Title: Todo al Vuelo
Author: Rubén Darío
Release date: February 5, 2017 [eBook #54112]
Language: Spanish
Credits: Produced by Josep Cols Canals, Nahum Maso i Carcases and
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Notas del Transcriptor
Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.
Los errores obvios de puntuación y de imprenta han sido corregidos.
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TODO AL VUELO
RUBÉN DARÍO
VOLUMEN XVIII
DE LAS OBRAS COMPLETAS
ADMINISTRACIÓN
EDITORIAL «MUNDO LATINO»
MADRID
ES PROPIEDAD
FILMS DE PARÍS
En la terraza del Valchette, o desde algún banco del Luxemburgo, me fijo singularmente en los exóticos que desfilan. Y me llama sobre todo la atención el negrito del panamá, un negrito negro, negro, con un panamá blanco, blanco. Es un negrito delgado, ágil, simiesco, orgulloso, pretencioso, pintiparado, petimetre, suficiente, contento y como danzante. París contiene varias clases de hijos de Cham, pero este negrito a ninguna de ellas pertenece. No es, seguramente, el célebre payaso Chocolat, que ha recibido recientemente una medalla por haber ido muchos años a divertir con saltos y muecas a los niños pobres de los hospitales y asilos; no será, por cierto, Koulery Ouníbalo, príncipe Gleglé, hijo del rey Behanzin Cortacabezas, que puede verse reproducido en cera en el Museo Grevin, y del cual príncipe, que ha servido como buen soldado a Francia, no ha vuelto a acordarse el Estado que depusiera a su padre; no será, de ninguna manera, el diputado por la Guadalupe,[2] Legitimus, que ha pasado ya los años de la alegre juventud; no será, sobre todo, el estupendo Johnson, que desquijarró a Jeffries en Yanquilandia y cuyo retrato y «sonrisa de oro» han popularizado las gacetas. ¿Quién será, entonces, este negrito pintiparado que camina en se dandinant; y dodelinant de la tête? A veces va solo; a veces con otros compañeros de color, pero que no tienen sus manifestaciones de holgura ni su cándido jipijapa; a veces, en compañía de una moza pizpireta del quartier, una de esas trabadas calipigias que andan hoy por la moda en perpetua gymkana.
Como no estamos en los Estados Unidos, la muchacha jovial que ama los oros no gradúa ni los relentes ni los inconvenientes de la mayor o menor cantidad de betún de su acompañante. Hay un hecho innegable por su apariencia: ese negrito es rico. Debe quizá poseer cañaverales en alguna Antilla; o bien su bien provista cantina en tal ciudad del Congo; o bien sencillamente será algún banquero, esto es, un negro tratante en blancas para Colón, para Jamaica o para Trinidad. ¡Vaya usted a saber! Mas lo que llama la atención es su suficiencia, su aplomo y un mirar y un sonreir donjuanescos... Niger sum sed formosus... Pasan los amarillos, casi siempre de dos en dos o de tres en tres, con o sin sus amiguitas respectivas. Un buen conocedor podría distinguir a los chinos de los japoneses. Parecidas son sus caras pálidas, sus ojos más o menos circunflejos, saltones o perdidos en una adiposidad o como insuflamiento de[3] fluxión, serios o risueños, con rasgos huyentes o definidos como los de las máscaras de su tierra. Les hace falta el kimono, o la blusa extremoriental, pues los jaquetes o las americanas les quedan siempre arrugados y flojos, gritando su origen de la Belle Jardinière o de la Samaritaine. Y en el coro de las peripatéticas del Barrio se ve que no echan de menos ni sus chinitas, sus congais o sus musmés y geishas. Pasan los turcos, griegos, levantinos, con aspectos sudamericanos, y van a comer su pilaf, su kiebab, su baklava y su leche cuajada a los comedores de un franco veinticinco que hay en la rue des Écoles. Y las parisienses estudiantófilas van con todos contentas, a cambiar su fácil amorío por esos amoríos de distintos colores, olores y sabores, pues el yen y la dracma se funden en el áureo luis de Francia.
Pero entre todos los exóticos que pasan, el negrito del panamá se lleva la palma.
Eugenio Garzón, el platense de Le Fígaro, debe estar contento, pues le han vuelto a poner de actualidad a su famoso archiduque. Como se ha solicitado en la corte austriaca que se declare oficialmente el fallecimiento del misterioso y romántico desaparecido, tornan a referirse las viejas historias y leyendas. ¿Se hundió en el mar en la Sainte Marguerite el príncipe aventurero? ¿Vive aún en alguna parte de América o[4] del Asia, como se sospecha? Es el caso que muchos no creen en su muerte, que hay quienes le han visto y hablado con él, gentes que viven en Francia, en Bélgica y en el Río de la Plata. La última carta que se recibiera de Jean Orth, o sea del archiduque Juan Nepomuceno Salvador, fué escrita en la Ensenada, en el estuario del río de la Plata, y en ella manifestaba el príncipe que se dirigía a Valparaíso por el cabo de Hornos. No se supo de él más. Se ha creído que una tempestad hundió en el mar el velero y sus tripulantes, y al Habsburgo soñador y a su mujer la bailarina vienesa Milley Stubel. «Algunas consideraciones—dice Raymond—Perraud, apoyan esta hipótesis. Parece cierto que hubo ciclones que desolaron aquellas regiones allá por el fin de julio de 1890. El Temps de 5 de noviembre de 1890 publicó un telegrama según el cual un navío sueco que llegó a Chile había encontrado en su derrota tres restos de barcos cuya nacionalidad no había podido conocer. Se sabe, por otra parte, que Jean Orth había estudiado, de 1887 a 1889, lo preciso para obtener su título de capitán mercante, lo que implicaría su voluntad decidida de adoptar la carrera de marino. En fin, es extraño que ningún hombre de la tripulación, suponiendo a éstos sanos y salvos, no haya dado nunca señal de vida. Sin embargo, justo es reconocer que la investigación seguida de 1899 a 1900, en la Argentina misma, por Eugenio Garzón, ha llevado a éste a una conclusión diametralmente opuesta». Esto lo acabo de leer en el Paris Journal. Hay que advertir que el tono literario[5] y la forma elegante del libro de Eugenio Garzón han hecho creer a muchos que se trataba de una exposición novelesca y que aun la documentación y los nombres pertenecían al imperio de la fantasía.
Sin embargo, nada más real que las averiguaciones del eminente periodista. Es una lástima que el jefe de Policía del departamento de Concordia, señor José Roglich, no haya sido más explícito, o que su información no haya sido llevada a mayores detalles. El señor Nino de Villa Rey, por su parte, ha contribuído a que se aumente el misterio con su silencio o sus reticencias respecto al amigo a quien acompañase a la colonia Yeruá. Lo último que se averiguó en la Argentina es que Jean Orth y su mujer se internaron en las soledades del Chaco paraguayo. Mas luego resulta que se le ha visto después en la Argentina, en diferentes fechas posteriores, y lo que es más interesante aún, hay quienes han hablado con él en París nada menos que en los días del recién pasado febrero. El Courrier Européen publica una carta del doctor Albert Ferenez, que asegura saber «de origen muy seguro», que el archiduque vive en la Argentina, «donde posee una real y hermosa fortuna», que no hace mucho estuvo en París y en Londres. Los detalles abundan. Jean Orth se hospedó en el Grand Hotel, con el nombre de barón Otto. Vino a hacer una consulta judicial, para lo cual habló con los abogados Douhet, francés; Lapuya, español, y Cassoretti, italiano. Luego partió para Nueva York, en donde tuvo una entrevista con un conocido jurisconsulto y[6] diplomático, Mr. Everett. «Entre las personas que han visto al barón Otto, y reconocido en él al archiduque Juan Nepomuceno Salvador—dice el doctor Ferenez—puedo citar al conde Marulli, antiguo chambelán y secretario del conde de Caserta, que lo vió en Londres, y al doctor Nadal, antiguo profesor en la corte de Viena, que tuvo ocasión de encontrarle en París. Agregó que M. de Cassoretti estuvo recientemente en Viena. Hecho significativo: ese paso por Viena del abogado particular del barón Otto ha coincidido con el despertamiento de la historia de Jean Orth, es decir, con la satisfacción acordada por el gran mariscalato de la corte de Austria al archiduque José Fernando, heredero de los derechos de la corona de Toscana, quien dentro de seis meses obtendrá la declaración de la muerte legal de su tío. Pero he aquí un detalle extraordinariamente interesante. Monsieur de Cassoretti no desaprueba de ninguna manera la decisión tomada por la corte de Viena, por la buena razón de que Jean Orth, hoy barón Otto, no piensa de ninguna manera en protestar contra la declaración de su muerte. En fin, debo declarar que mis informes no se limitan allí y que no se ha perdido la pista del barón Otto, desde el último abril, fecha de su última permanencia en Nueva York, y de su entrevista con el jurisconsulto Everett».
Por su parte, el redactor del Figaro M. André Nodel, habló con el abogado francés M. Doullet, el cual ha dado a entender, si no lo ha confesado claramente por el secreto profesional, que en efecto, en febrero[7] pasado fué consultado, en unión de sus colegas Cassoretti y Lapuya, por el barón Otto.
Un redactor del Journal publica las declaraciones de M. Henry Cénac, antiguo comerciante, oficial francés que habita en la Argentina desde hace veinte años. Este señor asegura haber encontrado a Jean Orth por el río Negro, bajo el nombre de don Ramón. El hecho fué conocido, y afirma que se ocupó de él Caras y Caretas. Esto aconteció en 1901. Asimismo, cree haber tratado a Jean Orth, por parajes argentinos, el comandante Lecointe, que fué en la expedición de la Bélgica.
Por último, el cónsul argentino en Viena afirma la existencia del rico propietario barón Otto en la Argentina; pero dice que, no interesándole el asunto, nunca se preocupó de averiguar si bajo ese nombre se ocultaba el novelesco archiduque.
Después de todo, ¿no existe en Buenos Aires ningún Sherlock Holmes? La pesquisa es de trascendencia y el folletín de universal interés.
En una estación del Metropolitano, o del metro, como aquí se rebana. Un hombre, en cuya cara se encuentran rasgos de un famoso retrato de Carrière, pero que revela una tranquilidad y pasividad esencialmente burocráticas, ve pasar gentes y gentes, oye el ruido de los subterráneos trenes, cuenta paquetes[8] de cartones, apunta números en calepines, acaricia lápices y perforadores. No le perturba ninguna inquietud. Llega a las horas fijas de su empleo y se retira cuando han cesado sus funciones. Tiene asegurados los huevos al plato y la coteleta, gracias a la administración. Fuera de su ropa diaria, tiene la menos modesta dominical y de los días excepcionales. ¿Es casado? ¿Es soltero? No me ha interesado el averiguarlo. De todas maneras, debe portarse correctamente y cumplir con sus obligaciones. Creerá en los beneficios de la república, tendrá su mira puesta en un ascenso y obtendrá quizás pronto las palmas académicas. Todos los años, en una fecha fija, sabe que es obligación suya reunirse en un café de barrio, con unos cuantos hombres y mujeres que dicen discursos y versos a la memoria de su padre, y que comen por tres o cuatro francos, en fraternal ágape, con la locuacidad de los hombres de letras. Él llena su misión sin comprender muy bien lo que se dice. Vagamente sabe que hay algo que le debe dar cierto orgullo y algo que le debe dar cierta vergüenza. Lo que es un hecho es que es un buen empleado, que merece el elogio de sus superiores y que nadie tiene que hacerle el menor reproche en su conducta.
Es un hombre relativamente feliz. Ignora las angustias del ajenjo, de la lujuria y de la gloria. Es el faunida, es el hijo de Paul Verlaine.
¿Quién la llama la nueva Cenicienta? El que sabe que ella se ha logrado un príncipe con un sombrerito, así como la otra Cenicienta se lo ganó con un zapatito. El cable os ha de haber llevado el caso, pero los detalles son muy sabrosos.
Mademoiselle Liane de Pougy es una célebre peripatética, cuyas glorias medio mundanas han cantado conspicuos aedas. Entre ellos el principal fué su amigo Jean Lorrain, que en paz descanse. Famosa por sus hazañas amorosas como por sus trajes y sus joyas, hace ya tiempo que su nombre es pronunciado como se chupa un bombón en el mundo de los que se divierten. Sus amantes han sido variados y de distintos países, como los de tal Emiliana eclipsada o los de cual Carolina en su ocaso. Todo esto quiere decir que no está ya en la primavera de la vida.
Se ha dedicado en momentos de desencanto, o de ocio—otium cum negotio—a las bellas letras. Como en estos casos, siempre la murmuración ha asegurado que sus cuentos, sus novelas y sus versos, no son de ella. Pero parece que, en verdad, tiene un temperamento literario, que es fina y no dice palabrotas como la Otero. Más aún, al ser suyos los versos siguientes, que se han publicado con su firma, quedaríamos en que es una aventajada discípula de Maeterlink; la poesía se titula «Inutilement»:
Esto, si no nos acerca un poco a Aspasia, nos da idea de las buenas relaciones intelectuales que ha podido tener la aplaudida sacerdotisa.
La cual tiene un castillo espléndido, lleno de mármoles y flores, en Saint-Germain-en-Laye, cerca del conde de Noailles, y una negrita de compañía, casi siempre vestida de verde y que se llama Jesús.
Avino, pues, que una tarde, paseábase no lejos de su mansión, en el lindo pueblo, la ilustre cortesana, en compañía de otra no menos ilustre y de un joven amigo, por el cual padecía el amable mal que aquí llaman béguin. El joven, casi un efebo, es nada menos[11] que príncipe. Príncipe más o menos valaco, servio o rumano, pero príncipe; con una cara como la de Kubelik, y un significativo tupé. ¡Y el otro tupé! Iba, pues, Liane de Pougy en su compañía, luciendo entre otras cosas un sombrero que, por lo diminuto, parecía un sombrero de muñeca. En esto, aparecen en una bocacalle dos damas burguesas con un excelente señor burgués.
Una de las burguesas, verdaderamente asombrada y regocijada, al ver el sombrerito de la amorosa, se echó a reir con todas ganas, como corresponde a una burguesa.
Entonces el joven príncipe, en defensa de su amiga bella, dijo a la mujer que reía:
—Cuando se tiene una gueule como esa, no se debe reir:
—¡Gueule ha dicho!—exclamó indignada la burguesa dirigiéndose a su marido. Al mismo tiempo que daba a la Thais un nombre de simpático pájaro que ignoro por qué toman aquí por un insulto: «Grulla».
Cuando el príncipe menos lo pensó, el hombre republicano le dió un par de sonoras bofetadas.
—¡Caballero!—gritó.
Y el otro le dió entonces otro par. Luego cada cual se fué a su casa.
El príncipe, naturalmente, no mandó los padrinos al hombre inferior, sino que le entabló demanda. Y Liane lamentaba a su príncipe deteriorado a causa de ella. Ello no tuvo grandes consecuencias. Sino que,[12] al poco tiempo la negra Jesús preparó su más papagayesco vestido verde, para asistir a la boda de la nueva princesa, que con su título queda convertida en sobrina de la reina Natalia de Servia. Esta se ruborizará de la méssaliance. ¡Si viviese el rey Milano! Y como parece que la renta que antes servía a su joven preferido la cortesana, se ha aumentado con la ceremonia nupcial, dicen, con cierto eufemismo, malignos como el político Géraut-Richard: «Si nos arrière-grands-oncles virent des rois épouser les bergères, nous voyous, nous, des princes épouser le troupeau et des sirenes séduites par de brillants mais minuscules hôtes de l'onde». Y otros irónicos: «Es en efecto cierto que celebrando el pacto conyugal, entrando en la categoría de las esposas legítimas, mademoiselle Liane de Pougy se déclasse definitivamente. Se aparta de la deliciosa galería de las grandes cortesanas, la que fué en nuestros tiempos morosos el más espléndido adorno. Aspasia y Lais, Marióu Delorme, Ninón, Manón Lescaut, Cora Pearl y Anna Deslions, tenían en Liane una continuadora tan bella como ninguna de ellas lo fué jamás. Ella mantenía, no diremos el pabellón, pero sí la bandera de las ilustres hetairas y de las suntuosas vendedoras de olvido. Era una gran figura, la alta significación de un ideal eterno. Pues, si son maldecidas por los burgueses y abominadas por los profesores, las grandes cortesanas tienen de su parte a los poetas, a los artistas, a los que dan la inmortalidad. Y mademoiselle Liane de Pougy renuncia a todo eso. Pone su dimisión de[13] diosa. Se pierde entre la muchedumbre. Llega al matrimonio como un bello bajel que acaba de correr mares encantados y que, abandonando sus bellas velas, vuelve al puerto comercial, se resigna al dique polvoroso cerrado de esclusas, limitado por cadenas, rodeado de funcionarios. ¡Qué caída!»
Y se insiste en el tupé principesco. Qué tupé. ¿Sábese—dice otro maldiciente—que la princesa está condecorada con el Águila Negra del Benin? Una condecoración africana, como veis. Condecoróla el rey negro Tofa, que fué un admirador fervoroso de sus encantos.
«El recuerdo de su belleza lo perseguía en las regiones tropicales y le obsedía a tal punto, que el buen monarca, que sabía algunas palabras de francés, siempre hablaba de ella cuando charlaba con oficiales amigos.
—Comment vas-tu?
—Pas mal, et toi, mon vieux?
—Moa, Lian' Paougi! Lian' Paougi!
Y al decir esto, el buen rey de Benin sacudía su bicornio emplumado y las charreteras de cabo que adornaban sus espaldas desnudas.»
Maldad, se dirá, murmuraciones, envidias. Pero es el caso que el príncipe servio debe de saber toda esa colección de anécdotas y ocurrencias que han aparecido en los periódicos con motivo de su sonado casamiento.
Los parisienses, de todas maneras, se han enorgullecido de ella.
—Es—dice uno—la más célebre de nuestras demi-mondaines y la más rica. Su lujoso hotel de la rue de la Neva encierra una fortuna. Más de cien mil francos de bibelots están amontonados en la chimenea, y una vitrina de vientre dorado contiene por un millón de joyas. La dueña monta a caballo, toca guitarra, toca piano, recita y conoce la pantomima. Su gloria se realza con algunas resonantes tentativas de suicidio.
Ya veis que toda su persona es lo que se llama completamente parisiense. Y que en tiempos en que se endiosan a los histriones y cortesanas, ella está the right woman in the right place.
Cuando en la alcaldía el funcionario le preguntó por su edad, ella confesó, con cierta vacilación encantadora, treinta y tanto años. En cuanto a su nombre verdadero, le fué preciso revelar un patronímico harto vulgar. En su anterior estado de casada se llamaba madame Purgre.
¿No dicen que se llama D'Annunzio Rapagnetta? ¿Y Anatole France simplemente Thiébaut?
Pero ya oigo a Unamuno exclamar en su francofobia: ¿Pero en eso se ocupan los franceses?—¡En eso, mi buen amigo, y en otras cosas más!
Cuando uno ha habitado la ciudad de París por algún tiempo, se convence de que, desde luego, vale más que una misa. Se padece fuera de París la enfermedad[15] de París. No da uno un paso sin recordar a propósito de cualquier cosa el ambiente y el encanto parisienses, y la nostalgia se acentúa de manera que hay que volver lo más pronto posible. Es que hay una especie de brujería en la villa divina e infernal que posee y no suelta jamás. ¿Una misa? Todo el ritual romano lo dais por retornar al imperio de París y de la parisiense.
El florido anciano de antaño que echaba a volar sus canciones en París como gorriones, cantaba:
Sí, Béranger tenía razón. Para el verdadero parisiense de París, la bolsa más o menos provista es cosa secundaria. El rastacuero no comprenderá eso. El parisiense de París sabe acomodarse. Sabe que la gran ciudad, al que llega a conocerla bien y a amarla de veras, le enseñará el arte de servirse, con igual relativa satisfacción, tanto del franco como del luis.
El parisiense de París, como Jean de Paris, cuya crónica tradujese o modernizase Jean Moreas, que padecía gozosamente de parisitis, no admite comparación alguna. Apenas os reconocerá paridades retrocediendo en lo pasado, y si nombráis a Roma o Atenas, y esto con una clara condescendencia, y porque no puede haber celos posibles al tratarse de ciudades muertas. Mas los Londres, las Vienas, los Berlines y las Romas, no son admitidos sino como lugares secundarios. El «quien no ha visto a Sevilla, no ha visto maravilla» y el «ver Nápoles y morir», no hacen sino sonreir vagamente al verdadero parisiense de París.
Anatole France en Buenos Aires, como Charcot en el polo, como Voltaire en el infierno, tened por seguro que no están preocupados sino de su París. Si algo hacen es por esperar un recuerdo o una sonrisa de la diosa tutelar. La urbe coronada de torres, con su barca que flota y no se sumerge, es el ideal de sus pensamientos y de sus acciones. Volver a París y contar lo que se ha hecho y lo que se ha visto, ese es el objetivo del parisiense de París que se ausenta, personaje,[17] por otra parte, no común, pues el neto parisiense de París no sale de su ciudad sino para su villégiature. En tiempo del segundo imperio, se decía que no salía de los bulevares, y que nunca había pasado a la orilla izquierda del Sena. Y la canción os lo seguirá explicando mejor:
El parisiense no es colonizador ni emigrante. No se trasplanta, no se desarraiga. No le importa el resto del mundo. No es el francés, sino el parisiense de París, el famoso monsieur condecorado, que ignora la geografía. Ahora empieza a saber algo, y Buenos Aires está en su lección, por lo cual debéis regocijaros.
Se dirá que eso está dicho por Verlaine, si no se supiese lo que amaba les ors el pobre Lélian. El parisiense, no por ser tan apegado a su terruño y tan amigo de los placeres que en el couplet anterior se señala con indiferencia diez queridas, deja de ser gentil, entusiasta y valiente.
Y esa canción del buen Béranger me ha venido a la memoria hoy que tengo otra vez que dejar París, aunque yo no me considere con títulos suficientes para aspirar a parisiense de París.
A la verdad, París se infiltra en la sangre, penetra en el espíritu, se convierte en necesidad. Es su cielo, que no es puro ni cristiano, como los cielos de Italia y España; son sus calles bulliciosas y vibrantes, por las cuales va una onda de fluído parisiense perturbador[19] y acariciador. Son sus museos y sus jardines, sus teatros y sus restaurants, y el bullir cosmopolita y la confusión babélica de los idiomas, y los rostros satisfechos de los extranjeros de paso y de los metecos residentes; y, sobre todo, es el pájaro del dulce encanto y la flor que danza y que sonríe, la figura de amor y de deseo en que habitan los siete pecados y los mil hechizos que se llama la parisiense.
Se diría que uno desea ausentarse para tener después el placer del retorno. Juan de París ríe y canta, canta y ríe, toma sus guantes y va por el mundo; pero, con dinero o sin dinero, vuelve a su París.
En el espacio que queda entre l'Avenue de l'Oservatoire y el jardín del Luxembourg, todos los domingos se reune una regular cantidad de gente que forma círculo alrededor de unos cuantos jóvenes y niños que convierten la calle en un salón de patinar. La circulación queda interrumpida por esa vía. Los aficionados al americano patín de ruedas cosechan silenciosas aprobaciones y de cuando en cuando suele presenciarse uno que otro batacazo.
Los patinadores son de diversas clases. Predominan los anglosajones del barrio, artistas, estudiantas o estudiantes, niñas con el lazo de cinta en el cabello y las piernas desnudas y rosadas, gibsongirls largas y libremente elegantes, mozos hechos a todos los sports,[20] que las acompañan en sus evoluciones y deslizamientos, y niñas parisienses y muchachos de las escuelas y tal cual intruso tipo apachado, que habla fuerte e interpela a los amigos de lejos. Van los patinadores en grupos y suena el rodar de las pequeñas ruedas con singular ruido. Quienes van en parejas, como para la danza, o aislados, cual en fuga o en persecución. El viento mueve y echa hacia atrás esa cabellera de hijo de Eduardo o esos rizos infantiles; pega las faldas a los muslos a modo de los paños de las húmedas estatuas de los talleres. Tal Atalandra rodante inclina el busto, o se ladea, diríase que empujada por una ráfaga; tal mocetón se acurruca o hace que corre, o gira como en un vals, o se lanza con gallardía, o da de pronto un sonoro golpe en la tierra con todos sus huesos, entre las risas y sonrisas del corro.
Lo cómico está en el hombre barbudo que se entromete haciendo gracias y casi se destruye su individuo por el porrazo; en la señorita pizpireta que llega del Boul' Miche a tomar sus primeras lecciones, y en la primera caída tiene tan mala suerte que muestra al público regocijado más de lo que hubiese podido sospecharse.
Entretanto, en lo grato de una tarde que parece primaveral, vense a través de las rejas, en la avenida del jardín vecino, las niñas que juegan al tennis, las que lanzan el diábolo, las que corren tras la rueda, las que sentadas en los bancos contemplan los juegos de las otras. El chorro de agua se alza allá lejos, en[21] la fuente central, en cuya pila echan sus barquichuelos otros niños, barquichuelos que navegan como los barcos del mar, bajo el polvo de agua que arranca el viento de la cristalina pluma erguida. Y otros juegos pueriles hay allí cerca, junto a las reinas de piedra, no lejos de la fuente Médicis, amada de los tranquilos y de los soñadores.
Mas los patinadores son incansables. Cuando uno ha dado la vuelta por todo el vasto jardín, y oído un poco de cosas del Guiñol y aun hecho una visita al Museo, aun encuentra el ancho círculo de curiosos que marcan los giros e idas y venidas de los sportsmen y sportswomen amigos del patín rodante. Y ya la noche va cayendo y no hay fatiga para ellos. Se pensaría en una voluptuosidad especial, pues se ve que gustan de ese ejercicio como de un pecado. Hay varios skating rings en París, mas éste que tiene por techo el cielo y por vecinos los pájaros de los árboles, debe de serles singularmente satisfactorio a los patinadores.
El prodigioso espíritu que se encarna en el no menos prodigioso cuerpo de la más grande de las trágicas francesas, está por realizar un nuevo avatar. Los años que avanzan y pasan han ido alejando a Theodora y a la Dama de las Camelias. La voz de oro ha adquirido timbres más graves, y la masculinización se[22] impuso gracias al flexible talento, al talento genial. Sarah se transfiguró en el ambiguo Lorenzaccio de Musset; en el de negro vestido príncipe de Dinamarca; en el Aiglon de Rostand. Ahora se anuncia un nuevo travesti, en una obra clásica. Y Sarah será Nerón en Britannicus; y, vencedora de la vejez, aparecerá otra vez vencedora y encantadora por la virtud suprema del Arte y de la Poesía.
Adiós, Jean Moreas, grande y buen poeta, amigo poeta, que fuiste tan gentil, tan lírico y tan noble. En mi juventud pasada busco para ti una corona de recuerdos. Fué en la primavera de 1893. Yo venía loco de París, a París, por la primera vez, de paso para Buenos Aires. Me hospedaba en un hotel cercano a la Bolsa y que ya no existe, el hotel de la Bourse et des Ambassadeurs. ¿Quién me presentó a ti, a quien tanto deseaba conocer, lleno como estaba de mis ensueños y entusiasmos poéticos? Probablemente Carrillo, que a la sazón trabajaba en casa de Garnier, colaborando en el Diccionario de Zerolo y en otras cosas. Probablemente Alejandro Sawa, que flotaba en el ambiente parisiense como en su propio elemento, con su bella figura de bohemio. El caso es que la misma noche de nuestro conocimiento mutuo, amanecimos, con otros compañeros, en el Mercado Central, comiendo almendras verdes. Yo estaba orgulloso y contento con ser[23] amigo íntimo del Peregrino Apasionado. No había visto aún a Verlaine. Sí a Charles Morice, con quien, no sé ya cómo, nos encontramos al amanecer en mi cuarto del hotel. Tú recitabas versos sonoramente, egregiamente, con gestos pomposos, retorciéndote de cuando en cuando los bigotes de palikaro. Me encantaba que fueses de Grecia y que te llamaras Papadiamantopoulos.
Tengo presente que junto a una mesa, Morice y Sawa examinaban dos libros que yo saqué de mi baúl, mi Azul y Lives of Grass, de Walt Witman. Yo salí a pedir café y alcoholes. Cuando volví no te encontré en el cuarto. Fuí en tu busca, cuando vi toda azorada como una ninfa, a la petite bonne del establecimiento, que huía y a ti persiguiéndola, con el rostro de un fauno y los brazos extendidos, al modo de Júpiter tras Dafné, e ibas, como los satiraux de tus versos, sautant par bonds.
Después partí para Buenos Aires y publiqué allí sobre ti largas páginas que tú no viste nunca, por la sencilla razón de que no te las envié jamás. Cuando retorné a París, años después, había ya blancos en tu cabellera. Volvimos a estar juntos en el amado Barrio, y a pesar del tiempo transcurrido, de tu aspecto enfermizo y de tu delgadez, tu gesto era el mismo de antaño, tu segura y generosa palabra brotaba siempre sonora y juvenil. A tu modesta morada del boulevard Bouman te había ido a buscar la gloria oficial, y así sangraba en tu solapa la cinta de la Legión de Honor. Tu Ifigénie, de la cual había yo publicado[24] antes en La Nación una corta primicia, había sido representada triunfalmente en arenas meridionales y en teatros parisienses y europeos, en donde la voz de Silvain clamaba heroicamente tus puros alejandrinos. Habías ya, como alguien ha dicho, «agregado a Sófocles, un aire de Homero y de Virgilio». Y tú seguías, en el medio de los estudiantes y de las jóvenes frecuentadoras de Bullier, en tu querida orilla izquierda del Sena, la misma vida de tu juventud, dando a los adolescentes envejecidos un ejemplo de constancia en la alegría y en el ensueño, con tu tabaco, tu vermouth, o tu cerveza, gozando con el placer de la noche, departiendo de arte y de belleza con tu compatriota Demetrius Asteriotis, o con otros viejos amigos. Allí, en tu Vachette preferido, nos vimos la última vez. Antes te había visto frecuentar algunas tardes el Napolitain, en el grupo de Mendés y su mujer. Courteline, Silvain, Carrillo y otros menos famosos. No pasabas inadvertido, pero no eras el imperante, dado que el viejo lírico que tuvo tan mala muerte, monopolizaba las atenciones. Deseaste un sillón de la Academia, justo e inocente deseo. Y cuando estabas cercano a la probabilidad de lograrlo, se te abre la tumba como una trampa de la suerte.
Ya no cambiarás más. Queda tu gloria, una gloria serena y de antología. Tu nombre tendrá que pronunciarse[25] cuando se estudie la historia de las letras francesas a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Fuiste la probidad intelectual viviente. Fuiste modelo y espejo de poetas, por tu confianza en ti mismo, por la dignidad de tu vuelo, por tu superioridad moral sobre las miserias y pequeñeces del mundo.
Y si yo llego a la ancianidad, me he de complacer en contar a los adolescentes de mañana, privilegiados por las musas, las horas de mi amistad contigo, como un hermoso cuento. ¡Adiós, Jean Moreas, grande y buen poeta, que fuiste tan gentil, tan lírico y tan noble!
¡Que el juego te haya sido propicio!
El doctor Doyen es famoso. Tiene, pues, enemigos. El doctor Doyen es un cirujano prodigioso. Tiene, es claro, enemigos. Es dueño de una fábrica de champaña. Tiene muchos enemigos. Tiene unas amiguitas de belleza renombrada. Tiene muchísimos enemigos. Tiene y gana enormemente dinero. ¡Tiene innumerables enemigos! Ninguna mal querencia más justa.
Se le acusa, pues, por su fama, por sus operaciones, por su champaña, por sus amiguitas y, sobre todo, por su dinero. A pesar de todo, él continúa impertérrito, escribe en los periódicos, tiene un duelo quijotesco, y ahora da una conferencia en el Odeón sobre La malade imaginaire, de Molière. Ha operado[26] bien. La dirección de la pieza ha estado perfectamente hecha, y el personaje principal ha resultado a la moderna un neurasténico. Luego presenta la cuestión de si el tipo molieresco es una invención escénica o la representación de un personaje de carne y hueso que Molière conociera. Doyen opina esto último. «Pero—dice—los médicos de Molière... debería decirse más bien, los médicos del tiempo de Molière, pues su ciencia dejaba mucho que desear. Desde luego, los médicos de la época de Molière eran ya los enemigos de toda innovación».
En el entreacto que precede a la representación de Le malade imaginaire, pláceme ir por el foyer, por los pasillos, donde se apiña una excelente concurrencia, en la cual hay muchos médicos. Y crítica por aquí, pinchazo de bisturí por allá, sonrisas sarcásticas acullá... ¡Envidiosos!
Entre las oleadas de gentes que recorren las salas del vasto Museo acabo de ver pasar a Gabriele D'Annunzio con dos amigos. Se han detenido en la escuela española delante del nuevo Greco.
Luego noto la presencia de una figura conocida. El fieltro con el ala doblada verticalmente, la tez de buen color sonrosado, los ojos vivos, la larga pera blanca que cae sobre el pecho erguido, todo el aspecto con algo de militar, de mundano y de artista. A poco estoy[27] hablando con el personaje. Es el general Mansilla. Y como se acercan los doctores hispanoamericanos Debayle y Amoedo, todos escuchamos al admirable conversador, que habla largamente.
Dos autoridades en la materia, Maurice Barrés y Robert de Montesquiou, han alabado como se debe el don de la palabra florida, oportuno y espiritual en este argentino, que es una de las personalidades más parisienses. Bien colocado está en el todo París que representaron de bulto recientemente Sem y Rouville.
Todavía se le siente fuerte, a pesar de los embates del tiempo. Se impone a las dolencias. Muestra su voluntad de vida. Se ve como un bello ejemplo para los jóvenes. Lleno de años, conserva su famosa elegancia masculina. No se refugia en el encierro como un Sagán. Pasea, goza del aire libre de que siempre gustaron su alma libre y su cuerpo sano. Y aun parece que en la galantería misma, listo estaría el mismo Eros para decirle: «¡Presente, mi general!»
Y su memoria... Me recuerda, en estos instantes de conversación, mi llegada a Buenos Aires, la comida que me dió en su casa, a la cual asistían, entre otros amigos, el doctor Celestino Pera, lo que me dijo, en dilatado y sapiente y ameno decir, una tarde, en la plaza de Mayo, sobre el espíritu argentino, sobre el pasado, el presente y el porvenir argentinos. Y el prodigioso general me repite los mismos conceptos de antaño, y nos asombra su buen humor, su facundia correcta, su incomparable don de gentes. Su hablar[28] va matizado de anécdotas, adornado de citas, florido de ocurrencias.
Los tres que le escuchamos estamos encantados. Los franceses que pasan lo miran con interés y curiosidad. Nos cuenta de su último libro, y de sus Memorias, que no serán publicadas hasta después que se vaya del mundo. Deja a su albacea encargo de que si algo encontrase que crea que no se debe publicar, lo destruya, porque «demasiados malquerientes tenemos en vida para ir a aumentarlos después de la muerte».
Y nos separamos de él alabándole y deseando para nosotros una vejez, no verde, sino como esa, dorada y de color de rosa.
Nosotros admiramos a Rémy de Gourmont en la América latina, conocemos, quien más quien menos, su obra. En el mundo intelectual norteamericano es igualmente conocido y admirado. Guillaume Apollinaire cuenta que en Inglaterra, donde pasó algún tiempo en 1904, le preguntaban:—«¿Conoce usted a Rémy de Gourmont? ¿Cómo es? ¿Qué dice?»—Y él contestaba:—«Rémy de Gourmont, cuando está en su casa anda vestido con un hábito color carmelita... Vive entre libros y grabados de todas las épocas... Apenas habla.»
Siguiendo a las alborotadoras inglesas, he aquí que también en esta Francia del encanto femenino las mujeres quieren votar, y quieren ir al Congreso. Tengo a la vista unas cuantas fotografías de esas políticas. Como lo podréis adivinar, todas son feas; y la mayor parte más que jamonas. El feminismo les ha encendido el entusiasmo. Hay que hacer algo más que murmurar, pirografiar, o criar gatos y perros. La primera en presentarse candidata ha sido Mme. Marguerite Durand, señora de cierto talento y actividad, fundadora de la desaparecida Fronde, con sus letras, su facilidad de palabra y su frescura. Para reforzar sus argumentos en favor del voto femenino, presentó en una conferencia a un idiota, cosa que no todos los espectadores le agradecieron. Como en París hay entre la mayoría de las mujeres mayor delicadeza y buen gusto que en Londres, creo que no veremos aquí los escándalos, ya groseros, ya cómicos, de las sufragistas británicas. Pero todo puede suceder, aunque el ridículo en la vida parisiense mata toda incongruencia.
Que las mujeres persisten en querer hacer muchas cosas que hacen los hombres y que hay algunas que superan la competencia masculina: perfectamente. Está mejor Mme. Paquin que M. Paquin en la fábrica de trajes. Y si Mme. Curie sabe tanto como M. Curie, según lo demuestra, bien está,[30] con el aplauso de todos, en su cátedra. Sarah Bernhardt merece la Legión de Honor, como artista, más que cualquier afeitado o barbudo m'as-tu-vu de la Comedie Française. Una que otra virago se ha distinguido en exploraciones e incursiones por tierras salvajes o lugares inaccesibles. Nada hay que argüir en contra. Las pintoras de la legión y las novelistas y poetisas ya no pueden contarse. Se dedican a esos sports como a cualquier otro, y hay musas muy recomendables. Pero estos marivarones—suavicemos la palabra—que se hallan propias para las farsas públicas en que los hombres se distinguen y que, como la Durand, se adelantan a tomar papel en el sainete electoral, merecen el escarmiento.
¡Si viviese el condestable Barbey!
Gracias a Shakespeare podemos aceptar las abogadas. ¡Pero las alcaldesas, diputadas y senadoras! Ello pasa de lo aristofanesco. De un Aristófanes para apaches es la escena que ocurrió días pasados. Pronunciaba la citada candidata uno de sus discursos de propaganda, cuando un hombre del pueblo gritóle desde su asiento:
—¿Quiénes van a remendar ahora los calcetines?
A lo que respondió la aludida:—Los remendarán los que los usen. Y una de las partidarias de la Durand, dirigiéndose a ésta:
—No le haga caso. Ese que habla seguramente no usa calcetines.
Y el truhán, esforzándose por quitarse sus gruesos zapatos:—Ahora van a ver si los uso o no los uso.
¿En eso vamos a parar con el sonado feminismo?
