tierra tan bella y majestuosa.
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Era ya cerca del obscurecer, por tercera vez lo digo, y atravesábamos la bahía de Gibraltar. ¡La bahía! No semejaba tal, sino un mar interior, rodeado por todas partes de mágicas barreras: tan sorprendente, tan prodigioso era el aspecto de las costas. Delante de nosotros, la inexpugnable montaña; a la derecha, el continente africano, con su Gibil Muza, gris, y el derrumbadero de Ceuta, hacia el que llevaba rumbo una barca solitaria; detrás de nosotros, el pueblo que acabábamos de dejar y su barrera montañosa; a la izquierda, la costa de España. Ni una ola rizaba la superficie del mar, y como nos deslizábamos sobre ella velozmente, el singularísimo objeto a que íbamos acercándonos se hacía a cada momento más visible y distinto. Al pie de la montaña, y en una pequeña porción de la falda, yace la ciudad, con las murallas guarnecidas de cañones negruzcos, asestados de modo significativo contra las dársenas y muelles; encima, en cada risco, en cada hueco útiles para la defensa y el estrago, asoman las baterías, aparición siniestra y sepulcral, como presagio ominoso de la suerte que aguarda a cualquier enemigo intruso; mientras, al Este y al Oeste, hacia Africa y España, en los puntos elevados, se alzan castillos, torres o atalayas, que dominan el conjunto, y toda la región circunyacente, por tierra y por mar. Las fortificaciones son fuertes, amenazado[p. 250]ras y, vistas en cualquier otro sitio, ellas solas embargarían el ánimo y absorberían la admiración; pero la montaña, la pasmosa montaña, reaparecía por todas partes y sobrepujaba su efecto como espectáculo. ¿Quién, al contemplar un elefante enorme que, blandiendo la trompa, se arroja impetuosamente en la pelea, mira el castillete levantado en su lomo, o teme las jabalinas de sus ocupantes, por diestros y valerosos que sean? Nunca se nos representa mejor el poder y la grandeza de Dios que al contrastar las obras de sus manos con los trabajos del hombre. Contemplad El Escorial: es una obra soberbia, pero no sé si podréis admirarla en viendo la montaña que se mofa de él a sus espaldas; contemplad aquel orgullo de los reyes moros, contemplad a Granada desde la vega; pero no sé si podréis admirarla, pues veréis detrás, mofándose, las Alpujarras. ¡Oh! ¿Qué son las obras del hombre comparadas con las del Señor? Lo que el hombre comparado con su Creador. El hombre construye pirámides; también Dios las construye: las pirámides del hombre son montones de cascote, mezquinos montículos en una planicie arenosa; las pirámides del Señor son los Andes y las montañas de la India. El hombre construye murallas; también su Dueño; pero las murallas de Dios son los negros precipicios de Gibraltar y de Horneel, eternos, indestructi[p. 251]bles, inaccesibles; las del hombre se escalan o las destruyen las olas, o el rayo o la pólvora las pulverizan. Si el hombre quiere desplegar victoriosamente su poder o su grandeza, ha de ser lejos de las montañas; sobre sus cimas flotan las nubes, enseña del Creador; allí es más patente la majestad de Dios. Llámese, si se quiere, a Gibraltar montaña de Tarik o de Hércules; pero contempladla un instante, y la llamaréis montaña de Dios. Tarik y el semidiós antiguo pueden haber edificado sobre ella; pero ni todo aquel pueblo de bronceada tez de que Tarik era retoño, ni todos los gigantes en lo antiguo famosos, entre los que se contaba Hércules, hubieran podido construir sus riscos ni cincelar en su enorme masa la forma que ahora tiene.
Echamos el ancla no lejos del muelle. Como esperábamos oír de un momento a otro el cañonazo vespertino, después del cual no se permite a nadie entrar en la ciudad, estaba yo sobresaltado, temiendo verme obligado a pernoctar en el sucio vapor catalán, que, pues ya no había de proseguir en él mi viaje, sentía mucha prisa por abandonar. Se nos acercó un bote, con dos individuos en la popa, y uno de ellos, puesto en pie, preguntó con tono autoritario el nombre del barco, su destino y carga. Dada respuesta, subieron a bordo. Hablaron un poco con el capitán, y se disponían a partir, cuan[p. 252]do pregunté si podía acompañarlos a tierra. La persona a quien interrogué era un joven alto, con levita de fustán. Era carilargo, y larga su nariz, ancha la boca, los ojos grandes, vivarachos. Guiñaba el rostro con una mueca al parecer imborrable, y si no hubiese sido por su tez bronceada, le hubiera tomado por un vagabundo de las calles de Londres. Pero no era tal, sino lo que llaman «un lagarto del Peñón», o sea una persona nacida en Gibraltar de padres ingleses. Al oír mi pregunta, hecha en español, gesticuló aún más que de ordinario y, con extraño acento, me preguntó si era hijo de Gibraltar. Respondí que no tenía tal honor, pero que era súbdito británico; luego se mostró dispuesto a desembarcarme. Entramos en el bote, tomaron los remos cuatro marineros genoveses y nos impelieron velozmente hacia tierra. Mis dos compañeros charlaban en un español muy raro; el de la levita de fustán volvía hacia mí la cara de cuando en cuando, y cada vez su mueca era más desagradable. No tardamos en llegar al muelle; exhibí el pasaporte, anotaron mi nombre y me dejaron pasar.
Era ya noche cerrada, y sin perder tiempo crucé el puente levadizo y entré en el largo corredor abovedado que por debajo de las fortificaciones comunica con la ciudad. En el pasadizo, dos centinelas de casaca roja iban y venían, fusil al hombro, mar[p. 253]cando el paso. No se detenían un momento, no ganduleaban, no reían ni bromeaban con los transeuntes; su porte era el propio de soldados británicos, conscientes de los deberes de su situación. ¡Diferencia va de ellos a los abandonados haraganes que montan la guardia a la puerta de cualquier ciudad española con guarnición!
Remonté la calle principal, que corre en suave pendiente a lo largo de la base de la montaña. Acostumbrado desde hacía varios meses al melancólico silencio de Sevilla, el ruido y la animación reinantes en torno mío casi me ensordecieron. Era noche de sábado, y todos los negocios estaban, claro es, interrumpidos; pero arriba y abajo pasaba un copioso gentío. Allí avanzaba un pelotón de guardias, aquí se paseaba un grupo de oficiales, más allá un corro de soldados hablaba y reía. Casi todos los paisanos eran españoles, pero había una buena rociada de judíos, vestidos como los de Berbería, y algún que otro moro con turbante. También había bandas de marineros, genoveses, a juzgar por su «patois», si bien percibía alguna vez el sonido tou logousas, que me reveló la proximidad de griegos, y dos o tres veces vislumbré el gorro encarnado y las chaquetillas de seda azul de los marineros de las islas romaicas. Continué presuroso hasta llegar a cierta hostería muy nombrada, inmediata a una plazuela donde está la Bolsa de[p. 254] Gibraltar. Me precipité en la hostería, pedí habitación, y el geniecillo del lugar, que estaba en pie detrás del mostrador, me dió alegremente la bienvenida; quizás tendré ocasión de describirlo más adelante. Todas las habitaciones del piso bajo estaban llenas de gente del Peñón, hombres corpulentos por lo general, de tez morena y facciones inglesas, con sombreros blancos y trajes de cutí, también blancos. Fumaban pipas y cigarros, bebían cerveza, vino y otros líquidos, y hablaban en español del Peñón o en inglés del Peñón, según les tomaba la fantasía. Muy denso era el humo del tabaco, y grande el ruido de las voces; con mucho gusto subí presuroso a un cuarto desocupado, donde me sirvieron un refrigerio que me estaba haciendo mucha falta.
Al poco rato, los sones de una música militar, muy próxima a mis ventanas, atrajeron mi atención. Bajé, y me asomé a la puerta. Una banda militar, en la plazoleta delante de la Bolsa, se preparaba para tocar retreta. Después del preludio, admirablemente ejecutado, el mayor, un buen mozo, hizo unos floreos con el bastón y echó calle arriba, seguido de toda la banda, tan airosa y apuesta, y de una multitud de oyentes admiradores. Batían los platillos, lanzaban las trompetas su alarido, los timbales emitían su nota grave y solemne; despertábanse los ecos del Peñón, y las escalonadas azoteas de[p. 255] la ciudad retumbaban con aquel estrépito conmovedor.
¡Plán! ¡Rataplán! Así hacen los tambores.
¡Tra! ¡Tralará! ¡Ya vienen los ingleses!
¡Oh Inglaterra! ¡Mucho tiempo ha de pasar aún antes de que el sol de tu gloria se abisme en las ondas tenebrosas! ¡Aunque sobre ti se amontonan nubes sombrias, pavorosas, todavía, todavía querrá el Omnipotente dispersarlas, y concederte un porvenir de más duración, y más brillante aún, que tu pasado! ¡Y si tu fin está próximo, que sea un fin noble, digno de la renombrada Reina de los mares! ¡Húndete, si has de hundirte, entre sangre y llamas, con pavoroso estruendo, arrastrando a más de una nación en tu caída! ¡Plegue al Señor preservarte, sobre todo, de una decadencia lenta y oprobiosa, en la que serías, antes de extinguirte, la mofa y escarnio de aquellos mismos enemigos que ahora te envidian y aborrecen, pero te temen; más aún, te admiran y respetan contra su voluntad! ¡Alzate, mientras es tiempo aún, y disponte para un combate a vida o muerte! ¡Arroja de ti la inmunda costra que llevas pegada a tus robustos miembros, que amortigua tu fuerza, y la entorpece y debilita! ¡Arroja de ti a tus falsos filósofos, que con tanto gusto desacreditan lo que, después del amor a Dios, se ha tenido hasta aquí por más sagrado, el amor a la tierra[p. 256] materna! ¡Arroja de ti a los falsos patriotas, que, so pretexto de enderezar los entuertos que sufren los pobres y los débiles, tratan de suscitar discordias internas, de suerte que tu poder sólo sea terrible para ti misma! ¡Expulsa a los falsos profetas, que divinizan la mentira; que han puesto en tus muros argamasa que no fragua, y se caerán; que ven visiones de paz, donde la paz no existe; que han robustecido los brazos de los malvados y entristecido el corazón de los justos! ¡Oh, hazlo, y no temas el resultado, porque o tu fin será grandioso y envidiable, o Dios perpetuará tu reinado sobre los mares, oh tú, su ya antigua Reina!
Lo que antecede es parte de una plegaria por mi país natal, que, después de mi acción de gracias habitual, balbucí, ofreciéndosela al Todopoderoso antes de entregarme al descanso, aquel sábado por la noche en Gibraltar.
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Un hostelero jovial. — Los aspirantes a la gloria. — Un retrato. — Los Hamales. — Una excursión. — Labriego y soldado. — Las excavaciones. — Un tirón de la ropa. — Judas y su padre. — Peregrinación de Judas. — La barba frondosa. — Los falsos moros. — Judas y el hijo del Rey. — Vejez prematura.
Quizás fuera imposible escoger lugar más apropiado para observar con toda holgura a Gibraltar y sus moradores que aquel en que me hallé a eso de las diez de la mañana siguiente. Sentado en un banquillo frente por frente del mostrador, pegado a la puerta, en el zaguán de la hostería donde me hallaba alojado temporalmente, abarcaba con la vista la plaza de la Bolsa y cuanto en ella entraba, y con sólo alzar los ojos, contemplaba a placer la estupenda montaña que se yergue sobre la ciudad hasta unos mil pies de altura. Observaba también a cuantas personas entraban en la casa o salían de ella, muy concurrida, por hallarse situada en el punto más frecuentado de la[p. 258] principal arteria de la ciudad. Harta ocupación tenían mis ojos, no menos que mis oídos. Junto a mí estaba en pie mi excelente amigo Griffiths, el jovial hostelero, de quien diré algunas palabras, aprovechando la oportunidad presente, si bien ha sido ya descrito con frecuencia y por plumas mucho mejores. Figúrense los que no le conozcan, un hombre de unos cincuenta años, lo menos de seis pies de alto, de unas diez arrobas de peso, de semblante muy fresco, facciones regulares y ojos vivos y sagaces, pero al mismo tiempo expresivos de un buen natural. Lleva pantalones blancos, levita blanca, sombrero blanco; todo en él es blanco, excepto sus cuidadas patillas y su rubicunda faz. Debajo del brazo lleva un látigo, con que se aumenta prodigiosamente lo que para nosotros hay de familiar en su aspecto, más parecido al de un caballero que tiene una posada en el camino de New-market, «simplemente por amor de los viajeros y del dinero que llevan consigo», que al de un natural del Peñón. Sin embargo, él mismo se confesará lagarto del Peñón, y apenas les cabrá a ustedes duda de ello cuando además del inglés vernáculo e impuro que habla, le oigan expresarse en español o, si es necesario, incluso en genovés, y no es juego de niños hablar este idioma, que nunca he podido dominar. Es muy entendido en caballos, y cuando la ocasión[p. 259] llega, le vende un «bocado de casta» a cualquier aficionado joven, aunque no se niega tampoco a tratar con viejos; porque entre todos esos judíos de Fez, flacos, catarrosos, lívidos, de ojos de lince, no hay ninguno capaz de engañarlo en un trato ni de estafarle una sola de las cincuenta mil libras esterlinas que posee; pero téngase presente que es hombre franco y liberal con quienes se portan con él honradamente, y sépase también que si es usted un caballero cumplido le prestará dinero, si lo necesita; bien entendido que, si se lo niega, es que hay algo en su conducta de usted que no es del todo correcto, porque Griffiths conoce «su mundo» y no se deja tomar por tonto.
Durante la hora escasa que estuve en el banco de la hostería del Peñón se consumió en mi presencia una prodigiosa cantidad de cerveza. Delante del mostrador se agolpaban los oficiales, en demanda de un refresco, asaz gustoso, cuando no necesario con un tiempo de tan sofocante calor; algunos llegaban galopando hasta la puerta en jacas berberiscas, que abundan mucho en Gibraltar. Todos parecían muy amigos del hostelero, con quien discutían a veces los méritos de tal o cual caballo, y cuyas burlas acogían invariablemente con ilimitada aprobación. El aspecto y los modales de aquellos jóvenes, porque, en efecto, en su mayor parte, eran muy jovencitos, me parecieron[p. 260] interesantes y agradables en sumo grado. En verdad, creo que los oficiales ingleses en general, por su buena presencia y por la urbanidad de sus modales, se llevan la palma entre todos los de igual clase en el mundo. Es verdad que los oficiales de la Guardia real de Rusia, especialmente los de los tres hermosos regimientos llamados Priberjensky, Simeonsky y Finlansky polks, pueden, en casi todos los puntos, entrar sin miedo en comparación con la flor del ejército británico; pero es de recordar que la oficialidad de esos regimientos la forman los más selectos individuos de la nobleza eslavona, jóvenes escogidos expresamente por sus prendas personales y por la superioridad de sus dotes intelectuales, mientras que, entre los jóvenes y rubios anglo-sajones a la sazón reunidos junto a mí, no había quizás uno solo de descendencia noble ni de nombre encumbrado y soberbio, y lejos, por cierto, de haberlos escogido para halagar el orgullo y aumentar la pompa de un déspota, habíanlos sacado indistintamente de una masa de ardientes aspirantes a la gloria militar, y enviádolos, en servicio de su país, a una colonia remota e insalubre. No obstante, eran tales, que su país podía enorgullecerse viéndolos tan sanos y bellos de rostro, pintados el valor en el semblante y la inteligencia en sus ojos azules.
¿Quién se detiene ahora frente a la puer[p. 261]ta, sin entrar, y hace una pregunta al hostelero, que se acerca saludándole respetuoso? No es hombre vulgar, o mucho engaña su aspecto. Va vestido con bastante sencillez: sombrero español, de copa puntiaguda y anchas alas sombrosas—el verdadero sombrero—, pantalones de cutí y chaquetilla azul de húsar; pero ¡qué bien le sienta ese vestido a su dueño, uno de los hombres de más noble apostura que he visto! Le contemplé con insólito respeto y admiración, mientras bondadosamente sonreía y bromeaba en buen español con un descarado pilluelo del Peñón, empeñado en venderle un enorme bogamante o langosta ordinaria, ya en putrefacción, que llevaba en la mano.
Aquel hombre era de estatura casi gigantesca, y sobresalía cerca de tres pulgadas por encima del corpulento hostelero; pero bien conformado, como un atleta, y derecho como un pino de Dovrefeld. Podía tener once lustros, y eso añadía cierta expresión de madura dignidad a su rostro, que se dijera cincelado por un escultor griego; sus cabellos eran aún negros como la pluma del cuervo de Noruega, y negro también el bigote que se rizaba sobre su bien dibujado labio. Con atavío griego, y en el campamento frente a Troya, le hubiera tomado por Agamenón.
—Ese hombre ¿es un general?—dije a un individuo bajito, de extraña catadura, que,[p. 262] sentado junto a mí, se empapaba en la lectura de un periódico.
