Title: Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (4 de 5)
Author: Conde de José María Queipo de Llano Ruiz de Saravia Toreno
Release date: December 29, 2022 [eBook #69660]
Most recently updated: October 19, 2024
Language: Spanish
Original publication: Spain: Imprenta de don Tomás Jordán
Credits: Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries)
Nota de transcripción
p. 1
HISTORIA
DEL
Levantamiento, Guerra y Revolución
de España.
p. 3
HISTORIA
DEL
Levantamiento, Guerra y Revolución
DE ESPAÑA
POR
EL CONDE DE TORENO.
TOMO IV.
Madrid:
IMPRENTA DE DON TOMÁS JORDÁN,
1835.
p. 4
... quis nescit, primam esse historiæ legem, ne quid falsi dicere audeat? deinde ne quid veri non audeat? ne qua suspicio gratiæ sit in scribendo? ne qua simultatis?
Cicer., De Oratore, lib. 2, c. 15.
p. 5
RESUMEN
DEL
LIBRO DECIMOCUARTO.
Nueva distribución de los ejércitos españoles. — La que tienen los ejércitos franceses. — Acontecimientos militares en Portugal. — Retírase Massena a Santarén. — Síguele Wellington lentamente. — Nuevas estancias de Massena. — De Wellington. — Apuros de Massena. — Convoy de Gardanne. — Avanza a Portugal el 9.º cuerpo. — Júntase a Massena. — Claparède persigue a Silveira. — General Foy. — Beresford manda en la izquierda del Tajo. — Vuelven a Extremadura las divisiones de Romana y Don Carlos de España. — Muerte de Romana. — Operaciones en las Andalucías y Extremadura. — Situación de Soult. — Medidas que toma. — Parte a Extremadura. — Estado aquí de losp. 6 españoles. — Sitio y toma de Olivenza por los franceses. — Ballesteros en el Condado de Niebla. — Acción de Castillejos. — Avanza Ballesteros hacia Sevilla. — Sitio de Badajoz. — Menacho gobernador. — Acción del Gévora o Guadiana el 19 de febrero. — Fonturvel en Badajoz. — Muerte gloriosa de Menacho. — Sucédele Imaz. — Ríndese Badajoz. — Ocupan los franceses otros puntos. — Sitio y capitulación de Campomayor. — Acontecimientos en Andalucía. — Expedición y campaña de la Barrosa. — Batalla del 5 de marzo. — Desavenencias entre los generales. — Debates que de resultas hay en las cortes. — Resoluciones en la materia. — Bombardeo de Cádiz. — Breve expedición de Zayas al Condado. — Temporal en Cádiz. — Principia Massena a retirarse de Santarén. — Combates en la retirada con los ingleses. — Destrozos que causan los franceses en la retirada. — Destaca Wellington a Beresford a Extremadura. — Prosigue Massena su retirada. — Entra en España. — Pasa Wellington a Extremadura. — Acontecimientos militares en esta provincia. — Evacúan los franceses a Campomayor. — Castaños manda el 5.º ejército español. — Sitian los aliados a Olivenza y se les entrega. — Llega Wellington a Extremadura. — Solicitan los ingleses el mando militar de las provincias confinantes de Portugal. — Niégaseles. — Vuelve Wellington a su ejército del norte. — Batalla de Fuentes de Oñoro. — Evacúan los franceses a Almeida. — Sucede a Massena en el mando el mariscal Marmont. — Wellington vuelve a partir para Extremadura. — Beresford sitia a Badajoz. — Expedición que manda Blake y va ap. 7 Extremadura. — Anteriores instrucciones de Wellington. — Avanza Soult a Extremadura. — Levanta Beresford el sitio de Badajoz. — Batalla de la Albuera. — Manifestación del parlamento británico y de las cortes en favor de los ejércitos. — Celebra la victoria Lord Byron. — Llega Wellington después de la batalla. — Empréndese de nuevo el sitio de Badajoz. — Gran quema en los campos. — Vuelve a avanzar Soult. — El mariscal Marmont viene sobre el Guadiana. — Retírase Wellington sobre Campomayor. — Júntasele su ejército del norte de Portugal. — Blake se separa del ejército aliado. — Su desgraciada tentativa contra Niebla. — Soult retrocede a Sevilla. — Correrías de Morillo. — Repasa el Tajo Marmont. — También Wellington. — Fin de este libro.
p. 9
HISTORIA
DEL
LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
de España.
