Title: De Sobremesa; crónicas, Primera Parte (de 5)
Author: Jacinto Benavente
Release date: March 5, 2017 [eBook #54283]
Language: Spanish
Credits: E-text prepared by Josep Cols Canals, Paul Marshall, and the Online Distributed Proofreading Team (http://www.pgdp.net) from page images generously made available by Internet Archive (https://archive.org)
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Jacinto Benavente
CRÓNICAS
MADRID
LIBRERÍA DE FERNANDO FÉ
Puerta del Sol, 15
1910
ES PROPIEDAD.—DERECHOS RESERVADOS
MADRID.—Imprenta Española, calle del Olivar, 8
Muchas y celebres conversaciones de sobremesa pasaron á la Historia ilustradas con grandes nombres, y aún grandes acontecimientos de la Historia se decidieron entre la poir et le fromage. De la panza sale la danza, y esta danza del bien comer, danza de la vida, como aquellas famosas danzas de la muerte, evocadas por poetas y pintores en la Edad Media, á nadie excusa de danzar y todos hacen en ella su mudanza, unos con gentileza y garbo, otros con más presunción que gracia; otros sin una ni otra, tímidos y encogidos; pero todos al mismo son, que es la armonía bien concertada de la vida que nunca pierde el compás, aunque puede parecerlo alguna vez—á los que más atiendan al moverse de los danzantes humanos que al son de la música divina.
[6] Suelen ser mis comensales, muchas veces un periódico, revista ó libro, sostenido entre la copa y el plato, cosa mal vista de los higienistas, pero no se que más pueda perturbar la digestión, una lectura agradable que un impertinente compañero de mesa ó que una orquesta próxima, así sea la banda de alabarderos. Otras veces mis comensales son de las más variadas condiciones y procedencias, y de todo se charla y de todo se opina con la mayor disparidad de criterio, que no soy yo hombre de compromisos políticos ni artísticos, ni mucho menos morales, para no permitir la libre emisión de todos los disparates. Son juicios orales sin reo y sin sentencia: personas y cosas son llamados á el, solo como testigos y al final es siempre la absolución, sin más costas que haber amenizado la sobremesa. Y he aquí, que como al terminar la comida recoge el doméstico las migajas materiales, recojo yo las migajas del alimento espiritual, que son estas charlas de sobremesa en que de todo se habla, de todo se opina y nada se condena. Y para que nunca nos falte qué comer ni de qué hablar, empecemos piadosamente diciendo: el pan nuestro de cada día dánosle hoy ...
Bizancio anda revuelto; del circo sale la revolución, pero no se trata de guiadores de carros, sino de bailarinas; no de verdes y azules, sino de verdes y más verdes. Ya lo dijo un moralista: lo desnudo no es indecente, sino lo «remangado»; y estos renacimientos paganos que de cuando en cuando florecen en nuestros teatros, no son más que un puro «remangarse». No es la Venus de Milo la diosa majestuosa que preside en sus altares, no; la Venus de Milo oculta sus piernas y no tiene brazos, y en esta ocasión piernas y brazos (¡oh Pepita Sevilla!) han sido los perturbadores. ¿A quien culparemos? ¿A empresas y autores, que dirán seguramente: el público lo pide? ¡ay, no! El público es como los niños: sólo pide lo que le enseñan; eso sí, como los niños también, cuando [8] pide, siempre pide más, y empresas y autores son maternales. ¿Los artistas? Recuerdo siempre una plegaria con aire de tango que cantaba la bella Belén en sus tiempos, y era sólo la expresión poética de un deseo prosaico:
El público reía y pedía: ¡más, más! Seguramente en tres mil pesetas hubiera podido dejarse la petición por no servirle más de juguete. ¿Verdad que hay aplausos que deben sonar como bofetadas? ¡Pobres mujeres! ¡Acaso las bofetadas de su casa les hacen preferir esos aplausos del público!
¡El público! El público también es digno de compasión. En sus bramidos bestiales, no hay alegría ni voluptuosidad; no es la admiración desinteresada ó satisfecha á la belleza y á la gracia, es el rugido del hambre, hambre de carne en todas sus manifestaciones; son las mismas caras que se observa ante los escaparates de los «restaurants» ó casas de comidas; no es la sonrisa plácida del sultán ante las danzas de sus [9] favoritas, es la burla del eunuco ó la rabia del esclavo ante lo que nunca fué ni será para ellos. Un conjunto lastimoso al que solo pone la nota ridícula, la autoridad en clase de «encargada», encargada de que no haya escándalo en el barrio. Como siempre, para los efectos muy solícita, para las causas ... Las causas que las estudien los moralistas, los literatos, los periodistas; los que gobiernan sólo están para prohibir y para castigar. [10]
Una querida amiga viene á visitarme después de misa y se convida á almorzar conmigo. Es una casada joven que no se preocupa para nada del feminismo, porque hace mucho tiempo que ella se ha conquistado, por sí y para sí, todos los privilegios femeninos y masculinos. (No hay como la neutralidad en esta lucha de sexos).
El principal objeto de su visita es preguntarme quien hace los sombreros á Rosario Pino.
—¿Se los traen de París, como las comedias?
—No lo se. Vivo alejado de los teatros; no se nada de comedias ni de sombreros.
Mi amiga encuentra deliciosas las comedias francesas y admirables los sombreros de Rosario Pino.
¡Ah! una mujer no cuidará nunca bastante su sombrero. El vestido puede engañarnos respecto á la clase y condición social de una mujer, el [12] sombrero no engaña nunca. Desde que las señoras asisten sin sombrero á los teatros, es más difícil distinguir de personas. Nos dirían que tal señora no es la señora sino su cocinera, y lo creeríamos. Con el sombrero no hay equivocación. Mi amiga se atreve á descubrir en cualquier reunión de mujeres, sólo por el sombrero, á una «cocotte» entre cien señoras, y viceversa. (Aunque el orden de factores altera el producto, no altera la habilidad adivinatoria de mi amiga). Y del mismo modo se atreve á clasificar á las idealistas, á las de sentido práctico, á las rebeldes, á las resignadas ... (Esto me hace reparar en el sombrero de mi amiga, que es, en efecto, un ¡viva la anarquía!).
Hablamos de otras cosas; de la temporada del Real que ha terminado. Le preguntó si ha oído cantar á Anselmi, y cuando espero oir un elogio del «bel canto» italiano que hiciera las delicias de Arana como empresario retrospectivo, me deja atónito con un grito del corazón, vibrante como un «sí» de la Barrientos ... ¡Qué hombre tan guapo!
—¿Quién?
—Anselmi.
[13] —Canta con mucho gusto—insinúo, para encauzar la conversación, por respeto al criado que nos sirve.
—¡Guapísimo!—insiste con una valentía irrebatible.
—Dicen que volverán á traérselo á ustedes para el año que viene.
—¿Cree usted que no habrá perdido voz?
—Si dependiera de ustedes, amiga mía. Pero creo que no; esos tenores se cuidan mucho.
—¡Demasiado!—suspira con ingenuidad.
Procuro informarme de sus aficiones musicales; si comprende á Wagner, si prefiere las óperas modernas, si ...
—Mire usted—me interrumpe.—La ópera es lo de menos. Anselmi con el traje de Lohengrín, me haría soportar á Wagner.
—Sí, en efecto. La música entra mucho por los ojos.
Un santo bonito, un rey joven y un artista de buena figura, harán siempre mucho por la Religión, por la Monarquía y por el Arte.
Cambia el tema.
—¿Qué le parece á usted de la «moción» que las solteras de Dublín han elevado á la virreina de Irlanda, lamentándose de que las casadas de por allá se traen un toreo que no deja colocarse en suerte á un soltero? [14]
—Me parece que antes que las solteras, debían haberse querellado los maridos de las acusadas, y no á la virreina precisamente.
—¿Cree usted que aquí sucede algo semejante, y á eso se deba la abundancia de solteras sin acomodo?
—¿Aquí? Aquí debíamos ser las casadas las que nos quejáramos de que el coro de vírgenes no nos deja en paz á los maridos.
Y me refiere unas cuántas historias tan escabrosas, tan escabrosas, que no puede por menos de creerse que son verdaderas.
—Ahí tiene usted asuntos para unas cuántas comedias.
—¿Para sábados blancos? ¿Le parece á usted? ¿No es el día de las solteras?
—¿Usted sabe el origen de los sábados blancos?
—No. Cuéntemelo usted. Con usted siempre se aprende.
—Eso me dice todo el mundo. Verá usted. Es muy verosímil. [15]
Una señora distinguidísima, opulenta belleza á lo Rubens, mamá de dos espirituales «Boticellis», padecía con tanta frecuencia de jaquecas, que apenas asistía á teatros ni á reuniones, y para no privar de asistir á sus hijas, las confiaba á la autoridad de una señora de compañía muy garantizada, á quien tenía muy recomendado que si alguna vez en el teatro, la comedia representada no era de la más absoluta moralidad, se llevara á las niñas inmediatamente. Sucedió que una noche, apenas levantado el telón, la primera actriz anuncio tan resueltamente la decisión de engañar á su marido, que no había duda de que así sucedería, á más tardar, en el segundo acto.
La buena señora creyó lo más conveniente levantarse y salir del teatro con el mayor ruido posible, para marcar bien su desagrado. Las muchachas hubieran querido terminar la noche en cualquier otro espectáculo, pero la señora rabiaba por hacer presente á la mamá su escrupuloso celo, y más que aprisa se las llevo á casa ... en mala hora, porque la mamá, ante tan inesperado retorno, apenas tuvo tiempo de esconder la verdadera antipirina de sus jaquecas, que era un íntimo amigo. Y para que no volviera á suceder tal percance, al día siguiente [16] escribió al director del teatro: Distinguido señor: Como las obras que se representan en su teatro, no siempre son de una moralidad y una sana tendencia que puedan inspirar confianza á una madre celosa de no ofrecer á sus hijas como recreo un espectáculo peligroso, de acuerdo con otras distinguidas amigas en el mismo caso, ruego á usted fije un día de abono en que todas, absolutamente todas las obras, puedan ser vistas por nuestras hijas.
El director, amable, sometió á la censura de las celosas madres la flor de azahar de su repertorio, las celosas madres aprobaron ... Y ese fué el origen de los sábados blancos ... en París. Aquí siguieron por moda.
—Una huelga, un albañil muerto ...
—No hablemos de eso. Son cosas inevitables, viejas como el mundo, hoy recrudecidas por la falta de creencias.
—¿De quien?
—De unos y de otros. [17]
—Diga usted de unos, porque los otros en algo deben creer todavía. Les han dicho: No matarás, y no matan. Les han dicho: No te matarás, y no se dejan morir de hambre. Les han dicho: Ganarás el pan con el sudor de tu frente, y eso es lo que no pueden obedecer, porque trabajar sí trabajan, pero no ganan el pan, y eso es lo triste.
—Yo creí que ya se había usted curado del sarampión socialista que todos los escritores y políticos de estos tiempos han padecido con mayor ó menor intensidad.
—Sí, en efecto. Fué como sarampión. ¡Oh! muy benigno. Escritores y políticos buscaban en la idea socialista un medio fácil de atraer hacia ellos el aura popular. Paso la moda; los burgueses fruncieron pronto el ceño, aterrados por el fantasma anarquista, y escritores y políticos tornaron hacia el sol que todavía calienta.
El anarquismo, con ser el mayor antagonista del socialismo, proyecta sobre éste su sombra fatídica, que confunde á los dos para la opinión vulgar en el mismo espanto.
Si en la región de las ideas todas son admisibles, y acaso las más avanzadas son las más necesarias, porque impidiendo la «calma chicha» de los espíritus, agitan, renuevan y fecundan, en el terreno práctico, [18] una idea extremada es el mayor enemigo de una idea razonable. Por eso cuando halléis un fanático en un partido, sospechad siempre si estará de acuerdo con el partido contrario. No dijo ningún disparate el que dijo que el santo es el mayor enemigo de la religión.
Muchas veces se disfrazan de grandes ideales ideas muy pequeñas. El anarquismo, no hay duda, quiere un mundo transformado y perfecto, pero con sus intransigencias estorba el andar reposado del socialismo hacia ese mundo ideal. Desconfiemos de los grandes ideales y atengámonos á los pequeños.
Como esos que dicen: Yo no soy español, soy algo más; soy ciudadano del mundo.
Tened por seguro que en el fondo es un regionalista que solo quiere ser ciudadano de su pueblo, y si es posible, vecino de su calle.
Por ser ciudadanos del mundo antes que españoles, regionalistas y anarquistas se confunden á veces, y entre la idea chica y la idea grande, estorban el andar de la vida, que no tolera empujones hacia adelante ni tirones hacia atrás de violentos ni de fanáticos, sino que va, va siempre, segura, majestuosa, al paso reposado y firme de los hombres de buena voluntad.
Se de una linda marquesa, por blasón de su hermosura, rayos de sol en campo de rosas, de pura elegancia española—única elegancia femenina á la que sientan bien todas las elegancias, lo mismo las de Van-Dyck que las de Watteau, que las de Gainsborough que las de nuestro Goya—que al salir del estreno de «Daniel» decía á sus amigos:
—Esta obra sólo puede gustar á los que no tienen una peseta ó no tienen vergüenza.
¿Una peseta ó vergüenza? ¡Pícara peseta! En qué poco ha estado que la obra no gustara por completo á cierto público.
¡Oh gentil marquesa, como aquellas de Versalles, más inconscientes ó más atrevidas al representar con su reina y en la misma corte, «Las Bodas de Fígaro», como si las burlas no fueran también amenazas; el autor de «Daniel» no tuvo consideración con vosotras. Ha recargado de [20] negrura su obra, ¿verdad? Esas cosas no pasan en la vida ó por lo menos pasan de tarde en tarde. ¿No es eso? Los ricos no son tan malos ni los pobres tan desgraciados. Lo dices tu, lo dice la crítica. Sí, Dicenta ha recargado los colores.
Suaves tintas de acuarela son las de ese embarque de emigrantes de que pocos días después supimos. La realidad ha sido el mejor crítico de la obra de Dicenta.
¡Oh, qué lindo embarquement pour Cythere, como aquel de Watteau, el de ese barco de miseria, de dolor y de muerte! ¡Oh, qué propio asunto para ser cantado en rimas ricas y metros dislocados por algún exquisito poeta de los del Arte por el Arte y caiga el que caiga!
¡Heliópolis! ¿Puede darse más bello nombre para un barco florido, bogador siempre por mares azules hacia tierras de sol y de alegría?
Dice un crítico, que desde Edipo no se ha presentado en el teatro un personaje sobre el que tantas desdichas se acumulen como sobre Daniel. Sí, son muchas desdichas para un solo hombre si fuera un hombre solo. Pero Daniel es algo más: no es un hombre, son muchos, son muchas generaciones; sus desdichas no son las que caben en unas horas de [21] representación teatral: son las de muchos siglos, las de muchas vidas. Y lo mismo la crueldad, la fuerza y la indiferencia de los otros.
La visión amplia, abarcadora de Dicenta concentra lo esparcido. ¿No es un derecho del artista? La gentil marquesa estaba también en su derecho al distraer cuanto podía su atención de la obra y á juzgarla con frase ligera y desdeñosa. Pero la crítica, no; la crítica ante la obra de Arte tiene otros deberes que las lindas marquesas.
Los artistas lamentan de continuo la falta de ambiente artístico, increpan al filisteo y al beocio, que no sienten ni admiran, como los artistas quisieran, la artística belleza, y cuando ellos tratan de glorificar á otro artista no se les ocurre sino vulgaridades del más prosaico burguesismo: el insustituible banquete á siete cincuenta, la abominable estatua á cincuenta mil pesetas, la velada teatral ó académica. ¿No habrá un poco de fantasía, señores artistas? ¡A ver si pué ser!—como dicen los chulos. [22]
La escultura conmemorativa moderna, aplicada á políticos, escritores y demás señores civiles, es francamente horrible. Si el escultor se atiene á la realidad, un señor de levita ó gabán parecerá siempre una figura de cera sin colores; si mezcla lo real con lo ideal, la mezcolanza no es menos detestable: el buen señor rodeado de ninfas ó genios desnudos hace la más triste figura. Recuerdo la estatua del gran Eça de Queiroz en Lisboa, bailando un vals renversée con la Verdad desnuda entre sus brazos; todo ello como interpretación escultórica del lema literario del escritor: Sobre la fuerte desnudez de la verdad el velo diáfano de la fantasía.
No sospechaba artista de tan delicado gusto como Eça de Queiroz, que tan al pie de la letra iban á tomarse sus palabras como esculturales.
Quédese la estatua para perpetuar cuerpos bellos y bellas actitudes, y de los grandes hombres que triunfaron por el espíritu, perpetúese el espíritu en copiosas y artísticas ediciones de sus obras. De este modo llegará su espíritu á todas partes y será la inmortalidad mejor que una estatua ridícula ante la cual el hombre del vulgo preguntará ignorante: ¿Quién será este? Para que su mujer le responda: ¿No lo ves? Un tío muy feo. [23]
Bombita regresa triunfador de Méjico, Madrid y Sevilla le reciben con aclamaciones.
Los hombres graves exclaman una vez más: ¡Qué país este! Y otros hombres que no parecen graves, porque nada les parece tan antipático como las jeremiadas de esos que no encuentran mejor forma de patriotismo que abominar por todo de su patria, decimos y creemos: Que por muchos años vayan nuestros toreros á Méjico y por muchos años sean allí aplaudidos, que peor señal de los tiempos sería para España si una ley en idioma extranjero hubiera prohibido las corridas de toros en aquellas tierras. [24]
Pérez Galdós es siempre admirable: terminados sus cuarenta Episodios; después de haber estudiado para escribirlos, mejor dicho, después de haber vivido para revivirlos, toda la historia contemporánea de España con toda su lastimosa política, en lugar de quedar fatigado, desilusionado y, si se quiere, empachado, con la mayor ilusión del mundo—¿no se presenta como candidato republicano?—se lanza á la política activa.
Y es que Galdós, nuestro único gran historiador, al escribir sus Episodios, ha podido comprender como nadie que, sobre todas las desventuras de la patria, sobre sus luchas civiles y sus pronunciamientos, y las intrigas de camarilla y de partido, sobre Carlos IV, y Godoy, y Fernando VII, y Calomarde, y Espartero, y Narváez y todas las clases directoras que tan malos pastores fueron de este pobre rebaño, esta siempre la masa, la soberana masa, que dijo el [26] mismo Galdós, la masa, verdadero héroe de esos cuarenta Episodios nacionales; y cuando un hombre como Pérez Galdós, después de haber escrito los cuarenta episodios, hace profesión de fe republicana, es porque espera mucho de esa masa; porque es de creer que no será en Salmerón en quien espere.
De todos modos, Pérez Galdós, en lenguaje de empresa teatral, es una excelente adquisición para el partido republicano; y si no va á el sólo llevado de su curioso espíritu, á documentarse para futuras novelas ó comedias, la significación de su nombre glorioso es de gran importancia. Galdós cuenta con incondicionales adictos á su talento y á su persona, cuenta con una juventud que le admira y le proclama maestro; todo eso aporta Galdós á la causa de la República. ¡Ah! Y la espada de Machaquito. No la tuvo mejor ningún partido español hace mucho tiempo.
Entre la Fiesta del Sainete, la corrida de la Prensa, la Semana Santa, para terminar con la corrida de inauguración de temporada, he aquí una [27] semana bien española. Lo picaresco, lo piadoso, lo emocional y lo sangriento en pintoresca mezcla: toda la lira, mejor dicho, toda la guitarra.
Y sobre todo ello y para todo ello, la mantilla, que es tanto como la bandera española, nunca mejor prendida que en nuestras actrices, de tan diversos pero tan castizos tipos de belleza española todas ellas.
D. Ramón de la Cruz y Goya se habrán asomado, allá por un barandal de la gloria—algo como la cúpula de San Antonio de la Florida,—para sentirse más en sus glorias, y los académicos habrán pensado que con tan lucido cortejo no es posible negar entrada al plebeyo sainete en la aristocrática Academia. Los ojos de Rosario Pino bien valen por todo un Diccionario.
Con el sainete vuelve el baile español, casi perdido ya, degradado en esos tangos de un orientalismo de Exposición universal; el baile clásico español, señoril ó popular ó villanesco, pero verdadero baile de arte, el baile por el baile; no como el baile francés, que es [28] siempre decente—porque siempre es un pretexto para enseñar,—ni como el inglés, que, por otros medios, llega á los mismos fines, más gimnasia que baile.—En Inglaterra el sport lo tapa todo ó lo descubre todo.—En Francia aparenta malicia lo más inocente; en Inglaterra aparenta inocencia lo más malicioso.—Sólo el baile español es baile, en una justa ponderación, como el amor sano, ni todo carne ni todo espíritu.
¡Boleras gloriosas que inmortalizaron los nombres de Lola Montes, de la Nena y de Petra Cámara! En la memoria de los viejos se asocia el recuerdo de aquellos bailes al del toreo de brazos de Montes, el Chiclanero y Cúchares: ¡Entonces se bailaba, entonces se toreaba!, dicen estos respetables viejos, y es: ¡Entonces bailábamos, entonces toreábamos!, lo que quieren decir siempre estos recuerdos.
¡Dios mío! ¿No habré yo sido nunca joven? Porque todavía alcancé los tiempos en que las boleras robadas eran fin de fiesta en el teatro del Príncipe, y me parece más divertido el tango con molinete; y de toreros, ví muchas veces á Lagartijo y á Frascuelo, y confieso que no me divertí en los toros hasta el advenimiento del Guerra con todos sus modernismos tan censurados. [29]
Por fortuna, dentro de pocos años la Imperio y el Guerra serán tan clásicos como la Nena y Montes, y con qué desdeñoso gesto diré yo á mi vez: ¡Como se bailaba entonces, como se toreaba ... y como se escribía! Porque yo también seré clásico. ¿Por qué no? Comparado con el cinematógrafo, que será toda la literatura dramática del porvenir al paso que vamos. [30]
Las naciones que han convenido en llamarse civilizadas, tienen, como suele decirse, cosas de á cuarto. Apenas en un pueblo de los llamados salvajes se atropella de cualquier modo á un súbdito de alguna de las susodichas naciones, ponen todas el grito en el cielo y el cañonazo en la tierra, y amenazan con meterse todas como Pedro por su casa y el Kaiser por la de todos, para hacer un ejemplar escarmiento en los infelices salvajes, y mientras, en el propio territorio de esas grandes, fuertes y civilizadas naciones, en sus mismísimas y civilizadísimas capitales, campan bandidos de toda especie que asesinan, roban, estafan y atropellan á naturales y á extranjeros; y si cada vez que esto sucede se hablara de intervenciones, no pasaría día sin una conflagración mundial, como ahora se dice. [32]
Y al hablar de bandidos, no lo digo por el Pernales, que España en esto también apenas puede llamarse civilizada, y bandolerismo es éste de lo más inocente y primitivo, como de jácara ó romance; pero léase cualquier periódico de París, y como la cosa más natural, sin comentarios y sin aspavientos, raro es el día que no traen sección especial dedicada á las proezas de apaches, cambrioleurs, souteneurs y demás productos de una civilización admirable. ¿Qué diríamos si aquí sucediera algo parecido, ó qué dirían los franceses si los moros menudearan tanto y con tal desahogo sus atropellos? Fuera del centro de París es más aventurado pasearse á ciertas horas que explorar por el centro de Africa, y mucho más ciertamente que pasear á cualquier hora por cualquier lugar de Marruecos.
De Londres no se diga; asustan las recomendaciones y advertencias que recibe cualquiera que llega á la poderosa Metrópoli, y todas son pocas para evitar y prevenir emboscadas, atracos al cloroformo y otras menudencias.
En los Estados Unidos el robo á mano armada, el chantage, el timo en todas sus manifestaciones, han llegado á tan suprema perfección, que ya no se sabe si clasificarlos entre las ciencias ó entre las bellas artes. [33]
Esos piratas modernistas de que nos habla la prensa, que desalojan una quinta de todo el ajuar y mobiliario y lo transportan á un barco especial, con toda comodidad y elegancia, son el último chillido de la civilización. Y nadie se asusta ni pide urgente remedio.
En cambio, ya verán ustedes correr por toda la prensa europea la leyenda de nuestro Pernales, y en cuanto á los infelices moros, ¡cuidadito con pisar siquiera á un civilizado! ¡No faltaba más! ¿Es que no habrá nunca seguridad personal en Marruecos?
Sería preciso saber quien tiene la culpa de que no la haya.
Dice la mamá al niño:—Pepito, no tires del rabo al gato.—Si yo no le tiro, no he hecho más que agarrarle; el que tira es el, por eso chilla.
Marruecos es siempre el gato; Europa no le tira del rabo, no hace más que sujetarle, el que tira es el y por eso chilla y alguna vez araña. ¡Pobre gato! Todavía recuerdo que fué león en algún tiempo; pero ya si la piel de león no le alcanza, no le queda siquiera el recurso que aconsejaba el sabio, de empalmarla con la de zorro, porque su piel la han agotado entre todas las naciones civilizadas para su diplomacia. [34]
Desde que paso la moda—pícara moda que tanto se detiene en las frivolidades y tan de ligero pasa por las cosas serias—de asistir á los conciertos del antiguo Príncipe Alfonso, en cuántas restauraciones se ha intentado en Madrid de aquellas fiestas musicales, con excelente propósito todas y éstas de ahora, dirigidas por el maestro Arbós, con entusiasmo y constancia dignos de todo estímulo y aplauso, se ha notado siempre el absentismo de la clase más distinguida de nuestra sociedad. Y digo yo: para esas familias fundadoras de sábados blancos ¿qué espectáculo menos peligroso y de mejores garantías que éste?
¿Ó creen ustedes, como el conde Tolstoï, que hay música pecaminosa y una sinfonía de Beethoven ó una fantasía de Berlioz pueden turbar la limpidez lacustre de las almas cándidas?
¿Ó es que teméis á los verdaderos aficionados, que estorbarían con sus protestas vuestra bulliciosa cháchara? [35]
¿Ó es que la música, sin gorjeos de tiple ó arrullos de tenor, os aburre?
De cualquier modo, vuestra ausencia de los conciertos no marca un buen punto en vuestra cultura ni en vuestro interés por el arte nacional. Claro es que vuestras razones tendréis para no asistir; pero si la decisiva fuera la del aburrimiento—aburrirse con Beethoven ya es una distinción como otra cualquiera,—hay un medio de conciliarlo todo. Podéis pagar vuestro abono y regalarlo después á familias modestas que, sin duda, agradecerían el regalo. ¿Que sería una primada? No lo niego; pero yo os hablo en nombre de la distinción, y eso es lo que hacen en otras partes las personas distinguidas cuando se creen en el caso de proteger el arte de su patria: pagan, y cuando el espectáculo les agrada, asisten, y cuando no, regalan su localidad ó se quedan en casa, pero no chinchorrean á empresas y á autores exigiendo obras especiales y cambios de función por no perder un solo día y sacarle el jugó al abonito. Y no cuidarse del dinero ni del cartel, eso es lo chic.
El dinero ya se que no os importa, ni el cartel tampoco debe importaros, porque si no, debiera parecéroslo de ignominia que sobre la [36] taquilla del Circo aparezca todos los jueves de moda el cartel de: «No hay palcos ni sillas», y en la de los conciertos del Real: «Sólo quedan palcos y butacas».
Por lo demás, toda mi simpatía—toda mi admiración están con el Circo. Mucho ha perdido de su encanto con la intromisión de números más propios de Music-hall que del circo clásico, el de los caballitos, el de los volatines, el de los payasos, como le amábamos de niños.
¡Qué efímera gloria la de sus artistas! Su cuerpo es toda el alma de su arte. Para ellos, como para las mariposas en el año, sólo hay una edad en la vida. Su arte y su gloria van unidos á la juventud, á la fuerza, á la agilidad, y cuando acaban, aunque viva el cuerpo, su arte no puede sobrevivirles.
No se da un salto mortal como se escribe un libro ó se pinta un cuadro ó se compone una ópera, con recursos de la experiencia cuando faltan alientos de la juventud. [37]
¡Ah, si para todo arte y toda gloria suya existiera ese momento fatal y preciso que advirtiera llegado el fin de los saltos mortales! Pero el espíritu se cree siempre joven, y mientras aletee ya le basta para creer que vuela.
¡Felices los acróbatas del circo que sólo tienen la juventud para su arte, aunque muchas veces sólo tengan el hospital para la vejez! [38]
Tengo dos muchachas amigas, de estas madrileñitas de la clase media, cuerpo corto y cabeza gorda, ojillos ratoniles y color de piso tercero, izquierda ó derecha, con vistas á un patio sucio y obscuro y á una calle más obscura y sucia que el patio. Pues con este físico y el moral correspondiente, hete aquí que les ha dado por todo lo inglés, y hoy vienen á verme acompañadas de una miss de lo más barato y vestidas como no quieran ustedes saber. Cuando me aseguran que han llegado á pie desde su casa y las contemplo incólumes, no puedo por menos de pensar que este Madrid no es aquel Madrid.
Vienen á consultarme sobre lectura de novelas inglesas. Traen dos ó tres tomos de la colección Tauchnitz; yo me esfuerzo por persuadirlas de que la han errado de plano al principio: la colección Tauchnitz no tiene entrada en Inglaterra. A ellas no les cabe en la cabeza que un [40] libro inglés pueda no ser inglés. Les indico los nombres de los novelistas ingleses más en boga—norteamericanos casi todos;—ellas, en cambio, me informan de su nueva vida. Todas las mañanas toman su ducha frío. Así están de roncas y con una tos perruna que debe alarmar á los que llamen á su puerta en estos días de hidrofobia y recogida de perros. Pero ellas no se acobardan. No comprenden como se puede vivir sin ducha. Sus comidas todas á la inglesa, traducidas por una cocinera de á cuatro duros. Un Támesis de te. En sociedad con otras amigas, han alquilado un solar por las afueras, han plantado no se qué hierba, y sobre la verde alfombra tienen su lawn-tennis con su poquito de flirt y una variada exhibición de medias. La mamá cuida mucho de que varíe su color todo lo posible, como dice ella, para que se vea que no son siempre las mismas. ¡Sólo el corazón de una madre tiene cabeza para pensar en todo!
Tienen una colección de perros y gatos para hablarles en inglés, como si la miss no fuera bastante. Procuran indignarse si algún corto de vista las piropea en la calle. El rey Eduardo es para ellas como de la familia. Piensan mudarse hacia la calle del Gobernador ó adyacentes, [41] para recibir bien los humos de la fábrica de electricidad sita en aquel barrio y tener así una sensación londinense.
Toda esto son tonterías sin importancia, pero pensemos que á estas horas son muchos los políticos, los hombres de negocios, los comerciantes, los literatos, hasta los filósofos, atacados de esta última manía nacional. Hay que llamarla de algún modo.
Ya Francia con su París no nos dicen nada; ya sólo creemos, todo lo esperamos de la que fué reina de los mares y aspira á serlo de las tierras. La ballena (por algo es mamífero) pretende ser anfibio.
Pidamos que nuestra suerte sea á lo menos la de Jonás en el vientre del enorme cetáceo: fué devorado, pero salió incólume. Y si algo ha de sucedernos con el cambio de vida, que no pase de dar que reir, ó todo lo más, de una tos perruna, como en mis amigas las madrileñitas cursis, á las que sienta lo inglés como es posible que nos siente á todos. No tenemos físico para ello. [42]
Por fin la lluvia. En Madrid, salvo por razón de salud pública, se recibe como quien oye llover. Pero en esta pobre aldea donde ahora escribo, es una fiesta para todos; la gente canta, baila, todos los ojos se vuelven al cielo y el agua corre por los rostros curtidos mezclada con lágrimas de alegría. Era la ruina y la miseria, y hoy es la esperanza.
En Madrid, los abastecedores cuidan amorosos como padres de no bajar el precio del pan en los años buenos para que no sea tan sensible la subida en los malos. De este modo, nos preocupamos poco de las cosechas. Pero aquí el pan es el verdadero pan de comunión, el pan de vida que es toda la vida. En familia se sembró el grano, en familia se labró la tierra, en familia se recogió el fruto, y en familia se muele el trigo, y en familia se amasa la harina, y en familia se cuece el pan que en familia se come; y el pan, que es casi un adorno en la mesa de los ricos—la última moda es servir muy poco, y lo más chic dejarlo casi intacto, leo en unos avisos del buen tono,—es aquí todo el alimento y su carestía es el hambre para los que muchos días sólo pan comen. [43]
Por eso el más incrédulo ó para rezar ó para maldecir, pero esperando de la súplica ó de la amenaza, vuelve los ojos al cielo cuando pasa la imagen santa en rogativa y mujeres y niños cantan:
y luego, en estrofas de dulce espíritu franciscano, piden por sus ganados también, y la voz de los niños tiembla al cantar: «Los corderitos se mueren de hambre ...» Porque no serán sólo los corderitos, serán ellos también los que tendrán hambre. ¡Oh, madrileños, vosotros no sabéis que la lluvia puede hacer llorar de alegría!
La lluvia, que puede suspender una corrida de toros, es necesaria para que los toros se críen lúcidos y pujantes.
Pensad en esto y os alegrará también la lluvia como á las pobres gentes de la pobre aldea. [44]
Me entusiasman esas personas que, sea cualquiera el asunto de que se trata, son siempre de la opinión contraria. No hay que decir si admiraré á D. Miguel de Unamuno. Por eso no pude por menos de abrazar al amigo que después de leer las noticias de los últimos atentados de Barcelona, exclamó con el mayor aplomo, sin dejó alguno de ironía:
—¡Qué agradable debe ser la vida en Barcelona!
Y como advirtió pronto la airada protesta de los otros amigos y mi conformidad, que debió parecerle todavía más alarmante—no se tiene en vano la reputación de mefistofélico,—no quiso esperar más para exponer sus razones.
—Sí, señores; agradable agradabilísima: porque cuando en todas partes y para todo el mundo y desde muy antiguo, ha sido una de las más [46] intolerables molestias del trato humano el curioseo y fisgoneo de toda casta de vecindades, vecinos de barrio, de calle y de casa, hay que admirar la discreción y poca curiosidad de los vecinos en Barcelona, cuando es allí posible que por tanto tiempo y tan continuadamente puedan existir gentes dedicadas á la confección y colocación de explosivos sin haber tropezado todavía con un vecino curioso investigador de vidas ajenas. Y esto, cuando todos deben estar vigilantes como policías, con la indignación y la alarma naturales ante la repetición de atentados que á todos amenazan. Ó ¿creen ustedes en cavernas, lugares subterráneos y recónditas guaridas en una ciudad como Barcelona?
—Luego, ¿usted cree?...
—No creo nada. Sólo pienso que en este caso, como en el de muchos enfermos crónicos, parece que el enfermo acaba por encariñarse con su enfermedad que le coloca en una situación interesante. Creo también, cuando se habla de anarquismo, que por algo es la industrial Cataluña famosa en imitaciones de todo género de productos, y no estará de más la sabida advertencia: Se méfier de contrefaçons.