—Ese caballero—susurró con acento ceceoso—es el gobernador de Gibraltar.
A cada lado de la puerta, por la parte de afuera, tendidos en el suelo o apoyados indolentemente contra las paredes, había media docena de hombres de aspecto bastante raro. La prenda principal de su vestido era una especie de túnica azul, algo parecida a la blusa que llevan los campesinos del Norte de Francia, pero menos larga; llevábanla ceñida a la cintura por una correa y les caía hasta la mitad de los muslos. Tenían las piernas desnudas, lo que me permitió observar la anchura descomunal de sus pantorrillas. Tocábanse con gorritos de lana negra. Al más atlético de todos, tipo de atezado rostro, de unos cuarenta años, le pregunté quiénes eran.—Hamales—me respondió.—Esta palabra es árabe y significa porteador; en efecto, un instante después vi atravesar la plaza a un individuo semejante tambaleándose bajo una inmensa carga, suficiente casi para romperle el espinazo a un camello. Me dirigí otra vez a mi amigo el negro, y preguntándole de dónde procedía, me respondió que era natural de Mogador, en Berbería, pero había pasado la mayor parte de su vida en Gibraltar. Añadió que era capataz de los hamales que estaban a la puerta. Entonces le hablé en árabe de[p. 263] Oriente, aunque con pocas esperanzas de hacerme entender, sobre todo por el mucho tiempo que el hombre había estado fuera de su país. Me respondió, empero, muy atinadamente, chispeantes los ojos de alegría y temblándole los labios de ansia, aunque con facilidad se percibía que el árabe, o más bien el marroquí, no era la lengua en que acostumbraba hablar o pensar. Sus camaradas se agruparon en torno nuestro y escucharon con avidez; a veces, cuando decíamos algo que merecía su aprobación, exclamaban: Wakhud rajil shereef hada, min beled del scharki. Por último, les enseñé el «shekel» que invariablemente llevo en el bolsillo, y pregunté al capataz si había visto nunca aquella moneda. Estuvo un buen rato examinando el incensario y el ramo de oliva, con señales evidentes de no saber lo que era; al fin, se le ocurrió examinar los caracteres que por ambos lados rodean la moneda, y lanzando un grito exclamó dirigiéndose a los otros hamales: «Hermanos, hermanos, éstas son las letras de Salomón. Esta plata está bendita. Besemos la moneda.» Púsola sobre su cabeza, la apretó contra sus labios y, por último, la besó con entusiasmo; lo mismo hicieron sucesivamente sus hermanos. Luego, recuperando la moneda, me la devolvió, con una profunda reverencia. Después supe por Griffiths que durante el resto del día el individuo aquél se negó a[p. 264] trabajar, y no hizo más que sonreír, reír y hablar solo.
—Permítame usted ofrecerle un aperitivo, señor—dijo aquel tipo raro antes mencionado: era un hombre corpulento, muy pequeño, con las piernas extremadamente cortas. Vestía una grasienta casaca de color de tabaco, calzón blanco, bastante sucio, y medias más sucias todavía. Llevaba un sombrero de copa alta, cuyas alas tendían a levantarse por delante y por detrás de la cabeza. Había yo observado que durante mi conversación con los hamales, aquel hombre alzaba repetidas veces los ojos del periódico que leía, y al exhibir la moneda sonrió de un modo significativo y la examinó cuando estaba en manos del capataz.
—Permítame usted que le ofrezca un aperitivo—dijo—. Ya sospechaba que era usted de los nuestros, antes de oírle hablar con los hamales. Señor, me llena de alegría ver a un caballero tan bien portado como usted, que no tiene a menos hablar con sus hermanos pobres. Así lo hago yo también no pocas veces, y que Dios borre mi nombre, que es Salomón, si alguna vez los desprecio. No tengo pretensiones de saber mucho árabe, pero le entendí a usted bastante bien y me gustó en extremo lo que dijo. Debe usted de estar muy fuerte en shillam eidri; pero me dejó usted parado cuando le preguntó al hamál si había leído la Torah; por[p. 265] supuesto, querría usted decir con los meforshim; siendo tan pobre, no le creo bastante becoresh para leer la Torah sin comentarios. Usted dirá si acierto: me parece que usted ha de ser un judío de Salamanca; he oído que aún quedan por allí algunas de nuestras familias antiguas. Y en Tudela, no lejos de Salamanca, a lo que creo, ¿verdad? Un pariente mío vivió allí en otros tiempos: era gran viajero, como usted, señor; recorrió todo el mundo en busca de judíos, y estuvo hasta en la cima del Sinaí. ¿Puedo hacer algo por usted en Gibraltar? ¿Algún encargo? Lo haré tan bien y más de prisa que nadie. Me llamo Salomón. Soy bastante conocido en Gibraltar, y en Crooked Friars, y en la Neuen Stein Steg de Hamburgo. Pero sáqueme de una duda: creo que le he visto a usted otra vez en la feria de Brema. ¿Habla usted alemán? Por supuesto, sí lo habla. Permítame que le ofrezca unos aperitivos. Quisiera que por ser para usted fuesen mayin hayim; no lo dude, señor, quisiera que fuesen aguas vivas. Y ahora dígame su opinión acerca de este asunto (añadió bajando la voz y golpeando el periódico). ¿No le parece a usted muy fuerte cosa que un Yudken haga traición a otro? Cuando pongo un secretito en beyad peluni[24]—¿me entiende usted?—;[p. 266] cuando entrego un pobre secreto mío a la custodia de un individuo, y ese individuo es judío, Yudken, no quiero, ni espero, verme engañado. En una palabra, ¿qué piensa usted de este robo de polvo de oro, y qué le harán a esa infortunada gente que, según veo, está convicta?
Aquel mismo día me puse a buscar los medios de trasladarme a Tánger, pues aunque Gibraltar ofrece sumo interés al viajero observador, no quería prolongar mi estancia en un lugar donde ningún asunto especial me retenía. Por la tarde fué a verme un judío, natural de Berbería, y me dijo que era secretario del patrón de una barca genovesa que hacía el viaje entre Tánger y Gibraltar. Afirmó que el barco partiría sin falta a la tarde siguiente para Tánger, y ajusté con él mi pasaje. Dijo que como el viento soplaba de Levante, la travesía sería muy rápida. Deseoso de aprovechar del mejor modo posible el corto tiempo que esperaba permanecer aún en Gibraltar, resolví visitar las excavaciones, que nunca había visto, al día siguiente por la mañana, para lo cual pedí y obtuve con facilidad el permiso necesario.
A eso de las seis de la mañana del martes partí para esta expedición acompañado de un muchacho judío, de rostro inteligente, que con su hermano desempeñaba en la hostería el oficio de valet de place.
La mañana era obscura y brumosa, pero[p. 267] hacía algo de calor. Subimos una calle en pendiente, y siguiendo en dirección al Este no tardamos en llegar a las proximidades de lo que generalmente se conoce con el nombre de Castillo Moro, vasta torre, tan maltratada por las balas de cañón disparadas contra ella en el famoso asedio, que al presente es poco más que una ruina. Centenares de boquetes redondos se ven en sus muros, donde aún están incrustadas, a lo que se dice, las balas. Allí, en una especie de choza, se unió a nosotros un sargento de artillería, que iba a servirnos de guía. Después de saludarnos nos llevó a una enorme roca, donde abrió la puerta de entrada a un pasadizo abovedado y obscuro, que corría por debajo del peñasco, y al salir del corredor nos encontramos en un escarpado sendero, o más bien escalera, con muros a cada lado. Subimos muy despacio, porque en tal lugar de nada hubiese servido apresurarse, como no fuese para quedarnos sin aliento en un minuto. El soldado, perfecto conocedor del terreno, avanzaba con paso uniforme, puestos los ojos en el suelo.
Miraba yo tanto a ese hombre como el insólito lugar donde a la sazón nos hallábamos, y que a cada momento era más sorprendente. El guía era un hermoso ejemplar del labrador transformado en soldado; el Cuerpo a que pertenecía está compuesto, casi enteramente, de esa clase. Hele ahí, con[p. 268] su mesurado andar, alto, fuerte, colorado, de pelo castaño, inglés hasta la coronilla; contempladle en su marcha, silencioso, grave y cortés: un soldado inglés auténtico. Aprecio la obstinación del escocés; me gustan la osadía y el ímpetu del irlandés; admiro todas las diversas razas que constituyen la población de las Islas Británicas; pero he de decir que, en general, los mejor dotados para desempeñar el duro oficio de soldado son los hijos del campo de la vieja Inglaterra, tan fuertes, tan fríos; pero, al propio tiempo, animados por tanto fuego oculto. Recórrase la historia de Inglaterra, y se pondrá de manifiesto lo que son capaces de hacer tales hombres; aun en los remotos y obscuros tiempos de la batalla de Hastings, contra todas las desventajas posibles, debilitados por un conflicto reciente y terrible, sin disciplina, comparativamente hablando, e inferiores en armamento, estuvieron a punto de vencer a la caballería normanda. Trazad sus hazañas en Francia, dos veces subyugada; y seguidlos hasta España, donde vibrando las ballestas y empuñando el hacha de armas, dejaron tras sí un nombre glorioso en Inglés Mendi, nombre que ha de durar hasta que el fuego consuma los montes cántabros. Y en los tiempos modernos, seguid las hazañas de esos bravos por todo el mundo, especialmente en Francia y España, y admiradlos, como yo admiré a aquel hom[p. 269]bre, tan grave, tan silencioso, tan marcial, que iba enseñándome las maravillas de una montaña fortaleza enclavada en tierra extranjera, arrancada por sus compatriotas más de un siglo antes a una nación poderosa y altiva, y de la que era él a la sazón eficaz y fiel guardián.
Llegamos al borde del estupendo precipicio que se alza abrupto sobre el istmo llamado zona neutral y hace una vista pavorosa y fatídica por la parte de España, e inmediatamente entramos en las excavaciones. Consisten en galerías talladas en la roca viva, a unos doce pies de distancia del borde exterior, detrás del cual recorren toda la anchura de la montaña por aquel lado. En esas galerías, a cortas distancias, hay boquetes abiertos por la mano del hombre, donde está el cañón, sobre un limpio basamento de pedrezuelas de pedernal, ligeramente elevado, cada uno con su pirámide de balas a un lado, y al otro una caja donde se guardan los útiles que el artillero necesita para ejercer su oficio. Cada cosa estaba en su sitio, en hermosísimo orden inglés, todo dispuesto para desbaratar y dominar en pocos momentos a toda hueste, por numerosa y soberbia que sea, que por el lado de tierra aparezca marchando en son de guerra contra esa singular fortaleza.
El sitio es poco variado, ya que una gruta se parece a otra, y un cañón a otro. Los[p. 270] cañones no eran de gran calibre, por cierto; aquí no se necesitan, pues un guijarro disparado desde tan gran altura bastaría para dar la muerte. Sin embargo, al descender a una profunda cueva, observé en una cavidad de importancia excepcional dos enormes carronadas, asestadas con notable malicia y picardía contra una roca en pendiente, que acaso, pero no sin dificultad tremenda, podía ser escalada. El simple rebufo de aquellos gruesos cañones bastaba para barrer a un millar de hombres. ¡Qué impresión de miedo y horror se ha de despertar en el pecho del enemigo cuando esta montaña hueca, en días de asedio, emite llamas, humo y truenos por un millar de bocas; horror igual al que siente el campesino de las inmediaciones cuando Mongibello[25] expele por todos sus orificios llamaradas sulfúreas!
Al salir de las excavaciones visitamos algunas baterías. Pregunté al sargento si, tanto él como sus compañeros, estaban diestros en el uso de los cañones. Replicó que los cañones eran para ellos lo que la escopeta para el cazador, que los manejaban con igual facilidad, y, a su parecer, los apuntaban con mayor precisión, pues rara vez, o nunca, marraban un blanco al alcance del tiro. El hombre aquél no hablaba si no se le preguntaba, y sus respuestas estaban llenas[p. 271] de buen sentido, y en general bien dichas. Terminada la excursión, que duró lo menos dos horas, le hice un pequeño regalo y me despedí con un cordial apretón de manos.
Por la tarde me preparaba para ir a bordo del barco destinado a Tánger, confiando en lo que el judío secretario me había dicho respecto de su salida. Pero habiéndole encontrado por casualidad en la calle, me dijo que hasta la mañana siguiente no saldría, aconsejándome al mismo tiempo que estuviese a bordo desde muy temprano. Entonces vagué por las calles hasta que fué haciéndose de noche, y al sentirme cansado me disponía a enderezar mis pasos hacia la posada, cuando sentí que me tiraban suavemente de la ropa. Estaba entre un golpe de gente reunida en torno de unos soldados irlandeses que disputaban, y no hice caso; pero me dieron otro tirón más fuerte que el anterior, y oí que me hablaban en un idioma que tenía medio olvidado, y que casi no esperaba volver a oír jamás. Miré en torno y vi junto a mí un individuo alto que me miraba a la cara, de hito en hito, con ojos escrutadores y ansiosos. Tocábase con el kauk, o gorro de pieles de Jerusalén; pendiente de los hombros, y casi arrastrando por tierra, llevaba un ancho manto azul; mientras una kandrisa, o calzones turcos, envolvían sus remos inferiores. Le escudriñé con tanta atención como él me miraba a[p. 272] mí. Al pronto sus facciones me parecieron totalmente desconocidas, y ya iba a exclamar: «No le conozco a usted», cuando uno o dos rasgos me hirieron, y grité, no sin cierta vacilación: «De seguro es Judas Lib.»
Hallábame en un vapor en el Báltico, el año 1834, si no me equivoco. Lloviznaba, había mar gruesa, cuando observé que un joven, de unos veintidós años, estaba recostado en melancólica actitud contra la borda del barco. Por su rostro conocí que era de raza hebrea, no obstante lo cual había en su aspecto algo muy singular, algo que rara vez se encuentra en esa casta: un cierto aire de nobleza que me interesó grandemente. Me acerqué a él, y a los pocos minutos estábamos en animada conversación. Hablaba polaco y judeo-alemán, indistintamente. La historia que me contó era extraordinaria en sumo grado; pero rendí crédito a todas sus palabras, que salían de su boca con tal acento de sinceridad que prevenía toda duda, y, sobre todo, ningún motivo tenía para engañarme. Una idea, un objeto, le absorbía enteramente.
—Mi padre—dijo con un modo de hablar que denotaba fuertemente su raza—, natural de Galatia, era un judío de elevado rango, un sabio, pues conocía el Zohar, y era también experto en medicina. Siendo yo un niño de unos ocho años dejó Galatia, y tomando consigo a su mujer, que era mi[p. 273] madre, y a mí, se puso en camino hacia Oriente, hasta Jerusalén; allí se estableció de mercader, porque era versado en el comercio y en las artes de ganar dinero. Los rabinos de Jerusalén le respetaban mucho porque era polaco, y conocía mejor el Zohar y más secretos que el más sabio de todos ellos. Hacía frecuentes viajes, y estaba ausente unas semanas o unos meses; pero nunca más de seis lunas. Mi padre me quería, y en los momentos de ocio me enseñó parte de lo que sabía. Yo le ayudaba en el comercio; pero no me llevó consigo en sus viajes. Teníamos una tienda en Jerusalén donde vendíamos las mercancías de los nazarenos, y mi madre y yo, y hasta una hermanita que había nacido poco después de nuestra llegada a Jerusalén, ayudábamos a mi padre en su tráfico. Sucedió que en cierta ocasión nos dijo que se iba de viaje, y nos abrazó y se despidió, continuando nosotros en Jerusalén, después de su partida, al cuidado de los negocios. Esperábamos su regreso; pero pasaron meses, hasta seis, y no vino, y nos maravillamos; y pasaron más meses, otros seis, y tampoco vino, ni nos llegaron noticias suyas, y nuestros corazones se llenaron de tristeza y abatimiento. Cuando ya habían pasado dos años le dije a mi madre: «Iré y buscaré a mi padre.» Y ella me dijo: «Vé.» Dióme la bendición; besé a mi hermanita, y poniéndome en ca[p. 274]mino llegué a Egipto, donde tuve nuevas de mi padre, pues alguien me dijo que había estado allí y en qué tiempo, y que había pasado después a tierra de turcos; de manera que proseguí también a tierra de turcos, hasta Constantinopla. Y cuando llegué allá otra vez supe de mi padre, pues era muy conocido entre los judíos, y me dijeron el tiempo de su estancia allí, añadiendo que había especulado y prosperado, y marchádose de Constantinopla; pero no sabían dónde. Consideré el caso y me dije que quizás se hubiese ido al país de sus padres, hasta la propia Galatia, a visitar a sus parientes; determiné ir yo también allá, y allí fuí, y hallé a nuestros parientes, y me di a conocer, y se alegraron mucho al verme; pero cuando les pregunté por mi padre, movieron la cabeza y no supieron darme noticia alguna; hubiera sido su gusto que me demorase con ellos, pero yo no quise, porque el recuerdo de mi padre me trabajaba con fuerza y no podía tener reposo. Partí, pues, para otras tierras; llegué a Rusia y me interné mucho en este país, no menos que hasta Kazan, y a todos cuantos topé, judíos, rusos o tártaros, les pregunté por mi padre; pero ninguno le conocía ni había oído hablar de él. Volví sobre mis pasos y aquí me ves; ahora me propongo recorrer Alemania y Francia, más aún, el mundo entero, hasta que adquiera noticias de mi padre, pues no[p. 275] puedo descansar hasta saber lo que ha sido de él; su imagen arde en mi cerebro como fuego, igual que fuego del jehinnim[26].
