The Project Gutenberg eBook of Los desposados: Historia milanesa del siglo XVII - Tomo 1 This ebook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this ebook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook. Title: Los desposados: Historia milanesa del siglo XVII - Tomo 1 Author: Alessandro Manzoni Release date: December 8, 2021 [eBook #66902] Language: Spanish Credits: Andrés V. Galia, Sanly Bowitts and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive) *** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LOS DESPOSADOS: HISTORIA MILANESA DEL SIGLO XVII - TOMO 1 *** NOTAS DEL TRANSCRIPTOR "Los desposados" es la traducción al castellano de la obra de Alejandro Manzoni, que en su versión original en italiano lleva el título de "I promessi sposi". En otras versiones en castellano el título que se le ha dado es "Los novios". El transcriptor estima que "Los novios" está más acorde con el título original y el tenor de la obra. En una nota al pie de página el traductor traduce "quatrini" como "maravedíes". El transcriptor cree que una traducción más adecuada de "quatrini" al castellano es "dinero" o bien "monedas". Asimismo el traductor explica en otra nota al pie de página que "polenta" es una comida con agua y harina de castañas. Esto es correcto según ha podido constatar el transciptor. Sin embargo en la actualidad la versión más conocida de la receta de polenta es con agua y harina de maíz. En la versión de texto las palabras en itálicas están indicadas con _guiones bajos_. El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción ha sido el de respetar las reglas de la Real Academia Española vigentes cuando la presente edición de esta obra fue publicada. El lector interesado puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia Española. En referencia a lo mencionado en el párrafo precedente, cabe destacar que palabras como vió, fué, dió, por ejemplo, en esa época llevaban acento ortográfico. Eso ha sido respetado. En la presente transcripción se decidió adecuar la ortografía de las mayúsculas acentuadas a las reglas indicadas por la RAE, que establecen que el acento ortográfico debe utilizarse, incluso si la vocal acentuada está en mayúsculas. La cubierta del libro fue modificada por el transciptor y se ha agregado al dominio público. Errores evidentes de impresión y de puntuación han sido corregidos. El Índice de capítulos, ha sido elaborado por el transcriptor. * * * * * LOS DESPOSADOS TOMO PRIMERO LOS DESPOSADOS HISTORIA MILANESA DEL SIGLO XVII POR ALEJANDRO MANZONI TRADUCIDA DEL ITALIANO [Ilustración] MÉXICO IMP. DE ANDRADE Y ESCALANTE Calle da Cadena número 13 1858 INTRODUCCIÓN La historia puede definirse con toda propiedad, diciendo que es una guerra ilustre contra el tiempo; pues arrancando á éste de las manos los años á quienes había hecho cautivos ó cadáveres, los llama de nuevo á la vida, los pasa en revista y los vuelve á formar en orden de batallón. Pero los ilustres campeones que en semejante carrera, cosechan palmas y laureles, recogen tan sólo los despojos más brillantes y magníficos, embalsamando con sus tintas las empresas de reyes, de príncipes y de otros elevados personajes, y tejiendo con la finísima aguja del ingenio, los hilos de seda y oro con que hacen un recamo imperecedero de acciones gloriosas. No le es lícito á mi debilidad enaltecerse hasta tan noble asunto, ni exponerse tampoco á tan sublimes peligros, arrojándose en medio de los negocios políticos ó del estruendo de los de la guerra; pero instruido de hechos memorables, aunque pertenecientes á la historia de unos pobres artesanos, quiero dejar á la posteridad el recuerdo de ellos, en un relato sencillo y verídico. Veránse en él, aunque en estrecho teatro, tragedias llenas de horror y escenas de increíble maldad, con intermedios de acciones virtuosas llenas de bondad angelical, en oposición con operaciones diabólicas. Y en verdad, cuando se considera que este nuestro país está bajo la dominación del rey católico, nuestro señor, sol que nunca se pone; y que en su órbita, y con la luz que de él toma, cual luna siempre llena, resplandece el héroe de noble prosapia que _pro tempore_ ocupa su lugar, y los ilustres senadores, verdaderas estrellas fijas, y los demás respetables magistrados que, semejantes á los astros errantes, esparcen la luz por doquier se necesita, formando así un nobilísimo firmamento, no puede explicarse de otra manera, el verlo transformado en un infierno de acciones tenebrosas, de maldades y de crímenes que algunos hombres aborrecibles multiplican sin cesar, sino atribuyendo esta trasformación á los manejos y á las maldades del diablo en persona; pues no puede negarse que la malicia humana no acertaría por sí sola, á resistir á tantos y tantos héroes, que con ojos de Argos y brazos de Briareo, se consagran con abnegación á la defensa de los intereses públicos. Por lo cual, al describir estos sucesos acaecidos en mi florida edad, y cuando la mayor parte de las personas que figuran en ellos han desaparecido de la escena del mundo para pasar á ser tributarias de las parcas, callaremos, por justos miramientos, también sus nombres, es decir, los patronímicos; lo mismo haremos con respecto á los lugares, indicando los territorios nada más que _generaliter_... Habrá tal vez quien vea en esta reserva una imperfección y una deformidad de este mi humilde parto, sobre todo, si el que lo examina es extraño á achaque de filosofía; pues los hombres versados en esta ciencia, no creerán que por esta omisión falta algo esencial en nuestra historia. Pues siendo en efecto cosa evidentísima que los nombres sólo son puros, purísimos accidentes... Pero una vez que yo haya soportado la heroica fatiga de copiar un manuscrito casi completamente borrado; y que (como suele decirse) haya dado á luz esta historia, ¿habrá quien la lea? Esta reflexión dubitativa inspirada por el trabajo fastidioso que me costaba el descifrar los garabatos que seguían á la palabra _accidentes_, me hizo suspender mi empeño de copista, y reflexionar maduramente sobre lo que me convenía hacer. ¿Sin duda, me decía á mí mismo, al ojear el manuscrito, no llueven como hasta aquí, figuras y _concettini_ en todas las páginas de la obra? El bueno del _secentista_[1] ha querido antes de todo mostrar, cuánto vale y sabe: pero en el curso de su relato y durante muy largos intervalos, su estilo es más natural y llano. Esto es cierto; pero ¡qué vulgar es, qué desigual y qué incorrecto! ¡De cuánto idiotismo lombardo y de cuántas locuciones viciosas está lleno! ¡cuán arbitraria es su gramática y cuán imperfectos sus períodos! En diferentes puntos se notan algunas elegancias españolas de aquellos tiempos; y lo peor es, que en los pasajes más terribles ó patéticos, en los que requieren algunas flores de retórica discreta, sagaz y de buen gusto, en ellos, ¡oh fatalidad! saca á lucir el estilo de que acabamos de dar muestra: y entonces, reuniendo con admirable habilidad dos cualidades contradictorias, se ostenta trivial y afectado en una misma frase y en un mismo período. Todo lo cual forma un compuesto de declamaciones huecas y de galicismos vulgares, que acompañado del tonto orgullo que distingue á los autores italianos de aquel siglo, no podría complacer de ninguna manera á los lectores de nuestros días, en extremo instruidos y enemigos de semejantes extravagancias; por cuyo motivo me lisonjeo mucho de haber abandonado aquel trabajo. Cuando iba á cerrar el manuscrito y á guardarlo, reflexioné sería lástima que una historia tan interesante quedara ignorada, tal vez, y me pesaría por cierto; el lector pensará de distinto modo. ¿No se podrá, me decía á mí mismo, conservar la serie de los sucesos de este libro y rehacer su estilo? Como no se presentó á mi espíritu ninguna objeción razonable, acogí este proyecto con ardor. Y tal es el origen del presente libro, expuesto con una ingenuidad igual á su importancia. Sin embargo, algunos de los hechos y costumbres descritos por nuestro autor, nos parecieron tan singulares y extraños, por no decir más, que antes de darles fe hemos querido interrogar á otros testigos; y por esto emprendimos la ardua tarea de ojear las memorias de aquellos tiempos, para ver, si en efecto, el mundo, andaba por entonces como nuestro autor decía. Semejante indagación disipó todas nuestras dudas; á cada paso encontramos hechos análogos ó más extraordinarios aún que los que ya habíamos visto; y lo que nos ha parecido decisivo para acreditar nuestro manuscrito es el que estas memorias hacen mención de muchos personajes que sólo conocíamos por nuestro autor, lo cual nos había hecho dudar de que hubiesen existido en realidad. Á su tiempo citaremos algunos de estos testimonios que darán mayor autoridad á los hechos, de cuya veracidad podría dudar, á causa de su índole extraña, el lector de nuestros días. Pero después de haber refutado el estilo de nuestro autor, nos toca explicar el que nosotros le hemos sustituido. El que sin ser rogado para ello, rehace el trabajo ajeno, se expone, y hasta cierto punto contrae el deber de dar una cuenta minuciosa del suyo propio. Ésta es una regla de hecho y de derecho á la cual no intentamos sustraernos de ningún modo. Lejos de eso, y para probar que nos sometíamos á ella de buen grado, nos propusimos dar aquí una explicación detallada sobre el modo de escribir que hemos adoptado; con este objeto nos afanamos en adivinar durante todo el tiempo de nuestro trabajo, las críticas posibles y contingentes que él podría suscitar, con la intención de refutarlas anticipadamente. Pero no estribaba en esto la dificultad, pues (digámoslo en honor de la verdad) ninguna crítica se ha presentado á nuestra mente sin venir acompañada de una respuesta triunfante, de aquéllas que no sólo resuelven las cuestiones sino que imponen silencio. Nos ha sucedido también con frecuencia que, poniendo dos críticas frente á frente, las hacíamos luchar entre sí, y examinándolas profundamente y comparándolas con escrupulosa atención, descubríamos y demostrábamos al cabo, que aunque opuestas en apariencia, eran por su naturaleza semejantes, y que ambas á dos procedían de la desatención con que se habían indicado los hechos y los principios, sobre los cuales debían asentarse los juicios que de unos á otros se debieron hacer, y en consideración de esto juntábamos ambas críticas y las mandábamos juntas también á pasear. ¡Con dificultad se podría hallar un autor que probara mejor su infalibilidad!--Pero, ¡oh cielos! llegado el momento de recapitular las objeciones y sus respuestas y el de ordenarlas, hallamos, que habíamos hecho un libro: visto lo cual, abandonamos nuestro intento por dos razones, que sin duda alguna el lector considerará oportunas.--La primera, porque temimos que el hacer un libro para justificar otro, ó sólo su estilo, parecería cosa ridícula. La segunda, porque creemos que es suficiente, cuando no excesivo, el publicar un sólo libro á la vez. NOTAS: [1] Se da este nombre á los escritores del siglo XVI y de la primera mitad del XVII, época para Italia de decadencia y mal gusto. _Nota del autor._ ÍNDICE Pág. INTRODUCCIÓN v CAPÍTULO PRIMERO 1 CAPÍTULO SEGUNDO 29 CAPÍTULO TERCERO 51 CAPÍTULO CUARTO 78 CAPÍTULO QUINTO 104 CAPÍTULO SEXTO 129 CAPÍTULO SÉPTIMO 153 CAPÍTULO OCTAVO 185 CAPÍTULO NOVENO 221 CAPÍTULO DÉCIMO 254 CAPÍTULO DECIMOPRIMERO 285 CAPÍTULO DECIMOSEGUNDO 316 CAPÍTULO DECIMOTERCERO 339 CAPÍTULO DECIMOCUARTO 365 CAPÍTULO DECIMOQUINTO 392 CAPÍTULO DECIMOSEXTO 420 CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO 446 CAPÍTULO DECIMOCTAVO 473 CAPÍTULO PRIMERO Un brazo del lago de Como, dirígese al Mediodía, por entre dos cordilleras de montañas no interrumpidas, y va formando, según aquéllas se estrechan ó se apartan, bahías y ensenadas que de repente toman el curso y la apariencia de un caudaloso río, teniendo á su derecha un cabo ó promontorio, y á su izquierda otro río. El puente que une las dos márgenes en aquel sitio, parece que hace más sensible á la vista dicha trasformación: él señala el punto donde termina el lago y empieza el Adda, para volver á tomar su nombre en el mismo lugar en que ambas riberas, ensanchándose nuevamente, permiten que las aguas se extiendan formando innúmeros golfos y bahías. El río baja apoyándose en dos montes contiguos, formado por la confluencia de tres grandes torrentes, llamado el uno de S. Martín y el otro el Resegon, que en dialecto lombardo, quiere decir sierra; y en efecto, son tantos sus numerosos picos, que verdaderamente semeja á una sierra; de modo que, á su aspecto, visto de frente, por ejemplo, desde los muros de Milán que miran al Norte, no hay quien, por esa señal, no le reconozca al momento entre aquella vasta cordillera de montañas, de los otros montes de nombre menos conocido y de forma mas común. Por espacio de un buen trecho el río baja por una pendiente poco sensible; después interrumpido en su marcha por ribazos y cañadas, se precipita formando cascadas ó anchas lagunas, según la configuración de las dos montañas y el trabajo de las aguas. La orilla, surcada por las bocas de los torrentes, está cubierta de gruesa arena y guijarros; el resto del terreno lo forman campos y viñedos, salpicados de lugarcillos, quintas y cabañas, y de cuando en cuando, bosques que se prolongan hasta la misma montaña. Lecco, el mayor de aquellos lugarcillos y que da su nombre al territorio, está situado á corta distancia del puente, sobre las orillas del lago, haciendo parte del mismo, cuando crecen sus aguas. Hoy día es una gran aldea que va encaminándose á ser ciudad. En el tiempo que tuvieron lugar los sucesos, cuya narración vamos á emprender, dicha aldea, ya muy considerable, era á más una plaza fuerte, teniendo por lo tanto el honor de alojar un gobernador, y la ventaja de poseer una guarnición permanente de soldados españoles. El Adda, salido apenas de los arcos del puente, se convierte de nuevo en un pequeño lago, y después se estrecha y prolonga hasta el horizonte en brillantes revueltas; en lo alto las cimas de los montes suspendidas sobre el que las contempla, y debajo la pendiente de la montaña cultivada, los paisajes, el puente; al frente la ribera opuesta del lago, y tendiendo más la vista el encumbrado monte que lo encierra. Por uno de estos senderos volvía de paseo, dirigiéndose á su casa á pasos lentos, en la tarde del día 7 de noviembre del año 1668, D. Abundio, cura párroco de uno de los lugares que se acaban de describir: el nombre de éste, ni el apellido de aquél se encuentran en el manuscrito ni en dicho lugar, ni en otro alguno. Iba recitando tranquilamente sus rezos, y de vez en cuando entre salmo y salmo cerraba el breviario, dejando dentro por señal el índice de la mano derecha; luego poniéndose ambas manos atrás, proseguía su camino mirando al suelo, arrojando con el pie las piedras que obstruían el camino; después alzaba la vista, y volviendo negligentemente los ojos á su alrededor, los fijaba en la parte de un monte, en que la luz del sol poniente, escapándose por las grietas del opuesto, esparcía por donde quiera largas y desiguales fajas de púrpura sobre los ángulos salientes de los peñascos en donde reflejaban sus rayos. Después abrió de nuevo el breviario, y habiendo recitado otro pequeño pasaje, llegó á una revuelta del sendero, donde siempre tenía la costumbre de levantar los ojos del libro y echar una mirada delante de sí, lo cual hizo también aquel día. Luego que hubo dado la vuelta al citado sendero, el camino seguía en línea recta casi unos sesenta pies, y en seguida se dividía en dos sendas en forma de Y: la de la derecha se dirigía á la montaña y conducía á la parroquia; la de la izquierda descendía al valle hasta llegar á un torrente, y por esta parte la pared no llegaba ni á la mitad del cuerpo del pasajero. Las paredes interiores de ambas sendas, en vez de reunirse en el ángulo terminaban en una especie de retablo sobre el cual habían pintado ciertas figuras largas, serpenteantes, que acababan en punta, las cuales, según la intención del artista y á los ojos de todos los habitantes de las cercanías, figuraban llamas, y alternaban con éstas otras figuras que es imposible describir, y que representaban las almas del purgatorio; almas y llamas eran de color de ladrillo, sobre un fondo pardusco, resquebrajado por algunas partes. El cura, después de haber dado la vuelta al camino, y dirigiendo según solía sus miradas á la capilla, vió lo que no esperaba, y que no hubiera querido ver. Tres hombres estaban apostados, el uno enfrente del otro, en la confluencia, por decirlo así, de las dos sendas: uno de ellos cabalgaba sobre la pequeña tapia, teniendo una pierna colgando por la parte exterior, y el otro pie descansando sobre el camino; el segundo de pie, arrimado á la citada tapia, y el último sentado y con los brazos cruzados. El vestido, el talante y el paraje en que se hallaban, manifestaban claramente la condición de aquéllos. Llevaban los tres la cabeza ceñida con una redecilla verde, de la cual se destacaba sobre la frente un enorme tupé que caía encima del hombro izquierdo, donde terminaba por una gran borla; con el pelo largo y ensortijado; un descomunal cinturón de correa de donde pendían un par de pistolas; un pequeño cuerno lleno de pólvora, colgado del cuello á guisa de collar; el mango de un cuchillo que salía de sus anchos y huecos calzones, y por último un espadón, cuya grande empuñadura, toda calada y primorosamente trabajada formaba una especie de concha; con lo que á primera vista se conocía que pertenecían á la clase de los BRAVOS. Dicha especie, hoy del todo perdida, estaba entonces muy floreciente en la Lombardía, y era ya antiquísima. Para el que no tuviese idea de ella, he aquí algunos fragmentos auténticos que darán á conocer bastante sus principales caracteres, los esfuerzos hechos para destruirla, y su tenaz y rigorosa vitalidad. Desde el 8 de abril del año 1583, el Illmo. y Exmo. Sr. D. Carlos de Aragón, príncipe de Castelvetrano, duque de Terranova, marqués de Ávola, conde de Burgeto, grande almirante y gran condestable de Sicilia, gobernador de Milán y capitán general de S. M. C. en Italia, _plenamente informado de la intolerable miseria, en la cual ha vivido y vive aún la ciudad de Milán, á causa de los_ BRAVOS _y vagamundos_, publicó un bando contra éstos. _Declarando á todos ellos comprendidos en el presente bando, debiendo ser tenidos por_ BRAVOS _y vagamundos... todos los que siendo forasteros, ó del país, no tienen ninguna profesión, ó que teniéndola no la ejercen... pero que con sueldo ó sin él se arriman á cualquier caballero, ó gentilhombre, oficial ó comerciante... para prestarle ayuda y favor, ó verdaderamente, según es de presumir, para tener asechanzas á otros..._ Manda á todos ellos que en el término de seis días abandonasen el país, bajo la pena de galeras á los contumaces, y dió á todos los oficiales de justicia las más amplias é indefinidas facultades para la ejecución de la citada orden. Mas en 12 de abril del año siguiente, viendo dicho señor _que esta ciudad estaba llena todavía de_ BRAVOS... _que habían vuelto á vivir como antes, no habiendo cambiado en nada sus costumbres, ni disminuido su número_, publicó un nuevo bando más fuerte aún y más notable, en el cual, entre otras órdenes, prescribe: “Que cualquier individuo, tanto de la ciudad, como de fuera de ella, que por dos testigos conste ser tenido y comúnmente reputado por BRAVO, y lleve el nombre de tal, aunque no se verifique que haya cometido delito alguno... por la sola opinión de BRAVO sin necesidad de más indicios, podrá por los dichos jueces, y cada uno de ellos en particular, ser condenado á la horca y al tormento, previa la correspondiente sumaria... y aunque no confiese crimen alguno, sea enviado á galeras por el tiempo de tres años, por la sola reputación y nombre de BRAVO, según se expresa arriba. _Todo esto, sin perjuicio de lo demás que corresponda, porque_ su excelencia está resuelto á hacerse obedecer de todos”. Al oir palabras tan enérgicas, tan positivas, acompañadas de tales órdenes, está uno decidido á creer que á su solo ruido todos los BRAVOS desaparecerían para siempre. Pero el testimonio de un señor no menos poderoso, no menos dotado de nombre, nos obliga á creer todo lo contrario. Éste es el Illmo. y Exmo. Sr. D. Juan Fernández de Velasco, condestable de Castilla, camarero mayor de S. M., duque de Frías, conde de Haro y Castelnovo, señor de la casa de Velasco y de la de los siete infantes de Lara, gobernador del Estado de Milán, &c. En 5 de junio de 1593, plenamente informado también _de cuánto daño y ruina son... los_ BRAVOS _y vagamundos, y del pésimo efecto que tal clase de gentes causa al bien público, en menosprecio de la justicia_, les intima de nuevo que en el perentorio término de seis días, desocupen el país, repitiendo exactamente las mismas prescripciones y amenazas de su predecesor. El 23 de mayo del año 1598, _informado con el mayor desagrado que... en esta ciudad y Estado va creciendo cada vez más el número de tales gentes_ (bravos y vagamundos), _y que de su parte, día y noche, no oye hablar más que de heridas causadas alevosamente, de homicidios y robos, y de toda clase de crímenes, cuya ejecución les es tanto más fácil, cuanto que confían en ser protegidos por sus jefes y fautores..._ prescribe de nuevo los mismos remedios, aumentando la dosis, como se usa en las enfermedades obstinadas. _Que cualquiera, pues_, concluye por último, _en todo y por todo se guarde de controvertir en lo más mínimo á la presente orden, porque en vez de merecer la clemencia de su excelencia, experimentará su rigor y su cólera, estando resuelto y determinado á que éste sea el último, y perentorio aviso._ No fué, sin embargo, de este parecer el Illmo. y Exmo. Sr. D. Pedro Enríquez de Acevedo, conde de Fuentes, capitán y gobernador del Estado de Milán; no fué de este parecer, y con razón. _Plenamente informado del estado deplorable en que se encuentra esta ciudad y estado por causa del considerable número de_ BRAVOS _que en él abundan... y resuelto á extirpar totalmente semilla tan perniciosa_, se determina á dar el 5 de diciembre del año 1600, un nuevo bando lleno de las más severas conminaciones, con el firme propósito de que sean todas ejecutadas con el mayor rigor, y sin esperanza de remisión. Con todo, preciso es creer que no lo hiciese con la buena voluntad que sabía emplear para urdir intrigas y suscitar enemistades á su grande enemigo Enrique IV; pues acerca de esto, dice la historia, que logró armar contra dicho monarca al duque de Saboya, á quien hizo perder más de una ciudad, como también consiguió hacer conspirar al duque de Biron, lo que le costó la cabeza; pero tocante á la mala semilla de los BRAVOS, es cierto que aún continuaba germinando el 22 de setiembre del año 1612. En este día el Illmo. y Exmo. Sr. D. Juan de Mendoza, marqués de la Hinojosa, gentilhombre, &c., gobernador, &c., pensó formalmente en extirparla. Á dicho efecto, expidió á Pandolfo y á Marco Tulio Malatesta, impresores del rey, el acostumbrado bando, corregido y aumentado, para que lo imprimiesen, para el exterminio de los BRAVOS. Mas éstos vivieron todavía lo bastante para recibir el 24 de diciembre del año 1618, los mismos y más fuertes golpes del Illmo. y Exmo. Sr. D. Gómez Suárez de Figueroa, duque de Feria, &c., gobernador, &c.; pero no habiendo muerto de ellos, el Illmo. y Exmo. Sr. D. Gonzalo Fernández de Córdoba, bajo cuyo gobierno tuvo lugar el paseo de D. Abundio, se había visto obligado á corregir y publicar de nuevo la acostumbrada ordenanza contra los BRAVOS el día 5 de octubre de 1627, es decir, un año, un mes y dos días antes de aquel memorable acontecimiento. No fué ésta la última publicación; pero nosotros no creemos deber hacer mención de las posteriores, como cosa que está fuera del período de nuestra historia. Solamente indicaremos una del 13 de febrero del año 1632, en la cual el Exmo. duque de Feria, por segunda vez gobernador, nos da á conocer que las mayores maldades procedían de los llamados BRAVOS. Esto basta para probar que los BRAVOS existían aún en el tiempo de que tratamos. Que los tres individuos descritos anteriormente estuviesen allí para esperar á alguno, era demasiado evidente; pero lo que más disgustó á D. Abundio fué el comprender por ciertas señales, que el esperado era él, porque á su aparición ellos se habían mirado, alzando la cabeza, con un movimiento que denotaba que ellos á un tiempo habían dicho: “él es”. El que estaba cabalgando en la tapia se levantó, plantándose en el camino; otro se separó también de la pared y los dos marcharon á su encuentro. D. Abundio, teniendo siempre delante de sus ojos el breviario abierto, como si leyese, miraba además para espiar sus movimientos; y viéndolos venir directamente á él, fué asaltado al instante por mil diversos pensamientos. De repente se preguntó si entre los _bravos_ y él, el sendero tendría alguna salida, ya fuese á la derecha, ya á la izquierda, y al momento se acordó que no. Examinó su conciencia y no le recordó ninguna falta cometida contra algún señor poderoso ó vengativo: pero aun en aquella tribulación, el testimonio consolador de aquélla lo tranquilizaba completamente. Sin embargo, los _bravos_ se acercaban mirándole fijamente. Puesto el índice y la palma de la mano izquierda en su alzacuello, como para acomodarlo mejor, y haciendo girar los dos dedos alrededor de la garganta, volvía entre tanto la cabeza hacia atrás torciendo al mismo tiempo la boca, y mirando de reojo, con el fin de poder ver si venía alguien; mas no vió á nadie. Echó una ojeada por encima de la pequeña tapia con dirección á los campos, nadie; en seguida otra más tímida sobre el camino que tenía delante de sí, tampoco; nadie más que los _bravos_. ¿Qué hacer? ¿Volver atrás? Ya no era tiempo: confiarse á las piernas, era lo mismo que decir, perseguidme. No pudiendo esquivar el peligro, corrió á encontrarlo; porque aquellos momentos de incertidumbre eran tan penosos para él, que su único deseo consistía en abreviarlos. Apretó el paso, recitó un versículo en voz alta, trató de dar á su rostro toda la calma posible, hizo todos los esfuerzos imaginables para dejar entrever una sonrisa; y cuando se encontró frente á frente de los dos personajes, dijo para sí: ya estamos, ya estamos, y se afirmó sobre sus dos pies.--Señor cura, dijo uno de ellos, encarándosele con la mayor desfachatez y agarrándole con una mano la garganta. --¿Qué tenéis que mandar? respondió súbitamente D. Abundio, alzando los ojos del libro, el cual había quedado enteramente abierto en sus manos, como si estuviera sobre un atril. --¿Tenéis intención, prosiguió el otro, con el ademán amenazador é iracundo de aquél que coge á un inferior cometiendo alguna falta; tenéis intención de casar mañana á Renzo Tramaglino y á Lucía Mondella? --Esto es... responde con trémula voz D. Abundio, esto es... Los señores son hombres de mundo, y saben muy bien del modo que se hacen estas cosas. Un pobre cura no puede nada; estos arreglos los disponen ellos, y después... después vienen á nosotros, lo mismo que irían á un mercado, y nosotros... nosotros estamos al servicio de todo el mundo. --Pues bien, le dice uno de los bravos al oído, pero con el tono solemne del que manda: ese matrimonio no se ha de verificar, ni mañana, ni nunca. --Pero, señores míos, replica D. Abundio con acento afable y cariñoso, como el que quiere persuadir á un impaciente; pero señores míos, dignaos poneros en mi lugar... si esto dependiese de mí... bien veis que yo nada gano en esto. --Vamos, interrumpió el bravo: si la cosa tuviese que decidirse charlando, nos meteríais en el saco. Nosotros no sabemos ni queremos saber más. Hombre avisado... ya me entendéis. --Pero, dijo esta vez el compañero que hasta entonces no había hablado; pero el matrimonio no se hará, ó... y soltó una horrible blasfemia, ó el que lo haga no se arrepentirá, porque no tendrá tiempo, y... aquí otro juramento. --Chito, chito, replicó el primer interlocutor: el señor cura es un hombre que sabe vivir, y nosotros somos unas buenas gentes que no queremos causarle ningún daño, con tal de que se ponga en la razón. Señor cura, el Illmo. Sr. D. Rodrigo os saluda afectuosamente. Este nombre hizo sobre la imaginación de D. Abundio el mismo efecto que cuando en una noche de fuerte temporal un relámpago ilumina momentánea y confusamente los objetos, y aumenta más el terror: al oirle se inclinó como por instinto, profundamente, y dijo: “Si vosotros, señores, pudieseis instruirme”... --¡Oh, instruiros, á vos que sabéis el latín! interrumpió aún el bravo, con una risa sarcástica y feroz á la vez: esto os toca á vos. Sobre todo, que no se os escape una sola palabra del aviso que os hemos dado por vuestro bien; pues de lo contrario, hem... sería lo mismo que hacer el matrimonio. ¡Y bien! ¿qué queréis que digamos de parte vuestra al Illmo. Sr. D. Rodrigo? --Mis respetos... --Explicaos mejor. --Dispuesto... siempre dispuesto á obedecerle: y al proferir estas palabras, ni aun él mismo sabía si hacía una promesa ó un simple cumplido. Los bravos lo tomaron ó manifestaron tomarlo en el sentido más formal. --¡Muy bien! Buenas noches, dijo uno de ellos haciendo ademán de partir con su camarada. D. Abundio, que pocos momentos antes hubiera dado un ojo con el fin de evitar su encuentro, quería ahora prolongar la conversación. Señores... empezó, cerrando el libro con ambas manos: pero éstos, sin escucharle, tomaron el camino por donde él había venido, y se alejaron cantando un estribillo que no juzgo oportuno trascribir. El pobre D. Abundio se quedó por un momento con la boca abierta como si estuviera encantado; después tomó el sendero que conducía á su casa, pudiendo apenas andar, pues parecía que tenía las piernas envaradas. Se conocerá mejor cómo estaba su espíritu, cuando hayamos dicho algo de su carácter y de los desgraciados tiempos en los cuales le había tocado vivir. D. Abundio (según el lector debe haber observado), no había nacido con un corazón de león; pero desde sus más tiernos años había debido comprender, que la peor condición en aquella época era la de un animal sin garras ni dientes, y sin inclinación á ser devorado. La fuerza legal, no protegía en manera alguna al hombre pacífico é inofensivo, y que carecía de medios para hacerse respetar de los demás. No era que faltasen leyes y castigos contra las violencias de los particulares; por el contrario, las leyes llovían, los delitos eran enumerados é inscritos con la más prolija minuciosidad: si los castigos, ya regularmente exorbitantes no bastaban, podían en todo caso ser aumentados al arbitrio del mismo legislador y cien ministros suyos; los procedimientos tendían únicamente á librar al juez de todo lo que pudiese servir de impedimento para pronunciar una sentencia: los fragmentos de las ordenanzas contra los bravos que hemos citado anteriormente son una pequeña pero fiel muestra de esto. Con todo, y quizás á causa de esto mismo, dichas ordenanzas, reimpresas y esforzadas por cada gobernador, no servían más que para atestiguar pomposamente la impotencia de sus autores, y si surtían algún efecto inmediato era principalmente para añadir nuevas vejaciones á las que los pacíficos y débiles sufrían ya de los perturbadores, y para aumentar las violencias y perfidias de éstos. La impunidad estaba en su auge, y había echado tan profundas raíces, que las leyes no podían conmoverlas, ni aun llegar á ellas. De esta importunidad dan testimonio, los asilos, los privilegios de ciertas clases, reconocidos en parte por la fuerza legal, y tolerados en parte con envidioso silencio, ó impugnados con vanas protestas, pero sostenidos de hecho, y defendidos por dichas clases con actividad interesada y con el más celoso pundonor. Esta impunidad, amenazada é insultada, pero no destruida por las ordenanzas, debía naturalmente á cada amago, á cada ataque, acumular nuevos esfuerzos y nuevas astucias para conservarse. Así sucedía en efecto: á la aparición de los bandos dirigidos á reprimir á los perturbadores, éstos buscaban en su fuerza real, recursos más eficaces para continuar haciendo lo que la ley quería prohibir. Bien se podían poner trabas á cada paso, y molestar al hombre honrado que carecía de fuerza y protección; porque con el pretexto de tener en su poder á todos para prevenir y castigar los delitos, el individuo estaba sujeto de mil modos á la voluntad arbitraria de toda clase de magistrados y agentes; pero el que antes de cometer un delito tomaba apresuradamente sus medidas para retirarse á tiempo á un convento, á un palacio, en donde los esbirros no hubieran osado poner los pies; el que, sin otras precauciones, vestía una librea que tuviese empeño en defenderla de la vanidad y los intereses de familia poderosa ó de toda una asociación, éste era libre en sus operaciones, y podía burlarse de los bandos. Entre los mismos encargados de hacerlos ejecutar, algunos pertenecían por su nacimiento á la clase privilegiada; otros eran de su clientela: todos, por educación, por interés, por costumbre, por imitación, habían abrazado sus máximas, y se habrían guardado muy bien de ser infieles á ellas por temor á un pedazo de papel pegado á una esquina. Los agentes, pues, encargados de la inmediata ejecución, aunque hubiesen sido emprendedores como héroes, obedientes como frailes, y prontos á sacrificarse como mártires, no hubieran podido lograr el fin que se proponían, inferiores como eran en número á aquéllos á quienes trataban de someter, y con una grande probabilidad de ser abandonados de los que en abstracto, ó mejor dicho, en teoría les ordenaban obrar. Además, pertenecían á la clase más abyecta y despreciable de la sociedad de aquel tiempo: su oficio era vil aun á los ojos de aquéllos á quienes podían causar terror, y su título tenido como un improperio. Era, pues, muy natural, que en lugar de arriesgarse y lanzar su vida á desesperadas empresas, vendiesen su inacción, y también algunas veces su connivencia, á los poderosos, y se reservasen ejercer su execrable autoridad y la única fuerza que tenían en las ocasiones en que no había ningún peligro, esto es, en oprimir y vejar á los ciudadanos pacíficos y sin defensa. El hombre que quiere ofender, ó que teme á cada momento ser ofendido, busca de ordinario aliados y compañeros. Así es, que en aquella época era llevada al más alto grado la tendencia de estar reunidos en clases, formar otras nuevas, y procurar cada uno dar á la suya la mayor importancia posible. El clero velaba en sostener y aumentar sus inmunidades, la nobleza sus privilegios, el militar sus exenciones, los mercaderes y los artesanos estaban inscritos en los gremios y cofradías, los letrados formaban una liga y los médicos una corporación. Cada una de estas pequeñas oligarquías tenía su fuerza propia y especial; en cada una el individuo encontraba la ventaja de emplear para sí, á proporción de su poder y de su destreza, la fuerza reunida de muchos. Los más honrados se valían de esta ventaja únicamente para su defensa; los astutos y los facinerosos se aprovechaban de ella para llevar á cabo sus maldades, á cuyo fin no habían bastado sus medios personales, y también para asegurarse la impunidad. Sin embargo, las fuerzas de estas distintas ligas eran muy desiguales, principalmente en el campo: el noble, rico y déspota ejercía ese poder rodeado de una banda de bravos y cuadrillas de aldeanos, acostumbrados por tradición de familia, interesados ó forzados, á mirarse como súbditos y soldados de su señor, al cual ninguna fracción de otra liga hubiera podido allí difícilmente resistir. Nuestro Abundio, ni noble, ni rico, ni tampoco valiente, había, pues, comprendido, antes casi de llegar á los años de la discreción, que iba á ser en aquella sociedad como una vasija de tierra cocida, obligada á viajar en compañía de muchos vasos de hierro. Había, pues, accedido de buen grado á los deseos de sus padres, que querían fuese sacerdote. Á decir verdad, no había reflexionado mucho en las obligaciones y en los fines del santo ministerio al cual se dedicaba: procurarse una vida cómoda y meterse en una clase respetada y fuerte, le parecieron dos razones más que suficientes para tal elección. Mas una clase cualquiera no protege, no asegura á un individuo sino hasta cierto punto: ninguna le dispensa de crearse un sistema propio y particular. D. Abundio, continuamente absorto en los pensamientos de velar por su tranquilidad, se cuidaba poco de otras ventajas, las cuales para obtenerlas era indispensable trabajar mucho y arriesgarse un poco. Su sistema consistía principalmente en evitar toda especie de debates, y ceder en los que no podía hacerlo: neutralidad desarmada en todas las guerras que nacían en torno suyo, desde las contiendas entonces frecuentísimas entre el clero y el poder secular, entre militares, paisanos y entre los mismos nobles, hasta la riña más sencilla entre los dos campesinos, nacida de una palabra, y decidida con los puños ó las cuchilladas. Si se veía absolutamente obligado á tomar parte entre dos combatientes, estaba por el más fuerte, y siempre á retaguardia, procurando hacer ver al vencido que él no era voluntariamente enemigo suyo: parecía decirle: ¿pero por qué no habéis sabido ser el más fuerte, que yo me hubiera puesto de vuestra parte? Estando á larga distancia de los poderosos, disimulando sus injusticias pasajeras y caprichosas, correspondiendo con sumisión á las que provenían de una intención más formal y más meditada, obligaba á fuerza de saludos y expresiones joviales de respeto á que los más bruscos y altaneros le dirigiesen una sonrisa cuando los encontraba en su camino. El infeliz había conseguido llegar á los sesenta años sin grandes borrascas. Sin embargo, no se crea por esto que no tuviese también en el fondo del alma su pequeña dosis de hiel: aquel continuo ejercitar de la paciencia, aquella necesidad de dar siempre la razón á los otros, tan amargos bocados tragados en silencio, lo habían exacerbado hasta tal punto, que si no hubiese podido de vez en cuando desfogar un poco, ciertamente lo habría pagado en salud. Pero últimamente, como había en el mundo y á su lado personas que él conocía que serían incapaces de hacerle daño alguno, podía también alguna vez descargar sobre ellas su mal humor reprimido por largo tiempo, ocupándose en regañar y dar gritos injustamente. Era, pues, un rígido censor de los que no se regulaban como él; pero cuando podía ejercitar dicha censura sin ninguna clase de peligro, aunque fuese lejano, el vencido era para él un imprudente, y el muerto siempre había sido un hombre muy turbulento. Al que volvía con la cabeza rota por haber sostenido sus derechos contra algún poderoso, D. Abundio sabía siempre encontrar alguna culpa en el primero, cosa no difícil; porque la razón y sinrazón jamás se dividen tan absolutamente, que no se puede hallar un poco de una parte y otro poco de otra. Sobre todo, declamaba contra aquellos de sus cofrades que peligrosamente tomaban el partido del débil oprimido contra el poderoso opresor. Á esto él llamaba comprar impedimentos al contado y querer enderezar las piernas á un perro cojo; añadía también severamente que era mezclarse en cosas profanas en detrimento de la dignidad de su sagrado ministerio; y predicaba siempre contra ellos, pero siempre con mucha perspicacia, y en un pequeñísimo círculo, con tanta más vehemencia, cuanto más seguro estaba de que eran ajenos de resentirse, y en cosas que les tocaban personalmente. Tenía una sentencia predilecta, con la que cerraba siempre sus discursos tocante á dicho asunto: que el hombre honrado que no cuida más que de lo suyo y permanece en su lugar correspondiente, nunca tiene malos encuentros. Juzguen ahora mis lectores qué impresión debió lo que va referido hacer sobre el ánimo del pobre cura. El espanto que le habían causado aquellos horrorosos semblantes y terribles palabras; las amenazas de un señor conocido por no haberlas hecho jamás en vano; un sistema de vida tranquila que le había costado tantos años de paciencia y estudio, desconcertado un momento, en un paso del cual no veía salida posible: todos estos pensamientos se agrupaban tumultuosamente en la cabeza de D. Abundio, que con ella inclinada proseguía su camino. “¡Si pudiese mandar en paz á Renzo con un _no_ bien redondo! pase; ¿pero querrá razones? ¡Y por Cristo! ¿qué he de responderle? ¡Y el muchacho no tiene mala cabeza que digamos! Es un cordero si no se le hostiga; mas si uno quiere contradecirle... ¡Oh!... Y después está enteramente perdido por esa Lucía; enamorado como... Rapazuelos, que no sabiendo qué hacerse, se enamoran, quieren casarse, y no piensan en otra cosa; no haciéndose cargo de los compromisos en los cuales ponen á un hombre de bien. ¡Oh, infeliz de mí! ¿No es una triste desgracia el que esos dos fantasmones hayan venido precisamente á plantarse en mi camino, y á emprenderla conmigo? ¿Qué puedo yo? ¿Soy acaso el que quiero casarme? ¿Por qué no han ido á hablar más bien á... ¡Oh! ¡Ved, pues, cuán grande es mi suerte! Siempre se me ocurren las cosas después de haber pasado la ocasión. Si hubiese pensado en imbuirles que fuesen á llevar su mensaje...”. Mas al llegar á este punto sintió que arrepentirse de no haber sido consejero y cómplice de una maldad era muy inicuo, y descargó toda su ira contra el que iba de este modo á turbar su reposo. No conocía á D. Rodrigo más que de vista y por su fama; nunca había tenido con él otro negocio más que tocar la barba con el pecho, y el suelo con el extremo de su sombrero las pocas veces que lo había encontrado á su paso. En más de una ocasión le había ocurrido defender la reputación de dicho señor contra los que en voz baja, suspirando y alzando los ojos al cielo, maldecían alguno de sus hechos: había dicho más de cien veces que D. Rodrigo era un respetable caballero; mas en aquel instante, le aplicó en su interior todos los epítetos que jamás había oído serle prodigados por otros, sin interrumpirles prontamente con un “_¡vaya allá!_” En este desorden de ideas llegó á la puerta de su casa, que estaba situada á la entrada del pueblo: metió con presteza la llave en la cerradura, abrió, entró, cerró diligentemente; y ansioso de hallarse en segura compañía, llamó con celeridad: “Perpetua, Perpetua;” y se fué acercando al propio tiempo á la habitación en donde aquella debía estar probablemente, preparando la mesa para cenar. Según se veía, era Perpetua el ama de gobierno de D. Abundio, ama apasionada y fiel, que sabía obedecer y mandar, según las ocasiones; tolerar á tiempo los regaños y extravagancias del amo, y á su vez hacerle aguantar lo propio; que de día en día eran más frecuentes desde que había pasado de la canónica edad de los cuarenta, permaneciendo célibe por haber desechado (según la misma decía) todos los partidos que se le habían ofrecido, ó por no haber encontrado jamás un perro que la quisiera, como decían sus amigas. “Voy”, respondió Perpetua, poniendo sobre la mesa en el sitio de costumbre un frasco del vino predilecto de D. Abundio, dirigiéndose lentamente hacia donde éste se hallaba; mas aún no había llegado aquélla al umbral de la puerta de la sala, cuando él entró con un paso tan precipitado, con una mirada tan sombría, y un semblante tan desencajado, que no eran necesarios los ojos perspicaces de Perpetua, para descubrir á primera vista que le había pasado alguna cosa muy extraordinaria. --¡Misericordia! ¿Qué ocurre, señor? --Nada, nada, contestó D. Abundio, dejándose caer sin aliento en su sillón. --¡Cómo nada! ¿Queréis darme á entender otra cosa, tan turbado como estáis? Algún grande acontecimiento os ha sobrevenido. --¡Oh, por amor del cielo! Cuando yo digo nada, es nada, ó cosa que no puedo decir. --¿Que no podéis decir ni aun á mí? ¿Quién cuidará de vuestra salud; quién os aconsejará?... --¡Ay de mí! Callad, y dejemos esto; dadme un vaso de mi vino. --¡Y todavía querrá sostenerme que no tiene nada! dijo Perpetua, llenando el vaso, y permaneciendo con él en la mano, como si no quisiera dárselo más que en premio de la confidencia que tanto se hacía esperar. --Traed, traed, repuso D. Abundio, cogiendo el vaso con mano trémula, y apurándolo de un solo trago, como si fuese una medicina. --¿Queréis, pues, obligarme á que vaya á preguntar por todas partes qué es lo que os ha sucedido? dijo Perpetua, puesta en jarras y de pie delante de su amo, mirándole fijamente, como si quisiese arrancarle de los ojos el secreto. --¡Por el amor de Dios! dejaos de habladurías; no deis chillidos: me va... me va en ello la vida. --¡La vida! --La vida. --Bien sabéis que siempre que me habéis dicho sinceramente alguna cosa en secreto, yo jamás he... --Justamente; como cuando... Perpetua vió que había tocado una cuerda falsa, en vista de lo cual cambió súbitamente de tono, y con voz dulce, á propósito para conmoverle, exclamó: “Mi querido señor, yo siempre he sido y os soy adicta; si ahora deseo saber con ansia lo que os aflige, es porque quisiera poder ayudaros, aconsejaros y tranquilizar vuestro espíritu”. El caso era que D. Abundio tenía tantos deseos de descargarse de su doloroso secreto, cuanto los de Perpetua de conocerlo: por tanto, después de haber rechazado, aunque siempre muy débilmente, los multiplicados, y cada vez más ejecutivos ataques de ésta; después de haberla hecho jurar hasta la saciedad que no lo descubriría; por último, haciendo muchas pausas, dando muchos gemidos, le contó su desgraciada aventura. Cuando llegó ya al nombre terrible del que le había mandado el mensaje, fué preciso que Perpetua profiriese un nuevo y más solemne juramento. Pronunciado el nombre, D. Abundio se recostó sobre el respaldo del sillón, lanzó un gran suspiro, alzó las manos en ademán imperioso y al mismo tiempo suplicante, diciendo: “¡Por Dios!”... --¡Virgen santísima! exclamó Perpetua. ¡Oh, qué bribón! ¡Qué malvado! ¡Qué hombre tan sin temor de Dios! --Callaréis, ¿ó queréis acabar de perderme? --Estamos solos; nadie nos oye. Mas, ¿qué es lo que vais á hacer, pobre amo mío? --¡Oh! ¡Ved, dijo D. Abundio con ironía y cólera á la vez; ved los bellos consejos que sabéis darme! Me pregunta lo que haré, lo que voy á hacer, como si fuese ella la que se hallase en el apuro, y me tocara sacarla de él. --Yo os diré gustosa mi humilde parecer; pero en seguida... --¿Pero en seguida? Veamos, pues. --Mi opinión sería que, ya que todo el mundo dice que nuestro arzobispo es un santo varón, un sujeto de pulso, que no teme á ninguno de esos bribones, aunque sean poderosos, y que goza la mayor satisfacción sosteniendo con firmeza á un sacerdote contra las asechanzas de ellos; diré, y digo, que es necesario escribirle una carta bien puesta; informándole cómo y de qué manera... --¿Queréis callar, queréis callar? ¿Son consejos éstos para un desventurado? ¿Cuando haya recibido un buen balazo en las espaldas... (¡Dios me libre de semejante desgracia!)... el arzobispo me lo quitará? --¡Bah! las balas no se tiran como confites. ¿Y qué sería de nosotros si esos perros mordiesen todas las veces que ladran? Yo siempre he visto, que el que sabe enseñar los dientes y hacerse estimar en lo que vale, se hace también respetar; y como nunca queréis que prevalgan vuestras razones, es la causa de que nos veamos reducidos á que cualquiera venga (con vuestro permiso) á... --¿Queréis callar? --Al instante me callo; pero no es menos cierto que cuando el mundo ve que uno, siempre y en todo y por todo, está dispuesto á bajar el... --Está visto, no callaréis: ¿es ahora tiempo, por ventura, de decir semejantes necedades? --Basta, esta noche lo pensaréis; mas en el ínterin no empecéis á daros malos ratos, y arruinéis vuestra salud. Vaya, tomad un bocado. --Yo lo pensaré, repuso D. Abundio refunfuñando; ciertamente, yo lo pensaré; ello tiene que pensarse. En seguida se levantó, añadiendo: no quiero nada, nada; demasiado tengo en mi cabeza; sé por desgracia qué me toca pensar. ¡Mas que tales cosas me sucedan justamente á mí! --Bebed á lo menos otra gota, dijo Perpetua escanciándole; ya sabéis que esto remedia vuestro estómago. --¡Eh! yo necesito otro bálsamo... sí, otro bálsamo. Así diciendo, tomó una luz, y refunfuñando siempre: “¡Es una bagatela, á un hombre de bien como yo!... Y mañana, ¿qué sucederá?” y otras lamentaciones parecidas, se encaminó á su estancia. Al llegar junto á la puerta se volvió de pronto á Perpetua, se aplicó un dedo á los labios, diciendo con reposado y solemne acento: “¡Por el amor de Dios!”... y desapareció. CAPÍTULO SEGUNDO Se refiere que el príncipe de Condé durmió profundamente la noche antes de la jornada de Rocroi; mas en primer lugar estaba muy fatigado, y en segundo había dado ya todas las disposiciones necesarias y establecido todo lo que debía hacerse al otro día. D. Abundio, por el contrario, no sabía más que el día siguiente sería la batalla; así fué, que pasó la noche en las más mortales angustias. No hacer caso de las intimaciones y amenazas de aquellos malvados y verificar el matrimonio, era un partido que ni aún siquiera quería poner en deliberación. Confiar á Renzo lo ocurrido y buscar con él algún medio... ¡Dios lo libre! “Que no se os escape una sola palabra... pues de lo contrario... _¡hem!_” había dicho uno de los bravos; y al sentir D. Abundio resonar en su mente aquel terrible _hem_, en lugar de pensar infringir semejante orden, se arrepentía de habérsela declarado á Perpetua. ¿Sería mejor huir? pero ¿adónde? Y luego ¡cuántos obstáculos, qué de cuentas que rendir! Á cada partido que rechazaba el infeliz daba una vuelta en el lecho. Lo que bajo de todos conceptos le pareció mejor ó menos malo, fué el ganar tiempo entreteniendo á Renzo con buenas palabras. Justamente, recordó que faltaban pocos días para el tiempo en que estaba prohibido el casarse. “Si puedo entretener á ese muchacho unos cuantos días, tengo dos meses de respiro; y en dos meses de respiro, pueden suceder tantas cosas”. Examinó detenidamente pretextos, para que le sirvieran mejor á sus miras; y aunque cuantos se le ocurrieron le parecían algo superficiales, se tranquilizaba con la idea de que su carácter sagrado los haría parecer de mayor peso, y que su experiencia le daría una gran ventaja sobre un joven novicio. “Veremos, se decía; él piensa en su amada, pero yo pienso en mi pellejo; el más interesado soy yo como el que más aventura. Querido mío, si no puedo apagar la llama que te abrasa, tampoco quiero ser tu víctima”. Fortalecido su ánimo con esta determinación, pudo al cabo dormir un poco; pero ¡cuán agitado fué su sueño! Su mente no cesó de ver bravos, D. Rodrigo, Renzo, violencias, raptos, fugas, persecuciones, gritos, arcabuzazos[2]. Una vez pasado este doloroso instante, D. Abundio recapituló prontamente sus designios de la noche, se conformó en ellos, los ordenó del mejor modo posible, se levantó y se puso á esperar á Renzo con temor, y al mismo tiempo con impaciencia. Lorenzo, ó como todos le llamaban Renzo, no tardó mucho. Apenas llegó la hora de poderse presentar sin indiscreción en la casa del cura, se dirigió á ella lleno de la alegría atolondrada de un joven de veinte años que debe casarse en aquel mismo día con la que adora. Huérfano desde la infancia, Renzo era hilador de seda, oficio, por decirlo así, hereditario en su familia, muy lucrativo en otro tiempo, y ya en decadencia, pero no hasta el punto que un hábil operario no pudiese ganar su vida honradamente con él. El trabajo iba disminuyendo de día en día; mas la emigración continua de los obreros, atraídos á los Estados vecinos por las promesas, privilegios y exorbitantes salarios, contribuía á que no les faltase á los que permanecían en el país. Además de esto, Renzo poseía un pequeña heredad que hacía cultivar y cultivaba él mismo en las ocasiones que no estaba ocupado en el oficio; de modo que su posición bien podía llamarse acomodada; y aunque aquel año fuese peor que los pasados, y se empezase á experimentar una verdadera carestía, sin embargo, nuestro joven, que desde que había puesto los ojos en Lucía se había vuelto mas económico, se encontraba bastante provisto y no tenía que luchar con la necesidad. Compareció ante D. Abundio, vestido de gran gala, adornado el sombrero con plumas de varios colores, con su puñal de hermoso mango, saliéndole del bolsillo de los calzones, con cierto aire festivo y al mismo tiempo de fiereza, peculiar entonces aun á los hombres más pacíficos. La acogida misteriosa y embarazada de D. Abundio hacía un singular contraste con las joviales y resueltas maneras del joven mancebo. Alguna cosa tiene que ocupa su imaginación, pensó Renzo, y en seguida dijo: “Sr. cura, vengo á saber á qué hora os conviene que nos hallemos en la iglesia”. --¿De qué día? --¡Cómo de qué día! ¿No os acordáis que hoy es el señalado? --¡Hoy! replicó D. Abundio, como si hubiese oído hablar de ello por primera vez. Hoy... hoy... tened paciencia, pero hoy no puedo. --¡Hoy no podéis! ¿Pues qué ha sucedido? --En primer lugar, no me siento bien; mirad. --Mucho me pesa; pero lo que tenéis que hacer es una cosa que requiere tan poco tiempo y tan poca fatiga... --Y después, y después, y después... --¿Y después qué? --¿Y después si hay embrollos? --¡Embrollos! ¿qué embrollos puede haber? --Sería necesario que os hallaseis en nuestro pellejo para conocer cuántas dificultades surgen de esa clase de negocios, y qué de cuentas se han de rendir. Yo soy muy blando de corazón; no pienso más que en quitar obstáculos del medio, en facilitarlo todo, en hacer las cosas al gusto de los demás; traspaso mi deber, y después me llenan de reproches. --Pero, en nombre del cielo, no me tengáis en ascuas, y decidme claro y neto lo que esto significa. --¿Sabéis cuántas y cuántas formalidades se requieren para verificar un matrimonio en regla? --Por fuerza debo saber algo, dijo Renzo, empezando á alterarse; porque bastante me habéis quebrado la cabeza estos últimos días con esos asuntos. Pero ahora, ¿no está todo concluido ya? ¿no se ha hecho lo que había de hacerse? --Todo, todo... esto os parece á vos, porque... tened paciencia... el animal soy yo, que olvido mi deber por no causar penas á los otros. Pero, ahora... basta: yo me entiendo. Nosotros, pobres curas, estamos entre la espada y la pared: sois impaciente, infeliz mancebo, os compadezco; y mis superiores... no digo más; no todo se puede decir; y sobre nosotros caen todas las molestias. --Mas explicadme de una vez de lo que se trata, y cuál es la formalidad que queda por llenar, según vos decís; pues se hará al momento. --¿Sabéis cuántos son los impedimentos dirimentes? --¿Qué queréis que yo entienda de impedimentos? --_Error, conditio, votum, cognatio, crimen. Cultus, disparitas, vis, ordo, ligamen, honestas. Si sis affinis_... iba diciendo D. Abundio, enumerando con las yemas de los dedos. --¿Os burláis de mí?, interrumpió el joven; ¿qué queréis que yo haga de vuestros latinajos? --Pues si ignoráis las cosas, tened paciencia, y remitíos á quien las sabe. --¡Finalmente!... --Vamos, querido Renzo, no os incomodéis, pues estoy dispuesto á hacer... todo lo que dependa de mí. Yo, querría veros contento, porque os aprecio; yo... ¡ah! Cuando pienso que os iba tan bien... de soltero. ¿Qué os falta?... Ya se ve; os han entrado de pronto las ganas de casaros... --¿Qué discursos son éstos, señor mío?, replicó Renzo con aire entre admirado y colérico. --Hablo por hablar; tened paciencia; quisiera veros satisfecho. --En suma.... --En suma, querido hijo: yo de esto no tengo la culpa: las leyes no las he hecho yo; y antes de celebrar un matrimonio, nos vemos al mismo tiempo obligados á hacer muchas y muchas indagaciones para asegurarnos que no hay impedimentos. --Pero vamos; decidme de una vez, ¿qué impedimento ha sobrevenido? --Cachaza; éstas no son cosas que puedan descifrarse así tan á la ligera. Ello no será nada: á lo menos, así lo espero; pero no obstante, dichas indagaciones estamos en el deber de hacerlas. El texto es claro y terminante. _Antequam matrimonium denunciet..._ --Ya os he dicho que no entiendo de latines... --Sin embargo, es necesario que os explique... --Pero, ¿no habéis hecho ya las indagaciones? --Os digo que no las he hecho todas como hubiera debido. --¿Por qué no hacerlas á tiempo? ¿Por qué decirme que todo estaba concluido? ¿Por qué aguardar? --¡Ah! ¿Conque me echáis en cara mi demasiada bondad? ¡Yo que lo he facilitado todo por serviros con más prontitud! Pero... pero sin embargo, me han sucedido... Basta: esto se queda para mí. --¿Y qué queréis que haga? --Que tengáis paciencia por algunos días. Á más de que, hijo mío, algunos días no son una eternidad. Tened paciencia. --¿Y por cuánto tiempo? Nos hemos salvado, pensó D. Abundio; y con el aire más cariñoso que nunca: “Vaya, dijo: en quince días indagaré... procuraré...”. --¡Quince días! ¿Qué es lo que dice vd? Se ha hecho cuanto habéis querido: se ha fijado el día; éste ha llegado, y ahora me venís diciendo que espere quince días. ¡Quince!... repitió en voz más alta y conmovida, extendiendo los brazos y batiendo el aire con los puños cerrados; y quién sabe hasta dónde le hubiera arrastrado el furor en aquel momento fatal, si D. Abundio no le hubiese interrumpido cogiéndole una mano con cariñoso y lisonjero afecto: “¡Ánimo, ánimo! Por amor del cielo, no os alteréis; buscaré, veré si en una semana...”. --¿Y qué debo decir á Lucía? --Que ha sido un descuido mío. --¿Y á las habladurías del mundo? --Decid á todos que he cometido un yerro por un exceso de precipitación, por mi demasiado buen corazón; echadme toda la culpa. --¿Y después no habrá otros impedimentos? --Cuando os digo... --Bueno: tendré paciencia una semana; pero mirad que pasada ésta, ningún caso haré de habladurías. En el ínterin, respeto la tregua. Dicho esto se fué, haciendo á D. Abundio una inclinación menos profunda que de costumbre, y echándole una mirada más significativa que respetuosa. Y en la calle, mientras se dirigía medio enojado y el espíritu entristecido, hacia la casa de su prometida, repasaba en su imaginación la conversación que acababa de tener, y la hallaba cada vez más extraña. La fría y embarazosa acogida de D. Abundio, su hablar lento, é impaciente á veces; aquellos dos ojillos grises, que mientras conversaba se revolvían en todas direcciones, como si hubiese temido poner en armonía sus palabras con sus miradas; la ficción de tomar como una cosa nueva un matrimonio expresamente convenido ya hacía tanto tiempo, y sobre todo, aquella obstinación en crear obstáculos, y en no decir jamás nada claro: todas estas circunstancias, combinadas, hacían pensar á Renzo que detrás de aquello se encerraba un misterio en nada parecido á lo que D. Abundio le había querido hacer creer. Tuvo deseos de volver atrás, estrechar á D. Abundio y obligarle á hablar con más claridad; mas alzando los ojos, vió á Perpetua que caminaba delante de él, y entraba en un jardín que distaba pocos pasos de la casa del cura. La llamó en el momento en que abría la puerta; apretó el paso, llegó á ella, detúvola en el umbral; y con el deseo de descubrir algo de más positivo, tuvo con ella la conversación siguiente: --Buenos días, Perpetua; yo esperaba que hoy estaríamos todos muy alegres. --¡Oh, mi pobre Renzo! Hágase la voluntad de Dios. --Hacedme un favor: el bendito del señor cura me ha dicho una porción de cosas que no he podido comprender bien; explicadme vos mejor, por qué no puede ó no quiere casarme hoy. --¡Ah! ¿Creéis que sé los secretos de mi amo? “¡Bien decía yo, que todo esto encerraba algún misterio!”, dijo Renzo para sí; y para aclararlo, prosiguió: “Vamos, Perpetua, seamos amigos: decidme lo que sepáis; ¡amparad á un pobre niño!”. --Mala cosa es el nacer pobre, mi querido Renzo. --Es verdad, replicó éste, confirmándose más y más en sus sospechas, y procurando abordar directamente la cuestión: “Es cierto, añadió; ¿pero está bien á los sacerdotes el portarse mal con los pobres?”. --Mirad, Renzo, yo no puedo decir nada, porque... no sé nada; mas lo que puedo aseguraros es, que mi amo no quiere causar daño, ni á vos, ni á nadie, y que en esto no tiene culpa alguna. --¿Pues quién la tiene? preguntó Renzo con cierto aire indiferente, pero con el corazón palpitante y atento oído. --Cuando os digo que nada sé... En defensa de mi amo puedo hablar, porque siento mucho se le impute que hace sufrir á alguien. ¡Pobre señor! Si peca es por su demasiada bondad; es excesivamente bueno para este mundo, lleno de malvados poderosos y hombres sin temor de Dios. “¡Poderosos, malvados!”, pensó Renzo; éstos no son los superiores. “Vamos, dijo en seguida, tratando de ocultar su creciente agitación; veamos, decidme quién es”. --¡Ah! Vos queríais hacerme hablar, y no puedo hacerlo, porque... no sé nada. Cuando nada sé, es como si hubiese jurado callar. Aunque me pusieseis en tormento, no sacaríais de mí una sola palabra. Adiós; éste es tiempo perdido para ambos. Al decir esto, entró precipitadamente en el jardín, y cerró su puerta. Renzo, saludándola, volvió atrás muy despacio, sin hacer ruido, para que Perpetua no se apercibiera de la dirección que tomaba; mas cuando conoció que ya no podía oirle la buena mujer, redobló el paso. En un momento llegó á la puerta de D. Abundio; entró, corrio en derechura al salón donde lo había dejado; lo encontró, se dirigió á él con ademán airado, y los ojos saltándosele de sus órbitas. --¿Qué novedad es ésta? dijo D. Abundio. --¿Quién es el poderoso, replicó Renzo con el acento de un hombre que está resuelto á obtener una respuesta categórica: quién es el poderoso que no quiere que me case con Lucía? --¿Qué... qué... qué? balbuceó el pobre cura sorprendido, con el rostro más desencajado y blanco que el lienzo cuando sale de la colada. Balbuceando unos sonidos confusos dió un salto de su sillón para lanzarse hacia la puerta; mas Renzo, que había esperado aquel movimiento, y estaba alerta, se precipitó antes que él, echó la llave y la guardó en el bolsillo. --¡Oh, oh! Que queráis ó no, ahora hablaréis, señor cura. Todos saben mis negocios menos yo. ¡Por vida mía! yo quiero saberlos también. ¿Cómo se llama ese hombre? --¡Renzo, Renzo! Por caridad: tened cuidado con lo que hacéis; pensad en vuestra alma. --Lo que pienso es que lo quiero saber todo al punto, al instante. Y al decir esto, puso las manos sin querer sobre el mango de su cuchillo, que salía de su faltriquera. --¡Misericordia! exclamó D. Abundio con voz desfallecida. --Quiero saberlo. --¿Quién os ha dicho?... --No, no más rodeos. Hablad claro y pronto. --Pero si hablo, soy hombre muerto. ¿Acaso no ha de interesarme mi vida más que todo? --Pues hablad. Dicho _pues_, fué pronunciado con tal energía, el aspecto de Renzo llegó á ser tan amenazador, que D. Abundio no se atrevió á desobedecerle. --¿Me prometéis, me juráis, dijo, de no hablar á nadie de ello, de no decir nunca?... --Os prometo que haré un disparate si no me decís su nombre pronto, muy pronto. Á esta nueva amenaza, D. Abundio con el semblante y la mirada del paciente que tiene en la boca las tenazas de un dentista, profirio con voz apagada: Don... --¿Don? repitió Renzo, como para ayudar al desgraciado á decir el resto; y se tenía encorvado, con el oído inclinado sobre la boca de D. Abundio, extendidos los brazos y apretados los puños. --¡D. Rodrigo! pronunció con presteza el cura, precipitando algunas sílabas y estrechando las consonantes, en parte á causa de su turbación, en parte porque disponiendo en aquel momento de la poca atención que quedaba libre á su espíritu, parecía querer retener y hacer retroceder la palabra en el momento mismo en que se veía forzado á que saliera. --¡Ah perro! gritó Renzo. ¿Y cómo habéis hecho: qué le habéis dicho para?... --¡Eh, eh! ¿Cómo, cómo pues? respondió con voz casi indignada D. Abundio, el cual, después de tan gran sacrificio, se figuraba en cierto modo ser ya acreedor del joven: “¡Cómo, eh! Yo hubiera querido que hubierais hecho vos el encuentro que hice: seguramente no os hubiera quedado tanto calor en el cerebro”. Y en esto se puso á pintar con terribles colores el fatal acontecimiento; y al seguir su narración, aumentándose por grados la cólera que sentía en su interior, y que hasta entonces había permanecido oculta y sujeta por el temor; viendo al mismo tiempo que Renzo, medio colérico y confuso estaba inmóvil con la cabeza baja, prosiguió vivamente: “¡Os habéis portado bien por cierto; me habéis hecho un gran servicio; violentar de este modo á un hombre de bien, á vuestro cura, y en su misma casa, en un lugar sagrado! ¡Habéis hecho una linda proeza! ¡Arrancarme de este modo vuestra pérdida y la mía, lo cual quería ocultaros por prudencia y por vuestro bien! Y ahora que ya lo sabéis, desearía saber qué vais á hacer... ¡Por Dios, no lo echéis á broma! No se trata de injusticia ó de razón, se trata de violencias cometidas; y cuando esta mañana os daba un buen consejo... ¡huy! en seguida os encolerizasteis. Yo conservaba el juicio por vos y por mí; pero cómo hacerlo... Abrid á lo menos, dadme la llave”. --Puedo haber faltado, respondió Renzo, dirigiéndose á D. Abundio con acento más sosegado, pero en el cual se percibía el furor de que estaba poseído contra el ya descubierto enemigo; puedo haber faltado; mas meted la mano en vuestro pecho, y decidme si en mi lugar... Así diciendo, sacó del bolsillo la llave y fué á abrir. D. Abundio lo siguió, y mientras aquél daba la vuelta á la citada llave, se le acercó, y con ademán grave y lleno de ansiedad, levantando los tres primeros dedos de la mano derecha á la altura de los ojos del joven, como para expresar más su concepto. “Jurad á lo menos...”, le dijo. --Puedo haber faltado, y os pido mil perdones, contestó Renzo, abriendo la puerta y disponiéndose á salir. --Jurad... replicó D. Abundio, cogiéndole con mano trémula el brazo. --Puedo haber faltado, repitió Renzo, desprendiéndose de él; y partió furioso, cortando de este modo la cuestión, que á ejemplo de una de literatura ó de filosofía hubiera podido durar diez siglos, pues que ambas partes no hacían más que repetir sus argumentos. --¡Perpetua, Perpetua! gritó D. Abundio, después de haber llamado en vano al fugitivo. Perpetua no respondió, y D. Abundio perdía ya la cabeza. Muchas veces ha sucedido á personajes de más importancia que D. Abundio encontrarse en circunstancias difíciles, tan inciertos acerca del partido que deberían tomar, que acostarse con fiebre les parecía el medio de salir del aprieto. Dicho medio no hubo de ir á buscarlo, porque desde luego se le ocurrió á D. Abundio. El susto del día anterior, las angustias de una noche pasada en vela, el miedo que acababa de experimentar, la incertidumbre del porvenir, todo hizo su efecto. Apesadumbrado y aturdido, se arrojó en su sillón: empezó á sentir un horrible frío que se introducía hasta en la médula de sus huesos; se miraba las uñas suspirando, y llamaba de cuando en cuando con trémula é indignada voz: ¡Perpetua! Apareció ésta, por último, con una enorme col debajo del brazo, y con apacible semblante, como si nada hubiera pasado. Dejo á la consideración del lector los lamentos, llantos, acusaciones y defensas, los _vos sois la única que puede haber hablado_; los _yo no he dicho nada_; todos los incidentes, en fin, de aquella conversación. Baste decir que D. Abundio mandó á Perpetua que atrancase bien la puerta, que por ningún concepto la abriese; y si alguien venía á buscarle, que contestara, desde la ventana, que el cura estaba en la cama con calentura. Después subió la escalera lentamente, diciendo á cada tres escalones: “Estoy aviado;” y se metió de veras en la cama, donde le dejaremos. Entretanto Renzo caminaba apresuradamente hacia su casa, sin haber determinado lo que debía hacer; pero iba reflexionando en su interior el poner en práctica alguna cosa extraña y terrible. Los provocadores, los malvados, todos aquellos que de algún modo dañan á otros, son culpables, no sólo del mal que causan, sino también de la corrupción, á la cual arrastran los ánimos de los ofendidos. Renzo era un muchacho pacífico y ajeno de derramar sangre, sincero y enemigo de toda clase de asechanzas, pero en aquel momento sólo respiraba venganza y traición, sólo proyectaba homicidios. Hubiera querido dirigirse incontinenti á la morada de D. Rodrigo, cogerle por la garganta y... pero recordó que su palacio era una fortaleza, guarnecida y guardada por bravos, interior y exteriormente; que sólo los íntimos amigos y los servidores, entraban allí sin ser registrados de la cabeza á los pies; que un infeliz artesano desconocido, no podría introducirse sin sufrir un minucioso examen, y que él sobre todo... sería, quizá, reconocido sin tardanza. Optaba entonces por tomar su arcabuz, apostarse detrás de un matorral, y esperar á que su enemigo pasara solo por aquel sitio; y recreándose con feroz complacencia en estos pensamientos, le parecía oir el ruido de las pisadas de D. Rodrigo, creíale verle levantar dulcemente la cabeza, reconocía al malvado, preparaba el arma, tomaba la puntería, disparaba, lo veía caer y exhalar el último suspiro, le lanzaba una maldición, y se apresuraba á ganar la frontera para ponerse en salvo. Pero, ¿y Lucía? Apenas se presentó este nombre á su acalorada fantasía, cuando mejores sentimientos ocuparon el corazón de Renzo. Viniéronle á la memoria los postreros consejos de sus padres, se acordó de Dios, de la Virgen y de los santos: pensó en el consuelo que con frecuencia había hallado al verse inocente de todo crimen, y el horror que tantas veces le había inspirado la narración de un asesinato; y despertó de aquel sueño de sangre con espanto, con remordimientos, y al propio tiempo con una especie de alegría de haberlo tan sólo imaginado. ¡Pero cuántos pensamientos venían en pos de la imagen de Lucía! ¡Tantas esperanzas y tantas promesas marchitadas, un porvenir tan deseado y que tan seguro creía en aquel tan suspirado día! ¿Cómo anunciarle aquella nueva? No sabía qué partido tomar, ni cómo hacerla su esposa á pesar de cuanto intentaba el poder de aquel injusto magnate. Y en medio de tantas angustias, vino á aumentar su congoja una vana inquietud de celos. D. Rodrigo no podía haber urdido aquella infernal trama sino impelido por una brutal pasión hacia Lucía. ¿Y Lucía? La idea de que le hubiese correspondido, de que le hubiese dado la más pequeña esperanza, no podía tener cabida un solo instante en la mente de Renzo. ¿Pero sabía su amada la pasión que había inspirado? ¿Había podido aquel hombre concebir tan infame amor, sin darlo á conocer al envidiado objeto? ¡Y sin embargo, Lucía no me ha dicho una palabra á mí que soy su prometido! Absorto en estas ideas, pasó sin detenerse por delante de su casa, situada en el centro del pueblo; y habiéndola atravesado, llegó á la de Lucía, que estaba en el extremo opuesto. Había enfrente de esta casa un pequeño patio cercado de una tapia que lo separaba de la calle. Renzo entró en él y oyó un murmullo confuso y continuo que salía del piso superior. Juzgó que serían las amigas y comadres del vecindario que querían acompañar á Lucía, y se detuvo allí, pues no quería presentarse en aquella reunión con el semblante inmutado y con tan desagradable nueva en su ser. Una niña que se hallaba en el patio, corrio gritando: ¡El novio, el novio! --Paz, Bettina, paz, dijo Renzo; ven acá, niña mía: sube á la habitación de Lucía, llámala aparte y dile al oído... pero que nadie lo oiga ni sospeche, nada, ¿entiendes?... Dile que tengo que hablarla, que la aguardo en la sala del entresuelo, y que venga al instante. La niña subió la escalera á toda prisa, alegre y orgullosa de llevar una comisión secreta. En aquel momento su madre acabó de vestirla y salió á la sala para saludar á sus amigas, adornada con sus últimas galas virginales. Sus buenas amigas se disputaban la posesión de la novia, y la violentaban casi para que se dejara examinar de los pies á la cabeza: ésta se esquivaba con la modestia algo tosca de las aldeanas, ocultando su rostro con el brazo, inclinándolo sobre su seno, y frunciendo sus pobladas y negras cejas, mientras que su boca se entreabría risueña. Sus negros cabellos, que una blanca raya dividía sobre su frente, se juntaban detrás de su cabeza formando ondulantes trenzas, atravesados por largas agujas de plata que dibujaban un círculo á manera de los rayos de una aureola; peinado que usan todavía las aldeanas del Milanesado. Adornaba su garganta un collar de granate con botones de oro afiligranado: cerraba su delicada cintura un corpiño de vistoso brocado con mangas abiertas que preciosos lazos de cinta podían cerrar; unas enaguas de seda labrada, adornada con varios y menudos pliegues; medias encarnadas y chinelas bordadas. Éste era el adorno especial del día de boda; pero Lucía ostentaba también el que le era habitual: era éste una belleza modesta, realzada y aumentada entonces por los diversos sentimientos que se pintaban en su rostro; una alegría moderada por una ligera turbación, y aquella dulce inquietud que se manifiesta de vez en cuando en el semblante de las novias, que sin disminuir su hermosura las da un carácter particular. La pequeña Bettina se abrió paso por entre las comadres que rodeaban á Lucía; se acercó á ésta; la dió á entender con disimulo que tenía que comunicarle cierta cosa, y la manifestó al oído el mensaje que traía. “Me voy un momento, y vuelvo”, dijo Lucía á las amigas, y bajó precipitadamente. Al ver el demudado semblante é inquieto ademán de Renzo,--¿qué ha sucedido? dijo, no sin cierto presentimiento de terror. --Lucía, respondió Renzo, por hoy todo ha fracasado; y, ¡Dios sabe cuándo podremos ser marido y mujer! --¿Qué decís? replicó Lucía llena de turbación. Renzo le contó brevemente la historia de aquella mañana: ella escuchaba con angustia; y cuando oyó el nombre de D. Rodrigo, ¡ah! exclamó, trémula y ruborosa: ¡Cómo, hasta ese punto ha llegado! --Pues qué, ¿sabíais ya?... dijo Renzo. --¡Demasiado! respondió Lucía; pero, ¡hasta ese punto! --¿Qué es lo qué sabéis? --No me hagáis hablar ahora; no me hagáis llorar. Corro á buscar á mi madre y despedir á nuestras amigas: es necesario que quedemos solos. Al ir á marcharse Lucía, Renzo murmuró: “¡Jamás me habéis dicho nada acerca de esto!”. --¡Ah, Renzo! repuso aquélla volviéndose un momento hacia él, pero sin detenerse. Renzo comprendió perfectamente que su nombre, pronunciado por Lucía en aquel instante, con aquel tono, quería decir: ¿Podéis dudar que yo haya callado sin tener motivos justos y puros para ello? Entretanto la buena Inés (así se llamaba la madre de Lucía), habiendo entrado en sospechas y curiosidad por las palabras que Bettina dijo al oído de su hija, y la desaparición instantánea de ésta, había bajado á ver lo que ocurría. Lucía la dejó con Renzo, y se dirigió adonde estaban sus compañeras, y componiendo como mejor pudo su aspecto y su voz, dijo: “El señor cura está enfermo, por lo que nada se hará hoy”; dicho esto, las saludó apresuradamente, y volvió á bajar. Las convidadas se dispersaron y fueron á contar lo sucedido: dos ó tres se dirigieron á casa del cura, para cerciorarse si éste realmente estaba enfermo.--Tiene un gran calenturón, respondió Perpetua, desde la ventana; y la triste noticia, pasando de unas á otras, destruyó las conjeturas que germinaban en sus cabezas, y que ya habían empezado á propagar con aire misterioso. NOTAS: [2] Nada es más amargo y cruel que el momento de despertar cuando sucede después de haber sufrido una pena que aún no hemos podido calmar. El espíritu, apenas vuelto en sí quiere anudar el curso de las ideas de su tranquila vida anterior; pero la conciencia del nuevo estado de cosas ahuyenta éstas, nos presenta otras, y esto cambia la pena en más cruel. CAPÍTULO TERCERO Lucía entró en la sala baja, en donde mientras tanto Renzo, mortalmente afligido, estaba informando á Inés de todo lo ocurrido, la cual lo escuchaba con la mayor inquietud. Ambos se volvieron, á mirar á la que estaba mejor informada que ellos, y de quien esperaban una aclaración que no podía dejar de ser sumamente dolorosa. Los dos dejaban entrever en medio de su pesadumbre y con el distinto cariño que cada uno profesaba á Lucía, cierta incomodidad por haberles callado ésta tales y tales cosas. Inés, aunque ansiosa de oir hablar á su hija, no pudo menos de echárselo en cara: “¡No decir nada á tu madre de semejante cosa!”. --Ahora os lo diré todo, respondió Lucía, enjugándose los ojos con su delantal. --¡Habla, habla! ¡Hablad, hablad!, gritaron á la vez la madre y el novio. --¡Virgen Santísima!, exclamó Lucía. ¡Quién hubiera creído que las cosas podían llegar á semejante extremo! En seguida, con la voz entrecortada por los sollozos, contó cómo pocos días antes, cuando volvía del trabajo, se había quedado detrás de sus compañeras, y pasó por delante de ella D. Rodrigo, en compañía de otro señor; que aquél se había acercado á prodigarla una multitud de requiebros (según decía Lucía) de muy mal género; pero ésta, sin prestarle atención, había apretado el paso y reunídose con sus citadas compañeras; que entretanto había oído al otro señor reir estrepitosamente, y á D. Rodrigo decir: “Apostemos”. Al día siguiente los había vuelto á encontrar; pero Lucía iba con los ojos bajos en medio de sus compañeras. El amigo de D. Rodrigo se mofaba, y éste decía: “Lo veremos, lo veremos”. Gracias al cielo, continuó Lucía, aquel día era el último en que se hilaba la seda. Yo lo conté en seguida... --¿Á quién se lo has contado?, preguntó Inés, interrumpiéndola, no sin manifestarse un tanto enojada al tratar de saber el nombre del preferido confidente. --Al padre Cristóbal bajo confesión, mamá, respondió Lucía con dulce acento de disculpa. Se lo referí todo la última vez que fuimos juntas á la iglesia del convento; y si queréis recordar aquella mañana, yo no dejaba de hacer, ya una cosa, ya otra, para ganar tiempo, tanto para que pasasen otras gentes del país que hiciesen el mismo camino é ir en su compañía, cuanto porque después de aquel encuentro, las calles me causan un miedo tan grande... Al respetable nombre del padre Cristóbal, el enojo de Inés se apaciguó: “Has hecho bien, dijo; mas ¿por qué no confiárselo también á tu madre?”. Lucía había tenido dos justas razones: la una, el no afligir y asustar á la pobre mujer con un asunto al cual ella no hubiera podido hallar remedio; la otra, no correr el riesgo de ver pasar de boca en boca una historia que deseaba sepultar en su interior para siempre, tanto más, cuanto que esperaba que su casamiento pondría término desde luego á aquella abominable persecución. Sin embargo, de las dos razones citadas, no alegó más que la primera. --Y á vos, dijo en seguida, volviéndose á Renzo, con aquel tono que quiere hacer reconocer á un amigo que ha obrado mal: “¿Debía yo también hablaros de esto? ¡Demasiado lo sabéis ahora!”. --¿Y qué te ha dicho el padre?, preguntó Inés. --Me ha dicho que tratase de apresurar la boda todo lo posible, y que mientras, me estuviese encerrada; que rogase fervientemente al Señor, esperando que aquel hombre, no viéndome, no se acordaría más de mí. Entonces fué cuando yo me violenté, prosiguió, volviéndose de nuevo á Renzo, pero sin atreverse á levantar los ojos, y en extremo ruborizada; entonces fué cuando con la mayor impudencia os supliqué que apresuraseis nuestro casamiento y lo concluyeseis antes del tiempo prefijado. ¡Qué concepto habréis formado de mí! Mas yo lo hacía con la mejor intención, y porque me lo habían aconsejado, y lo tenía por cierto!... Esta mañana estaba tan lejos de pensar... Aquí sus palabras fueron ahogadas por un copioso raudal de lágrimas. --¡Ah malvado! ¡Ah maldito asesino!, gritaba Renzo, recorriendo la estancia de un lado á otro, y apretando el mango de su cuchillo. --¡Oh qué maquinación, santo Dios!, exclamaba Inés. El mancebo se paró de improviso delante de Lucía, que estaba anegada en llanto, la miró con cierto aire de ternura mezclada de rabia, y la dijo: Ésta es la última que hace ese asesino. --¡Ah, no Renzo, por el amor de Dios!, gritó Lucía. ¡No, no, por el amor de Dios! El señor protege á los desgraciados; ¿y cómo queréis que él nos ayude si obramos mal? --¡No, no, por el amor del cielo!, repetía Inés. --Renzo, dijo Lucía con aire de confianza y resolución más tranquila: vos tenéis un oficio, y yo sé trabajar; vámonos tan lejos, que ese hombre no oiga hablar jamás de nosotros. --¡Ah, Lucía! ¿Y luego? ¡No somos aún marido y mujer! ¿El cura querrá dar fe de nuestro estado? ¿un hombre como él? Si estuviéramos casados, ¡oh! entonces... Lucía echó de nuevo á llorar: los tres quedaron en silencio y en un abatimiento que formaba un triste contraste con la pompa festiva de sus vestidos. --Escuchadme, hijos míos; prestadme atención, dijo Inés después de un breve rato. Yo he venido al mundo primeramente que vosotros, y por lo tanto le conozco un poco. No es necesario, pues, alarmarse tanto; no es tan fiero el león como lo pintan, á nosotros los pobres, las madejas nos parecen siempre mas enredadas, porque no sabemos encontrar el cabo; mas á veces un aviso, la más pequeña palabra de un hombre que ha estudiado... yo bien sé lo que quiero decir. Hacedlo á mi modo, Renzo: id á Lecco, y allí buscad al doctor Azzecca Garbugli, y referidle... pero por Dios no le llaméis así; es un apodo: es preciso decirle el señor doctor... ¿Cómo, pues, se llama?... ¡Ah, vaya!... No sé su verdadero nombre: todo el mundo lo llama de ese modo. Bastará que preguntéis por un doctor alto, enjuto, calvo, con la nariz colorada y un antojo de frambuesa en la mejilla. --Lo conozco de vista, dijo Renzo. --Bien, continuó Inés; él es un grande hombre. Yo he visto á más de uno, que estaba más embarazado que un polluelo dentro de la estopa, no sabiendo hacia qué lado volverse, y después de haberse avistado con el doctor Azzecca-Garbugli (tened cuidado de no llamarle así); lo he visto, repito, no hacer otra cosa más que reírse. Tomad aquellos cuatro capones, ¡pobrecitos!, á los cuales debía yo retorcer el pescuezo para el banquete del domingo, y llevádselos; porque nunca es bueno ir con las manos vacías á las casas de esos señores. Contadle todo lo ocurrido, y veréis cómo él os dirá de buen grado lo que nosotros no hubiéramos calculado, ni se nos habría ocurrido, en un año. Renzo estimó mucho aquel parecer; Lucía lo aprobó: é Inés, orgullosa de haberlo dado, cogió del gallinero uno á uno á los pobres animales, reunió sus ocho patas, como si hiciese un ramillete de flores, las envolvió y ató con un bramante, y los puso en la mano de Renzo, el cual, después de haber dado y recibido palabras de esperanza, salió por la parte del jardín con el objeto de no ser visto de los muchachos, que hubieran corrido tras él, gritando: “¡el novio, el novio!”