Distribuyó la nueva regencia, en 16 de diciembre, la superficie de España en seis distritos militares comprendiendo en ellos así las provincias libres como las ocupadas, y destinando a la defensa de cada uno otros tantos ejércitos, con la denominación de 1.º de Cataluña, 2.º de Aragón y Valencia, 3.º de Murcia, 4.º de la Isla de León y Cádiz, 5.º de Extremadura y Castilla, 6.º de Galicia y Asturias. Añadiose poco después a esta distribución un 7.º distrito que abrazaba las provincias vascongadas, Navarra y la parte de Castilla la Vieja situada a la izquierdap. 10 del Ebro, sin excluir las montañas y costa de Santander. Bajo la autoridad del general en jefe de cada distrito se mandaban poner las divisiones, cuerpos sueltos y partidas que hubiese en su respectivo territorio; con lo cual parecía introducirse mejor orden en la guerra y apropiada subordinación. Hasta ahora no se había realmente variado la primera determinación de la junta central que repartió en cuatro los ejércitos del reino: las circunstancias, los desastres y providencias parciales la habían solo alterado, careciendo de regla fija respecto de las guerrillas o cuerpos que campeaban francos en medio del enemigo.
Pero esta coordinación de distritos y ejércitos no podrá a veces guiarnos en nuestro trabajo, pendiendo casi siempre las grandes maniobras militares de los planes de los franceses, quienes, al fin de 1810 y comienzo de 1811, tenían apostados en el ocaso, mediodía y levante sus tres grandes cuerpos de operaciones, hallándose el primero en Portugal frente a los ingleses; el segundo en las Andalucías y Extremadura, y el otro en Cataluña y mojoneras de Aragón y Valencia. No se incluyen aquí las divisiones francesas que guerreaban sueltas, ni los ejércitos o cuerpos que llamaban del centro y norte, cuyas tropas, a más de servir de escudo al gobierno intruso de Madrid, cubrían los caminos militares en los que hormigueaban a la continua partidarios españoles. La posición del enemigo para obrar ofensivamente llevaba ventaja a la de los aliados que, diseminados por la circunferencia de la península, no podían enp. 11 muchos casos darse tan pronto la mano ni concertarse.
Por lo general seguiremos ahora en la relación de los sucesos más prominentes los movimientos u operaciones de las tres grandes masas francesas arriba indicadas.
Dejamos en noviembre de 1810 al ejército aliado en las líneas de Torres Vedras, y fronteros a él los cuerpos enemigos que capitaneaba el mariscal Massena. Individualizamos en su lugar las respectivas estancias y fuerza de las partes beligerantes; y de creer era, según uno y otro, que el general francés, a fuer de prudente, se hubiese retirado sin tardanza, temeroso de la hambre y otros contratiempos. Mas, avezado a la victoria, repugnábale someterse a los irrefragables decretos de su hado adverso. Y no le movían ni las muchas enfermedades de que adolecía su ejército, ni las bajas de este, picado a retaguardia y hostigado por el paisanaje portugués. Aguardó para resolverse a variar de asiento a que estuviesen devastadas las comarcas en derredor, y entonces no trató aún de replegarse a la raya de España, sino solo de buscar algunas leguas atrás nueva posición en donde le escaseasen menos las vituallas, y a cuyo punto pudiera llamar a los ingleses, sacándolos de sus inexpugnables líneas.
Tomó, en consecuencia, Massena con mucha destreza disposiciones preparatorias que disfrazasen su intento, pues a no obrar así, sucediérale lo que en tales casos se decía antiguamente en Castilla: «si supiese la hueste qué hace la hueste, mal para la hueste»; máxima que indicap. 12 lo necesario que es ocultar al enemigo los planes que se hayan premeditado. El mariscal francés, después de enviar delante bagajes, enfermos, todo lo que los romanos conocían tan propiamente bajo el nombre de impedimenta, hizo desfilar a las calladas algunas de sus tropas, y él se alejó en persona de las líneas inglesas en la noche del 14 al 15 de noviembre. Parte de la fuerza enemiga marchó por la calzada real sobre Santarén, parte por Alcoentre, la vuelta de Alcanede y Torres Novas. Los ingleses no se cercioraron del movimiento hasta entrada la mañana del 15, siendo esta nebulosa. Aun entonces no interrumpió Wellington la retirada, conservando en los atrincheramientos y fuertes casi todo su ejército, y enviando solo dos divisiones que siguiesen al enemigo. Dejaba este en pos de sí un rastro horrible de cadáveres, hediondez y devastación.
Vacilaba Wellington acerca del partido que le convenía tomar, cierto de que caminaban por Ciudad Rodrigo refuerzos a Massena. Pues el movimiento retrógrado podría serlo de reconcentración, o un armadijo para sacar fuera de las líneas a los ingleses, y revolver el enemigo sobre su propia izquierda a Torres Vedras por el Montejunto, mientras los aliados le perseguían a retaguardia. Sin embargo, muchos pensaron que sin arriesgar la suerte de las líneas, hubiera podido Lord Wellington soltar mayor número de sus tropas, picar vivamente a los contrarios, y aun causarles grande estrago en los desfiladeros de Alenquer.
Prosiguiendo los franceses su marcha, viosep. 13 claramente cuál era su intento; solo quedó la duda de si dirigirían su retirada por el Cécere o por el Mondego. Wellington quiso entonces estrecharlos, y aun tuvo determinado acometer a Santarén, para lo que se preparó, disponiendo antes que el general Hill cruzase el Tajo con una división y un regimiento de dragones, y que se moviese sobre Abrantes.