Tal era el individuo a quien a la sazón veía de nuevo, tras un lapso de cinco años, en la calle de Gibraltar, entre las sombras del crepúsculo.
—Sí—replicó—; soy Judá, apodado el Lib[27]. Tú no me conocías; pero yo te conocí al punto. Te hubiese reconocido entre un millón, y no ha pasado día, desde que nos conocimos, que no haya pensado en ti.
Iba a responderle; pero me sacó de entre la multitud y me condujo a una tienda donde, sentados en el suelo, seis o siete judíos cortaban cuero; les dijo algo que no entendí, con lo que inclinaron la cabeza y prosiguieron su tarea sin ocuparse de nosotros. Un individuo singular nos había seguido hasta la puerta: era un hombre vestido con traje europeo sumamente raído, pero con señales de haberlo cortado un buen sastre. Podría tener cincuenta años; el rostro, muy ancho y bronceado; las facciones, toscas, pero varoniles en extremo, y aunque eran facciones de judío, no se reflejaba en ellas la astucia, sino, al contrario, mucho candor y un natural excelente. Su talla era superior a la estatura media, y tremendamente atléti[p. 276]co; los brazos y el tronco eran, a la letra, los de un Hércules aprisionado en un sobretodo moderno; la parte inferior del rostro llevábala cubierta por una frondosa barba que le llegaba a la mitad del pecho. Este individuo permaneció en la puerta sin apartar los ojos de Judá ni de mí.
La primera pregunta que le hice fué: ¿Ha tenido usted noticias de su padre?—Sí tal—respondió—. Cuando nos separamos, proseguí mis viajes por diversas tierras, y dondequiera que iba preguntaba por mi padre; pero me respondían con un movimiento de cabeza, hasta que llegué a tierra de Túnez; allí fuí a ver al rabino principal, y me dijo que conocía muy bien a mi padre, y que había estado en el propio Túnez, y me dijo en qué tiempo, y que desde allí se había ido a tierras de Fez; me habló mucho de mi padre, de su saber, y mencionó el Zohar, aquel obscuro libro que mi padre amaba tanto; y todavía me habló más de las riquezas de mi padre y de sus especulaciones, en todas las cuales parece que había prosperado. Partí, pues, y, metiéndome en un barco, abordé la tierra de Berbería y llegué hasta Fez, y, una vez allí, recogí muchas noticias de mi padre; pero eran noticias peores quizás que la ignorancia. Porque los judíos me dijeron que mi padre había estado allí y había especulado y prosperado, y que desde allí se había ido a Tafilaltz, país natal del[p. 277] emperador, del propio Muley Abderrahmán; y también allí había prosperado, y sus riquezas en oro y plata eran muy grandes; y deseoso de ir a otra ciudad no muy distante, contrató a ciertos moros, dos en número, para que le acompañaran y le defendiesen a él y sus tesoros; y los moros eran hombres muy fuertes, makhasniah, es decir, soldados, e hicieron un pacto con mi padre y se estrecharon la mano derecha, comprometiéndose, bajo juramento, a derramar su sangre en defensa de la de mi padre. Alentado con esto, mi padre intrépidamente partió en compañía de los moros, de aquellos dos falsos moros. Y cuando llegaron a un lugar inhabitado, cayeron sobre mi padre y pudieron más que él, y derramaron su sangre en el camino y le despojaron de cuanto llevaba, de sus sedas y mercaderías, del oro y la plata ganados en sus especulaciones, y se fueron a su aldea y allí se establecieron, compraron casas y tierras, muy regocijados y triunfantes, y se hacían un mérito de aquella muerte diciendo: «Hemos muerto a un infiel, a un maldito judío»; estas cosas eran notorias en Fez. Y al oír tales nuevas, mi corazón se entristeció, y lloré como un niño; pero el fuego del jehinnim dejó de arder en mi cerebro, porque ya sabía lo que había sido de mi padre. Al cabo me alivié, y, discurriendo sobre el caso, decía entre mí: «¿No sería cuerdo ir en busca del rey moro y pe[p. 278]dirle venganza por la muerte de mi padre, y que sus expoliadores sean a su vez expoliados, y el tesoro, el propio tesoro de mi padre, sea arrancado de sus manos y se me entregue a mí, que soy su hijo?» En aquel tiempo el rey de los moros no estaba en Fez, estaba ausente en sus guerras; y, levantándome, le seguí hasta Arbat[28], que es puerto de mar, y cuando allí llegué no le encontré; pero su hijo sí estaba, y dijéronme que hablar al hijo era como hablar al rey, al propio Muley Abderrahmán; fuí, pues, a ver al hijo del rey, y me eché a sus plantas y elevé mi voz, y le dije lo que tenía que decirle, y me miró benignamente y dijo: «En verdad tu historia es lastimosa y me entristece; y eso que pides yo lo otorgo, y la muerte de tu padre será vengada y sus expoliadores expoliados; te escribiré una carta de mi puño para el pachá, el propio pachá de Tafilaltz, y le ordenaré que averigüe el caso, y esa carta tú mismo la llevarás para entregársela.» Y al oír esas palabras, mi corazón se moría de miedo dentro del pecho, y contesté: «No tal, señor; bien está que escribas una carta al pachá, al propio pachá de Tafilaltz; pero esa carta yo no la tomaré, ni iré a Tafilaltz, pues apenas llegase, y conocido mi mandado, los moros se levantarían contra mí y me darían muerte, o[p. 279] pública o secretamente, porque ¿no eran moros los asesinos de mi padre? ¿Y soy yo algo más que un judío, aunque judío polaco?» Y con rostro benigno, dijo: «En verdad, hablas cuerdamente; escribiré esa carta, pero no la llevarás tú, la mandaré por otras manos; por tanto, tranquiliza tu corazón y no dudes que, si la historia es cierta, la muerte de tu padre será vengada, y el tesoro o su equivalente se recobrará y te será entregado; dime, pues, ahora: ¿dónde piensas vivir hasta entonces?» Y yo le dije: «Señor, iré al país de Suz, y allí esperaré.» Y replicó: «Sea, y no tardarás en saber de mí.» Me levanté, pues, y salí, y me fuí al país de Suz hasta Swirah, que los nazarenos llaman Mogador, y allí, con turbado corazón, esperé noticias del hijo del rey moro; pero las noticias no llegaron, y nunca más desde tal día he vuelto a saber de él, y ya hace tres años que estuve en su presencia. Y me establecí en Mogador, y me casé con una dueña, de nuestra raza, y escribí a mi madre al propio Jerusalén y me envió dinero, y con eso me dediqué al comercio, igual que mi padre había hecho, y trafiqué; pero no tuve suerte en mis especulaciones, y en poco tiempo lo perdí todo. Y ahora he venido a Gibraltar a negociar por cuenta de otro, un mercader de Mogador; pero no me gusta el empleo; me ha engañado; voy a volver, y en cuanto consiga otra vez verme en presencia del hijo[p. 280] del rey moro, pediré que el tesoro de mi padre sea arrancado a sus expoliadores y se me entregue a mí, su hijo.»
Escuché con mucha atención el singular relato de aquél hombre singular, y cuando concluyó permanecí un rato largo sin proferir palabra. Al cabo me preguntó qué me había llevado a Gibraltar. Le dije que estaba allí simplemente de paso, camino de Tánger, para donde esperaba salir embarcado a la mañana siguiente. A esto observó que dentro de una o dos semanas contaba encontrarse allí también y esperaba que nos veríamos, pues aún tenía mucho más que decirme. «Acaso—añadió—pueda usted darme un consejo provechoso, porque es usted una persona de experiencia, versada en los usos de muchas naciones; y cuando le veo a usted el rostro, parece que el cielo se abre para mí, porque creo ver el rostro de un amigo, el de un hermano.» Entonces se despidió de mí, y se fué; aquel hombre raro, tan bien barbado, que durante nuestra conversación aguardó pacientemente en la puerta, le siguió. Noté que su expresión era mucho menos violenta que en nuestro anterior encuentro; pero, al propio tiempo, más melancólica, y tenía las facciones arrugadas como las de un viejo, aunque no había pasado aún de la primera juventud.
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Marineros genoveses. — La cueva de San Miguel. — Un abismo tenebroso. — Un joven americano. — El propietario de esclavos. — El brujo. — Un incrédulo.
Durante toda la noche el viento sopló con fuerza; pero como era Levante, no tuve temor de verme obligado a permanecer más tiempo en Gibraltar por ese motivo. Fuí a bordo muy temprano y encontré a la tripulación en la tarea de levar el ancla y en otros preparativos de marcha. Dijéronme que probablemente saldríamos dentro de una hora. Transcurrió ese tiempo, empero, y aún permanecíamos donde estábamos, y el capitán continuaba en tierra. Formábamos parte de una reducida flotilla de barcas genovesas, cuyas tripulaciones, en sus momentos de ocio, parecían no tener mejor modo de diversión que cambiar palabras injuriosas; un furioso tiroteo de ese género empezó a la sazón, en el cual se distinguió especialmente el piloto de nuestro barco; era un genovés sesentón, canoso. Aunque[p. 282] no hablo su «patois» entendí mucho de lo que decían. Era por demás desvergonzado, y como gritaban tanto, de la violencia de sus ademanes y lo descompuesto de sus facciones se hubiese deducido que se trataba de enconados enemigos. No eran tal, sin embargo, sino excelentes amigos a toda hora, y seguramente, en el fondo, sujetos de buena índole. ¡Oh miserias de la naturaleza humana! ¿Cuándo aprenderá el hombre a ser verdaderamente cristiano?
En general tengo en mucha estima a los genoveses; cierto que son groseros y viciosos; pero también caballerescos y valientes, y lo han sido siempre, y sólo he recibido de ellos pruebas de hospitalidad y de bondad.
Transcurridas otras dos horas, el secretario judío llegó y dijo algo al anciano piloto, que refunfuñó mucho; después se me acercó, y, quitándose el sombrero, me hizo saber que ya no saldríamos aquel día, y al mismo tiempo dijo que era una vergüenza desperdiciar un viento tan hermoso, que podía llevarnos a Tánger en tres horas. «Paciencia»—dije, y me volví a tierra.
Fuí dando un paseo hacia la cueva de San Miguel en compañía del muchacho judío que ya he mencionado.
El camino no sigue la misma dirección que el de las excavaciones; éstas miran a España, mientras la cueva se abre de cara al Africa. Se encuentra cerca de la cúspide del[p. 283] monte, a muchos cientos de yardas sobre el mar. Pasamos por los paseos públicos, donde hay hermosos árboles, y también por junto a muchas casitas, agradablemente colocadas entre jardines y ocupadas por los oficiales de la guarnición. Es erróneo suponer que Gibraltar es meramente una roca desnuda y estéril; no carece de lugares amenos, como los ya mentados, frescos, vivificantes, cubiertos de brillante follaje verde.
El sendero no tardó en hacerse escarpado, y dejamos a nuestra espalda las moradas del hombre. El viento de la noche anterior había cesado por completo, y no se movía ni un soplo de aire; el sol del mediodía brillaba en todo su esplendor, y las rocas por donde trepábamos se mojaban no pocas veces con las gotas del sudor que llovía de nuestras sienes; al cabo llegamos a la caverna.
La boca es una hendidura abierta en el flanco del monte, como de doce pies de alto y otros tantos de ancho; dentro hay una bajada muy rápida y pendiente, como de cincuenta yardas, yendo a terminar la caverna en un abismo que lleva a profundidades desconocidas. Lo más notable de la caverna es una columna natural, que se alza como tronco de enorme roble, cual si estuviese puesto allí para sostener el techo; se halla a corta distancia de la entrada, y da a la parte visible de la cueva cierto aspecto[p. 284] bravío y raro, que de otro modo no tendría. El piso es resbaladizo en extremo, pues las continuas filtraciones del techo lo han saturado, y son necesarias no pocas precauciones para andar por él. Es muy peligroso entrar allí sin un guía buen conocedor del lugar, porque, además del negro abismo que hay al final, se abren aquí y allí otras cavidades nunca sondeadas, y el osado que cae en ellas se hace pedazos. Digan los hombres lo que se les antoje a propósito de esta cueva, una cosa hay que la cueva misma parece decir a cuantos a ella se aproximan; a saber: que la mano del hombre no ha trabajado allí nunca. Hay muchas cavernas de formación natural, tan viejas como la tierra en que vivimos, que muestran, no obstante, señales de haber sido utilizadas por el hombre y de haber estado más o menos sujetas a su acción transformadora. No así la cueva de Gibraltar; pues, si se juzga por su aspecto, no hay la más leve razón para suponer que haya servido de otra cosa que de nido de aves nocturnas, reptiles y animales de rapiña. Algunos han dicho que la cueva fué usada en los tiempos del paganismo como templo del dios Hércules, quien, según la tradición antigua, levantó la singular masa de rocas llamada ahora Gibraltar, y la montaña que hay enfrente, en las costas de Africa, como dos columnas que anunciasen a los tiempos venideros que había estado allí sin[p. 285] pasar más adelante. Baste observar que en la caverna no hay nada que permita adoptar tal opinión, ni siquiera una plataforma sobre la que pudiese haber estado el ara, mientras un angosto sendero pasa por delante, que conduce a la cúspide del monte. Como no he penetrado en sus senos, no tengo la pretensión de describirlos. Numerosas personas, movidas por la curiosidad, se han aventurado en sus inmensas profundidades con la esperanza de descubrir su término, y lo cierto es que apenas transcurre una semana sin que se hagan intentos análogos por los oficiales o por los soldados de la guarnición; pero todos hasta hoy han resultado estériles. No se ha alcanzado término alguno, ni se ha descubierto nada que compense el trabajo y los pavorosos peligros corridos; los precipicios suceden a los precipicios, y los abismos a los abismos en sucesión aparentemente inacabable, con unos salientes de vez en cuando que permiten a los intrépidos exploradores reposar y fijar las escalas de cuerda para descender más hondo. Pero lo que más confunde y desazona es observar que esos abismos no se abren sólo delante del observador, sino detrás y a cada lado; pegada a la entrada de la caverna, a la derecha, hay una sima casi tan tenebrosa y amenazadora como la del extremo inferior, y quizás contiene también otras tantas simas y hórridas cavernas, ramificándose en todas[p. 286] direcciones. De lo que he oído he sacado la opinión de que el interior de la montaña de Gibraltar es como un panal, y apenas me cabe duda de que si la tajaran aparecería llena de abismos tan infernales como las galerías de la cueva de San Miguel. Muchas vidas valiosas se pierden todos los años en tan horribles lugares; pocas semanas antes de mi visita dos sargentos, hermanos, perecieron en la sima del lado derecho de la caverna por haber resbalado a un precipicio cuando estaban a gran profundidad.
El cuerpo de uno de aquellos hombres temerarios aún está pudriéndose en las entrañas del monte, devorado por los ciegos y asquerosos gusanos; al otro le sacaron. Inmediatamente después de tan horrible accidente, pusieron una puerta en la boca de la caverna para impedir que la gente, y sobre todo los imprudentes soldados, se abandonasen a tan extravagante curiosidad. Pero la cerradura no tardó en ser forzada, y en la época de mi visita la puerta se balanceaba perezosamente sobre sus goznes.
Al dejar aquellos lugares pensaba yo que acaso fué semejante a esa la cueva de Horeb, donde vivía Elías, cuando oyó una voz, al principio débil, y después un viento grande y poderoso que cuarteaba las montañas y pulverizaba las rocas delante del Señor, cueva a cuya puerta salió y se paró, con el rostro envuelto en el manto, cuando oyó la voz[p. 287] que decía junto a él «¿Qué haces aquí, Elías?»
—¿Y qué estoy haciendo yo aquí?—me preguntaba a mí mismo cuando, contrariado por la detención del viaje, bajaba hacia la ciudad.
Aquella tarde comí en compañía de un americano joven, natural de Carolina del Sur; ya le había visto frecuentemente, porque estaba alojado en la fonda desde algún tiempo antes de mi llegada a Gibraltar. Su porte era muy notable: bajo de estatura, en extremo débil de conformación, facciones pálidas, pero muy correctas; poseía una cabeza magnífica, de negro cabello crespo, y un par de patillas del mismo color, las más soberbias que hasta entonces había visto. Llevaba sombrero blanco, de anchas alas y copa excepcionalmente baja, y vestía un ligero sobretodo de tela amarilla, y amplios calzones de indiana. En una palabra, su exterior era verdaderamente raro y particular. Al regresar de mi excursión a la cueva, me encontré con que también él acababa de bajar del monte, cuyas maravillas había estado explorando desde muy temprano.