. Se lanzó á través de los campos y veredas, lleno de cólera, pensando en su desgracia, y meditando en la conversación que iba á tener con el Dr. Azzecca-Garbugli. Dejo á la consideración del lector, cuán poco tranquilo hubo de ser el camino para aquellos pobres animales, de tal modo atados y cogidos por las patas, boca abajo, en las manos de un hombre que, agitado de tantas pasiones, acompañaba con el gesto los pensamientos que pasaban tumultuosamente por su imaginación. Ora extendía el brazo, dominado por la cólera; ora lo levantaba por la desesperación; ora lo sacudía en el aire como por amenaza, y hacía saltar aquellas cuatro cabezas suspendidas, las cuales, entre tanto, se entretenían en picarse mutuamente, según sucede con frecuencia entre tales compañeros de infortunio. Habiendo llegado al pueblo, preguntó por la morada del doctor; fuéle indicada, y se dirigió á ella. Al entrar se sintió sobrecogido de aquella timidez que la gente del pueblo poco instruida experimenta en presencia de un señor y de un sabio. Olvidó todos los discursos que llevaba preparados de antemano; pero dió una ojeada á los capones y se serenó. Entró en la cocina y preguntó á la criada si se podía hablar al señor doctor: ella atisbó los animales, y como estaba acostumbrada á semejantes regalos, les echó la mano encima, aunque Renzo se hacía para atrás, porque quería que el doctor viera y supiese que le llevaba algo. Éste llegó en el momento mismo en que la sirvienta decía: “Traed y pasad adelante”. Renzo hizo una grande reverencia; el doctor lo acogió bondadosamente con un “venid, hijo mío”, y lo hizo entrar consigo en su despacho. Era una pequeña estancia, en la cual en tres de sus paredes se veían colocados los retratos de los doce césares; la cuarta estaba cubierta con un enorme estante lleno de libros viejos y empolvados, en el centro una mesa atestada de alegaciones, súplicas, folletos, ordenanzas, con tres ó cuatros sitiales alrededor, y en un lado un sillón de brazos, de alto y cuadrado respaldo, terminado en los ángulos por dos adornos de madera, que se prolongaban en forma de cuernos, cubierto de vaqueta salpicada de gruesas tachuelas, algunas de las cuales, caídas ya desde largo tiempo, la dejaban en completa libertad para que se arrollase por todas partes. El doctor vestía el traje que se usaba en los tribunales; esto es, una toga muy raída que ya le había servido muchos años atrás para perorar en los días solemnes, cuando iba á Milán á defender alguna causa de importancia. Cerró la puerta, y animó al mancebo con estas palabras: “Hijo mío, referidme vuestro negocio”. --Quisiera deciros una cosa en confianza. --Ya os escucho, respondió el doctor, hablad. Y se acomodó en su sillón. Renzo, de pie delante de la mesa, puesta una mano en la copa del sombrero, y con la otra haciéndole dar vueltas, replicó: Yo quisiera saber de vos, caballero, que habéis estudiado... --Contadme el hecho tal cual es, interrumpióle el doctor. --Es indispensable que me disculpéis; nosotros los pobres no sabemos hablar bien. Yo quisiera, pues, saber... --¡Benditas gentes! todos sois lo mismo; en vez de referir el hecho, queréis interrogar, porque ya tenéis en la imaginación vuestro designio. --Disculpadme, señor doctor. Querría saber si uno puede ser castigado por amenazar á un cura que rehúsa el verificar un casamiento. --Ya entiendo, dijo el doctor: en verdad, nada había comprendido; ya entiendo. Y de pronto se puso serio, pero con una seriedad mezclada de compasión é interés: apretó fuertemente los labios, dejando oir un sonido inarticulado, expresión de un sentimiento que demostró más claramente por sus primeras palabras: “Éste es un caso grave, hijo mío; un caso previsto. Habéis hecho bien en venir á mí; es un caso muy claro, y previsto en cien ordenanzas, y... á propósito, en una del año último del señor gobernador actual; ahora os la haré ver y tocar con vuestra propia mano”. Así diciendo, se levantó del sillón, y sepultó las manos en aquel caos de papelotes, revolviéndolos de arriba abajo, como si echase grano en una medida. --¿Dónde está, pues? ¡Sal, sal! Ya se ve, tiene uno tantas cosas en qué pensar. Pero seguramente debe estar allí, porque es una ordenanza muy importante. ¡Ah! ¡Hela aquí, hela aquí! La tomó, abrió y miró la fecha; y habiéndose puesto aún más serio, exclamó: “Del 15 de octubre de 1627: ciertamente, es del año pasado; ordenanza reciente; son las que dan más que hacer. Hijo mío, ¿sabéis leer?”. --Un poquito, señor doctor. --Bien, acercaos: seguid con la vista, y veréis. Y teniendo en el aire la ordenanza desplegada, empezó á leer, mascullando precipitadamente en algunos pasajes, y apoyándose distintamente y con grande expresión en otros, según la necesidad. _Si bien por el bando publicado de orden del señor duque de Feria, en 14 de diciembre de 1620, y confirmada por el Illmo. y Exmo. Sr. D. Gonzalo Fernández de Córdoba, &c... se haya prevenido con rigorosos y ejemplares castigos las vejaciones, exacciones y actos tiránicos que algunos osan cometer contra los muy fieles vasallos de S. M.; los excesos de toda especie han llegado á ser tan frecuentes, y la malicia... &c... ha crecido hasta tal punto, que S. E. se ha visto obligado... &c... Por lo cual, de acuerdo con el senado y una junta... ha resuelto que se publique el presente bando._ _Y empezando por los actos vejatorios, la experiencia ha demostrado que muchos individuos, tanto en las ciudades como fuera de ellas_... ¿comprendéis? _de este estado tiranizan con exacciones, y oprimen de varios modos á los más débiles, obligándoles á que hagan contratos forzosos de compras, arrendamientos... &c._... ¿Dónde voy? ¡Ah! Helo aquí: escuchad: _Que se hagan ó no los matrimonios_: ¡eh! ¿qué tal? --Éste es mi caso, dijo Renzo. --Atended, atended además este otro; y después veremos la pena que les impone. _Que haya ó no testigos; que el uno abandone el lugar donde habita... &c... que el otro pague una deuda; que aquél no lo moleste, y que vaya á su molino_: todo esto no tiene nada que ver con nosotros. ¡Ah! aquí está: _Que el sacerdote que no haga lo que tiene obligación de hacer por razón de su ministerio, ó se mezcle en cosas que no le pertenezcan_... ¿eh? --Parece que hayan hecho el bando expresamente para mí. --¡Eh! ¿No es verdad? Oíd, oíd: _y otras semejantes violencias, ejecutadas, ya sea por los feudatarios, nobles, de la clase media, villanos y plebeyos_. Nadie escapa; todos están comprendidos, lo mismo que lo estarán en el valle de Josafat. Escuchad ahora la pena: _Todas estas y otras semejantes malas acciones, aunque están prohibidas; sin embargo, conviniendo usar de mayor rigor, S. E. por el presente, no derogando, &c... ordena y manda que el que contraviniere á cualquiera de los citados_: _artículos ú otros equivalentes, se proceda por todos los jueces ordinarios de este Estado, imponiéndole penas pecuniarias y corporales, así como el destierro y galeras, y aun hasta la pena capital_... ¡Es una friolera! _al arbitrio de S. E. ó del senado, según la cualidad de los casos, personas y circunstancias; y esto ir-re-mi-si-ble-men-te y con todo rigor, &c._... ¡Eh! ¿qué tal? ¿Es esto un grano de anís? Y mirad aquí las firmas: _Gonzalo Fernández de Córdoba_: y más abajo, _Platonus_: y además aquí, _Vidit Ferrer_: no falta ningún requisito. Mientras leía el doctor, Renzo lo seguía lentamente con la vista, tratando de profundizar el verdadero sentido, ver por sí mismo aquellas benévolas y santas palabras que, según él, debían ser su amparo; el doctor se maravillaba de ver á su cliente más atento que aterrado. Debe estar inscrito en la asociación de los bravos, decía para sí.--¡Ah, ah! dijo en seguida: vos os habéis hecho sin embargo, cortar el tupé: habéis sido prudente; pero queriendo poneros en mis manos, no era necesario. El caso es serio; mas vos no sabéis de todo lo que soy capaz en ciertas ocasiones. Para comprender el sentido de esta salida del doctor, es preciso saber ó acordarse de que en aquel tiempo los bravos de profesión y los malvados de todas clases acostumbraban llevar un largo tupé, que se echaban luego á la cara como una visera en el momento de atacar á alguno, en el caso de que no quisiesen ser conocidos, y la empresa fuese de aquéllas que requieren fuerza y al propio tiempo prudencia. Las ordenanzas tampoco habían guardado silencio sobre este punto. _S. E._ (el marqués de la Hinojosa) _ordena: Que cualquiera que lleve los cabellos de tal longitud, que cubran la frente hasta las cejas inclusive, ó la red hasta las orejas, ó que pase de ellas, incurrirá en una multa de trescientos escudos; y en caso de insolvencia, de tres años á galeras por la primera vez; y por la segunda, á más de la pena mencionada á una aún mayor pecuniaria y corporal al arbitrio de S. E._ _Sin embargo, se permite al que con motivo de ser calvo, ó por otra razonable causa, como por señal ó herida, pueda, para su mayor decoro y salud llevar los cabellos tan largos como sea preciso para cubrir semejantes defectos, y nada más, con el bien entendido que no se excedan un ápice de lo estrictamente preciso, y de lo que está prevenido, so pena de incurrir en el castigo impuesto á los demás contraventores._ _Igualmente manda á los barberos, bajo la multa de cien escudos, ó de tres carreras de azotes dados en la plaza pública, y aun mayor pena corporal, siempre al arbitrio de S. E., que no dejen á aquellos á quienes corten el pelo ninguna clase de trenzas, tupés, rizos ni cabellos más largos que lo de ordinario, así en la frente como á los lados, ni más bajo de las orejas, teniendo cuidado que estén todos iguales, exceptuando los calvos y otros defectuosos, según va dicho anteriormente._ El tupé era, pues, casi como una parte de la armadura y un distintivo de los matones y gentes de mal vivir; y de ahí el origen de llamárseles _ciuffo_. Esta palabra ha quedado y subsiste todavía en la significación más reducida en el dialecto; y acaso no habrá ningún milanés que no se acuerde de haber oído decir en su niñez, bien á sus padres ó al maestro, ya á algún amigo de la casa, ó por último á algún criado: es un _ciuffo_, un pequeño _ciuffo_. --En verdad, yo, pobre muchacho, repuso Renzo, puedo jurar que jamás he llevado tupé. --Nada hacemos, replicó el doctor, meneando la cabeza con una sonrisa entre maliciosa é impaciente. Si no tenéis confianza en mí, nada hacemos. Mirad, hijo mío: el que no dice la verdad al doctor es un imbécil, que la dirá al juez. Es preciso que al abogado se le cuenten las cosas como son en sí; á nosotros toca después el embrollarlas. Si queréis que yo os ayude, es absolutamente indispensable que me lo digáis todo, desde el principio hasta el fin, como si dijéramos, con el corazón en la mano, del mismo modo que al confesor. Debéis nombrarme la persona de la cual habéis recibido el mandato: naturalmente será de importancia; y en este caso me personaré con él, y haré lo que deba hacerse. No le diré: mirad que yo sé que habéis mandado tal cosa; decidme si es cierto. Le manifestaré que voy á implorar su protección á favor de un infeliz mancebo calumniado, y tomaré con él las oportunas medidas para concluir el negocio honrosamente. Tened entendido que salvándose él, os salvará á vos también. Mas si esta pequeña travesura fuese exclusivamente vuestra, ¡bah! no me vuelvo atrás; de otros peores embrollos he salido bien... Porque entendámonos: con tal de que no hayáis ofendido á ninguna persona de categoría, me empeño en sacaros del atolladero, mediante un pequeño gasto; es necesario que nos entendamos bien. En primer lugar debéis decirme quién es el ofendido, y cómo se llama; en segundo, la posición, cualidad y carácter del protector, y entonces se verá si conviene tener á raya al que ofende, amenazándole con el que protege, ó buscando de cualquier modo el atacarle criminalmente; porque, mirad, para el que conoce y sabe manejar bien las ordenanzas, ninguno es culpable; y tampoco ninguno es inocente. Con respecto al cura, si es persona de juicio, él se estará quieto; si fuese un mala cabeza, tengo yo un buen remedio para curarle. Se puede salir bien de todas las intrigas, pero es preciso ser hombre capaz para ello; y vuestro caso es serio, serio repito, y muy serio. La ordenanza está clara; y si la cosa ha de decidirse entre la justicia y vos, así, entre cuatro ojos, ya estáis fresco. Yo os hablo como amigo: las travesuras es necesario pagarlas. Si queréis salir purificado, es indispensable dinero y sinceridad, tener confianza en el que bien os quiere, obedecer y seguir en un todo aquello que se os prescriba. Mientras el doctor hablaba de aquel modo, Renzo, estático, lo estaba mirando atentamente de la misma manera que un rústico contempla en la plaza á un jugador de manos, que después de haber escondido en su boca estopa y más estopa, empieza á sacar de ella cintas, cintas, y más cintas, siendo cosa de nunca acabar. Sin embargo, cuando hubo comprendido bien lo que el doctor quería decir, y en qué sentido tan equivocado lo había tomado, le cortó la cinta en la boca, diciendo: “¡Oh, señor doctor! ¿de qué modo lo habéis entendido? ello es precisamente todo al revés. Yo no he amenazado á nadie; yo no hago tales cosas: preguntad más bien á todo mi lugar, y veréis cómo se os dirá, que yo jamás he tenido que hacer con la justicia. La bribonada ha sido hecha á mí, y vengo á saber de vos qué es lo que he de hacer para obtener justicia, estando muy satisfecho de haber visto esa ordenanza”. --¡Diablo! exclamó el doctor, abriendo sobremanera los ojos. ¿Qué galimatías me hacéis? Todos sois por el mismo estilo. ¿Es posible que no sepáis jamás decir las cosas claras? --Perdonad, vos no me habéis dado tiempo; ahora os lo contaré como ello es en sí. Sabed, pues, que yo debía casarme hoy; y aquí la voz de Renzo se conmovió: debía casarme con una joven con la cual llevaba relaciones amorosas desde fines del verano, y hoy, como digo, era el día fijado por el señor cura, y todo estaba dispuesto. Mas he aquí que éste empieza á proponer ciertas excusas... Basta; por no ser molesto: yo le he hecho hablar claro, como era justo, y me ha confesado que se le había prohibido, bajo pena de la vida, el hacer este casamiento. ¡Ese _prepotente_ de D. Rodrigo!... --¡Y bien! le interrumpió súbitamente el doctor, frunciendo las cejas, arrugando su colorada nariz y torciendo la boca; ¡y bien! ¿qué venís á quebrarme la cabeza con esas patrañas? Id á referir tales cuentos á gentes de vuestra calaña, ya que no sabéis medir las palabras; y no venir á un hombre como yo que sabe todo lo que valen. Marchaos, marchaos; no sabéis lo que decís: yo no me comprometo por chiquillos; no quiero oir semejantes despropósitos y palabras vacías de sentido. --Os juro. --Marchaos, os digo; ¿qué queréis que yo haga de vuestros juramentos? Yo no me mezclo en esas cosas, yo me lavo las manos; y se las restregaba como si efectivamente se las estuviera lavando. Aprended á hablar; no se viene á sorprender así á una persona de pundonor. --Pero oídme, oídme, repetía en vano Renzo; el doctor gritando siempre, le empujaba con ambas manos fuera de la habitación. Cuando lo hubo echado abrió la puerta de par en par, llamó á la criada y la dijo: “Volved pronto á este hombre lo que ha traído: yo no quiero nada, no quiero nada”. Aquella mujer, en todo el tiempo que hacía que estaba en la casa, no había jamás cumplido una orden semejante; pero había sido proferida con tal resolución, que no vaciló un instante en obedecerla. Tomó los cuatro pobres animales, y se los dió á Renzo echándole una mirada de desdeñosa compasión, que parecía querer decir: es preciso que hayáis cometido una gran necedad. Renzo quería hacer algunos cumplimientos, mas el doctor fué inexpugnable, y el joven más atónito y enfurecido que nunca de tener que volver á tomar las víctimas rehusadas y volver al pueblo á referir á sus señoras el buen éxito de su expedición. Éstas, durante la ausencia de Renzo, después de haberse despojado tristemente de sus vestidos de boda, cambiándolos con los de los días de trabajo, se pusieron á consultar de nuevo, sollozando Lucía y suspirando Inés. Cuando esta última hubo hablado bastante de los grandes efectos que debían esperarse de los consejos del doctor, Lucía dijo que era indispensable ver de buscar auxilios de todos modos; que el padre Cristóbal era hombre, no sólo para dar consejos, sino también para ponerlos en ejecución cuando se trataba de socorrer á los pobres, y que sería muy conveniente el poderle hacer saber todo lo que había sucedido. Seguramente, dijo Inés; y se pusieron á reflexionar en los medios de que se valdrían, ya que no se sentían con valor aquel día para ir al convento, distante de allí cerca de dos millas, y que ciertamente ninguna persona sensata se lo hubiera aconsejado. Pero mientras examinaban los partidos que se presentaban á su imaginación, he aquí que oyeron un golpecito dado á la puerta, y en el mismo momento un humilde pero distinto _Deo gratias_. Lucía, imaginándose quién podía ser, corrió á abrir; y luego, habiendo hecho una pequeña inclinación familiar, entró seguida de un capuchino fraile lego, con sus alforjas pendientes en el hombro izquierdo, cuya abertura retorcida y estrecha sujetaba con ambas manos sobre su pecho. ¡Oh, hermano Galdino! dijeron las dos mujeres. --El Señor sea con vosotras, dijo el fraile. Vengo en busca de las nueces. --Ve á buscar las nueces para el padre, dijo Inés. Lucía se levantó y se encaminó á otra estancia; mas antes de entrar, se paró detrás de Fr. Galdino, que permanecía de pie en la misma postura, y llevando un dedo á su boca, dirigió á la madre una mirada, en la cual se traslucía que le encargaba el secreto con ademán tierno y suplicante, aunque también con cierta autoridad. El mendicante, que se conservaba á bastante distancia de Inés, mirando á esta al soslayo, dijo: “¿Y esa boda? Á la verdad que debía verificarse hoy; he notado en el lugar una cierta confusión, como si hubiese ocurrido alguna novedad. ¿Qué ha sucedido?”. --El señor cura está enfermo, y ha sido preciso diferirla, repuso con prontitud la mujer. Si Lucía no la hubiese hecho aquella señal, la respuesta habría sido probablemente distinta. ¿Y cómo va de colecta? añadió en seguida para variar de conversación. --No muy bien, buena señora, no muy bien; aquí está toda. Y esto diciendo, se quitó las alforjas del hombro, y las hizo saltar entre sus dos manos. Aquí está toda, y para reunir esta gran abundancia, he tenido que tocar á diez puertas. --Pero el año es escaso, Fr. Galdino, y cuando tiene que haber medida en el pan, no se puede alargar la mano en lo demás. --Y para hacer volver el buen tiempo, ¿qué remedio hay, señora mía? La limosna. ¿Tenéis noticia del milagro de las nueces, que tuvo lugar hace ya muchos años en nuestro convento de la Romaña? --No, en verdad; contádmelo. --¡Oh! Pues debéis saber que en dicho convento había un padre, el cual era un santo, y se llamaba el padre Macario. Un día de invierno, pasando por una pequeña senda practicada en medio del campo de un bienhechor nuestro, tan hombre de bien como el mismo padre Macario, vió éste al citado bienhechor cerca de un gran nogal de su propiedad, y á cuatro aldeanos que con el hacha levantada empezaban á excavar el pie para poner las raíces al sol.--“¿Qué hacéis á este pobre árbol? preguntó el padre Macario.--¡Ay padre! hay una porción de años que no me quiere dar nueces; por lo tanto, yo hago leña de él.--Dejadlo estar, dijo el padre: sabed que este año dará más nueces que hojas”. El bienhechor, que conocía muy bien al que acababa de pronunciar las anteriores palabras, ordenó prontamente á los trabajadores que echasen de nuevo la tierra sobre las raíces, y habiendo llamado al padre, que continuaba su camino,--“Padre Macario, le dice: la mitad de la cosecha será para el convento”. Se esparció la voz de semejante pronóstico, y todos corrían á ver el nogal. En efecto, llegada la primavera echó flores con fuerza, y á su debido tiempo nueces, pero nueces en grande. El honrado bienhechor no tuvo el consuelo de varearlo, porque antes de la recolección fué á recibir el premio de su caridad. Mas el milagro fué mucho mayor, según vais á oir. Aquel digno hombre había dejado un hijo, cuyas cualidades eran bien diferentes de las suyas. Estando ya en la época de la recolección, el hermano mendicante fué á recoger la mitad que era debida al convento; pero el hijo, fingiendo la mayor extrañeza, tuvo la temeridad de responder que jamás había oído decir que los capuchinos supiesen hacer nueces. Ahora bien: ¿pues sabéis lo que sucedió? Cierto día (atended bien á esto), el libertino había invitado á varios de sus amigos de la misma calaña que él: y en medio de la francachela que tenían, les contaba la historia de las nueces, burlándose á su sabor de los frailes. Aquellos imprudentes jovenzuelos tuvieron deseos de ir á ver una tan enorme porción de nueces, y él los condujo al granero. Mas oíd bien: abre él la puerta, se dirige al rincón en donde estaba colocado el gran montón, y mientras dice mirad, mira él mismo, y ve... ¿qué es lo que ve? un bello montón de hojas secas de nogal. ¿No fué esto un magnífico ejemplar? Y el convento, en vez de perder con eso ganó mucho; porque después de tan gran suceso, los donativos de las nueces rendían tanto y tanto, que un bienhechor, movido á compasión hacia el hermano mendicante, tuvo la caridad de regalar un asno al convento, con el objeto de ayudar á dicho hermano á conducirlas al mismo. Además, se hacía con ellas tanto aceite, que todos los pobres iban á buscar según sus necesidades; porque nosotros somos como el mar, que recibe agua de todas partes para volver á distribuirla luego á todos los ríos. En esto volvió á aparecer Lucía con el delantal tan lleno de nueces, que con trabajo podía soportar su peso, sosteniendo en alto ambos extremos con los brazos extendidos y separados; mientras que el hermano Galdino se quitaba de nuevo las alforjas del hombro, las hacía descansar en el suelo, y ponía expedita la abertura para introducir la abundante limosna. La madre miró á Lucía con semblante atónito y severo á la vez por su prodigalidad; pero esta última le echó una ojeada que quería significar, yo me justificaré. Fr. Galdino se deshizo en elogios, promesas y favorables predicciones, manifestándose sumamente agradecido; y volviendo á colocar las alforjas en su lugar, iba á partir; mas Lucía, llamándole de nuevo le dice: “Quisiera que me hicieseis un favor: desearía que dijeseis al padre Cristóbal que tengo gran necesidad de hablarle, y que haga la caridad de venir á nuestra humilde casa, pronto, pronto; porque á nosotras no nos es posible ir á la iglesia”. --¿No queréis otra cosa? No se pasará una hora sin que el padre Cristóbal sepa vuestro deseo. --Cuento con ello. --No lo dudéis: y dicho esto se fué un poco más encorvado y más contento de lo que había venido. Al ver que una pobre muchacha mandaba llamar con tanta confianza al padre Cristóbal y que el mendicante aceptaba la comisión sin maravilla y sin dificultad, no se juzgue por esto que dicho padre Cristóbal fuese un fraile adocenado, una persona despreciable; todo lo contrario, era un hombre que ejercía mucha influencia entre los suyos y en todo el contorno; pero era tal la condición de los capuchinos, que para ellos nadie había ni demasiado bajo, ni demasiado elevado. Servir á la clase ínfima y hacerse servir por los poderosos; entrar en los palacios y en las chozas con el mismo continente de modestia y seguridad; ser tal vez en una misma casa un objeto de pasatiempo, á la par que un personaje sin el cual nada se decida; pedir limosna por todas partes y hacerla á todos los que iban á pedirla al convento; á todo esto estaba acostumbrado un capuchino. Viajando, podía igualmente tropezar con un príncipe que le besase reverentemente la punta del cordón, ó con una cuadrilla de pilluelos que fingiendo reñir entre sí le salpicasen de barro la barba. La palabra _fraile_ era pronunciada en aquella época con el mayor respeto y con el más amargo desprecio: y los capuchinos, acaso más que los de ninguna otra orden, eran objeto de dos contrarios sentimientos, y experimentaban las dos opuestas fortunas; porque no poseyendo nada, revestidos de hábitos más extraños y distintos que de ordinario, y haciendo más abierta profesión de humildad, se exponían más de cerca á la veneración y al vilipendio que estas cosas pueden inspirar á los hombres, según la diversidad de su carácter ó su modo de pensar. Habiendo partido Fr. Galdino, Inés exclamó: “¡Tantísimas nueces en un año como éste!”. --Mamá, perdonadme, respondió Lucía; mas si hubiésemos hecho una limosna como las de costumbre, ¡Dios sabe cuántas vueltas hubiera tenido que dar Fr. Galdino antes de llenar las alforjas; Dios sabe cuándo habría vuelto al convento, y con los cuentecillos que hubiera referido ó escuchado, Dios sabe si él se habría acordado!... --Has pensado muy bien; y luego que toda caridad trae siempre buen fruto, dijo Inés, la cual, á pesar de sus defectillos, era una excelente mujer, y se hubiera, según vulgarmente se dice, arrojado al fuego por su única hija en quien tenía puesto todo su cariño. En esto llegó Renzo, y entrando con semblante mortificado á la par que de despecho, echó los capones sobre una mesa: ésta fué la última vicisitud de aquellos pobres animales por aquel día. --¡Qué hermoso consejo me habéis dado! dijo á Inés; ¡me habéis mandado á casa de bellísimo sujeto, de uno que ayuda verdaderamente á los infelices! Esto dicho, refirió su entrevista con el doctor. La mujer, estupefacta de tan triste resultado, quería meterse á demostrar que el consejo sin embargo era bueno, y que Renzo no debía haber sabido expresarse; mas Lucía interrumpió esa cuestión, anunciando que esperaba haber encontrado un auxilio mejor. Renzo acogió todavía esta esperanza, como acontece á los que están en el mayor embarazo y aflicción.--Mas si el padre, dijo él, no halla algún medio, yo le hallaré de un modo ú de otro. Las mujeres le aconsejaron que tuviese prudencia, calma y paciencia.--Mañana, dijo Lucía, vendrá seguramente el padre Cristóbal, y veréis cómo encontrará algún remedio de aquellos que nosotros ni siquiera podemos imaginar. --Así lo espero, dijo Renzo; mas en todo caso sabré hacerme razón, ó declarármela por otros. En este mundo, ésta es finalmente la justicia. Con tan dolorosos discursos, y con tantas idas y venidas, según va referido, se había pasado el día, y empezaba ya á oscurecer. --Buenas noches, dijo tristemente Lucía á Renzo, el cual no sabía resolverse á marchar. --Buenas noches, respondió éste con más tristeza todavía. --Algún santo nos ayudará, replicó Lucía; sed prudente y resignaos. La madre añadió otros consejos del mismo género, y el novio se fué con el corazón agitado, repitiendo siempre estas extrañas palabras: “En este mundo, ésta es finalmente la justicia. ¡Tan cierto es que un hombre abrumado por el dolor, no sabe siquiera lo que se dice!”. CAPÍTULO CUARTO El sol no había aparecido aún enteramente sobre el horizonte, cuando el padre Cristóbal salió de su convento de Pescarenico para ir á la casita donde era esperado. Es Pescarenico un lugarcillo asentado en la orilla izquierda del Adda, ó por mejor decir, del lago, un poco más abajo del puente; componen dicho lugarcillo un pequeño grupo de cabañas, habitadas la mayor parte por pescadores, y adornadas acá y allá de tresmallos y redes tendidas con el objeto de secarse. El convento estaba situado (y el edificio subsiste todavía) en las afueras del lugar, y la fachada caía en medio del camino que de Lecco conduce á Bérgamo. El cielo se veía completamente despejado. Á medida que el sol se elevaba detrás de las montañas, se veía su luz descender rápidamente desde las cimas de los opuestos montes y esparcirse por las pendientes y por los valles: un vientecillo de otoño, desprendiendo de las ramas del moral las hojas secas, las hacía caer á algunos pasos distantes del árbol; á derecha é izquierda en las viñas, sus rayos, aún oblicuos, brillaban en los pámpanos enrojecidos con variadas tintas, y la tierra recién labrada se destacaba oscura y se percibía distintamente entre los campos cubiertos de rastrojo, blanquecino y brillante, á causa del rocío. La escena era risueña; mas toda figura de hombre que en ella aparecía, entristecía la vista y el pensamiento. Á cada instante se encontraban andrajosos y macilentos mendigos envejecidos en el oficio ó lanzados en aquel entonces por necesidad á tender la mano. Pasaban silenciosos por el lado del padre Cristóbal, lo miraban con semblante propio para excitar compasión, y bien que no tuviesen nada que esperar de él, ya que un capuchino no tocaba jamás moneda, le hacían un saludo de agradecimiento por la limosna que habían recibido ó que iban á buscar al convento. El espectáculo de los labradores esparcidos por los campos, tenía cierta cosa de más doloroso aún. Los unos iban echando la simiente en pequeña cantidad, con economía, y como de mala gana, como el que arriesga una cosa de la cual tiene mucha necesidad; los otros manejaban el azadón con dificultad, y revolvían con disgusto los terrones. La pequeña niña, pálida y descarnada, arrastrando al pasto por medio de una pequeña cuerda á la escuálida vaca, cuyas ubres se veían secas del todo, miraba atentamente y se bajaba á toda prisa, á fin de recoger para que sirviese de alimento á su familia algunas yerbas, con las cuales el hambre le había enseñado que los hombres podían aún mantenerse. Tales objetos aumentaban á cada paso la melancolía del padre, el cual caminaba ya con el triste pensamiento de que iba á oir alguna desgracia. Mas, ¿por qué se inquietaba tanto en favor de Lucía, y por qué al primer aviso había andado con tanta solicitud como á una llamada del padre provincial? ¿Quién era, pues, ese padre Cristóbal? Es necesario satisfacer á todas estas preguntas. El padre Cristóbal de *** era un hombre más próximo á los sesenta que á los cincuenta años. Su cabeza afeitada, á excepción del cerquillo que la rodeaba, según el rito de los capuchinos, se elevaba de tiempo en tiempo, con un movimiento que dejaba traslucir un cierto no sé qué de altivo é inquieto, y de súbito se bajaba por reflexión de humildad. La larga y blanca barba que cubría sus mejillas y demás partes de la cara, hacía resaltar más todavía las formas relevantes de la parte superior del rostro, á las cuales una abstinencia ya de mucho tiempo habitual, había añadido más gravedad á su expresión que había quitado. Sus ojos hundidos estaban casi siempre inclinados al suelo; pero algunas veces despedían fulgores con repentina vivacidad, á la manera que dos fogosos caballos conducidos por la experta mano de un cochero, á la cual saben por experiencia que no pueden vencer, y que sin embargo, dan de vez en cuando algunos botes, que reprimen al momento con una buena sacudida del freno. El padre Cristóbal no había sido siempre así, ni siempre se había llamado Cristóbal: su nombre de pila era Ludovico. Era hijo de un mercader de *** (estos asteriscos[3] provienen todos de la circunspección de nuestro anónimo), que en sus últimos años, hallándose bastante rico y con un solo hijo, había renunciado al tráfico, y se había entregado á vivir como un noble. En su nueva ociosidad empezó á sentir interiormente una gran vergüenza por todo el tiempo que había gastado en hacer algo en este mundo. Dominado por semejante capricho, estudiaba todas las maneras de hacer olvidar á los demás que había sido mercader, y aun él mismo habría querido olvidarlo. Mas la tienda, los fardos, los libros de cuentas y la vara, se le presentaban siempre á la imaginación, como la sombra de Banquo á Macbeth, aun en medio del fausto de los espléndidos banquetes y de las sonrisas de los parásitos. Es difícil expresar el cuidado que pondrían estos infelices para esquivar toda palabra que pudiese parecer alusiva á la antigua condición del que los convidaba. Un día, para citar no más que un ejemplo, un día, pues, ya al fin de la comida, en los momentos de la más viva y cordial alegría, en los cuales no se habría podido decir quiénes eran los que más gozaban, si la compañía desocupando platos ó el amo de la casa haciéndolos servir; éste daba una broma con un tono de superioridad amistosa á uno de sus comensales, el más honrado comedor del mundo, el cual para corresponder á la chanza sin la más mínima sombra de malicia y con el candor propio de un tierno niño, repuso: “¡Bah!, yo hago oídos de mercader”. En el instante de notar este mismo que semejante palabra había salido de su boca, miró con semblante incierto al rostro del dueño, el cual también se había oscurecido: el uno y el otro hubieran querido volver á recobrar su primitivo reposo; mas no era posible. Los demás convidados pensaban, cada uno de por sí, el modo de calmar aquel escándalo é inventar alguna diversión; mas pensando callaban, y el silencio ponía el escándalo más de manifiesto. Cada uno evitaba el encontrar sus ojos con los de los otros; todos ellos sabían que cada uno estaba preocupado con la idea que querían disimular. Lo que es la alegría, por aquel día desapareció, y el imprudente, ó para hablar con más justicia el desgraciado, no recibió ninguna otra invitación. Así, el padre de Ludovico pasó los últimos años de su vida en continuas angustias, temiendo siempre el ser escarnecido, y no reflexionando jamás que el vender no es una cosa más ridícula que el comprar, y que aquella profesión de la cual entonces se avergonzaba, habíala sin embargo ejercido por espacio de tantos años públicamente y sin remordimientos. Hizo educar el hijo noblemente, según las costumbres de la época y tanto como se lo permitían las leyes y usos; dióle maestros de bellas letras y de equitación, y murió dejándole rico y joven. Ludovico había contraído todos los hábitos de caballero; y sus aduladores, entre los cuales se había nutrido, le habían acostumbrado á ser tratado con mucho respeto. Mas cuando quiso mezclarse con los principales de su pueblo, encontró un orden de cosas bien diferente de aquel á que estaba acostumbrado. Vió que para vivir en su compañía, como hubiera deseado, le era indispensable hacer un nuevo estudio de paciencia y sumisión, permanecer siempre humillado, y estar á cada momento sufriendo con resignación. Semejante género de vida no estaba acorde, ni con la educación, ni con el natural de Ludovico. Se alejó de ellos despechado, aunque al mismo tiempo con pesar, porque le parecía que verdaderamente habrían debido ser sus compañeros, sólo que los hubiera querido más tratables. Con esta mezcla de rencor é inclinación, no pudiendo acompañarlos familiarmente y queriendo, sin embargo, parecerse en cierto modo, se había dado á competir con ellos en lujo y magnificencia, captándose de este modo las enemistades, las envidias y el ridículo. Su índole pacífica, á la par que violenta, le había empeñado más de una vez en debates muy serios. Sentía un horror espontáneo y sincero por los agravios é injurias, horror vuelto más vivo en él por la cualidad de las personas que con más frecuencia los cometían, que eran justamente aquellas con quienes más aborrecimiento tenía. Para aquietar ó para concentrar todas estas pasiones en una sola, tomaba voluntariamente el partido del débil oprimido, se empeñaba en ser desfacedor de entuertos, se entrometía en una querella, y se atraía encima otra nueva, de tal modo, que poco á poco vino á constituirse el protector de los oprimidos y el vengador de los agraviados. La empresa era grave, y no hay que preguntar si el pobre Ludovico tendría enemigos, cuidados é inquietudes. Además de esta guerra exterior, se veía después continuamente agitado por combates interiores, porque para salir bien de una intriga (sin hablar de aquellas en que quedaba debajo), debía emplear astucias y violencias que su conciencia de ningún modo podía aprobar. Era preciso que tuviese á su rededor un buen número de matones; y tanto por seguridad propia, cuanto por tener un auxilio más vigoroso, debía escoger á los más temerarios, esto es, á los más malvados, y vivir con los bribones por causa de la justicia; tanto que, más de una vez, desanimado por el mal éxito de una empresa, inquieto por un peligro inminente, fastidiado de tener que estar continuamente en guardia, disgustado con la gente que le acompañaba por necesidad, pensando en el porvenir, y que su fortuna iba disminuyendo de día en día con las buenas obras y entre la _bravería_, más de una vez le había venido á la imaginación el hacerse fraile, porque en aquella época era el medio más común para salir de apuros. Pero esto, que hubiera sido acaso no más que un pensamiento toda su vida, se cambió en una firme resolución á causa de un accidente, el más serio que hasta entonces le hubiese podido sobrevenir. Iba cierto día por una calle de su pueblo natal seguido de dos bravos y acompañado de un tal Cristóbal, en otro tiempo mancebo de la tienda, y cerrada ésta transformado en mayordomo de la casa. Era éste un hombre de cerca de cincuenta años, adicto desde su juventud á Ludovico, al cual había visto nacer, y que entre el salario y los regalos le daba no sólo para vivir, sino también para mantener y sustentar una numerosa familia. Ludovico vió aparecer á lo lejos un señor como él, arrogante y protector de profesión, á quien jamás en su vida había hablado, pero que sin embargo cordialmente detestaba, y el cual le pagaba generosamente en la misma moneda; porque es una de las ventajas que ofrece este mundo, la de poder odiar y ser odiado sin conocerse. Dicho señor, seguido de cuatro bravos, avanzaba en línea recta con paso orgulloso, levantada la cabeza y marcando en sus labios la mayor insolencia y el más profundo desprecio. Ambos caminaban rozándose con la pared; mas Ludovico (nótese bien esto), la tocaba con el lado derecho, y esto, según una costumbre, le daba el derecho de no separarse de dicha pared para dar paso á cualquiera que fuese, cosa de la cual se hacía entonces mucho caso. El otro pretendía por el contrario, que el derecho le competía á él como noble, y que á Ludovico le tocaba ir por el medio, y todo esto en virtud de otra costumbre. Aunque en esto como en muchas otras cosas estaban en vigor dos costumbres contrarias, sin que se hubiese decidido cuál de las dos fuese la buena, lo cual daba ocasión de que se armara una riña cada vez que un cabeza dura tropezase con otra del mismo temple. Nuestros dos hombres marchaban á encontrarse arrimados á la pared, como dos figuras movibles de bajorrelieve. Cuando estuvieron ya cara á cara, el tal señor, midiendo á Ludovico con altanería desde la cabeza á los pies con mirada torva é imperiosa, le dijo en un tono de voz correspondiente: “Paso”. --Paso, repuso Ludovico, llevo la derecha. --Con gentes como vos é iguales vuestros, siempre la llevo yo. --Si la arrogancia de los vuestros fuese una ley para los míos... Los _bravos_ del uno y del otro bando, permanecían como clavados, cada uno detrás de su amo, mirándose de reojo, con las manos puestas en las dagas y preparados al combate. La gente que llegaba ya por un lado, ya por otro, se mantenía á cierta distancia para observar el suceso, y la presencia de estos espectadores animaba siempre más el amor propio de los contendientes. --Al arroyo, artesano vil, ó yo te enseñaré del modo que se trata á los nobles. --Vos mentís llamándome vil. --Tú eres el que mientes, diciendo que yo he mentido. (Esta respuesta era de pragmática.) Y si tú fueses caballero como yo, añadió el señor, te haría ver con la espada que tú has sido el que has mentido. --He aquí un buen pretexto para dispensarse de sostener con hechos la insolencia de vuestras palabras. --Arrojad al fango á ese bribón, dijo el noble volviéndose á los suyos. --¡Veámoslo! dijo Ludovico, dando de pronto un paso atrás y echando mano á la espada. --¡Temerario! gritó el otro desenvainando la suya; la haré mil pedazos cuando esté manchada con tu vil sangre. En esto se lanzaron uno hacia otro; los servidores de ambas partes se arrojaron á la defensa de sus respectivos dueños. El combate era desigual, ya por el número, ya porque Ludovico trataba más bien de parar los golpes y desarmar al enemigo que de matarlo; pero éste quería su muerte á toda costa. Ludovico había ya recibido en el brazo izquierdo una puñalada dada por un _bravo_, y un ligero rasguño en una mejilla; su principal adversario se lanzaba con furia sobre él con el objeto de concluir de una vez, cuando Cristóbal, viendo á su señor en tan extremado peligro, fué con el puñal á coger al noble por detrás. Éste volvió toda su ira contra aquél, y le pasó de parte á parte con su espada. Al ver Ludovico aquello, se puso fuera de sí, y hundió la suya en el vientre del provocador, el cual cayó moribundo casi al mismo tiempo que el pobre Cristóbal. Los bravos del noble, viendo que todo estaba concluido, emprendieron la fuga en muy mal estado; los de Ludovico, afrentados y acuchillados también, no teniendo ya con quién habérselas, y no queriendo hallarse envueltos por los espectadores que acudían al campo de batalla, se deslizaron por otro lado, y Ludovico se encontró solo, con aquellos dos funestos compañeros á sus pies, en medio de una muchedumbre inmensa. --¿Cómo ha sido esto?--Es uno.--Son dos.--Le ha hecho un ojal en el vientre.--¿Quién ha sido muerto?--_El prepotente._--¡Oh, Santa María, qué fracaso!--Quien busca halla.--Una las paga todas.--También él ha tenido su fin.--¡Qué golpe!--¡Esto es un negocio muy serio!--¿Y aquel otro desgraciado?--¡Misericordia, qué espectáculo!--¡Salvadlo, salvadlo!--¡También está bien aviado!--¡Miradlo qué maltrado; arroja sangre por todas partes!--Escapaos, escapaos; no os dejéis prender. Estas palabras, que dominaban todas las demás y se oían á través del confuso ruido de la muchedumbre, expresaban el voto general, y con el consejo vino en seguida el auxilio. El suceso había tenido lugar muy cerca de una iglesia de capuchinos, asilo, como todos saben, impenetrable en aquella época para los esbirros y á toda aquella reunión de cosas y personas que se llamaba justicia. El asesino fué llevado al convento casi sin sentido por la multitud, y los frailes lo recibieron de las manos del pueblo, que se lo recomendaban diciendo: “Éste es un hombre de bien que ha dado cuenta de un hombre orgulloso y bribón; lo ha hecho en defensa propia y obligado á ello”. Ludovico hasta entonces no había jamás derramado sangre; y aunque el homicidio fuese en aquellos tiempos una cosa tan común, que los oídos de todos estaban acostumbrados á oirlos referir y los ojos á presenciarlo; sin embargo, la impresión que recibió al ver el hombre muerto por su mano, y el otro muerto también por culpa suya, fué nueva é indecible, fué una revelación de sentimientos aún desconocidos. La caída de su enemigo, la alteración de aquel rostro que pasaba en un momento de la amenaza y del furor al abatimiento y á la solemne calma de la muerte, fué una vista que cambió rápidamente el ánimo del homicida. Arrastrado al convento, no sabía casi en dónde estaba ni lo que se hacía, y cuando volvió en sí se encontró en una cama de la enfermería, en manos del hermano cirujano (los capuchinos tienen ordinariamente uno en cada convento) que ponía hilas y vendaba las dos heridas que había recibido en aquel encuentro. Un sacerdote, cuyo destino especial era asistir á los moribundos, y el cual había con frecuencia prestado semejantes servicios en las calles, fué llamado con precipitación al lugar del combate. Vuelto pocos minutos después entró en la enfermería, y acercándose al lecho en donde yacía Ludovico, “consolaos, le dijo: á lo menos ha muerto bien, y me ha encargado que le perdonéis, así como también traigo el perdón de su parte para vos”. Estas palabras hicieron volver en sí del todo al pobre Ludovico, y los sentimientos que hasta entonces permanecían confusos y como en tropel en su mente, se le representaron distintamente y con la mayor vivacidad; en efecto, el dolor causado por la pérdida de un amigo, el asombro y el remordimiento del golpe que su mano había descargado, y al mismo tiempo una angustiosa compasión hacia el hombre que había muerto, se revelaron en él enteramente. “¿Y el otro?”, preguntó con ansia al fraile. --El otro había expirado cuando yo llegué. Entretanto las avenidas y alrededores del convento hormigueaban de una curiosa muchedumbre; mas habiendo llegado la tropa, hizo dispersar á la multitud y se situó á cierta distancia de la puerta, de tal modo, que nadie pudiese salir del edificio sin ser observado. Un hermano del muerto, dos de sus primos y un anciano tío, fueron armados de pies á cabeza, acompañados de un gran número de _bravos_, y se pusieron á rondar alrededor del convento, mirando con aire y ademanes de amenazadora cólera á los curiosos que no se atrevían á decirles: “le está muy bien merecido”. Apenas Ludovico pudo reunir sus ideas, llamó á un confesor y le suplicó que fuese á casa de la viuda de Cristóbal, con el objeto de impetrar en su nombre el perdón de haber sido la causa, aunque ciertamente involuntaria, de aquella desgracia, y que la asegurase al mismo tiempo que tomaba á su cargo toda la familia. Reflexionando luego en su posición, sintió renacer el deseo de hacerse fraile, pensamiento que otras veces había pasado por su imaginación: le pareció que Dios mismo le había colocado en el camino y le había dado una señal de su voluntad haciéndole llegar en aquella coyuntura á un convento, y el partido fué adoptado. Hizo llamar al guardián, y le manifestó su deseo. Éste le respondió que era preciso que se guardase de tomar una resolución precipitada; pero que si persistía, no sería desechada. Entonces mandó á buscar un notario, hizo donación de todo lo que le quedaba (que era todavía un buen patrimonio), á la familia de Cristóbal; dió una suma considerable á la viuda, como para constituirla una segunda dote, y el resto á ocho hijos que Cristóbal había dejado. La resolución de Ludovico venía muy á propósito para sus huéspedes, los cuales por su causa estaban metidos en una gran intriga. Echarlo del convento y exponerlo de ese modo á las persecuciones de la justicia, ó lo que es igual, á la venganza de sus enemigos, no era partido que mereciese siquiera consultarse; esto hubiera sido lo mismo que renunciar á sus propios privilegios, desacreditar al convento para con el pueblo, atraerse la animadversión de todos los capuchinos del universo por haber dejado violar tan sagrados derechos, y ponerse en pugna abierta con todas las autoridades eclesiásticas, las cuales se consideraban como tutoras del derecho de asilo. Por otra parte, la familia del muerto, bastante poderosa por sí misma y por sus secuaces, trataba de vengarse á toda costa, y declaraba por enemigo á cualquiera que se atreviese á poner algún obstáculo. La historia no dice que aquélla se doliese mucho del difunto, ni menos que hubiese derramado por él una sola lágrima toda la parentela; únicamente dice, que estaban furiosos de no tener entre sus uñas al matador, ya fuese vivo ó muerto. Pero éste, vistiendo el hábito de capuchino, lo componía todo. Hacía en cierto modo una pública retractación, se imponía una penitencia, se confesaba implícitamente culpable, se retiraba de toda contienda; era, en suma, un enemigo que deponía las armas. Los parientes del muerto podían también, si querían, creer ó vanagloriarse de que se había hecho fraile por desesperación ó por miedo de su cólera. De todos modos, reducir á un hombre á despojarse de sus bienes, á afeitarse la cabeza, á caminar con los pies desnudos, á dormir sobre un duro y miserable jergón de paja, á vivir de limosna, podía parecer un castigo suficiente aun al ofendido más orgulloso. El padre guardián se presentó con una expresiva humildad al hermano del muerto; y después de mil protestas de respeto por su ilustre casa, y del deseo de complacer á ésta en todo lo que fuese posible, habló del arrepentimiento de Ludovico y de su resolución, haciéndole ver con finura que la casa podía estar muy satisfecha, é insinuando luego suavemente y de la manera más diestra, que gustase ó no, las cosas debían ser así. El hermano se deshizo en injurias, y el capuchino dejó pasar la tormenta, diciendo de cuando en cuando: “Es un dolor muy justo”. Manifestó al capuchino que su familia había sabido siempre tomar satisfacción de una ofensa; y éste, aunque pensase de distinto modo, no dijo que no. Finalmente, aquél exigió como una condición que el asesino de su hermano había de salir prontamente de la ciudad. El guardián, que ya había deliberado obrar así, dijo que se haría, dejando que el otro creyera, si esto le complacía, que era un acto de sumisión, quedando todo arreglado de esta manera: contenta la familia de salir de semejante negocio con honor, contentos los frailes que salvaban un hombre y sus privilegios sin acarrearse ningún enemigo, contentos los amantes de las leyes de la caballería de ver terminarse un asunto honrosamente, contento el pueblo que veía fuera de peligro á un hombre que quería y que al mismo tiempo admiraba una conversión; contento finalmente, y más que todos, en medio de su dolor nuestro Ludovico, el cual empezaba una vida de expiación y de servidumbre, que podía, si no reparar, á lo menos redimir la mala acción, y embotar el punzante aguijón de los remordimientos. La idea que su resolución pudiese ser atribuida al miedo, le afligió un momento; pero se consoló bien pronto, pensando que aquella injusta opinión sería un castigo para él, y un medio de expiación. Así, á los treinta años se vistió el hábito de capuchino; y debiendo, según el uso, dejar su nombre para tomar otro, escogió uno que le recordase á todas horas la falta que tenía de expiar, y se puso por nombre Cristóbal. Apenas la ceremonia de la toma de hábito se hubo concluido, cuando el guardián le intimó la orden de ir á hacer su noviciado á *** distante sesenta millas, y que partiese al otro día por la mañana. El novicio se inclinó profundamente y pidió gracia. “Permitidme, padre, dijo, que antes de partir de esta población, en donde he derramado la sangre de un hombre, donde dejo una familia cruelmente ofendida, que repare al menos su afrenta, que muestre mi pesar de no poder resarcir el daño, pidiendo perdón al hermano del muerto, y acallarle, si Dios bendice mi intención, el rencor de su alma”. Al guardián le pareció que semejante paso, además de ser bueno en sí, serviría siempre para reconciliar más á la familia con el convento, y en su consecuencia se dirigió ansioso á la casa del señor hermano para exponerle la súplica de Fr. Cristóbal. Á una proposición tan inesperada, aquél sintió, á la par que admiración, un arrebato de cólera, pero no sin alguna complacencia. Después de haber reflexionado un instante, “que venga mañana”, dijo, y señaló la hora. El guardián volvió á llevar al novicio tan deseado consentimiento. El noble pensó de pronto que cuanto más solemne y ruidosa fuese aquella satisfacción, tanto más se aumentaría su crédito para con su familia y para con el público, y sería una bella página en la historia de la misma. Hizo saber apresuradamente á todos los parientes, que al día siguiente, á la hora de medio día, se sirviesen ir á su casa á recibir una satisfacción común. Á la citada hora, el palacio bullía en señores de todas edades y sexos; aquello era un torbellino: la mezcla de grandes capas, de altas plumas, de pendientes _durlindanas_, el ondulante movimiento de las almidonadas y rizadas gorgueras, y el confuso roce de las adamascadas togas. Las antecámaras, el patio y la calle hormigueaban de criados, pajes, _bravos_ y curiosos. Al ver Fr. Cristóbal aquel aparato, adivinó el motivo y experimentó una ligera turbación; mas después de breves instantes, se dijo: “Está bien hecho, yo lo he matado en público á presencia de un gran número de sus enemigos; aquél fué el escándalo, ésta es la reparación”. Así, con los ojos bajos, con el padre compañero al lado, pasó la puerta de la casa, atravesó el patio entre una multitud que le miraba con una curiosidad poco respetuosa, subió la escalera, y en medio de otra muchedumbre de señores que se formaban en ala á su paso, seguido de cien miradas, llegó á presencia del amo de la casa, el cual, rodeado de los parientes más próximos, permanecía de pie en medio de la estancia, con la mirada fija en el pavimento y la barba levantada, empuñando con la mano izquierda el pomo de la espada, y apretando con la derecha la valona de la capa sobre el pecho. Hay á veces en el rostro y el continente de un hombre, una expresión tan significativa, que aunque se encuentre en medio de una numerosa multitud de espectadores, todos ellos formarán el mismo juicio sobre los sentimientos que le animan. El semblante y el ademán de Fr. Cristóbal decían claramente á los asistentes, que no se había hecho fraile ni iba á sufrir aquella humillación por humano temor; y esto empezó á reconciliarlo con todos los ánimos. Cuando vió al ofendido aceleró el paso, se hincó de rodillas á sus pies, cruzó las manos sobre el pecho, é inclinando su rapada cabeza, le dijo: “Yo soy el matador de vuestro hermano. ¡Bien sabe Dios que quisiera restituíroslo á costa de mi sangre! mas no pudiendo hacer otra cosa que dar ineficaces y tardías excusas, os suplico que por amor de Dios las aceptéis”. Todos los ojos estaban fijos sobre el novicio y sobre el personaje á quien hablaba; todos los oídos estaban atentos. Cuando Fr. Cristóbal calló, se alzó en el salón un murmullo de piedad y de respeto. El gentilhombre, que permanecía en una actitud de complacencia forzada y de cólera comprimida, se turbó con aquellas palabras; y volviéndose al suplicante: “Alzad, dijo con voz alterada; la ofensa... el hecho, verdaderamente... mas el hábito que lleváis... no sólo esto, sino aun por vos... Alzaos, padre... Mi hermano... no lo puedo negar... era un caballero... era un hombre... un poco impetuoso... un poco vivo. Pero todo sucede por disposición de Dios. No se hable más de ello... Mas, padre mío, no debéis permanecer en esta postura”. Y cogiéndolo por el brazo lo levantó. Fr. Cristóbal, en pie, con la cabeza inclinada, repuso: “¿Puedo yo esperar aún que me concedáis vuestro perdón? Y si lo obtengo de vos, ¿de quién no debo esperarlo? ¡Oh, si yo pudiese oir de vuestra boca la palabra _perdón_!”. “¿Perdón?, dijo el gentilhombre. Vos no tenéis necesidad de él; mas sin embargo, ya que lo deseáis, ciertamente, sí, yo os perdono de corazón, y todos...”. --¡Todos, todos! gritaron á una voz los asistentes. El rostro del fraile se iluminó con una alegría de agradecimiento, bajo la cual, sin embargo, se traslucía aún una humilde y profunda compunción del mal que la remisión de los hombres no podía reparar. El gentilhombre, vencido por aquel aspecto, y trasportado por la conmoción general, le echó los brazos al cuello, y le dió y recibió el beso de paz. Un ¡bravo! ¡bien! resonó por todos los ángulos del salón; todos abandonaron sus puestos, y se apresuraron á rodear al fraile. En el ínterin se presentaron los criados con gran profusión de refrescos. El gentilhombre se acercó á nuestro Cristóbal, el cual demostraba quererse retirar y le dijo: “Padre, aceptad algún refrigerio, dadme esta prueba de amistad”. Y se puso á servirle antes que á todos los demás; mas Cristóbal retirándose con cierta cordial resistencia, dijo: “Estas cosas no están hechas para mí; pero no seré yo quien rechace jamás vuestros dones. Voy á ponerme en camino; dignaos hacerme traer un pan, para que pueda decir que he disfrutado de vuestra caridad, que he comido de vuestro pan, y he obtenido una señal de vuestro perdón”. El noble, conmovido, ordenó que así se hiciera; y vino en seguida un mayordomo, vestido de gran gala, trayendo un pan sobre una fuente de plata; y se lo presentó al padre, el cual habiéndolo tomado, y dado las gracias, lo metió en las alforjas. Después de pedir permiso, y de haber abrazado de nuevo al señor de la casa, y á todos aquellos que hallándose cerca de él pudieron aprovechar un momento, se libró de semejante peso; tuvo que luchar en las antecámaras para deshacerse de los criados, y aun de los bravos mismos, que le besaban el extremo del hábito, el cordón y la capucha; y se encontró en la calle, llevado como en triunfo, y acompañado de una multitud de pueblo, hasta una de las puertas de la ciudad, por donde salió, empezando su pedestre viaje hacia el lugar de su noviciado. El hermano del muerto y la parentela que se habían aprestado á saborear en aquel día el triste gozo del orgullo, se hallaron al contrario, llenos de la dulce alegría del perdón y de la benevolencia. La reunión se entretuvo aún algún tiempo, con una bondad y cordialidad insólitas, en razonamientos, acerca de los cuales ninguno de ellos se había preparado al ir allí. En lugar de las satisfacciones tomadas, de las injurias vengadas, y de los empeños llevados á cabo, las alabanzas del novicio, la reconciliación, la mansedumbre, fueron los temas de la conversación. Alguno que por la quincuagésima vez habría contado cómo el conde Muzio, su padre, había sabido en cierta famosa ocasión hacer entrar en razón al marqués Estanislao, que era un fanfarrón como todos saben, habló al contrario de la paciencia admirable de un tal Fr. Simón, muerto hacía ya muchos años. Habiéndose retirado la reunión, el señor, todo conmovido aún, reflexionaba en su interior, con la mayor maravilla, todo lo que había oído, todo lo que él había dicho, y murmuraba entre dientes: “¡Diablo de fraile, diablo de fraile!, ¡si hubiese permanecido más de rodillas á mis pies, casi, casi le hubiera pedido perdón de haber asesinado á mi hermano!”. Nuestra historia hace notar expresamente, que desde aquel día, este señor fué menos arrebatado y un poco más tratable. El padre Cristóbal caminaba con un consuelo que no había experimentado nunca, después de aquel terrible día, á cuya expiación debía consagrar toda su vida. El silencio impuesto á los novicios, lo observaba sin apercibirse de ello, absorto como estaba con la idea de las fatigas y humillaciones que había sufrido para rescatar su falta. Habiendo entrado á la hora de comer en la casa de un bienhechor, comió con una especie de satisfacción del pan del perdón; mas guardó un pedazo, y lo volvió á poner en la alforja para que le sirviese como de perpetuo recuerdo. No es nuestro designio el referir la historia de su vida claustral; solamente diremos, que llenando siempre con gran voluntad y cuidado los deberes que ordinariamente le estaban señalados de predicar y asistir á los moribundos, no dejaba jamás escapar la ocasión de ejercitar otros dos que se había impuesto á sí mismo, los cuales eran el de conciliar todas las diferencias y proteger á los oprimidos. En estas ideas entraban en cierto modo sus antiguos hábitos, y un resto de aquel espíritu guerrero que las humillaciones y maceraciones no habían podido del todo borrar. Su lenguaje era comúnmente humilde y reposado; pero cuando se trataba de justicia ó de verdad combatida, se animaba de súbito con su antigua impetuosidad, que secundada y modificada por un énfasis solemne, originado por el uso de predicar, daba á dicho lenguaje un carácter singular. Tanto su continente, como su aspecto, anunciaban una larga guerra entre una índole fogosa, resentida, y una voluntad opuesta, habitualmente victoriosa, siempre alerta y dirigida por motivos é inspiraciones superiores. Un compañero y amigo suyo, que lo conocía perfectamente, lo había comparado una vez á aquellas palabras demasiado expresivas en su forma natural, que algunas personas, aun bien educadas, pronuncian entrecortadas cuando la pasión las precipita, cambiando algunas letras; palabras que bajo aquella metamorfosis hacen sin embargo recordar su energía primitiva. Si una pobre desconocida, en el triste caso de Lucía, hubiese pedido la ayuda del padre Cristóbal, éste habría acudido inmediatamente; pero tratándose de Lucía, acudió con tanta más solicitud, en cuanto conocía y admiraba su inocencia. Había ya pensado en los peligros que corría, y experimentaba una santa indignación por la torpe persecución de que había llegado á ser objeto. Además de esto, habiéndola aconsejado para menos mal, que no declarase nada y que estuviese tranquila, temía ahora que dicho consejo pudiese haber producido algún triste resultado, y á la solicitud caritativa, que era en él como innata, añadíase la escrupulosa aflicción que con frecuencia atormenta á los buenos. Mas entretanto que nosotros hemos referido la historia del padre Cristóbal, éste llegó, y se detuvo en el umbral de la puerta. Las mujeres, dejando las devanaderas que hacían rechinar dando vueltas, se levantaron diciendo á la vez: “¡Hola, padre Cristóbal, bendito seáis!”. NOTAS: [3] Asteriscos, se llaman así las señales de imprenta que en forma de estrellitas sirven para las citas, remisiones, &c. CAPÍTULO QUINTO Detúvose en el umbral el padre Cristóbal; y apenas hubo echado una mirada á las mujeres, conoció que no eran falsos sus presentimientos. Después, con aquel tono de interrogación que va en encuentro de una triste respuesta, levantando la capucha con un ligero movimiento de cabeza hacia atrás, dijo: “¿Y bien?”, Lucía contestó con un copioso llanto. La madre empezaba á excusarse de haberse atrevido... pero el fraile se adelantó; y habiéndose ido á sentar en un banquillo, cortó los cumplimientos, diciendo á Lucía: “Calmaos, pobre niña. Y vos, dijo en seguida á Inés, contadme lo que hay”. Mientras la pobre mujer hacía lo mejor que podía su dolorosa relación, el fraile se ponía de mil colores; y ora alzaba los ojos al cielo, ora golpeaba el suelo con los pies. Terminada la historia, se cubrió el rostro con las manos, y exclamó: “¡Oh, bendito Dios! ¿hasta cuándo?”... Mas sin concluir la frase, volviéndose á las dos mujeres: “¡Infelices, dijo, Dios os ha visitado! ¡Pobre Lucía!”. --¡Padre, ¿no nos abandonaréis? dijo ésta sollozando. --¡Abandonaros! replicó. ¿Y con qué cara podría yo pedir á Dios alguna cosa para mí, después de haberos abandonado? ¡Vosotras en semejante estado! ¡vosotras, que él me confía! No os desaniméis; él os asistirá, él lo ve todo, él puede servirse todavía de un hombre inútil como yo, para confundir un... Veamos, pensemos en lo que se puede hacer. Esto diciendo, apoyó el codo izquierdo sobre la rodilla, inclinó la frente sobre la palma de la mano, y con la derecha se apretó la barba, como para tener firmes y unidas todas las potencias del ánimo. Pero la más atenta consideración no servía más que para hacerle conocer distintamente cuán urgente y embarazoso era el caso, y cuán escasos, inciertos y peligrosos los medios. ¿Avergonzar un poco á D. Abundio y hacerle comprender de qué modo falta á su deber? Vergüenza y deber eran palabras nulas para él, cuando tenía miedo. Y el hacerle miedo: ¿qué medio tengo yo para infundírselo, y que sea superior al que él tiene de un tiro? ¿Informar de todo al cardenal arzobispo é invocan su autoridad? Esto requiere tiempo. ¿Y entretanto? ¿y después? Aun cuando esta pobre inocente estuviese casada, ¿sería por ventura un freno para aquel hombre? ¡Quién sabe hasta dónde puede llegar!... ¿Y el resistirle? ¿Cómo? ¡Ah, si yo pudiese, pensaba el pobre fraile, si pudiese traer á mi partido á mis hermanos de aquí y á los de Milán! Mas éste no es un asunto que interese á la comunidad, y por consecuencia me vería abandonado. ¡Ese hombre se hace el amigo del convento, se vende por partidario de los capuchinos! ¿Y sus bravos no han venido alguna vez á ampararse de nosotros? Yo sólo me hallaría metido en danza, y aun quizá se me trataría de revoltoso, intrigante y pendenciero; y lo que es más, podría acaso, con una tentativa fuera de tiempo, empeorar la situación de ésta desgraciada. Habiendo puesto en contrapeso el pro y el contra, de uno y otro partido, le pareció lo mejor avistarse con el mismo D. Rodrigo, procurar separarle de su infame propósito por medio de súplicas, con los temores de la otra vida, y aún los de esta misma si fuese posible. Poniéndose en lo peor, podría á lo menos conocerse por este medio más distintamente si D. Rodrigo estaba muy obstinado en su brutal empeño, descubrir además sus intenciones, y arreglarse por ellas. En el ínterin que el fraile estaba así meditabundo, Renzo, que por razones que todos pueden adivinar, no podía permanecer lejos de la casa de su novia, se había, presentado á la puerta; mas viendo al padre abismado en sus pensamientos y á las mujeres que le hacían seña de que no lo distrajera, se detuvo en el umbral, guardando el mayor silencio. Levantando el fraile la cabeza, para comunicar á las mujeres sus proyectos, lo divisó, le saludó de una manera que expresaba una afección antigua, y que la compasión hacía más expansiva. --¿Os han dicho... padre mío? le preguntó Renzo con voz conmovida. --Demasiado, por desgracia, y por eso estoy aquí. --¿Qué decís de ese malvado? --¿Qué queréis que diga? Él no esta aquí para oirme; ¿de qué servirían mis palabras? Dígote, mi querido Renzo, que confíes en Dios, y él no te abandonará. --¡Benditas sean vuestras palabras! exclamó el joven. Vos no sois de aquéllos que siempre hacen injusticias á los pobres. Mas el señor cura y ese señor doctor... --No recordar lo que no puede servir de otra cosa, más que de atormentarse inútilmente. Yo soy un pobre fraile; pero te repito lo que he dicho ya á estas señoras: aunque puedo poco, no os abandonaré. --¡Oh, vos no sois como los amigos del mundo! ¡Charlatanes! ¡Quién hubiese creído en las protestas que me hacían en otro tiempo mejor! ¡Ya, ya! Estaban prontos á dar su sangre por mí; me habrían sostenido contra el mismo diablo. Si yo hubiese tenido un enemigo... bastaba que me dejase entender, y habría concluido pronto de comer pan. Y ahora, si vieseis cómo se retiran... Al llegar aquí, levantando los ojos hacia el semblante del padre, vió que se había oscurecido del todo, y se arrepintió de haber dicho lo que convenía callar. Mas queriendo componerlo, se iba confundiendo y embrollando más. “Quería decir... yo no entiendo una palabra... esto es, yo quería decir”... --¿Qué querías decir? ¿Y qué? ¿Has empezado, pues, á destruir mis obras antes que fuesen emprendidas? Es un bien para ti el que te hayas desengañado á tiempo. ¡Qué, tú andabas en busca de amigos... amigos... que aun queriendo no hubieran podido socorrerte! ¡Y tratabas de perder al único que lo puede y lo quiere! ¿No sabes que Dios es el amigo de los afligidos que confían en él? ¿No sabes tú que el débil nada gana enseñando las uñas? Y cuando sin embargo... (Aquí apretó fuertemente el brazo de Renzo; su aspecto, sin perder en autoridad, se revistió de una compunción solemne, sus ojos se inclinaron, y la voz vino á ser lenta y como subterránea) ¡Cuando sin embargo... es una terrible ganancia! Renzo, ¿quieres confiar en mí? ¡qué digo en mí, pobre fraile! ¿quieres confiar en Dios? --¡Oh, sí! repuso Renzo, éste es el verdadero Señor. --Y bien: ¿prometes que no injuriarás á nadie, ni tampoco provocarás, y que te dejarás guiar por mí? --Lo prometo. Lucía dió un gran suspiro, como si se hubiese aliviado de un gran peso, é Inés dijo: “Bien, hijo mío”. --Escuchad, repuso Fr. Cristóbal; yo iré hoy á hablar á ese hombre. Si Dios le toca el corazón y da fuerza á mis palabras, bien: si no, él nos hará encontrar algún otro medio. Vosotros, en tanto, permaneced tranquilos, retirados; evitad las habladurías, y no os dejéis ver. Esta tarde ó mañana por la mañana, á más tardar, me volveréis á ver. Dicho esto, partió. Se dirigió al convento, llegando á tiempo de ir á coro á cantar sexta, comió, y se puso al instante en camino hacia la cueva de la bestia feroz que quería tratar de amansar. El gran palacio de D. Rodrigo se elevaba aislado, á semejanza de un castillejo, sobre la cima de uno de los picos de los cuales está por todas partes erizada aquella cordillera. Á esta indicación, el anónimo añade que el sitio (hubiera sido mejor escribir buenamente su nombre), estaba más allá del pueblo de los novios, distante de él cerca de tres millas, y cuatro del convento. Al pie del pico, á la parte que mira al Mediodía, hacia el lago, había un pequeño montón de cabañas habitadas por los vasallos de D. Rodrigo; y era como la pequeña capital de su reducido reino. Bastaba pasar por allí para imponerse de la condición y costumbres del país. Dando una ojeada á los pisos bajos, entre los cuales había algunos cuyas puertas estaban abiertas, se veían suspendidos de la pared en completa confusión, arcabuces, cuernos de caza, azadones, rastrillos, sombreros de paja, redecillas y frascos de pólvora. La gente que se encontraba, eran hombres robustos y fornidos, cuya frente cubría un _ciuffo_, encerrado en una redecilla; ancianos que habiendo perdido los dientes, parecían siempre prontos á morder con las encías á los que les provocasen, aunque fuese ligeramente; mujeres con ciertos rasgos varoniles y con nervudos brazos, á propósito para prestar auxilio con la lengua cuando otra cosa no bastase; aun en los semblantes y movimientos de los muchachos mismos que jugaban en la calle, se veía un no sé qué de petulante y provocativo. Fr. Cristóbal atravesó la aldea, trepó por un pequeño y tortuoso sendero y llegó á una reducida explanada delante del palacio. La puerta estaba cerrada, porque el dueño estaba comiendo y no quería ser molestado. Las extrañas y pequeñas ventanas que daban al camino, cerradas por maderas mal unidas y consumidas por los años, estaban, sin embargo, defendidas por gruesos barrotes de hierro, y las del piso bajo eran tan altas, que apenas hubiera podido alcanzar á ellas un hombre subido en las espaldas de otro. Reinaba allí un gran silencio; y el viajero habría podido creer que fuese una casa abandonada, si cuatro criaturas, dos vivas y dos muertas, colocadas con simetría por la parte exterior, no hubiesen dado un indicio de que existían habitantes. Dos grandes buitres con las alas extendidas y con las cabezas colgando, el uno medio desplumado y consumido por el tiempo, el otro aún intacto y con plumas, estaban clavados sobre cada una de las dos hojas de la puerta principal; y dos bravos tendidos á la larga en los bancos colocados á derecha é izquierda hacían centinela, esperando el ser llamados á gozar las sobras de la mesa del amo. El padre se puso en pie de repente, en ademán del que se dispone á aguardar; mas uno de los bravos se levantó y le dijo: “Padre, padre, adelante; aquí no se hace esperar á los capuchinos; nosotros somos amigos del convento. Yo me he encontrado en ciertos momentos en que el aire de la calle no era muy bueno para mí, y si vosotros me hubieseis cerrado la puerta lo habría pasado mal”. Esto diciendo, dió dos golpes con la aldaba. Á dicho ruido contestaron súbitamente desde el interior los aullidos y ladridos de los alanos y dogos; y pocos momentos después, llegó refunfuñando un viejo criado; mas en seguida que vió al padre, le hizo una gran reverencia, apaciguó á los animales é introdujo al huésped á un angosto patio, y cerró la puerta. Habiéndole luego conducido á una pequeña sala, y mirádole con cierto aire respetuoso y de sorpresa, dijo: “¿No sois... el padre Cristóbal de Pescarenico?”. --Justamente. --¿Vos aquí? --Como lo veis, buen hombre. --¿Será para hacer algún bien? El bien, continuó murmurando entre dientes y disponiéndose á marchar, se puede hacer en todas partes. Después de haber atravesado dos ó tres salas estrechas y oscuras, llegaron á la puerta de la sala del convite. Reinaba allí un gran ruido confuso de tenedores, cuchillos, vasos, platos y sobre todo, de voces discordes, que trataban á porfía de sobrepujarse las unas á las otras. El fraile quería retirarse y estaba departiendo detrás de la puerta con el criado para lograr el que se le dejase en cualquier rincón de la casa hasta que se hubiese concluido la comida, cuando he aquí que la citada puerta se abrió. Cierto conde, llamado Attilio, que estaba sentado enfrente (primo del amo de la casa, y del cual hemos ya hecho mención sin nombrarlo), habiendo visto un cerquillo y una capilla, y conociendo la modesta intención del buen fraile: “¡Eh, eh! gritó, no os escapéis, reverendo padre: adelante, adelante”. D. Rodrigo, sin adivinar precisamente el objeto de aquella visita, pero por cierto confuso presentimiento, de buena gana se hubiera pasado sin ella; mas ya que el atolondrado Attilio lo había llamado en alta voz, no era conveniente el retroceder, y dijo: “Venid, padre, venid”. El padre se adelantó, saludó al dueño y contestó á las reverencias de los convidados. En general agrada (no digo á todos), el ver al hombre honrado cara á cara del malvado, y figurárselo con la frente elevada, la mirada segura, corazón valeroso y lenguaje desembarazado. Sin embargo, en el hecho, para hacerle tomar semejante actitud, se requieren muchas circunstancias, las cuales muy raras veces se encuentran juntas. Por esta razón no os debéis admirar si Fr. Cristóbal, con el buen testimonio de su conciencia, con el muy firme convencimiento de la justicia de la causa que iba á sostener, con un sentimiento mezclado de horror y de compasión por D. Rodrigo, permaneció con cierto aire de timidez y de respeto en presencia de aquel mismo D. Rodrigo, que estaba allí, en la cabecera de la mesa, en su casa, en su reino, rodeado de amigos y homenajes, con tantas señales de su poderío, con un semblante á propósito para hacer expirar una petición en los labios del que la hiciese, aunque ésta no fuese ni consejo, ni amonestación, ni reprensión. Á su derecha estaba sentado el consabido conde Attilio, su primo, y se hace preciso decirlo, su compañero de maldades y libertinaje, el cual había venido de Milán para pasar algunos días en el campo con él. Á la izquierda y al otro lado de la mesa estaba con gran respeto, templado sin embargo de cierta firmeza y de cierta presunción, el señor podestá, el mismo á quien en teoría habría tocado el hacer justicia á Renzo Tramaglino, y aplicársela á D. Rodrigo, según hemos visto antes. Enfrente del podestá, y en ademán del más puro y profundo respeto, se hallaba sentado nuestro doctor Azzecca-Garbugli, con la capa negra y con la nariz más rubicunda que de ordinario. Enfrente de los primos, dos oscuros convidados, de los cuales nuestra historia dice únicamente que no hacían otra cosa más que comer, inclinar la cabeza, sonreir y aprobar todo lo que decía un convidado, siempre que no hubiese otro que lo contradijese. --Un asiento al padre, dijo D. Rodrigo, Un criado presentó un sitial, en el cual se sentó el padre Cristóbal, pidiendo mil perdones al señor por haber venido á hora tan inoportuna. Desearía hablaros á solas y cómodamente para un asunto de importancia, añadió después con voz muy sumisa al oído de D. Rodrigo. --Bien, bien, hablaremos, respondió éste; mas entretanto traed de beber al padre. El padre quería eximirse, pero D. Rodrigo, alzando la voz en medio del tumulto que había empezado otra vez, gritaba: “No, ¡par diez! no me haréis este desaire; no se dirá jamás que un capuchino salga de esta casa sin haber probado mi vino, ni un acreedor insolente sin haber experimentado la madera de mis bosques”. Estas palabras excitaron una risa universal é interrumpieron un momento el debate que se agitaba acaloradamente entre los convidados. Un criado trajo una botella de vino colocada en una salvilla y un largo vaso á manera de cáliz, que presentó al padre; el cual, no queriendo resistir á una invitación tan apremiante del hombre que le convenía tener propicio, no vaciló en echar vino en el vaso, después de lo cual se puso á beber lentamente. --La autoridad de Tasso no sirve á vuestra opinión, señor podestá respetable; ella misma está en contra vuestra, replicó voceando el conde Attilio; porque aquel hombre erudito, aquel grande hombre que tenía en la punta de los dedos todas las reglas de la caballería, hizo que el mensajero de Argante, antes de manifestar el desafío á los caballeros cristianos, pidiese permiso al piadoso Godofredo de Bouillon... --Pero esto, replicaba el podestá, no gritando menos, esto está de más, puramente de más, un adorno poético; pues que el mensajero es por su naturaleza inviolable por el derecho de gentes, _jure gentium_; y sin ir á buscar más lejos, el proverbio también lo dice: embajador no trae pena; y los proverbios, señor conde, son la sabiduría del género humano. Y no habiendo el mensajero dicho nada en su nombre, sino tan sólo presentado el cartel de desafío por escrito... --¿Pero cuándo queréis comprender que aquel mensajero era un asno temerario, que no conocía las primeras...? --Con permiso de sus señorías, interrumpió D. Rodrigo, el cual no hubiera querido que la disputa fuese demasiado lejos; remitámonos al padre Cristóbal, y conformémonos con su parecer. --Bien, muy bien, dijo el conde Attilio, á quien parecía una cosa muy graciosa el hacer decidir por un capuchino una cuestión de caballería, mientras que el podestá, más y más enfervorizado en el combate, se callaba en el instante mismo con cierto aire de desdén que parecía querer decir: puerilidades. --Mas, según me parece haber comprendido, dijo el padre, éstas no son cosas que yo deba entender. --Ordinarias excusas de la modestia de los padres, dijo D. Rodrigo; mas no os evadiréis. ¡Ea! vamos: bien sabemos que no habéis venido al mundo con la capilla en la cabeza, y que el mundo os ha conocido. Vamos, vamos, he aquí la cuestión. --El hecho es éste, empezó á gritar el conde Attilio. --Dejadme decir á mí, que soy neutral, primo, replicó D. Rodrigo. He aquí la historia: Un caballero español mandó un cartel de desafío á un caballero milanés; el portador, no encontrando al provocado en casa, entregó el cartel á un hermano del caballero, cuyo hermano leyó el cartel, y en respuesta dió algunos palos al portador. Se trata... --Bien dados, bien aplicados, gritó el conde Attilio. Fué una verdadera inspiración. --¡Del demonio! añadió el podestá. ¡Pegar á un embajador, una persona sagrada! Vos también, padre, podréis decir, si ésta es una acción propia de un caballero. --Sí, señor, de caballero, gritó el conde, y dejad que os lo diga yo, que debo saber todo lo que concierne á un caballero. ¡Oh! si hubiese sido con los puños, sería otra cosa; pero el bastón no mancha las manos de nadie. Lo que yo no puedo comprender es, por qué os interesáis tanto por las espaldas de un bribón. --¿Quién os ha hablado de espaldas, señor conde? Vos me hacéis decir cosas que jamás me han pasado por la imaginación. He hablado del carácter, y no de las espaldas. Yo hablo, sobre todo, del derecho de gentes. Hacedme el obsequio de decirme si los heraldos que los antiguos romanos mandaban llevar los carteles de desafío á los demás pueblos, pedían permiso para exponer su mensaje, y buscadme un escritor que haga mención de que un heraldo haya sido nunca apaleado. --¿Qué tienen que ver con nosotros los capitanes de los antiguos romanos, gente que iba á la buena de Dios, y que en estas cosas estaban atrasadísimos? Mas según las leyes de la caballería moderna, que es la verdadera, digo y sostengo, que un mensajero que se atreve á poner en manos de un caballero un cartel de desafío, sin haberle pedido permiso, es un insolente, violable, muy violable, digno de ser apaleado y muy bien apaleado... --Contestad á este silogismo. --Nada, nada. --Pero escuchad, escuchad. Pegar á uno que está desarmado, es una traición; _at qui_ el mensajero _de quo_ estaba sin armas, _ergo_... --Poco á poco, señor podestá. --¡Cómo poco á poco! --Poco á poco, os repito: ¿qué es lo que estáis diciendo? Se llama una traición el herir á uno por detrás con la espada, ó descerrajarle un tiro en la espalda; y aun con respecto á esto, se pueden dar ciertos casos... mas no salgamos de la cuestión. Concedo que esto generalmente pueda llamarse una traición; ¡pero sacudir cuatro palos á un bribón! estaría bueno tener que decirle: ¡mira que te voy á apalear! Lo mismo que si se dijese á un hombre honrado: ¡en guardia!... Y vos, respetable señor doctor, en vez de hacerme señas para darme á entender que sois de mi parecer, ¿por qué no sostenéis mis razones con vuestra buena charla, para ayudarme á persuadir á este caballero? --Yo... repuso el doctor un poco confuso; yo gozo con estas doctas cuestiones, y doy gracias al feliz accidente que ha dado ocasión á una lucha de ingenio tan divertida. Y luego, no es de mi incumbencia el dar el fallo; su señoría ilustrísima ha delegado ya un juez... aquí está el padre.... --Es verdad, dijo D. Rodrigo; pero ¿cómo queréis que el juez hable, cuando los litigantes no quieren guardar silencio? --Enmudezco, dijo el conde Attilio. El podestá apretó los labios y alzó la mano como en ademán de resignación. --¡Ah, gracias sean dadas al cielo! Á vos, padre, dijo D. Rodrigo con cierta gravedad irónica... --Me he excusado ya, diciendo que no entiendo de estas cosas, respondió el padre Cristóbal volviendo el vaso á un criado. --¡Débiles escusas! exclamaron los dos primos. Nosotros queremos el fallo. --Pues que así lo queréis, replicó el fraile, mi humilde parecer sería que no hubiese carteles, ni portadores, ni apaleamientos. Los convidados se miraron atónitos los unos á los otros. --¡Oh, esto sí que es una gran necedad! dijo el conde Attilio. Perdonad, padre mío; mas habéis dicho una tontería. Bien se ve que no conocéis el mundo. --¿Eh? dijo D. Rodrigo, me queréis hacer reir: primo mío, lo conoce tanto como vos. ¿No es verdad, padre? ¿Decid, decid si no habéis corrido también vuestra caravana? En vez de responder á esta atenta pregunta, el padre se dijo interiormente: esto te toca á ti; pero recuerda, hermano, que no has venido á este sitio por ti, y que todo lo que á ti sólo concierne no entra en la cuenta. --Podrá ser, dijo el primo; pero el padre... ¿cómo se llama el padre? --Cristóbal, respondieron varios de los convidados. --Pero padre Cristóbal, mi reverendo señor: con vuestras máximas revolveríais el mundo por entero. Sin desafíos, sin apaleamientos; adiós pundonor, impunidad para todos los bribones. Felizmente que el supuesto es imposible. --Ánimo, doctor, se apresuró á decir D. Rodrigo, el cual quería mejor divertirse con la disputa de los dos primeros contendientes; ánimo, que para dar la razón á todo el mundo sois un hombre sin igual. Veamos cómo os componéis para dar la razón en esto al padre Cristóbal. --En verdad, respondió el doctor, blandiendo en el aire su vaso y volviéndose al padre; en verdad, yo no puedo comprender cómo el padre Cristóbal, el cual es á la vez un perfecto religioso y un hombre de mundo, no haya pensado que su fallo, bueno, excelente y de gran peso en el púlpito, no vale nada, sea dicho con el debido respeto, en una discusión caballeresca. Mas el padre sabe, mejor que yo, que cada cosa es buena en su lugar correspondiente, y creo que esta vez haya querido librarse por medio de una broma del embarazo de proferir un fallo. ¿Qué se podía responder á unas razones deducidas de una sabiduría tan antigua y siempre nueva? Nada, y esto es lo que hizo nuestro fraile. Mas D. Rodrigo, por querer cortar aquella cuestión, vino á suscitar otra.