Fundábase la resolución de Wellington en creer que los franceses habían solo dejado en Santarén una retaguardia: pero no era así. Massena habíase parado, y no pensaba llevar más allá sus pasos. En Torres Novas tenía sentado su cuartel general, en donde se alojaba la izquierda del 8.º cuerpo, cuya restante tropa extendíase hasta Alcanede, y de allí, por Leiría, ocupaba la tierra la mayor fuerza de jinetes. Permanecía de respeto en Tomar el 6.º cuerpo, del cual la división mandada por el general Loison dominaba los fértiles llanos de Golegã, ayudada del 2.º cuerpo, dueño de Santarén, cabecera, por decirlo así, de toda la posición.
Era muy fuerte la de esta villa, singularmente en la estación rigurosa de invierno. Sita en un alto, arrancando casi del Tajo, tiene por su frente al río Mayor, en cuyos terrenos bajos, rebalsadas las aguas, apenas queda otro paso sino el de una calzada angosta que empieza a más de 800 varas de la eminencia.
Massena, en su actual posición, ocupaba un país susceptible de proporcionar bastimentos, teniendo además establecidas sus comunicaciones con España por medio de puentes echados en el Cécere, y sin que por eso se le ofreciesep. 14 nuevo obstáculo para volver a emprender sus operaciones por el frente, o pasar a la izquierda del Tajo.
Continuando Wellington en el engaño de que solo quedaba en Santarén una retaguardia enemiga, decidiose el 19 a acometer aquella posición con dos divisiones y la brigada portuguesa, del mando de Pack; pero suspendió el ataque, habiéndosele retrasado la artillería con que contaba. Cuando el 20 renovó tentativas de embestir, sospechaba ya que en Santarén y sus contornos había más tropa que la de una retaguardia; y amagando entonces los enemigos hacia río Mayor, confirmose Wellington en sus temores, retrocedió y ordenó a Hill que hiciese alto en Chamusca, orilla izquierda del Tajo. Las muchas lluvias, la excesiva prudencia del general inglés, y el estado de cansancio y apuros del ejército contrario impidieron que hubiese señalados combates o notable mudanza en las respectivas posiciones hasta el inmediato marzo.
Avanzado Wellington, sentó sus reales en Cartaxo, atrincheró sus acantonamientos y fortificó aún más las líneas de Torres Vedras. No contento todavía con eso, empezó a levantar a la izquierda del Tajo una nueva línea de defensa desde Aldeagallega a Setúbal, y una cadena de fuertes entre Almada y Trafaria para asegurar también por aquel lado la boca del río.
Igualmente Massena afirmaba sus estancias, y seguía cuidadoso
los movimientos de los aliados. Tampoco dejaba de volver los ojos
hacia su espalda, ansioso de que le llegasen refuerzos;p. 15 rota la comunicación con su
base de operaciones, ya por las partidas españolas del reino de León
y Castilla, y ya porque el general Silveira, abalanzándose el 29 de
octubre desde el Duero, había bloqueado a Almeida, e interpoládose
entre Portugal y España. Auxilios estos grandes, y que nunca debieran
olvidar los ingleses. En tan enojosa situación se hallaba el mariscal
Massena, cuando el 9.º cuerpo, a las órdenes del general Drouet, conde
de Erlon, llegó a Ciudad Rodrigo con un gran convoy de provisiones de
boca y guerra, recogidas en Francia y Castilla. Destinado el socorro
a Massena, Convoy
de Gardanne.
enviole Drouet delante, escoltado con 4000 infantes y tres escuadrones
de caballería a las órdenes del general Gardanne, quien, en 13 de
noviembre, obligando a Silveira a levantar el bloqueo de Almeida,
penetró hasta Sabugal. No por eso se desalentó el general portugués,
sino que al contrario, siguiendo la huella de los enemigos, alcanzolos
el 16 entre Valverde y otro pueblo inmediato, les mató gente y cogioles
bastantes prisioneros. Gardanne, sin embargo, continuó su camino, y
el 27 hallábase ya en Cardigos; mas, molestado por las ordenanzas de
aquella tierra y dando oídos a la falsa noticia de que el general Hill
se apostaba en Abrantes, replegose precipitadamente a Sabugal con
pérdida de mucha gente y de parte del convoy.
A poco, pisando Drouet el suelo lusitano, cruzó el Coa el 17 de
diciembre con 14.000 infantes y 2000 caballos, y avanzó a Gouveia.
Destacó de su fuerza contra Silveira una división y mucha caballería
bajo el mando del generalp.
16 Claparède, y uniéndose Gardanne al cuerpo principal del
ejército, marchó este por el Alva abajo, y llegó a Murcella el 24.
Júntase
a Massena. Diose luego
Drouet la mano por Espinhal con Massena, se situó en Leiría y,
dilatándose hacia la marina, cortó la comunicación entre Wellington y
las provincias septentrionales de Portugal, mantenida hasta entonces
principalmente por los jefes Trant y Juan Wilson.