Uno del Peñón le preguntó si le gustaban las excavaciones. «¿Si me gustan?—respondió—. Lo mismo podría usted preguntar a una persona que acabase de ver las cataratas del Niágara, si le gustaban mucho; gustar no es la palabra, señor.»
El calor era sofocante, como casi invaria[p. 288]blemente ocurre en Gibraltar, donde rara vez sopla un poco de aire, abrigado como está de todos los vientos. Eso indujo a otro individuo a preguntarle si no encontraba excesivo el calor.
—¿Calor?—replicó—; de ningún modo. El tiempo más hermoso para recoger algodón que se puede desear. No lo tenemos mejor en Carolina del Sur, señor.
—¿Vive usted en Carolina del Sur? Supongo, señor, que no será usted propietario de esclavos—dijo aquel judío gordo y pequeño con levita de color de tabaco, que en otra ocasión me había invitado a tomar un aperitivo—; es cosa terrible esclavizar a unos pobres hombres, tan sólo por el hecho de ser negros; ¿no le parece a usted, señor?
—¿Que si me parece? No, señor; no opino así. Me glorío de ser propietario de esclavos: tengo cuatrocientos negros nigerianos en mi hacienda, cerca de Charleston, y por las mañanas, antes de desayunarme, azoto a media docena, por vía de ejercicio. Los nigerianos están para ser azotados; a veces intentan escaparse: suelto los sabuesos en su rastro, y los cogen en un abrir y cerrar de ojos; antes tenían la costumbre de ahorcarse, porque los nigerianos pensaban que era el camino más seguro para volver a su país y librarse de mí; no tardé en poner término a eso: les dije que si se ahorcaba alguno más, yo me ahorcaría también, para[p. 289] no separarme de ellos, y azotarlos en su país natal diez veces más que en el mío. ¿Qué opina usted de esto, amigo?
Era fácil comprender que había más chanza que malicia en aquel excéntrico y exiguo sujeto, pues sus grandes ojos grises chispeaban de buen humor mientras profería tales atrocidades. Era dadivoso en extremo; y a una irlandesa sórdida, viuda de un soldado, que entró con una banasta llena de cajitas y baratijas hechas de pedazos de roca de Gibraltar, le compró la mayor parte de lo que llevaba, dándole por cada artículo el precio, nada desdeñable, que le pidió. Me había mirado diferentes veces, y al cabo le vi inclinarse y murmurar algo al oído del judío, quien replicó a media voz, aunque con mucha viveza: «¡Oh, no, señor! Está usted muy equivocado, señor; no es americano, señor; de Salamanca, señor; ese caballero es un español de Salamanca». El criado, al fin, nos dijo que había puesto la mesa, y que acaso nos agradaría comer juntos: al instante asentimos. En aquel nuevo conocido hallé, por diversos motivos, un agradabilísimo compañero; no tardó en contarme su historia. Era plantador y, por lo que daba a entender, propietario muy reciente. Era condueño de un gran barco que comerciaba entre Charleston y Gibraltar, y como la fiebre amarilla acababa de estallar en aquella ciudad, decidió hacer un viaje (el primero)[p. 290] a Europa en su barco; pues, según decía, todos los estados de la Unión los tenía ya visitados, y visto todo cuanto en ellos hay digno de verse. Me describió, de un modo tan original como ingenuo, sus impresiones al pasar frente a Tarifa, la primera ciudad murada que veía. Le conté la historia de esa ciudad, que oyó con gran atención. Diversos intentos hizo para saber de mí quién era yo, pero los eludí, por más que parecía plenamente convencido de mi condición de americano; entre otras cosas, me preguntó si mi padre no había sido cónsul en Sevilla. Lo que, no obstante, le confundía mucho era mi conocimiento del marroquí y del gaelico, que me había oído hablar respectivamente con los hamales y la irlandesa, la cual le había dicho, según me declaró el americano, que yo era brujo. Por último, tocó el tema de la religión, y habló con gran desprecio de la revelación, declarándose deísta; tenía vehementes deseos de conocer mis opiniones; pero le esquivé de nuevo, contentándome con preguntarle si había leído la Biblia. Dijo que no, pero que conocía muy bien los escritos de Volney y Mirabeau. No respondí, y entonces añadió que no era su costumbre, ni mucho menos, plantear tales cuestiones, y que a muy pocas personas les hubiese hablado con tanta franqueza; pero que yo le había interesado mucho, aunque nuestro conocimiento fuese[p. 291] tan reciente. Repuse que difícilmente habría hablado en Boston de la misma manera que acababa de hablarme a mí, y que bien se conocía que no era de Nueva Inglaterra. «Le aseguro a usted—dijo—que tampoco se me hubiese ocurrido hablar así en Charleston, pues, con tal conversación, no hubiese tardado en tener que hablar para mí solo.»
Si hubiese conocido yo menos deístas de los que mi fortuna me ha hecho conocer, quizás hubiera intentado convencer a aquel joven de lo erróneo de las ideas que había adoptado; pero yo conocía todo lo que se habría apresurado a replicar, y como el creyente no tiene en tales materias argumentos carnales que dirigir a la razón carnal, pensé que era lo mejor evitar discusiones que seguramente no podían dar fruto de provecho. La fe es libre don de Dios, y no creo que haya habido aún ningún incrédulo convertido mediante polémicas de sobremesa. Aquella fué la última tarde que pasé en Gibraltar.
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Otra vez a bordo. — Un rostro sorprendente. — El Haji. — Nos damos a la vela. — Los dos judíos. — Un barco americano. — Tánger. — Adun Oulem. — La riña. — Lo prohibido.
El jueves 8 de agosto me encontré de nuevo a bordo de la barca genovesa, a hora tan temprana como el día anterior. No obstante, después de aguardar dos o tres horas sin que se hiciese ningún preparativo de marcha, me disponía ya a volver otra vez a tierra; pero el viejo piloto genovés me aconsejó que me quedara, asegurándome que, sin duda alguna, íbamos a partir en seguida, pues toda la carga estaba a bordo y no teníamos ya por qué detenernos. Estaba descansando en la camareta, cuando oí chocar un bote contra el costado de nuestro barco, y alguna gente subir a bordo. Al instante apareció en la abertura un rostro singular, feroz. Estaba yo medio dormido, y al pronto creí que soñaba, pues aquella faz más parecía de gato montés o de ogro que[p. 293] de ser humano; su larga barba casi me rozaba la cara, hallándome tendido en una especie de hamaca. Pero al incorporarme sobresaltado, reconocí la insólita catadura del judío a quien había visto en compañía de Judah Lib. También él me reconoció, y, moviendo la cabeza, plegó sus desmedidas facciones en una sonrisa. Me levanté y subí a cubierta, y allí le hallé junto con otro judío, joven, vestido a lo berberisco. Acababan de llegar en el bote. Pregunté a mi amigo el de la barba quién era, de dónde venía y adónde iba. Respondió, en portugués corrompido, que regresaba de Lisboa, adonde había ido a sus negocios, a Mogador, su ciudad natal. Me miró luego al rostro y sonrió, y sacando del bolsillo un libro en caracteres hebraicos, se puso a leerlo; viéndolo, un marinero español de a bordo dijo, que con tales barba y libro tenía que ser un sabio. Su compañero era de Mequinez, y sólo hablaba arábigo.
Una barcaza se aproximaba, cuya popa aparecía llena de moros; serían unos doce, y la mayor parte eran evidentemente personas de calidad, pues iban vestidos con toda la pompa y galanura del Oriente: turbantes de nívea blancura, jabadores de seda verde o tela escarlata, y bedeyas adornadas con galones de oro. Algunos eran tipos en extremo arrogantes, y dos de ellos, jóvenes, de sorprendente hermosura, y lejos de mos[p. 294]trar, como es general entre moros, semblante negruzco o moreno, su tez era delicada, sonrosada y blanca. El personaje principal, a quien los demás trataban con mucho respeto, era hombre de talla atlética, de unos cuarenta años. Llevaba túnica de algodón blanco acolchado, y kandrisa blanca, y liado con gracia al cuerpo, envolviéndole la parte alta de la cabeza, el haik, o capa de flanela blanca, tenida siempre en mucha estima por los moros, desde las épocas más remotas de su historia. Iba desnudo de piernas, y los pies protegidos tan sólo del suelo por babuchas amarillas. No ostentaba más gala que un largo zarcillo de oro, del que pendía una perla, evidentemente de gran valor. Una hermosa barba negra, como de un pie de larga, se esparcía por su musculoso tórax. Sus facciones eran correctas, excepto los ojos, un poco pequeños; su expresión, empero, era torcida; su mirar, duro; la malignidad y la mala índole se pintaban en cada rasgo de su semblante, donde no parecía haber brillado jamás una sonrisa. El marinero español de quien ya he tenido ocasión de hablar me dijo por lo bajo que era un santurrón, y que regresaba del viaje a la Meca; añadió que era un mercader de inmensa riqueza. Pronto vimos que los otros moros le habían acompañado a bordo solamente por amistosa cortesía, pues uno tras otro fueron despidiéndose de él, con excepción de dos negros,[p. 295] sus acompañantes. Observé que los negros, cuando los moros les tendían la mano al marcharse, se esforzaban invariablemente por llevársela a los labios, esfuerzo que siempre se frustraba, pues los moros, en cada caso, por un movimiento rápido y gracioso, retiraban la mano presa en la del negro y la oprimían contra su corazón; que era tanto como decir: «aunque negro y esclavo eres musulmán, y, por serlo, eres nuestro hermano; Alá no hace distinciones». El botero se acercó entonces al haji, pidiendo su paga, y le dijo que había ido tres veces a bordo por su servicio, a llevarle el equipaje. La suma que pidió le pareció exorbitante al haji, quien, olvidándose de su condición de santo y de recién venido de la Meca, fumaba atrozmente, y en mal español le llamó ladrón al botero. El improperio que más irrita a un español (el botero lo era) es ése; y apenas aquel prójimo se oyó tratar así, cuando, chispeantes de furor sus ojos, asestó el puño a la nariz del haji, y pagó el vocablo injurioso lo menos con otros diez tan malos o peores. Quizás habría pasado a actos de violencia, si no le hubieran arrancado de allí a la fuerza los otros moros, que se le llevaron aparte, y supongo que le dirían o le darían algo para calmarle, pues no tardó en volver al bote y regresó con todos ellos a tierra. El capitán llegó entonces con su secretario judío, y se dieron las órdenes para[p. 296] hacerse a la vela. Poco después de las doce zarpábamos de la bahía de Gibraltar. El viento soplaba favorable, pero durante cierto tiempo no avanzamos mucho, pues casi yacíamos en calma a sotavento del Peñón; poco a poco, no obstante, nuestra marcha fué haciéndose más rápida, y pasada como una hora corríamos velozmente hacia Tarifa.
El secretario judío permanecía en el timón, y en realidad resultó ser la persona que mandaba el barco, y quien daba las órdenes necesarias, ejecutadas bajo la superintendencia del viejo piloto genovés. Hice algunas preguntas al haji, pero me miró de soslayo con sus adustos ojos, hizo un mohín con los labios, y siguió en silencio; era como decir: «No me hables; soy más santo que tú». Sus negros fueron mucho más comunicativos. Uno era viejo y feísimo; el otro, de unos veinte años, era tan bien parecido como puede serlo un negro. De puro color de ébano, tenía las facciones en extremo bien formadas y delicadas, con excepción de los labios, demasiado gruesos. La forma de sus ojos era muy particular: oblongos más que redondos, como los de las figuras egipcias. Tenía aire pensativo, meditabundo. Era, en todo, distinto de su compañero, incluso en el color (aunque ambos eran negros) y descendía, sin duda, de alguna raza superior poco conocida. Sentado al pie del mástil, contemplando el mar, hallábase, a juicio[p. 297] mío, fuera de su sitio natural; mejor hubiera parecido en los arenales sin límites, al pie de una palmera, y habría podido pasar entonces por un Jin[29]. Le pregunté de dónde procedía; díjome que era natural de Fez, pero que no había conocido nunca a sus padres; se crió en la casa de su amo actual, a quien había seguido en la mayor parte de sus viajes, y acompañádole tres veces a la Meca. Le pregunté si le gustaba ser esclavo. A eso me respondió que ya no lo era, pues en razón de sus fieles servicios le habían dado libertad tiempo atrás, así como a su compañero. Muchas más cosas me habría dicho, pero el haji le llamó, y le entretuvo en otras ocupaciones, probablemente para impedir que yo le contaminase.
Esquivado por los musulmanes, recurrí a los judíos, quienes en modo alguno se mostraron remisos en cultivar la familiaridad. El sabio barbudo me contó su historia, en muchos puntos semejante a la de Judah Lib, pues, según parece, dos o tres años antes había salido de Mogador en busca de su hijo, que se había fugado a Portugal. Pero al llegar el padre a Lisboa, averiguó que pocos días antes el fugitivo se había embarcado para el Brasil. Al contrario de Judah, en busca de su padre, se cansó de su demanda y la abandonó. El judío de Mequi[p. 298]nez, más joven, se animó y alegró en extremo al darse cuenta de que yo entendía su lengua, y me hizo reír con su humorística descripción de la vida cristiana, tal como la había observado en Gibraltar, donde acababa de residir cerca de un mes. Me habló después de Mequinez, un Jennut, o paraíso, según decía, comparado con el cual, Gibraltar era una pocilga. Tan grande, tan universal es el amor a la tierra nativa. Pronto me dí cuenta de que ambos judíos me creían de su raza, y el joven, mucho más expansivo que el otro, me calificó de tal, y habló de la infamia de negar mi propia sangre. Poco antes de llegar frente a Tarifa, el hambre se apoderó de todos nosotros. El haji y sus negros manifestaron su repuesto y se regalaron con pollos asados; los judíos comieron uvas y pan, y yo, pan y queso, en tanto que la tripulación preparaba un plato de boquerones. Dos marineros acudieron solícitos con una buena ración y me la ofrecieron con afecto fraternal; no vacilé en aceptar su obsequio, y los boquerones me parecieron deliciosos. Como me hallaba sentado entre los judíos, les ofrecí algunos, pero volvieron el rostro con repugnancia, exclamando: Haloof[30]. Pero, al propio tiempo, me estrecharon la mano y, sin que yo se lo brindase, tomaron un pedacito de mi pan. Tenía[p. 299] yo una botella de coñac, que había llevado como prevención contra el mareo, y también se la ofrecí; pero rehusaron otra vez, y exclamaron: Haram[31]. Yo no dije nada.
Estábamos entonces junto al faro de Tarifa, y, poniendo la proa al Oeste, hicimos rumbo en derechura hacia la costa de Africa. El viento había refrescado mucho, y como soplaba casi de popa, corríamos con tremenda velocidad, amenazándonos las grandes velas latinas con sepultarnos a cada momento bajo las olas que la corriente contraria levantaba frente a nosotros. En esta veloz carrera, pasamos pegados a la popa de un barco grande con bandera americana; iba a tomar el Estrecho y avanzaba lentamente contra el levante impetuoso. Al pasar junto a él vimos la popa llena de gente que nos observaba: la verdad es que debíamos de ofrecer un espectáculo singular a los pasajeros que, como mi joven amigo el americano de Gibraltar, vinieran al Viejo Mundo por vez primera. En el timón iba el judío; todo él envuelto en una gabardina, cuya capucha, echada sobre la cabeza, le daba casi el aspecto de un aparecido con su mortaja; en tanto que, sobre cubierta, mezclados con europeos, todos, menos yo, pintorescamente vestidos, iban los moros con sus turbantes, flotando suelto al viento el haik del haji. Fu[p. 300]gaz tuvo que ser, empero, la visión que de nosotros alcanzaron, puesto que nos cruzamos con la velocidad de un caballo de carreras, y a eso de una hora más tarde, sólo distábamos una milla del promontorio en que se asienta el castillo de Alminar, extremo límite oriental de la bahía de Tánger. Allí el viento cayó, y avanzamos de nuevo con lentitud.
Hacía ya mucho tiempo que Tánger estaba a la vista. Poco después de empezar a alejarnos de Tarifa, le habíamos columbrado en la lejanía, semejante a una paloma blanca empollando en su nido. El sol se ocultaba detrás de la ciudad cuando echamos el ancla en la bahía, entre media docena de barcas y faluchos, del porte de la nuestra, únicos barcos que vimos. Tánger se hallaba ante nosotros, pintoresca ciudad que ocupa las vertientes y la cima de dos colinas, una de las cuales, brava y escarpada, se mete en el mar allí donde la costa forma de pronto una abrupta revuelta. Amenazadores parecen sus almenados muros, encaramados en la cúspide de empinadas rocas, cuya base lavan las ondas del mar, o surgiendo de la angosta playa que separa la colina del Océano.