--Á propósito, dijo, he oído que en Milán corrían voces de acomodamiento. El lector sabe que en aquel año se combatía por la sucesión del ducado de Mantua, del cual, á la muerte de Vicente Gonzaga, que no había dejado herederos legítimos, había entrado en posesión el duque de Nevers, su más próximo pariente. Luis XIII, ó sea el cardenal de Richelieu, sostenía á aquel príncipe, su muy amado y naturalizado francés. Felipe IV, ó sea el conde de Olivares, comúnmente llamado el conde-duque, no lo quería por las mismas razones, y le había suscitado una guerra. Así, pues, aquel ducado era feudatario del imperio, y ambas partes se servían de toda clase de manejos, de instancias y de amenazas cerca del emperador Fernando II: la primera para que él diese la investidura al nuevo duque; la segunda para que se le negase, y al mismo tiempo que ayudase á echarlo del citado estado. --No estoy lejos de creer, dijo el conde Attilio, que las cosas puedan arreglarse. Tengo ciertos indicios. --No creáis nada, señor conde, no creáis nada, interrumpió el podestá. Sobre ese punto yo puedo saber las cosas, porque el señor castellano español, que tiene la bondad de apreciarme un poco, y el cual es hijo de un familiar del conde-duque, está informado de todo... --Os digo que me acontece todos los días en Milán hablar con personajes mucho más elevados, y sé de buena tinta que el papa, interesadísimo como está por la paz, ha hecho proposiciones. --Así debe ser; es una cosa regular. Su santidad hace su deber; un papa debe procurar siempre poner bien entre sí á los príncipes cristianos; pero el conde-duque tiene su política, y... --Y, ¿sabéis, señor mío, cómo piensa el emperador en este momento? ¿Creéis que no hay otra cosa más que Mantua en el mundo? Las cosas en las cuales se debe pensar son muchas, señor mío. ¿Sabéis, por ejemplo, hasta qué punto el emperador pueda ahora fiarse de su príncipe de Valdistano ó de Vallistai, ó como le llaman, y?... --EL verdadero nombre en lengua alemana, interrumpió todavía el podestá, es Valliensteino, según lo he oído pronunciar varias veces á nuestro señor castellano, que es español. --¿Queréis enseñarme?... replicó el conde; pero D. Rodrigo, guiñándole el ojo, le dió á entender, que por favor dejase de contradecir. El conde calló, y el podestá como un buque desembarazado de un banco de arena continuó á velas desplegadas el curso de su elocuencia. Valliensteino, me da poco cuidado, porque el conde-duque está en todo; y si dicho Valliensteino quiere hacer alguna extravagancia, aquél lo sabrá hacer andar. Diga que su vista llega á todas partes, y sus brazos son muy largos; y es tan gran político que si se le pone en la cabeza, como se le ha puesto, y justamente, de que el señor duque de Nevers no meta los pies en Mantua, el señor duque de Nevers no los meterá, y el señor cardenal de Richelieu habrá hecho un hoyo en el agua. Me dan ganas de reir, al ver á ese querido señor cardenal que quiere luchar con un conde-duque, con todo un Olivares. Digo formalmente que quisiera resucitar dentro de doscientos años para ver lo que dirá la posteridad de esta bella pretensión. Se requiere otra cosa más que la envidia: se necesita tener cabeza; y cabeza como la del conde-duque, no hay más que una en el mundo. El conde-duque, señores míos, proseguía el podestá, siempre con viento en popa, y un poco sorprendido de no encontrar jamás un escollo; el conde-duque es un zorro viejo, hablando con el respeto que se le debe, que hará perder la pista á quien quiera que sea; y cuando él se inclina á la derecha, se puede estar seguro que caerá sobre la izquierda, por lo cual nadie puede jactarse nunca de conocer sus designios; y los mismos que deben ejecutarlos, los mismos que escriben los despachos, no comprenden nada. Yo puedo hablar con algún conocimiento de causa; porque el bueno del señor castellano, se digna conversar conmigo con alguna confianza. El conde-duque, vice versa, sabe exactamente lo que hierve en la olla de las demás cortes; y cuando todos esos politicones (entre los cuales, no puede negarse, que los hay más hábiles) han imaginado apenas un proyecto, he aquí que el conde-duque lo ha adivinado ya, con aquella excelente cabeza, con sus encubiertos lazos, y con sus redes que tiende por todas partes. Mientras que el pobre cardenal de Richelieu, tienta por aquí, olfatea por allá, suda, se ingenia; ¿y después? Cuando ha conseguido excavar una mina, encuentra ya la contramina perfectamente bien hecha por el conde-duque... Sabe el cielo cuándo el podestá habría tomado tierra; mas D. Rodrigo, estimulado además por los visajes que le hacía su primo, se volvió de improviso á un criado, como si le hubiese venido alguna inspiración, y le hizo señas de que trajese cierto frasco. “Señor podestá, y vosotros señores míos, dijo en seguida: un brindis al conde-duque, y me sabréis decir después si el vino es digno del personaje”. El podestá contestó con una inclinación, en la cual se traslucía un sentimiento de estar particularmente reconocido, porque tomaba como si fuese dirigido á él todo lo que se hacía ó se decía en honor del conde-duque. --¡Viva mil años D. Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, duque de S. Lúcar, gran _privado_ del rey D. Felipe el Grande, nuestro señor! exclamó alzando la copa. _Privado_, era el término de uso en aquella época para significar el favorito de un príncipe. --¡Que viva mil años! respondieron todos. --Servid al padre, dijo D. Rodrigo. --Perdonadme, respondió el padre; he cometido una falta, y no podría... --¡Cómo! repuso D. Rodrigo: se trata de un brindis al conde-duque. ¿Queréis, pues, hacer creer que estáis por los navarros? Así llamaban entonces por befa á los franceses, á causa de los príncipes de Navarra, que habían empezado con Enrique IV á reinar sobre ellos. Á tal exorcismo era conveniente beber. Todos los convidados prorrumpieron en exclamaciones y en elogios del vino, á excepción del doctor, que con la cabeza levantada, los ojos fijos y los labios apretados, expresaba mucho más que lo hubiera podido hacer con las palabras. --¡Hola, doctor! ¿qué decís? preguntó D. Rodrigo. Retirando la nariz de la copa, que el vino acababa de poner más colorada y reluciente, el doctor respondió, apoyándose con énfasis en cada sílaba: “Digo, manifiesto y sentencio, que este vino es el Olivares de los vinos. _Censui, et in eam ivi sententiam_, que un licor semejante no se encuentra en los veintidós reinos del rey nuestro señor, que Dios guarde. Declaro y fallo que las comidas del Illmo. Sr. D. Rodrigo ganan á las cenas de Eliogábalo; y que la economía está desterrada para siempre de este palacio, donde se asienta y reina la esplendidez”. --¡Bien dicho, bien definido! gritaron á una voz los convidados. Mas la palabra _economía_, que el doctor había lanzado por casualidad, atrajo en el mismo instante todas las imaginaciones hacia aquel triste objeto, y todos hablaron de la carestía. Acerca de dicho asunto todos estaban acordes, á lo menos en lo principal; pero el ruido quizá era mayor que si hubiesen sido de distintos pareceres. Todos hablaban á la par. --No hay carestía, decía uno; son los monopolistas... --Y los panaderos, decía otro, que esconden el grano; es preciso ahorcarlos. --Justamente; ahorcarlos sin misericordia. --¡Qué magníficos procesos! gritaba el podestá. --¡Qué procesos! gritaba aún con más fuerza el conde Attilio: justicia seca. Pillar tres ó cuatro, ó cinco ó seis, de los que la voz pública señala como más ricos y más perros, y ahorcarlos. --¡Ejemplos, ejemplos! Sin ejemplos nada se hace. --¡Ahorcarlos, ahorcarlos! y el grano lloverá por todas partes. El que pasando por una feria, se ha encontrado gozando con la armonía que mueve una compañía de titiriteros, cuando entre una y otra tocata cada uno afina su instrumento, haciéndolo sonar cuanto puede, á fin de oirlo distintamente, en medio del ruido de los demás, podrá tener una idea de la melodía de aquellos discursos, si puede dárseles este nombre. Entretanto se seguía paladeando aquel excelente vino, y sus alabanzas iban, como era justo, mezcladas con las sentencias de jurisprudencia económica, así como las palabras que se oían más sonoras y frecuentes, eran: _ambrosía_ y _ahorcarlos_. En el ínterin D. Rodrigo lanzaba de vez en cuando algunas ojeadas al único que guardaba silencio, y lo veía siempre impasible, sin dar ninguna señal de impaciencia, sin hacer ademán que tendiese á recordar que estaba esperando, y sí sólo demostrando el no querer irse antes de haber sido escuchado. D. Rodrigo lo hubiera mandado á pasear de buena gana, ahorrándose aquella conversación; pero despedir á un capuchino sin haberle dado audiencia, no estaba conforme con las reglas de su política. Ya que no podía excusarse de aquella molestia, resolvió arrostrarla, y librarse de ella lo más pronto posible. Se levantó, pues, de la mesa, y con él toda la alegre tropa sin interrumpir la algazara. Luego de haber pedido permiso á sus huéspedes, se acercó con grave ademán al fraile, que se había levantado de súbito, al propio tiempo que los demás, y le dijo: “Estoy á vuestras órdenes;” y lo condujo á otra estancia. CAPÍTULO SEXTO --¿En qué puedo complaceros? dijo D. Rodrigo, quedándose de pie en medio de la estancia. Tales fueron sus palabras; pero el modo con que habían sido proferidas, querían decir claramente: “Ten cuidado delante de quién estás; pesa las palabras, y sé breve”. No había medio más seguro y más expedito para dar valor á nuestro Fr. Cristóbal, que hablarle con arrogancia. Él, que estaba suspenso, buscando las palabras, y haciendo recorrer entre los dedos las avemarías del rosario que pendía de su cintura, como si en algunas de ellas esperase encontrar su exordio; á la vista de aquel ademán de D. Rodrigo, sintió venir á sus labios más palabras que lo que era necesario. Mas pensando cuán importante era no echar á perder sus negocios, ó lo que era aún más, los de otros, corrigió y templó las frases que se le habían presentado á la imaginación, y dijo con circunspecta humildad: “Vengo á proponeros un acto de caridad. Ciertos hombres de mala conducta, han puesto por delante el nombre de vuestra señoría ilustrísima, para asustar á un pobre cura é impedirle el cumplir con su deber, y para atormentar á dos inocentes. Vuestra señoría puede con una palabra confundirlos, restituir al derecho su fuerza y aliviar á aquellos á quienes se ha hecho una tan cruel violencia. Lo puede; y pudiendo... la conciencia, el honor...”. --Ya me hablaréis de conciencia cuando vaya á confesarme con vos. En cuanto á mi honor, habéis de saber que yo soy el guardián de él, y de él solo; y que cualquiera que se atreva á querer participar de ese cuidado, lo miro como un temerario que lo ofende. Advertido Fr. Cristóbal por las antecedentes palabras que aquel señor trataba de hacerle olvidar de sí mismo, con el objeto de cambiar la conversación, y de no darle lugar para llegar al fin que se proponía, se armó de toda su paciencia, resuelto á no poner cuidado por todo lo que al otro le agradase decir, y respondió de pronto con humilde tono: “Si he dicho algo que os haya disgustado, ha sido seguramente contra mi intención. Sin embargo, si no sé hablar como conviene, reprendedme, corregidme; pero dignaos escucharme. Por el amor del cielo, por el amor de ese Dios, á cuya presencia todos debemos comparecer”. Y así diciendo, había colocado entre los dedos y ponía delante de los ojos de su airado oyente la cruz de madera que pendía de su rosario. No os obstinéis en negar una justicia tan fácil, y que se debe de derecho á unos infelices. Pensad que Dios tiene siempre su mirada fija sobre ellos, y que sus llantos y súplicas son arriba atendidas. La inocencia es poderosa á su... --¡Eh, padre! interrumpió bruscamente D. Rodrigo; el respeto que yo tengo á vuestro hábito es grande, pero si alguna cosa podía hacérmelo olvidar, sería el verle colocado en uno que tiene la audacia de venir á mi casa á hacer el oficio de espía. Esta palabra hizo aparecer una súbita llama sobre las mejillas del padre; el cual sin embargo, con el semblante de aquel que traga una medicina muy amarga, replicó: “No creo que semejante título me corresponda. Vos mismo sentís interiormente que el paso que en este momento doy, ni es vil, ni despreciable. Mas atendedme, Sr. D. Rodrigo, ¡y quiera el cielo que no venga un día en el cual os arrepintáis de no haberme escuchado! No queráis cifrar vuestra gloria... ¡qué gloria, Sr. D. Rodrigo! ¡qué gloria para ante Dios y para ante los hombres! Vos podéis mucho aquí abajo; mas...”. --¿Sabéis, dijo D. Rodrigo, interrumpiéndole con mal humor, pero no sin algún estremecimiento de terror; sabéis que cuando tengo deseos de oir un sermón sé ir guapamente á la iglesia, como hacen los demás? Mas, ¡en mi casa! ¡Oh! continuó, con forzada é irónica sonrisa: vos me tendréis más consideración de la que me merezco. ¡Un predicador en mi casa! No lo tienen más que los príncipes. --Y ese Dios que pide cuenta á los príncipes de la palabra que les hace oir en sus propios palacios; ese Dios que os da ahora una señal de misericordia, enviándoos uno de sus ministros, indigno y miserable sin duda, pero ministro suyo, para suplicaros en favor de una inocente... --En suma, padre, dijo D. Rodrigo, haciendo ademán de irse, yo no sé lo que queréis decir; no comprendo más, sino que esto debe reducirse á una joven por quien os tomáis mucho interés. Andad á hacer vuestras confidencias al que le plazca, y no os toméis la libertad de venir á molestar á un hombre honrado. Al movimiento de D. Rodrigo, nuestro fraile, con el mayor respeto, se le puso delante, y alzando las manos como para suplicarle y continuar la conversación, repuso todavía: “Ella me interesa, es cierto, pero vos no me interesáis menos. Son dos almas que una y otra me importan más que mi vida. ¡D. Rodrigo, yo no puedo hacer otra cosa por vos que rogar á Dios; pero lo haré con todo el fervor de mi corazón! No me digáis que no; no queráis tener sumida en la angustia y en el terror á una pobre inocente. Una palabra vuestra puede hacerlo todo”. --Y bien, dijo D. Rodrigo, ya que vos creéis que yo puedo hacer mucho por esa persona; ya que os interesa tanto... --¿Y bien? replicó con ansiedad el padre Cristóbal, al cual el tono y continente de D. Rodrigo no le permitían el que se abandonara á la esperanza que parecían anunciar aquellas palabras. --Y bien, aconsejadla que venga á ponerse bajo mi protección. No le faltará nada, y nadie osará molestarla, ó yo no seré digno de llamarme caballero. Á semejante propuesta, la indignación del fraile retenida con dificultad hasta entonces, estalló. Todos aquellos buenos propósitos de prudencia y resignación se desvanecieron como el humo: el hombre antiguo se halló de acuerdo con el nuevo; y en tales casos, Fr. Cristóbal valía seguramente por dos.--¡Vuestra protección! exclamó, dando dos pasos atrás, descansando firmemente sobre el pie derecho, poniendo la mano derecha sobre la cadera, levantando la izquierda con el índice tendido hacia D. Rodrigo, y clavando en los de éste sus centelleantes ojos; ¡vuestra protección! Es mejor que hayáis hablado así, que me hayáis hecho una tal proposición. Habéis colmado la medida, y no os temo ya. --¿Cómo hablas, fraile? --Hablo, como se habla al que está abandonado de Dios ó no puede causar miedo. ¡Vuestra protección! Bien sabía yo que aquella inocente estaba bajo el amparo de Dios; mas vos, vos me lo habéis hecho conocer ahora con tanta certeza, que no tengo necesidad de guardar ninguna consideración para hablaros. Lucía digo: ved cómo pronuncio este nombre con la frente erguida y ojos inmóviles. --¿Cómo? ¡en mi misma casa! --Tengo lástima de esta casa; ¡la maldición está suspendida sobre ella! ¿Imagináis que la justicia divina tendrá consideración á cuatro piedras, y la sujetarán cuatro bribones? ¡Vos habéis creído que Dios haya hecho una criatura á semejanza suya, para daros el placer de atormentarla! ¡Habéis pensado que Dios no sabría defenderla! ¡Habéis despreciado sus avisos! ¡Vos seréis juzgado! El corazón del Faraón estaba tan endurecido como el vuestro, y Dios supo ablandarlo. Lucía está al abrigo de vuestro poder: soy yo el que os lo digo, yo, pobre fraile; y en cuanto á vos, escuchad bien lo que os pronostico, vendrá un día... D. Rodrigo hasta entonces había permanecido estupefacto, entre la rabia y la admiración, no encontrando palabras; mas cuando sintió entonar una predicción, se unió á la citada rabia un lejano y misterioso espanto. Agarró rápidamente en el aire aquella mano amenazadora, y levantando la voz para cortar la del infausto profeta, gritó: “¡Quitaos de mi presencia, villano insolente, fraile poltrón!”. Estas palabras tan precisas apaciguaron en un momento al padre Cristóbal. Á la idea del desprecio y de la injuria, estaba en su mente tan bien y de tanto tiempo asociada la del sufrimiento y del silencio, que á aquel cumplimiento su cólera y entusiasmo murieron, y no le quedó otra resolución que la de escuchar tranquilamente lo que á D. Rodrigo le gustase añadir. Luego, retirando apaciblemente la mano de entre las garras del gentil hombre, bajó la cabeza y se quedó inmóvil, como al caer del viento en lo más fuerte de una tempestad un árbol agitado baja naturalmente sus ramas y recibe el granizo según le envía el cielo. --¡Villano impolítico! prosiguió D. Rodrigo, tú te expresas como tus iguales; mas da gracias al hábito que cubre tus espaldas de bribón y que te salva de las caricias que se hacen á los que se te parecen, para enseñarles á hablar. Por esta vez sal con tus piernas, y en lo sucesivo veremos. Dicho esto, abrió con ademán imperioso y de menosprecio, una puerta que había enfrente de aquélla por donde habían entrado. El padre Cristóbal inclinó la cabeza y salió, dejando á D. Rodrigo medir con pasos apresurados el campo de batalla. Cuando el fraile hubo cerrado la puerta tras de sí, vió en la otra pieza donde entraba, un hombre retirarse poco á poco, arrimado á la pared, como para no ser visto desde la estancia en que había tenido lugar el anterior coloquio, y reconoció al viejo criado que había salido á recibirle á la puerta del palacio. Servía éste en la casa cerca de cuarenta años, es decir, desde antes que naciese D. Rodrigo; él había entrado al servicio del padre, que era otra persona muy distinta. Muerto éste, el nuevo amo había despedido á toda la servidumbre y formado otra nueva; sin embargo, había retenido aquel servidor, que aunque viejo ya y de genio y costumbres totalmente diversas de las suyas, compensaba, no obstante este defecto, con dos cualidades, á saber: una alta opinión de la dignidad de la casa, y una gran práctica del ceremonial, acerca del cual conocía mejor que otro alguno las más antiguas tradiciones y las más minuciosas particularidades. En presencia del señor, el pobre anciano no se habría arriesgado á manifestar ni expresar su desaprobación acerca de lo que veía todos los días: apenas dejaba escapar alguna exclamación, algún reproche entre dientes delante de sus compañeros de servicio, los cuales se reían y tenían el gusto algunas veces de tocarle el citado punto, para hacerle decir lo que no hubiera querido, y para hacerle cantar las alabanzas de la antigua manera de vivir en aquella casa. Sus censuras no llegaban jamás á oídos del amo, sino acompañadas con la relación de las risas que habían causado; de modo, que aquéllas eran para éste un objeto de diversión, sin resentimiento. En los días, pues, de convite y de recepción, el viejo se convertía en un personaje serio y de importancia. El padre Cristóbal al pasar lo miró, lo saludó y continuó su camino; pero el anciano se le acercó misteriosamente, puso el índice sobre sus labios, y después con el mismo dedo le hizo una seña como para invitarle á entrar con él en un oscuro corredor. Cuando estuvieron en dicho sitio, le dijo en voz baja: “Padre mío, lo he oído todo y tengo precisión de hablaros”. --Decidlo pronto, buen hombre. --Aquí, no; ¡infeliz de mí si el amo percibiese!... Mas yo sé muchas cosas, y veré de ir mañana al convento. --¿Hay acaso formado algún proyecto? --Algo hay en campaña y de seguro. Yo lo he observado ya. Mas ahora estaré sobre aviso, y espero descubrirlo todo. Dejadme hacer: me toca ver y oir cosas... cosas infernales. Estoy en una casa... Pero yo querría salvar mi alma. --¡El Señor os bendiga! Y pronunciando estas palabras en voz baja, el fraile puso la mano sobre la cabeza del servidor, que aunque de más edad que aquél, permanecía tan encorvado en su presencia como un niño. El Señor os recompensará, prosiguió el fraile; no dejéis de ir mañana. --No faltaré, respondió el servidor; mas salid pronto, y... en nombre del cielo, no me nombréis... Así diciendo, y mirando á su alrededor, salió por otra puerta que había en el pasadizo á un pequeño salón que daba al patio; y habiendo visto el campo libre, llamó al buen fraile para que saliese. El semblante de éste respondió á las últimas palabras del anciano con más claridad que lo hubieran podido hacer las mejores protestas. El servidor le abrió la puerta, y el fraile sin decir otra cosa, partió. Aquel hombre había estado escuchando á la puerta de su amo: ¿había obrado bien? ¿Y Fr. Cristóbal hacía bien en alabarle tal acción? Según las reglas más comunes y más generalmente admitidas, era una acción muy fea; mas en semejante caso, ¿no podía considerarse como una excepción? ¿Por ventura las reglas más absolutas carecen de excepciones? Cuestión es importante; pero que si el lector gusta, resolverá por sí mismo. Nosotros no pretendemos dar nuestro parecer; bastante quehacer tenemos con referir los hechos. Habiendo salido ya, y después de haber vuelto la espalda á aquella infame guarida, Fr. Cristóbal respiró con más libertad, y se encaminó apresuradamente hacia la bajada, con el rostro inflamado, todo conmovido y agitado, como cualquiera puede imaginarse, por lo que había oído, y por lo que había dicho. Mas aquella tan inesperada oferta del anciano había sido un gran consuelo para él; le parecía que el cielo le había dado una señal visible de protección. He aquí un hilo, pensaba; un hilo que la Providencia pone en mis manos; ¡y en esa misma casa! ¡y sin que yo soñase siquiera en buscarlo! Así pensando, alzó la vista hacia el Occidente; y viendo el sol poniente que tocaba ya en la cima de la montaña, calculó que faltaba muy poco para concluirse el día. Entonces, aunque se sentía con los miembros quebrantados y desfallecidos por los varios accidentes de aquel día, apretó sin embargo el paso para poder llevar alguna noticia, cualquiera que ella fuese, á sus protegidos, y llegar después al convento antes de la noche; porque esto era una de las leyes más precisas y más severamente mantenidas del código de los capuchinos. Entretanto, en la casita de Lucía se habían puesto en planta y ventilado proyectos, de los cuales conviene informar al lector. Desde la partida del fraile, las tres personas que habían quedado guardaron por espacio de algún tiempo el silencio más profundo. Lucía preparaba tristemente la comida. Renzo, á punto de irse á cada momento, para quitarse de delante el espectáculo de la aflicción de ésta, y con todo, no pudiendo separarse; Inés enteramente ocupada en la apariencia con las devanaderas que hacía dar vueltas, mas en realidad estaba madurando un proyecto; y cuando le pareció que estaba ya, rompió el silencio en estos términos: --¡Escuchad, hijos míos! Si queréis tener corazón y la destreza que es necesaria; si queréis fiaros de vuestra madre (esta palabra _vuestra_ hizo estremecer á Lucía), yo me empeño en sacaros de este apuro, quizás mejor y más pronto que el padre Cristóbal, á pesar de ser el hombre que es... Lucía se puso en pie, y la miró con un aire que expresaba más bien admiración que confianza á la vista de una tan magnífica promesa; y Renzo dijo súbitamente: “¿Corazón, destreza? Decid, decid sin embozo lo que puede hacerse”. --¿No es verdad, prosiguió Inés, que si estuvieseis casados habría mucho adelantado, y que á todo lo demás se encontraría más fácilmente remedio? --¿Quién lo duda? dijo Renzo: una vez casados... todo el mundo es patria; y á dos pasos de aquí, pasado Bérgamo, el que trabaja la seda es recibido con los brazos abiertos. Vos sabéis cuántas veces mi primo Bartolo ha solicitado que me vaya con él, que haría fortuna como él la había hecho; y si yo me he resistido siempre, ha sido... ¿qué sirve el decirlo? porque mi corazón estaba aquí. Ya casados, nos vamos todos juntos, se establece allí la casa, se vive en santa paz, fuera de las garras de ese bribón, y lejos de la tentación de hacer algún despropósito. ¿No es cierto, Lucía? --Sí, dijo ésta; mas, ¿cómo? --Según yo he dicho, respondió la madre: corazón y destreza, y la cosa es fácil. --¡Fácil! dijeron á la vez los novios, para quienes el negocio había llegado á ser tan extraño y dolorosamente difícil. --Fácil, sabiéndolo hacer, replicó Inés. Escuchadme bien; yo veré el modo de hacéroslo comprender. Yo he oído decir á gente que sabe, y aun he visto un caso, que para celebrar un matrimonio, si bien se requiere un cura, no es necesario que consienta; es suficiente con que esté delante. --¿Y cómo se hace esto? preguntó Renzo. --Escuchad, y comprenderéis. Es preciso tener dos testigos bien listos, y que estén de acuerdo. Luego se va á encontrar al cura: lo esencial es cogerlo de improviso; que no tenga tiempo de escaparse. El hombre dice: Señor cura, yo tomo á ésta por mujer; la mujer dice: Señor cura, yo tomo á éste por marido... Es necesario que el cura lo oiga y también los testigos; y el matrimonio es bueno, perfecto y sagrado como si lo hubiese hecho el papa. Después de pronunciadas las citadas palabras, el cura puede gritar, mover estrépito, darse al diablo, es inútil, ya sois marido y mujer. --¿Es posible? exclamó Lucía. --¡Cómo! dijo Inés, ¡sería cosa digna de verse, que en el espacio de treinta años que he pasado en este mundo, antes que vosotros nacieseis, no hubiese aprendido algo! La cosa es tal, cual os la digo; por señas, que cierta amiga mía que quería casarse contra la voluntad de sus padres, haciéndolo de dicha manera, obtuvo su intento. El cura, que lo había sospechado, estaba alerta, mas los diablos de los testigos y los novios, supieron hacerlo tan bien, y lo atraparon tan á propósito, que no tuvieron más que pronunciar las palabras, y quedaron marido y mujer, á pesar de que la pobrecilla se arrepintió á los tres días. Inés decía la verdad, mirando á la posibilidad, y atendiendo al peligro de no poderlo conseguir de otro modo; pues así como no recurrían á semejante expediente sino las personas que habían encontrado algún obstáculo, ó sido rechazadas en las vías regulares, así también los párrocos ponían gran cuidado en evitar aquella forzada cooperación; y sin embargo, cuando alguno de ellos llegaba á ser sorprendido por una de aquellas parejas acompañada de testigos, hacía todo lo posible para escaparse, como Proteo de las manos de los que querían hacerle vaticinar á la fuerza. --¡Si fuese cierto, Lucía! dijo Renzo mirándola con aire de atención suplicante. --¡Cómo, si fuese cierto! replicó Inés. ¿Conque vosotros creéis que yo digo mentiras? Yo me afano por vosotros, y no soy creída: bien, bien; salid del apuro como podáis; yo me lavo las manos. --¡Oh, no; no nos abandonéis! dijo Renzo; hablo así porque la cosa me parece demasiado buena. Me entrego á vos enteramente, y os considero como si fueseis mi propia madre. Estas palabras desvanecieron el pequeño enfado de Inés, é hicieron olvidar una resolución, que á la verdad, no había sido formal. --Mas, ¿por qué pues, mamá, repuso Lucía, con su modesto continente: por qué este medio no se le ha ocurrido al padre Cristóbal? --¿Por qué no se le habrá ocurrido? respondió Inés: ¿piensas acaso que no le habrá venido á la imaginación? Mas no habrá querido hablarnos de él. --¿Por qué? preguntaron á un mismo tiempo ambos jóvenes. --Porque... porque, ya que lo queréis saber, los religiosos dicen que verdaderamente es una cosa que no está bien. --¿Cómo puede ser que no esté bien, y que sea bien hecho, después de verificado? dijo Renzo. --¡Qué queréis que os diga! respondió Inés. Las leyes las han hecho ellos á su gusto, y nosotros, infelices, no podemos comprenderlo todo. Y después, cuántas cosas... Ved aquí un ejemplo: ¿cómo se puede evitar el que uno vaya á dar una puñada á un cristiano? Ello es una cosa que no está bien; mas después de haberla dado, ni el mismo papa puede quitársela. --Si es una cosa que no está bien, dijo Lucía, no es preciso hacerla. --¡Qué! repuso Inés: ¿te querría yo dar acaso un consejo contra el temor de Dios? Si fuese contra la voluntad de tus padres para casarte con un mal hombre... pero yo estoy contenta con tener este nuevo hijo. El que hace nacer todas las dificultades es un malvado; y el señor cura... --Esto es tan claro, que cualquiera lo comprendería, dijo Renzo. --Es preciso no hablar de ello al padre Cristóbal antes de verificarlo, prosiguió Inés; pero cuando esté hecho y haya salido bien, ¿qué piensas que te dirá el padre? “¡Ah, hija mía! ¡es una grave falta! pero ya está hecho”... Los religiosos deben hablar así; pero sin embargo, creedme, en su interior estará satisfecho. Lucía, sin hallar qué contestar á este razonamiento, no parecía, á pesar de todo, convencida; mas Renzo, muy contento, dijo: “Siendo así, es cosa hecha”. --Despacio, dijo Inés: ¿y los testigos? Es preciso encontrar dos que quieran, y que en el ínterin sepan guardar silencio. ¿Y poder coger al señor cura, que de dos días á esta parte se está encerrado en su casa? ¿Y cómo hacerle permanecer allí? Pues aunque sea pesado por naturaleza, os puedo asegurar que al veros comparecer en dicha conformidad, se volverá listo como un gato, y escapará como el diablo del agua bendita. --He hallado el medio, lo he hallado, dijo Renzo dando una puñada sobre la mesa y haciendo bailar los platos preparados para la comida. En seguida expuso su idea, que Inés aprobó en todo y por todo. --Esto son sutilezas, dijo Lucía; no son cosas claras. Hasta ahora hemos obrado sinceramente; marchemos adelante con buena fe, y Dios nos ayudará; el padre Cristóbal lo ha dicho; oigamos su parecer. --Déjate guiar por quien sabe más que tú, dijo Inés con grave ademán. ¿Qué necesidad hay de pedir parecer? Dios dice: ayúdate, que yo te ayudaré. Nosotros se lo contaremos todo al padre, después de hecho. --Lucía, dijo Renzo, ¿queréis vos faltarme ahora? ¿no hemos hecho todos los preparativos como buenos cristianos? ¿No deberíamos ser ya marido y mujer? ¿No había fijado el cura el día y la hora? ¿Y de quién es la culpa, si debemos ahora ayudarnos con un poco de ingenio? No, no os opondréis. Voy y vuelvo con la respuesta. Y saludando á Lucía con ademán de súplica, y á Inés con aire de inteligencia, partió apresuradamente. Las tribulaciones aguzan el entendimiento; y Renzo, que en el sendero recto de la vida que había recorrido hasta entonces no se había encontrado en ocasión de aguzar mucho el suyo, había en el presente caso imaginado un medio, que hubiera honrado á un jurisconsulto. Se fué en derechura, según había proyectado, á la cabaña de un tal Tonio, que distaba poco de allí: lo encontró en la cocina, con una rodilla puesta sobre el poyo del hogar, sosteniendo con una mano el asa de un calderillo colocado sobre las calientes cenizas, y meneando con una corva cuchara una pequeña _polenta_[4] gris. La madre, el hermano, la mujer de Tonio, estaban sentados alrededor de la mesa, y tres ó cuatro chiquillos en pie cerca del padre estaban esperando con los ojos clavados en el citado calderillo que llegase el momento de desocuparlo. Mas allí no había aquella alegría que la vista de la comida suele, sin embargo, dar al que se la ha ganado con su trabajo; la cantidad de polenta era en razón del tiempo, y no del número y deseos de los convidados. Cada uno de éstos miraba con avaricia la pitanza común, y parecía pensar en el grande apetito que aún le quedaría. Mientras Renzo cambiaba los saludos con la familia, Tonio volcó la polenta en una escudilla de haya que estaba preparada para recibirla, é hizo el efecto de una pequeña luna en medio de un gran círculo de vapores. No obstante, las mujeres dijeron cortésmente á Renzo: “¿Queréis que se os sirva?”, cumplimiento que el aldeano de Lombardía, y quién sabe de cuántos otros países, no dejan de hacer jamás al que los encuentra comiendo, aunque el invitado fuese un rico glotón que se acabara de levantar de la mesa, y el aldeano no tuviese ya más que el último bocado. --Os lo agradezco, contestó Renzo; venía únicamente para decir una palabra á Tonio; y si quieres, Tonio, para no molestar á tus señoras, podemos ir á comer á la hostería y allí hablaremos. La proposición fué para Tonio tanto más grata cuanto menos esperada; y las mujeres y los chiquillos mismos (que sobre semejante punto empiezan pronto á raciocinar) no vieron de mala gana que se sustrajese á la polenta el concurrente más formidable. El invitado no se detuvo en pedir su parte, y partió con Rezo. Llegados á la hostería del pueblo, sentados con toda libertad, en una soledad perfecta, pues la miseria había dispersado á todos los que frecuentaban aquel lugar de delicias; habiendo mandado traer lo poco que allí se encontraba y una botella de vino, Renzo con aire de misterio dijo á Tonio: “Si tú quieres hacerme un pequeño favor, yo te haré uno grande”. --Habla, habla; pide, respondió Tonio, echándose de beber; hoy me arrojaría al fuego por ti. --¿No debes veinticinco libras al señor cura por el arriendo de un campo que labraste el año pasado? --¡Ah, Renzo, Renzo! tú echas á perder el bien que me haces. ¡Á qué recordarme esto! ¡Me has quitado ya el buen humor! --Si te hablo de la deuda, dijo Renzo, es porque si tú quieres, yo deseo proporcionarte el medio de pagarla. --¿Lo dices de veras? --De veras. ¡Eh! ¿estarás contento? --¿Contento? ¡Por Diana, si yo estaré contento! Aun cuando no fuese más que por no ver los gestos y señas de cabeza que me hace el señor cura cada vez que me encuentra. Y luego siempre: “Tonio, acordaos; Tonio, ¿cuándo nos veremos para aquel negocio?”. Á tal punto, que cuando al predicar fija la vista sobre mí, estoy casi temiendo que me diga allí públicamente: “¡Eh! ¿y las veinticinco libras?”. ¡Malditas sean! Y después tendrá que restituirme la gargantilla de oro de mi mujer, que la cambiaré en mucha más polenta... --Más, más, si tú quieres hacerme un pequeño servicio, las veinticinco libras están preparadas. --Dí pronto. --Pero... dijo Renzo, poniendo el índice sobre sus labios. --¿Es preciso que me encargues esto? Creo que me conoces bastante. --El señor cura va sacando ciertas razones sin jugo para dar largas á mi casamiento; y yo, por el contrario, quisiera despacharme. Me han dicho con seguridad que presentándose á él los dos novios con dos testigos, y diciéndole yo: Ésta es mi mujer; y Lucía: Éste es mi marido... el matrimonio es válido. ¿Me has comprendido? --¿Tú quieres que vaya á servirte de testigo? --Justamente. --¿Y pagarás por mí las veinticinco libras? --Así lo entiendo. --Sea un bribón el que falte. --Mas es preciso buscar otro testigo. --Lo he encontrado. El simplecillo de mi hermano Gervasio hará aquello que yo le diga. ¿Le pagarás tú de beber? --Y de comer, respondió Renzo. Le conduciremos aquí para que se divierta en nuestra compañía. ¿Mas, sabrá él hacer?... --Yo le enseñaré. Tú sabes bien que yo he tenido también su parte de juicio. --Mañana... --Bien. --Entre dos luces. --Muy bien. --Pero... dijo Renzo, volviendo á poner de nuevo el índice sobre la boca. --¡Bah!... repuso Tonio, inclinando la cabeza sobre el hombro derecho y levantando la mano izquierda con cierto ademán que quería decir: me haces una injuria. --Mas si tu mujer te pregunta, como sin duda te preguntará... --Con respecto á mentiras estoy en débito con mi mujer; y de tal modo, que no sé si llegaré jamás á saldar la cuenta. Ya encontraré alguna tontería para que su corazón esté tranquilo. --Mañana por la mañana, dijo Renzo, discurriremos con más comodidad para entendernos bien sobre todo. En esto salieron de la hostería. Tonio se encaminó á su casa, estudiando el embrollo que contaría á las mujeres, y Renzo á rendir cuenta de las medidas tomadas. Durante todo este tiempo, Inés se había cansado en vano de persuadir á su hija. Ésta iba oponiéndose á cada frase, ora á la una, ora á la otra parte de su dilema: ó es una mala acción, y entonces no debe ponerse en ejecución, ó no lo es; y entonces, ¿por qué no comunicársela al padre Cristóbal? Renzo llegó con ademán triunfante, hizo su relación y terminó con un _ahn_, interjección del país que significa: ¿soy ó no soy un hombre yo? Lucía meneaba lentamente la cabeza; mas los dos enfervorizados no le hacían caso, como suele hacerse con un niño al cual no se espera poder persuadir, y que se le reduce luego por medio de ruegos ó con autoridad á lo que se quiera de él. --Va bien, dijo Inés, va bien; mas no habéis pensado en todo. --¿Qué falta? respondió Renzo. --¿Y Perpetua? ¿No habéis pensado en Perpetua? Á Tonio y á su hermano los dejará entrar; pero, ¿juzgáis que os lo permitirá á vosotros dos? Tendrá orden de teneros tan lejos del cura, como un niño de un peral que tiene el fruto maduro. --¿Cómo lo haremos? dijo Renzo un poco confuso. --He aquí; ya lo he pensado. Yo iré con vosotros; tengo un secreto para atraerla y para encantarla de tal modo, que no se acordará de vosotros, y podréis entrar. La llamaré y tocaré una cuerda... Vosotros veréis. --¡Bendita seáis! exclamó Renzo; yo siempre he dicho que vos seríais nuestra Providencia en todo. --Mas todo no sirve de nada, dijo Inés, si no se persuade á ésta, que se obstina en decir que eso es un pecado. Renzo puso también en planta su elocuencia; pero Lucía no se dejaba conmover. --Yo no sé qué responder á vuestras razones, decía; mas veo que para hacer esa cosa, como vosotros decís, es preciso andar á caza de subterfugios, de engaños y de ficciones. ¡Ah, Renzo! ¡No es así como habíamos empezado! Yo quiero ser vuestra mujer... Y no había medio que pudiese pronunciar esta palabra y explicar esta intención sin que le saliesen los colores al rostro. “Yo quiero ser vuestra mujer, pero por el camino recto, como Dios manda, ante el altar. Dejemos obrar al de arriba. ¿No queréis que él sepa hallar el medio de ayudarnos mejor que nosotros podríamos hacerlo con todas esas trampas? ¿Y por qué hacer un misterio de ello al padre Cristóbal?”. La disputa duraba todavía y no parecía que estaba próxima á concluirse, cuando un ruido apresurado de sandalias y el rumor de un agitado hábito, semejante al que hacen en una vela extendida los repetidos soplos del viento, anunciaron al padre Cristóbal. Todos quedaron silenciosos, é Inés apenas tuvo tiempo de murmurar al oído de Lucía: “Oye, guárdate bien de decirle nada”. NOTAS: [4] Polenta, así llamaban en algunas partes de Italia, y sobre todo en el Milanesado, una especie de manjar que hacen en general las clases pobres, con agua y harina de castañas. CAPÍTULO SÉPTIMO El padre Cristóbal llegó en la actitud de un buen capitán, que habiendo perdido, mas no por culpa suya, una batalla importante, afligido, pero no desanimado, pensativo, pero no abatido, en retirada, pero no fugitivo, se traslada adonde la necesidad lo llama para defender los puntos amenazados, reunir las tropas y dar nuevas órdenes. “La paz sea con vosotros, dijo al entrar. No hay nada que esperar del hombre; tanta más necesidad de confiar en Dios, del cual tengo ya una prueba de protección”. Aunque ninguno de los tres esperase mucho de la tentativa del padre Cristóbal, porque el ver á un poderoso renunciar á una injusticia sin ser obligado, y ceder por mera condescendencia á desarmadas súplicas, era cosa más inaudita que rara; á pesar de todo, la triste certidumbre fué un golpe mortal para todos. Las mujeres bajaron la cabeza; pero en el ánimo de Renzo la cólera prevaleció al abatimiento. Aquella noticia lo encontraba ya sumamente mortificado con tantas sorpresas dolorosas, con tantas tentativas inútiles, con tantas esperanzas frustradas, y por demás exacerbado en aquel instante por la repulsa de Lucía. --Querría saber, gritó rechinando los dientes y levantando la voz como no había hecho hasta entonces en la presencia del padre Cristóbal; querría saber qué razones ha dado ese perro para sostener... para sostener que mi esposa no debe ser mi esposa. --¡Pobre Renzo! contestó el fraile con grave y piadoso acento y con una mirada que le recomendaba cariñosamente la calma; si el poderoso que quiere cometer la injusticia, estuviese siempre obligado á decir sus razones, las cosas no andarían como van. --¿Ha dicho, pues, ese perro que no quiere? ¿por qué no quiere? --¡Ni esto siquiera ha dicho, mi pobre Renzo! Sería una ventaja, si para cometer una maldad se debiese confesar abiertamente. --Pero algo ha debido decir: ¿qué os ha dicho ese tizón del infierno? --He comprendido sus palabras, mas no sabré repetírtelas. Las palabras del inicuo que es fuerte, son á un mismo tiempo penetrantes y fugitivas. Puede irritarse de que tú muestres sospechas de él, y á la vez hacerte conocer que son ciertas tus sospechas; puede insultar y manifestarse ofendido, ultrajar y pedir una satisfacción, aterrorizar y quejarse, ser impudente é irreprensible; en él no puede pedirse otra cosa. Él no ha pronunciado el nombre de esta inocente, ni el tuyo; no ha dado señales ni aun de conoceros; no ha dicho que tenía pretensión alguna; pero... pero sin embargo, demasiado he comprendido que él era inflexible. Á pesar de todo, ¡confianza en Dios! Vos, pobrecita, no desaniméis; y tú, Renzo... ¡Oh! cree, no obstante, que yo sé ponerme en tu lugar, que siento lo que pasa en tu corazón; ¡pero paciencia! Es una palabra débil, una palabra amarga para el que no cree; pero tú, ¿no querrás conceder á Dios un día, dos, el tiempo que querrá tomarse, para hacer triunfar la justicia? El tiempo le pertenece; ¡y él nos ha otorgado ya tanto! Deja obrar á Dios, Renzo, y sabe... sabed todos, que yo tengo ya en la mano un hilo para ayudaros. Por ahora, no puedo decir más. Mañana no vendré; debo permanecer todo el día en el convento por vosotros. Tú, Renzo, procura ir allá; y si por un caso impensado no pudieseis, manda un hombre fiel, un muchacho de juicio, por medio del cual pueda yo haceros saber lo que ocurra. Ya se hace de noche, es preciso que yo corra al convento. Fe, valor, y que Dios nos tenga en su santa guarda. Dicho esto salió apresuradamente, y se encaminó corriendo y casi al escape por un pedregoso y desigual sendero, para no correr el riesgo de que llegando tarde al convento se atrajese una buena reprimenda, ó lo que podía ser peor aún, una penitencia que le impidiese el día después estar listo y expedito para lo que pudiese exigir el cuidado de sus protegidos. --¿Habéis oído lo que ha dicho de un no sé qué... de un hilo que tiene para ayudarnos? dijo Lucía; conviene fiarse en él; es un hombre que cuando promete diez... --Si no hay más que esto... interrumpió Inés, hubiera debido hablarme con claridad ó llamarme aparte y decirme lo que hay... --No es más que cháchara; yo daré fin á ello, yo, repuso Renzo, esta vez recorriendo la estancia de un extremo á otro, con una voz, con un semblante que no dejaba duda ninguna acerca del sentido de aquellas palabras. --¡Oh, Renzo! exclamó Lucía. --¿Qué es lo que queréis decir? exclamó también Inés. --¿Qué necesidad hay de decirlo? Yo daré fin á ello. Aunque tenga cien mil diablos en el cuerpo, él por último es también de carne y hueso... --¡No, no, por Dios!... empezó á decir Lucía; mas el llanto le cortó la voz. --No debéis hablar de ese modo, ni aun por broma, dijo Inés. --¿Por broma? replicó Renzo, quedándose plantado delante de Inés, que estaba sentada, y clavando en ella sus ojos extraviados. ¡Por broma! ¡Veréis si será broma! --¡Oh, Renzo! dijo Lucía instantáneamente, sollozando; jamás os he visto así. --No digáis estas cosas, por Dios, replicó aún precipitadamente Inés, bajando la voz. ¿No recordáis cuánta gente tiene á su disposición? Y aun cuando... ¡Dios nos libre!... contra los pobres nunca hay justicia. --La justicia la haré yo. ¡Ya es tiempo! La cosa no es fácil; lo sé. El perro asesino se guarda bien, sabe lo que vale; pero no importa. Resolución y paciencia... y el momento llegará. Sí, la justicia la haré yo; yo libraré de él á todo el país. ¡Cuánta gente me bendecirá! Y después en tres cabriolas... El horror que sintió Lucía á estas últimas é insinuantes palabras, suspendió su llanto, y le dió fuerza para hablar. Quitándose las manos de su lloroso semblante, con acento conmovido, pero resuelto: “¡No os importa el tenerme por mujer! Yo estaba prometida á un joven que tenía temor de Dios; mas un hombre que hubiese cometido... aunque estuviese bajo el amparo de la justicia y al abrigo de toda venganza, aunque fuese el hijo del rey...”. --¡Y bien! gritó Renzo con el semblante aún más desencajado: y vos no seréis mía; mas tampoco lo seréis de él. Yo aquí sin vos, y él en la casa del... --¡Ah, no! ¡por piedad! no digáis eso; no me miréis así; no, no puedo veros de este modo, exclamó Lucía llorando, suplicando y juntando las manos. Mientras tanto Inés llamaba y volvía á llamar al joven por su nombre, y para apaciguarlo le daba golpecitos en las espaldas, cogía sus brazos y sus manos. Por último, se detuvo inmóvil y pensativo algún tiempo para contemplar el rostro suplicante de Lucía; luego, de repente, le dirigió una torva mirada, se hizo un poco atrás, extendió el brazo y el índice hacia ella, y exclamó: “¡Ella lo quiere, sí, ella lo quiere! ¡Él morirá!”. --¿Y yo, qué mal he hecho para que me hagáis morir? dijo Lucía, arrojándose á sus pies. --¡Vos! repuso con voz que expresaba una cólera diferente, pero que todavía era cólera; ¡vos! ¿qué bien me habéis hecho, qué pruebas me habéis dado? ¿No os he rogado, rogado y más rogado? Y vos: ¡No, no! --Sí, sí, respondió precipitadamente Lucía; iré á casa del cura; mañana, ahora si queréis; iré. Volved á vuestro primer proyecto; yo iré. --¿Me lo prometéis? dijo Renzo con un acento y rostro repentinamente vuelto más humano. --Os lo prometo. --Me lo habéis prometido. --¡Ah, Señor, gracias! exclamó Inés doblemente contenta. En medio de su gran cólera, ¿había Renzo pensado de qué provecho podía serle el espanto de Lucía? ¿Y no había usado un poco de artificio para hacerlo creer, y conseguir el fruto que deseaba? Nuestro autor protesta que no sabe nada, y yo por mi parte creo que ni aun el mismo Renzo lo sabía bien. El hecho es que estaba realmente enfurecido contra D. Rodrigo, y que deseaba ardientemente el consentimiento de Lucía; y cuando dos pasiones fuertes hablan juntamente al corazón del hombre, nadie, ni aun el mas paciente, puede siempre distinguir una voz de otra, y decir con seguridad cuál es la que predomina. --Os lo he prometido, respondió Lucía, con un afectuoso y tímido acento de reconvención; mas vos también habéis prometido de no dar el escándalo, de confiárselo al padre... --¡Oh, vaya! ¿por qué acabo de encolerizarme? ¿Queréis volveros atrás ahora, y hacerme cometer un despropósito? --No, no, dijo Lucía, volviendo á asustarse de nuevo. Lo he prometido, y no me vuelvo atrás. Pero ved vos mismo cómo me lo habéis hecho prometer. Dios no quiera... --¿Á qué hacer tristes augurios, Lucía? Dios sabe que no hacemos mal á nadie. --Prometedme á lo menos que ésta será la última escena. --Yo os lo prometo, á fe de hombre honrado. --Mas esta vez cumplid vuestra palabra, dijo Inés. Aquí el autor confiesa el no saber otra cosa; si Lucía estaba en todo y por todo pesarosa de haberse visto obligada á consentir. Nosotros dejamos, como él, la duda en planta. Renzo hubiera querido prolongar la conversación, y fijar punto por punto lo que debía hacerse al día siguiente; pero era ya muy entrada la noche, y las mujeres le despidieron, no pareciéndoles conveniente que se quedase por más tiempo á hora tan avanzada. La noche, sin embargo, fué para los tres tan buena, como puede serlo la que sucede á un día lleno de agitación y azares, y al que precede otro destinado á una empresa importante, y de éxito incierto. Renzo se presentó muy de mañana, y concertó con Inés la grande operación de aquella tarde, proponiendo y resolviendo alternativamente dificultades, previendo contratiempos, y empezando de nuevo, tan pronto el uno como la otra, á describir el suceso, como si contasen una cosa ya hecha. Lucía escuchaba, y sin aprobar con palabras lo que no podía aprobar en su corazón, prometía hacerlo lo mejor que ella supiese. --¿Iréis allá abajo, al convento, para hablar al padre Cristóbal, según él os previno ayer tarde? preguntó Inés á Renzo. --¡Quiá! respondió éste; ya sabéis qué diablos de ojos tiene el padre: me leería en la cara, como en un libro, que hay algo de nuevo; y si empezaba á hacerme preguntas, no podría salir bien de ellas. Y luego, yo debo permanecer aquí para atender al negocio. Sería mejor que mandaseis á alguno. --Mandaré á Menico. --Sí, muy bien, repuso Renzo; y partió para atender al negocio, como él había dicho. Inés se dirigió á la casa de al lado á buscar á Menico, el cual era un muchacho muy listo, que apenas tenía doce años, y que venía á ser sobrino suyo lejano. Lo pidió á los parientes, como prestado, por todo el día, “para un cierto servicio”, según ella decía. Teniéndolo ya en su poder, lo condujo á su cocina, le dió de almorzar, y le dijo que fuese á Pescarenico, y se presentase al padre Cristóbal, el cual lo volvería á mandar en seguida con una respuesta, cuando sería tiempo. “El padre Cristóbal, aquel bello anciano, con la barba blanca, á quien llaman el santo”... --Entiendo, dijo Menico, el que acaricia á todos los muchachos, y nos da de cuando en cuando algunas estampitas. --Justamente, Menico. Y si te dijese que esperes algún poco cerca del convento, no vayas á alejarte; ten cuidado de no ir con tus compañeros al lago á ver pescar, ni á divertirte con las redes colocadas en la tapia con el objeto de secarse, ni entretenerte con los demás juegos que acostumbráis. Es preciso saber que Menico era muy excelente para hacer cabriolas; y se sabe que todos, grandes y pequeños, hacemos voluntariamente las cosas para las cuales tenemos habilidad: no digo aquella sólo. --¡Bah! yo no soy ya un niño. --Bien, ten juicio; y cuando vuelvas con la respuesta... mira, estas dos bellas _parpagliole_ nuevas son para ti. --Dádmelas ahora, que es lo mismo. --No, no, que las jugarías. Anda y pórtate bien, que no te pesará. En el resto de aquella larga mañana se vieron ciertas novedades que pusieron no poco en sospecha el ánimo ya turbado de las mujeres. Un mendigo que no estaba extenuado, ni andrajoso como los demás, y con un no sé qué de oscuro y de siniestro en el semblante, entró á pedir limosna, lanzando por todas partes ciertas miradas escudriñadoras. Se le dió un pedazo de pan, que recibió y guardó con una indiferencia mal disimulada. Después entabló conversación con cierta desfachatez, y al mismo tiempo con perplejidad, haciendo muchas preguntas, á las cuales Inés se aceleró á responder siempre lo contrario de lo que era en realidad. Echando á andar como para salir, fingió equivocarse de puerta, entró por la que daba á la escalera, y se apresuró á hacerse cargo con la brevedad posible. Se le gritó por detrás: “¡Eh, eh! ¿adónde vais, buen hombre? Por aquí, por aquí”. Volvió atrás, y salió por la puerta que acababa de serle indicada, excusándose con una sumisión, con una humildad afectada, que estaba lejos de armonizar con los feroces y duros rasgos de aquella fisonomía. Después de éste, continuaron en dejarse ver, por intervalos, otras extrañas figuras. No se hubiera podido decir fácilmente qué casta de hombres eran aquéllos; mas no podía creerse tampoco que fuesen honrados viajeros, según querían parecer. Uno entraba con el pretexto de hacerse enseñar el camino; otros pasando por delante de la puerta iban pausadamente, y miraban á hurtadillas á través del patio la sala, como el que quiere ver sin causar sospechas. Finalmente, hacia el medio día, aquella fastidiosa procesión concluyó. Inés se levantaba de cuando en cuando, atravesaba el patio, se plantaba en la puerta de la calle, miraba á derecha é izquierda, y volvía diciendo: “Nadie”; palabra que pronunciaba con placer, y que Lucía oía con el mismo, sin que ni la una ni la otra supiesen descifrar claramente el por qué. Mas les quedó á ambas una indeterminada inquietud, que les quitó una gran parte del valor que habían puesto en reserva para la tarde. Conviene sin embargo que el lector sepa algo de más preciso con respecto á aquellos misteriosos vagabundos; y para informarlo completamente, es indispensable que volvamos atrás á encontrar á D. Rodrigo, que hemos dejado ayer solo en una estancia de palacio á la salida del padre Cristóbal. D. Rodrigo, según hemos dicho, medía de arriba á abajo á pasos largos aquella sala, en cuyas paredes estaban suspendidos retratos de familia de diversas generaciones. Cuando se encontraba con la cara casi tocando con la pared, y se volvía, veía al frente un guerrero, antepasado suyo, terror de los enemigos y de sus soldados, de torva mirada, cabellos cortos y erizados, los bigotes retorcidos y terminados en punta, que sobresalían de las mejillas, la barba oblicua; estaba el héroe en pie, con las grebas[5], los quijotes, coraza, brazales, manoplas, todo de hierro; con la mano derecha sobre el costado y la izquierda sobre el pomo de la espada. D. Rodrigo lo miraba; y cuando llegaba debajo de él, y daba la vuelta, he aquí que se encontraba enfrente de otro antepasado, magistrado, terror de litigantes y abogados, sentado en un sitial cubierto de rojo terciopelo, envuelto en una ancha y negra toga, todo negro, á excepción de una blanca golilla, dos largas valonas guarnecidas y forradas de piel de marta cibelina (éste era el distintivo de los senadores, y no lo llevaban más que en el invierno, razón por la cual no se hallará jamás un retrato de senador vestido de verano), macilento y con fruncidas cejas; tenía en la mano una súplica, y parecía decir: “Veremos”. Aquí una matrona, terror de sus camareras; allá un abad, terror de sus monjes: toda gente, en suma, que habían causado terror viviendo, y que en el lienzo lo inspiraban todavía. Á la vista de tales recuerdos, D. Rodrigo se enfurecía más y más, y se avergonzaba, no pudiendo reposar con la idea de que un fraile se hubiese atrevido á presentársele delante con la prosopopeya de Nathan. Formaba un proyecto de venganza, y lo abandonaba; pensaba al mismo tiempo cómo podría satisfacer su pasión, y lo que él llamaba su honor; y tal vez sintiendo retumbar en sus oídos el exordio de la profecía, se le erizaban los cabellos, según comúnmente se dice, y estaba casi dispuesto á renunciar á la idea de sus dos satisfacciones. Finalmente, por hacer algo, llamó á un criado, y le mandó que lo excusase con la reunión, diciéndoles que estaba ocupado en un negocio urgente. Cuando aquél volvió á darle parte de que los señores habían marchado, dejando encargado que le hiciese presente sus respetos,--¿Y el conde Attilio? preguntó D. Rodrigo, siempre paseando. --Ha salido con los demás caballeros, ilustrísimo señor. --Está bien: seis personas de séquito para salir á paseo, pronto. La espada, la capa, el sombrero. El servidor partió, contestando con una inclinación, y poco después volvió trayendo la rica espada, que el señor se ciñó; la capa que se echó sobre los hombros, y el sombrero adornado con grandes plumas, que se encasquetó fieramente, lo cual era señal de borrasca. Se puso en marcha, y en el umbral halló los seis tunantes completamente armados, los cuales formados en ala se inclinaron al pasar, y después echaron á andar tras él. Más feroz, más orgulloso, más altanero que de costumbre, salió y se dirigió paseando hacia Lecco. Los aldeanos, los artesanos, al verlo venir, se retiraban rozando la pared, y le hacían saludos é inclinaciones profundas, á las cuales no contestaba. Como inferiores se inclinaban aun aquéllos que para los otros eran llamados señores; porque en todo aquel país, á mil millas en contorno, no había ninguno que pudiese competir con él en nombre, en riquezas, y en lo que tenía relación con la voluntad de servirse de todo esto, para permanecer siempre sobre los demás; á éstos les correspondía con altanera dignidad. Cuando sucedía que se encontraba con el señor castellano español (este día no aconteció), el saludo era entonces igualmente profundo por ambas partes; en efecto, como entre dos potentados que mutuamente nada se deben, pero que por conveniencia hacen honor al rango el uno del otro. Para disipar un poco su enojo, y para oponer á la imagen del fraile que asediaba su mente imágenes enteramente diversas, D. Rodrigo entró en una casa, donde iba de ordinario mucha gente, y en la cual fué recibido con aquella cordialidad solícita y respetuosa que está reservada á los hombres que se hacen amar y temer á la vez. Siendo ya muy entrada la noche, se encaminó á su palacio. El conde Attilio había vuelto también en aquel mismo momento, y se sirvió la cena, durante la cual D. Rodrigo estuvo muy pensativo y habló poco. --Primo, ¿cuándo me pagáis aquella apuesta? dijo con tono malicioso é irónico el conde Attilio, apenas se quitó la mesa y salieron los criados. --S. Martín no ha pasado aún. --Tanto valdría que la pagaseis en seguida; porque pasarán todos los santos del calendario antes que... --Esto es lo que se ha de ver. --Primo, vos queréis haceros el político; pero yo lo comprendo todo, y estoy tan cierto de haberos ganado la apuesta, que vuelvo á estar dispuesto á hacer otra. --Veamos, ¿cuál? --Que el padre... el padre... qué se yo; que el fraile, en fin, os ha convertido. --He aquí ciertamente una de vuestras ideas. --Convertido, primo, convertido; yo lo digo. Por mí, me alegro. ¿Sabéis que será un bello espectáculo el veros todo compungido y con los ojos bajos? ¡Qué gloria para ese padre! ¡Qué satisfecho y envanecido habrá vuelto á su convento! No son peces que se pillan todos los días, ni con todas las redes. Estad seguro que os citará como un ejemplo; y cuando vaya á alguna misión un poco lejos, hablará de vuestros hechos. ¡Me parece oirlo! Y aquí, hablando con la nariz, y acompañando la palabra con ademanes burlescos, continuó con el tono de un predicador: “En cierta parte de este mundo, que por dichos respetos no nombro, vivía, carísimos oyentes míos, y vive todavía, un caballero libertino, más amigo de las muchachas que de los hombres de bien; el cual, avezado á hacer un haz de todas yerbas, había puesto los ojos...”. --Basta, basta, interrumpió D. Rodrigo medio risueño, y medio enojado. Si queréis doblar la apuesta, estoy pronto á ello. --¡Diablo! ¿habréis vos acaso convertido al padre? --No me habléis de él; y en cuanto á la apuesta, S. Martín decidirá. La curiosidad del conde estaba excitada; no perdonó ninguna clase de preguntas; pero D. Rodrigo las supo eludir, remitiéndose siempre al día de la decisión, y no queriendo comunicar á la parte contraria designios que no estaban ejecutados, ni aun enteramente resueltos. Á la mañana siguiente, D. Rodrigo despertó tal cual era. La aprehensión que aquellas palabras _vendrá un día_ le habían infundido, se desvaneció del todo con los sueños de la noche, y sólo le quedaba la rabia, exacerbada por la vergüenza de aquella debilidad pasajera. Las imágenes más recientes del paseo triunfal, de los saludos, de las buenas acogidas, y el sermón de su primo, habían contribuido no poco á hacerle recobrar su antiguo ánimo. Apenas se hubo levantado, hizo llamar al _Griso_. “Cosas grandes ocurren”, dijo aparte el criado, á quien fué dada la orden; porque el hombre que llevaba aquel apodo no era nada menos que el jefe de los bravos, al cual estaban confiadas las empresas más arriesgadas y más temerarias, de quien el noble confiaba enteramente, como que el hombre era todo suyo por gratitud é interés. Después de haber cometido un asesinato de día y públicamente, se encaminó á implorar la protección de D. Rodrigo; y éste, haciéndole vestir con su librea, lo puso á cubierto de las pesquisas de la justicia. Así, encargándose de perpetrar todos los delitos que le fuesen ordenados, él se había asegurado la impunidad del primero. Para D. Rodrigo, la adquisición no había sido de poca importancia; porque el _Griso_, además de ser, sin comparación, el más valiente de la cuadrilla, era también una prueba manifiesta de que su amo había podido barrenar felizmente las leyes; de suerte que su poder se engrandeció en el hecho y en la opinión. --_¡Griso!_ dijo D. Rodrigo, en esta coyuntura se verá lo que tú vales. Antes de mañana la Lucía debe hallarse en este palacio. --No se dirá jamás que el _Griso_ se haya apartado de las órdenes de su ilustrísimo amo y señor. --Toma cuantos hombres te sean necesarios, manda y dispón como mejor te parezca, á fin de que la cosa tenga un buen resultado. Mas procura sobre todo que no se la cause ningún daño. --Señor, un poco de miedo para que ella no haga demasiado ruido... no se podrá menos. --Miedo... entiendo... esto es inevitable. Pero que no se la toque un solo cabello, y sobre todo que se la respete de todos modos. ¿Has entendido? --Señor, no se puede separar una flor de la planta y traerla á vuestra señoría sin tocarla. Pero no se hará más que lo puramente necesario... --Bajo tu propia seguridad. Y... ¿cómo lo harás? --Eso estaba pensando, señor. Somos dichosos en que la casa esté en un extremo del pueblo. Tenemos precisión de buscar un sitio donde apostarnos, y justamente á poca distancia de allí se encuentra aquel caserón deshabitado y solo en medio de los campos, aquella casa... vuestra señoría no tendrá noticia de estas cosas... una casa que se quemó pocos años hace, no han tenido dinero para repararla y la han abandonado; y ahora se juntan allí las brujas; mas hoy no es sábado, y yo me río de todo. Esos villanos, que son tan supersticiosos, no se atreverían á pasar ninguna noche de la semana por todo el oro del mundo; así que, podemos ir á colocarnos á dicho sitio, con la seguridad de que nadie se acercará á interrumpirnos. --Está bien; ¿y luego? Aquí el _Griso_ se puso á proponer y D. Rodrigo á discutir, hasta que de acuerdo hubieron concertado la manera de dar fin á la empresa, sin que quedaran las huellas de los autores; en seguida el modo de dirigir las sospechas hacia otro lado por medio de falsos indicios; imponer silencio á la pobre Inés; infundir á Renzo un miedo tal, que le quitase la pesadumbre, la idea de recurrir á la justicia y también la voluntad de quejarse; y por último, todas las maldades necesarias para la consecución de lo principal. Nosotros dejamos de referir esa multitud de tramas que no son indispensables para la inteligencia de la historia. Bastará decir que mientras el _Griso_ iba á poner los proyectos en ejecución, D. Rodrigo le volvió á llamar y le dijo: “Si por acaso aquel temerario villano esta tarde sacase las uñas contra vosotros, no será malo que le deis anticipadamente una buena paliza por vía de recuerdo. Así, la orden que se le intimará mañana, de que se esté quieto, surtirá un efecto más seguro. Mas no vayáis á buscarlo, para no echar á perder lo que más importa. ¿Me has entendido?”. --Dejadlo á mi cuidado, contestó el _Griso_, inclinándose con un aire obsequioso y de jactancia, después de lo cual partió. La mañana se pasó en dar vueltas, con el objeto de reconocer el terreno. Aquel falso pordiosero que se había introducido de tal suerte en la pobre casita, no era otro que el _Griso_, el cual iba con un golpe de vista á levantar el plano; los mentados viajeros eran sus tunantes, á los cuales para obrar bajo sus órdenes bastaba tener un conocimiento muy superficial del lugar. Una vez hecha la descubierta, no se habían dejado ver más, para no dar que sospechar. Luego que volvieron todos al palacio, el _Griso_ echó sus cuentas, fijó definitivamente el proyecto de la empresa, asignó la gente y dió las instrucciones. Todo esto no se pudo hacer sin que aquel viejo servidor (que el lector conoce ya) que estaba con los ojos abiertos y el oído alerta, se apercibiese de que se maquinaba algo grande. Á fuerza de estar atento y de preguntar, cogiendo una noticia de aquí, otra media de allá, comentando entre sí una palabra oscura, interpretando una salida misteriosa; tanto hizo, que al fin vino á sacar en claro lo que debía tener lugar aquella noche. Mas cuando lo hubo conseguido, ella estaba ya muy próxima, y ya una pequeña vanguardia de bravos había ido á emboscarse al arruinado caserón. El pobre viejo, aunque conociese bien á qué juego tan peligroso jugaba y tuviese también miedo de llevar el socorro á tiempo, no quiso sin embargo faltar. Salió con el pretexto de tomar aire, y se encaminó con la mayor precipitación al convento, para dar al padre Cristóbal el aviso prometido. Poco después, los demás bravos se pusieron en movimiento y salieron separadamente uno después de otro, para no dar á conocer que iban juntos. El _Griso_ siguió luego, y no quedó dentro más que una litera, la cual debía ser conducida al caserón, entrada ya la noche, como así se verificó. Reunidos que fueron en aquel sitio, el _Griso_ despachó tres de los suyos á la hostería del lugar, ordenando que uno de ellos se pusiese en la puerta para observar lo que ocurriese en la calle, y ver cuándo todos los habitantes se hubiesen retirado; los otros dos que permaneciesen dentro jugando y bebiendo, como aficionados, y estuviesen entretanto espiando, si algo había que fuese digno de espiar. Él, con el resto de la tropa, quedó en acecho esperando la ocasión. El pobre viejo trotaba aún; los tres exploradores llegaron á su puesto; el sol se iba á poner, cuando Renzo entró en casa de las mujeres y dijo: “Tonio y Gervasio me aguardan fuera; voy con ellos á la hostería á comer un bocado, y al toque del _Avemaría_ vendremos á buscaros. Vamos, ¡valor, Lucía, no depende todo más que de un momento!”. Lucía suspiró y repitió: “¡Oh! ¡sí, sí, valor!” con una voz que desmentía sus palabras. Cuando Renzo y los dos compañeros llegaron á la hostería, se encontraron el susodicho ya plantado de centinela, que obstruía la mitad de la entrada, con la espalda apoyada sobre el pie derecho de la puerta, los brazos cruzados sobre el pecho, miraba y remiraba á derecha é izquierda, haciendo brillar tan pronto lo blanco como lo negro de sus dos ojos de ave de rapiña. Una gorra plana de terciopelo carmesí, puesta de medio lado, cubría la mitad del _ciuffo_, el cual dividiéndose sobre una frente morena daba vueltas por una parte y por otra, y terminaba en trenzas sujetas con un peinecillo sobre la nuca. Sostenía en su mano una gruesa estaca; armas verdaderamente no llevaba á la vista; mas cualquiera que le hubiese mirado tan sólo á la cara, aunque fuese un niño, habría juzgado que debía tener tantas escondidas, cuantas podían colocarse debajo de sus vestidos. Cuando Renzo, que iba delante de sus dos compañeros, fué á entrar, aquél sin incomodarse le miró muy fijamente; pero el joven, procurando esquivar toda disputa, como sucede al que tiene una empresa escabrosa entre manos, no manifestó apercibirlo, ni tampoco dijo: “Haceos á un lado”; y rozando con el otro pie derecho, pasó de lado por la abertura que dejaba aquella cariátide. Los dos compañeros debían hacer la misma evolución si querían entrar. Una vez dentro, vieron á los otros, cuyas voces habían oído ya; esto es, los dos bribones que sentados á la esquina de la mesa, jugaban á la _morra_ gritando los dos á la vez (pues así lo requiere el juego), y echándose ya el uno ya el otro de beber con un gran frasco que tenían en medio. Éstos, sin embargo, miraron fijamente á los recién llegados; y uno de ellos, especialmente, teniendo una mano en el aire, con tres dedos tendidos y separados, y con la boca abierta todavía por un gran “seis” que había pronunciado en aquel momento, miró á Renzo de pies á cabeza; después dió de ojo al compañero, y en seguida al de la puerta, que contestó con un signo de cabeza. Renzo, sospechoso é incierto, miraba á sus dos convidados como si quisiese buscar en su semblante una interpretación de todas aquellas señales; mas sus rostros no indicaban otra cosa que un buen apetito. El dueño de la hostería le miraba también como para esperar órdenes: aquél lo hizo ir consigo á una estancia próxima, y le ordenó que trajera la cena. --¿Quiénes son aquellos forasteros? le preguntó luego en voz baja, cuando aquél volvió con unos gruesos manteles debajo del brazo y una botella en la mano. --No los conozco, repuso el huésped, desplegando los citados manteles. --¡Cómo! ¿ni siquiera á uno? --Vos sabéis muy bien, respondió aquél, tendiendo los manteles sobre la mesa, que la primera regla de nuestro oficio es el no ocuparnos de los negocios de otros, tanto, que hasta nuestras mujeres no son curiosas. Estaríamos frescos con tanta gente que va y viene; esto es siempre un puerto de mar, cuando el año es bueno, quiero decir; mas estemos alegres, que el buen tiempo volverá. Á nosotros nos basta que los parroquianos sean gente de bien; poco nos importa el que sean esto ó lo otro. Entretanto, voy á traeros un famoso plato de _polpette_ como jamás las habréis comido. --¿Cómo podéis saber?... replicó Renzo. Mas el huésped en dirección ya de la cocina, siguió su camino. Mientras tomaba la cacerola de _polpette_ que acabamos de decir, se le acercó poquito á poco aquel bravo que había mirado á nuestro joven, y le dijo á media voz: “¿Quién es esa buena gente?”. --Son hombres honrados, de aquí, del pueblo, repuso el huésped echando las _polpette_ en un plato. --Está bien; ¿pero cómo se llaman? ¿quiénes son? insistió aquél con la voz un tanto áspera. --El uno se llama Renzo, respondió el huésped, pero en voz baja: un buen muchacho regularmente establecido; hilador de seda, que sabe bien su oficio. El otro es un aldeano llamado Tonio, buen compañero, alegre convidado; siendo una lástima que tenga poco dinero, porque todo lo gastaría aquí. El tercero es un bendito que come voluntariamente cuanto le dan. Con vuestro permiso... Y de un salto abandonó la hornilla y al interrogante, y se dirigió á llevar el plato para quien estaba destinado. --¿Cómo podéis saber, replicó Renzo, cuando lo vió aparecer de nuevo, que sea buena gente, si no los conocéis? --Por sus acciones, querido amigo; el hombre se conoce por sus acciones. Los que beben el vino sin criticar, que pagan al contado sin regatear, que no arman camorra con los demás parroquianos, y que si tienen que dar alguna cuchillada á alguno lo van á esperar fuera y lejos de la hostería, de modo que el infeliz huésped no se comprometa jamás, éstos son aquellos á quienes yo llamo buena gente. Por lo tanto, podemos conocer la gente honrada, como nos conocemos nosotros cuatro, y mejor. ¿Y qué diablo de capricho tenéis en querer saber tantas cosas, cuando sois novio y debéis tener otras tantas en la cabeza? ¡Y delante estas _polpette_ que harían resucitar á un muerto! Dicho esto, se volvió á la cocina. Nuestro autor, observando la diversa manera que tenía el dueño de la hostería de satisfacer á las preguntas, dice que era un hombre por ese estilo; que en todos sus discursos hacía profesión de ser muy amigo de los hombres honrados en general; pero en la práctica, usaba de una complacencia mucho mayor con aquéllos que tenían reputación ó apariencia de bribones. ¡Qué carácter tan singular! La cena no fué muy alegre. Los dos convidados hubieran querido saborear con toda comodidad; pero el que convidaba, preocupado con lo que ya sabe el lector, fastidiado y aun inquieto del extraño continente de aquellos desconocidos, no veía otra cosa más que el momento de poder salir de allí. Se hablaba á media voz á causa de ellos; y aun esto eran palabras truncadas y sin sentido. --¡Qué bella cosa, se le escapó decir á Gervasio, que Renzo quiera tomar mujer y que tenga necesidad!... Renzo tomó un aspecto severo. “¡Quieres callarte, animal!”, le dijo Tonio, acompañando el epíteto con un codazo. La conversación fué languideciendo hasta el fin. Renzo, habiendo sido muy parco, tanto en el comer como en el beber, tuvo cuidado en dar de beber con discreción á los dos testigos, con el objeto de inspirarles un poco de brío sin hacerles perder la razón. Levantada ya la mesa, pagada la cuenta del gasto que habían hecho, se vieron obligados á pasar de nuevo los tres por delante de aquellas figuras, que se volvieron todos hacia Renzo, como la primera vez. Cuando habiendo dado algunos pasos fuera de la hostería, miró tras de sí y vió que los dos que había dejado sentados en la cocina le seguían, entonces se paró con sus dos compañeros, como si quisiese decir: “Veamos lo que querrán de mí esas gentes”. Mas cuando los dos se apercibieron de que eran observados, se pararon también, hablaron en voz baja, y se volvieron. Si Renzo hubiese estado bastante cerca para oir sus palabras, le hubieran parecido muy extrañas.--Sería, sin embargo, un grande honor, sin contar el provecho, decía uno de los malandrines, si al volver al palacio pudiésemos contar el haberle medido las espaldas por nosotros mismos, sin que el _Sr. Griso_ haya venido á arreglarlo. --¡Y echar á perder el negocio principal! dijo el otro. He aquí que él ha conocido algo; ved cómo se para á mirarnos. ¡Oh, si fuese más tarde! Volvámonos para no dar sospechas. Mirad que viene gente por todas partes; dejemos ir las gallinas todas al gallinero. Efectivamente, se percibía aquel bullicio, aquel rumor que se deja oir al anochecer en una población, y que momentos después hace lugar al solemne silencio de la noche. Las mujeres llegaban del campo llevando sobre su cuello á los tiernos niños y conduciendo de la mano á los mayorcitos, á los cuales hacían repetir las oraciones de la tarde; los hombres venían con las palas y los azadones al hombro. Al abrirse las puertas, se veían lucir aquí y allá los fuegos encendidos para preparar las frugales cenas; oíanse en la calle cambiarse los saludos, y de cuando en cuando alguna que otra palabra sobre la escasez de la cosecha y sobre la miseria del año; además de aquellas conversaciones, se oía también el tañido mesurado y sonoro de la campana que anunciaba la conclusión del día. Cuando Renzo vió que los dos indiscretos se habían retirado, continuó su camino en la oscuridad, que á cada paso se iba aumentando, haciendo ya una ya otra advertencia á los dos hermanos. Era ya enteramente de noche cuando llegaron á la morada de Lucía. Entre la primera idea de una empresa terrible y su ejecución, el intervalo es un sueño lleno de fantasmas y de temores. Lucía yacía después de algunas horas en las angustias de un sueño semejante; é Inés, Inés misma, autora del consejo, estaba muy pensativa, y apenas encontraba palabras para animar á su hija. Pero en el momento de despertarse, esto es, en el momento en que es necesario obrar, el ánimo se encuentra enteramente mudado. Al terror y al valor que se disputaban vuestro corazón, sucede otro temor y otro valor; la empresa se presenta á la mente como una nueva aparición: lo que primeramente asustaba más, parece á veces que viene á ser mas fácil en un momento; otras, el obstáculo que apenas se había percibido toma colosales dimensiones, la imaginación retrocede espantada, los miembros parece que rehúsan obedecer, y el corazón falta á las promesas que había hecho con la mayor seguridad. Al humilde llamar de Renzo, Lucía fué asaltada de un terror tan grande, que resolvió en aquel momento el sufrirlo todo, el estar siempre separada de él más bien que seguir aquella resolución; mas cuando aquél se dejó ver y dijo: “Ya están aquí, partamos”; cuando todos se mostraron prontos á echar á andar sin titubear, como quien va á una cosa establecida ya de antemano é irrevocable, Lucía no tuvo tiempo ni fuerzas para oponer alguna dificultad, y como arrastrada cogió temblando un brazo de su madre y otro de su prometido, y se puso en marcha con la arriesgada compañía. Poquito á poco y guardando el más profundo silencio, en medio de la oscuridad, con pasos mesurados, salieron de la casita y tomaron el camino que conducía fuera del pueblo. Lo más corto hubiera sido el atravesarlo, pues así hubieran ido directamente á la casa de D. Abundio; mas escogieron dicho camino con el objeto de no ser vistos. Por pequeños senderos, atravesando huertas y campos, llegaron cerca de la expresada casa, y allí se separaron. Los dos novios permanecieron ocultos detrás del ángulo que formaba aquélla; Inés con ellos, pero un poco más adelante, á fin de correr con tiempo al encuentro de Perpetua y hacerse dueña de ella; Tonio, con el imbécil Gervasio, que nada sabía hacer por sí solo, y sin el cual tampoco nada se podía hacer, se presentaron valerosamente á la puerta y llamaron. --¿Quién es á estas horas? gritó una voz desde la ventana, que se abrió en aquel momento. Enfermos no hay, á lo menos que yo sepa. ¿Habrá acaso sucedido alguna desgracia? --Soy yo, respondió Tonio, con mi hermano, que tenemos precisión de hablar al señor cura. --¿Es ésta una hora regular? dijo bruscamente Perpetua. ¡Qué discreción! Volved mañana. --Escuchad: volveré ó no volveré; he recogido cierto dinero, y vengo á saldar aquella cuentecilla que sabéis: tenía aquí veinticinco hermosas monedas, todas ellas nuevas; mas si no se puede, paciencia; ya sé cómo gastarlas, y volveré cuando haya juntado otras tantas. --Aguardad, aguardad; voy y vuelvo. Mas, ¿por qué venís á esta hora? --Las he recibido poco hace, y he pensado, como os digo, que si ellas han de dormir conmigo, no sé de qué parecer seré mañana. Mas si no os agrada la hora, no sé qué decir: por mí, estoy aquí, y si no queréis, me voy. --No, no, aguardad un instante; vuelvo con la respuesta. Dicho esto, cerró la ventana. En seguida Inés se separó de los novios, y dijo en voz baja á Lucía: ¡Ánimo! esto no es más que un momento, como sacarse un diente. En seguida fué á reunirse con los dos hermanos que permanecían delante la puerta, y se puso á conversar con Tonio; de modo que Perpetua, yendo á abrir, pudiese creer que pasaba por casualidad y que Tonio la había entretenido un momento. NOTAS: [5] Greba: pieza de la armadura antigua que cubría las piernas; llámase también esquinela, canillera. CAPÍTULO OCTAVO --¡Carneade! ¿Quién era este hombre?, murmuraba entre sí D. Abundio, sentado en su sillón, en una estancia del piso superior, con un libro abierto delante, cuando Perpetua entró á ser portadora del mensaje. “¡Carneade! este nombre me parece mucho haberlo leído ú oído: debía ser un sabio, un literato de los antiguos tiempos; éste es un nombre de aquella época; ¿pero qué diablo era ese Carneade?”. ¡Tan lejos estaba el pobre hombre de prever la borrasca que se formaba sobre su cabeza! Es indispensable saber que D. Abundio se deleitaba en leer un poquito cada día; y un cura vecino suyo, que tenía una pequeña librería, le prestaba un libro después de otro, el primero que le venía á mano. Aquél sobre el cual meditaba al presente D. Abundio, convaleciente de la fiebre del susto, ya más curado (tocante á la fiebre) que no quería dejar creer, era un panegírico en loor de S. Carlos, pronunciado con mucho énfasis y escuchado con grande admiración en la catedral de Milán, dos años antes. El santo era comparado, á causa de su pasión por el estudio, á Arquímedes, y hasta aquí D. Abundio no encontraba ninguna dificultad; porque Arquímedes ha hecho cosas tan curiosas, ha hecho hablar tanto de sí, que para saber algo no es necesario tener una erudición muy vasta. Después de Arquímedes, el orador ponía en parangón también á Carneade, y el lector en este punto había quedado en suspenso. En el mismo momento entró Perpetua anunciando la visita de Tonio. --¿Á esta hora? dijo también D. Abundio, como era natural. --¡Qué queréis! son indiscretos; pero si no los pilláis al vuelo... --Ya: ¡si no lo pillo ahora, quién sabe cuándo lo podré pillar! Hacedlo entrar... ¡Eh, eh! ¿Estáis bien segura que sea él mismo? --¡Diablo! repuso Perpetua; bajó, abrió la puerta y dijo: “¿En dónde estáis?”