—¿Entonces?...
[47] —¿No les parece á ustedes como á mí, que para anarquismo es poco y para separatismo sería demasiado?
Y hubo un silencio que si no fué de aprobación, fué por lo menos de solidaridad.
Entre los colores que la moda femenina ha impuesto en esta temporada, hay uno que me seduce sobre todos: el color de humo; el color de humo es adorable. Couleur fumé, digámoslo en francés, que es el lenguaje de la modistería universal, como lo es de la diplomacia, y ya que en modistería y en diplomacia de fuera ha de venirnos siempre la moda.
Dos tendencias opuestas dominan en el vestir de las mujeres: el género sastre, vestimenta práctica para la calle, que es democrática, y tanto quiere serlo que no se contenta con nivelar las clases, sino que pretende nivelar los sexos. El gabán con vuelo y pliegue Watteau masculino, y la falda redonda, troteusse, femenina, son una verdadera entente cordiale de sastres y modistos. [48]
Pero en la casa, en los salones, en el teatro, triunfa por contraste en la toilette de las mujeres, lo dulcemente femenino. Nunca más delicada, más tenuemente vestidas, ¿vestidas? No es exacto; envueltas apenas, acariciadas en la suavidad de gasas, tules y encajes y telas flexibles, ondulantes, de matices descoloridos, esos tonos al pastel, inconsistentes como pelusilla de alas de mariposa, como el polen de las azucenas. No son aquellos terciopelos y brocados y rasos que se tenían de pie, según ponderaban nuestras abuelas; aquellos trajes de aparatoso señorío que podían transmitirse de madre á hijas en cinco ó seis generaciones. Estos de ahora son gala de una noche, efímeros como flor ó mariposa, no admiten reformas ni composturas, sus telas diáfanas, no se cortan, se cortiquean; no se cosen con aquel fuerte pespunteado de la clásica costura española, se hilvanan ó se prenden de alfileres. Un pisotón es bastante para destrozar una de estas envolturas de ensueño que costó cuatro ó cinco mil francos; su misma fragilidad es la mejor defensa de otras fragilidades. ¿Qué mujer se dejará acariciar con pasión con uno de estos trajes? Ya eran nube, espuma, flor y mariposa, y ahora, con el color de moda, son algo más tenue, más vaporoso, son [49] humo. ¿No es el color de nuestro tiempo? Humo por todas partes. De la riqueza de las naciones es señal el humo de sus fábricas, de sus trasatlánticos, de sus ferrocarriles; de su poderío, el humo de sus acorazados; con el automóvil triunfa también el humo, porque el automóvil pasa pero el humo queda. Si el siglo xix pudo llamarse de las luces, ¿no puede llamarse este siglo xx el de los humos? Los humos de aquellas luces que no brillaron tanto como había derecho á esperar.
Yo os digo que hay trajes de mujer que son una verdadera obra de arte; pero si un traje de estos es además de color de humo, ¡oh! entonces ya es filosofía. [50]
A estas horas son innumerables los Paturots que andan por esos distritos en busca de una posición social. Unos, con lucida escolta, se entran por los pueblos como conquistadores, á cosa hecha, les basta con pasar. Otros, llegan humildes, desconfiados, prodigan sonrisas, apretones de manos, prometen, regalan; los buenos aldeanos se muestran socarrones ...—Tocante á nosotros ...—Por nuestra parte ...
¿Pero qué más tiene un diputado que otro? Eso, lo que tenga.
A dos pesetas, un cigarro y vino á indiscreción, el voto ... Después de todo, un voto no es ninguna primogenitura que no esté bien pagada con un plato de lentejas.
¿Quién engaña á quien? Nadie se engaña por lo visto; todos están contentos. El diputado cuenta sus votos y triunfa con su acta; los buenos aldeanos cuentan unas pesetas y ríen entre ellos ... [52]
Entre tanto se sigue labrando la tierra como debió labrarla Adán á la salida del Paraíso, y cuando llueve, por el techo de la escuela cae la lluvia benéfica sobre la cabeza de los chicos; y es la mejor enseñanza que allí reciben, porque así aprenden que todo han de esperarlo del cielo, hasta el sencillo acto de lavarse la cara algunas veces.
Uno de los clous del Salón de París en este año es el retrato de Tomás Hardy, obra de Blanche. Como la aduana francesa es el tránsito obligatorio para que llegue hasta nosotros todo nombre y toda fama, es posible que con este motivo descubramos á Hardy.
Entre la balumba abrumadora de novelas inglesas, acaso no sean las suyas las que tengan más lectores, aún en la misma Inglaterra. Al francés tampoco creo que haya sido traducida ninguna, y en España, donde nos extasiamos con D’Annunzio, donde Bourget, Prevost y Hervieu nos parecen hondos psicológicos, y las Claudinas de Willy nos [53] interesan como si aquí estuviéramos en el secreto de los chismes del boulevard, que son todo su chiste, Hardy es casi ignorado, como es ignorado Meredith, el más original estilista entre los novelistas ingleses, á quien seguramente D’Annunzio ha leído mucho, porque aquí nos pasamos el tiempo buscando los plagios en los de casa y mientras los de fuera se despachan á su gusto.
Hardy es un admirable novelista, de esa raza robusta de escritores que sólo es producto de una sociedad fuerte; no es de los que salen á conquistar un público con colorines y fanfarrias.
Hay una firme serenidad en los escritores ingleses, una despreocupación de la coterie literaria de muy buen ejemplo para nuestros escritores jóvenes, que sólo saben andar en grupitos para la recíproca admiración; hasta que alguno del grupo sobresale, que apenas eso sucede, ya le declaran indigno por haber hecho concesiones al público; porque la condición para formar parte de uno de esos grupos, es la de ser genio, pero sólo para andar por el grupo.
Sucede como en esas pandillas de estudiantes mozalbetes que emprenden reunidos la conquista de alguna agraciada muchacha, y reunidos la [54] siguen y reunidos le pasean la calle y entre todos se escribe una declaración, y cuando la favorecida, naturalmente, desea saber en quien ha de fijarse, ó concluye aquel amor colectivo como por encanto, ó se destaca uno más resuelto á terminar por su cuenta la conquista. Y entonces los demás le llaman mal amigo.
Baby es terrible; tiene unas ocurrencias que dejan parado á cualquiera; sus padres no saben á quien ha salido. Sus papás son dos jóvenes, aristócratas de abolengo ilustre, que de sobremesa íntima tijeretean á los amigos sin preocuparse por la presencia de Baby, muy entretenido en enseñar las estampas de una ilustración extranjera á un tremendo danés que no parece muy interesado por los sucesos mundiales.
Los papás hablan de unos parvenus con flamantes títulos adquiridos en Roma, y ríen á su costa.
Baby pregunta muy grave:
—¿Quién es más, el Rey ó el Papa?
El padre se hace el desentendido, esta afiliado á una de las cuarenta y nueve fracciones liberales. [55]
La madre se cree en el caso de afirmar sus sentimientos católicos, y contesta sin vacilar:
—El Papa, hijo mío.
—Entonces, ¿por qué os burláis de los títulos pontificios?
Los padres convienen en que delante de los niños no se puede hablar de nada.
Ecos de las elecciones.
La marquesa de—— tiene á su marido diputado conservador y á su mejor amigo, liberal. La gente ya la llama: el triunfo de la solidaridad.
A un candidato á la diputación, de quien ya no se cuenta las desventuras conyugales, como se lamentara de que le habían birlado su distrito, le aconsejaba un amigo para consolarle:
—Si usted no necesita el distrito para nada. Usted debía presentarse por acumulación. [56]
En casa del modisto:
La cliente, entusiasmada con un nuevo vestido que favorece mucho su belleza algo vespertina, le dice al modisto:
—Crea usted que si aquí tuviéramos voto las mujeres, todas las señoras le votaríamos á usted.
El modisto, confuso y galante:
—¡Oh, muy amable! Pero sería yo el que votaría siempre con ustedes.
Cuando creíamos que los norteamericanos estaban como el pez en el agua, con sus instituciones democráticas—¿nos habrán refregado el morro con ellas, hablando pronto y claro, nuestros sociólogos de corrillo intelectual y lata libre?,—ahora salimos con que el pez es rana y el agua de charca, y de las más corrompidas, y las ranas no se contentan con pedir un rey para cambio de sus males, sino que piden nada menos que un emperador. Mejor dicho, es posible que no sean las ranas, sino el único que no es rana quien lo pide. Como aquel personaje de un fin de fiesta, interpretado por Mariano Fernández, que, harto de las molestias que una finca de recreo le produce, se decide á ponerla en venta, porque dice el: Mal vendida, ya podrán darme cinco mil duritos por ella. Y al poco rato insiste en su propósito: Nada, nada, yo vendo esta finca ... ¿Quién me dijo que me daba por ella cinco mil duros?... [58] ¡Ah! Fuí yo mismo. ¿Quién dijo que los norteamericanos necesitaban un emperador? El mismo, Teodoro Roosevelt, de imperial y sonoro nombre, ese Napoleón que, más afortunado que el primero, recoge los laureles de la guerra y cobra en buenas coronas—¡oh, presagios!—la oliva de la paz.
Yo celebraré la realización de esos imperiales sueños, aunque no sea más que por ver á su alteza Alicia (así la llamaban de antemano) de alteza imperial efectiva; porque es seguro que habrá de dar mucho juego en clase de princesa, y á qué estamos los que hemos de agarrarnos al clavo ardiendo de la actualidad, antes de que se enfríe, para escribir de cosas, á los que más calienten, muevan y remuevan esa actualidad de ordinario monótona.
Pero ¡ay! qué difícil es estar á la última moda en nada y como hemos de vivir aquí siempre retrasados en literatura, en política, en filosofía ...
En dramaturgia, cuando nos damos á imitar á Ibsen, ya es Maeterlink lo que se lleva; cuando empezamos con éste, ya es D’Annunzio; y lo mismo en filosofía: cuando empezamos á sentirnos superhombres con Nietzche, ya es la filosofía rusa la que se cotiza por el mundo ó ya hemos vuelto [59] á Platón; como decía aquel señor á quien pretendían pasmar sus amigos con toda clase de sicalipsis exóticas. Aquí ya hemos vuelto á lo de siempre. El caso es que siempre hemos de retrasar. He aquí que cuando todo un D. Benito Pérez Galdós en España, se hace republicano, todo un pueblo tan adelantado, tan práctico y tan vivo como los Estados Unidos, declara que la república y la democracia están mandadas á retirar.
Las buenas hadas de los infantiles cuentos madrinas en todos los bautizos de príncipes, con sus carrozas voladoras y su cortejo de elfos y silfos, minúsculos y alados, ya se apresuran para llegar en torno de la regia cuna á predecir felicidad; y el hada de la Poesía, la que tiene su reino en un rosal silvestre enrejado de zarzales, la que ni adula ni miente, sólo te dirá: Príncipe ó princesita; cuando todas las hadas con su lenguaje cortesano te predicen venturas, yo sólo te compadezco; te compadezco, por el odio y la envidia que zumbarán alrededor de tu cuna, sólo por ser regia, cuando todo es amor sobre [60] cunas humildes; te compadezco por los preceptores que atormentarán tu inteligencia para cultivarla como flor de invernadero, sabedora de muchas ciencias, ignorante de la vida; por las adulaciones cortesanas que interpondrán siempre el velo encantado de Maya entre tus ojos y la verdad; por tus pasos, siempre vigilados; por tus acciones de todos sabidas, y cuando no sabidas, calumniadas; por tu corazón, del que dispondrá la razón de Estado; por toda esa esclavitud de los reyes y de los príncipes, que os hará sonreir con amargura cuando sepáis que vuestro pueblo pide libertad. ¡Libertad, que para vosotros quisierais! Y por todo esto, cuando todas las hadas con su lenguaje más cortesano te predicen felicidad, el hada de la Poesía, la que tiene su reino entre los rosales, enrejados de zarzales, el hada libre que ni miente ni adula, con todo su corazón compadece.
La fiesta de San Isidro es como la poesía lírica eminentemente subjetiva. Hallar motivo de esparcimiento en un paisaje risueño, á la sombra de árboles frondosos, sobre prados amenos y por fondo montañas [61] siempre verdecidas y más lejos otras que azulean, no tiene gracia alguna: la decoración pone la mejor parte. Lo admirable es hallar ocasión de regocijo en un erial con cuatro estaquillas hojosas por toda vegetación, entre sucios tenderetes, mendigos harapientos, y allá arriba, como aviso supremo de un triunfo final de la muerte, digno de figurar entre los frescos del Camposanto de Pisa, la vista de los cementerios.
Sólo un pueblo como el madrileño es capaz de poner alegría sobre todo esto; esa alegría que tanto desconcierta á los extraños, que quieren persuadirnos de que no es tal alegría. Bien esta, será humorismo si ustedes quieren; pero es la misma que ríe del hambre, de la suciedad y de la truhanería en nuestras novelas picarescas; es la misma que ríe en los mendigos de Velázquez y de Goya, la misma que se desborda en la Plaza de Toros entre horrores de sangre y peligros de muerte; alegría que solo puede comprender el que sienta la espiritualidad de esos ascetas atormentados de los cuadros del Greco, alegría que no comprenden los extraños, porque es la alegría del «no importa», ese no importa que es toda la filosofía del alma castellana. [62]
Somos pobres, nuestra tierra es triste, sabemos que hemos de morir, después ... nada sabemos; se reza ó se blasfema, según las horas; pero como no pedimos razón para vivir ni para alegrarnos en la vida, tampoco la pedimos para morir cuando es preciso; ya supo decirlo el pueblo del Dos de Mayo; el mismo que acude á la fiesta de San Isidro á divertirse de su propia alegría, en el erial desolado, entre mendigos harapientos y á la vista de un Camposanto.
Después del éxito comercial de la exposición de automóviles, en la que apenas queda coche sin vender, empezamos á ser distinguidas las personas que nos hemos quedado sin comprar uno. Por llegar tarde, no por otra cosa, porque según los jaleadores del democrático sport, el que no tiene auto es porque no quiere.
Hay coches baratísimos, el verdadero carro do povo, como llaman en Portugal al tranvía; el sostenimiento insignificante, los chauffeurs de balde, un apostolado por vocación, los neumáticos irrompibles, ¡Y los encantos del auto! ¡Higiene, cultura, poesía! ¡El aire libre de [63] campos y montañas, la geografía y la topografía aprendidas del modo más fácil y práctico!... ¡El amor sano al paso! ¡Y qué paso! Aquí, sin exagerar, bien puede sentirse en Cádiz repercutir un beso dado en Cantón.
Pero digan lo que quieran los propagandistas del automóvil como panacea, no es su ejercicio muy propicio á los amores; desgasta mucha fuerza nerviosa y absorbe la atención demasiado. El juego, el automóvil y las corridas de toros, son los más terribles rivales de las mujeres. Un hombre sentado á una mesa de juego ó con el guía de un 40 H. P. en la mano ó sentado en una barrera de la plaza, ante una faena de Bombita ó de Machaquito, es insensible á las seducciones femeninas. Las mujeres lo saben; por eso, ya que no pueden competir con esas tres grandes aficiones de los hombres, han decidido compartirlas con ellos; y cuando una mujer sale jugadora, automovilista ó aficionada á toros, que se quiten todos los hombres, con la ventaja para las mujeres de que ellas pueden llevar su pasión al extremo: en el juego, hasta el croupier; hasta el chauffeur en el automóvil, y en los toros hasta el torero. [64]
En la exposición de automóviles:
Un distinguido automovilista á una belleza recién lanzada á la circulación.
—¿Vienes á ver los automóviles? ¿Quieres comprar alguno?
—Ya lo creo.
—¿Pues sabes quien puede venderte uno?
—No; lo que quiero saber es quien puede comprármelo.
Entre mujeres de hombres políticos:
Una de ellas se queja á su amiga del marcado desvío que viene observando en su marido, desde algún tiempo. Su amiga, para consolarla:
—Eso es por disciplina política.
—¿ ...?
—Como tu marido es de los liberales, esta en plena abstención.
—Si es que ayer le sorprendí abrazando á la doncella.
—Entonces es que se ha pasado á los demócratas. [65]
Dejemos al Congreso con sus discusiones de actas, dejemos á los liberales en su abstención y á los carlistas en su incontinencia; de todo eso se hace la Historia; la Historia, que va por encima, lo mismo en las naciones que en los individuos; mientras la vida va por dentro, tan hondo á veces que apenas percibimos sus pulsaciones. Por eso hay quien, atento sólo á la superficie bullidora, no vacila en declarar: Aquí se muere algo; pero aún vivimos, por lo menos aún queremos vivir.
La Agricultura, la Industria, el Comercio, alientan en exposiciones y concursos, á los que debe atenderse con mayor interés que al cubileteo de actas; esto es la Historia, mejor dicho, la chismografía de la Historia; lo otro es la vida, en la que debemos esperar salvación.
Si algunas veces he fustigado (según cliché) á nuestra aristocracia, no fué por prevención desfavorable contra ella, sino que puesto á satirizar y dada la natural y pícara preferencia del público por reir á costa de alguien, me pareció más piadoso hacer reir á costa de los que gozan de muchas ventajas en la vida, que á costa de los humildes que trabajan y padecen escasez de todo. Nunca me ha parecido [66] que el tener hambre sea cosa de risa, y ya sabemos que en la mitad de nuestro teatro cómico es el hambriento principal motivo de regocijo.
Pero como nunca me dolieron prendas, soy el primero en reconocer que á nuestra aristocracia debe en primer lugar la agricultura española sus mayores progresos y adelantos. Buena prueba es la actual Exposición agrícola y de ganados.
En la sección de ganadería, hay ejemplares magníficos. Toros dignos de ser amados por Pasifae; caballos, por Semíramis.
Un toro negro, de dulce y paternal mirada, como un patriarca bíblico, nos promete dilatada sucesión y con ella pródigas provisiones de sabrosa leche y suculentos solomillos.
Vacas suizas nos hablan de praderas idílicas, ovejas y corderos de todas castas, al ser acariciados por manos de marquesas, evocan pastorales de Versalles.
Allí están nuestros famosos merinos, y la oveja castellana, y la andaluza, y las inglesas, de cabezota redonda (como los puritanos de Cromwell) y de lana apretada, que parecen talladas en piedra por escultores medioevales. Y razas cruzadas, muy dignas de consideración [67] en estos tiempos. Y el caballo Orlof, digna cabalgadura de un héroe victorioso, para bracear sobre laureles y rosas. Y caballos andaluces de jacarandosa estampa, y tantos bellos animales, á los que nunca amaremos bastante.
Porque no hay animales fieros; si algunos lo parecen, es porque el hambre ó el hombre (no es juego de palabras) los hostiga. Pero ellos agradecen nuestros cuidados y nuestras caricias; ellos nos ofrecen sumisos su fuerza, y al someterse al hombre, parecen someterse á su natural destino. En su mirada, ó hay alegría ó dulce resignación; tristeza, sólo cuando su dueño los maltrata.
¡Como nos enseñan á vivir y á morir los buenos animales; algo hermanos nuestros porque son hijos también de la Tierra, madre de todos!
Si el príncipe Hamlet, prototipo de la duda aunque, como todos los escépticos, creyó en lo más dudoso, la eficacia de las representaciones teatrales para descubrir secretos,—aseguraba que hay algo en cielo y tierra á que no alcanza nuestra filosofía, ¿por qué no hemos de creer en ese algo? Si toda fe nos falta, tengamos fe en la fe. [68]
Próximo el centenario de los Sitios de Zaragoza, aquel milagro de heroísmo sobrehumano, en que todos pudieron admirar á un pueblo más tullido que todos los tullidos, sin creencia y sin esperanzas en lo humano, levantarse y andar y estremecer con su empuje al mayor imperio moderno, ¿por qué hemos de sonreir y burlarnos escépticos de un humilde milagro?
Bien se que las burlas de los descreídos hubieran sido más irrespetuosas si de otra imagen se tratara. El Pilar es algo muy respetable, y mal aconsejado estaría el que á estas fechas quisiera milagrear á su costa, sin un hecho, todo lo maravilloso que se quiera, pero hecho al fin indudable, que después cada uno puede explicarse á su manera: desde el milagro divino hasta la sugestión hipnótica ó el histerismo, hay explicaciones para todos los gustos. Hay cosas que parecen sobrenaturales y son las más naturales del mundo.
Tengamos fe en la fe, no sonriamos demasiado pronto. ¿Quién sabe si aún no veremos mayores milagros? [69]
Si algún día, un imperio absorbente ó un disolvente anarquismo, hubieran conseguido borrar las fronteras de todos los pueblos, el último patriota que sucumbiría sería un aragonés sobre la última piedra que marcaría una frontera: el Pilar de Zaragoza. [70]
Si la felicidad se consiguiera por leyes, decretos, reales órdenes, ordenanzas, bandos y demás literatura oficial, España sería la nación bienaventurada entre todas; pero si el infierno, según dicen, esta todo el empedrado de buenas intenciones, es posible que también esté empapelado de leyes españolas.
Esta novísima de la colonización interior es otro bello trozo de literatura, y por si no pasará de serlo, ¿por qué no añadirle algunos comentarios poéticos?
Esa colonización interior sería una gran empresa si para ella no se contara sólo con las naturales gentes del campo. La trasfusión de sangre es de tanto interés para el organismo físico como para los organismos sociales. Colonizar el campo con gente de la ciudad sería verdadera y meritoria colonización. [72]
La tierra en España es sólo un lujo de ricos ó una esclavitud de pobres. Grandes propiedades mal atendidas por sus dueños y otras tan reducidas que apenas ofrecen la porción de tierra que basta, como suele decirse, para tener donde caerse muerto, no digamos de qué vivir mientras se muere.
Hay en las ciudades un proletariado burgués, el que más padece y menos grita, que se consideraría dichoso con poseer un pedazo de tierra en el campo. Es un gran error creer que el habitante de la ciudad no ama el campo. Ofrecedle facilidades para llegar á el, dádselas para poseerlo y veréis con cuánto más amor lo cultiva y hace suyo que quien vivió siempre en el y ya lo mira como indiferente ó enemigo.
Sean donaciones de tierras el premio de los buenos servidores del Estado, el pago de muchas de esas clases pasivas que acaso llevan vida inútil y vergonzosa en las ciudades. Ellos llevarán al campo cultura social y el campo les dará en cambio salud y alegría. La tierra no pide sólo brazos fuertes que la trabajen con dureza, como quien golpea ó hiere, pide también quien la mire con amor; y nadie la amaría tanto como esos proletarios que vivieron siempre en vivienda alquilada, muy tasado el terreno, y el sol y el aire aún más tasados. Esos que en un [73] día de fiesta en Madrid, van en bandadas como peregrinos del sol, hacia el Retiro, hacia la Moncloa, hacia los Cuatro Caminos, á emborracharse de luz para muchos días, ¡como serían felices sobre un pedazo de tierra suyo, donde el sol es el buen padre de la tierra que á su calor fructifica y florece, no el astro avergonzador de la gente pobre con su luz indiscreta que descubre el brillo de la ropa usada y las grietas del calzado viejo!
No me atrevería yo á censurar la prohibición de las capeas en nombre de las sacrosantas costumbres nacionales, pero á trueque de incurrir en el enojo de Mariano de Cávia, me atrevo á censurarla por exceso de sensiblería mía, no de la orden, que á primera vista parece bien intencionada.
Pero considerando que en esas capeas tomaban la más activa parte los más brutos de cada pueblo; considerando que en la mayoría de los casos había cornadas providenciales; considerando que todo ello era indulto de infelices mujeres, condenadas de por vida á marido bruto, alivio [74] para el Estado de candidatos al ingreso, aumentando sus cargas, en establecimientos penitenciarios, considerando que, llegado el día de la fiesta, habrá sus motines y algaradas que darán lugar á mayores barbaridades, pues es casi seguro que en muchos pueblos no admitirán á la Sociedad de Conciertos, como festejo digno de sustituir al toro, considerando que las escuelas de casi todos los pueblos y aldeas de España no tienen mejor uso que servir con sus ventanas de palcos y talanqueras para presenciar con relativa seguridad la gallarda fiesta; considerando que si damos en lavarnos la cara no van á conocernos, vengo en opinar que la orden sería más efectiva, plausible y meritoria, de haber ido precedida de otra: la ley de Instrucción obligatoria; porque los lugareños son gente maliciosa, y como sólo les llegan del poder central órdenes prohibitorias, no será extraño que algún día se cansen y digan: ¡Todo es prohibir, prohibir! ¿Y qué nos dais en cambio? Que nos manden siquiera un cinematógrafo. [75]
Todas las mujeres tienen una edad para parecer más hermosas ó menos feas. No siempre es la juventud, como puede creerse. Hay géneros de belleza que se acomodan mejor con la madurez y hasta con la ancianidad. Cuántas veces la que conocimos francamente fea de joven, nos sorprende á su declinar con un agradable aspecto.
Hay también bellezas por horas, á las que favorece más ó la mañana ó la tarde ó la noche, sea por la luz, sea por los trajes propios de aquellas horas.
Para ser hermosa á toda edad, á todas horas y á todas luces, es preciso ser la forma de Arte que nunca pasa, como dijo Leonardo de Vinci.
A las ciudades les sucede lo mismo que á las mujeres. Hay de ellas que sólo parecen bien en invierno, otras que entonan mejor con la suavidad otoñal, otras que sólo son bellas en verano.
A París, por ejemplo, le sientan bien las estaciones crepusculares; primavera y otoño, como belleza cansada que se defiende de la luz cruel con velos y pantallas. A las viejas ciudades flamencas y castellanas les dice bien la lluvia, bajo un cielo como de cristal esmerilado. Granada y Córdoba, á pesar de su oriental carácter, entonan mejor en el invierno. Sevilla, en cambio, sólo se concibe inundada de luz. [76]
Madrid también es hijo predilecto del sol y necesita de toda su luz para parecer algo. En los días de invierno, con sus tejados parduzcos y la pobreza de su caserío, visto á lo lejos, parece de un color de puchero viejo, y bajo la lluvia como lamentable trapo de mil remiendos desteñido al mojarse.
Pero al sol es como prisma que rompe la luz en destellos de pedrería. Ya sus remiendos parecen labores de tapiz oriental, los revoques desconchados de sus fachadas reflejan el oro y el rosa como granitos y mármoles preciosos. Su gente también parece engalanada: la mayor baratura de las telas veraniegas pone en las calles la alegría de sus colores claros.
Esas pobres y simpáticas cursis, tan mal pergeñadas en invierno con sus abriguillos de sutil pañete, que á nadie engañan, y al frío mucho menos, con sus boas de pluma de pavo casero y sus manguitos ó sus estolas de piel, en que aún palpita el último maullido de la víctima, con sus caritas anémicas amoratadas y sus narices arreboladas y sus ojillos lacrimosos por el frío, esas pobres cursis que tanto deben odiar el invierno, con ellas más que con nadie despiadado, ahora son [77] reinas de calles y paseos, ahora lucen con valentía batistas y gasas y muselinas y arrogantes sombreros de paja con sus flores vistosas ó su golpe de guindas entre verde hojarasca que la lluvia y el sol no han descolorido todavía.
Madrid es suyo en este tiempo. Son las mariposas de su primavera. Pero como dijo el poeta: ¿Es que los pájaros se esconden para morir? Digamos también: ¿Dónde se esconderá en invierno tanta pobre cursi? Porque todas estas que véis ahora no las volveréis á ver hasta otra primavera y otro verano, aunque las busquéis en el paraíso del teatro Real, en las galerías de Palacio en los días de capilla pública ó en las funciones de sociedades de aficionados.
En Copenhague, un actor y marido ha disparado unos tiros sobre su dos veces compañera, en la vida y en el teatro, al terminar ella de bailar con otro actor un vals que, por lo visto, se las traía. ¡Para que se fíen ustedes del teatro del Norte! [78]
Se atribuye á los celos el arrebato del marido; pero como da la casualidad de que el valsecito había entusiasmado al público, vaya usted á saber si no serían los aplausos los que pusieron al actor, antes que marido, en el disparadero. ¡La psicología de los actores es tan complicada!
De cualquier modo, los matrimonios siempre son ocasión de disgustos en el teatro; sólo sirven para dificultar el buen reparto de las obras y para desilusionar al público.
Cuántas veces oye uno durante una representación:—Me parece que la fulana (el nombre de una actriz) engaña á su marido.
—No lo crea usted; si es un matrimonio modelo.
—Si digo en la comedia.
—¡Ah!
Y otras veces lo contrario.
—¡Qué buena es esta mujer para su marido!
—¿Pero usted no sabe ...?
—Ya lo se; si digo en este papel ...
Y con esta confusión de la vida doméstica con la artística se embrolla á cada paso el asunto de las comedias. Los actores no debían tener vida privada y las actrices mucho menos. A lo mejor hay aquello de: [79]
—¿Ve usted aquellos cinco niños tan monos que están en aquel palco?... Son de la que hace de Doña Inés de Ulloa.
Y, en efecto, al llegar la escena del rapto, los chiquitines lloran que se las pelan porque se llevan á su mamita, y las buenas mamás que están en el teatro cuchichean unas con otras ... ¡Pobrecitos! ¡Qué ricos! ¡Lloran porque ven que se llevan á su mamá ...!
Y á un espectador que no esta en el secreto y los manda á la Inclusa desde el paraíso, le advierte uno de la claque, con muy malos modos:
—¡No sea usted bruto! ¿No ve usted que son los niños de doña Fulana?
Y con todo esto, al llegar la escena del sofá, ya el público sólo se interesa porque los niños van á volver á llorar más desesperados, temiendo que con los arrumacos de Don Juan les van á traer otro hermanito de París ... ó de Nápoles, rico vergel, que es de donde se los traerían á Don Juan ...
En fin, que en el teatro como en la política cuando la vida privada no casa con la pública, no hay modo de convencer á nadie, aunque los versos sean de Zorrilla y los discursos de Demóstenes. [80]
Un libro de versos—Alma-Museo-Cantares—simpático como su autor, Manolo Machado; un moro andaluz que, por no saber adónde iba, se perdió en Montmartre y se encontró en Madrid, y en el fué bien hallado, porque su espíritu es de chispero, aunque al cantar su serenata á la luna, su blancura parece envolverle unas veces en el blanco alquicel de los árabes, otras en la túnica blanca de Pierrot.
Es muy convencional la división de géneros en poesía; porque si la poesía lírica es sincera, tiene siempre mucho de dramática; en un solo monólogo nos dice el drama interior del poeta.
Los sonetos ¿no son una tragedia más de Shakespeare? En las poesías de Manuel Machado también podemos seguir los pasos de una interesante acción dramática, por fortuna no trágica. En este caso, ó yo no se leer, ó todo acabará en boda, y la voluntad del poeta, su voluntad, que murió en una noche luna, en que era muy hermoso no pensar ni querer, resucitará á la luz de otra luna ... de miel. ¿No es eso? Y el poeta nos dirá entonces: que es muy hermoso pensar, pensar intensamente ... cuando se piensa en lo que se quiere. [81]
Una madre con cinco hijas en cuenta corriente, esto es, en espera de colocación, me decía: ¿Ha visto qué idea la de ese joven mejicano? ¡Distinguido, millonario y dedicarse á torero! ¡Mire usted que si le cogiera un toro!
—¡Qué envidia!, digo, ¡qué lástima!, contesto distraído, pensando en las cinco hijas.
Lo cierto es que la gente de dinero es la que arriesga la vida con mayor facilidad y por puro capricho.
¿Es aburrimiento de todo lo que el dinero puede proporcionar, lo que les lleva á buscar emociones en peligros contra los que nada puede el dinero? ¿Es la confianza que da el haber triunfado de todo en la vida por el dinero, la que acaso les hace considerarse inmunes á todo peligro? ¿Ó es, como dice una amiga mía, que el dinero por sí solo es seco como un sustantivo y los que lo poseen buscan á toda costa un adjetivo que lo califique y lo decore?
¡La conquista del adjetivo! No basta tener dinero, hay que llamarse distinguido, intrépido, inteligente; cuando no se puede otra cosa, sportsman. No saben que una vez encasillados en un adjetivo, no hay mayor esclavitud que la de sostenerlo y justificarlo. [82]
—¿Usted sabe, me dice esta amiga mía, la venganza que tomó un cronista de salones de una señora muy distinguida, que en cierta ocasión le hizo un pequeño desaire? Muy sencillo. En una de sus crónicas de sociedad escribió:
«La elegantísima señora de——, que cada vez que se presenta en sociedad luce una nueva toilette ...» Bastó con esto; la elegante señora, que como cada hija de vecino, tenía sus cuatro ó cinco trajes de luces para todas las soirées de una temporada, se creyó desde entonces comprometida á sostener su reputación, y á fuerza de exhibir toilettes, se arruinó en un par de años bonitamente. ¿Qué le parece á usted?
—Que no debe uno preocuparse por adquirir adjetivos ni por sostenerlos.
—Es mi opinión. Por eso verá usted que yo no vivo para la galería; no me verá usted nunca danzar en fiestas de sociedad, ni en funciones benéficas, ni en juntas piadosas ni feministas ... Renuncio á todos los adjetivos.
—¿Se atiene usted al sustantivo?
—Al verbo, amigo mío, al verbo, que es el fundamento de la oración y de la vida ... ¡Vivir, poseer, querer ... gozar ...! [83]
—¡Basta, basta amiga mía! Temo que va usted á traspasar los límites del Diccionario en un rapto lírico.
—¿Pero no esta usted de acuerdo conmigo?
—¡Ya lo creo! Yo tampoco me he preocupado nunca por los adjetivos. Y sobre todo, ya sabe usted lo que dice el Génesis: En principio era el Verbo ... El adjetivo fué después del Paraíso perdido ... ¡Y cuántas, cuántas veces puede perderse el estado de inocencia del Paraíso por querer saber del bien y del mal de un adjetivo! [84]
Cuando Enrique III de Francia se vió venir amenazadora aquella famosa liga dirigida por el duque de Guisa, como no era el un rey para asustarse por liga más ó menos, se acordó del florentino que llevaba dentro (¡tal madre tuvo!) y dió con una idea maquiavélica: proclamarse el mismo como jefe supremo de la liga, que fué como decir á los que en ella entraban: todo lo que vosotros queréis soy yo el primero en quererlo, no hay por qué molestar.
No me atrevería yo á comparar á D. Antonio Maura con Enrique III, aunque en su corte, como en la del último Valois, figuren muy gentiles mignons; pero el también, como Enrique III, se ha visto venir esta nueva liga de la solidaridad como un peligro más ó menos temible, y ha querido salirle al encuentro con su proyecto de Administración local; con el pensaba poco menos que parecer como el primer solidario. [86]
Naturalmente, como la historia es de una gran monotonía, tanto ha convencido á los solidarios el proyecto como á los partidarios del duque de Guisa la jefatura de Enrique III.