Allí hay dos o tres órdenes de baterías, armadas con gruesos cañones, que dominan la bahía; encima se ven los terrados de la ciudad, que se alzan escalonados, como peldaños para gigantes. Todo es blanco, de per[p. 301]fecta blancura, de suerte que el conjunto parece tallado en un inmenso bloque de yeso; bien es verdad que aquí y allí emergen de la blancura altos árboles verdes: acaso pertenezcan a jardines moros, y tal vez ahora estarán reclinadas a su sombra muchas Leilas ojinegras, hermanas de las huríes. Frente por frente a nosotros se levanta una gran torre o alminar, no blanca, sino pintada curiosamente; pertenece a la mezquita principal de Tánger; sobre ella ondeaba una bandera negra, por ser la fiesta de Ashor. Una hermosa playa de blanca arena bordea la bahía desde la ciudad hasta el promontorio del Alminar. Al Este se alzan portentosas colinas y montañas: son el Gebel Muza y su cadena; y aquel su compañero que se levanta a lo lejos es el pico de Tetuán; las brumas grises de la tarde envuelven sus flancos. Tal era Tánger, tales sus cercanías, como se me aparecieron al contemplarlas desde la barca genovesa.
Arriaron un bote del barco, y el capitán, que traía a su cargo el correo de Gibraltar, el secretario judío, y el haji, con sus acompañantes negros, se fueron a tierra. Yo hubiera querido ir con ellos, pero me dijeron que no podría desembarcar aquella noche, pues antes de que examinasen mi pasaporte y mi patente de sanidad se cerrarían las puertas de la ciudad; así es que permanecí a bordo con la tripulación y los dos judíos.[p. 302] Los marineros prepararon su cena, que consistía simplemente en una ensalada de tomates, habiéndose consumido las demás provisiones. El genovés viejo me trajo una ración, excusándose al propio tiempo por la frugalidad de la comida. Acepté agradecido, y le dije que un millón de hombres mejores que yo tenían peor cena. Nunca he comido con mejor apetito. Al entrar la noche, los judíos cantaron himnos hebreos, y cuando concluyeron me preguntaron por qué permanecía en silencio; alcé la voz y canté Adun Oulem[32].
Las tinieblas envolvían ya por completo tierra y mar; ningún ruido se oía, salvo, de vez en cuando, el lejano ladrido de un perro en la costa, o alguna quejumbrosa canción genovesa, que se alzaba de una barca próxima. La ciudad parecía sepultada en lobreguez y silencio; ni siquiera la luz de una bujía se columbraba. Pero volviendo la vista a España, percibimos un fuego magnífico, que al parecer envolvía la vertiente y la cima de una de las montañas más altas al Norte de Tarifa. El incendio arrancaba destellos rojizos a las aguas del Estrecho. O las leñas del monte ardían, o los carboneros se aplicaban a sus sombrías faenas. Los judíos se quejaron de cansancio, y el más joven, desatando una colchoneta, la tendió sobre cubierta y[p. 303] trató de descansar. El sabio bajó a la camareta; pero apenas había tenido tiempo de echarse cuando el viejo piloto, lanzándose en pos de él, bajó también y le sacó fuera por los talones, porque la cámara estaba muy poco profunda, y no había más que bajar dos o tres peldaños. Hecho eso, le dirigió muchos improperios, y le amenazó con el pie, mientras permanecía tendido sobre cubierta. «¿Cree usted—le dijo—que un perro judío como usted, y que paga como un perro judío, va a dormir en la cámara? Desengáñese, bestia: en la cámara no duerme esta noche nadie más que este caballero cristiano.» El sabio, sin replicar, se alzó de sobre cubierta y se acarició la barba, en tanto el viejo genovés proseguía su filípica. Si el judío hubiese sido dado a ello, habría podido estrangular a su insultador en un momento, o espachurrarlo entre sus membrudos brazos, pues no recuerdo haber visto jamás un individuo tan fuerte y musculoso; pero, evidentemente, era tardo en encolerizarse, y muy paciente. No se le escapó ni una palabra de resentimiento, y sus facciones conservaron su habitual expresión de benigna placidez.
Entonces le aseguré al piloto que el judío podía compartir la cámara conmigo sin la más leve objeción por mi parte, y que, al contrario, más bien lo deseaba, pues había sitio de sobra para ambos.
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—Dispense usted, señor caballero—replicó el genovés—; pero le juro que no permitiré tal cosa: usted es joven y no conoce a esta canaille como yo la conozco, que llevo veinte años yendo y viniendo entre estas costas. Si esa bestia tiene frío, que duerma en el sollado, como yo y los demás; pero en la cámara no entra.
Conociendo que era testarudo, me retiré, y a los pocos minutos caí en profundo sueño, que duró hasta el alba. Cierto que dos o tres veces me pareció que se peleaban cerca de mí; pero estaba tan abrumado de cansancio, tan borracho de sueño, que no pude despertarme lo bastante para enterarme de lo que sucedía. El hecho fué que, en el transcurso de la noche, el sabio, hallándose incómodo al aire libre, junto a su compañero, intentó por tres veces meterse en la cámara, y otras tantas le arrojó de ella su incansable enemigo, que, sospechando sus intenciones, no le quitó ojo en toda la noche.
A eso de las cinco me levanté; el radiante sol brillaba esplendoroso sobre la ciudad, la bahía y la montaña; la tripulación ya estaba ocupada sobre cubierta en reparar una vela desgarrada por el viento el día anterior. Los judíos, sentados en la popa con aire desconsolado, se quejaban mucho del frío que habían sufrido en aquel lugar abierto. Sobre el ojo izquierdo del sabio vi una cortadura ensangrentada, que, según me dijo, le había[p. 305] hecho el viejo genovés después de sacarle de la cámara por última vez. Entonces manifesté mi botella de coñac, rogando que la tripulación participase en ella, como leve correspondencia a su hospitalidad. Me dieron las gracias, y la botella fué circulando; al cabo llegó a manos del viejo piloto, quien, tras de mirar un instante al sabio, se la llevó a los labios, donde la mantuvo mucho más tiempo que ninguno de sus compañeros; después me la devolvió, haciéndome una profunda reverencia. El sabio preguntó entonces qué contenía la botella. Le dije que coñac, o aguardiente, y al oírlo, rogó, no sin cierta ansia, que le permitiese beber un trago.
—¿Cómo es eso?—dije yo—. Ayer me dijo usted que era una cosa prohibida, una abominación.
—Ayer—respondió—no sabía que fuese aguardiente; creí que era vino, que es, ciertamente, una abominación, cosa prohibida.
—¿Está prohibido en la Torah?—pregunté—. ¿Está prohibido por la ley de Dios?
—No lo sé—replicó—; lo que sé es que los sabios lo han prohibido.
—Sabios como usted—exclamé con calor—; sabios como usted, de barba larga y entendimiento corto. Permitido está el uso de ambas bebidas; pero más peligro se esconde en esta botella que en una cuba de[p. 306] vino. Bien dijo mi Señor el Nazareno: «Vosotros apartáis un mosquito y os tragáis un camello»; pero, puesto que tiene usted frío y tirita, tome la botella y reanímese con un traguito de su contenido.
Se la acercó a los labios, y no encontró ni gota. El viejo genovés reía con sorna.
—Bestia—dijo—, le conocí en los ojos que deseaba beber un trago, y me dije: aunque me ahogue, no dejaré que un caballero cristiano malgaste ni gota del aguardiente en ese judío, ¡mal rayo caiga sobre su cabeza!
»Ahora, señor caballero—continuó—, puede usted bajar a tierra; esos dos marineros le llevarán al muelle y transportarán su equipaje adonde tenga por conveniente; la Virgen le bendiga por donde vaya.
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El muelle. — Los dos moros. — Djmah de Tánger. — La casa de Dios. — El cónsul británico. — Espectáculo curioso. — La casa mora. — Juana Correa. — Ave María.
Bogamos, pues, hacia el muelle, y desembarcamos. El muelle no consiste actualmente más que en un inmenso rimero de grandes piedras sueltas, que corre como unas quinientas yardas bahía adentro: son parte de las ruinas de un magnífico espigón que los ingleses, último pueblo extranjero que ocupó a Tánger, destruyeron al evacuar la plaza. Los moros no han intentado nunca repararlo: en las mareas altas, el mar rompe contra él furioso. Fué tarea difícil abrirme camino entre las resbaladizas piedras, y dos o tres veces me hubiera caído a no ser por la buena voluntad de los marineros genoveses. Al fin alcanzamos la playa, y nos encaminábamos hacia la puerta de la ciudad, cuando dos moros vinieron a nosotros. Casi nos asustamos al ver al primero: era un bárbaro corpulento y viejo, con aborrascada[p. 308] barba blanca, turbante, haik y calzones sucios, desnudas las piernas e inmensos y aplastados pies, cuyos talones sobresalían lo menos un par de pulgadas por detrás de sus viejas y negras babuchas.
—Este es el capitán del puerto—dijo uno de los genoveses—. Trátele con respeto.
Me quité, pues, el sombrero y exclamé:
—Sba alkheir a sidi.
—¿Sois ingleses?—vociferó el horroroso y gigantesco vejestorio.
—Ingleses, señor—— adelantándome le tendí la mano, que casi aplastó con su tremenda zarpa. Entonces el otro moro me habló en una jerga compuesta de inglés, español y árabe. También era un personaje raro; pero muy diferente de su compañero, que le llevaba, por lo poco, la cabeza, y menos completo de un ojo, pues el globo de visión izquierdo teníalo cerrado, y era, como los españoles dicen, tuerto; pero excedía con mucho al otro en la limpieza del turbante, haik y calzones. De lo que farfulló colegí que era el mahasni o soldado del cónsul inglés; que el cónsul, sabedor de mi llegada, le había enviado para acompañarme a su casa. Me propuso que le siguiese, y así lo hice, acompañándonos el viejo capitán del puerto hasta la entrada de la ciudad, donde dió media vuelta y se metió en un edificio que, a mi parecer, sería la aduana, por los fardos y cajas de toda índole apilados delan[p. 309]te. Traspusimos la puerta de la ciudad y remontamos una pendiente tortuosa. A nuestra izquierda había una batería llena de cañones, apuntando al mar, y a nuestra derecha un recio muro, tallado en parte en la misma montaña: un poco más arriba llegamos a un sitio abierto, donde se alza la mezquita que ya he mencionado. Al contemplar la torre, me dije: «Seguramente tenemos aquí una hermana menor de la Giralda de Sevilla.»
Ignoro si alguien ha notado ya el parecido entre ambos edificios, y quizás habrá algunos que nieguen tal semejanza, sobre todo si, al formar opinión, se dejan influir mucho por el tamaño y el color: la Giralda es de color rojo, o más bien bermellón, mientras que en el Djmah de Tánger predomina el verde por estar hecha de ladrillos de ese color; pero entre ellos, con ciertos intervalos, hay colocados otros de un leve tinte rojo, de suerte que la torre presenta una bella variedad de tonos. Respecto al tamaño, comparado con la gigantesca maga sevillana, el Djmah tangerino parecería lo que un arbolillo nuevo al lado de un cedro del Líbano, cuyo tronco ha resistido las tormentas de quinientos años. Pues con todo eso, afirmo que, en otros respectos, ambas torres son una y la misma, y que en ambas se manifiestan el mismo espíritu, igual designio; su forma es igual, y tienen en sus muros las mismas señales, incluso[p. 310] aquellos misteriosos arcos grabados en los ladrillos, emblema de no sé qué. Sin violencia puede decirse que los dos monumentos están entre sí en la misma relación que los antiguos moros con los modernos. La Giralda es una maravilla del mundo, y el antiguo moro fué casi conquistador del mundo. Al moderno moro apenas se le conoce, y ¿quién ha oído nunca hablar de la torre de Tánger? Pero examinadla atentamente, y hallaréis en ella mucho, muchísimo que admirar; y si se os presenta la oportunidad de observar con detención a los moros modernos, de seguro descubriréis en sus personas y en sus acciones, junto a muchos rasgos grotescos, incultos y bárbaros, no pocos que compensarán con amplitud una investigación laboriosa.
Al pasar por delante de la mezquita, me detuve a la puerta un momento y miré al interior; no vi más que un patio cuadrangular pavimentado con baldosas de colores, a cielo abierto. En los lados, sendas galerías con arcos o piazzas, y en el centro una fuente, donde varios moros cumplían sus abluciones. Miré en torno, en busca del objeto abominable, y no lo hallé. El pecado habitual de la iglesia pseudo-cristiana no estaba allí en cada rincón para herirme en los ojos.
—Venid acá, papistas—dije—y tomad esta lección: aquí hay una casa de Dios, en lo exterior al menos, tal como una casa de[p. 311] Dios debe ser: cuatro muros, una fuente, y encima el eterno firmamento, donde se espeja su gloria. ¿Qué casas edificáis al Dios que ha dicho: «No grabarás tu imagen»? Insensato, tus muros están poblados de ídolos; a una piedra le llamas tu Padre, y a un pedazo de madera carcomida, Reina de los Cielos. Insensato, no conoces siquiera al Anciano de días, y del mismo moro tienes algo que aprender. Al menos, el moro conoce al Anciano de días, que ha dicho: «No tendrás más dioses que yo.»
Cuando decía estas palabras, oí un grito como rugido de león, y una temerosa voz exclamaba a lo lejos: Kapul Udbagh.
Volvimos luego hacia la izquierda por un pasadizo que atravesaba por debajo de la torre, y apenas habíamos dado unos pasos, oí un prodigioso tumulto de voces infantiles; escuché un instante y distinguí versículos del Corán; era una escuela.
Otra lección para ti, papista. Te llamas cristiano, pero persigues el libro de Cristo. Le acosas hasta la orilla del mar, obligándole a buscar refugio en las olas.
Insensato, aprende esa lección del moro, que enseña a su hijo, apenas empieza a hablar, los pasajes más importantes del libro de su ley, y se tiene por sabio o necio según está o no versado en tal libro; mientras que tú, esclavo ciego, no sabes lo que el libro de tu ley contiene, ni deseas sa[p. 312]berlo; pero ¿acaso no te han de juzgar por tu ley propia? Traficante en ídolos, aprende del moro a ser consecuente: dice que será juzgado según su ley, y, por tanto, estima y sabe de memoria todo el libro de su ley.
Llegamos a casa del cónsul inglés, grande y espaciosa vivienda, construída según el gusto inglés. El soldado me llevó a través de un patio hasta un amplio vestíbulo, colgado con pieles de animales feroces de toda especie, desde el majestuoso león hasta el chacal ladrador. Allí me recibió un criado judío, y me condujo al punto a la biblioteca, donde estaba el cónsul. Me recibió con suma llaneza y sincero afecto, y me dijo que habiendo recibido una carta de su excelente amigo Mr. B., en la que me recomendaba vivamente, tenía ya tomado para mí alojamiento en casa de una mujer española, pero súbdito británico, donde me encontraría, a su parecer, todo lo bien instalado que era posible en un lugar como Tánger. Me preguntó después si tenía algún motivo especial para visitar esa ciudad, y sin vacilación le dije que llevaba el propósito de repartir cierto número de ejemplares del Nuevo Testamento en lengua española entre los cristianos residentes en la localidad. Sonrió, y me recomendó que procediese con extremada cautela, y así se lo prometí. Departimos luego acerca de otros temas, y no tardé en descubrir que me hallaba en compañía[p. 313] de un hombre de letras instruidísimo, sobre todo en los clásicos griegos y latinos; también conocía a fondo el imperio berberisco y el carácter moro.
Tras de media hora de conversación, en extremo agradable e instructiva para mí, manifesté el deseo de marcharme a mi alojamiento; tocó la campanilla, entró el mismo criado judío que me había recibido, y el cónsul le dijo en inglés:
—Acompañe a este caballero a casa de Juana Correa, la viuda mahonesa, y encárguele de mi parte que le cuide bien y atienda a su regalo; si lo hace así, me confirmará en la buena opinión que tengo de ella y aumentará mi inclinación a favorecerla.
Así, acompañado por el judío, enderecé mis pasos al alojamiento preparado para mí. Tras de remontar la calle en que estaba la casa del cónsul, entramos en una placita que se halla como a media ladera de la colina. Díjome mi acompañante que aquello era el soc, o plaza del mercado. Ofrecíase allí un espectáculo curioso. Todo alrededor de la plaza había unas barracas de madera pequeñas, muy parecidas a cajas grandes volcadas sobre un costado, con la tapa mantenida en alto por una cuerda. Delante de cada caja había una especie de mostrador, o más bien un largo mostrador corría frente a toda la línea, sobre el cual yacían uvas, dátiles, pequeños barriles de azúcar, jabón,[p. 314] manteca y otros artículos varios. Dentro de cada caja, frente al mostrador, y a unos tres pies del suelo, se ocultaba un ser humano con una manta sobre los hombros, un sucio turbante en la cabeza, y calzones andrajosos, que les llegaban hasta la rodilla, aunque me parece que algunos prescindían por completo de ellos. Empuñaban sendos palos con un manojo de hojas de palma en la punta, agitándolos sin cesar como abanico, a fin de espantar de sus géneros el millón de moscas que, engendradas por el sol berberisco, trataban de posarse en ellos. Detrás, y a cada lado de las casetas, había pilas de mercancías de la misma clase. Los vendedores clamaban sin cesar: Shrit hinai, shrit hinai[33]. Tales son los tenderos de Tánger, tales sus tiendas.