. Tonio se dejó ver, y al mismo tiempo apareció también Inés, la cual saludó á Perpetua por su nombre. --Buenas noches, Inés, dijo Perpetua; ¿de dónde se viene á estas horas? --Vengo de... y nombró un pueblecillo cercano. Y si supieseis... continuó: He tenido una disputa por causa vuestra. --¡Oh! ¿por qué? preguntó Perpetua; y volviéndose á los dos hermanos: Entrad, les dijo, que al instante soy con vosotros. --Porque, repuso Inés, una mujer de aquellas que no saben las cosas y quieren hablar... ¿lo creeréis? se obstinaba en decir que vos no os habíais casado con Beppo Suolavecchia, ni con Anselmo Lunghigna, porque no os habían querido. Yo sostenía que vos rehusasteis á uno y á otro... --Seguramente. ¡Oh! ¡La embustera! ¿Quién es esa mujer? --No me lo preguntéis, pues no me gusta hablar mal de nadie. --Me lo diréis, me lo habéis de decir. ¡Oh, vaya con la embustera! --Basta... mas no podéis creer cuánto he sentido el no saber bien toda la historia para confundirla. --¡Mirad si se puede inventar! ¡y de qué modo! exclamó de nuevo Perpetua; y de improviso, repuso: En cuanto á Beppo, todos saben y han podido ver... ¡Eh, Tonio! entrad y cerrad la puerta, que ya voy. Tonio desde dentro hizo lo que se le prevenía, y Perpetua prosiguió su apasionada narración. Enfrente de la puerta de D. Abundio había entre dos casitas una callejuela, al fin de la cual se hallaba el campo. Inés se dirigió hacia ella como si quisiese retirarse aparte para hablar más libremente, y Perpetua la siguió. Cuando ambas llegaron al sitio desde donde no se podía ver lo que pasaba delante de la casa de D. Abundio, Inés tosió fuertemente. Ésta era la señal convenida: así que Renzo la oyó, animó á Lucía, dándola un apretón de brazo, y los dos de puntillas avanzaron, arrimándose á la pared, guardando el mayor silencio; llegaron á la puerta, la abrieron poquito á poco, sin hablar una palabra, é inclinados entraron en el corredor, en donde estaban los dos hermanos esperándolos. Renzo cerró la puerta de nuevo muy despacio, y los cuatro subieron la escalera, no haciendo siquiera el ruido de una persona. Llegado que hubieron á la meseta, los dos hermanos se aproximaron á la puerta de la habitación que estaba al lado de la escalera; los novios se quedaron como clavados en la pared. --_Deo gratias_, dijo Tonio en voz clara. --¿Sois vos, Tonio? Entrad, contestó la voz desde adentro. El que así llamaban abrió la puerta apenas lo suficiente para poder pasar él y su hermano, uno después de otro. El rayo de luz que salió de improviso por aquella abertura y se dibujó sobre el oscuro pavimento de la meseta, hizo estremecer á Lucía del mismo modo que si hubiese sido descubierta. Habiendo entrado los hermanos, Tonio cerró la puerta tras sí; los novios permanecieron inmóviles en la oscuridad, con el oído atento, reteniendo la respiración; el ruido solo que en un caso se hubiera podido oir sería las palpitaciones del corazón de Lucía. D. Abundio estaba, según hemos dicho, sentado en un sillón viejo envuelto en unas hopalandas, cubierta la cabeza con un gorro raído calado hasta las cejas, á la escasa luz de una pequeña lámpara. Dos mechones de cabellos se escapaban al través de su gorro, dos espesas cejas, dos espesos bigotes, una poblada perilla, todo aquel pelo cano y esparcido sobre aquella cara morena y rugosa, podía compararse á esos arbustos cubiertos de nieve que se dibujan en medio de un precipicio á la claridad de la luna. --¡Ah, ah! fué el saludo, mientras se quitaba los anteojos y los colocaba sobre su libro. --El señor cura dirá que he venido tarde, dijo Tonio saludando, según lo hizo también, pero con más torpeza, Gervasio. --Seguramente que es tarde, tarde de todos modos. ¿Sabéis que estoy enfermo? --¡Oh, lo siento mucho! --Ya lo habréis oído decir; estoy enfermo, y no sé cuándo podré dejarme ver... Mas, ¿por qué habéis traído con vos á ese... ese muchacho? --Para que me acompañe, señor cura. --Bien, veamos. --Aquí están las veinticinco libras, todas nuevas, de aquellas que tienen un S. Ambrosio á caballo, dijo Tonio sacando de su faltriquera un paquetito envuelto. --Veamos, repitió D. Abundio; y tomando el paquete, se volvió á poner los anteojos: lo abrió, sacó las monedas, las contó, las volvió, las revolvió, y las encontró sin defecto alguno. --Ahora, señor cura, me daréis el collar de mi Tecla. --Es muy justo, respondió D. Abundio. Se dirigió á un armario, sacó una llave del bolsillo, y mirando á su alrededor, como para tener lejos á los espectadores, abrió un lado de la puerta, cubriendo con su cuerpo la abertura que acababa de practicar, metió dentro la cabeza para ver y un brazo para coger el collar; lo tomó, y habiendo cerrado el armario, lo entregó á Tonio, diciendo: “¿Es esto?”. --Ahora, dijo Tonio, tened la bondad de poner un poco de negro sobre lo blanco. --¡También esto! dijo D. Abundio: ellos lo saben todo. ¡Oh, qué sospechoso se ha vuelto el mundo! ¿No os fiáis de mí? --¡Cómo, señor cura! ¿Si me fío? Vos me hacéis un agravio; pero como mi nombre está puesto en vuestro gran libro, en el libro de las deudas... con que ya que habéis tenido la incomodidad de escribir una vez, también... de la vida á la muerte... --Bien, bien, interrumpió D. Abundio; y refunfuñando tiró de un cajoncito de la mesa, sacó papel, pluma y tintero, y se puso á escribir, repitiendo á viva voz las palabras, á medida que salían de la pluma. Entonces Tonio y Gervasio, por medio de una señal que aquél le hizo, se plantaron de pie delante de la mesa, de manera que pudiesen ocultar la puerta al que escribía. Como si estuviesen muy cansados, iban arrastrando sus pies sobre el pavimento, para advertir á los que estaban fuera que podían entrar, y para cubrir al mismo tiempo el ruido de las pisadas. D. Abundio, abismado en su escritura, nada veía. Á la señal convenida, Renzo cogió á Lucía del brazo, lo apretó para darla ánimo y echó á andar, arrastrándola tras de sí toda trémula, pues que ella no hubiera podido ir sola. Entraron poquito á poco, de puntillas, conteniendo la respiración, y se escondieron detrás de los dos hermanos. Entretanto D. Abundio, habiendo concluido de escribir, volvió á leer atentamente sin levantar los ojos del papel; luego lo dobló, diciendo: “¿Estaréis contentos ahora?”. Y quitándose con una mano los anteojos de encima la nariz, alargó con la otra el papel á Tonio, levantando la cabeza. Éste extendió la mano para tomarlo y se retiró á un lado; Gervasio, á una señal suya, se colocó al otro; y en el medio, como al mudarse una decoración, aparecieron Renzo y Lucía. D. Abundio vió confusamente, después vió claro, se asustó, quedó mudo de estupor, se enfureció, reflexionó, tomó una resolución, todo esto en el intervalo de tiempo que Renzo gastó en pronunciar las siguientes palabras: “Señor cura, en presencia de estos testigos, digo que ésta es mi mujer”. Antes que sus labios se hubiesen cerrado, ya D. Abundio, dejando caer el papel, había cogido y levantado la lámpara con la mano izquierda, agarrado con la derecha el tapete que cubría la mesa; y atrayéndolo hacia él con furia, hizo caer al suelo el libro, el papel, el tintero y los polvos; después, deslizándose entre el sillón y la mesa, se había acercado á Lucía. La infeliz, con su dulce voz, y en aquel momento toda trémula, apenas había podido proferir: “Y éste”... cuando D. Abundio la había arrojado bruscamente el tapete encima, cubriéndole la cabeza y el semblante á un mismo tiempo para impedirle el pronunciar la fórmula entera. En seguida, dejando caer la lámpara que tenía en la otra mano, se ayudó también con ella para envolver la cabeza de Lucía en el tapete, hasta el punto de sofocarla; y en el ínterin gritaba á más no poder: “¡Perpetua, Perpetua! ¡Traición, socorro!”. El pábilo de la lámpara que moría sobre el pavimento, arrojaba una luz lánguida y desigual sobre Lucía, la cual sumamente alarmada no trataba siquiera de desembarazarse, asemejándose á una estatua cubierta de arcilla, sobre la cual el artista ha echado un húmedo trapo. Apagada enteramente la luz, D. Abundio abandonó á la infeliz, y fué buscando á tientas la puerta que daba á una habitación más interior, la halló, entró en ella, cerró por dentro y todavía continuaba gritando: “¡Perpetua! ¡Traición, socorro! ¡Fuera de esta casa, fuera de esta casa!”. En la otra pieza todo era confusión; Renzo buscaba al cura, moviendo los brazos y manos como si jugase á la gallina ciega; habiendo llegado á la puerta, llamaba á ella gritando: “¡Abrid, abrid! No metáis tanta bulla”. Lucía llamaba también á Renzo con voz ahogada, y le decía suplicando: “¡Vámonos, vámonos, por el amor de Dios!”. Tonio, á gatas, iba barriendo con las manos el suelo, para recobrar su recibo. Gervasio, espantado, gritaba y saltaba, buscando la puerta de la escalera para salvarse. En medio de esta batahola, no podemos menos de detenernos un momento para hacer una reflexión. Renzo, que movía todo aquel estrépito, de noche, en casa ajena, que se había introducido furtivamente, y tenía al mismo dueño sitiado en su habitación, presentaba todas las apariencias de un opresor; y sin embargo, bien considerado, él era el oprimido. D. Abundio, sorprendido, fugitivo, asustado, mientras atendía tranquilamente á sus negocios, parecía la víctima; y no obstante, en realidad él era el que hacía la injuria. Así va muchas veces el mundo... quiero decir, así iba en el siglo XVII. El asaltado, viendo que el enemigo no daba señales de retirarse, abrió una ventana que miraba al cementerio de la iglesia, y se puso á gritar: “¡Socorro, socorro!”. La luna despedía una brillante claridad, la sombra de la iglesia y del campanario, se dibujaban negras é inmóviles sobre el cementerio lleno de yerbas: todos los objetos se podían distinguir como si hubiese sido de día; pero hasta donde se extendía la vista, no aparecía ningún indicio de ser viviente. Contiguo, sin embargo, á la pared lateral de la iglesia, y justamente por el lado que correspondía á la casa parroquial, había un pequeño agujero, especie de gatera, donde dormía el sacristán. Habiendo éste despertado á tan desordenados gritos, dió un salto sobre su lecho, abrió apresuradamente una pequeña ventana, sacó fuera la cabeza, y con los ojos todavía cerrados dijo: “¿Qué es esto?”. --¡Corred, Ambrosio! ¡Socorro! Hay gente en casa, gritó D. Abundio. --Voy al momento, respondió aquél. Metió adentro la cabeza, volvió á cerrar su ventanillo, y aunque medio soñoliento, y más que medio asustado, encontró de manos á boca un expediente para llevar más socorros de los que se le pedían, sin tener necesidad de ir á meterse en medio de la tremolina, cualquiera que ella fuese. Cogió los calzones que estaban sobre su cama, se los colocó debajo del brazo, y subiendo á brincos por una escalerilla de mano, corrió al campanario, asió la cuerda de la más grande de las dos campanas que allí había, y empezó á tocar rebato. Ton, ton, ton, ton. Los aldeanos se apresuran á sentarse sobre la cama, los muchachos acostados en los graneros aguzan los oídos, y se ponen de pie. ¿Qué es esto, qué es esto? ¡La campana toca á rebato! ¿Será fuego, ladrones, bandidos? Muchas mujeres aconsejan, ruegan á sus maridos que no se muevan, que dejen ir á los demás; algunos se levantan y se dirigen á la ventana; los cobardes, como si se rindiesen á las súplicas, se vuelven á meter debajo de las mantas; los más curiosos y más valientes, bajan á tomar las horquillas y los arcabuces para acudir al ruido; otros, finalmente, permanecen meros espectadores. Mas antes que ellos estuviesen arreglados, antes de estar bien despiertos, el ruido había herido ya los oídos de otras personas que velaban, no lejos de allí, levantadas y vestidas: los bravos por un lado, Inés y Perpetua por el otro. Diremos antes, brevemente, lo que aquéllos habían hecho desde el momento en que los dejamos, parte en el caserón y parte en la hostería. Cuando éstos tres últimos vieron todas las puertas cerradas y la calle desierta, salieron á toda prisa, diciendo que deseaban llegar pronto á su casa; dieron una vuelta por el pueblo para ver mejor si todo el mundo se había retirado, y en efecto, no encontraron alma viviente, ni oyeron el menor ruido. Pasaron también poquito á poco por delante de nuestra pobre casita, la más tranquila de todas porque no había nadie dentro. Entonces se encaminaron directamente al caserón, é hicieron su relación al Sr. _Griso_. Éste se cubrió la cabeza con un gran sombrero de anchas alas, se puso una especie de ropón de hule sembrado por todos lados de conchas, tomó un bordón de peregrino, y dijo: “Bravos, marchemos; silencio, y atención á las órdenes”. Después de pronunciadas estas palabras, se puso en marcha el primero, siguiéndole los demás. Al poco tiempo llegaron á la casita, por un camino opuesto al que nuestra pequeña tropa había seguido para hacer también su expedición. El _Griso_ hizo detener su partida á algunos pasos, se adelantó solo con el objeto de explorar, y viendo que por fuera estaba todo desierto y tranquilo, mandó avanzar á dos de aquellos bribones; les dió la orden de escalar con precaución la pared que circula el pequeño patio, y que estando dentro, se ocultasen en un ángulo, que estaba plantado de una multitud de higueras, sobre cuyo sitio había echado la vista aquella misma mañana. Hecho esto, llamó muy bajito á la puerta, con la intención de decir que era un desgraciado peregrino, que pedía hospitalidad hasta que fuese de día. Nadie contestó; volvió á llamar con más fuerza; nada, el mismo silencio. Entonces llamó á un tercer malandrín, le hizo escalar la pared del patio como lo habían verificado los otros dos, con orden de descorrer poco á poco el cerrojo, para tener de este modo libre el ingreso y la retirada. Todo se hizo con la mayor precaución y con próspero resultado. En seguida fué á llamar á los demás, los llevó consigo, les mandó que se ocultasen en el mismo sitio que los anteriores, aproximóse lentamente á la puerta de la calle, colocó dos centinelas á la parte interior, y se dirigió á la entrada del piso bajo. También tocó á la puerta y esperó; ¡bien podía esperar! Forzó con la más refinada astucia la citada puerta, y nadie hubo que dijese desde adentro: “¿Quién va allá?”. Nada se oye; mejor no puede ir. Adelante, pues: “Psit”, dijo, llamando á los que se ocultaban entre las higueras y entrando con ellos en la habitación baja, en donde por la mañana había infamemente recibido un pedazo de pan. Sacó yesca, piedra, eslabón y pajuelas, encendió una pequeña linterna y entró en otra pieza interior, para ver si había alguien; nadie tampoco. Luego retrocedió, se encaminó á la puerta de la escalera, miró, escuchó, nada; soledad y silencio. Dejó otros dos centinelas en el piso bajo, mandó que le siguiese Grignapoco, que era un bravo del condado de Bérgamo, el cual sólo debía amenazar, tranquilizar, pedir, ser en suma el orador, á fin de que por su lenguaje pudiese hacer creer á Inés que la expedición venía de aquella parte. Con el expresado Grignapoco al lado, y los demás detrás, el _Griso_ subió poco á poco blasfemando en su interior á cada escalón que crujía, á cada paso de aquellos bribones. Finalmente, llegó arriba. Aquí está el busilis. Empujó suavemente la puerta que conduce á la primera pieza, ella cedió, la abre un poco, aplica el oído; está todo oscuro. Se pone á escuchar atentamente por si oye alguno que ronque, respire ó se agite; nada. Adelante, pues: colocó la linterna delante de su cara para ver sin ser visto; abrió la puerta de par en par, y distinguió un lecho, se echa encima, el lecho lo halló preparado y perfectamente plano, con el rebozo bien extendido y cubriendo la almohada. Se encogió de hombros y se volvió hacia su comitiva, les hizo seña que fuesen á ver en la otra habitación y que le siguiesen de puntillas; entró, hizo las mismas ceremonias, y encontró la misma cosa. “¿Qué diablo es esto?”, dijo entonces: “Es preciso que algún perro traidor nos haya espiado”. En seguida se pusieron todos á mirar con menos precaución, á buscar por todos los rincones; por último, revolvieron la casa de arriba abajo. Mientras que ellos están ocupados en tales indagaciones, los dos que estaban de centinela á la puerta de la calle, oyeron un pequeño ruido de pasos como de alguno que se acercaba apresuradamente; calcularon que cualquiera que fuese pasaría sin pararse; permanecieron quietos, y á todo evento se mantuvieron alerta. Mas he aquí que el ruido de las pisadas cesa delante de la misma puerta. Era Menico que venía aceleradamente, enviado por el padre Cristóbal, para avisar á las dos mujeres que por Dios saliesen pronto de su casa, y se refugiasen al convento, porque... el por qué lo sabía él. Cogió la aldaba para llamar, y sintió que se le venía á la mano rota y desunida. ¿Qué es esto? pensó, y empujó la puerta un tanto asustado; ésta se abrió. Menico puso un pie dentro, no sin una violenta sospecha: se sintió al mismo tiempo coger por ambos brazos, y dos voces que á derecha é izquierda le decían en tono amenazador: “¡Silencio! ó eres muerto”. Él, al contrario, arrojó un grito; uno de los que lo tenían cogido le puso una mano en la boca, y el otro sacó un gran cuchillo para hacerle miedo. El muchacho, trémulo como la hoja en el árbol, no trata ya de gritar; mas en el instante mismo, en su lugar, y con distinto tono, se deja oir el primer toque de campana, y detrás una multitud de campanadas seguidas. El que comete una falta siempre teme, dice un proverbio milanés: á uno y á otro de aquellos bribones les parece oir en dichos toques sus nombres y apellidos; sueltan los brazos de Menico, lo rechazan con cólera, levantan la mano, abren la boca, se miran y corren á la casa en donde se hallaba el grueso de la partida. Menico sale y echa á correr á toda prisa con dirección al campanario, en donde regularmente debía encontrar á alguno. El terrible toque hizo la misma impresión en los otros bribones que registraban la casa de arriba abajo. Se turban, se alarman y se empujan unos á otros; cada uno busca el camino más corto para llegar á la puerta. Y sin embargo, era gente toda experimentada y acostumbrada á hacer frente al peligro; mas no pudieron estar tranquilos contra un riesgo indeterminado, y que no se había dejado ver desde lejos antes de caer sobre ellos. Fué necesario toda la superioridad del _Griso_ para impedir que se desbandasen, y para que fuese una retirada y no una fuga. Como el perro que guarda una manada de cerdos, y corre ahora por aquí, ahora por allí hacia los que se separan, agarra uno por una oreja y lo arrastra, empuja á otro con el hocico, ladra á un tercero que se sale de la fila en aquel momento, del mismo modo el peregrino asió á uno de sus compañeros que tocaba ya en el umbral, lo lanzó hacia dentro, rechazó con su bordón á los que se iban á salir, llamó á los otros que corrían sin saber adónde; lo hizo en efecto tan bien, que los reunió á todos en medio del patio. “¡Pronto, pronto! pistolas en mano, cuchillos preparados, todos unidos, y después nos iremos: así es como uno se va. ¿Quién queréis que se acerque á nosotros, si permanecemos unidos, miserables cobardes? Mas si nos dejamos coger uno á uno, los mismos villanos os pegarán. ¡Vergüenza! Aquí todos”. Después de esta breve arenga, se puso al frente y salió el primero. La casa, como ya hemos dicho, estaba situada á un extremo del pueblo. El _Griso_ tomó el camino que se dirigía al campo, y todos le siguieron en buen orden. Dejémosles ir, y volvamos un poco atrás á buscar á Inés y á Perpetua, que dejamos en cierta callejuela. Inés había procurado alejar lo más que le había sido posible á aquélla de la casa de D. Abundio; y hasta cierto punto la cosa había ido bien. Mas de repente, el ama de gobierno se había acordado de la puerta que había quedado abierta, y quiso volver atrás. En esto no había nada que replicar. Inés, para no excitar sospechas, había querido volver con ella y seguirla, buscando, sin embargo, medios para entretenerla cada vez que la viese bien exacerbada con la relación de sus casamientos que habían fracasado. Ella manifestaba prestar una grande atención; y de cuando en cuando, para hacerla ver que estaba atenta, ó para atizar su charla, decía: “Seguramente; al presente, yo comprendo; esto va muy bien; es claro: ¿y después? ¿y él? ¿y vos?”. Mas al mismo tiempo discurría entre sí del modo siguiente: “¿Habrán salido ya, ó estarán aún dentro? ¡Cuán aturdidos hemos andado los tres en no convenir por medio de alguna seña para avisarme el buen éxito de la empresa! Esto ha sido una gran necedad; mas ya está hecho: lo mejor ahora será entretener á ésta todo lo que pueda; y poniéndonos en lo peor, sólo se habrá perdido un poco de tiempo”. Así, con muchas pausas y pequeñas carreras, habían llegado á poca distancia de la casa de D. Abundio, la cual, sin embargo, no veían, á causa de la revuelta que hacía la calle; y Perpetua, hallándose en una parte importante de la narración, se había dejado parar sin hacer resistencia y aun sin apercibirse de ello, cuando de repente se oyó venir resonando desde lejos por el espacio inmóvil del aire y vasto silencio de la noche, aquel primer desgarrador grito de D. Abundio: “¡Socorro, socorro!”. --¡Misericordia! ¿qué ha sucedido? exclamó Perpetua; y quiso correr. --¿Qué es esto, qué es esto? dijo Inés, deteniéndola por la saya. --¡Misericordia! ¿no habéis oído? replicó aquélla desasiéndose. --Pero, ¿qué es esto, qué es esto? repitió Inés, cogiéndola de un brazo. --¡Diablo de mujer! exclamó Perpetua, rechazándola para quedar libre; y en seguida echó á correr. En aquel mismo instante se oyó, mucho más lejos, más débil, más fugitivo, el grito de Menico. --¡Misericordia! exclamó también Inés; y se puso á correr detrás de la otra. Casi apenas habían levantado los talones, cuando sonó la campana: un toque, dos, tres y otros muchos: hubieran sido otros tantos espolazos, si ellas hubiesen tenido necesidad. Perpetua llegó un momento antes que su compañera. Mientras aquélla fué á empujar la puerta, ésta se abrió completamente por la parte de adentro, y aparecieron en el umbral, Tonio, Gervasio, Renzo y Lucía que, habiendo encontrado la escalera, habían llegado abajo á trompicones; y oyendo en seguida aquel terrible campaneo, corrían, á más no poder, con el objeto de ponerse en salvo. --¿Qué es esto, qué es esto? preguntó Perpetua con ansia á los dos hermanos, que le contestaron con un empujón, y emprendieron la fuga. “¿Y vosotros, ¿cómo?... ¿qué hacéis aquí?”, preguntó á la otra pareja cuando la hubo reconocido; mas ésta sin embargo salió sin contestar. Perpetua, para acudir donde la necesidad era mayor, no preguntó nada más, se precipitó hacia el corredor, y corría, según se lo permitía la oscuridad, hacia la escalera. Los dos novios se encontraron enfrente de Inés, que llegaba toda afanada.--¡Ah, estáis aquí! dijo ella, hablando con el mayor trabajo. ¿Qué ha pasado? ¿qué significa eso de la campana? Me parece haber oído... --Á casa, á casa, decía Renzo; á casa, antes que venga gente. Después de lo cual, se pusieron en marcha; mas Menico llegó corriendo á mas no poder, los reconoció, se puso delante de ellos, y también trémulo aún y con voz casi apagada, dijo: “¿Adónde vais? Atrás, atrás; por aquí, al convento”... --¿Eres tú el que?... empezaba á decir Inés. --¿Hay alguna otra cosa? preguntaba Renzo. Lucía, toda asustada, permanecía muda y trémula. --Que en vuestra casa está el diablo, replicó Menico asustado. Le he visto yo; me ha querido matar. El padre Cristóbal ha dicho, y también vos, Renzo, ha dicho que vayáis al instante, y después yo mismo le he visto. Es una fortuna el que os encuentre aquí todos reunidos; luego cuando nos hallemos fuera, os lo diré todo. Renzo, que era el que estaba más sereno, pensó que de un modo ó de otro convenía quitarse de allí antes que acudiese gente, y que lo más seguro era hacer lo que Menico aconsejaba, aunque lo que pedía era obligado por el miedo. En seguida, puestos ya en camino y lejos del peligro, podrían exigir del muchacho una explicación más clara. “Marcha delante”, le dijo; “vamos con él”, dijo á las mujeres. Retrocedieron, se encaminaron apresuradamente hacia la iglesia, atravesaron el cementerio, en donde por favor del cielo no había aún alma viviente, entraron en una callejuela que estaba situada entre la iglesia y la casa de D. Abundio, tomaron el primer sendero que encontraron, y se dirigieron á través de los campos. Acaso no se habían alejado unos cincuenta pasos, cuando la gente empezó á llegar al cementerio, engrosándose la muchedumbre á cada momento. Mirábanse los unos á los otros; cada uno tenía una pregunta que hacer, nadie una respuesta que dar. Los primeros que llegaron corrieron á la puerta de la iglesia; ésta permanecía cerrada. Se dirigieron á la parte exterior del campanario, y uno de ellos, arrimando la boca á una pequeña ventana, lanzó dentro, como una cerbatana, un “¿Qué diablos es esto?”. Cuando Ambrosio oyó una voz conocida, abandonó la cuerda, y estando seguro por el ruido, que había acudido ya mucha gente, respondió: “Voy á abrir”. Se puso á toda prisa el arnés que había traído debajo del brazo, se encaminó por la parte interior á la puerta de la iglesia, y la abrió. “¿Quién promueve todo este alboroto? ¿qué hay? ¿dónde está? ¿quién es?”. --¿Cómo quién es? dijo Ambrosio apoyando una mano en la puerta y con la otra sujetando los calzones que se había puesto á toda prisa. ¡Cómo! ¿no lo sabéis? Hay gente en casa del señor cura: ánimo, hijos míos, á socorrerle. Se dirigen todos hacia la casa, se acercan en tropel, miran, escuchan; mas todo está tranquilo. Algunos corren á la puerta de la calle, está cerrada, y no parece que haya sido tocada. Vuelven á mirar á lo alto; ni una sola ventana abierta, no se oye nada. --¿Quién hay dentro? ¡Hola! ¡hola! ¡Señor cura, señor cura! D. Abundio, asegurado apenas de la fuga de los invasores, se había retirado de la ventana y la había cerrado. Estaba en aquel momento disputando en voz baja con Perpetua, que lo había dejado en semejante apuro. Pero cuando oyó que le llamaban las gentes á grandes voces, se dirigió de nuevo á la ventana, y viendo aquel gran socorro, se arrepintió de haberlo pedido. --¿Qué ha sido esto?--¿Qué os han hecho?--¿Quiénes son?--¿En dónde están?, le gritaban cincuenta voces á un tiempo. --No hay nadie, os doy gracias, podéis retiraros. --Pero ¿qué ha sido?--¿Adónde se han ido?--¿Qué ha sucedido? --Gente mala, gente que ronda de noche; mas han emprendido la fuga. Volveos á vuestras casas; esto ya no es nada; por segunda vez, hijos míos, os doy gracias por vuestro buen corazón. Y dicho esto se retiró y cerró la ventana, de cuyas resultas unos empezaron á murmurar, otros á chancearse, otros á jurar, otros se encogían de hombros y se marchaban, cuando he aquí que llegó uno todo sofocado que apenas podía hablar. Éste habitaba una casa que estaba casi enfrente de la de nuestras consabidas mujeres; y habiéndose despertado al ruido, se había puesto á la ventana y había visto en el patio de aquéllas el desorden de los bravos cuando el _Griso_ se apresuraba á reunirlos. Luego que hubo tomado aliento gritó: “¿Qué hacéis aquí, hijos míos? El diablo no está aquí; está allá abajo, en el extremo de la calle, en la casa de Inés Mondella; dentro hay hombres armados: parecía que querían asesinar á un peregrino; ¡quién diablos sabe lo que hay!”. --¡Qué!--¿Qué hay?--¿Qué? Y empezó una tumultuosa deliberación.--Es preciso ir.--Es preciso ver.--¿Cuántos son ellos?--¿Cuántos somos nosotros?--¿Quiénes son?--¡El cónsul, el cónsul! --Aquí me tenéis, respondió el cónsul en medio de la multitud; aquí estoy; pero es preciso que me ayudéis, es preciso que me obedezcáis. Pronto: ¿en dónde está el sacristán? ¡Al campanario! ¡al campanario! Pronto: uno que corra á Lecco á buscar auxilio. Venid aquí todos... Unos acuden, otros se deslizan en medio de la multitud y se marchan; la confusión era grande, cuando llegó un paisano que los había visto marchar apresuradamente, y gritó: “Corred, amigos míos: los ladrones ó bandidos que se escapan con un peregrino, están ya fuera del pueblo: ¡á ellos! ¡corramos á ellos!”. Á semejante aviso, sin esperar las órdenes del capitán, se mueven en masa y se dirigen mezclados unos con otros por la calle abajo. Á medida que el ejército avanza, algunos de la vanguardia acortan el paso, se dejan adelantar por otros, y se meten entre el grueso de la tropa; los últimos empujan hacia adelante; finalmente, el confuso enjambre llega al lugar indicado. Las huellas de la invasión estaban recientes y manifiestas: la puerta abierta de par en par, forzada la cerradura, mas los invasores habían desaparecido. Entran en el patio, van á la puerta del piso bajo, abierta y forzada también; llaman: “¡Inés! ¡Lucía! ¡el peregrino! ¿En dónde está el peregrino? ¡El peregrino!. lo habrá soñado Stéfano. No, no; Carlandrea lo ha visto también. ¡Hola, peregrino! ¡Inés! ¡Lucía!”. Nadie responde. ¿Se las han llevado? ¿se las han llevado también? Entonces hubo algunos que, alzando la voz, propusieron perseguir á los raptores; que aquello era una infamia, y que sería una vergüenza para el país, si cualquier bribón pudiese á mansalva venir á arrebatar las mujeres como el milano á los polluelos de una granja deshabitada. Nueva deliberación más tumultuosa todavía; pero uno de ellos (y no se supo nunca quién había sido), hizo correr la voz de que Inés y Lucía se habían refugiado en una casa de campo. Dicha voz se esparce rápidamente, obtiene crédito, no se habla ya de dar caza á los fugitivos, y la multitud se desbanda y se retira cada uno á su casa. Oíase un cierto rumor, un ruido continuo de llamar á las puertas y abrirse éstas, un aparecer y desparecer de luces, un preguntar las mujeres desde las ventanas y contestar desde la calle; por último, habiendo quedado ésta desierta y silenciosa, las conversaciones continuaron en el interior de las casas, muriendo entre los bostezos para volverlas á empezar al día siguiente. Nada más ocurrió; únicamente por la mañana, estando el cónsul en su campo, con la barba apoyada sobre una mano, el codo sobre el mango del azadón medio hundido en el terreno, y con un pie sobre el rastrillo; estando, repito, reflexionando entre sí acerca de los misterios de la pasada noche, y sobre lo que le tocaba y debía hacer, vió venir á su encuentro dos hombres de muy gallarda presencia, peinados como dos reyes francos de la primera raza, y semejantes en todo lo demás á los dos que cinco días antes se habían presentado á D. Abundio, dado caso que no fuesen los mismos. Con aire más respetuoso que el que habían usado con el cura, intimaron al cónsul que se guardase de referir al podestá lo ocurrido; decir la verdad si fuese interrogado; hablar, fomentar las habladurías de los villanos, pues podía tener la esperanza de morir de enfermedad. Mas volvamos á nuestros fugitivos. Continuaron andando á buen paso por espacio de algún tiempo, guardando el más profundo silencio, volviéndose ya uno ya otro, á mirar si alguien los perseguía; todos ellos sin aliento, á causa del cansancio de la fuga, palpitándoles el corazón por la incertidumbre en que se hallaban, por la aflicción del mal resultado, y por la aprehensión confusa de un nuevo y oscuro peligro. Su desaliento crecía á la par que llegaban á sus oídos los continuos sonidos de la campana, los cuales á medida que ellos se iban alejando, se volvían más débiles é imperceptibles; de tal modo, que parecían tener un cierto no sé qué de lúgubre y siniestro: por último, dejaron de oirse. Encontrándose entonces los fugitivos en un campo desierto, y no percibiendo el menor ruido en torno de sí, aflojaron el paso, é Inés, tomando aliento, fué la primera que rompió el silencio, preguntando á Renzo lo que había pasado, y á Menico qué era lo que él llamaba el diablo que estaba en su casa. Renzo refirió brevemente su triste historia, después de lo cual se volvieron los tres al muchacho, el cual contó en términos más expresos el aviso del padre, y refirió lo que él mismo había visto, y los peligros que había corrido; y su relación no hacía más que confirmar el aviso. Los oyentes comprendieron más de lo que Menico había sabido decir. Á dicha revelación, fueron sobrecogidos de un nuevo estremecimiento; paráronse todos tres á un tiempo, se miraron unos á otros espantados; y de pronto, con un movimiento unánime, pusieron una mano sobre la cabeza y otra sobre los hombros del niño, como para acariciarle y darle gracias tácitamente de haber sido para ellos un ángel tutelar, y demostrarle la compasión que sentían por las angustias que había sufrido y el peligro corrido para salvarlos, pidiéndole casi perdón. Ahora vuélvete á casa para que tu familia no esté con cuidado, le dijo Inés: y acordándose de las dos _parpagliole_ prometidas, sacó cuatro de la faltriquera, y se las dió, añadiendo: “Adiós; ruega al Señor que nos volvamos á ver pronto, y entonces”... Renzo le dió una _berlinga_ nueva, y le recomendó mucho que no dijese nada de la comisión que el fraile le había dado. Lucía le acarició de nuevo, le saludó con voz conmovida; y el muchacho, después de haberle devuelto el saludo todo enternecido, volvió atrás. Aquéllos continuaron su camino sumamente pensativos; las mujeres iban delante, y Renzo detrás, como sirviéndoles de escolta: Lucía iba cogida del brazo de la madre, y rehusaba dulcemente y con destreza el apoyo que el joven le ofrecía en los malos pasos de aquel viaje fuera de camino; avergonzada en su interior y también turbada de haber permanecido tan largo tiempo, y tan familiarmente sola con él, cuando aguardaba ser dentro de pocos instantes su esposa. Al presente, desvanecido tan dolorosamente este sueño, se arrepentía de haber ido tan lejos; y en medio de tantos objetos de temor, temblaba también por ese pudor que no nace del triste conocimiento del mal; por ese pudor que se ignora, parecido al miedo de un niño, que tiembla en la oscuridad sin saber por qué. --¿Y la casa? dijo al mismo tiempo Inés. Mas aunque la pregunta fuese importante, nadie respondió, porque nadie podía darle una respuesta satisfactoria. Continuaron su camino en silencio, y poco después desembocaron finalmente en una pequeña plazoleta que estaba situada delante de la iglesia del convento. Renzo se acercó á la puerta y la sacudió con fuerza. Ésta se abrió al instante; y la luna, entrando por la abertura, iluminó el pálido rostro y la plateada barba del padre Cristóbal, que se hallaba allí de pie en expectativa. Viendo que no faltaba nadie, “¡Dios sea loado!” dijo, y les hizo seña de que entrasen. Á su lado estaba otro capuchino, el fraile lego sacristán, que aquél por medio de súplicas y razonamientos había persuadido que le acompañase á velar, á dejar la puerta entornada y á quedarse con él de centinela, para dar un asilo á aquellos infelices perseguidos; habiendo necesitado de toda la autoridad de padre, y de su reputación de santo, para obtener del lego una condescendencia incómoda, peligrosa é irregular. Luego que entraron, el padre Cristóbal cerró la puerta poquito á poco. Entonces el sacristán, no pudiendo resistir ya más, y llamando al padre aparte, le dijo al oído: “¡Pero, padre, padre! de noche... en la Iglesia... con mujeres... cerrar... la regla... ¡Pero, padre!”... y meneaba la cabeza, mientras decía con pena las anteriores palabras. “¡Ved lo que son las cosas! pensaba el padre Cristóbal: si fuese un salteador de caminos perseguido, Fr. Fazio no opondría la menor dificultad, y una pobre inocente que escapa de las garras del lobo... _Omnia mundo mundis_, dijo en seguida, volviéndose con prontitud hacia Fr. Fazio, recordando que éste no sabía el latín. Mas semejante recuerdo fué tan á punto, que hizo precisamente el efecto deseado. Si el padre se hubiese puesto á discutir por medio de buenos argumentos, á Fr. Fazio no le hubieran faltado otros argumentos que oponer, y el cielo sabe cuándo y cómo hubiera concluido la cosa. Mas al oir aquellas palabras llenas de un sentido misterioso, y proferidas tan resueltamente, le pareció que en ellas debía contenerse la resolución de todas sus dudas. Apaciguóse, y dijo: “¡Bien! vos sabéis más que yo”. --Confiad en mí, respondió el padre Cristóbal; y á la dudosa claridad de la lámpara que ardía ante el altar, acercóse á los refugiados que permanecían suspensos esperando, y les dijo: “¡Hijos míos! dad gracias al Señor que os ha librado de un peligro. Quizá en este momento”... Y aquí se puso á explicar lo que no había hecho más que indicar por medio del pequeño mensajero; porque no sospechaba que ellos supiesen más que él, y suponía que Menico los había encontrado tranquilos en su casa antes que llegasen los malvados. Nadie le desengañó, ni Lucía siquiera, la cual, sin embargo, sentía un secreto remordimiento por semejante disimulo hacia un hombre como aquél; pero la noche era de enredos y ficciones. --Después de lo que ha ocurrido, continuó él, bien veis, hijos míos, que al presente no estáis seguros en este país. Es el vuestro, en él habéis nacido, no habéis hecho mal á nadie; mas Dios lo quiere así. Ésta es una prueba, queridos hijos, soportadla con paciencia, con confianza, sin murmurar, y estad seguros que vendrá tiempo en que os alegraréis de lo que ahora sucede. He pensado buscaros un refugio para los primeros momentos. Muy pronto espero poder haceros volver con seguridad á vuestra casa; de todos modos, Dios proveerá lo que más os convenga, y ciertamente me esforzaré en no faltar á la gracia de que me considera digno, escogiéndome por su ministro para serviros á vosotros sus amados hijos, infelices y atribulados. Vosotras, continuó, volviéndose á las mujeres, podréis quedaros en ***. Allí estaréis al abrigo de todo peligro, y al mismo tiempo no muy lejos de vuestra casa. Buscad nuestro convento en dicho lugar, haced llamar al padre guardián, dadle esta carta: para vosotras será otro Fr. Cristóbal. Y tú, mi querido Renzo, tú también debes ponerte al abrigo, por ahora, de la rabia del consabido y de la tuya. Lleva esta carta al padre Buenaventura de Lodi, á nuestro convento de la Puerta-Oriental, en Milán. Él te servirá de padre, te guiará y te buscará trabajo hasta que tú puedas volver aquí á vivir tranquilamente. Id á la orilla del lago, cerca de la embocadura del Bione (es un torrente á pocos pasos de aquí). Allí veréis un batel amarrado; diréis: “¡Ah de la barca!”. Se os preguntará, “¿Para quién?” y responded: “S. Francisco”... La barca os recibirá, os trasportará á la otra orilla, en donde encontraréis un carromato que os conducirá en derechura á ***. El que preguntase cómo Fr. Cristóbal tuviese tan de improviso á su disposición aquellos medios de trasporte, por agua y por tierra, manifestaría no conocer cuál era el poder de un capuchino tenido en concepto de santo. Lo único que restaba era pensar en la custodia de la casa. El padre recibió las llaves, encargándose de consignarlas á los que Renzo y Lucía le indicaron. Esta última, sacando de la faltriquera la suya, lanzó un gran suspiro, pensando que en aquel momento la casa estaba abierta, que había estado en ella el diablo; y ¡quién sabe lo que quedaba por guardar! Antes de partir, dijo el padre, “Roguemos todos juntos al Señor, para que él sea con vosotros en este viaje, y siempre; y sobre todo, que os dé la fuerza y el deseo de querer todo lo que él ha querido”. Así, diciendo, se postró de hinojos en medio de la Iglesia, y todos hicieron lo mismo. Después que hubieron orado algunos momentos en silencio, el padre, en voz baja, pero distinta, articuló las palabras siguientes: “Nosotros os rogamos también por ese desgraciado que nos ha reducido á este extremo. Seríamos indignos de vuestra misericordia, si no os pidiésemos de corazón por él; ¡lo necesita tanto! Nosotros, en medio de nuestra tribulación, tenemos el consuelo de estar en el camino donde vos mismo nos habéis colocado, pudiéndoos ofrecer nuestras aflicciones, las cuales llegarán á ser un título meritorio para con vos. ¡Mas él!... él es vuestro enemigo. ¡Oh, desgraciado; él lucha con vos! ¡Señor, tened piedad de él, tocad su corazón, hacedlo amigo vuestro, concededle todos los bienes que podamos desear para nosotros mismos!”. Levantándose en seguida, apresuradamente, dijo: “Vamos, hijos míos, no hay tiempo que perder; que Dios os guarde y el santo ángel os acompañe: partid”. Y mientras se ponían en marcha, con esa emoción que no encuentra palabras, y que sin embargo se manifiesta sin ellas, el padre añadió con voz alterada: “El corazón me dice que nos volveremos á ver pronto”. Ciertamente, el corazón para el que le presta oídos, tiene siempre que decir algo sobre el porvenir. ¿Pero qué sabe el corazón? apenas un poco de lo que ha pasado. Sin aguardar respuesta, el padre Cristóbal se encaminó hacia la sacristía; los viajeros salieron de la iglesia, y Fr. Fazio cerró la puerta, dándoles un adiós también con voz conmovida. Se dirigieron con precaución hacia la orilla que les había sido indicada, vieron el batel preparado, y habiendo dado y recibido las palabras de ordenanza, entraron. El barquero, impeliendo un remo hacia la proa, se apartó de la orilla, y después empuñando el otro y remando á brazo tendido, ganó el lago hacia la orilla opuesta. No se percibía el menor soplo de viento, el lago yacía tranquilo y llano, y hubiera parecido que estaba inmóvil, á no ser por el temblor y la ligera ondulación de la luna, que desde lo alto se reflejaba en las aguas. Oíase únicamente el ruido de las oleadas que iban á morir dulcemente sobre la arena de la playa, el murmullo más lejano del agua que se estrellaba contra los arcos del puente, y el acompasado golpe de los dos remos que cortaban la azulada superficie del lago, saliendo á un mismo tiempo húmedos para volverse á sumergir al momento. Las aguas hendidas por la barca, amontonándose detrás de la popa, iban dejando señalada una espumosa huella, que á cada instante se alejaba más de la ribera. Los pasajeros, silenciosos, con la cabeza vuelta hacia atrás, contemplaban las montañas y el país alumbrado por la luna, y cortado por algunas partes de grandes sombras. Distinguíanse los pueblecillos, las casas, las cabañas. El castillejo de D. Rodrigo, con su aplastada torre, elevado sobre las casucas amontonadas en la falda del promontorio, se asemejaba á un malhechor, que de pie en la oscuridad y en medio de una tropa de hombres dormidos, velase meditando algún crimen. Lucía lo vió y se estremeció; siguió con la vista la pendiente de la montaña hasta llegar á su pueblo, miró fijamente á su extremidad, divisó su casita, la techumbre cubierta con las hojas de la higuera que sobresalía de la tapia del pequeño patio, descubrió la ventana de su habitación, y sentada como estaba en el fondo de la barca, apoyó un brazo sobre el banco como para dormir, y se puso á llorar en secreto. Adiós montañas que salís de las aguas y tocáis al cielo; cimas desiguales, tan conocidas de quien ha crecido entre vosotras, y que están impresas en su mente como los rasgos de sus más queridos amigos; torrentes cuyo murmullo le es tan familiar como la voz de su familia; casas esparcidas que blanquean sobre la pendiente como rebaños de ovejas que pacen, adiós. ¡Para el que ha nacido entre vosotros, qué momento tan triste es el alejarse! El mismo que las abandona voluntariamente, lanzado por el capricho y la esperanza de hacer fortuna en otra parte, siente desvanecerse entonces sus sueños de riqueza; se admira de haberse podido resolver, y retrocedería si no pensase que un día podrá volver opulento. Cuanto más avanza en la llanura, tanto más su vista se retira disgustada y rendida de aquella fastidiosa uniformidad; el aire le parece pesado y sin vida; él se adelanta triste y desencantado en las ciudades populosas; le parece que las casas unidas á otras casas, las calles que cruzan á las calles sofocan su respiración, y ante los edificios que son la admiración del extranjero, piensa con inquieto deseo en el campanario de su país natal, en la cabaña sobre la cual ha echado ya los ojos, y que debe comprar cuando volverá rico á sus montañas. ¡Pero aquel momento para ella, que jamás ha llevado sus fugitivos deseos más allá de lo regular, que ha limitado en el círculo de aquellos hermosos sitios todos sus sueños futuros, y que ha sido arrojada muy lejos por una fuerza perversa! ¡Para ella, que arrancada repentinamente á sus más caras costumbres, turbada en sus más vivas esperanzas, abandona sus montañas, para encaminarse á países extraños, que jamás ha deseado conocer, y que no puede con la imaginación llegar al momento señalado para la vuelta! ¡Adiós, cabaña en donde nació; en donde agitada por un sentimiento secreto, aprendió á distinguir del rumor de los pasos comunes el paso esperado con misterioso temor! ¡Adiós, casa aún extraña, casa que ha mirado con frecuencia á hurtadillas, al pasar, y no sin ruborizarse, en la cual la mente se complacía en presentársela como una tranquila y perpetua morada de esposa! ¡Adiós, iglesia, donde su alma recobró su serenidad tantas veces, cantando las alabanzas del Señor; en donde se le había prometido, en donde se preparaba una grande ceremonia; donde los secretos deseos de su corazón debían ser solemnemente bendecidos, y el amor ordenado y santificado, adiós! El que os proporcionaba tanta alegría está en todas partes, y nunca turba la dicha de sus hijos, más que para prepararles una mayor y más segura. Tales eran poco mas ó menos los pensamientos de Lucía; los de los otros dos pasajeros también se diferenciaban poco, mientras que la barca iba acercándose á la orilla derecha del Adda. CAPÍTULO NOVENO El choque que recibió la proa de la barca al tocar la tierra, arrancó á Lucía de sus reflexiones. Después de haber enjugado en secreto sus lágrimas, alzó la cabeza como si despertase. Renzo salió el primero y dió la mano á Inés, la cual, habiendo salido á su vez la alargó á la hija, dando los tres tristemente las gracias al barquero. “¿De qué? respondió aquél; nosotros estamos en este mundo para ayudarnos mutuamente”; y retiró la mano casi con horror como si se le hubiese propuesto el cometer un robo, cuando Renzo trató de darle unas cuantas monedas que llevaba encima, y que había tomado aquella tarde con intención de regalárselas generosamente á D. Abundio, cuando éste le hubiese servido, aunque de mala gana. El carromato estaba dispuesto allí; el conductor saludó á las tres personas que esperaba, las hizo subir, dió una voz á los animales, acompañada de su correspondiente latigazo, y echó á andar. Nuestro autor no describe este viaje nocturno; calla el nombre del pueblo donde Fr. Cristóbal había dirigido á las dos mujeres, protestando también expresamente el no quererlo decir. El resto de la historia hace adivinar en seguida el motivo de todas estas reticencias. Las aventuras de Lucía en aquel paraje, se encuentran envueltas en una tenebrosa intriga de persona perteneciente á una familia, según parece, muy poderosa, en el tiempo que el autor escribía esto. Para dar cuenta de la extraña conducta de dicha persona en una circunstancia particular, se ha visto obligado á referir sucintamente su vida anterior, en donde la familia figura, como verá el que se tome la molestia de seguir leyendo. Pero lo que la circunspección del pobre historiador ha querido sustraer, nuestras diligencias nos lo han hecho encontrar en otra parte. Un historiador milanés que ha querido hacer mención de aquella misma persona no nombra, ni á ésta ni á su país; mas de éste dice, que era una villa antigua y noble, á la cual, para ser ciudad, no faltaba más que el nombre; dice en otra parte, que pasa por ella el Lambro, y en otra que en ella hay también un arcipreste. De la confrontación de estos datos, nosotros deducimos que no puede ser más que Monza. En el vasto tesoro de las inducciones eruditas, no creemos que ésta pueda ser de las más finas, pero sí de las más seguras. Nosotros podríamos también adelantar conjeturas muy fundadas con respecto al nombre de la familia; mas ya sea que la que sospechamos, se haya extinguido desde largo tiempo, nos parece que es mejor callar su nombre, para no correr el riesgo de perjudicar á quien quiera que éste sea, aunque haya muerto, y para dejar á los doctos algún objeto de examen. Nuestros viajeros llegaron pues, á Monza, poco después de salir el sol. El conductor paró delante de una hostería, y allí, como práctico del lugar y conocido del amo de la casa, hizo dar una habitación á los nuevos huéspedes, á la cual él mismo los acompañó. Después de dar gracias, Renzo intentó, sin embargo, hacerle aceptar algún dinero; mas él, así como el barquero, tenía á la vista otra recompensa más lejana, pero más abundante. Retiró las manos lo mismo que aquél, y como escapándose, corrió á cuidar de sus animales. Después de una tarde como la que hemos descrito, y una noche como cada uno puede imaginarse, pasada en gran parte en dolorosos pensamientos, con la incesante sospecha de algún encuentro desagradable, al soplo de una pequeña brisa de otoño, y entre los repetidos vaivenes de un carruaje incómodo que sacudía impolíticamente el espíritu de nuestros viajeros, apenas empezaron á sentirse amagados del sueño, les pareció muy dulce el acostarse sobre un pavimento que no se movía, en una habitación segura, cualquiera que ella fuese. Cenaron frugalmente, según permitía la penuria de las circunstancias y los medios escasos en proporción de las contingencias anexas á un porvenir incierto y á su poco apetito. Pasó por la mente de los tres el banquete que dos días antes esperaban tener, y cada uno á su vez lanzó un gran suspiro. Renzo hubiera querido detenerse allí, á lo menos todo el día, ver sus damas instaladas, rendirles sus primeros servicios; mas el padre había recomendado á éstas que lo enviasen súbitamente á su destino. Ellas alegaron estas órdenes y otras cien razones; que la gente haría conversación de ello; que la separación más retardada sería más dolorosa; que él podría venir pronto á dar y recibir noticias, en virtud de todo lo cual el joven se decidió á marchar. Concertaron como pudieron el modo de volverse á ver lo más pronto que fuese posible. Lucía no ocultó las lágrimas; Renzo apenas detuvo las suyas, y estrechando fuertemente la mano á Inés, dijo con voz ahogada: “Hasta la vista”, y partió. Las mujeres se hubieran hallado muy perplejas, á no ser por su buen conductor, que tenía orden de guiarlas al convento de capuchinos, y de darles cualquier otro auxilio que pudiesen necesitar. Se encaminaron, pues, con él al citado convento, el cual, como ya sabemos, estaba á pocos pasos distante de Monza. Habiendo llegado á la puerta, el conductor tiró de la cuerda de la campanilla; hizo llamar al padre guardián; éste apareció en seguida en el umbral de la puerta, y recibió la carta. --¡Oh, Fr. Cristóbal! dijo reconociendo la letra. El tono de voz y los movimientos de su rostro indicaban claramente que pronunciaba el nombre de un gran amigo. Conviene, pues, decir, que nuestro buen Cristóbal había en aquella carta recomendado á las mujeres muy ardientemente, y referido sus aventuras con mucho sentimiento, porque el guardián daba de cuando en cuando muestras de sorpresa é indignación, y alzando los ojos del papel, los fijaba sobre las mujeres con cierta expresión de piedad é interés. Habiendo concluido de leer, permaneció algún tiempo meditando, después de lo cual dijo para sí: “No hay más que la señora... si la señora quiere tomarse este empeño”... En seguida, habiendo llamado aparte á Inés, la condujo á una pequeña plaza que había delante del convento, le hizo algunas preguntas, á las cuales ella satisfizo, y volviéndose hacia Lucía, dijo á ambas: “Señoras mías, yo probaré, y espero poderos encontrar un asilo más que seguro, más que honroso, hasta que Dios haya provisto á vuestra seguridad de otra manera mejor. ¿Queréis venir conmigo?”. Las mujeres dieron á entender respetuosamente que sí, y el fraile continuó: “Bien, os conduciré al momento al monasterio de la señora. Seguidme, sin embargo, á algunos pasos de distancia, porque la gente se deleita en hablar mal, y Dios sabe cuántas bellas suposiciones se harían si se viese al padre guardián por la calle con una hermosa joven... quiero decir, con mujeres”. Así diciendo, echó á andar. Lucía se ruborizó; el conductor sonrió mirando á Inés, la cual no podía contenerse de hacer otro tanto, y los tres se pusieron en marcha cuando el fraile hubo tomado la delantera sobre ellos, conservándose siempre á la distancia de diez pasos detrás de aquél. Las mujeres entonces preguntaron al conductor lo que no se habían atrevido á preguntar al padre guardián; esto es, quién era la señora. --La señora, respondió aquél, es una monja, pero no una monja como las demás. No es que sea la abadesa ni la priora, pues aún, según se dice, es una de las más jóvenes; mas ella es de la costilla de Adán, y sus antepasados eran gentes poderosas venidas de España, siendo ellos los que mandan aquí, y por esto la llaman la señora, para significar que es una gran dama; y todo el país la llama así porque dicen que en ese monasterio no han visto nunca una persona semejante; y sus parientes, aun hoy día, disfrutan de un alto rango allá en Milán, y son de aquellos que siempre tienen razón, y en Monza todavía más; porque su padre, aunque no permanece en el pueblo, es el principal del país; de ahí viene que ella hace cuanto le acomoda en el monasterio, y aun la misma gente de fuera le manifiesta un gran respeto: si se encarga de algún negocio, logra siempre el fin que se propone, por lo cual, si ese buen religioso consigue el poneros en sus manos, os puedo decir que estaréis tan seguras como sobre el altar. Cuando el fraile hubo llegado á la puerta de la villa, flanqueada entonces de un vetusto torreón medio arruinado y de los restos de un antiguo castillo derruido también, que acaso algunos de mis lectores pueden acordarse de haber visto en pie, el guardián se paró y se volvió á mirar si los demás lo seguían; en seguida se encaminó al monasterio, al cual, habiendo llegado, se detuvo de nuevo al umbral, aguardando á la pequeña tropa. Suplicó al conductor, que dentro de un par de horas volviese á saber la contestación; éste lo prometió, y se separó de las mujeres, que le abrumaron dándole las más expresivas gracias y mil encargos para el padre Cristóbal. El guardián hizo entrar á la madre y á la hija en el primer claustro del monasterio; las introdujo en la habitación de la portera, y se dirigió solo á pedir la gracia. Después de algún tiempo volvió sumamente gozoso á decirlas que le siguieran; ya era hora, porque la madre y la hija no sabían cómo librarse de las preguntas de la portera. Atravesando un segundo claustro, hizo algunas advertencias á las mujeres sobre el modo de conducirse con la señora. “Está perfectamente dispuesta en favor vuestro, dijo, y os puede dispensar todo el bien que quiera. Sed humildes y respetuosas, responded con sinceridad á las preguntas que os haga, y cuando no seáis interrogadas, dejadme á mí”. Entraron en una pieza baja, desde la cual se pasaba al locutorio. El guardián, antes de poner los pies en él, señalando la puerta, dijo en voz baja á las mujeres: “Allí está”, como para recordarlas las advertencias que les había hecho. Lucía, que no había visto jamás un monasterio, cuando estuvo en el locutorio echó una mirada en torno suyo buscando á la señora para saludarla; y no viendo á nadie, permanecía como encantada; pero viendo al padre é Inés que se dirigían hacia un ángulo de la estancia, los siguió, miró por aquel lado y vió una ventana de forma singular, con dos reforzadas y espesas rejas de hierro, distantes un palmo la una de la otra, y detrás de ellas una religiosa en pie. Su aspecto, que podía denotar unos 25 años, manifestaba á primera vista una gran belleza, pero una belleza fatigada y marchita. Un velo negro, suspendido y colocado horizontalmente sobre su cabeza, caía por ambos lados algún tanto separado del rostro; bajo dicho velo, una blanquísima tira de lienzo ceñía hasta la mitad su frente de distinta, pero no de inferior blancura; una segunda tira, cuidadosamente plegada, circundaba su rostro y terminaba bajo la barba, formando la toca, que se extendía hasta el pecho y cubría el escote de su negra saya. Mas aquella frente se arrugaba con frecuencia, como por una contracción nerviosa, y entonces dos negras cejas se fruncían con rápido movimiento. Dos ojos, negros también, se clavaban á veces en el semblante de las personas con aire de soberbio examen; otras se inclinaban apresuradamente, como para evitar que leyesen en ellos sus pensamientos: en ciertos instantes, un atento observador hubiera sacado en consecuencia que solicitaban afecto, correspondencia, piedad; otras veces hubiera creído sorprender la revelación instantánea de un odio inveterado y comprimido, un no sé qué de feroz y amenazador; cuando estaban fijos, inmóviles y distraídos, algunos hubieran encontrado un orgulloso fastidio, y otros, por último, hubieran podido sospechar el trabajo de una idea oculta, de una preocupación familiar al ánimo, más fuertes que las imágenes de los objetos presentes, y que ella no podía vencer. Sus mejillas, de una palidez extremada, descendían con delicado y gracioso contorno, pero sensiblemente alterado y consumido por una lenta extenuación. Sus labios, aunque apenas teñidos de un débil sonrosado, resaltaban, sin embargo, en medio de aquella palidez; y sus movimientos eran como los de los ojos, súbitos, vivos, llenos de expresión y de misterio. La grandeza bien formada de la persona desmerecía al lado de sus maneras, ó aparecía desfigurada con ciertos movimientos repentinos, irregulares y demasiado resueltos para una mujer, mucho más para una monja. En el vestir mismo había algo de estudiado ó negligente que anunciaba una religiosa de un carácter particular. Llevaba el talle ajustado con cierta coquetería, y de su toca salía cayendo sobre una de las sienes, la punta de un rizo de negros cabellos, lo cual demostraba ú olvido ó desprecio de la regla, que prescribía tenerlos siempre cortados, del mismo modo que se había verificado en la ceremonia de la profesión. Estas circunstancias no hacían ninguna impresión en el ánimo de las dos mujeres, no acostumbradas á distinguir una religiosa de otra; y el padre guardián, que no era la primera vez que veía á la señora, estaba ya habituado, como tantos otros, á aquel extraño no sé qué que aparecía tanto en su persona como en sus maneras. Permanecía aquélla, según hemos dicho, de pie junto á la reja, en la cual apoyaba lánguidamente una mano, entreteniéndose en pasar sus blancos dedos por los claros que formaba, y observando á Lucía que se acercaba confusa.--Reverenda madre é ilustrísima señora, dijo el guardián con la cabeza baja y la mano puesta sobre el pecho: He aquí la pobre joven por la cual me habéis hecho esperar vuestra poderosa protección, y he ahí también la madre. Las dos presentadas hicieron grandes reverencias; la señora hizo con la mano señal de _basta_, y dijo volviéndose al padre: “Es una fortuna para mí el poder hacer una cosa que sea agradable á nuestros buenos amigos los padres capuchinos. Pero, continuó, referidme más extensamente el caso de esta joven, á fin de ver mejor lo que yo pueda hacer por ella”. Lucía se sonrojó y bajó la cabeza. --Debéis saber, reverenda madre... empezaba á decir Inés; mas el guardián con una mirada le cortó la palabra, y repuso: “Esta joven, ilustrísima señora, me ha sido recomendada, según he dicho, por uno de nuestros hermanos. Ella se ha visto obligada á salir de su pueblo natal para sustraerse á graves peligros, y necesita por algún tiempo de un asilo en el cual pueda vivir desconocida, y en donde nadie se atreva á venir á turbarla. Cuando así...”. --¿Qué peligros son ésos? interrumpió _la señora_. Por favor, padre guardián, no me digáis las cosas de un modo tan enigmático; ya sabéis que á nosotras las monjas nos gusta siempre saberlo todo minuciosamente. --Son peligros, replicó el guardián, que apenas deben indicarse ligeramente á los castísimos oídos de la reverenda madre... --¡Oh! ciertamente, dijo con prontitud _la señora_, ruborizándose algún tanto. ¿Era acaso pudor? El que hubiese observado la rápida expresión de despecho que acompañaba aquel rubor, hubiera podido dudar de él, tanto más, si lo hubiese comparado con el que, de cuando en cuando, se esparcía por las mejillas de Lucía. --Bastará decir, prosiguió el guardián, que un caballero _prepotente_... (no todos los grandes de la tierra se sirven de los dones de Dios para gloria suya y en favor del prójimo, como lo hace vuestra señora ilustrísima); un caballero _prepotente_, después de haber perseguido con indignas lisonjas por algún tiempo á esta joven, viendo que eran inútiles, ha tenido valor de perseguirla abiertamente y con violencia, de modo que la infeliz se ha visto reducida á huir de su casa. --Acercaos, joven, dijo _la señora_ á Lucía, haciéndole una seña. Sé que el padre guardián es persona verídica; pero nadie puede estar mejor informada que vos en este negocio. Vos sois la única que podéis decir si el tal caballero es un perseguidor, y Lucía obedeció súbitamente. Una pregunta sobre semejante materia, aunque hubiese sido hecha por una persona de igual clase que la suya, la hubiera embarazado algo; proferida por aquella señora, con cierto aire de duda maligna, le quitó todo el valor para contestar. “Señora... reverenda madre”... balbuceó, y no daba indicios de decir más. En esto, Inés se creyó autorizada para ir á su auxilio, como la que después de ella era ciertamente la que estaba mejor informada.--Ilustrísima señora, dijo; yo puedo dar fe de que mi hija, que está aquí presente, odiaba á aquel caballero, como el diablo al agua bendita; quiero decir, el diablo era él; mas espero me perdonaréis si hablo mal, porque nosotros somos gente á la buena de Dios. El hecho es, que esta pobre muchacha estaba prometida á un joven de nuestra clase, muy temeroso de Dios y bien establecido; y si el señor cura hubiese sido un poco más hombre de lo que... vamos, yo me entiendo... sé que hablo de un religioso; mas el padre Cristóbal, amigo del padre guardián, y religioso á la par que él, es una persona sumamente caritativa, y si estuviera aquí, podría atestiguar... --Estáis muy pronta á responder sin ser preguntada, interrumpió la señora con un aire tan altanero é iracundo, que casi la hizo aparecer deforme: Guardad silencio; ya sé yo que los padres tienen siempre una respuesta que dar en nombre de los hijos. Inés, sobremanera mortificada, echó á Lucía una mirada que significaba: mira lo que me sucede por ser tú tan apocada. El guardián hacía señas á la joven, mirándola y moviendo la cabeza, para hacerla entender que aquél era el momento de arrojar la pereza y de no dejar mal á la pobre madre. --Reverenda señora, dijo Lucía, cuanto ha dicho mi madre es la pura verdad. El joven que me obsequiaba, y al decir esto se sonrojó extraordinariamente, le escogí voluntariamente. Perdonad si me atrevo á hablar así, pero lo hago para que no forméis mal concepto de mi madre. En cuanto á aquel caballero (que Dios lo perdone), preferiría morir más bien, antes que caer en sus manos. Si vos nos dispensáis la caridad de ponernos en seguridad, ya que nos vemos reducidas al extremo de pedir un asilo y de incomodar á las gentes honradas (hágase, sin embargo, la voluntad de Dios), estad cierta, señora, que nadie podrá rogar, por vos más de corazón que nosotras, pobres mujeres. --Os creo, dijo la señora con dulce acento; pero tendré un placer en oiros á vos sola; no porque tenga necesidad de otras aclaraciones ni de otros motivos para servir al padre guardián, añadió repentinamente volviéndose hacia él, con una estudiada complacencia. Asimismo, prosiguió, ya lo he pensado, y he aquí hasta ahora lo que me parece que se podrá hacer mejor. La portera del monasterio ha casado hace pocos días á su última hija: estas mujeres podrán ocupar la habitación que aquélla ha dejado, y suplir los pequeños servicios que hacía. Verdaderamente... y aquí hizo seña al padre guardián de que se acercase á la reja, y continuó en voz baja: verdaderamente, atendida la escasez del año, no se pensaba en reemplazar á aquella joven; mas yo hablaré á la madre abadesa, y una palabra mía... sobre el deseo del padre guardián... en fin, doy la cosa por hecha. El guardián empezaba á dar gracias; mas la señora le interrumpió: no hay necesidad de tantas ceremonias; yo también, en un caso igual, en una necesidad, sabré recurrir á los padres capuchinos... Al fin, continuó con una sonrisa en la cual se traslucía un no sé qué de irónico y amargo; al fin, ¿no somos nosotros hermanos y hermanas? Dicho esto llamó á una hermana lega (dos de las cuales estaban por una singular distinción destinadas á su servicio particular), y le ordenó que advirtiese de todo á la abadesa, y tomase luego las medidas oportunas con la portera y con Inés. Despachó á ésta, despidió al guardián, y retuvo á Lucía. El guardián acompañó á Inés hasta la puerta, dándola nuevas instrucciones, y se fué á preparar la carta en la que debía dar cuenta de todo á su amigo Cristóbal. “Esa señora es muy aturdida, pensaba entre sí mientras caminaba; pero por otro lado muy curiosa; mas sabiendo entender su flaco, se le obliga á hacer todo lo que se quiere. Mi buen Cristóbal no esperará ciertamente que le haya servido tan bien y tan pronto. ¡Qué hombre tan de bien! No hay remedio; es indispensable que se meta siempre en alguna intriga; pero lo hace para bien. Es una fortuna para él que esta vez haya encontrado un amigo, el cual sin tanto estrépito, sin tanto aparato y sin tantos trabajos, haya conducido el negocio á buen puerto, en un abrir y cerrar de ojos. Mi amigo Cristóbal quedará satisfecho, y comprenderá al fin, que nosotros también somos buenos para algo”. La señora, que en presencia de un capuchino de edad provecta había estudiado sus movimientos y sus palabras, quedando después sola con una joven aldeana sin experiencia, no pensaba en contenerse tanto; y sus discursos llegaron á ser poco á poco tan extravagantes, que en vez de referirlos, creemos más oportuno el contar sucintamente la historia precedente de esa mujer infortunada; pero sólo lo haremos de lo que es absolutamente indispensable para explicar lo que en ella hemos notado de misterioso y extraordinario, y para hacer comprender los motivos de su conducta en los hechos que luego referiremos. Era la hija menor del príncipe ***, poderoso caballero milanés, que podía contarse entre los más opulentos de la ciudad. Mas la alta opinión que tenía de su título, le hacía aparecer sus recursos apenas suficientes y aun escasos para sostener su decoro; y todo su cuidado era conservarlo, á lo menos en cuanto dependía de él, con el objeto de que viniesen á recaer á una sola mano. La historia no dice expresamente cuántos hijos tenía; sólo da á entender, que había destinado al claustro todos los segundogénitos de uno y otro sexo, para dejar intacta su fortuna al primogénito, destinado á conservar la familia, á procrear hijos para atormentarse y atormentarlos como su padre. Nuestra infortunada estaba aún en las entrañas de su madre, cuando su suerte se veía ya fijada irrevocablemente. Quedaba tan sólo decidir si sería religioso ó religiosa; decisión por la cual era necesario, no su consentimiento, sino su presencia. Cuando vino al mundo, el príncipe su padre, queriendo darla un nombre que revelase inmediatamente la idea del claustro, y que hubiese sido llevado por una santa de encumbrada jerarquía, se la puso por nombre Gertrudis. Muñecas, vestidas de monjas, fueron los primeros juguetes que se le pusieron entre manos; después estampitas que representaban monjas, cuyos regalos iban siempre acompañados de grandes recomendaciones para que los trataran bien, como cosa preciosa, y siempre con la siguiente interrogación afirmativa: es hermoso, ¿eh? Cuando el príncipe, la princesa, ó el pequeño príncipe, el solo hijo varón que había sido criado en la casa, querían alabar la buena figura de la niña, parecía que no encontraban modo de expresar bien su idea, sino por medio de estas palabras: “¡Qué madre abadesa tan hermosa!”. Sin embargo, nadie le dijo jamás directamente: “Tú debes hacerte monja”. Ésta era una idea sobreentendida y tocada como por incidencia en todas las conversaciones que miraban á su porvenir. Si alguna vez la pequeña Gertrudis se abandonaba á algún pequeño movimiento de impaciencia ó altanería, al cual su índole la arrastraba muy fácilmente, “Eres una chiquilla, se le decía: estas maneras no te convienen; cuando seas madre abadesa, entonces tratarás las gentes á la baqueta, y lo revolverás todo de arriba abajo”. Otras veces el príncipe, reprendiéndola ciertas maneras demasiado libres y familiares, á las cuales ella se abandonaba también con igual facilidad, “¡Eh! ¡eh! le decía; éstos no son los ademanes de una persona de tu rango: si quieres que un día se te respete como es debido, aprende con anticipación á ser más reservada; acuérdate que debes ser, en todas las cosas, la primera del convento; porque la sangre se lleva por todas partes adonde uno va”. Todas las conversaciones estampaban en el cerebro de la niña la idea implícita que ella debía ser religiosa; mas las que venían de su padre, producían más efecto que todas las demás juntas. El continente del príncipe era habitualmente el de un amo austero; mas cuando se trataba del futuro estado de sus hijos, se traslucía en su rostro y en todas sus palabras una fijeza de resolución, una recelosa envidia de mando que imprimía el sentimiento de una fatal necesidad. Á los seis años, Gertrudis fué colocada para su educación, y para prepararla á la vocación que se le había impuesto, en el convento en que la hemos visto. La elección del lugar no fué sin designio. El buen conductor de las dos mujeres ha dicho que el padre de la señora ocupaba en Monza el primer lugar. Añadiendo este testimonio, cualquiera que sea su valor, con algunas otras indicaciones que el anónimo deja escapar aturdidamente por unas partes y otras, nosotros podemos fácilmente dar por hecho que aquél era el señor feudal de dicho país. Fuese lo que fuese, él gozaba allí de una autoridad grandísima; y pensó que en aquel paraje, mejor que en otro alguno, su hija sería tratada con aquella distinción y miramientos que podrían seducirla y dirigirla á elegir aquel convento para su perpetua morada. No se engañaba: la abadesa y algunas otras religiosas intrigantes que tenían, como se suele decir, la sartén por el mango, se alegraron al ver que se les ofrecía un apoyo tan útil en todas circunstancias y tan honroso en todos los momentos; aceptaron la proposición con expresiones de reconocimiento, y correspondieron á las intenciones que el príncipe había dejado traslucir sobre la colocación estable de la hija, intenciones que por otra parte estaban muy de acuerdo con sus intereses. Apenas hubo entrado Gertrudis en el convento, fué llamada por antonomasia la _señorita_; se la dió el primer puesto en la mesa y en el dormitorio; su conducta servía como modelo á sus compañeras; se la prodigaban caricias sin fin, pero éstas sazonadas con esa familiaridad un poco respetuosa que tanto agrada á los niños, cuando la encuentran en aquellos que tratan á los demás con un tono habitual de superioridad. Esto no quería decir que todas las monjas estuviesen conjuradas para hacer caer á la pobre joven en el lazo; había muchas sencillas y ajenas á toda especie de intrigas, á quienes la idea de sacrificar una hija á miras interesadas inspiraba horror; pero éstas, enteramente aplicadas á sus ocupaciones particulares, unas no se apercibían bien de aquellos manejos, otras no distinguían lo que tenían de malo; algunas se abstenían de hacer un escrupuloso examen, y otras también guardaban silencio por no escandalizar inútilmente. Alguna, por último, acordándose de haber sido con semejantes artificios conducida á aquello de lo cual estaba ya arrepentida, se compadecía de la pobrecilla inocente, y se consolaba haciéndola tiernas y melancólicas caricias; mas ella estaba bien lejos de sospechar que allí se ocultase algún misterio, y el negocio seguía su camino. Habría caminado hasta el fin, si Gertrudis hubiera sido la única niña en aquel monasterio. Mas entre sus compañeras de educación, había algunas que no ignoraban que ellas estaban destinadas á casarse. La pequeña Gertrudis, nutrida con la idea de su superioridad, hablaba pomposamente de sus destinos futuros de abadesa, de princesa del monasterio; quería á todo trance para todas las demás ser un objeto de envidia, y veía con admiración y con despecho que algunas de ellas no hacían ningún caso. Á las imágenes majestuosas, pero frías y circunscritas, que puede suministrar la primacía en un convento, aquéllas oponían las imágenes variadas y brillantes del mundo, de bodas, de banquetes, de bailes, de festines, de partidas de campo, de magníficos trajes, de carrozas. Estas imágenes causaron en el cerebro de Gertrudis aquel movimiento, aquella efervescencia que produciría un gran canastillo de flores cogidas recientemente, colocado delante de un enjambre de abejas. Los padres y los maestros habían cultivado y aumentado en ella la natural vanidad para hacerla amar el claustro; mas cuando esta pasión fué excitada por ideas tanto más homogéneas para ella, se lanzó con un ardor mucho más vivo cuanto que era muy espontáneo. Para no quedar debajo de sus compañeras, y para condescender al mismo tiempo con su nuevo genio, respondía que al fin de la jornada nadie podría ponerse el velo sobre la cabeza sin su consentimiento; que también ella podía casarse, habitar un palacio y gozar de las delicias del mundo, mejor que todas las demás; que lo podía con tal que lo quisiese, que lo quería, y ella lo quería en efecto. La idea de la necesidad de su consentimiento, que hasta entonces había permanecido como desapercibida y amortiguada en un ángulo de su mente, se desenvolvió y se mostró con toda su importancia. Ella la llamaba á cada momento en su auxilio, para gozarse tranquilamente con las imágenes de un porvenir agradable. Sin embargo, dentro de esa idea siempre aparecía infaliblemente otra, á saber, que aquel consentimiento trataba de negarlo al príncipe su padre, el cual tenía ya ó manifestaba tenerlo por dado; y á este pensamiento, el ánimo de la hija estaba bien lejos de gozar de la seguridad que ostentaban sus palabras. Se comparaba entonces á sus compañeras, que estaban de otro muy diverso, seguras de su porvenir, y experimentaba así la envidia que desde un principio había querido inspirarlas. Envidiándolas, aborrecía; algunas veces su odio se exhalaba en desprecios, en burlas, en palabras picantes; otras, la uniformidad de las inclinaciones y de las esperanzas la apaciguaba y hacía nacer una intimidad aparente y pasajera; otras veces, queriendo gozar entretanto de alguna cosa real y presente, se complacía con las preferencias que la dispensaban, y hacía sentir su superioridad á las demás; otras, finalmente, no pudiendo tolerar la soledad de sus temores y deseos, iba llena de bondad á buscarlas, casi para implorar benevolencia, consejos, valor. En medio de estas deplorables luchas consigo misma y con las demás, había pasado la infancia y entraba en esa edad tan crítica, en la cual parece que se introduce en el alma una especie de misterioso poder que excita, embellece, vigoriza todas las inclinaciones, todas las ideas, y alguna vez las trasforma ó las hace tomar un curso imprevisto. Lo que Gertrudis hasta entonces había visto con placer más distintamente en aquellos sueños del porvenir, era el esplendor y la pompa eterna; un cierto no sé qué de muelle y afectuoso que desde un principio se había difundido ligeramente y estaba envuelto en la oscuridad, comenzó luego á desplegarse y á sobresalir en su fantasía. En la parte mas recóndita de su espíritu se formaba una especie de retiro; allí se refugiaba contra los objetos presentes, acogía ciertos personajes caprichosamente, compuestos de confusos recuerdos de la infancia, de lo poco que podía entrever del mundo exterior, de las ideas que le habían revelado los discursos de sus compañeras; conversaba á solas con ellas, las hablaba y contestaba en su nombre; daba órdenes y recibía homenajes de todas clases. De cuando en cuando los pensamientos de religión venían á turbar aquellas brillantes y cansadas fiestas; pero la religión, tal como se la habían enseñado á nuestra infortunada niña, y como ella la había comprendido, lejos de proscribir el orgullo, lo santificaba y lo proponía como un medio de obtener la felicidad terrestre. Privada de este modo de su esencia, no era ya la religión, sino un vano fantasma como los demás. En los intervalos, en los cuales ese fantasma ocupaba el primer lugar y tomaba colosales dimensiones en la imaginación de Gertrudis, la infeliz, abrumada de ciertos temores y comprimida por una confusa idea de deberes, se imaginaba que su repugnancia al claustro y la resistencia á las insinuaciones de sus mayores acerca de la elección de estado, era un crimen, prometiendo en su interior expiarlo, encerrándose voluntariamente en el claustro. Era de ley que una joven no podía ser admitida religiosa, sin haber sido examinada antes por un eclesiástico, llamado el vicario de las monjas, ó de otro delegado al efecto, á fin de que constase que obraba libre y espontáneamente, y dicho examen no podía tener lugar sino un año después de haber expuesto aquélla su deseo al vicario por medio de una súplica por escrito. Las religiosas que habían tomado el triste encargo de hacer que Gertrudis se obligase para siempre con el menor conocimiento posible acerca de lo que hacía, escogieron uno de los momentos que hemos descrito, para hacerla copiar y firmar semejante súplica. Á fin de inducirla mas fácilmente á ello, no dejaron de decirla y repetirla que finalmente no era más que una mera formalidad, la cual (y esto era cierto), no podía tener efecto sino por otros actos posteriores que dependían de su voluntad. Con todo eso, la súplica no había acaso llegado aún á su destino, cuando Gertrudis estaba ya arrepentida de haberla firmado. Se arrepentía de su ligereza, pasando así los días y los meses en una incesante lucha de opuestos sentimientos. Tuvo largo tiempo oculto á sus compañeras aquel paso, ya por temor de manifestar sus contradicciones, ya por vergüenza de publicarlas. El deseo de aliviar su corazón y de encontrar consejos y valor, venció por último. Había también otra ley, por la que una joven no podía ser admitida al examen de la vocación, sino después de haber vivido á lo menos por espacio de un mes, fuera del monasterio donde había sido educada. El año que debía seguirse á la súplica había ya trascurrido, y Gertrudis fué advertida que dentro de poco se la sacaría del monasterio y sería conducida á la casa paterna para permanecer el expresado mes, y dar todos los pasos necesarios al cumplimiento de la obra, que de hecho había ya empezado. El príncipe y el resto de la familia, miraban ya el negocio como una cosa segura y concluida; mas la joven tenia otro proyecto: en vez de dar los demás pasos, pensaba en el modo de hacer retroceder el primero. En tales angustias, trató de abrir su corazón á una de sus compañeras, muy franca y dispuesta siempre á dar consejos resueltos. Ésta sugirió á Gertrudis la idea de informar á su padre por medio de una carta, acerca de su nueva resolución, ya que no tenía el suficiente ánimo para lanzar en su cara un _no quiero_. Y porque los pareceres gratuitos son muy raros en este mundo, la consejera hizo pagar éste á Gertrudis, haciendo burla de su apocamiento. La carta fué arreglada entre cuatro ó cinco confidentes, escrita de oculto, y recapitulada con muchos y estudiados artificios. Gertrudis estaba con grande ansiedad, esperando una contestación que no vino, á no ser que algunos días después la abadesa la hizo ir á su celda, y con aire de misterio, de disgusto y compasión, le indicó, de una manera ambigua, la gran cólera del príncipe, acerca de una falta que ella había cometido, dándola á entender, sin embargo, que portándose bien, podía esperar que todo sería olvidado. La joven lo entendió, y no se atrevió á preguntar más. Finalmente, llegó el día temido y deseado. Aunque Gertrudis supiese que iba á combatir, sin embargo, el salir del monasterio, el dejar aquellas paredes entre las cuales había permanecido encerrada por espacio de ocho años, el recorrer en carroza por la amena y verde campiña, el volver á ver la ciudad, la casa, fueron sensaciones llenas de una alegría tumultuosa. Respecto de la lucha, la infeliz, con la dirección de aquellas confidentes, había ya tomado sus medidas. “Ó me querrán obligar, pensaba, y yo me mantendré firme; seré humilde, respetuosa, pero no accederé; no se trata más que de no decir otro sí, y no lo diré. Ó lo tomarán por buenas, y entonces seré más buena que ellos; lloraré, suplicaré, los moveré á compasión; en fin, no pretendo otra cosa más que el no ser sacrificada”. Pero como sucede siempre con semejantes previsiones, no aconteció ni una cosa ni otra. Los