Hasta aquí la semejanza, y esperemos que de aquí no pase, porque los sucesos que siguieron en la historia de Francia fueron muy trágicos. Pero los tiempos no están para tragedias—como deplora D. Valentín Gómez en su discurso de recepción en la Academia.—La vida, como el arte, sólo recogen de la historia las pequeñas comedias. La política moderna, como el teatro moderno, da poco en qué pensar y mucho de qué reir.
Este proyecto de Administración local, ni una cosa ni otra; es de esas obras en que el aburrimiento no deja fuerzas para el pateo, en opinión de los pocos que se han tomado el trabajo de leerlo, tan pocos que, seguramente á su propio autor podría decírsele sin paradoja, lo que una dama de la corte de Luis XV contestó á un obispo que le preguntaba si no había leído sus últimas pastorales.
—No, no las he leído. ¿Y vos, monseñor? [87]
Los que conocemos al doctor Simarro, nunca pudimos imaginar que no fuera el amado maestro de sus discípulos. Con su cara de amable filósofo griego, con su indulgente escepticismo, sólo podemos creer que esa severidad de examinador, que tanto ha soliviantado á sus alumnos, es sólo bondadosa y fraternal solicitud, mal comprendida por ellos.
Creedlo, jóvenes estudiantes; cuando no se ama la ciencia con toda verdad y todo desinterés; cuando solo se busca en la indulgencia de un profesor el portillo de escape para llegar más pronto á la declaración oficial de sabiduría, el maestro, y mucho más si lo es de Fisiología psicológica, tiene el deber, no sólo de juzgar por vuestra suficiencia en el examen, sino hasta por la expresión de vuestra fisonomía, que no habéis elegido el mejor camino, aunque solo pretendáis de la ciencia un modo de vivir; pero la Ciencia, como el Arte, sólo dan de vivir al que les dió toda su vida; hay otras profesiones honrosas y lucrativas en que la impaciencia por llegar pronto esta justificada.
Los sacerdocios exigen verdadera vocación y la verdadera vocación no es nunca impaciente. [88]
Muchas veces, por la voz del maestro que nos detiene con un suspenso en lo mejor de una carrera, habla la voz del destino que nos llama por nuestra verdadera senda. ¡Hay tantos caminos en la vida! Pero la Ciencia, que es la verdad, sólo tiene uno: ella misma.
Cada día es una nueva conquista de la libertad; esta del voto obligatorio es una de las más preciosas. Cuando vivíamos en la creencia de que ese voto era un derecho que la ley nos concedía graciosamente, ahora resulta que es un deber ineludible, un deber del que no nos habían hablado ni el Catecismo ni la Etica. Verdad es que cuando se escribió el Catecismo y cuando nosotros estudiamos la Etica, era la ley la que impedía á la mayoría de los ciudadanos el cumplimiento de ese deber, al que ahora cree que ninguno debe faltar.
Hasta ahora lo mejor de ese derecho, como de casi todos los derechos, era la facultad de no usarlo; aparte que si es bueno que todo ciudadano intervenga en la gobernación del Estado, el abstenerse de votar era en política, como el sueño en cuestiones literarias, una opinión de tanto peso como cualquiera otra. [89]
Porque veamos qué hace con su voto un ciudadano con ideas propias y particulares. ¿Votar una de esas candidaturas impresas, de candidatos encasillados, desconocidos para el, ó demasiado conocidos? ¿Manuscribir una candidatura de su gusto, con personas de su particular confianza y aprecio? ¿Y qué adelantará con votarla el solo? Porque, supuesto que haya otros ciudadanos que tampoco estén conformes con los papelitos impresos, menos han de estarlo con el manuscrito por cualquier buen ciudadano con los nombres de amigos muy apreciables para el, pero no tan apreciables para su vecino.
¡Ay, bien dicen que nunca aprecia uno lo que tiene ni sabe lo que pide!
Pedimos una gracia y nos encontramos con una obligación. De este modo no sería extraño que el día en que se votara la ley del divorcio, en vista de que la gente no hacia tampoco gran aprecio de ella, se impusiera también como obligatorio; porque las libertades se conceden para eso, para disfrutarlas, ya que tanto les cuesta á los gobiernos concederlas. [90]
Como todo se andará al paso que vamos, la instrucción obligatoria, el servicio obligatorio, la vacuna obligatoria, el matrimonio y el divorcio obligatorios, el voto obligatorio, prohibida la emigración y el suicidio muy perseguido, no será ningún contrasentido que las futuras revoluciones liberales se hagan al grito de: ¡Abajo la libertad! ¡No más libertades!
El actual verano se presenta en Madrid como los más clásicos de feliz memoria; mucho calor, crimen misterioso, y para que no le faltará su poquito de epidemia, hemos padecido una de oratoria, más alarmante por haber sido los casos más fulminantes justamente entre los encargados de inocularnos el virus preservativo de la enfermedad.
Se conoce que por ahora su sistema de curación es la homeopatía; no por las pequeñas dosis, sino por lo de similia, etc., el mismo que ya recomendó Cervantes en su entremés de Los dos habladores.
Como era de esperar, en el concurso de gorros solidarios: frigio, barretina y boina, ha sobresalido la última; de modo que ya sabemos por [91] dónde viene esa España viva dispuesta á luchar con la España muerta. Con eso y con dividirnos, subdividirnos y desmenuzarnos en castas, cada una con sus fueros particulares, según su aplicación y comportamiento, pero siempre bajo la hegemonía de Atenas, ya estamos arreglados para ir tirando otros cuántos siglos por esos andurriales de la historia.
¡Buenos están los tiempos para jugar á los estaditos! En Alemania—que es hoy por hoy la verdadera portería—darán razón; y en la Haya, las mejores referencias.
Muy del tiempo y de los tiempos también, ese juez que entrega al fuego purificador la biblioteca de Vicenta Verdier. Todo cuestión de forma literaria; porque si esos libros los hubieran firmado Bourget, D’Annunzio, Willy y Felipe Trigo, á estas horas la Vicenta figuraría en el libro de oro de nuestros intelectuales.
¡Y qué reclamo para los autores! Como lo será, sin duda, para los vendedores furtivos de esas amenidades galantes, el susurrar al [92] ofrecernos su mercancía: ¡Un librito alegre! ¡De la biblioteca de la Vicenta! ¡El último que me queda!... ¡Qué idea! El reclamo moderno no se detiene por nada. ¿Será esta una nueva pista del crimen? Si estuviéramos en los Estados Unidos, no habría que dudarlo; aquí los crímenes son de una vulgaridad tal, que lo único que puede darles un poco de poesía es el misterio.
Después de un crimen de estos ¿quien no comprende la emoción que deben sentir esas mujeres para quien el amor es un constante juego de azar al encuentro, cuando piensen ante el desconocido de cada día: ¿Será éste el que mató?
¡Oh suprema voluptuosidad que no saboreó el marqués de Sade y que tantas mujeres desgraciadas pueden saborear cada día, para envidia de esas mundanas aburridas que, ansiosas de emociones, se despeñan en un automóvil á 80 kilómetros por hora!
Las conveniencias sociales nos obligan á buscar derivativos confesables á nuestras energías más íntimas. ¡Asusta pensar lo que sería de algunas elegantes automovilistas que conocemos si aplicaran al amor esas velocidades y ese desprecio á los peligros! [93]
Rafael Calvo y Antonio Vico fueron los dos intérpretes brillantes de ese teatro tan nuestro, sin sinuosidades psicológicas, rotundo como un imperativo, todo altivez, todo arrogancias; con impertinencia de bravucón á veces, sombrío acaso, nunca obscuro, en que la imprecación es razonamiento y el rugido llanto. Ese teatro fué tan de Rafael Calvo y de Antonio Vico, que bien puede dudarse si ellos fueron por el ó el fué por ellos.
Hoy es otro teatro; el llamado de ideas, donde se refugian como novedades las ideas ya viejas en el libro y en el pensamiento. Y otras obras de chistes ingeniosos, de chismorreo malicioso; hay quien las dispensa el favor de llamarlas satíricas y hasta quien las considera demoledoras; nos asustamos por poco, quizás porque lo tememos todo.
Los buenos burgueses no quieren que los autores de comedias asustemos á sus mujeres y á sus hijas: es un monopolio que quieren conservarlas.
Yo lo encuentro muy natural; tan cuidadosos como ellos de que sus hijas no oigan algunas de mis comedias, lo sería yo si tuviera hijas de que no oyeran las conversaciones de las suyas. ¡Porque si uno se limitara á copiar lo que oye, sin atenuaciones! [94]
Y no es sólo en las clases altas; no cometeré yo tal injusticia. En la primitiva aldea en que paso algunas temporadas, oí un día de estos á una sencilla zagala que le decía al autor de sus días con la mayor ingenuidad: ¡Pero cuando reventará usted, padre! ¡Para lo que sirve usted en el mundo!
No digo que quedé consternado, porque hace tiempo me sometí á un tratamiento muy enérgico para curarme de la consternación á que era muy propenso desde pequeñito, pero sí pensé que tampoco queda el recurso de refugiarse en la sencillez de los campos para llevar algo de realidad al teatro sin miedo á escandalizar. Habrá que buscar asuntos de pura imaginación. ¡Pero hay que ver como esta la imaginación muchas veces, sobre todo con estos calores!
El gobierno con las Cortés y los empresarios de género chico con sus teatros, siempre se proponen lo mismo al empezar el verano: no cerrar ó cerrar lo más tarde posible.
Los empresarios siquiera procuran refrescar la vista del público con su golpe de cortinajes blancos y macetas de permanente verdor, repartidas por el vestíbulo y los pasillos del teatro. Cuentan además con la fantasía de autores y escenógrafos, para transportar á los espectadores á una de esas playas de ensueño cómico-lírico en que todas las bañistas lucen carnes de color de rosa—todos los rosas marítimos, desde el salmón al coral, sin olvidar el salmonete ni la langosta cocida,—visten de raso, impermeabilizado sin duda, calzan sandalias con tacones Luis XV, y no prescinden de corsé, pendientes, sortijas, colorete, etc. Y no es cosa de lamentar la impropiedad; desde muy antiguo, los poetas se permitieron con Galatea toda clase de licencias al presentarla alegre y bulliciosa por la ribera arenosa ... [96]
¿No nos dijo por ella el poeta en sus quintillas clásicas?
Pasatiempos algo más difíciles de hallar á orillas del mar que puede serlo el ver por esas playas á una bañista moderna, más bulliciosa que Galatea, vestida como una tiple de juguete cómico-lírico veraniego.
¡Así dispusiera el gobierno de estos recursos teatrales para retener á su público durante el verano! Pero cualquiera detiene á nuestros legisladores para estudiar y discutir leyes de tanto peso y abrigo, con billete gratuito por todas las líneas, y, el que más y el que menos, con dos ó tres sirenas en casa llamándole hacia el mar con voz, ya acariciadora y mimosa, como de hija, ya terrible y conminadora, como de mujer ó de suegra, y todas ellas mostrándole, no sólo un nuevo mundo como á Colón, sino muchos mundos, tal vez viejos, pero llenos de cosas nuevas que descubrir y que enseñar por esas playas y casinos. [97]
Como hay autores cómicos que no empiezan á escribir una obra hasta tener apuntado el suficiente número de chistes con que amenizarla, hay señoras que hasta no contar con buen número de toilettes no empiezan á planear su viaje; de otro modo, tampoco tendría chiste. Después, según la ropa, se piensa en un sitio ó en otro.
Yo se de un padre de familia que este año ha decidido dar la vuelta al mundo con su mujer y sus hijas, según dice, por economía.
—¡Pero, hombre!—le argumentan los amigos.—¿Por economía? Si le costará á usted un dineral el viaje.
—No lo crean ustedes. Como estaremos poco tiempo en cada sitio y sólo vamos de touristas, mi mujer y mis hijas se contentan con llevar el preciso equipaje. Y no saben ustedes lo que esto significa. Un verano me las lleve á Cercedilla con la idea de hacer economías, y como la misma gente se reune catorce veces al día, y porque no creyeran que estábamos allí por economizar ... ¡Aquello era una representación de [98] Frégoli diaria! En fin, tanto cambiaban de vestidos y tan de pies á cabeza, que yo no entraba una vez en casa que no me las encontrara en camisa ... ¿Pero por qué os desnudáis tanto? les decía; vais á resfriaros ...
—Si no nos desnudamos, papá; nos vestimos.
¡Respuesta de una gran filosofía! Porque, en efecto, las mujeres no se desnudan nunca, se visten siempre; si alguna vez en su vida puede parecer que sólo se trata de desnudarse, no lo crean ustedes: es por el gusto de vestirse luego ... y vestirse algo mejor, si es posible.
Lo que más siente el público—¡oh buen público, lector de folletines y espectador de melodramas!—cuando no parece el autor de un crimen, no es que éste quedé impune y pueda ser un peligroso ejemplo para animar á más de cuatro indecisos que no han encontrado todavía su senda por el mundo; lo que el público siente, es la desilusión de su curiosidad no satisfecha. Como si un periódico de gran circulación cortara su gran novela de crímenes en lo más interesante, y los fieles lectores [99] quedaran sin saber lo que fué de Emma, después de encerrada en el subterráneo del castillo, ó de la condesa, después de hipnotizada por el barón, para sugerirle la idea de robar el Banco de Londres, ó cualquier otra friolera.
¡Ah! si la conciencia pública se manifestara con sinceridad, cuántas veces en casos de crimen misterioso se votaría con general satisfacción un plebiscito concediendo, no sólo el perdón, sino hasta una pension vitalicia y algunas condecoraciones, al criminal, con la única condición de presentarse á descifrarnos la charada y no dejarnos en la duda de como y porqué fué el crimen.
No faltarían personas distinguidas que le invitaran á sus comidas y soirées para oírselo referir de viva voz. ¡Esta pícara hipocresía social nos priva de los mayores placeres y hasta de algunas buenas obras! Porque, ¿quien sabe si un criminal, por empedernido que fuera, al verse así halagado y considerado por las gentes, no acabaría por ser el hombre más sociable y más adaptado del mundo? Acaso acabaría en filántropo. No sería el primer caso que conocemos, y no de criminales misteriosos precisamente, sino muy notorios, aunque impunes. [100]
¡Los altos designios de la impunidad son tan respetables! ¡Cuántas veces una condena prematura por un crimencito de tres al cuarto, puede privar á la humanidad de un gran bienhechor, á la sociedad de un hombre agradable!
Cuando llegan de algunas provincias tristes lamentaciones por los perdidos fueros y andan esos regionalistas—como ciertas mujeres que culpan siempre de todas sus desgracias al que las perdió, como ellas dicen—maldiciendo todavía del señor rey Don Felipe II ó Don Carlos II ó Don Felipe V—según regiones,—que fueron también la causa de su perdición primera con quitarles sus fueros y privilegios, bueno sería que los madrileños, tan despreocupados de nuestra historia, indagásemos si en algún tiempo tuvimos también algún fuero ó siquiera fuerillo ó ventajilla de que ampararnos ahora ante el nuevo impuesto que nos amenaza, digno de los mejores tiempos feudales. [101]
Nuestro alcalde quiere ejercer con los madrileños algo así como el llamado por los franceses, con más delicadeza de frase que entre nosotros, le droit du seigneur. ¡Y cuánto más seguras que en el antiguo derecho de pernada, serán las primicias de la verdadera flor de azahar, tratándose de que en Madrid trabajemos todos! ¡Cuántos brazos vírgenes de toda faena!
Pero como los madrileños, no en balde gatos, somos de natural rebeldes á imposiciones, tendrá que ver de lo que seremos capaces antes de someternos á esa prestación personal. Los sablistas y pedigüeños ya tienen un motivo oratorio más con qué conmovernos: «¡Dos días sin comer y mañana al tajo; tengan compasión!» No faltarán tampoco funciones teatrales con el objeto de redimir á un padre de familia, del azadón, del pico, y ¡qué se yo! Habrá quien sea capaz ... hasta de trabajar por primera vez en su vida sólo por reunir la cuota necesaria á redimirse del trabajo.
Pero no hay que alarmarse demasiado; si ello llegase á ser ordenanza municipal, ya sabemos á lo que todo quedará reducido: á que los días de elecciones vayan á trabajar al tajo todos los electores de oposición. [102]
Entre la infinidad de compras, precursoras del viaje veraniego, las mujeres no olvidan los libros. En Madrid no hay vagar para la lectura: el periódico, la revista ilustrada, lo que basta para saber lo que pasa por el mundo. Pero en estos días la librería á la moda se anima con el charloteo femenino:—¿Qué novedades hay? ¿Qué novelas pueden leer estas niñas? Algún libro de versos ...
Ya es la gran dama que presume de intelectual y consulta catálogos y elige por sí misma, y en el mismo paquete une á Nietzsche con Bourget, y á Tolstoï con D’Annunzio, sin olvidar algún estudio histórico sobre algún personaje del siglo xviii, con preferencia alguna favorita del Rey Sol ó del Bien Amado. Hay que documentarse, nadie sabe lo que puede ocurrir en este mundo. Ya es la madre de severos principios que lleva de antemano anotados los libros que recomienda ó permite el Padre Dulce, de la Compañía. Ya es la institutriz que elige ante todo los libros de su gusto, muy convencida de que las señoritas no han de leerlos, y para ella todos serán pocos en muchas ocasiones cuando para una institutriz de buen tono no hay libro bastante [103] interesante si ha de absorber su atención por completo ni bastante voluminoso si ha de ocultarla discretamente todo lo que sucede á su alrededor.
Ahora son unas muchachas bullangueras, de esas que quisieran á cada momento, sólo con pasar, exteriorizarse todas, y hablan y ríen, pensando tanto en que las oyen, que apenas piensan lo que dicen. A la rebatiña de palabras unas con otras, no suben á tranvía, ni hacen corro en la calle con amigos, ni entran en tienda sin dar noticia de su nombre, y parentescos, y relaciones, y gustos y disgustos ...
—Yo, como no puedo resistir á los hombres tontos ...
—Yo, como me vuelvo loca por la horchata de chufas ...
—Yo, como no soy como Fulanita ...
Y á propósito, traje cortado, hilvanado y cortado á la medida de Fulanita en menos tiempo que un luto.
Estas revuelven la librería, con un comentario para todos los libros, sin desatender por eso, desde la vidriera, á cuántos pasan por la calle.
—Mira ... Becquer. ¡Qué preciosidad! ¡Es mi poeta!
—Y el mío. [104]
—¿Has leído esto?
—Es muy aburrido, una lata ... ¡Pero como va esa criatura! ¿Habéis visto?
—¿Quién, quien?
—Juanita.
—¡A ver, á ver!
Se precipitan á la puerta. Risas. Comentarios al traje de Juanita; del traje pasan á la piel. Vuelven á los libros.
—¿Habéis elegido ya?
—¿Qué decidís?
—Yo, éste.
—Yo, estos dos.
En un aparte furtivo, una de ellas señala un libro.
—¡Fijaos!
—¡Qué horror!
Es un libro de que oyeron hablar, como de tantas cosas; un libro que ellas sólo pueden conocer así, por el forro, como tantas cosas. Pero sus ojos acarician el libro cerrado y por su frente pasan adivinaciones que se traslucen en un reir nervioso.
—¡Qué tonta! ¿De que te ríes ahora?
—¿Y tu?
—Me acuerdo de Juanita. [105]
Entra un criado de casa grande, entrega á un dependiente una larga lista de libros. El dependiente busca, reune; entre ellos va el libro. Sale el criado. Ellas, casi á coro:
—¿Para quien son esos libros, sabe usted?
—Para la duquesa de——.
—¡Fulanita!
Lanzan el nombre propio y familiar, para que se entere el dependiente de que la duquesa es cosa muy suya. A continuación, traje de corte y gran gala para la duquesa y algunos allegados.
Es un rato muy divertido el que puede pasarse en la librería á la moda, en estos días en que tantas bellas y graciosas mujeres acuden á proveerse de literatura.
Yo las deseo á todas que el primer libro abierto ruede días y días por mesas y sillas y mecedoras de terrazas de hotel ó de balneario, con un pico doblado, nunca más allá de las veinte primeras páginas. Será la mejor señal de que el veraneo ha sido agradable para ellas. Que la lectura sea el refugio de vuestras institutrices y señoras de compañía. Cuando hayáis leído todos los libros del mundo, no seréis más bonitas y acaso seréis tan ignorantes. Los libros no enseñan nada cuando, al leerlos, aún podemos preguntar: ¿Será verdad esto? ¿Será así? [106]
Y cuando podemos decir, al leerlos: ¡Qué verdad es esto! ¡Así es!, ya es tarde; la vida nos ha enseñado más que todos los libros, y tampoco pueden ya aprovecharnos de nada.
Las autoridades de algunas regiones de Francia infestadas de lobos, acordaron en una ocasión conceder á los cazadores una cantidad, bastante apetitosa, por cada lobo presentado. Y sucedió ... ¿Que todo el mundo se dió á cazar lobos en aquellas regiones?, dirán ustedes. De ningún modo; á lo que se dieron fué á criarlos como á hijos y á cuidar por todos los medios de que no acabara la casta, para ir cobrando; hasta que las autoridades, más que paternales, maritales siempre, en esto de ser las últimas en enterarse, cayeron en la cuenta de que no es el mejor modo de acabar con los lobos el convertirlos en fuente de ingresos saneados para mucha gente. [107]
He aquí un sucedido que debieran tener en cuenta esas autoridades que se sirven de confidentes, delatores y todo linaje de soplones, para descubrir y cazar malhechores de cualquier especie. Por natural ley económica, la demanda crea la oferta. Paguen ustedes por descubrir anarquistas y los anarquistas no se acabaran nunca y las confidencias se irán complicando como novelas por entregas, y con todo esto les sucede á las autoridades celosas lo que á esos maridos, celosos también, que acuden á una agencia de informaciones para que le averigüen si su mujer le engaña, y al cabo de gastarse muy buenos cuartos, confidencia va, confidencia viene, acaba por enterarse de que precisamente el que trata de pegársela con su mujer es el director de la agencia. [108]
¡Por qué se veranea? ¿Por huir del calor? Las mismas ó mejores razones habría para huir del frío en invierno. Y aún el huir del calor sería un motivo si los que veranean fueran á los polos ó á la América del Sur, á empalmar invierno con invierno; pero la mayoría va á lugares en donde el calor, cuando aprieta, no es menor que en Madrid, aunque exornado con mosquitos, pulgas, orfeones y otros alicientes. En esos días de calor excepcional—los fondistas y patronas del norte siempre le llaman excepcional—tienen los veraneantes el consuelo de pensar como aquel espectador de toros en tendido de sol: ¡Si aquí estamos así, como estarán los de enfrente con el resistero! Suele suceder que los de enfrente estamos más frescos y más comodos, pero no es cosa de telefonear ó telegrafiar para que rabien los de fuera, ya que se han gastado su dinero. Ellos, en cambio, tienen días muy frescos; tan [110] frescos, que casi siempre van acompañados de ventiscas ó chaparrones, y hay que pasarlos encerrado en casa ó en el cuarto de una fonda y con los balcones cerrados; de modo que ... ¡fresco perdido!
¿Se veranea por cambiar de vida? Nada de eso; el ideal de todo veraneante es encontrarse con el mayor número de gente conocida y hay que ver con qué exclamaciones de júbilo se saluda á los que van llegando, aunque sólo se los conozca de vista. ¡Dicha completa si la tertulia reunida es la habitual de Madrid, sin faltar un amigo! Y si la compañía que actúa en el teatro es también madrileña y representa las mismas obras que en Madrid nos aburrieron; y si en la Plaza de Toros ocupamos localidad equivalente á la de Madrid y alrededor se sientan los mismos aficionados con los mismos comentarios y las mismas gracias, y en el redondel vemos á los mismos toreros las mismas faenas.
De San Sebastián á Zarauz, de Zarauz á Biarritz, no se oye otra pregunta: ¿Qué gente conocida hay? ¿Hay mucha gente conocida? Y se va de un punto á otro para averiguarlo, y se pondera la excelencia de un sitio, no por sus propias excelencias, sino porque esta cerca de otoros [111] sitios y es excelente base de operaciones: Nosotros preferimos esto—dicen muchos—porque se esta cerca de todas partes. Y hay quien dice con frase gedeónica: Nosotros lo pasamos muy bien aquí ¿sabe usted? porque nunca estamos aquí.
A todas horas van por esas carreteras los automóviles, lanzados como en montaña rusa, trayendo y llevando gente conocida. Y esa es toda la psicología del veraneo: ¡Movimiento, movimiento!
Es gente de tan pocos recursos propios, que la soledad y el reposo les llevaría al suicidio por aburrimiento.
En su cerebro sólo suena algo, como en los cascabeles, cuando se agitan. Todo para que en Madrid pensemos al leer las crónicas de los corresponsales: ¡Como se divierten por allí! Mientras los de allí dirán al leerlas: ¿Pero será verdad que nos divertimos tanto?
¡Y Madrid es tan delicioso en verano! En primer lugar deja uno de ver á mucha gente desagradable. La temperatura es la natural; calor de verano, fresco de verano—nada de excepcional como en el Norte. [112]
La salud pública es excelente, como en ninguna estación del año; la prueba es que casi todos los médicos veranean muy descuidados; verdad que esto puede ser causa ó efecto. En la Exposición del Retiro se da uno la satisfacción, por poco dinero, de proteger el Arte y la Industria juntamente, y lo demás se nos da por añadidura. En Parisiana, con un poco de imaginación, se figura uno estar en la terraza de algún casino de playa á la moda, con su música de tziganes y su teatrillo. Y aún queda la Bombilla para darnos la ilusión de que no nos ve nadie, aunque al otro día le diga á uno todo el mundo: ¿Conque anoche en la Bombilla? ¡Ya esta usted bueno! Y queda el boulevard para darnos la ilusión de un paseo provinciano, y queda ... del Prado al Hipódromo para pasear en simón con neumáticos, con tanta poesía como en góndola veneciana, amores propios de la estación ... Y en fin, lo que dice un diputado, retenido en Madrid por la discusión de los azúcares: ¡Si en Madrid se pasa el verano como en ninguna parte! Yo no tengo prisa por que se cierren las Cortés; he mandado fuera á la familia. [113]
—No siga usted—le atajé en seguida.—Usted lo entiende. Si sigue usted en Madrid y la familia fuera, pasará usted el gran verano. Créame usted; lo que sofoca no es el calor, es la familia. Y si los senadores y diputados dan en mandar á la familia por delante, ya verá usted como no hay tantas prisas porque se cierren las Cortés, y cuando se cierren, todavía se harán algunos los remolones.
Para los que se presenta mal el año, es para esos jóvenes que veranean en un pueblecito modesto y al regresar quieren hacernos creer que han estado en todas partes y han alternado con la mejor gente; porque este año no basta con tener la cara tostada como por el aire del mar, para darse tono, hay que traer unos cuántos chichones y otros cuántos cardenales bien repartidos, para demostrar que se ha cultivado los sports de moda y con alternativa.
Permitida la fabricación y la venta de armas, no sólo de las que puede considerarse como de caza entre las de fuego, ó como utensilios de trabajo entre las blancas, sino de otras muchas que visiblemente no pueden tener mejor uso y destino que el de mojar, según tecnicismo, [114] más tarde ó más temprano, ¿no es una contradicción ó contracción, mejor dicho, que la autoridad proceda á impedir el uso de lo que no impidió la adquisición?
Un navajón tamaño de esos que vemos, ornato de escaparates, con sus arabescos y lemas en la hoja, para mayor gala; un puñalito de esos del precioso saca y mete, como cantan en una popular zarzuela, ¿para qué pueden servir sino es para solucionar á un prójimo, en un abrir y cerrar de muelles, el pavoroso problema la eternidad? ¿Se supone que sólo los compra el coleccionista de armas para colocarlos en una panoplia, ó el extranjero para llevarse un recuerdo más de España, con la pandereta, el abanico, el par de castañuelas y el de banderillas? Y si sólo estos pueden ser los usos materialmente inofensivos de estas armas, ¿no es hora de atajar la superproducción? Y si tales armas tienen otra utilidad que no adivino, ¿no debe por lo menos equiparárselas con las medicinas peligrosas y no despacharlas sino con receta garantizada por algún doctor en medicina social? [115]
No son juguetes que pueda manejar cualquiera, pero mientras cualquiera pueda adquirirlos, despojarle luego de una propiedad que adquirió legalmente es ... por lo menos un contrasentido, y los contrasentidos siempre desprestigian. ¿Que las autoridades tienen el deber y el derecho de prevenir? Ya lo creo; pero antes de registrar el bolsillo del transeúnte que compró el arma, debe registrar el bolsillo del fabricante que la vendió.
¡El acero tiene aplicaciones tan útiles! Además, á la larga, no habría pérdidas para nadie. Cuando esas preciosas navajas de muelle y esos puñales primorosos escasearan en el mercado, los coleccionistas y los extranjeros los pagarían como curiosidades arqueológicas.
Entre tanto, ese procedimiento antipático del cacheo es ... lo de siempre: poner emplastos á los granitos en vez de purificarnos la sangre.
En Valencia se ha vuelto loco un toro y en Córdoba se ha vuelto loco todo un público. Los dos han hecho lo mismo: embestir con cuanto se les ponía por delante. El público se puso en tal estado de indignación por la mansedumbre de los toros. La locura del toro esta más justificada: [116] fué de indignación por la fiereza de los hombres. Se vió acosado, acorralado, enchiquerado, y pensaría: ¿Pero qué va á ser esto? Y decidió morirse, dispensándonos un favor; porque si tanto se indigno con los preliminares, si hubiera llegado á la lidia, ¿qué de cosas no hubiera ido mugiendo de nosotros á los elíseos pastos? ¡«Azafrán», «Azafrán»! Tu sangre de toro sería excelente, pero no era sangre española; los españoles nos dejamos lidiar hasta el fin. Además, nunca te perdonarán los aficionados sus ilusiones defraudadas. ¡Lo que hubiera hecho ese toro en la plaza! Menos mal que á los pocos días pudimos consolarnos, diciendo: ¡lo que han hecho esos animales en la plaza!
El caso es que veamos siempre bravura, ó en los toros ó en los toreros ó en el público.
Esta vez sí que nos han dado una buena lección los catalanistas, y no hay que ofenderse por ella, porque si es verdad que nuestra policía les parece deficiente, no hay que decir que han acudido á ellos mismos para [117] suplir la deficiencia. Se conoce que entre los cráneos superiores no se da la protuberancia policiaca, y así lo han reconocido con modestia al buscar un policía del mejor género inglés, tan acreditado en esta especialidad. Así esta bien, y lo bueno debe buscarse donde lo haya mejor. ¡Y ojalá en todo y siempre hubiéramos hecho lo mismo por aquí y otro gallo nos cantara ó no cantara ninguno!
Los lujos hay que pagarlos, y este se paga bien y tampoco hay que censurarlo; de este modo se puede exigir méritos en justa relación con el precio; la verdad, pedir un Gorón ó un Sherlock Holmes por treinta ó veinticinco duros al mes que cobrarán algunos de nuestros modestos policías, es como pedir primores culinarios á una cocinera con tres duros de salario y uno para la compra. La creencia en ultraterrenas recompensas esta muy debilitada en los espíritus modernos, para que nadie haga apostolado de servirnos por nuestra linda cara. Todos sabemos lo que podemos exigir, poco más ó menos, según lo que pagamos á nuestros servidores particulares; sólo cuando se trata de servicios sociales, nos creemos en el caso de pedir gollerías. Por mil libras esterlinas y gastos de mise en scene, los barceloneses ya tienen derecho á quejarse si M. Arrow no les deja aquello hecho un Paraíso terrenal. [118]
En todas las grandes capitales quedan todos los años más de uno y más de dos crímenes impunes; en Madrid, aunque quedaran por docenas, no tendríamos razón para extrañarlo. Con los sueldos mezquinos de nuestra policía, el personal escaso, y ese ocupado de continuo en velar por existencias preciosas ¡quien lo duda! y que aún debieran estar mejor guardadas, pero con personal aparte, lo admirable es que Madrid sea, y no lo duden ustedes, una de las capitales en que menos sucesos ocurran. Descuenten ustedes muchos de esos timos del portugués y de los perdigones, que nos hacen pensar: ¿pero es posible que todavía haya gente tan cándida por el mundo? Y, en efecto, muchas veces el dinero se perdió en el juego ó se gasto en la aventurilla escabrosa, y el cándido forastero necesita que salga en los periódicos la noticia del timo para justificarse con la parienta que le sacará los ojos si otra cosa creyera. Del mismo modo hay muchos robos y atracos de la más pura auto-sugestión, y las culpas son siempre para la policía, que no diré [119] yo que sea perfecta, ni mucho menos, á poco que se piense en como esta pagada. Aquí, donde para ser lógicos, ya que hay maestros con cinco duros al mes, necesitaríamos policías con cinco mil al año. En cambio, si tuviéramos maestros con cinco mil duros al año, acaso nos bastara con policías á cinco. Para la gente pobre, ya se sabe, al cabo del año lo que no va en alimentos, se va en botica, y la verdad ¡con cinco duros de alimentación espiritual, todo debía ser poco después para remedios!
Esperemos esa segunda lección de los catalanistas. ¡Un maestro de escuela con mil libras esterlinas de sueldo! Eso sería ... como el título de la última obra de Mark Twain: «Better than Sherlock Holmes»; traducido para que no lo entienda míster Arrow y no quieran entenderlo sus importadores: «Mejor que Sherlock Holmes».
¿Qué especie de curiosidad ha llevado á la vista del juicio de Soleilland á tanta Eva, aunque en lo corporal vestidas por Doucet, Redfern ó Paquín, en lo espiritual sin la menor hoja de parra para encubrir su desvergüenza? [120]
¿Era como una tardía manifestación de protesta que pudiera significar: ¡Ah, estos hombres! He aquí un crimen que cualquiera de nosotras hubiera podido evitar á tiempo?
¿Era la figura simpática del criminal, divulgada por la fotografía, la que acaso les hacia creer en una probable inocencia, demostrada por alguna revelación imprevista en el transcurso del juicio?
¿Ó era este mismo picante contraste entre el físico y el empleo, que dicen por allá, lo que constituía la mayor atracción de Soleilland?
¡La psicología femenina es tan poco complicada como complicada es su fisiología!
De todos modos, en estos tiempos de apacible vulgaridad, sin sacudimientos pasionales, un criminal de cualquier género siempre inspira admiración más ó menos disfrazada. Las mujeres lo disfrazan todo de curiosidad.
Por este sentimiento no será extraño que leamos muy pronto en los avisos particulares de algún periódico de París: «Señora del gran mundo, otoño espléndido, desengaños sentimentales. Desearía ser violentada. Todos los días, entre dos luces, se hallará sola en el [121] Bosque de Vincennes». Lo peor es que no se hallaría sola; para una que se anunciara, hay que pensar en las que acudirían por curiosidad á ver quien era ella y á ver lo que pasaba, aunque las confundieran con la del anuncio y las dieran un buen susto; un susto de esos que se recuerdan siempre en confidencias con las amigas: ¡Para susto el mío! ¡Todavía no me ha salido del cuerpo!