En medio del soc, sobre las piedras, había pirámides de melones y sandías, y también banastas llenas de otras clases de frutas, expuestas para la venta, en tanto las redondas hogazas yacían en el suelo acá y allá, y a su lado, sentados sobre las piernas cruzadas, los seres de más extraña apariencia que una imaginación descarriada puede concebir, cubierta la cabeza con un enorme sombrero de paja, lo menos de dos yardas de circunferencia, cuyas alas caídas ocultaban por completo el rostro, mientras el tronco apa[p. 315]recía envuelto en una manta, de la que a veces salían unos dedos y brazos descarnados. Eran mujeres moras, todas, a lo que creo, viejas y feas, si he de juzgar por las ojeadas que pude echar sobre sus semblantes cuando levantaban las alas de los sombreros para mirarme al pasar, o maldecirme por pisarles el pan. Todo el soc estaba lleno de gente y abundaban los gritos, bullicios y vociferaciones, y como el sol, aunque era todavía muy temprano, brillaba con grandísimo esplendor, pensaba yo que escena tan animada rara vez la habría visto nunca.
Cruzando el soc, entramos en una angosta calle con el mismo género de cajas-tiendas a cada lado, algunas de las cuales, empero, o estaban desocupadas o no habían abierto aún, pues la tapa permanecía echada. Casi inmediatamente volvimos hacia la izquierda, remontando una calle algo parecida, y al instante mi guía se entró por la puerta de una casa baja, situada en la esquina de una callecita arbolada, que era, según me dijo, la morada de Juana Correa. Pronto estuvimos en el centro de la vivienda. Digo en el centro porque todas las casas moras están construídas con un pequeño patio en medio. El de aquella casa no tenía más de diez pies en cuadro. Abierto por arriba, en torno estaban las habitaciones, por tres lados; en el cuarto lado, una escalerilla que comunicaba con el piso superior, la mitad del cual[p. 316] consistía en un terrado con vistas al patio; por encima de sus bajos muros se descubría un panorama del mar y gran parte de la ciudad. Lo restante del piso ocupábalo una vasta pieza, reservada para mí, y que comunicaba con el terrado por dos puertas. En cada extremo del cuarto había una cama, atravesada a lo ancho de la habitación, con el pabellón pegado al techo. Una mesa y dos o tres sillas concluían el mobiliario.
Estaba tan ocupado en examinar la casa de Juana Correa, que al pronto puse poca atención en la señora misma. Pero vino luego al terrado donde mi guía y yo permanecíamos. Era una mujer como de cuarenta y cinco años, de facciones regulares, que en otros tiempos habrían sido hermosas, pero en las que los años, y más aún quizás las penas, habían hecho muchos estragos. Le faltaban dos dientes, pero aún era negro su magnífico pelo. Mirando su rostro, dije para mí: si es verdad la ciencia fisonómica, tú, ¡oh Juana!, eres buena y apacible. En efecto: las finezas que de Juana recibí durante las seis semanas que pasé bajo su techo, me hubieran convertido a esa ciencia, si antes hubiese dudado de ella.
No creo que en ningún pecho humano haya latido nunca corazón más afectuoso y ardiente que el de Juana Correa, la viuda mahonesa, y así lo denotaban sus facciones, radiantes de benevolencia y buen natural,[p. 317] aunque algo nubladas por la melancolía.
Díjome que había estado casada con un genovés, patrón de un falucho que recorría la ruta entre Gibraltar y Tánger, quien, al morir, hacía unos cuatro años, la dejó con cuatro de familia, el mayor de los cuales era un mozo de trece; que había tropezado con graves dificultades para proveer a su sustento y al de los suyos desde la muerte de su marido; pero que la Providencia le había suscitado unos pocos amigos excelentes, sobre todo el cónsul británico; que, además de alquilar habitaciones a viajeros tales como yo, amasaba pan, muy estimado por los moros, y tenía sociedad con un genovés viejo para la venta de licores. Añadió que este último vivía en una de las habitaciones bajas; que era hombre muy dispuesto y de gran saber, pero que a veces le parecía algo tocado de aquí, dijo llevándose un dedo a la frente, y esperaba que yo sabría disimular las rarezas de su lenguaje o de su conducta. Entonces me dejó, para disponer, según dijo, mi desayuno; y con esto, el criado judío que me había acompañado desde casa del cónsul, viéndome ya instalado, fuése.
Pronto me senté a desayunar en una habitación a la izquierda del minúsculo wustuddur; el trato era excelente: te, pescado frito, huevos y uvas, sin olvidar el famoso pan de Juana Correa. Me servía un mozo[p. 318] judío, alto, de unos veinte años; díjome que se llamaba Hayim Ben Attar, y que era natural de Fez, de donde sus padres le habían llevado siendo muy niño a Tánger, y aquí había pasado la mayor parte de su vida principalmente al servicio de Juana Correa, asistiendo a los que, como yo, se alojaban en la casa. Terminada la comida, hallábame sentado en el patinillo, cuando oí en la habitación opuesta a la en que me había desayunado varios suspiros, seguidos de muchos lamentos; luego vino un Ave María, gratiâ plena, ora pro me, y finalmente una voz como un graznido cantó:
Gentem auferte perfidam
Credentium de finibus,
Ut Christo laudes debitas
Persolvamus alacriter.
—Ese es el genovés viejo—susurró Hayim Ben Attar—que está rezando a su Dios; lo hace con mucha devoción siempre que la noche antes se ha ido a la cama un poco bebido. Tiene en el cuarto una imagen de María Buckra[34], delante de la que suele poner un cirio encendido, y por ella no me permite nunca entrar en la habitación. Una vez me sorprendió contemplándola, y creí que me mataba; desde entonces, cierra siempre el cuarto con llave, que se guarda en el bolsillo[p. 319] al marcharse. Odia a los judíos y a los moros, y dice que sus pecados le han traído a vivir entre nosotros.
—No ponen cirios delante de las imágenes—dije yo, y salí a visitar las curiosidades del país.
[p. 320]
El Mahasni. — Sin Samani. — El Bazar. — Santos moros. — ¡Mira la ayana! — La higuera chumba. — Sepulturas judías. — La mansión de los esqueletos. — El mozo de cuadra. — Los caballos de los musulmanes. — Dar-dwag.
Hallábame en la plaza del mercado, contemplando una escena muy parecida a la que ya he descrito, cuando se me acercó un moro y trató de proferir unas pocas palabras en español. Era un viejo alto, de facciones enjutas, pero un poco extrañas, y habría podido llamársele bien parecido a no faltarle un ojo, deformidad muy común en el país. Llevaba envuelto el cuerpo en un inmenso haik. Al ver que yo entendía el marroquí, rompió a hablar con inmensa volubilidad, y no tardé en saber que era mahasni. Ponderó largamente las bellezas de Tánger, de donde era natural, según dijo, y al cabo exclamó: «Ven conmigo, sultán mío, y te enseñaré muchas cosas que alegren tus ojos y llenen tu corazón de claridad; fuera una vergüenza para mí, que[p. 321] tengo la ventaja de ser hijo de Tánger, permitir que un extranjero, llegado de una isla del gran mar, como dices tú que vienes, con propósito de ver esta bendita tierra, se estuviese aquí en el soc sin nadie que le guíe. ¡Por Alá, no será así! Hagan sitio a mi sultán, hagan sitio a mi señor», prosiguió, abriéndose camino a empellones a través de una turba de hombres y chicos reunida en torno nuestro; «a su alteza le place venir conmigo; por aquí, mi señor, por aquí»; y emprendió el camino colina arriba, andando con tremendo compás, y hablando aún más de prisa.
—Esta calle—dijo—es el Siarrin, y no hay en Tánger otra que se le parezca; observa qué ancha es, casi como la mitad del mismo soc; aquí están las tiendas de los mercaderes más importantes, donde se vende toda clase de artículos preciosos. Observa a esos dos hombres: son argelinos, y buenos musulmanes; huyeron de Zair[35] cuando lo conquistaron los nazarenos, no por fuerza de armas, no por su valor, como ya puedes suponer, sino con oro; los nazarenos sólo conquistan con oro. El moro es bueno, el moro es fuerte, ¿quién tan bueno ni tan fuerte como él?; pero no pelea con oro, y por eso perdió a Zair. Repara en esos dos hombres sentados en los bancos junto a[p. 322] esos porches: son makhasniah, cofrades míos. Mira la blancura de sus haiks, la blancura de sus turbantes. ¡Oh, si pudieras ver sus espadas en día de guerra, qué brillo, qué brillo el suyo! Ahora no llevan espadas. ¿Para qué llevarlas? ¿No está la tierra en paz? ¿Ves a ese de la tienda de enfrente? Es el Pachá de Tánger, el Hamed Sin Samani, sotapachá de Tánger; el primer pachá, mi señor, está de viaje; que Alá le otorgue un feliz regreso. Sí; ese es Hamed; ahí está en su hanutz[36] como si no fuera nada más que un comerciante; sin embargo, la vida y la muerte están en su mano. Ahí distribuye justicia, al mismo tiempo que vende esencia de rosa y cochinilla, pólvora de cañón y azufre; pero estos últimos los vende por cuenta de Abderrahmán, el sultán, mi señor, pues nadie puede vender en esta tierra pólvora y azufre en polvo más que el sultán. Si deseas comprar attar del mar, si deseas comprar esencia de rosas, debes ir al hanutz de Sin Samani, pues sólo allí la encontrarás pura; no te la venderá cualquier moro, sino sólo Hamed. ¡Que Alá le bendiga! Mis hermanos los makhasniah esperan sus órdenes, porque dondequiera que el Pachá se instala, hay sala de justicia. Mira, ahora estamos enfrente del bazar; más abajo de esa puerta que ves, está el patio del bazar; ¿qué[p. 323] no encontrarás en el bazar? Sedas de Fez, ahí las tienes; y si deseas sibat, si deseas babuchas para los pies, búscalas ahí, donde también se venden cosas muy curiosas que vienen de las ciudades de los nazarenos. En esas casas grandes a nuestra izquierda, viven los cónsules nazarenos; ya has visto muchas así en tu tierra; por tanto, ¿para qué pararse a mirarlas? ¿No te admira esta calle del Siarrin? Cuanto entra o sale de Tánger por el lado de tierra, pasa por esta calle. ¡Oh, las riquezas que por ella pasan! Mira qué larga hilera de camellos: veinte, treinta, una cáfila completa que baja la calle. Wullah![37] Conozco estos camellos, conozco al conductor. Buenos días, ¡oh Sidi Hassim! ¿Cuántos días habéis tardado desde Fez? Ahora hemos llegado a la muralla, vamos a pasarla por esta puerta. Esta puerta se llama Bab del Faz; ahora estamos en el Soc de Barra.
El Soc de Barra es un espacio abierto, fuera de la muralla de Tánger, en su parte más elevada, sobre la falda de la colina. El terreno es irregular y escarpado; pero hay algunos sitios regularmente nivelados. En aquel sitio se celebra todos los jueves y lunes por la mañana una especie de feria, en razón de lo cual es llamado Soc de Barra o mercado de afuera. Aquí y allá, cerca del[p. 324] foso de la ciudad, hay unas cavidades subterráneas, con pequeños orificios, aproximadamente como el del cañón de una chimenea, cubiertos de ordinario con una losa, o rellenos con paja. Son los graneros, donde se guarda el trigo, la cebada y otros granos destinados a la venta. A una mano hay dos o tres toscas chozas, o más bien cobertizos, debajo de los cuales vigilan los guardianes del trigo. Es muy peligroso pasar por aquella colina de noche, una vez cerradas las puertas de la ciudad, pues a esa hora se da suelta a muchos perros, fieros y grandes, que con toda seguridad derribarían y quizá destrozarían a cualquier desconocido que se acercase por allí. A la mitad de la subida de la colina, se ven cuatro muros blancos, que cierran un espacio como de diez pies cuadrados, donde descansan los huesos de Sidi Mokhfidh, famoso santo que murió hará unos quince años. Allí termina el soc; lo restante del monte se llama El Kawar, o lugar de las tumbas, porque es el sitio donde comúnmente se entierra; los sitios donde reposan los muertos están cuidadosamente señalados por unas pocas piedras que forman un circuito oblongo. Cerca de Mokhfidh duerme Sidi Gali; pero el santo principal de Tánger yace enterrado en lo alto del monte, en el centro de una breve explanada. Una linda capilla o mezquita, con su cúpula, se alza allí en su honor, ador[p. 325]nada generalmente con banderas de varios colores. El nombre de este santo es Mohammed el Haji, y en Tánger y sus cercanías se tiene su memoria en la mayor veneración. Su muerte acaeció en los comienzos de este siglo.
Estos detalles los recogí en aquel momento o en subsiguientes ocasiones. En el lado norte del soc, cerrado por la ciudad, hay un muro con una puerta.
—Ven—dijo el viejo mahasni haciendo una indicación con la mano—, ven y te enseñaré el jardín de un cónsul nazareno.
Crucé la puerta en su seguimiento, y me hallé en un espacioso jardín, dispuesto al modo europeo, y plantado de limoneros, perales y diversos géneros de arbustos olorosos. Era visible, no obstante, que el principal orgullo del propietario eran las flores, de que había muchos macizos. La casa de verano era muy buena; el arte había agotado sus recursos para que allí no faltara nada.
Una cosa, empero, se echaba de menos, y su ausencia era singularmente notable en un jardín en tal época del año: apenas se veía una hoja. La plaga más espantosa de las que devastaron a Egipto, se cebaba entonces en estas partes de Africa: la langosta hacía su obra, y en ningún lugar con tanta furia como en el sitio donde yo me hallaba. Todo estaba arrasado en torno. Los árbo[p. 326]les, pelados y negruzcos como en invierno. No había nada verde, salvo las frutas, sobre todo las uvas, que en bravos racimos colgaban de las parras; porque la langosta no toca los frutos mientras queda una hoja por devorar. Conforme recorríamos los paseos, los horribles insectos, volando en todas direcciones, tropezaban con nosotros, y perecían a centenares bajo nuestros pies.
—Mira las ayanas—dijo el viejo mahasni—y óyelas comer. Poderosa es la ayana, más poderosa que el sultán y que el cónsul. Todos sus makhasniah que el sultán enviase contra la ayana, y a mí con ellos, la ayana diría ¡ja, ja! Poderosa es la ayana. No se asusta del cónsul. Hace pocas semanas el cónsul dijo: «Yo puedo más que la ayana, y voy a extirparla del país.» Así, fué proclamando por la ciudad: «Tangerinos, apresuraos a luchar contra la ayana, destruidla en el huevo; sabed que a todo el que me traiga una libra de huevos de ayana le daré hasta cinco reales de España; este año no habrá ayanas.» Así, todo Tánger se precipitó a luchar contra la ayana, y a recoger los huevos que la ayana había dejado a incubar debajo de la arena en las vertientes de los montes, y en los caminos, y en el llano. Mi propio hijo, que tiene siete años, fué a combatir la ayana, y él solo recogió cinco libras de huevos, huevos que la ayana había dejado bajo la arena, y se los llevó al cónsul, y[p. 327] el cónsul pagó el precio. Centenares de personas llevaban huevos al cónsul, quién más, quién menos, y el cónsul pagaba el precio, y en menos de tres días la caja de caudales del cónsul se quedó exhausta. Entonces exclamó: «Cesad, tangerinos; quizás hemos destruído la ayana, quizás hemos acabado con ellas.» ¡Ja, ja! Mira alrededor, y encima de ti, y debajo, y dime si el cónsul ha destruído la ayana. ¡Oh! ¡Es muy fuerte la ayana! Más que el cónsul, más fuerte que el sultán y todos sus ejércitos.
No estará de más hacer notar que de allí a una semana todas las langostas desaparecieron, nadie sabía cómo, y sólo quedaron unas pocas rezagadas. A no ser por esa liberación providencial, los campos y huertos de los alrededores de Tánger habrían quedado por completo devastados. Los insectos eran de inmenso tamaño y de aspecto repulsivo.