días pasaban sin que su padre ni nadie le hablase de la súplica ni de la retractación, sin que se le hiciese ninguna proposición, ni con caricias ni con amenazas. Los padres estaban serios, tristes, duros con ella, sin decir nunca el porqué. Se comprendía solamente que la miraban como una culpable, como una persona indigna. Un misterioso anatema parecía pesar sobre ella y que la segregaba de la familia, dejándola únicamente que se reuniese á ella, el tiempo necesario para hacerla sentir su sujeción. Rara vez, y sólo á ciertas horas establecidas, era admitida á la compañía de sus padres y del primogénito. Entre los tres parecía que reinaba una gran confianza, la cual hacía más sensible y más doloroso el abandono en el cual dejaban á Gertrudis. Nadie le dirigía la palabra, y cuando se arriesgaba tímidamente á decir alguna cosa que no fuese necesario, ó no se hacía caso, ó no llegaba á obtener más que una respuesta acompañada de una mirada desdeñosa. Mas si no pudiendo sufrir un trato tan humillante y amargo, insistía y procuraba familiarizarse; si imploraba un poco de cariño, oía al mismo tiempo lanzar alguna palabra indirecta, pero clara acerca de la elección de estado. Se le hacía entender de una manera encubierta que éste era el medio mejor para reconquistar el afecto de la familia. Entonces Gertrudis, que no lo hubiera querido á semejante precio, veíase obligada á retroceder, á rehusar las primeras señales de benevolencia que tanto había deseado, á volver á tomar su misma posición de excomulgada; y para colmo de desdichas, con una cierta apariencia de maldad. Tales sensaciones de objetos presentes, hacían un doloroso contraste con aquellas risueñas visiones de las cuales Gertrudis tanto se había ocupado ya, y se ocupaba todavía en lo más recóndito de su corazón. Había esperado que en la espléndida y tan frecuentada casa de su padre, podría á lo menos gozar alguna cosa real de lo que había imaginado; mas se encontró del todo engañada. La clausura era estrecha como en el monasterio; no se hablaba jamás de paseos ni de diversiones, y una galería que daba de la casa á una iglesia contigua, quitaba hasta la ocasión de poner el pie en la calle. La sociedad era más triste, poco numerosa y menos variada que en el monasterio. Al menor anuncio de una visita, Gertrudis debía salir y retirarse á su estancia, para encerrarse con algunas antiguas criadas de la casa, con las cuales también comía todas las veces que había convites. Los servidores se uniformaban en las palabras y maneras, al ejemplo y á la intención de sus dueños; y Gertrudis, que por inclinación los hubiera tratado familiarmente y con ínfulas de señora, y que en el estado en el cual se encontraba hubiera recibido como un favor la menor señal de benevolencia, se bajaba hasta mendigarlas, no ganando más que un poco de humillación al verse correspondida con una indiferencia manifiesta, aunque acompañada de un ligero obsequio de formalidad. Sin embargo, ella percibió que á diferencia de los demás, un paje la trataba respetuosamente, y sentía por ella una compasión de un género particular. El continente de aquel joven era lo que Gertrudis había visto hasta entonces de más semejante al orden de cosas tan contemplado en su imaginación, pareciéndose en el aire y maneras á sus criaturas ideales. Poco á poco se descubrió en las maneras de la joven niña un cierto no sé qué de nuevo y extraordinario; una calma é inquietud distinta de la que solía; el aire de una persona que ha encontrado una cosa que le ocupa, que querría mirar á cada momento y no dejarla ver á los demás. Se la vigiló más que nunca, tanto que una mañana temprano fué sorprendida por una de las sirvientas que hemos citado, mientras estaba doblando á escondidas una carta, sobre la cual hubiera obrado mucho mejor no escribiendo nada. Después de un corto debate, la carta quedó en manos de la sirvienta, y de ésta pasó á las del príncipe. El terror de Gertrudis al rumor de los pasos de aquél, no se puede describir ni imaginar. En efecto, era su padre, estaba irritado, y ella se sentía culpable. Mas cuando lo vió aparecer con aquel ceño, con aquella fatal carta en la mano, hubiera querido estar cien brazas bajo de tierra. Las palabras no fueron muchas, pero sí terribles. No se le imponía más pena por el momento, que permanecer encerrada en la misma estancia, bajo la custodia de la mujer que había hecho el descubrimiento; mas esto no era más que un preludio, no más que una precaución del momento: se prometía, se dejaba entrever á su imaginación como una cosa vaga, un castigo futuro, misterioso, indeterminado, y sobre todo, más espantoso. El paje fué echado violentamente como era natural, y se le amenazó también con una corrección terrible si osaba hablar jamás lo mas mínimo respecto de lo sucedido. Al hacerle esta intimación, el príncipe le aplicó dos solemnes bofetones, para asociar á aquella aventura un recuerdo que pudiese quitar al joven toda tentativa de vanagloriarse de ella. Un pretexto cualquiera para cohonestar la despedida del paje, no era difícil de hallar; en cuanto á la hija, se dijo que estaba enferma. Ésta quedó con el corazón alterado, con la vergüenza, con el remordimiento, con el temor del porvenir, y con la sola compañía de aquella mujer á quien odiaba, como el testimonio de su culpa y la causa de su desgracia. Ésta detestaba también á su vez á Gertrudis, por la cual se hallaba reducida, sin saber por qué tiempo, á la enojosa vida de carcelera, habiendo llegado á ser para siempre depositaria de un peligroso secreto. El primer tumulto de aquellos confusos sentimientos se apaciguó poco á poco; mas cada uno de éstos, asaltando á su vez el espíritu, crecía y se encerraba allí para atormentarla más distintamente y á su placer. ¿Qué podía ser aquel castigo con el cual se la había amenazado tan enigmáticamente? Muchas extrañas y variadas ideas se agolpaban á la imaginación ardiente y sin experiencia de Gertrudis. Lo que parecía más probable era el volver á ser conducida al monasterio de Monza, aparecer no ya como la _señorita_, sino como una culpable, y permanecer encerrada, ¡quién sabe hasta cuándo, y cómo la tratarían! El temor de la vergüenza era quizás lo que había de más doloroso para ella en aquel porvenir lleno de aflicción. Las frases, las palabras, hasta las comas de aquel malhadado papel, pasaban y repasaban en su memoria; se le aparecían leídas, pesadas por un lector tan imprevisto, tan diferente de aquél para quien estaban destinadas: imaginábase que hubieran podido caer en poder de la madre ó de su hermano. La imagen de aquél que había sido la causa primera de todo el escándalo, no dejaba de atormentarla constantemente: no es preciso decir qué extraña figura hacía este fantasma entre los otros, tan diferentes, tan fríos, tan amenazadores. Ella no se detenía tampoco largo tiempo ni con placer sobre esos sueños tan dulces y tan brillantes; estaban muy en oposición con su estado y con todas las probabilidades de su porvenir. El único castillo en que Gertrudis podía figurarse hallar un refugio tranquilo y honroso, y que nada tuviese de fantástico era el convento, cuando ella se hubiese resuelto á vivir en él para siempre. Tal resolución habría cambiado su situación. Al cabo de cuatro ó cinco días que le parecieron eternos, una mañana, Gertrudis, indignada por el trato de su carcelera, se colocó en un rincón de su cuarto y ocultando su rostro con las manos estuvo largo tiempo entregada á un exceso de cólera. Ella tenía necesidad de ver otros semblantes, de oir otros acentos y de que se la tratase de otro modo. Pensó en su padre, en su familia, sin atreverse á permanecer en esa idea. Pero se acordó que de ella dependía que fuesen éstos sus amigos más sinceros, y la alegría volvió á pintarse en su semblante. Se levantó, dirigióse á una mesita, tomó la pluma y escribió una carta fatal, pero llena de entusiasmo, de afección y de esperanza, implorando el perdón, decidida y pronta á hacer cuanto se le indicase por el que había de otorgarle su demanda. CAPÍTULO DÉCIMO Hay momentos en que el alma, y en particular la de los jóvenes, está dispuesta de modo que basta un poco de interés para lograr todo lo que tiene apariencias de virtud y de sacrificio; como una flor apenas entreabierta que descansa muellemente sobre su cáliz, pronta á abandonar sus perfumes al simple cefirillo que la acaricia con su soplo. Estos momentos que debían contemplarse con tímido respeto, son precisamente los que la astucia interesada espía atentamente para encadenar la voluntad de la víctima. Á la lectura de la carta en cuestión, el príncipe halló también la puerta abierta á sus antiguos propósitos. Envió á decir á Gertrudis que se presentase. Gertrudis compareció ante él, sin atreverse á levantar los ojos, se echó á los pies de su padre y apenas pudo balbucear _perdón_. Éste le hizo señal para que se levantase, pero con una voz á propósito para tranquilizarla, le dijo: “No basta pedir, ni desear el perdón para obtenerlo, es necesario merecerlo”. Gertrudis con mucha timidez pidió la explicación de aquellas palabras y lo que debía hacer en consecuencia. Él continuó diciendo que... “á pesar de lo ocurrido... en el caso en que... hubiera sido con la intención de establecerse en el mundo, ella había contraído un lazo indisoluble y había creado un obstáculo invencible. Hombre de honor como era, jamás se habría atrevido á presentarla á ningún caballero después de tales antecedentes”. La infeliz, oyendo á su padre, estaba en el estado más triste que pueda imaginarse. Entonces el príncipe, dulcificando gradualmente la voz, añadió que sin embargo, para toda falta habría misericordia; que la suya era de aquéllas cuyo remedio estaba indicado ya; que ella debía ver en aquel triste accidente un aviso del cielo respecto á que la vida del siglo estaba rodeada de escollos. --¡Oh, sí! exclamó Gertrudis, preocupada por el temor y la vergüenza. --Perfectamente, lo has comprendido muy bien, respondió el príncipe. En hora buena; no hablemos más de lo pasado: todo está olvidado ya. Esto diciendo, tocó una campanilla y dijo al lacayo que entró: llama á la princesa y al príncipe mi hijo inmediatamente; y dirigiéndose á Gertrudis, continuó: quiero participarles mi alegría; quiero que todos empiecen á trataros como merecéis. Á estas palabras Gertrudis quedóse como atónita. No podía comprender que en el sí que acababa de pronunciar, se encerrase tanta virtud. La princesa y el príncipe no se hicieron aguardar mucho tiempo. Cuando vieron á Gertrudis, la miraron con cierto aire de desdén; pero el príncipe con un aire jovial y tierno, les dijo: la oveja vuelve al aprisco, y espero que ésta sea la última palabra que se diga sobre el asunto. --Muy bien, muy bien, exclamaron á la par madre é hijo. Entonces el príncipe habló de las distinciones que Gertrudis habría de tener en el convento y en el país. La princesa renovaba á cada instante las felicitaciones más halagüeñas á Gertrudis. --Es necesario señalar el día en que hemos de ir á Monza á preguntar por la abadesa, dijo el príncipe. ¡Cómo se ha de alegrar ella! ¡oh! todo el convento sabrá apreciar el honor que Gertrudis le hace. Y, ¿por qué no hemos de ir hoy? añadió: Gertrudis tomará con mucho gusto el aire. --Vamos, dijo la princesa. --Pero... dijo tímidamente Gertrudis. --Poco á poco, que Gertrudis se decida. Puede que hoy no se sienta con fuerzas suficientes; ella querrá mejor ir mañana. ¿Quieres que vayamos hoy ó mañana? --Mañana, respondió débilmente Gertrudis, que creía ganar mucho con ganar tiempo. --Mañana, dijo solemnemente el príncipe. Ella ha decidido que irá mañana. El príncipe fué en casa del vicario y las religiosas para pedirles un día para el examen. En el resto del día Gertrudis no tuvo dos minutos de sosiego. No hubo medio; las ocupaciones se sucedían sin interrupción, y parecían encadenadas unas con otras. Gertrudis fué saludada por todos como la _sposina_[6], cada una de sus respuestas se estimaba como una confirmación en el propósito de profesar. Cuando acabaron de comer, se dispuso un paseo, y Gertrudis subió en el coche con su madre y dos tías que la habían acompañado en la comida. Al volver del paseo, los criados, bajando á toda prisa con luces, anunciaron que había muchas visitas aguardándoles. Se había extendido la noticia de la próxima ceremonia, y parientes y amigos habían venido á ofrecer sus cumplimientos á la víctima. Cuando se hubieron marchado, y que Gertrudis quedó sola con la familia, el príncipe, tomando la palabra, dijo: “He tenido el gusto, hija mía, de verte tratada conforme á tu rango: es necesario confesar, que os habéis conducido perfectamente en honor de la familia á que pertenecéis”. El sueño de Gertrudis fué aquella noche penoso y agitado; habíanle dado por compañera de habitación, en lugar de la carcelera, á una antigua criada de la casa que muy de madrugada la despertó para que se preparase al viaje á Monza. --En pie, en pie, señorita _sposina_. Ya es de día, y para que seáis dispuesta del todo siempre hemos de tardar una hora lo menos. La señora princesa se levantó cuatro horas antes que de costumbre. El joven príncipe bajó y dió las órdenes oportunas, después subió y estuvo dispuesto á partir inmediatamente. “Vivo es como un diablo”, dijo la criada, “más que una ardilla era de listo, cuando pequeño, y puedo decirlo, porque desde pequeño lo he tenido en mis brazos. Mas cuando está pronto, no es necesario hacerle esperar; porque si bien es de la mejor pasta del mundo, en estos casos se impacienta y alborota. ¡Pobrecillo! es preciso compadecerle; es su natural, y además esta vez él tiene un poco de razón, porque se incomoda por vos. ¡Ay de quien lo irrite en estos momentos! no respeta á nadie, á no ser al señor príncipe. Mas un día él será el señor príncipe; lo más tarde que sea posible, sin embargo. Vivo, vivo, señorita; ¿por qué me miráis así tan encantada? Á estas horas debíais ya estar levantada”. Á la vista del joven príncipe impaciente, todas las demás ideas que se habían agrupado á la despierta imaginación de Gertrudis, se disiparon repentinamente como una bandada de pájaros á la vista del ave de rapiña. Obedeció, se vistió apresuradamente, se dejó peinar, y compareció en la sala donde estaban reunidos los padres y el hermano. Se la hizo sentar en un sillón de brazos y le llevaron una jícara de chocolate, lo que era entonces lo mismo que el hacer tomar la toga viril á los romanos. Cuando fueron á anunciar que el carruaje estaba dispuesto, el príncipe llamó aparte á su hija y la dijo: “Vamos, Gertrudis, ayer os habéis hecho honor; hoy debéis sobrepujaros á vos misma. Se trata de hacer una presentación solemne en el monasterio y en el país, donde estáis destinada á hacer el principal papel. Os aguardo... (Es inútil decir que el príncipe había enviado el día antes un mensajero á la abadesa). Os aguardan, y todos los ojos estarán fijos sobre vos. Dignidad y desenvoltura. La abadesa os preguntará qué es lo que queréis: esto es una pura formalidad. Podéis responder que deseáis ser admitida á tomar el hábito en ese convento, donde habéis sido educada tan cariñosamente, donde habéis recibido tantas finezas, todo lo cual es la pura verdad. Estas pocas palabras, decidlas con desembarazo; que no tengan que decir que os han sido imbuidas y que no sabéis hablar por vos misma. Esas buenas madres no saben nada de lo sucedido; éste es un secreto que debe quedar sepultado en el seno de la familia; por lo tanto, es preciso que vuestro semblante no se manifieste triste y confuso, porque podría dar lugar á sospechar algo. Haced ver de qué sangre salís: sed modesta y cortés; mas acordaos que en aquel paraje, á excepción de la familia, no habrá nadie que sea superior á vos”. Sin aguardar respuesta, el príncipe se encaminó á la puerta; Gertrudis, la princesa y el joven príncipe, lo siguieron; bajaron la escalera y subieron al carruaje. Los cuidados y enojos del mundo, la vida feliz del claustro, principalmente para las jóvenes de nobilísima sangre, fueron el tema de la conversación durante el camino. Antes de llegar, el príncipe renovó las instrucciones á su hija, y la repitió muchas veces la fórmula de la respuesta. Al entrar en Monza, Gertrudis sintió que se le oprimía el corazón; mas su atención fué distraída por un instante por algunos señores que hicieron parar la carroza, y la prodigaron algunos cumplidos. Habiendo vuelto á continuar su camino, se dirigieron más lentamente hacia el monasterio al través de las miradas de los curiosos que acudían de todas partes al camino. Al pararse la carroza delante de aquellas paredes, delante de aquellas puertas, el corazón de Gertrudis se oprimió todavía más. Bajó del carruaje pasando al través de dos filas de una multitud inmensa de pueblo que los criados hicieron permanecer detrás. Todos aquellos ojos clavados sobre la infortunada, la obligaban á estudiar continuamente sus ademanes; pero lo que más que todo junto la sujetaba, era la vista de su padre, hacia el cual, á pesar del miedo que ella experimentaba, no podía dejar de volver á cada momento la suya. Aquella mirada gobernaba sus movimientos y su rostro, como por medio de invisibles resortes. Atravesado el primer patio entraron en el segundo, y desde allí se divisó la puerta del claustro interior abierta de par en par y toda ocupada por las monjas. En la primera fila percibíase á la abadesa rodeada de ancianas, detrás las demás religiosas mezcladas confusamente, algunas de puntillas, y en último término las legas subidas encima de algunos banquillos. Veíase también en medio de aquella multitud de hábitos, brillar aquí y allá algunos ojillos, mostrarse algunas pequeñas caras: eran las más listas y atrevidas de las educandas que, metiéndose y penetrando entre las religiosas, habían conseguido hacerse un poco de lugar para poder ver también alguna cosa. De la expresada multitud salían aclamaciones; veíanse agitarse muchos brazos en señal de alegría y felicitación. La comitiva llegó por fin á la puerta; Gertrudis se encontró cara á cara con la madre abadesa. Después de los primeros cumplimientos, esta última, con tono medio alegre y solemne, le preguntó lo que deseaba en aquel paraje, en el cual no había nada que se le pudiese rehusar. “Vengo”... empezó á decir Gertrudis; mas en el momento de proferir las palabras que debían decidir casi irrevocablemente de su destino, vaciló un instante y permaneció con los ojos fijos sobre la multitud que tenía delante. Al propio tiempo distinguió á una de sus compañeras más íntimas que la miraba con un aire de compasión y de malicia á la vez, y que parecía decirle: “¡Ah! ¡he aquí también presa á nuestra pequeña heroína!”. Al ver aquello, despertándose con más viveza en su alma todos sus antiguos sentimientos, le restituyó también un poco de su antiguo valor, y ya estaba buscando una respuesta cualquiera distinta, distinta de la que había sido dictada, cuando alzando la vista hacia el rostro de su padre, como para experimentar sus fuerzas, descubrió en aquél una inquietud tan sombría, una impaciencia tan amenazadora, que resuelta por temor, con la misma prontitud que hubiera huido á la presencia de un objeto terrible, prosiguió: “Vengo á pedir el ser admitida á tomar el hábito religioso en este monasterio, en donde tan cariñosamente he sido educada”. La abadesa contestó en seguida, que le disgustaba mucho que fuese en tal ocasión; que las reglas no le permitían dar inmediatamente una respuesta que debía proceder del sufragio común de las hermanas, y al cual debía preceder la licencia de los superiores; que por lo demás, Gertrudis conocía bastante el aprecio y consideración que allí se le tenía, para poder adivinar cuál sería la respuesta, y que en el ínterin ninguna regla prohibía á la abadesa y demás hermanas manifestar la alegría que experimentaban á tal petición. Entonces se elevó un confuso murmullo de felicitaciones y aplausos. En el acto trajeron grandes bandejas llenas de exquisitos dulces, que fueron presentados primeramente á la _sposina_ y después á los padres. Mientras que algunas religiosas se la disputaban y otras cumplimentaban á la madre, otras al joven príncipe, la abadesa hizo rogar al padre que le dispensase el obsequio de ir á la reja del locutorio, donde lo aguardaba. Estaba acompañada de dos ancianas, y cuando lo vió aparecer dijo: “Señor príncipe para obedecer á los reglamentos... para llenar una formalidad indispensable, si bien en este caso... sin embargo, debo decirle... que siempre que una hija pide ser admitida á vestir el hábito, la superiora, la cual yo indignamente soy... está obligada á advertir á los padres... que si por casualidad... forzasen la voluntad de su hija, incurrirían en una excomunión. Espero me perdonaréis”... --¡Bien, muy bien! reverenda madre. Vuestra exactitud es muy laudable; esto es demasiado justo... mas vos no podéis dudar... --¡Oh! así lo pienso, señor príncipe. He hablado por llenar una obligación... por lo demás... --Seguramente, seguramente, madre abadesa. Cambiadas estas pocas palabras, los dos interlocutores se saludaron mutuamente, y se separaron, como si á ambos les pesara el permanecer allí uno enfrente del otro; y fueron á reunirse cada uno á su comitiva, el uno fuera, la otra dentro del claustro. --Vamos, dijo el príncipe, Gertrudis podrá bien pronto disfrutar á su placer de la compañía de estas buenas madres. Por ahora las hemos importunado bastante tiempo. Dicho esto saludó; la familia se puso también en movimiento, se renovaron los cumplimientos y partieron. Gertrudis, al volver, tenía muy pocas ganas de hablar. Asustada del paso que había dado, vergonzosa de su debilidad, descontenta de los otros y de sí misma, ajustaba tristemente la cuenta de las ocasiones que le restaban todavía para poder decir _no_, y se prometía débil y confusamente á sí misma, que en ésta, en aquélla ó en otra, tendría más destreza y valor. Á pesar de todas estas ideas, no había, sin embargo, podido olvidar enteramente el terror que le había causado el horrible ceño de su padre, lo bien que cuando, con una ojeada lanzada á hurtadillas sobre su semblante, le había dado á conocer que no quedaba la más mínima huella de cólera; que al contrario, se manifestaba muy contento de ella, lo cual le pareció una gran dicha, y por un momento quedó sumamente gozosa. Apenas llegaron á casa fué preciso volverse á vestir y adornarse, después comer, luego algunas visitas, en seguida al paseo, por último la reunión, y finalmente la cena. Al concluirse ésta el príncipe sacó á relucir otro negocio; éste era la elección de madrina. Así se llamaba una dama que á petición de los padres servía de custodia y conductora de la neófita en el trascurso de tiempo que había desde la petición, á la entrada en el monasterio, tiempo que se empleaba en visitar las iglesias, los edificios públicos, las sociedades, las casas de campo, los santuarios, todas las cosas, en fin, más notables de la ciudad y de sus alrededores, á fin de que las jóvenes, antes de pronunciar un voto irrevocable, conociesen bien á lo que ellas renunciaban. “Será preciso pensar en buscar una madrina, dijo el príncipe, porque mañana vendrá el vicario de las monjas para la formalidad del examen, y poco después Gertrudis será propuesta en el capítulo para ser aceptada por las madres”. Al decir esto, se había vuelto á la princesa, y ésta, creyendo que fuese una invitación para que ella la propusiese, empezó á decir: “Sería”... mas el príncipe interrumpió: “No, no, señora princesa, la madrina debe antes de todo de ser del gusto de la _sposina_; y aunque el uso universal da la elección á los padres, sin embargo, Gertrudis tiene tanto juicio, tanto tacto, que bien merece que se haga una excepción por ella”. Y aquí, dirigiéndose á Gertrudis con el aire del que anuncia una gracia singular, continuó: “Ninguna de las damas que se han hallado esta noche en nuestros salones deja de reunir las cualidades que se requieren para ser madrina de una hija de nuestra casa; me complazco en creer que no habrá ninguna que no se tenga por muy honrada con obtener semejante preferencia; por lo tanto, podréis escoger”. Gertrudis comprendía muy bien que el mero hecho de hacer aquella elección era dar un nuevo consentimiento; pero la proposición estaba hecha con tanto aparato, que el rehusar, aun cuando fuese humildemente, podía parecer desprecio, ó á lo menos, capricho é ingratitud. Dió, pues, también este paso, y nombró la dama que en aquella misma noche había congeniado más con ella, la que le había hecho más caricias, alabado más, tratado con maneras más familiares, afectuosas y solícitas, que dan á un conocimiento de algunos momentos el aire de una antigua amistad. “¡Excelente elección!”, dijo el príncipe, que deseaba y aguardaba precisamente la misma. Fuese destreza ó casualidad, había sucedido como el jugador de manos haciendo correr delante de vuestra vista un montón de cartas, os dice que penséis una, que él la adivinará después, mas las hace correr de manera que no se deja ver más que una sola. Aquella dama había estado alrededor de Gertrudis toda la noche, la había ocupado tanto de sí, que la joven hubiera necesitado un grande esfuerzo de imaginación para pensar en otra. Tanta solicitud no carecía de fundamento. La dama había desde mucho tiempo puesto los ojos en el joven príncipe para hacerlo su yerno: así es que miraba las cosas de aquella casa como suyas propias, y era bien natural que se interesase por su estimada Gertrudis, tanto como sus más próximos parientes. Al día siguiente por la mañana, Gertrudis se despertó con la imaginación ocupada acerca del examinador que debía ir, y mientras estaba reflexionando de si sería prudente escoger aquella ocasión tan decisiva para volverse atrás, y qué medios podía emplear, el príncipe la hizo llamar. “Vamos, hija mía, le dijo; hasta ahora os habéis portado magníficamente; hoy se trata de coronar la obra. Todo lo que hasta aquí se ha hecho ha sido con vuestro consentimiento. Si en este intervalo os hubiese sobrevenido alguna duda, algún pequeño arrepentimiento, algún capricho juvenil, debíais haberos explicado; pero en el punto al cual han llegado ya las cosas, no es tiempo de hacer niñadas. Ese hombre de bien que debe venir esta mañana, os hará cien preguntas acerca de vuestra vocación, y si os hacéis monja voluntariamente, y el porqué, y el cómo, y qué se yo. Si titubeáis al responder, él os tendrá fastidiada Dios sabe cuánto tiempo: esto sería una incomodidad, un tormento para vos, y además podría resultar todavía alguna cosa más seria. Después de todas las demostraciones públicas que se han hecho, la menor duda que se viese en vos, pondría en ridículo mi honor; se podría creer que yo había tomado una ligereza vuestra por una firme resolución; que me había precipitado; que había... qué sé yo. En este caso, me encontraría en la necesidad de escoger entre dos partidos dolorosos, á saber: ó dejar que el mundo forme un triste concepto de mi conducta, partido que no puede estar en consonancia con lo que á mí mismo me debo, ó revelar el verdadero motivo de vuestra resolución y”... Pero aquí, viendo que Gertrudis se había puesto colorada, que sus ojos echaban fuego y se contraía su semblante como las hojas de una flor al viento abrasador que precede á la tempestad, cortó aquel discurso, y con ademán sereno continuó: “Vamos, vamos, todo depende de vos, de vuestro juicio; ya sé que tenéis mucho, y que no sois una chiquilla para echar á perder al fin una cosa bien hecha; mas sin embargo, yo debía prever estos casos. No hablemos más de esto, y pongámonos de acuerdo acerca de lo que vais á responder con franqueza, á fin de no hacer nacer dudas en el ánimo de ese buen hombre; así saldréis más pronto de ello”. Y después de haber insinuado algunas respuestas á las preguntas más probables, entró en la acostumbrada conversación de las dulzuras y goces que estaban reservados á Gertrudis en el monasterio, entreteniéndola con esto, hasta que vino un criado á anunciar el vicario. El príncipe renovó las instrucciones más importantes y dejó á su hija sola con aquél, según estaba prescrito. El buen hombre llegaba con la opinión ya hecha de que Gertrudis tenía una gran vocación al claustro, porque así lo había dicho el príncipe cuando había ido á invitarlo. Es verdad que el sacerdote sabía que la desconfianza era una de las virtudes más necesarias de su ministerio: tenía por máxima el andar con mucho cuidado en dar crédito á semejantes protestas, y estar en guardia contra las preocupaciones; pero es bien raro que las palabras pronunciadas con tono de afirmación y seguridad por una persona autorizada, de cualquier género que ella sea, no tiñan con su color la imaginación del que las escucha. --Después de los primeros cumplimientos, señorita, le dijo, vengo á representar el papel del diablo; vengo á poner en duda lo que en vuestra súplica habéis dado por cierto; vengo á poner delante de vuestra vista las dificultades, y á asegurarme de si lo habéis considerado bien. Me permitiréis que os haga algunas preguntas. --Decid, respondió Gertrudis. El sacerdote empezó entonces á interrogarla en las formas prescritas por los reglamentos: “¿Sentís en vuestro corazón una libre y espontánea resolución de ser monja? ¿No han sido empleadas amenazas ó seducciones? ¿No han hecho uso de la autoridad para induciros á ello? Hablad sin temor y con sinceridad á un hombre cuyo deber es el de conocer vuestra verdadera voluntad, para impedir el que no se os haga violencia alguna”. La verdadera respuesta á semejante pregunta se presentó de improviso con una evidencia terrible á la mente de Gertrudis; mas para darla era preciso venir á una explicación, decir del modo que había sido amenazada, contar una historia... La infeliz retrocedió espantada á tal idea; buscó precipitadamente otra respuesta, y sólo encontró una, la más contraria á la verdad, que pudiese librarla pronto y seguramente de aquel suplicio. “Me hago monja, dijo, ocultando su turbación; me hago monja libremente, por mi propia voluntad”. --¿Cuánto tiempo hace que tenéis este pensamiento? preguntó aún el sacerdote. --Lo he tenido siempre, respondió Gertrudis, vuelta después de aquel primer paso, más franca para mentir contra sí misma. --Pero, ¿cuál es el motivo principal que os induce á ser monja? El buen sacerdote ignoraba qué cuerda tan terrible tocaba, y Gertrudis hizo un gran esfuerzo para no dejar traslucir en su rostro el efecto que aquellas palabras producían en su espíritu. “El motivo, dijo, es el de servir á Dios, y huir los peligros del mundo”. --¿No sería acaso algún disgusto? ¿Algún... perdonadme... algún capricho? Á veces una causa momentánea puede hacer una impresión tal, que parece debe ser eterna, y después cuando cesa la causa, y el corazón cambia, entonces... --No, no, respondió precipitadamente Gertrudis; no hay otra causa más que la que os he dicho. El vicario, más para cumplir enteramente con su obligación, que por la persuasión de la necesidad que hubiese, insistió en las preguntas; mas Gertrudis estaba determinada á engañarle; además, la vergüenza que le causaba la idea de confiar su debilidad á aquel grave y digno sacerdote, el cual parecía estaba tan lejos de sospechar semejante cosa: la infeliz pensaba que él también podía impedir que fuese monja; mas allí concluía su autoridad y su protección sobre ella. Luego que hubiese partido, ella se quedaría sola con el príncipe; y con respecto á lo que tendría que sufrir en la casa, el buen sacerdote lo ignoraría; ó sabiéndolo, con la mejor intención del mundo, no podría hacer otra cosa más que compadecerse de ella, con aquella compasión tranquila y grave que en general se concede como por cortesanía á los que han dado causa ó pretexto para el mal que les hacen. El examinador se cansó más pronto de preguntar que la infeliz de mentir; y viendo sus respuestas siempre conformes, y no teniendo motivo alguno de dudar de su franqueza, mudó finalmente de lenguaje; la felicitó, le pidió en cierto modo perdón de haber tardado tanto en hacer su deber; añadió lo que consideraba más propio para confirmarla en su buen propósito, y se retiró. Al atravesar las habitaciones para salir, se encontró con el príncipe, el cual parecía que pasaba por allí casualmente, y no dejó de congratularse con él acerca de las buenas disposiciones que había hallado en su hija. El príncipe había permanecido hasta entonces en la más penosa incertidumbre: á aquella noticia respiró, y olvidando su acostumbrada gravedad, se dirigió casi á la carrera hacia donde estaba Gertrudis; la colmó de elogios, de caricias y promesas, con una cordial alegría, con una ternura en gran parte sincera: ¡he aquí cómo se comprenden los enigmas del corazón humano! Nosotros no seguiremos á Gertrudis en aquel torbellino continuo de diversiones, ni tampoco describiremos en particular y ordenadamente los sentimientos de su corazón en ese intervalo de tiempo; esto sería una historia de dolores y de fluctuaciones demasiado monótonas y muy semejantes á las ya referidas. La amenidad de los sitios, la variación de los objetos, el placer de correr al aire libre, le hacían más odiosa aún la idea del lugar adonde debía entrar por la última vez para siempre. Más punzantes todavía eran las impresiones que recibía en las reuniones y en las fiestas. La vista de cada mujer á la cual se daba el nombre de esposa, en el sentido más común y más usado, le causaba una envidia, un pesar intolerable, y á veces también la vista de otros personajes le hacía parecer que al sentirse dar aquel título debían hallarse en el colmo de la felicidad. Otras veces la pompa de los palacios, la riqueza de los muebles, el bullicio y el ruido alegre de las fiestas, le comunicaban una embriaguez, un ardor tal de vivir entre aquellos goces, que se prometía el desdecirse, el sufrirlo todo, más bien que volver á la muerta y fría sombra del claustro. Mas todas estas resoluciones se desvanecían á la consideración más tranquila de las dificultades, al sólo fijar su vista en el semblante del príncipe. Otras veces también la idea de tener que abandonar para siempre aquellos placeres, la hacían más amarga y penosa aquella prueba tan corta, del mismo modo que el enfermo alterado mira con cólera y casi rechaza con despecho la cucharada de agua que el médico permite que le den á duras penas á causa de las instancias de aquél. Entretanto, el vicario de las monjas había dado la certificación necesaria, y la licencia para verificar el capítulo para la aceptación de Gertrudis había llegado. El capítulo se verificó; concurrieron, como era de esperar, las dos terceras partes de votos secretos que se exigían por los reglamentos, y Gertrudis fué aceptada. Ella misma, fatigada de aquel largo martirio, pidió entrar lo más pronto que fuese posible en el monasterio. Seguramente no había nadie que quisiese refrenar tal impaciencia. Hízose pues su voluntad, y conducida con gran pompa al monasterio, tomó el hábito. Después de un año de noviciado, lleno de recuerdos y de arrepentimiento, llegó el momento de la profesión, es decir, el momento en el cual era preciso ó pronunciar un _no_ más extraño, más inesperado, más escandaloso que nunca, ó repetir un sí tantas veces dicho: lo repitió, pues, y fué monja para siempre. Es uno de los privilegios de la religión cristiana, el poder dar una dirección saludable y consolar al que en cualquiera circunstancia y con cualquier motivo recurre á ella. Si hay remedio lo indica, lo suministra, da luz y vigor para ponerlo en práctica á toda costa; si no lo hay, prescribe el modo de hacerlo real y efectivo, como se dice proverbialmente, hacer de la necesidad virtud. Enseña á continuar con sabiduría lo que se ha emprendido por ligereza; induce al alma á abrazar con propensión lo que le ha sido impuesto á la fuerza; y da á una elección que fué temeraria, pero que es irrevocable, toda la santidad, toda la nobleza, toda la alegría de la vocación. Éste es un camino hecho de tal modo, que al salir de un laberinto ó de un precipicio, el hombre que se le llama y se le empeña, puede desde allí en adelante caminar y seguir con seguridad y sin esfuerzo, y llegar alegremente á un fin dichoso. Por este medio Gertrudis hubiera podido ser una religiosa santa y completa, de cualquier modo que hubiese llegado á serlo. Pero la desgraciada se resistía en vano bajo el yugo, y no hacía otra cosa que sentir más fuertemente el peso y la opresión. Un recuerdo eterno de la libertad perdida, el fastidio de su estado presente, un fatigoso vagar detrás de deseos que jamás podrían ser satisfechos; tales eran las principales ocupaciones de su alma. Traía á la memoria sin cesar aquel pasado tan amargo; repasaba todas las circunstancias por las cuales se encontraba allí, y deshacía mil veces inútilmente con el pensamiento lo que había hecho con sus obras; se acusaba de cobardía, á los demás de tiranía y de perfidia; le remordía la conciencia. Idolatraba y lloraba á la vez su belleza, deploraba una juventud destinada á consumirse en un lento martirio, y en ciertos momentos envidiaba la suerte de cualquiera mujer, aunque fuese de la más baja condición, del peor renombre, con tal que ella pudiese gozar libremente en este mundo de sus dones. La presencia de aquellas monjas que habían contribuido á meterla allí, le era odiosa. Recordaba los artificios y astucias que habían empleado, y se vengaba haciéndoles mil groserías, desprecios, y también manifiestos vituperios. Á ellas les era preciso las más veces el no darse por entendidas y callar; pues aunque ciertamente el príncipe había querido tiranizar á su hija, tanto como era necesario para obligarla á entrar en el claustro, sin embargo, logrado ya su intento, no hubiera sufrido con facilidad que otros pretendiesen tener razón contra su misma sangre; la más pequeña cosa que hubiesen hecho á su hija, podía ser motivo de hacerlas perder aquella gran protección, ó cambiarse quizás de protector en enemigo. Parece que Gertrudis hubiera debido experimentar una cierta inclinación por las demás hermanas que no habían tenido parte en aquellas intrigas, y que sin haberla deseado por compañera la querían como á tal; y piadosas siempre, ocupadas y contentas, le mostraban con su ejemplo, cómo aun allí dentro se podía no sólo vivir, sino también disfrutar de alguna felicidad. Mas éstas le eran odiosas por otro motivo. Aquel aire de piedad y de contento, era á sus ojos como un reproche de su inquietud y extravagante conducta, y no dejaba escapar ocasión de tratarlas por detrás de falsas, y de burlarse de ellas como de unas hipócritas. Acaso les tendría menos aversión si hubiera sabido ó adivinado, que las pocas bolas negras que se encontraron en la urna donde se había decidido su aceptación habían sido justamente puestas por aquellas mismas. Á veces le parecía hallar algún consuelo al mandar, al verse cortejada dentro del monasterio, al recibir visitas de personas de fuera, al dar cima á un negocio, al dispensar su protección, al oirse llamar la _señora_: ¡pero qué consuelos! El corazón, que sentía su insuficiencia, hubiera querido de cuando en cuando reunir á ellos los consuelos de la religión para crearse un doble apoyo; pero éstos no vienen sino al que desprecia aquellos otros; á la manera que el náufrago para asirse á la tabla que puede conducirlo sano y salvo sobre la playa, tiene, sin embargo, que abrir la mano, y abandonar la alga á la que se había aferrado por un furioso instinto. Poco después de la profesión, Gertrudis había sido nombrada maestra de las educandas. ¡Calcúlese cómo debían estar dichas jóvenes bajo tal disciplina! Sus antiguas compañeras habían salido ya todas; pero ella conservaba vivas todas las pasiones de aquel tiempo; y de un modo ó de otro las discípulas debían sentir el peso. Cuando le venía á la imaginación que muchas de ellas estaban destinadas á vivir en ese mundo del cual estaba excluida para siempre, sentía contra aquellas infelices un aborrecimiento, y casi un deseo de venganza; las tenía bajo una dependencia absoluta, las trataba con la mayor aspereza y las hacía expiar anticipadamente los placeres que un día habían de disfrutar. Al ver en ciertos momentos el rigor que usaba para reprender la más pequeña falta, se la hubiera tomado por una mujer de una austeridad brutal y exagerada. Otras veces, el mismo horror por el claustro, por la regla, por la obediencia, estallaba en accesos de humor enteramente opuestos. Entonces no sólo soportaba la ruidosa algazara de sus discípulas, sino que también las excitaba; mezclábase en sus juegos; contribuía á hacerlos más desordenados aún; tomaba parte en sus conversaciones para hacerlas ir más allá de lo que ellas habían tenido intención de decir al empezar. Si alguna se permitía hablar acerca de la gazmoñería de la madre abadesa, la maestra la imitaba diestramente, y hacía de ello una escena cómica; remedaba el semblante de una religiosa, el andar de otra; entonces reía como una loca; pero era una risa que no la dejaba más alegre que antes. Así había vivido algunos años, no teniendo medios ni ocasión de hacer más, cuando su desgracia quiso que se le presentase una coyuntura. Entre los demás privilegios que le habían sido concedidos, para compensarla de no poder ser abadesa, era también el de tener una habitación aparte. Aquel lado del monasterio estaba contiguo á una casa, habitada por un joven, bandido de profesión, uno de tantos que en aquella época, con sus bribones, y con la alianza de otros bandidos, se podían burlar hasta cierto punto de las leyes y de la fuerza pública. Nuestro manuscrito lo llama Egidio, sin añadir más. Éste, pues, por una lumbrera que daba á un patiecillo de aquel departamento, había visto algunas veces á Gertrudis pasar y repasar por allí. Alentado más bien que temeroso por el peligro é impiedad de la empresa, un día osó dirigirle la palabra, y la desventurada le contestó. En aquellos primeros momentos experimentó un contento, no muy puro, pero bastante vivo. En el vacío negligente de su alma había venido á colocarse una ocupación fuerte, continua, y casi podría decirse un poder de vida enteramente nuevo; pero aquel contento se asemejaba al brebaje restaurador que la crueldad ignominiosa de los antiguos daba á beber al condenado para darle fuerzas para soportar el martirio. Entonces una grande novedad en toda su conducta se notó al mismo tiempo: se hizo de pronto más regular, más apacible; no dió ya libre curso á sus arrebatos y á sus quejas; se mostró más cariñosa y prevenida, tanto que las hermanas se regocijaban á la vista de un cambio tan feliz. Bien lejos estaban de imaginar el verdadero motivo y de comprender que aquella nueva virtud no era otra cosa que la hipocresía unida á sus antiguos vicios. Sin embargo, aquella apariencia, aquel exterior de barniz, no duró mucho tiempo, á lo menos de una manera igual y sostenida: bien pronto volvieron á presentarse los antiguos desdenes y ordinarios caprichos; de nuevo se hicieron oir sus imprecaciones y sus amargas burlas contra la prisión del claustro, expresadas algunas veces en un lenguaje insólito para aquel lugar y para aquella boca. Con todo, cada vez que recapacitaba sentía arrepentimiento, y tenía gran cuidado de reparar su falta á fuerza de mimos y buenas palabras. Las hermanas soportaban lo mejor que podían aquellas alternativas, y lo atribuían al natural ligero y fantástico de la _señora_. Por espacio de algún tiempo no parecía que ninguna de ellas se apercibiese de nada; mas un día que la _señora_ se trabó de palabras con una hermana lega, por no sé qué bagatelas, se dejó llevar hasta maltratarla sin compasión ni medida. La lega, después de haber sufrido y haberse mordido los labios un poco, perdida finalmente la paciencia, se le escapó el decir que ella sabía ciertas cosas, y que á su vez podría hablar. Desde aquel momento, la _señora_ no tuvo reposo. Sin embargo, no pasó mucho tiempo en que la lega fuese esperada en vano una mañana para ir á prestar sus acostumbrados oficios; van á buscarla á su celda y no la encuentran; es llamada á gritos, no responde; busca de allí, busca de allá, se registra por todas partes, todo, de arriba abajo, no está en ningún sitio. ¡Dios sabe las conjeturas que se habrían hecho, si estando buscándola no hubiesen descubierto un gran agujero en la pared del jardín, lo cual hizo pensar á todos que por dicho sitio había huido! Se hicieron grandes pesquisas en Monza y sus alrededores, y principalmente en Meda, de donde era natural la lega; se escribió á varias partes, y no se tuvo la más pequeña noticia. Quizá se hubiera adelantado más si en lugar de buscarla tan lejos se hubiese cavado un poco la tierra. Después de muchas señales de admiración, porque nadie la hubiera creído capaz de semejante cosa, después de mil y mil conversaciones, concluyó por decirse que debía haberse ido lejos, muy lejos; y como una de las hermanas había dicho sin titubear: no hay la menor duda, se ha refugiado en Holanda, se dijo de pronto, y en adelante se tuvo por cierto en el convento, que aquélla se había refugiado en Holanda. No parecía, sin embargo, que la _señora_ fuese de esta opinión; no porque combatiese la opinión general con sus razones particulares; si las tenía, á la verdad, no las hubo jamás tan bien disimuladas; no había cosa en el mundo de la cual se abstuviese más voluntariamente, que la de traer á colación semejante historia, y se cuidase menos de tocar al fondo de aquel misterio; pero cuanto menos hablaba, tanto más se hablaba de ello. ¡Cuántas veces al día, la imagen de aquella mujer venía á presentársele de súbito á su mente, y se fijaba en ella sin querer moverse! ¡Cuántas veces hubiera deseado verla delante de sí, viva y realmente, más bien que haberla tenido fija en el pensamiento, más bien que tener que encontrarse día y noche en compañía de aquella forma vana, terrible, impasible! ¡Cuántas hubiera querido oir de veras su voz, aunque la amenazase, más bien que el escuchar cómo resonaba en el fondo de su alma el ruido fantástico de aquella misma voz, y sus palabras repetidas con una pertinacia, con una resistencia infatigable, como no hubo jamás un ser viviente! Habíase pasado cerca de un año, después de dicho suceso, cuando Lucía fué presentada á la _señora_, y tuvo con ella la conversación, en la cual ha parado nuestra historia. La _señora_ multiplicaba las preguntas, tocante á las persecuciones de D. Rodrigo, y entraba en ciertos detalles con una intrepidez, que parecía y debía parecer más que nueva para Lucía, que nunca había imaginado que la curiosidad de las monjas pudiese ejercitarse en semejantes objetos, los juicios que aquélla entremezclaba á sus preguntas, ó que dejaba traslucir, no eran menos extraños. Parecía que casi se reía del grande miedo que Lucía había tenido siempre de aquel señor, y le preguntaba si era acaso un monstruo para causarle tanto espanto; parecía casi que hubiera encontrado torpe y necio el genio esquivo de la joven, si no hubiese tenido por motivo la preferencia dada á Renzo, y sobre lo cual le dirigía ciertas preguntas, que llenaban de estupor y ruborizaban á la interrogada. Apercibiéndose luego de haber dejado correr su lengua detrás de los aturdidos é irreflexibles arrebatos de su cerebro, trató de componer y dar el mejor colorido posible á sus palabras; mas no pudo conseguir, el que á Lucía dejase de quedarle un desagradable pasmo, y como cierto terror confuso. Apenas pudo hallarse á solas, con su madre, cuando le abrió su corazón; mas Inés, como más experimentada, disipó en pocas palabras todas aquellas dudas, y aclaró todo el misterio. “Es preciso que no te sorprendas, le dijo; cuando conozcas el mundo, como yo, verás que esto no son cosas para sorprenderse. Los señores, quienes más, quienes menos, los unos por una cosa, los otros por otra, tienen todos una vena de locura. Conviene dejarlos decir, sobre todo, cuando se necesitan, hacer la vista gorda y escucharlos con formalidad, lo mismo que si dijeran cosas muy justas. ¿Has visto cómo me ha cortado la palabra, lo mismo que si hubiese dicho un despropósito? Á la verdad que ningún caso he hecho. Ellos son todos así; y no obstante, Dios sea loado, pues parece que esa _señora_ te ha tomado mucho cariño y quiere protegernos de veras. Por lo demás, si sales del atolladero y te sucede alguna vez el tener que hacer con los señores, tú verás”. El deseo de obligar al padre guardián, la complacencia de protegerle, la idea del buen concepto que se podría formar de una protección tan piadosamente acordada, cierta inclinación á Lucía, y también cierta satisfacción en hacer bien á una criatura inocente, en socorrer y consolar á los oprimidos, habían dispuesto realmente á la _señora_ á tomar á pechos la suerte de las dos pobres fugitivas. Según sus órdenes, y según sus intenciones, fueron alojadas en la habitación de la portera, contigua al claustro, y tratadas como si estuviesen empleadas al servicio del monasterio. La madre y la hija se regocijaban juntas de haber encontrado tan pronto un asilo seguro y reverenciado. También habrían deseado permanecer ignoradas de todo el mundo, mas en un monasterio era cosa muy difícil; tanto más, cuanto que había un hombre decidido á obtener noticias de una de ellas, en cuyo ánimo, á la rabia de haber sido prevenido y burlado, se unía la pasión que le animaba anteriormente. Dejando nosotros á las mujeres en su asilo, volvamos al palacio de aquél, en el momento en que estaba aguardando el éxito de su criminal empresa. NOTAS: [6] Novicia. CAPÍTULO DECIMOPRIMERO Á la manera que una jauría de sabuesos, después de haber seguido en vano el rastro de una liebre, vuelven mortificados al encuentro de su dueño, con el rabo entre piernas y las orejas caídas, del mismo modo, en aquella tumultuosa noche, volvían los bravos al castillo de D. Rodrigo. Éste se paseaba en la oscuridad, de un extremo á otro de un vasto aposento deshabitado, situado en el piso superior que daba sobre la explanada. De cuando en cuando se paraba, poníase á escuchar, miraba al través de las rendijas de los postigos entreabiertos, lleno de impaciencia y no sin inquietud, no sólo por la incertidumbre del buen éxito, sino también por las consecuencias posibles, porque era la mayor y la más atrevida de las empresas á las cuales este hombre intrépido había puesto mano. Sin embargo, se iba tranquilizando con la idea de las precauciones tomadas para destruir todos los indicios y las sospechas. En cuanto á las sospechas, pensaba, me río de ellas. Quisiera saber quién será el guapo que venga á asegurarse de que aquí hay ó no una muchacha. Que venga, que venga el imbécil; le prometo que será bien recibido. Que venga el fraile, que venga. ¿La vieja? que vaya á Bérgamo la vieja. ¿La justicia? ¡bah con la justicia! El podestá no es un niño ni un loco. ¿Y Milán? ¿Quién se cuida de estas gentes en Milán? ¿Quién les prestaría oídos? ¿Quién sabe que están aquí? Son como gentes perdidas sobre la tierra, ni aun siquiera tienen un dueño; esas gentes no pertenecen á nadie. Vamos, vamos, fuera miedo. ¡Cómo se quedará mañana Attilio! Verá, verá si yo sé charlar ú obrar. Y luego... si sobreviniese algún embarazo... qué sé yo, algún enemigo que quisiese escoger esta ocasión... Attilio también sabrá aconsejarme; en ello está empeñado el honor de toda la parentela. Mas el pensamiento en el cual se detenía más porque en él encontraba al mismo tiempo una tranquilidad para sus dudas y un pasto para su principal pasión, era el pensamiento de las lisonjas, de las promesas que emplearía para adormecer á Lucía. Tendrá tanto miedo de hallarse aquí sola en medio de estas gentes, de estas fachas (que á la verdad, la cara más humana que hay aquí soy yo), ¡por Baco!... Se verá obligada á recurrir á mí, le tocará suplicar, y si me suplica... Mientras que hacía estas cuentas, oyó un ruido de pasos; fué á la ventana, la abrió un poco, sacó la cabeza; son ellos. ¿Y la litera? ¡Diablo! ¿Dónde está la litera? Tres, cinco, ocho, todos están; el _Griso_ también. ¡La litera no está! ¡Diablo, diablo! El _Griso_ me rendirá la cuenta de todo. Entrados que fueron, el _Griso_ depositó en un rincón de una sala baja su bordón, su gran sombrero y su hábito de peregrino; y como tenía una responsabilidad que en aquel momento nadie le envidiaba, subió para hacer su relación á D. Rodrigo. Éste lo esperaba en lo alto de la escalera, y viéndole aparecer con aquel aire imbécil y negado de un bribón engañado, “¿y bien, le dijo, ó más bien le gritó, señor guapo, señor capitán, señor _dejarme hacer_?”. --Es muy duro, repuso el _Griso_, que permanecía con un pie sobre el primer escalón, es muy duro recibir reproches después de haber trabajado fielmente, tratado de cumplir con su deber y arriesgado al propio tiempo su pellejo. --¿Cómo ha ido eso? Veremos, dijo D. Rodrigo; y se encaminó hacia su cámara, adonde le siguió el _Griso_, é hizo súbitamente la relación de todo lo que había dispuesto, hecho, visto y no visto, oído, temido, reparado; haciéndolo con aquel orden y con aquella confusión, con aquella inexactitud que debían á la fuerza reinar aunadamente en su imaginación. --Tú no has sido traidor; te has conducido bien, dijo D. Rodrigo; has hecho lo que has podido; mas... bajo este techo se cobija algún espía. Si efectivamente es así, si llego por casualidad á descubrirlo, y lo descubriré si lo hay, yo te aseguro, _Griso_, que lo guardo para un día de fiesta. --Semejante sospecha, señor, también me ha pasado por la cabeza; y si fuese verdad, si se llegase á descubrir un bribón de esa especie, el señor amo lo debe poner en mis manos. ¡Un pillo que se habrá gozado en hacerme pasar una noche semejante! Me pertenece hacérsela pagar. Sin embargo, por varias cosas he podido deducir, que aquí debe haber alguna otra intriga que por ahora no se puede comprender. Mañana, señor, mañana se verá más claro. --¿Á lo menos no habréis sido reconocidos? El _Griso_ respondió que esperaba que no; y la conclusión de este discurso fué que D. Rodrigo le ordenó para el día siguiente tres cosas que aquél hubiera sabido pensar por sí solo, á saber: expedir muy de mañana dos hombres para hacer al cónsul una cierta intimación, que fué hecha después, según ya hemos visto; otros dos fueron enviados á rondar por los alrededores del caserón arruinado, con el objeto de alejar á todos los ociosos que se dirigiesen hacia aquel punto; y sustraer la litera á todas las miradas hasta la noche siguiente, en la cual se mandaría á buscarla, porque por el momento no convenía moverse más para no dar sospechas. Después ordenó que fuesen á descubrir terreno, y que enviase algunos de los más desenvueltos y diestros con el fin de indagar algo acerca del desorden de aquella noche. Luego de haber dado dichas órdenes, D. Rodrigo se fué á descansar, y dejó también ir al _Griso_, al cual despidió colmándole de alabanzas, en las que se traslucía evidentemente el deseo de resarcirle de los improperios precipitados con los cuales le había acogido. --Vete á dormir, pobre _Griso_, pues debes tener ya necesidad de ello. ¡Pobre _Griso_! ¡Todo el día de negocios, negocios en medio de la noche, sin contar el peligro de caer en poder de los villanos ó de atraerse una buena recompensa _por el rapto de una mujer honesta_, añadido todo esto á las que tú tienes ya encima, y después ser recibido de aquel modo! Mas ¡ah! ¡así pagan los hombres con frecuencia los buenos servicios! Tú has debido convencerte, sin embargo, en esta ocasión, que alguna vez la justicia, si no viene antes, viene después en este mundo. Ahora vete á dormir; día vendrá en que quizá tendrás que darme otra prueba de tu adhesión mucho mayor que ésta. Á la mañana siguiente, el _Griso_ estaba ya de nuevo ocupado en sus negocios, cuando D. Rodrigo se levantó. Éste buscó en seguida al conde Attilio, el cual, viéndole aparecer, tomó un aire y un tono de chanza, y le gritó: ¡S. Martín! --No sé qué deciros, repuso D. Rodrigo aproximándose á él; pagaré la apuesta; pero esto no es lo que más me aflige: no he querido deciros nada, porque lo confieso, trataba de daros esta mañana una pequeña sorpresa. Mas... basta; ahora os lo contaré todo. --Sin duda el fraile ha echado la zancadilla en este negocio, dijo el primo, después de haberlo escuchado todo con más formalidad que no podía esperarse de un cerebro tan ligero como el suyo. Ese fraile, prosiguió, con su facha de mosca muerta y su lenguaje mesurado, lo tengo por un bribón y por un hipócrita. Vos no os habéis querido fiar de mí; no habéis querido decirme claramente lo que había venido á buscar el otro día. D. Rodrigo refirió el diálogo. ¿Y tuvisteis tanta cachaza? exclamó el conde Attilio; ¿y lo dejasteis ir según había venido? --¿Queríais que me hubiese atraído el aborrecimiento de todos los capuchinos de Italia? --Yo no sé, dijo el conde Attilio, si en aquel instante me habría acordado que hubiese en el mundo otros capuchinos que ese temerario bribón. Pero siguiendo las reglas más estrictas de la prudencia, nunca faltan medios de tomar satisfacción, aunque sea de un capuchino. Es preciso saber redoblar las miradas por todo el cuerpo, y entonces se puede impunemente dar una pequeña paliza á un miembro. Basta: ha escapado á un castigo que merecía mucho; pero yo lo tomo bajo mi protección, y quiero tener el consuelo de enseñarle de qué modo se trata á la gente como nosotros. --No lo echéis á perder más. --Fiaos una vez siquiera en mí; yo os serviré de pariente y de amigo. --¿Qué es lo que pensáis hacer? --No lo sé aún; mas os aseguro que serviré al fraile. Lo pensaré, y... el señor conde mi tío, del consejo secreto, es el que podrá servirme. ¡Mi querido señor conde y tío! ¡Cuánto me divierto en hacer trabajar en mi favor á un politicón de ese calibre! Pasado mañana estaré en Milán, y de un modo ú otro el fraile será servido... Entretanto trajeron el desayuno, lo cual no interrumpió la conversación sobre un negocio de aquella importancia. El conde Attilio hablaba con desenvoltura; y si bien tomaba aquella parte que requería su amistad para con el primo, y el honor del nombre común, según las ideas que tenía de amistad y de honor, sin embargo, de cuando en cuando no podía menos de echarse á reir por lo bajo de aquella malograda empresa. Pero D. Rodrigo que discutía en causa propia, y que creyendo dar tranquilamente un golpe, le había salido fallido con estrépito, estaba agitado por pasiones más graves, y distraído por ideas más inquietas. ¡Cuánto charlarán, decía, esos bribones en todos los alrededores! ¿pero qué me importa? Tocante á la justicia, me río de ella; pruebas no hay ninguna, y aun cuando las hubiera, me reiría igualmente; á buena cuenta, esta mañana he hecho advertir al cónsul que se guardase bien de hacer declaración alguna acerca de lo sucedido. Nada malo me puede resultar; pero las habladurías, cuando duran mucho, me fastidian. ¡Hasta el presente, bien amargamente he sido burlado! --Habéis hecho perfectamente, repuso el conde Attilio. Vuestro podestá... vuestro ignorante, vuestro testarudo, vuestro muy fastidioso podestá... es, sin embargo, un hombre honrado; un hombre que sabe su deber, y precisamente cuando se tiene algún negocio con semejantes personas, es necesario evitarles compromisos. Si ese imbécil de cónsul hace una declaración cualquiera, el podestá, aunque tenga buenas intenciones, se verá obligado, sin embargo, á... --Mas vos, interrumpió D. Rodrigo un tanto colérico, vos echáis á perder mi asunto con vuestro afán de contradecirle en todo, de cortarle la palabra, y aun de chancearos en ocasiones dadas. ¡Qué diablo! ¿pues qué, un podestá no podrá ser un tonto y obstinado aun cuando en lo demás sea un buen hombre? --¿Sabéis, primo mío, dijo mirándole sorprendido el conde Attilio, sabéis que empiezo á creer que tenéis un poco de miedo? Tomáis tan á pechos aun las cosas del podestá... --Vaya, vaya, ¿no habéis dicho vos mismo que era preciso tener cuidado?... --Lo he dicho, y cuando se trata de un negocio formal, os haré ver que no soy un niño. ¿Sabéis lo que soy capaz de hacer por vos? Soy hombre de ir en persona á hacer una visita al señor podestá. ¡Ah! ¡Qué contento se pondrá con semejante honor! Soy hombre de dejarlo hablar por espacio de media hora del conde-duque y de nuestro señor castellano español, y de darle la razón en todo, aun cuando no diga más que tonterías. Diré después algunas palabritas sobre el conde mi tío, del consejo secreto: ¿y sabéis el efecto que producirán dichas palabras en los oídos del señor podestá? Al fin de la jornada él tiene más necesidad de nuestra protección, que vos de su condescendencia. Iré, lo haré todo á pedir de boca, y lo dejaré mejor dispuesto que nunca. Después de estas y otras palabras semejantes, el conde Attilio salió para ir á caza, y D. Rodrigo quedó esperando con ansiedad la vuelta del _Griso_. Éste vino al fin á la hora de comer, para hacer la relación de todo lo que había ocurrido. El desorden de la pasada noche había sido tan ruidoso, la desaparición de tres personas del lugarcillo era un suceso tan grande, que las pesquisas, ya fuese por interés, ya por curiosidad, debían naturalmente ser numerosas, vivas y obstinadas; por otra parte, había mucha gente demasiado instruida de algunas particularidades, para que se pudiesen poner de acuerdo para callar. Perpetua no podía dejarse ver en el umbral de su puerta, que no se viese asaltada, ya por uno, ya por otro, para que dijese quién había causado aquel gran miedo á su amo; y Perpetua recapacitando en todas las circunstancias del suceso, y viendo finalmente de qué modo había sido burlada por Inés, sentía una cólera tal por aquella perfidia, que tenía necesidad al propio tiempo de desfogarse un poco. Aunque se lamentase con el tercero y con el cuarto, sobre los medios que habían tenido de burlarse de ella, no respiraba acerca de este punto; mas el tiro hecho á su pobre amo no podía pasarlo enteramente en silencio; y sobre todo, que semejante tiro hubiese sido concertado y puesto por obra por aquel honrado joven, por aquella buena viuda, y por aquella inocente virgen. D. Abundio podía muy bien ordenarle resueltamente y rogarle con cordialidad que se callara; ella podía también repetirle que no había necesidad de recomendarle una cosa tan clara y tan natural; es verdad que tan gran secreto estaba en el corazón de la pobre mujer como está en un tonel viejo falto de cercos un vino enteramente nuevo que se acaba de echar, que trabaja, fermenta, hierve de nuevo, y si no echa la tapa por el aire, gime allí dentro y sale la espuma, se escapa al través de las duelas, y gotea por todas partes, hasta que se puede beber y decir en su día qué vino es. Gervasio, que creía soñar al verse una vez mejor informado que los demás, á quien no parecía pequeña gloria el haber tenido un gran miedo, y que por haber contribuido á una cosa que picaba en criminal, creía ser ya un hombre como los demás, reventaba de deseos por vanagloriarse de ello. Y aunque Tonio, que pensaba seriamente en las pesquisas y procesos posibles y en la cuenta que sería preciso rendir, le previniese con el puño en la nariz, sin embargo, no fué dueño para ahogar en su boca todas las palabras. Por lo demás, Tonio mismo, después de haber estado ausente de su casa aquella noche hasta hora muy avanzada, volviéndose á ella con paso y semblante no acostumbrado, con una agitación de espíritu que lo disponía á la sinceridad, no pudo callar el hecho á su mujer, la cual no era muda. El que habló menos fué Menico, porque así que hubo contado á sus padres la historia y el motivo de su expedición, que éstos se alarmaron tanto al ver que su hijo se había mezclado en cooperar á una empresa en que jugaba D. Rodrigo, que casi no le dejaron concluir su narración. Después le dieron las más fuertes y amenazadoras órdenes, previniéndole que se guardase bien de decir nada; y á la mañana siguiente, no pareciéndoles que estaban suficientemente seguros, resolvieron tenerlo encerrado en casa por todo el día y aun por algunos más. ¡Pero qué! ellos mismos después, charlando con las gentes del país, y sin querer manifestar que sabían más que ellos, cuando llegaban á aquel punto oscuro de la fuga de nuestros tres infortunados, y al cómo, y al por qué, y adónde, añadían como cosa muy cierta que se habían refugiado en Pescarenico. Así esta circunstancia entró en las conversaciones generales. Con todos estos propósitos, verdaderos ó falsos, puestos en seguida juntos y unidos según se acostumbra, y con los adornos que se les aplica naturalmente cuando se forjan, se podía hacer una historia de una certeza y de una claridad tal, que el juicio más crítico debía estar satisfecho. Mas aquella invasión de los bravos, accidente demasiado grave y demasiado ruidoso para ser pasado por alto, y del cual nadie tenía un conocimiento muy positivo; dicho accidente, pues, era el que hacía, sobre todo, la historia más oscura y embrollada. Se murmuraba el nombre de D. Rodrigo: en esto todos estaban de acuerdo; en lo demás no se veía otra cosa que conjeturas diversas y profunda oscuridad. Se hablaba mucho de dos guapetones que habían sido vistos en la calle al anochecer, y del que estaba á la puerta de la hostería. ¿Pero qué luz podía sacarse de este hecho tan aislado? Se preguntaba al huésped quién había estado en su casa la noche anterior; pero éste no se acordaba, sin embargo, de haber visto á nadie en dicha noche, y concluía siempre diciendo, que su hostería era como un puerto de mar. Sobre todo, lo que confundía las imaginaciones y desordenaba las conjeturas, era aquel peregrino visto por Stéfano y por Carlandrea; aquel peregrino que los malvados querían asesinar y que había partido con ellos, y que también se habían llevado. ¿Qué había ido á hacer allí? ¡Era un alma del purgatorio aparecida para ayudar á las mujeres; era un alma condenada de un malvado é impostor peregrino, que venía siempre de noche á unirse para hacer fechorías con aquellos mismos con los que las había hecho viviendo; era un peregrino real y vivo, que aquéllos habían querido asesinar por miedo de que gritase y alborotase el pueblo; era (mirad lo que fueron á pensar) uno de los mismos malandrines disfrazado de peregrino! Era esto, era aquello, era tantas cosas, que toda la sagacidad y experiencia del _Griso_ no hubiera bastado á descubrir, si éste hubiese tenido que saber esta parte de la historia por las conjeturas de los demás; pero ya sabe el lector, que lo que para otros era una confusión, estaba para él muy claro. Sirviéndose de la clave para interpretar las otras noticias recogidas inmediatamente por sí, ó por medio de subordinados exploradores, pudo, entre todo, hacer una relación bastante clara á D. Rodrigo. Encerróse al momento con él, le informó del golpe intentado por los novios, lo cual explicaba naturalmente haber hallado la casa vacía y el tocar á rebato, sin que hubiese necesidad de suponer que en el palacio hubiese habido algún traidor (según decían aquellos dos hombres de bien). Le participó la fuga, y la razón de esto era fácil de encontrar; el temor de los prometidos cogidos en falta, ó algún aviso de la invasión, recibido cuando ésta había sido descubierta, y todo el pueblo puesto en movimiento. Finalmente, dijo, que aquéllos se habían refugiado en Pescarenico; desde esto en adelante no alcanzaba más su ciencia. Complació á D. Rodrigo el estar cierto que nadie le había hecho traición, y ver también que no quedaban huellas de lo que había hecho; mas esto no fué más que una débil y rápida complacencia. “¡Han huido juntos, gritó!, ¡juntos! ¡y ese fraile malvado!, ¡ese fraile!”... Las palabras salían con trabajo de su garganta; rechinaba los dientes; su aspecto era feroz como sus pasiones. “¡Ese fraile me la pagará, _Griso_, ó yo no sería quien soy!... ¡Quiero saber... yo quiero encontrar... esta tarde misma quiero saber en dónde están; no descansaré hasta entonces: á Pescarenico, pronto; á saber, á ver, á encontrar... cuatro escudos al momento, y mi protección para siempre: esta noche lo quiero saber! ¡Y ese bribón!... ¡ese fraile!”... He aquí ya al _Griso_ de nuevo en campaña; y aquella misma tarde pudo llevar á su digno amo la tan deseada noticia: vamos á ver de qué modo. Uno de los más grandes consuelos de esta vida es la amistad; y uno de los consuelos de la amistad es el tener á quien confiar un secreto. Ahora, los amigos no se encuentran de dos en dos como esposos; nadie, generalmente hablando, tiene más de uno, lo cual forma una cadena, que ninguno podría hallar el fin. Cuando, pues, un amigo se procura la dicha de depositar un secreto en el seno de otro, da á éste el consuelo de procurarse la misma dicha que él. Le suplica, es verdad, que no diga nada; y tal condición, el que la tomase en el sentido rigoroso de la palabra, cortaría inmediatamente el curso de los consuelos. Mas la práctica ha querido que se obligase únicamente á no confiar el secreto más que á un amigo igualmente seguro, imponiendo á éste la misma condición. Así de amigo fiel en amigo fiel, el secreto gira por esa inmensa cadena, hasta tanto que llega á oídos de éstos ó de aquéllos, á quienes el primero que ha hablado, no hubiera querido que hubiese llegado nunca. Sin embargo, tendría ordinariamente que hacer un gran pedazo de camino si cada uno no tuviese más que dos amigos, aquel á quien se lo confía y al que se lo repite, bajo la condición de que se lo callará. Pero hay de esos hombres privilegiados que lo cuentan á un centenar; y cuando el secreto llega hasta uno de dichos hombres, las vueltas se hacen tan rápidas y tan multiplicadas, que no es posible seguir sus huellas. Nuestro autor no ha podido acertar por cuántas bocas había pasado el secreto que el _Griso_ tenía orden de descubrir; lo que hay de cierto es, que el buen hombre por el cual habían sido escoltadas las mujeres hasta Monza, al volver al anochecer á Pescarenico con su batel, se paró antes de llegar á su casa en la de un amigo fiel, al cual contó en confianza la obra buena que había hecho, y lo que de esto se siguió; y lo que también hay de cierto es que el _Griso_ pudo dos horas después correr al palacio á referir á D. Rodrigo que Lucía y su madre se habían refugiado en un convento de Monza, y que Renzo había seguido su camino hacia Milán. D. Rodrigo experimentó una criminal alegría al saber aquella separación, y sintió renacer en el fondo del corazón la malvada esperanza de lograr su intento. Pensó en el modo gran parte de la noche, y se levantó temprano con dos objetos: el uno en proyecto, el otro bosquejado. El primero era expedir con la mayor prontitud al _Griso_ á Monza, para tener noticias más evidentes de Lucía, y saber si había medio de intentar algo. Hizo, pues, llamar inmediatamente á su fiel servidor, púsole en la mano los cuatro escudos, le alabó de nuevo la habilidad con la cual los había ganado, y le dió la orden que había premeditado. --Señor... dijo titubeando el _Griso_. --¿Qué? ¿No he hablado claro? --Si pudieseis mandar á algún otro... --¿Cómo? --Ilustrísimo señor, estoy dispuesto á arriesgar el pellejo por mi señor, éste es mi deber; mas también sé que no quiere aventurar la vida de sus súbditos. --¿Y bien? --Vuestra señoría ilustrísima sabe bien las sentencias que tengo sobre mi cuerpo, y... aquí estoy bajo su protección; formamos una compañía; el señor podestá es amigo de la casa; los esbirros me respetan, y yo también... es cosa que hace poco honor, convengo en ello; mas para vivir tranquilo... los trato como amigos. En Milán la librea de vuestra señoría es conocida; pero en Monza, al contrario, yo soy el conocido. ¿Vuestra señoría sabe (no es por gana de decirlo) que aquel que pudiese ponerme en manos de la justicia ó presentar mi cabeza, daría un buen golpe? Cien escudos uno sobre otro, y la facultad de librar dos penados. --¡Qué diablo!, dijo D. Rodrigo; te pareces ahora á un perro de corral, que apenas tiene valor de tirarse á las piernas del que pasa junto á la puerta, mirando tras de sí para ver si las gentes de la casa están dispuestas á sostenerle. --Creo, señor amo, haber dado pruebas... --¡Pues, y entonces! --Entonces, replicó francamente _Griso_, hágase vuestra señoría la cuenta que no he dicho nada: corazón de león, piernas de liebre; estoy pronto á partir. --No he dicho que vayas tú sólo; escoge un par de los mejores... Sfregiato y Tira-Dritto, y ve sin miedo, y sé siempre el _Griso_. ¡Qué diablo!, ¿quién quieres tú no esté contento de dejar pasar tres figuras como las vuestras, y que van á sus negocios? Sería preciso que los esbirros de Monza estuviesen mal con su vida para arriesgarla por cien escudos á un juego tan peligroso. Y después, no creo ser tan poco conocido en aquel paraje que no se cuente por nada la cualidad de ser servidor mío. Habiendo así picado el pundonor del _Griso_, le dió en seguida más amplias y detalladas instrucciones. El _Griso_ tomó sus dos compañeros, y partió con ademán alegre y decidido, pero maldiciendo en su interior á Monza, las sentencias, las mujeres, y los caprichos del amo. Caminaba como un lobo que, acosado por el hambre, con el vientre vacío y con las costillas que se le hubieran podido contar, baja de sus montañas en donde no hay más que nieve, avanza con precaución hacia la llanura, se para de cuando en cuando con una mano levantada y meneando su rozada cola, para ver si el viento le lleva olor de hombre ó de hierro; endereza sus finas orejas, y hace rodar dos sangrientos ojos, en los cuales se traslucen á la vez el ardor de la presa y el miedo de la caza[7]. Por lo demás, el que quiera saber el origen de este magnífico verso, diré que está sacado de una diablura inédita sobre las cruzadas y los lombardos, que pronto no será ya inédita y hará un terrible ruido, habiéndolo tomado porque venía á propósito, y digo de dónde, para que no se me acuse que quiero vestirme con ropas ajenas; que nadie piense, sin embargo, que esto sea una astucia mía para anunciar que el autor de dicha diablura y yo seamos lo mismo que hermanos, y que hurgo á mi placer en todos sus manuscritos. Otra cosa que meditaba D. Rodrigo era, encontrar el modo de que Renzo no pudiese volver más con Lucía, ni poner el pie en el pueblo, con cuyo fin maquinaba el hacer esparcir voces de amenazas y de asechanzas, que llegando á sus oídos por medio de algún amigo, le hiciesen pasar los deseos de volver. Creía, sin embargo, que lo más seguro sería buscar un medio para que lo desterrasen del Estado, y para lograr esto veía que más que la fuerza podía servirle la justicia. Se podía, por ejemplo, presentar bajo negros colores, la tentativa que había hecho en la casa parroquial, pintarla como una agresión, como un acto sedicioso, y con ayuda del doctor, hacer entender al podestá que éste era un caso grave para expedir contra Renzo un magnífico auto de prisión; pero calculó que no era conveniente á un personaje como él remover aquel feo negocio; y sin querer por más tiempo romperse la cabeza, resolvió franquearse con el doctor _Azzecca-Garbugli_, lo suficiente para hacerle comprender su deseo. ¡Hay tantas ordenanzas! pensaba, y el doctor no es un ganso: él encontrará alguna cosa que me haga al caso, alguna camorra que buscar á ese villano, pues de otro modo le mudo el nombre. ¡Mas ved, sin embargo, cómo van algunas veces las cosas de este mundo! Mientras que él piensa en el doctor, como en el hombre más hábil que pudiese servirle en el negocio, otro hombre, el hombre que nadie podría imaginarse, Renzo mismo, para decirlo de una vez, trabajaba de todo corazón en ayudarle de un modo mucho más seguro y expedito que todos los que el doctor hubiera podido jamás encontrar. He visto muchas veces un amable niño, listo, á decir verdad, pero que en todo lo que él hace manifiesta llegar á ser un hombre cumplido; lo he visto, repito, con frecuencia, ocupado al anochecer en hacer entrar en el corral su manada de conejillos de Indias que había dejado correr libremente por el día en un huertecillo. Hubiera querido hacerlos entrar á todos á un mismo tiempo; pero era en vano; el uno se escapaba á la derecha, y mientras el pastorcillo corría con el objeto de reunirlo á la manada, el otro, dos, tres, se escapaban á la izquierda y por todas partes, de modo que después de haberse impacientado un poco, se adaptaba á sus maneras, arrojaba hacia dentro primeramente á los que estaban más cercanos á la puerta, luego iba á buscar á los demás, y los iba metiendo de uno á uno, de dos en dos, de tres en tres; en fin, según podía. Es indispensable que nosotros hagamos con nuestros personajes un juego semejante: refugiada Lucía, hemos corrido al palacio de D. Rodrigo, y ahora debemos abandonarla para ir detrás de Renzo, á quien habíamos perdido de vista. Después de la dolorosa separación que hemos referido, caminaba Renzo desde Monza con dirección á Milán, en una situación de espíritu que cualquiera podrá imaginar fácilmente. ¡Abandonar su casa, perder el oficio, y lo que era peor de todo, alejarse de Lucía, hallarse en un camino sin saber adónde iría á parar, y todo por causa de aquel bribón! Cuando se entretenía su pensamiento sobre cualquiera de estas cosas, se apoderaba de él la rabia y el deseo de la venganza; mas luego recordaba aquella súplica que había hecho en compañía de su buen fraile en la iglesia de Pescarenico, y se enmendaba. Algunos instantes después volvía á enfurecerse; mas al ver una imagen pintada en la pared, se quitaba el sombrero, y se paraba al momento á rogar de nuevo, si bien que en su viaje mató en su interior á D. Rodrigo, y lo resucitó á lo menos veinte veces. El camino, trazado entre dos elevadas márgenes, era cenagoso, pedregoso, surcado de profundos carriles, los cuales después de haber llovido, se convertían en arroyos, y en ciertos parajes más bajos, se inundaba todo, de tal modo, que se hubiera podido ir embarcado. Á algunos pasos, un pequeño y escarpado sendero formando escalones, indicaba que otros viajeros se habían abierto camino á través de los campos. Habiendo subido Renzo por una de aquellas sendas provisionales sobre un terreno más elevado, vió delante de sí la inmensa mole de la catedral aislada sobre la llanura, como si saliese del desierto y no del seno de una ciudad; olvidó por un momento todas sus aflicciones, y se paró á contemplar, aunque de lejos, aquella octava maravilla, de la cual tanto había oído hablar en su infancia. Después de algunos momentos, volviendo atrás la vista, vió en el horizonte aquel gran conjunto de desiguales cimas; divisó claramente entre ellas á su tan elevado _Resegon_: sintió revolverse toda su sangre, y se detuvo algún tiempo mirando tristemente aquellos sitios, después de lo cual continuó su camino todavía más afligido. Poco á poco empezó á descubrir los campanarios, las torres, las cúpulas y los tejados: bajó entonces de nuevo al camino, anduvo aún algún tiempo, y cuando conoció que estaba cerca de la ciudad, se acercó á un viajero, é inclinándose con toda la política de que era capaz, le dijo: Buenos días, caballero. --¿Qué queréis, buen joven? --¿Podríais enseñarme el camino más corto para ir al convento de capuchinos en donde está el padre Buenaventura? El hombre á quien Renzo se dirigía era un rico vecino de las cercanías, que habiendo ido aquella mañana á Milán á sus negocios, se volvía sin haber hecho nada, con la mayor precipitación, no viendo la hora de llegar á su casa, no habiendo echado seguramente de menos semejante detención. Con todo esto, sin dar señales de impaciencia, contestó con mucha dulzura: hijo mío, conventos hay más de uno; sería preciso que me supieseis decir con más claridad cuál es el que buscáis. Renzo sacó de su pecho la carta del padre Cristóbal y se la enseñó á aquel caballero, el que habiendo leído _Puerta Oriental_, se la devolvió diciendo: “Sois afortunado, mi buen joven; el convento que buscáis está muy cerca de aquí: tomad por esta pequeña senda á la derecha; éste es un atajo, en pocos minutos llegaréis á una esquina de un edificio largo y bajo, es el Lazareto; dad la vuelta al foso que lo rodea, y llegaréis á la Puerta Oriental: entrad, y al cabo de unos cuatrocientos pasos, veréis una plazuela adornada de bellos olmos; allí está el convento; no os podéis equivocar. Dios os guarde, joven mancebo”. Y acompañando estas últimas palabras con un gracioso gesto, partió. Renzo quedó estupefacto y edificado de la cortesía que tenían los ciudadanos con la gente del campo. No sabía que aquél era un día extraordinario, un día en que las capas se inclinaban ante los jubones. Siguió el camino que le había sido indicado, y se encontró en la Puerta Oriental. Sin embargo, no es preciso que á este nombre el lector deje ir su fantasía á las imágenes que hoy día están asociadas á él. Cuando Renzo entró por aquella puerta, el camino por la parte exterior no era recto más que por toda la longitud del Lazareto; después se prolongaba tortuoso y estrecho entre dos columnas, con un tejadillo para sostener los postes, y al otro lado una casita para los guardas. La calle que se abría delante de la puerta, por la cual se entraba, no se parecía en nada á la que ahora se presenta al que entra por la puerta de Tosa. Un pequeño foso corría por el centro hasta cerca de la puerta, y la dividía de este modo en dos callejuelas tortuosas, cubiertas de polvo ó de barro, según la estación. En el paraje donde existía y existe aún aquel grupo de casas que se llama el Borghetto, el foso se perdía en un gran sumidero. Allí se hallaba una columna sobre la cual había una cruz que llamaban la columna de S. Dionisio: á derecha é izquierda veíanse huertos circuidos de vallados, y á intervalos casitas habitadas las más por lavanderas. Renzo entró, pasó: ninguno de los guardas le dijo una palabra, lo que le pareció muy extraño, porque había oído contar á los de su pueblo que podían vanagloriarse de haber estado en Milán, mil cosas increíbles de registros y preguntas que hacían al que llegaba de fuera. La calle estaba desierta; de modo, que si no hubiese oído un ruido lejano que indicaba un gran movimiento, le hubiera parecido que entraba en una ciudad abandonada. Siguiendo calle adelante sin saber lo que pensar, divisó en el piso ciertos regueros blancos y blandos, á semejanza de la nieve; mas nieve no podía ser, porque ésta no cae ordinariamente en semejante estación, ni se queda en el suelo formando regueros. Se inclinó sobre uno de ellos, lo miró, lo tocó y vió que era harina. Gran abundancia, se dijo, debe haber en Milán cuando así se desperdicia la gracia de Dios; y sin embargo, nos daban á entender que había carestía en todas partes; he aquí cómo se arreglan para tener quieta á toda la gente del campo. Mas después de haber dado algunos pasos, llegó delante de la columna, á cuyo pie divisó cierta cosa más extraña: vió sobre las escaleras del pedestal varios objetos esparcidos que no eran seguramente guijarros; porque si aquéllos hubiesen estado en el mostrador de un panadero, no se hubiera vacilado un momento en darles el nombre de panes. Pero Renzo no se atrevía tan pronto á fiarse en su vista, porque, ¡qué diablos! ¡aquél no era el sitio de poner el pan! Vamos á ver qué es esto, se dijo de nuevo. Se dirigió hacia la columna, se bajó y recogió uno; era en efecto, un pan redondo, blanquísimo, de los que Renzo no acostumbraba á comer más que en las grandes solemnidades. ¡Es pan de veras! dijo en alta voz; tanta era su admiración: ¿así lo siembran en este país, en un año como éste, y no se incomodan siquiera para recogerlo cuando cae? Es indispensable que éste sea el país de la cucaña. Después de diez millas de camino que había hecho, el aire fresco de la mañana, la vista de aquel pan, junto con la admiración que había experimentado, se le despertó el apetito. ¿Lo cogeré? pensaba entre sí: ¡ah! lo han dejado aquí á discreción de los perros; mejor es que se aproveche de ello un cristiano: al fin y al cabo, si comparece el amo, se lo pagaré. Así pensando, se lo metió en un bolsillo, tomó un segundo y lo colocó en otro bolsillo, se apoderó de un tercero y empezó á comer; después de esto echó á andar más incierto que nunca, y deseoso de aclarar aquel suceso. Apenas se puso en movimiento, vió aparecer gente que venía del interior de la ciudad y miró atentamente á los primeros que se presentaron. Éstos eran un hombre, una mujer, y á algunos pasos más atrás un muchacho; los tres llevaban una carga sobre las espaldas, la cual parecía superior á sus fuerzas, y todos tres tenían una figura muy rara. Sus vestidos, ó más bien sus harapos, enharinados, su cara ardiente, inflamada y cubierta de harina; su marcha no sólo era penosa á causa de la carga, sino también sumamente dolorosa, como si hubiesen sido magullados y golpeados. El hombre llevaba sobre sus hombros un gran saco de harina, agujereado por algunas partes y la sembraba á puñados á cada encuentro que tenía ó á cada paso dado en falso. Pero la figura de la mujer era todavía más singular: tenía un enorme corpachón y llevaba los brazos extendidos, los cuales parecía que apenas podía sostener, asemejándose á dos corvas asas de una gran tinaja: debajo de aquel gran vientre salían dos piernas desnudas hasta más arriba de la rodilla, las que iban avanzando vacilantes. Renzo miró con más atención y vió que aquel gran cuerpo era el guardapiés que la mujer sostenía por sus extremos, llevándolo tan lleno de harina, cuanta podía caber; y había tanta, que á cada instante se escapaba formando una gran polvareda. El muchacho sostenía con las dos manos una cesta colmada de panes, la cual llevaba sobre la cabeza; pero por tener las piernas más cortas que sus padres se quedaba poco á poco atrás, y doblando en seguida el paso todo lo que podía, con el objeto de reunirse á ellos, la cesta perdía el equilibrio y de cuando en cuando caía algún pan. --¡Bruto! no sirves para nada; si vuelves á dejar caer otro, dijo la madre enseñando los puños apretados al muchacho... --Yo no los dejo caer, ellos se caen: ¿cómo he de hacerlo? repuso éste. --¡Oh!... suerte tuya es el que tenga las manos ocupadas, contestó la mujer moviendo los puños como si fuese á darle un manotón; y este movimiento la hizo derramar más harina de la que hubiera sido necesario para hacer los dos panes que el muchacho había dejado caer. --Vamos, vamos, dijo el hombre: volvamos atrás á recogerlos, porque si no alguno lo hará. ¡Hace tanto tiempo que nos vemos privados de todo! Ahora que viene un poco de abundancia, gocémosla en santa paz. Entretanto iba entrando por la puerta la gente del campo, y uno de éstos, acercándose á la mujer, le preguntó: “¿Adónde se va á tomar el pan?”