Claparède, en tanto, vino a las manos con el general Silveira que, sobradamente confiado, trabando pelea fuera de sazón, se vio deshecho en Ponte do Abade hacia Trancoso, y acosado desde el 10 hasta el 13 de enero, tuvo con bastante pérdida que replegarse la vuelta del Duero. Entró Claparède después en Lamego, y amenazó a Oporto antes que el general Baccellar, siempre al frente de las milicias de aquellas partes, pudiera acudir en su socorro. Felizmente el francés no prosiguió adelante, sino que tornó a Moimenta da Beira; con lo que los portugueses pudieron cubrir la mencionada ciudad.
Por entonces entró asimismo en Portugal, con 3000 hombres, el general Foy, el cual enviado por Massena a Napoleón, si bien a costa de mil peligros de haber perdido parte de su escolta y los pliegos en las estrechuras de Pancorbo, tornaba de Francia después de haber desempeñado cumplidamente tan dificultoso encargo. El emperador ignoraba el verdadero estado del ejército del mariscal Massena, y tenía que acudir, para averiguar noticias, a la lectura de los periódicos ingleses. Tal era el tráfago belicoso de las ordenanzas portuguesas y partidasp. 17 españolas. Quien primero le informó de todo fue el general Foy, hallándose este de vuelta en Santarén el 2 de febrero.
Ambos ejércitos francés y anglo-lusitano permanecieron en presencia uno de otro hasta principio de marzo. En el intervalo, hicieron los enemigos para proveerse de víveres muchas correrías que dieron lugar a infinidad de desórdenes y a inauditos excesos. En nada estorbaron los ingleses tan destructora pecorea, y antes temieron continuamente ser atacados por los enemigos, que solo se limitaron a meros reconocimientos, habiendo en uno de ellos sido herido en una mejilla el general Junot.
En diciembre, pasando Hill a Inglaterra enfermo, fue reemplazado en el mando de su gente, que casi siempre maniobraba a la izquierda del Tajo, por el mariscal Beresford. Era el principal objeto de estas tropas impedir la comunicación de Massena con Soult, y las tenía Wellington destinadas a cooperar con los españoles en Extremadura. Aguardaba para efectuarlo la llegada de refuerzos de Inglaterra, que tardaron más de lo que creía en aportar a Lisboa, y por lo cual se difirió el cumplimiento de resolución tan oportuna.
No sucedió así con la de que regresasen a la mencionada provincia las dos divisiones españolas que al mando del marqués de la Romana se habían unido antes al ejército inglés, y también la de Don Carlos de España, que obraba del lado de Abrantes. Todas se movieron después de promediar enero, y la última, compuesta de 1500 infantes y 200 caballos, estaba ya elp. 18 22 en Campomayor. Las dos primeras continuaban bajo el mando inmediato de Don Martín de la Carrera y de Don Carlos O’Donnell, y las guió en jefe durante el viaje Don José Virués.
Debió Romana dirigirlas, pero en 23 de enero, próximo ya a partir, falleció de repente de una aneurisma en el cuartel general de Cartaxo. Muchos sintieron su muerte, y aunque, conforme en su lugar se expresó, le faltaban a aquel caudillo varias de las prendas que constituyen la esencia del hombre de estado y del gran capitán, perdiose a lo menos con su muerte un nombre que pudiera todavía haber contribuido al feliz éxito de la buena causa. Las cortes honraron la memoria del difunto decretando que en su sepulcro se pusiese la siguiente inscripción. «Al general marqués de la Romana, la patria reconocida.»
Trasladar a Extremadura las indicadas divisiones españolas, exigíalo lo que se preparaba en las Andalucías y en aquella provincia, de cuyas operaciones militares, íntimamente unidas con las de Portugal, ya es tiempo de hablar en debida forma.
Tenía Napoleón resuelto que Soult ayudase a Massena en su campaña, y aun parece se inclinaba a que se evacuasen las Andalucías, reconcentrando aquellas fuerzas en la margen izquierda del Tajo, y poniéndolas de este modo en contacto por Abrantes con las tropas francesas de Portugal. Soult tardó en recibir las órdenes expedidas al efecto, interceptadas las primeras por los partidarios. Y aun después tampoco se movió aceleradamente, embarazado conp. 19 sus propias atenciones, y porque le desagradaba favorecer a Massena en una empresa de la que resultaría a este en caso de triunfo la principal gloria.
Rodeábanle en verdad apuros de cuantía. Sebastiani necesitaba todo el 4.º cuerpo de su mando para atender a Granada y Murcia. Ocupaban al 1.º y a su jefe Victor el sitio de Cádiz y serranía de Ronda, y el 5.º, mandado todavía por el mariscal Mortier, empleaba toda su gente en velar sobre la Extremadura y el condado de Niebla, siendo además indispensable mantener tropas que asegurasen las diversas comunicaciones.