Un escritor discreto, M. Balby, acaba de decir; «Hemos vivido veinte siglos con la idea, que parecía decisiva, de que nuestras mujeres, nuestras asociadas, nuestras ménagères, tenían por tarea principal velar por el hogar, por la casa, por el home; trabajar a su manera por el bien de la comunidad. Ciertamente, la ley, hecha por los hombres, era mal hecha, injusta, oprimía a la mujer, no le dejaba ninguna libertad y ni aun el derecho de disponer de su salario. Y la campaña feminista, que reclama la supresión de esos abusos, tuvo el apoyo, la aprobación de todos los hombres que no eran ni egoístas ni tiranos. Pero, cuando esas damas pretenden todos los derechos y rehusan todos los deberes, cuando quieren encargarnos de remendar los calcetines, ellas que no sabrían y no podrían dedicarse al trabajo del hombre, a su esfuerzo físico e intelectual, nos muestran el fondo de sus sentimientos. ¿Qué son ellos?—Nada.—¿Qué quieren ser?—Todo. A los hombres toca saber si aceptarán esa resolución».
Muy discreto esto. Pero podía fijarse M. Balby en que las propagandistas son solamente unas cuantas, viejas y feas. Las pocas jóvenes y algunas guapas, si lo hacen, lo hacen por divertirse. Las demás mujeres, de belleza o de gracia, seguirán ejerciendo el único ministerio que la ley de la vida ha señalado para ellas: el amor en el hogar, o el amor en la libertad.
Leer la Prensa de París es un placer... Reposa, tranquiliza el espíritu, oh manes de Janin, de Scholl, de Villemesant, de Ignotus. Ved los asuntos de un número de diario: El crimen desbordado. El Tribunal correccional juzga cincuenta asuntos por día. Hay cerca de mil cuatrocientos procesos retardados. No se encuentran jueces de instrucción. Cada uno tiene que estudiar ciento veinte causas a la vez.—El cabo Deschamps cuenta cómo se hizo traidor, se robó una ametralladora con secreto especial y fué a venderla a los alemanes.—Llegan los ecos de los últimos disturbios del Mediodía.—Al asesino de las panaderías de Bar le Duc, se le prueba cómo también asesinó a su abuela.—El asunto de Duez, el ladrón de millones, continúa su curso.—El conde d'Aulby, que ha estafado a una sonsa yanqui, que quería a su vez estafarle comprándole cuadros de Velázquez, de Tenniers, y otras firmas así, por cuatro reales, confiesa que no es conde, ni gran Maestre de la Orden de Melusina, sino hijo de un sastre y una jardinera de Londres. Sin embargo tenía castillo, y frecuentaba, como otros rastacueros, el gran mundo del flirt del bridge y de las bodas fáciles, transatlánticas e intercontinentales.—El doctor Doyen, que iba a inaugurar un curso «libre» de anatomía, es gritado e insultado por una turba, y no puede dar su lección. El mismo lo explica:—«La cábala—dice—que se ha urdido contra mí, para impedirme[33] hablar, es la obra de algunos galopines, empujados por los preceptores y jefes de trabajo de la Escuela práctica. Fueron reconocidos entre los alborotadores muchos preceptores, agrégé y otros interesados en la cosa. Incapaces de dictar un curso, con su anfiteatro vacío, tienen por objeto en la vida molestar a los verdaderos trabajadores que quieren hacer conocer los resultados de largas y laboriosas investigaciones. Mi intención, a pesar de todo, es continuar mi curso y mis lecciones en otro local, pues la Facultad está contra mí. Los apaches de ayer no recomenzarán pues yo tendré mi policía especial». Hay que agregar que durante el tumulto de ayer, fueron robados relojes y portamonedas. ¡Precioso cerebro del mundo! A otro caso.—Un sátiro, nuevo Soleilland, estrangula y viola a una niña.—Se detallan varios asesinatos y asaltos.—Hay una larga lista de aplastados por camiones y automóviles. Y dejo sin citar otras cuantas noticias encantadoras para los neurasténicos. Sin contar con Zigomar y otros folletines de robos, escenas macabras y las usuales prostituciones. Felizmente que existen el Temps y algún otro diario, en que se da también cuenta, aunque sea en cuatro líneas, de lo que hacen los hombres que conquistan el aire, de lo que hace Mme. Curie, d'Arsonval, los sabios de la orilla izquierda del Sena—mientras el bulevar hierve y echa su vaho.
Fábula que acaba de acontecer. Exasperados unos cuantos hombres de pluma, de pincel, de buen humor y de pésimas intenciones, de ver cómo todos los años en el salón de los Indépendants, unos cuantos sofisticadores cabelludos y unos cuantos ignorantes atrevidos, entre algunos innovadores de talento que pierden, naturalmente, con la vecindad, exponen croûtes, innominables y mamarrachos indescriptibles, ante los cuales no faltan zopencos que creen ver lo invisible y adivinar el ombligo del símbolo; aquellos hombres, digo, de pluma, de pincel, de buen humor y de pésimas intenciones, fueron a un café de Montmartre, en cuyo patio hay un burro, ataron a la cola de éste un pincel, colocaron hábilmente la tela preparada, y colazo va y colazo viene, mojado el apéndice en colores vivos y distintos, resultó un cuadro de un ultraimpresionismo capaz de hacer aullar perros de piedra. Antes habíase lanzado un manifiesto como el de los pintores amigos del poeta Marinetti. Y al asno, que se llama Lolo, se le hizo aparecer como jefe de la escuela Excesivista, con el nombre italiano de Joaquín Kafael Boronali, Boronali, Aliborón anagramado. Todo bajo el amparo de la vieja alegría gala y el patronato del cura de Meudon.
El cuadro del burro se expuso en el mentado Salón de los Independientes. Más independencia no puede seguramente haber. Charles Morice y otros varones[35] apasionados del arte han protestado por la ocurrencia de los desenfadados. Pero las gentes han reído, y los organizadores del Salón de los Independientes han recibido una buena indicación.
Y uno de los artistas que exponen juntos con Boronali ha tenido, sin embargo, la mejor palabra risueña:
—Es verdad—ha dicho—que este año en nuestro salón hay un cuadro de un burro. Pero en los salones oficiales hay cuadros, no de uno, sino de mil burros.
Y como es quien ha reído el último, es quien ha reído mejor. Y un humorista ha puesto en boca del cuadrúpedo reflexiones como éstas:—«Puedo rebuznar; ahora he conocido la gloria... He gustado de las vanidades humanas y he encontrado que tienen menos sabor que los cardos...»
«Cuando París supo por las gacetas que el jefe de la escuela Excesivista pacía hierba sobre la butte Montmartre, las muchedumbres subieron en filas apretadas. Las gentes venían por centenares a admirarme. Los unos acariciaban mi flaco espinazo, los otros me ofrecían golosinas, muchos, en fin, discutían sobre pintura por la primera vez, no habiéndose ocupado nunca de pintura, almas simples, hasta que un pollino se puso a pintar con la cola. Desde luego, gracias a mi cuadro, el Salón de los Independientes, triste amontonamiento, ha conocido este año la boga y ganado admirables entradas, que no me agradece. Lo que me ha complacido sobre todo es que se han escrito al respecto cosas muy divertidas. No hay una sola gaceta,[36] desde Le Figaro hasta L´Avenir du Sénégal y Le Moniteur des Îles Fidji, que no hayan filosofado sobre mi caso. Todo el mundo ha reído, me dicen, menos cierto periodista de un diario, quien, no habiendo comprendido, expresó palabras severas. Esto no me disgustó, pues es bueno en una fiesta contar con un hombre furioso, pues su cólera intempestiva aumenta la hilaridad de los otros. Cierto crítico ha querido compararse con Homero, cosa que me ha complacido. Otro crítico ha escrito que prefiere mi pintura a la de Turnes, cosa que me ha sorprendido. Ya sé ahora en qué consiste la pintura para muchas gentes: consiste en colocar en un cuadro, de preferencia dorado, una tela untada de colores variados. Siempre se encuentra un público que admire. Los embadurnadores que llenan el Salón des Indépendants y ahogan con sus producciones, que se podrían atribuir a geómetras dementes, las obras notables con que justamente se enorgullece esta exposición, han hecho mal en enojarse. No había entre ellos sino un asno más». Y agrega el humorista, que habiendo empezado a andar el jumento, le preguntó:
—¿A dónde vas, Boronali?
—«Voy a juntarme en la historia gloriosa de los hombres, con el caballo negro de Boulanger».
Hubiera podido agregar que con la burra de Balaam, con su colega de Turmeda, con el asno de Kant, con el de Víctor Hugo. Y, para no ir tan lejos, a la Porte-Saint-Martin, a hacer figura entre los animales de Chantecler.
Acompaño al caballero que lleva a respirar el aire sano de mi predilecto jardín del Luxemburgo, a sus dos hijos, lindos como flores, un niño y una niña, ambos de cabellos castaños y oscuros, y ojos tan grandes, dulces y brillantes, que agregan alegría al día.
Pasamos cerca del monumento hace poco inaugurado, en memoria y honor de la señora de Segur, nacida Rostopchine, a la que tanto debe la imaginación y la complacencia de varias generaciones de niños.
—Ya no se leen esos cuentos, casi—dijo mi amigo.
Le contesté que si no leen tanto como antaño, la culpa es de los padres, que han sustituído a los amables personajes de los cuentos viejos con los héroes de aventuras policiales de Conan Doyle y otros Lupines de París. Los niños saben ahora de cotillones, de partidas de bridge, de aeroplanos, y se interesan en los puñetazos yanquis del negro Johnson y del blanco Jeffries.
—No los míos—me contestó mi amigo—. Sin que yo les deje de dar una instrucción que les mantenga al tanto de los adelantos de su tiempo, ellos conocen bien su Perrault, sus Mil y una noches, su madame Leprince de Beaumont. Y las historias tan sabrosas y honestas de esta señora, cuyo busto acabamos de ver en ese rincón apacible rodeado de verdores. Ahora[38] que estudian inglés, quisiera yo encontrar un libro de cuentos como aquéllos.
—Los hay—le dije—y preciosos y sabrosos. Cómpreles usted esos admirables álbumes que ilustraron artistas ingeniosos y aun geniales, que pusieron sus almas en contacto con las almas infantiles y supieron interpretar gráficamente las creaciones de los soñadores. Los ingleses han ofrecido a sus niños las prosas y los versos sencillos y graciosos, con las imágenes que son el encanto de los ojos. Cómpreles usted The Three Jovial Huntsmen, con las figuras ligeras y humorísticas de Caldecott y verá cómo se perfeccionan en su inglés sonriendo. Cómpreles The baby's opera o The baby's own Aesop, en los que Wálter Crane ha fabulizado con el lápiz. Verán las cosas de Esopo armoniosas y claras. Así, como cuando las ranas piden rey:
Y allí está la cigüeña coronada tragando ranitas, a orillas del charco. Pero, si quieren ver a las ranitas alegres y danzantes, entonces,
Y Wálter Crane hace bailar a una ranita, y otra ranita toca la bandola y otra la pandereta. Y en otro cuaderno, el mismo artista les hará ver «cuando estos chanchitos van al mercado», y cuando «este chanchito grita: wee! wee!» Y otros cuantos cuadernos más en que hay cosas de bella caballería y cuentos de abuelas. Y si se trata de las donosuras que pintara el inolvidable Kate Greenaway, allí está la Guirnalda para el jubileo de la reina Victoria, o Mother Goose o A day in a child's life donde hay versos de cantar con música de Foster:
Pues ¿y Sing a Song for six pence, con los niños y pájaros dibujados por Caldecott? ¿Y las cosas de hadas de Anuing Bell?
Y luego le digo a mi amigo que busque para sus niños un librito, que escribiera en excelente inglés una pluma hispanoamericana Tales to Sonny, por Santiago Pérez Triana. He allí un joyel pueril, unas cuantas páginas que un escritor de diplomacias y asuntos de estado, que es también un poeta y un culto espíritu, escribiera en idioma de papá, dedicadas a un su Santiaguito bautizado Sonny en el hogar, según tengo entendido, por su madre norteamericana.
Era en tiempo en que se arrancaban la vida rusos y japoneses allá por la Manchuria, y en el apacible Retiro madrileño, el padre y el niño hermoso de largos[40] cabellos, conversaban. El padre le hacía cuentos tal el dios Hugo a sus nietos.
Y el niño los oía en el inglés maternal, que su padre conoce y habla como su propia lengua. Esos cuentos fueron después escritos y publicados en Londres por Anthony Treberne Co. Ltd., ilustrados con gracia por Dorothy Furniss, y con cuatro palabras de prefacio del autor.
Son seis la narraciones: The little stream of water habría hecho sonreir de complacencia a San Francisco de Asís, puesto que en él dialogan un niño y la hermana agua en su forma de arroyuelo. Y la palabra del arroyuelo enseña a Sonny algo de la filosofía del mundo y mucho de la grandeza de Dios sencillamente. Minnie and Billie trata de dos niños-pájaros que vuelan y hablan. Billie es el pajarito y Minnie la pajarita.
Hablan como saltando de rama en rama.
«What is your name?»
«My name is Minnie.»
«Oh! what a pretty name!»
«Do you think so?»
«Indeed I do.»
Así hablan. Y luego, con la inocencia natural, tratan de fabricar un nido. Y el nido se hace, no en la casa de la escuela, no en la torre de la iglesia, sino en un árbol, junto a otros árboles que tienen otros pájaros. Y luego se sabe que de los huevos salen los pajaritos. Así, cuando una tarde vuelve Billie a su nido, encuentra, de cuatro huevos, cuatro pajaritos that[41] just could call him papa. Y tuvo mucho contento en su corazón.
En Mrs. Lyon's party animales diversos parlan como en las antiguas fábulas. Tal se expresan las ocurrencias de Mr. Fox, de Mr. y Mrs. Bull, de Mr. Ox, de Mr. Rhinoceros, de Mr. Tiger, del siempre ilustre Mr. Ass. Es una variante ingeniosa del famoso cuento de los Músicos de Bremen.
El narrador pone también su lección histórica en la amenidad del divertimiento. De este modo en The galleon trata de la antigua ciudad de Cartagena de Indias, grata al poeta Heredia. Y cuenta de sus cuarenta y ocho fortalezas, llenas de cañones y de su hermosa bahía. Y dice de los buenos españoles del descubrimiento y de los rapaces que les robaban a los indios sus oros y sus piedras ricas. «Those Indians had a great deal of gold in different shapes, bracelets, breast-plates and queer looking little dolls. The Spaniards robbed the Indians of all their gold. The Indians also had a good deal of silver and quite a number of emeralds all of which were taken away from them by the Spaniards». Y así fueron las cosas, como lo sabe muy bien Sonny. Y se cuenta de los galeones que iban cargados con grandes riquezas que los gobernadores españoles enviaban para los reyes de España. Y de cuando en cuando aparecían en el mar unas tropas de piratas, de aquellos bravos piratas cuya historia ha contado Oexmelin en su rara historia de la piratería. Y de los combates de las gentes del rey con los piratas. Y de un gran galeón de[42] tres palos que iba a traer a los monarcas de Madrid el oro, la plata, las esmeraldas y las perlas que estaban en Cartagena de Indias. Y cómo ese barco regio debía también cargar muchos productos de la tierra ardiente, plátanos o bananas, cocos, ñames, mandioca, piñas, pájaros parlantes y otras cosas más que eran de maravillar a los hombres europeos. Y cómo el mar se alborotó y hubo naufragio. Y el mar se tragó el tesoro, que han querido después buscar los buscadores de tesoros. Y el tesoro está en el mar Caribe, entre Cartagena de Indias y la isla Trinidad.
Y la otra narración refiere How the chimp family went to town. Y son sucedidos muy graciosos, pues se trata de una familia de monos o niños. Y hay que ver a los monitos cómo los pinta la ilustradora Dorothy Furniss, que tiene de los intencionados animalistas ingleses y que agradaría a Benjamín Rabier. Y para concluir está una historia como para escrita en versos; porque tiene tanto de poesía que hasta en el comienzo de esta narración, que está hecha para un niño, parece dicha en un inglés de verso: «This is the story of the Prince who covered his body with golden dust—in a far off land, in a far off day—whom the Spaniards called «El Dorado».
«And this is the story of the Great Cataract that even to-day, in that distant land, rushes and thunders, in memory of what took place long, long ago». Y es la historia de «El Dorado» con toda su primitiva belleza. La historia del pueblo Chibcha, de ese pueblo tan fabuloso como el de los antiguos troyanos, y[43] tan real como ellos, pues en el Museo de Madrid se pueden admirar sus mitras de oro, sus máscaras de oro, sus mil cosas de oro, pues «El Dorado», que cubría su cuerpo desnudo con polvo de oro, era como el dios viviente del oro. Y parece Bochica, el gran dios de los indios chibchas, que tiene cetro jupiterino y a quien sus adoradores, si hubiesen sabido latín, hubieran aplicado el horaciano:
Y es admirable la tradición del Cacique Áureo, del dios primitivo y del Lago Místico. Sonny debió de quedar encantado. Y con él todos los niños que sepan inglés y lean el librito Tales to Sonny, de Santiago Pérez Triana.
París—¿quién lo hubiera antaño creído?—ha pasado algunos días preocupado con el famoso match del blanco y el negro. Por lo menos, el París novelero y sportivo. Aunque es verdad que esa pasajera ultramericanización no indica una transformación del carácter nacional, es un hecho que la Prensa se ocupó largamente en el asunto y los retratos y biografías de los dos fuertes animales norteamericanos se publicaron en todas las hojas. Jeffries y Johnson lograron popularidad parisiense. Aquí tiene el box sus aficionados y partidarios, entre algunos sportsmen y snobs.[44] Se han visto y se ven pugilatos públicos a que ha concurrido un público de clases diferentes. Pero la cosa no ha pasado a más. La repercusión que tuvo la performance norteamericana ha sido seguramente causada por lo elevado de las apuestas, por los cachets que han cobrado los rivales, y por ser un negro y un blanco, como en las damas, los elementos del juego. Y hubo quiénes apostaran al blanco y quiénes al negro. La victoria de éste fué alegremente comentada, y las atrocidades que en Norte América siguieron a ella lo fueron también.
—¡Que se venga a París el negro!—decían algunos.
Y con razón. En París los negros o mulatos con dinero no tienen por qué quejarse. Hay muchos de ellos que, en los Estados Unidos o en ciertos círculos de las aristocracias hispanoamericanas serían rechazados, y que aquí viven tan lindamente, dándose gusto y hasta viendo su nombre en los periódicos. No hace mucho que se habló de un banquete a dos poetas negros, creo que haitianos. Y en honor de ellos hablaron dos poetas blancos, aunque de segundo orden. Monsieur Gregh y Dorchain... Y los negros continúan y hacen bien.
¿Y el Congreso universal de la Poesía? Ya hablaremos luego. Ahora os hablaré de su organizador, del que ha sido su alma y que tiene en él muchas nobles[45] ilusiones y muchas grandes esperanzas. De Val es un hombre admirable. ¡Admirable! El poeta Amado Nervo le dice: «¡Tú, que todo lo puedes!» En verdad, Mariano Miguel de Val, que también es poeta, y que quiere el bien de los poetas, está en todo, es múltiple, es complejo, es universal, y si no fuese que en él prevalece sobre todo algo del caballeresco ensueño tradicional hispano, merecería ser yanqui... En las proporciones de esta villa del oso y del madroño, tiene este varón, de cuerpo fino y faz de hidalgo antiguo, una variedad de actividades rooseveltianas que desconcierta en la gran urbe de la famosa Puerta del Sol. Mariano Miguel de Val es terrateniente, mundano, abogado, ex secretario del Ateneo; de la familia de Castelar, ex secretario de Moret; amigo del rey, de los infantes; redactor en varios periódicos, director de un diario de provincia, director de la respetable revista Ateneo, director y editor de la biblioteca Ateneo; pertenece a la Legación de Nicaragua; fué iniciador del Romancero de los sitios; colabora en Caras y Caretas, de Buenos Aires; en El Fígaro, de la Habana; ¡inicia, realiza y colabora en cien cosas más! No tiene aún automóvil; va a comprar uno pronto; pero no hay que temer, este poeta no es futurista. Tiene un santo en su familia ancestral. Tiene un castillo en Zaragoza. Es lírico de paz y de hogar. Tiene una bella esposa y unos lindos niños. Su padre era republicano. En su casa se conspiraba. Llegaba allí el tío Emilio y hacía discursos de música. El niño Mariano oía todo eso, observaba, tras los cortinajes. El niño creció, y[46] el hombre es hoy monárquico, católico; y, cuando se va a veranear, para que diga la misa en la capilla de su castillo, tiene un capellán. De Val es cuerdo.
Su gabinete de trabajo está adornado de libros, retratos, autógrafos, medallas. Sus íntimos son sabios catedráticos, políticos, periodistas y uno que otro autor de los llamados modernistas. No se le creía un combativo. Sin embargo, un día se halló en pleno ardor polémico. El enemigo era temible: la condesa de Pardo-Bazán. La polémica fué sobre los novelistas en el teatro, y el joven aeda se batió ardorosamente con Pentesilea. Una vez vistos los argumentos de uno y otro, confieso que me coloqué al lado de doña Emilia. Muchos novelistas ha habido y hay que son excelentes autores dramáticos, y una facultad no es privativa de la otra.
De Val, que parece tan grave, tan serio, y que lo es, ¡indudablemente! ha pagado el matritense tributo a la literatura jovial, y, aunque sin su nombre, ha hecho imprimir cierto pecador volumen de castizos chistes, que habían regocijado a aquellos honestos y nada complicados rimadores que se llamaban Teodoro Guerrero, Ricardo Sepúlveda y demás compañeros del tiempo del Pleito del matrimonio. Después llevó la risa a las tablas, escribió para el teatro cosas jocosas. Mas en donde quiso poner la flor armoniosa de su juventud fué en su volumen Edad dorada. Son cosas de galantería y elegancia, madrigales apasionados, idealismo y carne, inspiraciones momentáneas y filosóficas amatorias; versos del alma y versos de salón;[47] declaraciones y baladas. Gentiles maneras y decires que complacían a las damas antes de la introducción del bridge, del pastime-puzle y del popintaw.
De Val adula rítmicamente a la mujer, y señala sus varios encantos y modos de hechizar. Celebra la juventud, optimista y amigo del placer y de la gloria. Celebra la fe, el entusiasmo, el amor, la mujer siempre, ¡y hace bien! Y dice al final de su canto:
Canta el amor, canta las flores con modos y conceptos ortodoxos:
Dedica dos poemas a dos marquesas guapísimas. Zorrilliza en una «sinfonía». Y refiriéndose a quien sabe qué gallarda y voluptuosa señora, asonanta unas[48] insinuaciones donjuanescas o fáunicas, de todos modos no por lo emprendedor menos romántico:
Natural es que el romántico que hay en él, admire a Byron y le salude en un sonante soneto. Y lo que lleva de su raza en la sangre lo hemos de ver en tal ímpetu místico, con su reminiscencia de Don Gaspar:
en tal evocación del poderío morisco para, a propósito de una atalaya, loar la espiritualidad cristiana; en[49] ternuras familiares y religiosas; en discretas quejas melancólicas que son como ecos de amoríos pretéritos, en la obsesión de la cruz; en efusiones cordiales que no por ser dichas en un metro poeano que han difundido los modernos, parecen menos venir de tiradas calderonianas y de fogosas arias de los corifeos del romanticismo. En De Val está el trovador. No han llegado a él ni el uso ni el abuso, hoy tan comunes, de ciertos procedimientos de la nueva poesía castellana. Lo que ha escrito está conforme con el espíritu y los preceptos del glorioso parnaso nacional. Ello es cuestión de temperamento y de maneras personales de exteriorizar sus ideas estéticas. Yo ni le censuro ni le alabo. En todo caso, más bien le alabaría por haberse dado tal como es él.
Lo bueno es que se conserva siempre joven y lleno de actividad y entusiasmo para toda empresa generosa y en la cual se haya de rendir homenaje a Nuestra Señora la Belleza. Ese congreso universal de la poesía, hoy postergado para que se lleve a cabo bajo mejor plan, y que se verificará en la próxima primavera, cuando esté Valencia más rica de flores y de celestes luces, ese congreso ha sido idea de él, para honrar a la Poesía, y para hacer bien a los portaliras. La suya la tiene excelentemente cuidada, y ha de dar en tal concurso apolíneo nuevos y plausibles sones.
Salvador Rueda me dice en una carta... «te mando en estas palabras mi adiós, que quisiera dártelo con los brazos. A Canarias, y después a Cuba: un viaje íntimo, pacífico, delectación espiritual purísima».
Salvador Rueda, ya lo sabéis, es un gran poeta. ¡Es el último poeta lírico, sacerdotal y natural que hoy existe en todo el mundo! Es decir, el que siente que él es Eso, y que eso es su sagrada misión sobre la faz de la tierra. Él ha dicho muy líricamente y muy exaltadamente lo que piensa de su destino órfico, en la revista Poesía, que publica en Milán el fundador del Futurismo, señor Marinetti. Salvador Rueda deseaba desde hace tiempo ir a América. Ir sencillamente, simplemente, como poeta lírico. Aun me invitó para que hiciésemos juntos ese viaje fabuloso. Yo me atreví a decirle que no fuera a Buenos Aires. Le indiqué, por su bien, que de hacer el viaje se apresurase a hacerlo a algunas de nuestras repúblicas tropicales, porque, aun por allá mismo
Ahora Salvador, homérida, pindárida, va en viaje «íntimo, pacífico, de delectación espiritual purísima», a Canarias y a Cuba. Ambas son islas de armonía y recibirán como se merece al fecundo poeta español. Las colonias, además son muy gentiles. Rueda realiza[51] el milagro de querer ser y ser, en nuestro tiempo, poeta, nada más que poeta, y cuenta para afirmar su volición con todo lo que le dió, como él dice, la Gran Madre, la Naturaleza, y con el sol de su Andalucía que lleva adentro.
Ahora viaja también por la América tropical otro poeta, también andaluz, el señor Cavestany. El señor Cavestany ha recitado sus poesías en Méjico y en la Habana y se le ha festejado brillantemente. Tiene sobre Rueda la ventaja de ser rico y de ser académico. Pero en Rueda hay mayor cantidad de poesía, y vaya lo uno por lo otro. Rueda es el consagrado de la Lira, el hombre que tiene confianza en el alma de las cosas; que es una voz, un órgano de la Naturaleza. Yo no le encuentro en la Península parangón sino en Zorrilla. Vive en su nube de oro sonoro—de oro irreal. No es, pues, actual, ni adaptado.
Homero y Píndaro es posible que anden hoy por el mundo. Sólo que, por obra del tiempo mismo, cambian en sus manifestaciones y obran conforme con las exigencias de la época. Sus expresiones e himnos son adecuados al instante, y se sienten influídos por el deseo o por los efluvios que brotan del alma de las muchedumbres. A veces pasan, aislados, otras se mezclan a las agitaciones urbanas. El don de armonía les hace transfigurarse, y una simple frase de común prosa les brota vestida de estrellas o de chispas sulfurosas. Homero y Píndaro tienen muchos nombres, tienen ojos negros o azules, emergen entre una tribu de judíos, en la estepa o en[52] la pampa, o andan elegantemente por los bulevares parisienses, por los clubs de Londres o en las calles de Buenos Aires o de Nueva York o por las tierras de la magnífica Italia. Píndaro y Homero, que tuvieron en lo antiguo en sus manos la trompa o la lira sagradas, guardan hoy a veces silencio. Y en los bolsillos de sus diferentes disfraces suele encontrarse, con o sin el poema, un libro de cheques—o una bomba. Es preferible, en todo caso, el libro de cheques—y tu gran corazón, querido Salvador Rueda.
ALGUNOS JUICIOS
Recuerdo la primera impresión. Este es uno de los que quieren épater al burgués, me dije. Sombrerón de anchas alas, barbas monjiles, gesto militar, palabras estupefacientes, maneras de aristo. El cuerpo delgado bajo un macferland cuya esclavina se convertía por instantes en dos alas de murciélago satánico; los ojos dulces o relampagueantes, y la sonrisa entre la cual se escapaban frases a cortos golpes paradójicos, o buenas, o espantosas. Sobre todo espantosas, épatantes.
Él me pudo decir entonces: Hombre de América que vienes aquí para ver España: mira en mí algo de lo que queda de lo más nacional, típico y poético. Yo soy un Conquistador, y además, otras cosas. Mi sombrerón de anchas alas te dice de mis cariños y andares en las tierras de Méjico que tanto recorriera aquel mi muy admirado varón de gesta que tenía por nombre Hernán Cortés. Mis barbas monjiles te manifiestan[56] la tradicional religión del monje que he sido; mi gesto militar explica que he llevado uniforme en luchas civiles, en la misma tierra en que manda el legendario y justamente alabado por Tolstoi, general don Porfirio Díaz. En cuanto mis palabras que dejan a las gentes estupefactas o espantadas, son las de aquel que sabe que hay en la tierra y en el cielo cosas que no comprende nuestra filosofía...
Desde entonces Valle Inclán ha crecido como un bello león. Perdió su brazo, pero parece que por allí le hubiese brotado una nueva garra invisible.
Cuando Octave Mirbeau descubrió en el Fígaro parisiense a Maeterlinck, nombró a Shakespeare. Hugo, si no me engaño, en una breve frase, rememoró al omnividente Will, a propósito de las extraordinarias niñerías de Rimbaud.
Yo no he encontrado la sensación shakespereana más que en algunas cosas de Lugones—en quien encuentro todo—y en los últimos libros de Valle Inclán. Poe queda aparte como Jules Laforgue.
El éxito internacional—y lo digo con motivo de que en Francia han comenzado a traducir las obras de Valle Inclán—no tiene nada que ver con el mérito artístico, con los valores ideales. D'Annunzio, a pesar de su réclame, no se puede regodear de una Quo vadis?,[57] y Sienkiewicz nada vale al lado del Coloso: ¡George Ohnet!
George Meredith acaba de morir, y aquí en España no he visto en ningún periódico más artículo respecto a la desaparición del prodigioso inglés, que el que ha enviado a un diario su corresponsal en Londres, varios días después de los funerales.
Los personajes que en su ya larga serie de obras ha creado este espíritu de excepción, son vivientes más allá de la real vida, más allá de la vida normal; no existen como los héroes balzacianos o zolescos, sino como Hamlet, Otelo, o el viejo Lear.
Los tipos retratados o encarnados de lo cotidiano, mueren, desaparecen, como los que vemos todos los días. Poeta o escritor que quiere dar a sus seres supervivencia tiene que plasmarlos e infundirles un alma bajo un concepto de eternidad. No viven hoy diez mil tipos animados por mil autores que tuvieron en su tiempo ganga y celebridad, y que hacían la labor de fuera para dentro. Viene Celestina simbólica y que parece tan real como quien hubiera merecido ser su esposo o compañero, el gordo Falstaf. Ambos tuvieron forma y alma de dentro para fuera. Así el ilustre Bradomín, don Juan Manuel de Montenegro, las damas de ensueño y los bufones de misterio que, en un ambiente desconocido, aparecen en la obra profunda y encantadora de Valle Inclán.
Yo he retratado antaño a este admirado y querido amigo mío en el siguiente soneto:
Tales catorce versos no dicen en verdad la complicada figura de este gran don Ramón. Tan complicada, que ha llegado a ser casi burgués, casándose con un «alma hermana» que le comprende y le ama muy de veras. La antigua cabellera ha desaparecido; una indumentaria inglesa ha sustituído a la de los días pasados—aunque también el macferland era británico—y luego, nunca, nadie podrá decir que ha visto a Valle incorrecto. Siempre, aun en días duros, fué el caballero, el fidalgo. En su casita, que es un nido de arte, en la calle de Santa Engracia, una niñita sonrosada es una rosa sobre su gloria, es la princesa.
Este no es un estudio; dicho está que son notas. Largo trabajo se necesitaría para exponer la obra—y la vida unida ella—de Valle Inclán. Porque lo que he dicho sobre lo shakespeareano, tiene, en la introspección, una base de realidad. Atiéndase bien:
Todo lo que en la poemática labor de Valle Inclán parece más fantástico y abstruso, tiene una base de realidad. La vida está ante el poeta, y el poeta la transforma, la sutiliza, la eleva, la multiplica; en una palabra: la diviniza, con su potencia y música interior. El que no tiene el daimon no puede hacer eso, y, por tanto, he sostenido la superioridad de Unamuno sobre otros puramente formales o virtuosos en la lírica.
Femeninas, Epitalamio, Cenizas, fueron la primera floración en el jardín de este gran señor de letras. Se dirá de reminiscencias extranjeras—por lo de la forma—, mas nunca del modo que se le ha señalado a D'Annunzio. Valle Inclán ha sido d'annunziano en alguna de las sonatas—cuestión de orden y contrapunto verbal, y hasta dandismo, porque era el momento, y, cuando cantan los ruiseñores, les llevan y les modulizan el canto los vientos que vienen de todas partes. Para esto, ver lo que últimamente ha dicho[60] uno de los superiores, un gran poeta y de los más conscientes y firmes de saber, el catalán Marquina, a quien si alguna vez le ha faltado algún don—siendo con todo de los excelentes—y hablo ahora en cuanto a crítico—, es el don de la diferenciación.
Las Sonatas, que hoy, por primera vez, van a hacerse conocer en Europa, son ejecuciones primigenias de Valle Inclán. Bravas ideas y aventuras sentimentales dichas en exquisitas maneras. La demostración, en los primeros momentos, de nuestra lucha hispanoamericana por representarnos ante el mundo como concurrentes a una idea universal—Idea, no Moda—que comenzaba a llenar de una nueva ilusión o realización de belleza, todo lo que entonces pensaba altamente en la tierra. En ello hay el anhelo de la novedad—y de antigüedad—que caracterizó a los Nuevos. Que mañana seremos Viejos. Pero él va fecundando. Y las Sonatas de las cuatro estaciones tendrán una repercusión incomparable en la historia de las letras castellanas. Poniendo su escenario en tierras distintas, como los capitanes de antes su bandera y sus proezas, en que hacían tan soberbiamente drama o novela, él cierra, en un momento, ese zodiacal cielo y va a hacer otra cosa.
Entonces vienen las Comedias Bárbaras—que tienen únicamente, y todo relativo, algún parentesco con los poemas del olímpico francés y con las odas del poderoso italiano—. Bárbaro, en esta extensión de la palabra, es lo que en expresión, simbolismo o manera de ser, representa una mentalidad medioeval, ásperamente expresiva, invasora y gótica; popular en lo del fondo del corazón del pueblo: feudal, caballeresca, burgrave, mística, llena de conocimientos o suposiciones milenarios, y al mismo tiempo ingenua, pagana en lo mucho que de paganismo tenía la Edad Media: con el sentido de la Fatalidad que había en tiempos de pestes extrañas y fulminantes que supiera comprender un Edgar Poe; y de peregrinos con sus conchas en las caperuzas; y de leprosos que para atraer o alejar al viandante, tocaban sus esquilas en los caminos, mientras todo el orbe, desde el montículo papal, temblaba por el advenimiento de lo Extraordinario.
Como Galicia ha sido una de las regiones santuarios del mundo, tiene una infinidad de infinito flotante y de religiosidad imperante en que podía bien anclar este fundamental artista. Todo eso legendario de Compostela, todas las sendas de fe, que han ido abriendo generaciones de generaciones por siglos de siglos: todo el creer de la labriega que sabe los decires[62] de las brujas, las apariciones particulares o numerosas; el hablar de las piedras para quien las entiende, como el de los árboles en la sombra para quien los oye; todo lo que la circunstante naturaleza tiene en esa región de España, está en la obra de Valle Inclán. Pero, y aquí viene mi cita de Shakespeare, adquiere por la virtud genial, una expansión absoluta. Y el marqués de Bradomín se irá por todas partes, sin marca de fábrica francesa o sin estampilla escandinava, y respirando con más placer y dignidad, antes que los perfumes forasteros, los del gran botafumeiro de su catedral.
Ahora empieza la serie de los cruzados de la causa. Novelas carlistas. No hay nada comparable sino los chouanorias de Barbey. No he visto más adorable Cervantes, sin esperar nada del palacio veneciano de Loredán y del apartamento de París. Él cree, él ve la epopeya, que lo fué, estupenda, en aquel encuentro largo de leones, de una y otra parte. Él cree, y principalmente, sabe, porque está documentado como en todo. Es esta una campaña de ideal de que no se han dado cuenta aquí. El viejo e ilustre Galdós debía haber hablado ya y decir quién viene después de él. No para dejarse devorar, como en ciertas tribus, sino para que se le respetase más.
Y conste que hoy yo amo y respeto a don Benito, casi ya lapidariamente maestro.
¡Y luego, Valle Inclán es un poeta tan exquisito! ¡Su libro pequeño y lindo de versos está lleno de tan supremas cosas! A Rodó, a Lugones, a Díaz Rodríguez y a los otros compañeros más serán un regalo. Pero fíjense en los acompañamientos de gaita que van al fin de cada poemita. Es que el celta nos conquista; e irá de allí a todas partes. Solamente que, ¿qué citar? Citaré las Prosas de dos ermitaños:
En ello no hay el acompañamiento musical de la región, como os he dicho, pero oid esto, que se llama «El milagro de la mañana»:
Todas las exquisitas suavidades o gestos rítmicos de Valle Inclán indican en este pequeño libro la existencia de un poeta, que, si lo quisiese, podría hacer una obra lírica y métrica, como la que va realizando de modo que no se le puede encontrar igual en Europa,[66] Meredit, apenas, y en otro rumbo y mundo mental, sin no hacer más que aumentar la gloria del gran inglés esta opinión.
¡Ah! ¡Si Valle Inclán quisiere hacer un viaje a Buenos Aires! Posiblemente será antes a Nueva York.
Cuando acaba de ascender en la carrera, y el gobierno de S. M. C. acaba de condecorarle, un nuevo libro de poesías viene a demostrar que el peso del uniforme no impide el vuelo. Indico a Amado Nervo.
Ese hombre dulce, de cabeza cristiana, porta una espada decorativa. En nada se opone a la normalidad de las cosas que quien ha nacido para monje concluya sus pacíficos días en el noble y ceremonioso cargo de introductor de embajadores, y sustituyan a los ágapes conventuales los áulicos banquetes y al untoso «benedictine» el toast bien recortado.
Aunque Amado Nervo es mejicano, nada en él encontraréis de azteca. ¿Os he dicho ya que se parece a[67] Jesucristo? Mas ahora caigo en la cuenta de que os estoy hablando del Amado Nervo que yo he conocido hace algunos años en París, y cuyo busto, plasmado por el escultor Nava, su compatriota, figuró en uno de los salones. Sí, aquel Nervo tenía ciertamente una cara israelita y un aire nazareno. El de hoy, mutilado, pues estirpó su bella barba característica y apartó su amable aire de ensueño, es el que corresponde a las atenciones del protocolo y al diario contacto con su jefe, el notario mundano y distinguido señor de Beistegui, el mismo que regaló, si no me equivoco, al Museo del Louvre, de París, una famosa colección numismática.