. --Más adelante, respondió aquélla, y así que estuvieron á diez pasos de distancia, añadió refunfuñando: Esos bribones de campesinos vendrán á saquear todos los hornos y almacenes, y no quedará nada para nosotros. --Eres muy gruñona, mujer, dijo el marido: deja que haya un poco para cada uno: ¡abundancia, abundancia! Renzo empezó á sacar en consecuencia de lo que veía y oía, que había llegado á una ciudad insurreccionada, y que aquél era un día de revolución, es decir, que cada uno tomaba según su deseo y su fuerza, dando golpes en pago. Nosotros desearíamos hacer jugar un buen papel á nuestro aldeano; mas la sinceridad histórica nos obliga á decir que su primer sentimiento fué de placer. Tenía tan poco que alabarse de las cosas que ordinariamente le sucedían, que se hallaba inclinado á aprobar cualquier acontecimiento que las mudase de un modo ó de otro. Por lo demás, no siendo nuestro joven mancebo un hombre de todo punto superior á su siglo, vivía también con aquella opinión, ó más bien con aquella pasión general, de que la escasez del pan era motivada por los monopolistas y panaderos; y estaba dispuesto á encontrar justo todo medio de arrancarles de las manos las subsistencias que éstos, según dicha opinión, negaban cruelmente al hambre de todo un pueblo. Sin embargo, trató de huir del desorden, y se alegró de haber sido dirigido á un capuchino, el cual podría darle un asilo y servirle de padre. Así pensando, y mirando mientras á los nuevos conquistadores que iban apareciendo cargados de despojos, hizo el poco de camino que le quedaba para llegar al convento. En donde ahora se eleva un bello palacio con sus altas galerías, había entonces y existía todavía no hace muchos años una plazoleta, en el fondo de la cual se encontraba la iglesia y el convento de capuchinos, delante de cuya fachada descollaban cuatro gigantescos olmos. Nosotros felicitamos, no sin envidia, á aquellos de nuestros lectores que no han visto las cosas en dicho estado: esto quiere decir que son muy jóvenes, y que no han tenido tiempo de hacer muchas tonterías. Renzo se fué directamente á la puerta, volvió á colocar en su seno el medio pan que le quedaba, sacó y tuvo preparada en su mano la carta, y tiró de la cuerda de la campana. Á poco rato se abrió un ventanillo que tenía un enrejado, y apareció la figura del hermano portero á preguntar quién era. --Un aldeano, que trae al padre Buenaventura una carta urgente del Padre Cristóbal. --Dádmela, dijo el portero, introduciendo los dedos por entre la rejilla. --No, no, dijo Renzo; debo entregarla en sus propias manos. --No está en el convento. --Dejadme entrar que lo esperaré. --Haced otra cosa mejor, dijo el fraile, id á esperarlo á la iglesia, y de este modo podréis hacer algo bueno. Por ahora no se puede entrar en el convento. Esto dicho cerró el ventanillo. Renzo permaneció allí un rato con su carta en la mano. Dió diez pasos con dirección á la puerta de la iglesia para seguir el consejo del portero, mas luego pensó ir á echar una ojeada sobre todo aquel tumulto. Atravesó la plazoleta, se colocó al extremo de la calle, y con los brazos cruzados sobre el pecho, se puso á mirar á la izquierda, hacia el interior de la ciudad en donde el bullicio era más fuerte y más ruidoso. El torbellino arrastró al espectador. Vamos á ver, dijo entre sí: sacó de nuevo su pan, y entretenido en darle magníficos bocados, se puso en movimiento hacia aquel lado. En el ínterin que él se dirige allí, nosotros referiremos con la brevedad posible los motivos y el principio de aquel desorden. NOTAS: [7] _Leva il muso, odorando il vento infido._ Levanta el hocico, husmeando el viento engañador. Ya se verá que este verso está copiado de un poema inédito de Alejandro Manzoni. CAPÍTULO DECIMOSEGUNDO Aquél era el segundo año en el cual había sido escasa la recolección. En el anterior, las provisiones que habían quedado de los años atrás habían suplido la falta hasta cierto punto, y la población había llegado á la cosecha del año 1628, que es la época de nuestra historia, no enteramente satisfecha ni hambrienta, sino desprovista de recursos. Al presente la cosecha tan deseada fué todavía más escasa que la anterior, á causa de la mala estación (y esto no sólo en el milanesado, sino también en una gran extensión de pueblos circunvecinos), y por culpa de los hombres. Los estragos y los despilfarros de la guerra eran tales, que en el lugar más cercano á ella, un gran número de propiedades quedaban más que de ordinario sin cultivar y abandonadas por los aldeanos, los cuales, en vez de procurarse pan por medio de su trabajo para sí y para los demás, se veían obligados á irlo á mendigar por caridad. He dicho más que de ordinario, porque las cargas insoportables, impuestas con una avidez y una ceguedad sin ejemplo, la conducta habitual, aun en plena paz, de las tropas alojadas en los pueblos, conducta que los dolorosos documentos de aquella época comparaban á la de un ejército invasor, y otras razones, las cuales no es éste el lugar de mencionar, obraban lentamente hacía ya algún tiempo ese triste efecto en el milanesado. Las circunstancias particulares de que ahora acabamos de hablar, eran como la irritación súbita de una enfermedad crónica. Concluida apenas la recolección, he aquí que las provisiones para el ejército y el desperdicio que siempre le sigue, abrieron tal brecha, que la penuria se hizo sentir de súbito, y con ésta su doloroso pero saludable é inevitable efecto, la carestía. Mas cuando ésta llega á cierto punto, nace siempre (ó al menos ha nacido siempre hasta ahora, ¡y si todavía dura, después de tantos escritos de hombres hábiles, juzgad lo que sería en aquellos tiempos!) nace en la imaginación del mayor número la opinión que no ha sido motivada por la falta de subsistencias. Se acuerda uno de haberla temido pronosticado; se supone á un tiempo que hay suficiente grano, y que el mal proviene únicamente de que no se pone bastante en venta para el consumo, suposiciones que son fuera de razón, pero que engañan á un tiempo la cólera y la esperanza. Los monopolistas de granos, verdaderos é imaginarios, los propietarios que no vendían toda su cosecha en un día, los panaderos que compraban; todos aquéllos, en fin, que tenían poco ó mucho, ó que pasaban por tener, éstos, pues, eran considerados como los autores de la carestía, de las subsistencias y de la penuria: contra los mismos estallaban las quejas generales; ellos se habían captado el odio de la multitud bien ó mal vestida. Decíase, con seguridad, dónde tenían los almacenes, dónde estaban los graneros colmados, apuntalados; se indicaba un número de sacos disparatado; se hablaba con certeza de la inmensa cantidad de trigo que se exportaba secretamente, é igualmente se vociferaba con tanta seguridad y con la misma cólera, que el grano exportado á otros países volvía otra vez á Milán. Implorábanse de los magistrados las medidas que parecían siempre, ó á lo menos han parecido hasta aquí á la multitud, tan justas, tan sencillas, tan propias para hacer salir el grano oculto, tapiado, sepultado, según decían, con el objeto de que volviese la abundancia. Los magistrados siempre hacían algo, como por ejemplo, fijar el máximun de cada género, imponer penas á los que rehusasen venderle, y otras órdenes por el estilo. Mas con todo, como las precauciones de este mundo, por eficaces que sean, no tienen la virtud de disminuir la necesidad de alimentarse ni de hacer venir las cosechas fuera de estación; y así como los que ejercían el poder no tenían seguramente el de hacer venir el trigo de los parajes en donde podía haber demasiado, así también el mal duraba y crecía. La muchedumbre atribuía semejante efecto á la falta y á la debilidad de los remedios, y los solicitaba á grandes gritos, más vigorosos y decisivos. Para su desventura encontró un hombre según su corazón. En ausencia del gobernador D. Gonzalo Fernández de Córdoba, que mandaba el sitio de Casalez Monferrato, el gran canciller Antonio Ferrer, también español, hacía sus veces en Milán. Éste vió (y quién no lo hubiera visto), que estar el pan á un precio justo era una cosa muy apetecible, y pensó que una orden suya bastaría para obtener dicho resultado. Fijó la _meta_ (éste es el nombre que se da en Milán á las tarifas en materia de comestibles) del pan al precio que hubiera sido justo, si el grano se hubiese comúnmente _vendido á treinta y tres libras_ el _moggio_[8], y éste se vendía hasta ochenta. Obró como una mujer que ha sido joven, y que piensa rejuvenecerse alterando su fe de bautismo. Órdenes menos insensatas y menos injustas habían quedado más de una vez sin ejecución, por la resistencia de las mismas cosas; pero el pueblo que veía finalmente sus deseos convertidos en leyes, y que no hubiera sufrido que esto fuese una burla, velaba para que se pusiera en práctica. Corrió prontamente á las panaderías, pidiendo pan al precio tasado; y lo pidió con aquel ademán de resolución y amenaza que prestan las pasiones, la fuerza y la ley reunidas. Si los panaderos se quejaban, no hay que preguntarlo: cerner la harina, trabajar la pasta, enhornar y sacar del horno el pan sin interrupción (porque el pueblo, trasluciendo confusamente que aquello era una cosa violenta, asaltaba los hornos de continuo para gozar de aquella cucaña hasta que durase); fatigarse, digo, y estropearse al mismo tiempo, todo para perderse, cualquiera puede considerarse qué hermoso placer debía ser. Mas por una parte, los magistrados imponían penas severas; por otra, el pueblo que quería ser servido, se impacientaba, murmuraba al menor retardo y amenazaba sordamente con uno de sus actos de justicia, que son los peores que puede haber en este mundo. No había medio: era preciso amasar, enhornar, sacar del horno y vender. Sin embargo, para hacerlos continuar en aquella empresa, no bastaba que les fuese mandado ni que tuviesen mucho miedo; era preciso poder; y un poco más que hubiese durado la cosa, no hubieran podido. Hacían ver á los magistrados la injusticia y la carga insoportable que les habían impuesto; protestaban querer echar la pala en el horno y marcharse; y en el ínterin, tiraban adelante como podían, esperando siempre que un día ú otro el gran canciller entendería la razón. Mas Antonio Ferrer, el cual era hombre de carácter, respondió que los panaderos habían ganado mucho en los años anteriores, y que ganarían mucho también cuando volviese á haber abundancia; que vería, que trataría acaso de indemnizarlos, y que entretanto surtiesen de pan. ¿Estaría verdaderamente persuadido de las razones que alegaba, ó que aun conociendo por los efectos la imposibilidad de conservar aquella orden suya, quisiese dejar á los demás la odiosidad de revocarla? ¿Quién podría entonces leer en el pensamiento de Antonio Ferrer? Lo que hay de cierto es, que se mantuvo firme en lo que había establecido. Finalmente, los decuriones (esta era una magistratura municipal compuesta de nobles, que duró hasta el año noventa y seis del siguiente siglo) informaron por escrito al gobernador acerca del estado de las cosas, suplicándole buscase algún medio de remediarlo. D. Gonzalo, sumamente engolfado en los asuntos de la guerra, hizo lo que el lector seguramente imagina: nombró una junta; á la cual confirió la autoridad de fijar el pan á un precio razonable; ésta era una cosa justa para todos. Los diputados se reunieron, ó como entonces se decía españolescamente en jerga diplomática, se juntaron; y después de mil reverencias, cumplimientos, preámbulos, suspiros, reticencias, proposiciones vanas, tergiversaciones, arrastrados todos á una deliberación de la que tenían necesidad, sabiendo bien que se entretenían en un juego terrible, pero convencidos que no se podía hacer otra cosa, concluyeron por encarecer el pan. Los panaderos respiraron, mas el pueblo se enfureció. La tarde antes del día en que Renzo llegó á Milán, las calles y las plazas públicas hormigueaban de hombres que, exaltados por una general indignación, predominados por un pensamiento común, conocidos ó extraños, se reunían en grupos sin estar de acuerdo antes, casi sin conocerse, como las gotas de agua que se precipitan sobre un mismo declive. Cada discurso aumentaba la pasión y la persuasión de los oyentes, del mismo modo que el que lo había proferido. En medio de tantos hombres exaltados, había algunos, sin embargo, de sangre más fría que estaban observando con mucho placer cómo el agua se iba enturbiando; éstos se divertían en aumentar la irritación popular por medio de aquellos razonamientos y noticias que los malvados saben componer, y que los espíritus alterados creen siempre, proponiéndose no dejar posar la agitada agua hasta haber pescado algo. Millares de hombres fueron á acostarse con la idea confusa de que era preciso hacer, que se haría alguna cosa al otro día. Al amanecer, las calles estaban de nuevo henchidas de grupos; niños, mujeres, hombres, ancianos, obreros, mendigos, se reunían por casualidad: por un lado se oía un murmullo confuso de muchas voces; por otro, uno peroraba, y los demás aplaudían; éste hacía al que tenía más cerca la misma pregunta que acababan de hacerle; aquél repetía la exclamación que había sentido resonar en sus oídos; por todas partes estallaban lamentos, amenazas, gritos de sorpresa: un pequeño número de vocablos, era la materia de tantas conversaciones. No faltaba otra cosa más que una ocasión, un motivo ligero, un impulso cualquiera, para reducir las palabras á hechos, y esto no tardó mucho. Al amanecer, los mozos, según tenían de costumbre, salieron de las panaderías con las banastas cargadas de panes que iban á llevar á las casas. El primero de estos infortunados que apareció en medio de aquellos grupos, hizo el efecto de un cohete que cae en un almacén de pólvora. ¡Mirad si hay ó no pan! gritaron á un tiempo cien voces. --Sí, para los tiranos que nadan en la abundancia, y quieren que nos muramos de hambre, dijo uno, el cual se acercó al mozo, echó la mano al asa de su banasta, empujóla hacia sí, y dijo: “Déjame ver”. El joven se puso encarnado, palideció, tembló, hubiera querido decir: dejadme andar; mas la palabra expiró en sus labios, aflojó los brazos, y trató de librarse apresuradamente de los que le rodeaban. “¡Abajo la banasta!” gritan: muchas manos la cogen á un tiempo; y estando ya en tierra, echan al aire el lienzo que la cubre: una tibia fragancia se difunde por todo el rededor. “Nosotros somos también cristianos; nosotros también debemos comer pan”, dijo el primero. En seguida toma uno, lo levanta mostrándolo á la multitud, y empieza á darle magníficos bocados: luego no se vió otra cosa más que un centenar de manos en la banasta, panes por el aire; en menos tiempo del que empleamos en decirlo, estuvo vacía. Aquellos á quienes no había tocado nada, irritados al ver la ganancia de los demás, y animados por la facilidad de la empresa, se encaminaron á bandadas en busca de otras banastas: cuantas encontraron, tantas desocuparon. Á pesar de todo, los que quedaban con los dientes largos, eran sin comparación los más; los conquistadores mismos no estaban satisfechos de una tan pequeña presa, y mezclados después con los unos y con los otros, eran los que habían formado el designio de un desorden de mejor condición. “¡Al horno, al horno!” gritaban. En la calle llamada de la _Corsia de Servi_, había y todavía hay un horno que conserva el mismo nombre; nombre que en toscano significa el horno de las muletas, y en milanés está compuesto de palabras heteróclitas, tan raras, tan selváticas, que el alfabeto de la lengua italiana no tiene caracteres para indicar el sonido. En aquel paraje fué donde la multitud se detuvo: la gente de la panadería preguntaba al muchacho que había vuelto sin la carga, y el cual sumamente sofocado y turbado refería balbuceando su triste aventura, cuando he aquí que de repente se siente un ruido de pisadas y de voces; se aumenta y se acerca, compareciendo la vanguardia del tropel. “Cerrar, cerrar pronto, pronto”. El uno corre á pedir auxilio al capitán de justicia; los otros cierran precipitadamente la tienda, y atrancan las puertas; la gente empieza á arremolinarse por la parte exterior y á gritar: “¡Pan, pan! ¡Abrid, abrid!”. Pocos momentos después se ve llegar al capitán de justicia acompañado de un piquete de alabarderos.--¡Apartaos, apartaos, hijos míos! ¡Á casa, á casa! Dejad pasar al capitán de justicia, gritó éste en medio de sus alabarderos. El pueblo que todavía no era muy numeroso, se separó un poco, de modo que aquéllos pudieron llegar y formarse muy unidos, si no en buen orden, delante la puerta cerrada de la tienda. --Pero, hijos míos, gritaba el capitán, ¿qué hacéis aquí? Á casa, á casa. ¿Dónde está el temor de Dios? ¿Qué dirá el rey nuestro señor? Nosotros no queremos haceros daño; pero retiraos á vuestras casas; portaos como gente honrada. ¿Qué diablo venís á hacer aquí así agrupados? Nada bueno ni para vuestra alma ni para vuestro cuerpo. ¡Á casa, á casa! Pero aun cuando los mismos que veían al orador y oían sus palabras hubiesen querido obedecer, no hubieran podido, arrojados como estaban y empujados por los de atrás, á los cuales empujaban á su vez, como la ola empuja la ola de línea en línea, hasta la extremidad de la multitud, que iba siempre en aumento; la respiración empezaba ya á faltar al capitán.--Hacedlos retroceder un poco para que yo pueda tomar aliento, decía á los alabarderos; mas no hagáis mal á nadie. Veamos el modo de entrar en la tienda: llamad, tratad de que permanezcan á una distancia respetuosa. --¡Atrás, atrás! gritaron los alabarderos, lanzándose todos unidos contra los primeros, y rechazándolos con los cuentos de las alabardas. Éstos gritaban, retrocedían según podían, dándose con las espaldas en los pechos, con los codos en el vientre, con los talones en las puntas de los pies de aquellos que iban detrás. Se apresuran, se estrechan, se atropellan de tal modo, que los que se encontraban en medio hubieran pagado cualquier cosa por hallarse en otra parte. Sin embargo, la puerta quedó un poco más desembarazada; el capitán llama y vuelve á llamar, grita que le abran; los de dentro, viéndolo desde la ventana, bajan con presteza, abren; el capitán entra, llama á los alabarderos, los cuales entran uno á uno, los últimos conteniendo á la multitud con las alabardas. Cuando estuvieron todos dentro, se echaron los cerrojos á la puerta, y se atrancó; después de lo cual, el capitán sube apresuradamente y se presenta á la ventana. ¡Oh, qué tumulto! --¡Hijos!, grita. Muchos levantan la vista. ¡Hijos, volveos á vuestras casas! Perdón general á los que se retiren pronto. --¡Pan, pan! ¡Abrid, abrid! Tales eran las palabras que se oían más claramente en medio de los alaridos terribles con que la multitud le respondía. --¡Juicio, hijos! ¡Miradlo bien; todavía estáis á tiempo! Vamos, andad; volveos á casa. Pan no os faltará; pero éste no es el modo de conseguirlo. ¡Eh, eh! ¿Qué hacéis vosotros aquí abajo? ¡Eh! ¡Los de la puerta! ¡Oh, oh!... Veo, veo... ¡Juicio! ¡Tened cuidado! ¡Vais á cometer un gran crimen! Ahora voy á bajar. ¡Eh, eh! Dejad ahí esos hierros, abajo esas manos, ¡Vergüenza!... ¡Vosotros, milaneses, que sois nombrados en todo el orbe por vuestra bondad, escuchad, escuchad! ¡Siempre habéis sido buenos hi...! ¡Ah, canalla! Este rápido cambio de estilo fué ocasionado por una piedra que, salida de las manos de uno de aquellos buenos hijos, vino á dar en la frente del capitán sobre la protuberancia izquierda del censorio común. “¡Canalla, canalla!”, continuaba gritando, cerrando con prontitud la ventana, y retirándose. Mas aunque hubiese gritado á más no poder, sus palabras buenas y malas se hubieran perdido y desvanecido en el aire, á causa del estrépito que movían abajo. Lo que él decía ver, era un gran montón de piedras y de hierros (los primeros que habían podido procurarse en la calle) que reunían en la puerta para echarla abajo y quitar las rejas á las ventanas, cuyo trabajo tenían ya muy adelantado. Entretanto los dueños y mozos de la panadería, que estaban en las ventanas de los pisos superiores, con una buena provisión de piedras (probablemente habrían desempedrado un patio), gritaban y gesticulaban á los de la calle para que se estuviesen quietos, enseñándoles las piedras, y amenazando arrojárselas. Habiendo visto que era tiempo perdido, empezaron á lanzarlas de veras. Ninguna caía en vano, porque el hacinamiento de gente era tal, que un grano de maíz no hubiera llegado al suelo. --¡Ah, bribones!, ¡ah, malvados! ¿Es éste el pan que dais á los pobres? ¡Ay, ay de mí!, ¡huy!, ¡ahora, ahora!, gritaban desde abajo. Más de uno fué maltratado; dos niños quedaron en el sitio. El furor acrecentó las fuerzas de la multitud; las puertas, las rejas fueron arrancadas, y el torrente penetró por todas las aberturas. Los de dentro, viendo el negocio mal parado, fueron á ocultarse á los desvanes; el capitán, los alabarderos, y algunos otros de la casa, se quedaron agazapados bajo las tejas, y otros también, saliendo por las lumbreras, erraban por los tejados á manera de gatos. La vista del botín hizo olvidar á los vencedores sus proyectos sanguinarios de venganza. Lánzanse sobre las artesas; el pan es saqueado enteramente. Uno de ellos corre al cajón del mostrador, hace saltar la cerradura, mete las manos, saca el dinero á puñados, se lo embolsa, y sale cargado de _quattrini_[9] para volver en seguida á robar pan, si queda alguno. El tropel se esparce por los almacenes: echan mano á los sacos, los arrastran, los vuelcan; éste se coloca uno entre las piernas, lo desata, y para reducirlo á un peso que pueda soportar, arroja una parte de la harina; otro gritando, espera, espera, se baja á recoger lo que aquél desperdicia, recibiendo aquella gracia de Dios en el mandil, sombrero y pañuelo; uno corre á la artesa, toma un pedazo de masa que se alarga y escapa por todas partes; otro, en fin, que ha conquistado un cedazo, lo lleva en el aire como en triunfo; unos van, otros vienen; hombres, mujeres, niños, se empujan, tropiezan; un polvo blanco que todo lo cubre y se eleva por do quier, lo envuelve y emblanquece todo. Vése por la parte exterior un inmenso gentío, dividido en dos filas opuestas, que se aprietan y chocan entre sí á porfía, los que salen cargados de despojos y los que quieren entrar para hacer lo mismo. Mientras que la citada panadería se veía de tal modo saqueada, no por esto las demás que había en la ciudad estaban tranquilas y exentas de peligro. Pero en ninguna de ellas acudió el número suficiente de gente para poder emprender algo de provecho. En varias de ellas, los dueños habían recibido auxiliares y permanecían á la defensiva; en otras, hallándose con poca gente para resistir, trataban en cierto modo de entrar en transacciones; distribuían pan á los que habían empezado á agruparse delante de la tienda, bajo condición de que habían de irse al momento. Y efectivamente se retiraban, no tanto porque estuviesen satisfechos, cuanto porque los alabarderos y esbirros, alejándose de aquel terrible horno de las muletas, se dejarían ver, sin embargo, en otra parte, con la fuerza suficiente para tener á raya á los infelices que no fuesen muchos. Éste era el estado de las cosas, cuando Renzo, después de haber dado cuenta de su pan, avanzaba por el arrabal de la Puerta Oriental, y se encaminaba, sin saberlo, justamente al punto céntrico del tumulto. Tan pronto iba aprisa como despacio, á causa de la multitud, y andando miraba y aguzaba los oídos, con el objeto de recoger de todo aquel confuso tropel de discursos algunas noticias más exactas acerca del verdadero estado de cosas. He aquí, pues, con poca diferencia, las palabras que pudo oir en todo su camino. --Ahora ya está descubierta, decía uno, la infame impostura de esos bribones que vociferaban que no había pan, harina ni grano. Ahora la cosa se ve clara y neta, y no nos la podrán dar á entender de otro modo. ¡Viva la abundancia! --Os digo que todo esto no sirve de nada; es lo mismo que hacer un agujero en el agua; será peor aún si no hay un castigo ejemplar. El pan se pondrá barato, pero en él os meterán veneno para matar á los pobres como moscas: ellos dicen ya que somos demasiados; lo han dicho en la junta, lo sé de cierto, por haberlo oído decir yo mismo con mis propios oídos á una comadre mía, que es amiga de un pariente del criado del cocinero de uno de esos señores. --Eso no es cosa de risa, decía otro con la boca llena de espuma, sosteniendo con una de sus manos un desgarrado pañuelo sobre sus cabellos crespos y ensangrentados. Uno que estaba cerca de él, para consolarlo, le apoyaba. --Paso, paso, señores, os lo suplico; dejad pasar á un infeliz padre de familia, que lleva de comer á cinco criaturas. Así decía uno que iba tambaleándose bajo un gran saco de harina, y á su vista todos se esforzaban en retirarse para dejarle pasar. --Yo, decía otro, casi al oído de un compañero, yo voy á ponerme en salvo; soy hombre que conozco el mundo, y sé cómo va esta especie de cosas. Estos vocingleros que hacen tanto ruido, mañana ó pasado se encerrarán en casa todos llenos de miedo. He visto ya ciertas caras, ciertas gentes honradas que rondan haciendo el tonto, y observan quién hay y quién no hay; cuando todo está concluido, consultan las notas, y á quien toca, toca. --El que protege á los panaderos, gritaba una voz sonora que atrajo la atención de Renzo, es el vicario de la provisión. --Todos son buenos bribones, decía un vecino. --Sí, pero él es el jefe, replicaba el primero. El vicario de la provisión, nombrado todos los años por el gobernador, entre seis nobles propuestos por el consejo de los decuriones, era el presidente de éste y del tribunal de provisión. Dicho tribunal, compuesto de doce notables también, tenía, además de otras muchas atribuciones, principalmente la de los víveres. El que ocupaba semejante puesto debía, necesariamente en un tiempo de hambre y de ignorancia, ser tenido por el autor de todos los males, á menos que no hubiese hecho lo que hizo Ferrer, lo que no estaba en sus facultades, aunque estuviese en sus ideas. --¡Malvados! exclamaba otro: ¿han podido hacer otra cosa peor? Han llegado á decir que el gran canciller es un viejo chocho, vuelto de nuevo niño, para quitarle el crédito y mangonear ellos solos. Será preciso hacer una gran jaula y meterlos dentro, alimentándolos con algarroba y joyo, según querían tratarnos á nosotros. --¡Pan! ¿eh? decía uno que trataba de irse á toda prisa: pedazos de piedra de á libra; ¡piedras que apenas podían sostenerse con ambas manos, y que caían como granizo! Tengo deshechas las costillas. No veo el momento de llegar á mi casa. Al través de semejantes discursos, los cuales no sabré decir si informaban ó aturdían más á Renzo, en medio de aquellos alaridos llegó éste por último al ya expresado horno. La multitud se había aclarado bastante, de modo que pudo contemplar aquella triste y reciente desolación. Las paredes resquebrajadas y destrozadas por las piedras y ladrillos, las ventanas arrancadas de sus goznes, la puerta derribada. Esto no está muy bien, pensó Renzo: si arreglan así todos los hornos, ¿dónde quieren que se haga el pan? ¿en los pozos? De cuando en cuando salía de la panadería alguno que llevaba un pedazo de artesa ó cedazo, un banco, una canasta, un libro de cuentas, cualquier cosa, en fin, perteneciente á aquel pobre horno, y gritando: sitio, sitio, pasaba al través de la multitud. Todos ellos se encaminaban hacia el mismo lado y se detenían en un lugar antes convenido. ¿Qué será esta otra historia? pensó de nuevo Renzo, y se dirigió detrás de uno de aquellos individuos, que habiendo hecho un haz de tablas rotas y de astillas, lo colocó sobre sus espaldas yendo como los demás, por la calle que costea el flanco septentrional, y ha tomado su nombre de los escalones que allí había, y que hace muy poco tiempo han dejado de existir. El deseo de ver los sucesos no impidió á nuestro campesino, luego de haber llegado al frente de aquella gran mole, el detenerse un momento para mirar á lo alto con la boca abierta. Redobló en seguida el paso para reunirse á aquel que había tomado por guía; dobló la esquina, dió también una ojeada á la fachada de la catedral, rústica entonces en gran parte y muy lejos aún de estar concluida, conservándose constantemente detrás del que se dirigía hacia el medio de la plaza. Cuanto más avanzaba, la gente estaba más apiñada, pero al que iba cargado le abrían paso. Hendía las oleadas del pueblo, y Renzo, yendo siempre pegado á él, llegó juntamente al centro de la muchedumbre. Allí había un gran espacio vacío, y en medio una gran hoguera, hecha de los utensilios que hemos dicho arriba. Á su alrededor veíase un continuo agitar de manos y pies, un ruido infernal causado por mil gritos de triunfo y multitud de imprecaciones. El hombre del haz lo arroja sobre aquel montón de brazas; otro, con un mango de pala medio consumido, atiza el fuego: el humo crece y se condensa; las llamas se elevan, y á la vista de ellas los gritos se aumentan con más fuerza: “¡Viva la abundancia! ¡mueran los monopolistas! ¡muera la carestía! ¡reviente la provisión! ¡reviente la junta! ¡viva el pan!”. Verdaderamente la destrucción de las artesas y de los cedazos, la devastación de los hornos y el terror de los panaderos, no son los medios más eficaces para que viva el pan; pero ésta es una de aquellas sutilezas metafísicas que el talento de muchos no llega á penetrar. Sin embargo, sin ser un gran metafísico un hombre llega tal vez á penetrarla antes, mientras que para la cuestión es nueva; y sólo á fuerza de hablar de ella y de oir, llegará á ser inhábil para comprenderla. En el hecho, Renzo había tenido en un principio aquel pensamiento y volvía á su imaginación, como hemos visto, á cada momento. No obstante, reservólo para sí, porque entre tantas caras no había uno que no pareciese decirle: “Hermano, si obro mal, corrígeme, que ya lo pagarás”. La llama se había extinguido de nuevo; no se veía llegar á nadie más con otros combustibles, y la gente empezaba á fastidiarse, cuando se esparce la voz que en el Cordusio (una plazuela ó encrucijada no muy distante de aquel paraje) se había puesto sitio á una panadería. Muchas veces en semejantes circunstancias, el anuncio de una cosa basta para que suceda. Junto con aquellas voces se difundió también entre la multitud el deseo de correr allá: yo voy; ¿y tú vas? Vamos, vamos, se oía por todas partes; el gentío se divide, y se pone en marcha. Renzo permanecía detrás sin moverse casi, á no ser cuando era arrastrado por el torrente; y en el ínterin calculaba en su interior, si debería salir de semejante bacanal, y volver al convento en busca del padre Buenaventura, ó ir á ver todavía aquella otra. La curiosidad prevaleció de nuevo. No obstante, resolvió el no meterse en medio de la refriega para que le rompiesen las costillas; ó arriesgar alguna otra cosa peor, y conservarse á cierta distancia con el objeto de observar de lejos. Habiendo tomado este partido, sacó del bolsillo el segundo pan, y mordiendo un pedazo se encaminó tras de la turba amotinada. Éste, desembocando por un ángulo de la plaza había entrado ya en la corta y estrecha calle de la _Peschería-Vecchia_, y desde dicho punto dando la vuelta al arco, se introdujo en la plaza de los _Mercanti_. Había muy pocos en aquel sitio que al pasar por delante del hueco que corta hacia el medio de la galería del edificio llamado entonces el Colegio de los Doctores, no diese una pequeña ojeada á la grande estatua que campeaba allí, á aquella figura grave, altanera, feroz (y no digo lo bastante), de D. Felipe II, que aunque de mármol, imponía un vago sentimiento de respeto, y con su extendido brazo parecía que estuviese allí para decir: allá voy yo, canalla. Dicha estatua no existe ya, por un accidente singular. Cerca de ciento setenta años después del suceso que estamos refiriendo, un día le fué cambiada la cabeza, quitado de la mano el cetro que empuñaba, y sustituyendo un puñal, se dió á la estatua el nombre de Marco Bruto. Así, metamorfoseada, permaneció en pie un par de años; mas una mañana, ciertos individuos que no simpatizaban mucho con Marco Bruto, los cuales debían tener contra él un odio secreto, echaron una cuerda alrededor de la estatua, la derribaron, le hicieron mil injurias, y mutilada y reducida á un tronco informe, la arrastraron, con los ojos fuera de sus órbitas y con la lengua también de fuera, por las calles; cuando estuvieron cansados de arrastrarla, la arrojaron no sé dónde. ¡Quién se lo había de haber dicho á Andrés Biffi cuando la esculpía! De la plaza de _Mercanti_, la turba se introdujo, por el otro arco, á la calle de _Fustagnai_, y desde allí se esparramó por el _Cordusio_. Todos, antes de desembocar, miraban súbitamente hacia el horno que les había sido indicado. Mas en vez de la multitud de amigos que esperaban encontrar en aquel paraje trabajando ya, vieron únicamente algunos individuos que permanecían como acechando á cierta distancia de la panadería, la cual estaba cerrada, y en las ventanas gente armada en ademán de estar prontos á defenderse. Al ver aquello, quien se admiraba, quien se ponía en salvo, quien reía, quien se volvía para informar á los que llegaban poco á poco, quien se detenía, quien quería volver atrás, quien decía: adelante, adelante. Aquello era un continuo ir y venir; unos preguntan y reciben aclaraciones; otros vacilan, están inciertos; no se oye más que un confuso murmullo de consultas y disputas. En esto, sale del centro de la turba una voz infernal que grita: “La casa del vicario de la provisión está aquí cerca: vamos á hacernos justicia, vamos á saquearla”. Aquellas palabras parecieron como un recuerdo súbito y general de una cosa ya preparada, más bien que la aceptación de una proposición. ¡Á casa del vicario, á casa del vicario! es el grito que se deja oir. La turba se mueve toda unida hacia la calle en donde estaba situada la casa que acababa de ser en tan mala hora nombrada. NOTAS: [8] Medida que equivale poco mas ó menos á una fanega. [9] Maravedises. CAPÍTULO DECIMOTERCERO El vicario desventurado estaba en aquel momento haciendo una digestión mala y penosa de un almuerzo comido sin apetito y sin pan blando, y aguardaba con gran incertidumbre del modo que acabaría aquella borrasca, lejos empero de sospechar que debiese caer tan espantosamente sobre él. Cierto hombre de bien se anticipó caritativamente á la turba para advertirle el peligro inminente que corría. Los criados, que el ruido había atraído á la puerta, miraban asustados á todo lo largo de la calle, hacia el lado donde el rumor venía acercándose. Mientras escuchan el aviso, ven aparecer la vanguardia: con la mayor prisa tratan de avisar á su señor; mientras tanto éste piensa en huir y en el modo de verificarlo, otro viene á decirle que ya no es tiempo. Los criados apenas tienen tiempo suficiente para cerrar la puerta; la atrancan con barras, ponen puntales, corren á cerrar las ventanas como cuando el tiempo se oscurece y se espera de un momento á otro que caiga una granizada. La creciente gritería que se deja oir como un trueno, retumba en el solitario patio; todas las cavidades de la casa resuenan también, y en medio de aquel vasto y confuso estrépito se sienten furibundas y repetidas pedradas en la puerta. --¡El vicario! ¡el tirano! ¡el monopolista! ¡lo queremos vivo ó muerto! El desdichado erraba de estancia en estancia, pálido, sin aliento, cruzando las manos encomendándose á Dios, y conjurando á sus criados para que se mantuviesen firmes y buscasen el modo de que pudiese escapar. Mas, ¿cómo y por dónde? Subió con la mayor celeridad á un desván; desde una claraboya miró ansiosamente á la calle, y la vió llena completamente de furiosos; oyó los gritos que pedían su muerte, y mucho más aterrado se retiró dirigiéndose á buscar el más seguro y secreto escondrijo. Allí acurrucado, estaba atento escuchando si el funesto rumor acaso se debilitaba ó si el tumulto se aquietaba un poco; pero sintiendo, al contrario, alzarse la gritería mucho más feroz y más ruidosa y redoblarse los golpes, se apoderó de nuevo de su corazón el sobresalto, y se tapaba precipitadamente los oídos. Después, como fuera de sí, rechinando los dientes y contraído el semblante, extendía los brazos y apoyaba los puños como si quisiese sostener la puerta... Por lo demás, lo que hacía precisamente no se puede saber, porque estaba solo, y la historia se ve obligada á adivinar; la suerte es que ya está acostumbrada. Esta vez, Renzo se encontraba en medio de la refriega, no ya arrastrado por el torrente, sino llevado deliberadamente. Á la primera proposición de sangre, había sentido revolverse toda la suya; tocante al saqueo, no hubiera sabido decir si en aquella coyuntura era bueno ó malo; mas la idea de un homicidio le causó un vivo y súbito horror. Y aunque por esa funesta docilidad que tienen algunos espíritus á creerlo todo, al decir apasionado de muchos, estuviese persuadido que el vicario era la causa principal del hambre y el enemigo de los pobres; sin embargo, habiendo al primer movimiento de la turba oído acaso alguna palabra que indicaba la voluntad de hacer todos los esfuerzos para salvarle, propúsose también ayudar á semejante obra, y con esa intención se había acercado casi hasta la puerta, en la que trabajaban de mil modos para conseguir el derribarla. Los unos golpeaban con guijarros los clavos de la cerradura para desprenderla: los otros con piochas, escoplos y martillos, trataban de trabajar más en regla; otros, en fin, con piedras, con cuchillos sin punta, con clavos, con palos, con las uñas, no teniendo otra cosa, rascaban y resquebrajaban la pared, hacían esfuerzos para quitar los ladrillos y abrir brecha. Los que no podían ayudar, animaban á los demás con sus gritos, pero al mismo tiempo arrojándose sobre ellos y apretando á los unos contra los otros, detenían el trabajo ya suspendido por las cuestiones y disputas que los trabajadores tenían entre sí, ya que por gracia especial del cielo acontece con el mal lo que frecuentemente con el bien; esto es, que los fautores más ardientes vienen á ser un impedimento. Los magistrados que primero tuvieron aviso de lo que pasaba, mandaron en seguida á buscar auxilio al comandante del castillo, que se llamaba entonces de la puerta Giovia, el cual mandó algunos soldados. Mas entre el aviso, la orden, el tiempo de reunirse, de ponerse en marcha y de hacer el camino, llegaron cuando la casa estaba ya rodeada de un vasto sitio, é hicieron alto lejos de ella al extremo de la multitud. El oficial que los mandaba no sabía qué partido tomar. Allí no había otra cosa más que una reunión de gentes de varias edades y sexos que permanecía ociosa. Á la intimación que se les había hecho de separarse y de hacer lugar, respondían por medio de un sordo y largo murmullo; nadie se movía. Hacer fuego sobre aquella chusma parecía al oficial una cosa no solamente cruel, sino muy peligrosa; cosa que ofendiendo á los menos terribles, hubiera irritado á los más violentos; además, él no tenía semejantes instrucciones. Abrir aquel primer tropel, separarlo á derecha é izquierda, y seguir adelante con el objeto de llevar la guerra al que la hacía, hubiera sido lo mejor; mas el proyecto era conseguirlo. ¡Y quién sabe si los soldados hubieran podido avanzar unidos y en buen orden, y si en lugar de romper el gentío, no se encontrarían ellos mismos diseminados y comprometidos en medio de aquél, y á merced del populacho, después de haberlo provocado! La irresolución del comandante y la inmovilidad de los soldados fué tomada, con razón ó sin ella, por miedo. Las gentes que se encontraban cerca de ellos, se contentaban con mirarles la cara con un aire que quería decir: ¡ay qué risa! Los que estaban más lejos no les bastaba provocarlos con gestos y con chanzonetas; más allá pocos sabían ó cuidaban de que estuviesen; los saqueadores continuaban demoliendo, sin otro pensamiento que el de lograr pronto su empresa; los espectadores no cesaban de animarlos con sus gritos. Un anciano mal encarado se destacaba de la multitud, llamando él sólo la atención. Abría dos ojos cóncavos é inflamados, y su cutis se contraía por una risa atroz de placer, levantadas las manos sobre sus indignas canas, agitaba en el aire un martillo, una cuerda, cuatro enormes clavos, con los cuales, según decía, quería clavar al vicario en los tableros de su puerta después de muerto. --¡Bah! ¡qué desvergüenza!, se le escapó á Renzo, horrorizado de aquellas palabras, á la vista de un gran número de distintos rostros que hacían señales de aprobación, y enfurecido al ver á otros sobre los cuales, aunque mudos, se traslucía el mismo horror que él experimentaba. “¡Vergüenza! ¡querer robar el oficio al verdugo! ¡asesinar á un cristiano! ¡Cómo queréis que Dios nos dé pan, si cometemos semejantes atrocidades! Lo que nos enviará serán rayos, y no pan”. --¡Ah perro! ¡traidor á la patria! gritó volviéndose á Renzo con un semblante de condenado, uno de los que habían podido entender en medio del tumulto aquellas santas palabras.--¡Aguarda, aguarda! éste es uno de los criados del vicario disfrazado de aldeano: es un espía; ¡á él, á él! Cien voces se elevan á su alrededor. ¿Qué es esto? ¿dónde está? ¿quién es?--Un criado del vicario... Un espía.--El vicario disfrazado de aldeano que se escapa.--¿Dónde está? ¿dónde está? ¡Á él, á él! Renzo enmudece; se baja mucho, muchísimo; de buena gana hubiera querido desaparecer; algunos de los que están mas próximos á él lo cogen en medio; lanzan grandes gritos y tratan de confundir aquellas voces enemigas y ávidas de sangre. Pero lo que le sirvió más que todo, fué un “paso, paso”, que oyó cerca de sí: “¡paso! ¡eh, aquí el socorro! ¡eh, paso!”. ¿Qué era, pues aquello? Era una larga escalera de mano que algunos llevaban para apoyarla en la casa y penetrar por una ventana. Mas por dicha, este medio que hubiera hecho la cosa tan fácil, no lo era mucho para ponerlo por obra. Los que la sostenían por uno y otro extremo, y los demás que iban repartidos por toda ella, empujados, separados por la multitud, se tambaleaban á cada paso: el uno con la cabeza metida entre dos peldaños y los varales sobre las espaldas, oprimido como si estuviese bajo un pesado yugo, se lamentaba; aquél se veía separado de su carga por otro choque; la escalera abandonada daba sobre las cabezas, las espaldas, los brazos; imaginaos cómo se quejarían los dueños de éstos: otros la levantan, se colocan debajo y se la cargan, gritando: “¡Vamos, ánimo!”. La máquina fatal avanza balanceándose y serpenteando; llega á tiempo para distraer y desordenar á los enemigos de Renzo, el cual aprovechó la confusión nacida de la misma. En un principio se ocultó: después, jugando cuanto le fué posible los codos, se alejó de aquel sitio, en donde no corría buen aire para él, con la intención de salir también lo más pronto posible del tumulto é ir de veras á buscar ó á esperar al padre Buenaventura. De repente un movimiento extraordinario que parte de uno de los extremos, se propaga por la muchedumbre; se esparce una voz, la cual circula de boca en boca en boca: “¡Ferrer, Ferrer!”. Admiración, alegría, furor, inclinación y repugnancia, estalla por todas partes donde llega ese nombre: quien le grita, quien quiere ahogarle, quien le afirma, quien niega, quien bendice, quien blasfema. --¡Aquí está Ferrer!--¡No es cierto, no es verdad!--¡Sí, sí; viva Ferrer, el que da el pan barato!--¡No, no!--Aquí está, aquí está en su carruaje.--¿Qué importa? ¿Á qué viene aquí? ¡No queremos á nadie!--¡Ferrer, viva Ferrer, el amigo de los pobres! Viene para conducir á la cárcel al vicario.--¡No, no! Queremos hacernos justicia nosotros mismos: ¡atrás, atrás!--¡Sí, sí, Ferrer; que venga Ferrer; á la cárcel el vicario! Y todos, poniéndose de puntillas, se vuelven para mirar al lado donde se anuncia tan inesperado arribo. Al levantarse, veían, ni más ni menos, que si hubiesen permanecido con las plantas de los pies en el suelo; pero lo mismo da, todos se ponían de puntillas. En efecto, á un extremo del concurso, por el lado opuesto á aquel en donde estaban los soldados, había llegado en un carruaje el gran canciller Antonio Ferrer; el cual, remordiéndole probablemente la conciencia de haber con sus disparates y con su obstinación sido la causa, ó á lo menos, dado ocasión á aquel motín, venía ahora con el objeto de aquietarle, y á impedir en algún tanto el más terrible é irreparable efecto, é igualmente, á expender bien una popularidad mal adquirida. En los tumultos populares hay siempre un cierto número de hombres que, ó por un ardor de sus pasiones, ó por una persuasión fanática, ó por un designio criminal, ó por un infernal gusto que tiende á la destrucción, se esfuerzan todo lo que pueden para poner las cosas en el peor estado: proponen y apoyan los más atroces proyectos; atizan el fuego cada vez que parece apagarse; nada hay demasiado malo para ellos; querrían que el tumulto no tuviese medida ni fin. Mas como para servir de contrapeso, hay también siempre cierto número de otra clase de hombres que acaso con el mismo ardor y con la misma obstinación se aplican á producir el efecto contrario, unos atraídos por la amistad ó parcialidad hacia las personas amenazadas, otros sin mas impulso que un piadoso y espontáneo horror á la sangre y al crimen, ¡el cielo los bendiga! En cada uno de estos dos partidos opuestos, aun cuando anteriormente no se hayan puesto de acuerdo, la conformidad de las voluntades crea un concierto súbito en las operaciones. Lo que compone en seguida la masa, y casi lo material del tumulto, es una mezcolanza accidental de hombres, que por gradaciones más ó menos indefinidas, tienden á uno ú otro extremo un poco acalorados, un tanto malvados, en cierto modo inclinados á la justicia, según ellos la entienden, deseosos de ver alguna infamia, dispuestos á la ferocidad y á la misericordia, á la execración y á la adoración, según se presenta la ocasión de experimentar plenamente uno ú otro sentimiento, ávidos á cada momento de saber, de creer alguna cosa extraña, ansiosos de gritar, de aplaudir á alguno, ó de quejarse. _Viva_ ó _muera_, son las palabras que pronuncian de mejor gana: si alguno ha logrado persuadirles que cierto individuo no merece ser descuartizado, no hay necesidad de hablar más para convencerles de que es digno de ser llevado en triunfo. Autores, espectadores, instrumentos, obstáculos, todo va según el viento; prontos, igualmente á callarse cuando nadie levanta el grito, á desistir de la empresa, cuando faltan los instigadores, á desbandarse, cuando muchas voces de acuerdo y no contradichas, exclaman: “vámonos”, y al volverse á su casa se preguntan unos á otros: ¿qué ha sido esto? Sin embargo, como en tales ocurrencias dicha masa tiene la mayor fuerza, la puede dar á quien quiera, y cada uno de los dos partidos activos usa de toda su habilidad para atraer al otro, en una palabra, para hacerse dueño; son como dos almas enemigas, que combaten por entrar en aquel gran cuerpo y hacerlo mover: procuran buscar el que sepa esparcir mejor las voces más propias para excitar las pasiones, para dirigir los movimientos á uno ú otro intento; el que sepa encontrar más á propósito las noticias que exciten la indignación ó la atemperen, que revelen las esperanzas ó los temores; el que sepa hallar el grito que repetido de boca en boca exprima, atestigüe, y forme al mismo tiempo el voto de la mayoría por uno ú otro partido. Hemos hecho este largo y pesado discurso para tratar de decir que en la lucha entre los dos partidos que se disputaban el voto de la gente agrupada delante de la casa del vicario, la aparición de Antonio Ferrer dió casi en un momento una gran ventaja al partido de los humanos, el cual estaba manifiestamente debajo, y á poco que hubiese tardado aquel socorro, no hubiera tenido tiempo, fuerza ni motivo de combatir. El hombre era agradable á la multitud á causa de aquella tarifa inventada por él, tan favorable á los compradores, y por su heroica resistencia contra todo razonamiento contrario. Los ánimos, ya propensos, estaban entonces ya más enamorados de la valerosa confianza de un anciano que sin guardias, sin aparato, venía á buscar y á encararse con una multitud irritada y procelosa. Además, la voz de que venía á prender al vicario hacía un efecto admirable; así es que el furor contra este desgraciado se hubiera aumentado de un modo más terrible si hubiese venido á arrostrarlo y si le hubiese querido hacer alguna concesión; pero con la promesa de satisfacción, ó por decir como los milaneses, con el hueso en la boca, aquél se calmaba un poco y daba lugar á los demás sentimientos opuestos que surgían en una gran parte de los ánimos. Los partidarios de la paz, habiendo tomado aliento, secundaban á Ferrer de mil modos: los que se encontraban cerca de él excitaban á cada momento por medio de sus aplausos los del público, y buscaban al propio tiempo el modo de hacer retirar la gente para abrir paso al carruaje; los otros, aplaudiendo, repetían y hacían correr sus palabras, ó las que les parecía que se podían decir mejor, imponiendo silencio á los furiosos obstinados, y volviendo contra éstos la nueva pasión de la móvil asamblea. “¿Quién es el que no quiere que se diga viva Ferrer? ¿Queríais, acaso, que el pan estuviese caro? Son unos bribones los que no quieren una justicia cristiana, y entre ellos los hay que gritan más fuerte que los demás para tratar de que el vicario se escape. ¡Á la cárcel el vicario! ¡Viva Ferrer! ¡Paso á Ferrer!”. El número de los que hablaban así iba cada vez en aumento, á medida que el del partido contrario disminuía sin cesar; de manera, que los primeros llegaron á sobrepujar ya á los que querían arruinarlo todo, hasta el punto de maltratarlos y quitarles los útiles de las manos: éstos temblaban de rabia; al mismo tiempo amenazaban, trataban de reponerse, mas la causa de la sangre estaba perdida; el grito que dominaba era: “¡prisión, justicia, Ferrer!”. Después de una corta lucha, aquéllos fueron vencidos; los otros se apoderaron de la puerta para defenderla contra nuevos asaltos, y preparar la entrada á Ferrer: uno de ellos introduciendo su voz en la casa por una rendija (pues no faltaban), avisó que llegaba socorro, y que tratasen de que el vicario estuviese dispuesto para ir al momento... á la cárcel: ¡hem!, ¿habéis entendido? --¿Es ese Ferrer el que ayuda á hacer las ordenanzas?, preguntó á uno de sus vecinos nuestro Renzo, que se acordó del _vidit Ferrer_ que el doctor había hecho ver á la conclusión de dichas ordenanzas, y que aún resonaba en sus oídos. --Justamente, el gran canciller, se le contestó. --Es un excelente sujeto, ¿no es verdad? --¡Cómo si es excelente! Es él quien había puesto el pan barato, y los otros no han querido, y al presente viene á conducir al vicario á la cárcel, porque no ha obrado conforme á justicia. Es inútil decir que Renzo estuvo súbitamente á favor de Ferrer. Quería ir á su encuentro en derechura: la cosa no era fácil; pero con sus pisadas, sus codazos de rústico, llegó á abrir brecha y á colocarse en la primera fila, justamente al lado mismo del carruaje. Éste había ya penetrado en medio de la multitud, y en aquel momento estaba detenido por uno de esos frecuentes é inevitables escollos producidos siempre en semejantes circunstancias. El viejo Ferrer presentaba ya á una, ya á otra portezuela, un semblante sumamente humilde, muy risueño, en extremo amable; un semblante que había siempre tenido de reserva para cuando se encontraba en presencia de D. Felipe IV; mas él se vió obligado á dispensarlo en esta ocasión. También hablaba; pero el ruido y bullicio de tantas voces, los vivas mismos que le lanzaban, no dejaban entender apenas sus palabras: acompañaba éstas con gestos; tan pronto llevaba la punta de sus dedos unidos sobre sus labios para tomar un beso que sus manos, abriéndose en seguida, distribuían á derecha é izquierda, como para dar gracias de la benevolencia que le manifestaba el público; tan pronto los extendía y los agitaba lentamente fuera de la portezuela con el objeto de pedir un poco de sitio; tan pronto, por fin, los bajaba cortésmente para demandar silencio. Cuando lo había obtenido, los más cercanos oían y repetían sus palabras: pan, abundancia: vengo á administrar justicia; por favor un poco de lugar. Acalorado en seguida, y como sofocado por el ruido de tantas voces, á la vista de tantos rostros inflamados, de tantas miradas fijas sobre él, se echaba un momento hacia atrás, inflaba sus carrillos, arrojaba un gran soplo, y decía entre sí: _¡por mi vida, qué de gente!_[10] --¡Viva Ferrer! No tengáis miedo: sois un hombre excelente. ¡Pan, pan! --Sí; pan, pan, contestaba Ferrer, abundancia; yo os lo prometo, y ponía la mano en su pecho. Un poco de sitio, añadía luego; vengo á prenderlo para darle el castigo que merece; y añadía en voz baja, _es culpable_. Inclinándose después hacia su cochero le decía apresuradamente: _adelante, Pedro, si puedes_. El cochero sonreía también al pueblo con una urbanidad afectuosa, como si hubiese sido un gran personaje; y con una gracia inefable paseaba lentamente la fusta á derecha é izquierda para suplicar á los incómodos vecinos que se estrechasen y se retirasen un poco. “Por favor, decía también; señores, un poco de lugar, un poquito, lo suficiente para poder pasar”. Entretanto los oficiosos, los más activos, se apresuraban á hacer el lugar pedido con tanta gracia. Algunos, delante de los caballos, retiran á la gente con buenas palabras, poniéndoles las manos en el pecho, y empujándoles suavemente: “Vamos, á un lado; un poco de lugar, señores;” otros hacían lo mismo á los dos lados del carruaje para que pudiese pasar sin rozar los pies, ni aplastar los bigotes; accidente, que además del mal que hubiera podido resultar á las personas, habría corrido grandes peligros el aura popular que Ferrer disfrutaba en aquel momento. Renzo, que había permanecido algunos instantes observando aquella respetable ancianidad, un poco turbada por la angustia, atormentada por la fatiga, pero animada por la solicitud, embellecida, por decirlo así, por la esperanza de arrancar á un hombre de las angustias mortales; Renzo, repito, echó á un lado la idea de retirarse, resolvió ayudar á Ferrer, y no abandonarlo hasta que hubiese logrado su intento. En efecto, dicho y hecho: se puso con los demás á tratar de abrir paso, y ciertamente no era de los menos activos. El paso se abrió: “avanzad, avanzad”, decían algunos al cochero retirándose, ó yendo á abrir más camino. “_Adelante; presto, con juicio_”, le dijo también el amo, y el carruaje se puso en movimiento. En medio de los saludos que le prodiga el público en masa, Ferrer devolvía otros de agradecimiento con una sonrisa de inteligencia á aquéllos que veía eran dirigidos á él; más de una de dichas sonrisas tocó á Renzo, que á la verdad lo merecía bien, porque en aquel día servía mejor al gran canciller que hubiera podido hacerlo el mejor de sus secretarios. El joven aldeano, envanecido con aquellas muestras de deferencia, creía que se había ya hecho casi amigo de Antonio Ferrer. Una vez puesto en movimiento el carruaje, prosiguió su camino con más ó menos lentitud, y no sin algunas paraditas. El tránsito no llegaba casi á un tiro de arcabuz; pero atendiendo el tiempo que se empleaba, hubiera podido parecer un viajecillo aun al que no hubiese tenido la santa prisa de Ferrer. La gente se rebullía por delante y por detrás, á derecha é izquierda del carruaje, como los delfines alrededor de una nave que avanza en lo más fuerte de una borrasca. El estrépito era más agudo, más discordante y más atronador que el de la tempestad. Ferrer, mirando ya á un lado, ya á otro, agitándose y gesticulando á la vez, trataba de oir algo, para acomodar las respuestas á la necesidad; quería, para hacerlo mejor, entablar un pequeño diálogo con aquella reunión de amigos; pero la cosa era difícil, la más dificultosa acaso que se le había presentado con tantos años que llevaba de gran canciller. Sin embargo, de cuando en cuando alguna palabra, alguna frase también repetida por la asamblea á su paso, se dejaba oir como el estrépito de un gran cohete domina el ruido confuso de un fuego artificial. Él, ya procurando responder de un modo satisfactorio á dichos gritos, ya diciendo á buena cuenta las palabras que sabía debían tener más aceptación, ó que cierta necesidad parecía demandar de súbito, les habló todo el camino del modo siguiente: “Sí, señores; pan, abundancia: lo conduciré á la cárcel; será castigado... _si es culpable_. Sí, sí, yo lo mandaré, el pan se dará barato. Así es... cosi è, voglio dire: il re nostro signore non vuole che codesti fidelessimi vassalli patiscan la fame[11]. _¡Ox, ox! guardaos_: non si facciano male, signori[12]. _Pedro, adelante; con juicio_. Abbondanza, abbondanza. Un po’ di luogo per caritá. Pane, pane. In prigione, in prigione. ¿Cosa[13]?”, preguntó en seguida á uno que había echado la mitad de su cuerpo hacia la portezuela para darle á grandes voces un consejo, una súplica, un aplauso, ó lo que fuese. Pero este individuo, sin poder entender el ¿qué es esto? había sido tirado bruscamente hacia atrás por otro que lo veía á punto de ser aplastado por una rueda. Con estas preguntas y respuestas, entre las incesantes aclamaciones, entre alguno que otro grito de oposición que se dejaba oir por alguno que otro lado, pero que al instante era sofocado, he aquí que llegó Ferrer al fin á la casa, por obra, principalmente, de aquellos buenos auxiliares. Los otros, que como hemos dicho ya, estaban allí con las mismas buenas intenciones, habían entretanto trabajado en hacer y abrir un poco de paso. Súplicas, exhortaciones, amenazas, todo lo habían empleado; se apresuran, corren por todas partes con ese acrecentamiento de ardor y de fuerza que presta siempre el ver cerca el fin deseado. Habían llegado á dividir la multitud y hacer retroceder las dos filas, aunque entre la puerta y el carruaje que se paró delante se veía un pequeño espacio vacío. Renzo, que iba unas veces de descubierta, otras de escolta, había llegado con el carruaje hasta colocarse en una de aquellas dos hileras de oficiosos, que hacían al mismo tiempo sitio al carruaje, y servían de diques á las dos oleadas terribles de pueblo. Ayudando á sostener una de ellas con sus poderosas espaldas, se encontró magníficamente colocado para poderlo ver todo. Ferrer respiró cuando vió la plazuela libre y la puerta aún cerrada: cerrada, que quiere decir no abierta. Por lo demás, los goznes estaban casi desprendidos de sus marcos; los cuarterones de la puerta rotos, destrozados, hundidos y partidos por la mitad, dejaban ver por medio de una ancha brecha un pedazo de cadena torcido, forzado y casi arrancado que, por decirlo así, los sostenía unidos á todos ellos. Un buen hombre se había puesto en aquel boquete á gritar que abriesen; otro acudió á abrir también apresuradamente la portezuela del carruaje; el anciano sacó la cabeza fuera, se levantó, y apoyando la mano derecha en el brazo de aquel digno hombre, salió poniendo el pie sobre el banquillo. La multitud de una parte y de otra se levanta de puntillas para ver: mil figuras, mil barbas en el aire: la curiosidad y la atención general hacen nacer un momento de silencio. Ferrer, deteniéndose en aquel instante sobre el banquillo, dió una ojeada alrededor, saludó inclinándose al pueblo, y colocando su mano izquierda en el pecho, como si estuviese en un púlpito, gritó: “pan y justicia;” y revestido de su toga, levantada la cabeza, con segura marcha bajó á través de las aclamaciones que se elevaban hasta las estrellas. En el ínterin, las gentes de la casa habían abierto, ó más bien habían acabado de abrir arrancando la cadena juntamente con los anillos vacilantes, ensanchando la brecha apenas lo suficiente para que pudiese entrar el muy deseado huésped. “Presto, presto, decía él; abrid bien para que yo pueda entrar; y vosotros, buenas gentes, contened al pueblo y no le dejéis venir tras de mí... ¡por el amor del cielo! Por de pronto abrid paso al instante... ¡eh!, ¡eh!, señores, un momento; decía después á los de adentro: despacio con esa puerta, dejadme pasar. ¡Eh!, ¡mis costillas!, os recomiendo mis costillas; cerrar ahora: no, ¡eh!, ¡eh!, ¡la toga! ¡la toga!”. Ésta hubiera quedado presa entre las junturas de la puerta, si Ferrer no hubiese retirado con mucha desenvoltura la cola, la cual se asemejaba á la de una serpiente que perseguida se oculta en seguida en un agujero. Cerradas las puertas como pudieron, fueron además apuntaladas del mejor modo posible. Los de fuera que se habían constituido en guardianes de Ferrer, trabajaban con las espaldas, con los brazos y la voz, en mantener la plaza desocupada, rogando de todo corazón á Dios que aquél despachase presto. --Presto, presto, decía también Ferrer dentro de la casa, bajo el pórtico, á los servidores que se habían colocado á su alrededor desalentados y gritando: “¡Bendito seáis! ¡oh excelencia! ¡oh excelencia!”. --Presto, presto, repetía Ferrer; ¿dónde está ese bendito hombre? El vicario bajaba la escalera, medio arrastrado, medio llevado por los demás criados, pálido como la cera. Cuando vió á su salvador, lanzó un gran suspiro; volvióle el pulso, acudió un poco de vida á sus piernas, un poco de color sobre sus mejillas, y corrió como pudo hacia Ferrer, diciendo: “Estoy en las manos de Dios y de vuestra excelencia. ¡Mas cómo salir de aquí! Estamos rodeados por todas partes de gentes que quieren mi muerte”. --_Venga vd. conmigo_ y tenga ánimo. Mi carruaje está fuera; presto, presto. Lo coge de la mano y lo conduce hacia la puerta, inspirándole valor; mas en su interior iba diciendo: _¡Aquí está el busilis! ¡Dios nos valga!_ Ábrese la puerta; Ferrer sale el primero, el otro le sigue sumamente encogido, aferrado, pegado á aquella toga protectora, como un niño pequeño á la saya de su madre. Los que habían mantenido el sitio libre levantan de pronto las manos, agitan sus sombreros, forman en algún modo una nube, una pantalla, para sustraer al vicario de la vista peligrosa de la multitud; éste entra el primero en el carruaje, y se oculta en un rincón. Ferrer sube en seguida; las portezuelas se cierran herméticamente. La muchedumbre entrevé, sabe, adivina lo que ha sucedido, y deja escapar un alarido confuso de imprecaciones y aplausos. La parte de camino que restaba parecía ser la más difícil y peligrosa; pero el voto público, para dejar ir al vicario á la cárcel, se había manifestado lo bastante, y durante la detención del carruaje, muchos de los que habían favorecido la llegada de Ferrer, se habían todavía aplicado más en preparar y mantener un camino abierto en medio de la multitud; por lo tanto, el carruaje pudo esta segunda vez ir con un poco más de celeridad y sin intervalo ninguno. Á medida que avanzaba, las dos filas de la muchedumbre formadas en ambos lados, se confundían y se mezclaban juntamente detrás de aquél. Apenas sentados, Ferrer se había inclinado para advertir al vicario que se mantuviese bien arrinconado en el fondo, y que no se dejase ver por el amor del cielo, mas el aviso era inútil. El gran canciller al contrario, debía mostrarse para ocupar y atraer sobre sí toda la atención pública. Y por todo este segundo tránsito, como durante el primero, hizo al inconsecuente auditorio un discurso el más constante y al mismo tiempo inconexo en su sentido que se haya oído jamás interrumpiéndolo, sin embargo, de cuando en cuando por alguna palabrita española que deslizaba apresuradamente acercándose al oído de su invisible compañero. Sí, señores, pan y justicia; al castillo, á la cárcel bajo mi custodia. Gracias, gracias, mil gracias. ¡No, no, no escapará! _Por ablandarlos._ Esto es muy justo, se examinará, se verá. Yo también os quiero mucho. ¡Un castigo severo! _Esto se lo digo por su bien._ Una _meta_[14] justa, una _meta_ moderada, y castigos para los monopolistas. Por favor, apartaos un poco. Sí, sí, yo soy un excelente hombre, amigo del pueblo. Será castigado; es cierto, es un bribón, un malvado. _Perdone usted._ Lo pasará mal, lo pasará mal... _si es culpable_. Sí, sí, ya arreglaremos á los panaderos. ¡Viva el rey y los buenos milaneses, sus fidelísimos vasallos! Está fresco, está fresco. _Ánimo, estamos ya casi fuera._ En efecto, habían atravesado la mayor parte de la multitud, y estaban ya á punto de salir del todo al camino despejado. En esto Ferrer, que empezaba á dar un poco de reposo á sus pulmones, vió el socorro de Pisa, esto es, sus soldados españoles, los cuales, á pesar de todo, al fin no habían sido inútiles, pues que sostenidos y dirigidos por algunos ciudadanos, habían contribuido á hacer retirar alguna gente y á tener el paso libre á la última salida. Cuando llegó el carruaje se formaron en batalla, y presentaron las armas al gran canciller, el cual saludó también á derecha é izquierda; y al oficial que se le acercó á cumplimentarle le dijo, haciendo un gesto con la mano derecha: _beso á usted las manos_, palabras que dicho oficial comprendió por lo que realmente querían decir: ¡me habéis prestado un buen auxilio! En contestación hizo otro saludo y se encogió de hombros. Verdaderamente éste era el caso de poder decir _cedant arma togæ_; pero Ferrer no tenía en aquel momento la cabeza para citas, y además hubieran sido palabras arrojadas al aire, porque el oficial no entendía el latín. Pedro, al pasar por entre aquellas dos filas de migueletes, por entre sus mosquetes tan respetuosamente levantados, sintió renacer en su alma su antiguo valor. Recobróse repentinamente de su aturdimiento, se acordó de quién era y á quién conducía, y gritando: ¡Ohe, ohe! sin añadir otras ceremonias para la gente, en adelante bastante escasa para ser tratada así, y dando latigazos á los caballos, los hizo galopar hacia el castillo. --Levántese, levántese; estamos ya fuera, dijo Ferrer al vicario, el cual asegurado por no oir ya gritos y por el rápido movimiento del carruaje, y por aquellas palabras, salió de su rincón, se levantó, y recobrando su voz, empezó á dar mil y mil millones de gracias á su libertador. Éste, después de haberse condolido con él del peligro, y regocijado de su libertad: “¡Ah, exclamó, golpeando con una mano su gran calva, _qué dirá de esto su excelencia_, que está ya casi loco con ese maldito _Casale_, que no quiere rendirse! ¡_Qué dirá el conde-duque_, que se alarma si una hoja hace más ruido que de ordinario! ¡_Qué dirá el rey nuestro señor_, que no dejará de tener noticias de tan gran fracaso! ¿Y después, se habrá esto concluido? _¡Dios lo sabe!_”. --¡Ah! lo que es yo no quiero mezclarme más, decía el vicario; me lavo las manos: resigno mi cargo en vuestra excelencia, y me voy á vivir á una gruta sobre un monte, á hacerme ermitaño, lejos, muy lejos de esa gente feroz. --_Usted_ hará lo que será más conveniente al _servicio de S. M._, respondió gravemente el gran canciller. --S. M. no querrá mi muerte, replicó el vicario: á una gruta; lejos de esa canalla. Nuestro autor no dice lo que sucedió tocante á dicho proyecto; porque después de haber acompañado al pobre hombre al castillo, no hace ninguna mención más de él. NOTAS: [10] Es preciso que el lector advierta que todas las palabras subrayadas puestas en boca de Antonio Ferrer son textuales, pues ya sabemos que era español. [11] Así es; quiero decir, el rey nuestro señor no quiere que éstos sus fidelísimos vasallos sufran hambre. [12] No se os haga daño, señores. [13] Abundancia, abundancia. Un poco de sitio por caridad. Pan, pan. ¡Á la cárcel, á la cárcel! ¿Qué es esto? [14] Tarifa. CAPÍTULO DECIMOCUARTO La muchedumbre que había quedado detrás empezó á dispersarse, á desparramarse á derecha é izquierda, por ésta y por aquella calle. El uno se dirigía á su casa para acudir á sus negocios; el otro se alejaba para respirar un poco á sus anchas, después de tantas horas de apretones; y otro, en fin, iba en busca de amigos, con el objeto de charlar un poco sobre los acontecimientos del día. El otro extremo de la calle se aclaraba también: la gente había ido desocupando lo suficiente aquel sitio, para que el destacamento de soldados españoles pudiese, sin tener que combatir, avanzar y colocarse en la casa del vicario. Delante de ésta estaban reunidos aún los fautores, por decirlo así, del tumulto; éstos eran una cuadrilla de bribones, que descontentos de una conclusión tan fría y tan imperfecta, después de tan grande aparato, unos murmuraban, otros blasfemaban, y parte de ellos se habían puesto á consultar el modo de poder intentar todavía algo; y como para probar, se dirigían á asaltar y sacudir aquella pobre puerta, que había sido apuntalada de nuevo lo mejor posible. Á la llegada del destacamento, dichas gentes, con unánime resolución y sin detenerse en consultar, se pusieron en marcha hacia el lado opuesto, dejando el sitio libre á los soldados, que se apoderaron de él y se apostaron para guardar la casa y la calle. Pero todas las calles de los alrededores estaban sembradas de grupos: en donde se habían parado dos ó tres personas, se detenían otras tres, cuatro, veinte; algunos se separaban y se reunían á otros grupos mayores: se asemejaban á aquellas pequeñas nubes que á veces permanecen esparcidas y flotan en el azulado espacio después de una tempestad, y hacen decir al que levanta la vista hacia ellas: el tiempo no está muy sentado. Imaginaos, pues, qué Babilonia de conversaciones: éste, refería con énfasis los accidentes particulares de que había sido testigo; aquél lo que él mismo había hecho. Uno se regocijaba de que la cosa hubiese concluido bien y alababa á Ferrer, y pronosticaba grandes desgracias al vicario; quien, mofándose, decía: no tengáis miedo, que no le colgarán; los lobos no se muerden unos á otros; quien, finalmente, decía murmurando y colérico, que las cosas no se habían hecho bien, que era un engaño, que había sido una locura el hacer tanto ruido, para dejarse después burlar de aquel modo. Entretanto el sol se encaminaba al ocaso; los objetos iban volviéndose todos de un mismo color; y muchas gentes, fatigadas de la jornada y fastidiadas de hablar en la oscuridad, se volvían á casa. Nuestro joven, después de haber ayudado el paso de la carroza hasta el sitio en que había tenido necesidad de ayuda, después de haberla seguido y pasado entre las filas de soldados como en triunfo, se alegró cuando la vió correr libremente y fuera de todo peligro. Siguió un momento su camino en compañía de la multitud, y salió de en medio de ésta á la primera bocacalle que se le presentó, para respirar también con un poco más de libertad. Apenas hubo dado algunos pasos en medio de la agitación de tantos sentimientos, de tantas imágenes recientes y confusas, experimentó un gran deseo de comer y reposar. Empezó á levantar su vista por todas partes, buscando una muestra de hostería, ya que era demasiado tarde para encaminarse al convento de capuchinos. Así, andando con la cabeza levantada, se encontró de manos á boca al lado de un grupo, y habiéndose parado, oye que discurrían acerca de conjeturas, de proyectos, para el día siguiente. Después de haber permanecido un momento escuchando, no pudo dejar de manifestar también su parecer, calculando que podía, sin presunción, proponer alguna cosa el que tanto había hecho. Persuadido por todo lo que había visto en aquel día, que en adelante para llevar á efecto cualquier proyecto, bastaba que cayese en gracia á los que discurrían por las calles: “Señores, gritó en tono de exordio, ¿puedo yo decir también mi humilde parecer? El mío es el siguiente: no es únicamente en el negocio del pan con el cual se cometen bribonadas; y pues que hoy se ha visto claramente, que en haciéndose oir se obtiene justicia, es necesario marchar adelante de este modo, á fin de que se ponga remedio á todas las demás maldades, y hasta que el mundo vaya un poco más cristianamente. ¿No es verdad, señores, que hay una cuadrilla de tiranos que cumplen justamente al revés los diez mandamientos de la ley de Dios, y vienen á buscar á la gente pacífica que no piensa en ellos, para hacerles toda especie de daños, y al fin y al cabo, tienen siempre razón? ¿Y aun cuando han cometido una maldad mayor que la de ordinario, andan con más orgullo de lo que les convendría tener? Aun aquí, en Milán, debe haber algunos”. --Demasiados, dijo una voz. --Ya lo decía yo, repuso Renzo; tales historias llegan hasta nosotros, y después la cosa misma lo dice. Supongamos, por ejemplo, que cualquiera de los que yo quiero decir esté un poco en el campo y otro poco en Milán; si es un diablo allí, me parece que no deberá ser un ángel aquí; y si no, ¡decidme, señores, si habéis visto uno de ésos con el aire á lo Ferrer! Y lo que es peor aún, que hay ordenanzas impresas para castigarlos, y no como quiera, sino hechas completamente bien, tanto que no se podrían encontrar mejores; en ellas se designan claramente las bribonadas como son en sí, y cada una tiene su buen castigo; y allí dice: sea quien sea, villano ó plebeyo, y qué sé yo qué más. Ahora, id á decir á los doctores, escribas y fariseos que os hagan justicia según canta la ordenanza: os escuchan como el papa á los bribones; ¡es cosa de hacer perder el juicio á cualquier hombre de bien! Se ve, pues, claramente que el rey y los que mandan quisieran que los bribones fuesen castigados; pero no se adelanta nada, porque aquí hay una liga. Es, pues, preciso romperla; es necesario ir mañana á ver á Ferrer, el cual es un excelente sujeto, un señor completo: hoy se ha podido ver cuán satisfecho estaba de hallarse entre los pobres; cómo trataba de oir lo que se decía, y con qué afabilidad contestaba! Es indispensable ir á casa de Ferrer, y decirle cómo van las cosas, y yo por mi parte se las puedo contar muy buenas; yo mismo, que he visto una ordenanza con tantas armas encima, y hecha por tres de los que pueden, cada uno de los cuales tenía estampado perfectamente su nombre debajo de ella; y uno de estos nombres era Ferrer, visto por mí, repito, con mis propios ojos. Así, pues, dicha ordenanza me daba justamente la razón; en consecuencia fuí á ver á un doctor para decirle que procurase el que se me hiciese justicia, conforme á la intención de aquellos tres señores, entre los cuales estaba también Ferrer; pero ¡ah! lo que es digno de notarse, que para el expresado señor doctor que me había manifestado él mismo la ordenanza, parecía que yo le hablase como un loco. Estoy seguro que cuando ese excelente anciano oiga tan buenas cosas, porque no puede saberlas todas, especialmente las de fuera, no querrá que el mundo vaya así, y pondrá un buen remedio; y luego como ellos hacen las ordenanzas, deben tener deseos de que se obedezcan, pues de lo contrario es un desprecio, un epitafio á su nombre el no hacer ningún caso. Y si los prepotentes no quieren bajar la cabeza, y le vuelven loco, nosotros estamos aquí para ayudarle, según hemos hecho hoy. No quiero decir que tenga que ir dando vueltas en su carruaje para atrapar y enjaular en ella á todos los bribones, _prepotentes_ y tiranos; ¡ja ja! para esto sería preciso el arca de Noé. Es indispensable que mande á aquéllos á quienes corresponda, no sólo en Milán, sino en todas partes; que hagan cumplir las cosas según previenen las ordenanzas, entablando un buen proceso á todos los que han cometido las referidas necedades; y en donde dice prisión, prisión; debe decir galeras, galeras; intimando á los podestás que hagan su deber, y de no, mandarlos á paseo, y poner otros mejores; y luego, repito, nosotros estaremos aquí para darle la mano: ordenando también á los doctores que escuchen á los pobres y defiendan su derecho. ¿Digo bien, señores? Renzo había hablado tan de corazón, que desde que empezó su exordio, una gran parte de los que estaban reunidos habían suspendido todo otro discurso; se habían vuelto hacia él, y hasta cierto punto todos se habían convertido en oyentes suyos. Un confuso clamoreo de aplausos, de “_bravo_; seguramente tiene razón; es demasiado cierto”, fué como la respuesta á su arenga. Sin embargo, no faltaron críticos. “¡Eh! sí, decía uno, dad oídos á esos campesinos; todos ellos son abogados”, y se iba. “Ahora, murmuraba otro, cualquier descamisado querrá decir la suya, y con esta rabia de meter la carne al fuego, no se pondrá el pan barato; ésta es, por tanto, la causa por la cual nos hemos puesto en movimiento”. Con todo, Renzo no oyó más que los cumplimientos: quien le cogía una mano, quien le cogía la otra.--Hasta la vista; hasta mañana.--¿Dónde?--En la plaza de la Catedral.--Está bien.--¿Y se hará algo?