¡Oh, Soleilland, Soleilland! La cabeza te cuesta; pero cuántas lindas y soñadoras cabecitas se han estremecido por ti, como si las acariciaras con tu mano estranguladora, tu mano de asesino, fría como el cuchillo de la guillotina.
Por si no bastaba con el uso muy extendido de las máquinas, han dado las mujeres en escribir con una letra tan impersonal, tan sin carácter como letra de imprenta. Esa letra á la moda, toda líneas rectas, que hace parecer una carta como plana de finos palotes, y todas las cartas iguales, se presta, como los antiguos mantos en nuestras comedias del siglo xvii, á todo género de confusiones y enredos teatrales. ¡Cualquiera sabe qué mano pudo escribir, cuando todas escriben del mismo modo! [122]
Yo no se lo que dirá la grafología de ese carácter de escritura que, ante todo, muestra la falta de carácter de la escribidora. ¡Destruída la emoción de percibir sólo por el sobrescrito si la carta que llega á nuestras manos es la carta esperada entre todas!
Confiad un poco más en nuestra discreción y en nuestra lealtad. ¡Oh, mujeres! Escribid de ese modo á los indiferentes. No hagáis á los que os aman que recuerden con pena aquellas divinas cartas de mala letra y peor ortografía, pero cuyo estilo era una mujer, no todas las mujeres, cualquier mujer, como estas de ahora que, en letra y estilo, parecen copiadas de un solo modelo epistolar para uso de señoras y señoritas que no quieren soltar prenda y siempre pueden tener el recurso de renegar de lo que escribieron: ¡Esa carta no es mía! ¡Es de Fulanita! Pensad que Fulanita es también vuestra amiga y la comprometéis por salvaros.
Con la letra y la ortografía de antes podía escribiros las cartas vuestra cocinera; vosotras tampoco os comprometíais, nosotros nos divertíamos más, y alguna vez la cocinera podía hacer su suerte. [123]
—¿A dónde va usted este verano, marquesa?
—A mis baños, como siempre.
—¿Con el marqués?
—No; el va á los suyos. Ya sabe usted que todos los veranos nos separamos por incompatibilidad ... de humores.
En la playa.
Doña Patro, á quien han recomendado los baños de mar para adelgazar, se presenta en la playa con un amplio traje que borra todos sus contornos. Su ilusión de haber disminuido desde el año anterior es completa; porque el bañero, que es el mismo de otras temporadas, no la reconoce á pesar de las buenas propinas.
A la media hora del baño, ceñido ya el traje y entregada por completo á las olas, dejando fuera de la línea de flotación una enorme boya natural, el bañero, asaltado por un recuerdo imborrable, exclama: ¡Perdone usted, doña Patro! ¡Qué habrá dicho usted! ¡Hasta ahora no la había conocido!
Doña Patro se sumerge de golpe como para ahogarse. [124]
¡Por qué extraño contraste cuanto más intensa se muestra la vida á nuestro alrededor, más se impone á nuestro pensamiento la idea de la muerte! Y como Jerjes lloraba ante la inmensidad de sus ejércitos, al pensar como dentro de pocos años toda aquella multitud de hombres habría dejado de existir sobre la tierra, así nos entristece el mismo pensamiento cuando el hormiguero humano parece más afanoso por la vida, en esos pueblos de la vida intensa, en esas grandes ciudades emporios de la civilización en que las gentes van presurosas siempre, apartando á empujones al que estorba el paso.
En cambio, esos pueblos petrificados que parecen muertos, de raros paseantes sin prisa, que van lentos, majestuosos, como quien nada tiene que hacer en ninguna parte, por su misma quietud nos dan una sensación de eternidad que aleja la idea de la muerte. Pero estos son los pueblos [126] atrasados á los que es necesario llevar, á cañonazos si es preciso, esa vida intensa que llamamos civilización. Vivir ó morir; dormir, no. La civilización, como Macbeth, ha asesinado el sueño.
Y no obstante, no fué en las calles de la gran capital civilizada donde nos pareció entrever la silueta de algún hombre dichoso. Fué en la calleja moruna, sobre una esterilla raída, entre el humo aromado del café y de la pipa, envuelto en su jaique color de pedrusco, el moro inmóvil, anulado el pensamiento, sabedor de toda sabiduría; la inutilidad de todo paso nuestro en la vida cuando todos, lentos ó presurosos, nos llevan á la muerte.
Nuestros gobernantes, tan dicharacheros y sábelo todo cuando de los asuntos caseros se trata, tratándose de asuntos internacionales se tornan graves y silenciosos; y ya se sabe, cuando ellos se encierran en la mayor reserva, ó no piensan nada ó piensan hacer una tontería. Desde Felipe II, llamado el Prudente, que no hizo más que cometer imprudencias, que todavía colean, en toda su vida, debíamos echarnos á temblar cada vez que en España se invoca la prudencia para algo. [127]
Los pies de plomo no fueron nunca buenos para ir á ninguna parte, sobre todo donde sería mejor no ir de ningún modo. La frase vulgar «Con Fulano ni á coger monedas de cinco duros», debía ser un axioma de política internacional con respecto á Francia. ¡Porque cuidado si tuvo siempre mala mano para estas andanzas! Dicen sus admiradores incondicionales que es la única nación que hizo pura política internacional de corazón y por ideal. Será que estas cosas de la política estén reñidas con los arranques cardiacos. Si aún para coger monedas de cinco duros había que tener reparo, ¿qué será por ochavos morunos, que es todo lo que podemos ganar en la compañía, viniendo muy bien dadas?
Entre tanto allá vamos, y quiera Dios que no sea la mil y una salida que hizo ... alguien más loco que Don Quijote; porque Don Quijote, hay que hacerle justicia, embistió alguna vez con rebaños pensando que eran ejércitos, pero no se le ocurrió nunca embestir con ejércitos creyéndolos rebaños. [128]
La competencia de Bombita con Machaquito vuelve á poner sobre el ruedo la eterna cuestión taurómaca: si es preferible un buen torero á un buen matador.
Los públicos meridionales siempre han sido más admiradores de los arabescos con capote y muleta; los públicos del Norte estiman en más la estocada; la hora de la verdad. Los madrileños en esto nos inclinamos más al Norte. Los buenos matadores han tenido siempre entre nosotros mayor partido que los buenos toreros. El madrileño de raza fué gran frascuelista, como sería hoy machaquista si la espada del valiente cordobés contrapesara la muleta de Bombita tanto como contrapesó la espada de Salvador la muleta soberana de Lagartijo.
Por ahora la balanza oscila por días para mayor interés del público, que en España siempre necesita de estas competencias para sostener sus admiraciones.
Como el Guerra no tuvo competidor en su tiempo, el público no podía tolerarlo, y consiguió aburrirle. A lo que esta muy expuesto el Sr. Maura si continúa toreando sin competencia. En España la admiración se cansa pronto. La alternativa de solidaridad, que hizo concebir tantas esperanzas, las defraudó por completo. El espectáculo languidece. [129]
Los toreros viejos cansan al público; entre los novilleros no apunta ningún astro ... ¡Y es tan aburrido torear sin competidores! ¡Y tan triste tener que decir, parodiando al Guerra: Después de mí, naide; después de naide ... Rodríguez San Pedro. Ó aquello otro más expresivo: ¡Qué malos seis toos!
No hay que ser escépticos; como dijo nuestro gran dramaturgo: Algunas veces aquí halla la virtud su recompensa, y no sólo la virtud, sino también el talento, con ser cosa menos estimable. Gracias á nuestras sabias instituciones oficiales, podemos lograr de cuando en cuando este anticipo del reino de Dios sobre la tierra.
La Real Academia de la Historia anuncia un concurso de premios á la virtud y al talento. A primera vista parece que la virtud y la historia habían de andar algo reñidas, porque siempre se dijo de la gente escasa de virtudes que era gente de historia, y por lo general, las personas virtuosas, como los pueblos felices, no tienen historia. [130]
El premio es de mil pesetas, y bien se advierte la sabia previsión de los donantes; con esa cantidad es seguro que el favorecido con el, persevere en la virtud. Con mil pesetas no hay para entregarse á muchos vicios. También se advierte como quiere alejarse toda idea de cálculo al aspirar al premio; porque mil pesetillas, cualquier vicio bien administrado puede dejarlas, más ó menos en limpio, al cabo del año.
Pasemos á las condiciones, y copio textualmente porque no quiero malograr ningún primor de estilo: Este premio será adjudicado á la persona de quien se cuenten más actos virtuosos, ya salvando náufragos, apagando incendios ó exponiendo de otra manera su vida por la humanidad.
Aquí se ve como los señores académicos consideran el valor como virtud; porque á nadie se le oculta que bien puede uno salvar náufragos, apagar incendios y exponer de otras mil maneras su vida, sin ser por eso ejemplar de virtudes. ¿Ven ustedes la incompatibilidad entre ser [131] bombero espontáneo y emborracharse de cuando en cuando? ¿Ó entre arrojarse á las olas procelosas para salvar hasta media docena de náufragos y darle luego en casa una paliza diaria á la parienta?
Tampoco me parece muy bien eso de apreciar como mérito la acumulación de estas proezas. Creo que para cualquier persona de bien ya es bastante asistir en su vida á uno de estos casos lastimosos. Yo desconfiaría del que me dijera haber asistido á seis incendios, diez naufragios y doce epidemias, con alguna que otra tragedia, aunque en todo ello hubiera realizado heroicas hazañas. Más que virtud me parecería ... mala pata. Y perdone la Academia.
Sigamos leyendo, que ahora se entra ya sin equívocos en el verdadero terreno de la virtud. Copio otra vez: Ó al que luchando con escaseces y adversidades, se distinga en el silencio del orden doméstico por una conducta perseverante en el bien, ejemplar por la abnegación y laudable por el amor á sus semejantes y por el esmero en el cumplimiento de los deberes con la familia y con la sociedad, llamando apenas la atención de algunas almas sublimes como la suya. [132]
Tomemos un buen aliento y reflexionemos. Todo esta muy bien; sólo que á esas almas sublimes capaces de apreciar otra alma sublime ... ¿qué otra alma sublime las garantiza? ¿Y á usted quien le presenta?, puede aquí decirse. Y en caso de que esas almas sublimes que garantizan estén á su vez garantizadas, ¿no será cosa de premiarlas también con algo, siquiera con el tanto por ciento que suele corresponder á los denunciadores de la riqueza oculta? ¿Es cosa de premiar á los acusones de culpas y de dejar sin premio á los descubridores de virtudes? No, no esta bien, y es más de lamentar cualquier humana injusticia cuando se trata de anticiparnos algo de justicia divina.
El talento ya es tenido en menos que el valor por los académicos, y en la convocatoria parece por completo deslindado de la virtud. Eso sí, en lo material el aprecio es el mismo: mil pesetas; es la cifra: mil pesetas á la virtud, mil al talento. Sólo que aquí no se exige la acumulación de méritos; una monografía histórica, y listos. No es tampoco preciso el concurso de otras almas sublimes, etc ... Los académicos son modestos; para aquilatar virtudes, necesitan del auxilio de esas almas sublimes, etc.; para juzgar del talento, ellos solos se bastan. [133]
¡Héroes, santos y sabios! ¡Vayan, vayan llegando ... ¡Mil pesetas á la virtud, mil pesetas al talento! ¡Ocasión única! El premio no compromete á nada. Una vez cobrado, puede uno dejar de ser virtuoso ó puede uno dejar de tener talento. En el primer caso, tendrá abiertas todas las puertas, y en el segundo ... de par en par las de la Academia.
Lo de hacer su Agosto, no debía decirse tanto por los labradores como por los toreros. Nadie como ellos en España hace su verdadero Agosto. Aunque en el preside el signo del Zodiaco más contrario á los cuernos, Agosto es el mes taurino por excelencia. No hay capital, villa ni lugarejo que no arda en fiestas en su coso, con grandes corridas, novilladas, ó, de no poder más, capeas. La sangre torera hierve al sol canicular.
Y no es sólo en España; Europa entera asiste emocionada á esa interesante corrida que en el ruedo mundial se juega. En ella, Francia y España, con entusiasmo de principiantes, se las entienden con [134] un ganado de mucho peso y de mucho sentido. En localidad de preferencia, Eduardo VII preside sonriente, y entre barreras Guillermo II hace números: el arrastre y la contrata de la carne van por su cuenta.
Así como así, la crónica del veraneo ha sido en este año de lo más precario. Los pequeños escándalos de siempre á cargo de las mismas de siempre, vestales au rebours del fuego sagrado de la murmuración.
Sin embargo, la buena sociedad, mostrándose con ellas muy desagradecida, parece ser que por parte de algunas distinguidas señoras, se ha permitido este verano sus pinitos de boycottage, creemos que como ensayo de un nuevo sport inglés que no puede prosperar en nuestras costumbres.
Esos alardes de severidad sólo pueden estar justificados por el deseo de hacer economías; porque si las señoras dan en seleccionar sus relaciones, sus comidas de más aparato quedarán reducidas á seis cubiertos y sus bailes más concurridos á unas veinte personas. [135]
Sin contar con que si los invitados dan también en escrupulizar, habrá señora que coma sola todos los días del año y tenga que bailar el rigodón de honor con su portero, si es hombre despreocupado.
¡Cuánto mejor, para evitar complicaciones y comparaciones, es atenerse á la evangélica indulgencia, sin la cual no sería posible en sociedad ni tener una mala partida de tresillo!
Los reyes, como todo el que hace un regular papel en la mundanal comedia, no pueden tener vida privada; y me parece muy justa compensación, ya que ellos suelen privarse de menos cosas en su vida que el resto de los insignificantes mortales.
Por ejemplo: vida menos privada, en todos los sentidos y extensión de la palabra, que la del rey Eduardo ...
Según noticias, que hoy son chismografía y mañana serán historia, su graciosa majestad no se ha aburrido nada durante su permanencia en Marienbad. [136]
Aparte la interesante aventura de la dama del velo, todos los periódicos franceses nos han dado cuenta, unos en su sección de teatros, otros en su sección política—según la procedencia del reclamo,—de su afectuosa despedida á Lina Cavalieri, próxima á emprender una gran tournée por los Estados Unidos.
Esa despedida significa para la celebrada intérprete de Tais, tanto como llevar la bendición paternal de la Vieja á la Nueva Inglaterra. ¡Bendición que caerá también en lluvia de dollars sobre la ondulada cabecita de la gentil plenipotenciaria!
¡Los millonarios norteamericanos, cuando quieren ennoblecerse, buscan con tanto afán un antecesor entre los reyes de Inglaterra!
Nadie como la Cavalieri puede ofrecerles ahora ese lujo en las mejores condiciones de autenticidad.
Y no hay que discutir esa forma de ennoblecerse. De menos hizo una voluntad soberana la más preciada orden caballeresca de Inglaterra.
El Pernales ha muerto. ¡Viva el Pernales! No puede extinguirse la dinastía. Si tarda en surgir un sucesor de carne y hueso, la fantasía popular sabrá crearle y su espíritu vagará por los campos con todas las apariencias de la realidad. Será sólo un nombre, pero es preciso que ese nombre suene. Necesita de el mucha gente. El marido ó el hijo de familia que se jugó en alguna feria las rentas cobradas, y al regresar, en una carta de letra temblorosa: El Fulano me salió al paso ... sale del suyo. El administrador que ha de justificar distracciones, el pastor á quien se le extravió alguna cabeza de ganado, el cacique que se vale del temido nombre para amedrentar á enemigos molestos ... No hay duda, un bandido es siempre de utilidad pública.
A pesar de la indudable identificación del cadáver, es de creer que sólo ha muerto un fantasma, que volverá muy pronto con otro nombre, con [138] otra apariencia, pero siempre el mismo. ¡Como que á estas horas habrá quien le llore como á uno de la familia! ¡Pobrecillo! El algo robo, pero hay que pensar en lo que le habrán explotado. En España es la condición, para uno que trabaja hay siempre diez holgazanes que viven á su costa.
Hay quien al primer accidente entorpecedor, quisiera dar por fracasado todo invento; al primer tropiezo, declarar inútil y peligroso todo paso progresivo. ¿Que hubo un choque de trenes ó cualquier otro siniestro ferroviario? Volvamos á las galeras y diligencias. ¿Que la luz eléctrica dejó de lucir en unas horas por desperfectos de la maquinaria? ¡Quiten ustedes allá! ¡Donde esté un buen candil de aceite! ¿Que los obreros de una gran fábrica se declaran en huelga y perturban por unos días la siesta y la digestión de los señores? ¡Esas pícaras industrias modernas!
No hay que decir si el motín de los presos en la Cárcel Modelo se habrá prestado á este género de consideraciones, á cargo de nuestros más infatigables retrógrados. [139]
Las novísimas—á ellos les parecen novísimas—doctrinas penales son buenas para el libro, para el gabinete de estudio del hombre de ciencia, pero peligrosas en la práctica. ¿Qué tal? La bancarrota de la ciencia. ¿No es eso?
Todos los penalistas, antropólogos, fisiólogos y psicólogos modernos son unos soñadores utópicos al pretender llevar algo de luz divina y con ella algo de calor humano á la clásica mazmorra carcelaria, la del cantarillo, el haz de sucia paja y su buena argolla con su mejor cadena. Y como procedimientos judiciales, el tormento y la pena de azotes son insustituibles.
¡Oh, el palo! Donde esté un buen palo, que se quiten Lombroso, Ferri y toda la escuela italiana antropológica y el modernísimo inglés Bernardo Shaw, con sus atinadas opiniones sobre el derecho á castigar. Lean ustedes sus consideraciones sobre el último ruidoso atentado anarquista en España, y verán ustedes lo que es demoler; aquí donde se llama demoledor á cualquiera. Y no se trata de un escritor populachero, ni mucho menos. Bernardo Shaw es hoy por hoy el escritor que más se lleva en la sociedad aristocrática inglesa. ¡Pero cualquiera se atreve á [140] traducir lo que allí esta impreso y publicado y todo el mundo lee y á nadie le parece punible! Tampoco tienen desperdicio sus consideraciones sobre el militarismo. Pero todo teorías de gabinete, utopias, locuras, como dirán muchos que, por su gusto, hubieran considerado fracasado el cristianismo el día en que Cristo fué crucificado.
Acaso ignoran los partidarios de toda suavidad penitenciaria que existe otra novísima escuela penal muy de su gusto, que no se anda con rodeos y va derecha á la supresión del delincuente como medio el más expeditivo de defensa social.
Pero aún estos, dentro de su lógica despiadada, hablan de suprimir, no hablan de apalear, ni de atormentar, ni de todas esas brutalidades, encanto aquí de muchos que aprovechan cualquier ocasión para destapar su furia reaccionaria, como si no los tuviéramos bien conocidos.
En otoño es, más que el año nuevo, el verdadero comienzo del año. El año político, el año teatral, el año social, en fin, tienen en el [141] principio más determinado que en el día 1.o de Enero.
Los propósitos de vida nueva son también más decididos en este tiempo. Todo es planes propósitos para el invierno; casi todos basados en el espantable desnivel de los presupuestos. ¡Hay que vivir de otra manera! ¡Hay que cambiar de vida! Y en el reposo de los días otoñales creemos, en efecto, que empezaremos otra vida.
Pero el invierno se aproxima, los teatros anuncian sus abonos y sus estrenos, los salones sus fiestas, vuelven los rezagados con las últimas modas y los últimos automóviles, la política, la Bolsa, la literatura recobran su animación, y el torbellino de la vida, se lleva los buenos propósitos como las hojas secas del otoño ... Y es un invierno más como el pasado, como tantos otros, porque la vida es tan igual que sólo de tantos en tantos años podemos fijar una fecha que diferencie un año de muchos en nuestro recuerdo.
Y esa fecha señalada en nuestra memoria y en nuestro corazón, lleva casi siempre una cruz encima, como las lápidas mortuorias. [142]
Imponentes son en verdad los programas de oposiciones para ingresar en los cuerpos de policía y de correos. Pocos ministros y directores de los respectivos ramos serían capaces de contestar sin un punto á un cuestionario de tantas y tan varias materias. Ya dijo Beaumarchais por boca de Fígaro, que con las virtudes que exigimos á los servidores habría pocos amos que pudieran ser criados.
¡Y todo por mil quinientas ó dos mil pesetas al año! No hay duda que menos cuesta hacer oposiciones á ministro. Todo se reduce á declararse adicto á un gran personaje, jefe de partido, y durante algunas temporadas políticas hacer comedor ó biblioteca en su casa, según las aficiones del conspicuo, hasta que le llegue el día de formar gabinete, en una de esas crisis difíciles en que todos los ilustres del partido promueven dificultades, y el gran señor en un arranque de despecho exclama:—¡Ea, voy á demostrarles que no los necesito para nada! ¿A quien haría yo ministro? ¡Hombre! A Fulano. Fulano es leal por lo menos. Y Fulano, que en aquel momento presenta respetuoso una cerilla con la punta doblada, para que el jefe encienda una breva ó un águila imperial, escucha con la mayor emoción estas palabras:—¡Hombre! Va usted á ser ministro. Voy á demostrar que se puede gobernar con cualquiera. [143]
Ya ven ustedes si estas oposiciones son fáciles, sin saber derecho penal, ni idiomas, ni geografía. ¡Ni logaritmos!
Nuestra municipalidad, haciendo una vez más de la aseada de Burguillos, no ha querido que los puestos de libros viejos afrentaran la suntuosa fachada del ministerio de Instrucción Pública. Y los pobres libros, más traídos y llevados que leídos, han estado á punto de no asolearse este año y seguir en el fondo de las obscuras tiendas, á donde sólo el parroquiano fiel acude á visitarlos de cuando en cuando.
Después tratóse de llevarlos camino del Este, camino que llevaría siempre por gusto de la grey conservadora todo lo que fuera letra y espíritu. Por fin han ido á caer frente á unos cuarteles, para que armas y letras fraternicen una vez más. [144]
Allí volveremos á ver en las estanterías á nuestros buenos amigos de todos los años: la «Historia Natural», de Buffon; el «Teatro crítico», del Padre Feijóo; la «Historia de los trovadores», de D. Víctor Balaguer ... Y en el montón del baratillo, huesa común de los humildes, muchos libros, unos de las más raras materias, pero con una misma historia triste todo: la del autor que los compuso. Penosa historia que lo mismo dice el viejo libro erudito aforrado en pergamino, que el flamante volumen de limpia impresión y vistosa cubierta, con sus páginas sin abrir, virginales, sólo arrancada la primera, donde tal vez campeaba la dedicatoria aduladora al crítico que le pronosticó gloriosos destinos en una de sus más brillantes crónicas; «Este libro es de los que quedan ...» Y en efecto, ha quedado.
Pero en la feria de cada año, al sentirse hojeado por algún curioso, es una ilusión de inmortalidad para el triste libro, como para una mujer fea es una ilusión de amor la mirada más indiferente.
Y para los que sabemos comprender estas tristezas calladas hay en estos libros olvidados, como en las mujeres nunca amadas, un lamento que parece decir: ¡Quién sabe! ¡Si alguien me leyera! ¡Si alguien me amara! [145]
No han de ser conferencias de la paz, ni acuerdos internacionales de los socialistas lo que ha de concluir con las guerras. Las guerras acabaran ... por artículo de lujo.
En unos doce millones de francos, sin contar indemnizaciones ni otras menudencias, se calcula, muy por encima, lo que lleva gastado Francia en su expedición á Casablanca. Millones que tardará en cobrarse, dada la habilidad de los moros en el arte de no pagar al casero.
¡Pensar que toda la mise en scene de la «Iliada», con sus carros de guerra, escudos, lanzas y hasta la maquinaria final del pérfido caballo, supone cuatro cuartos si se compara con lo gastado en cualquiera de estas epopeyas modernas!
Hasta para cantarlas, comparen el gasto de corresponsales literarios y gráficos con lo que costó á Grecia el poema de Homero. Lo que basta, como suele decirse, para hacer cantar á un ciego. [146]
Los tigres del Gran Teatro están presentados con mucho arte. Si no fueran tigres, habría que convenir en que eran grandes actores. Tal vez un poco exagerados. Más feroces que el natural. Pero el teatro no es siempre copia de la realidad.
Como en los conflictos de muchos dramas, no puede uno por menos de pensar: Si los personajes, en vez de esto, hicieran esto otro, no habría drama ó el drama sería otro; con los tigres pensamos: Si uno solo de los zarpazos con que amenazan al domador lo aplicaran á la débil jaula que los encierra ..., el drama sería otro.
Pero, sin duda, los tigres saben que la fácil libertad les duraría poco, porque detrás de los hierros no esta la selva, sino la fuerza armada, por eso se contentan con bufar y enseñar los dientes al opresor visible, que es el domador.
Los tigres no saben que el verdadero amo es el de fuera, el público. Por eso se revuelven contra el domador, no contra la jaula.
Eso suelen hacer los pueblos oprimidos cuando se revuelven. Por eso todas las revoluciones quedan reducidas á lo mismo, á un cambio de domador. [147]
Si la virtud esta en un buen medio, no es de lo alto ciertamente de donde nos llega á los mortales el mejor ejemplo de esa virtud templada de los términos medios. Sabido es que aún no hemos terminado lamentaciones, preces y rogativas para impetrar una benéfica lluvia que remedie en algo los efectos de una pertinaz sequía, cuando hay que empezar á lamentarse; implorar y rogativear para que cesen inundaciones, tormentas y desbordamientos de todas aguas, amenazadoras de un nuevo diluvio que, por no ser universal, es más desagradable. De donde pudiera deducirse que, ó los mortales no sabemos lo que pedimos, ó los dioses inmortales no entienden lo que se les pide.
Tengo además notado que las casas en que hay algún individuo muy devoto, sin otra ocupación que la de implorar el favor divino para toda la familia, suelen ser las más castigadas de enfermedades, quebrantos de fortuna, matrimonios desgraciados, etc.
En los pueblos se advierte lo mismo; cuanta más gente hay en ellos dedicada á implorar por su salud y bienestar, más desdichas les afligen de continuo. Favor señalado y no castigo es esto, que de este modo nos fortificamos en el desprecio de lo terrenal, y lo que perdemos en cosechas de frutos materiales, lo ganamos en cosecha espiritual. [148]
Sin esta creencia sería para desesperar del todo ver que en un pueblo como el nuestro, donde tantos son á rezar, hasta desatender toda otra ocupación, sea siempre de los más azotados, mientras á otros pueblos de herejes y descreídos todo se les vuelve prosperidad y bienandanza.
¡Y como estas calamidades despiertan los más nobles sentimientos! Podemos leer con indiferencia la noticia de que en tal parte han empezado los trabajos para canalizar tal ó cual río, y leer á poco que las obras se estancaron por falta de fondos ... ¿Pero quien no se conmueve al leer que apenas ocurrió la inevitable inundación, todo el mundo inicia suscripciones para remediarla y todo el mundo se apresura á ofrecer su dinero? ¡Oh dinero español, siempre pronto para toda calamidad! Ese dinero que siempre llega para tus hombres eminentes, á la hora del entierro; para tus soldados, á la hora del desastre; para tus pueblos, á la hora de la epidemia ó de la inundación. [149]
A nuestro yermo nacional, como al de los santos penitentes, siempre ha de venir el pan de vida en el pico de los cuervos, agoreros de muerte.
La memoria de las mujeres.—Entre dos amigas:
—No se de quien me hablas.
—Sí, tienes que acordarte ... La mujer de aquel ingeniero, primo de mi marido, que te estuvo hablando de tus hermanos y de tu madre.
—Pues no recuerdo.
—Que llevaba un traje heliotropo con adornos de terciopelo negro y un sombrero negro también con una amazona del mismo color del vestido.
—¡Ah! Ya se quien dices. [150]
No puedo negar mi debilidad—verdad que esto de las debilidades no sirve negarlo, se trasluce siempre:—me encantan la tiranía y la reacción en los gobiernos. La demasiada libertad debilita y endulza los caracteres, que nunca afirman con tanta energía en su individualidad como al rebelarse contra la opresión del medio, ya sea social, política ó familiar.
Soy enemigo también de las protestas ruidosas y colectivas. ¡Es tan fácil, sin molestar á nadie, hacer un noventa y tres para nuestro uso particular! ¿Y puede haber nada más agradable que sentirse revolucionario á tan poca costa, sólo con buscar un refugio en donde cenar ó beber después de la una y media á despecho de severas leyes? ¿Y á quien le faltará ese refugio? Donde cien puertas se cierran, una se abre, suave y misteriosa, detrás de la cual suele aparecer como apoteosis de la rebelión triunfante, en primer término, algún delegado [152] de la autoridad como hada protectora del establecimiento. El sésamo que nos abre el encantado lugar, tiene algo de santo y seña de conjuración, y todo ello es sabroso como el fruto prohibido.
Siempre fuí de la opinión de aquella gran señora, golosa de helados, que al saborearlos con fruición, decía á sus amigos: ¡Lástima que no sea pecado!
¡Agradezcamos á nuestros moralizadores que hayan hecho pecado de tantas cosas inocentes.
Y no temamos por nuestras malas costumbres. Antes que los gobiernos, el mismo Dios intentó reformarlas con diluvios, asolamientos de ciudades, y, por última vez, con su presencia y predicaciones en la tierra, y nada, la humanidad empecatada sigue lo mismo, los mismos pecados, los mismos vicios. ¡Hay para rato!
Pero, en fin, los gobiernos están en su papel. Como aquel fatalista que, creyendo que todo cuanto sucedía no podía por menos de suceder así, y á pesar de ello, se indignaba cuando sucedía algo que le desagradaba y al decirle los amigos: ¿Pero se cree usted que todo esta escrito porque se incomode usted? Porque esta escrito también que yo me incomode. [153]
Del mismo modo, como son fatales las malas costumbres de los gobernados, fatal es también la tontería de los gobiernos en querer reformarlas. Pero no seamos intolerantes. Hay que justificar los cargos. Si los gobiernos no molestan alguna vez, ¿se notaría que había gobierno?
A los que no acaba de convencernos la necesidad de dividir las horas en morales é inmorales, se nos quiere convencer por la materialidad de la conveniencia higiénica. Y eso sí que es ponerse fuera de la realidad. En lo sano de los madrugones no es posible que nadie crea.
Salgan ustedes una mañanita tempranito, dénse una vueltecita por esas calles, suban á un tranvía, entren en una iglesia, y oirán ustedes toses perrunas y carrasperas y voces catarrosas, y verán ustedes caras de desenterrados que les pondrán espanto. ¡Son los que madrugan! [154]
Las primeras horas de la mañana son en Madrid las más destempladas y variables de temperatura; hay un olor á cieno que penetra hasta los huesos. En cambio á las altas horas de la noche, aún en las más frías del invierno, parece como que el aire se suspende, hay una limpidez, una serenidad en la atmósfera. Además, á esas horas el organismo nutrido por completo (para los que no se nutren todas las horas son iguales), goza la plena posesión de sus energías; el cerebro funciona más activo. Entréguense ustedes á cualquier trabajo, sobre todo intelectual, en las primeras horas de la mañana, con la costumbre española del desayuno frugal, y verán ustedes primores. Yo creo que el mal humor de nuestros empleados y oficinistas no tiene otra causa.
Estoy seguro de que si las oficinas del Estado, las particulares, empezaran á esas horas pecaminosas en que todo ha de cerrarse, sería aquello un anticipo del teatro poético: tan afables y complacientes se mostrarían los empleados.
La mañana es la hora del mal humor, de la destemplanza, de las disputas, de los crímenes. Basta consultar cualquier estadística, para ver que con ser más propicia la obscuridad de la noche, abundan más los crímenes matutinos. [155]
La noche es toda amor, afectuosidad. Lo saben los gatos, lo saben las señoras que dan bailes ... A propósito: ¿en la próxima temporada de invierno terminarán los bailes de sociedad á la hora en que se cierren los teatros ó á la hora en que se cierren los cafés? Hay que advertir que cuando se celebra uno de esos grandes bailes, las molestias del ruido de coches y de músicas es mayor para los vecinos que las que puede ocasionar cualquier café abierto hasta la madrugada. Ó se reforma para todos, ó para ninguno.
Por lo menos, los escotes de las señoras sí deben cerrarse: A las doce y media, si se consideran como espectáculo; á la una y media, si se consideran como restaurant.
Todavía hay ancianos que nos hablan de la aparatosa presentación de Listz en escena, seguido de un lacayo, al que arrojaba desdeñosamente los guantes, antes de sentarse al piano.
Hoy, ningún concertista de reputación se dignaría presentarse con un vulgar lacayo. Para firmar contratos ventajosos, es preciso ir acompañado de una princesa, por lo menos. [156]
Dado el número de altezas reales é imperiales que en estos últimos años han lanzado su corona par dessus les moulins, pronto veremos como hasta en los circos no hay jongleur que no lleve consigo una princesa para alargarle los chirimbolos. Cuando en los carteles de algún teatro aparezca el anuncio: Asistirán sus majestades y altezas, ya sabrá el público que no será en los palcos regios, sino en el escenario.
¡Oh locas princesas! ¿No sabéis que en los cuentos de hadas el amor hace príncipes á los pastores, pero nunca pastores á los príncipes? ¿Tan poco puede la magia del amor en estos tiempos? ¿No pensáis que algún día el pianista más enamorado podrá recriminaros por vuestra ligereza? Me has estropeado la carrera, os dirá. Si no hubieras dejado de ser princesa, á estas horas podía yo ser músico de cámara, director del Conservatorio y acaso ministro de Bellas Artes.
Y tendrá razón. ¡Pobre Catalina de Rusia, si la primera vez que se enamoró de un soldado, en vez de ascenderle á general, hubiera ella [157] dejado de ser emperatriz para hacerse cantinera del regimiento! ¡No hubieran sido bofetadas! ¡Oh locas princesas! ¿No sabéis que aún en las más vulgares aventuras callejeras, el amor, por fin, dice: ¡Sube! nunca dice: ¡Bajo!
Creedlo, bueno esta que perdáis todos los tornillos de la cabeza, pero no el que sujeta la corona. El amor es gran revolucionario, pero por eso mismo, si admira á los príncipes que saben morir, desprecia á los que solo saben abdicar.
Sarah Bernard pública el primer volumen de sus memorias. Esta mujer extraordinaria, que será sin duda una de las figuras representativas del siglo xix—no comprendemos como Don Miguel de Unamuno no la ha tomado ya ojeriza—al relatarnos su vida pone el mismo encanto de su vida toda. Ese encanto prestigioso de una vida armoniosa, afirmación de su arrogante divisa: Quand même.
Y no obstante, para curarnos de vanidades, ¡como en esta vida en que todo parece fuerza de voluntad se muestra más claramente el trazo señalado á nuestros destinos por una voluntad sobrehumana! [158]
Todo, hasta lo que más parece desviar de la senda marcada, es solo rodeo para llegar más pronto y con más brío. Y sobre las luchas, los obstáculos, los desfallecimientos, siempre esa alegría íntima, patrimonio del verdadero artista, que puede tener horas de desesperación en su vida, pero nunca una vida desesperada, porque hay algo en el que se sobrepone á todo, la seguridad en sí mismo. Pero los que crean que el camino es fácil, lean la historia de los penosos comienzos de la artista, que ella recuerda con sonrisa indulgente de triunfadora.