En París pasamos juntos días de ilusión y de alegría, pimentados con el poco de locura y capricho que los bizarros años y el medio nos exigían. Allí tuvimos ciertas relaciones extraordinarias, ciertos amigos fantásticos, entre ellos el pintor Henry de Groux, loco o genio; pero, desde luego, un tipo desconcertante; el cual nos fué presentado por otro personaje prodigioso, músico y ocultista, que tenía unas hijas encantadoras y nos leía unos alucinantes comentarios del Apocalipsis... Nervo ha hablado en alguno de sus libros, aunque someramente, de esos días incomprensibles. Nuestro contagio se extendió por el Barrio latino, adonde fuimos a perturbar la calma de unos cuantos pintores y escultores, compatriotas de Nervo y pensionados por su gobierno.
¡Oh!, en diez años, ¡cómo ha cambiado el escenario y la corriente de nuestras vidas!
Yo he admirado en Nervo siempre su amor de belleza, su culto misterioso de idealidad. El simbolismo influyó mucho en él. Después, libre su personalidad lírica, fué por todas partes en vuelo y en armonía. Tras largas complicaciones estéticas, ha llegado a uno de los puntos más difíciles y más elevados del alpinismo poético, a la planicie de la sencillez, que se encuentra entre picos muy altos y abismos muy profundos. Por todo esto, pues, sabéis ya, que Amado Nervo tiene mi amistad y mi admiración.
Desde Perlas negras, desde Místicas, obras suyas primigenias, simpaticé con su suave ideología y con su culta sentimentalidad. Oí sus misas—misas rezadas—con fraternal devoción. Y al llegar a la República Argentina tuve el placer de ser el primero en dar a conocer a mis amigos intelectuales a aquel hermano que hacía cosas muy bellas en la tierra de Moctezuma.
Desde la publicación de sus primeros libros hasta el que acaba de aparecer, En voz baja, la evolución de Nervo ha sido variada, pero siguiendo siempre un solo rumbo. Ha sido un admirable sincero y por eso mismo es un admirable poeta. Luego, tiene una individualidad. Es de esos poetas privilegiados que ponen algo inconfundible en lo que producen. Para quien conozca su obra, una poesía de Nervo no necesita la firma. Además, es un poeta aristocrático, en el sentido original de la palabra. Su música es di camera.[69] Ha cantado casi siempre «en voz baja». Condición excepcional esta en la sonante España y en nuestras Américas españolas, donde hay cada Stentor indígena y capa hombre-orquesta que ensordecen las ágoras. Así, de la risa diríase que no se oye en la producción de este lírico. A él se le ve sonreir, y, como de su tiempo, esa sonrisa es triste. Además él nos dirá en un dístico:
El poeta verdadero vive de su propia meditación y la persecución de lo absoluto es causa de inenarrables angustias. Hay que hacerse un alma de notario o de sportsman para librarse de las malas consecuencias que traen las incursiones y exploraciones dentro del propio espíritu. La diplomacia también es bastante para el caso.
Nervo, entre sus primeros libros y el que está recién salido de la imprenta, ha convidado a los amadores de bellas flores artísticas, a la visión de muy bellos Jardines, decorados con los primores de su fantasía, y en donde cantan pájaros de encanto, exquisitas estrofas. También ha dado, en prosa, narraciones enigmáticas, entre ciencia y sueño: y ha demostrado un filosófico humor en páginas sencillas y excelentes.
Nervo está en una edad que en Francia le colocaría entre los muy jóvenes academizables; pero que en Italia le condenaría a ser devorado por los futuristas del poeta Marinetti. Es célibe. Hombre tranquilidad,[70] de orden, con instintos de coleccionista y ciertos gustos de abad. Ha sido pronto y justamente ascendido en la carrera que hoy sigue, probando que, como decía alguien, los poetas, además de los versos, hacen tan bien, o mejor que los otros hombres, lo que éstos hacen.
Mas bueno será que os halaguen ya algunos sones del ideal instrumento que con tanto arte y sutil elegancia toca este músico singular.
En voz baja se compone de cuatro partes: la primera, que da el título a la colección: La sombra del ala, Un libro amable y Del éxodo y las flores del camino. El poeta dedica el volumen a su madre:
A una hermana espiritual expresa su deseo de poner en su obra,
Hay prosas y versos, diríamos en este caso recordando a Flaubert, que quisiéramos estrechar contra nuestro corazón. Nervo no es de los incontenibles; es de los concentradores, de los de calidad. Creo que el poema de más extensión que ha escrito es La Hermana Agua. El resto de su producción se cristaliza en gemas o se diluye en reducidos elixires.
Aquí ya da una delicada nota de intimidad amorosa a una «cabecita rubia, nido de amor, rizado y sedeño»; o de otra dirá:
Sus intimismos no tienen relación con los de otros poetas, como Rodenbach, por ejemplo. Su Vieja llave, hecha de manera tan moderna—¡y tan antigua!—es de una gracia melancólicamente doméstica y siendo tan personal, encuentra en el lector un eco de canción conocida y de algo sentido por uno mismo. Son las reminiscencias de las casas de los primeros años, saudades de tiempos ya lejanos que con su recuerdo traen al alma una vaga y sutil ternura. Y es algo criollo, algo americano y mansamente señorial al mismo tiempo.
Esto es delicioso, sencillo y fino. No puede haber expresión más transparente y simple. De más decir que al autor de tales versos se le señala y clasifica entre los llamados modernistas.
En Hojeando estampas viejas el lírico tiene la imprecisa sensación de una vida anterior, heroica y amorosa. En Ruego pide a un âme soeur, como dicen los franceses, piedad y suavidad: en Til qu'en songe becqueriza a su modo.
Expresa extraños sentires que le hacen dudar de si aun existe en este mundo. O recuerdos indefinidos:
Los alegres compadres protestan y se escandalizan. Es demasiada tristeza... ¿Qué les pasa a los poetas jóvenes de hoy, a los de la pasada y de la actual generación? ¿No hay cosas risueñas que contar?
Y los inenarrables de siempre.—¡Cómo! ¡Un poeta americano que sigue las huellas de tales o cuales desconsolados europeos! ¿Y vuestros ríos que parecen mares? ¿Y vuestros bosques, y vuestros lagos, y la fecunda zona que el sol enamorado circunscribe? ¿Y los libertadores? ¿Y el oprobioso yugo y el león de España? ¿Y la virtud de vuestras matronas? ¿Y la Patria, por fin? ¿Y la Patria?
Muchas más interrogaciones hay que dejan estupefactos a los cisnes, bajo la sombra, no siquiera de Bonhomet, sino del convencido e inmortal farmacéutico. No, dicen los buenos gustadores, no hagamos caso de esas preguntas. En este bello breviario, una desolada y encanecida Bella del bosque durmiente, dice lo irreparable. Hay «languideza» en versos fatigados.[75] ¿Quién dirá que no es hermosamente valiente y castizo ese romance que empieza:
¿Y que no hay remembranzas de la pasada pasión, y cosas que habrían complacido a René y a Olimpio? ¡Un romántico! Sí. Nervo es un romántico. Un romántico del siglo XX. Esto no sienta mal, porque ya sabéis la opinión de Stendhal sobre el particular. Él se declaró romántico. Y, además, era cónsul.
Saludemos, pues, a la señorita a quien en ese libro se le expresa:
A lo cual agrega el poeta fatal haciéndose el viejo:—¡No tanto, amigo mío, no tanto!
Toda esa nonchalance impera en la primera parte del volumen. Cánticos discretos, breves en su mayor parte, a la sordina, «en voz baja».
«La sombra del ala» debía estar bajo la invocación[76] de Montaigne. Es un conjunto de variaciones sobre el «Que-sais-je?» eterno.
Mas, ya todos sabemos que el poeta puede cambiar con el instante, siendo su sucesión de impresiones y sensaciones a veces tan variadas como la naturaleza misma. De este modo, no causa extrañeza el paso de algunas horas sonrientes y de algunos momentos optimistas. Aprobad, pues, que por éstas, por aquellas razones diga el cantor en veces ¡está bien! Y pues llega «papá Enero», estos versos:
Él vive la vida europea. Mas de pronto le asaltan los recuerdos de su tierra. Madrigaliza a una niña de dieciséis años. A su amigo el ex embajador Casasús, noble poeta, escríbele clásicamente:
Y rima otras galanas palabras y casa otras lindas ideas, con una innegable maestría.
«El éxodo y las flores del camino» es la parte de verso de un libro en verso y prosa publicado con ese título. Es un corto reisebilder. Notas de viaje, líricamente expuestas y rimadas, es su Parcours du rêve au souvenir; ¡pero bastante lejos de Montesquiou-Fézensac!—Irlanda, Londres, Bretaña; y París, y mujeres, y artistas; y otra vez París, y Flandes; y Lucerna, y Bohemia; e Italia y París; y mujeres; y arte; ¡y París y París!
¿Te acuerdas, mi querido colega, de aquella joven parisiense que en una comida de amigos, en su casa, te cantó unos versos hechos por ella, tan triste y tan dulcemente, versos de adiós? ¿Y que poco tiempo después se murió?... Aquella era una de tantas ilusiones de París. Ahora me he acordado de ella.
Costa Rica tiene el espíritu más ordenado y pacífico de todas las cinco repúblicas de la América Central; Costa Rica tiene sangre gallega; Costa Rica tiene un notable diplomático en Europa que se llama el conde de Peralta; Costa Rica tiene el mejor teatro de aquellas regiones; Costa Rica tiene la corte suprema de justicia centroamericana en la ciudad de Cartago, y un edificio que le regala Carnegie; Costa Rica tiene un tranquilo pueblo de agricultores, y Costa Rica tiene un poeta. Tiene, es verdad, otros poetas, pero «su» poeta, el poeta nacional, el poeta regional, el poeta familiar se llama Aquileo J. Echeverría. Este poeta ha sido empleado público, militar, diplomático, periodista. Yo le he conocido hace ya muchos años, cuando era ayudante del presidente Cárdenas, de Nicaragua. En Wáshington, donde perteneció a la Legación de su país, fué íntimo amigo de un distinguido[79] argentino, el señor Attwell. Ha gustado siempre de la vida social y no ha andado muchas veces lejos de la vida del país de Bohemia. Su indestructible pasión fueron las amables musas. Después de errar en varias repúblicas centroamericanas, retornó a su país y se casó, y, como en los cuentos, tuvo muchos hijos. Su carácter, siempre jovial, siempre alegre, se opuso a los persistentes golpes de la mala suerte. Sus dones intelectuales se fueron aquilatando con los años, pero el hada Carabosse que, como es costumbre había aparecido ante su cuna en los instantes en que otras hadas buenas le dotaban con muchas cosas buenas, le hizo el poco grato obsequio de la mala salud. Y he aquí por qué, cuando escribo estas líneas, se encuentra el poeta de Costa Rica en un Sanatorio de Barcelona. Ha venido a Europa por una disposición especial del Congreso de su país, en la cual, como sucede siempre en esos casos, se hace saber oficialmente y sin eufemismos, que es poeta y que es pobre. Desde su lecho de enfermo, prepara en la ciudad Condal una nueva edición de sus versos el sentimental e ingenioso autor de Concherías.
¿Qué significa la palabra conchería? El distinguido escritor costarriqueño, señor Brenes Mesén, nos lo explicará: «Aunque la palabra «conchería» es bien inteligible para los nacionales, no estará demás indicar que en Costa Rica, de unos ocho años para acá, se[80] llama «concho» al campesino, al aldeano. Por lo tanto, una conchería es una acción, o una expresión propia de un campesino». Habla el poeta la lengua de los hombres rurales de su tierra. Una ráfaga del aire que acarició las melenas de Martín Fierro o de Santos Vega ha pasado por allá. El canto brota del terruño como las flores y frutos autóctonos. Demás decir que Echeverría no ha tenido nada que ver con princesas propias o ajenas; no ha contribuído a hacer odioso el alejandrino, no ha tenido jamás ningún rastacuerismo lírico, ni se cree un pistonudo genio. Tiene—¡ah, tener eso todavía, Dios mío!—tiene un corazón. Un corazón armonioso, sensible y lleno de alegría y de ternura. Ha sufrido las terribleces de la escasez y está padeciendo las amarguras de la enfermedad y, sin embargo, no hay en él un solo instante de pesimismo y, como buen pájaro natural, dice su decir rítmico celebrando las cosas lindas de la vida y despertando la sonrisa en los labios de los que escuchan su música jovial.
En pocas palabras sintetiza su valor uno de sus amigos, Antonio Zambrana: «No padeciendo o afectando enfermedades forasteras, no enclenque y canija, no vistiendo trapos de París manchados de vino, sino fresca y colorada, la musa de Aquileo nació en Cot, o en Barba; sobre eso puede haber disputa, y es muchacha alegre, honrada, si ligera de lengua, de muchas libras de peso. Aquí tienes, amigo lector, algo, no sólo de la raza, sino de la tierra, algo genuino, espontáneo y sin careta, hombre que a otros no les empresta[81] la lira, contentándose a veces, para su música, con una flauta de caña hueca, pero hecha por él del material de nuestros bosques. Imaginación traviesa, pero que sabe ponerse seria si conviene; ingenio peregrino, verbo sonoro y abundante, hay uvas de lo mejor de Andalucía y naranjas de aquí, con semilla de Valencia, en el plato que te presento; regala tu paladar y sé agradecido». Sí puro, espontáneo; ciertamente, conténtase a veces para su música con una flauta de caña hueca hecha por él del material de nuestros bosques. Pan hacía lo mismo, dirá él. Su verso es bien modulado, y aunque diga cosas de la patria nativa, demuestra su descendencia clásica, la fuente original de donde ha fluído el admirable y bien sonante romancero castellano.
Echeverría habla bien su lengua patriótica. Para Rafael Obligado sería el numen de Aquileo simpático como su apellido. Y yo aprovecho la ocasión para declarar cuánto me encantan los poetas que, como el árbol de su floresta, dan la flor propia. Mi vida errante explicaría mi cosmopolitismo de antaño y mi exotismo el ansia de lo deseado.
Otro escritor, compatriota de Echeverría, dice: «Quien conozca nuestro pueblo y su lenguaje expresivo y sencillo; quien haya vivido nuestra vida y fortalecido el cuerpo enfermo con las emanaciones suaves de esta tierra; quien haya puesto su alma en contacto con esta naturaleza soberbiamente prolífica, tranquila y bella, no dejará de leer con amor los versos de este libro, porque de todos se desprende el vaho fortificante[82] de nuestro suelo». Así ha sucedido, pues ningún otro poeta en Costa Rica tiene, como él, ni tantos lectores, ni tantos afectos conquistados.
Yo conozco la tierra de Echeverría. Los campos son fecundos y risueños. Si en las costas quema la furia solar del trópico, en el interior el clima es fresco y la vida apacible. Los campesinos tienen casi todos tipos europeos. En montes y campañas podréis hallar incultas bellezas, de hermosos rostros y voluptuosos cuerpos. Si he visto en San José, la capital, damas incomparables y mozas de la cofradía del diablo que en París hubieran sido unas bellas Oteros, pude admirar en mis excursiones mujeres e hijas de agricultores y carreteros, el rosado pie descalzo y la cabellera al aire, y para galantear a las cuales habría yo solicitado de mi amigo Aquileo algunas de sus gratas concherías. ¡Su musa lo sabe decir con tanta gracia y donaire! Su musa: hela aquí tal como él la pinta.
Desde luego, no estamos aún escuchando la parla de los conchos.
Ese romance revela su origen castizo y suena a España. Lo propio que cuando dice sentires de hogar y casa paterna, o cuando planta un tipo netamente popular costarriqueño al modo con que los maestros españoles nos han dejado la figura de los jaques andaluces o de los chulos madrileños. ¿Qué deciros si hasta, de pronto, aparece el recuerdo del sencillo helenismo de aquel honesto don Juan Meléndez Valdés?
Ni las anacreónticas ni los romancillos son del poeta que he querido hoy celebrar, sino las gallardas, las nativas, las sabrosas concherías, en las que se encuentran, según las palabras del ya citado señor Brenes Mesén, «aliento fresco de los montes, respiración sana de terneras al levantarse la aurora, risas del campo cortando la tranquilidad de las horas...» Los usos y las costumbres del buen pueblo de Costa Rica, sus preocupaciones y sus supersticiones, algunas heredadas de los tiempos coloniales, sus maneras de divertirse, de enamorar, de pelear, sus duelos y sus negocios, todo dicho con sus provincialismos, con sus giros antigramaticales, pero semejantes a los de algunas regiones de España, todo ello se encuentra en los versos de Echeverría. El señor Brenes Mesén considera eso de importancia para los filólogos extranjeros. «No se le da bien disecado en su diccionario, sino viviente, tibio, como si se tomase de los labios mismos del pueblo». La transcripción se ajusta, tanto como es posible, para no chocar demasiado con los hábitos existentes a la verdadera pronunciación popular. Allí está justamente su importancia. Las palabras que los gramáticos han condenado como impropias, son, con frecuencia, arcaísmos, y en todo caso se nos ofrece la oportunidad de ver que las leyes fonéticas que presidieron a la formación de la lengua castellana, siguen ejercitando su influencia a través de la distancia y los siglos.
Si desde la época anticlásica vemos que la r final de los infinitivos se asimila a la l delante de los subfijos,[85] y así lo observamos en Concherías, necesario será concluir que la vida de nuestra lengua posee una pujanza extraordinaria, y que allí donde se encuentra la libertad de hacerlo, se desarrolla tan fuerte como en los primeros años de su aparición en la Península ibérica. Entre vocales, la síncopa de la d fué ley constante, y así subsiste en nuestro lenguaje popular, que la suprime indefectiblemente en los participios de la primera conjugación. La elisión de la o y de la e delante de palabras que principian por vocal, también la observaron los castellanos y es ley dominante en la lengua «tica» y americana en general. Ticos se llama en Centro América a los habitantes de Costa Rica. Desde luego, demás está decir que para comprender algunas de las poesías de Echeverría se necesita un vocabulario especial, como sucede en casos semejantes, así sea un soneto de Pascarella, un Poema de Jehan Rictus, una página de Bill Nay o de Fray Mocho.
Veamos algunos ejemplos. Transcribiré el romance titulado Un hermano:
¿Decidme si en lo que comprendéis de esta relación y de esos diálogos, al lado de algún baturro, gallego o andaluz, no percibís la taimadez y la picardía gauchescas, que el argentino Álvarez y otros han hecho perdurar aun después de la casi desaparición del gaucho? Hay otras poesías de Aquileo Echeverría en que eso se demuestra más claramente, y ello podrá comprobarlo quien lea su ameno libro.
Yo debo declarar que si en sus poesías de sentimiento me conmueve tanto como el murciano Vicente Medina—a quien tan admirablemente ha seguido una poetisa, también de Costa Rica, cuyo nombre no[91] recuerdo en estos momentos—en los cuentos y descripciones criollas, aun en los que casi se dirían trabajos de folk-lorista, me perfuma y melifica el humor, me brinda el impagable regalo de la risa, de la honradez literaria, después de soportar tanta imitación desatentada, tanto pseudo modernismo, tanta farsa intelectual como los que han invadido la literatura española e hispanoamericana al amparo de la libertad del Arte y de la sinceridad y noble entusiasmo de los iniciadores.
Los poetas de Asturias, esto es, los poetas que escriben en asturiano y los que escriben o escribieron en castellano, son poetas castellanos o españoles. Los dialectales hablan la lengua del terruño, expresan el alma popular, tienen un noble abolengo que se arraiga en un recóndito pasado. Tal pensaba leyendo, en la playa cantábrica, la antología de Caveda y Canella Secades, y en algunos periódicos locales, poesías de los poetas que cantan ahora.
Es el lenguaje armonioso y sonoro como la antigua fabla, con la cual tiene más que semejanzas. No sin razón la tenía en tanto precio aquel gran asturiano que se llamó don Gaspar Melchor de Jovellanos, que escribió una notable instrucción para la formación de un Diccionario bable, que puede leerse en la[92] colección de sus obras, publicadas e inéditas, de la biblioteca de Rivadeneyra.
En la antología que he citado hay poesías de autores de pasados tiempos y cantares anónimos, de esos que en todas partes brotan del corazón popular y circulan de boca en boca, sin que se sepa quién los compuso.
Don Antonio González Reguera fué un discreto y muy gracioso rimador de Asturias, que nació a principios del siglo XVII, y del cual se conservan algunas producciones. El romance que trata del pleito entre Oviedo y Mérida sobre la posesión de las cenizas de Santa Eulalia, es muy gentil y de un sabor de época verdaderamente propio. Es la poesía más en dialecto asturiano que se conoce:
Es la antigua voz de este pueblo. Supongo que la habréis comprendido los que podéis leer a Berceo y a Segura; si no, vaya en obsequio a los asturianos del Río de la Plata que me leen.
Del mismo autor de ese romance se conservan algunas composiciones de asuntos clásicos, hechas de manera burlesca, como fué uso entre ciertos humanistas de buen humor.
Así Dido y Eneas y Hero y Leandro. Solamente que algunos copiantes desfiguraron los versos originales, según dice el canónigo Posada, «ora por los que no entienden el bable, o ya por escrupulosos y timoratos, que los castraron de palabras y expresiones menos decentes y sustituyeron en su lugar otras y hasta octavas enteras». Temblemos pensando en cómo hubiera quedado la obra del Arcipreste de Hita si otros copiantes le aplican semejante castración. No obstante, en lo que queda de González Reguera, las sales y picantes no faltan. Así en Hero y Leandro hay octavas como ésta:
Hay un don Francisco Bernaldo de Quirós y Benavides, de quien se tienen pocos datos biográficos, pero del cual se sabe que «perteneció a la noble Casa de Quirós después que don Francisco Bernaldo de Quirós, décimoquinto descendiente del fundador, casó con doña Jerónima Bernaldo de Quirós y Benavides, llevando los sucesores desde entonces este último apellido a continuación del de Quirós». Del don Francisco poeta es un romance que califican los antólogos de «precioso romance jocoserio, acabado modelo descriptivo, donde compiten a porfía el fácil poeta y el consumado jinete». Vale decir que nos las habremos con un antiguo sportsman:
Para comprender ciertas alusiones son precisas notas, y además os haré gracia de más copia, puesto que no estáis como yo en este buen suelo asturiano, en donde hay tan gallardas muchachas que hablan su viejo dialecto, y alegres gaitas, y mar soberbio, y sidra que hay que saber «espalmar», como lo hacen los joviales visitantes que vienen a merendar al amor del azul y de la marina espuma. No os hablaré, pues, sino de paso, de los viejos cantores, como cierto impagable don Antonio Baldivares y Argüelles, festivo—¡todos festivos!—y de quien se cuenta que fué «de carácter alegre, jovialísimo y propenso a bromas y ejercicios divertidos, demostrando un buen humor que no abandonó hasta los últimos momentos». O del latinista don Bruno Fernández Cepeda, también regocijado, con todo y ser dómine, o por lo mismo, y que dice en uno de sus romances:
O bien doña Josefa Jovellanos, hermana del famoso don Gaspar, y la cual, aunque grave y devota, como que se metió monja, no demuestra en sus versos sino un natural risueño y poco dado a melancolías. Y luego don José Caveda, varón sabio que sentimentalizó en tales o cuales versos, sin que abandone la tradición jocosa del país; y los anónimos, en fin, como el autor del poema La Judith, o los de tantos cantares como éstos:
Y los que dicen la historia de Maruxiña, la historia eterna de todas partes:
Y algunos de muy ingenua y práctica filosofía popular:
Actualmente hay varios tocadores de lira que lo hacen con bastante bizarría y donaire, tales Bernardo Acevedo, y un cierto Marcos del Forniello, y, sobre todo, un famoso Pepín Quevedo, orgullo de estos contornos. Todos ellos sostienen las tradicionales maneras de humorismo y de gracia, y Pepín Quevedo—apellido obliga—es el aeda representativo de tan envidiable ecuanimidad. De él hace un su colega el más halagador retrato en unos versos que, entre otras cosas, dicen:
Y como habrá que citaros algo de Pepín Quevedo que garantice la fama de su buen humor y de sus sales poéticas, he aquí algunos de los que él llama Cantares estropiaos.
Y vayan todas estas cosas, como he dicho antes, para los asturianos del Río de la Plata, que encontrarán en ellas el eco de su Cantábrico, la sonrisa de sus hermosas mujeres y el perfume del oro claro e hirviente de la sidra.
Estas líneas, que sirven de prólogo a la producción literaria del doctor Luis H. Debayle, puede decirse que constituyen una página de mi vida. O más bien dos páginas: una de primavera y otra de otoño, ambas perfumadas por nuestras esencias de Nicaragua, de flores de jardines domésticos, rosas, azucenas, «mapolas» u orquídeas del bosque intrincado.
Pues mi conocimiento con este querido sabio armonioso viene desde la infancia, allá en la centroamericana ciudad de León. Allí tenía yo un primo que reunía en fiestas dominicales a niños amigos, entre los cuales Debayle y yo. ¡Oh la casa de mi tía Rita, en que la fatalidad se descargó un día!—¿justa o injustamente? ¡Dios lo sabe!—, y aquellos bailes de adolescentes, al son del piano, y los cuales solía perturbar, regocijar o asustar la aparición de dos enanos velazquinos que mi tía albergaba en su casa... Exactamente como en el Museo del Prado y como en la Historia.
Alegremente seriecitos nuestros bailes—trece, catorce, quince años el que más de nosotros—. Mi primo tenía «haciendas» de ganado y de caña de azúcar y su padre era cónsul. Otros eran hijos de médicos, de abogados, de gente excelente del Municipio. Luis Debayle presentaba muchas ventajas: tenía un bello[101] tipo, era francés, y su padre, cuyos ojos azules reflejaban empresas de Lally-Tollendal y la Compañía de Indias, que habrían deleitado a Francis Jammes, hacía cargar en los puertos que dejaron los viejos españoles bergantines con la bandera de Francia, que traían a Europa maderas olorosas y de tinte, rojas como el Brasil y amarillas como la mora. Pero entre todos los adolescentes que danzábamos mazurcas y polcas con las niñas, era yo el que hacía versos. Ello me creaba la extraña, pero innegable superioridad que tienen el arzobispo, el ruiseñor, el torero y el pavo real. Como me comprenden ellos bien, ni el arzobispo ni el ruiseñor tomarán a mal lo promiscuo. Ya se entenderá que yo, que veía en Luis Debayle el hijo de un realizador de ensueños que había sorprendido en tal cual almanaque, y él, que me confiara desde luego su amor a la música, hiciésemos en seguida una gentil unión de cariño. En casa de Debayle, a poco tiempo de nuestra primera intimidad, bajo la complacencia maternal, fraternizábamos furiosamente en el acordeón. Por lo que a mí toca, hoc era in votis, y he aquí por qué aun estoy y estaré siempre enredado entre los profusos y dificultosos para la marcha en el mundo de laureles apolíneos.
Fué, pues, Luis Debayle uno de mis primeros compañeros de armonía. Así en acordeón, cielo azul, u órgano en la iglesia de la Recolección, de los jesuítas.[102] O en San Ramón, donde tanto él como yo y tantos otros ostentamos en el pecho la cinta azul y la medalla de oro de los congregantes:
dirigidos y acariciados por un padre Tortolini, anciano, un padre Valenzuela, poeta de Colombia, un padre Koning, sabio astrónomo, un padre Juinguito, hoy obispo de Panamá... Y lo que he perdido en el recuerdo...
Hay muchas lagunas en este largo poema de tiempo en donde cantan tantas elegías... Mas es el caso que Luis Debayle y yo simpatizábamos en el amor de la lira y que ya él empezó a quererme como un hermano y yo a corresponderle de igual manera. Hasta donde me era posible, ¡helas!, pues el primero, que tenía haciendas y bufones le quería también como un hermano, y a pesar de mi ventaja poética, la competencia no era posible. Solamente la gran Hoz pone todo en su punto de justicia.
La verdad es que, poco tiempo después, yo me eclipsé, o más bien no aparecí literariamente, pues las odas y las cantatas de los padres hacían otros privilegiados, entre los cuales ese buen talento tan práctico y tan literario y tan sentimental de Román Mayorga Rivas que, comprendedor de su tiempo y de su misión, es hoy director del primer diario a la yanqui[103] de la República del Salvador. ¡Y todavía Francis Jammes!
Entre estas memorias, que yo pongo aquí:
(Este ramo de ciprés para Mercedes, y este otro ramo de ciprés, con una rosa blanca, para Narcisa.)
Aquí no debía faltar que yo hablase de don Juan Pallais, uno de los tíos Pallais, de Luis de Bayle, hermano de su madre, afianzándose así el predominio de la sangre francesa. Y mi gratitud debe expresarse en memoria de quien fuera mi iniciador en la guía gala y la golosina, siendo como era aquel buen caballero gourmand gourmet. Y qué capítulo por escribir el de la cocina nicaragüense, que viene de seguro de aquellos platos profusos y maravillosos que se hacía servir el emperador mejicano Moctezuma y de los que hablan Cortés, Gomara y Bernal Díaz.
Mas llega el instante en que, en revistas ínfimas y precarias, en un medio primitivo, los jovencitos tentados por el demonio literario que era entonces ángel jesuíta, diéramos al viento sendas silvas a la clásica, naturalmente dirigidas al Mar, al Sol o la Virgen María. Y Luis Debayle realizó entonces tales o cuales lanzamientos líricos, más o menos divino Herrera o humano Alberto de Lista, que hoy mismo pueden sin desdoro figurar entre sus producciones rimadas. He de insistir siempre en que los padres de la Compañía de Jesús fueron los principales promotores de[104] una cultura que, no por ser, si se quiere, conservadora, deja de hacer falta en los programas de enseñanza actuales. Por lo menos conocíamos nuestros clásicos y cogíamos al pasar una que otra espiga de latín y aun de griego. Jóvenes nicaragüenses de ese tiempo hay hoy, que, según tengo entendido, son hasta obispos y profesores en lejanas regiones.
El tiempo pasó. Yo partí, aun en la adolescencia, de mi tierra. Debayle supe entonces que había ido a París a estudiar medicina. ¡A París! A su dulce Francia, en que tanto él como yo soñábamos después de desleir en el fuelle armónico y viajero alegres marianinas, romanzas sentimentales o sones aprendidos de los marineros de Corinto o del estero Real.
Cuando partió Debayle escribió una página cordial en que junta a sus dos patrias: la grande Francia y la pequeña Nicaragua, en su afecto igual. Pero por más que él diga, prevalece, a pesar del afán de la tierra, el corazón francés.
Corazón francés, cerebro francés, nombre francés, eso es Luis Debayle. Solamente su gloria es centroamericana, pues el laurel no da sus ramos sino en donde se le riega. Y si, aunque nacido en Nicaragua, es ciudadano de Francia, su ciencia es en el país tropical y maravilloso donde vierte su bien.
Su ciencia. Los que vivís en ese gran Buenos Aires de millón y medio de habitantes, palenque de todos los progresos del mundo; los que lucháis en esas capitales ricas y soberbias—dos o tres apenas en nuestro continente hispano-parlante—no podéis saber lo[105] que de posible y de imposible ha realizado Luis H. Debayle para el saber médico en su pequeño país de acción y para que su nombre sea reconocido con elogio y su persona rodeada de consideraciones en los centros científicos europeos. Por más que adelantamos, Europa es aún el crisol del pensamiento del mundo. Y el mejicano Herrera; los brasileños, los argentinos Pérez, Ramos Mejía, Ingegnieros, Sixto y algunos otros, han logrado, al dejar su nombre marcado en una roca europea en la ascensión de la ciencia humana, lo que muchos no comprenden. Y así el franco-nicaragüense Debayle, descendiente de Montgolfier.
Saber e investigar mucho, constantemente; enseñar, curar, dar la vida, contribuir en tantas partes de la tierra: Wáshington, Méjico, La Habana, Budapest, París, a la recopilación de ciencia y de experiencia; ser querido y alabado por los Peau, Richelot, Landouzy; ser llamado un día a presidir, en la metrópoli de la gloria, un congreso de eminencias; amar de veras y con toda el alma su don científico y todavía saber recordar que Esculapio es hijo de Apolo. Pues he aquí que Debayle ha perseverado en el amor de la Lira, lo cual contribuirá a que en su jardín interior, aun en el invierno vital, haya rosas frescas.
Si él publica este libro, es quizá por consentimiento a indicaciones amistosas, y sin ninguna ambición de «ma-tu-lu». Y luego, casi todas son flores de un[106] jardín familiar; flores nicaragüenses: «cundiamor», «bellísima» y azucenas de todos colores. Hay sones de las antiguas liras románticas, de las que se «pulsaban». Hay sentimientos de hogar, antiguos ecos amorosos, perfumes que aun quedan de una tradición patriarcal. Y el mar nuestro aparece, mar de descubrimiento, de Robinson y de Antilla. Y aquí que yo recuerde al Debayle que volví a ver, después de tantos años, en el otoño de mi vida. Fuí a mi país tras larga ausencia. Toda aquella tierra ardiente fué para mí como un incensario. Se festejó nacionalmente el retorno del poeta pródigo. ¡Cuántos amigos de menos! ¡Cuántos que se llevó la muerte, cuántos cambiados, cuántos esquivos o por indiferencia tímida o por miserias ciudadanas que hasta a las nueve musas visten con un color político! ¿Qué tengo yo que desear allá sino que mi país natal adquiera fuerza, riqueza y cultura? ¿Qué sé yo de los oñacinos de León o de los gamboinos de Granada? Mas he de decir que el primer abrazo, o el más fraterno, de la llegada, fué el de Luis H. Debayle. Grises ya ambas cabezas, florecieron en seguida nuestros recuerdos, para los cuales contribuyó la literatura y este o aquel rememorar de amor igualmente perseguido antaño y nuestras mutuas conquistas y su París y mi Argentina. Y yo desperté en aquella imaginación de buen sabio la amable locura de los versos. Y fuimos a pasar los días de fuego de aquel verano tropical, a una isla risueña, desde la cual se divisan los cocotales del puerto de Corinto. Y allí hicimos rimas y ritmos. Y allí supe[107] cómo la pasión estética coronaba bellamente una existencia de bienhechor de la Humanidad, y cómo el antiguo amigo de las odas a la hispánica había ya escuchado las siringas y liras de los modernos pastores y corifeos de poesía.
En el seguro monumento que su patria ha de ofrecer al doctor Debayle, junto a las simbólicas figuras que indiquen ciencia y caridad, sería propio esbozar una musa, no por discreta menos de origen divino. Y el abuelo Montgolfier estará en su eternidad satisfecho, cuando vea cómo de cuando en cuando su ilustre descendiente se ha fugado de las prisiones prácticas de la tierra para ir por los espacios de su globo, caballero en el sublime caballo alado.
Hay un poeta de Chile que vive en París desde hace algunos años. Es joven. Ha publicado ya varios libros y goza de renombre en el mundo intelectual hispano-parlante. Se llama Francisco Contreras. Su primera obra aparecida en Europa, Toisón es una colección de sonetos. De él dijo el incomparable Max Nordau: «Es realmente un toisón de oro suntuoso, fabuloso, digno objeto de la heroica aventura de Jason, fin «feérico» de la navegación del Argos». «Casi[108] todas las piezas están saturadas del éter poético, tienen un aspecto deliciosamente patricio, son superiormente vistas, sentidas, dichas». A pesar del dañoso elogio del doctor, que ha escrito lo que ya se sabe sobre todo lo que brilla y vale en el arte contemporáneo, ese primer libro de Contreras tiene poesías de mérito, sobre todo porque de los primeros ha procurado apartarse del nuevo «poncif» castellano que ha echado a perder, entre otras cosas, el alejandrino y el gusto por lo «compuesto». Aun cuando se notan los orígenes o las supersticiones en la mayor parte de los poemitas, el autor logra que se advierta su propio espíritu, sus modos individuales de pensar y de sentir. He aquí una pequeña labor muy bien trabajada, aunque con el exceso de preparativos que se acostumbrara desde la introducción del simbolismo.
Toisón fué publicado en 1906.
Esto nos hace retroceder algunos años, al tiempo[109] de la preocupación por la escritura «artista» y por lo principalmente formal. Aun quedan algunos cultivadores de la manera, tanto en América como en España. El poeta chileno, por su parte, ha procurado, avanzando, renovarse.
Así publicó, después de Toisón, Romances de hoy. Hasta puede decirse que el salto fué demasiado brusco, de la poesía trabajada, erudita, un tanto complicada, con escenarios fabulosos, con vocabulario aristocrático, con un si es no es de dandismo, casi todo de influencia, o de reminiscencia europea, a la poesía sencilla, sin artificio, quizá a veces algo prosaica, o bastante ingenua en su sinceridad, pero que mereciera estas palabras de un juez insospechable, el gran Mistral: «Siento en sus versos, decía a Contreras el padre de «Mireia», la amplia y libre vida de la América española». ¿Cómo no iban a ser del gusto de Mistral versos como estos?
El autor didactiza en su prólogo, y habla de un «período narrativo». No oigamos sus explicaciones; gustemos de sus músicas gratas. Y los que no hayáis vivido en el país chileno, podéis saber, por las notas del volumen, muchos detalles locales. Y hallaréis, por ejemplo, esta noticia inquietante: «Existe en Chile la preocupación de atribuir a los poetas los calificativos de loco, perdido, vagabundo. De manera que, lo que en toda sociedad culta es un señalado honor, en la nuestra se trueca en motivo de escarnio o sello de ridículo. Un distinguido poeta nacional nos contaba que en cierta ocasión, habiendo sido presentado a una dama con las palabras de: el poeta señor Tal, se vió obligado a protestar asegurando que era objeto de una mala broma...»
¡Pardiez! Buenos Aires será todo lo prosaico, lo comercial, lo financiero, lo práctico que se quiera; pero no podré olvidar que en mi último viaje a la gran ciudad argentina, entre las manifestaciones de gentileza que recibí de personas de diferentes clases sociales, está la de una alta dama, gala de los salones, que, sin tener yo la honra de conocerla, envió a mis órdenes su regio automóvil, durante todo el tiempo de mi permanencia. Y todo a simple título de poeta.