--Se hará. --¿Quién de estos buenos señores querrá enseñarme una hostería, para comer un bocado y dormir como un buen muchacho? dijo Renzo. --Aquí me tenéis dispuesto á serviros, excelente joven, dijo uno que había escuchado atentamente el sermón, y aún no había desplegado sus labios. Justamente sé una hostería que os hará al caso, y os recomendaré al dueño, que es amigo mío y muy hombre de bien. --¿Aquí cerca? preguntó Renzo. “Poco distante”, respondió aquél. La reunión se dispersó; y Renzo, después de muchos apretones de manos desconocidas, echó á andar con el incógnito, dándole gracias por su cortesía. --¿De qué? decía aquél: una mano lava la otra, y ambas la cara. ¿No estamos, por ventura, obligados á servir al prójimo? Y á medida que iban andando, hacía á Renzo, como quien no quiere la cosa, ya una pregunta, ya otra.--Esto no es por saber vuestras cosas, sino porque me parece que estáis muy cansado: ¿de qué pueblo venís? --Vengo, contestó Renzo, desde... desde Lecco. --¿Desde Lecco? ¿sois de Lecco? --De Lecco... es decir, del territorio. --¡Pobre joven! Por todo lo que he podido entender de vuestras palabras, me parece que os han hecho cosas muy grandes. --¡Eh, mi caro y digno amigo! He debido hablar con un poco de discreción para no decir en público mis negocios; mas... basta, algún día se sabrá, y entonces... Pero allí veo una muestra de hostería, y á fe mía no tengo ganas de ir más lejos. --¡No, no: venid adonde os he dicho; falta poco! dijo el guía; aquí no estaréis bien. --¡Oh, sí! repuso el joven, no soy un señorito acostumbrado á estar dentro de un escaparate: un pedazo de cualquier cosa que me den para refrigerar el estómago y un poco de paja, me bastan: lo que yo deseo es encontrar pronto una cosa y otra. Dios os guarde. Y entró por una gran puerta, sobre la cual campeaba la muestra de la _luna llena_. --Está bien: os acompañaré, ya que así lo queréis, dijo el desconocido, y le siguió. --Sentiría que os incomodarais más, repuso Renzo; sin embargo, añadió, hacedme el gusto de venir á beber una copa conmigo. --Aceptaré el favor que me dispensáis, contestó aquél, y se encaminó, como más práctico de aquel paraje, delante de Renzo, por un patiecillo; se acercó á la puerta que daba á la cocina, levantó el picaporte, abrió y entró con su compañero. Dos candiles pendientes de dos estacas clavadas al través de las vigas del techo, esparcían una opaca luz. Mucha gente no ociosa, estaba sentada sobre dos bancos colocados á un lado y á otro de una larga y estrecha mesa que ocupaba casi toda una parte de la habitación; por intervalos se veían manteles y platos; de cuando en cuando naipes vueltos y volver, dados echados y recogidos; por todas partes botellas y vasos. Veíanse también correr sobre la mesa _berlinghe_ reales y _parpagliole_, que si hubiesen podido hablar, habrían dicho, probablemente: “esta mañana estábamos en el cajón de algún panadero ó en los bolsillos de algunos espectadores del tumulto, que enteramente ocupados en ver cómo irían los negocios públicos, olvidaban vigilar los suyos particulares”. El estrépito era grande: un muchacho no hacía otra cosa más que ir y venir, todo azorado, para servir á un tiempo la mesa grande y las pequeñas; el dueño de la hostería estaba sentado bajo la campana de la chimenea, ocupado en la apariencia en hacer y deshacer con las tenazas ciertas figuras en la ceniza, pero en realidad muy atento á todo lo que pasaba en torno de sí. Al ruido del picaporte se levantó y se dirigió al encuentro de los recién venidos. Cuando hubo visto al guía, “¡maldito seas!, dijo interiormente; ¡que hayas de venir siempre á atravesarte cuando menos quisiera!”. Después, lanzando apresuradamente una mirada á Renzo, pensó aun: “no te conozco; pero viniendo con tal cazador, serás ó perro ó liebre: cuando hayas pronunciado sólo dos palabras, sabré á qué atenerme”. Sin embargo, ninguna de aquellas reflexiones se traslucía en el semblante del posadero, el cual, estaba inmóvil como un retrato: su cara era llena y reluciente, con una barba espesa y rojiza, y dos ojillos claros y fijos. --¿Qué mandan estos señores? dijo en alta voz. --Primeramente una gran botella de vino bueno, dijo Renzo, y después alguna cosilla que comer. Así diciendo se fué á sentar en un banco, á uno de los extremos de la mesa, y arrojó un sonoro y prolongado ¡ah! como si hubiese querido decir: ¡qué bueno es un pedacito de banco después de haber estado tanto tiempo en pie y de negocios! Pero de pronto le vino á la imaginación aquel banco y aquella mesa, en el cual se había sentado la última vez con Lucía y con Inés, y lanzó un suspiro. En seguida sacudió la cabeza como para desechar aquel pensamiento, y vió venir al posadero con el vino. El compañero se había sentado enfrente de Renzo; éste le echó de beber al momento, diciendo: “para remojar los labios”; y habiendo llenado el otro vaso, lo apuró de un sorbo. --¿Qué me vais á dar de comer? dijo en seguida al huésped. --Un excelente plato de estofado: ¿os gusta? dijo éste. --Sí señor; ¡magnífico! Id por él. --Seréis servido, dijo el huésped á Renzo; y volviéndose al mozo continuó: servid á este forastero. Mas... replicó al instante, dirigiéndose de nuevo hacia Renzo; mas pan, hoy no tengo. --¡Pan! dijo Renzo en alta voz y riendo, la Providencia ya ha pensado en él. Sacó el tercero y último de los panes que había recogido bajo la cruz de S. Dionisio, y lo levantó gritando: He aquí el pan de la Providencia. Á dicha exclamación muchos se volvieron, y viendo aquel trofeo en el aire, uno de ellos gritó: “¡Viva el pan barato!”. --¡Barato! dijo Renzo, _gratis et amore_. --Esto es aún mejor, mucho mejor. --Pero, añadió en seguida, no quisiera que estos señores pensaran mal de mí: no es que yo lo haya, como se suele decir, arañado: lo he hallado en el suelo; y si pudiese encontrar todavía á su dueño, estoy pronto á pagárselo. --¡Bravo, bravo! exclamaron los compañeros riéndose fuertemente, á ninguno de los cuales se le pasó por la imaginación que aquellas palabras fuesen dichas de veras. --Creéis que me chanceo, mas es realmente así, dijo Renzo á su guía; y haciendo dar vueltas al pan en sus manos, añadió: mirad cómo lo han arreglado; parece una torta; mas éstos no eran del prójimo; si hubiesen sido hallados por aquellos que tienen la dentadura un poco delicada, hubieran estado frescos. Y súbitamente, habiendo devorado tres ó cuatro pedazos de dicho pan, los remojó con un segundo vaso de vino, y añadió: este pan, por sí solo no quiere pasar; nunca he tenido la garganta tan seca: ¡ya se ve, si he gritado tanto! --Preparad una buena cama para este joven, dijo el guía; porque tiene intención de dormir aquí. --¿Queréis dormir aquí? preguntó el huésped á Renzo, acercándose á la mesa. --Seguramente, contestó Renzo, una cama cualquiera que sea; basta que las sábanas sean limpias, pues aunque soy un infeliz muchacho, estoy acostumbrado á la policía[15]. --¡Oh! en cuanto á esto... dijo el huésped, dirigiéndose al armario que estaba en un rincón de la cocina, y volviendo con un tintero y un pedazo de papel blanco en una mano y una pluma en la otra. --¿Qué quiere decir esto? exclamó Renzo, tragando un pedazo de carne estofada que el mozo le había puesto delante; y sonriéndose luego con aire admirado añadió: ¿es la sábana limpia esto? El huésped, sin contestar, puso sobre la mesa el tintero y el papel, apoyó después sobre la misma el codo derecho y el brazo izquierdo, y con la pluma en la mano y el rostro vuelto hacia Renzo, le dijo: hacedme el favor de decir vuestro nombre, apellido y naturaleza. --¿Qué es esto? replicó Renzo, ¿qué tienen que ver esas historias con la cama? --Cumplo con mi deber, dijo el posadero, mirando al guía: nosotros estamos obligados á dar parte de todas las personas que vienen á alojarse á nuestras casas: _nombre y apellido, y de qué nación sea, á qué negocio viene, si tiene armas consigo... cuánto tiempo ha de permanecer en esta ciudad_... son las palabras textuales de la ordenanza. Antes de contestar, Renzo se echó al coleto otro vaso; era el tercero, y dentro de poco, temo que perderemos la cuenta. Después dijo: “¡Ah, ah! ¡tenéis la ordenanza! yo me precio de ser doctor en leyes, y sé el caso que se hace de las ordenanzas”. --Hablo de veras, repuso el dueño de la hostería, mirando siempre al mudo compañero de Renzo; y encaminándose de nuevo al armario, tiró de un cajoncito, y sacó un gran papel envuelto, un ejemplar justamente de la ordenanza, el que fué á desplegarlo á la vista de Renzo. --¡Ah! he aquí, exclamó éste, alzando con una mano el vaso lleno de nuevo, apurándole de un trago, y extendiendo en seguida la otra señalando con el índice la ordenanza desenrollada. He aquí esta bella hoja de misal; me alegro muchísimo, conozco bien las armas; sé lo que quiere decir esta figura de pagano con la cadena al cuello. (Al encabezamiento de las ordenanzas se ponían entonces las armas del gobernador, y en las de D. Gonzalo Fernández de Córdoba, se destacaba un rey moro encadenado por la garganta). Dicha figura significa: mande quien pueda, y obedezca quien quiera. Cuando esta figura haya enviado á galeras al señor don... basta; yo me lo sé, como dice en otro papelucho compañero de éste; cuando haya hecho de manera que un joven honrado pueda desposarse con una muchacha también honrada, que lo quiere libremente y de buen grado, entonces le diré mi nombre á esa figura, y además en pago le daré un beso. Puedo tener poderosas razones para callar mi nombre. ¡Estaría bueno! Y si un malvado que tuviera bajo sus órdenes á una cuadrilla de bribones... porque... si estuviera solo; aquí concluye la frase con un gesto. Si un malvado quisiese saber en dónde estoy para jugarme una mala pasada, pregunto yo, ¿si esta figura se movería para ayudarme? ¿Tengo por ventura que dar parte de mis cosas? ¡Ésta sí que es nueva! Supongamos que he venido á confesarme á Milán; pero quiero que me confiese luego un padre capuchino y no un posadero. Éste seguía mirando al guía, el cual no hacía ninguna especie de demostración. Renzo, disgustado, apuró otro vaso, y prosiguió: “Te daré una razón, mi caro huésped, que te convencerá. Si las ordenanzas que hablan bien en favor de los buenos cristianos no valen nada, mucho menos deben valer las que hablan mal. Quítame, pues, de delante todos estos enredos, y traedme en su lugar otra botella, pues que ésta da ya las últimas boqueadas”. Así, diciendo, la golpeó ligeramente con los nudillos, y añadió: escucha, huésped, escucha cómo suena. Renzo se había vuelto á atraer poco á poco la atención de los que estaban á su alrededor, y otra vez fué aplaudido también por su auditorio. --¿Qué debo hacer? dijo el huésped, mirando al desconocido que no era tal para él. --¡Vamos, vamos! gritaron muchos de los compañeros: este joven tiene razón; todo son vejaciones, fraudes é impedimentos: desde ahora, leyes nuevas, leyes nuevas. En medio de aquellos gritos, el desconocido, lanzando al huésped una mirada de reconvención, por su pregunta demasiado manifiesta, dijo: “Dejadle un poco obrar á su modo; no mováis escándalo”. --He cumplido con mi deber, repuso el huésped en alta voz, y después interiormente: ahora ya estoy á cubierto. Y tomó el papel, la pluma, el tintero, la ordenanza y la botella vacía para dársela al mozo. --Trae del mismo, dijo Renzo, que lo encuentro excelente, y lo enviaremos á dormir como el otro sin preguntarle nombre y apellido, ni de qué país es, ni lo que viene á hacer aquí, ni si ha de estar poco ó mucho en esta ciudad. --Del mismo, dijo el huésped al mozo, dándole la botella, y volvió á sentarse bajo la campana de la chimenea. No es otra cosa más que una liebre, pensaba éste, enredando siempre con la ceniza; ¡y en qué manos has ido á caer, pedazo de asno! Si quieres ahogarte, ahógate; mas el dueño de la _Luna llena_ no debe ir á meterse en medio por tus locuras. Renzo dió las gracias á su guía y á todos los que habían sido de su partido. “¡Excelentes amigos! exclamó: ahora deseo que los hombres de bien se den la mano y se sostengan”. En seguida, pegando con la palma de la mano sobre la mesa, y colocándose de nuevo en actitud de predicador, “¡qué cosa tan particular! exclamó, que todos aquellos que conducen los negocios del mundo quieren hacer entrar en todo y por todo el papel, la pluma y el tintero! ¡siempre la pluma en el aire! ¡Qué manía tienen esos señores de servirse de la pluma!”. --¡Eh! excelente forastero, ¿queréis saber la razón? dijo riendo uno de los jugadores que ganaba. --Veamos, repuso Renzo. --La razón es, que como esos señores comen gansos, se encuentran con tantas y tantas plumas, que es indispensable hagan de ellas alguna cosa. Todos se echaron á reir, á excepción del compañero que perdía. --¡Oh, oh! dijo Renzo; ¡aquél es un poeta! ¡También tenéis aquí poetas! ¡en el día nacen por todas partes! Yo también tengo una vena, y algunas veces digo algunas bellas... pero cuando las cosas van bien. Para comprender este chiste del pobre Renzo, es preciso saber que á los ojos del vulgo de Milán, y sobre todo á los de sus alrededores, la palabra _poeta_ no significaba ya entonces, como para todos los hombres ilustrados, un ingenio sublime, un habitante del Pindo, un discípulo de las musas, sino al contrario, un cerebro extravagante y lunático, que en sus palabras tenía más de picante y de singular, que de razonable. ¡De tal modo los que echan á perder al vulgo, se han atrevido á violentar las palabras y hacerle decir las cosas más lejanas de su legítimo significado! Pues yo pregunto: ¿qué tiene de común la palabra _poeta_ con el cerebro lunático? --Mas yo diré la verdadera razón, añadió Renzo; es porque la pluma la tienen ellos; y así las palabras que dicen, vuelan al instante y desaparecen; por el contrario, están muy atentos á los menores dichos de un pobre muchacho; y pronto, pronto los enfilan con aquella pluma y los clavan sobre el papel, para servirse de ellos á su debido lugar y tiempo. Tienen, además, también otra malicia: cuando quieren confundir á un infeliz joven que no sabe leer, pero que tiene un poco de... yo me entiendo perfectamente... y para hacerse comprender se pegaba en la frente con el extremo del índice; y cuando conocen que él empieza á entender el enredo, zas, meten en la conversación algunas palabras en latín, para hacerle perder el hilo y embrollarle la cabeza. ¡Basta! Es indispensable que desaparezca dicha costumbre. Hoy, á buena cuenta, se ha hecho todo vulgarmente, sin papel, pluma ni tintero: mañana, si el pueblo sabe gobernarse, se hará mejor aún, sin tocar un cabello á ninguno, y todo con justicia. Entretanto algunos de los compañeros se habían puesto á jugar, otros á comer, muchos á gritar; algunos también se iban, y otros venían. El posadero atendía á todos; pero esto no tiene nada que ver con nuestra historia. El incógnito guía no hacía ademán de irse; no tenía, al parecer, ningún quehacer allí, y sin embargo, no quería partir sin haber conversado otro poco con Renzo, en particular: volvióse hacia él, tocó de nuevo la conversación acerca del pan; y después de algunas de aquellas frases que de algún tiempo corrían por todas las bocas, puso en ejecución su proyecto. --¡Ah! si yo mandase, ya encontraría el medio de arreglar las cosas. --¿Cómo lo haríais? dijo Renzo, mirándole con los ojos más brillantes que de ordinario, y torciendo un poco la boca, como para prestar más atención. --¿Cómo lo haría? contestó aquél; querría que hubiese pan para todo el mundo, tanto para los pobres como para los ricos. --¡Ah! muy bien, replicó Renzo. --He aquí cómo: una tarifa razonable, al alcance de todos, y después distribuir el pan en razón de las bocas; porque hay golosos indiscretos que lo quieren todo para ellos; todo lo pillan, lo arañan todo, y después falta el pan á los pobres. Es indispensable, dividir el pan; ¿y cómo se hace? del modo siguiente: dando una tarjeta á cada familia en proporción de las bocas, para ir á tomar el pan á las panaderías. Á mí, por ejemplo, debería dárseme una tarjeta en esta forma: Ambrosio Fusella, espadero de profesión, con mujer y cuatro hijos, todos en edad de comer pan (notad bien esto), que se les dé tal cantidad, y que pague tanto. Pero sería preciso hacer las cosas justas, siempre en razón de las bocas. Á vos, supongamos, deberían daros una tarjeta para... ¿vuestro nombre? --Lorenzo Tramaglino, dijo el joven; el cual desvanecido con el proyecto, no reflexionaba que estaba fundado sobre el papel, la pluma y la tinta; y que para ponerlo en ejecución, la primera cosa era recoger los nombres de las personas. --Muy bien, dijo el desconocido; pero ¿tenéis mujer é hijos? --Bien debería... hijos, no... es demasiado pronto... pero mujer... si el mundo fuese como debía ser... --¡Ah, sois solo! pues tened paciencia, se os daría una porción más pequeña. --Es justo; mas si pronto, como espero... y con el auxilio de Dios... basta: ¿y cuando tuviese también mujer?... --Entonces se cambia la tarjeta, y se aumenta la porción, según ya os he dicho; siempre en razón de las bocas, dijo el desconocido levantándose. --Así estaría muy bien, exclamó Renzo, y continuó gritando y dando puñadas sobre la mesa: ¿y por qué no hacen una ley de este modo? --¿Qué queréis que os diga? Entretanto os deseo una buena noche, y me voy, porque pienso que mi mujer é hijos me esperarán hace ya tiempo. --Otro trago, otro trago, gritaba Renzo, llenando precipitadamente el vaso de aquél: y habiéndose levantado de súbito, lo cogió por un extremo del jubón, y tirándole con todas sus fuerzas para hacerlo sentar de nuevo, repitió: otro traguito, no me hagáis este desprecio. Mas el amigo se libró por medio de una sacudida; luego, dejando hacer á Renzo un diluvio de instancias y de reconvenciones, le dijo de nuevo: “Buenas noches”, y partió. Renzo seguía aún hablándole, cuando aquél estaba ya en la calle, después de lo cual cayó desplomado sobre el banco. Fijó los ojos sobre aquel vaso que había llenado; y viendo pasar por delante de la mesa al mozo, le hizo señas de que se parase, como si tuviera que comunicarle alguna cosa importante: le enseñó el vaso, y con pronunciación lenta y solemne, acentuando las palabras de cierto modo particular, dijo: “¡Helo aquí! Lo había preparado para aquel buen hombre; mirad, está lleno enteramente: es de amigo, mas él no le ha querido; á veces, la gente tiene ideas singulares; yo no tengo la culpa; mi buen corazón lo ha manifestado: ahora, ya que la cosa está hecha, es preciso no dejarla perder”. Dicho esto lo tomó y lo apuró de un trago. --Quedo enterado, dijo el mozo yéndose. --¡Ah, vos estáis enterado también! replicó Renzo: pues es verdad. ¡Cuando las razones son justas!... Aquí es indispensable todo el amor que profesamos hacia la verdad, para hacernos proseguir fielmente una narración que honra tan poco á un personaje tan principal, y casi podríamos decir, al héroe de nuestra historia. Por esta misma razón de imparcialidad, debemos, sin embargo, advertir, que es la primera vez que á Renzo le sucedía una cosa semejante; y esto era precisamente la poca costumbre que tenía de cometer excesos, siendo la causa, en gran parte, de que el primero le fuese tan funesto. Los pocos vasos que había bebido al principio, unos después de otros, contra su costumbre, ya sea para apagar el ardor de su garganta, ya por cierta alteración de ánimo, que no le dejaba hacer nada con medida, le subieron con presteza al cerebro: á un bebedor un poco ejercitado no le hubiera producido otro efecto que quitarle la sed. Sobre esto nuestro anónimo hace una observación, que nosotros repetiremos, y valga lo que valiere. Los hábitos moderados y honestos, dice, tienen también la ventaja de que, cuanto más inveterados y arraigados están en un hombre, tanto más fácilmente, cuando él quiere desviarse, se resiente al instante de ellos; de modo, que se acuerda después por mucho tiempo, y una falta le sirve de lección. Sea lo que quiera, cuando los vapores hubieron subido á la cabeza de Renzo, vino y palabras continuaron aglomerándose, uno sobre otras, sin regla ni concierto. En el momento en que lo hemos dejado, estaba ya según podía. Sentía grandes deseos de hablar: oyentes, ó á lo menos á los que podía tomar por tales, no faltaban; y por espacio de algún tiempo, aunque las palabras habían venido sin hacerse de rogar, sin embargo, se habían dejado colocar en un orden regular. Mas poco á poco aquel cuidado de concluir las frases empezó á ser sumamente difícil. La idea que se presentaba á su mente, viva y resuelta, se anublaba y desvanecía de repente, y la palabra, después de haberse hecho aguardar por un momento, no era ya la que venía al caso. En semejante angustia, por uno de esos falsos instintos que en tantas ocasiones pierden á los hombres, recurría á la bienaventurada botella; ¿pero qué auxilio podía prestarle ésta en tales circunstancias? Que lo diga el que lo sepa. Nosotros únicamente referiremos algunas de las muchísimas palabras que dijo en aquella fatal noche; las muchas que omitimos desdicen demasiado, porque no sólo no tienen sentido, sino tampoco visos de tenerlo, condición necesaria en un libro impreso. --¡Ah, patrón, patrón! Volvió á empezar dirigiendo la vista alrededor de la mesa y bajo la campana de la chimenea, fijándola con frecuencia en donde no estaba, y hablando siempre en medio del bullicio de la compañía: aunque eres posadero no puedo digerir... la pregunta del nombre, apellido y negocio. ¡Á un buen muchacho como yo!... No te has portado bien. ¿Qué satisfacción, qué ventaja, qué gusto... de poner en el papel á un pobre joven? ¿Digo bien, señores? Los posaderos debían estar á favor de los pobres muchachos... Escucha, escucha, patrón; quiero hacerte una comparación... por la razón... ¿se ríen, eh? Estoy un poco alegre... pero digo las cosas bien. Dime, ¿qué es lo que mantiene tu hostería? ¿Los pobres muchachos, no es verdad? Mira si esos señores de las ordenanzas vienen nunca á tu casa á echar un trago. --Es gente que no bebe más que agua, dijo uno que estaba próximo á Renzo. --Quieren estar en sí, añadió otro, para poder decir con más propiedad mentiras. --¡Ah! gritó Renzo, ya ha hablado el poeta. Oíd, pues, también vosotros mis razones: responde tú igualmente, patrón. Y Ferrer, que es el mejor de todos, ¿ha venido jamás aquí á echar un brindis y á gastar un solo maravedí? ¿Y aquel perro asesino de don...? Me callo, porque tengo el cerebro demasiado... Ferrer y el padre Crrr... Yo me entiendo, son dos excelentes hombres; pero como éstos hay pocos. Los viejos son aún peores que los jóvenes, y los jóvenes... son... peores aún que los viejos. Sin embargo, estoy contento de que no haya habido sangre; éstas son barbaridades que están únicamente reservadas para el verdugo. Pan, ¡oh! esto sí. Yo he recibido terribles empujones: pero... también los he dado. ¡Paso! ¡Abundancia! ¡Viva!... y con todo, Ferrer también... algunas palabritas en latín... _si es baraos trapalorum_... ¡Maldito viejo! ¡Viva! ¡Justicia! ¡Pan! ¡ah! He aquí las palabras perfectas. Allí quisiéramos esos hombres... cuando se dejó oir aquel maldito ton, ton, ton, y después aún ton, ton, ton. No se trataba absolutamente de huir entonces, sino de tener allí al cura: ¿sé acaso lo que me digo? Á estas palabras bajó la cabeza, y permaneció algún tiempo como absorto en una idea: después arrojó un gran suspiro y levantó la frente, con los ojos inflamados, con una emoción tan violenta que, ¡ay del que la causaba si se hubiese presentado en aquel momento! Mas aquellos hombres que habían ya empezado á divertirse con la elocuencia apasionada y embrollada de Renzo, aún más se divertían con su aire compungido. Los más cercanos decían á los otros: mirad; y todos se volvían hacia él; tanto, que llegó á ser el hazme reir de la reunión. No es decir por esto, que todos estuviesen en su sentido común, ó en el que ellos tenían de ordinario; pero para decir verdad, ninguno estaba tan falto de él como el pobre Renzo; y además de esto, hay que tener en cuenta que era campesino. Se miraban unos á otros para excitarlo con preguntas necias é impertinentes, y con cumplimientos irónicos. Renzo, tan pronto lo tomaba á mal, como á risa; tan pronto, sin hacer caso de todas aquellas voces, hablaba de otras cosas, ya respondía, ya preguntaba, siempre al revés y sin sentido. Por fortuna, en su desvanecimiento le había quedado, sin embargo, una especie de discreción instintiva para no pronunciar los nombres de las personas; de modo, que el que debía tener más profundamente grabado en su memoria, no fué proferido en aquel sitio. Hubiéramos sufrido demasiado, si ese nombre, hacia el cual experimentamos nosotros mismos un poco de afecto y respeto, hubiese sido denigrado por aquellas infernales bocas, y llegado á ser el juguete de aquellas malvadas lenguas. NOTAS: [15] Por el siguiente diálogo entre Renzo y el posadero, se comprenderá que este último toma á aquél por un espía, pues en italiano, así como en español, la palabra policía tiene dos distintas significaciones; á saber: la de limpieza, aseo ó curiosidad, y la del cuerpo de agentes del gobierno establecido para vigilar y mantener el orden público. CAPÍTULO DECIMOQUINTO Como viese el dueño de la hostería que el juego iba demasiado lejos, se acercó á Renzo; suplicó con buenos modos á los otros que lo dejasen, y lo sacudió por un brazo para tratar de hacerle entender y persuadirle que se fuese á la cama. Mas Renzo volvía siempre á las andadas; esto es, con el nombre y apellido, con las ordenanzas y con los buenos muchachos. Pero las palabras _cama_ y _dormir_, repetidas á su oído, le entraron finalmente en la cabeza; le hicieron experimentar un poco más distintamente la necesidad de lo que significaban, y produjeron un momento de lúcido intervalo. La poca razón que recobró, le hizo entrever en cierto modo que la mayor parte se habían ido disipando poco á poco, como la última bujía encendida deja ver las otras apagadas. Tomó una resolución: extendió las manos y las apoyó sobre la mesa; probó una ó dos veces de levantarse; suspiró, titubeó; al tercer esfuerzo, ayudado por el posadero, se puso en pie. Éste, sosteniéndole siempre, lo hizo salir de entre la mesa y el banco; tomó en una mano la luz, y con la otra medio lo condujo, medio lo arrastró lo mejor que pudo al lado de la escalera. Allí Renzo, al ruido de los saludos que le enviaba á grandes gritos la tumultuosa asamblea, se volvió precipitadamente; y si su apoyo no hubiese estado pronto á sostenerlo por un brazo, hubiera dado una caída violenta. Volvióse, pues, y con el brazo que le quedaba libre, iba trazando y describiendo en el aire, á guisa de un nudo de Salomón. --Vamos á la cama, á la cama, dijo el posadero arrastrándole; le hizo entrar por la puerta que hemos citado, y con mucho trabajo lo pudo hacer subir por una escalerita, la cual se dirigía al cuarto que se le había destinado. Á la vista de la cama que le aguardaba, Renzo se regocijó: miró afectuosamente al posadero con dos ojillos, que tan pronto brillaban más que nunca, tan pronto se eclipsaban como dos luciérnagas. Trató de equilibrarse sobre las piernas, y extendió la mano hacia el rostro del huésped para cogerle las mejillas en señal de amistad y reconocimiento: mas no pudo lograrlo. “¡Excelente patrón! consiguió sin embargo decir; ahora veo que eres un hombre de bien; ésta es una buena obra, dar una cama á un buen muchacho; pero lo que me habéis hecho sobre el nombre y apellido, no era de un hombre honrado. Por fortuna yo también soy astuto...”. El posadero, que no creía que Renzo pudiese aún tener tanto conocimiento; él, que sabía por una larga experiencia, cuán sujetos están los hombres en el estado de embriaguez á cambiar súbitamente de parecer, quiso aprovechar este lúcido intervalo para hacer otra tentativa.--Mi querido hijo, dijo con una voz y con un ademán sumamente cariñoso; no lo he hecho para importunaros, ni para saber vuestros asuntos. ¿Qué queréis? hay una ley, es preciso que aun nosotros la obedezcamos, pues de lo contrario, seríamos los primeros en pagar la pena; es mucho mejor el contentarlos, y... al fin y al cabo, ¿de qué se trata? de una friolera, de decir únicamente dos palabras; no por ellos, sino para darme gusto: vamos, aquí entre nosotros, entre cuatro ojos, hagamos nuestro negocio; decidme vuestro nombre, y... después id á acostaros tranquilo. --¡Ah, bribón! exclamó Renzo; ¡pillo! ¡me vienes todavía con la infamia del nombre, apellido y negocios! --Cállate, picarillo, vete á dormir, decía el posadero. Mas Renzo continuaba con más fuerza: “Ya comprendo; tú eres también de la liga: espera, espera que yo te arregle”. Y volviendo la cabeza hacia la escalerilla, empezó á dar gritos con todas sus fuerzas: “¡Amigos míos! el patrón es de la...”. --Lo he dicho por broma, exclamó éste acercándose á Renzo y empujándolo hacia la cama, por broma, ¿no has comprendido que lo he dicho por broma? --¡Ah! por broma, ahora hablas bien; ya que tú lo has dicho por broma... justamente son cosas de broma. Dicho lo cual cayó de bruces sobre el lecho. --Ánimo; desnudaos pronto, continuó el posadero, y al consejo añadió la ayuda, que le era muy necesaria. Cuando Renzo se hubo quitado el jubón, aquél, habiéndolo tomado, metió en seguida las manos en los bolsillos, con el objeto de ver si estaban exhaustos. Los encontró, y pensando que al día siguiente su parroquiano tendría otra cosa que hacer que pagarle, y que la hacha caería probablemente en manos de donde él no podría hacerla salir, quiso probar si á lo menos conseguía concluir ese otro negocio. --Vos sois un buen muchacho, un hombre honrado, ¿no es verdad? le dijo. --Buen muchacho, hombre honrado, respondió Renzo, haciendo siempre trabajar sus dedos con los botones de los calzones que no había aún podido quitarse. --Bien, replicó el posadero, saldad, pues, ahora esa cuentecita, porque mañana tengo que salir á ciertos negocios... --Esto es muy justo, dijo Renzo, al fin yo soy un hombre honrado, aunque astuto; ¡mas los dineros! ¡ahora es preciso que yo los busque! --Helos aquí, repuso aquél; y poniendo en obra todo su saber, toda su paciencia, y toda su destreza, logró hacer la cuenta con Renzo y hacerse pagar. --Dadme una mano, patrón, para que yo pueda acabar de desnudarme, dijo Renzo. Veis, yo también comprendo que tengo un grandísimo sueño. El posadero le dió el auxilio que reclamaba; hizo más: extendió el cobertor sobre él, y le dijo afectuosamente: buenas noches. Mas Renzo roncaba ya. Después, por aquella especie de atracción que nos lleva algunas veces á considerar un objeto de odio á la par de un objeto de amor, y que acaso no es otra cosa que el deseo de conocer lo que obra fuertemente sobre nuestro espíritu, se detuvo un momento á contemplar aquel parroquiano tan enojoso para él, y levantando la luz sobre su rostro, y haciéndola con la mano reverberar en él, en la actitud poco más ó menos, en la cual nos pintan á Psyquis, cuando va á espiar furtivamente las formas de su desconocido esposo: ¡Pedazo de asno! dijo en su mente al infeliz dormido; ¡tú mismo te la has buscado: mañana, pues, me sabrás decir qué gusto tendrá!... ¡Majaderos, que queréis ir por el mundo sin saber de qué lado sale el sol, para confundiros á vosotros mismos y al prójimo! Esto dicho ó pensado, retiró la luz, se puso en movimiento, salió de la habitación, y cerró la puerta con llave. Llegado á la meseta de la escalera, llamó á la posadera, previniéndola que dejase sus hijos al cuidado de su criada, y que bajase á la cocina á hacer sus veces. Es preciso que yo salga, gracias á un viajero que ha llegado no sé cómo diablos aquí, por mi desgracia, le dijo. En seguida le refirió en compendio aquel enojoso contratiempo. Después añadió: ojo avizor, y sobre todo, prudencia, que estamos en un día muy fatal. Tenemos abajo una cuadrilla de desesperados, que entre el beber y entre que naturalmente tienen la lengua larga, hablan de todo sin reparar. ¡Basta!... Si algún temerario... --¡Oh! no soy niña, y sé lo que es preciso hacer. Hasta aquí, me parece que no se puede decir. --Bien, bien; á tratar de que paguen: con respecto á las conversaciones que tengan sobre el vicario de la provisión, y el gobernador, y Ferrer, y los decuriones, y los caballeros, y la España, y la Francia, y otras necedades semejantes, haced como que no los entendéis; porque si se les contradice, la cosa puede ir en seguida mal; y si se les da la razón, puede por otro lado tener también malas consecuencias. Ya sabéis que algunas veces los que dicen los más grandes disparates... basta; cuando se oyen ciertas expresiones, lo mejor es volver la cabeza y decir: allá voy, como si de otro lado llamase alguno. Además, trataré de volver lo más pronto que pueda. Dicho esto, bajó con aquélla á la cocina, echó una ojeada alrededor para ver si había algo de nuevo, descolgó de un clavijero su sombrero y su capa, tomó un bastón que estaba en uno de los rincones, y renovando á su mujer, por medio de otra ojeada las instrucciones que le había dado, salió. Mas al paso que hacía todas aquellas operaciones, había vuelto á tomar en su interior el hilo del apóstrofe empezado en el lecho del pobre Renzo, y lo continuaba á medida que iba andando por la calle. ¡Campesino testarudo! Pues aunque Renzo hubiese querido ocultar esta cualidad, se manifestaba en sus discursos, en su pronunciación, en su aspecto y sus maneras. Un día como éste, á fuerza de política, á fuerza de tener juicio, yo sacaba las manos limpias; ¡y era preciso que vinieses tú al fin y al cabo á echarlo todo á perder! ¿Acaso faltan posadas en Milán, para venir á dar precisamente á la mía? Á lo menos si hubieras venido solo, hubiera cerrado un ojo por esta noche, y mañana por la mañana te habría hecho entender la razón: pero no señor, viene en compañía, ¿y de quién? ¡de un polizonte, para componerlo mejor! Á cada paso, el patrón encontraba paseantes solitarios, ó cuadrillas, ó grupos de gentes que discurrían por las calles hablando bajo. En el presente estado de muda alocución, fué cuando vió venir una patrulla; retirándose á un lado para dejarla pasar, la miró de reojo, y continuó diciendo entre sí: he aquí el látigo de los tontos. Y tú, imbécil, pedazo de asno, por haber visto un poco de pueblo en movimiento que hacía un poco de ruido, se te ha metido en la cabeza que el mundo iba á mudarse. Con este magnífico fundamento tú te has perdido, y quisiste perderme á mí, que no era justo. Yo hacía todo lo posible por salvarte, y tú, imbécil, en cambio, ha faltado muy poco para que no me hayas revuelto la hostería de arriba abajo. Ahora te tocará el ver cómo vas á salir del embarazo; tocante á mí, sabré prevenirme. ¡Como si yo quisiese saber tu nombre por una mera curiosidad mía! ¿Qué importa que te llames Tadeo ó Bartolomé? ¡Efectivamente, gozo mucho en tener la pluma en la mano! Pero no sois vosotros solos los que queréis que las cosas vayan á vuestro modo: demasiado sé también yo que hay ordenanzas de las cuales no se hace ningún caso: ¡bella noticia para que uno tenga necesidad de oírsela á un campesino! Mas tú no sabes que las ordenanzas contra los dueños de posadas, sirven de algo. Quieres dar vueltas al mundo y hablar, é ignoras que cuando se quiere hacerlo á su modo y tener las ordenanzas en el bolsillo, lo primero es hablar con mucho miramiento. ¿Y sabes tú, gran animal, lo que le sucedería á un pobre posadero que fuese de tu opinión, y no preguntase el nombre del que le hacía la gracia de favorecerle? _So pena á cualquiera de los expresados posaderos, taberneros y demás, según se deja dicho arriba, de trescientos escudos_... ¡Sí, se les cobrarán trescientos escudos, y para gastarlos tan bien! _para ser aplicados, los dos tercios á la real cámara, y el otro al acusador ó delator_: ¡qué angelito! _y en caso de insolvencia, cinco años de galeras y mayor pena, pecuniaria ó corporal, al arbitrio de su excelencia_. ¡Obligadísimo á sus favores! Á estas palabras, el posadero pisaba el umbral del palacio de justicia. Allí, como en todas las demás oficinas, había mucho que hacer; por todas partes se atendía á dar las órdenes que parecían más propias á prevenirlo todo para el día siguiente, á quitar todo pretexto á la rebelión, á enfriar la audacia de los que desean nuevos desórdenes, y asegurar la fuerza en las manos acostumbradas á emplearla. Se aumentó el número de los soldados que guardaban la casa del vicario: las bocacalles fueron atajadas con vigas atravesadas, atrincheradas con carros. Se mandó á todos los horneros que trabajasen en hacer pan sin descansar; se expidieron correos á los pueblos circunvecinos, con orden de enviar trigo á la ciudad; se comisionaron nobles para que fuesen á los hornos muy de mañana, á fin de que velasen la distribución del pan, y contuviesen á los revoltosos, por la autoridad de su presencia y buenas palabras. Pero para dar, como vulgarmente se dice, un golpe en el aro y otro en el tonel, y para hacer más eficaces los consejos con un poco de miedo, se pensó en el modo de echar mano á algunos sediciosos. Este cuidado correspondía, principalmente, al capitán de justicia, el cual, cualquiera puede figurarse con qué ojos vería las insurrecciones y los insurrectos, con una venda de agua vulneraria que llevaba sobre uno de los órganos de la profundidad metafísica. Sus sabuesos se habían puesto en campaña desde el principio del tumulto; y el consabido Ambrosio Fusella era, según ha dicho ya nuestro posadero, un polizonte disfrazado, enviado para que diese vueltas con el objeto de coger con las manos en la masa á alguno; como igualmente para espiarlo, conocerlo y atraparlo, apoderándose de él por la noche, cuando estuviese todo tranquilo, ó si no al día siguiente. Después de haber oído cuatro palabras del famoso sermón de Renzo, le había echado tontamente el fallo encima; pareciéndole un culpable excelente hombre, justamente lo que él deseaba. Viendo en seguida, que había llegado nuevamente de su pueblo, había intentado el golpe maestro de conducirlo en caliente á la cárcel, como á la posada más segura de la ciudad; mas el negocio le salió fallido, según hemos visto. Sin embargo, pudo llevar á la policía las noticias seguras del nombre, apellido y patria, además de otras muchas conjeturas que había hecho; de modo que, cuando el posadero llegó á aquel punto para dar cuenta acerca de lo que sabía de Renzo, tenían ya más noticias que él. Entró en la pieza acostumbrada é hizo su deposición; alegó cómo un forastero había ido á hospedarse en su casa y que no había querido manifestar su nombre. --Habéis cumplido con vuestro deber en informar á la justicia, dijo un escribano del crimen, abandonando la pluma; pero ya lo sabíamos. --¡Gran secreto pensó el patrón! ¡se requiere un gran talento! --Y también sabemos, continuó el escribano, ese respetuoso nombre. ¡Diablo! ¿el nombre también? ¿Cómo lo han hecho? pensó el posadero esta vez. --Mas vos, replicó el otro con grave semblante, vos no lo decís todo sinceramente. --¿Qué es lo que debo decir más? --¡Ah, ah! Sabemos bien que ese hombre ha llevado á vuestra posada una gran cantidad de pan robado, y robado con violencia, por medio del saqueo y de la sedición. --Viene uno con un pan en su faltriquera: ¿sé yo acaso adónde ha ido á tomarlo? Porque si es preciso hablar como en el artículo de la muerte, puedo decir no haberle visto más que un sólo pan. --Ya; siempre excusándoos, defendiéndoos: el que os oiga á vosotros, todos sois unos santos: ¿cómo podéis probar que aquel pan fué bien adquirido? --¿Cómo lo he de probar yo? En esto no me meto: yo soy posadero, y nada más. --Sin embargo, no podréis negar que vuestro parroquiano no haya tenido la temeridad de proferir palabras injuriosas contra las ordenanzas, y de hacer ademanes perjudiciales é indecentes contra las armas de su excelencia. --Vuestra señoría me permitirá que le diga: ¿cómo puede ser uno de mis parroquianos, si lo he visto ahora por primera vez? Precisamente es el diablo, salvo vuestro respeto, el que lo ha mandado á mi casa; y si yo le hubiese conocido, vuestra señoría sabe muy bien que no hubiera tenido necesidad de preguntarle su nombre. --Á pesar de todo, en vuestra posada, á presencia vuestra, se han promovido proyectos incendiarios, palabras temerarias, proposiciones sediciosas, murmuraciones, gritos, quejas. --¿Cómo quiere vuestra señoría que yo atienda á los disparates que pueden decir tantos alborotadores que hablan todos á la vez? Yo no debo mirar más que mis intereses, pues que soy un infeliz: y después vuestra señoría no ignora que el que tiene la lengua suelta, por lo regular tiene las manos ligeras, tanto más, cuanto que eran una cuadrilla, y... --Sí, sí, dejadle hacer y decir; ¡mañana, mañana veréis si les habrá pasado ya la tontería! ¿Qué creéis vos? --Yo no creo nada. --¿Que la canalla se haga dueña de Milán? --¡Oh, justamente! --¡Veréis, veréis! --Comprendo muy bien: el rey será siempre el rey; pero el que habrá recibido, se quedará con ello; y naturalmente un pobre padre de familia no tiene deseos de recibir. Vuestras señorías tienen la fuerza; á vosotros es á quienes os toca... --¿Tenéis aún mucha gente en casa? --Un montón. --Y vuestro parroquiano, ¿qué hace? ¿continúa alborotando, exaltando la gente, y preparando desórdenes para mañana? --¿El forastero, quiere decir vuestra señoría? Se ha ido á acostar. --¿Tenéis, pues, mucha gente?... ¡Basta! procurad no dejarle escapar. ¿Debo yo acaso hacer de esbirro? pensó el posadero; mas no dijo ni sí, ni no. --Volveos á vuestra casa, y sed prudente, replicó el escribano. --Siempre lo he sido; vuestra señoría puede decir si jamás he dado quehacer á la justicia. --Y no creáis que ésta haya perdido su fuerza. --¡Yo! ¡por caridad! no creo nada; no soy más que un posadero. --La canción de costumbre; jamás tenéis otra cosa que decir. --¿Qué he de decir? La verdad desnuda. --¡Basta por hoy! Lo que habéis depuesto no es suficiente; luego veremos el negocio, é informaréis más ampliamente acerca de lo que os podrá ser preguntado. --¿Qué he de deponer yo? nada sé; apenas tengo cabeza para atender á mis quehaceres. --Guardaos bien de dejarlo partir. --Espero que el ilustrísimo señor capitán sabrá que he venido prontamente á cumplir con mi deber. Beso á vuestra señoría las manos. Al amanecer, Renzo roncaba hacía ya cerca de siete horas, y estaba aún en lo más hermoso de su sueño, cuando dos fuertes sacudidas de brazo, y una voz que al pie de la cama gritaba: “¡Lorenzo Tramaglino!” le hizo despertar sobresaltado. Se desperezó, extendió los brazos, abrió con gran trabajo los ojos, y divisó de pie delante de él, y el extremo del lecho, á un hombre vestido de negro, y otros dos armados, el uno á la derecha, el otro á la izquierda de la cabecera. Entre la sorpresa, el sueño y los vapores del vino que sabéis, permaneció un momento como encantado; y creyendo soñar, y no agradándole aquel sueño, procuraba despertarse prontamente. --¡Ah! ¿Habéis finalmente oído, Lorenzo Tramaglino? dijo el hombre de la capa negra, que era el escribano mismo de la noche anterior. Ánimo, pues; levantaos y venid con nosotros. --¡Lorenzo Tramaglino! dijo Renzo: ¿qué significa esto? ¿qué me queréis? ¿quién os ha dicho mi nombre? --Menos charlatanerías y levantaos pronto, dijo uno de los esbirros que estaba al lado de la cama agarrándole de nuevo el brazo. --¡Hola! ¿qué violencia es ésta? gritó Renzo, retirando el brazo. ¡Posadero, posadero! --¿Nos lo llevamos en camisa? dijo aún dicho esbirro volviéndose hacia el escribano. --¿Habéis oído? dijo éste á Renzo; así se hará si no os levantáis pronto, muy pronto, para venir con nosotros. --¿Y por qué? preguntó Renzo. --El por qué, lo oiréis del señor capitán de justicia. --¿Yo? soy un hombre honrado; nada he hecho, y me admiro... --Mejor para vos, mejor para vos, así en dos palabras seréis despachado y podréis ir á evacuar vuestros negocios. --Dejadme ir ahora, dijo Renzo; nada tengo que ver con la justicia. --¡Vaya, acabemos! dijo un esbirro. --¿Nos lo llevamos de veras? replicó el otro. --¡Lorenzo Tramaglino! repitió el escribano. --¿Cómo sabe mi nombre vuestra señoría? --Haced vuestro deber, gritó el notario á los esbirros, los cuales se apoderaron de Renzo para sacarlo fuera del lecho. --¡Eh! ¡no toquéis al pellejo de un hombre de bien, sin que!... Yo mismo me sé vestir. --Pues vestíos pronto, dijo el escribano. --Ya me voy á vestir, repuso Renzo, y andaba presuroso recogiendo sus vestidos esparcidos en desorden por el lecho, como los restos de un naufragio sobre la playa. Luego, empezando á vestirse, proseguía aún diciendo: Pero yo no quiero ir á casa del capitán de justicia; nada tengo que hacer con él: ya que se me hace esta afrenta tan injustamente, quiero ser conducido á la presencia de Ferrer: lo conozco, sé que es una persona excelente, y que me debe favores. --Sí, sí, hijo mío, seréis conducido á casa de Ferrer, respondió el escribano. En otras circunstancias, éste se hubiera reído de buen grado, á vista de una proposición semejante; mas entonces no era el momento más á propósito para reir. Ya al ir á buscar á Renzo había percibido en las calles un movimiento tal, que no había podido definir si era el resto de una conmoción aún no apaciguada, ó el principio de una nueva: los habitantes de los arrabales bajaban en gran número; se encontraban, marchaban agrupados y se paraban en cuadrillas. Al presente, sin hacer ningún caso, ó esforzándose á lo menos para no hacerlo, aguzaba los oídos y le parecía que el ruido iba siempre en aumento. Deseaba, pues, despachar, mas hubiera querido conducir á Renzo de buena voluntad; porque si se ponía en guerra abierta con él, no podía estar seguro, una vez puesto en la calle, de encontrar también tres contra uno. Por esto se daba de ojo con los esbirros para que tuviesen paciencia y no exasperasen al joven, y por su parte trataba de persuadirlo con buenas palabras. Sin embargo, el joven mancebo, á medida que se vestía poquito á poco, trayendo á la memoria, del mejor modo posible, los sucesos del día anterior, veía bien al propio tiempo que las ordenanzas, el nombre y el apellido, debían ser la causa de todo; ¿pero cómo diablos lo sabía ese hombre, y qué había sucedido aquella noche, para que la justicia se hubiese atrevido con tanta precipitación á ir en derechura á prender á uno de esos buenos muchachos que el día precedente tenían tanta voz en la reunión, y que no debían estar todos dormidos, pues que Renzo oía también en la calle un rumor siempre creciente? Mirando en seguida el rostro del escribano, descubrio la agitación que éste se esforzaba en vano en ocultar. De todo lo cual, así para aclarar sus conjeturas y descubrir terreno, como para ganar tiempo y aun intentar un golpe, dijo: “Bien conozco lo que motiva todo esto, ello es por causa del apellido. Ayer noche, verdaderamente estaba un poco alegre; esos posaderos tienen á veces ciertos vinos tan traidores; y á veces, como digo, se sabe que cuando el vino ha bajado, él es el que habla. Mas si no se trata de otra cosa, al presente estoy dispuesto á dar toda especie de satisfacciones. Por otra parte, vos ya sabéis mi nombre; ¿quién demonios os lo ha dicho?”. --¡Bravo, hijo mío, bravo! respondió el escribano con ademán sumamente cariñoso: veo que tenéis juicio; y creedme á mí que soy del oficio, vos sois más amable que todos los demás: éste es el mejor medio para salir pronto y bien; con estas buenas disposiciones, en dos palabras seréis despachado y puesto en libertad. Mas yo, ya lo veis, hijo mío, tengo las manos atadas, y no puedo dejaros aquí como yo quisiera. Vamos, despachaos, y venid sin ninguna especie de temor; que cuando verá quién sois... y después, diré... dejadme hacer... basta. Despachaos, hijo mío. --¡Ah, vos no podéis! entiendo, dijo Renzo; y continuaba vistiéndose, rechazando con ademanes á los esbirros, los cuales trataban de apoderarse de él con el objeto de que se despachase. --¿Pasaremos por la plaza de la Catedral? preguntó en seguida al escribano. --Por donde queráis; por el camino más corto, á fin de quedar más pronto en libertad, dijo éste, maldiciendo en su interior el ser obligado á dejar caer aquella pregunta misteriosa de Renzo, que podía llegar á ser el fundamento de otras ciento. ¡Cuando uno nace desgraciado! pensaba. He aquí que cae entre mis manos uno que se ve que no quería otra cosa que cantar; si yo tuviese únicamente el tiempo de respirar, así, _extra formam_, académicamente, por vía de conversación amistosa, se le haría confesar sin trabajo todo lo que uno quisiera; sería un hombre que llegaría á la cárcel ya perfectamente examinado, sin que se apercibiese de ello; ¡y un hombre de esta especie cae debajo mi férula en un momento tan angustioso! ¡Ah! y no hay medio de evitarlo, continuaba el consabido escribano calculando, prestando atención y retirando la cabeza hacia atrás; no hay remedio, el día amenaza ser peor que el de ayer. Un rumor extraordinario que se dejó oir en la calle, le dió lugar de pensar así: y no pudo menos de abrir los postigos de la ventana para dar una ojeadilla. Vió que era un grupo de gente de la ciudad, la cual á la intimación de dispersarse, hecha por una patrulla, había en un principio contestado con malas palabras, concluyendo, finalmente, por separarse murmurando siempre; lo que pareció al notario una mala señal, fué que los soldados avanzaban con mucha moderación. Cerró los postigos, vaciló un momento acerca de si debía llevar adelante la empresa, ó dejar á Renzo bajo la custodia de dos esbirros, y correr á casa del capitán de justicia para darle cuenta de lo que sucedía. Pero, pensó al momento, se me dirá que soy un cobarde, un pusilánime, y que debía ejecutar las órdenes que me han sido dadas. Estamos metidos en baile; por consiguiente es preciso bailar. ¡Maldita sea la locura! ¡Condenado oficio! Renzo estaba de pie: los dos satélites se colocaron á ambos lados; el escribano les hizo seña de que no le violentasen demasiado; después, dirigiéndose á Renzo, dijo: Vamos, hijo mío; por favor, despachaos. Á pesar de todo, Renzo escuchaba, veía y reflexionaba. Estaba ya del todo vestido, á excepción del jubón que tenía en una mano, y cuyos bolsillos registraba con la otra. ¡Hola! dijo, lanzando al notario una mirada muy significativa: aquí había dinero y una carta, señor mío. --Todo se os devolverá puntualmente, contestó el notario, cuando se habrán llenado algunas pequeñas formalidades. Vamos, marchemos. --No, no, no, dijo Renzo, sacudiendo la cabeza; esto no me gusta; quiero lo que me pertenece, señor mío. Daré cuenta de mis acciones; pero quiero lo que me pertenece. --Quiero manifestaros que tengo confianza en vos. Tomad y despachemos, dijo el notario, sacando de su pecho, y entregando con un suspiro las cosas secuestradas á Renzo. Éste, volviéndolas á colocar en su lugar, murmuraba entre dientes: “¡Qué curiosidad! al fin y al cabo tenéis tanto roce con los ladrones, que se os ha pegado algo del oficio”. Los esbirros no podían ya contenerse: mas el escribano los refrenaba con sus miradas, y en el ínterin decía entre sí: si tú llegas á poner el pie dentro de aquel umbral, me la pagarás con usura, me la pagarás. Mientras tanto que Renzo se ponía el jubón, y tomaba el sombrero, el notario hizo seña á uno de los esbirros que echase á andar delante por la escalera; hizo en seguida ir el prisionero, después el otro esbirro detrás, y finalmente él mismo se puso en movimiento. Llegados á la cocina, y entretanto que Renzo se puso á decir: “¿Dónde se ha escondido el buen posadero?”; el escribano hizo otra seña á sus compañeros. Éstos le cogen, el uno la mano derecha y el otro la izquierda, y apresuradamente le atan los puños con ciertas máquinas, que por esa hipócrita figura retórica de eufemismo, se llaman esposas. Éstas consistían (desagrada el tener que descender á minuciosidades indignas de la gravedad histórica, pero lo exige la claridad), consistían, repito, en una cuerdecita un poco más larga que la circunferencia de un puño de una muñeca común, la cual tenía en sus dos extremos dos pedacitos de madera como dos cruceros. La cuerda rodeaba la muñeca del paciente, y las maniquetas pasadas entre la palma y el anular del esbirro quedaban encerradas en su mano, de manera que dando vueltas se apretaba la ligadura según se quería. Dicha medida tenía por objeto no solamente el asegurar la captura, sino también el martirizar al recalcitrante, y á este fin la cuerdecita estaba llena de nudos. Renzo forcejea, grita: “¿Qué traición es ésta? ¡á un hombre de bien!”... mas el escribano, que para todos los acontecimientos tenía buenas palabras: “Tomad paciencia, le decía; cumplen con su deber: ¡qué queréis! éstas son meras formalidades: no podemos tratar á la gente según nuestro corazón; si no hiciésemos lo que se nos manda, estaríamos frescos; estaríamos mucho peor que vosotros. ¡Tened paciencia!”. Mientras hablaba, los dos á quienes correspondía obrar dieron una vuelta á las maniquetas. Renzo se aquietó como un bizarro caballo que siente su boca oprimida por el freno, y exclamó: ¡paciencia! --¡Buen muchacho! dijo el notario, éste es el modo verdadero de salir bien. ¡Qué queréis! es un fastidio, convengo en ello; pero portándoos bien, en un momento estaréis despachado. Y ya que veo que estáis bien dispuesto, me siento inclinado á ayudaros; quiero daros todavía otro consejo para vuestro bien. Creedme, pues soy práctico en esta clase de cosas; seguid vuestro camino, sin mirar á vuestro alrededor, sin haceros notar: así nadie reparará en vos, nadie percibirá lo que pasa, y vos conservaréis vuestro honor. Dentro de una hora estaréis ya en libertad: hay tanto quehacer, que ellos se darán prisa á despacharos; y después hablaré... iréis á vuestros negocios, y nadie sabrá que habéis estado en poder de la justicia. Y vosotros, continuó enseguida, volviéndose á los esbirros con ademán severo, guardaos bien de causarle daño, porque lo protejo yo: es preciso que hagáis vuestro deber; pero recordad que es un hombre honrado, un joven excelente, el cual dentro de poco estará en libertad, y que tiene en mucha estima su honor. Andad de modo que nadie aperciba nada; lo mismo que si fueseis tres hombres de bien que van á paseo juntos. Y con tono imperativo y aire amenazador, repuso: ¿me habéis entendido? Dirigiéndose luego á Renzo con ademán moderado, y con el rostro repentinamente risueño, que parecía decir, ¡oh, nosotros sí que somos amigos! le dijo de nuevo: un poco de juicio; haced lo que os digo; caminad quieto y recogido; fiaos de quien os quiere bien: vamos. Y la comitiva se puso en marcha. Á pesar de tan buenas palabras, Renzo no creyó una siquiera. Que el escribano le quisiese más bien que á los esbirros, ni que tomase sobre sí con tanto calor su reputación, ni que tuviese intención de ayudarle, nada de esto creyó. Comprendió perfectamente que el buen hombre, temiendo que se presentase en la calle alguna buena ocasión de escaparse de entre sus manos, ponía por delante aquellos bellos motivos, para estorbar el que estuviese atento para aprovecharse de ella. Todas las exhortaciones no sirvieron más que para confirmarlo en el designio que tenía ya en su imaginación, esto es, de hacer todo lo contrario. Nadie, sin embargo, saque de todo esto en consecuencia, que el notario fuese un bellaco novicio é inexperto, porque se engañaría. Era al contrario, dice nuestro historiador, un bellaco ya maestro, el cual parece haberse hallado en el número de sus amigos; mas en aquel momento se encontraba con el ánimo agitado. Puedo aseguraros, que á sangre fría se hubiera burlado de un hombre que para empeñar á alguno á hacer alguna cosa sospechosa hubiese ido á sugerírsela y á aconsejársela con calor, bajo la miserable apariencia de darle un consejo desinteresado, como si dijéramos, de amigo. Pero cuando los hombres están inquietos y perciben el medio que otro podía emplear para sacarles de apuros, tienen todos una tendencia á pedírselo con instancia y á cada momento, bajo toda especie de pretextos; y cuando los truhanes están agitados é inquietos, caen también bajo esta ley común. De aquí proviene que en tales circunstancias hacen ordinariamente una triste figura. Aquellos golpes maestros, aquellas malignidades, con las cuales tienen costumbre de triunfar, que son para ellos como una segunda naturaleza, y que puestas por obra á tiempo y conducidas con la presencia de ánimo y con la serenidad necesaria, dan el golpe tan bien y tan secretamente, aun desconocidas, después de su logro recogen aplausos generales; los pobrecitos, cuando están entre angustias, las emplean precipitadamente, en desorden y sin garbo ni gracia. De manera, que el que los ve ingeniarse y arrebatarse de aquel modo, les tiene lástima y le mueven á risa; y el hombre que pretende entonces meterse en medio, aunque menos astuto que ellos, descubre bellísimamente todos sus manejos, y de sus artificios recaba luz para sí contra ellos. Ésta es la causa por que jamás se podrá recomendar demasiado á los truhanes de profesión el conservar siempre su sangre fría, ó lo que es lo más seguro, el ser siempre los más fuertes. Renzo, apenas estuvieron en la calle, empezó á mirar á un lado y á otro, á agitarse con frenesí á derecha é izquierda, á aguzar los oídos. No había, sin embargo, un concurso extraordinario; y si bien en el semblante de más de un paseante se podía leer fácilmente un cierto no sé qué de sedicioso, á pesar de todo, cada uno seguía su camino tranquilamente, y no había sedición propiamente dicha. --¡Juicio, juicio! murmuraba el escribano á sus espaldas: en ello va vuestro honor; el honor, joven mancebo. Mas cuando Renzo, escuchando atentamente á tres individuos que venían con el rostro inflamado, oyó hablar de un horno de harina escondida, de justicia, empezó también á hacer gestos, y á toser de cierto modo que indicaba otra cosa más que un resfriado. Ellos miraron con más cuidado á la comitiva y se pararon; los que habían pasado ya, oyendo el murmullo volvían paso atrás, y formaban la retaguardia. --Tened cuidado; juicio, hijo; mirad, peor para vos; no echéis á perder vuestros negocios; el honor, la reputación, continuaba murmurando el escribano; Renzo no le hacía caso. Los esbirros, después de haber consultado por medio de una rápida ojeada, pensando obrar bien (todos estamos sujetos á errar), le apretaron las esposas. --¡Ay! ¡ay! ¡ay! exclamó el paciente; á los gritos la gente se agrupa alrededor; acude de todas partes de la calle, y la comitiva queda encallada. Es un hombre de mala vida, balbuceaba el escribano á los que le rodeaban; es un ladrón cogido in fraganti; retiraos, dejad pasar á la justicia. Mas Renzo, viendo que la ocasión era favorable, que los esbirros se volvían blancos, ó á lo menos pálidos, si ahora no me aprovecho, pensó interiormente, tanto peor para mí; y de repente se puso á dar voces: “¡Amigos míos! me llevan á la cárcel porque ayer grité pan y justicia; nada he hecho; soy un hombre honrado; socorredme, ¡amigos míos! no me abandonéis”. Un favorable murmullo, voces manifiestas de protección, se elevaron como en respuesta. En un principio los esbirros mandan, después piden, luego suplican á los más próximos que se retiren y que dejen el paso libre; el tropel, al contrario, los cerca y los estrecha cada vez más. Ellos, á la vista del peligro, sueltan las esposas, y no tratan más que de perderse entre la multitud para deslizarse sin ser vistos. El escribano deseaba ardientemente hacer lo propio, pero era muy difícil á causa de su negra capa. El pobre hombre, pálido y atemorizado, trataba de encogerse, de hacerse el pequeño; esquivaba el cuerpo para salir de entre la gente, mas no podía alzar los ojos sin ver otros veinte clavados sobre él. Estudiaba todas las maneras de aparecer como un extraño que, pasando por allí al acaso, se había hallado en medio de la muchedumbre como una pequeña paja en medio de una menuda red; y encontrándose cara á cara con un individuo que le miraba fijamente con peor ceño que los demás, compuso su boca de modo que apareciese en ella la sonrisa, y haciéndose el inocente le preguntó: ¿qué ha sucedido? --¡Oh, infame cuervo! repuso aquél. ¡Cuervo, cuervo! resonó por todas partes. Á los gritos añaden los empujones, de modo que al poco tiempo, ya á favor de sus piernas, ya con los codos de los demás, obtuvo lo que más le apremiaba en aquel momento; esto es, el salir de aquella barahunda. CAPÍTULO DECIMOSEXTO ¡Huye! ¡huye! buen hombre; ¡he aquí un convento, allí tienes una iglesia! ¡por aquí! ¡por allí! gritan de todas partes á Renzo. Tocante á huir, júzguese si tenía necesidad de que se lo aconsejaran. Desde el momento mismo en que había empezado á concebir las esperanzas de escapar de las garras de la policía, echó sus cuentas, y pensó que si lo conseguía, saldría sin detenerse, no sólo de la ciudad, sino también del ducado. Porque se había dicho: de cualquier modo que sea, ellos tienen apuntadas mis señas en sus librotes, y con mi nombre y apellido me vienen á prender cuando quieran. Tocante á un asilo, no lo habría buscado hasta que tuviese los esbirros á sus espaldas; porque se había dicho otra vez: Si puedo ser pájaro de bosque, no quiero serlo de jaula. Había, pues, designado para refugiarse cierto pueblo situado en el territorio de Bérgamo, en el cual estaba establecido su primo Bartolo, que si recuerdan los lectores, muchas veces le había invitado á ir. Mas la dificultad consistió en encontrar el camino. Abandonado en un sitio desconocido de una ciudad, para él desconocida también, Renzo tampoco sabía por qué puerta se salía para ir á Bérgamo, y aun cuando lo hubiese sabido, ignoraba el camino que conducía á dicha puerta. Imaginó que le enseñasen el camino alguno de sus libertadores; pero así como en el poco tiempo que había tenido para meditar su posición, le pasaran por la mente ciertas ideas acerca de aquel espadero tan oficioso, padre de cuatro hijos, así, por sí ó por no, no quiso manifestar sus designios á tanta gente reunida, por si acaso hubiese algún otro de la misma índole, resolviendo de súbito alejarse precipitadamente de aquel sitio, y el camino hacérselo enseñar después en un sitio en donde nadie supiese quién era, ni por qué lo preguntaba. En seguida dijo á sus libertadores: “Mil gracias, amigos míos; ¡Dios os bendiga!”. Y saliendo por el lugar que se le hizo inmediatamente, tomó la carrera, se introdujo por una travesía, bajó por una callejuela, y galopó por espacio de largo tiempo sin saber adónde iba. Cuando le pareció que estaba ya bastante lejos, detuvo el paso para no infundir sospechas, y empezó á mirar ya á un lado, ya á otro, para escoger la persona á quien hacer su pregunta, la cara que le inspirase más confianza. Pero aun en esto había dificultad. La pregunta por sí sola era sospechosa; el tiempo urgía; los corchetes apenas vueltos de su pequeño aturdimiento, debían haberse puesto en movimiento para seguir las huellas de su fugitivo; la voz de aquella fuga podía haber llegado hasta allí, y en tales apuros, Renzo debía hacer acaso diez juicios fisionómicos antes de encontrar la figura que le pareciese á propósito. Ese gordiflón que está de pie en la puerta de su tienda con las piernas separadas, las manos detrás, sacado el abdomen, la barba levantada, debajo de la cual colgaba una gran papada, y que no teniendo otra cosa que hacer levantaba alternativamente su temblorosa é informe masa, dejándola caer sobre sus calcañares, tenía el aire de un parlanchín curioso, que en vez de contestar, le hubiera abrumado con preguntas. Ese otro que iba hacia él con los ojos fijos y la boca abierta, lejos de poder enseñar su camino á alguien, parecía apenas saber el suyo. Aquel muchacho, que á la verdad tenía trazas de ser muy despejado, mostraba, sin embargo, ser muy malicioso, y probablemente hubiera tenido el maldito gusto de hacer ir á un infeliz aldeano á la parte opuesta de la que éste deseaba. ¡Cuán cierto es que al hombre embarazado, á cada paso se le presentan nuevos obstáculos! Habiendo visto finalmente á uno que andaba muy aprisa, pensó que éste, teniendo regularmente algún negocio apremiante, le contestaría con prontitud, sin necesidad de más habladurías, y oyendo que hablaba solo, juzgó que debía ser un hombre franco. Después de haberse aproximado á él le dijo: “Por favor, caballero, ¿tendríais la bondad de decirme por qué lado se va á Bérgamo?”. --¿Á Bérgamo? por la puerta Oriental. --Mil gracias; ¿y para ir á la puerta Oriental? --Tomad esta calle á mano izquierda, encontraréis la plaza de la catedral, y luego... --Basta, caballero, ya sé lo demás; Dios os lo pague. Después de lo cual se encaminó precipitadamente hacia el lado que le había sido indicado. El interpelado le siguió un momento con la vista, y combinando en su pensamiento aquel modo de andar con la pregunta, dijo entre sí: ó ha hecho alguna, ó alguno se la quiere hacer. Renzo llegó á la plaza de la catedral; la atravesó, pasó por el lado de un montón de cenizas y carbones apagados, y reconoció los restos de la hoguera, de la cual había sido espectador el día antes; pasó también muy cerca de la escalinata de la expresada catedral, y vió el horno de las muletas, medio destruido y guardado por soldados. Se dirigió vía recta por la calle á la cual había sido arrastrado por la multitud; llegó al convento de capuchinos, echó una ojeada á aquella plaza y á la puerta de la iglesia, y se dijo interiormente: El fraile de ayer me había dado, sin embargo, un buen consejo, el de esperar en la iglesia, con el objeto de hacer algo bueno. Detúvose un momento á mirar atentamente la puerta por la cual había de pasar, y viendo á lo lejos mucha gente que la guardaba, y teniendo la imaginación un poco acalorada (es preciso compadecerle, pues no le faltaban motivos), experimentó cierta repugnancia en arriesgarse á salir por ella. Se hallaba de manos á boca en un lugar de asilo, en donde con la consabida carta sería bien acogido: tuvo fuertes tentaciones de entrar; mas animándose de súbito pensó: pájaro de bosque hasta que se pueda. ¿Quién me conoce? Ciertamente, los esbirros no se dividirán en pedazos para irme á esperar á todas las puertas. Dirigió una mirada á su alrededor para ver si venían por aquel lado, y no descubrió ni esbirros, ni nadie que pareciese ocuparse de él. Sigue adelante, detiene aquellas benditas piernas que querían correr siempre, mientras sólo convenía caminar, y poco á poco, tarareando á media voz, llegó á la puerta. Había justamente ocupando el paso una porción de guardas, y de refuerzo una compañía de arcabuceros españoles; mas todos estaban ocupados en velar las afueras, para no dejar entrar á las gentes que á la nueva de una sublevación acuden, del mismo modo que los cuervos al campo en donde se ha verificado una batalla; de suerte que Renzo, con aire indiferente, los ojos bajos, y con el andar entre viajero y paseante, salió sin que nadie le dijese nada; pero el corazón le palpitaba con fuerza. Advirtiendo á la derecha un pequeño sendero, entró en él para evitar el camino real, y anduvo un buen pedazo antes de volver atrás la vista. Camina sin descanso; encuentra á su paso cabañas, pueblos; sigue adelante sin preguntar su nombre, y seguro de alejarse de Milán, confía ir hacia Bérgamo: por el momento esto le basta. De cuando en cuando se volvía, y á cada instante miraba y se frotaba ya una, ya otra muñeca, doloridas todavía, y señaladas en derredor con una rubicunda raya, vestigios de la cuerda. Sus pensamientos eran, como cualquiera puede imaginarse, una confusa mezcla de arrepentimientos, inquietudes, cólera y ternura; era un estudio pesado el traer á la memoria lo que había dicho y hecho la noche anterior, el descubrir la parte secreta de su dolorosa historia, y sobre todo, cómo habían podido averiguar su nombre. Naturalmente sus sospechas recaían sobre el espadero, á quien recordaba habérselo declarado. Y calculando del modo tan astuto con el cual aquél se lo había sacado, en su aspecto, en sus ofertas y en todas sus preguntas, que tendían siempre á querer saber algo, las sospechas se cambiaban casi en certeza, si bien luego se acordaba confusamente de haber continuado charlando después de la partida del espadero; ¿pero con quién? Adivínalo, grillo. ¿De qué? Aunque recurría á la memoria era en vano; ésta no le decía más, sino que en aquel entonces se hallaba fuera de su casa. El infeliz se perdía en aquellas investigaciones: era como un hombre que ha echado muchas firmas en blanco, y que las ha confiado á uno á quien creía el _non plus ultra_ de la honradez, y después al descubrir que es un petardista y un bribón, quiere obtener de éste que le dé á conocer el estado de sus negocios. ¡Pobrecito!, ¿qué ha de conocer? Todo es confusión. El otro estudio penoso era fundar sobre el porvenir algún proyecto que no fuese al aire, que le pudiese gustar, y que no tuviese desagradables consecuencias; pero bien pronto lo más aflictivo fué poder encontrar el camino. Después de haber andado un buen trozo de él, puede decirse á la ventura, vió que por sí solo no podía lograrlo. Bien es verdad que experimentaba cierta repugnancia al pronunciar la palabra Bérgamo, como si tuviese un no sé qué de sospechoso, de impudente; mas no podía pasar por otro punto. Resolvió, pues, dirigirse, según lo había hecho en Milán, al primer transeúnte, cuya fisonomía simpatizase con él, y así lo verificó. --Estáis fuera del camino, le respondió éste; y después de haber reflexionado un poco, mitad con palabras, mitad con gestos, le indicó la vuelta que tenía que dar para entrar en el camino real. Renzo le dió las gracias, hizo ademán de poner en ejecución todo lo que se le había dicho, se encaminó en efecto, hacia aquel lado con la intención de acercarse al dicho camino real, de no perderlo de vista, de andar costeándolo del mejor modo posible, pero sin poner los pies en él. El designio era más fácil de concebir que de ejecutar. Por último, así andando de derecha á izquierda, y como si dijéramos, haciendo eses, en parte siguiendo las demás indicaciones que se animaba á buscar por todos lados, en parte corrigiéndolas según sus luces y adaptándolas á su intento, ya también dejándose guiar por los caminos en los cuales se hallaba empeñado, nuestro fugitivo había hecho ya cerca de doce millas, cuando no estaba distante de Milán más de seis. Tocante á Bérgamo, era una gran dicha si no se había alejado más. Por lo tanto, empezó á persuadirse que de aquella manera no llegaría á conseguir lo que deseaba, y en su consecuencia trató de buscar otro expediente. El que le vino á la imaginación fué inquirir, por medio de alguna astucia, el nombre de algún pueblo cercano á la frontera, al cual se pudiese dirigir por caminos de travesía, y preguntado por dicho pueblo, se haría enseñar el camino sin necesidad de sembrar por do quier la consabida pregunta sobre Bérgamo, que le parecía oler tanto á fuga, á expulsión y á criminal. Mientras buscaba el modo de reunir todas aquellas noticias sin promover sospechas, vió un verde ramo pendiente en lo alto de la puerta de una aislada cabaña, en las afueras de un lugarcillo. Hacía algún rato que sentía aumentársele la necesidad de restaurar sus fuerzas; calculó que aquel paraje sería á propósito para matar dos pájaros de un sólo tiro, y entró. No había allí más que una anciana con la rueca al costado y el huso en la mano. Pidió algo que comer, y le fué ofrecido un poco de _stracchino_ y vino excelente. Aceptó aquél y rehusó éste (pues le había cogido odio á causa de la mala jugada que le había hecho la noche anterior); se sentó, suplicando á la anciana que se diese prisa. Ésta en un instante lo puso en la mesa, y empezó de súbito á abrumarle con preguntas, tocante á lo que él era y á los grandes acontecimientos de Milán, cuyas voces habían llegado hasta allí. Renzo, no sólo supo eludir las preguntas con mucha destreza, sino que aprovechándose de la dificultad misma, hizo servir á su intento la curiosidad de la vieja que le preguntaba adónde se dirigía. Tengo que ir á varias partes, respondió, y si puedo ahorrar un poquito de tiempo, querría detenerme un instante en ese pueblo de bastante consideración, que se halla en el camino de Bérgamo, próximo á la frontera, pero, sin embargo, perteneciente al territorio de Milán... ¡Cómo se llama! Regularmente habrá alguno, pensaba entre sí. --El que queréis decir es Gorgonzola, contestó la anciana. --¡Gorgonzola! repitió Renzo, como para grabar mejor el nombre en su memoria. ¿Está muy distante de aquí? replicó en seguida. --No lo sé exactamente; estará quizá unas diez ó doce millas. Si estuviese aquí alguno de mis hijos, os la sabría decir. --¿Y creéis que se pueda ir por esos lindos senderos sin tomar el camino real, que tan lleno está de polvo? pero, ¡qué polvo! ¡Ya se ve, hace tanto tiempo que no llueve! --- Me parece que sí: podréis preguntarlo en el primer pueblo que encontraréis á mano derecha; y lo nombró. --Está bien, dijo Renzo: se levantó, tomó un pedazo de pan que le había quedado de su desayuno, pan bien distinto del que había encontrado la víspera al pie de la cruz de S. Dionisio; pagó la cuenta, salió y se encaminó hacia la derecha. Finalmente, para evitar digresiones, diremos que con el nombre de Gorgonzola en la boca, de pueblo en pueblo llegó á dicho punto, cerca de una hora antes de anochecer. Mientras iba andando, había proyectado hacer otra parada, con el objeto de comer algo de sustancia. El cuerpo hubiera agradecido un poco de cama; pero antes de satisfacerlo, Renzo se hubiera dejado caer muerto en el camino. Su designio era informarse en la posada de la distancia del Adda, recabar con destreza algunas noticias sobre alguna travesía que lo condujera, y encaminarse hacia aquel punto, después de haber tomado un refrigerio. Nacido y criado en el sitio en donde el Adda sale por segunda vez, por decirlo así, de las entrañas de la tierra, había oído decir muchas veces que en cierto paraje, y á cierta distancia, sus aguas marcaban los confines del territorio milanés y veneciano: de dicho paraje y distancia no tenía una idea exacta; pero por el momento, el asunto más urgente era atravesarlo, por donde quiera que fuese. Si no llegaba á conseguirlo en aquel mismo día, estaba resuelto á andar hasta que la noche y sus fuerzas se lo permitiesen, y aguardar después el alba en un campo, en algún sitio solitario en donde Dios quisiera, con tal de no ser en una hostería. Habiendo andado un poco por Gorgonzola, divisó una muestra de posada: entró en ella, y pidió al dueño, que le salió al encuentro, alguna friolera que comer y medio cuartillo de vino: algunas millas de más y el tiempo, le habían hecho pasar aquel odio extremado y fanático. “Os ruego que me despachéis pronto, añadió, porque tengo necesidad de volverme á poner al instante en camino”. Y esto lo dijo, no sólo porque era la verdad, sino también por miedo de que pensando el posadero que quisiese dormir allí, no le saliese con la consabida pregunta del nombre y apellido, y de dónde venía, y para qué asunto... ¡Largo, largo! El posadero respondió á Renzo que sería servido, y éste se fué á sentar en uno de los extremos de la mesa, cercano á la puerta, en el sitio de los vergonzosos. Se hallaban en la estancia algunos ociosos, los cuales, después de haber discutido y comentado las grandes ocurrencias de Milán del día anterior, se deshacían por saber cómo habrían ido en aquel mismo día, tanto más, cuanto que las primeras noticias eran más propias para excitar la curiosidad que para satisfacerla: una sublevación, ni reprimida, ni victoriosa, suspendida más bien que terminada á causa de la noche; una cosa truncada, el fin de un acto, más bien que de un drama. Uno de ellos se destacó de la reunión, acercóse al recién llegado, y le preguntó si venía de Milán. --¿Yo? dijo Renzo admirado, para tomar tiempo de responder. --Vos; si no es una indiscreción el preguntároslo. Renzo, meneando la cabeza, apretando los labios, y dejando oir un sonido inarticulado, repuso: Milán, según lo que he oído decir... no debe ser un lugar para poder ir en estos momentos, á menos que haya una grande necesidad. --¿Continúa, pues, todavía hoy el tumulto? preguntó el curioso con más afán. --Sería preciso estar allí para saberlo, replicó Renzo. --¿Pero vos, no venís de Milán? --Vengo de Liscate, respondió con prontitud el joven, que en el ínterin había calculado la contestación. Efectivamente, hablando en rigor, venía de dicho punto, porque había pasado por él, y el nombre lo supo, en cierto paraje del camino, por medio de un viajero que le había indicado que era el primer pueblo que tendría que atravesar para llegar á Gorgonzola. --¡Oh! dijo el amigo, como si quisiese dar á entender: hubierais hecho mejor en venir de Milán; mas, paciencia... ¿Y en Liscate, añadió, no se sabía nada de Milán? --Podría ser muy bien que alguno supiese algo, repuso el aldeano; pero yo, no he oído nada. Y dichas palabras las profirió de esa manera particular que parece querer decir: he concluido. El curioso volvió á su sitio; y un momento después, el posadero se llegó á ponerle la comida en la mesa. --¿Cuánto hay de aquí al Adda? le dijo Renzo entre dientes, con el ademán del bobo, que ya le hemos visto tomar algunas veces. --¿Al Adda... para atravesarlo? --Esto es... sí... al Adda. --¿Queréis pasar por el puente de Cassano, ó por la barca de Canónica? --Por cualquier parte que sea... Únicamente lo pregunto por mera curiosidad. --Es que yo lo digo porque ésos son los sitios por donde pasan las gentes de bien, los que pueden dar cuenta de sus acciones. --Muy bien, ¿y cuánto dista? --Haced cuenta, que tanto por un paraje como por otro, poco más, poco menos, habrá unas seis millas. --¡Seis millas! no creía que estuviera á tanta distancia, dijo Renzo; y luego replicó en seguida, con un aire de indiferencia llevado hasta la afectación: Y luego, si hubiese alguno que tuviera necesidad de acortar, ¿hay otros sitios para poder pasar? --Seguramente, respondió el posadero mirándole fijamente con ojos de maligna curiosidad. Esto bastó para hacer expirar en la boca del joven las demás preguntas que tenía dispuestas. Trajo el plato hacia sí; y clavando la vista en el medio cuartillo de vino, que el posadero había puesto sobre la mesa, juntamente con aquél, dijo: “¿El vino es puro?”. --Como el oro, repuso el posadero; preguntad si no á todos los habitantes del pueblo y sus contornos, que lo saben, y después juzgaréis. Así diciendo se fué á reunir á la compañía. ¡Qué malditos posaderos! exclamó Renzo interiormente: cuanto más los conozco, peores los encuentro. Sin embargo, se puso á comer con gran apetito, prestando al propio tiempo oído, sin demostrarlo, con el objeto de descubrir terreno, de inquirir lo que se juzgaba en el pueblo acerca del grande acontecimiento, en el cual había tenido no pequeña parte, y de observar especialmente si entre aquellos habladores habría algún hombre de bien de quien pudiese fiarse un pobre muchacho para preguntarle el camino, sin temor de ser puesto en apreturas, y forzado á hablar de sus asuntos. --Mas, decía uno, esta vez parece que los milaneses han querido hacerlo de veras. Basta; mañana á lo más tarde se sabrá algo. --Me arrepiento de no haber ido á Milán esta mañana, decía otro. --Si vas mañana, yo iré también, repuso un tercero, y después otro, y otro. --Lo que yo quisiera saber, replicó el primero, es si esos señores milaneses pensarán además en la pobre gente de fuera, ó si tratarán de que se hagan buenas leyes, únicamente para ellos. Bien sabéis cómo son. ¡Orgullosos ciudadanos! ¡todo lo quieren para ellos! ¡los demás, como si no existieran! --Nosotros también tenemos boca, no sólo para comer, sino también para exponer nuestras razones, dijo otro con acento tanto más modesto, cuanto que la proposición era más avanzada; y cuando la cosa esté bien encaminada... Pero creyó mejor no concluir la frase. --No es sólo en Milán en donde hay grano oculto, empezaba otro con ademán misterioso y maligno, cuando he aquí que oyen acercarse un caballo. Todos corren hacia la puerta; y habiendo reconocido al que llegaba, se apresuran á salirle al encuentro. Era éste un comerciante de Milán, que yendo muchas veces al año á Bérgamo, con motivo de su tráfico, solía pasar la noche en aquella posada; y como encontraba casi siempre la misma reunión, los conocía casi á todos. Se agrupan á su alrededor; uno coge la brida, otro el estribo.