Abandonar las Andalucías érale a Soult muy doloroso, considerándolas ya como conquista y patrimonio suyo, y penetrar en el Alentejo con limitados medios, quedando a la espalda las plazas de Badajoz y Olivenza y las fuerzas españolas del condado y Extremadura, parecíale demasiadamente arriesgado. Queriendo evitar uno y otro y no desobedecer las órdenes de su gobierno, pidió permiso para atacar dichas plazas antes de invadir el Alentejo. Napoleón consintió en ello, y Soult, al tiempo que así caminaba con paso más firme en su expedición, satisfacía también sus celos y rivalidades, dejando a Massena solo y entregado a su suerte, hasta que, muy comprometido, no pudiese este salir de ahogos sino con la ayuda del ejército del mediodía. Tal fue al menos la voz más válida, y a la que daban fundadamente ocasión las desavenencias y disturbios que por lo común reinaban entre unos y otros mariscales.
p. 20
Antes de partir tomó Soult sus precauciones. Puso en Córdoba al general Godinot en lugar de Dessolles, que había vuelto a Madrid. En Écija apostó una columna, bajo el mando del general Digeon, destinada a mantener las comunicaciones; atrincheró del lado de Triana la ciudad de Sevilla, cuyo gobierno entregó en manos del general Darricau, y envió en fin refuerzos al condado de Niebla a las órdenes del coronel Remond.
Al entrar enero tenía Soult preparada su expedición, que debía constar en todo de unos 19.000 infantes y 4000 caballos, 54 piezas, un tren de sitio, convoy de provisiones y otros auxilios. Esta fuerza componíala el cuerpo de Mortier y parte del de Victor, viniendo además de Toledo, y no comprendiéndose en el número indicado, unos 3000 hombres de infantería y 500 jinetes del ejército francés del centro, con que se adelantó a Trujillo el general Lahoussaye.
Por parte de los españoles, proseguía mandando en Extremadura desde la ausencia de Romana Don Gabriel de Mendizábal, no habiendo ocurrido allí en todo aquel tiempo hecho alguno notable. La división de Ballesteros, que pertenecía entonces al mismo ejército, continuaba obrando casi siempre hacia el condado de Niebla, y dándose la mano con Copons era la que más bullía. Al tiempo de avanzar los franceses, Mendizábal, cuyas partidas se extendían a Guadalcanal, replegose por Mérida buscando la derecha de Guadiana, y Ballesteros tiró a Fregenal. Latour-Maubourg apretó al primero de cerca con la caballería, y Gazan persiguióp. 21 al último con objeto de proteger la marcha de la artillería y convoyes. Volvió pie atrás de Trujillo la fuerza que mandaba Lahoussaye para cubrir el Tajo de las irrupciones de Don Julián Sánchez, y despejar también la comarca de otras partidas. El mariscal Soult con la infantería caminó sobre Olivenza.
Portuguesa antes esta plaza, pertenecía a España desde el tratado de Badajoz de 1801. Tenía fortificación regular con camino cubierto y nueve baluartes, pero flaca de suyo y descuidada, no podía detener largo tiempo los ímpetus del francés. Era gobernador el mariscal de campo Don Manuel Herk. La plaza fue embestida el 11 de enero, y el 12 abrieron los enemigos trinchera del lado del oeste. Mendizábal cometió el desacuerdo de enviar un refuerzo de 3000 hombres, los cuales en vez de coadyuvar a la defensa de aquel recinto, claro era que no servirían sino para embarazarla. El 20 rompieron los enemigos el fuego con cañones de grueso calibre, y batieron el baluarte de San Pedro por donde estaba la brecha antigua. Ofreció el 21 el gobernador Herk sostener la plaza hasta el último apuro, y, no obstante, capituló al día siguiente sin nuevo y particular motivo. Tuvieron algunos a gran mengua este hecho; pero debe considerarse que apenas había dentro municiones de guerra, apenas artillería gruesa, y solo, sí, ocho cañones de campaña que, manejados diestramente por Don Ildefonso Díez de Ribera, hoy conde de Almodóvar, contribuyeron a alucinar al enemigo sobre el verdadero estado de la plaza, y a imponerle respeto. Quizá,p. 22 sí, faltó el gobernador en prometer más de lo que le era dado cumplir.
Al propio tiempo Ballesteros, cayendo al condado de Niebla, recibió de la regencia el mando de este distrito, y el aviso de que su división pertenecía en adelante al 4.º ejército, que era el de la Isla de León. Copons, el 25 de enero, se embarcó para este punto con la tropa que capitaneaba, excepto la caballería y el cuerpo de Barbastro, que quedó al lado de Ballesteros, quien el mismo día sostuvo en Villanueva de los Castillejos contra los franceses una acción bastante gloriosa.