Y, sin embargo, con su reserva, menos ejecutiva[111] que la disposición platónica, Chile demuestra cordura. Los poetas son seres que perturban el común pensar de las gentes, los modos de hablar y hasta las costumbres. Así, si Chile ha levantado un monumento a don Andrés Bello, es porque ese poeta venezolano llevaba en una mano un Código y en otra una Gramática. Verdad es, que en el cerro de Santa Lucía de Santiago hay otro monumento dedicado a don Benjamín Mackenna, que aunque no escribió sino en prosa, era un varón de confianza con todas las nueve musas. Y, con todo, ahí están los versos del romántico y melodioso Eusebio Lillo, del huguizante Matta, del vario y noble de la Barra, del sonoro Prendez, del horaciano Tondreau, del humorístico Irarrazábal. Y ahí está lo hecho por la nueva generación que se enorgullece con la producción del malogrado González, y de líricos como Borquez Solar, Magallanes Moure, Valledor Sánchez y Miguel Roucuaut. Entre ellos se destaca Contreras, sobre quien puedo ahora repetir lo que dijera hace algunos años: «Creo que en nuestra América hay pocos que tengan un tan sincero y hondo fervor de arte. Luego, en medio de ese fervor, es ponderado y reflexivo. No violenta ni la idea ni el lenguaje. Mucho me complace que no se haya dejado arrastrar por las peligrosas tentaciones del versolibrismo. Hay en él duplicidad: es un intelectual-sentimental que conduce bien sus designios entre los naturales desequilibrios del talento». Cuando apareció Toisón, escribióle el ilustre J. Enrique Rodó: «Muy grata ha sido para mí su lectura. Son[112] versos de juventud y sinceridad: sinceridad aun en sus artificios. Reflejan bien el voluble y gracioso vuelo de un espíritu juvenil entre las cosas, o mejor, entre sus figuraciones de las cosas». Y luego: «Crea usted que sigo con afectuoso interés su actividad literaria. Su sentimiento del arte, el amor que usted le profesa, son verdaderos y hondos; bien se transparenta. No son la frívola vanidad de quien penetra sin real vocación en los dominios del arte, y no dejará, de sus pasos, más huella que la que puede quedar, en las baldosas del templo, de los del visitante profano, que entró por un momento, movido de curiosidad y no de fervor. Usted perseverará, completará su personalidad artística; y seguro estoy de que cuantas veces, interesado en saber nuevamente de usted, lo busque con la mirada, he de encontrarlo más arriba de donde le haya dejado la última vez». Rodó fué profeta. Las nuevas obras de Contreras señalan siempre mayor elevación. Su permanencia en París le ha impregnado de la gracia artística y de la cultura ambiente. Y el vivir le va enseñando cosas mayores.
Sólo que, como todos los que no gozamos de rentas producidas por grandes capitales y tenemos que sacar del cerebro para nuestros lujos, caprichos, vicios o simples y precisos elementos de existencia, se ha dedicado al periodismo. Así sus libros de prosa son sus artículos de periodista. Y si el periodismo constituye una gimnasia de estilo, y el pensador y el artista lo son siempre, no todo lo que para el diario[113] se escribe, por razones que no necesitan demostración, es digno de la antología. Lo que es estrictamente de la actualidad tiene que pasar como el instante. Sin embargo, siempre pone algo de su corazón o de su mente el artista que escribe. Y ese algo suele verse a través de las informaciones de esos libros de prosa urgida. Sin contar con que, de cuando en cuando, surgen páginas íntegramente puras. En las líneas preliminares de Los modernos, pongo por caso, he encontrado incrustada una de las poesías de Francisco Contreras que son más de mi agrado.
Y en este nuevo libro sobre Italia, que se titula Almas y panoramas, fuera de cálidas pinceladas, de «manchas» justas, de observaciones juiciosas, lo mejor son los sonetos que a modo de musical introducción hace resonar a la entrada de cada capítulo. De las principales ciudades de arte de la divina tierra itálica, elige un alma y una visión; y antes, el soneto sintetiza armónicamente e inicia el tema ideológico: Así habla de «la ciudad de los palacios», o canta a Roma:
Recomiendo a los buenos gustadores estos sonetos fervorosos de amor y de admiración por la gloriosa península. El de Nápoles:
He citado íntegros esos vívidos versos napolitanos, que tienen tanto color y tanta alegría, porque son de los mejores del volumen. El de Bolonia, «ciudad sabia, de estetas y doctores»: el de Venecia, «¡Oh, ciudad de las islas y los fúnebres barcos!»: el de Milán,
son excelentes. Y es de sentirse que no encontremos en el libro los que corresponderían a otras urbes, como Pisa, Florencia y Turín. Quizá el poeta los realice más tarde para una obra completamente lírica.
El vaticinio de Rodó se ha de seguir cumpliendo y hemos de ver el completo triunfo de quien desea que en su patria crezcan y se propaguen los laureles verdes que, tanto o más que a los guerreros, pertenecen por derecho propio a los portadores de lira.
En el Bogotá intelectual que os describiera en un libro memorable el bien recordado Martín García Mérou, se destacaba de singular manera, hace ya algunos años, la figura de don Francisco de Paula Carrasquilla. Este era un gentilhombre de ingenio. Lleno de cultura y amargado de vida desde muy temprano, supo acorazarse de filosofía, y su espíritu prefería siempre manifestarse en epigramas apotegmáticos, alusivos, corrosivos o risueños, que iban de boca en boca picando como abejas. De la más pura tradición española, su castizo epigramario, en la parte que no tiene de exclusivamente, diríamos así, municipal, debería figurar en las antologías. En Colombia, desde luego, viven y se prolongan en la memoria del pueblo.
Como en la mayor parte de los satíricos, había en Carrasquilla un sentimental, y sus espinas métricas estaban impregnadas de curare de íntimas amarguras. Así murió con su filosofía y con su sufrimiento.
Con su filosofía y con su sufrimiento diríase que renace en el espíritu de su hijo Carrasquilla Mallarino, cuyo libro Visiones del Sendero acabo de leer, y cuyo hallazgo me apresuro a comunicar a mis habituales lectores.
Sé que hay quienes se extrañan por lo que llaman el exceso de mis alabanzas y de mi entusiasmo para con los jóvenes. ¿Y a quién alabar y por quién entusiasmarse sino por la juventud? Cuando el talento empieza a florecer es cuando necesita riegos de aliento. Maldito sea aquel mal sacerdote que engaña o descorazona al catecúmeno. Cuando han pasado los días de los ímpetus primeros y se sienten venir las flechas de los primeros desengaños vitales, ¿de qué sirve el estímulo? Los que supimos de dolorosos comienzos y no encontramos en los albores de nuestra carrera sino críticas acres o desdenes hirientes, comprendemos el valor de un empuje, de un apretón de manos, de una sonrisa aprobadora, de una rosa confraternal a tiempo. Quien no anima al joven que se inicia, anatematizado sea.
Y todo debe ir basado en la comprensión, porque sin comprensión todo es comedia o engaño. Así pues, comprendiendo bien el alma de Carrasquilla Mallarino, alma translúcida como un cristal y alma de amanecer,[118] os hablaré de ella y de sus condiciones de mentalidad y de armonía. Yo conocí a este joven poeta en mi natal Nicaragua y allá fué mi compañero solar junto a los mangales y cocotales y bajo los soles abrasantes de la isla de Corinto.
Fuéme simpático por lo comunicativo y cordial de su carácter, por su rapidez de entendimiento, por saber que siendo de tan pocos años había corrido mares y tierras extranjeros, hablando lenguas distintas y ganándose el vivir noble y bravamente, y luego porque me encontré en él a un gran admirador y amador de la Argentina, y porque supe que era sobrino de Jorge Isaacs, el autor de María.
Nuestras conversaciones eran sobre asuntos de artes y de letras. Él era comedido, pulcro, observador, y jamás se propasó en confianza o se explayó en pedantería. Pedía consejos a mi experiencia y pagaba con buen cariño mi interés por su intelecto. No estaban en choque en él sus dotes de hombre de negocio y comercio con sus facultades de escritor y de lírico, y jamás fueron destruidos los perfumes bogotanos por relentes de Nueva York. Por pura afición mental acompañóme hasta la ciudad imperial yanqui, desde la isla nicaragüense cuando mi retorno del último viaje que hiciera a las tierras de mi infancia. Después nos vimos varias veces en Europa. Se me aparecía de súbito, sin previa anunciación. Venía de Rusia o venía de Italia, o venía de Holanda, pues sus afanes de globe trotter no tienen punto de reposo, y he aquí que[119] de pronto no recibo su visita personal, sino la de su libro, su libro de poeta, que he leído en esta otra isla de poetas.
Inútil decir que se trata de una obra «moderna». Nadie puede hoy, en cosas de pensar y de escribir, levantar la cabeza sin sentir que le rozan la frente las ráfagas libres de las ideas nuevas. Y cómo será la virtud de éstas, que aun, a su influjo, se suelen ver florecer fósiles.
En este pancours du rêve au souvenir si hay mucho de ideal hay no poco de sentimental. La primavera se impone; pero no es una primavera triste, casi otoñal, como suele verse frecuentemente en el corazón de los poetas de verdad.
Desde el comienzo del libro se ve que el autor venera piadosamente la memoria paternal. Él estima y comprende la espiritual herencia.
Así dirá en uno de los poemas:
Al comienzo de la existencia ha tenido que saber de las angustias y penalidades del mundo. Hay que comprender que en los días actuales René y Olompio, además de sus congojas interiores, tienen que soportar mayores ásperas luchas con la vida. En los intervalos de reposo este cantor ha sabido estar, como dice[120] el verso inglés: «de día con su alma y de noche con su corazón».
Los hombres de la semiciencia hablarán de una precoz neurosis; pero esto no es culpa de quien, desde los comienzos de su aurora, se siente vibrar al soplo de ráfagas combativas. Nadie sufre por gusto, y esa cosa misteriosa que se llama la fatalidad no usa de farsas. Fijémonos en que cada uno de nosotros lleva envuelta su vida en un formidable misterio.
Así, pues, quedamos en que en este libro no hay mucha risa ni sones de pandero, ni mucho contentamiento por estar sobre la tierra.
Nótase juntamente que entre asuntos de amor y de ensueño hay tendencia al himno civil, al vigor heroico, y amor e interés por el porvenir de nuestra gran patria americana. Junto a una «gema simbólica», dedicada a un poeta, hay un canto a Cuba, dedicado a la «memoria de Martí»; hay tendencias a lo exótico, al japonismo; hay obsesión sensual y carnal; hay el insaciable deseo baudeleriano de marchar siempre, de ir siempre lejos, aun fuera del mundo, Anywhere out of the World. Y de repente surge la serpiente bíblica, la dulce y terrible víbora femenina que, escrito está, ha de morder a todo hombre, y ella será, como es lógico e inevitable, «alma divina», «vaso de marfil», y toda la letanía.
Como el lírico yerra por tierras distintas, el encantador[121] áspid habrá de renovarse, y ya acaecerá esto en París, ya en Méjico, ya en Nicaragua, ya en Bélgica, ya en Cuba. Y ello será de tal manera, que no es de extrañar que el corazón de un joven lleno de ilusiones y enfermo de poesía quede hecho una lástima. Se encuentra el consuelo de lo carnal, pero, ¡ay!, todos sabemos que la carne es triste...
Para distraerse un tanto en tales emergencias se van dejando madrigales en el camino. Se dicen decires y se cantan canciones, y luego está el gran arsenal de los recuerdos. Así nos sorprende Carrasquilla Mallarino rememorando, después de su querida parisiense, o flamenca o española, una sabanera de su tierra natal, y de la cual dirá:
Variados ritmos y rimas se dedicarán a la gracia y tentación carnales. Hay una especie de masoquismo lírico para cada una de las personas de las partes del cuerpo femenino. Son los ojos, las caderas, las cejas, la boca, las manos, el cabello y—como en D'Annunzio y en Verlaine—una y otra vez las manos. Como es de rigor, han de surgir de cuando en cuando los principales conocidos personajes de la farsa italiana. De cuando en cuando, entre mujer y mujer, se impondrá un buen trozo de filosofía. En climas diferentes y bajo cielos distintos, la invasora e inexorable tristeza, y el tábano interior del forzado recuerdo. Encuentra un hermano en cada artista. Así tal hombre que toca el violoncello sobre las olas:
Aquí pasa una visión parisiense; allá se ve una luna de Flandes; aquí se canta el «gran despertar de la tierra». Y las vampiresas vuelven a imponerse de[123] tanto en tanto, como por irremediable turno, y ante ellas se deshojará una copiosa cantidad de versos.
Mas he aquí que se imponen deberes espirituales y superiores y, por ejemplo, «El grito de la hora», dedicado «a la memoria del gran Bartolomé Mitre», nos señala otra actitud del poeta:
Él admira la luminosa figura del patricio argentino, ansía el glorioso porvenir de nuestra raza, sueña con la fraternidad de nuestras naciones, y teme la conquista de los fuertes bárbaros blancos del Norte. Estas ideas han de exteriorizarse más claramente en su poema Estelar, especie de confesión rimada, que es de lo más intenso e interesante del volumen. Véase este fragmento:
Como se ve, se está ya muy lejos de la idolatría de «l'enfant malade y doce veces impura», y a pesar de las urgencias amorosas de la juventud, la voluntad del canto se remonta a conceptos universales y trascendentes. No tendré sino aplausos para tales ímpetus, y el deseo de que se sostenga la perseverancia.
En cuanto a la construcción y técnica del libro, a nadie sorprenderá que un poeta que no ha llegado a los veinticinco años no sea poseedor de una segura experiencia. En tales o cuales partes se podría señalar un exceso de exuberancia—defecto de la primavera y del americano bosque—un abuso del paréntesis; una, en ocasiones innecesaria, complicación de ritmos y cierta audacia de adjetivación, tachas todas que indicarán cualquier cosa menos mediocridad.
En resumen: se trata de un artista, de un poeta, poseído del ensueño, del innegable deus que exalta a los verdaderos enamorados de la belleza; de un sensitivo, de un intelectual, de un cantor de cantos que vive con su mente de día y con su corazón de noche. Y, pues, ama a la Argentina, si en su carrera errante algún día llegase a pisar vuestro suelo, haced que sienta suaves y propicias las brisas del gran Río de la Plata.
VARIA
En este atrayente París siempre tengo de América o de España un amigo a quien haya que ciceronear, que pilotear, que llevar de aquí a allá, según sus deseos. El más reciente, después de haber recorrido los museos, los monumentos principales, los teatros, me dijo: ¡Ahora deseo conocer un poco la bohemia, esa alegre bohemia del barrio Latino!
—Señor mío—le dije—, esa no existe.
—¿Cómo, no existe? ¿Y Rodolfo y Mimí?
—Difuntos.
—Pero usted ha hablado, hace algunos años, de bohemia del barrio Latino en La Nación.
—¡Sí, hace doce años! Las cosas han cambiado. De todas maneras, para que usted se convenza, iremos a verlo.
Y fuimos esa misma noche.
Comenzamos por visitar los clásicos cafés D'Harcourt,[130] Vachette, Soufflet. Unos cuantos caballeros particulares, solos o en compañía de más o menos elegantes damas o damiselas.
—¿Y los estudiantes?
—Esos son los estudiantes.
—¿Y esa gravedad?
—Los estudiantes actuales son graves, gravísimos. Han leído todos los libros y tienen la carne triste.
—¿Y los gorros tradicionales?
—Suelen llevarlos los que no son estudiantes. Fijáos. Esos jóvenes bien vestidos trascienden a bulevar, y no al de Saint-Michel. Son vividores y arribistas. Juegan a las carreras y se mezclan en las pequeñas políticas. El antiguo estudiante, desinteresado, jovial, buen muchacho, lírico o cancanista, ha desaparecido. Y entre las filas de los nuevos, no es raro encontrar el candidato a la correccional, el sospechoso galán que aquí tiene un nombre ictiológico, y hasta el futuro cliente de los presidios. Mi querido señor Murger es ya tan viejo como Villon, y las Mimís de hoy conocen Saint-Lazare por repetidas visitas.
Fuimos a comer a la taverne del Pantheon.
Las mesas estaban casi todas ocupadas, bajo el plafond en donde triunfa la apoteosis de Verlaine. ¡Del pobre Verlaine! Nos sentamos y pedimos el menu, que, como en los grandes restaurants, no tiene los precios marcados. Oímos que se detiene a la puerta un automóvil, y un joven, con una muy bien prendida cocota, entran y van a sentarse no lejos de nosotros. Un caballero a mi lado, con la roseta de la Legión[131] de Honor, solo, se aplica una sustanciosa perdiz trufada, regada con un burdeos venerable. Es el actor Mounet Sully. El sommelier va de un punto a otro, apuntando los vinos. ¿El joven y su compañera, que acaban de entrar, comerán con cordon rouge? Hay un ambiente de elegancia y de alta noce que choca a mi amigo en semejante lugar. ¿Pero no es este un centro de estudiantes?
—Es este un centro de estudiantes. No estamos en el café de París; estamos en la taverne del Pantheon. Pero el estudiante de hoy, rico o vividor, viene en automóvil, tiene una querida de lujo y come con cordon rouge. ¿No os parece que se pierde en las lejanías de un tiempo tan fabuloso como el de Homero, la figura de Schaunard, de Colline, de Marcel, y «la influencia del azul en las artes?...» Sí, amigo mío; todo eso es un pasado ensueño. Y al estudiante actual que le preguntáseis si ha leído la novela cara al maestro Puccini, os respondería sin vacilar: ¡Connais pas!
Rue Champollion, en el cabaret llamado Les Noctambules. Es un lugar exactamente igual a sus congéneres de Montmartre, Lune rousse, Quat'-z'-arts, o des Arts. ¡Cuánto tiempo hace que no asistía yo a una de estas típicas reuniones! La primera vez, allá, cerca de Butte, fué un deslumbramiento y un encanto para mi juventud soñadora y ansiosa de las cosas de París, por tanto tiempo deseadas. Los cabarets me[132] parecían templos de poesía, las queridas de esteta, diosas o princesas prerrafaelistas; y los cantores melenudos aedas maravillosos.
Al entrar a Les Noctambules evoqué mis sensaciones pasadas. Era un medio igual a los antaño conocidos. Una sala un tanto estrecha en donde en sendas sillas se aprieta un auditorio heteróclito. En los muros, retratos de artistas y cuadritos de caricaturistas conocidos y desconocidos. Un piano cerca de la entrada y una tarima adonde suben los cancionistas a llenar su número.
Las sillas están todas ocupadas, y, con dificultad, en un rincón, logramos que se nos coloquen dos desde donde podemos presenciar la función, el desfile de personajes. Los mozos circulan, llevando a los consumidores el indispensable bock, o cerezas en aguardiente. Hay en la concurrencia tipos de todas clases. Unos parecen burgueses con sus esposas e hijas; otros, estudiantes y pintores, u hombres de letras y sus correspondientes alegres mujeres. Para hacerme recordar más las antiguas noches montmartresas, he ahí que se me acerca vendiendo programas el enano Auguste, el enano velazquezco del cabaret de Quat'-z'-arts, el tantas veces retratado por el lápiz de Leandre.
El cabaret Les Noctambules fué fundado hace unos cuantos años por Marcel Legay, a iniciativa de Martial Royer. Ya antes, sin resultado, se había intentado hacer algo semejante en el café Procope y en el Voltaire. Legay publicó un lírico manifiesto dirigido[133] a messieurs les étudiants, y el cabaret se fundó, con buena suerte que le dura hasta hoy. Los artistas son los mismos que en Montmartre. Todas las noches tienen que pasar el río para ir a cantar su canción.
Boyer anuncia que «nuestro querido compañero Maurice Merall va a ocupar la atención del público», y aparece un señor que dice más bien que canta, acompañado por el pianista, unos cuantos couplets escatológicos sobre los malos tratamientos a los negros en las colonias de África. Cada grosería es aplaudida por los hombres y sonreída por las mujeres. Tras el último aplauso, se anuncia a M. George Gerad, llamado Bernardini, «antiguo bandido corso». Este señor, de tipo en efecto corso, pero no de bandido sino de hortera, canta y canta mal:
Y la gente ríe y celebra eso. Luego llega Lemercier, a quien han retratado como una Marioneta y canta su canción de las legumbres; una tontería. Luego llega Paul Marinier a quien se le pueden perdonar muchas cosas por haber escrito lindas canciones, como «Au clair de la lune» y otras. Este cancionero tiene la figura de un criollo, con su rostro un tanto moreno y sus grandes bigotes negros. Acaba su tarea, se le aplaude con un ban, y sube a la tarima un M. Charles Fallot, que, en verdad, merece su apellido.
«Nacido en Pekín, de padre inglés y madre china. Ha servido a la Francia cinco años en la Legión extranjera. Casado en Inglaterra con una holandesa, nacida de padre español y madre noruega». En una palabra, un chansonnier bien parisien. El chansonnier bien parisien canta:
Un conocido, Gabriel Montoya, poeta de verdad, de quien próximamente dará la Comedie Française Le baiser de Phédre. Me fué presentado hace años por Carrillo. Habla bastante el español. Es doctor en Medicina, y ha sido médico de uno de los vapores de la Compañía Transatlántica, por algún tiempo. Su biógrafo funambulesco dice que «courut en morticole les dos hémisphères, contracta la fièvre jaune à Cuba, vendit du café à Haïti, perça part en part dans un duel a mort un huissier nègre à Port-au-Prince et regagna Paris». Montoya es personalmente muy simpático. Aparece. Tenoriza con cierta gallardía meridional, y se va. A las damas gustan sus canciones de amor, canciones llenas de sentimiento y de romanticismo. Vale más.
He aquí a Marcel Legay, con su gran cabellera. También poeta, de los pocos poetas perdidos entre[135] esas boîtes. Pobre y buen autor, de la raza solar. Ya está viejo y cansado: mas aún vibra su fuerte y sonora voz:
«J'ai écrit—dice el poema—j'ai écrit cette chanson pour mon pays, en voyant passer une hirondelle».
Legay canta y llena la sala con su voz. Los concurrentes sienten un grato soplo de verdadera poesía, después de las inepcias de actualidad que han expuesto varios bufones. Y tras Legay viene el príncipe de la canción por sufragio público. Xavier Privas, gran comedor y bebedor delante del Eterno... femenino. Canta su Ronde des heures. Él mismo se acompaña, y su cabeza sobresale del piano como una cabeza de pipa. Sus ojos son vivos; su cabeza devastada, su voz expresiva.
En algunas ocasiones se representan revistas en que toma parte el enano. Y ese es el cabaret por excelencia, el cabaret del Barrio latino, el cabaret de los estudiantes. Allá, siguiendo el boul'Miche, allá lejos, está Bullier, el baile famoso que también ha degenerado. Allí se bailó en buenas épocas el cancán alegre de antaño, el cancán que bailaron las grisetas y las diosas de Offenbach. El cancán pasó. Luego se bailó la quadrille, con el enceguecedor chaut. Luego[136] la danza negra, el cake-walk, que pasó también. Ahora se contorsiona la gente con la matchicha.
Mi amigo está desolado.
Comienza a morir la tarde de esta jornada dominical y el retorno de los parisienses que han pasado la mañana en la banlieue anima y alegra las calles poco antes silenciosas del viejo París.
El suave oro del crepúsculo estival es propicio a los recuerdos de gratos días de juventud. Y paseando por lugares de antiguo conocidos nuestros, mi amigo el doctor Debayle evoca con cariño sus tiempos de estudiante, los días en que, a veces, a pie o en la imperial de un ómnibus, llegaba diariamente al hospital Tenon, y a una pregunta mía, me relata una reciente visita al «Quinze vingts».
—«¡Au Quinze vingts!»—El canal Saint-Martin, la rue Grange-aux-belles, la Avenida de la Republique... La estatua de Floquet, el célebre tribuno y estadista, pasa como una visión cinematográfica. Y así mis recuerdos—me dice—. El duelo famoso con Boulanger, cuyo desenlace siguió París palpitante, y la herida en el cuello inferida por el abogado al general. Era el tiempo en que la Francia, al endiosar a éste, demostró una vez más la necesidad que su gran[137] pueblo sentía de un caudillo que reivindicase sus glorias militares... Más adelante es la otra ancha avenida, el monumento del sargento Bobillot, muerto en el Tonkín en defensa de su patria. Y a lo lejos la plaza histórica y la columna coronada por el genio de la Bastilla. Después de atravesarla se gana la calle de Charenton, estrecha y populosa, para detenerse ante el ancho y gran portal del Hospicio. Salvando la verja se está en el espacioso patio, especie de parque, cubierto de musgo, arbustos verdes y árboles copudos, sembrados de cómodos bancos.
Por todas partes vense numerosos enfermos, ancianos casi todos. Unos descansando la cabeza entre las manos; otros con la frente alzada como buscando algo que no encuentran y como interrogando al destino. Algunos, apoyados en sus bastones, titubeantes, explorando con ellos la senda invisible, o conducidos por lazarillos, se mueven vacilantes, la cabeza levantada, y como buscando en otro sentido la orientación que no les pueden dar los ojos sumidos en las tinieblas. Y en aquellas fisonomías en que el tiempo ha puesto su marca indeleble y en aquellas frentes que corona la cabeza blanca o calva, vense las órbitas con los ojos muertos a la luz; alterados unos y con engañoso aspecto de pupilas claras otros, todos irremediablemente perdidos, atrofiados, lesionados, ambliopes. ¡Y cuántos de esos desgraciados que la caridad nacional alberga han gozado como yo de los encantos de la naturaleza, de la gama admirable de los colores, de la hermosura de la luz! ¡Y cuántos de[138] esos, víctimas de enfermedades evitables, se han hundido en las tinieblas por incuria y por ignorancia!
Según las estadísticas, un 60 por 100 de los ciegos que llenan los hospicios son el resultado de las lesiones infecciosas exteriores o internas. ¡Fatal destino el de aquellos que víctimas de la ignorancia o del vicio de sus progenitores vieron al nacer apagarse ante sus ojos la amada luz del sol! Y entre aquellos enfermos ¡cuántos llevan impresa en sus rostros la resignación a lo inevitable; y la sonrisa que ilumina sus semblantes que parece un gesto de burlesca ironía a la sombra!
Atravesando el primer ancho patio se llega al segundo. A la izquierda un corredor bajo en que las arcadas de piedra forman bóvedas que recuerdan los antiguos conventos y los pabellones de la Allgemeines-Krankenhaus de Viena. Las mismas bóvedas, las mismas piedras, las mismas baldosas que tantas veces atravesé ansioso de llegar a la hora de las operaciones... Y después de cruzar un patiecito cubierto de finos guijarros, entro por una puerta estrecha a la sala de operaciones. Blancos, color de blanca leche, los muros, blancas las sillas, blancas las mesas, blanco y limpio el techo, todo blanco, refleja la hermosa claridad que penetra por una enorme pared de vidrio.
En las dos mesas de operaciones los enfermos preparados esperan ya al diestro cirujano con los ojos cubiertos por asépticos apósitos escrupulosamente colocados. Y de la pieza vecina, del gabinete particular de los médicos, sale, alto, delgado, correcto y[139] llevando su blusa blanca, como si entrara en un salón de sociedad vestido de riguroso frac, un hombre pálido, de líneas distinguidas y de mirada reveladora de una inteligencia d'élite. Nieto del más grande y célebre clínico de la escuela francesa, ha honrado en su especialidad el nombre de su ilustre progenitor, porque es indudablemente uno de los más insignes oftalmólogos y sin disputa el más hábil operador de su época. Es Trousseau.
Sorprendido por la inesperada visita, estrecha con efusivo cariño mi mano, me ofrece el puesto de honor y procede en seguida a su tarea. Es el virtuoso del arte. Con sólo un instrumento, con sólo un cuchillo y nada más, su mano hábil abre el ojo, fija los párpados, secciona la córnea, perfora la cápsula, hace la incisión y con presteza increíble extrae la catarata y luego las masas, dejando incontinenti, como lo hiciera un prestidigitador, la cámara anterior renovada, la pupila amplia y negra y la vista que faltaba a aquel enfermo.
Concluídas las operaciones paso al salón de consulta externa. La consulta empieza. Uno de los jefes de clínica, meridional inteligente, concienzudo, ferviente en su culto, examina uno a uno toda aquella larga serie de enfermos que un empleado va conduciendo delante de nosotros. Agrúpanse los pacientes divididos en categorías por una selección hecha de antemano. Pasan primero los que presentan alteraciones profundas de los ojos.
Aparentemente sanos para un profano, muchos de[140] aquellos grandes ojos negros o azules, con la pupila dilatada, revelan en el acto, para el experto, la gravedad de su lesión.
Aquellas pupilas no reaccionan y aquellos ojos grandemente abiertos, en los rostros impasibles, no despiertan en los gestos de la cara la vida de expresión que sólo puede dar la luz, la irreemplazable, la hermosa luz. He aquí—me dice—una ambliopía; he aquí un glaucoma, y allá un ciego por lesión cerebral. Luego los veremos en la cámara oscura con el oftalmoscopio...
Entre esos desgraciados se acerca uno, conducido por una mujer pálida, triste, que lleva en sus brazos un niño de dos años. El hombre, como de cuarenta y cinco, de aspecto enérgico, ha perdido casi la posibilidad de conducirse y se sienta con dificultad sin ver la silla que se le ofrece. Obligado a trabajar de noche con luz artificial para suplir a las necesidades de los suyos, ha perdido progresivamente la vista. Este es un caso de miopía—observa el jefe clínico—en que el trabajo excesivo ha conducido al desprendimiento de la retina.—¿Por qué no ha cesado usted su trabajo, como se le dijo?—¡Oh! no podía, señor. Mi mujer y mis hijos no tenían pan.
Los casos de lesiones externas se presentan. Lesiones diferentes, más o menos acentuadas y profundas, de aspectos diversos. Muchos son víctimas de accidentes del trabajo, que quedarán inválidos. Otros, jóvenes, fuertes, revelando salud y energía, han recibido en los ojos el daño que no esperaban y a que los conduce[141] su intemperancia y sus desórdenes. Ayer no más, aquellos hombres tenían ojos hermosos, expresivos, de una agudeza visual admirable, y se proclamaban campeones en el tiro o seductores por sus miradas, y hoy una vasta úlcera ha convertido en una placa blanquecina las córneas transparentes y las hermosas pupilas. ¡Si se reflexionara siempre!... Si se supiera todo lo que hay de veneno en el fondo de los placeres sensuales.
Y llega el turno de los niños. ¡Oh, los niños! ¡Qué dulces, qué bellos y qué interesantes! Y estos pálidos niños son de Francia, los futuros ciudadanos de la patria de mañana.
Los que no han tenido la desgracia de ver su hogar vacío, los que saben del encanto de los labios infantiles y los ojos angelicales, azules o negros, esos saben la emoción intensa que despiertan en nuestros corazones las miradas y las sonrisas de los niños. Porque en todos los climas, en todos los tiempos, en todos los países, los niños son iguales, son flores de humanidad.
¡Cuántos pobres mal vestidos, hijos de los obreros que trabajan en el faubourg y cuyo esfuerzo no basta para alimentarlos! Pálidos, cubiertos de erupciones o con la degeneración de la córnea, propia del raquitismo, u otra dolencia terrible, o debida a la deficiencia de la nutrición o a tales o cuales causas hereditarias. Unos pasan acompañados de sus madres, otros casi solos, otros más pequeños, guiados por sus hermanitos mayores. Y da tristeza ver aquellos desgraciados[142] atender y cuidar a sus menores por ese instinto de conservación que la miseria ha desarrollado en ellos prematuramente...
Por último vienen los más tiernos. Una joven de veintidós años, de provincia, que cayó en el arroyo de París, trae un niño de cuatro meses. La cara de la madre, joven; su cabello abundante, su aire revelando salud, contrastan con el desgraciado envuelto en pañales que presenta todo el aspecto de la atrepsia. Ella no sabe por qué su niño se ha enfermado. Sus ojos se inflamaron. Los medicamentos han sido inútiles. Y el infeliz en grito desgarrador noche y día ve convertirse sus ojos, antes claros y sanos, en una masa informe.
—He aquí—me dice el doctor—un caso desgraciado. Todo lo que tenemos de más activo, no ha producido efecto. Asistido tres días después del principio, nada se logra. La infiltración de la conjuntiva, gana la córnea. Turbia y opalina, amenaza producir la fusión con pérdida completa del ojo. ¡Qué desgracia! Y todo proviene del estado general. Este infeliz no tiene fuerza de reacción; pesa menos que lo normal; su piel seca y rugosa indica a las claras su estado atrépsico. ¡Oh! este es uno de tantos casos en que se demuestra que hay que tomar en cuenta el terreno y no sólo el grano, como lo quieren las modernas tendencias exclusivas del laboratorio... Mire usted, compañero—continúa—ayúdeme usted. Vamos a procurar cauterizar con el «galvano» la córnea.
Y así diciendo, coloca el tierno enfermo sobre la[143] mesa. Armado de un separador, abro yo con precaución los párpados mientras el doctor cauteriza. A cada momento su frente se nubla y un gesto de desaliento se dibuja en aquella fisonomía de hombre honrado y de verdadero médico. Es que a pesar de tanta práctica y tanta escena análoga repetida, no puede ser indiferente ante tan terrible desgracia, que por no caer sobre un sér casi inconsciente es menos dolorosa.
Aquellos ojos no verán más.
Las cauterizaciones serán inútiles. La úlcera irá en aumento, y la ceguera eterna, incurable, es lo que espera a aquel sér raquítico, fruto del capricho de la sensualidad.
Aquellos gritos continuos de garganta débil, lejos de causarnos la habitual molestia que ocasiona la impaciencia de los recién nacidos, nos deja mudos de pena al vernos impotentes para prevenir lo irremediable. Y la madre ignorante, desesperada por la perspicacia innata del corazón, deja triste y silenciosa correr sus lágrimas amargas. «Y después de tanto sufrimiento ¿podrá ver mi hijo, doctor?» «¡Oh! tal vez sí, sí. En fin, veremos»—responde aquel noble médico, embarazado entre la mentira consoladora y la verdad terrible...
¡Pauvre petit!—me dijo—. El terreno, el terreno es lo principal... ¡Cuántos otros se han curado con este procedimiento!... Y al salir de la sala, en el pasillo, pude ver aún a la madre desesperada que había espiado a las últimas frases nuestras, llorando inconsolable.
¡Y ese pobre sér nacido al azar, de un contacto casual o mercantil, en el vertiginoso remolino de París, condenado a la tiniebla eterna, cuando pudo tal vez tener más que otros derecho a la luz!
¿Por qué la desgracia se abate sobre él? ¿Qué misterioso y fatal sino le condena víctima inocente e inconsciente? Misterio. ¿Por la miseria, por la ignorancia, por la incuria o por el vicio?...
¿Por la miseria, por la ignorancia, por la incuria, por el vicio?
Sí. Por todos esos caminos llegan al terrible, al espantoso reino de las tinieblas eternas, de la noche sin fin, estos lamentables seres que deben escuchar ya siempre la canción de la vida como un eco triste de desesperanza. Sus vidas corren tristes y sombrías. Pasan insensibles a los encantos de la Naturaleza, sin gozar de la gama admirable de los colores, sin recoger la hermosura de la luz... Y el gesto como de burlesca ironía que contrae el rostro de los infelices privados de la vista, es la marca que sobre ellos ha puesto el Destino al sumirlos en la ceguera eterna e incurable.
Y cuando se reflexiona en que el sesenta por ciento de los casos que se producen provienen de lesiones infecciosas de diversos caracteres, apena llegar al convencimiento de lo hondo del mal. Mientras la ignorancia y la incuria sean como naturales en tanto[145] desgraciado, víctimas de sí mismos, destruirán inconscientemente el don más inapreciable que fué otorgado al hombre, esos pacientes lamentables que la ciencia, agotados todos sus recursos, tiene que abandonar, presa indisputable, a la terrible enfermedad.
Mientras la miseria reine omnipotente sobre el hombre; mientras la necesidad estreche al trabajador; mientras el hambre sea la suprema razón, la más inflexible ley social, continuarán llegando a las clínicas hombres jóvenes, hombres pletóricos de energía, luchadores en pleno vigor, a los que el exceso de trabajo, la tarea hecha en malas condiciones y la nutrición insuficiente privaron de la vista; y que tendrán siempre pronto el tremendo comentario: ¡Mis hijos no tenían pan!
Las grandes ciudades con sus hacinamientos absurdos y sus tugurios circundantes, verdaderos laboratorios de la miseria; los populosos centros industriales sin condiciones higiénicas; la ignorancia, pesando aún por todas partes, y el descuido—consecuencia suya—agravando el mal... He ahí el origen de gran parte de esos atroces dramas de la clínica que desolan a una familia y hacen de un sér en plenitud de su vida, un inválido sin energías, sin vista, sin independencia y sin esperanzas...
Pero cuando la ignorancia sea vencida, cuando el imperativo de la necesidad no obligue al hombre a inutilizarse, cuando la incuria no ate las inteligencias, ¿enviará aún el vicio sus víctimas a los hospitales?...
Nada más triste, más desesperadamente triste que la existencia martirizada de esos niños señalados al nacer por el azar de la desgracia para blanco de sus rigores. ¡El triste niño ciego! Fruto concebido, quizá, en el revuelo de una rencontre de dos seres que después continúan ignorándose, queda para vivir una lamentable herencia de dolor y de desgracias... ¡Algo terrible, algo siniestro presidió su nacimiento; un hada negra ha estado allí esperando su gemir de recién nacido y al partir le deja para siempre, irremediablemente, privado de la luz, la irreemplazable, la maravillosa luz!...
Después de las mil y tres formas que fueron cien veces más, después de los vinos capitosos y de los alcoholes quemantes, después de sus femeninos triunfos en partes diversas, don Juan no murió reumático en Cartagena, según lo supuso Campoamor: don Juan murió alcohólico y averiado. Él se fué al cielo conforme con Zorrilla, o al infierno como era de justicia. ¿Supo la herencia que dejaba? ¿Se dió cuenta de lo que quedaba de miseria y de dolor en el mundo por culpa suya? Su egoísmo y su animalidad no le permitieron hacer ninguna reflexión al respecto. Él vivió y gozó. Ejerció su poder de fortaleza y de conquista. Él no tenía nada que ver con los sermones[147] y tiradas de mil comendadores. De todas maneras, quedó la herencia de don Juan. ¿Cuál es esta herencia?
Voy por una calle, en día domingo. Veo venir en larga fila, uniformados de azul, los niños de un hospicio. Van guiados por un inspector. Sus caritas son pálidas, abotagadas o flacas. Una innata tristeza se ve en ellos. Esa infancia es poco pródiga de sonrisas. Se advierte la obra dañina del raquitismo y de la escrófula. Unas faces son como apagadas, en otras los ojos indican un vago extravío. El paso demuestra debilidad. En algunos se ha detenido el espíritu al borde de la imbecilidad o de la idiotez. En otros se diría que está en flor, en flor malsana y emponzoñada, el delincuente de mañana. Pasan.
En un jardín. Allí, con sus nurses y gouvernantes están los niños y niñas de las gentes pudientes, de las gentes de hotel y automóvil, de los ricos. ¿Encontraré aquí la salud y la alegría de la edad infantil? ¡Oh, cuán poco! Encuentro el lujo, la ostentación, y aun ya el flirt, en esa humanidad minúscula; pero son excepcionales las faces sonrosadas y sanas, las miradas límpidas, los aspectos de flor. La pierna emerge del calcetín o se modela bajo la media, sin robustez, como sin consistencia; abundan los huesos largos, que terminan con fealdad en la rótula saliente. Las caras tienen como prematuras arrugas y gestos dedisivos,[148] caras de hombrecitos y de mujercitas, con muy poco de puerilidad. No se piensa sino en las tuberculosis y las anemias, las debilidades y las taras. Y entre los escasos tipos frescos y desbordantes de vitalidad, pues los hay también, pasan, con sus raquetas de tennis o sobre sus patines rodantes, esos infantes y adolescentes raquíticos o minados por un mal interno y prematuro, como una fruta por su gusano.