Pasamos después al otro lado del soc, donde están las chozas de los guardianes. Allí se abre una especie de calleja que desciende hasta la orilla del mar; es muy pendiente y escarpada, y parece una rambla o barranco. Sus dos márgenes están cubiertas por el árbol que produce el higo espinoso, llamado en marroquí kermous del Ynde. En el aspecto de ese árbol o planta, pues no sé cómo llamarlo, hay algo de grotesco y agreste. Su tronco, aunque a menudo alcanza el[p. 328] grosor del cuerpo humano, no tiene copa, pues a muy corta distancia del suelo se divide en muchas ramas retorcidas que se esparcen en todas direcciones, y echan hojas verdes muy extrañas, con pulgada y media de espesor, que si se parecen a algo es a las aletas anteriores de una foca, y se componen de muchas fibras. El fruto, que se parece un poco a la pera, tiene un áspero tegumento cubierto de menudas espinas, que penetran instantáneamente en la mano que las toca y con dificultad se extraen. No recuerdo haber visto nunca vegetación de más vigorosa lozanía que la de aquellas higueras, ni, en conjunto, un lugar más extraño.
—Sígueme—dijo el mahasni—y te enseñaré una cosa que te va a gustar.
Volvimos hacia la izquierda caminando por un angosto sendero, cuesta arriba, hasta llegar a la cúspide de un cerrillo, separado por un profundo foso de la muralla de Tánger. El terreno estaba densamente cubierto por los arboles ya descritos, que esparcían sus singulares ramas por la superficie, y cuyas gruesas hojas aplastábamos con los pies al andar. Entre ellas descubrí gran número de piedras mohosas tendidas horizontalmente, y con tosquedad grabados en ellas unos caracteres extraños que me bajé a contemplar.
—¿Eres bastante talib para leer esos signos?—exclamó el viejo moro—. Son letras[p. 329] de los malditos judíos; este es su mearrah, como ellos lo llaman, y aquí entierran a sus muertos. Los insensatos confían en Muza en lugar de creer en Mohammed; sus muertos arderán perdurablemente en jehinnim. Mira, sultán mío, qué fértil es el suelo del mearrah de los judíos; mira qué kermous se crían aquí. Siendo yo chico venía muchas veces al mearrah de los judíos a comer kermous cuando estaban maduros. A los chicos musulmanes de Tánger les gustan los kermous del mearrah de los judíos; pero los judíos no los cogen. Dicen que el agua de los manantiales que alimentan las raíces de estos árboles pasa entre los cuerpos de sus muertos, y que por ese motivo es una abominación comer esa fruta. Sea verdad o no, lo cierto es que, aliméntense de lo que se quiera, buenos son los kermous que se crían en el mearrah de los judíos.
Volvimos a la calleja por el mismo sendero que habíamos traído; según bajábamos dijo el moro:
—Has de saber, sultán mío, que este sitio donde estamos, y que tanto te gusta, se llama Dar-sinah[38]. Me preguntarás por qué lleva tal nombre, pues no ves aquí ni casa ni ser humano, musulmán, nazareno o judío, fuera de nosotros dos; yo te lo diré, sultán mío; ¿quién mejor? Sabe, si no lo[p. 330] llevas a mal, que no siempre ha sido Tánger lo que es ahora, ni ha ocupado el lugar que ahora ocupa. Estuvo allá lejos (señalando hacia el Este), en aquellos cerros sobre la costa, y aún se ve allí ruinas de casas, y el sitio se llama Tánger la Vieja. De suerte que en tiempos antiguos, según tengo oído contar, este Dar-sinah era una calle, no hace al caso si dentro o fuera de los muros, donde residía gente de todos los oficios: orífices, plateros, herreros, hojalateros y artesanos de todas clases. Si deseabas encargar una obra, no tenías más que ir al Dar-sinah y al instante encontrabas un maestro del oficio que buscabas. Dice mi sultán que le gusta la vista de Dar-sinah tal como hoy está; no sé por qué, la verdad, sobre todo no estando maduros todavía los kermous, que no se pueden comer. Si ahora le gusta Dar-sinah, ¿cómo le hubiera gustado a mi sultán en otros tiempos, cuando esto estaba lleno de oro y plata, de hierro y estaño, del estruendo de los martillos y de maestros y gentes entendidas en sus oficios? Ahora llegamos al Chali del Bahar[39]. Ten cuidado, mi sultán; andamos sobre huesos.
Habíamos salido del Dar-sinah y teníamos delante la costa; en un instante nos hallamos en medio de una multitud de huesos de toda clase de animales, y aparentemente[p. 331] de todas fechas; algunos blanqueados por el tiempo y la exposición al sol y al aire, mientras otros conservaban aún carne fresca adherida; había allí esqueletos enteros, caballos, asnos, y hasta los restos, menos conocidos, de un camello. Perros flacos andaban allí atareados gruñendo, royendo, desgarrando; en medio de ellos, sin intimidarse, avanzaba con majestad el buitre, cebándose, ansioso, en los despojos, y hasta disputándoselos a las bestias; mientras los cuervos revoloteaban sobre ellos y graznaban ávidamente, o se posaban a veces sobre alguna costilla enhiesta.
—Mira—dijo el mahasni—el kawar de los animales. Mi sultán ha visto el kawar de los musulmanes y el mearrah de los judíos, y aquí ve el kawar de los animales. Todos los animales que mueren en Tánger por mano de Dios—caballo, perro o camello—se traen a este sitio, y aquí se pudren o los devoran las aves del cielo y los animales fieros que merodean en el chali. Ven, sultán mío; no es bueno detenerse en este lugar.
Nos disponíamos a marcharnos cuando oímos un galope por el Dar-sinah, y al momento un caballo y un jinete se precipitaron a toda velocidad de la boca de la calleja y aparecieron en la playa; el caballero, cuando nos vió, refrenó con trabajo el corcel y vino a nosotros. El caballo era pequeño, pero bonito: alazán, con crines y cola lar[p. 332]gas; si le hubiesen tenido con los ojos vendados, quizás se le hubiera confundido con una jaca cordobesa; era ancho de pechos, redondo de grupa, tan corpulento y lustroso como los caballos de esa raza; pero bastaba mirarle a los ojos para salir al instante del error; sus inquietas pupilas despedían impetuoso e indómito fuego, y lejos de mostrar la docilidad de aquel noble y leal animal, manoteaba a veces furiosamente, y apenas si el duro freno y un brazo recio bastaban para impedir que emprendiese de nuevo su precipitada carrera. El jinete era un joven de unos diez y ocho años, vestido a la europea, con una gorra de montero en la cabeza; era de constitución atlética, pero con extremidades en exceso largas, pues tal como iba a caballo, sin estribos ni silla, los pies casi le llegaban al suelo; su tez era casi tan morena como la de un mulato, y hermosas sus facciones, sobre todo los ojos, pero llenos de una expresión audaz y perversa, y había en su boca una desagradable mueca sensual. Dirigió algunas palabras al mahasni, a quien parecía conocer mucho, preguntándole quién era yo. El viejo respondió:
—Oh, judío: mi sultán entiende nuestra lengua; lo mejor será que te dirijas a él.
Entonces el joven me habló en árabe; pero casi al momento abandonó esa lengua y pasó a hablar en regular francés.
[p. 333]
—Supongo que será usted francés—dijo con mucha familiaridad—. ¿Estará usted mucho tiempo en Tánger?
Oída mi respuesta, continuó:
—Siendo usted inglés, tendrá, sin duda, afición a los caballos; por tanto, cuando desee dar un paseo yo le acompañaré a usted y le procuraré caballos. Me llamo Ephraim Fragey; soy mozo de cuadra del cónsul napolitano, que se jacta de poseer los mejores caballos de Tánger; montará usted el que más le guste. ¿Le gustaría a usted probar este pequeño aoud?[40]
Le di las gracias; pero rehusé su oferta por el momento, y le pregunté cómo había adquirido el idioma francés, y por qué, siendo judío, no vestía como sus hermanos.
—Estoy al servicio de un cónsul—dijo—, y mi amo obtuvo permiso para que pudiera vestirme de este modo; y en cuanto a hablar el francés, he estado en Marsella y en Nápoles en un viaje que hice a esta última ciudad para llevar unos caballos regalo del sultán. Además del francés hablo el italiano.
Entonces se apeó, y teniendo el caballo firmemente por la brida con una mano, empezó a desnudarse, y, habiéndolo hecho, montó de nuevo y se metió a caballo en el agua. La piel de su cuerpo era de color muy semejante a la de una rana o de un sapo;[p. 334] pero su forma era la de un joven titán. El caballo entró en el agua de muy mala gana, y a corta distancia de la orilla empezó a luchar con el jinete, a quien tiró dos veces; pero el mozo, agarrado a la brida, retuvo al animal. Como todos sus esfuerzos resultaban inútiles para llevarlo más adentro, se puso a lavarlo vigorosamente con sus propias manos, y después, guiándolo a tierra, se vistió y fuése por el camino que había traído.
—Los caballos de los musulmanes son buenos—dijo mi amigo el viejo—. ¿Dónde los encontrarás iguales? Son capaces de bajar al galope por una montaña pedregosa sin caer ni tropezar; pero has de ser precavido con los caballos de los musulmanes y tratarlos con bondad, porque los caballos de los musulmanes son orgullosos, y no les gusta ser esclavos. De potros, al montarlos por primera vez, no los maltrates la boca con el freno, pues si tal haces, de seguro te matarán; tarde o temprano perecerás bajo sus cascos. Buenos son nuestros caballos y buenos nuestros jinetes; sí por cierto; excelentes son los musulmanes montando a caballo. ¿Quién hay que se les parezca? Una vez vi yo a un jinete franco competir con un musulmán en esta playa, y a lo primero el franco sacó mucha ventaja y pasó al musulmán; pero la carrera era larga, muy larga, y el caballo del franco, que era franco también, jadeaba; pero el caballo del musulmán no jadeaba,[p. 335] porque era también musulmán, y al cabo el jinete musulmán lanzó un grito y el caballo se lanzó adelante y alcanzó al caballo franco, y entonces el jinete musulmán se puso cabeza abajo sobre la silla, que en verdad estos ojos lo vieron, y cabeza abajo sobre la silla iba al pasar al jinete franco, y gritaba ¡ja, ja! cuando pasaba al jinete franco, y el caballo musulmán gritaba ¡ja, ja! al pasar al corcel franco, y el franco perdió por mucha distancia. Buenos son los francos, buenos sus caballos; pero mejores son los musulmanes y mejores los caballos de los musulmanes.
Dirigimos después nuestros pasos hacia la ciudad; pero no por el sendero que habíamos traído; volviendo hacia la izquierda, por bajo de la colina del mearrah, y a lo largo de la playa, no tardamos en llegar a un camino toscamente empedrado, de áspera subida, que costeaba los muros de la ciudad hasta llegar a una puerta, delante de la cual, a un lado, había algunos hoyos pequeños, como tumbas, llenos de agua o cal.
—Este es el Dar-dwag[41]—dijo el mohasni—; esta es la casa de la corteza, y a esta casa se traen las pieles; todas las que se preparan para usarlas en Tánger se traen a esta casa, y aquí las curten con cal, corteza y hierbas. En este Dar-dwag hay ciento cuarenta fosas; yo mismo las he contado; y ha[p. 336]bía más, que ya no existen, porque esto es muy antiguo. Estas fosas las alquila, no una ni dos personas, sino mucha gente, y todo el que se pone en lista puede arrendar una de las fosas y curtir las pieles que necesite; pero el propietario de todo es un hombre solo, llamado Cado Ableque. Y ahora, sultán mío, que has visto la casa de la corteza, no te enseñaré nada más por hoy, porque hoy es Youm al jumal,[42] y las puertas van a cerrarse dentro de un momento, mientras los musulmanes cumplen sus devociones. De modo que acompañaré a mi sultán a su alojamiento, y allí le dejaré por el momento.
Traspusimos, por consiguiente, una puerta, y, remontando una calle, nos encontramos ante la mezquita junto a la que yo había estado por la mañana; y uno o dos minutos más tarde estábamos a la puerta de Juana Correa. Entonces le ofrecí a mi guía una moneda de plata en pago de sus servicios; pero, irguiéndose, exclamó:
—No tomaré la plata de mi sultán, porque considero que no he hecho nada que lo merezca. Aún no hemos visitado todas las maravillas de esta bendita ciudad. En un día futuro llevaré a mi sultán al palacio del gobernador, y a otros sitios que mi sultán se alegrará de ver; y cuando hayamos visto[p. 337] todo lo que se puede ver, y mi sultán esté contento de mí, si alguna vez me ve en el soc una mañana con la canasta en la mano, y no ve nada en la canasta, entonces mi sultán estará en libertad, como amigo, para poner en mi canasta unas uvas, o pan, o pescado, o carne en mi canasta. Eso no lo rehusaré de mi sultán cuando haya hecho por él más de lo que hasta ahora he hecho. Pero la plata de mi sultán no la tomaré ahora ni nunca.
Luego me hizo un gracioso saludo con la mano, y fuése.
[p. 338]
Un trío singular. — El mulato. — La oferta de paz. — Moros de Granada. — Vive la Guadeloupe! — Los moros. — Pascual Fava. — La argelina ciega. — La retreta.
Cuando entré había tres hombres sentados en el wustuddur de Juana Correa, todos de insólita catadura, aunque quizás nunca se habían juntado otros tres más diferentes entre sí en todos sentidos. El primero a quien le eché la vista era un hombre de unos sesenta años, vestido con una casaca de cachemira gris, de faldones cortos; chaleco amarillo, y calzones anchos de tela basta; se tocaba con un sombrero de paja ancho y muy sucio, y en la mano tenía un recio bastón con puño de marfil; eran sus ojos legañosos, bizcos; la faz rubicunda, y la nariz carbuncosa. Junto a él estaba un negro de buen parecer, que acaso resultaba más negro de lo que realmente era por la circunstancia de ir vestido con chaqueta, chaleco y pantalón de lienzo de inmaculada blancura. Tocábase con una gorra de montero, azul.[p. 339] Sus ojos chispeaban como brillantes, y en su rostro había una indescriptible expresión de buen humor y burla. El otro individuo era mulato, y, con mucho, el tipo más notable del grupo; podía estar entre los treinta y los cuarenta; largo de cuerpo, y aunque mal proporcionado, con todas las apariencias de ser fuerte y vigoroso. Envolvíase en un ferioul de lana roja, especie de vestidura que llega hasta más abajo de las caderas. Sus brazos, largos, velludos, musculosos, mostrábanse desnudos desde el codo, donde las mangas del ferioul terminan; sus extremidades inferiores eran cortas, en comparación con el cuerpo y los brazos; cubríase en parte las piernas con una kandrisa azul que le llegaba a las rodillas; sus facciones eran muy feas, de extremada y repulsiva fealdad, y tuerto de un ojo, velado por una telilla blanca. A su lado yacía en el suelo una cuba grande, de las de llevar agua; y a veces, sosteniéndola con el índice y el pulgar, la hacía dar vueltas sobre su cabeza como si fuera un cuartillo. Tal era el trío que ocupaba el wustuddur de Juana Correa; y apenas había tenido tiempo de observar lo que dejo recordado, cuando la buena mujer entró, de vuelta del corral de la casa, con su doncella Johar, o la perla, muchacha judía, gorda y fea, con un inmenso lunar en la mejilla.
—Que Dios remate tu nombre—exclamó el mulato—, Juana, y también el de tu sir[p. 340]vienta Johar. Hace más de quince minutos que estoy sentado aquí, después de verter en la tinaja el agua que he traído de la fuente, y en vano he esperado una palabra amable de parte de usted o de Johar. Usted no tiene modo, ni Johar tampoco. Esta es la única casa de Tánger donde no se me recibe con el cariño y respeto debidos, a pesar de que he hecho por ustedes lo que por ninguna otra persona. ¿No os he llenado de agua la tinaja, cuando otros se han quedado sin una gota? ¿No tenéis agua bastante para fregar el wustuddur, mientras el cónsul y su intérprete no la tienen para apagar la sed? Y ¿qué pago se me da? Cuando llego aquí, a la hora de más calor, no tienen para mí una palabra amistosa, ni siquiera me ofrecen una copa de makhiah. ¿Necesito recordar todo lo que hago por usted? Sí, por cierto; ya que usted no tiene modo. ¿No vengo todas las mañanas, a las tres en punto, y llamo a la puerta, y usted se levanta y me abre, y amaso luego el pan a su presencia, mientras usted sigue acostada, y no tiene fama el pan de usted de ser el mejor de Tánger porque lo amaso yo? ¿No soy el hombre más forzudo de Tánger y también el más noble?
Al decir esto, blandió la cuba sobre su cabeza y su rostro tomó una expresión casi demoníaca.
—Óyeme, Juana—continuó—; ya sabes que soy el hombre más forzudo de Tánger,[p. 341] y por milésima vez te repito que soy el más noble. ¿Quiénes son los cónsules? ¿Quién es el pachá? Ahora son cónsules y pachá; pero ¿quiénes fueron sus padres? Yo no lo sé, ni ellos tampoco. ¡Pero no ignoro quiénes fueron los míos! ¿No eran moros de Garnata, y no soy, merced a eso, el hombre más considerable de Tánger? Sí; desciendo de los antiguos moros de Granada; mi familia vivió allí hasta que los nazarenos ganaron la ciudad, y ahora soy el único de esa casta que queda en esta tierra, y más noble que el sultán, porque el sultán no tiene sangre de los moros de Garnata. ¿Se ríe usted, Juana? ¿También se ríe Johar? ¿No soy yo Hammin Widdir, el hombre más valido de Tánger? ¿No es verdad que llevo sangre de los moros de Garnata? ¡Niégalo, y os mato a las dos!