¡Las mezquindades de la envidia, la malevolencia de los compañeros, las injusticias de la crítica, las veleidades del público, tornadizo en sus admiraciones, deseoso siempre, como niño, de destrozar y de cambiar sus juguetes!
Cuando se triunfa de todo esto, á pesar de todo—Quand même—es preciso creer en la predestinación, y debemos agradecer á los grandes elegidos de la gloria que nos cuenten su vida, porque si en ellos puede haber orgullo al contarla, al leerla nosotros aprenderemos humildad. No triunfa el que quiere, sino el que puede. Y si el querer es humano, el poder es divino. [159]
De otro modo, ¿quien triunfaría nunca de la envidia, de la calumnia, de tanta y tanta miseria?... que esas ¡ay! sí son humanas, demasiado humanas.
Uno que no quiere aburrirse, ó por lo menos cree que no se aburrirá de ese modo, es un señor que anuncia en la cuarta plana de un popular periódico lo siguiente: Deseo conocer á escritores de verdadero talento. Y debajo: Deseo amistad con mujer inteligente.
Así, poca cosa. Como poseedor de talismán en comedia de magia, que no cesa de pedir gollerías, seguro de que el genio protector ha de concedérselo todo.
Es posible que á estas horas ya tenga en su poder buen número de ofertas y aún es posible, si es hombre de buen humor, que con todas ellas publique un curioso libro, como hizo un norteamericano, quien también anuncio en los periódicos que deseaba correspondencia con señorita distinguida, inteligente y bella, y después con los miles de cartas recibidas, publicó un libro, con el agradecido título de Mujeres anormales que contestan á los anuncios. [160]
En este caso más que las ofertas de las mujeres inteligentes tendrán que leer las de los escritores de talento.
También es posible que el anunciante desee lo contrario de lo que pide, y no hay duda que es el mejor medio para conseguirlo. Porque bien puede asegurarse que si no logra su deseo de conocer á escritores de verdadero talento y á una mujer inteligente, conocerá en cambio á mucho majadero y á muchísima loca.
Lo que no quiere decir que deba dar por mal empleado el dinero que le costó el anuncio. ¡Puede uno divertirse tanto con un majadero! Y con una mujer loca, ¡no se diga! Desde la más remota antigüedad son las que vienen dando mejor resultado.
Y las únicas capaces de amar con desinterés. Por eso son locas. Las mujeres inteligentes solo aman al que puede ofrecerlas mucho dinero. Por eso son inteligentes.
El paso de Mercurio ha servido, según nos dicen, para descubrir y demostrar una ley astronómica, que era ya verdad demostrada en las [161] esferas sociales de este bajo mundo. Que los satélites son los que determinan el movimiento de los planetas y no lo contrario, como se creía.
Con toda su luz, el planeta es un juguete de los satélites, que le traen y le llevan, le acercan ó le alejan de un punto determinado. ¡Pobres planetas! ¡Pensar que si alguno de ellos nos desmenuzara en partículas por el espacio infinito, el se llevaría la culpa con nuestra última maldición, cuando toda lo sería de los satélites.
¡Oh, los grandes planetas políticos, orgullosos por contar con una mayoría compacta, los planetas del arte, ufanos con sus admiradores, los planetas taurinos moñudos con sus aficionados ... ¡Satélites, satélites son todos que os marcarán el rumbo á pesar vuestro!
El planeta político se esta quietecito en casa, comprendiendo cuánto le conviene el reposo para reponer averías, pero los satélites imperan. ¡Hay que volver á la lucha! ¡Hay que aceptar el poder! Y allá va el planeta ...
El planeta del arte duerme sosegado sobre sus laureles, pero los satélites le despiertan y sacuden ... ¡Algo nuevo, más, más!... Y el planeta se lanza por donde no pensaba. [162]
El planeta taurino no quiere competencias, pero los satélites le vociferan: ¡A ver eso! ¡Que le pisan á usted el terreno! ¡Que se lo comen!... Y el planeta taurino va á la enfermería.
¡Dichosos los planetas que no tienen satélites, así en la tierra como en el cielo!
Mientras se discute el presupuesto de enseñanza y el señor ministro de Instrucción Pública se permite finísimas ironías á propósito de la nueva asociación de cultura, yo evoco una vez más el recuerdo de aquella escuela de aldea que avergonzaría en el último aduar de Marruecos.
Lóbrega, sucia, desmantelada; lo único que allí puede aprenderse—y esto las niñas, que tienen su escuela en el piso alto—es gimnasia, para trepar por una escalera derrumbada, que es, por lo menos, una tentativa de infanticidio en cada peldaño.
Y allí preside, bajo un dosel pingajoso, un Cristo lúgubre, inquisitorial; ese Cristo á quien todos los días crucifica la maldad, la ignorancia y la indiferencia de los hombres, ese Cristo que dijo: [163] Dejad á los niños que se acerquen á mí; y allí parece decir, con más verdadero amor: No, no los dejéis que se acerquen aquí, no los traigáis á esta mazmorra ...
Y recuerdo los versos de indignación, de santa ira, con que el ilustre Guerra-Junqueiro maldijo de las escuelas portuguesas.
¡Y aún se discute y se regatea en el presupuesto de enseñanza! Sí, es verdad, no debe pensarse en pensiones para estudios en el extranjero, en grandes centros de enseñanza superior, mientras exista una, una sola de esas escuelas de pueblo, que darían ganas de llorar si no las dieran de matar ... ¿A quien? ¿Donde puede hallarse el verdadero responsable de ese crimen tan nacional, tan de todos? El único castigo sería el de obligar á muchos á llevar á sus hijos, á otros á ser maestros en ellas, á todos ... ¡Ah! Ese castigo ya se realiza, el de respirar en un ambiente de incultura, de atraso, en que solo viven y prosperan los que saben explotarlo en provecho propio. [164]
Si algún día se escribiera la historia de la tontería, humana, que sería tanto como escribir la Historia de la Humanidad, uno de sus capítulos más interesantes sería el de por qué los españoles hemos de asistir todos los años en fecha fija á las representaciones de «Don Juan Tenorio».
¿Es que el mérito de la obra la impone á la admiración anual del público? Bueno sería entonces cualquier día del año. ¿Es por el cementerio y los aparecidos que en ella figuran por lo que tiene lugar apropiado al conmemorar la Iglesia á todos sus santos y á todos sus difuntos? Con la misma razón podría representarse Hamlet, donde no faltan tampoco apariciones de muertos y camposanto, y donde las consideraciones sobre la vida y la muerte y la eternidad son más graves y austeras que en nuestro popular drama, en que más parece tomarse á [166] broma todo esto ... ¿Pero qué digo? Justamente porque se toma á broma, es porque no hemos encontrado nada mejor para distraernos de la seriedad que los días imponen.
¿No es toda la vida española la de Don Juan Tenorio? Fanfarrona, despreocupada, altas frases, bajas acciones, el sentir y el pensar afectados, mucha elocuencia, mucha retórica ... y sobre todo esto, la esperanza en el punto de contrición, gustoso y fácil, y la salvación final por mano de doña Inés, que por no faltar en nada al simbolismo, viste hábitos monjiles. Porque ¿como puede salvarse nadie en España sin intervención de monjío ó frailío?
Por algo, con ser tan popular en España la figura de Don Juan Tenorio, no halló su consagración literaria definitiva hasta que el genio archiespañol de Zorrilla supo españolizarlo del todo. Los españoles no podíamos tolerar que Don Juan se condenase de ningún modo, ni con la música divina de Mozart. Era como condenarnos nosotros mismos.
¿Y no merecía la salvación Don Juan Tenorio mejor que el doctor Fausto, que es algo también del alma alemana, todo filosofía y pesadez, hasta cuando enamora y ama? [167]
No, no puede condenarse á estos hombres que son el alma de una raza. Don Juan Tenorio será siempre el héroe preferido de España, solo por esto, por salvarse.
Lo hubiera sido Don Quijote, si Cervantes más humano que español, ó quizás más de su tiempo que español, que humano, en vez de curarle al morir de todos sus desatinos, para hacerle posible la salvación como cristiano, le hubiera entrado valientemente en la gloria, de la mano de Dulcinea, en la suprema exaltación de su locura triunfadora.
Madrid se aburre como nunca, desmintiendo así la afirmación de que bajo gobiernos reaccionarios fué siempre cuando más se divirtió la gente. Dígalo Roma en tiempos del poder temporal pontificio, dígalo París en tiempos de Luis XIV, dígalo, en fin, Madrid mismo en tiempos de los Austrias.
Madrid se aburre, sin que su aburrimiento logre interesarse por nada, apenas por la reaparición de Gallito. Y eso que al decir de algunos aficionados, nunca se vió fenómeno igual. ¡Un pase de muleta en dos corridas! [168]
Bien puede estar agradecido el susodicho diestro á la afición madrileña y aún decirle como Marión Delorme al caballero Didier en el drama de Víctor Hugo: Ton amour m’á refait une virginité. ¡Oh afición madrileña, tu que hiciste temblar á Frascuelo, Lagartijo y Guerra, entusiasmándote por un pase! Bien dicen que cuando nada interesa es cuando esta uno en peligro de interesarse por cualquier cosa. Hay cosas que solo el aburrimiento puede explicarlas.
Nada solícita nuestra atención ni nuestro interés. Política, arte, vida de sociedad, todo languidece. Por algo nuestro nuevo alcalde quiere obligarnos á marchar deprisita por esas calles, á ver si con la celeridad de la circulación nos animamos un poquito.
Si la orden se cumple y los habituales plantones de la Puerta del Sol se ven obligados á circular, aquello parecerá un Tío Vivo. Hay allí losas que no mojaron nunca lluvias del cielo ni riegos municipales; resguardadas de todas las inclemencias por el mismo grupo compacto que hizo de ellas pedestal de un momento á la vagancia y al arte de residir en el sitio más céntrico y más caro de Madrid, sin pagar al casero. [169]
Bien muestra el nuevo alcalde su procedencia automovilista, y por las trazas su ideal es ponernos á los madrileños en cuarta velocidad. No será malo, si lo consigue, porque en Madrid, donde moralmente, el que no corre vuela, materialmente no se sabe andar por la calle.
Hay quien á más de ir á paso de procesión, serpentea graciosamente para estorbar el paso al que viene detrás. Hay señor que lleva el bastón ó el paraguas á guisa de pica, y al andar va marcando puyazos á cuántos le preceden. Hay quien juguetea con dichos artefactos, como jongleur de circo, y lo mismo le derriba á uno el sombrero que le salta un ojo. Hay quien se emboza á todo vuelo, envolviendo amorosamente al transeúnte más próximo. Hay quien es capaz de leer un drama á un amigo en la acera más transitada, entre un coche parado y un escaparate llamativo. Hay señoras que reciben á sus relaciones en una esquina y allí se constituyen en sesión permanente.
Y es que en Madrid, cuando se anda, nadie va á ninguna parte; hace tiempo para ir á ella y se sale siempre demasiado temprano para ir á un sitio al que siempre se llega demasiado tarde. [170]
Cosa que también puede suceder al señor Maura en sus concesiones á los solidarios. Salir á buscarlos; perder el tiempo y llegar tarde.
Cuentan del gran Víctor Hugo, que cuando se hallaba en alguna reunión de escritores, valíase de una inocente estratagema para descubrir cuáles de entre ellos abrigaban la ilusión y la esperanza de ser académicos. Para ello, soltaba alguna tremenda irreverencia contra la Academia ó contra algún grupo ó individuo de ella. Los que francamente reían á coro con el, era señal de que estaban limpios de toda ambición. Pero si alguno permanecía serio ó reía para dentro, entonces Víctor Hugo, sonriente, advertía pronto: Fulano no se ha reído. Quiere ser académico. Y así descubrió á más de un futuro candidato.
A prueba semejante asistimos á cada paso, cuando algún crimen de resonancia es preocupación general en todos los círculos sociales.
Hay quien no puede ó no sabe ocultar sus simpatías y su admiración. Se habla, por ejemplo, de la estafa al Banco de España: [171]
—¿Ha visto usted qué bien combinado todo? Y ya verá usted como al verdadero autor no se le descubre. Y se extiende en todo género de admiraciones á la habilidad y serenidad de los falsificadores, y cada fracaso de las autoridades en descubrirlos lo considera como un triunfo personal. ¡No los cogen, no; ya lo verán ustedes!
Parece como si se animara á sí propio con la impunidad.
Se habla del crimen del «Hojalata», y el que no se atreve á aclamarle por su crimen le admira por su muerte. ¿Han visto ustedes? ¡Qué valor! ¡Vaya un tío! La verdad es que ha conseguido imponerse el respeto de la gente. El hombre que hace eso no es un criminal cualquiera ...
Lectores, desconfiad de estos panegiristas y cuando oigáis á algunos expresarse así, como Víctor Hugo decía: Fulano quiere ser académico, pensad vosotros: Fulano va para criminal. A cuatro delitos que queden impunes, se lanza.
Todos hemos asistido alguna vez al estreno de una obra dramática de interesantísima acción, situaciones de gran efecto, «cuajada» de [172] pensamientos deslumbradores y frases relampagueantes; todos nos hemos interesado, emocionado; hemos aplaudido, aclamado, y al salir del teatro, apenas el aire de la noche ha refrescado nuestra frente, al pretender recoger nuestra emoción, pensamos y no tardamos en descubrir que la emoción desaparece. Aquella hermosa situación, recordamos ... pero verdad es que era muy falsa, porque si el personaje aquel llega antes con la carta ... Y lo natural era que hubiera llegado. ¿Y aquella frase?... Sí, pero la verdad es que lo mismo puede significar lo contrario ... Y así ante el análisis reposado, pronto nos damos cuenta de que nos habían robado la emoción, habíamos sido víctimas de un atraco violento, más ó menos artístico, pero atraco, al fin.
Una cosa parecida nos ha sucedido con la memorable sesión que pudiéramos llamar patriótica. El entusiasmo de la representación no ha resistido el frío de la calle. La obra ha sido de las efectistas.
Muchos millones, mucho patriotismo, hermosas frases, pero muy poca escuadra. Todo ha sido decirnos: Tengamos marina y lo demás se nos dará por añadidura; el común sentir dice más bien: Tengamos lo demás y la marina se nos dará por añadidura. [173]
Nos dicen que de otro modo no podemos salir de casa, y hay que asomarse al mundo. ¡Ay! Esto me hace pensar en esas gentes cursis que viven de mala manera, y cuando se encuentran á algún conocido que ofrece visitarlas se apresuran á decir: No se moleste usted, nosotros iremos á verle á usted, no faltaba más. Todo porque no les descubran la modesta vivienda donde falta toda comodidad y todo lujo. ¿Será por esto nuestro afán de salir á Europa, como los cursis que con cuatro trapitos hacen su papel por esas calles y paseos, aunque en casa no coman? ¿Y no sería mejor que ponernos en facha de salir á visitar el mundo, ponernos en condiciones de que el mundo pudiera venir á visitarnos?
¡El invierno se presenta terrible para los ricos! Ha subido el precio del pan de lujo. Sólo falta que suba también el precio de la gasolina y la vida será imposible para las clases acomodadas. [174]
Por fortuna, ahora es la última moda en comidas aristocráticas probar apenas una cortecita de pan. La delgadez es el ideal estético y casi todo el mundo esta á régimen. Los anfitriones están de enhorabuena. Suprimidos los vinos «matusalenes» y las marcas de precio; con buen surtido de aguas medicinales se sale del paso. Apolinaris, Vichy, Mondariz ... Los comensales se juntan por afinidades curativas.
—¡Usted es Vichy, verdad, marqués? Siéntese usted aquí con la condesa.
—No, querida amiga. Ahora he cambiado. Vichy no me iba nada ... Ahora soy Apolinaris.
—Entonces á mi lado.
—Es lo que yo quería.
—¿Cuántos kilos ha perdido usted este mes? Yo, kilo y medio.
—Yo he aumentado en tres.
—¡Qué disparate!
—Pero no estoy seguro, porque me pesé con gabán de pieles y después de oir «María di Rohan».
—Yo tengo báscula en mi cuarto y me peso con la menor ropa posible.
—Avíseme usted.
—¿Y usted, marquesa? ¿Como va con su régimen? [175]
—Ya me ve usted. Ya no tengo nada que perder.
No hay duda, de los tres enemigos del alma, la carne es el más combatido entre las personas distinguidas, y la subida del pan, que tanto contribuye á aumentarlas, no puede afectarlas grandemente.
En cuanto á las clases menesterosas, ¿cuando no han estado á régimen en España? Ahora, por lo menos, tienen el consuelo de pensar que están á la última, siempre suena mejor que en las últimas.
La verdadera solidaridad española se muestra como nunca en estos días anteriores á la gran lotería de Navidad. Hay número que, como Don Juan Tenorio, recorre toda la escala social. Del ministro al último ordenanza del Ministerio, de la gran señora al carbonero, de la primera actriz al tramoyista. ¡Todos unidos en una misma aspiración y una misma esperanza! Hay quien no puede ver un número sin pedir participación, y por lograrla es capaz de todo. En estos días se descubre como nunca el [176] carácter de las personas. El egoistón que compra su billete ó su décimo, según los posibles, con el mayor sigilo, á nadie dice palabra, y así previene las peticiones de participación antes y las de dinero después si logra un premio. El altruísta que quisiera compartir su suerte con todo el mundo y acaba por quedarse con veinticinco céntimos en cada número y aún piensa fundar un asilo benéfico si le tocara el gordo. Y el supersticioso que coloca el papelito bajo una imagen devota ó un amuleto diabólico, según sus inclinaciones agoreras, y el pendolista que goza sobre todo con extender los recibos de su puño y letra con arabescos y tintas de colores y toda clase de primores caligráficos, y el matemático que luce toda su ciencia calculista repentizando operaciones al tanto de lo que corresponde por fracción y por premio ... todos, todos descubren su carácter en estos días de ilusiones, de esperanzas, en que toda preocupación desaparece envuelta en ilusiones ... ¡Admirable institución esta de la lotería! ¿No es acaso la única felicidad positiva que debemos á nuestros gobiernos?
La propiedad histórica ha llegado hasta los belenes. Las figuras de los modernos nacimientos se ajustan á ella con su indumentaria, y no obstante este «modernismo» retrospectivo—valga el contrasentido,—priva á los clásicos retablos de su carácter ingenuo. ¡Sientan tan bien las graciosas impropiedades en la representación de un misterio que es de todos los tiempos!
Yo he visto un nacimiento en que junto al portal de Belén había una iglesia con su campanario y un monaguillo que tocaba á misa, y más lejos una cuadrilla de toreros celebraba con una corrida—suponemos que regia—el natalicio del Niño de Dios, y por un puente atravesaba un ferrocarril y esta disparatada mezcla de tiempos y costumbres da la más clara impresión de catolicismo, porque nos decía como Jesús nació para todos los siglos y para todos los hombres. [178]
Estos nacimientos de ahora no emocionan tan hondamente. Por algo los pintores antiguos, tan soberanos artistas, se atenían en las pinturas sagradas á las figuras y trajes de su época y por ser de su tiempo lograron ser de todos.
Respetemos el arte primitivo, ingenuo, de los belenes. ¿Qué significan trajes y figuras? Para los belenes, la humanidad es siempre la misma.
Los teatros aprovechan estos días de alegría oficial para presentarnos lo más disparatado del repertorio francés. El «vaudeville» es el pavo literario de las Pascuas. Como el pavo, los mejores son los de más confianza, los más conocidos, con sus eternas combinaciones; el personaje que pasa por otro durante los tres actos, sin hallar ocasión de decir quien es, ni á qué vino, hasta la última escena; el segundo acto con su decoración de veintidós puertas por donde los personajes entran y salen, se buscan, se persiguen, se suceden, se huyen contra toda razón y toda lógica.
Y el público que ríe porque es Nochebuena, de lo mismo que protestaría en otro cualquier día del año. ¿Como no ha pensado nadie en publicar un [179] almanaque teatral, como el almanaque del agricultor y el del empleado? Sería tan útil para los autores novicios con sus recetas, consejos y pronósticos. Por ejemplo, Octubre: Bueno para la comedia satírica. Noviembre: Excelente para el drama de tesis. Diciembre: Disparate libre. Enero: Drama y comedia de amor, y así sucesivamente.
No hay idea de la influencia de la estación y de los meses en la literatura dramática. ¡Cuántas obras que parecen detestables en invierno hubieran parecido excelentes en primavera! ¡A cuántos habrá perjudicado el estrenarse en Marzo en vez de estrenarse en Diciembre!
«Don Juan Tenorio», estrenado con mal éxito, no logró el favor del público hasta que halló su día en el de los difuntos. Estrenar en Apolo á la entrada de primavera es una seguridad de buen éxito. ¿Qué autor de experiencia no lo sabe?
¡Ah, el autor dramático debe entender de todo y hasta la Astronomía y la Meteorología son de utilísima aplicación en su arte! [180]
En estas fiestas de Pascua, en las funciones de tarde de los teatros, en las fiestas familiares á ellas dedicadas, lo he observado con pena una vez más; los niños de ahora son tristes, no saben reir, parece que, como Musset, han venido muy tarde á un mundo muy viejo.
Nada les sorprende, como si todo lo supieran. En el teatro son ellos los que preguntan á los mayores: ¿Por qué os reís? Ellos son los primeros que dicen: ¡Me aburro!
En torno del árbol de Noël se muestran graves y desdeñosos, y en los Reyes Magos ya no cree ninguno.
Una mamá se lamentaba de esta disposición de espíritu en los niños.—Figúrese usted que hoy le digo al pequeño: Si no eres bueno, no te llevó al teatro; y me dice: Mejor. ¡Para ver tonterías!
¡Esta seriedad española! Cuando aquí decimos de un hombre que no es serio, le hemos imputado el mayor defecto ... Y los que, por desgracia nuestra, hemos trasmutado los valores, y lo que todos juzgan serio es lo que más risible nos parece, estamos perdidos. [181]
Yo creo, sin duda alguna, que la mayor superioridad de los anglo-sajones, consiste en saber reir, en el desprecio al ridículo. Yo he visto á señoras inglesas muy metidas en carnes y muy entradas en años, lanzarse al vals y hasta al cake-walk, sin la menor idea de que estaban haciendo el paso. A personajes de grave significación social ofrecerse espontáneamente á cantar las más extravagantes canciones de negros, y á distinguidos oficiales de guarnición en Gibraltar, representar una parodia del «Fausto», interpretando papeles de hombres y mujeres: todo ello en presencia del gobernador de la plaza y ante los soldados de la guarnición francos de servicio. ¡Figurémonos el escándalo que esto hubiera producido en España!
¡Seriedad, seriedad! Es nuestra consigna. En estos días he leído como algunos revisteros de toros aconsejan á la empresa de la plaza el contrato de determinados toreros, para dar seriedad al cartel. Y digo yo: ¿Para qué necesitará la seriedad un cartel de toros? [182]
El incendio de uno de los barracones destinados al cultivo del arte barato, ha venido á dar un voto en pro de los que aconsejaban á las autoridades la supresión de los que no estuvieran en condiciones de seguridad. Aconsejaban otros en cambio, la mayor tolerancia, considerando dichos teatrillos como un anticipo de teatro popular, muy conveniente para la educación artística de las masas. No creo yo semejante cosa, y opino que la única defensa que podía tener era el servir de modus vivendi á mucha gente; pero en nombre del arte no son defendibles. El arte, ó debe darse gratis, con la protección y espléndida subvención del Estado, y entonces puede exigirse que sea verdadero arte, ó hay que pedir, mientras esté en manos de empresas particulares, que sea lo más caro posible. El arte malo no puede ser nunca educador, y antes pervertirá que afinará el gusto de la multitud. Bueno esta compadecerse de los modestos artistas que no pueden, por ahora, aspirar á mayores empresas; pero ¡ay! que el arte no tiene entrañas y el sentimiento de compasión que inspiran unos pobres cómicos antes destruye que aumentan el placer estético. El arte dramático necesita de bellas figuras con bellos trajes; las caras de hambre y los trapos descoloridos sólo pueden emocionar tristemente ó cruelmente, por perverso sadismo, y las dos emociones son las más extrañas á la pura emoción artística. [183]
El Arte es como el sol; no hay uno para los pobres y otro para los ricos. Día llegará en que, como el sol también, su luz llegue por igual á todos; entretanto no se hable de arte barato, arte caro, arte grande y arte chico, porque el arte es ó no es; no se falsifica con nada.
Ha muerto uno de los representantes más ilustres de un arte francés; mejor dicho, parisiense por excelencia: el modisto Paquín.
El modisto y el literato han sido los creadores de ese tipo convencional, trapos y literatura de mujer francesa; heroína de novelas y comedias para la exportación.
Como los modistos imponen sus figurines á las más rebeldes á la moda, los escritores imponen también sus figurines de almas aún á los menos atacados de intelectualismo.
¡Bourget y Paquín habrán sido creadores de tantos espíritus femeninos! Una lectura y una toilette basta á producir un estado de alma. ¡Oh! ¡El Don Juan Tenorio que supiera el libro que acaba de leer una mujer y sepa interpretar el sentido de un traje ó de un tocado femeninos, atacaría siempre sobre seguro! [184]
Hay toilettes que suponen una meditación previa sobre el Kempis, otras que denuncian lecturas de poetas delicados, otras que nos hablan de Claudina, Colette ...
Hay toilettes que por sí solas dicen al hombre más atrevido: Hoy no estoy para nada. Hay otras que al más tímido le animan y le dicen: Hoy estoy para todo.
Y advierto á los que pudieran cometer equivocaciones lamentables, que la severidad y la ligereza del vestido femenino, suelen estar en razón inversa del estado de ánimo. Ni debe uno atreverse demasiado por su «deshabillé», todo trasparencias sugestivas, ni acobardarse por un riguroso luto ó un severo hábito. ¡Oh, no! El luto sobre todo si es de viudez reciente, no debe desanimar á nadie. ¡El dolor trastorna!
Los autores dramáticos, por nuestra parte, debemos también una grata memoria al modisto.
¡Cuántas veces una de sus creaciones habrá distraído al público de una pesada escena de relleno ó habrá permitido que las elegantes abonadas perdonen alguna crudeza de frase, disimulando la atención al diálogo con el examen de la toilette! [185]
¡Y para cuántas actrices habrá sido también el modisto gran inspirador, y lo que ellas no supieron poner de su alma en un personaje, supo ponerlo el modisto, mejor intérprete de su carácter con sus trajes, que la actriz con sus recursos teatrales!
Lloremos á un precioso colaborador y piensen algunas actrices, quien va á proporcionarles ahora el talento que necesitan. Por algo cuando un papel le va á un artista, se dice que es un traje á la medida.
Y habrá actrices que no sepan de Ibsen; ¡pero de Paquín!
Nadie como yo cree en la conveniencia de los teatros populares como excelente medio de propaganda educadora; pero creo también que los espectáculos ofrecidos en nuestros teatros baratos más contrarian que favorecen la cultura del pueblo. [186]
Convengamos, en que la mayor parte de las obras en ellos representadas no son escuela de buenas costumbres, ni siquiera de buen lenguaje. El teatro ha contribuído no poco en España con sus exageraciones ya cómicas, ya melodramáticas, á la profusión de ese tipo odioso del chulo teatral, al que si fuera á buscarse cabal genealogía no sería difícil hallársela en los galanes de nuestras comedias clásicas; pero allí era por lo menos limpio el vocabulario y la chulada era retórica.
Grave es siempre la responsabilidad del autor que es escuchado del público; pero si es al pueblo ó á los niños á quien se dirige, su responsabilidad es mucho mayor.
Lo he dicho en otras ocasiones; calumnian al pueblo los que le creen incapaz de comprender un arte superior á su inteligencia. El sentimiento tiene un seguro instinto y estoy seguro de que solo ante un auditorio popular sería hoy posible en España, sin temor á un fracaso, la representación de las obras teatrales más sublimes; las mismas que no vacilaría en calificar de «latosas» (algunas lo fueron ya), el selecto público del abono.
Sí; tratándose de ofrecer arte al pueblo, soy radical. Nada mejor que algo, si ese algo es malo. [187]
Muy atendible es la consideración de que muchos pobres artistas viven de ese teatro. Me parece muy bien que todo el mundo viva, pero de lo que pueda vivir.
Harto es ya España el país en que decir ¡Pobrecito! lo justifica todo. Menos compasión y más justicia. Los empleos están ocupados por muchos ineptos, pero ... ¡Pobrecitos! Los escenarios soportan á muchos cómicos detestables, pero ... ¡Pobre gente! Hay quien escribe una obra, no porque sepa escribirla, sino porque lo necesita para comer. ¡Pobrecillo! Y todos ellos encuentran en esta compasión mayor apoyo, mayor benevolencia, que el fuerte, el valedor, el útil. Con todo esto hemos llegado á estimar como la mayor prueba de cariño á nuestra tierra que los extranjeros nos digan: ¡La pobre España!
La boda de una Vanderbilt ha epatado á la noble y vieja Europa, con la verdadera explosión de lujo americano, lujo bárbaro, que dicen los americanos latinos, pero lujo que en su misma barbarie es de tanto [188] grandor, no diremos grandeza, que sólo así salva los peligrosos linderos de la ordinariez y la cursería. Un lujo así tiene algo de sobrehumano, eleva el dinero á la categoría de fuerza ideal, única capaz de realizar en lo humano fantasías y caprichos divinos. ¡Toda esa fuerza aplicada á un ideal de Justicia, de Belleza, en vez de aplicarse á un lujo estéril que ni es justo ni es bello!
Cierto, que ese lujo da de comer á mucha gente; no es dinero tirado, aunque lo parezca, esos miles de dollars gastados solamente en orquídeas.
En la actual organización social, sin el lujo y sin los vicios de los ricos la revolución social sería ya un hecho. Cuando gastan su dinero tontamente, cuando se arruinan locamente, es tal vez cuando realizan un principio de justicia.
Y lo que tiene ese lujo de insultante es también un estímulo poderoso, de envidia ó de ira. Piensan unos: «Así quiero ser yo». Piensan otros: «Nadie debe ser así». Y estos dos pensamientos, en apariencia tan opuestos, llevan el germen de una futura y más perfecta organización social.
Tal vez no sea posible que en todas las mesas haya orquídeas. ¿Pero será tan difícil, estará tan lejano el día en que pueda haber en todas pan y unas rosas?
Las señoras de Nueva York andan alborotadas porque recientes ordenanzas las prohiben fumar en lugares públicos. Creo que las autoridades más han pretendido favorecerlas que molestarlas.
Nunca he comprendido ese furor que siente mucha gente por obtener una consagración oficial y pública para una porción de cosas que tiene su mayor encanto en no trascender del dominio privado.
El cigarrito femenino es una de estas. En la mujer no se comprende el uso del cigarro por el cigarro. Ha de ser un detalle más de una «mise en scene» muy cuidada en un cuadro muy íntimo. Decoración muy moderna de tonos muy armonizados, tono sobre tono, la escala de los verdes ó de los rosas ó de los grises. Aconsejaos de un buen pintor ... muerto. En el Museo del Prado hallaréis excelentes motivos de inspiración. [190] Después, uno de esos divanes, que una señora amiga mía, llamaba con gráfica expresión, revolcaderos, pero que yo no me atreveré á nombrar de ese modo; un diván cama, poco levantado del suelo, cubierto con una auténtica piel; camello, oso blanco, cabra de Angora, zorros azules con sus cabecitas. Esto último no se recomienda tanto, porque los amigos harían chistes. La piel puede sustituirse por un rico paño de terciopelo, bien entonado con nuestra carnación. Hay que ponerse en todo. Profusión de almohadones, no esos almohadones vulgares de telas estampadas; almohadones muy personales. Cerca, lo necesario y lo superfluo «pour en griller une». Todo como de juguete y todo ejemplar único, á ser posible.
En estas condiciones el cigarrillo, el mismo cigarro puro, parecen tan propiamente femeninos, que son los hombres los que piensan entonces que acaso el fumar sea más propio vicio femenino y no tarden en arrojar su cigarro, como avergonzados.
Para mí no hay duda de que el cigarro pasará en fecha no muy lejana á ser de uso exclusivo de las mujeres, como el abanico, el manguito, que en un principio usaban por igual hombres y mujeres; como será con [191] tantas otras cosas á todas luces más apropiadas al carácter femenino, por ejemplo, el arte, la política, todo aquello en que sea elemento primordial la seducción. Porque vamos á ver. ¿A ustedes les parece propia de hombres la actitud de un artista pensando siempre como agradará al público? ¿Y la de Maura, pensando siempre como agradará á Cambó?
Es la hora del te. La hora que en los largos anocheceres de invierno sería para las mujeres la hora de los aburrimientos peligrosos, si la moda no hubiera inventado esta costumbre.
En torno á la hervidera de plata, que es con su llama azul temblorosa, como ara encendida en culto á la diosa Frivolidad, es un charlotear incesante, apenas interrumpido por el picoteo en bocadillos y golosinas. De un tema á otro, mariposea la charla femenina con frases que son unas veces, batalla de flores; flores de trapo; otras, como cruzar de floretes en juego de esgrima, todo galantería; alguna vez, aquel alfilerazo que busca y acierta con el defecto de la armadura. [192]
Allí murmuran, como en parte alguna, los mil arroyuelos por donde van las pequeñas historias á formar el mar de la historia grande de una época.
¿Qué es la murmuración sino la historia de un día? ¿Qué es la historia sino la gran murmuración de los siglos?
—¡Como canta el Werther ese hombre! ¿Le habéis oído?
—Pero la ópera es una tontería.
—Hay que oirla más de una vez.
—Eso dicen de todas las tonterías. ¿Será ese el secreto del matrimonio?
—¿Has estado en estos bailes?
—En todos. No te he visto en ninguno.
—¿Olvidas mi luto?
—Por una tía ...
—Pero era de mi marido. Tengo que guardar más las apariencias.
—¿Habéis visto la obra del Español?
—No quiere mamá. Creo que es una soltera que tiene relaciones con un casado, lo mismo que dicen de ...
—¡Calla, que esta ahí su mujer!
—No, si iba á decir la de ...
—¡Calla! ¡Que esta ahí su hermana! [193]
—No comprendo que haya quien no quiera recibir á las que tienen historia, porque es no poder hablar de nadie en sociedad ...
Y así pasan dulcemente esas horas de los largos anocheceres de invierno, que son tan peligrosas para las mujeres distinguidas que no toman te en sociedad con sus mejores amigas.
Distinguidas señoras que preparaban bailes de trajes, minués y otras fantasías propias de Carnaval, han tenido que desistir de sus proyectos por no hallar suficiente personal masculino propicio á la inocente diversión y al insignificante gasto que supone presentarse trasformado por una noche, con propiedad de ópera, en mosquetero, marqués, Luis XIV ó XV, petimetre del XIX, etc.