Y eso, ¿qué es?
Eso, es la herencia de don Juan.
Los padres han comido las uvas verdes y los hijos tienen dentera, dice la Biblia. Y un pedagogo eminente: «Cada uno de nosotros, largo tiempo antes de ser padre, debe a los niños que podrán nacer de él no tocar aquellos frutos peligrosos. Era ordinariamente después de haber comido las uvas, que se pensaba en lo que dice la palabra bíblica. Ella era la amenaza del castigo inevitable y ya incurrido. Nosotros comenzamos más antes a decirla a los demás a nosotros mismos; es una advertencia, un consejo, una orden. Sin pretender que nuestros antepasados valían menos que nosotros, parece que en muchos casos en que ellos obraban mal sin vacilación, escrúpulo ni remordimiento, no tenemos ya su plena seguridad; ya no nos atrevemos a decir que nuestro derecho es abusar de los placeres y cuando nuestra[149] cobardía se abandona a las pasiones, sabemos muy bien que no nos hacemos daño solamente a nosotros. A pesar de todo, la idea de nuestra responsabilidad turba, si no a muchos de nuestros contemporáneos, al menos a un número no despreciable y que va aumentando». ¿Es esto cierto? Así parece, según los datos y manifestaciones de especialistas dedicados a esas cuestiones interesantes. Pero no es muy grande el triunfo todavía; M. Ferdinand Gache asegura, sin embargo: «Una cantidad de jóvenes pasa su juventud alegremente, pero ya no se oye tanto como antes, a padres y madres proclamar: Il faut que jeunesse se passe». El descuido se hace más raro respecto a las decadencias orgánicas o las taras mentales que se pueden transmitir a los niños. Los hacedores de pena han perdido su arrogancia y no osan más gritar: «¡Después de mí, el diluvio!» Ese grito, lo presiente, levantaría censuras. Se dan cuenta de que alrededor de ellos no se ven ya con descuido la salud, el bienestar, la felicidad de las generaciones por venir. En Wáshington se celebró en el 1908, en el mes de marzo, el primer Congreso internacional en favor del bienestar infantil. «Se trabaja por libertar al niño de la herencia de don Juan. Y he aquí que en la ciencia aparece un descubrimiento que hace pensar en Ibsen: el «signo Sisto».
En el mundo médico europeo ha llamado vivamente la atención ese hallazgo del doctor argentino, Jenaro Sisto. El «signo Sisto»—así bautizado por el eminente profesor Comby—es el grito inconsciente[150] del recién nacido que denuncia la herencia donjuanesca, la revelación del veneno paternal.
Fué en Buenos Aires en donde la observación del médico desde hoy ya llegado a la celebridad, encontró que ciertos gritos de los niños de pecho, repetidos «sin cesar y sin razón», como dice el sabio francés, tenían por causa la enfermedad terrible que hiciera escribir un poema a Jerónimo Fracastoro y una pieza dramática a M. Brieux, de la Academia Francesa. Al sospechar el mal heredado, dice el doctor Comby en el prólogo de la obra en que el doctor Sisto trata del asunto, «habiéndose traducido esa suposición, como debía ser siempre en clínica infantil, por el tratamiento mercurial inmediato, nuestro colega tuvo la satisfacción de ver cesar de gritar a sus enfermitos, al mismo tiempo que los síntomas específicos, cuando se presentaban, desaparecían más o menos rápidamente. La demostración estaba hecha».
Es, pues, el niño, con su grito, el prematuro revenat ibseniano. Desde la cuna, desde que aparece sobre la faz del mundo, libre ya de la prisión materna, clama que viene herido, que viene, por culpa ancestral, con una carga de sufrimiento. Y por la ciencia, el clínico de hoy reconoce en seguida al delator.
Siempre el niño ha gritado al venir a la vida. Ya sea que demuestre con ello, como dice el mismo doctor Sisto, que vive y que tiene la fuerza suficiente para introducir el aire en sus pulmones, cuyo funcionamiento comienza precisamente con ese primer grito; ya que éste señale, al decir de Fernández Figueira,[151] la ruptura de las trabas de la vida intrauterina; ya, según Longnet, que sea dictado por una ley primitiva de la naturaleza, «la fuerza desconocida que domina todos los fenómenos de la vida», o, según d'Espine y Picot—citados todos en la obra de Sisto—, sea ese primer grito debido probablemente a la impresión desagradable producida por el aire exterior sobre la superficie del cuerpo, el caso es éste: al llegar al mundo el hombre, llora, el hombre grita, como si ya sospechase a dónde llega, como si ya supiese la significación de la litúrgica frase «valle de lágrimas». Las lágrimas vendrán después, pero él ha lanzado el grito.
Notad estas curiosas observaciones. Billard nota que el grito del niño se compone de dos partes: «una sonora, suficientemente prolongada; es el grito propiamente dicho. Se hace oir durante la espiración, empieza y acaba con ella, y es el resultado de la expulsión del aire que sale de los pulmones a través de la laringe. La otra parte del grito es el resultado de la inspiración; el aire precipitándose a través de la glotis, para introducirse en los pulmones, se encuentra comprimido por la contracción, en cierto modo espasmódica, de los músculos vocales, y hace oir un ruido muy corto, pero agudo, a veces menos perceptible que el grito propiamente dicho; es una especie de reprise, que está entre el grito que acaba y el que va a comenzar. A menudo el grito existe solo y la reprise no se hace oir, o bien sólo se oye la reprise, y el grito queda ahogado». Y Baginski hace esta observación[152] fónica: «a veces el grito adquiere caracteres patognomónicos, y se puede decir, de una manera general, que las vocales «a» y «e» dominan en el grito provocado por la cólera o el descontento, en tanto que la vocal «i» expresa el dolor». En el erudito libro del doctor Sisto, Les cris chez les nourrissons hay otras cuantas citas de diversos autores respecto a esa manifestación primera de dolor o de vida, o de ambas cosas. Pero la trouvaille del médico argentino no se refiere a esa clase de grito. Es otro grito que viene después, el grito constante, persistente, en el tiempo de la primera lactancia, «entre dos semanas y tres, o cuatro meses», es el grito revelador de la ponzoña hereditaria, la demostración desde hoy, para el facultativo conocedor, del doloroso legado de don Juan.
Hay que leer las observaciones y ver las fotografías de los niños en la obra de que me ocupo. En uno de los casos el aspecto de la criatura no dice nada; se creería, al contrario, que la salud florece y brilla en su aspecto; en otros, sí, se notan el sufrimiento, la degeneración, la tara.
Ni es de mi competencia, ni este es el lugar para entrar en mayores detalles, siquiera fuesen reproducidos de los diferentes casos observados por distintos pediatras y clínicos.
Pero he querido manifestar el placer que he sentido al ver apreciado en su justo valer por sabios de este continente la labor de un estudioso, cuyo nombre se agrega a las listas de los eminentes argentinos a quienes se refiere el doctor Comby cuando escribe:[153] «Nuestros hermanos latinos de la República Argentina, antes nuestros discípulos, y hoy llegando a maestros a su vez».
Está ya en París, de vuelta de África, el yanqui extraordinario a quien algunos quieren llamar el primero en la paz, el primero en la guerra y el primero en el bluff de sus conciudadanos.
Se le ha recibido en Europa como a un rey de raza, mejor que a un rey del petróleo, o príncipe del algodón o de los embutidos. ¿Quién negará su energía, su fuerza, su excelente humor, su decisión y su franqueza? Es todo lo contrario de un tímido, y todo lo opuesto a un ceremonioso. Él es el «hombre representativo» del gran pueblo adolescente que parece hubiera comido el food of gods wellsiano, y cuyo gigantismo y cuyas travesuras causan la natural inquietud en el vecindario.
Ya sabía el parisiense de quién se trataba, y cómo el ex presidente, y con seguridad casi seguro futuro presidente de la Unión, había sido recibido por las monarquías italiana y austro-húngara. Los periódicos, que habían dedicado largas columnas a las proezas del gran cazador delante del Eterno y de la máquina fotográfica, estaban listos para la vuelta del vencedor de las fieras de África y del enemigo formidable de los trusters yanquis.
¡Maravilloso ejemplar de humanidad libre y bravía! Pueden los escritores de humor y de malas intenciones presentarle como el hombre-estuche, genuina encarnación del espíritu y de las tendencias de su colosal país, así el autor del terrible y sarcástico librito inglés Abounding America, en donde se analiza a un Roosevelt polifacial y multiactivo, político, cazador, literato, militar, universitario, ranchero, orador, diplomático, cowboy, pacificador, periodista, sportsman, conferencista, y otras tantas cosas para las cuales sería preciso enumerar el modo del boyante cura de Meudon.
Lo único que no ha llenado por completo el gusto del buen pueblo de París es no haber podido gritar ¡Vive le roi! o ¡Vive l'empereur!, al paso del automóvil del americano, que saludó en la estación al embajador Bacon, ante la gravedad del protocolo, de esta sabrosa manera: ¡Hallo, Bob! Sin embargo, se sabe vagamente que es un rey, a su manera, que hay en él carne de emperador y que es un gran admirador del Bonaparte que duerme «a la orilla del Sena». Es un personaje, sobre todo, pas ordinaire. Y con esto París está encantado. París, digo, el buen pueblo de París, no sabe gran cosa de los Estados Unidos. Pero sabe de los dólares y de las casas de cuarenta pisos; ha conocido a Búffalo Bill y a Bostck, y ha oído en plena plaza de la Opera, en ocasión memorable, tocar marchas y danzas a la banda de Sousa, «Sousa's Band». Sabe que los Estados Unidos tienen mucho dinero y que cada año viene a esta capital del placer[155] un grupo de paseantes que deja un buen por qué de millones. Y todo eso le parece excelente.
El jovial Nemrod ha tenido una buena prensa, sin faltar quienes le hayan hecho notar la inmensa distancia que hay entre el «americanismo» y el verdadero espíritu francés. Ciertamente, dicen unos, el personaje es quizá un peu trop poussé, trop «marqué», comme on dit et l'on a pu sourire de cet américanisme qui touche par tant de côtés au bluff, mais que cependant a une parenté qu'il faut retenir avec l'énergie individuelle. Levasseur encuentra en él «un hombre en toda la fuerza del término y un carácter supereminente». Ve al hombre de acción; pero hace la reserva de que «tal vez Mr. Roosevelt—que ha predicado la acción y la elocuencia—ha comprendido menos el carácter de otra clase de hombres de acción, muy numerosos en Francia y mucho más raros en los Estados Unidos, que obran no menos enérgicamente que aquellos cuyo prototipo es él, pero en el silencio del gabinete y en la calma de los estudios abstractos». Y el sabio francés, a propósito de las censuras de Roosevelt contra la causa de la despoblación, observa que «la gran república de los Estados Unidos, por lo menos los estados del Este, y en particular el de Massachusetts, no están menos contagiados de semejante mal». De todas maneras, Roosevelt no es un moralista para esta o aquella nación, sino para todas las naciones, y hay que agradecer «a ese gran ciudadano, el haber consagrado algo de su tiempo a esa apología de la honradez, de la energía y de la labor incansable».[156] El presidente Fallières, por su parte, expresa que Roosevelt es a la vez un gran ciudadano, un grande amigo de Francia y un grande amigo de la paz. Esto le sentará muy bien al antiguo roughrider que cobró el premio Nobel por hacerse bajo sus auspicios el arreglo ruso-japonés.
Y Pichon, que hoy maneja las relaciones exteriores, manifiesta que «los caracteres dominantes en esa curiosa fisonomía le parecen ser la voluntad, la energía, el valor y la sinceridad». ¡Buen bagaje, vive Dios! Roosevelt se le aparece «como un hombre sin miedo que no consulta más que a su conciencia y sacrifica voluntariamente a las inspiraciones que recibe, las consecuencias que pueden producir sus actos, sea en lo que le concierne, sea en lo que concierne a los demás. En su concepción de una vida sana, honrada y robusta, tal como a menudo la ha definido, se ha propuesto mejorar las costumbres y elevar el sentido moral en su país. Ha querido para los Estados Unidos una gran fuerza material, porque sabe bien que es el mejor medio de ponerse al abrigo de complicaciones y de conflictos. A él le debe su país poseer una admirable y poderosa marina que ha llegado a ser la institución más popular de la república, siendo tan atacada y negada cuando llegó al poder». Y agrega: «Así es como este «pacifista» se dedica a servir la causa de la paz, en la cual ha dado pruebas que nosotros los franceses debemos recordar más que nadie. Pues Mr. Roosevelt es un amigo seguro y fiel de la Francia. Nos ha probado su amistad en[157] toda circunstancia con un perfecto desinterés. Ha obrado como hombre de estado que comprende que las dos grandes repúblicas se deben apoyar entre ellas, puesto que obedecen a los mismos principios, prosiguen la misma obra y tienen el mismo ideal.
Él ha encontrado muy natural que en caso de dificultades le tendiesen una mano amiga. Hoy es a un amigo a quien recibimos, un amigo sincero, justo y tenaz, justum et tenacem. Honrémosle. Amén». Así se ha hecho. Y no ha dado Roosevelt un paso que no haya sido anotado por las gacetas, aun aquellas que han querido emplear, inútilmente por cierto, su ironía bulevardera, que no ha pasado de seguro sin ser notada por el hipopotamicida y rinoceroctono.
¿Sobre qué les viene a hablar el gran yanqui en la vieja Sorbona a los atenienses del siglo XX? Pericles hubiera aprobado, sobre «los deberes de un ciudadano en una república». He aquí al hombre de la strenuous life enseñando en Lutecia los deberes, como él los entiende para con la Patria. Se le aplaude, se le celebra. Y si hay quien recuerde lo del big stick, es para explicar que, como sucede con muchas frases, se ha cambiado en el público el sentido, y se ha tomado una cosa por otra. Y se explica: de tanto hablar del big stick se ha llegado a hacer creer a muchas gentes, y no de las de poco más o menos, que por el más ligero pecadillo, el primo Jonathan aplicaría[158] a las naciones una paliza. Nada más contrario a la verdad. La frase que ha causado tanto ruido, sobre todo, et pour cause, entre los países hispano-parlantes, es ésta: «Un viejo refrán familiar dice: habla con tono conciliador y lleva un fuerte bastón; así irás lejos». Si la nación americana quiere hablar en un tono conciliador y al mismo tiempo quiere resolverse a construir y mantener en un alto grado de entrenamiento una marina poderosa, la doctrina de Monroe irá lejos. La frase de Roosevelt no es, pues, sino viejo decir latino arreglado a su manera: Suavite in modo fortiter in re.
Nada más distinto que el alma francesa del alma americana. Al hablar ante la parisiense, el norteamericano se quiso poner un diapasón lo más cercano posible. El demócrata, perogrullando un poco, dijo muchas cosas doctrinarias y no pocas utópicas. El pacifista afirmó la necesidad de la guerra en ciertos casos; Francia fué, y no podía ser de otro modo, cubierta de flores. Míster Barrett Wendell debe sentirse gozoso en su cátedra de Harvard. Solamente, que hay que tener hijos. «No tener hijos, si ello es por cálculo o por egoísmo, constituye una falta capital. La riqueza de una nación no puede compensar la pérdida de sus virtudes fundamentales y el poder de la raza, de perpetuar en su raza, es una de las más grandes virtudes fundamentales». El discurso fué largo, vigoroso, bien gesteado y dicho, en fin, de una manera que no se ha usado nunca en el vetusto Instituto. El ex presidente no tiene nada que ver con[159] esa cosa tan francesa que aquí se llama buen gusto. Ni le hace falta. Él es una fuerza de la Naturaleza. Y luego, aquí se conocía, al menos por algunos, la frase de John Morley: «He visto en los Estados Unidos dos prodigiosas fuerzas naturales: la catarata del Niágara y el presidente Roosevelt. No sé cuál de los dos es más fuerte.» Como sabéis, John Morley no es nativo de Andalucía.
¿Qué le van a hacer a esa potencia elemental, a esa fuerza de la Naturaleza, a ese beluario que se las ha visto con leones, elefantes y rinocerontes en África y con Rockefellers, Goulds y otras fieras de oro en su tierra; qué le van a hacer, digo, las finas y bonitas saetas de estos ironistas profesionales? ¿Qué le importa a él que M. J. Ernest-Charles le comente en estilo acidulado, le parodie o le señale contradicciones en su conferencia? Él sabe que aquí cuenta con admiradores de fuste, aun entre los hombres de letras, como el incontenible y ciclónico M. Paul Adam, como M. Jean Izouret, como otros cuantos americanizantes o americanizados. Alguien demuestra en un diario que en su libro sobre Cromwell, Roosevelt está contra Bossuet. Se puede apostar, asegura ese alguien, que si alguna vez recibiera monseñor Merry del Val en el Vaticano a Teodoro Roosevelt, el libro de éste sobre Oliverio Cromwell no sería el tema principal y aun accesorio de la conversación. ¡Ya lo creo! Como también puede afirmarse que una tercera parte del entusiasmo oficial en París ha sido causada por la negativa del Vaticano a la ya famosa y frustrada visita.
Los franceses han apreciado en su verdadero valor, algunos de los principios rooseveltianos, y sobre todo éste: El hombre, el ciudadano, como la Nación, lo primero a que debe dedicarse es a hacer dinero. Una vez hecho el dinero, puede hacer lo que le venga en deseo. Y después, la declaración contra los pocos audaces: «Nada se puede sacar de ese tipo de ciudadano, del cual lo mejor que se puede decir es que es inofensivo. No hay casi lugar en la vida activa para el buen hombre tímido». Como aquí abunda mucho el tipo, como en todos los países llamados latinos, el arranque ha caído bien. Un periodista explicará que no se trata de una timidez puramente exterior, sino de esa falta íntima de confianza que vuelve a las gentes indecisas, débiles y prepara todas las derrotas. «Esta manera de neurastenia moral se encuentra mucho en progresión en la sociedad moderna; y sobre todo, preciso es reconocerlo, en Francia». Habráse sacado así práctico provecho de la conferencia. Banquetes y banquetes, recepciones y recepciones, hoy en el Elysée, mañana en el Quai d'Orsay, pasado mañana en el Palacio de Justicia y honores de soberano. Una delegación en que hay un ex presidente del Consejo, ministros, diplomáticos, estadistas, llega a propósito de la cacareada e imposible idea del desarme a pedir a Roosevelt su intervención, de tal manera, que ese varón listo tiene que recordar a esos señores importantes que él es un simple particular y que no puede tomar en tal sentido ninguna iniciativa ante ningún Gobierno. ¿Qué dirá de todo esto Mr. Taft, cuyos comentados[161] twosteps y zapatetas no pudieron hacer el menor contrapeso a las formidables performances de Teddy?
Este superhombre que está aplastando en París, por ahora, a D'Annunzio y a Rostand, se conmovió ante la tumba de Napoleón. Tuvo en sus manos el petit chapeau, la espada. Declaró su admiración fervorosa por el Héroe, con quien se le compara jovialmente en los Estados Unidos, donde se habla de la vuelta de la isla de Elba.
Y apenas ha habido aquí en los periódicos espacio para hablar de otra gloria yanqui, que acaba de desaparecer: Mark Twain.
En Tolosa de Francia vivía hasta hace poco tiempo, o vive aún, si es cierto que tenía el don de profecía, un viejo abate de familia noble y con títulos que él mismo ostentaba con ingenua vanagloria, sobrino de un mártir, nieto del comandante del Ejército real victorioso del año VII, descendiente directo de los antiguos condes de Noé. Llamábase, o llámase, Gabriel[162] María Eugenio de la Tour de Noé, «sacerdote de edad de ochenta y seis años cumplidos, presbítero auxiliar de la iglesia de San Jerónimo de Tolosa desde hace cuarenta y cuatro años justos», agregaba en 1904. Amable y venerable coquetería, en quien durante todo ese transcurso acompañó al cementerio a todos los muertos tolosanos en su calidad de aumônier.
Este hombre venerable, tan frecuentador de los difuntos, tuvo desde hace más de cuarenta años la idea de calcular, pensando en la «Profecía de los papas», de San Malaquías, la fecha más o menos aproximada del fin del mundo. Lo hizo en un libro en que la señalaba para el año 1953. No me negaréis que el cometa de Halley y compañeros dan una resaltante actualidad a dicho libro.
¿Quién fué este inquietante profeta San Malaquías? Estoy muy seguro de que la mayoría de los lectores de La Nación no tienen ninguna noticia de él ni de sus vaticinios. Fué un irlandés de Armagh, que nació en 1094, y tuvo gran fama por su intimidad con San Bernardo, su vida ejemplar y los prodigios que realizó. Clemente III le canonizó medio siglo después de su muerte, acaecida en la abadía de Clairbaux, a los cincuenta y cuatro años, el 2 de Noviembre de 1148. Advertid lo curioso y fatal de esa fecha de difuntos.
Puesto que ya sabéis quién fué el profeta, bien está que conozcáis la profecía. Ésta consta de 112 lemas latinos, que caracterizan alegóricamente a los 112 papas, desde Celestino II hasta Pedro II, que será el último[163] Pontífice de Roma. ¿Cómo calcula el abate de Noé? He aquí su principal argumento. Siendo el papado inmortal, y concluyendo éste con Pedro II, es, pues, innegable que con el último papa la Humanidad acabará. Establecido este punto, dice un crítico suyo:
«El autor, conociendo el número de los papas que deben reinar hasta el fin de los tiempos, busca la media de la duración del pontificado de cada uno de los jefes de la Iglesia, y esta media, multiplicada por el número de todos los pontífices romanos indicados en la historia eclesiástica, y la profecía maláquica le da el número 1953, que, según él, es la fecha aproximativa del fin del mundo.»
El abate examina e interpreta los lemas, y resultando que coinciden con los papas del pasado, supone, no sin razón, que las divisas de los pocos papas venideros justificarán sus cómputos, 1953 y 1910... confesemos que si el Halley nos barre, la equivocación es ínfima en un asunto que trata de la eternidad.
Adviértase que el libro de que nos ocupamos no ha entrado en el Index, y no solamente esto, ha recibido la aprobación de León XIII, según tengo entendido, y la del actual pontífice.
Por su extraño interés voy a transcribir los lemas y extractar las explicaciones del presbítero de Tolosa. En la explicación de las divisas dice el abate: «Dos cifras preceden el nombre de cada papa: la una indica el nombre ordinal de cada pontífice y la otra el año de su muerte».
1—1144.—Celestino II.—«Ex castro Tiberis»—De un castillo del Tíber.
Celestino II nació, en efecto, en Cittá di Castello, sobre el Tíber, en Toscana. Su apellido particular era Dicastell.
La primera divisa se encuentra, pues, admirablemente justificada.
2—1145.—Lucio II.—«Inimicus expulsus»—El enemigo expulsado.
Era de la familia Caccianemici, que significa lo mismo que el lema. Además, dice por pasiva el abate: Los romanos, fanatizados por el famoso Heraldo de Brecia, le trataron como «enemigo» y le expulsaron de la ciudad y aun del mundo, puesto que le mataron de una pedrada.
3—1150.—Eugenio III.—«Ex magnetudine Montis»—De la grandeza del monte.
Este papa nació en el castillo de Graumont, en italiano monte magno.
4—1154.—Anastasio IV.—«Allax Suburraux»—Abad de la suburra.
Este papa se llamaba de apellido Subuni, y además nació en la calle de la Suburra y fué abad de San Rufo en Avignon.
5—1159.—Adriano IV.—«De cune albo»—Del campo blanco, o del campo de alba.
Este papa, único papa inglés, profesó en Saint-Albani, y llevaba el hábito «blanco» como canónigo de San Rufo. Eugenio III le creó cardenal y obispo de Albano o de Alba.
6—1164.—Víctor IV.—Antipapa.—«Ex tetro carcere»—De negra prisión.
Elegido por dos cardenales díscolos, arrojó al verdadero papa, Alejandro III, en una «negra prisión». Este allí volvióse loco furioso, todavía más negra prisión que la otra.
7—1168.—Pascual III.—Antipapa.—«Vía transtiberina»—Vía del otro lado del Tíber.
Fué cardenal de San Calixto en Transvere, o sea, al otro lado del Tíber.
8—1178.—Calixto III.—Antipapa.—«De pannonia Tuscia»—De pannonio, o sobre pannonio toscano.
Henos aquí—escribe el abad—en presencia de un espléndido giro elíptico. La Biblia y el Apocalipsis no tienen inspiraciones más sublimes. He aquí el sacerdocio triunfando del imperio, la Iglesia de la tiranía, el «toscano» Alejandro III, papa legítimo, del pagnoniano Calixto III, antipapa, sostenido por el César pagnoniano Barba Roja. Todo eso es divino, termina...
9—1181.—Alejandro III.—«Ex ancere custode» De la gansa custodio.
Alusión poética y grandiosa a los gansos venerados del Capitolio Alejandro III, «ancer» apostólico y vigilante, salvó a la Iglesia de tres antipapas imperiales.
10—1185.—Lucio III.—«Lux in ostlo»—La luz en la puerta.
Este papa se llamaba Lucius, nació en Lucca, y fué cardenal, obispo de Ostia.
11—1187.—Urbano III.—«Sus incribro»—El cerdo en la criba.
Se llamaba Cribelli. Cribelus es diminutivo de «cribama», criba. Tenía en su blasón un cerdo.
12—1187.—Gregorio VIII.—«Ensis Laurientie» La espada de San Lorenzo.
Este papa fué cardenal de San Lorenzo «in encina», y portaba en su escudo dos espadas.
13—1196.—Clemente III.—«Ex schola exiet»—Saldrá de la escuela.
En efecto, era de la familia Escholari, y nació en una casa de la plaza de las Escuelas, del Escuole.
14—1198.—Celestino III.—«De rure bovensi»—Del campo de los bueyes.
Su nombre era Jacinto. Como el jacinto es el adorno de los «campos», el buey es la riqueza de ellos.
15—1216.—Inocencio III.—«Comes signatus»—El conde sellado.
Este papa se llamaba Conti de Segni.
16—1227.—Honorio III.—«Canonicus ex latere»—Canónigo del lado. De simple canónigo que era, Clemente III le llamó a su lado como camarero íntimo, «ad latere». Le hizo intendente de los dineros de la Iglesia.
17—1241.—Gregorio IX.—«Avis ostiensis»—El ave de hostia.
Tenía en sus armas un ave, un águila, y fué cardenal, obispo de Ostia.
18—1241.—Celestino IV.—«Leo Sabinus»—El león sabino.
Tenía un león en su escudo. Fué cardenal de la Sabina.
19—1254.—Inocencio IV.—«Comes Laurentius» El conde Lorenzo.
Este pontífice era conde y fué cardenal de San Lorenzo «inten sucina».
20—1261.—Alejandro IV.—«Signus hostiense»—El signo de hostia.
Era de los condes de «Segni» y cardenal de Ostia.
21—1264.—Urbano IV.—«Jerusalem campaniae» Jerusalén de Champaña. Era francés, de Champagne, y patriarca de Jerusalén.
22—1268.—Clemente IV.—«Dracco de presus».
Tenía en su escudo un águila dominando a un dragón.
23—1276.—Gregorio X.—«Anguineas VIX»—El hombre de la serpiente.
Era de los Visconti, de Milán, que portan una serpiente en su escudo.
24—1276.—Inocencio V.—«Concionator Gallur»—El predicador francés.
Fué fraile predicador, y aunque no nacido en Francia, arzobispo de Lyón, doctor de París, profesor y provincial de la provincia de Francia.
25—1276.—Adriano V.—«Bonux comes»—Buen conde.
Se llamaba «Ottrobone», y era de los «condes» de la banne.
26—1277.—Juan XXI.—«Piscator Tuscus»—El pescador toscano.
Se llamaba Juan Pedro, como el pescador de Besaida, y fué enterrado en Toscana.
27—1280.—Nicolás III.—«Rosa composita»—La Rosa compuesta.
Tenía una rosa en su escudo y le pusieron por apodo Compositor.
28—1285.—Martín IV.—«Ex telonio liliacel Martini»—De la banca de Martín de los lirios.
Tenía lirios en su escudo y había sido tesorero de San Martín de Tours.
29—1287.—Honorio IV.—«Ex rosa leonino»—De la rosa del león.
Tenía en su escudo un león que llevaba una rosa.
30—1292.—Nicolás IV.—«Picus inter exas»—El pico verde entre alimentos.
Era de Ascoli en el Picenun. Ascoli en latín se dice Asisculum o Esculum. La palabra «escula» es diminutivo de «exa».
31—1294.—Celestino V.—«Ex eremo celsus»—Sacado de la ermita.
Se le sacó, en efecto, de su ermita para elevarlo al pontificado. Además, celsus es casi sinónimo de Facelestis.
32—1303.—Bonifacio VIII.—«Ex undarum benedictione»—De la bendición de las ondas.
Tenían sus armas fasces onduladas. Se llamaba Benedictus.
33—1304.—San Benito XI.—«Concionator Patareus»—El predicador de Pátaro.—Era fraile predicador[169] y se llamaba Nicolás como el santo obispo de Pátaro.
34—1314.—Clemente V.—«De fascios Aquitanicis»—De las fases de Aquitania.
Era de Aquitania. Su escudo tenía tres fases o bandas de gules en campo de oro.
Hay respecto a este papa otras explicaciones que omito por no alargar demasiado este artículo.
35—1334.—Juan XII.—«De tutore osseo»—Del zapatero de Ossa.
Se llamaba Deuse o Dosa, y era hijo de un zapatero.
36—1330.—Nicolás V.—Antipapa.—«Corous Schismatigus»—El cuervo cismático.
Fué Pedro de Corberia.
37—1342.—Benito XII.—«Frigidos abbas».—Fué abad de Fontfroideo. Fuente fría, en la diócesis de Narbona.
38—1352.—Clemente VI.—«Ex rosa Atrebatensi»—De la rosa de Arras.
Tenía rosas en sus armas y fué obispo de Arras.
39—1362.—Inocente VI.—«De montibus Pammachü»—De las montañas de Palmaco.
Tenía montañas en su escudo y fué cardenal obispo de Ostia.
40—1370.—Urbano V.—«Gallus Vicecomes»—Francés Visconti.
Fué francés y subió al papado, siendo nuncio cerca de los Visconti milaneces.
41—1378.—Gregorio IX.—«Novus de virgene fortis»—Fuerte por una nueva virgen.
Fué nuevo por establecer el papado en Roma, impulsado por una virgen fuerte, Santa Catalina de Sena.
42—1394.—Clemente VII.—«De cruce apostolica»—De la cruz apostólica.
La cruz de Saboya en sus armas y cardenal de los doce apóstoles.
43—1424.—Benito XIII.—Antipapa.—«Luna los medina»—Laluna en cosmedium.
Fué Pedro de Luna, cardenal de Santa María en Cosmedin.
44—1429.—Clemente VIII.—«Schisma Barcinonicum»—El cisma de Barcelona.—Era canónigo de Barcelona, y elegido durante el cisma de Barcelona.
45—1389.—Urbano VI.—«De inserun Prignani» Del infierno de Prignani.
Se llamaba Prignani, nació en una aldea que se llamaba El Infierno.
46—1404.—Bonifacio IX.—«Cubus de mistione»—El cubo de mezcla.
Tenía cubos en su escudo. Luego con cubos de piedra y cemento edificó el castillo de Sant-Angelo.
47—1406.—Inocencio VII.—«Demeliore Sedene»—De astro mejor.
Tenía un astro en su escudo. Se llamaba Meliorate.
48—1409.—Gregorio XII.—«Nauta de Pontenigro»—El Navegante de Negro Ponte.
Fué obispo de Negro Ponte.
49—1410.—Alejandro V.—«Flagellum solis»—El azote del sol.
El sol en el escudo y fué arzobispo de Milán, en donde San Ambrosio está representado con un azote en la mano.
50—1415.—Juan XXIII.—«Cervus Cyrenis»—El ciervo de la Sirena.
Nació en Nápoles, cuyas armas tienen una sirena. Cardenal de San Eustaquio, el del ciervo milagroso.
51—1431.—Martín V.—«Columna veli aurei»—La columna del velo de oro.
Su apellido, Colonna. Columna en sus armas, cardenal de San Jorge, del velo de oro.
52—1439.—Eugenio IV.—«Lupa coelestina»—La loba celestina.
Se llamaba Celestino y tenía una loba en su escudo.
53—1452.—Félix V.—«Amator cruni»—Amador de la cruz. Tenía la cruz de Saboya en sus armas, y se llamaba Amado.
54—1455.—Nicolás V.—«De modicitate lunae»—De la bajeza de la luna.
Era de la diócesis de Luna y de baja extracción.
55—1458.—Calixto III.—«Bos pacens»—El buey que pace.
Era de la familia de los Borgia, que portan un buey pastando en su escudo.
56—1464.—Pío II.—«De capra et alberga»—De la cabra y de la posada.
Fué secretario de los cardenales Capránico y Albergati.
57—1471.—Pablo II.—«De cervo et leone»—Del ciervo y del león.
Fué obispo de Cervo y cardenal de San Marcos.
58—1584.—Sixto IV.—«Piscator minorita»—El pescador cordelero.
Era hijo de un pescador cordelero y nacido en Celles, ciudad poblada de pescadores.
59—1492.—Inocente VIII.—«Proecusor Siciloe»—El procursor de la Sicilia.
Se llamaba «Juan Bautista». Gozaba de la estimación de los reyes de Sicilia, Alfonso y Fernando.
60—1503.—Alejandro VI.—«Bos Albanus, in portu»—El buey de Alba en la puerta.
Tenía un buey en sus armas. Fué sucesivamente cardenal de Alba y de Porto.
61—1513.—Pío III.—«De parvo homine»—El hombrecito.
Se llamaba Picolomini, que en italiano quiere decir el hombrecito. Y su pontificado duró solamente veintiséis días.
62—1513.—Julio II.—«Fructus jovis jubavit»—El fruto de Júpiter ayudará.
Tenía en sus armas una encina, árbol consagrado a Júpiter.
63—1521.—León X.—«De craticula politiana»—De la parrilla de Policiano.
Era hijo de Lorenzo de Médicis, y la parrilla, en latín «craticula» es el emblema de San Lorenzo.
64—1523.—Adriano VI.—«Leo Florentius»—El león de Florencio.
Se llamaba Florencio y tenía un león en su escudo.
65—1534.—Clemente VII.—«Floes Piloe aut piluloe»—La flor del mortero, o de la píldora.
Era de la casa Médicis, en cuyas armas hay seis roles o píldoras, de las cuales una tiene lises.
66—1546.—Pablo III.—«Hyacinthus medico»—El jacinto al médico.
Era de la familia Farnesio, que porta en su escudo seis jacintos.
67—1555.—Julio III.—«De corona montaña»—De la corona del monte.
Se llamaba Del Monte y tenía en su escudo dos coronas de laurel.
68—1555.—Marcelo II.—«Frumentum floccidum»—El trigo pasajero.
Tenía en su escudo dos espigas de trigo, y su Pontificado duró solamente veintiún días.
69—1559.—Pablo IV.—«De fide Petri»—De la fe de Pedro.
Se llamaba Pedro Carafe, esto es, fe cara.
70—1565.—Pío IV.—«Aesculapil pharmacum»—El médico de Esculapio.
Llamábase Medichine y estudió medicina en Bolonia.
71—1572.—San Pío V.—«Angelus memorosus»—El ángel de los bosques.
Se llamaba Miguel y nació en Boschi, que significa «bosques» en italiano.
72—1585.—Gregorio XIII.—«Medium corpus pilarum»—La mitad del cuerpo de las píldoras.
Portaba en su escudo medio cuerpo de dragón. El[174] papa Pío IV, que le hizo cardenal, llevaba en el suyo seis soles.
73—1590.—Sixto V.—«Axis inmedietati signi»—El axa en medio del signo.
Había en su escudo un león, que es uno de los signos del zodíaco, y sobre él el axa del mundo.
74—1590.—Urbano VII.—«De rore coeli»—Del rocío del cielo.
Fué arzobispo de Rossano, donde se coge el maná. Tuvo trece días de pontificado. Pasó, pues, como el rocío del cielo.
75—1591.—Gregorio XIV.—«De antiquitate urbis»—De la antigüedad de la ciudad.
Nació en Orrieto, cuyo nombre latino es «Ures vetus», ciudad antigua.
76—1591.—Inocencio IX.—«Pia civilitas in bello»—La ciudad piadosa en la guerra.
Era de Bolonia, ciudad en cuyo escudo se lee «Bononia docta» carácter de sapiencia que conservó a través de sus guerras. Sobre todo, fué horror a guerra lo que la hizo entregarse a la Santa Sede.
77—1605.—Clemente VIII.—«Crux Romulea»—La cruz romana.
Tenía en su escudo una cruz semejante a la cruz «romulea» o papal.
78—1606.—León XI.—«Undous vir»—El hombre como las ondas.
En pleno vigor, a los veintisiete días de su pontificado, un enfriamiento le causó la muerte. Su reinado pasó como una onda.
79—1621.—Pablo V.—«Gleus perversa»—La raza perversa.
Bajo el pontificado, en el Japón, instigado por los protestantes de Inglaterra y Holanda, estalló la persecución general.
80—1623.—Gregorio XV.—«Intribulatione pacis»—En la tribulación de la paz.
El amor de la paz causó la tribulación de su reino.
81—1644.—Urbano VIII.—«Lilium et rosa»—El lirio y la rosa.
Tenía en sus armas abejas que libaban en esas dos flores.
82—1655.—Inocente X.—«Incundito crucis»—El regocijo de la cruz.
Fué elegido el día de la Exaltación de la Santa Cruz.
83—1667.—Alejandro VII.—«Montium custos»—El guardián de las montañas.
En sus armas hay una montaña de seis lados, sobre la cual una estrella brilla y la ampara.
84—1669.—Clemente IX.—«Sidus olorum»—El astro de los cisnes.
En el conclave, la suerte le dió el cuarto de los cisnes. Además, era poeta.
85—1676.—Clemente X.—«De flumine magno»—Del gran río.
Nació en momentos en que el Tíber, desbordado, inundó a Roma e hizo flotar su cuna, pues su casa estaba situada en las orillas del gran río.
86—1689.—Clemente XI.—«Bellum insatiabilis»—La bestia insaciable.
Tenía en sus armas un león aleopardado y un águila.
87—1691.—Alejandro VIII.—«Poenitentia gloriosa».
Se llamaba Pedro, nombre de un gran arrepentido. Fué elegido el día de San Bruno, ángel de la Penitencia, al cual dedicó monedas con esas palabras: «Penitentia gloriosa».
88—1700.—Inocente XII.—«Rastrum in porta»—Rastrillo en la puerta.