Bajo aquel nombre comprenden algunos dos pueblos: el citado de Villanueva y el de Almendro, situados a la caída de la sierra de Andévalo, por muchas partes de áspera y escarpada subida. En dos cumbres, las más notables, colocó Ballesteros 3 a 4000 peones que tenía, y al costado derecho, en terreno algo más llano, 700 jinetes de que constaba la caballería. Lo más principal de esta división procedía de la que en 1809 había sacado aquel general de Asturias, conservándose de los oficiales casi todos, excepto los que había arrebatado la guerra o los trabajos. Así, sonaban en la hueste los nombres de Lena y Pravia, de Cangas de Tineo, Castropol y el Infiesto, a que se añadía el provincial de León.
Ballesteros colocó su gente en dos líneas y, atacado por Gazan y Remond, sostuvo su puesto con firmeza hasta entrar la noche, habiendo causado al enemigo una pérdida considerable. Retirose después por escalones con mucho orden,p. 23 llegó a Sanlúcar de Guadiana y repasó tranquilamente este río. Remond entonces quedó solo en el condado: marchó Gazan sobre Fregenal y Jerez de los Caballeros, tomó un destacamento suyo, por capitulación, en 1.º de febrero, el torreón antiguo de Encinasola, de poca importancia; y continuó después el mismo general a Badajoz, dejando en Fregenal una columna volante.
Luego que Ballesteros notó que los enemigos ponían toda su atención del lado de aquella plaza, comenzó de nuevo sus correrías. El 16 de febrero embistió a Fregenal, y cogió 100 caballos, 80 prisioneros y bagaje. Rondó por los contornos, y engrosadas sus filas con prisioneros fugitivos de Olivenza, resolvió al finalizar el mes acometer a Remond en el condado. Temeroso el comandante francés, se retiró más allá del río Tinto, de donde el 2 de marzo le arrojaron los nuestros; suceso que alteró en Sevilla los ánimos de los enemigos y de sus secuaces. Darricau, gobernador de esta ciudad, corrió en auxilio de Remond con cuanta gente pudo recoger; mas serenose, habiendo Ballesteros hecho alto y repasado después el Tinto. Incansable el español, tornó el 9 desde Beas en busca de Remond, sorprendiole de noche en Palma, le deshizo, y tomole bastantes prisioneros y dos cañones. Guerra afanosa y destructora para los franceses. Ballesteros preparábase el 11 a hacer decididamente una incursión hasta Sevilla mismo, cuando malas nuevas que venían de Extremadura le obligaron a suspender el movimiento proyectado.
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Habían los enemigos embestido ya a Badajoz el 26 de enero. Aquella plaza está situada a la izquierda del Guadiana, que la baña por el norte y cubre una cuarta parte del recinto. Guarnécela del lado de la campiña un terraplén revestido de mampostería, con ocho baluartes, fosos secos, medias lunas, camino cubierto y explanada. Desagua allí al nordeste y corre por fuera un riachuelo de nombre Rivilla, cerca de cuya confluencia con el Guadiana álzase un peñón coronado de un antiguo castillo, el cual resguarda, junto con dos de los baluartes, el lado que mira al nacimiento del sol. En la derecha del Rivilla, a 200 toesas del recinto principal, y en un sitio elevado, se muestra el fuerte de la Picuriña, y al sudoeste el hornabeque de Pardaleras, con foso estrecho y gola mal cerrada. Estas dos obras exteriores se hallan, como la plaza, a la izquierda del Guadiana; descollando a la derecha, enfrente del castillo viejo, poco ha indicado, un cerro que se dilata al norte, y en cuya cima se divisa el fuerte de San Cristóbal, casi cuadrado. Lame la falda de este por levante el Gévora, que también se junta allí con el caudaloso Guadiana. No esguazable el último río en aquellos parajes, tiene un buen puente a la salida de la puerta de las Palmas, abrigado de un reducto. La población yace en bajo, y está rodeada de un terreno desigual que pudiéramos llamar undoso, con cerros a corta distancia.
Gobernábala el mariscal de campo Don Rafael Menacho, soldado de gran pecho. Manejaba la artillería Don Joaquín Caamaño, y dirigíap. 25 a los ingenieros Don Julián Albo. Llegó a haber de guarnición 9000 hombres. Poblaban la ciudad de 11 a 12.000 habitantes.
Empezaron los franceses el 28 de enero a abrir la trinchera y atacar por varios puntos; mas solo a la izquierda del Guadiana y con horroroso bombardeo. En el cerro de San Miguel establecieron una batería de cuatro piezas de a ocho y un obús: en el inmediato del Almendro, otra enfilando el fuerte de la Picuriña: lo mismo a la ladera del de las Mallas, entre el Rivilla y el arroyo Calamón; plantando aquí también a la izquierda de este una batería de obuses y cañones, con otra en el cerro del Viento; y abriendo entre ambas una trinchera y camino cubierto muy prolongado, cuyo ramal flanqueaba el frente de Pardaleras. Llamaron los franceses al último ataque el de la izquierda; del centro, al que partía del Calamón; de la derecha, al que indicamos primero.