El sport lo absorbe todo, energías físicas y pecuniarias. El automóvil, el polo, el golph, el tiro, el lawn-tennis, con la apropiada indumentaria y los precisos accesorios, no dejan tiempo, ni dinero, ni fuerzas á la juventud masculina. [194]
Para el ligero flirt que ha de preceder á un matrimonio convenido en familia, tan bueno es el automóvil con sus expediciones, como un salón de baile. Un moderno torneo de polo, mejor que un cotillón con sus figuras grotescas. Dejemos á las cotorronas llorar por las pérdidas costumbres de los pasados tiempos ... Sus hijas no parecen mal avenidas con los alardes de fuerza, agilidad y destreza. Cierto que un valsador infatigable era una garantía; pero en el baile, á la luz artificial de los salones, es más bien fuerza nerviosa la que se gasta, y la fuerza nerviosa es traicionera y puede faltar en el mejor momento, como todo lo que es inspiración.
¡Fuerza, fuerza! Aunque el amor se despoetice. Esta generación no es de novios; pero quien sabe si, por lo mismo, no nos prepara una brillante generación de padres.
D. Prudencio—nuestro Mr. Prudhomme,—ha tenido en estos días ocasión de manifestarse. D. Prudencio abomina de las exageraciones, y en su concepto—D. Prudencio no tiene opiniones, tiene siempre conceptos,—en su concepto, los sucesos de Portugal han sido una lamentable y funesta [195] serie de exageraciones. Exagerado el dictador, exagerados sus enemigos políticos, exagerada, ¿y como no? la prensa, exagerados los regicidas, estos sobre todo. Los únicos que no le han parecido exagerados, son los republicanos de allá, lavándose y aún perfumándose las manos, como Pilatos, abominando del crimen y dejándolo todo para mejor ocasión, y los ingleses enviando á modo de amistosa advertencia, unos cuántos barcos á la vista de Lisboa.
No hay que decir si á D. Prudencio le habrá parecido también exagerada la actitud de esa gente que se ha pasado las horas en acecho y acoso del caído dictador, durante su estancia en Madrid.
D. Prudencio, en cambio, ante estas grandes tragedias de los grandes, siente como nunca el efecto que, según retóricos preceptistas, ha de producir la tragedia en el ánimo del espectador, el de purgar nuestras pasiones. D. Prudencio se purga, de toda ambición en primer término, de toda envidia y de toda codicia. ¡Oh su apacible medianía! ¿Quién quiere ser rey ni dictador después de esto? Y D. Prudencio cree tener asegurada la material inmortalidad solo con sentirse insignificante. [196]
También han sido gloriosos días estos para los exaltados, para quienes todo es síntoma y anuncio precursor de trastornos mundiales, para los que todo lo tenían previsto, porque la historia enseña ...
Y aquí un curso de filosofía de la historia ... Y la historia no debe enseñar gran cosa cuando todavía no han aprendido algunos gobernantes que se puede hasta tiranizar en pleno siglo xx, y lo que no se puede es dejar sin voz á los pueblos para quejarse siquiera de la tiranía.
Carlyle, tan enamorado del silencio, consideraba, no obstante, como pueblos muertos á los que, según el, no tenían voz, es decir, á los que no habían expresado en forma artística sus sentimientos, sus aspiraciones, sus esperanzas ó sus recuerdos. Fuera del arte existen en la vida moderna otras muchas voces que son señales de vida, el Parlamento, la prensa, la opinión pública en todas sus manifestaciones; gobernar sin ellos es gobernar en silencio, el silencio del vacío es remedar al avestruz en lo de esconder la cabeza bajo el ala, para no ver al cazador, porque lo que no se ve ni se oye, es por un momento [197] como si no existiera ... No, la historia no enseña nada, ni siquiera la Natural; hay gobernantes que no aprenderán nunca que dejar á un pueblo sin voz es obligarle á que la acción sea más violenta, y que la postura del avestruz no es postura airosa para hombres de gobierno.
La rueca y la pluma. Apólogo.
Dijo la sartén al cazo, etc. Dijo el orador al escritor: Quita de ahí, hablador.
Ya lo véis, escritores; con un poco de imaginación, podéis pareceros, al escribir, á la mismísima Margarita del «Fausto» al surgir, evocada por Mefistófeles, ante los ojos del viejo doctor, dándole á la rueca y al huso. [198]
¿Con que el ejercicio de la pluma supone cierta timidez y debilidad de carácter? Pruebe, pruebe el Sr. Maura por una vez á estrenar, siquiera una piececita del género chico, sin mayoría, es decir, sin claque, y verá lo que es bueno.
Y aún insisten los escritores en acudir al gobierno en demanda de indultos para Nakens y Morato. Ya véis en lo que se nos estima, y bien podemos suponer en lo que han de estimarse nuestras peticiones. ¡Gente de pluma! De rueca como si dijéramos.
¡Si lo dijeran Hernán Cortés y el Gran Capitán!
Pero créanos el Sr. Maura: oradores y escritores, todos somos unos. Plumas y lenguas, todas son ruecas.
Aparte de que la rueca no es tan despreciable por ser su ejercicio ocupación de mujeres. Los ingleses tienen un proverbio que dice: La mano que mece la cuna, mueve el mundo. Y esa mano es la de la mujer, la misma que mueve la rueca.
Yo, por mi parte, prefiero figurarme al mover la pluma que muevo una rueca y estoy hilando, que no una espada que corte los hilos de algunas vidas. Pero es un modo de pensar, de sentir, mejor dicho. [199]
Por ser la primera vez que se ha tomado en consideración el voto de las mujeres, el Congreso ha estado muy consecuente, como dicen los chulos. Principio quieren las cosas.
Si los hombres fuéramos agradecidos, la votación favorable hubiera sido más nutrida. ¡Habrá tantos que deban su carrera política á las faldas y habrán votado en contra ó se habrán abstenido! Cuando en los bastidores de la política, tan importante papel juegan las mujeres, ¿por qué impedirles mostrarse en el escenario? ¿Qué se teme? ¿Sus tendencias reaccionarias? ¡Ay! En otros tiempos no lejanos sí era la mujer la que extremaba esas tendencias; pero ahora ¡hay tantos matrimonios en que es la señora la que tiene que retrasar la hora del almuerzo porque el marido esta en el sermón ó en la junta de cofradía! Será dichosa casualidad, pero yo conozco muchas más liberalas que liberales. Cierto que cuando se trato la cuestión de las asociaciones, las señoras dieron una acentuada nota reaccionaria; pero es que esa cuestión no las importaba mucho. Pero que se votara la ley del divorcio y ellas hubieran de decidir con sus votos: reforma implantada; bastaría con que la votación fuera secreta. Y si había de ser pública, todas se [200] disculparían con sus amigas.—Yo por mí no hubiera votado ¡qué horror!, he votado por Fulanita (aquí el nombre de alguna amiga). ¡Para verla vivir como vive con su marido, más vale que se divorcie!—¿Y qué mujer no tiene una amiga á quien favorecer en ese caso?
Polichinela airado ha sido una vez más protagonista de la tragedia tantas veces representada en el teatro, el drama verdadero de la vida sobreponiéndose á la farsa, el payaso asesino.
Pero esta vez no han sido los celos, resorte dramático, ha sido el arte mismo. Por torpeza ó malicia del apuntador—un autor teatral hallará pronto el revuelo de faldas, móvil de la aventura,—fracaso un chiste de Polichinela y ciego de ira le golpeó el cráneo, como suelen los polichinelas de cartón golpear á sus interlocutores.
El público reía ... En las farsas de la vida es lo mismo; hasta ver sangre y muerte tardamos en percibir que no va de burlas. Actores, siempre queremos parecer trágicos; lo trágico es más noble. Espectadores, siempre queremos serlo de farsas regocijadas. [202]
Hacer reir es la consigna del payaso. Robar un chiste al público era faltar á su deber y el deber es antes que todo. ¡El teatro agranda de tal manera las obligaciones y deberes! ¿No hemos visto dramas en que el protagonista se cree el hombre más desgraciado por no poder casar á su hija con el hombre á quien ama, por el terrible caso de conciencia de que una abuela de la chica tuvo que ver con el abuelo del muchacho?
¡Qué extraño es que el Polichinela agrandara en su imaginación, hecha á las exageraciones de la farsa, la importancia de aquel conflicto! ¡Un chiste menos! ¿Como podía compensar al público? Ofreciéndole á cambio del chiste una tragedia entera.
Lo que puede demostrar la superioridad del género cómico sobre el trágico. Por un chiste una tragedia, y el público todavía no saldría satisfecho y preguntaría: ¿Qué chiste era ese? ¡Nos hemos quedado sin oir el chiste!
Esta vez nos llega de Inglaterra la leyenda del bandido simpático, enamorador de mujeres y de multitudes, leyenda que parecía patrimonio de países meridionales. Aunque los ingleses cuentan con su Robín Hood, antecesor pintoresco y glorioso de Roque Guinart y Carlos Moore. [203]
No conozco Raffles, como novela; ignoro si en ella triunfa la justicia sobre el ladrón «gentleman»; si así fuera, el autor de la adaptación teatral ha comprendido el grave disgusto que hubiera dado al público de teatro, más apasionado é irreflexivo que el lector, si Raffles no quedará triunfante, por lo menos con ese triunfo de final de obra, que el público, sin más discusiones, acepta como definitivo.
Y esta simpatía por los «out-laws»—que como vemos, la historia literaria desmiente, localizada en países meridionales,—esta simpatía universal por los rebeldes á la disciplina social, sobre todo si su rebeldía solo es peligrosa y solo amenaza á lo que no tenemos ó tenemos seguro de no perderlo, ¿no es prueba evidente de una protesta continúa de todos los tiempos y de todos los hombres contra el orden social ... de los demás?
¡Ah, como celebran las hazañas de Raffles los que nada poseen y de buena gana le imitarían! ¡Como le celebran también los que tienen su dinero en valores seguros, resguardados en las cajas de algún Banco [204] inquebrable! ¿Y las damas?... Darían por bien robados sus collares por el gusto de haber conocido á ladrón tan encantador. «¡So lovely!»
La chismografía teatral nos cuenta que en Londres el intérprete del papel es el ídolo de las damas solo con representarlo.
¡No quiero pensar qué sería con el efectivo Raffles! Estos simpáticos bandidos dejan huella muy honda en los corazones femeninos. Por ellos suelen decir muchas, cuando el bandido les roba alguna alhaja de precio y huye, como es natural, de la justicia: ¡Que le busquen, que le prendan! Pero que no le hagan nada ... aunque no parezca la alhaja. Se ve que todo el interés esta en que parezca el, para decirle:—¡Ingrato! ¿Qué necesidad tenías de robarme nada? Yo te lo hubiera regalado todo.
Paréntesis cuaresmal. Meditación, recogimiento y ... ahorro. Los tés sin golosinas, las reuniones sin cena, suprimido el teatro; sus turnos de moda se trasladan á las conferencias religiosas, á cargo de esos buenos melífluos, y mundanos padres de la Compañía, que son una especie de Fernando Díaz de Mendoza en lo de saber como agradar al abono. [205]
En esas conferencias se trata casi siempre de ligeros temas sociales; sólo faltan los nombres propios para que más parezcan prolongación de los chismorreos de sociedad. Su habilidad consiste en que siempre se de por aludido ... el prójimo. De este modo nadie se molesta.
Recuerdo el tole tole producido años ha con el famoso sermón de los descotes, refundición de otro no menos famoso, pronunciado por el abate Boileau ante la corte de Luis xiv: «Sur l’abus des nudités de gorge». Pero los tiempos eran otros y lo que las cortesanas del Rey Sol escucharon con paciencia—claro esta que sin enmendarse,—las modernas devotas no pudieron sufrirlo.
La religión como el arte deben ser ante todo un consuelo, y si los predicadores como los artistas, dan en decir cosas desagradables y en asustar con fieras amenazas ...
Bien lo saben los dulces padres; la severidad no aparta del pecado y aparta de la Iglesia. Dulzura en el púlpito, dulzura en el confesionario ... «¡De la douceur, de la douceur!», que dijo aquel gran [206] poeta y socarrón de Verlaine, que también supo alternar lo pagano con lo cristiano, como nuestras bellas penitentes en estos cuarenta días de «magdalenismo» y coqueteo á lo divino.
La «toilette» es más austera, las conversaciones más graves; si se murmura es por moralizar. Desaparecen los libros profanos y en su lugar se ostenta «La Imitación de Cristo», «El reloj de la Pasión» y otros de serias meditaciones. El ayuno colabora con el régimen para adelgazar, el flirt es compatible con todo, y luego ¡cuarenta días pasan tan pronto! Y el sábado de Gloria las campanas repican, y las faldas, que por algo tienen forma de campaña, revuelan también, y las bellas penitentes parecen rejuvenecidas, como después de una temporada de baños ó de campo ... Porque, eso sí, veraneen física ó espiritualmente, todas vuelven del veraneo y de la cuaresma. Ni el mar ni el campo, ni la religión, pueden más con ellas que este Madrid de sus fatigas y de sus pecados. [207]
Era un tiempo en que el más descreído y despreocupado, sentía avivarse en su espíritu cierto fervor religioso al llegar los días solemnes de la Semana Santa. Pero en estos tiempos de profunda piedad que alcanzamos, tan pródigos en diarias manifestaciones religiosas, la Semana Santa no es más de notar que otra cualquiera en cuanto á lo piadoso se refiere. Más bien por lo mundano, si buen tiempo y buen sol ayudan. No son rostros atormentados por mortificaciones y penitencias, ni siquiera ensombrecidos por austeros pensamientos los que se ven por calles y por iglesias en esos días. Y ¿por qué entristecernos? Sabemos que el sábado han de tocar á gloria; creemos en un Dios misericordioso y una legión de vírgenes y santos intercesores, que han de salvarnos por muchos que sean nuestros pecados. El sentimiento religioso pudo ser alguna vez cruel en España, pero nunca fué triste. No fué triste porque supo mirar al dolor y á la muerte cara á cara. Fué cruel, porque si el propio dolor y la propia muerte no importaban ¿qué habían de importar los ajenos? [208]
Si esta confianza en Dios y esta despreocupación de la muerte fueran tan conscientes ó tan hijas de una profunda fe religiosa como son de irreflexivas y de inconscientes, la raza española sería la primera del mundo. Pero ¡ay! que el despreciar la muerte no es más que la consecuencia de despreciar la vida, y vida y muerte vienen á ser de este modo una sola negación y sólo son verdaderamente grandes los hombres y los pueblos que toda su vida afirman y el morir es para ellos la suprema afirmación de su vida.
Era un tiempo también en que las más bellas y nobles damas turnaban en las mesas de petitorio, y las ofrendas eran cuantiosas. Pero era acaso esta sola vez en el año, cuando las señoras ponían á prueba el desprendimiento de sus buenos amigos. Hoy, todo el año es Jueves Santo para el petitorio; las funciones benéficas, las cuestaciones caritativas son un renglón de los más costosos en el capítulo de las relaciones sociales. Media España vive de la beneficencia de la otra media y hay dudas sobre cual de las dos mitades vive mejor. [209]
Cualquier persona de cierto viso, al abrir la diaria correspondencia, puede estar segura de que entre diez cartas, las nueve serán de peticiones; echarse á pie por esas calles es ir recogiendo memoriales de palabra con toda suerte de peticiones. No son los mendigos más enojosos los que le tienden á uno la mano, sino los que la dan. Y á esos, ¿quien los recoge? No hay idea de lo que aumentarían los donativos para la Asociación de la Caridad, si las autoridades se comprometieran á librarnos á cada uno de nuestros pordioseros particulares.
Ya que nuestros legisladores andan tan remisos en conceder á las mujeres derechos políticos, ¿por qué privarles también del más elemental de los individuales, que consiste en poder hacer cada una de su capa un sayo y de su pellejo un tamboril? Desde el punto de vista estético podrá discutirse la intrusión del feminismo en el toreo. Y será muy discutible el punto, porque desde el traje hasta las monadas inherentes al ejercicio de la profesión, hay en todo ello mucho más de femenino que de propiamente masculino. No digamos de la admiración que [210] el público siente por sus toreros favoritos. Si el espíritu de las colectividades es siempre femenino, el de un público de Plaza de Toros es hembra por los cuatro costados. Acaso es esta la mejor razón de un espectáculo que con otras razones no puede explicarse ni defenderse. Es parte de ese eterno femenino, móvil supremo de todo lo humano.
Pero quedamos en que, por no ser costumbre fundar leyes en motivos estéticos, el ministro de la Gobernación ha fundado en motivos de moralidad y de protección al bello sexo la prohibición á las mujeres de una profesión, no más arriesgada que el matrimonio en la mayoría de los casos y mucho menos inmoral que otras, ¡ay! reglamentadas y patrocinadas por el ministerio de la Gobernación.
Más cornadas da el hambre, y de la enfermería de la Plaza de Toros á la enfermería de San Juan de Dios no vemos que la moralidad ponga tanta distancia—la materialidad ha puesto muy poca.—Pero, en fin, el legislador paternal os protege, ¡oh, mujeres! Os quitan un modo de vivir, pero de morir todavía os quedan muchos. Ahora, que en una Plaza de Toros y ante todo un público, se escandalizaría la gente; en un hospital no lo ve nadie, y los que lo ven no se escandalizan; están acostumbrados. [211]
¡Mujeres toreras! Ya lo sabéis; vuelva el estoque á la vaina. El señor ministro os priva del primer recurso; menos mal que os deja el segundo.
¡Oh piadosa voluptuosidad de la justicia humana! ¿No han leído ustedes la noticia? ¿No les ha conmovido á ustedes? Se ha suspendido la ejecución de un reo por hallarse muy delicado de salud. Temerían que la impresión le fuera funesta.
En cambio, un doctor norteamericano propone que á todo enfermo incurable se le anticipe la muerte. ¿Quién es más piadoso? ¡Vaya usted á saber! Dado lo que tiene nuestra vida de lucha, desde que nos abre la puerta del chiquero, hasta que nos arrastra por la de corrales—perdonen los casados la comparación,—yo creo que siempre hemos de mirar con más simpatía al puntillero que á los demás que intervienen en la lidia. [212]
Y ¿habrá pagado Madrid toda su deuda de admiración y de gratitud con su madrileñísimo músico? ¿Nada más, madrileños? Si fuera así, sería cosa de pensar una vez más en que Madrid es bien ingrata tierra para sus naturales, y es preferible para toda gloria, viviente ó póstuma, ser cabeza de ratón en cualquier lugarejo, que cola de león y hasta león entero, en esta ciudad grande, que quizás por serlo, pone distancias de desierto en las gentes para los nobles entusiasmos aunque las acerque y las una, como en Casino provinciano ó solana lugareña, para el chismorreo, el despellejeo y la maledicencia menuda.
Cuando por esas capitales de provincia, cabezas de partido y hasta villorrios, con más partido que cabeza, se alzan estatuas y monumentos á muertos y á vivos, que no hicieron cosa mejor que firmar concesiones de momios á favor de caciques y mangoneadores, ¿no tendrá en Madrid su monumento el maestro Chueca? ¿Merecerá menos el que alegró nuestra vida honradamente que tantos como la entristecieron?
Y no nos vengan doctorales señores, de esos que piensan haber depurado el gusto, cuando sólo han depurado la envidia y la molestia que les produce cuanto brilla y triunfa, con lo de música ligera, musiquilla, de teatrillo, de piano ... [213]
Los entendidos se extasían ahora con Peleas y Melisenda de Debussy, como expresión exquisita del más puro arte musical. Celebran en ella como el ritmo musical es fiel intérprete del ritmo de la frase hablada. Secreto es este que la música de Chueca había encontrado por genial instinto. Su música tiene todos los ritmos del habla madrileña, al requebrar, al burlarse, al aclamar al torero en la plaza, á los soldados en la calle; es desgarrada y fanfarrona en los chulos, picarescamente llorona en los pobres, desgarbada en los agentes de la autoridad, cursi en los cursis, airosa en los pasos dobles, con el gallardo andar de la gente madrileña, que aprendió á andar al son de músicas callejeras, charangas, pianos de manubrio, guitarras y panderas de estudiantinas, y al andar parece siempre marcar el paso al ritmo de esas músicas de la calle, que espantan á los pobres sus cuidados y su tedio á los ricos.
Si cada uno que se alegró un día á los sones de una canción de Chueca, contribuye ... con poco, lo que se arroja desde el balcón al pianista que alegra la calle, ¿no bastará para perpetuar en Madrid, no la gloria del maestro, sino la gratitud del pueblo madrileño al que alegró su vida? Y alegrar la vida, ¿no es el modo más sabio de hacerla mejor? [214]
Ya que se empeñan en levantarnos ese monumento lúgubre, funerario de la calle Mayor, opongamos un monumento risueño, que no evoque tristezas ni crímenes, por donde se cante al pasar, como la mejor oración y el mejor recuerdo.
Por algo político y cortesía son sinónimos: en las relaciones sociales, ambas obligan igualmente á transigir con el trato de personas poco gratas. La visita de Eduardo VII, rey en el pueblo de las más verdaderas y sólidas libertades políticas, al sombrío Zar de las persecuciones neronianas, en pleno siglo xx, no es de seguro una visita de verdadero afecto. La figura del zar Nicolás fué simpática durante algún tiempo, porque el también parecía, como la primera víctima de su propio poder autocrático, sometido á pesar suyo por la fuerza de una aristocracia feudal y bárbara, contra la que era imposible rebelarse. Pero llegó un día en que tuvo de su parte al [215] pueblo, que sólo le pedía justicia á cambio de amor y lealtad, y su respuesta esta en esa estadística publicada por La Tribuna rusa: sentencias de muerte, deportaciones á millares, víctimas de todas clases, crueldades sin cuento, crueldades inútiles, feroces ... Y la mano que firmó—horrible si firmó sin temblar, más horrible si firmó con el temblor del miedo,—es la que estrecha el rey de un pueblo libre y civilizado, por conveniencia política. ¿Quién se atreve á condenar las abdicaciones de los pequeños ante estas abdicaciones de los grandes? [216]
En este mes se celebra la fiesta del santo—San Roque es patrón favorito—en muchos pueblos y aldeas de España. La prohibición de las capeas quita á la fiesta su mayor atractivo. Como que no suele haber otro; de modo que suprimir la capea es suprimir la fiesta, esperada con ilusión, que no pueden comprender los habitantes de grandes ciudades, durante todo el año.
Las capeas eran una barbaridad. ¿Quién lo duda? Pero no causa, sino efecto de otras barbaridades. Cuando se cultiva con ensañamiento la incultura de un pueblo; ¿á qué pedirle cultura en un día determinado? Buena esta la incultura para que no piensen, para que labren la tierra sin protestar al sol y al frío, para que paguen su contribución á un Estado al que nada deben ni para nada se preocupa por ellos; para que voten á quien los cuatro caciques mangoneadores ordenan, y ¡ay del que [218] se resista! Buena para sufrir, buena para el servicio de las armas y los embargos del fisco, buena para ser rebaño dócil, conducido á gusto y provecho de cucos pastores ... Para todo eso bien están la ignorancia y la incultura: cuanto más brutos mejor. ¿No es eso?... ¡Pero una capea! ¡Ah! Ese espectáculo inculto, esa diversión bárbara no puede permitirse. Que tengan educación siquiera un día. En las elecciones pueden desquitarse capeando al candidato de oposición, presididos por la autoridad competente.
La fiesta de los pobres lugares y aldeas será triste este año. La capea importará poco, ¡pero es toda la fiesta! Los pueblos son humildes, son resignados, pero su fiesta es toda su alegría del año. ¿Sería tan difícil alegrarles la fiesta y compensar con ventaja la prohibición de las capeas enviando á los pueblos por cuenta del poder central—el odioso poder central—alguna culta diversión; una compañía de actores modestos, un cinematógrafo; poca cosa? ¡La alegría de los pueblos, como la de los niños, es tan barata!
¡Prohibir! ¡Suprimir! ¡Castigar! ¡Pedir! ¿No han de ser otras las palabras del Estado para esos pobres lugares y esas pobres gentes? [219] ¿Sería indecoroso para el Estado tener comediantes y titiriteros á sueldo para alegrar un día la vida, cuando paga tantos para entristecerla en todos los días del año?
Ya se que es demasiado pedir. El socialismo del Estado no puede llegar á tanto. Por ahora se contenta con llevárselo todo y no repartir nada. Quedan prohibidas las capeas. Quedan suprimidas las fiestas. El Estado no esta para divertir á nadie.
La alta política de los estados europeos es incomprensible para las inteligencias vulgares. Un día cualquiera, cuando creemos que no hay mayores motivos para una conflagración internacional que en la víspera de ese día y que en todos los días del año, resulta que sin saber como ni cuando, ni porqué la situación es gravísima; que el conflicto de los Dardanelos se ha complicado; que la supremacía sobre el mar Báltico ha de dirimirse; que Alemania no ve con buenos ojos—los ojos del kaiser—el flirt de Inglaterra con Rusia y con Francia; que Austria é Italia se despegan de la triple alianza; que en vista de la pequeñez de [220] los mares, hay nación que desea arrendar el Mediterráneo ó el Atlántico ó el Pacífico, para uso particular de sus barcos, como si se tratara del estanque del Retiro; problemas terribles todos ellos que, no preocupando ni poco ni mucho á nadie en particular, en cuanto ciudadano inglés, alemán, francés, etc., tienen la virtud de preocupar á Inglaterra, Alemania, Francia, etc., en cuanto naciones y estados. Váyase por los muchos problemas que preocupan cada día á los ciudadanos de esos estados, sin que el Estado se preocupe de ellos para nada.
De un lado va la historia grande, la que se escribe á cañonazos. De otro la historia chica, la que no se escribe nunca, pero vive siempre. El divorcio entre una y otra es mayor cada día; de tal modo, que bien puede arriesgarse la siguiente definición. ¿Qué se entiende por grandes cuestiones de política internacional?—Las que no le importan á nadie en el mundo.
Y va de pintura. Con motivo del triunfo obtenido por Zuloaga en el Salón de París, hemos lamentado una vez más la ingratitud de España, en [221] donde es menos conocido y estimado el nombre del insigne pintor, que en el extranjero. No es decir que no seamos aquí capaces de algún desvío y de alguna injusticia, pero en este caso no sería nuestra toda la culpa. El pintor—¡felices los pintores que por hablar en su arte un lenguaje en todas partes comprendido pueden elegir ambiente para su arte y mercado para sus obras!—no se ha dignado nunca presentar sus cuadros en España; harto hacemos en admirarlos por la fe de fotograbados y de la admiración que en todas partes los proclama por obras maestras. En cambio, cuando llega la hora del entusiasmo no nos detenemos por nada. Para algunos los últimos cuadros de Zuloaga son nada menos que símbolo de España. Esto ya me parece simplificar el simbolismo como en las revistas teatrales, donde basta que salga una tiple vestida con más ó menos fantasía y nos diga: yo soy esto ó lo otro, para que lo demos por bueno. Pero francamente, un enano con un ojo verde, y al fondo unas casucas verduzcas y un cielo verdinegro también, de una parte, y de otra dos brujas, de nariz, barba y dedos retorcidos como de aves de rapiña, podrán ser todo lo admirables que se quiera como pintura, ¡pero decir que eso es toda España! [222]
Bien esta que lo digan los franceses, tan aficionados siempre á las grandes síntesis: el sintetizar ahorra de discurrir, pero nosotros, ¿por qué hemos de decirlo? cuando el mismo pintor al triunfar con sus cuadros de la más legítima escuela española es el primero en demostrar que en España hay algo más que enanos y brujas.
Zaragoza triunfa con su Exposición. Saludemos á la noble ciudad, entre todas las de España, hermana predilecta de Madrid. Entre todos los cantos regionales, la jota, el verdadero himno nacional, fué siempre el preferido de los madrileños; quizás porque nunca se manchó como otros aires regionales, al ser demasiado traídos y llevados como enseña política más que patriótica.
Sin arrogancias, sin bambolla, Zaragoza, que para ser siempre grande, pudo más que ninguna reposar en sus gloriosas tradiciones, ha sabido [223] agrandarse y prosperar y engrandecerse sin molestar y sin presumir. Con sano equilibrio, no atendió solo á los progresos materiales, y su Facultad de Medicina es gloria de una ciencia, que es quizás hoy la mayor gloria de España, que ninguna sigue tan de cerca, cuando no adelanta á la ciencia extranjera. Como en tiempos se dijo de los Argensolas que habían venido de Aragón á Castilla á enseñar el castellano, muchos son hoy los escritores aragoneses de que puede decirse lo mismo, y entre todos ellos no es preciso nombrar en estas columnas al que todos tenemos por maestro.
En la fe religiosa no hay asomos de clericalismo ni de beatería. Ante tu Virgen del Pilar—su inicial es la de Patria,—rinde armas toda impiedad y todo volterianismo. En días tristes, supiste decir que no querías ser francesa, pero con estar tu pilar tan asentado en tierra aragonesa, nadie te preguntó nunca si no querías ser española.
Por todo esto, noble Zaragoza, entre todas las ciudades de España, hermana predilecta de Madrid: ¡Salud y gloria! [224]
A estas horas, si el tiempo ó cualquier otro accidente imprevisto no lo ha impedido, para el público madrileño habrá pasado á la historia del toreo, acaso la más interesante en la historia de España, uno de los toreros más aplaudidos y celebrados en los modernos tiempos.
Inteligente, elegante; de una elegancia un poco afectada, poco vario en su repertorio, fué el torero de las cuatro cosas, pero en esas cuatro, maestro. Tuvo las bastantes tardes felices para ser admirado, y las bastantes tardes desdichadas para no llegar á ser odioso al público y á sus compañeros. No llegó á fatigar la admiración como el Guerra.
Siempre recordaré la corrida en que éste, á lo que se supo después, toreo por última vez, en Zaragoza. Había toreado toda la tarde con el mismo arte, con la misma alegría de siempre; pero el público se resistía al aplauso. A lo admirable decía: ¡Eso ya sabemos que lo hace bien! y no aplaudía; á lo defectuoso se mostraba severo en demasía. Aquel año empezaba á brillar el Algabeño, y el público, deseoso de inventar un torero, se excedía en mostrarle su entusiasmo. Guerra había dado muerte á sus dos toros; intentó ayudar en una de sus faenas al [225] Algabeño, y el público, creyendo que trataba de deslucirle, le obligó con injustas protestas á retirarse. Sentado en el estribo de la barrera, contemplaba la faena de su compañero, el astro naciente. Los pases eran efectistas; esos pases llamados del Celeste Imperio: el público los coreaba con olés, con ese rabioso regocijo de la multitud cuando más que en aplaudir á uno, piensa en mortificar á otro. Gritó una voz: ¡Aprende, Guerra! Y Guerra paseo una mirada en torno del circo, una mirada de profunda melancolía, que era sin duda su adiós á las glorias del triunfo, su amargura ante la ingratitud de la muchedumbre.
¡No fué más triste el adiós de Otelo á sus victorias al dudar de la fidelidad de su amada!
¡Oh público, público; tu nombre puede ser masculino, pero tu alma es siempre de mujer, y más que ella eres pérfido como el mar!
Por suerte no reza contigo el refrán: «A muertos y á idos ...» que para unos y otros guardas lo mejor de tu admiración, y una vez desaparecido el artista, sabes depurar en tus recuerdos todo lo desagradable de su memoria.
¡Feliz el artista que logra sobrevivir como hombre y apartado de su arte puede oir todavía de sus contemporáneos como su nombre es parangón constante á los que permanecen y á los que van llegando! [226]
Antonio Fuentes ha pasado á la historia del toreo. Ya lo sabéis, toreros del presente y del porvenir, los que más le silbaron en su vida taurina, serán ahora los que no dejarán de deciros: ¡Como aquel Fuentes, ninguno!
Salud á todos, el que se retira y los que quedan, para oirlo por muchos años.
Más tarde ó más temprano siempre se recoge lo que se siembra. Llevamos á América nuestro espíritu, que ella nos ha devuelto pródigamente en admirables poetas que cantan en nuestro idioma, en inteligentes y bellas mujeres, que son encanto de nuestra sociedad. Pero América nos debía algo más, nos debía un torero, y si las señales no mienten llegó el torero y llegó á su hora, cuando más necesitado estaba el arte taurino de algo que le animara y renovara. [227]
No debe padecer el amor patrio por eso; aquí no hay América que valga, y un torero no puede dudarse de que es cosa bien nuestra, mejor que cualquier otra manifestación de nuestra influencia espiritual. Ya lo dijo Voltaire: «C’est du nord aujourd’hui qui nous vient la lumière». Como el sol taurino no nos falte, salga por Antequera. Justo era que de nuestros antiguos dominios, en donde el sol no se ponía nunca, viniera siquiera algún reflejo á confortar nuestro desmayado espíritu. ¡Aplaudamos á Gaona y no olvidemos á Hernán Cortés!
El proceso Rull es interesante como una novela; no de las llamadas novelescas; la intriga es poco interesante; mejor de las psicológicas ó experimentales, y hasta si se quiere, docentes.
Su enseñanza, por no decir moralidad, es mostrarnos bien claramente lo peligroso que ha sido siempre para toda autoridad valerse como auxiliares de esos confidentes, delatores y espías, que antes de ser frailes han sido cocineros y han jugado demasiado á ladrones antes de jugar á policías, para olvidar tan pronto sus primeras mañas. [228]
Si hay casos en que el fin justifica los medios, hay medios que no se justifican en ningún caso.
Siempre fué achaque de la policía española servirse de esa clase de auxiliares que obligan á más de lo que sirven. Hay remedios mucho peores que las enfermedades. Se ha probado á perseguir el terrorismo de todas maneras. ¿Si se probara á no perseguirlo de ninguna? Por lo menos se conseguiría lo mismo, salvo el ridículo.
Si hemos de caer alguna vez en falta, el Señor nos libre de que esa falta pueda ser calificada de tontería. Locura y tontería son igualmente disparates, pero según la definición de un amigo mío: tonterías son los disparates que no producen dinero.
Ejemplos: Una joven honrada pierde su reputación por un hombre rico. Todos dirán: ¡Qué locura la de esa muchacha!
Se casa con un pobre. Todos dirán: ¡Qué tontería!
Un hombre, en opinión de cumplidísimo caballero, se alza de la noche á la mañana con unos fondos confiados á su honradez. Todos dicen: ¿Ha visto usted qué locura la de ese hombre? [229]
Se arruina por completo: ¡Qué tontería!
No hay confusión posible entre el tono de compasión del que dice: ¡Qué tontería!, y el de admiración envidiosa del que exclama: ¡Qué locura!
A propósito de ese desfalco de trescientas mil pesetas. ¿A que no han oído ustedes decir á nadie: Qué tontería?