Pertenecía a la Casa de Pignatelli, del Rastello, a las puertas de Nápoles.
89—1721.—Clemente XI.—«Flores circundati»—Las flores circundadas o circundantes.
Urbino, su patria, tenía por armas una corona de flores.
90—1724.—Inocente XIII.—«De bona religione»—De buena religión.
Pertenecía a la familia de los Conti, de la cual han salido diez de los mejores papas.
91—1730.—Benito XIII.—«Milex in bello»—Soldado en la guerra.
En su pontificado comienza la primera de las tres grandes guerras que ensangrentaron Alemania y Europa.
92—1740.—Clemente XII.—«Columna excelsa»—Columna elevada.
La capilla que él levantó en San Juan de Letrán,[177] para ser allí enterrado, contiene dos columnas de pórfido, sacadas del pórtico del Pantheon.
93—1758.—Benito XIV.—«Animale rurale»—El animal rural.
La interpretación del abad se reduce aquí a aplicar a su manera a este pontífice la célebre frase de Alberto el Grande sobre Santo Tomás de Aquino.
94—1769.—Clemente XIII.—«Rosa umbría»—La rosa de la umbría.
Bajo su pontificado tuvo gran esplendor la Orden franciscana, y se sabe bien que a San Francisco se le llama la «rosa de la umbría».
95—1774.—Clemente XIV.—«Visus velox»—La vista penetrante, o bien, «ursus velox», pronto, veloz.
Aquí el abad Noé hace una digresión, refiriéndose a la explicación de los jesuítas, disueltos por este papa, dan al lema de San Malaquías, prohijando el acuerdo del pontífice tomado a la ligera...
96—1799.—Pío VI.—«Peregrinus apostolicus»—Peregrino apostólico.
Hizo a Viena un viaje por ver al emperador apostólico José II.
97—1823.—Pío VII—«Aguila rapax»—Águila rapaz.
Bien sabido es cómo el emperador Napoleón, que puso el águila en sus banderas, arrancó de Roma al papa para llevarle a Sabona y a Fontainebleau.
98—1829.—León XII.—«Canis et coluber»—Perro y serpiente.
Tenía en sus armas estos animales.
99—1840.—Pío VIII.—«Vir religiosus»—El hombre religioso.
Pertenecía a la Casa de Gastiglione, famosa por sus virtudes, y es, al decir del abate de Noé, a quien más conviene el dictado entre los papas.
100—1840.—Gregorio XVI.—«De balneis Etrurioe»—De los baños de Etruria.
Era etrusco o toscano y llevaba el escudo de Etrurión. Fué superior de los camandulenses, en cuya casa principal se llamaba Bolneaum, a causa de unos baños cercanos.
101—1878.—Pío IX.—«Crux de Cruce»—La cruz de la cruz, o el crucificado de la cruz.
Refiérese aquí el abate a las pérdidas del poder temporal, bajo Víctor Manuel, en cuyo escudo está la cruz de Saboya.
102—León XIII.—«Lumen in celo»—Luz en el cielo.
En las armas de este pontífice, sobre fondo azul de cielo hay un arco iris y un cometa.
103—Pío X.—«Ignis ardens»—Fuego ardiente.
El abate hace observar que en el blasón de este Papa hay una estrella de cinco puntas, de plata, y en la fecha en que escribía estos últimos comentos le auguraba al venerable pontífice veneciano, que no miraría la cosa con mucha satisfacción, muy corta vida. Estas son sus palabras: «Ignis ardens». El fuego ardiente, después de haber vivido poco, pero santamente, morirá de la muerte de los justos, según la profecía del santo Abad Berdín, muerto en 1279.
Faltan las emblemas de los nueve papas futuros y del fin del mundo de la profecía de San Malaquías. Pero de esto me ocuparé en otro artículo, pues este va ya largo, a pesar de que he únicamente extractado lo fundamental de las interpretaciones.
Para los nueve papas futuros diré que nuestro buen abate colabora con San Malaquías, puesto que al interpretar los lemas entra en el terreno de lo profético.
1.°—«Religion depopulata»—La religión despoblada.
Juzga el abate Eugenio de la Tour de Noé, que bajo este pontífice la catolicidad entera, en paz y en riquezas por el comercio y la industria, se olvidará de Dios, y creerá que todo es obra de ella. Basado en Santa Hildegarda y en Holzhauser, cree segura otra invasión de bárbaros lejanos; de otro modo, en el peligro amarillo. Los asiáticos vendrán y he aquí por qué la religión será despoblada.
2.°—«Fides intrepidos»—La fe intrépida.
Algunos intérpretes—dice—creen que será la persecución a ultranza, y mucha sangre y mártires, como en los primeros tiempos del cristianismo. Pero el príncipe del Aguilón, gran rey francés, conquistará Turquía, y más feliz que Bonaparte, imperará en Oriente y en Occidente.
Se realizaría la unión de las iglesias, y muchísimos[180] paganos se convertirían. Para todo esto se apoya en la vidente Santa Hildegarda.
3.°—«Pastor angelicus»—El pastor angélico.
He aquí el Pontífice, que será por cierto, conforme a Cristo. Será humilde, practicará a las gentes, andará descalzo, y a quien el ya nombrado príncipe del Aguilón secundará.
4.°—«Pastor et naufa»—Pastor y piloto.
Cuando el papa anterior muere, se ha apaciguado la tierra. Hay un cristianismo universal. A este príncipe, pastor y piloto, le toca pilotear la barca de Pedro sobre aguas absolutamente tranquilas. Será preciso—dice el abate—que el pastor sea un famoso piloto para gobernar bien el arca Santa de la Iglesia en los días horribles del combate decisivo que el «hombre de pecado se apresta a presentarle sobre este gran mar del mundo, cuyo imperio ambiciona».
5.°—«Flor florum»—La flor de las flores.
En este tiempo, la humanidad convertida volverá a Dios y la virtud llenará el mundo como un aroma intenso. Jerusalén, cumpliendo la profecía de Orval, resurgirá con su templo reedificado, y el pueblo de Israel se ofrecerá al Señor como en un ramo oloroso de almas.
6.°—«De mediate lunae»—De la mitad de la luna.
Este lema terrible hace ya alusión al cercano final del mundo, pues en el tiempo del pontífice, a que corresponde, la luna comenzará a mostrar a la tierra la mitad de su disco, el Anticristo aparecerá en el mundo. Los turcos se convertirán, y tal vez será turco el[181] mismo papa, según algunos intérpretes, aunque el abate Noé protesta contra tal hipótesis. Cuando el Anticristo comience a triunfar, este pontífice lanzará una encíclica señalando las dos sangres impuras de sus venas, que son la mahometana y la judía. De aquí lo de la media luna.
7.°—«De laboris solis»—El trabajo del sol.
Esto anuncia, según el abad, la descomposición planetaria, los fenómenos raros que producirá el «trabajo del sol», de un astro que se oscurece.
8.°—«Gloria olivae»—La gloria de la oliva.
En esto ve nuestro presbítero como la extremaunción del mundo, que está para morir. Bajo el reinado del papa, cuyo emblema es la humanidad, estará humillada después de un gran combate entre los malos y San Miguel Arcángel. Desde hace algún tiempo, los pontífices reinan, no ya en Roma, sino en Jerusalén, y este papa fallecerá orando, como Jesucristo en el jardín de los olivos.
9.°—«Petrus romanus»—Pedro de Roma o romano.
Este es el último papa de la profecía de San Malaquías. Pedro Romano pastoreará su rebaño entre las más terribles tribulaciones. Entre los argumentos de que se vale el abate para afirmar con San Malaquías que Pedro Romano será el último pontífice, hay uno modernísimo, y es el de que en Roma, en la iglesia de San Pablo, fuera de los muros, en donde se encuentran todos los retratos en mosaico de los papas, desde San Pedro hasta León XIII, hay diez medallones[182] vacíos. He aquí el final de la famosa profecía: «In persecutione extremâ sacrae Romanae Ecclesiae sodevit Petrus Romanus; qui pascet oves in multis tribulationibus; quibus transactis, olvitas septicolis disuctur, et judex tremendus judicabit populum.
«Postea, finis».
En la última persecución de la Santa Iglesia Romana habrá un Pedro Romano elevado al pontificado, que apacentará su rebaño entre grandes tribulaciones; pasados esos tiempos arduos, la ciudad de las siete colinas será destruida y el Juez tremendo juzgará al pueblo.
«Después el fin».
La profecía ha tenido algunos adversarios, entre ellos el abate de Vallmonnt y el padre Ménestrier. Al primero le recusa nuestro comentarista como protegido de Voltaire, y al segundo, como plagiario. Se han hecho de la profecía de San Malaquías negaciones que el abad refuta con argumentos, cuya exposición haría interminables estos artículos.
Además de San Malaquías, ha habido numerosos profetas que vaticinaron el fin del mundo. Por ejemplo, San César de Arlés, obispo, muerto el año 542, el cual anunció que de los restos de la Iglesia perseguida un papa hará, con ejemplo de sus virtudes, la reconstrucción de la cristiandad, ayudado por un rey[183] de Francia, dechado de religiosidad. Después de él, los crímenes del hombre serán tan grandes que Dios decidirá el fin del mundo. Este papa, según el abad Noé, será el cuarto de los futuros, el «Pastor angelicus», y el rey piadoso, colaborador suyo, el príncipe del «Aguilón», de que hablamos antes.
Otro profetizador de la terminación del mundo fué Pierre d'Aylly, nacido el año 1350, doctor de la Sorbona, cardenal y legado del papa. Este sabio, teólogo y astrólogo, dijo que las conjunciones de Saturno y Júpiter resultarían grandes perturbaciones astrales, seguidas de revoluciones políticas por el año 1789. Después de él, afirmaba, el Anticristo no tardaría en llegar.
Está la célebre profecía de Orval, atribuída a muchos, entre ellos a Philippe Dieudonné, monje. Sabido es que ella fué también arreglada a propósito por mademoiselle Lenormand para adular a Bonaparte. En su versículo 47 dice: «Et voila déjà six fois trois lunes et quatre fois cinq lunes que tout se sépare; et la siècle de fin commencé.»
Haciendo el cómputo de todas las lunas, según lo ha hecho el abate Noé, resulta que el siglo del fin es el nuestro, el siglo XX. Hay que advertir que las tres profecías anteriormente citadas están de acuerdo respecto a un próximo fin del mundo, y un sabio americano, autor de La creación y sus misterios descubiertos, obra publicada en París en 1858, M. Snider, apoya aquellas conclusiones con argumentos científicos.
Por otra parte, son muchas las tradiciones que señalan la terminación del mundo para los seis mil años después de la formación de Adán. Entre los judíos existía ya la idea, y el doctor de la ley, Elías, muerto trescientos cincuenta años antes de Jesucristo, hizo alusión a ello.
Sabido es que la leyenda católica está de acuerdo en esto con la tradición israelita, y muchos padres de la Iglesia se han ocupado del asunto. El vidente Holzhauser señala el 1911 como la fecha fatal. Otros, en cambio, no se acercan tanto como él a nuestros días, en sus predicciones. Así, fray Bucelín, que llega hasta 6004. Sor de la Natividad, clarisa bretona, dice a la letra: «El siglo 2000 no pasará sin que el fin no llegue». El abate D'Arzano señala el año 2000. Por fin, nuestro autor, después de cotejar profecías sucesivas desde Nostradamus hasta profetas yanquis, lo cual es un colmo, ratifica su opinión de que será en 1953.
Además, el Secreto de la Saleta da apoyo al abate Noé. Demás decir que su erudición bíblica le sirve a cada paso sobre el asunto desde Esotras hasta el Apocalipsis. Tiene en su libro un capítulo en que señala el triunfo de la francmasonería como precursor inmediato de la aparición del Anticristo. Habla en otro capítulo de los signos anunciadores del fin del mundo, a que se refiere el Evangelio: hambres, pestes, terremotos y extinción de la fe. No hay duda de que tiene razón al señalar todas esas cosas como sucedidas en nuestro tiempo, sobre todo en lo que se refiere al acabamiento de la fe.
En otro, relaciona con la extinción universal los asuntos de la política francesa.
Trata luego de la significación del Anticristo, y recuerda que San Juan aseguró que habría un gran número de ellos, como en efecto los ha habido, en Nerón, Mahoma, Juliano, Lutero y otros.
El vidente Holzhauser anuncia el nacimiento del Anticristo para el año 1855. Nicolás, en 1859. Por su parte el abate Noé afirma rotundamente que ha nacido en Europa el año 1863, que fué educado militarmente en una conocida escuela. Ignora su residencia, pero sabe que su opresión será corta, aunque terrible. La madre, judía conversa y ex monja, habita Londres, o estaba por lo menos allí en 1904.
Ahora, los que presten fe al excelente abate, puesto que no han sucedido muchas cosas que tienen que suceder, pueden estar perfectamente tranquilos por lo del colazo del Halley.
En el momento en que escribo estas líneas Francia se prepara a nombrar sus diputados, como sabéis, por un período de cuatro años. En todas las ciudades, en las más humildes aldeas de los campos más lejanos, los carteles electorales manchan los muros y los discursos de los candidatos desgranan sus rosarios de lugares comunes. Muy pronto el[186] «pueblo soberano» designará por sus votos aquellos que deberán ejercer el mandato y conducir los destinos del país.
Podréis, pues, creer que en un momento tan crítico hay en la atmósfera francesa como un olor a pólvora; que al acercarse el instante de la lucha los batallones se estremecen de impaciencia: que la nación entera está sacudida por un estremecimiento de espera y en la angustia de lo que resultará. Así debería ser, pero no es así.
La vida nacional, lejos de estar suspensa o turbada, sigue su curso normal. Los hombres y las cosas guardan su calma y su serenidad ordinarias. ¿Es esto sangre fría, corrección o dignidad?
He interrogado sobre este punto a algunos franceses amigos míos, cuyo buen sentido y sinceridad conozco. Les he preguntado:
—¿Qué hará usted el próximo domingo 24 de abril?
—¿Lo que haré?—me contestó uno—Si el tiempo está bueno, iré a pasar el día por los alrededores de París: será mi fiesta de la primavera.
—El 24 de abril—me responde otro, con un aire cuidadoso y tocándose la frente con el índice—es probable que mi mujer dé a luz, a menos que se equivoque en su cálculos.
—El 24 de este mes—dice un tercero—alojaré y[187] pasearé por la capital a toda una familia de parientes del campo que han creído darme un gran placer viniendo a visitarme.
Nadie me ha respondido:
—El 24 de abril próximo, como es el día de las elecciones, cumpliré con mi deber de elector. Iré a depositar mi papeleta en la urna. El 24 de abril seré verdaderamente ciudadano y nada más que ciudadano.
Apostaría que a los millares de electores franceses, semejantes a esos amigos míos, les importa un comino el asunto de las elecciones. Por otra parte, las estadísticas lo demuestran. Veo, por ejemplo, que en 1906 hubo en ciertas circunscripciones hasta una tercera parte de electores que no votaron, y que el promedio general de las abstenciones es de un cuarto o de un quinto del número de los inscritos.
Esos indiferentes son ordinariamente, nótese bien, hombres de ideas sanas, igualmente alejados de todo exceso reaccionario o revolucionario, y cuyo voto, sobre todo cuando los candidatos rivales tienen probabilidades más o menos iguales, podría modificar el resultado. Pero estiman más la libertad de hablar o de escribir que el derecho de elegir. Están convencidos de que un voto más o menos en uno de los platos de la balanza no podría inclinarse a tal o cual lado. Y creen también que la lucha es inútil y que hay que conformarse con lo inevitable, o que las cosas no irán ni mejor ni peor con el socialista Ribouldingue, que con el conservador Duriflard, tartampiones notorios.
Llevando un poco más adelante mi pequeña encuesta sobre la mentalidad de los lectores, he llegado a convencerme que no son sólo los abstencionistas los indiferentes. Podría afirmar que la masa de los franceses no concede mucha importancia a las elecciones. Las consideran como una simple formalidad administrativa que se efectúa periódicamente, como los discursos de apertura, o los concursos en las Facultades. Votando, hacen un esfuerzo, un ademán; pero no tienen en el corazón, ni fe ni entusiasmo: no van a una batalla.
En verdad, este pueblo tiene, en su complicidad, algo de desconcertante. Está poseído, como ninguno, de ansia de novedad y de progreso, y ninguno se advierte, desde ciertos puntos de vista, más carneril.
Tiene la pasión de la independencia; pero con tal que pueda burlarse de la autoridad—¡desde el Guignol!—y gozar de libertad de espíritu, no se cura de la tiranía que le rodea. Se queja sonoramente y muy a menudo, no del régimen político mismo, sino de los politicastros que lo deforman, y no intenta echarlos del Palais Bourbon, en donde se han fijado cómo el Doctor de la Dulzura, una vez enojado, echó a los mercaderes del templo. Deplora la ruina de la marina y vuelve a colocar en la cámara a los mismos hombres que han deteriorado la Armada. Se lamenta de la contaminación del Ejército, infectado por los sin patria, y no hará nada para reducir a la impotencia a los cultivadores de esos gérmenes mórbidos. Se[189] encorva bajo el fardo cada vez más aplastante de los impuestos, y, con todo y que puja, queda como bajo la monarquía, taillable et corvéable à merci.
Esta indiferencia de la mayoría de los electores la conocen los candidatos y la aprovechan.
La literatura ligera y los caricaturistas explotan el asunto. Diálogo entre un candidato y su mujer:
—He encontrado mis circulares electorales de hace cuatro años.
—Pero ¿pueden servir todavía?
—¡Ya lo creo! ¡Como prometo siempre las mismas cosas!...
No querría que se creyese por esto que todos los candidatos son farsantes. Pero juzgo que a la mayor parte les falta sinceridad. Pues yo llamo sincero a aquel que, dándose cuenta de lo que significa su mandato, no disfraza la verdad exagerando el bien, paliando y velando el mal; a aquel que no promete sino lo que puede cumplir y que no lo promete sino porque está resuelto a ponerlo en práctica en seguida; a aquel que lucha por un ideal. Llamo sincero, en fin, al candidato que habiendo buscado y encontrado en la rectitud de su conciencia la manera de hacer el bien verdadero al país en general y no sólo a su circunscripción, pone toda su voluntad, toda su alma, todo su sér, en transformar su programa en actos, y[190] que si no ha hecho todo lo que ha querido, ha hecho, de todas maneras, lo que ha podido.
He seguido día por día, se puede decir, la vida parlamentaria francesa en el curso de los últimos cuatro años. Y me he preguntado más de una vez, cómo los diputados de la mayoría, después de las numerosas y garrafales faltas que habían cometido, se presentarían y se justificarían ante sus electores al acabarse la legislatura. He leído en estos días muchos carteles y aun he asistido a algunas reuniones electorales. Y bien. Esos señores están completamente tranquilos. Fijáos. Se han votado las leyes complementarias de la separación de la Iglesia y del Estado. Se ha afirmado la defensa del Estado laico protegiendo la neutralidad escolar. Se ha proseguido la obra social poniendo en vigor la plausible ley de asistencia a los ancianos, protegiendo la infancia, ayudando a la asistencia privada, mejorando la higiene. Las poblaciones rurales aprovechan una gran parte en la actividad reformadora de la última legislatura; se ha extendido y generalizado el sistema de la mutualidad agrícola. Se ha favorecido igualmente a las poblaciones marítimas, reorganizando el crédito marítimo y mejorando la suerte de los inscritos. ¿Qué decir de las leyes en favor de los obreros y empleados? Sobre todo, de la ley de 5 de abril de este año, sobre el retiro de los obreros y labriegos, que quedará como la obra esencial y duradera de estos últimos años de república social. ¿Qué no se ha hecho también por el comercio y la industria?
Se han perfeccionado correos y telégrafos. Se han rebajado las tarifas postales, se ha revisado la tarifa aduanera de modo que ha hecho prosperar un gran número de industrias francesas; se ha rescatado, en condiciones excepcionalmente favorables, la red ferroviaria del Oeste. Se han aumentado los sueldos de los funcionarios y se han dado garantías contra el favoritismo. Se ha democratizado el Jurado y se ha dilatado la estrechez del viejo código napoleónico. No se ha descuidado la defensa nacional; se ha reorganizado la artillería; se han construído barcos de guerra; se ha mejorado la condición del soldado. La prosperidad financiera ha crecido. La política exterior se ha hecho el instrumento eficaz de la paz nacional. Y se ha hecho más. Y más. Y más. Y diré como un candidato, recientemente, a sus electores: «No concluiría, mis queridos conciudadanos, si quisiera enumerar todo lo que se ha hecho de bueno, de bello y de grande, por la Francia». En fin—tout à été pour le mieux dans le meilleur des mondes—tal podría ser «cándidamente» hablando la fórmula sintética y estereotípica que resume y fija lo que ha hecho la última legislatura. El difunto Alphonse Allais, de hilarante memoria, cuenta en una de sus «cosas» que durante un viaje por Egipto encontró una inscripción grabada sobre un bloque enorme de granito, del tamaño de los que sirvieron para construir las pirámides. La traducción para él fué la cosa más sencilla. Pero cuando llegó a la parte baja de la piedra, encontró escrito: «Tenga la bondad de dar vuelta a la página».
Los carteles electorales se parecen un poco al famoso granito de Alphonse Allais: no se les puede dar vuelta para conocer el fin de la historia. Pero estad seguros, en todo caso, de que no es toda la verdad lo que contiene la parte que podéis leer. No he encontrado allí la píldora de los 15.000 francos por diputado, tan difícil de hacer tragar a los electores. No he leído que se amenacen las libertades y los derechos más sagrados; que se aumenten cada año, por la superchería y el derroche, los gastos, la deuda y el déficit; que por el abandono y por la incuria se desorganice la defensa nacional; que se tenga toda suerte de complacencias con los directores de huelgas y agitadores revolucionarios; que haya impotencia para reprimir en la administración el desorden y la anarquía; que se va, por pretendidas reformas, contra todos los intereses, como si la prosperidad nacional, el comercio y la industria pudieran resistir por siempre a tan repetidos golpes.
En cuanto a los candidatos nuevos, a cualquier partido a que pertenezcan, sus franquezas me son sospechosas. Los unos, en efecto, conservadores o nacionalistas, exponen programas que radicales completos no desaprobarían. Llevados por una manera de respeto humano, hacen concesiones a aquéllos mismos cuyos principios rechazan, con tal de lograr los votos. Los otros, los del socialismo, prometen al pueblo, que en el fondo no pide tanto, una libertad tan completa, una justicia tan perfecta, una felicidad tan grande, que no se ve del todo, pues no saben los mismos[193] parlanchines de esas verbales añagazas cómo van a edificar ese paraíso en donde los franceses de mañana van a danzar, en un placer sin límites, un delicioso perpetuo cake-walk.
Esa falta de sinceridad de parte de los candidatos, no va, en último análisis, sin su falta de respeto para el elector. No os diré una novedad si os digo que el respeto no consiste en muestras exteriores de deferencia, o en la expresión de fórmulas de urbanidad. Respetar a alguien, es, ante todo, suponerle un buen sentido, un juicio por lo menos cercano al nuestro. Es, en segundo lugar, tratarle como una personalidad moral a la que no se procura el engaño o el daño. De modo que no decir la verdad y nada más que la verdad, a los electores, es ya reconocer su falta de inteligencia. Pero decirles tonterías, es tomarles por incurables imbéciles.
Véase esta muestra, entre otras, de esas tonterías a que me refiero:
1.° Supresión de todos los impuestos y voto del presupuesto facultativo.
2.° Jubilación a todo ciudadano de cincuenta años, con 60 francos mensuales.
3.° Aumento de sueldo de los empleados que no ganan 3.500 francos.
4.° Respeto a la libertad de trabajo con aplicación radical.
5.° Estímulo de la repoblación (prima de 500 francos por cada hijo que nazca).
6.° Supresión de los empleos inútiles.
7.° Matrimonio obligatorio a los treinta años, para ambos sexos.
8.° Derecho de elección para las mujeres que tengan cuatro hijos.
9.° Supresión de los monopolios del Estado y de los impuestos sobre el alcohol.
10.° Libertad del Comercio y del ejercicio de la Medicina.
Otro candidato, no menos faccioso, reclama en primer lugar la revisión del tratado de Francfort. (¿Por qué no la confinación de Roosevelt en el polo Norte?)
Yo no sé si esas gentes se forman alguna ilusión sobre las probabilidades de triunfo de su candidatura; por mi parte, yo no tengo ninguna duda sobre su mentalidad. Es verdad que aquí se está en el país en que se ríe de todo, en que la exageración misma de los rasgos del programa nos advierte que hay que considerarlo como una charge, como una caricatura.
La lucha electoral es únicamente una lucha de ideas. Un candidato tiene su temperamento, su carácter, su talento, su profesión. Mas el lector no puede juzgarlo, aparte la honradez, sino por sus ideas. Al comienzo, parece que es así. Sin embargo, a medida que el período avanza, y que el día fatídico se acerca, los candidatos llegan, o más bien descienden a una polémica indigna de ellos, y sobre todo de sus electores. Se escarba en la vida privada del adversario.[195] De sus debilidades, si las tiene, se hacen tachas enormes. De su evolución política se hace una serie de contradicciones y de traiciones. De sus discursos se hacen extractos, que, hábilmente aislados, presentan un sentido absolutamente distinto del pensamiento integral del autor. Se lanzan mentises inicuos, y se tiene cuidado de agregar: «Los electores juzgarán». ¡Ah! si el lector juzgase convenientemente el ultraje hecho a su dignidad, enviaría a ambos contendientes con cajas destempladas.
Hay hombres contra los cuales nada pueden los adversarios. Su personalidad se impone tan sólidamente que los contrarios se quiebran en ella pico y uñas. Sin embargo, los atacan a pesar de todo. Ved este cartel:
«Comité de concentración republicana | |
Dos hombres | |
M. Maurice Barrés, | M. Paul Cloarec, |
Novelista | Economista |
Agitador | Hombre de orden |
Sin programa | Programa preciso |
¡Electores, escoged!» |
Los electores han escogido ya y pronto verá el insólito y excelente hombre de orden, M. Cloarec, cuál es el elegido. Pero, ¿qué me decís de este pistonudo paralelo?
Todo esto, en conclusión, es tan humano como francés, y no he de ir yo a revelar a mis lectores argentinos lo que son elecciones. La ambición, como[196] el amor, es mala consejera, aun para las mas firmes cabezas. Ser diputado es para todos una honra; para algunos una honra y un provecho; para muchos, una agradable sinecura. ¿Cómo, habiéndolo probado no se va a querer repetir? Ser candidato, aun derrotado, es haber gozado en su circunscripción, durante el período electoral, de una celebridad capaz de inquietar a Rostand mismo. Y hay candidatos que aun de la derrota sacan provecho. Así este épico, este incomparable M. Valantin Moyse candidat malheureux dans le neuvième arrondissement, como dice una gaceta. Este sujeto, que es filósofo, da las gracias a los 6.852 electores que no votaron por él, de la siguiente manera: «Vous m'avez éclairé, vous m'avez clairement fait voir que je n'avait rien à faire dans la politique. Je continuerai, donc, comme pour le passé, à m'occuper de la publicité des magasins de nouveautés.»
¡Ni en Nueva York!
Monsieur Edmond Lepelletier fué amigo íntimo de Paul Verlaine, desde los años del colegio. Acaba de publicar un libro sobre la vida y la obra de aquel melodioso mártir. Para la vida es un libro de rehabilitación, en parte, aclaración de hechos por irrecusables documentos; para la obra una especie de proceso mental y[197] certificación del iniciarse o tomarse tales tendencias o deliberaciones. Lepelletier cumple con cordialidad una como disposición testamentaria de hace largos años. No se enfría con la nieve de la muerte y la piedra tumbal el afecto del más «viejo amigo», como se le llamó en un soneto dirigido de uno de tantos hospitales, el Cochin:
Y en una carta a su madre, dice Verlaine, desde la prisión de Mons... «Que Lepelletier defienda mi reputación. Podría ser que fuese, antes de poco, mi memoria. Cuento con él para hacerme conocer mejor, cuando ya no exista, allí...» Lepelletier, buen escritor, alejado de la literatura quizá por asco de la vida literaria, aunque no hay mucha algalia en los muladares de la política, su preferida, vuelve a tomar su vieja pluma, y hace un volumen sereno, justo, fraternal, sin retórica, firme, exento de sentimentalismo y[198] claro de verdad. El Pobre Lélian queda limpio, hasta lo posible, del maligno lodo legendario que él mismo recogió y aumentó, gamin excesivo, para su propia maculación. No que el sin ventura resulte ahora un bienaventurado, sino una pobre víctima de «la lógica de una influencia maligna» como él mismo diría: teniendo no poca culpa del derrumbamiento de ese espíritu superior, de ese gran poeta, la sociedad misma. Al hombre lo hace conocer el biógrafo desde la niñez. «En lo que se refiere a la infancia, las primeras impresiones de Verlaine, sus aspiraciones, sus lecturas, el despertamiento de su genio poético, sus comienzos literarios, he de informar al público que se interesa en la génesis de un cerebro como el del autor de Sagesse. Compañero de juventud, confidente de sus pensamientos, de sus ensueños, de sus ensayos, desde la adolescencia hasta la plena edad madura, he asistido, por decirlo así, a la ascensión de la savia, a la floración y al desarrollo de su intelecto». Los amigos de asuntos tortuosos se encontrarán desilusionados al ver que lo referente a la famosa cuestión Rimbaud se precisa con documentos en que toda perspicacia y malicia quedan en derrota, hallándose, en último resultado, que tales o cuales afirmaciones o alusiones en prosa o verso no representan sino aspectos de simulación, tan bien estudiados clínicamente por Ingegnieros. Los testimonios son fehacientes en una correspondencia escrita a raíz de los sucesos que provocan señaladas cartas de toda intimidad y franqueza, en que se ve el alma desnuda y toda ausencia de pose, o[199] de mentirosa urdimbre. Otros libros se han publicado sobre Paul Verlaine antes de este piadoso y definitivo.
No hay en ellos, en suma, sino el propósito de revelaciones que interesan a un público de curiosos de intimidades literarias, y de aficionados a cuentos de café y cervecería. Están en la misma línea que esa malhadada fotografía de la serie nos contemporaines chez soi, que se ha reproducido en magazines e ilustraciones extranjeras, y en la cual aparece «en su casa» el infeliz gran poeta, ante una mesa tabernaria en que se ve el brebaje fatal a su existencia y a su reposo espiritual, por tantos años. Tal crueldad iconográfica hace, con justicia, estallar la cólera fraternal de Lepelletier. Este de ningún modo acepta la usada comparación entre Verlaine y Villon, como no sea en ser ambos dos portaliras en extremo amados de las musas y de los dolores, y en ser cofrades en la devoción y la plegaria, podría agregarse.
Sistema opuesto, el del Pílades literario, al de tantos plumíferos parisienses e internacionales, cuyos recuerdos barriolatinescos y báquicos no han contribuído sino a la universal transformación del Fauno místico en una especie de tipo lastimoso y mendicante, saturado de todos los alcoholes y roído por toda suerte de bajos vicios.
Mucho pesará a los adoradores de la soucoupe el saber que Verlaine era un hombre de ideas burguesas, que si vivió la vida de bohemia, fué forzado por las durezas de la suerte, por las caprichosas circunstancias[200] que amontona la casualidad, esto es, de todas maneras, la ley del destino, para hacerles torcer su dirección, y cambiar la tranquilidad de una existencia que hubiese sido honestamente apacible, por las tormentas pasionales y las noches borrascosas a que conducen los desatados instintos y las ponzoñas de la voluntad.
Una mujer de poca comprensión y escasa paciencia y un puesto modestísimo que, en la administración municipal de París no pudo volver a ocupar después de la Comune—pequeñas miserias—, decidieron el destino, tal el diablo hace esas cosas, del futuro verleniano. Para la gloria, gloria amargada, y para el arte, propicio encadenamiento de hechos; más terremoto sentimental y mental en el mal herido de desesperanza que, antes que el paraíso católico, dignamente ganado a son de tiorba y salterio, tuvo que pasar largos años en el, más que purgatorio, infierno del alcohol.
Al por siempre niño no fueron sino fatalmente dañosas las malas frecuentaciones; así la de ese terrible Arthur Rimbaud, que pudo librarse de su demonio intelectual poderoso y perverso, transmutando su vida en el hierro de una acción que hizo del poeta desorbitado un mercader de Oriente, explorador de lejanas Áfricas, un negociante entre negros, cuya labor colonial no supo a tiempo aprovechar su patria. Muerto antes que Verlaine, cuya vida acibaró de locuras y[201] mala influencia, él tiene su monumento en la villa natal, en tanto que todavía no se ha podido conmemorar en bronce o mármol al autor de Sagesse.
Hase pretendido en lo referente a familia, que Verlaine descendía de noble origen, según los manuscritos genealógicos de Le Fort. Vendría de los señores de Verlaine en el Luxembourg. Lepelletier no juzga exacta la ascendencia, antes bien, cree muy aceptable la eclógica parentela de que ha hablado Saint-Pol-Roux en uno de sus magníficos libros. «Un mi camarada, viejo pastor que apacentaba cotidianamente su ternera y sus dos vacas delante de mi morada, me dijo, un día, llamarse Verlaine. Me estremecí. Conversamos. Me contó su raza. Intrigado, intenté rebuscar. Pronto pude asegurar al pastor belga que un gran poeta de Francia era su pariente, de él, tan chico; lo que le hizo relinchar de alegría.
Anudando entonces sus cejas, como si hubiese cruzado los finos brazos velludos de su memoria, sondó este rincón para, a la larga, extraer un encuentro, antes, en los alrededores de Paliseul, en casa del coronel Grandjean, con un colegial de dieciséis años. ¡Y, bien! Ese Pablo olvidado, de quien me enseñáis la fama, es mi primo hermano segundo, declaró el pastor de Arville. Resumamos sus decires: El bisabuelo de Verlaine, después de haber seguido a los ejércitos franceses, como jefe de convoy militar, se estableció en Arville, viniendo de Braz, aldea vecina, elegido franc-fied por el abad de San Humberto. Dispensado del diezmo, su función consistía en asistir de uniforme,[202] y con el sable desenvainado, a las misas solemnes de la abadía. De su matrimonio con una Henrion nacieron Miguel y Enrique. Enrique tuvo dos hijas y un hijo, el capitán de ingenieros, padre de Pablo»... Esos rústicos entroncamientos demuestran lo justo en Verlaine de sus inquietudes sílvicas de corzo, su natural arisco, su estirpe pánica. No pueden más que interesar vivamente sus despertamientos sentimentales, más sensuales en él que otra cosa, y los primos deseos en el alma del lírico sátiro que naciera tan mal dotado de físicos atractivos, pudiendo ser su rostro de adolescente, argumento de la teoría darwiniana, antes que clasificada de mongoloide su fatigada testa socrática, por un doctor escandaloso que tuvo, a causa de su seudo-ciencia periodística, cierta boga hace ya algunos años. Mas después habrá que considerar cuán buena estofa de páter familias había en quien ha dejado para su hijo—educado lejos de él y a quien nunca pudo ver—en prosa y verso, los consejos más cristiana y tradicionalmente morales, y patrióticos además, a despecho de todas las demoledoras modas. Verlaine, aparte de su genio y de sus caídas, dañosas tan sólo para sí mismo, fué en el fondo, y quizá siempre, eso que «para algunos todavía es de valor»: hombre honrado. Jamás se ha visto furia dolorosa igual a la de ese desdichado por la pérdida de su hogar, por la separación de su mujer, quien, en verdad no le merecía tanta llama inadecuada. Con una mujer paciente, dulce, una familia constituída, y la vida asegurada en su papel de funcionario, habríase destruído[203] en él, sin duda, el veneno de las fatales amistades, y, excelente ciudadano, rodeado de hijos, tuviera un fin apacible en la honestidad de su retiro. Claro es que el arte humano habría perdido tanto sollozo incomparable y la católica poesía tanto gemido místico y tanta oración temblorosa de viva fe, de piedad infinita.
Lo único en que Lepelletier deja sospechar la influencia sectaria, en su manera de exponer el alma de su glorioso y desolado amigo, es en no ver en Verlaine convertido un poeta más lleno de la gracia suprema que de propósitos más o menos literarios; y el querer disimular la ferviente sinceridad de las «Confesiones» en lo relativo al holocausto de aquella pobre ánima, anímula abatida, en honor de Dios y arrepentimiento de sus incontenibles yerros. Nada tienen que ver el Jesucristo y la Virgen verlainianos, que no son otros que los de los niños de primera comunión y los del creer del carbonero, con los Odin y Teutates parnasianos, y toda la védica teogonía y toda la soberbia y logolítica erudición de la poesía de Leconte de Lisle. El catecismo, sí, era su libro. Y hay en él también algo franciscano. Entre sus ramos de claveles, rosas, hojas de viña, y tal o cual orquídea, respiráis perfumes de fioretti.
¡Ah, la leyenda verlainiana y la realidad de las cosas! Yo quisiera que todos aquellos cerrados criterios, que todas aquellas mal informadas personas para[204] quienes el nombre del pauvre Lélian es una dicción sospechosa, leyeran, apartando por un instante las vulgares y repetidas informaciones caras a los cronistas ligeros y desvergonzados escribas, leyeran y meditaran con calma los conceptos de este volumen fidedigno. Hace no mucho tiempo se publicó en Francia—Francia tiene estos arranques generosos—una rehabilitación también muy documentada de la vida de Poe, otro tan mordido y enlodado desde los días del odioso Grissmold. Tales obras honran a los que las emprenden y consuelan a los que no aspiran a ver en el mundo tan solamente el lado oscuro o rojo de la Perversidad. Coincide con la publicación del libro de Lepelletier la de una obra póstuma y antigua, paralela a Sagesse: Voyage en France par un Français. Se ha dicho con sobra de superficialidad que dicho bouquin no agrega nada a la personalidad intelectual del autor. Quizás. Mas hay una cosa cierta, y es que, dichosamente, ella ayuda a conocer el oro cordial del hombre. Del buen hombre por siempre niño.
Con motivo del famoso gallo, Le Temps, de París, habló recientemente de una obra estrenada en Madrid hace algún tiempo, y en la cual los personajes son[205] animales. Se refiere a El caballero Lobo, del Sr. Linares Rivas, notable ingenio de esta Corte que tomó la antera a M. Rostand, años después, sin embargo, de anunciada la pieza francesa tan cacareada.