—Has comido hsheesh[43] y majoon,[44] Hammin—dijo Juana Correa—y tienes el Shaitan[45] en el cuerpo, como te ocurre demasiadas veces. He tenido mucho que hacer, y Johar también; por eso no hemos venido a hablarte antes; pero ma ydoorshee,[46] ya sé cómo tranquilizarte; ¿quieres un poco de ginebra compuesta o un vaso de makhiah[47] corriente?
[p. 342]
—¡Así rebose tu vida, oh Juana—dijo el mulato—, y también la de Johar! Digo que ojalá vivas muchos años, sin trabajos ni amarguras. Tomaré la ginebra, Juana, que es más fuerte que el makhiah, que siempre me parece agua; no me gusta el agua, aunque la porteo. Muchas gracias, Juana. A tu salud y a la de esta buena compañía.
Tomó un gran vaso, lleno hasta los bordes, que le alargó Juana; se lo acercó a las narices, aspiró el aroma, y aplicándoselo a la boca, no lo despegó de ella hasta apurar la última gota. Sus facciones poco a poco se dilataron, perdiendo la expresión colérica, y miró con especial ternura a Juana. Al cabo, dijo:
—Espero que dentro de poco tiempo, oh Juana, te convencerás de que soy el hombre de más fuerza de todo Tánger, y vástago de los moros de Garnata, y que ya ni tú ni Johar os negaréis a tomarme por marido y a haceros moras. ¡Qué gloria para ti, después de haber estado casada con un genoví[48] y dado a luz unos cuantos genovillos, recibir por marido a un moro como yo y darle hijos de la sangre de Garnata! ¡Y qué gloria, además, para Johar! ¡Cuánto mejor que casarse con un vil judío, aun como Hayim Ben Attar, o como Sabio, vuestro cocinero, a quienes puedo estrangular con dos[p. 343] dedos: para algo soy Hammin Widdir, moro de Garnata, el hombre más valido de Tánger!
Dicho esto, se echó la cuba al hombro y fuése.
—¿Es verdad lo que dice ese mulato?—pregunté a Juana—. ¿Desciende de los moros de Granada?
—Siempre que está tomado de aguardiente o de majoon habla de los moros de Granada—interrumpió, en francés bastante malo, el viejo antes descrito, y con la misma voz de rana que por la mañana oí cantar—. Sin embargo, puede que sea verdad; si no hubiera oído decir algo de eso a sus padres, a él no se le hubiera ocurrido tal cosa, porque es muy bestia. Como digo, no es imposible: muchas familias granadinas se establecieron aquí cuando los cristianos se apoderaron de la ciudad, pero la mayoría se fué a Túnez. Cuando estuve allí, me alojé en casa de un moro que se llamaba Zegrí, y no hacía más que hablar de Granada y de las cosas que sus antepasados habían hecho allí. Además se pasaba horas enteras cantando romances, de los que, alabada sea la Madre de Dios, yo no entendía palabra, pero, a creerle, se referían todos a su familia; personas de ese nombre las había en Túnez a centenares; ¿por qué, pues, ese Hammin, ese aguador borracho, no podría ser un moro granadino? ¡Es lo bastante feo para ser emperador de toda la morería! ¡Oh, canaille[p. 344] maldita! Por mal de mis pecados, he vivido con ellos ocho años, en Orán y aquí. Monsieur, ¿no le parece a usted muy dura suerte para un viejo como yo, que soy cristiano, tener que vivir con una raza que no conoce a Dios, ni a Cristo, ni ninguna cosa santa?
—¿Qué significa eso de que los moros no conocen a Dios?—exclamé—. No hay pueblo en el mundo que tenga nociones más sublimes acerca del Dios eterno e increado que el pueblo moro; ni que haya mostrado mayor celo por Su honor y gloria; su mismo celo por la gloria de Dios ha sido y es el principal obstáculo para su conversión al cristianismo. Temen comprometer Su dignidad admitiendo que Dios haya accedido nunca a hacerse hombre. Y sus ideas con respecto al mismo Cristo son mucho más justas que la de los papistas: dicen los moros que es un profeta poderoso, mientras, según los papistas, o es un pedazo de pan o un niño desvalido. En muchos puntos de religión, los moros yerran, yerran pavorosamente; pero los papistas, ¿yerran menos? Una de sus prácticas los coloca inmensurablemente por debajo de los moros, a ojos de cualquier persona sin prejuicios: adoran los ídolos, ídolos cristianos si usted quiere, pero ídolos al fin, objetos esculpidos en madera, o piedra, o metal; y a esos objetos, que no pueden oír, ni hablar, ni sentir, acuden esperanzados en demanda de favor.
[p. 345]
—Vive la France, vive la Guadeloupe!—dijo el negro, con buen acento francés. En Francia y en Guadalupe no hay superstición, y se hace tanto caso de la Biblia como del Korán; ahora estoy aprendiendo a leer, para poder entender los escritos de Voltaire, quien, según dicen, ha probado que ambos libros fueron escritos con la sola intención de engañar a la humanidad. O, vive la France! ¿Dónde va usted a encontrar país más ilustrado que Francia? ¿Ni más abundante en todo? No hay más que otro en el mundo: la Guadalupe. ¿No es así, Monsieur Pascual? ¿Ha estado usted alguna vez en Marsella? Oh, quel bon pays est celui-là pour les vivres, pour les petits poulets, pour les poulardes, pour les perdrix, pour les perdreaux, pour les alouettes, pour les bécasses, pour les bécassines, enfin, pour tout.
—Dispense, señor, ¿es usted cocinero?—pregunté.
—Monsieur, je le suis pour vous rendre service, mon nom c’est Gerard, et j’ai l’honneur d’être chef de cuisine chez monsieur le consul Hollandais. A present je prie permission de vous saluer; il faut que j’aille à la maison pour faire le dîner de mon maître.
A las cuatro fuí a comer con el cónsul británico. Otros dos caballeros ingleses estaban presentes, llegados a Tánger desde Gibraltar unos diez días antes para una excursión breve, y que se veían detenidos más[p. 346] de lo que deseaban por el viento Levante. Conocían ya las principales ciudades de España, y se proponían pasar el invierno en Sevilla o Cádiz. Uno de ellos, Mr. ——, me produjo la impresión de ser uno de los hombres más notables con quien había hablado en mi vida; no viajaba por divertirse, ni movido por la curiosidad, sino meramente con la esperanza de hacer el bien, sobre todo mediante la conversación. El cónsul me preguntó en seguida mi parecer sobre los moros y el país. Díjele que cuanto llevaba visto de unos y otro me agradaba en extremo. Repuso que si viviera diez años entre ellos, como él había vivido, ya cambiaría de opinión; que no había en el mundo pueblo más falso ni cruel, ni Gobierno más abyecto, con quien era casi imposible que ninguna Potencia extranjera mantuviese relaciones amistosas, por la constante mala fe de su proceder y su desprecio de los Tratados más solemnes; que las propiedades e intereses británicos sufrían a diario expoliaciones y destrozos, y los súbditos británicos vejaciones inauditas, sin la más ligera esperanza de satisfacción como no se recurriese a la guerra, único argumento asequible a los moros. Añadió que a fines del año anterior se perpetró en Tánger un asesinato horrible: una familia genovesa, compuesta de tres individuos, súbditos británicos, y con derecho a la protección de la bandera inglesa, fué exterminada. Fueron[p. 347] descubiertos los asesinos, y el principal de todos estaba preso; pero todos los esfuerzos hechos para que se le impusiera el castigo correspondiente habían sido hasta entonces inútiles, porque era moro, y las víctimas, cristianos. Por último, me advirtió que no saliera de la ciudad sin que me acompañase un soldado, y se ofreció a proporcionarme uno cuando lo deseara, porque de otro modo corría grave peligro de ser maltratado o asesinado por los moros del interior; me citó el ejemplo de un oficial británico asesinado en la playa, no mucho tiempo antes, por la sola razón de ser nazareno y de ir vestido a la europea. Al cabo, llevó la conversación a la propaganda del Evangelio, y oí con satisfacción que, durante su permanencia en Tánger, había distribuido considerable cantidad de Biblias entre los naturales que hablaban árabe, y que muchos hombres doctos, o talibs, habían leído con gran interés el volumen sagrado, y que esa propaganda, hecha, es cierto, con mucha precaución, no había suscitado ningún sentimiento de disgusto ni enojo. Me preguntó, finalmente, si me proponía difundir la Biblia entre los moros.
Contesté que no tenía medio de hacerlo, porque no poseía ni un solo ejemplar de la Biblia en lengua o en caracteres árabes, y que los pocos Testamentos que llevaba conmigo estaban en español y los destinaba a[p. 348] los cristianos de Tánger, a quienes podían ser útiles, porque todos entendían ese idioma.
Por la noche estuve sentado en el wustuddur de Juana Correa en compañía de Pascual Fava, el genovés. El tema favorito de la conversación del viejo era la religión; profesaba amor sin límites al Salvador, y profunda gratitud por su milagrosa expiación de las culpas de la Humanidad. Le hubiera escuchado con gusto a no ser porque olía mucho a alcohol, y porque ciertas incoherencias de lenguaje y violencia en las maneras denotaban que era víctima de la bebida. De pronto aparecieron en la puerta dos individuos: uno era un muchacho moro, como de diez años de edad, desnudas las piernas y la cabeza, vestido con una gelaba. Guiaba por la mano a un viejo, en quien reconocí en el acto a uno de los argelinos, uno de los musulmanes buenos que el mahasni[49] había elogiado tanto aquella misma mañana mientras remontábamos la calle de Siarrin. Era muy bajito, y sucio en el vestir; hirsuta barba blanca cubríale la parte inferior del rostro; usaba gafas, muy anchas, que debían de serle poco útiles, pues no podía dar un paso sin la ayuda del guía. Ambos avanzaron un poco en el wustuddur, y se detuvieron. En cuanto los vió Pascual Fava se le[p. 349]vantó con presteza y aire jovial, y apoyándose en el bastón, porque tenía una pierna impedida, se acercó cojeando a un anaquel, tomó una botella y llenó un vaso de vino, mientras cantaba en el español corrompido que usan los moros de la costa:
Argelino,
moro fino.
No beber vino,
ni comer tocino.
Alargó después el vaso al moro viejo, quien se lo bebió, y luego, conducido por el muchacho, se fué hacia la puerta sin proferir palabra.
—Hade mushe halal[50]—dije con fuerte voz.
—Cul shee halal[51]—dijo el moro viejo volviendo sus ojos ciegos y con antiparras hacia donde había sonado la voz—. De todo lo que Dios da pueden participar sus hijos legítimamente.
—¿Quién es ese viejo?—pregunté a Pascual Fava cuando el ciego y su lazarillo se fueron.
—¡Quién es!—dijo Pascual—. ¡Quién es! Ahora es comerciante y tiene una tienda en el Siarrin, pero en otros tiempos fué el pirata más sanguinario de Argel. Ese viejo,[p. 350] ciego y desvalido, ha cortado más pescuezos que pelos tiene en la cabeza. Antes de que los franceses se apoderasen de la ciudad, era rais o capitán de una fragata, y muchos pobres barcos de Cerdeña cayeron en sus manos. Tomada Argel, huyó a Tánger, y se dice que trajo consigo una gran parte del botín que había reunido en tiempos anteriores. Otros muchos moros argelinos vinieron aquí también, o a Tetuán, pero éste es el más notable de todos. Anda a veces en compañías verdaderamente extraordinarias para un moro, y mantiene intimidad algo excesiva con los judíos. Bueno, a mí eso no me importa; pero que se ande con tiento. Si se hace sospechoso a los moros, ¡pobre de él! ¡Moros y judíos, judíos y moros! ¡Oh! ¡Mal de mis pecados, que me trajeron a vivir entre ellos!
Ave maris stella,
Dei mater alma,
Atque semper virgo,
Felix cœli porta!
Proseguía en su charla, cuando el ruido de un disparo de fusil le estremeció.
—Es la retreta—dijo Pascual Fava—. Todas las noches, a las ocho y media, hacen un disparo en el soc; es la señal de cesar los trabajos y de recogerse. Voy a cerrar la puerta, y, si alguien llama, no abriré si no le conozco por la voz. Desde la muerte del [p. 351]pobre genovés el año pasado vivimos muy prevenidos.
Así transcurrió el primer viernes, día sagrado de los musulmanes, que pasé en Tánger. Observé que los moros proseguían sus ocupaciones como si el día no tuviese nada de particular. Entre doce y una, hora de rezo en la mezquita, se cerraban las puertas de la ciudad y a nadie se le permitía entrar ni salir. Es tradición entre ellos corriente que un viernes, a esa hora, sus eternos enemigos, los nazarenos, se apoderarán del país; por lo cual se mantienen apercibidos contra una sorpresa.
FIN DEL TOMO TERCERO Y ÚLTIMO
[p. 352]ACABÓSE
DE IMPRIMIR ESTE LIBRO
EN LA IMPRENTA CLÁSICA ESPAÑOLA,
DE MADRID, A DIEZ Y OCHO DÍAS
DEL MES DE ENERO
DE MIL NOVECIENTOS
VEINTIUNO
NOTAS
[1] Regresó a Madrid el 30 de octubre (Knapp).
[2] Pawnee, Pani: agua.
[3] The Zincali.
[4] La ciencia lingüística moderna difiere de tal modo de estas teorías, que sería muy difícil rectificarlas en una nota instructiva y no demasiadamente larga. Lo mejor será quizás prescindir de este capítulo completamente. (Nota de la edición Burke.)
[5] Evangelioa San Lucasen Guissan. El Evangelio según San Lucas. Traducido al vascuence. Madrid. Imprenta de la Compañía Tipográfica, 1838.
[6] A nadie que haya leído la obra de este Abbé se le ocurrirá citarlo como una autoridad seria. Se titula L’histoire des cantabres par l’Abbé d’Iharce de Bidassouet. París, 1825. Según el autor, el vascuence fué la lengua de los primeros hombres; Noah, que en vascuence significa vino, es el recuerdo etimológico de la intemperancia del patriarca (Burke).
[7] Euscaldun anciña anciñaco, etc. Donostian, 1826. Con una introducción en español y muchas canciones bascas, con notación musical.
[8] El 14 de enero de 1838 el jefe político, don Francisco de Gamboa, ordenó el secuestro.
[9] Por el gobernador don Diego de Entena, sucesor de Gamboa. La prisión se decretaba: 1.º, por insultos al alguacil; 2.º, por repartir un libro impreso en Gibraltar. Era el Lucas en gitano (sin licencia de impresión), pero que todos sabían impreso en Madrid (Knapp).
[10] En la fonda de Genieys (Knapp).
[11] Hechos de los Apóstoles, XVI, 37.
[12] El edificio llamado Cárcel de Corte, en la Plaza de Provincia, construído para prisión en 1644, comprendía lo que es hoy el ministerio de Estado, más un anejo a su espalda, que llegaba hasta la calle de la Concepción Jerónima.
[13] Quizás Waterlóo. (Nota de Borrow.)
[14] Alude a Byron. Borrow, citando de memoria, escribe: «Cervantes sneered Spain’s chivalry away.» El pasaje de Byron es:
Cervantes smiled Spain’s chivalry away;
A single laugh demolish’d the right arm
Of his own country;—seldom since that day
Has Spain had heroes.
Don Juan; XIII, 11.
[15] Velayos.
[16] ¿Daganzo?
[17] Nombre gitano de Sevilla.
[18] Idem íd. del Guadalquivir.
[19] En griego, sacerdotes.
[20] Nada.
[21] Mr. John Brackenbury.
[22] Poeta danés. 1779-1850.
[23] Borrow le llama the Faithful, el Fiel.
[24] En manos de alguno. Peluni es fulano en árabe. (Nota de Burke.)
[25] Nombre popular del Etna.
[26] Infierno.
[27] Corazón.
[28] Rabat.
[29] Genio.
[30] ¡Qué porquería!
[31] Prohibido.
[32] Señor del mundo.
[33] Compre aquí, compre aquí.
[34] La Virgen María.
[35] Argel.
[36] Tienda.
[37] ¡Por Dios!
[38] Casas de oficios.
[39] La orilla del mar.
[40] Según Borrow, un caballo padre.
[41] La tenería.
[42] Viernes.
[43] O hashish, preparación de cáñamo.
[44] Al parecer, otra droga.
[45] Satán.
[46] Eso no importa.
[47] O ma’iyya: aguardiente de higos.
[48] Genovés.
[49] Soldado.
[50] Eso no es lícito.
[51] Todo es lícito.
Nota de transcripción