Todo, menos moralizar. Contemos las cosas como son y la moralidad saldrá sola, si moralidad hubiere. Dígolo, porque esto de la moralidad y del humorismo se ha puesto tan barato, que ya no es posible leer la más sencilla noticia del más insignificante suceso sin su comentario, ya moral, ya jocoso. Pase por la moralidad; pero lo de hacer donaire á costa del infeliz que se suicidó, ó del que fué robado, ó del que sorprendió á su mujer con el amigo, ya no me parece de tan buen gusto. Los sucesos no deben pesarse por sus causas, sino por sus efectos, y es crueldad hacer sainete de estas pequeñas tragedias de la vida humilde. [230]
¡Cuánto mejor empleado el humorismo á costa de las ridiculeces de los grandes! ¿Por qué hablar en serio de los perifollos de la marquesa X y de sus ridículos saraos y tomar el pelo, en cambio, á la infeliz costurera que fracasa en su tentativa de suicidio? ¿Por qué tratar en grave estilo la borrachera de vanidad del eminente imbécil Don Fulano, y en tono ligero la simpática curda de algún alegre ciudadano?
Bien se, ¡oh apreciables humoristas! que esto del humor es lo más subjetivo y es cualidad suya reir de lo triste y entristecerse por lo alegre, pero haya á lo menos simpatía en nuestro humor. Bueno es reirse de los que quieren entristecernos, pero es crueldad reir de los que realmente están tristes. ¡Viva el humorismo sobre todo! Menos sobre el dolor ajeno.
Ninguna campaña tan injusta como la emprendida contra los prestamistas; seguramente por gente que no les debe nada. El arte de estimar á sus [231] acreedores es un arte de gran señor. ¡Aquel admirable Don Juan de Molière, deshaciéndose en cortesías y en agasajos con Mr. Dimanche! El dinero es mercancía cara y no se por qué ha de estimarse al comerciante que gana un cincuenta por ciento vendiéndonos una corbata, y hemos de maltratar al que vende su dinero con la misma ganancia. Mucho más cuando la corbata no nos saca de ningún apuro, y de mejor ó peor clase, nunca falta un amigo ó pariente que nos regale una flamante ó de desecho, ó alguna amiga cariñosa que nos fabrique una de algún vistoso retal de sus galas ... ¡Pero el dinero! Cuando ni amigos ni parientes os lo faciliten, siempre hallaréis al prestamista, que sin razones de afecto ni de simpatía, ni importarle dos cuartos de vuestras condiciones personales, solo por la garantía de vuestro trabajo; ó de vuestros bienes presentes y futuros, incluida vuestra tumba, si la poseéis á perpetuidad, os ofrezca, mediante unas ligeras formalidades, lo bastante á pagarle comisión y el primer mes de intereses. Y es tanto su deseo de serviros eternamente, que su mayor disgusto es verse pagado en breve plazo. A los pocos días el mismo vendrá á ofreceros su bolsa, [232] siempre repleta y siempre franca—salvo las pequeñas formalidades.—Su ideal es ligaros por fin con algún contrato de carácter matrimonial, por lo sagrado y por lo inrompible. Sólo así se considerará dichoso. Y ¡hay quien reniega de estos vínculos, que ligan á una persona á nuestra vida por toda la suya! ¡Una persona que se inquieta como ninguna otra por nuestra salud, por nuestra suerte, por todas nuestras vicisitudes! Que será la primera en aconsejarnos y en recomendarnos específicos y doctores; la primera en evitarnos toda clase de disgustos y lances desagradables en que podamos arriesgar nuestra vida ... ¡Qué horrible soledad la del que vive sin este calor afectuoso que nunca falta, cuando acaso falta el de otras personas á quienes nada debemos y todo nos lo deben! Esto nunca se paga bastante, no se paga con nada ... ¡Contar con una lealtad á prueba, á cambio de dinero! ¡Cuando todos nos engañan, saber que alguien no nos engaña nunca! ¡El prestamista! Y si alguna vez nos engaña, ¡qué sublime engaño! Es que nos rebaja los intereses ó nos perdona parte de la deuda ... No comprendo como haya quien hable mal de los prestamistas. El que no haya tenido acreedores, se morirá sin saber lo que es un verdadero afecto. Y el que antes de morir haya pagado todas sus deudas, ¿como podrá tener la seguridad de que alguien llora su muerte sinceramente. [233]
La respetable señora que paró el sol de sus elegancias en las modas del segundo imperio, ve entrar á su nieta, moldeada en un vestido tanagra y no puede contener su espanto.
—¡Jesús!
—¿Qué te pasa, abuelita?
—Nada. ¡Ese vestido, estas modas! ¡No puedo acostumbrarme!
Una atrevida postura de la joven al sentarse, redobla el espanto de la abuela.
—¡Si eso es como ir desnudas! Con estos trajes no podrán decir los hombres que se casen, que fueron engañados al matrimonio, respecto á lo físico ...
—Es verdad; el miriñaque y el polisón eran más graciosos y más artísticos. No hay más que ver estos retratos ... ¡Como teníais valor para vestiros de ese modo! [234]
—¡Calla, calla! Esos trajes tenían un aire señorial que marcaban con solo el modo de llevarlos la diferencia de clases, de educación ... Eran imposibles las falsificaciones ... Pero ¡con estos! El aire «cocotte» predomina. ¡Cualquiera distingue á una señorita de ... las que no lo son! Esos trajes lo nivelan todo.
—No lo creas,—responde la joven, dándose unos golpecitos en las caderas.
—Y ¡eso de haber suprimido la ropa interior, para abultar lo menos posible! Eso ni es decente ni puede ser sano ...
—¿Sientes la nostalgia del refajo, abuelita?...
—¡No cruces las piernas de ese modo! ¡Jesús, Jesús! Pero, ¿no te ves en el espejo?
—No veo nada de particular. Tu me has contado que muchas veces se os levantaba el miriñaque al ir á sentaros y dabais un espectáculo ... El abuelito contaba con mucha gracia que tía Vicenta en un baile de Palacio ... Gracias á que el abuelito era general, hablaba en un grupo cerca con sus ayudantes y muchos oficiales y mando formar el cuadro, mientras se reparaba el desperfecto ...
—No se vió nada. Y, sin embargo, á tu pobre tía le costó una enfermedad. ¡No quiero pensar si con un traje de estos os ocurriera algo en la calle! [235]
—Pues nada, abuelita. Lo que sorprende es lo imprevisto ...
—Pues eso es lo que debiérais tener en cuenta para no aceptar esa moda ... ¡Lo imprevisto! Ese es el secreto de la felicidad y del amor, por lo tanto. ¡Como habéis de inspirar amor si dejáis de inspirar curiosidad!
—Queda el reino espiritual, abuelita ... En ese terreno todavía impera el miriñaque ... No hay vestido tanagra que moldee el corazón como el cuerpo de las mujeres ... Ahora, siquiera, no engañamos en cuestión de forma ...
—No, de seguro ... ¡Jesús, Jesús! ¡Si eso es como ir desnudas! [236]
En un teatro de Italia se ha ensayado el sistema de votación pacífica para que el público decida del éxito de las comedias, sin molestarse en aplaudir ó patear, según el argumento requiera. Pero como siempre que se pone el derecho de sufragio á disposición de un público, son más los que se han abstenido de ejercerlo, y el autor se ha quedado sin saber lo que opina la mayoría del público. Siempre he creído á despecho de los que abominan de la masa neutra, que esto de la abstención es una opinión tan respetable como cualquiera otra, lo mismo en política que en arte. ¿Hay que opinar de todo por fuerza? Hay muchas cosas de las que no puede decirse ni que sí ni que no, que ni están mal ni están bien, y acaso estarían mejor no estando de ninguna manera. A este respetable orden de cosas pertenece casi todo lo que es fundamento del tinglado social. Por instinto de conservación debemos impedir las votaciones decisivas. [238]
Otra aplicación del sufragio universal al teatro es la que ha iniciado M. de Brieux modificando el desenlace de su nueva obra «Simone» á gusto del público.
¿Que las obras, y sobre todo las teatrales, se escriben para el público? Indudable. ¿Que M. de Brieux estuvo en su perfecto derecho al procurar complacerle por todos los medios? Indudable también. Solo que cuando se usa de tal derecho y de tales procedimientos, no debe nadie, como el autor de «La toga roja», de «Maternidad» y de los famosos ...—¿estaría mal si tradujéramos «Averiados», puesto que de averías se trata?—presumir de autor que hace tribuna y cátedra del teatro para defender ideas y doctrinas humanitarias.
Nada habría que decir de esos cambios y acomodos si se tratara de obras á lo Sardou. Y no ha sido Sardou, hagámosle justicia, de los autores menos intransigentes en sostener escenas y desenlaces contra las indicaciones de sus intérpretes y aún del gusto del público. [239]
Pero, francamente, que un autor de ideas pueda dar el mismo valor á las ideas opuestas, que un carácter humano pueda desenvolverse con la misma lógica en un sentido ó en el contrario, que Otelo pueda perdonar á Desdémona y que Yago pueda arrepentirse, todo sin más razón que el desagrado del público ... No se, pero aún autorizándome con el ejemplo de Ibsen, no me parece de una gran probidad artística.
Asuntos hay en la realidad, y no digamos en la imaginación, en que sin detrimento de la verdad ni de la lógica, puede cualquier autor garantizarse el completo agrado del público. Pero una vez emprendido el camino de quitarle el hipo, no se debe retroceder ni rectificar. A más de esto, es no conocer al público el creer que agradece esas concesiones. El público es como las mujeres, sólo tolera los primeros atrevimientos con la condición de que se llegue á los últimos. Todo menos defraudar. [240]
Cuando como el mejor pretexto para tirar un poco de la cuerda á la mala prensa—toda la de oposición, en el más amplio sentido de la frase,—se aduce el peligro del contagio que la publicidad puede producir en los crímenes del terrorismo, no se compagina el interés en conmemorar uno de esos crímenes con un monumento. ¿Puede darse mayor publicidad? Y de las cuatro caras del monumento, una para la piedad, otra para la execración, otra para la historia ... ¿no quedará una siquiera para la glorificación, cuando frente á el se encaren los de la idea?
Hay cosas que mejor están olvidadas que recordadas de ninguna manera. Ese monumento, como los que recuerdan discordias civiles y luchas domésticas, no puede servir de ejemplo ni de enseñanza.
¿Qué se pretende con ese inoportuno monumento? ¿Un alarde de monarquismo? Ahí esta el monumento á Alfonso XII esperando el óbolo de los más leales monárquicos. ¿Un alarde de piedad religiosa? Sufragios tiene la Iglesia que aplicar por las víctimas, sin olvidar al culpable, que para algo somos cristianos. Todo, menos ese monumento antipático, odioso, recuerdo perenne de algo que esta mejor no recordado. [241]
Todos los años al empezar la temporada taurina leemos las mismas lamentaciones de los profesionales escritores taurinos:—¿Como? La empresa se olvida del buen torero fulano, un torero serio, un torero muy apañadito: es imperdonable que la empresa no de un lugar en el cartel de abono al simpático diestro mengano, que tan desgraciado ha estado siempre en esta plaza, pero á quien los verdaderos aficionados verían con gusto por su toreo serio ...—Esto de la seriedad es muy apreciado en el toreo.
Sucede que la empresa suele conmoverse y atender los clamores de la opinión, y sucede que la tarde en que anuncia á esos diestros, la entrada no da ni para pagar las mulillas; sucede que el escaso público se aburre, y sucede que los mismos que clamaban por que la empresa diera un lugar en el cartel al torero serio y al torero apañadito, salen renegando de ellos y de la empresa que los contrato. Es que en el toreo como en la política hay quien sostiene la reputación á fuerza de fracasos. Por algo son los dos espectáculos más nacionales. La cuestión esta en fracasar seriamente. Y en esto de la seriedad el Quinito y Maura son insustituibles. [242]
A Fígaro, como á Espronceda le ha llegado su hora de gloria. Si es cierto, como asegura un amigo mío, que cuando á un escritor le llega esa hora es señal de que ya no lo lee nadie, no hay por qué celebrar el tardío recuerdo, muy prematuro, si cuando más se recuerda al hombre más olvidadas están las obras.
Pero, en fin, si recuerdo hubiere, Dios nos lo depare bueno, y sobre todo, para nada se tenga en cuenta los precedentes—¡nuestro gran tirano!—Hagan algo nuevo, y si á los precedentes hay que atenerse, cerca esta el de los admiradores de Tolstoï, que se disponen á celebrar el jubileo del gran escritor, publicando una copiosa edición de sus obras en todos los idiomas del mundo.
Sin propagar previamente la lectura de sus obras, ¿podemos estar seguros de que el Larra más popular y conocido sea el primero de la dinastía, cuando existe el celebrado actor cómico del mismo nombre y apellido? Sin olvidar al aplaudido autor de «El barberillo de Lavapiés» y al no menos aplaudido autor de «La trapera»; todos ellos más populares y conocidos hoy que el inmortal Fígaro; para que los hombres [243] graves puedan decir como el Rey Lear: «¡Take phisic pomp!» Y no traduzco, porque dentro de pocos días tendremos aquí una compañía de opereta inglesa y todos nos hemos de reir como si lo entendiéramos.
A los partidarios de un idioma universal, les anticipo que las artistas son muy guapas. Tuve el gusto de verlas en Santos; el barco que las conducía á Buenos Aires hacia allí escala, y las lindas artistas se divertían en hacer un poco el muelle, y entre los negros cargadores y los traficantes del puerto, ellas, con sus más claros trajes y sus más rubias cabelleras daban una alegre nota de juventud y de belleza; la alegría del arte que pasaba por aquel hormiguero de traficantes y especuladores ... y ellas reían, reían, en la claridad de sus cabellos rubios, sus vestidos blancos y sus sombrillas rojas, reían con esa risa fresca y sana que hace parecer siempre niñas á las inglesas cuando pasan por tierras de sol y ellas son lindas.
La compañía de opereta inglesa ha sorprendido á muchos con su repertorio y con su manera. ¿Qué esperaban ustedes? ¿Es peor nuestro [244] género chico? ¿Se convencen ustedes de como nuestro público es el más difícil de contentar, y eso que paga menos que ningún otro por divertirse en el teatro? No es que me parezca mal esta opereta inglesa, que desde luego supone un público bonachón, un público que ha trabajado y ha pensado seriamente durante la jornada y quiere distraerse con el menor esfuerzo intelectual posible. Es teatro para razas fuertes y trabajadoras. Sucede también que en estas razas fuertes están más especializadas las aptitudes y hay un respeto mutuo de unas profesiones á otras, que aquí desconocemos, porque aquí todos servimos ó creemos servir para todo. Aquí, el público se coloca siempre en actitud de superioridad sobre el autor. Cada uno tanto como vos, y todos juntos más que vos.
Lo cierto es que por esos mundos teatrales el público se contenta con menos, y cuatro chistes bastan para decorar una obra cómica y una escena de fuerza para interesar en una obra dramática; de lo demás se encarga la belleza de las actrices, el decorado y el vestuario. ¡Pensar que aquí tenemos para ilustrar el género chico á un músico como Chapí [245] que en otras partes sólo hubiera escrito grandes óperas, que muy contados entre los que las escriben por ahí pueden compararse con nuestro glorioso maestro! Y entre los libretistas son muchos, por graciosos y atinados observadores, por lo vario y fértil de su ingenio, los que pueden compararse sin menoscabo, con tanto y tanto «vaudevillista» de universal exportación y renombre.
Mientras nuestro más selecto público procura convencerse de los encantos de la opereta inglesa,—el abono esta ya pagado y qué remedio sino apencar y divertirse,—y mientras en París, una de las obras maestras del teatro inglés—«Cándida», de Bernardo Shaw,—es acogida con el eterno desdén de los parisienses por todo lo extranjero, nuestro género chico, representado por «El pollo Tejada»—«Le beau Tejada»,—obtiene la más calurosa acogida.
La música alegre de Quinito Valverde esta en París como en su casa. Bueno es que autores y músicos nos vayamos preparando para la emigración, porque como esa ley terrorista á todo llega y todo lo abarca, como el dedo de la Providencia, no digo un Calderón, autor dramático, hasta un calderón musical puede parecer subversivo. [246]
Dice Nietzsche que el imperio—donde dice Imperio léase cualquier partido de fuerza,—mira en el fondo con gran simpatía al socialismo—léase cualquier partido más ó menos perturbador ó avanzado,—porque le da pretexto para extremar los medios de represión, en defensa del orden social que á todo gobierno esta encomendada.
No diré yo que el terrorismo barcelonés fuera plato de gusto para el gobierno conservador, pero no ha sido mal pretexto para desatar de una vez toda su furia reaccionaria y sobre toda España, bien inocente y bien ajena á lo que en una determinada provincia ocurra.
Si alguien dudaba que el terrorismo se había hecho reaccionario, bien puede convencerse ahora. Y no hay que fiar en las buenas palabras de estos conservadores al uso—harto ha confiado en ellas la opinión liberal del país,—con que pretenden convencernos de que no es para tanto ni la cosa es tan sería como parece; malo es dejar y permitir en manos de esta gente leyes de estira y afloja. Sobre todo, hora es ya de no permitir que entre los partidos reaccionarios y los liberales, suponiendo que los dos extremos constituyeran un mismo peligro para el [247] orden conservador, no digamos social, todos los halagos, complacencias y mimos sean para los primeros, y todos los desdenes, represiones y alardes de fuerza contra los últimos. Tanto va el cántaro ...
¿Son Rusia, Turquía y Marruecos, ejemplo de países civilizados ni de tranquilidad siquiera en sus esferas gubernamentales?
¿Tan buen éxito tuvo el ensayo reaccionario en Portugal con estar algo más justificado que en España? ¿Qué situación excepcional del país reclama la aplicación de tantas leyes especiales? Porque una persona de la familia esté enferma, ¿es para sujetar á un plan curativo á toda la familia? Bastante es ya tolerar las impertinencias del enfermo, y mucho más cuando la enfermedad es nerviosa y hay tantos motivos para creer que de conveniencia.
¡Si á lo menos para compensación, lo que va en retrocesos espirituales fuera en adelantos materiales! Pero sí; una vez más el servicio de incendios ha demostrado que cuenta con todos los elementos más modernos [248] y necesarios, exceptuando el agua, detalle sin importancia. De la recogida de pobres, como si nada hubiéramos hablado, porque al que no le molestan á cada paso, será porque no salga de su casa ó vaya en coche galoneado. Las calles mal barridas y peor regadas; el pavimento imitando á la naturaleza, y en todo así. Nuestros gobernantes no tienen siquiera la delicada atención de esas mujeres que cuando más engañan á su marido más procuran que no tenga que poner falta en el cuidado de la casa y de la comida. Yo se de algunos. ¡Seres egoístas y regalones! que por ver una población linda, con sus calles bien pavimentadas, sus jardines bien cuidados, las gentes limpias en su aspecto y urbanas en su trato, la policía y todos los servicios municipales de organización intachable, darían muy gustosos todas las conquistas de la libertad y de la democracia, sufragio universal, jurado, hasta la Constitución inclusive ... Pero la verdad, ¡tan abandonado y tan sucio todo y encima leyes terroristas! No hay derecho, señores, no hay derecho. [249]
¡Quién te ha visto y quien te ve, corrida de Beneficencia! ¡Aquella famosa, entre todas, en que reapareció Frascuelo, después de no haber toreado por algún tiempo en Madrid! La víspera de la corrida la gente velo toda la noche en larga fila esperando la apertura del despacho de billetes. No bastaba el dinero sin buenas influencias para obtener una localidad preferente, un coche y un ramo de claveles.
Por fortuna, en esta temporada, algo hemos tenido evocador de aquellos pasados entusiasmos. La corrida en que tan bien se esta toreando esa ley del terrorismo, bicho de mucho cuidado y sentido. Corrida que puede considerarse de beneficencia; que tan necesitada de ella estaba la pobrecita libertad española. Y gracias sean dadas á los sobresalientes lidiadores que con el mayor desinterés y entusiasmo se han prestado á torear en ella. Barcia, Grandmontagne, Iglesias, Dicenta, Costa y otros muchos, que han picado, banderilleado y estoqueado con arte supremo; sin olvidar el soberbio quite aguantando del maestro Burell; todo lo cual ha constituído una corrida inolvidable, bastante á compensarnos de las mojigangas y novilladas que presenciamos á diario. [250]
La intención de la empresa estaba vista; soltar unos toros que acabaran de una vez con los primeros espadas que no se presten á contratarse en las condiciones exigidas por el empresario. Pero la corrida quedó bien despachada, y por ahora, la empresa no se saldrá con la suya, y en el fondo, aunque se lastime un poco en su amor propio, debe alegrarse. Por ese camino íbamos á las corridas á la portuguesa.
¡Quién te ha visto y quien te ve también, paseo de coches del Retiro y de la Castellana, en estas tardes de primavera y entrada de verano! Eras una de las delicias madrileñas, con tus trenes de lujo á paso tranquilo, tus mujeres con alegres trajes y floridos sombreros que se dejaban ver en los milores y sociables. El automóvil ha atropellado con todo.
La gente adinerada ha sustituído los arrogantes troncos de caballos, los coches señoriales, por el ruidoso artefacto mecánico. El coche de establecimiento, el de círculo y el alquilón democrático, quedan como campeones vencidos del arrastre de sangre. El paseo esta convertido en carretera, por donde entre nubes de polvo y de humo pestilente corren [251] los automóviles como tren de viaje ó de guerra. No sabemos que admirar más, si la tolerancia de las autoridades consintiendo en el paseo automóviles que no sean eléctricos, si la paciencia de los que reciben polvo y humo, desde sus modestos carruajes ó la falta de ... diremos de buen gusto, de los que hacen carretera de un paseo por ostentar un lujo, que en este caso más parece economía; porque cada cosa en su lugar y el automóvil para una prisa. ¡Pero para dar unas vueltas en el Retiro ó la Castellana! ¿No tendrán un capítulo de esto esos libros que tratan del buen tono ó del arte de vivir en sociedad?
Lo poco que hable de la Exposición de pinturas, fué antes de haberla visto. Hoy, contra la opinión de muchos me atrevo á afirmar que no puede calificarse de insignificante una Exposición en que figuran—no cito otras obras de mérito—los cuadros de Romero Torres. No recuerdo á qué Exposición habría que remontarse para encontrar algo parecido. Las frases admirativas están mal gastadas por el abuso y no son obras que [252] puedan elogiarse como se han elogiado tantas otras. Son piezas de museo; pero si á ese lugar son destinadas, no debe olvidarse que tenemos dos; uno, ¡ay! llamado moderno—aunque ya va pareciendo prehistórico,—y otro, el verdadero, el único, conocido en todo el mundo del arte y Madrid por el, como Museo del Prado. Si los cuadros de Romero Torres han de figurar entre sus iguales, solo en este Museo deben hallar lugar, sin temor al fallo de revisión de los venideros.
¡Pero váyanle ó vénganle ustedes con exposiciones al señor público! Después del día de inauguración, en el que acude la concurrencia por motivos de curiosidad, ajenos al arte y sus vanidades, no hay sitio más á propósito para citas misteriosas y entrevistas reservadas, que cualquiera de nuestras exposiciones.
De la de Pinturas, según nos afirman, ha ahuyentado al público bien, ¡muy bien! la abundancia de desnudos. ¡Siquiera hubieran tenido los artistas la precaución de vestirlos con esos trajes directorio que empiezan á lucir nuestras elegantes!
¡La moda de los trajes Directorio después de la moda de los trajes Imperio! ¿Tendrá esto su filosofía? Solo un Carlyle en un nuevo «Sartor [253] Resartus» pudiera explicárnoslo ... Pero si la serie continúa de este modo en sentido inverso á ese paso regresivo, llegaremos á la Revolución. Todo, por supuesto, en las esferas modistiles y femeninas, que tocante á los hombres, paso la moda Imperio sin un Napoleón; pasará la Directorio sin un mal Barrás, y así todo ... La Historia, en su mayor parte, es hechura de sastres y modistas. Sin la variedad de trajes, ¡sería tan difícil diferenciar los siglos unos de otros! ¡Modas en el vestir, modas en el pensar! Desnudos cuerpos y pensamientos ... ¡el hombre siempre el mismo!
El pasado día de la Ascensión fué en este año, con doble motivo, uno de los jueves que relumbran más que el sol, según canta la copla popular. Todo fué Ascensión; sursum corda de los corazones liberales. Ni la corrida de toros con su cartel de Miura—casi en aniversario de la muerte del Espartero, hay que estar en todo ¡oh, empresarios!—pudo restar concurrencia y entusiasmo al meeting del teatro de la Princesa. De Maura á Miura no va más que una letra, y desde luego había más confianza en los diestros que habían de lidiar el ganado del primero que en los anunciados para lidiar el del segundo. [254]
Plutocracia y Teocracia fueron bien despachadas. Si esta moderna Teocracia tuviera algo de común con la doctrina predicada por Cristo, El, que consideró más difícil el paso de un camello por el ojo de una aguja que la entrada de un rico en el reino de los cielos, no dejaría de sorprenderse al ver como á los mil novecientos ocho años de su nacimiento eran los ricos de este mundo los más decididos apóstoles de su doctrina.
Es natural; en una buena y cómoda posición puede esperarse más tranquilamente el reino de los cielos, y nadie más obligado á creer en el poder de lo divino que los que tantos favores han recibido de su bondad. Cuánto más ricos, más fervorosos creyentes. Los que pasaron su vida dando con el mazo, aunque no hayan dejado de rogar á Dios por eso, saben muy bien lo que razonablemente puede esperarse del trabajo honrado y del favor divino. [255]
Pero los que se hallaron en posesión de grandes riquezas, sin esfuerzo mayor de su parte, por cómodas herencias ó saneados negocios, de esos que se vienen á la mano, sin buscarlos muchas veces, ¿como no han de ver algo sobrenatural y milagroso en su suerte, y como no han de protestar contra los rebeldes y los inquietos que, mal hallados con el orden social, se atreven á pretender un arreglo más equitativo en las cosas del mundo, fiando algo más en el esfuerzo humano y un poco menos en la intervención divina? ¡Oh, gente impaciente y descreída! Como si todo no estuviera lo mejor posible y los hombres pudiéramos atrevernos á trastornar esta divina armonía del mundo.
Para estos plutócratas la Teocracia es un punto de apoyo, no para mover, sino para inmovilizar el mundo.
No es ninguna tontería la de los señores: Resignación, humildad, nada de rebeldías, nada de impaciencias ... Dios sabe dónde vamos y adónde nos lleva ... Esperemos, esperemos ...
Todo esta bien: esperemos, pero ¿quieren ustedes cambiar de sitio? [256]
Desde Juan Pablo Rubens, el magnífico pintor de los dioses paganos, no tuvo nación alguna por embajador á tan gran artista, como ahora la república de Nicaragua, en la persona de Rubén Darío.
Mejor que de nación alguna, por noble y poderosa que fuera, quisiéramos verle embajador por derecho propio, del reino ideal de la Poesía, á este soberano poeta, rey mago de una región encantada, como Próspero en la isla prodigiosa de Caliban y Ariel.
Y así ha de ser, que por mano de tal poeta nunca han de cruzarse enfadosas notas diplomáticas, sino mensajes de paz y salutaciones de amor.
¡Por bien empleados todos nuestros triunfos y todos nuestros descalabros en tierra americana; por bien empleados, que por todo ello hoy nos vuelve con nuestra propia lengua tan alto poeta, como flor suprema de cuanto allí sembró nuestro espíritu en glorias y en tristezas. [258]
Las compañías de opereta inglesa é italiana ofrecen al observador fecundo campo en comparaciones. Para que éstas no sean odiosas—hemos convenido en que las comparaciones son odiosas, mejor dicho, han convenido los que tienen que perder en ellas,—me limitaré á comparar estilo con estilo, la manera.
En la opereta inglesa todo es candoroso, infantil; se canta, se baila, se salta, se corre, se abraza y se besa también, sin que el espectador más picardeado halle malicia en todo ello; es como juego de niños, todo alegría inocente, salud y vida. Y no es que las artistas escatimen ninguna exhibición; hay descotes valientes y piernas por el aire—verdad que tratándose de inglesas, muchas veces es difícil descubrir dónde acaba el aire y donde empiezan las piernas,—pero todo, ya digo, es como juego ó gimnasia, que aleja del espectador las sugestiones maliciosas. Es un espectáculo confortador, reconstituyente; sale uno del teatro con ganas de bailar, de saltar, más fuerte, más ágil y más alegre. [259]
En la opereta italiana, todo es sensualidad y maliciosa intención. Los artistas subrayan las frases más inocentes. Cuando una artista italiana dice: Buona notte, arrivederci, el espectador cree adivinar la promesa de una noche de amor, y así en todo; música, baile, todo es sensual, todo con ese doble sentido erótico, tan aguzado en los públicos latinos.
No hay que decir si el éxito de una compañía italiana ha de ser siempre mayor entre nosotros que el de una compañía inglesa.
Nuestra sensualidad no es nada pagana, no es de bellas formas y nobles ritmos de actitudes; es de desnudeces entrevistas, de frases intencionadas, de malicias equívocas ...
La sensualidad de un pueblo de educación frailuna, que se ha bañado poco y en muchos siglos no ha sabido de más desnudeces que las de los Cristos crucificados, inquisitoriales y tétricos. [260]
¡Tanto puede decirse en defensa y apología del automóvil! Aunque no le debiéramos más que el arreglo y mejora de muchas de nuestras carreteras, ya sería para celebrarlo. No diremos lo que contribuye al conocimiento de la geografía y topografía nacionales, al de las costumbres, necesidades y escaseces de pueblos y lugares casi desconocidos antes de quien debía conocerlos, que no toda España esta en sus capitales y ciudades de importancia, y mucho menos cuando se engalanan para fiestas.
El automóvil es progreso y es civilización por donde pasa. Alguna vez, al pasar, atropella; cierta señal del progreso y la civilización que simboliza.
Nunca, á lo menos, podrá decirse por el: A salvo esta el que repica; que si mucho han atropellado los automóviles, no han volcado menos, y si no han sido avaros de la seguridad ajena, tampoco lo han sido de la propia. Vaya en descargo de sus culpas.
Lo peor del automóvil es que ha venido á ser juguete de «parvenus». El que viaja por necesidad ó por recreo, ya tiene buen cuidado de no estropear el viaje con imprudencias. Pero el que solo viaja á corre que te corre, sin que en ninguna parte le espere asunto que le importe, ni [261] en el camino haya belleza natural ni edificio histórico que le interese, el que no tiene más satisfacción al llegar que poder decir: «Hemos venido en cinco horas, á 95 kilómetros por hora. ¿Qué les parece á ustedes?» esos terribles traga kilómetros son el mayor enemigo del automovilismo.
El automóvil utilizado por el industrial, por el comerciante ó por personas de buen gusto para agradables é instructivas expediciones ... Pero, ¿cuántas son las personas de buen gusto que en España tienen dinero? Y el buen gusto sin dinero ... es una patarata, como diría algún solidario.
Yo insistiría, atendiendo la indicación de muchas personas, en lo del monumento á Chueca. En tan buena compañía como Mariano de Cávia, se puede ir gustoso á todas partes, hasta el fracaso. Pero dicho lo que se debía, á otros corresponde hacer lo que se debe, aunque se deba lo que se hace, como dijo el otro. Ni una vez lanzadas estas ideas—¡y ojalá pudiera darles uno la misma autoridad lanzándolas sin nombre!—conviene usufructuarlas demasiado. ¡Hay gentes tan suspicaces que pudieran creer tenía uno interés especial en aprovecharse, ó por lo menos en lucirse á su costa! [262]
Bien se yo que no basta con el primer aviso y que toda insistencia es poca para despertar entusiasmos tan dormidos. ¿Qué fué de los monumentos proyectados á Zorrilla, á Campoamor? Pero váyale usted con insistencias á nuestro publiquito. Mejor dicho, al público no; el verdadero público—nunca nos falte—sabe estimar las buenas intenciones. Me refiero á los maese Reparos, que si ya les molesta ver una firma con frecuente periodicidad, ¿qué será ello si además se repite el tema?—¿Ha visto usted? ¡Otra vez con la misma lata! ¡No hay paciencia!
Estos maese Reparos son los mismos que en cuanto no ven la firma de uno en ocho días empiezan á decir que esta uno agotado. Los mismos, que si la prensa hubiera dejado pasar la ley del terrorismo, hubieran clamado:—¡Eh, qué prensa! ¡Vea usted, toda á los pies de Maura! Y apenas los periódicos llevaban tres días de campaña contra la ley, ya arrojaban el periódico desdeñosos: ¡Vaya! ¡Ya tenemos lata! ¡No saben hablar de otra cosa! [263]
No seré yo quien arrostre su enojo insistiendo en la idea del monumento á Chueca. Tienen la palabra más señores. Mejor dicho, palabras es lo que menos falta hace. Palabras sin dinero, patarata también. No dirá el Sr. Cambó que no le tengo entre mis clásicos.
Aquella discretísima azafata, cuyas memorias nos servía con tanta amenidad el buen Kasabal, no puede consolarse del cambio de los tiempos. Y con ella, aquellas castizas señoras madrileñas, fieles espectadoras de toda gala y de todo ceremonial cortesano, aquellas, tan bien conocidas de D. Benito Pérez Galdós, que sabían describir tan puntualísimamente las carrozas de corte, sus arneses y distintivos, aquellas que conocían á toda nuestra grandeza por sus nombres y caras, y no había para ellas mejor día que el de una jura, boda ó bautizo reales.
¡Como comparar aquellos magníficos cortejos de pomposas carrozas, palafrenos empenachados, pelucas y casacones, por todo un Madrid! ¡que sólo Madrid es corte! con este ajetreo de ahora tan sin ceremonia, los automóviles por la carretera, las damas tocándose de prisa y corriendo, los caballeros sin tiempo ni sitio acomodado para colgarse bandas y cruces y hasta última hora, sin saber quien llevaría el mazapán, ni quien llevaría la vela ... [264]
¡Oh, tradiciones veneradas! ¡Oh, pompas! ¡Oh, grandezas! Las viejas azafatas lloran sin consuelo. Las bocinas de los automóviles las responden burlonas. El recién nacido sonríe á los tiempos nuevos.
No se comprende que la empresa de la Plaza de Toros madrileña haya puesto tantos obstáculos á la corrida llamada de la Prensa. Nadie más interesado que esa empresa en que dicha corrida se celebre en las más favorables condiciones. Si la corrida sale bien, sabido es que una buena corrida es el mejor cartel para las siguientes, y nada pierde la empresa con el buen sabor de boca del público. Si la corrida sale mala, ¡ay! como suele verificarse, ¿dónde hallará mejor razón la empresa para protestar cuando á ella la censuren por sus malas corridas? ¿No será bueno que esos diablos de chicos de la Prensa aprendan en cabeza propia [265] lo difícil que es organizar una corrida y divertir á un público que paga? Si con la flor de los toreros—salvo el capullo de Gaona,—si con toros escogidos y plaza nueva y camino regado, la corrida no dió mucho gusto, que digamos, ¿no prueba esto lo difícil que es garantizar la diversión en fiestas de toros, siendo el arte y valor de los toreros y el coraje de los toros imposibles de contratar para fecha determinada? Por eso creo que nadie más interesado que las empresas en que sus críticos sean, una vez al año, por lo menos, empresarios. Si en todas las esferas sociales fuera posible de cuando en cuando este cambio de papeles, la indulgencia, la tolerancia y la benevolencia mutuas, florecerían naturalmente en los corazones.