El 30 verificaron los españoles una salida, y dos días después respondió Menacho con brío a la intimación que le hicieron los franceses de rendirse. Hincháronse el 2 de febrero las aguas del Rivilla, causando daño en los trabajos de los contrarios, y el 3 matáronles los nuestros, en una nueva salida de Pardaleras, más de 100 hombres, y arruinaron parte de las obras.
Don Gabriel de Mendizábal, reuniendo con las suyas las divisiones españolas que habían venido del ejército anglo-portugués, trató de meterse en Badajoz, engrosar la guarnición y retardar así las operaciones del enemigo. Parap. 26 ello, y facilitar a la infantería un camino seguro, mandó a Don Martín de la Carrera que arremetiese el 6 por la mañana contra la caballería francesa, que en gran fuerza había pasado el 4 a la derecha del Guadiana, y la arrojase más allá del Gévora. Ejecutó Carrera su encargo gallardamente, y entonces Mendizábal se introdujo con los peones en la plaza.
Hicieron el 7 los cercados una salida contra las baterías enemigas del cerro de San Miguel y del Almendro. Mandaba la empresa Don Carlos de España, y aunque puso este el pie en la primera de las indicadas baterías, solo inutilizó en ella una pieza, no habiendo llegado a tiempo los soldados que traían los clavos y demás instrumentos propios al intento. La del Almendro fue también asaltada, y pudiéronse clavar allí más piezas. Sin embargo, rehechos los franceses, repelieron a los nuestros; y como por el descuido o retardo arriba indicado no se había destruido toda la artillería, causó esta en nuestras filas al retirarse mucho estrago, y perdimos, entre muertos y heridos, unos 700 hombres, de ellos varios oficiales.
Salió el 9 de Badajoz el general Mendizábal, y la plaza quedó entonces custodiada con los 9000 hombres que, según dijimos, habían llegado a componer su guarnición; evacuando el recinto sucesivamente los enfermos y gente inútil. Mendizábal se acantonó en la margen opuesta del Guadiana, apoyó su ala derecha en el fuerte de San Cristóbal, y aseguró de este modo la comunicación con Elvas y Campomayor.
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Receloso en seguida Soult de que el sitio se dilatase, puso su ahínco en llevarle pronto a cima. Por tanto, adelantada ya la segunda paralela a sesenta toesas de Pardaleras, rodearon a las 7 de la noche este fuerte unos 400 hombres, y abriéndose paso entre las empalizadas, se metieron dentro por la parte que les mostró a la fuerza un oficial prisionero. Pudo salvarse, no obstante, la mayor parte de la guarnición. Prolongaron entonces los franceses hasta el Guadiana la paralela de la izquierda, y construyeron un reducto que, barriendo el camino de Elvas, completaba el bloqueo por aquel lado.
Con todo, menester era para acelerar la toma de Badajoz, destruir o alejar a Mendizábal de las cercanías del fuerte de San Cristóbal. Lord Wellington había aconsejado oportunamente al general español mantenerse sobre la defensiva y fortalecer su posición con acomodados atrincheramientos, hasta tanto que pudiese socorrerle y obligar a los franceses a levantar el sitio. No dio Mendizábal oídos a tan prudentes advertencias; y confiado en que iban muy crecidos Guadiana y Gévora, no destruyó ni aseguró los vados que en aguas bajas se encuentran en ambos ríos corriente arriba; contentose solo con demoler un puente que había en el Gévora, y trabajó lentamente en el reducto de la Atalaya, situado al norte, a 800 toesas de San Cristóbal.
Desde el 12 había el mariscal Soult enviado 1500 hombres para cruzar el Guadiana por el Montijo, y empezó el 17 a arrojar bombas sobrep. 28 el campo de Mendizábal, hacia el lado del fuerte de San Cristóbal, con intento de apartarle de semejante amparo.
Quedábanle a Mendizábal unos 8000 infantes y 1200 caballos; y siendo muy superior la fuerza que podía atacarle, debiera por lo mismo haber andado más cauto.
El 18 menguaron las aguas, y descendió aquel día por la derecha del Guadiana la caballería enemiga, que había tomado la vuelta del Montijo, cruzando los infantes por la tarde a legua y media de la confluencia del Gévora, y siempre corriente arriba. Mendizábal no ignoraba el movimiento de los franceses, pero no por eso evitó el encuentro.
Temprano en la mañana del 19, 6000 infantes enemigos y 3000 caballos estaban ya en batalla a la derecha del Guadiana, dispuestos también a pasar el Gévora. Una niebla espesa favorecía sus operaciones; y exhortados por el mariscal Soult y reforzados, comenzaron a vadear el último río. Ejecutó el paso por la derecha con toda la caballería Latour-Maubourg, con intención de envolver la izquierda española; y por el lado opuesto cruzó la infantería, al mando del general Girard, que logró así interponerse entre el fuerte de San Cristóbal y el costado derecho de los españoles, cogiendo en medio ambos generales a nuestro ejército casi del todo desprevenido.