--¡Bien venido, bien venido! --Bien hallados. --¿Habéis tenido buen viaje? --Bonísimo; ¿y á vosotros, qué tal os va? --Bien, bien. ¿Qué noticias traéis de Milán? --¡Oh! hay grandes y famosas novedades, dijo el comerciante desmontándose y dejando el caballo en manos de un mozo: y además, continuó entrando acompañado de toda la reunión, y á estas horas lo sabréis, acaso, mucho mejor que yo. --¡De veras! Nada sabemos, dijeron algunos, poniéndose la mano sobre el corazón. --¿Es posible?... repuso el comerciante. Pues oiréis hermosas cosas... ó más bien feas. ¡Eh, patrón! mi cama de costumbre, ¿está desocupada? Bien: un vaso de vino, y mi consabido guisado: pronto, pronto; porque quiero acostarme en seguida, para partir mañana muy temprano, y llegar á Bérgamo á hora de almorzar. Y vosotros, añadió, yendo á sentarse al lado opuesto, al cual estaba Renzo silencioso y atento, ¿no sabéis todas las diabluras de ayer? --De ayer, sí. --Mirad, pues, cómo sabéis las novedades. Bien decía yo, que estando aquí siempre de guardia para acechar á los que pasan... --Pero hoy, hoy, ¿qué ha ocurrido? --¡Ah! ¿hoy? ¿no sabéis nada hoy? --Nada absolutamente; no ha pasado nadie. --Pues dejadme remojar los labios, y después os explicaré las cosas de hoy: veréis. Llenó el vaso, lo cogió con una mano, luego con los dos primeros de la otra, levantó los bigotes, se alisó la barba, bebió, y repuso: Hoy, mis queridos amigos, poco ha faltado que no haya sido un día tan turbulento como el de ayer, ó todavía peor; y casi me parece no ser verdad el estar aquí hablando con vosotros; porque había ya abandonado toda idea de viaje, con el único fin, de permanecer guardando mi pobre tienda. --¿Qué diablo había? dijo uno de los oyentes. --Justamente el diablo; veréis: y trinchando la carne que se le había puesto delante, y después comiendo, continuó su narración. Los circunstantes de pie á un lado y otro de la mesa, le estaban escuchando con la boca abierta. Renzo en su sitio, sin que pareciese hacer caso, permanecía atento, acaso más que todos, mascando poco á poco los últimos bocados. --Esta mañana, pues, los bribones que ayer movieron aquel tremendo alboroto, se hallaron en los sitios convenidos (estaban ya de inteligencia, y lo tenían todo preparado de antemano): se reunieron, y empezaron el bonito cuadro de ir corriendo de calle en calle, dando gritos, para juntar á la demás gente del pueblo. Podía compararse aquello, como cuando se barre la casa (con respeto hablando), que cuanto más se avanza mucho más se aumenta el montón de inmundicia. Cuando les pareció que había suficiente gente, se dirigieron á la casa del señor vicario de la provisión. ¡Como si no bastaran las atrocidades que le hicieron ayer! ¡á un señor de su clase! ¡malvados! ¡Y las injurias que vomitaban contra él! Todo era inventado, por supuesto; él es un buen señor, puntual: yo puedo decirlo, que sé todo lo de la casa, y le proveo de tela para la librea de su servidumbre. Se encaminaron, pues, á dicha casa: ¡era preciso ver qué canalla! ¡qué fachas! Figuraos que han pasado por delante de mi tienda: tenían tales caras, que... los judíos del _Viacrucis_ no servían para descalzarlos. ¡Y las blasfemias que salían de aquellas bocas! era cosa de taparse los oídos si no hubiese sido porque no tenía cuenta el darse á conocer. Iban, pues, con la buena intención de saquear; pero... Y aquí levantando y extendiendo la mano izquierda, colocó el extremo del pulgar en la punta de la nariz. --¿Pero?... dijeron casi todos los oyentes. --Pero, continuó el comerciante, se encontraron con la calle cerrada con vigas y carros, y detrás de esta barricada, una magnífica hilera de migueletes, con los arcabuces preparados para recibirlos. Cuando vieron aquel bello aparato... ¿qué hubierais hecho vosotros? --Volver atrás. --Seguramente; así lo hicieron. Pero, ¡ved si no era el demonio el que los conducía! Están en el Cordusio; ven el horno que ayer habían querido saquear, ¿y qué se hacía dentro de aquella tienda? Se distribuía el pan á los compradores. Había allí caballeros, la flor de los caballeros, que vigilaban para que todo fuese con orden. Aquéllos (como iba diciendo, tenían el diablo en el cuerpo, y éste era el que los azuzaba), aquéllos entraron como desesperados; pilla tú, que yo también pillaré: en un abrir y cerrar de ojos, caballeros, panaderos, compradores, panes, bancos, mostrador, cajones, sacos, cedazos, salvado, harina, pasta, todo está revuelto de arriba abajo. --¿Y los migueletes? --Los migueletes tenían que guardar la casa del vicario: no se puede al mismo tiempo repicar y andar en la procesión. Repito que fué en un abrir y cerrar de ojos: coge, coge; todo lo que había que tomar fué llevado. Después se pensó en reproducir la misma diversión de ayer; esto es, el conducir lo restante á la plaza y hacer una hoguera. Ya empezaban los bribones á sacarlo todo de la casa, cuando uno más infame que los demás... ¡Adivinad la proposición que salió de su caletre! --¿Qué fué? --Hacer un gran montón de todo, en la tienda, y pegarle fuego juntamente con la casa. --¿Y lo han verificado? --Esperad: un buen hombre del vecindario ha tenido una inspiración del cielo. Sube á las habitaciones, busca un Crucifijo, lo encuentra, lo coloca en una ventana, toma de la cabecera de un lecho dos velas benditas, las enciende, y las pone á ambos lados de dicho Crucifijo. La gente levanta la vista. En Milán, es preciso decirlo, se conserva todavía un poco de temor de Dios: todos vuelven en sí; quiero decir, la mayor parte. Había diablos que por robar hubieran pegado fuego aun al mismo paraíso; pero viendo que la multitud no era de su parecer, han sido obligados á ceder y estarse quietos. ¡Acertad ahora lo que sucede de improviso! Todos los canónigos de la catedral en procesión, con la cruz, en traje de oro, y monseñor Manzeta, arcipreste, empezó á predicar por un lado, y monseñor Settala, penitenciario, por otro, y después otros por aquí y por allí. Pero, ¡buenas gentes! ¿qué queréis hacer? ¿Es este el ejemplo que dais á vuestros hijos? Volveos á casa; ¿no sabéis que el pan se ha puesto barato más que antes? Pero, id á verlo, que el aviso está fijado en las esquinas. --¿Era verdad? --¡Diablo! ¿Queréis que los señores canónigos fuesen de gran capa á decir mentiras? --¿Y qué hizo el pueblo? --Fueron yéndose poco á poco; corrieron á las esquinas; y el que sabía leer, allí precisamente se encontraba la _meta_. Atended un momento: un pan de ocho onzas por un sueldo. --¡Qué dicha! --Es una buena viña, con tal que dure. ¿Sabéis cuánta harina se ha desperdiciado entre ayer y esta mañana? La suficiente para mantener todo el ducado por espacio de dos meses. --¿Y para fuera de Milán, no han hecho alguna buena ley? --Lo que se ha hecho en Milán no es más que con respecto á la ciudad. No sé qué deciros; para vosotros, será lo que Dios quiera. Por sí ó por no, los alborotos se han concluido. No os lo he dicho todo; ahora viene lo bueno. --¿Hay algo mas todavía? --Hay que ayer noche, ó esta mañana, han sido presos muchos, y de pronto se ha sabido que los jefes serán ajusticiados. Apenas han empezado á esparcirse estas voces, cuando de repente cada uno se ha encaminado á su morada por el camino más corto, por no arriesgarse á ser del número. Milán, cuando yo he salido, se asemejaba á un convento de frailes. --Pero, ¿los ajusticiarán de veras? --Indudablemente; y muy pronto, respondió el comerciante. --Y el pueblo, ¿qué hará? volvió á decir el que había hecho la anterior pregunta. --¿El pueblo? irá á verlos, dijo el comerciante. Tenían tantos deseos de ver morir á un cristiano al aire libre, que querían ¡bribones! ejecutar esta diversión con el señor vicario de la provisión. En cambio tendrán cuatro pícaros, servidos con todas las formalidades, acompañados por capuchinos y por cofrades de la buena muerte; es gente que lo ha merecido. Mirad, es una buena providencia; era una cosa indispensable. Empezaban ya á coger el vicio de entrar en las tiendas y hacerse servir sin meter la mano en el bolsillo: si se les hubiese dejado hacer, después del pan hubiera venido el vino, y así, de una cosa en otra... Juzgad si ellos querrían abandonar voluntaria y espontáneamente una costumbre tan cómoda; y sólo sabré deciros que para una persona honrada que tiene tienda abierta, era una idea muy poco satisfactoria. --Es cierto, dijo uno de los circunstantes.--Es cierto, repitieron los demás en coro. --Y, continuó el comerciante limpiándose la barba con los manteles, la trama es larga; ¿sabéis que había una liga? --¡Una liga! --Una liga: cábalas todas urdidas por los navarros, por ese cardenal de Francia, que tiene un nombre medio turco; ya sabéis quién quiero decir, el que todos los días piensa una cosa nueva para hacer algún desprecio á la corona de España. Pero sobre todo, sus tiros tienden siempre á Milán; porque el muy bellaco, sabe bien que aquí está la fuerza del rey. --¡Vamos! --¿Queréis una prueba? Los que han metido más alboroto en Milán eran forasteros; andaban recorriendo las calles ciertas caras que jamás se habían visto. También olvidaba deciros una cosa que se me ha dado por cierta: la justicia había atrapado á uno en una hostería. Cuando se tocó esta cuerda, Renzo, que no perdía una sílaba de aquella conversación, se sintió sobrecogido de miedo, y dió un pequeño salto en su asiento antes de que pudiese pensar en contenerse. Nadie, sin embargo, se apercibió de ello; y el orador, sin interrumpir el hilo de su narración, continuó: Aún no se sabía de dónde venía, por quién era enviado, ni qué casta de hombre podía ser; pero lo cierto es que era uno de los jefes. Ya ayer, en lo más fuerte de la bacanal, había hecho varias diabluras; y después, no contento todavía, se había puesto á perorar y á proponer, así una pequeña gracia, el asesinar á todos los señores. ¡Infame! ¿Quién mantendría á los pobres si los señores fuesen todos asesinados? La justicia que lo había espiado, le echó las manos encima; le encontraron un paquete de cartas, y lo conducían á la jaula; ¡pero qué! sus compañeros, que rondaban por las inmediaciones de la hostería, acudieron en gran número y salvaron al bribón. --¿Y qué ha sido de él? --No se sabe; se habrá escapado ó estará oculto en Milán: ésa es gente que no tiene casa ni hogar, y encuentran por todas partes donde alojarse y esconderse, mientras que el diablo puede y quiere ayudarles; mas luego, cuando menos se lo piensan, se meten en el lazo; porque en el momento que la pera está madura, es indispensable que salga. Por ahora se sabe de seguro, que las cartas han quedado en poder de la justicia, y que toda la cábala está descrita en ellas, diciéndose que hay por medio mucha gente comprometida. Peor para ellos, que han arruinado medio Milán, y aún no tenían bastante. Dicen que los panaderos son unos bribones: ya lo sé yo también; pero es necesario ahorcarlos, previa disposición judicial. Hay grano oculto, ¿quién lo ignora? Pero á los que mandan corresponde tener buenos espías, é ir á desenterrarlo, y mandar á hacer cabriolas en el aire á los monopolistas, en compañía de los panaderos; y si los gobernantes no hacen nada, á la ciudad corresponde el reclamar, y si no dan oídos á la primera vez, es preciso recurrir otra segunda, pues á fuerza de reclamar se acaba por obtener; y no valerse de medios tan infames, como son el entrar en las tiendas y almacenes á robar á mansalva. Lo poco que Renzo había comido se le convirtió en veneno. Hubiera querido estar mil millas lejos de aquella hostería, de aquel pueblo; y más de diez veces se había dicho á sí mismo: vámonos, vámonos. Pero el temor de infundir sospechas se aumentó considerablemente, y tiranizó de tal modo sus pensamientos, que lo tenía como clavado en su asiento. En semejante perplejidad, pensó que el charlatán debía al fin concluir de hablar de él, resolviendo en su interior el levantarse apenas oyese entablar cualquiera otra conversación. --Por esto es, dijo uno de la reunión, por lo que yo, que sé cómo van esta especie de cosas, y que los hombres honrados no están bien en los alborotos, no me he dejado vencer por la curiosidad, y he permanecido en mi casa. --¿Y yo, me he movido? dijo otro. --Yo, añadió un tercero, si por casualidad me hubiese hallado en Milán, hubiera dejado sin acabar cualquier negocio que fuese, y me habría vuelto prontamente á casa. Tengo mujer é hijos; y luego, digo la verdad, no me gustan los alborotos. Á esto, el posadero, que también se había puesto á escuchar, se dirigió al otro extremo de la mesa, para ver lo que hacía el forastero. Renzo, aprovechando la ocasión, llamó al patrón por señas, pidió la cuenta, la pagó sin regatear, aunque los fondos estaban en decadencia, y sin más, se encaminó directamente hacia la puerta, pasó el umbral, y poniéndose en manos de la Providencia, se dirigió del lado opuesto del cual había venido. CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO Basta con frecuencia un deseo, para no dejar tranquilo á un hombre; ¡juzgad pues, dos á la vez, el uno contrario al otro! El infeliz Renzo tenía desde algunas horas antes dos semejantes en su interior, según ya sabemos; esto es, el deseo de correr y el de estar oculto. Las terribles palabras del comerciante le habían hecho crecer ambos á un tiempo. ¡Conque su aventura había hecho tanto ruido! ¡querían apoderarse de él á todo evento! ¡Quién sabe cuántos esbirros se habrán puesto en campaña para darle caza! ¡cuántas órdenes habrán sido expedidas para vigilar las poblaciones, las posadas y caminos! Si bien pensaba por último que los esbirros que lo conocían eran sólo dos, y que el nombre no lo llevaba escrito en la frente; sin embargo, su imaginación volvía á recordar ciertas narraciones que había oído de fugitivos cogidos y descubiertos por medio de extrañas combinaciones, reconocidos en el modo de andar, en su aire sospechoso, y otras señales impensadas. Todo le hacía sombra. Aunque en el momento que salía de Gorgonzola era el toque de oraciones, y las tinieblas siempre crecientes disminuían los peligros, esto no obstante, tomó á su pesar el camino real, y se propuso entrar en la primera senda que le pareciese conducir hacia el lado adonde deseaba llegar con tanto afán. Al principio encontró algunos viajeros; pero estando llena su fantasía de tristes aprehensiones, no tuvo el valor suficiente para acercarse á preguntar el camino á cualquiera de ellos. El posadero ha dicho que hay seis millas, pensaba: si hay ocho ó diez caminando por senderos, las piernas que han hecho las demás harán también éstas. Hacia Milán de seguro no voy, pues me encamino con dirección al Adda: andando, andando, llegaré tarde ó temprano: el Adda tiene buena voz; y cuando esté cerca, no hay necesidad de que me lo enseñen: si hay alguna barca para poderlo pasar, lo pasaré en seguida; si no, me detendré hasta la mañana en un campo descansando sobre la yerba, como el gorrión: vale más dormir sobre la yerba que en una cárcel. Poco después divisó á su izquierda un pequeño camino de travesía, y entró en él. Entonces, si hubiese topado con alguno, no hubiera gastado tantas ceremonias para hacerse enseñar el camino; mas no se sentía alma viviente. Andaba, pues, por donde el camino lo conducía, y pensaba: “¡Yo hacer diabluras! ¡yo asesinar á todos los señores! ¡Un paquete de cartas, yo! ¡Mis compañeros que me estaban guardando las espaldas! Pagaría cualquiera cosa de encontrarme cara á cara con ese comerciante al otro lado del Adda (¡ah, cuándo habré pasado ese bendito Adda!) detenerle, y preguntarle con política, en dónde había pescado tantas y tan frescas noticias. Sabed ahora, mi querido señor, que la cosa ha tenido lugar de este y de este modo: que las diabluras que he hecho, han sido prestar auxilio á Ferrer, como si fuera un hermano mío; tened entendido, que los bribones, que á vuestro parecer eran mis amigos, en cierto momento me han querido hacer una mala partida, porque he hablado como buen cristiano; sabed que mientras vos estabais guardando vuestra tienda, yo me dejaba romper las costillas para salvar á vuestro señor vicario de la provisión, á quien jamás había visto ni conocido. Podéis esperar á que me mueva otra vez para socorrer á los señores... “Es verdad que es preciso hacerlo en conciencia, porque ellos componen también el prójimo. Y ese gran paquete de cartas, en donde estaba toda la cábala que ha caído en poder de la justicia, según vos sabéis de cierto, veréis cómo lo hago comparecer aquí, sin auxilio del diablo. ¿Tenéis curiosidad de verlo? Helo aquí... ¡Es una sola carta!... Sí señor, una sola carta; y esta carta, si queréis saberlo, la ha escrito un religioso que puede enseñaros la doctrina, y daros lecciones de todo; un religioso que, sin haceros injuria, vale más un pelo de su barba que toda la vuestra; y esta carta la ha escrito, como veis, á otro religioso, que es también un sujeto... ¡Ved ahora quiénes son los bribones mis amigos! Otra vez sed más mesurado para hablar, principalmente cuando se trata del prójimo”. Mas después de algún tiempo, estos pensamientos y otros semejantes, cesaron enteramente; las circunstancias presentes ocupaban todas las facultades del pobre viajero. El temor de ser perseguido ó descubierto, que había amargado tanto su viaje, durante el día, no le daba ya cuidado; ¡pero qué de cosas se lo volvían mucho más enojoso! Las tinieblas, la soledad, el cansancio siempre creciente y más penoso. Soplaba un viento frío, uniforme, penetrante, que debía hacer un flaco servicio al que se hallaba aún con los mismos vestidos que se había puesto para ir en cuatro brincos á las bodas, y volver en seguida triunfante á su casa; y lo que hacía el caso aún más grave, era el caminar á la ventura, y buscar, sin saber dónde, algún lugar de reposo y de seguridad. Cuando llegaba á atravesar alguna población, andaba muy despacio, mirando, sin embargo, si había alguna puerta abierta todavía; mas no vió otra señal de gente que estuviese despierta, que una que otra luz, al través del encerado de alguna ventana. En el camino fuera de poblado, se paraba de cuando en cuando, escuchaba atentamente para ver si oía el murmullo del bendito Adda, pero en vano. Lo único que percibía era el aullido de perros, que partía de alguna cabaña solitaria, vagando por el espacio, y yéndose á perder aflictivo y amenazador á la vez. Al acercarse, el aullido se convertía en un ladrar terrible y furioso: al pasar por delante la puerta, sentía, veía casi al animal, con el hocico pegado á una pequeña abertura de dicha puerta, y redoblar los ladridos, circunstancia que le quitaba la tentación de llamar y de pedir un abrigo. Quizá, aun, sin el miedo á los perros, tampoco se hubiera resuelto. “¿Quién es? pensaba; ¿qué queréis á estas horas? ¿cómo habéis llegado aquí? Daos á conocer. ¿No hay por ventura posadas donde alojarse?”. He aquí, si llamo, la mejor respuesta que me darán, en caso de que no halle algún medroso que no duerma, y al fin y al cabo se ponga á gritar ¡socorro! ¡ladrones! Es indispensable tener de pronto una respuesta categórica que dar; y ¿qué he de responder yo? El que oye ruido de noche, no le viene á la imaginación más que ladrones, gente de mal vivir, y asechanzas; no se calcula que un hombre honrado puede encontrarse de noche en un camino, si éste no es un caballero que va en carruaje. Hechas las anteriores reflexiones, reservaba semejante partido para un caso extremo de necesidad, y seguía adelante, con la esperanza á lo menos de descubrir el Adda, si no podía pasarlo aquella misma noche, y en la firme resolución de no llegar al día claro sin lograr su objeto. Caminando, llegó á un paraje donde la campiña cultivada iba á morir en un arenal, cubierto de helechos y débiles arbolitos. Esto le pareció, si no un indicio, á lo menos cierta consecuencia de un río inmediato, y se introdujo en él, siguiendo un sendero que lo atravesaba. Cuando hubo dado algunos pasos, se paró á escuchar; pero aún en vano. Lo selvático de aquel sitio, el no haber siquiera un moral, ni una vid, ni otras señales de cultivo humano, que antes parecía que le hacían compañía, iban aumentando el fastidio del viaje. Sin embargo, siguió adelante; y así como en su imaginación empezaban á presentársele ciertas imágenes, ciertas apariciones, vanos restos de narraciones é historias que había oído contar siendo niño, así también para rechazarlas ó apaciguarlas recitaba, á medida que iba andando, varias oraciones por las almas de los finados. Poco á poco fué encontrando arbustos más altos, ciruelos, encinas enanas. Siguiendo adelante, y alargando el paso, con más impaciencia que deseo, empezó á descubrir entre la maleza algunos árboles esparcidos; y avanzando siempre por el mismo sendero, llegó á un espeso bosque. Experimentaba cierta repugnancia á entrar en él; pero la venció, y aunque de mala gana, continuó avanzando. Cuanto más se internaba, tanto más crecía su repugnancia; todo le fastidiaba. Los árboles que veía en lontananza se le representaban á manera de figuras extrañas, deformes, monstruosas; la sombra de las copas ligeramente agitadas que se veían mover sobre el sendero iluminado por la luna, le disgustaba; el mismo crujir de las hojas secas que aplastaba ó movía al andar, tenía para su oído un cierto no sé qué de siniestro. Las piernas experimentaban una especie de frenesí, un impulso de correr, y al mismo tiempo parecía que abrumadas por el cansancio se negasen á sostener la persona. Percibía la nocturna brisa, que á cada momento más fría y maligna azotaba su frente y mejillas: la sentía correr entre los vestidos y la carne arreciándola, y penetrar hasta los huesos quebrantados por el cansancio, apagando los últimos restos de su vigor. Hubo un momento en que aquel fastidio, aquel horror indefinible, contra los cuales su razón combatía hacía algún tiempo, parecieron de repente vencerlo. Estaba á punto de perder la cabeza; pero asustado más bien de su propio terror que no de cualquier otra cosa, llamó en su ayuda á su antiguo valor y arrojo. Así, tranquilizado un instante se detuvo con objeto de deliberar. Resolvió salir en seguida de aquel paraje por el camino que ya había andado, ir directamente al último pueblo por el cual había pasado, volver á gozar de la compañía de los hombres, y buscar un asilo aun en la misma posada. Al pararse, las hojas secas dejaron de crujir bajo sus pies; y estando todo silencioso á su alrededor, empezó á sentir cierto rumorcillo, cierto murmullo; era el susurro de agua corriente. Escucha; no hay duda, exclama: ¡es el Adda! Se hubiera dicho que había vuelto á encontrar á un amigo, á un libertador. El cansancio casi desapareció, su pecho volvió á latir, la sangre comenzó á circular vigorosa y libremente por todas sus venas; sintió renacer la confianza en sus ideas y desvanecerse en gran parte aquella turbación y vaga inquietud, aquellos temores de los cuales era presa su alma. En su consecuencia no vaciló en internarse más en el bosque en busca de aquel amistoso murmullo. Á los pocos momentos llegó á la extremidad de la llanura, á orillas de una extensa ribera, viendo al través de la maleza que por todas partes la cubría, brillar y correr el agua. Extiende más la vista y descubre la vasta llanura de la ribera opuesta, sembrada de aldeas; un poco más allá, multitud de colinas, sobre una de las cuales divisa una gran mancha blanquecina, en la que cree distinguir una ciudad, Bérgamo seguramente. Da algunos pasos por la pendiente, separando con manos y brazos la maleza, con el objeto de ver si se mueve en el lago algún barquichuelo ó siente ruido de remos; mas nada ve, nada siente. Si hubiese llegado á ser otro río que no fuese el de Adda, Renzo habría bajado entonces á tentar el vado; pero sabía muy bien que el Adda no se podía tratar con tanta confianza. Por lo tanto, se puso á consultar entre sí, con mucha sangre fría, el partido que debería tomar. Recostarse en la yerba y permanecer aguardando la aurora, acaso seis horas que aún podía tardar en aparecer, con un viento tan frío, con la escarcha, vestido tan á la ligera, era cosa de quedarse arrecido. Dar paseos arriba y abajo todo aquel tiempo, además de haber sido una ayuda muy poco eficaz contra el rigor del sereno, era exigir demasiado de aquellas pobres piernas, que habían hecho ya más de lo que debían. Mas de pronto recordó haber visto en uno de los campos más próximos al arenal, una de esas chozas construidas de troncos y ramas, y cubiertas de tierra por la parte exterior, en las cuales los labradores del Milanesado acostumbran en el verano depositar la recolección y refugiarse para guardarla: en las demás estaciones, están abandonadas. La escogió, pues, para su albergue; pasó de nuevo el sendero, atravesó el bosque, los matorrales, el arenal, y se dirigió hacia la choza. Había una carcomida y medio desquiciada puerta, sin llave ni cadena; Renzo la abre y entra; ve suspendido en el aire, y sostenido por gruesas ramas, un cañizo á manera de hamaca, mas no cuida de subir á él. Divisó en el suelo un poco de paja, y piensa que en ella no dejaría de saborear las dulzuras del sueño. Antes de echarse sobre aquel lecho que la Providencia le había deparado, se arrodilló para darle gracias por dicho beneficio y por toda la asistencia que había recibido en aquel terrible día. En seguida rezó sus acostumbradas oraciones, y terminadas pidió perdón á Dios de no haberlas dicho la noche anterior; ó para repetir sus mismas expresiones, el haberse ido á dormir como un perro, y todavía peor. Por esto es, añadió para sí, apoyando las manos sobre la paja y tendiéndose á la larga; por esto, me ha caído en suerte esta mañana tan bella manera de despertar. Después recogió toda la paja que quedaba en torno suyo, colocóla encima de su cuerpo, haciendo del mejor que pudo una especie de cobertor para templar el frío, que aun allí dentro se dejaba sentir bastante, y se acurrucó debajo, con intención de echar un buen sueño, pareciéndole que le había costado más caro de lo regular el conseguirlo. Apenas hubo cerrado los ojos, empezaron en su memoria ó en su imaginación (el lugar preciso no sabré indicarlo), empezaron, repito, á ir y venir las imágenes de tantas gentes, tan tumultuosa é incesantemente, que adiós, el sueño desapareció. Veía el notario, los esbirros, el espadero, el posadero, Ferrer, el vicario, la reunión de la hostería; en seguida las turbas que recorrían las calles, luego D. Abundio, después D. Rodrigo, gentes todas con las cuales había tenido Renzo que hacer. Tres solas imágenes se presentaban no acompañadas de memoria alguna amarga, limpias de toda sospecha, enteramente amables; y dos principalmente, á la verdad muy distintas, pero estrechamente ligadas al corazón del joven, á saber: una trenza de negros cabellos, y una barba blanca. Mas á pesar del consuelo que experimentaba al detener su pensamiento sobre dichas imágenes, distaba mucho de ser puro y tranquilo. Pensando en el buen fraile, sentía con más viveza la vergüenza de sus propias calaveradas, de su torpe intemperancia, del poco caso que había hecho de los paternales consejos de aquél, y ¡contemplando la imagen de Lucía! no podemos decir todo lo que experimentaba: el lector sabe las circunstancias; por consiguiente, dejamos que se lo imagine á su voluntad. ¡Y la pobre Inés, cómo hubiera podido olvidarla! Inés, que lo había elegido, que lo consideraba como si no compusiesen más que una sola persona él y su hija; que antes de recibir de Renzo el nombre de madre, había tomado el lenguaje, el corazón, y demostrado con hechos su tierna solicitud. Pero que la infeliz mujer se encontrase al presente echada de su casa, fugitiva, incierta acerca del porvenir; que no hallase más que penas y aflicciones en donde había esperado encontrar la tranquilidad y alegría en sus últimos días, y que su benevolencia y generosas intenciones habían sido la única causa de todo; he aquí el más agudo y punzante de los dolores que existía en el corazón de nuestro joven. ¡Qué noche, pobre Renzo! ¡Y ésta que debía ser la quinta de sus bodas! ¡Qué cámara, qué lecho nupcial! ¡y luego qué jornada! ¡Y para llegar á aquel mañana, qué serie de días! “Sea lo que Dios quiera, respondía á los pensamientos que más le apesadumbraban; sea lo que Dios quiera: él sabe lo que hace y vela siempre por nosotros: váyase todo en cuenta de mis pecados. ¡Lucía es tan buena! ¡no querrá hacerla sufrir por espacio de mucho tiempo!”. En medio de tales meditaciones, desesperando de poder conciliar el sueño, y dejándose sentir el frío cada vez más, hasta el punto de hacer tiritar todo su cuerpo y castañetear los dientes, suspiraba por la venida del día, y medía con impaciencia el lento correr de las horas. Digo que las medía, porque á cada media hora oía en aquel vasto silencio las campanadas de un reloj: probablemente sería el de Trezzo. La primera vez que hirió sus oídos tan inesperado ruido, sin que pudiese tener idea alguna de su origen, sintió una sensación misteriosa y solemne, como el aviso que viniese de una persona invisible, con voz desconocida. Por último, cuando la campana hubo dado once golpes[16], que era la hora dispuesta por Renzo para levantarse, se incorporó medio aterido, se arrodilló y rezó con más fervor que de costumbre las oraciones de la mañana, se puso en pie, se esperezó, sacudió todos sus miembros con el objeto de darles su ordinaria elasticidad, porque parecía que cada uno obraba por sí solo; se sopló una mano, después la otra, se las restregó, y abrió la puerta de la choza. Lo primero que hizo fué echar una ojeada á un lado y á otro para ver si había alguien. No divisando á nadie, buscó con la vista el sendero que anteriormente había recorrido; lo reconoció en seguida y se encaminó á él. La atmósfera anunciaba un hermoso día; la luna en su menguante, pálida y sin rayos, brillaba con todo en el inmenso espacio de un cielo ceniciento y azul, que poco á poco hacia el Oriente iba desvaneciéndose ligeramente en una rosada tinta. Más lejos, tocando con el horizonte, se extendían en largas fajas desiguales algunas nubes más bien azuladas que oscuras, de las cuales las últimas estaban orladas de una banda como de fuego, que por momentos se volvía más viva y resplandeciente. Al Mediodía, otro grupo de nubes, ligeras y aéreas, por decirlo así, iban tiñéndose de mil colores sin nombre. Aquél era el cielo de Lombardía, tan hermoso cuando está despejado, tan esplendente cuando está pacífico. Si Renzo se hubiese hallado en aquel paraje por su gusto, ciertamente se hubiera detenido á contemplar aquella alborada tan diferente de las que tenía costumbre de ver en sus montañas; mas al presente sólo atendía á su camino, andando á buen paso, para entrar en calor y llegar más pronto. Pasa los campos, el arenal, los matorrales; atraviesa el bosque, mirando á todos lados, riendo y avergonzándose al mismo tiempo del terror que había experimentado pocas horas antes. Llega por último á la margen del río, tiende la vista á lo lejos, y al través de la maleza descubre una barquilla de pescador que viene deslizándose lentamente contra la corriente, rozándose casi con la orilla. Baja en seguida por el camino más corto por entre las zarzas y espinos, y desde la citada orilla llama á media voz al pescador, con la intención de manifestar que pedía un servicio de poca importancia; pero sin apercibirse de que lo hacía con voz medio suplicante, le hizo señas para que se aproximase. El pescador lanza una ojeada á lo largo de la ribera, mira atentamente el agua que viene, se vuelve á mirar á su espalda el agua que va, dirige en seguida la proa hacia Renzo, y atraca. Éste, que permanecía en la misma orilla, casi tocando el agua con los pies, se afirma á la proa del batel, salta dentro, y dice: “¿Me haréis el favor, pagando por supuesto, de trasladarme á la orilla opuesta?”. El pescador lo había adivinado, y ya volvía la proa hacia aquel lado. Viendo Renzo otro remo en el fondo de la barquilla, se inclina y lo coge. --Despacio, despacio, dijo el barquero; pero al ver luego con qué maestría el joven había empuñado el remo, y se disponía á manejarlo: ¡ah, ah! repuso, ¿sabéis el oficio? --Un poquito, contestó Renzo; y se puso á remar con un vigor y una destreza que no eran de un aficionado. Sin descansar un instante, lanzaba de cuando en cuando una sombría mirada á la orilla de la cual se alejaba, y otra con impaciencia sobre la que se dirigía, y se desesperaba de no poder ir por el camino más corto; pues la corriente era en aquel paraje demasiado rápida para cortarla en línea recta, y la barca, ora siguiendo dicha corriente, debía hacer una travesía diagonal. Como acontece en todos los asuntos un poco embrollados, que las dificultades en un principio se presentan en masa, y después aparecen minuciosamente; Renzo, ahora que casi había pasado, por decirlo así, el Adda, le fastidiaba el no saber de positivo si el río en aquel sitio servía de límites á los dos estados, ó si superado dicho obstáculo, le quedaría algún otro que vencer. Por lo tanto, llamando al pescador y señalándole por medio de un movimiento de cabeza la señal blanquecina que había visto la noche anterior, y que entonces se divisaba con más claridad, dijo: “¿Es Bérgamo aquel pueblo?”. --La ciudad de Bérgamo, replicó el pescador. --¿Y esa ribera, es de su territorio? --No, que es del de S. Marcos. --¡Viva S. Marcos! exclamó Renzo. El pescador nada dijo. Tocan, finalmente, á la orilla tan deseada; Renzo se precipita á ella; da gracias á Dios desde el fondo de su corazón, y después se las manifiesta al barquero; mete la mano en el bolsillo, saca una _berlinga_, que atendidas las circunstancias, no fué poco desprendimiento, y se la entrega al buen hombre, el cual, después de haber echado una ojeada á la ribera milanesa y á toda la extensión del lago, alarga la mano, recibe el regalo que se le hace, lo guarda; luego aprieta los labios, forma con el índice y el pulgar una cruz, y acompañando dicho gesto con una mirada expresiva dice: “buen viaje”, y se vuelve por donde había venido. Para que el lector no se maraville demasiado de la tan pronta y discreta cortesanía del pescador, debemos advertirle, que el tal individuo, requerido con frecuencia, para semejantes servicios por contrabandistas y bandidos, estaba acostumbrado á prestarlos, no tanto por el motivo de una escasa, é incierta ganancia que le pudiese sobrevenir, cuanto por no crearse enemigos entre aquella clase de gentes. Prestaba dichos servicios, repito, siempre que estaba seguro de no ser visto por los guardas, esbirros y espías. Así, sin querer más á los primeros que á los segundos, procuraba tenerlos contentos á todos, con esa imparcialidad que es la dote ordinaria del que se ve precisado á tratar con unos, y está sujeto á dar cuenta de sus acciones á otros. Renzo se detuvo un momento sobre la ribera, con el objeto de contemplar la opuesta, aquella tierra que poco antes abrasaba bajo sus pies. “¡Ah, he aquí que ya estoy fuera!”, tal fué su primer pensamiento. “¡Permanece ahí, maldito país!”, fué el segundo, el adiós á su patria; mas el tercero fué el recordar á los qué dejaba en él. Entonces cruzó los brazos sobre el pecho, arrojó un suspiro, fijó la vista sobre el agua que corría á sus pies. “¡Ella ha pasado por debajo del puente!” pensó: así, según el uso de sus compatriotas, llamaba por antonomasia el puente de Lecco. “¡Ah, pícaro mundo! Basta; sea lo que Dios quiera”. Volvió las espaldas á tan tristes objetos, y se puso en marcha, tomando por punto de vista la mancha blanquecina que se hallaba sobre el declive de la montaña, hasta que encontrase alguno para hacerse enseñar el verdadero camino. Era necesario ver con qué desembarazo se acercaba á los viajeros, y cómo sin rodeos ni ambages pronunciaba el hombre del pueblo en donde vivía su primo. Por el primero á quien se dirigió, supo que todavía le faltaban nueve millas para llegar. El viaje no fué tranquilo. Sin hablar de los disgustos que acompañaban á Renzo, los objetos dolorosos que se le presentaban contribuían á aumentar más y más su aflicción. Demasiado reconocía que en el país, en el cual entraba, hallaría la misma penuria que había dejado en el suyo. En todo el camino, y más aún en los campos y aldeas, encontraba á cada paso mendigos, que no lo eran de oficio, y que manifestaban más bien la miseria en el semblante que en el traje. Eran labradores montañeses, artesanos, familias enteras: percibíase un ruido sordo, mezclado de súplicas, lamentos y gemidos. Semejante espectáculo, además de la compasión y melancolía que le causaba, le hacía pensar en sus propios asuntos. “¡Quién sabe! se decía sumamente pensativo, si encontraré qué hacer; si habrá trabajo como los años anteriores. ¡Bah! Bartolo me quería mucho: es un excelente muchacho; ha ganado bastante dinero; me ha invitado infinitas veces; por consiguiente, no me abandonará. Y después, la Providencia me ha socorrido hasta ahora, y me socorrerá también en lo sucesivo”. En el ínterin, se le había despertado el apetito, y á medida que trascurría tiempo, se aumentaba cada vez más; pues aunque Renzo, cuando empezó á sentirlo, calculase que podía resistir sin grande incomodidad las dos ó tres millas que le faltaban, pensó por otro lado que no sería regular el presentarse á su primo, como un hambriento pordiosero, y decirle por primer saludo: “dame de comer”. Sacó del bolsillo todas sus riquezas, las deslizó sobre una de sus manos, y echó la cuenta. Para esto no se requería saber mucha aritmética; mas sin embargo, había lo suficiente para hacer una buena comida. Entró, pues, en una posada á restaurar su estómago, y después de haber pagado le quedaron todavía algunos sueldos. Al salir, vió al lado de la misma puerta, que por poco no las pisa, más bien tendidas en el suelo que sentadas, dos mujeres, la una ya anciana, la otra más joven, con un tierno niño, el cual, después de haber chupado en vano sus pechos, lloraba sin consuelo; todos estaban pálidos como la muerte. De pie, junto á ellas, se hallaba un hombre, en cuyo semblante y miembros podían traslucirse todavía algunas señales de su antiguo vigor, domado ahora y casi apagado por una larga abstinencia. Los tres tendieron la mano á Renzo, que salía con paso intrépido y reanimado aspecto; ninguno hablaba: ¡qué más podía decir una súplica! --¡He aquí la Providencia! dijo Renzo; y metiendo repentinamente la mano en la faltriquera, vació los pocos sueldos que contenía, los puso en la mano que halló más próxima, y continuó su marcha. La ligera comida, y aquella buena obra (ya que estamos compuestos de alma y cuerpo) habían fortalecido y alegrado todos sus pensamientos. En efecto, al verse de aquel modo despojado de su último dinero, tuvo más confianza en el porvenir, que no había tenido antes; porque si para sostener ese día á aquellos infelices, la Providencia había reservado las últimas monedas de un forastero fugitivo, incierto aún de los medios que emplearía para vivir, ¿cómo podía creer que quisiese dejar en seguida en igual apuro, á aquél del cual se había servido en la consabida ocurrencia, y á quien había inspirado un sentimiento de piedad tan vivo, tan eficaz y generoso? Tales eran, con poca diferencia, las ideas del joven, menos claras, sin embargo, que las que yo he sabido expresar. En el resto de su viaje fué pensando en sus asuntos, los cuales no le presentaban ninguna dificultad. La escasez debía concluir; todos los años se siega: entretanto tenía al primo Bartolo y su propia industria; además, en su casa también tenía algún dinero, que mandaría en seguida que se lo remitieran: con él, poniéndose en lo peor, tendría con qué vivir hasta que volviera la abundancia. He aquí, pues, vuelta la abundancia, pensaba interiormente Renzo, la furia del trabajo renace; los amos se agitan á porfía para obtener operarios milaneses, que son los que mejor saben el oficio: éstos se engríen: el que quiere gente hábil, que la pague; se gana para la subsistencia, y también para hacer algunos ahorros, y se manda decir á las mujeres que vengan... Y luego, ¿por qué tanto esperar? ¿No es cierto que con lo poco que tenemos de reserva habríamos pasado en aquellos sitios todo el invierno? Del mismo modo podremos pasar aquí. Curas, los hay en todas partes. Que vengan aquellas dos queridas mujeres; aquí pondremos casa. ¡Qué placer, el ir paseando todos juntos por este mismo camino! ¡el ser conducidos hasta el Adda en carruaje, merendar en las mismas márgenes, y desde éstas manifestar á las damas el sitio en que me he embarcado, los matorrales que he atravesado, y el paraje desde donde me he puesto á mirar si descubría algún batel! Por último llegó al pueblo de su primo. Al entrar, casi antes de poner los pies en él, distinguió una casa muy alta, guarnecida de largas y numerosas ventanas. Reconociendo que era una fábrica de hilados, se introdujo en ella, preguntando en alta voz, á causa del ruido de las ruedas y del agua que caía, si estaba allí un tal Bartolo Castagneri. --¿El señor Bartolo? allí está. --¡Señor! Buena señal, pensó Renzo: divisó al primo, y corrió á su encuentro. Éste se vuelve y reconoce al joven, que le dice: Heme aquí. Lanza un ¡oh! de sorpresa, levanta los brazos y se precipita á su cuello. Después de las primeras demostraciones de afecto, Bartolo conduce á nuestro joven á otra pieza lejos del estrépito de las máquinas y de las miradas de los curiosos, y le dice: Tengo un gran placer en verte; pero eres un pobre muchacho: te he invitado tantas veces, y no has querido venir nunca, y ahora llegas en momentos un poco críticos. --¿Quieres que te lo diga francamente? No he venido por mi voluntad, dijo Renzo; y con la mayor brevedad, y no sin mucha emoción, le refirió su dolorosa historia. --Esto es muy distinto, repuso Bartolo. ¡Oh, mi pobre Renzo! Mas ya que has contado conmigo, puedes estar seguro que no te abandonaré. Verdaderamente, ahora no se trata de buscar operarios; de modo que todos á duras penas conservan los suyos, y esto lo hacen por no perderse, y por no interrumpir su comercio; pero mi amo me aprecia bastante y tiene dinero: á decir verdad, sin que sea jactancia, la mayor parte de su fortuna á mí me la debe; él ha puesto el capital y yo mi industria. ¿Sabes que soy el primer operario? Y luego, por decirlo de una vez; soy el _fac totum_. ¡Pobre Lucía Mondella! Me acuerdo de ella como si fuese ayer; es una buena muchacha. Siempre la más recogida en la iglesia; y cuando uno pasaba por delante de su casita... ¡Qué casita aquélla! Todavía me parece que la estoy viendo; situada casi fuera del pueblo, con una hermosa higuera que sobresalía de la tapia... --No, no; no hablemos de eso. --Quiero decir que cuando uno pasaba por frente de aquella casita se oían siempre las devanaderas, que daban vueltas y más vueltas. ¡Y el consabido D. Rodrigo! Ya en mi tiempo seguía las mismas huellas; pero ahora, á lo que parece, hace diabluras á montones, hasta que Dios le deje la brida sobre el cuello. Por lo demás, como te iba diciendo, aquí también se padece su poquito de hambre... Á propósito, ¿cómo estás de apetito? --He comido en el camino muy poco tiempo hace. --¿Y á qué altura nos hallamos de dinero? Renzo llevó el pulgar á la boca, y haciendo tropezar la uña con los dientes, dejó oir un ruidito casi imperceptible. --No importa, dijo Bartolo: yo tengo; no hay que pensar en ello, que pronto, muy pronto, las cosas cambiarán, si Dios quiere: entonces tú me lo devolverás, y te pondrás bajo el mismo pie que yo. --En casa todavía tengo alguna cosita, y dispondré que me la manden. --Está bien: en el ínterin cuenta conmigo. Dios me ha dado bienes para que haga bien; y si no lo hago á los parientes y amigos, ¿á quién se lo he de hacer? --Lo tengo ya dicho: ¡oh, el destino! exclamó Renzo, estrechando afectuosamente la mano de su buen primo. --¿Conque en Milán han movido tan grande alboroto? repuso el último. Aquella gente me parece un poco loca. Las voces se habían esparcido ya por aquí; pero quiero que tú me lo cuentes más minuciosamente. Ambos tenemos de qué hablar. Aquí, sin embargo, tú mismo lo ves; todo va con más tranquilidad, y las cosas se hacen con un poco más de juicio. La ciudad ha comprado dos mil cargas de trigo á un comerciante que vive en Venecia, trigo que viene de Turquía; pero cuando se trata de comer, no se mira tan de cerca. Escucha ahora lo que sucede: los rectores de Verona y de Brescia cierran los pasos, y dicen: por aquí no pasa trigo. ¿Qué hacen entonces los de Bérgamo? Despachan á Venecia á Lorenzo Torre, que es un abogado de los buenos: marcha precipitadamente, se presenta al Dux, y le dice: ¿qué idea han tenido esos señores rectores?... ¡Vaya un discurso! ¡un discurso digno de imprimirse! ¡Lo que es tener un hombre que sabe hablar! En seguida se expide una orden para que se deje pasar el grano, y que los rectores no sólo lo dejen pasar, sino que es preciso que lo hagan escoltar; y he aquí que ya está en camino. También se ha pensado en la campiña. Juan Bautista Biava, enviado de Bérgamo en Venecia, excelente sujeto por cierto, ha hecho presente al senado que también en la campiña se padecía hambre; y dicho senado ha concedido cuatro mil _staia_[17] de mijo, lo cual también ayuda á hacer pan: y además, ¿lo quieres saber? si no hay pan, comeremos otra cosa. Como ya he dicho, el Señor me ha dado bienes. Ahora te presentaré á mi amo, le he hablado de ti muchas veces; y te recibirá bien. Es un buen habitante de Bérgamo, un hombre chapado á la antigua, de excelente corazón. Verdaderamente, ahora no te aguardaba; pero cuando oirá tu historia... Y después, sabe que los operarios le tienen cuenta, porque la carestía pasa y el comercio dura. Mas antes de todo, es indispensable que te advierta una cosa. ¿Sabes cómo nos llaman en este país á los que somos del estado de Milán? --¿Cómo? --Nos llaman bobos. --No es del todo un bonito nombre. --Lo mismo da: el que ha nacido en el territorio de Milán y quiere vivir en el de Bérgamo, debe tomarlo con cachaza. Para esta gente, el dar el nombre de bobo á un milanés, es como dar el tratamiento de ilustrísima á un caballero. --Presumo que lo dirán al que quiera dejárselo decir. --Querido mío, si no estás dispuesto á tragarte la palabra _bobo_ á todo pasto, no cuentes con poder vivir aquí. Sería preciso estar siempre con el cuchillo en la mano; y cuando tú (es una suposición) hubieses matado dos, tres ó cuatro, vendría uno por último que te mataría; y entonces, ¡qué bello gusto el comparecer ante el tribunal de Dios cargado con tres ó cuatro homicidios! --¿Y un milanés que tenga un poco de... Aquí se golpeó la frente con la mano según había hecho en la hostería de la _Luna llena_; quiero decir, uno que sepa bien su oficio? --Lo mismo: aquí es también un bobo. ¿Sabes cómo se expresa mi amo cuando habla de mí con sus amigos? Ese bobo me ha sido enviado por Dios para mi comercio; si no tuviese á ese bobo, estaría bien enredado. Ésta es la costumbre. --Es una costumbre muy necia, y sobre todo viendo lo que sabemos hacer. Además, ¿quién ha traído aquí semejante arte? ¿quién le hace andar más que nosotros? ¿Es posible que esto no los haya corregido? --Hasta ahora, no; con el tiempo podrá ser: los muchachos que vengan detrás, acaso cambiarán; pero con respecto á los hombres hechos, no hay remedio; han tomado ese vicio, no lo abandonarán jamás. Pero al fin y al cabo, ¿qué es esto? Mucho peor es lo que te han hecho, y te querían hacer además nuestros queridos compatriotas. --Ya, es verdad: si no otro mal... --Ahora que estás convencido, todo irá bien. Ven á ver al amo; y sobre todo, ánimo. En efecto, todo salió á medida del deseo: las promesas de Bartolo se realizaron; por lo tanto, nos abstenemos de hacer una particular mención, por considerarlo inútil. Esto fué ciertamente providencial, pues vamos á ver cuán poco podía contar Renzo con el dinero y efectos que había dejado en su casa. NOTAS: [16] Es preciso advertir que antiguamente, y aun ahora, en algunas partes de Italia cuentan hasta veinticuatro horas, empezando la primera de éstas una hora después de haber anochecido; de modo que en invierno las once corresponden poco más ó menos á las cinco de la mañana. [17] Fanegas. CAPÍTULO DECIMOCTAVO Aquel mismo día, el 13 de noviembre, llegó un expreso al señor podestá de Lecco, y le presentó un despacho del señor capitán de justicia, conteniendo la orden de hacer todas las indagaciones posibles y más oportunas para descubrir si cierto joven llamado Lorenzo Tramaglino, hilador de seda, escapado de las manos _prædicti egregii domini capitanei_[18] ha vuelto _palam vel clam_[19] á su pueblo, ó si se halla _ignotum in territorio Leuci_[20]: _quod si compertum fuerit sic esse_[21], procure dicho señor podestá _quanta maxima diligentia fieri poterit_[22], prenderlo, y sujetado que sea, _videlizet_[23], con buenas esposas, en atención á la insuficiencia ya experimentada de las maniquetas en el expresado individuo, lo haga conducir á la cárcel y lo retenga allí bajo una segura custodia, para ponerlo en manos de los que estarán encargados de recibirlo; y tanto si le encuentra, como no, _datis ad domum prædicti Laurentii Tramaglino, et facta debita diligentia quidquid ad rem repertum fuerit auferatis; et informationes de illius prava qualitate, vita et complicibus sumatis_[24]; y de todo lo dicho y hecho, hallado y no hallado, cogido y dejado, _diligenter referatis_[25]. El señor podestá, después de haberse asegurado por los medios humanos, que el sujeto no había vuelto al país, manda llamar al cónsul[26] del pueblo donde residía Renzo, y se hace conducir á la casa indicada acompañado de un escribano y gran número de esbirros. La casa está cerrada; el que tiene las llaves no se encuentra, ó más bien, no se deja encontrar. Se echa la puerta abajo; hácense las diligencias acostumbradas, es decir, se procede del mismo modo que si fuese una ciudad tomada por asalto. El ruido de esta expedición se esparce inmediatamente por todos los alrededores; llega á oídos del padre Cristóbal, el cual, atónito, no menos que afligido, pregunta á todo el mundo para obtener alguna luz con respecto á un tan inesperado suceso; pero no recoge más que vagas conjeturas, y escribe sobre la marcha al padre Buenaventura, del cual espera poder recibir noticias más claras. Entretanto los parientes y amigos de Renzo son citados á declarar acerca de lo que puedan saber de sus _malas cualidades_. Llevar el apellido de Tramaglino es una desgracia, una vergüenza, un crimen; el pueblo está enteramente revuelto. Poco á poco se llega á saber que Renzo se ha escapado de las manos de la justicia, en medio mismo de la ciudad de Milán, y que después ha desaparecido: corren voces de que ha hecho una cosa grande, pero no saben decir el qué, y se refiere de mil maneras; cuanto mayor es, tanto menos es creída en el país, en donde Renzo es conocido por un joven honrado. Los más presumen, y van diciéndolo al oído de su vecino, que es una maquinación de D. Rodrigo para perder á su desventurado rival. Tan cierto es, que juzgando por inducción y sin el necesario convencimiento de los sucesos, se echa la culpa muchas veces á los malvados. Mas nosotros, con las pruebas en la mano, como se suele decir, podemos afirmar, que si D. Rodrigo no tenía parte en el infortunio de Renzo, se regocijó tanto como si fuese obra suya, y lo celebró en compañía de sus confidentes, y particularmente con el conde Attilio. Éste, según sus anteriores designios, hubiera debido aquellas horas hallarse ya en Milán; pero á la noticia del tumulto y de la canalla que recorría las calles, dispuesta más bien á dar golpes que á recibirlos, había creído más prudente el permanecer en el campo hasta que todo estuviera tranquilo; tanto más, cuanto que habiendo ofendido á muchos, tenía razón de temer que alguno de ellos, que sólo por impotencia no se movía, tomase alas á causa de las circunstancias, y juzgase el momento á propósito para ser el vengador de todos. Sin embargo, dicho temor no fué de larga duración: la orden venida de Milán para proceder contra Renzo era ya un indicio de que las cosas habían vuelto á tomar su curso ordinario, teniéndose al mismo tiempo una verdadera certeza de ello. El conde Attilio partió inmediatamente, animando al primo á no ceder en su empresa, y superar todos los obstáculos, prometiéndole que por su parte pondría mano en seguida á desembarazarle del fraile, para cuyo asunto el afortunado accidente del abyecto rival debía servir á las mil maravillas. Apenas había marchado el conde, cuando el _Griso_ llegó de Monza sano y salvo, el cual refirió á su señor todo lo que había podido averiguar. Dijo que Lucía estaba refugiada en tal convento bajo la protección de la consabida _señora_; que permanecía reclusa, como si fuese una de las mismas monjas, no poniendo jamás un pie ni fuera de la puerta siquiera, asistiendo á las ceremonias religiosas colocada detrás de una reja, lo cual disgustaba á muchos que habían oído hablar de no sé qué aventuras, y elogiar su hermosura, cuyos elogios, viéndola, deseaban juzgar si eran merecidos. La anterior relación hubiera introducido el diablo en el cuerpo á D. Rodrigo, si no lo hubiese tenido ya. Tantas circunstancias favorables á su proyecto inflamaban más y más su pasión, ó mejor diremos, aquella mezcla de amor propio, de rabia é infames deseos, que tomaba por pasión. Renzo ausente, expulsado, desterrado; todo llega á ser lícito contra él: su misma desposada podía ser considerada en cierto modo como bienes de un rebelde: el sólo hombre en el mundo que querría y podría tomarla bajo su protección y meter un ruido capaz de ser sentido desde muy lejos, y por personas de categoría, el rabioso fraile, dentro de poco estará probablemente fuera de estado de hacer daño. Mas he aquí que se presenta un nuevo impedimento, que no sólo sirve de contrapeso á todas aquellas ventajas, sino que las hace, si puede decirse, enteramente inútiles. El monasterio de Monza, aun cuando no hubiese habido una princesa, era un hueso demasiado duro para los dientes de D. Rodrigo; y por más que diese vueltas con la imaginación en torno de aquel asilo, no podía inventar ningún medio de violarlo, ni con la fuerza, ni con la astucia. Estuvo casi para abandonar la empresa, resolviendo ir á Milán, dando un gran rodeo, aunque el camino fuese más largo, con el objeto de no pasar por Monza; y una vez en Milán lanzarse en brazos de los amigos y diversiones para desechar con pensamientos de todo punto alegres aquel deseo que á cada momento le atormentaba más. ¡Pero los amigos! es indispensable ir con ellos con un poco de cuidado. En vez de una distracción podía tener esperanza de encontrar en su compañía nuevos disgustos; porque Attilio habría ya tomado seguramente la trompa y puesto á todo el mundo en expectativa; se verá acosado á porfía por los que le pedirán noticias de la montañesa, y será preciso que les conteste. Había deseado, había hecho tentativas, ¿y qué había conseguido? Se había tomado un empeño, á la verdad, un poco innoble; pero, ¡vaya! uno no puede siempre vencer sus caprichos; el caso es satisfacerlos. Mas, ¿cómo se salía de dicho empeño, dando la victoria á un villano y á un fraile? ¡Oh, qué vergüenza! ¡Y cuando una feliz casualidad, una suerte inesperada lo ha libertado del uno; cuando un hábil amigo lo ha desembarazado del otro, sin que él se haya tomado el más leve trabajo, no ha sabido, imbécil, aprovechar la coyuntura, y renuncia cobardemente á la empresa! Una de dos: ó era preciso no atreverse á levantar la cabeza entre gente bien nacida, ó tener á cada momento la espada en la mano; y después, ¿cómo volver, cómo permanecer en aquel castillo, en aquel país, en el cual, dejando aparte los continuos y punzantes recuerdos de su pasión, tendría que sufrir la afrenta de un golpe que le había salido fallido? ¡Donde al propio tiempo, habiéndose aumentado el odio que le profesaban, veíase disminuir la reputación de su poderío! ¡en donde también, en el semblante de cualquier bribón, en medio de los saludos mismos, podría distinguir una amarga ironía! ¿Y pasaría por ella? ¡Gracioso sería! El camino de la iniquidad, dice aquí el manuscrito, es largo, pero esto no quiere decir que sea cómodo: tiene sus buenos tropiezos, sus pasos escabrosos, y también su parte molesta y pesada; aunque se dirija á sus fines. Por lo que hace á D. Rodrigo, el cual no sabía qué determinar, si retroceder, si detenerse, ó si seguir adelante, se le presentó, por último, á su imaginación un medio, con el que podría conseguir sus deseos: éste era llamar en su auxilio á un hombre tal, cuyas manos llegasen adonde no alcanzara la vista de los demás; un hombre ó un diablo, para quien la dificultad de la empresa fuesen al mismo tiempo un estímulo para que la tomara sobre sí. Mas semejante resolución tenía sus inconvenientes y peligros, tanto más graves, cuanto menos podían calcularse los resultados; puesto que nadie hubiera podido prever hasta dónde podría ir el negocio, una vez metido con el expresado individuo, auxiliar poderoso ciertamente, pero quizá no menos absoluto y peligroso. Tales pensamientos tuvieron, por espacio de muchos días, á D. Rodrigo, en una incómoda irresolución. En el ínterin recibió una carta de su primo, en la cual le decía, que la trama seguía en buen estado. Poco después del relámpago se dejó oir el trueno, lo cual quiere significar, que cierta mañana corrió la voz de que el padre Cristóbal había partido del convento de Pescarenico. Attilio que le animaba valerosamente, á la vez que le amenazaba con pesadas chanzonetas, le hicieron inclinar al proyecto más arriesgado: lo que le acabó de resolver fué la inesperada noticia de que Inés había vuelto á su casa, un obstáculo menos para acercarse á Lucía. Vamos, pues, á dar cuenta de ambos sucesos, empezando por el último. Apenas las dos infelices mujeres se habían acomodado en su refugio, cuando se esparció por Monza, y por consiguiente también penetró en el monasterio, la noticia de la sedición de Milán; y detrás de esta gran nueva, una serie infinita de particularidades, que iban aumentándose y variando á cada momento. La portera, que desde su habitación podía tener un oído en la calle y otro en el monasterio, recogía noticias de aquí y de allí, y las participaba á sus huéspedas. “Han metido en la cárcel, dos, siete, ocho, cuatro, nueve; á unos los han cogido enfrente del horno de las _Muletas_, á otros al extremo de la calle en donde está la casa del vicario de la provisión... ¡Eh, escuchad esto! Se ha escapado uno que es de Lecco, ó de aquella parte: ignoro cómo se llama, mas ya vendrá alguno que me lo dirá, y veremos si lo conocéis”. Esta noticia, unida á la circunstancia de que Renzo había debido llegar á Milán precisamente en aquel día fatal, causó alguna inquietud á las dos mujeres, y principalmente á Lucía; pero juzgad lo que sucedería cuando la portera fué á decirles: “El que ha huido, por no verse complicado, es justamente de vuestro mismo pueblo; es un hilador de seda que se llama Tramaglino: ¿lo conocéis?”. Á Lucía que estaba sentada, bordando no sé qué cosa, se le cayó la labor de las manos. Palideció, y se inmutó de tal modo, que la portera la habría conocido si hubiese estado próxima á ella. Pero la citada portera permanecía de pie en la puerta, juntamente con Inés, la cual también turbada, pero no tanto como su hija, pudo estar sobre sí; y para contestar algo, dijo, que en un pueblo pequeño todos se conocían, y por lo tanto, que también ella lo conocía; mas que no podía imaginarse cómo le habría sucedido semejante cosa á un joven tan pacífico. En seguida preguntó si efectivamente se había escapado, y adónde se había dirigido. Lo que es que se ha escapado, todos lo dicen, pero hacia dónde, se ignora; puede ser que todavía lo cojan, puede ser que ya esté en salvo; mas si vuestro pacífico joven vuelve á caer en sus manos... En esto, por fortuna, llamaron á la portera, y se fué: ¡figuraos cómo quedarían la madre y la hija! La pobre mujer y la desolada Lucía permanecieron más de un día en aquella cruel incertidumbre en averiguar el cómo, el por qué, las consecuencias de tan triste acontecimiento; en hacer comentarios cada una en su interior, ó muy callandito una á otra, sobre aquellas fatales palabras. Finalmente, un jueves se presentó un hombre en el monasterio á preguntar por Inés. Era un vendedor de pescado, residente en Pescarenico, que iba á Milán, según su costumbre, á despachar su mercancía, y al cual el padre Cristóbal había suplicado que al pasar por Monza hiciese una escapatoria al monasterio, saludase á las mujeres de su parte, y les contase cuanto se sabía del fatal suceso de Renzo, recomendándoles que tuvieran paciencia y confiaran en Dios; que él; pobre fraile, ciertamente no las olvidaría; que aprovecharía todas las ocasiones de socorrerlas, y que en el entretanto no dejaría todas las semanas de darles noticias de todo lo que supiese, valiéndose de aquel mismo medio, ó de cualquiera otro parecido. Con respecto á Renzo, el mensajero no supo decir otra cosa de nuevo y de cierto, sino la fatal visita á la casa, y las pesquisas para cogerlo; mas al mismo tiempo les dijo que todo había sido en vano, sabiéndose de positivo, que se había refugiado en Bérgamo. Semejante certidumbre (¿será por ventura preciso decirlo?) fué un bálsamo consolador para Lucía: desde dicho momento sus lágrimas corrieron con más dulzura y facilidad; experimentó mayor consuelo al desfogar sus penas á solas con su madre; y á todas sus súplicas iban mezcladas acciones de gracias. Gertrudis la hacía ir con frecuencia á su locutorio particular; conversaba con ella largamente, complaciéndose el ver la ingenuidad y dulzura de la pobrecita, y al oir que á cada momento le daba gracias y la bendecía. Le refería también en confianza una parte (la parte limpia) de su historia, todo lo que había padecido por verse forzada á ir á sufrir al convento; y aquella primera admiración sospechosa de Lucía, se iba cambiando insensiblemente en compasión. Encontraba en aquella historia razones suficientes para explicarse lo que tenían de extraño las maneras de su bienhechora, mucho más que con el auxilio de las doctrinas de Inés con respecto á los cerebros de los señores. Sin embargo, aunque se sintió llevada á devolver la confianza que le había manifestado Gertrudis, no le pasó siquiera por la imaginación el hablarle de sus nuevas inquietudes, de su reciente desgracia, de participarle quién era aquel hilador de seda que se había escapado, por no aventurarse á esparcir un ruido tan aflictivo y escandaloso. Se eximía también cuanto le era posible de contestar á las curiosas preguntas de aquélla, sobre la parte de la historia que había precedido á la promesa de casamiento; pero esto no era por razones de prudencia, era porque su historia parecía á la pobre inocente más espinosa, más difícil de contar, que todas las que había oído y creía poder oir de boca de la _señora_: en la de ésta había tiranía, asechanzas, sufrimientos, cosas tristes y dolorosas, pero que sin embargo podían nombrarse; mas en la suya se hallaba por todas partes mezclado un sentimiento, una palabra, que no le parecía posible proferir hablando de sí misma, y á la cual no hubiera hallado jamás una perífrasis que sustituir, que según su modo de pensar no fuese contraria al pudor: ésta era el amor. Algunas veces, Gertrudis se irritaba de estar siempre sobre sí; ¡pero se traslucía tanta ternura, tanto respeto, tanto reconocimiento, y al mismo tiempo tanta confianza! De cuando en cuando quizás, dicho pudor tan delicado, tan susceptible, le desagradaba por otro motivo; pero todo se perdía en la suavidad de un pensamiento que se le representaba á cada instante contemplando á Lucía: “Yo le dispenso un bien”. Y era cierto; porque además del asilo que le daba, aquellas conversaciones, aquellas familiares caricias, no confortaban menos á Lucía. Encontraba también consuelo en un trabajo asiduo, y siempre pedía que le diesen algo que hacer: aun al locutorio llevaba alguna obra para no estar mano sobre mano; ¡mas cómo las ideas dolorosas siguen á uno á todas partes! á medida que cosía, lo cual era un oficio casi nuevo para ella, le venían poco á poco á la imaginación sus devanaderas; y detrás de éstas, ¡cuántas otras cosas! El segundo jueves volvió el consabido vendedor de pescado, ó quizás otro mensajero, trayendo expresiones del padre Cristóbal, y la confirmación de la dichosa fuga de Renzo. Noticias más positivas tocante á su desventura, ninguna; porque ya hemos dicho al lector, que el capuchino había confiado tenerlas de su compañero de Milán, á quien se lo había recomendado; mas éste le contestó no haber visto ni la persona ni la carta; que un campesino había ido á buscarle al convento; pero que no habiéndole hallado, se había marchado, no compareciendo más. El tercer jueves no se vió mensajero alguno; y para las infelices mujeres fué esto, no sólo una privación de un consuelo deseado y esperado, sino también, como sucede por cualquiera cosa leve al que está afligido y embarazado, un motivo de inquietud, y de un centenar de molestas sospechas. Ya antes de esto, Inés había pensado en hacer una escapatoria á su casa; la novedad de no ver al prometido mensajero, la decidió. Por lo que mira á Lucía, era un negocio muy grave el permanecer separada de las faldas de su madre; pero el deseo de saber alguna cosa y la seguridad que encontraba en aquel asilo tan guardado y santo, vencieron su repugnancia. Resolvieron entre sí que Inés iría al día siguiente á esperar al camino al vendedor de pescado que tenía que pasar por allí al volver de Milán, y que le pediría cortésmente un sitio en su carro, para hacerse conducir á sus montañas. Efectivamente lo encontró, y le preguntó si el padre Cristóbal no le había dado algún recadito para ella; el vendedor de pescado todo el día antes de su partida lo pasó ocupado en pescar, y por consiguiente no había sabido nada del padre. Inés no tuvo necesidad de súplicas para obtener el gusto que deseaba. Con el permiso de la _señora_ y de su hija, no sin derramar algunas lágrimas, prometiendo mandar muy pronto noticias suyas, y volver en seguida, partió. En el viaje no sucedió nada de particular. Descansaron parte de la noche en una posada, según la costumbre; volvieron á ponerse en camino antes de ser de día, y llegaron sumamente temprano á Pescarenico. Inés se apeó en la plazoleta del convento; despidióse de su conductor con muchos Dios os lo pague; y una vez puesta allí, quiso antes de ir á casa ver á su fraile bienhechor. Tocó la campana: el que vino á abrir fué Fr. Galdino, el de las nueces. --¡Oh, señora mía! ¿qué viento favorable os ha traído? --Vengo á buscar al padre Cristóbal. --¿El padre Cristóbal? No está. --¡Oh! ¿tardará mucho en volver? --Pero... dijo el fraile, encogiéndose de hombros y cubriendo su rapada cabeza con la capilla. --¿Dónde ha ido? --Á Rímini. --¿Á...? --Á Rímini. --¿Hacia qué lado se halla ese pueblo? --¡Uy, uy! respondió el fraile cortando verticalmente el aire con la mano extendida, como para denotar una grande distancia. --¡Oh, pobre de mí! ¿Mas por qué se ha ido... vamos... así, tan de improviso? --Porque el padre provincial lo ha querido así. --¿Y por qué enviarle tan lejos? ¡Él, que hacía tanto bien aquí! ¡Dios mío! --Si los superiores tuviesen que rendir cuenta de las órdenes que dan, ¿adónde iría á parar la obediencia, mi buena señora? --Sí; ¡pero esto va á causar mi ruina! --¿Sabéis lo que será? que en Rímini habrán tenido necesidad de un buen predicador (los tenemos, sin embargo, en todas partes; pero á veces se quiere precisamente una persona expresa); el padre provincial de allá habrá escrito al padre provincial de acá, si tenía un sujeto de estas y de las otras cualidades; y el padre provincial habrá dicho: para esto se requiere al padre Cristóbal. Mirad, debe ser justamente una cosa por el estilo. --¡Oh, desgraciadas de nosotras! ¿Cuándo ha marchado? --Antes de ayer. --¡He aquí, si yo hubiese seguido en mi inspiración de venir algunos días antes! ¿Y no se sabe cuándo podrá volver, así, día mas ó menos? --¡Ay, señora mía! esto sólo lo sabe el padre provincial, si aun por casualidad él mismo lo sabe. Cuando uno de nuestros padres predicadores ha tomado su vuelo, no se puede prever sobre qué rama irá á posarse: lo buscan de aquí, lo piden de allá; y eso que tenemos conventos en todas las cuatro partes del mundo. Suponed que en Rímini, el padre Cristóbal hará un gran ruido con su cuaresma; porque no predica siempre á destajo como lo hacía aquí para los pescadores y aldeanos; para los púlpitos de ciudad tiene sus magníficos sermones escritos; éstos son la flor de la canela. La fama de este gran predicador vuela por todas partes; y lo pueden enviar á buscar de... ¿de qué sé yo dónde? Y entonces es preciso mandarlo; porque nosotros vivimos de la caridad de todo el mundo, y es justo que sirvamos á todos. --¡Oh, Dios mío, Dios mío! exclamó de nuevo Inés casi llorando; ¡cómo lo haré sin ese hombre! ¡él nos servía de padre! ¡para nosotros es una ruina! --Escuchad, buena mujer: el padre Cristóbal era verdaderamente lo que se llama un hombre completo; mas sin embargo, ¿sabéis que tenemos otros, además, llenos de caridad y de talento, y que saben tratar igualmente con los señores y con los pobres? ¿Queréis al padre Atanasio, al padre Gerónimo, ó al padre Zacarías? Mirad, este último es un hombre de mérito. Y no vayáis á admiraros, como hacen algunos ignorantes, de que sea así tan adamado, con una vocecita aguda, y muy poca barba: no digo que sea un gran predicador, porque cada cual posee sus dones particulares; pero para dar consejos, sabed que es todo un hombre. --¡Oh, por compasión! exclamó Inés, con esa mezcla de gratitud y paciencia que se experimenta á una oferta, en la que se ve más la buena voluntad de otro que la propia conveniencia: ¡qué me importa que otro sea ó no un hombre de talento, cuando aquél que no está aquí era el único que sabía nuestros negocios, y lo tenía todo preparado para ayudarnos! --Entonces, es preciso tener paciencia. --Demasiado lo sé, replicó Inés, perdonadme el haberos incomodado. --¿En qué, mi buena señora? Únicamente por vos es por lo que siento esta ocurrencia; y si os decidís á buscar á alguno de nuestros padres, el convento de aquí no se mueve. ¡Ah! pronto me dejaré ver por la cuestación del aceite. --Pasadlo bien, dijo Inés, y se encaminó hacia su pueblecillo, desolada, confusa, desconcertada, como un infeliz ciego que hubiese perdido el palo que le servía de guía y apoyo. Nosotros, un poco mejor informados que Fr. Galdino, podemos decir verdaderamente lo que había pasado. Attilio, apenas llegado á Milán, se dirigió, según había prometido á D. Rodrigo, á hacer una visita á su común tío, miembro del consejo secreto. (Era una junta compuesta entonces de trece personajes de toga y espada, de los cuales el gobernador tomaba parecer; y muerto éste, ó siendo mudado, la expresada junta reasumía provisionalmente el gobierno.) El conde, tío de aquél, togado y uno de los ancianos del consejo, gozaba allí de cierto crédito; pero para hacerlo valer, y sobre todo para manifestarlo á los demás, no tenía igual. Su lenguaje siempre era ambiguo, su silencio significativo; no acababa jamás sus frases; cerraba los ojos, como queriendo decir: no puedo hablar. Poseía la habilidad de lisonjear sin prometer, de amenazar esplendorosamente; todo iba encaminado á sus fines particulares, y todo más ó menos se volvía en favor suyo. Se veía obligado á decir: “Yo no puedo hacer nada en este asunto;” esto era la pura verdad; pero lo decía de un modo que no era creído, sirviendo para aumentar el concepto en que se le tenía, y además, la realidad de su poder, á semejanza de aquellos potes que se ven todavía en algunas boticas con ciertos caracteres árabes, y en los cuales no hay nada dentro, pero que no obstante sirven para sostener el crédito de dicho establecimiento. El del conde, que desde mucho tiempo hacía había ido creciendo siempre por grados sumamente lentos; por último, había dado de un golpe un paso, como en estilo vulgar se dice, de gigante, por una casualidad extraordinaria. Había hecho un viaje á Madrid, encargado de una misión para la corte, siendo preciso oirle contar la acogida que había tenido. Por no decir otra cosa, el conde-duque lo había tratado con una atención especial, habiendo merecido su confianza hasta el punto de haberle preguntado una vez á presencia, si así puede decirse, de la mitad de la corte, si le gustaba Madrid, y también de haberle dicho otra vez estando así, mano á mano, en el alféizar de una ventana, que la catedral de Milán era la iglesia mayor que existía en los dominios del rey. Hechos los cumplidos de costumbre al conde su tío, y haciéndole también presente los de su primo, Attilio, con el grave continente que sabía tomar cuando convenía, dijo: “Creo cumplir con mi deber, sin faltar á la confianza de Rodrigo, informando á mi señor tío acerca de un negocio, que si él no pone remedio, puede llegar á formalizarse y traer consecuencias...”. --Imagino que habrá hecho alguna de las suyas... --Para hacerle la justicia que merece, debo decir que la culpa no la tiene mi primo; pero él está acalorado, y como digo, nadie, á no ser mi tío, puede... --Veamos, veamos. --Por un lado hay un fraile capuchino que se ha puesto en guerra abierta con Rodrigo; y el negocio ha llegado á un punto que... --¿Cuántas veces os he dicho al uno y al otro, que á los frailes es preciso dejarlos cocer en su pitanza? Bastante dan que hacer á quien debe... á quien toca... y al decir esto sopló. Mas vosotros que podéis evitar... --Mi señor tío, me veo en la precisión de manifestaros, que si Rodrigo hubiese podido, lo hubiera evitado. Pero el fraile que se las ha con él se ha propuesto provocarle de todos modos... --¿Qué diablo tiene que ver ese fraile con mi sobrino? --En primer lugar, es una mala cabeza, conocido por tal, y que hace gala de apostárselas á los caballeros. Él protege, dirige, qué sé yo, una aldeanilla de por allá; y tiene por dicha criatura una caridad, una caridad... no digo interesada, sino muy celosa, sospechosa, quisquillosa. --Entiendo, dijo el tío; y sobre cierto fondo de tontería pintado por la naturaleza en su semblante, velado y después cubierto con muchos baños de política, brilló un rayo de malicia, que era curiosísimo de ver. --Sin embargo, hace algún tiempo, continuó Attilio, á dicho fraile se le ha metido en la cabeza que Rodrigo tenía yo no sé qué designios sobre aquella... --¡Se le ha puesto en la cabeza, se le ha metido en la cabeza! Yo también conozco muy mucho al Sr. D. Rodrigo; y se requiere otro abogado que no sea vuestra señoría para justificarlo en estas materias. --Señor tío, que Rodrigo pueda haber gastado alguna chanza con aquella criatura, encontrándola á su paso por la calle, no estaré lejos de creerlo; es joven, y por último no es capuchino; pero éstas son bagatelas con las cuales no se puede entretener el señor tío: el caso grave es, que el fraile se ha puesto á hablar de Rodrigo como si fuera de un villano, tratando de sublevar contra él á todo el país... --¿Y los demás frailes? --Los demás no se mezclan, porque lo conocen por un cabeza caliente, y respetan mucho á Rodrigo; pero por otro lado, ese fraile tiene un gran crédito entre los villanos, porque se hace el santo, y... --Calculo que no sabe que Rodrigo es mi sobrino. --¡Sí lo sabe! Esto es lo que contribuye á animarle más. --¿Cómo, cómo? --Anda diciendo á todo el mundo que encuentra más placer en molestar á Rodrigo, justamente porque él tiene un protector natural, tan poderoso como vuestra señoría; que se ríe de los grandes y diplomáticos; que el cordón de S. Francisco tiene avasalladas las espadas, y que... --¡Oh, temerario fraile! ¿Cómo se llama? --Fr. Cristóbal de***, dijo Attilio, y el conde, habiendo sacado de un cajón de su mesa de despacho un librito de memorias, inscribió en él, soplando sin cesar, aquel pobre nombre. Entretanto Attilio proseguía: “Siempre ha tenido el mismo genio; se sabe su vida. Era un plebeyo, que hallándose con cuatro cuartos, quería competir con los caballeros de su país, y de rabia de no poderlos avasallar á todos, mató á uno, de cuyas consecuencias, para librarse de la justicia, se metió á fraile”. --¡Muy bien! ¡bravo! Allá lo veremos, decía el tío, y soplaba sin cesar. --Ahora, pues, continuaba Attilio, está más irritado que nunca, porque le ha salido fallido un proyecto que le apremiaba mucho, muchísimo: y de esto, señor, sacaréis en consecuencia qué clase de hombre es. Él quería casar á la niña, ya fuese para sustraerla á los peligros del mundo, vuestra señoría ya me entiende, ya por cualquiera otra causa; quería, repito, casarla sin remedio: había hallado el... el hombre; otra hechura suya, un engendro que quizá ó sin quizá, mi señor tío, conocerá de nombre, porque tengo por cierto que el consejo secreto habrá debido ocuparse de ese digno sujeto. --¿Quién es? --Un hilador de seda, Lorenzo Tramaglino, ese que... --¡Lorenzo Tramaglino! exclamó el conde. ¡Muy bien! ¡bravo, padre! Seguramente... en efecto... tenía una carta para un... Es una lástima que... pero no importa: bien va. ¿Y por qué el Sr. D. Rodrigo no me dice nada de esto? ¿por qué deja marchar las cosas tan adelante, y no se vuelve á quien puede dirigirle y sostenerle? --Tocante á ese punto, también os diré la verdad, continuaba Attilio. En primer lugar, sabiendo cuántos negocios, cuántas cosas tiene el señor tío... (éste, soplando, le cogió la mano, como para significar qué fatiga era para él haberlas de sostener todas), ha sentido cierto empacho en darle un que hacer más. Y luego, lo diré todo de una vez: según he podido comprender, está tan fuera de sus casillas, tan aburrido de las villanías de aquel fraile, que tiene más deseos de hacerse justicia por sí mismo de un modo rápido, que obtenerla de una manera regular, de la prudencia y del brazo del señor tío. Yo he tratado de aplacarlo; pero viendo que la cosa se iba poniendo de mal talante, he juzgado que era deber mío el informar de todo á vuestra señoría, que al fin y al cabo es la columna de la casa... --Habríais obrado mejor hablando un poco antes. --Es cierto; mas yo aguardaba que la cosa se desvanecería por sí misma, ó que el fraile recobraría el juicio, ó que saldría de aquel convento, como sucede con frecuencia con dichos frailes, que tan pronto están en una parte como en otra; y entonces todo se hubiera concluido. Pero... --Ahora me tocará el arreglarlo. --Así lo he pensado yo también. He dicho entre mí: nuestro señor tío, con su previsión, con su autoridad, sabrá evitar un escándalo y salvar al mismo tiempo el honor de Rodrigo, que además es también el suyo. Ese fraile, decía yo, habla siempre del cordón de S. Francisco; pero para emplear á propósito dicho cordón, no es necesario tenerlo al rededor del vientre: mi señor tío posee cien medios que yo no conozco; sé que el padre provincial tiene, como es justo, una gran deferencia hacia él: y si el expresado señor tío cree que en este caso el mejor expediente sea el hacer mudar de aires al fraile, puede en dos palabras... --Dejad este cuidado á quien corresponda, caballero, dijo el conde con un poco de aspereza. --¡Ah, es verdad! exclamó Attilio con un movimiento de cabeza, y con una sonrisa de compasión por sí mismo. ¡Bueno soy yo para dar consejos á su señoría! Mas la pasión que tengo por la reputación de la familia, es la que me hace hablar; y también temo haber hecho otro mal, añadió, con aire pensativo: temo haber perjudicado á Rodrigo, en el concepto de mi señor tío. No tendría un instante de reposo, si fuese á causa de que pudiera pensar que Rodrigo no haya tenido toda la confianza, toda la sumisión que es debida á su señoría. Creed, señor, que en ese caso es justamente... --¡Vamos, vamos! ¿qué perjuicio, ni qué perjuicio, entre vosotros dos, que seréis siempre amigos, hasta que uno tenga juicio? ¡Libertinos, libertinos, que siempre habéis de hacer alguna! y después á mí toca el repararla; que... me haréis decir un despropósito: me dais más qué pensar vosotros dos, que... (y aquí figúrese el lector cómo soplaría el conde) todos los dichosos negocios de Estado. Attilio dió aún algunas excusas, hizo algunas promesas, algún cumplido; en seguida pidió permiso y se fué, acompañado de un, “y tengamos juicio”, que era la fórmula de la licencia de despedida del conde para sus sobrinos. FIN DEL TOMO PRIMERO. NOTAS: [18] Del susodicho ilustre señor capitán. [19] Pública ó secretamente. [20] Oculto en el territorio del Lecco. [21] Que si se descubriese ser así. [22] Con la mayor diligencia que hacerse pueda. [23] Esto es. [24] Instalaos en la casa del citado Lorenzo Tramaglino, y evacuadas las debidas diligencias, apoderaos de todo lo que encontréis para que sirva como cuerpo del delito; tomad informes de sus malas cualidades, vida y cómplices. [25] Lo relataréis prontamente. [26] Así llaman en Italia á aquéllos á quienes nosotros damos vulgarmente el nombre de alcaldes de monterilla. *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LOS DESPOSADOS: HISTORIA MILANESA DEL SIGLO XVII - TOMO 1 *** Updated editions will replace the previous one—the old editions will be renamed. Creating the works from print editions not protected by U.S. copyright law means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. 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INDEMNITY - You agree to indemnify and hold the Foundation, the trademark owner, any agent or employee of the Foundation, anyone providing copies of Project Gutenberg™ electronic works in accordance with this agreement, and any volunteers associated with the production, promotion and distribution of Project Gutenberg™ electronic works, harmless from all liability, costs and expenses, including legal fees, that arise directly or indirectly from any of the following which you do or cause to occur: (a) distribution of this or any Project Gutenberg™ work, (b) alteration, modification, or additions or deletions to any Project Gutenberg™ work, and (c) any Defect you cause. Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg™ Project Gutenberg™ is synonymous with the free distribution of electronic works in formats readable by the widest variety of computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg™ and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org. Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state’s laws. The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation’s website and official page at www.gutenberg.org/contact Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg™ depends upon and cannot survive without widespread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine-readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. Many small donations ($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt status with the IRS. The Foundation is committed to complying with the laws regulating charities and charitable donations in all 50 states of the United States. Compliance requirements are not uniform and it takes a considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up with these requirements. We do not solicit donations in locations where we have not received written confirmation of compliance. To SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state visit www.gutenberg.org/donate. While we cannot and do not solicit contributions from states where we have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition against accepting unsolicited donations from donors in such states who approach us with offers to donate. 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