¡Ah! Si cada espectador de una corrida hubiera sido una vez siquiera empresario, otra presidente, otra torero, otra caballo y otra toro, ¿quien se atrevería á llamar ¡ladrón! al empresario, ¡burro! al presidente, ¡maleta! al torero, y mucho menos á pedir banderillas de fuego? [266]
El proverbio francés: «Les absents ont toujours tort», no reza en modo alguno con nosotros, que nunca hacemos mejor papel que cuando nos ausentamos. Dígalo el entusiasmo conque nuestros marinos han sido recibidos en la Habana. No hay idea del amor que nos tienen en toda la América española, desde que solo nos queda allí el reino de las almas. ¿No es el, bien mirado todo, el inmortal seguro de que nos hablo el poeta?
¿Sabremos colonizar mejor estos espirituales dominios que supimos colonizar los materiales? ¿Todo quedará reducido á luminarias, brindis y salutaciones?
Ahora somos nosotros los que debemos desear más que nadie la libertad de Cuba, que yendo para libre se quedó en protegida; cosa tan triste, como ir para santo y quedarse en beato.
Pero cuando Cuba haya conquistado por completo su independencia y haya aprendido á gobernarse por sí misma, ¿no será la peor señal de que ha dejado de ser española?
El día en que esas hijas nuestras tengan juicio, no las va á conocer su madre. [267]
Con las más persuasivas razones quieren convencernos de que ese proyecto de administración local es, si no la felicidad completa, que no es de este mundo, ni siquiera dividiéndole en regiones, lo más parecido á la felicidad. Quieren, además, persuadirnos de que el más amplio espíritu liberal lo informa, y siendo así no se comprende la tenaz oposición de los elementos liberales á que el proyecto sea ley. Y puede que todo sea verdad, pero, ¡«velay» ustedes! Nadie tiene la culpa de que la opinión liberal esté tan desconfiada que de manos conservadoras y solidarias, de cien vueltas al duro antes de tomarlo.
Las cosas son buenas ó malas por sí. ¿Quién lo duda? Pero como la opinión general, de la que todos vivimos, no suele ir tan al fondo y se detiene en la forma, y la forma en este caso deja tanto que desear ...
¡Oh, la manera! No es nada y es todo. En esta superficialísima región central, corte del reino de la Bagatela, en este Madrid del chiste y de la broma, nos pagamos tanto de la manera! Si los catalanistas creen que nos asustamos de lo que piden, están equivocados; nadie se asusta ... Nos desagrada la manera de pedirlo. [268]
En cuanto viéramos en ellos alguna indicación que pareciera de un camino hacia Europa, por allí iríamos con ellos ...
Pero hasta ahora, ¿qué hemos visto? Lo mismo que por aquí, con peores maneras. ¡Oh, la manera.
Con la culta Atenas á todas partes; con la ruda Esparta, con la áspera Beocia, á ninguna; mejor estamos en Bizancio.
¿Por qué son tan poco áticas las maneras de los catalanistas? ¡Oh, la manera, la manera! parece nada y es todo.
Desde Buenos Aires me envían con gran constancia un interesante periódico—El Zoófilo Argentino,—dedicado como el nombre indica, á la defensa y protección de los animales. Ese periódico y sus propagandistas tienen todas mis simpatías. Como es natural, su campaña, contra las corridas de toros es incesante, y como á escritor español, en todos los números que me envían vienen señalados con lápiz rojo los [269] artículos impugnadores de nuestra fiesta. ¿A quien predican ustedes? Los argumentos en contra son muy razonables, cuando no se fundan en estadísticas caprichosas, como el relacionar la proporción de criminalidad en una provincia con el número de corridas de toros celebradas en ella.
Que en Madrid haya más delitos y que también haya más corridas, es natural porque también hay mayor número de habitantes. Que en Barcelona—ya pareció la oreja catalanista—haya menos delitos y menos corridas, tampoco es cierto. Justamente, es la única capital en que existen dos grandes plazas que funcionan constantemente; y en cuánto á delitos ... con los del terrorismo basta para deducir consecuencias. Que en lugares de escasa población haya pocos delitos, es tan natural como que haya pocas corridas. De modo que toda esa sólida argumentación basada en la estadística, es ... líquido, como dice el banderillero socialista de «Sangre y arena».
Pero no se apuren los zoófilos argentinos; sin que las estadísticas nos convenzan, las corridas de toros se caen por sí solas. Es cuestión de tiempo, de evolución. Si faltarán otros síntomas de su decadencia, bastaría con ver el número de plazas nuevas en los alrededores de [270] Madrid. No hay quien tenga el ojo de nuestros empresarios para perder el dinero. ¿Que la gente se cansa ya del cinematógrafo? Pues ya se sabe, un cinematógrafo en cada esquina. ¿Que el género chico empieza á estar agotado? Pues género chico en todos los teatros. Los empresarios no han comprendido todavía que el secreto no esta en ofrecer al público lo que le gusta, sino lo que le gustará. Plaza de toros en Madrid, plaza en Carabanchel, plaza en Tetuán, plaza en las Ventas ... ¿Qué mejor propaganda contra las corridas de toros?
Las impresiones que recibimos de niños, influyen sobre nuestro espíritu para toda la vida. ¿Qué deberán pensar esas tiernas criaturas tan traídas y llevadas en estos días alrededor de la estatua de Mendizábal? Sus maestros, autoridad respetable: Es preciso que vayáis, niños míos, á ofrecer el homenaje del porvenir, que sois vosotros, al grande hombre, al hombre glorioso ... Y el gobierno, autoridad suprema que dice: No dejéis á los niños que se acerquen; esas manifestaciones son peligrosas en edad temprana; exponer á los niños á los rigores del calor, de las apreturas, de la oratoria progresista ... Además, ¿quien os ha dicho que Mendizábal fuera tan grande hombre? ¿Porque tenga una estatua en la plazuela del Progreso?
Esa estatua, mantenida sobre el pedestal gracias á la tolerancia sin límites de los muchos gobiernos conservadores que no se han dignado [272] concederla ninguna importancia, significa muy poco. La historia no ha juzgado todavía y la moda ... ¡Ah! La moda nos dijo hace tiempo que el figurín progresista era de lo más cursi, y ninguna persona distinguida se atrevería hoy á presentarse en público con la capa de Mendizábal. No saben muchos de los que así hablan, que acaso en el infierno, círculo de los hipócritas, les aguardan aquellas capas de plomo con que el poeta florentino vió pasar abrumados á los más célebres antecesores de Tartufo. Pero, ¿qué pensarán los niños? De un lado, sus maestros; de otro, el gobierno ... Un hombre que merece una estatua y no merece un homenaje ... Para comprender la situación de esas criaturas hay que recordar cuando alguna vez en nuestra infancia, al anunciarse una visita en nuestra casa, olmos murmurar:
—¡Ahí esta ese señor tan antipático!—Y cuando nosotros, mal prevenidos, le mirábamos de reojo, alguno nos decía:—Vamos, da un besito á este caballero, que es muy bueno y te quiere mucho ... Y estas primeras impresiones que recibimos de niños, influyen sobre toda la vida ... No se debe decir á los niños que un señor es antipático, cuando después hay que decirles que le besen. No se deben levantar estatuas cuando después hay que prohibir á las nuevas generaciones que las saluden con respeto. [273]
Las vacaciones del veraneo ... ¡Si fueran tales vacaciones! ¡Pero son descanso para tan pocos! ¿Quién puede decir que deja sus cuidados, sus preocupaciones, sus afanes, al tomar el tren ó el automóvil que ha de llevarle lejos de todo menos de sí mismo? El hombre político á esperar los periódicos y á prodigarse en declaraciones y conferencias, la dama elegante á fatigar su belleza en bailes, comidas, excursiones, «flirts», á lucir media docena de «toilettes» por día, á lanzar un atrevido «tanagra», ya que el desnudo artístico ha sido sancionado por los tribunales franceses; el sportsman á continuar pendiente del «poney» de polo, del balandro, del automóvil y del tapete verde, el escritor á exprimir los sesos por estupendas crónicas, artículos, comedias; el hombre de negocios á pensar en la futura escuadra, en una nueva emisión de duros sevillanos, en los que se arruinan con el veraneo, en las fincas de posible hipoteca; los novios en llenar [274] pliegos de papel, si ausentes; si juntos, en continuar las interminables charlas de cuello vuelto, el «allumage» sin escape de gases, tan perjudicial á los motores ... Las esposas á desesperarse porque el marido gasta mucho, y los maridos á rabiar porque la mujer despilfarra. Y los pocos que pretenden descansar y olvidarse de todo, los contados que cambian en absoluto de vida, ¿no son aquellos para quienes se definió el veraneo: «Los ocho primeros días descansa uno del cansancio, los siguientes se cansa uno de descansar»?
Si observamos la terraza del casino en cualquier playa elegante, basta comprender lo que es el veraneo para muchos. De una parte, el mar; de otra, la fachada del Casino: gente que pasa y entra y sale ... Todos se sientan de espaldas al mar, que con razón murmura más que nunca, pero no tanto como los que le vuelven la espalda.
La exhibición de desnudeces en los escenarios de París trae alarmados á los que no asisten nunca á los teatros. Fué siempre condición humana la de preocuparnos más por la paja ajena que por la viga propia. Los [275] tribunales intervinieron con un tacto exquisito. El teatro y las «cocottes» son instituciones en París muy respetables, para que la misma justicia no se mire mucho antes de dar un fallo que pueda disminuirlas en sus prestigios. Y así fué en este caso, mejor dicho en estos dos casos, pues fueron dos los sometidos á sentencia. En uno de ellos la absolución fué completa y con todos los pronunciamientos favorables: se trataba de arte, arte puro; los desnudos eran vivas esculturas, pero la carne no es menos sagrada que el mármol cuando la carne copia del mármol blancura y reposo. En el otro caso, ya hubo que estrechar la manga de la toga. Los desnudos ya se animaban, ya no era posible confundirlos con estatuas, ya pasaban á cuadros y demasiado vivos. En la moralidad hay grados. Primero, la escultura sin color y sin movimiento; después, la pintura, que se anima con colores; por último, la carne viva con toda la expresión del color y del movimiento. Mientras la carne copia á la estatua, vamos pasando; si llega al cuadro, fruncimos el entrecejo ... pero si se empeña en ser carne, ya no podemos tolerarlo. [276]
La estática, buena; la dinámica, mala: esto es lo que han fallado los jueces. Al contrario de muchos medicamentos, en el teatro puede usarse el desnudo, pero sin agitarlo.
¿Qué dirá el público de nuestros teatros sicalípticos, en donde anda el movimiento más que nada y por el movimiento se disimulan algún tanto anatomías nada esculturales y muy poco pictóricas? ¿Qué dirán los insaciables del molinete y de la cadera?
Todo no puede tenerse en este mundo. Ya lo saben las apreciables tiples. No se puede ser á un tiempo mármol y artista. La que tenga más de lo primero, que se contente con ser material de estatua: no se mueva, no hable, no cante sobre todo. La que presuma de lo segundo, sienta todo y lo mejor que pueda, subraye los equívocos, de á las coplillas la intención posible, que si en ellas mienta la escarola ó la lechuga ó la chocolatera ó el molinillo, la sola enunciación de dichas hortalizas ó utensilios abre á la imaginación de los espectadores horizontes ilimitados ... Todo es arte; pero ya lo han sentenciado los jueces franceses y antes lo había sentenciado el buen gusto: lo que no se puede es promiscuar. [277]
Acostumbrados á que las guerras de los marroquíes acaben siempre con pirámides de cabezas cortadas, mutilaciones crueles, cuando más dulcemente, por cadenas y mazmorras, esta de ahora entre los dos hermanos ha parecido poética y caballeresca relación del Romancero morisco. De tal modo, que á cuántos conocen la tortuosa sencillez del espíritu moruno, más que lucha entre hermanos parece juego de compadres.
No es el «Quítate tu, para ponerme yo» de otras guerras y luchas fratricidas, sino el «Yo no puedo quitarme á esos franceses; á ver como tu me los quitas». Por lo pronto, se abre un compás de espera y de expectación. Pueblo que sabe esperar sentado á ver pasar el cadáver de su enemigo por delante de su casa, sabrá esperar con calma en esta ocasión; mucho más, cuando la silla la ofrece el kaiser, y cuando lo que ha de ser esta escrito ... en la conferencia de Algeciras. Pero se ha volcado el tintero, y aunque todo esté escrito, tardará en descifrarse. Para esto de echar borrones sobre la correcta escritura de la diplomacia europea, se pintan solos los moritos. Veremos si ese [278] borrón es cuenta nueva, si basta con el papel secante, ó si el gran emperador vuelca toda la salvadera, y entonces sí que podrá decir Francia, alterando nuestro refrán: «De aquellos lodos, vienen estos polvos». ¡Con tal que no nos pongan perdidos las salpicaduras!
Como al desfallecido de estómago, por insuficiente alimentación, solo el olor de la comida le produce mareos, así á los españoles, tan desfallecidos de toda clase de receptáculos, estómago, bolsillo, etc., por fuerza ha de producirles mareos y vértigos y delirios, nada más que el olor de esa cifra fantástica de millones, destinados al principio del proemio del prólogo de nuestra futura escuadra.
No es extraño que el concurso haya inspirado tanta curiosidad y despertado tantas emociones como el sorteo de Navidad. El gordo valía la pena. Sin embargo, ¿será cosa de compadecer á los agraciados? Me decía una vez el propietario explotador de uno de esos admirables Tíos-vivos, que tan bien simbolizan la marcha de la humanidad: Mire usted, esto podía ser un negocio. ¡Pero si viera usted! Para que esta máquina ande, ¡hay que untar tantas ruedas! Que la licencia del Ayuntamiento, que el inspector del distrito, que el alcalde de barrio, [279] que los guardias, que si se quejó un vecino y hay que callarle ... Crea usted que si me queda una vuelta en limpio me doy por contento. Guardando las debidas proporciones, bien puede ser que esto de la escuadra no sea negocio más saneado que el del Tío-vivo, y los envidiados concesionarios sean al fin más dignos de lástima que de envidia.
Entre tanto, hay quien no contribuye á las cargas del Estado con más de una peseta de cédula, y anda por esos corrillos vociferando como si los millones de la escuadra se los sacaran á el íntegros del bolsillo. ¿Han visto ustedes? ¡qué modo de esquilmar al contribuyente! ¡No se puede vivir en este país! ¡Eche usted millones! ¿Y de dónde salen esos millones; ¿quieren ustedes decirme? Y el hombre se congestiona como si acabara de entregar el cheque.
No, no hay razón para quejarse. Aún los mayores contribuyentes, piensen como son muchas cosas las que el Estado les da por muy poco dinero. ¡No digamos los de la cédula de á peseta y los que ni cédula pagan! Y ellos tienen calles y paseos para esparcirse, alumbrado, museos, iglesias [280] donde pasar el rato; disfrutan de suntuosos espectáculos, como desfiles de corte, revistas militares, procesiones; todo mejor presentado que en cualquier teatro ó cinematógrafo y por menos dinero.
Y estos barcos de ahora, digo de mañana, ¿no son también baratísimos? Si la canalización del Manzanares permite que lleguen un día, siquiera hasta la Florida ... Solo el gusto de verlos no se paga. Y no hay duda, una buena escuadra y un buen ejército son las mejores garantías de paz. Con buena ropa tiene uno más cuidado de no meterse en pendencias, por no estropearla. Sobre todo, cuando no se tiene más que lo puesto.
Anuncié que la prohibición de las capeas traería algunos disgustos, como se ha verificado. Es lo que tienen esas leyes de gabinete, tan bien intencionadas como desconocedoras del terreno en que han de cumplirse.
La capea más bárbara no perturbará nunca tanto la vida de un lugar, como esas colisiones entre la Guardia civil y los lugareños, que dejan un rastro de odios y de venganzas para muchas generaciones. [281]
Ya lo dije; no se ha tenido en cuenta que en muchos pueblos, la fiesta es la capea, y suprimida falta el pretexto para ir de los pueblos comarcanos, y falta la alegría y falta el dinero.
Y entre los mozos del pueblo, que por necesidad han de manejar todo el año vacas y toros, y por gusto los torean un día, y los señoritos de la ciudad, que sin aplicación ninguna á sus necesidades, matan pichones estúpidamente ... Dígase quien es más disculpable.
Civilizar por reales órdenes es muy cómodo y muy fácil. Queda prohibido comer patatas. ¿Y qué comemos? dirán los que no tienen otra cosa. Todos los españoles se bañarán diariamente. ¿Y donde no hay agua bastante para beber siquiera?
Los ministros dan leyes desde su gabinete, la «claque» aplaude. ¡Oh, qué ley tan sabia! En el terreno ya es otra cosa, ya es la Guardia civil, ya es el Mauser ... El orden ha quedado restablecido. ¡Que se lo pregunten á los muertos y á sus familias! Es la civilización que pasa. ¡Si hubiera pasado antes en otra forma!
¡Mucha Guardia civil para impedir capeas y ni un mal inspector para copar partidas de monte y otros recreos en esos casinos burgueses y aristocráticos! La ley no puede estar en todas partes. [282]
Además, la capea es cosa de bárbaros, lo otro, de pillos. ¡Aún hay clases!
El automóvil ha matado el veraneo estacionario; ya no se esta en ninguna parte, se va de una parte á otra; del almuerzo al te, del te á la comida, de la comida á la fiesta, y de la fiesta al descanso; ya no son horas, sino kilómetros. La racha ó el tierce á tout, empezados á jugar en San Sebastián, se continúa en Biarritz y quiebra en Luchón. El flirt, iniciado en Cestona, termina en Bigorre, sobre todo para los acompañantes y testigos, que en esto de flirts, de llevar la cestona ó ponerle á uno el bigorre—¡chistes de verano!—no se sale nunca.
De este continuo ajetreo, que convierte el veraneo en una especie de toboggan, se lamentan en primer lugar los que no tienen dinero para hacer lo mismo; después, los que sólo van á un sitio con el deseo de cultivar, fomentar y adquirir relaciones, allá para el invierno. Pero [283] sucede que cuando los periódicos le han dicho á usted que en tales aguas ó en tal playa están las duquesas de tal y cual, y las marquesas de esto y de lo otro, y las distinguidas señoras de más acá y de más allá, y el ilustre hombre público y el conocido sportsman, y cuando llega usted con la lengua fuera para ofrecerles sus respetos y alternar con ellos, siquiera en las correspondencias periodísticas, ya todos se han dispersado en alas del taf-taf maldecido. ¡Es para desesperarse!
Se lamentan también las madres de hijas casaderas: el automóvil es todo lo más el amor que pasa, pero rara vez es el marido que queda. Se lamentan los fondistas y hosteleros, aunque estos sin razón, porque ellos bien saben practicar el refrán: «Al ave de paso cañazo». Pero no sólo del libro de caja vive el hombre, y á ellos les agrada contar con una selecta clientela fija que decore el libro de oro de su establecimiento.
La única verdad de estas andanzas es que se ha subido el veraneo, y las modestas familias que esperaban hacer algún papel instalándose por una temporada en las sillas más visibles del bulevar de San Sebastián, tienen que resignarse, como las señoritas que veranean en pueblecillos [284] y bajan á la estación todas las tardes por ver pasar los trenes, á ver pasar también el gran tren de lujo, que no se detiene á saludarlas ni siquiera se fija en ellas. ¡Haga usted sacrificios para esto!
El progreso es cruel. Adelanta mucho ... el que tiene dinero para adelantarse; los demás van quedando cada vez más rezagados y más tristes. Unos van por el mundo en el tren de lujo; los otros son los maquinistas, los fogoneros, los guarda-agujas, los que trabajan para que el tren de unos pocos pueda llevarles con seguridad á sus placeres ... Luego quedan las señoritas del pueblo, que ven pasar con envidia á las elegantes viajeras; la pobre gente de los lugares que ni siquiera concibe adónde puede irse con tanto lujo, y queda, por fin, el perro, ese perro sucio y humilde que se pasea siempre por todas las estaciones por si cae algún resto de las meriendas. Los perros conocen muy bien el corazón humano. Saben que de los trenes de lujo sale siempre una voz femenina que dice: ¡Pobre perro! Voy á echarle este pedazo de jamón y este panecillo.
En los otros trenes nadie se acuerda del perro; y si algún corazón sensible procura socorrerle, no falta quien lo estorbe:—¡Deje usted al perro! Cuando veamos á un pobre le daremos lo que ha sobrado de la merienda. [285]
De ahí la simpatía de los perros por los trenes de lujo y por la gente rica. ¡Quién sabe! Acaso estos pobres perros hambrientos que se alimentan con las sobras de las meriendas, sean una fuerza para contener la revolución social. [286]
La ópera del Circo merece todas las simpatías; ponerla «Africana» al precio de la «Cachunda», á más de ponerla en su justo precio, es empresa laudable. ¡Cuando se piensa que Meyerbeer fué juzgado en sus tiempos como un gran revolucionario de la música! Algo así, para los italianistas de entonces como lo que había de ser Wagner años después. El acaudalado israelita hubiera sido un excelente compositor de operetas. ¡Qué deliciosos libros y qué deliciosas partituras las de «Hugonotes», «Africana» y «Roberto el Diablo», tratados en cómico! Por eso Meyerbeer, que tan buena pareja hizo con Scribe, como Puccini, en la actualidad, con Sardou, cuando anduvo más cerca de acertar fué en «La estrella del Norte» y en «Dinorah». ¡Qué tiempos, cuando «Los Hugonotes» eran la ópera capital para nuestro público, pieza de concurso obligada para tenores y tiples dramáticas! [288]
«La Africana», bilingüe, del Circo, adquiere algo de ese carácter cómico que hubiera hecho por completo su fortuna. ¡Son tan divertidas las aventuras de Vasco de Gama y sus indios!
De la moral, ya sabemos que gana mucho en la ópera con ser cantada y en italiano; pero del arte, no sabemos que gane gran cosa con la castellanización de la letra; si castellano puede llamarse esa especie de Esperanto en que suele traducirse las óperas.
Aparte lo indiferente del idioma para la mayoría de los cantantes, que en vez de vocalizar, se enfangan con las palabras, sin que sea posible entenderles nunca una sola; yo creo que á la amplitud de líneas dramáticas de la ópera, conviene mejor un idioma extraño, que dejándonos percibir el sentimiento de la acción dramática, aleje de la imaginación toda idea prosaica, con frases y palabras vulgares, desgastadas y pervertidas por el uso corriente.
Por algo la Iglesia católica, gran maestra en psicología de las multitudes, conserva el latín en sus ceremonias litúrgicas. ¿Nos impondría tanto el Miserere, cantado en castellano? Si entendiéramos de la misa la media, ¿no asomaría alguna vez á los más devotos labios, [289] sonrisa irreverente, evocada por alguna palabra de esas, que como suele decirse, nos hace pensar en otra cosa? Bien esta la ópera en italiano; aunque según va siendo moda en los teatros, pronto será una torre de Babel cada ópera, y cada artista cantara en lo que mejor sepa y pueda; uno en italiano, otro en francés, otro en alemán, otro en ruso ... Y para el caso será lo mismo. Yo he oído muchas veces «Marina» en castellano, y si me preguntan ustedes el argumento me vería en un apuro para contárselo. Como decía un buen señor, supongo que será el de todas las óperas; la tiple y el tenor se quieren, el barítono se opone y al bajo le es indiferente.
Con motivo de unas apreciaciones, publicadas en The Times, sobre Madrid y el carácter madrileño, se ha puesto una vez más en evidencia lo inconsistente de esos juicios sintéticos de viajero, en los que rara vez se conoce ó quiere conocerse el favorecido ó desfavorecido, según los casos.
Eso de englobar á todo un pueblo en juicios tan rotundos como estos: el inglés es frío y correcto, el parisiense es afable y espiritual, el [290] español es valiente y caballeroso ... Y llega usted á Londres y lo primero que se encuentra es un buen golpe de curdas de lo más incorrecto, y en París, con un cochero, que no es precisamente un Anatole France, y en España ... encuentra usted de todo, como en todas partes. No hay virtudes, ni vicios, ni gracias, ni desgracias, patrimonio exclusivo de ningún pueblo. Además, cada uno habla de la feria según le va en ella, y si esto es así, aún entre los naturales, ¿qué no será con los extranjeros, cuyo juicio puede estar influído por tantos accidentes? Desde la comodidad del alojamiento y la calidad de los alimentos, hasta las relaciones sociales que haya cultivado por su profesión ó por sus aficiones ¿puede hablar lo mismo de un pueblo el que haya tratado con preferencia á sus clases comerciales, que el que haya tratado á sus artistas ó á sus políticos ó á sus militares?
El periodista inglés se lamenta de que los madrileños nos preocupemos más por los asuntos más ligeros. Aparte de que todo esta en todo y de lo más ligero puede desentrañarse la más profunda filosofía, ¿no se ha preocupado nunca toda Inglaterra por un boxeador ó por un caballo de carreras ó el famoso elefante Jumlo? Y los graves alemanes, tan entusiasmados, del kaiser abajo, con el travieso zapatero que tan graciosamente supo burlarse de respetables autoridades? [291]
El articulista dice también que el madrileño tiene muy buen humor. ¿Buen humor? Aquí donde todo el mundo gruñe y protesta y discute por todo y se dice mil groserías y cada uno lleva dentro un inquisidorcillo que quisiera imponer en todo su modo de pensar y su regla de conducta ... ¿Buen humor en Madrid? Hay poco dinero para eso. Por lo visto el articulista asistió á una junta de accionistas del Banco ó á la tertulia del ministro de la Gobernación.
Sucede en esto del veraneo, que los últimos en marcharse son los primeros en regresar. Los que no se han movido de Madrid, los miran con cierto desprecio. Para el caso, tanto da no haber salido como volver antes que la gente «chic». Justamente lo aristocrático del veraneo es la coda, que supone dinero de largo; la estación otoñal en Biarritz, la excursión á París en busca de los últimos figurines y de los primeros estrenos ... Todo lo que no sea volver á Madrid envueltos en pieles, con los baúles llenos de modelos y con noticias de la «première» de Donnay ó de Capús, es degradarse. [292]
¡Y andan algunas personas respetables tan afanadas por ver de animar Madrid con fiestas y bullas! ¿No ven ustedes que la gente pudiente solo viene á Madrid á hacer economías? Su única gracia es tener dinero y se lo dejan por ahí; aquí solo nos traen religiosidad, que cuando se gasta el dinero va también para Roma ... ¡Como que no saben en Barcelona la ganga que tiene Madrid con ser la capital de España!
Nuestro querido amigo y compañero—como escriben en las dedicatorias de sus obras, los autores eminentes que quieren halagar á un autor novel,—Guillermo II, ha tenido un brillante éxito, en el baile de gran espectáculo «Sardanápalo», estrenado en Berlín.
Ningún género teatral, tan propio para ser cultivado por un emperador, como este de los grandes bailables pantomímicos, tan parecidos por la [293] precisión de evoluciones á las maniobras militares. Género, además, en que huelga toda literatura, género sin palabras inútiles, en que todo ha de explicarse por la acción misma; género de todo punto imperialista, en una palabra.
Ahora, si reparamos en que la elección de personaje tan decadente y desfalleciente, como el sibarita Sardanápalo, más parece en los gustos de un Luis de Baviera que en los de un Guillermo de toda Alemania ...
Claro es que un Alejandro Magno, un Aníbal, un Julio César, no se prestan á pasos de bailes. Y ¡quien sabe si Guillermo II no ha puesto en su obra una delicada ironía y una saludable advertencia! ¿No hay en los desfallecimientos del mundo moderno, mucho de sardanapalesco? ¿No es el Imperio Germánico, el gran mantenedor de energías, el gran director de baile, cuya imperiosa voz de mando hace danzar á todos? Pero, ¿quien tendrá razón al final de las humanas danzas que han de terminar todas en una general danza macabra? Solo el hecho de haberse acordado un Guillermo II de un Sardanápalo, para héroe de su obra, nos dice la obsesión interior de muchas cosas que aparentamos aborrecer [294] exteriormente, pero que en el fondo admiramos ... Moralizar, es querer convencernos de que no debemos admirarlas; pero si no las admirásemos no tendríamos por qué moralizar. ¡Arde Sardanápalo en su pira! Moralicemos ... Todos, chicos ó grandes, hemos quemado á fuego lento nuestro Sardanápalo; unos por falta de medios para sostener sus vicios, otros por falta de valor; pero de cuando en cuando Sardanápalo surge; unas veces en una obra de arte, como el poema de Byron; otras, en un baile de gran espectáculo, como el del emperador Guillermo II.
Una de las amenidades del verano para los que no veranean, es leer las revistas de toros y confrontar las versiones de los distintos corresponsales de provincias. En nada se muestra tanto la falibilidad, no ya de los juicios humanos, de los mismos sentidos corporales. Donde uno dice magistral faena, el otro dice: faena desdichada por la torpeza del torero, y el otro: deslucida por las malas condiciones del toro. Donde uno dice: volapié magno; el otro dice: bajonazo ignominioso, y el otro: bajonazo, precedido de siete pinchazos. [295]
Yo no creo que las simpatías personales por este ó el otro diestro, puedan modificar hasta ese punto las apreciaciones. Prefiero atribuirlo, como dije, á error de la vista. De todos modos, debiera evitarse esa disparidad de visiones. El asunto, salvo para las futuras crónicas de las grandes figuras del toreo, no es de gran transcendencia. Pero hay gentes suspicaces que por los pequeños asuntos juzgan de los grandes y no falta quien diga: ¡Ah! la prensa; aquí tienen ustedes, si en estas cosas tan claras, que entran por los ojos de miles de personas, dice cada uno lo que le parece, ¿qué será en otros asuntos? ¡Cualquiera se fía!
Todos estamos interesados en sostener el prestigio de una institución que cuenta con muchos fieles. No hagamos vacilar la fe de los creyentes ni perdamos del todo la de los indecisos. ¡Ah! las menudencias, las pequeñeces, parecen nada y son un mundo. Yo conocía una señora muy buena cristiana y muy devota, que de pronto dejó de ir á misa y renunció á toda práctica religiosa. Pero, ¿qué es eso? la preguntaban sus amigos ... Usted, tan buena cristiana ...
—No me digan ustedes; ya no creo en nada; no vuelvo á poner los pies en una iglesia ... [296]
—Pero, ¿ha leído usted algún libro, se ha hecho usted protestante?...
—Nada de eso. Es que el otro día tuve una cuestión con un monaguillo.
En esto, como en todo, ¡cuántas veces se pierde la fe, no por dudar del dogma, ni de verdades fundamentales, sino por haber tenido unas palabras con un monaguillo!
Conviene juzgar con imparcialidad á los toreros, para que el público no pueda dudar de la imparcialidad con que se juzga á los que torean al país.
Se juzgó siempre triste destino el del actor, el cantante y el instrumentista, porque al morir sólo dejan el recuerdo de su arte, sin otro testimonio de su gloria que la opinión de los contemporáneos.
Por algún tiempo, aún son muchos los que pueden decir: Nosotros le hemos oído. Después, son unos pocos, algún anciano, reacio á nuevas admiraciones, que pretende consolarse de lo que el no verá, con lo que ha visto, y hay que oirle decir con fervorosa devoción, como testigo [297] electo de un milagro: ¡Yo le oí, señores, yo le oí! Y ponderar definitivo: ¡No volverá á oirse nada semejante! Después ... ya no queda ninguna voz viva que atestigüe la razón de la gloria; solo queda la crónica escrita para asegurar la inmortalidad.
¿Triste? No; ¡envidiable destino! ¿Puede haber gloria más espiritual que esta que solo deja el destello de un nombre glorioso? Toda la obra es el nombre mismo. Toda su fama esta encerrada en ese nombre, como en urna preciosa, de más segura permanencia que monumento cimentado en obras.
¡Las obras! ¿No hemos visto por ellas al aquilatarse muchas glorias, obscurecerse unas, desaparecer otras? En cambio, estos nombres sin obra, van ganando en estimación cada día y los juicios de la posteridad nada podrán sobre ellos. Por ellos tal vez, á pesar del automóvil y del aeroplano, pensamos alguna vez con tristeza si no habremos nacido demasiado tarde. Por ellos también nos envidiarán en lo venidero. ¿Quién nos quitará, sobre las generaciones futuras, sobre la eternidad del tiempo, la gloria de estos recuerdos, quizás los únicos sin sombra de tristeza en nuestra vida efímera? ¡Oimos á Julián Gayarre, oimos á [298] Adelina Patti, oimos á Sarasate, oimos la voz de oro de Sarah y la admiramos, reina de la actitud y princesa del gesto, como la proclama el poeta: nos conmovió Leonora Dusse, dolorosa del Arte!... Y la gracia de esas divinas voces, que al callarse callarán para siempre, es algo muy nuestro, porque ya otros no volverán á escucharlas, y la emoción que nos causaron será eterna de toda eternidad en lo humano: porque esa emoción es todo lo que queda de su arte, y ¿quien podrá decir en lo futuro, que ese arte no valía la pena de emocionarnos, si su obra es solo un nombre y ese nombre es nuestra emoción eternizada?
¡La buena Prensa! ¡La mala Prensa! Que si la buena no se lee y la mala cuenta por millares sus lectores ... Esto me recuerda algo que ocurría hace años, y creo que sigue ocurriendo, en una capital de provincia, que no he de nombrar, pero que bien pudiera no hallarse muy lejos de donde en la actualidad se discute tan calurosamente la cuestión de la buena y de la mala Prensa. Sucedía que eran allí dos comerciantes del [299] mismo apellido y los dos en géneros comestibles, y de los dos, el uno era excelente persona, muy cristiano, muy buen esposo, muy buen padre, y hasta dicen que pesaba corrido. Era el otro persona de mala reputación y peores costumbres y mal mirado por todos; pero, por cuanto, los géneros que expendía eran siempre de lo más selecto, mientras los del primero eran de calidad muy inferior. Y nadie sabe las confusiones que esto originaba á cada paso. Decían las señoras á sus criadas: ¿De dónde ha traído usted este chocolate tan detestable?—De casa de Fulano.—¿Cuál de ellos? ¿el bueno ó el malo?—El que la señora dice que es tan bueno.—Es que ese es el malo, el bueno es el otro ... ¡nunca acabarás de entenderlo!—Que es lo mismo que les sucede á los lectores con la Prensa; la buena, que es la mala; la mala, que es la buena ... Si los de la buena, que es la mala, procuran mejorar el género, quizás los lectores de la mala, que es la buena, se decidieran á leerla.
FIN DE LA 1.a SERIE
Notas del Transcriptor:
La imagen de portada fue creada por la transcripción, y está en el dominio público.
Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.
Errores obvios de imprenta han sido corregidos.
Páginas en blanco han sido eliminadas.