Los trabajos teatrales en que aparecen animales en la escena, tienen antecesores en el teatro clásico castellano, si no en el francés, puesto que el curioso autor de las 36 Situations dramatiques puede escribir hoy: «Allons, il ne me vint pas une mauvaise idée lorsqu'en 1900 j'ouvris la carrière dramatique aux personnages du vieux «Roman du Renart». Depuis mille ans, mil n'y songeait. Quelle cohue aujourd'hui!...» En efecto, M. George Polti hizo aparecer en el Mercure du France de 15 de agosto de 1905 una obra titulada Compère le Renard, acompañada de una carta al director del Mercure M. Vallette, en la que decía entre otras cosas: «Los diarios anuncian que M. Edmond Rostand va a poner en escena «Chantecler» el gallo y otros animales del Roman du Renart. Alaban con emulación su idea original, que será, según anuncian, el «punto de mira de la curiosidad parisiense este invierno». Esto me decide a publicar Compère le Renard, escrito por mí «desde 1909», época en que lo leí a algunos amigos, como pueden atestiguarlo desde luego, M. Louis Wéber, caballero de la Legión de Honor, redactor de la Revue Philosophique, de la Revue Métaphysique y del mismo Mercure, M. Henri Lasvingnes, el traductor de Stirner, y un hermano Julien Polti, miembro del Jurado de la Société Nationale des Beaux Arts. Después de la lectura de mi pieza—en la cual figuran, como[206] pueden verse, junto a Goupil, «Chantecler» el gallo, el perro, Morhou, Noble el león, Insengrin el lobo, Beaucent el jabalí, Bellyn el carnero, etc., he enviado copias al Odeón al Gran Guignol, al Théâtre Antoine, a Cluny, al Chatelet, como pueden demostrarlo, a más de los registros de esos teatros, las cartas que me han dirigido rehusando en la forma ordinaria y después de lectura, supongo».
Monsieur Polti, quería, pues, dejar establecida su prioridad. Él se había decidido a escribir una comedia de animales, basada en el viejo Roman du Renard, inducido, según cuenta en otra parte, por el teatro de Gozzi. Y va un antecesor. El autor del Compère le Renard, cuya erudición en asuntos de teatro es conocidísima, pensó seguramente también en Aristófanes, y en la comedia china Tao-sse, Las transmigraciones de Yo-Théou adaptada del chino al francés, por M. León Charpentier. En esta pieza figuran y hablan diablos con cabeza de buey, de mono, de ratón, de pato; un ternero y el mismo Yo-Théou en forma de burro. Y otro antecesor.
Mas en el teatro español, que M. Polti ha demostrado conocer en ocasiones, hubiera podido recordar los ejemplos que señalaré luego.
Si no en la escena hablan ya muy donosamente las bestias en el libro de Calila e Dimna, cuyos orígenes orientales con tanta documentación ha explicado en un sabio estudio el famoso don Pascual de Gayangos.[207] Calila e Dimna no es otra cosa que las fábulas de Pilpay, el poeta de la India. Pilpay o Bidpay y Esopo, son los primeros que ponen talento y discurso a la humana, en los animales. Cierto es que ambas cosas posee en la narración bíblica la Serpiente del Paraíso, y después la pollina de Balaam; y que Júpiter, bajo aspectos de irracionales, hizo muchas de sus mitológicas hazañas. En las fabulaciones y poemas orientales los animales suelen hablar como personas, como se puede ver en los mismos cuentos de las Mil y una noches, los cuales se asemejan a los apólogos de Calila e Dimna, en la manera de trabar el final de un sucedido con el comienzo de otro.
Después del libro de Calila e Dimna, del Arcipreste de Hita y de algunos otros pocos escritores se encuentra algo notable respecto a la inteligencia de los animales en la Antoniana Margarita, del filósofo Gómez Pereira, de quien se ha desmostrado tomara Descartes algunas ideas y hasta el famoso Pienso, luego soy. Respecto al alma de los animales, para defender a Descartes de plagio, escribía en su tiempo Bailler, su biógrafo: «Muchos han creído que Descartes había tomado del libro de Gómez Pereira la famosa opinión del alma de las bestias. Mas hay una gran razón para dudar que Descartes haya jamás oído hablar de este Pereira; que su obra (hoy muy rara), haya ido a parar a manos de un hombre tan poco curioso de libros y de leer como nuestro filósofo. Esto quita toda duda en el asunto, pues Descartes no vió el libro de Pereira hasta un año después de la publicación de sus Me[208]ditaciones Metafísicas». Sin embargo, otros autores continuaron sosteniendo ser Pereira el primero que afirmara la idea cartesiana de que las bestias no son otra cosa que máquinas vivientes. Raimundo Lulio había dicho a su manera: De la sensitiva: La «sensitiva» es, la potencia con la cual el animal siente lo sensible; es a saber: lo sensible, oíble, etc.; y tiene esencial y natural «bondad, grandeza», etc.; y tiene seis sentidos particulares: la vista, oído, gusto, tacto, olfato y habla, en los cuales está diversificada. «Es cierto que él abarca asimismo al hombre o como gráficamente le designa, «animal hombrificante».
A propósito de la «sensitiva», doña Olivo Sabuco de Nantes, ilustre virago, que sabía mucho para su tiempo, entre las muchas cosas que dice de los animales inteligentes, manifiesta en uno de sus diálogos: «... Pues quiero contar de otros animales, para que veáis cuánto obran los afectos de la sensitiva para vivir o morir. Plinio dice que un pescado langosta teme tanto al pulpo, que en viéndose cerca de él muere. Y si el congrio ve cerca de sí la langosta, hace lo mismo. Y cuenta el mismo Plinio del delfín que es muy amigo de la conversación del hombre, y que uno de ellos tomó amistad y conversación con un niño que vivía cerca de un lugar marítimo, de manera que muchas veces llegaba el niño a la ribera del mar y lo llamaba por este nombre, Simón, y luego venía, y el niño le daba pedazos de pan y otras muchas cosas; el delfín se ponía de manera que el niño subía encima, y lo llevaba y paseaba por la[209] mar, y lo volvía a tierra. Continuando, pues, esta conversación y amistad, dióle una enfermedad al niño, de que murió. El delfín, viniendo un día y otro al puesto donde ejercitaba su amistad, como no acudía el niño, siempre lo veían en aquel lugar, gimiendo en semejanza de lloro, hasta tanto que allí mismo lo hallaron muerto. Cuenta también Eliano...» Y así prosigue la sabia narrando sucedidos de animales, a punto de que se advierte lo fácil de encontrar argumentos a lo Chantecler sin necesidad de meditaciones en un corral de Cambo. Todo autorizado por Eliano, o por ese delicioso gran embustero de Plinio, que habría hecho el encanto del Ursus de Víctor Hugo.
Hay que recordar asimismo al célebre doctor Juan Huarte de San Juan en su Examen de ingenios, en el capítulo «Donde se prueba que del alma vegetativa, sensitiva y racional son sabias, sin ser enseñadas de nadie, teniendo el temperamento conveniente que piden sus obras». Allí, con apoyos de Hipócrates, de Platón, de Galeno, se anticipa a los Maeterlink, Heara, Gourmont y demás contemporáneos que se han ocupado en bestias y bestezuelas.
Mas, pasemos a lo concreto de este artículo, que son los animales en el teatro.
Cervantes, por su alto nombre, podría pedir primacía diciendo que sus perros dialogan como gentes; y que Cipión y Berganza, acortando los parlamentos,[210] y presentados en coloquio a la manera, como se hacen las cosas en la Porte-Saint-Martin, serían tan aceptables como el can que hace Jean Coquelin, si no más discretos e ingeniosos, y en una prosa que bien vale los alejandrinos rostanescos. Es el caso que hablan los perros. Y como dice el final: «El acabar el coloquio al licenciado, y el despertar el alférez, fué todo a un tiempo, y el licenciado dijo: Aunque este coloquio sea fingido, y nunca haya pasado, paréceme que está tan bien compuesto que puede el señor alférez pasar adelante con el segundo. Con este parecer, respondió el alférez, me animaré y dispondré a escribirle, sin ponerme más en disputas con vuesa merced, si hablaron los perros, o no. A lo que dijo el licenciado: señor alférez, no volvamos más a esa disputa; yo alcanzo el artificio del coloquio y la invención, y basta: vámonos al Espolón a recrear los ojos del cuerpo, pues ya he recreado los del entendimiento. Vamos en buen hora, dijo el alférez, y con esto se fueron».
Mas el gran Calderón aparece con piezas representables que con la mise en scène actual serían de gran efecto. No solamente pone en las tablas monstruos mitológicos como sirenas, sátiros, etc., sino que, cual en el Chantecler, animales. Las «memorias de las apariencias», acotaciones o indicaciones escénicas, tan profusas que ni D'Annunzio mismo las pone ahora, son verdaderamente notables. Para la loa que abre la comedia Fieras afemína amor, y en la que los dramatis personae son el águila, el fénix, el pavón, o pavo real, los doce signos, los doce meses,[211] y músicos, explica el autor, en una acotación cómo se representó. Calcúlese lo que se hizo con los recursos escénicos de entonces y lo que se haría ahora. «Fundóse el pórtico del teatro de orden compuesta, entre cuatro columnas de bien imitada piedra lázuli, cuyas cañas estaban adornadas a trechos de resaltados bollos de oro, y en su correspondencia dorados sus capiteles y sus basas, con que siguiendo el orden, corría la cornisa enriquecida a partes de los mismos bollos, mascarones y cornucopias. En ellas descansaban unas volutas, de quien pendían varios festones, que dando vuelta a los modillones, recibían el cerramiento del frontis, de quien era clave una medalla de relieve, guarnecida de hojas de laurel, con cuatro mascarones y otros adornos que la dividían en igual compartimiento. Dentro della estaba un caballo, cuya velocidad enfrenaba galán joven, no sin algunas señas de Mercurio, dios del ingenio, así en el caduceo, como en las plumas del capacete y los talares: geroglífico del que osadamente vano intenta sofrenar al vulgo. A los lados del pórtico, entre coluna y coluna, estaban en sus nichos dos estatuas, al parecer de bronce, que haciendo viso al héroe de la fábula, halagando una a un león y otra a un tigre, significaban el valor y la osadía. Todo este frontispicio cerraba una cortina, en cuyo primer término, robustamente airoso, se veía Hércules, la clava en la mano, la piel al hombro, y a las plantas monstruosas fieras, como despojos de sus ya vencidas luchas; pero no tan vencidas que no volase sobre él en el segundo término[212] Cupido flechando el dardo, que en el asunto de la fiesta había de ser desdoro de sus triunfos. Bien desde luego lo explicaba la inscripción, cuando en rotulados rasgos que partían entre los dos el aire, decía a un lado el castellano mote: Fieras afemína amor, y al otro el latino Omnia Vincit amor. Lo demás del campo que restaba a la cortina ocupaban pendientes festones de trofeos de guerra, que enlazados los unos de otros orlaban todo el lienzo, sin perdonar pequeño espacio, que no llenase de hermosa variedad la arquitectura en sus diseños y la pintura en sus dibujos. En habiendo logrado la vista por breve rato ambos primores, empezó a lograr los suyos el oído, primero en sonoras chirimías, y después en templados instrumentos, a cuyo compás, desde lo más alto del frontis, por detrás de la medalla empezó a descubrirse, hecha un ascua de oro, un águila condal con imperial corona, sobre cuyas batidas alas venía una ninfa, que rompiendo la cortina, sin romperla, dió principio a la loa, como en voz de El Águila (cantando)».
Ya veremos en otro artículo cómo cantan y hablan las aves y demás animales parlantes de Calderón, tres siglos antes que los de Rostand.
Juan Jacobo Rousseau ha dicho en alguna parte: «Prefiero ser el hombre de las paradojas que el hombre de los prejuicios». Tiene razón. El prejuicio, en[213] efecto, es una opinión recibida sin examen y participada por el mayor número. No tiene efecto sobre los espíritus por su grado de verdad, sino por la satisfacción que da a la pereza. Atrofia y paraliza la actividad de la inteligencia, haciéndola incapaz de distinguir lo verdadero y lo falso. El prejuicio es así una idea muerta que es necesario arrancar.
En el hermoso libro que acaba de publicar monsieur Barrett-Wendell, destruye prejuicios, pero cuida de no expresar ninguna paradoja. Se puede decir que es un «libro vivido», en el cual las afirmaciones se apoyan constantemente sobre hechos observados o verificados directamente, prudentemente e inteligentemente, en el cual la preocupación de la verdad no ahoga la simpatía y la admiración del escritor para los hombres y las cosas: en el cual, en una palabra, se reunen en grado supremo, y en la más bella armonía, los méritos de la razón que examina y juzga, y del corazón que siente y ama. Él constituye uno de los más admirables testimonios que jamás haya habido en honor de Francia; y al leerlo, los franceses se emocionan orgullosamente. Conozco, por mi parte, quienes exclaman, poco más o menos, como Sócrates hablando sobre Platón, su discípulo: «¡Cuántas cualidades este hombre nos encuentra, en las cuales nosotros no habíamos pensado!»
Monsieur Barrett-Wendell estudia sucesivamente las universidades, la estructura de la sociedad, la familia, el carácter francés, las relaciones entre la Literatura y la vida, la cuestión religiosa, la revolución y[214] sus efectos, la República y la Democracia. Cualquiera que sea el orden adoptado por el autor, cada capítulo es un estudio muy compacto, muy interesante y que contiene para los extranjeros las enseñanzas del más alto precio.
De la admirable intelectualidad de los franceses, de sus fuertes costumbres dinámicas, de espíritu, M. Barrett-Wendell concluye que la ciencia extranjera sería muy vivificada si un mayor número de estudiantes viniesen a colocarse bajo la influencia francesa. Ésta combatiría útilmente lo que las otras influencias tienen de excesivo; ella daría a los conocimientos más riquezas y a las universidades una actividad de mejor índole, una vida más fecunda.
No me place mucho la división que hace M. Barrett-Wendell de la sociedad francesa en tres clases: la nobleza, la burguesía y los artistas. Ella es tal vez cómoda para el estudio, pero temo mucho que no corresponda muy exactamente a la realidad. Que haya, por ejemplo, una especie de barrera entre la aristocracia y la burguesía, convengo en ello, aunque esta barrera se aminore más cada día; pero no veo que los artistas se distingan de los otros franceses por caracteres fundamentales y permanentes bastante precisos para que constituyan una clase aparte. ¿Y por qué no entonces la clase del clero? ¿Por qué no, sobre todo, la clase del pueblo, que es la gran masa de los franceses? El pueblo, con su robusto buen sentido, su incansable actividad, su espíritu de orden y de economía, su apego profundo por lo que es práctico, sólido[215] y durable, el verdadero pueblo en la campaña, que no hay que confundir con el obrero de la ciudad, el pueblo que precisamente desconfía de todos los prestigios, de cualquier naturaleza que sean.
Pero quizá me equivoco en hacer esas reservas. Monsieur Barrett-Wendell nada, en efecto, ha olvidado; y, si él no da a cada cosa la importancia que encierra, es por un plausible escrúpulo de escritor, que no quiere dar su juicio sino con perfecto conocimiento de las causas. Las malas lenguas extranjeras se complacen en esparcir la opinión de que la sociedad francesa está moralmente enferma.
«Mientras más veis a los franceses chez eux—dice M. Barrett-Wendell—, menos se fija nuestra atención en ese fenómeno social mórbido. Al contrario, más y más os admira no solamente la regularidad general de su existencia, sino aun de ese hecho sorprendente: que esta regularidad general parece tener un punto de apoyo muy sólido en sus afecciones.»
Ha logrado excelentemente analizar en los franceses la simplicidad fácil de maneras, y la extremada franqueza de los hábitos intelectuales; la manera incomparablemente natural y deliciosamente amistosa con que acogen y reciben a sus huéspedes; su locuacidad llena de franqueza, pero también el instintivo pudor de su espíritu; su seriedad profunda, asombrosa, en la conversación mundana; la ausencia de pedantería, su capacidad de dominarse cuando se trata del deber; su culto del honor, su pasión por la sistematización que les conduce a salir de su carácter de[216] discutir asuntos abstractos; su amor por los principios, que ellos cuidan con un celo intransigente e intolerable; y, a pesar del exceso, el refinamiento, las estrecheces de sus virtudes más poderosas, la fuerza maravillosa con que vanamente se conmueven por los sentimientos humanos, cuando son grandes y profundos.
No era bueno igualmente probar y declarar a los extranjeros mal informados, o mal intencionados, que la tan grande audacia de la literatura en Francia, muy lejos de indicar que la inmoralidad sea la regla de la vida francesa, tiende más a demostrar que no es sino la excepción, demostrar que el ardor que los franceses ponen en sus discusiones religiosas, proviene no precisamente de su apego íntimo a tal o cual forma de la religión, sino sobre todo de su excesivo apego a las fórmulas definidas; que la Francia prospera entre todos los países, que en ninguna parte se experimenta una impresión más evidente de bienestar sólido y sustancial, que en ninguna parte se ve menos pobreza, menos miseria, que en el resto del mundo entero.
No quiero dejar de transcribir integralmente las últimas líneas del excelente y hermoso libro del escritor norteamericano:
«A los franceses mismos aparece la república menos como un régimen nacional que como un régimen de partido. Yo aspiro así como los mejores de entre ellos, a ese tiempo en que no siendo el gobierno de un partido, será el gobierno nacional; y este tiempo[217] creo que vendrá. Pero aun entonces, seremos más justos con la entera magnificencia del pasado, si saludamos a la República como a la Francia, y no a la Francia como a la República. No es demasiada la palabra mayor para abarcar el alma total de esta nación.»
El régimen democrático actual de Francia tan magistralmente analizado por M. Faguet en su último libro El culto de la incompetencia, no es sino demasiado a propósito para hacer creer que la República, la que ha hecho en todas sus partes a la Francia actual, que ha arrojado toda miseria y toda opresión. Este régimen democrático parece querer hacer tabla rasa de diez siglos de historia nacional, porque esos diez siglos han visto otros regímenes que el de la soberanía popular.
Se diría verdaderamente que la República tiene miedo a los muertos.
Nada más curioso, más sugerente, a este respecto, que las recientes querellas, que nacidas en las escuelas primarias y en los establecimientos de enseñanza secundaria, han tenido su fin en la Cámara de Diputados, querellas relativas a los manuales de historia de Francia y de moral. Concluídos, desde hoy en adelante para los futuros alumnos franceses, los excelentes libritos en que sus autores habían enseñado que Juana de Arco es una santa heroína, que Luis XIV[218] es un gran rey, que la monarquía ha hecho bellas cosas, que la Iglesia ha hecho en la Edad Media servicios eminentes, tendrán en cambio otros manuales en los que el espíritu democrático habrá reducido a su talla todo lo que fué potente y noble, y no se deberá considerar a los reyes sino como déspotas corrompidos, y a los sacerdotes como siniestros sectarios.
Conocéis la leyenda de aquel tirano griego que extendía a los viajeros sobre un lecho, cortaba los pies a los que sobrepasaban y estiraba los de los que no llegaban a la extremidad. El espíritu democrático no estira: por poco, cortaría los pies como la Revolución cortaba las cabezas.
Esta política de nivelación sistemática, ejerciéndose por todas partes, en el pasado lo mismo que en el presente, inspirando todo, dominándolo todo, atrofiando los hombres y las cosas, las ideas y las empresas, tal es, a mi entender, el mal verdadero de que sufre la Francia actual.
Contado tengo yo también cómo el norteamericano francófilo firmemente confía en el porvenir de este bello país. Primero, porque el buen sentido, que siempre ha sido tan francés, concluye también por triunfar, y luego, los franceses individualmente son sanos, razonables e inteligentes, y con poco más pueden serlo colectivamente.
Ha vuelto Bostock a París, no ya al enorme Hippodrome, sino allá lejos, por el Jardín de Plantas. Gran beluario, soberbio domador, de los primeros del mundo. Bostock no gusta verter la sangre de las fieras como su coterráneo Roosevelt, antes bien, las cuida, las ama y las domina sin crueldad. Así logra penetrar en el alma extraña y misteriosa de esos nuestros hermanos inferiores. Este norteamericano, fuerte y sereno, está tan lejos de Nemrod como cerca de San Francisco de Asís. Tras su cara de emperador Guillermo se oculta un espíritu dulce para las bestias. Como el buen hombre de las Mil y una noches, que apaleó cuerdamente a su mujer, sabe tanto del idioma de los animales como no lo sospecha M. Rostand. Bien ha dicho la neoyorquina Ellen Velvin al escribir sobre Bostock, a quien frecuentara, que no notó nunca en él «el menor acto de crueldad». Ni en los empleados de su circo. «Todos los domadores, todos los guardianes, estaban orgullosos de sus animales y tuve mil pruebas de su bondad y de sus cuidados para con sus discípulos. Los animales enfermos eran muy bien tratados. En el caso, entre otros, en que un leoncillo se enfermó de convulsiones, noté que muchos guardianes tenían las lágrimas en los ojos cuando la pobre bestia se crispaba torturada por el dolor». ¿Dudáis de esto? Es que no habéis visto como yo las aflicciones de mi querido Frank Brown en Buenos Aires por las[220] palpitaciones de corazón que le daban a un perrillo al cual había enseñado el gentleman-clown a voltear para atrás. Más que los poetas que pintan a los brutos con los peores defectos de los hombres, deberían esos hombres de los circos ser nombrados socios honorarios de las Sociedades protectoras de los animales.
Bostock ha contado su vida. De niño jugó con leones, pues sus antecesores fueron también maestros de fieras. La frecuencia del animal aguzó su inteligencia para comprender y hacerse comprender de esos compañeros. Aprendió, según su decir, que la personalidad de ellos es tan netamente manifiesta como la nuestra, y que ciertos rasgos característicos suyos pueden ser fácilmente comparados con los de la especie humana. «He conocido muchos leones y tigres tan malos y tan indignos de confianza como ciertos humanos. He encontrado mil otros que hubiesen desdeñado aprovecharse de una ventaja deslealmente obtenida. He hallado que la mayor parte de ellos son honrados, amables y sinceramente afectuosos». De todos modos es muy posible que entre todos los lobos no se encuentre uno solo que sea el «hombre» de ellos y que haga escribir un apotegma a algún Hobbes aullante.
Se precisa tener un fondo puro para, como en el caso de Bostock, llegar a ser «comprendido» y «apreciado» por las criaturas que no hablan a la humana. A menos de no ser el niño hindú, de Kipling, se necesita para comunicar con ellos paciencia y constancia, y aprender a no mortificar sus espíritus «lentos y rebeldes».[221] Todo esto lo enseña Bostock. A este hombre, que ama con pánica fraternidad a esos seres que tanto en ciertos puntos se nos asemejan, preocupó un día la idea de ser un opresor; pensó si no haría mal en mantener en jaulas a los nacidos para la libertad de la floresta, del desierto o de la espesura, «si no era ese un derecho imprescindible, un derecho que la equidad no permite transgredir». Sufría con la duda. El lo dirá de bella manera: «Saber si yo tenía o no razón de guardarlos prisioneros me atormentó por largo tiempo, y estuve profundamente turbado mientras pesaba el pro y el contra de la cuestión. Vi a esos seres indomados en su soledad natal; les vi acurrucarse por la noche en sus retiros ocultos, atisbando una presa; vi las tragedias del matorral; recordé sus frecuentes estragos contra la vida humana, llevados ya por el hambre, ya por el simple deseo. Sobre su terreno original, remonté hasta las fuentes antiguas de los largos anales de esos amigos, encontrados muertos, o moribundos de hambre, de sed, o por una bala tirada por algún cazador apasionado de sport o de lucro. En medio de esas reflexiones pensaba en el elefante, en la cebra, en el caballo, todos libertados del estado salvaje para su bien y el de la Humanidad. Poco a poco llegué a resumir así mi problema: ¿debo devolver a mis pupilos a sus florestas natales y cesar el estímulo de la captura de las fieras? ¿Debo continuar protegiéndolos y manteniéndolos, y de este modo preservándolos a ellos y a sus hermanos más débiles de las desgracias ciertas del desierto?» A la última pregunta el domador[222] se contestó afirmativamente. Él les daba una felicidad relativa. Los nutría, los cuidaba, les evitaba la probable muerte violenta. No les hacía sufrir. Luego, eran útiles, prestaban un servicio a la educación, a la historia natural, y aun, hubiera podido agregar, al arte.
Y Bostock entró plenamente en su heredada carrera.
Ante todo, apartó de sí todo procedimiento cruel. «La bondad es el único azote empleado para hacerse obedecer de las fieras». Sin ella, las fieras «no entienden». La fiera más terrible se dulcifica con la bondad. Hay que inspirar con la bondad confianza. Es probable, dice Bostock, que otras generaciones llevarán más adelante la doma de las fieras, pero estoy contento con lo que yo he logrado. Comprender y hacerse comprender. Esa es su victoria. Tal, más o menos, fué lo que desarrollara en las páginas del McClure's Magazine, hace ya diez años, en un estudio que consagró al beluario, y que éste aprovechó después para su libro profesional, el escritor Samuel Hopkins Adams.
El libro autobiográfico y técnico del admirable norteamericano contiene cosas en extremo interesantes. Su padre, hombre religioso, que profesaba el anglicanismo, quiso dedicar a pastor al niño que jugaba con cachorros. Lo fué, pero su rebaño ruge, huele a selva y come carne cruda. No obstante, el futuro domador cultivó su espíritu. Estudió primero en los[223] Estados Unidos y luego en el Kelvedon College, en el condado inglés de Essex. En una de las visitas que hacía en vacaciones a su padre, volvió a ver los trabajos con las fieras en el circo. Y aconteció que un domador, habiendo tratado mal a un león, no pudo seguir en su ejercicio. Y el joven Bostock solicitó de la benevolencia paternal ser el reemplazante. Negativa. Pero al día siguiente, mientras Mr. Bostock, padre, recorría el circo, encuentra a su hijo metido en la jaula del fiero león. «Hijo mío, le dijo todo asustado; si sales vivo de allí te voy a pegar la paliza mayor que puedas recibir en tu vida». Como el muchacho salió triunfante, la amenaza se volvió cariño y el cariño pasó a consentimiento y el domador fué reemplazado por el audaz joven. «Yo tenía quince años y me llamaban «el niño domador». Comenzó así su peligrosa carrera. El no admite «nada de vulgar en sus espectáculos»; se da en cuerpo y alma a sus tareas, siente la fascinación de su trabajo. Comprende lo que hay en él de fabuloso y de heroico. Sabe que hay que tener juicio fino y presencia de ánimo.
En Birmingham se le huyó un furioso león africano que, perseguido en una alcantarilla, le hizo realizar un trabajo hercúleo y habilidoso para capturarlo. Su historia está llena de cosas impresionables. Varias veces ha estado a la muerte, por la garra o por el colmillo. Llegó a maestro. Muchos discípulos suyos son hoy famosos en los modernos fastos circenses. Habla de su arte, o si gustáis, de su ciencia, con pasión, pero en él impera siempre la serenidad. Conoce los[224] animales de la historia y la historia de los animales. Proclama la modernidad de su arte, pues ninguna fiera fué industriada por los antiguos, a pesar de anécdotas de eruditos. Tiene a orgullo el descender de Georges Wombwell, que inició de los primeros el dressage tal como hoy se comprende. Antes de que la menagerie del abuelo Wombwell se estableciese en Inglaterra, a comienzos del siglo pasado, se habían amaestrado monos y perros, pero nunca leones y tigres. Por la dulzura de un hombre con dos leoncillos enfermos y la amistad continuada pudo ver el público por primera vez juntos al león y al hombre, sin hacerse daño. Así se iniciaron las enseñanzas de hoy. «Un hombre y dos leoncillos», dice Bostock. Eso asombraba hace más de cien años. Hoy vemos entrar a un hombre en la arena «rodeado de veintisiete leones». Y se va más adelante: se ha ido poco a poco. Recuerda a Ellen Bright famosa, que murió por imprudente desgarrada por un tigre; a Herman Weedon, que ha realizado grandes progresos, y a otros tantos, entre los cuales el soberbio capitán Bonavita, Daniel, con látigo y botas. Y la Morelli, circundada de panteras, jaguares y leopardos, todos menos nobles que el real león; la Aurora, de humilde aire efébico, haciendo evolucionar sus osos blancos; Miller, con sus enormes tigres bengaleses; la Pianka, Weedon y el valerosísimo Richard de Kenso. Y luego los secretos para lograr el éxito en la enseñanza de los terribles alumnos. A más de la paciencia y la constancia, saber penetrar en la psicología zoológica. Estudiar los[225] temperamentos y las idiosincrasias y velar por el aseo, la buena nutrición y el ejercicio, pues la pereza hace tan malas a las fieras como a los hombres. Sabed que los leones son enfermizos; que cuando examinan una cosa y no la comprenden, se agitan y rugen; que son delicados como los niños; que una leona preñada es tan nerviosa como una mujer en estado interesante, y que por causa de sus nervios es difícil que sea una buena madre, llegando hasta devorar sus hijos: sabed que hay a veces entre las fieras traiciones y perversos sentimientos. Luchan entre ellos, se muerden, se dan zarpazos. ¡Cuánta atención, pues, habilidad y firmeza para adiestrarlos, para relacionarse con ellos! Los que creen en que se les da opio, bromuro u otras pócimas no saben que eso no puede ser. Pues afirma Bostock, dar drogas a las fieras podría ocasionar pérdidas serias, sin contar con que el efecto final de las drogas disminuiría sensiblemente el valor comercial de los animales. Igualmente, el buen domador no usa jamás de crueldad. No se deteriora una bestia que vale tanto, primeramente. Y luego, el mal trato hace mala a la fiera. Hay que escoger los alimentos. «El único medio de mantener las fieras en buen estado y sin mal olor, es darle carne fresca y de buena calidad. El carnero o el buey recién estazado y a veces una cabeza de cordero, que les gusta mucho, es el alimento que conviene más a los leones y a los tigres». Y hay otros cuantos detalles sobre la comida de esos bien nutridos y considerados prisioneros, como el darles un hueso con cada trozo de carne[226] y el hacerles ayunar un día a la semana. Si hay desgano, pues un aperitivo. Mas no creáis que se les emponzoña con bíters, gencianas, ajenjos o vermutes, sino que se les da un pedazo de hígado; o bien un conejo, un pollo o un pichón. Al oso, poca carne cruda; se le da cocida, y pescado y pan con leche. Y si el oso es polar, sabed que ese gourmet se chupa labios y patas si le brindáis un buen plato de aceite de pescado. «Esto es algo que vale la pena de ser visto», afirma el buen Bostock.
Las grandes serpientes son difíciles de alimentar y hay que emplear con ellas a veces la fuerza. Cuando un elefante está resfriado, hay que regalarle con whisky y cebollas calientes, pues «parece no solamente aceptarlas, sino querer más». Pero esa pagoda viviente es por lo general muy sana, como no se cuele una pneumonía. Duermen sobre el lado izquierdo, replegada la trompa «hacen a intervalos regulares un ruido singular, semejante al de una caldera que deja escapar vapor. No tienen el sueño profundo. No prestan mucha atención a su guardián que les hace ronda toda la noche; pero si algo de insólito se produce, el silbido de su respiración se para: dos lucecitas rojas aparecen en la cabeza de cada elefante; y todos se despiertan y se ponen en guardia. A la primera señal de peligro trompetean sonoramente y lanzan la alarma cuando ningún otro sér vivo, salvo ellos, sospecha nada de anormal». Aquí sí que el vigía está en la torre.
Bostock enseña las características de cada animal. «Los leones no tienen afecto; se acostumbran a su domador y lo toleran; pero su obediencia y su docilidad son debidas en parte, sino enteramente, a su ignorancia y a su terror por todo lo que no comprenden». Es lo que a los humanos aconteció con los elementos y con las potencias desconocidas que causaron la idea de los dioses.
Mas en el animal hay también misterio, y hay que recordar la opinión de los que juzgan que la inteligencia de ellos no difiere de la de los hombres sino por la calidad. Buffon nos ha enseñado su abecedario; Welss nos ha iniciado en su teología... Bostock nos dice: «No es el ojo—aunque en él se contengan resolución, prudencia y paciencia—, es «el espíritu» el que domina a un tiempo mismo una veintena y aun mayor número de animales».
Y es que en este norteamericano que contiene a Sansón y a Androcles, se encierra un buen lastre de la mejor filosofía.
París lamenta la desaparición de su rey Eduardo, de su antiguo príncipe de Gales. La Prensa, que siempre tiene sus desentonos, ha estado ahora unánime al hacer el elogio del difunto monarca de Inglaterra. No pasó así con Leopoldo de Bélgica, que también creía haber ganado su ciudadanía parisiense. Es verdad que[228] había su diferencia entre el rey gentlemen y el rey bolsista y negociante. Hasta en la misma vida galante hay una y otra manière. Además, el britano procuró siempre hacerse simpático a Lutecia. Y una de sus frases íntimas, es la que dijo el alcalde de Biarritz: «Dicen que todo hombre tiene dos patrias: la suya y la Francia. Es posible. Lo que sí es seguro es que todo hombre tiene dos placeres: primero vivir en su patria y luego vivir en Francia». Así, París ha sentido tanto como Londres la muerte del soberano; el príncipe no podría nunca olvidar y dejar de ver con cariño al país que le fuera tan grato: a la ciudad de sus expansiones juveniles y en donde su elegancia y su gentileza tuvieron más influjo que Su Majestad. Así, de París, él gustaba sobre todo, y como hombre de fino gusto, de los parisienses. El normando, como decía Paul Adam, se complacía con la vivacidad y la alegría de las lutecianas. Como después, y ya un poco tarde, su sobrino de Alemania; apreciaba la gracia singular de una Jeanne Gravier, y el sutil talento de una Réjane. Cómicas y cómicos de renombre conservaron regalos suyos. El broche de Réjane y el bastón de M. Fébre son famosos entre bastidores. Su persona era familiar a los habitantes de París. «Ahora mismo, dice un parisiense, nos parece a todos que sobre el andén de una de nuestras estaciones, o sobre la acera de una de nuestras avenidas, vamos a ver aparecer esa curiosa fisonomía, la más curiosa tal vez que hayan producido las líneas soberanas: ese paso que era sonoro, pero que no hizo nunca temblar[229] el suelo; esa oreja que era pequeña, pero anchamente abierta a los mil ruidos de los cuatro puntos del globo; ese ojo azul, muy dulce y sonriente, que bajo la pestaña perspicaz parecía detenerse siempre sobre los objetos más inmediatamente cercanos, pero que en el fondo buscaba, sobre todo, mirar lejos, más allá del horizonte visible; ese cuerpo que parecía tener la robustez de un gigante y que no había dejado la gracilidad de un niño; esa mano que parecía tener la fuerza de deshacerlo todo y que se contentaba con tener la fuerza de estrechar; esa sonrisa, muy bondadosa y muy indulgente, que los labios dejaban pasar, plegándose con un poco de amargura...» El retrato es justo, bien hecho y demuestra el cariño. El pesar parisiense no es ficticio. En los balcones de algunas calles se ven banderas de duelo, como en Londres. Y la rue de la Paix tiene crespones y cintas negras por el rey de las elegancias masculinas y el estimulador de las elegancias femeninas. Es para él, dice alguien, que nosotros hubiéramos querido inventar la tradicional expresión: Su graciosa majestad. Se habla de su afabilidad, que no menoscabó nunca su real distinción. El príncipe anecdótico interesa más a París que el rey político. Árbitro de la ténue, se enumeran sus prendas indumentarias, sus sastres, sus proveedores. Se le celebra como gourmet, como sportsman, como gentleman generoso. Un escritor que recordara sus antiguas horas alegres, no deja de apoyar que «a los que le han conocido cuando era príncipe de Gales hacía pensar en el nombre de otro príncipe de su país, el famoso[230] Enrique IV de Shakespeare, compañero de Falstaff», y que «la juventud de Eduardo, como la de Enrique, estaba tan consagrada a los placeres, que, así como con Enrique, se dudaba mucho que llegase a revestir la majestad real, pero que tanto para uno como para otro los temores fueron injustificados, y ambos, una vez soberanos, se pusieron a reinar como si no hubiesen hecho otra cosa durante toda su vida». Los que recuerden las escenas finales de la pieza shakespeareana tendrán presente cómo a Falstaff le da una enérgica lección Enrique IV. Y se cuenta que, con gentileza de forma y gentileza de potentado, dió otra lección Eduardo VII a una actriz francesa que, estando en Londres, no supo comprender en cierta ocasión que el príncipe de Gales había desaparecido ante el rey de la Gran Bretaña, y emperador de la India.
En una casa parisiense admiro la iconografía casi completa del lamentado soberano. Dibujo que representa al niño recién nacido, cuya masculinidad alegró al viejo Wellington.
—«¡Un barón!—exclamó éste,—¡Un príncipe!—respondió escamada la nodriza míster Broug». El pequeño duque de Cornouailles, con su cofia fina, bebé, bebé jumeau, en compañía de la princesita Victoria. El niño, más crecido, trajeado de claro, con sus anchos pantalones y su blusita ceñida con cordón a borlas; de la mano de su madre, que tiene tan lindos brazos[231] y tan lindo escote, a ambos lados del rostro blanco y bello, los cabellos lisos y oscuros que caen hasta los hombros. La litografía en que está con las princesas niñas Alicia y Victoria—y una muñeca—; y otra en que se ejercita en el rowing en el lago del castillo de Windsor, ante el príncipe Alberto, de su madre y hermanitos. Un marinerito de keepsake, cabellera rizada, bello como un amor; luego, jugando con otros niños, en el parque del castillo, mientras sus padres están en una ventana. Luego otro retrato infantil en un paisaje de Escocia y otro con toda la familia real, en un salón palaciego.
Ha crecido algo más, y hele aquí en unión del duque de Coburgo. Tiene ya ocho años; viste el traje escocés que le deja las rodillas desnudas. Después, del brazo con su hermana Victoria, como jugando a marido y mujer, él con el casaquín desabotonado de cintura abajo, la gorra de visera acharolada, ella con la falda acampanada y a vuelos, y el sombrero de alas anchas algo echado atrás. Ya veremos cuando le apunta el bozo al príncipe de levita, capa y la especial gorra universitaria, no sin antes admirarle adolescente en un dibujo de Richmond. Así cuando la boda de la princesa real, en el 58, entre los generales y los lores, los príncipes y las princesas. Un retrato le representa con el uniforme de los guardias. Y luego, ya la barba aparecida, está inclinado, de rodillas, bajo la capa de la ceremonia de caballero de San Patricio.
Y la dueña de casa me le hace ver en otros cuadros, planchas y grabados más, que sirviera para documentar[232] gráficamente un libro sobre el monarca íntimo. Ya está en la India, cuando su célebre viaje, en la caza del tigre, sobre el lomo de un elefante, en una escena de tour de monde, ya acogiendo afectuoso a los tributarios maradjahs; y prosiguiendo su jira de conmisvoyageur de lealismo, martillando el último remache en el puente Victoria sobre el San Lorenzo canadiense.
Un grupo del año 62. Las damas visten unos trajes que hoy parecen imposibles. La crinolina forma su embudo; los tocados son sencillos; la moda poco exigente. Del lado de los hombres el futuro árbitro de las elegancias no se distingue mayormente; en cambio, en la cabeza del duque de Edimburgo está pintado un sombrero de copa claro que ha de renovarse de manera triunfante, más tarde, en la cabeza del príncipe de Gales. De ese mismo año hay un retrato del príncipe imberbe, sentado cerca de un jarrón, con un junco en la mano. Ya se nota la preocupación del vestir bien; son los comienzos del arbiter. Un año después se inician unas vagas patillas; así está, con su uniforme de brandeburgos y su gorra de pelo con plumero blanco. Es el tiempo del enamoramiento y del matrimonio. La bella princesa de Dinamarca en la corte viste a la sazón como una dama de Winterhalter. Hay un grabado del día mismo del matrimonio, en que la reina Victoria y los recién casados parecen, junto a un busto del príncipe Alberto, unos buenos burgueses de Francia.
En un retrato de 1873, en compañía de su hermana[233] Alicia, el príncipe está ya barbado. Viste de americana, no por cierto famosa, y tiene en la diestra el cigarrillo, que ha de ser sustituído después por los célebres habanos a diez francos cada uno. Por el mismo tiempo está retratado en Balmoral con la real familia; y no tiene, a la verdad, del inglés convencional más que el traje a grandes cuadros y la gorrita escocesa. En esa época le pintó Angeli, de uniforme y con aire marcial. Hay una figura del 76; está hermoso y grave. Y la serie iconográfica continúa: con su bulldog favorito; llevando de las riendas a Pergiminon el día de la victoria en el gran Derby de Epsom, entre las explosiones de entusiasmo de miles de sportsmen; en un concurso de tennis en Homberg; de chaquet, en Marborough-House; con gabán, saliendo de la capilla; de zapatos ferrados y polainas en sus cacerías de ciervos de Balmoral; de gran uniforme, junto con su hermano el duque de Connaught, entre la muchedumbre, en el pesage; de hongo, en un box, en una venta de caballos; con collar y mandil, como gran dignatario masón, y con el traje de gran maestre de San Juan de Jerusalén.
Aquí lleva de la mano a la reina en la ceremonia de la apertura del Parlamento, pendiente de sus hombros el gran manto real, cuya cola sostienen pajes arcaicos. O está sentado en el trono, rodeado de túnicas, espadas, varas y pelucas; o en el instante de firmar el juramento que afirma la seguridad de la iglesia escocesa; o presidiendo, entre muchas calvas y pocos toisones, un consejo de gabinete; o junto a su[234] mesa de labor, con el habano encendido; en carruaje de gala, en automóvil, a pie, príncipe, monarca, turista, bulevardero, en apoteosis y en caricatura, así conoce París, tanto como Londres, la figura indiscutiblemente simpática de quien fué llamado el rey de los gentlemen y el gentlemen de los reyes.
Aun no se han verificado los funerales y ya la municipalidad parisiense resolvió dar su nombre a una calle, y como la calle elegida no correspondiese a la magnitud de la intención, los vecinos de la calle Royal han pedido que sea esa la favorecida con el nombre de Eduardo VII. Ello estará bien, por ser royale y por ser de elegancias y lujos. Los risueños agregan que en ella está el establecimiento de Maxim's.
Un parisiense de distinción, que fué amigo íntimo del rey Eduardo, contaba días pasados que muchas de las leyendas que circulan no están completamente conformes con la verdad. Y hace un buen «croquis» del egregio difunto. «No era ni familiar ni estirado. Tenía para todos una palabra precisa, una frase que no se podía olvidar; y, dígase lo que se diga, del rey de Inglaterra quedó siempre la verdadera; era el príncipe de Gales: un gran señor sin finchamientos, sin fanfarronería, pero también sin ninguna condescendencia con los importunos y con los aduladores. Permitía gustoso que, a pesar del protocolo, se le dirigiese la palabra sin ser interrogado su interlocutor; pero[235] si se trataba de una adulación, de una flagornerie, cortaba la conversación con una impertinencia altiva». Y estas palabras significativas: «Tenía igual medida en sus afectos deportivos que en sus afectos artísticos, que en su gusto por los placeres, que tanto le fué reprochado; y que no eran en él más que la expansión generosa, ardiente, comprimida por la flema británica y la noción exacta de su grandeza». Así habla alguien, que como he dicho, fué su amigo íntimo y su antiguo compañero de vida parisiense. Así habría hablado Gallifet, si hubiera vivido hasta ahora. Sayán su émulo y otros que ya no existen. Le lloran otros amigos, entre ellos el pintor Detaille, que deja a medio concluir su último retrato.
Y las anécdotas abundan, todas, sí algunas picantes, cariñosas. Ninguna más gráfica, aunque seguramente falsa, a pesar de ser ben trovata, que ésta de que he hablado en otra ocasión. En la función de gala que se dió en la Comedie Française en honor del nuevo Rey de Inglaterra, se encontraban en el palco presidencial el rey Eduardo y M. Loubet. La bella Otero, que había logrado un asiento de platea, gracias a un amigo senador, pues la fiesta era de invitación, fué con buenas maneras instada por la policía para dejar su fauteuil. Como se oyese un vago rumor—¿qué pasa?—dijo el presidente.—Y al explicársele lo acontecido, al mismo tiempo que el honesto Loubet preguntaba:—Qui est cette demoiselle? el antiguo príncipe de Gales exclamaba por lo bajo:—Pauvre Caroline! Estas son las sonrisas de París.
Chile en 1908, por Eduardo Poirier, es un libro recién aparecido, lleno de datos y de juicios, que llamará la atención sobre ese país importante. El efecto será naturalmente mayor si a la edición castellana se uniesen otras inglesa y francesa que, según tengo entendido, se preparan. En Europa, escribe J. H. Webster, citado por Poirier, en su obra The American Republics, los numerosos libros que circulan sobre las fantásticas maravillas de las naciones latinas de América, son libros que desprecia todo el mundo, comenzando por los que escriben y los reparten. Míster Webster exagera. En Europa nadie puede despreciar esos libros, porque nadie los lee y nadie los reparte. Hay, en efecto, una verdadera bibliografía a nuestro respecto en la sección de viajes de estas librerías. Generalmente se encuentran esos volúmenes entre los libros de étrennes, muy bonitos, con muchos grabados, que se regalan a los muchachos. Son libros caros. Sus autores son por lo común exploradores y geógrafos, colaboradores de Le tour du monde, o turistas ocasionales, hombres o mujeres, que han llevado su cuaderno de apuntes y que no han podido después resistir a la tentación de la publicidad. Hay también los enviados de los periódicos, entre los cuales enviados se encuentran de la clase de los terribles. Ejemplo, Th. Childe, Barzini. Todos esos libros tienen un público limitado. Así, los conocimientos del[237] gran público respecto a esos países tienen por base, cuando más, lo que el buen Julio Verne describió o dijo de ellos en señaladas novelas de su colección. Ningún nombre glorioso, o siquier famoso, ha escrito jamás un volumen sobre la América latina, fuera de las páginas científicas a ella consagradas por un Darwin, o un Humboldt. Loti, que ha recorrido casi todo el mundo, no ha puesto nunca entre nosotros sus escenarios. Y vale más. Lo único de valor que un europeo de nombre universal haya alguna vez publicado sobre una nación hispanoamericana, es la conferencia de Anatole France sobre la República Argentina.
Si Ferrero escribe el libro que se ha anunciado, será cosa excelente, aunque insista en su romanismo comparado. Y si el señor Blasco Ibáñez se dedica a la obra argentina de que se ha hablado, será también plausible, porque su nombre es muy conocido y representa hoy a España en la librería mundial.
Sobre Chile se hallan en Europa algunas monografías, de publicación oficial, llenas de datos interesantes y obras como la Histoire d'un grand peuple, del venezolano señor Arestigueta Montero, que es vendida en París por su mismo autor. Libro corriente, libro que circule, libro autorizado, no conozco ninguno. Por eso la propagación del señor Poirier, en buenas condiciones no podrá sino ser utilísima para su patria.
Ese nutrido trabajo es en menores proporciones, semejante al del señor Lix Klet sobre la República[238] Argentina. Demás afirmar que hay en la tarea realizada la manifestación de un patriotismo ardiente. No es esto sino plausible, pues si una labor como esa no se lleva a término con amor, no valdría la pena de emprenderla. Tengo el gusto de conocer al señor Poirier. Sé de su talento claro y ponderado, de su laboriosidad infatigable y de su extensa cultura. Ha viajado y ha podido hacer, como él dice en su proemio, «el consiguiente estudio comparativo y analítico de otros pueblos, razas y civilizaciones». Como lo exige la índole de su obra, hase ayudado con una documentación oficial, verídica y exacta. Además, al final del grueso volumen ha agregado varias monografías escritas por autoridades del país, y que ponen de manifiesto el adelanto actual de la cultura chilena. Son esas autoridades los señores Poenisch, para las matemáticas; Santa María, para la ingeniería; Ducci, para las ciencias físicas; Díaz Ossa, para la química; Phlippi, para la Zoología; Reiche, para la botánica; Sundt, para la geología y mineralogía; Porter, para las ciencias antropológicas; Marín Vicuña, para los ferrocarriles; Amunátegui Solar, para la medicina y farmacia; Dávila Boza, para la higiene pública; Guerrero Bascuñán, para la beneficencia pública; Amunátegui Reyes, para el código civil; Ballesteros, para el derecho procesal; Galdámez, para la biblioteca nacional, y Ramírez, para la instrucción primaria.
El señor Poirier trata en su libro, primero de la parte geográfica, luego de la histórica, gobierno, intelectualidad y comercio. Es una exposición maciza[239] de la vida y movimiento del organismo de la nación chilena. Las ilustraciones, mapas y planos son dignos de toda recomendación. La parte gráfica es un utilísimo complemento del trabajo.
He aquí la viña Subercaseaux que produce los excelentes y famosos vinos, que pueden competir con buenos crus europeos.
He aquí el monumento a Juan Godoy, descubridor del mineral de Chañarcillo. La esculpida figura de ese hombre del pueblo nos recuerda que Chile es un país minero y que muchas de sus fortunas han salido de las entrañas de la tierra.
Aquí vemos a un hacendado y sus hijos. Estos gentlemen farmers llevan el traje usual de los estancieros chilenos, el sombrero de anchas alas, la bota y el poncho, que tan bien han sentado a huéspedes como el difunto don Carlos de Borbón.
He aquí los baños de Canquenes en el valle pintoresco; y el río Copiapó, crecido, y el Valdivia y la laguna negra, que se diría de un paisaje suizo.
Se ven los puertos pintorescos; y Viña del Mar, la ciudad de lujo y de alegría cercana a Valparaíso. Y las ciudades que están cercanas a la cordillera, y las lejanas y los pueblos lindos. Vese un grupo de araucanas con aspectos asiáticos; y una preciosa adolescente, hija de cacique, que si no tuviese los pies desnudos e intactos, creeríase hija de un mandarín o príncipe de China.
Santiago y sus monumentos, su cerro de Santa Lucía, orgullo de los habitantes de la capital, y Valparaíso,[240] la britanizada, y Concepción y Talca y tantas otras poblaciones de trabajo y de belleza, como ese encanto de Lota, feudo económico de los opulentos Cousiños. Y una profusión de grabados más que explica objetivamente el texto.
Los monumentos hablan de la historia gloriosa de la Nación. Tal cual pintura de artista nacional expone escenas de la vida popular, como la Cueca. Y la fotografía hace admirar la tradicional hermosura de la mujer de Chile, perpetuada en la inmortalidad del arte por el célebre busto de Rodin que es joya del Luxembourg y cuyo modelo Arsene Alexandre asegura ser una dama peruana, habiéndolo sido, según entiendo, la esposa del ministro chileno en Francia, señor Moria Vicuña.
Al leer ese tomo no se puede menos que reconocer el entusiasmo y el afecto que por su patria tiene el autor, entusiasmo y afecto muy naturales y justos. Queda afirmado que Chile es un país serio, laborioso, bien constituído y lleno de cualidades bélicas y que comprenden bien el lema de su escudo «por la razón o la fuerza».
Durante mucho tiempo ha sido el modelo gubernamental para las repúblicas hispanoamericanas y su buen sentido ha sido señalado como un ejemplo y una norma. Ha tenido siempre envidiable renombre en sus asuntos económicos, y en la formación del tipo propio no en balde ha querido imitar a los hijos de la Gran Bretaña. Además, el chileno ama la expansión de la vida y el gozo de vivir, aunque parezca en[241] veces seco o brusco. Así, bien puede decir con razón un observador como W. H. Koebel: «The chilean of the educated classes bears a marked resemblance to the Englishman both in outward appearance and habits. A young naval cadet at Valparaiso might have stepped straight from out of the doors at Osborne. A similar Anglicised appearance prevails throughout in the world of commerce, officialdom, and sport. Amongst others, hospitality and a marked «joie de vivre» are their attributes». Durante tres años que pasé en las ciudades de Valparaíso y Santiago, hace ya más de veinte, pude comprobar tales aserciones.
Los datos sobre el movimiento intelectual dan idea de una copiosa producción. Se encuentra larga lista de escritores y poetas, hechos a la manera de aquel incansable obrero de la publicidad chilena, tan lleno de buenas intenciones, que fué el finado don Pedro Pablo Figueroa. Quizá hubiera sido de desear un estudio sobre las tendencias del pensamiento nacional y un cuadro expositivo de la evolución literaria en ese centro de pensadores estrictos, de hábiles constitucionalistas, de eminentes jurisconsultos y filólogos. Y mostrar cómo allí en donde el ilustre venezolano don Andrés Bello dejó como herencia imperecedera el Código y la Gramática, hay también una juventud que ama la Belleza y siente el Arte y que saluda con respeto la figura de mármol de aquel antecesor, aun siguiendo los rumbos que el espíritu de su época le ha señalado.
Mucho más hay que alabar en la obra del señor Poirier. Su prosa es clara, amena, distinguida. Se ha librado de los excesos líricos que en trabajos semejantes se encuentran en otros países hispanoamericanos. De este modo él ha llenado su objeto de escribir para «hombres de estudio y de ciencia, para quienes ninguna utilidad ni prestigio revestiría una de esas adocenadas y calidoscópicas exhibiciones de maravillas en que se pinta a estos países nuevos de la América, no como ellos son, sino como los quisiera el optimismo interesado, cuando no la quimera patriótica de sus autores». Libro útil, lectura provechosa para su tierra, labor de propaganda merecedora de estímulo, eso es lo que ha realizado el señor Poirier. Ya había él, de otras maneras, hecho lo mismo en Chile para bien de otros estados hispanoamericanos.
Dícenme que un miembro del cuerpo diplomático fué separado de su puesto en París por el Gobierno chileno por publicar un libro que él creía excelente y que no hacía sino poner a su país en ridículo. En este caso el Gobierno debía hacer todo lo contrario.
Hay un escritor a quien injustamente los excesivos del intelectualismo han querido poner à coté, en estos últimos años; quiero hablar de Alfonso Daudet. Este era un artista cordial, un sensitivo, con el don[243] del humor y de la claridad. Mucho de su obra, hoy poco atendida, revivirá más tarde.
Ahora viene a mi mente lo que de él leyera antaño, al acabar de acompañar a Mme. Daudet en sus Recuerdos, recientemente publicados. Ellos forman un volumen que generalmente interesa y en muchas de sus partes conmueve. Vemos desfilar unas cuantas figuras de las letras francesas, cuyos nombres son famosos y cuya obra no es conocida. Y ellas pertenecen no solamente al grupo literario que frecuenta el «diván» de los Goncourt y visitara la casa de Daudet, sino a una generación anterior, pues la autora se complace en rememorar a tales o cuales personajes de letras que conociera desde sus primeros años, cuando sintiera su inicial impulso hacia la literatura, teniendo, como tenía, padre y madre poetas.
Conoció a Mme. Desbordes-Valmore, al grupo provenzal de los felibres, amigos de su marido Mistral, Aubanel, Roumanille, Anselme Mathieu, Félix Gras, Paul Arène. Recién casada en su morada del hotel Lamoignon, en el Marais, vió desfilar a Sarcey, Ranc, Mittchel, Dusolier—nombres que fuera del «tío», no dicen nada en la actualidad. Y llegaba allí también Barbey, el condestable de las letras, como Edmond de Goncourt fué más tarde el mariscal. De Barbey traza en estas páginas un pintoresco retrato, y publica una carta suya inédita. Habla con simpatía de Cladel, presque génial celui-là, de Paul Feval, de Flaubert. De algunos de ellos reproduce cartas interesantes, sobre todo de Mme. Desbordes-Valmore.
Luego, los recuerdos se van anotando en forma de diario. No en vano su intimidad fué tan grande con los hermanos Goncourt. Pero antes, pinta gráficamente figuras como la de Catulle Mendes, y dedica al dios Hugo, entre admiración y admiración, algunas acres observaciones. Ya sabemos que esos son asuntos de familia. Con Zola no hay mucho afecto. En cambio, éste es vivo y agradecido con M. y Mme. Georges Charpentier. En todo el libro, naturalmente, por afecto casi familiar y por razones intelectuales el nombre que se diría siempre adornado por un bouquet de rosas, es el de los Goncourt.
No deja de hacer advertir, como su marido al final de sus Trente ans de Paris, la literaria ingratitud de Tourgueneff, a quien Flaubert llamara el bon moskove. Y he aquí a Huysmans, Céard, Edouard Drumont, Anatole France, Bourget en sus primeras obras. En el fondo de su Nohant la vieja George Sand escribe una carta de felicitación a Daudet por su Jack. Hay una descripción del salón de la princesa Matilde, con sus diplomáticos y literatos, y de las reuniones en casa de Mme. Adam, tan llenas de hombres políticos y de hombres de letras. El verdadero diario empieza, por fin, con la fecha 21 de mayo de 1880.
Y la página escrita ese día relata una visita a la casa de Auteuil en que moraba Edmond de Goncourt, «el único hombre de letras que yo conozca en un hogar digno de él», dice la autora.
El hotel es elegante. Un lujo refinado y exótico armoniza las preferencias del espíritu de un sedentario,[245] con las raras filigranas del arte japonés. En la biblioteca los libros tapizan los muros, y en una parte de ella se encuentran las obras de los dos hermanos en especiales encuadernaciones. La Manette Salomon en un esmalte de Popelín; yo no sé cuál otra de sus novelas con un dibujo de Gavarni que será después su ex libris: les deux doigts de la main.
Madame Daudet pide ver la habitación descrita en La maison d'un artiste au dix-huitième siècle. Y al acompañar a la visitante, Goncourt hace observar:
—Faltan aún diez mil francos de cortinajes en el lecho y en los balcones para que esto esté completo.
La autora llega, en fin, al gabinete japonés en que, guardadas en vitrinas, están las exóticas maravillas que forman la colección de Edmond de Goncourt. Este las hace examinar a Mme. Daudet y ella nos refiere que «si una mano de mujer se tiende hacia el delicado objeto para apreciar mejor su rareza, su ligereza, es preciso ver el aire inquieto del gran escritor, atenuado por su extrema cortesía, y el leve estremecimiento con que vuelve a su sitio el bello plato transparente y frágil o el estuche de nácar historiado como un encaje».
Sigo con complacencia el relato de la visita a Edmon de Goncourt. Flotan sobre el decir de la mujer artista y curiosa todo el afecto y la cariñosa admiración que la viuda de Alfonso Daudet profesó a los hermanos Goncourt. «Desde el día en que lo conocí—esto data de 1874—mi admiración ha crecido, se ha[246] afirmado; y con los hombres célebres la inversa se produce casi siempre».
A lo largo se suceden recuerdos de reuniones, fiestas, banquetes a que, acompañando a su esposo, asistió la autora de este libro cordial y evocador. Casi en el mismo mes anota el diario que recorro, soirées en el taller del primer Nittis; en el palacio de la princesa Matilde, «la alteza aún imponente y bella»; en casa de la interesante Mme. Juliette Adam. Esta última, una escena de artistas. Se sientan a la mesa el gran duque Constantino de Rusia, el conde de Beust, después Carolus Durán, Dumas hijo, Dérouléde, Tourgueneff, Munkcaczy y Alfonso Daudet. Y solas dos mujeres: Mme. Daudet y la dueña de la casa.
Después de un claro de fiestas bastante grande, en abril de 1882, encuéntrase una bella descripción de la reunión que se congregó con objeto de escuchar la lectura del arreglo para el teatro de Los reyes en el destierro. Eran los autores P. Delair y C. Coquelin. Y el areópago lo formaban Gambetta, Henry Céard, el doctor Charcot; Banville, Burti, Goncourt, Edouard Drumont y los esposos Charpentier.
La autora expresa, al pasar, su opinión sobre la conveniencia de la lectura de las obras en preparación a un pequeño círculo de hombres de letras. Así conoció ella la pieza de teatro sacada de Renée Mauperin, por Henry Céard, y puesta en escena en el Odeón de París, por el director Porel, artista al propio tiempo.
Y la escritora evoca en su recuerdo la lectura de la[247] Fille Elisa a que ella asistió. Tienen sus palabras el grato perfume desvanecido de las horas dichosas que pasaron.
«Nos vemos en la casa de Auteuil una tarde de junio, en el gabinete de trabajo bien cerrado y discreto, la pieza de al lado abierta sobre los rododendros en flor, a M. de Goncourt leyendo con su voz corta, emocionada, cayendo al final de las frases que en sus más bellas páginas guardan, para mí, en la relectura, la entonación primitiva.
»La lectura terminada, descendíamos al jardín, volvíamos a ver el pequeño surtidor, coronado por un delfín de Saxe en piedras, avanzando su garganta abierta por encima de las idas y venidas de los peces rojos vigilados por la gata familiar; encontrábamos de nuevo esta plaquita en tierra cocida, con efigies infantiles, entre los árboles verdes, y la cigüeña de la entrada, de largo cuello enhiesto, con el plumaje tan ligeramente grabado en el bronce. Por testamento y delicado recuerdo del amigo desaparecido, estos dos últimos objetos se encuentran ahora en mi poder, adornando, in memoriam, mi jardín y mis paseos. Y estas manifestaciones de arte, muy distintas entre el césped y las flores, engrandeciendo el reducido espacio, hacían aspirar allí ese gusto de rareza, de vestigios exóticos o antiguos, cuya elocuencia saboreaba también Edmond de Goncourt. ¡Deliciosa jornada, que siempre ha corregido para mí el navrementt del libro!»
Dos meses después de esta agradable reunión, que[248] con deleite anotaba la autora, el 11 de junio, consagra las páginas de su diario a recordar la muerte de uno de los dos hermanos bien queridos por Daudet. Julio, herido en la razón antes, sucumbe al fin después de un lamentable año cuyas amarguras se adivinan a través de la cariñosa y doliente discreción del buen Edmundo de Goncourt.
Y en este punto están reproducidas en el diario de recuerdos dos cartas interesantísimas de Edmundo a Flaubert y al marido de la escritora. La primera es de días después de agravarse la enfermedad de Julio. En ellas hace el hermano enfermero a Flaubert confidencias de su desesperación ante la desgracia del compañero, del amigo perdido para la vida intelectual al entrar en la madurez del talento. La segunda es para encargar a Alfonso Daudet que reserve sin dar a conocer la anterior hasta la muerte suya.
Ambas muestran el entrañable compañerismo de los hermanos Goncourt y Mme. Daudet; al reproducirlas, consagra un pequeño y tierno homenaje a «esta colaboración fraternal única en las letras».
De las más interesantes anotaciones que contiene el libro son los juicios que a la autora merecen los grandes políticos que encontró en los salones políticos-literarios del tiempo. Pasan rápidamente por los rincones de esta agenda de una dama artista los célebres oradores del imperio, los famosos jefes de partido. En la[249] mezclada sociedad de artistas y políticos, madame Daudet encuentra a Gambetta en un salón, rodeado, acorralado por los hombres que, olvidando a las damas presentes, escuchan, «literalmente de rodillas» ante su sillón, al gran tribuno. «Plácido, rosado, de cabellos grises pegados en las sienes, tendiendo a la obesidad pálida de un Napoleón I y de su misma nacionalidad, pero de ambición menos amplia, parece a punto para la derrota».
En las reuniones de la princesa Matilde no faltan ocasiones de codear a todo el mundo político, que allí, a su vez, codea al mundo literario en un terreno neutral. Y no faltan a la escritora comentarios, cuando no acres, teñidos de un vago y tenue desdén para los estadistas más o menos en auge a la sazón.
El batallador Georges Clemenceau, que lleva ahora los ardores de su verbo de viejo luchador por la capital argentina, no le presenta más rasgo típico que la brutalidad: brutalidad en el acento, brutalidad en el rostro. «Nada más que brutal—dice—, y del hombre político y del hombre privado, este rasgo decisivo da la medida, sin razonamientos ni pruebas complementarias.»
Más benévola con el veterano Rochefort—que entonces no lo era tanto, naturalmente—dice de él, al encontrarlo a fines de 1895 de regreso de Londres: «No ha envejecido ni cambiado, si no es por su raro mechón de clown, más blanco, más prominente y más frondoso que nunca.» Y expresa toda la admiración que siente por el encanto de la conversación bulevardera[250] de este gran parlante que con el inapreciable Aurélien Scholl, tiene el don de hacer esprit de todas las pequeñas ocurrencias de París y reunir a la más bella ironía una bonhomie sonriente, camaradería difícil.
Y también hay en las hojas del diario recuerdos de artistas, pintores afamados, literatos extranjeros, músicos de reputación universal pasan, dejando en nuestro ánimo la visión rápida de una cinta cinematográfica que revolviera el tiempo en que Mme. Daudet escribió sus recuerdos.
A más del ruso Turgueneff, a quien no perdona la autora su póstuma crítica de las reuniones de su marido, a las que asistiera aquél como amigo de la casa, desfilan ante el lector las mil y mil figuras de relieve en aquella época. Zola, hosco, replegado en sí mismo, con su cohorte de discípulos mediocres y exclusivos. El gran pintor Munkaczy, «de figura característica, salvaje y buena, cuya esposa hace los honores realmente vestida como para un cuadro del maestro». Pasa Lizst, que viene a París a escuchar de nuevo los aplausos parisinos, que dice Mme. Daudet, no deben ya parecerle los mismos que antaño cuando su seducción proverbial hizo tantas víctimas.
Y pasan aún Leconte de Lisle y Flaubert. «Hay tanta grandeza en uno como en otro». Y Heredia el gran conquistador de la poesía francesa; y Maurice Barrés; y Prévost, que llegó no ha mucho a sentarse en la Academia, y el intenso Huysmans, y Mirbeau y Toudoure y cien más. Cuanto brillaba entonces en[251] el mundo político, cuanto la intelectualidad contaba en los años que han corrido sobre el diario evocador, el sutil espíritu de la esposa del excelente Alfonso Daudet lo reflejó con la frase precisa en este libro amable que distrae e interesa con sus llamamientos al pasado.
Y de entre sus recuerdos de amigos extranjeros, hay aquí citas de algunos nombres que no nos son ajenos. A continuación de los ingleses Child y Georges Moore, viene el italiano Vittorio Pica. Algunas excepciones femeninas: «Mme. Pardo-Bazán», inteligente y exuberante entre ellas...
Y así corren los años. Comienza el diario el 21 de mayo de 1880 y termina en 1898. El libro de recuerdos que comienza evocando uno tierno y triste, termina con la lamentación de un alma herida. Madame Daudet no tiene ya a su lado al compañero de su existencia. Sus días de felicidad no pasan ya. Alfonso Daudet ha muerto. Los recuerdos de la vida del artista, que era la vida de su esposa, no van ya a dejar en las páginas de un libro la huella de las impresiones que en el ánimo de su autora produjeron.
Y la viuda, veneradora de la memoria del marido, del «asociado», escribe estas palabras que quizá más que el deseo y la expresión de la devoción de un alma amante, son una profecía sobre el revivir de la obra del artista cordial, estos últimos años olvidado:
«Todo lo que el hombre produce, libro, cuadro, una obra cualquiera material o genial, vive más que él: efímero, crea lo duradero».
A cada paso se dice: El hombre va conquistando la Naturaleza, dominando las cosas y los elementos. El hombre realiza el milagro. El hombre es como los semidioses de los fabulosos tiempos paganos. Pero a cada paso las fuerzas ocultas se vengan, o el demonio llamado casualidad hace su obra.
Al hombre que trabaja en el centro de la tierra, los malos gnomos del grisú le fulminan, u otros le aplastan cuando menos lo piensa. A Newton el enemigo le quema los papeles. A cien aeronautas les echa abajo la ráfaga. A cien penetradores del infinito les lanza a la locura. A Curie le aplasta un camión. Y a quien ha logrado navegar debajo de las olas tiene en su contra las sorpresas del abismo, como el que navega sobre ellas tiene las sorpresas de la tempestad.
Cuando se construyó el primer submarino, después de la novelesca invención de Verne, todo el mundo creyó conquistado el seno hondo del océano, como cuando ha volado el primer aviador todo el mundo ha creído conquistado el imperio del viento. En efecto, han sido conquistas, pero conquistas llenas de traiciones. A cada paso surge la catástrofe, a cada instante se impone la fatalidad. El hombre es el dominador del elemento, pero no es un rey absoluto.[253] Vuela, pero no es ave; se hunde y va entre las aguas, pero no es pez. Sus grandes pájaros mecánicos se vienen a tierra y le dan la muerte; se repite constantemente el mito de Icaro. Sus enormes peces de metal nadan como ciegos, y de pronto cualquier obstáculo o cualquier deficiencia les deja en lo hondo del mar, de donde son sacados cuando hay buena suerte, como enormes ataúdes llenos de podredumbre.
Tal ha sido el caso del Pluviôse, que, como otros submarinos anteriores, se ha sumergido con todos los marinos que llevaba en su seno, los cuales han tenido la más horrible de las muertes.
Imprudencia primero de quien ordenara ejercicios de submersión en una rada como la de Calais, de continuo surcada por tantos barcos, entre los cuales, y principalmente, el correo de Inglaterra; desventura después, que no viese el comandante del barco causante del desastre, sino muy tarde, emerger ante su vista el asta señaladora del submarino, por lo cual, aun cuando diera la orden de «máquina atrás», ya no fué posible evitar el choque. Insuficiencia, por otra parte, de medios visuales o preventivos en el peligroso cachalote metálico. No existe, pues, todavía, tal como Julio Verne lo concibiera, el maravilloso Nautilus. La desgracia acaecida a Francia la ha sufrido ya Inglaterra y recientemente el Japón. Por cierto que en esta última circunstancia se vió el sin igual heroísmo de uno de los oficiales que perecieron, quien sintiendo poco a poco llegar la muerte, escribió excusas, recomendaciones e impresiones a sus jefes,[254] hasta que la pluma se le cayó de la mano a causa de la asfixia.
Y en Francia no es la primera vez que horroriza un caso semejante, pues antes del Pluviôse, el Lutin se convirtió también en un gran féretro de acero. Y lo más desconsolador es que poseyendo barcos semejantes, no haya aparatos que con prontitud y seguridad puedan ponerlos a flote en caso de una paralización o de un irremediable hundimiento. No han inventado aún algo como una gran mano o pinza de acero que coja la concha hundida, como se coge un crustáceo, y la ponga en condiciones de salvamento.
Ni siquiera medios para, en medio de la angustia, poder salir de su prisión de acero los tripulantes, y así llegar a la superficie y librarse de morir sin siquiera en la agonía de su encierro tener una sola esperanza de liberación.
Grandísimos trabajos ha costado el poder sacar del fondo, mal encadenado, al Pluviôse, después de más de quince días de permanecer en el fondo del mar a una profundidad de más de veinte metros.
Han laborado buzos marineros con verdadera heroicidad y toda Francia ha estado fija en ellos. Almirantes y altos dignatarios del ministerio de Marina han estado incansables presenciando la dolorosa y dificultosa tarea. Varias veces las cadenas se rompieron; pero venció por fin la constancia. Y pudo verse fuera del agua el desventurado submarino.
Calais de duelo es en estos momentos una ciudad trágica. Se ha logrado abrir la caparazón del submarino[255] y se ha comenzado a extraer los cuerpos ya inconocibles y putrefactos de las víctimas.
Y lo doloroso es lo que cuentan los periodistas de los coros enlutados de las familias sollozantes, que van al depósito de cadáveres y no pueden sino con gran dificultad reconocer a sus deudos en esos macabros despojos que realizan visiones de pesadilla en un relente de morgue. Cada vez que aparece un cuerpo extraído del casco, «todos los hombres—dice un testigo—se descubren y una cortina de marineros alineados disimula, a los privilegiados que tienen acceso al muelle, el horror del espectáculo.
»En seguida se deposita el cadáver en la barca sanitaria que está al lado del submarino, se le cubre con una espesa tela y se le lleva al depósito mortuorio. Durante los dos o tres minutos que eso ha durado, el trabajo se ha detenido. Todos, marineros, contramaestres, oficiales, están inmóviles gorra o birrete en la mano. Monsieur Cherón, el subsecretario de Marina, presente sobre el submarino, contempla, descubierto, el fúnebre desfile. Los cinco o seis marineros de guardia sobre el Ventôse, ese hermano gemelo del Pluviôse, que está allí y que ha erigido en su popa, en signo de duelo fraternal, una simple cruz de madera, se han alineado como en la parada, y, sobre el muelle, los oficiales saludan, los gendarmes rinden los honores, los concurrentes se quitan el sombrero. Todos esos gestos son imprevistos y espontáneos. Es conmovedor y grande, porque es sencillo.
»Ninguna pompa oficial, ninguna música, ninguna[256] actitud intercepta la emoción. No hay sino hombres que, saludando a la muerte, afirman oscuramente su solidaridad». ¡Pero las madres, las esposas, las hijas, los hijos! ¡Los velos negros por los oficiales, y las cofias enlutadas por los marineros!
»Porque el dolor se agranda y se multiplica en tantas pobres gentes al considerar los crueles instantes de desesperación y de agonía que han precedido al acabamiento, al soplo final, por más que los médicos aseguren que no han sufrido «mucho tiempo» los que perecieron en el vientre de su barco herido. Y todos han pensado lo que han debido padecer los infelices tripulantes, desde que se tuvo noticia del suceso, explicado, mejor que en los largos artículos de la Prensa, en la lacónica declaración profesional del capitán Salomón, comandante del Pas de Calais, barco causante del desastre. Leed: «El jueves 26 de mayo, partida de Calais, a la una y treinta y seis, con 289 pasajeros, mala, 269 sacos postales, equipajes, mensajerías, viento del NE., 5, mar agitada. A la una y cuarenta y ocho veo, al mismo tiempo que uno de mis hombres de la serviola, Imbert Simón, a 20 metros más o menos de la entrada, un asta vertical que se alzaba, aproximadamente, un metro el agua. Imbert me señala: «Un palo de boya de red, ¡recto adelante!», mientras que habiendo yo reconocido el períscopo de un submarino, doy completamente a derecha y completamente atrás, más o menos tres segundos antes de que se produzca un choque. Esta colisión se produjo después de que habíamos recorrido, en la dirección[257] Norte, 67,0, verdadera, del extremo de los diques de Calais, una distancia de dos millas, deducido del número de vueltas de máquina.
»Suben a la superficie pedazos de madera y me hacen desde luego suponer que he abordado una épave. Habiendo parado, hice examinar por el segundo mi timón delantero, averiado, y las ruedas; cuando cuatro o cinco minutos después del choque, emerge, a 500 metros más o menos, detrás de nosotros, la delantera de un sumergible. Hago atrás, y me acerco lo más ligero que me permite mi timón averiado; echo un bote en el momento propicio y maniobro para quedar a proximidad, con la esperanza de fijar un cable. Hago izar una señal de llamada a los remolcadores. Entretanto nuestro buque se acerca al sumergible; no tiene tiempo de amarrar su cable; el sumergible se hunde súbitamente. Apenas nuestro maestro de equipaje pudo dar algunos golpes que no tuvieron respuesta. La delantera del navío náufrago había estado fuera del agua de ocho a diez minutos.
»Hago en seguida tomar medidas que señalen lo mejor posible la posición de la épave. Los remolcadores llamados por señales llegan con el bote de salvamento. Siendo ya inútil mi presencia, vuelvo a Calais y me acerco al puesto número 3 a las dos y treinta y uno.
»Trasbordé malas y pasajeros al segundo servicio. Entré en cala seca en la misma tarde y asequé la mañana siguiente, 27 de mayo, a las ocho.
»Comprobamos de una manera sumaria entonces[258] las averías siguientes: timón delantero, roto; mecha del timón delantero, torcida; rueda, rota; palastro de bordeada a babor, torcido». El submarino ha sido encontrado bien averiado. Se ha comprobado que los desventurados hicieron todos los esfuerzos posibles para ascender, para ponerse a flote. Algunos estaban en sus puestos, con las manos crispadas en volantes y aparatos. Y hiela el alma y el cuerpo el imaginarse la sensación de horror que han de haber experimentado al convencerse de la imposibilidad del logro de sus esfuerzos y la convicción de que iban a perecer irremediablemente. Por salvarse abrieron una compuerta y el agua penetró entonces, abreviándoles, sin embargo, su áspera agonía.
Y Francia ¡maldita la guerra! tiene más de cincuenta submarinos semejantes al Lutin y al Pluviôse, cuyos tripulantes posiblemente deben ser todos neurasténicos.
FIN
FILMS DE PARÍS | |
Páginas. | |
Los exóticos del Quartier | 1 |
Jean Orth | 3 |
El faunida | 7 |
La princesa Gnika | 9 |
De la necesidad de París | 14 |
Skating ring al aire libre | 19 |
Sarah-Nerón | 21 |
Adiós a Moreas | 22 |
El doctor Doyen o la justa malquerencia | 25 |
En el Louvre | 26 |
Rémy de Gourmont y la gloria | 28 |
¡Estas mujeres! | 29 |
La Prensa de París | 32 |
El burro pintor | 34 |
A propósito de Mme. de Segur | 37 |
Blanco y negro | 43 |
De Val | 44 |
Rueda a América | 50 |
ALGUNOS JUICIOS | |
Algunas notas sobre Valle Inclán | 55 |
Los diplomáticos poetas.—Amado Nervo | 66 |
La literatura en Centro América.—El poeta de Costa Rica | 78 |
O poesía asturiana | 91 |
Prólogo que es página de vida | 100 |
Letras chilenas.—Francisco Contreras | 107 |
Un poeta argentinófilo.—Carrasquilla Mallarino | 116 |
VARIA | |
En el barrio Latino | 129 |
El reino de las tinieblas.—Los dramas de la clínica | 136 |
La herencia de don Juan | 146 |
Roosevelt en París | 153 |
El fin del mundo | 161 |
La comedia de las urnas | 185 |
La hija de Verlaine.—Realidad y leyenda | 196 |
A propósito de Chantecler.—Los animales | 204 |
La Francia de hoy | 212 |
Bostock | 219 |
París y Eduardo VII | 227 |
Un libro sobre Chile | 236 |
Las memorias de la señora Daudet | 242 |
Lo trágico del progreso.—La catástrofe del Pluviôse | 252 |