El mariscal Mortier, que gobernaba de cerca los movimientos ordenados por Soult, cerró de firme con los españoles. Nació luego en nuestras filas extrema confusión; los caballos, enp. 29 cuyo número se contaban los portugueses de Madden, no sostenidos bastantemente por Mendizábal, dieron los primeros el deplorable ejemplo de echar a huir, no obstante los esfuerzos valerosos de su principal jefe Don Fernando Gómez de Butrón, que se puso a la cabeza de los regimientos de Lusitania y Sagunto. Mendizábal formó con los infantes dos grandes cuadros que resistieron algún tiempo en la altura de la Atalaya; pero que rotos al fin y penetrados por todas partes, disipáronse a la ventura. 800 hombres quedaron heridos, o muertos en el campo; 3000 prisioneros, de ellos muchos oficiales con el general Virués; otros dispersáronse o se acogieron a las plazas inmediatas. Cañones, muchos fusiles, bagaje, municiones, todo fue presa del enemigo. Salvose en Campomayor, con alguna gente, Don Carlos de España; en Elvas, Butrón y 800 hombres, con Don Pablo Morillo que dio en tan aciago día repetidas pruebas de valentía y ánimo sereno.
La pelea, comenzada a las ocho de la mañana, terminose una hora después, no habiendo costado a los franceses más de 400 hombres: pelea ignominiosamente perdida, y por la que se levantó contra Mendizábal un clamor universal harto justo. Fue causa de tamaño infortunio singular impericia, que no disculpan ni los bríos personales ni la buena intención de aquel desventurado general. Llamaron unos esta acción la del Gévora, otros la de San Cristóbal: los españoles casi solo la conocieron bajo el nombre de la del 19 de febrero.
Ganada la batalla, bloqueó la plaza el mariscalp. 30 Soult por la derecha del Guadiana, aseguró con puentes las comunicaciones de ambas orillas y continuó el sitio reposadamente.
Creyó también que los ánimos se amilanarían con la derrota de Mendizábal, y envió un parlamento con nuevas propuestas. Mas Don Rafael Menacho, manteniéndose impávido, no le admitió; y habitantes y militares merecieron a porfía ser colocados al lado de tan digno caudillo.
Hubo diversos hechos muy señalados. Digno es de contarse entre ellos el de Don Miguel Fonturvel, teniente de artillería de la brigada de Canarias. De avanzada edad, pidió no obstante que se le confiase uno de los puestos de más riesgo; y perdiendo las dos piernas y un brazo, así mutilado, animaba antes de expirar a sus soldados, y exclamó mientras pudo con interrumpidos acentos: «¡Viva la patria! Contento muero por ella.»
Los enemigos proseguían en sus trabajos, y se enderezaban principalmente contra los baluartes de San Juan y Santiago. El 26 extendiéndose por allí y batiendo la plaza con vivo cañoneo, se prendió fuego a un repuesto detrás de uno de los baluartes; pero la presencia inmediata de Menacho impidió el desorden y evitó desgracias. Valeroso y activo, este jefe disponíase a defender la ciudad hasta por dentro, y cortó calles, atroneró casas y tomó otras medidas no menos vigorosas.
Todo anunciaba que llevaría al cabo su propósito, cuando el 4 de marzo, observando desde el muro una salida en que se causó bastantep. 31 daño al enemigo, cayó muerto de una bala de cañón. Glorioso remate de su anterior e ilustre carrera, y pérdida irreparable en tan apretadas circunstancias. Las cortes hicieron mención honrosa del nombre de Menacho, y premiaron a su familia debidamente.
Sucediole el mariscal de campo Don José de Imaz, que correspondió de mala manera a tamaña confianza; pues capituló el 10, no aportillada bastantemente la brecha en la cortina de Santiago, ni maltratados todavía los flancos; y a tiempo en que por telégrafo se le avisó de Elvas que Massena se retiraba, y que la plaza de Badajoz no tardaría en ser socorrida.
Quiso Imaz cubrir su mengua con el dictamen del comandante de ingenieros Don Julián Albo y el de otros jefes que estuvieron por rendirse. No así Caamaño el de artillería que dijo: «Pruébese un asalto, o abrámonos paso por medio de las filas enemigas.» Igualmente fue elevado y noble el parecer del general Don Juan José García, que si bien anciano, expresó con brío: «Defendamos a Badajoz hasta perder la vida.» Mas Imaz con inexplicable contradicción, votando en el consejo, que al efecto se celebró, con los dos últimos jefes, entregó la plaza en el mismo día sin que hubiese para ello nuevo motivo. Como gobernador solo a él tocaba decidir en la materia, y él era el único y verdadero responsable. Equivocose si creyó que resolviendo de un modo y votando de otro, conservaría al mismo tiempo intactos su buen nombre y su persona. Formósele causa, que duró, según tenemos entendido,p. 32 hasta la vuelta del rey Fernando a España, caminando y terminándose al son de tantas otras de la misma clase.
Ocuparon los franceses a Badajoz el 11 de marzo. Salieron por la brecha y rindieron las armas 7135 hombres: había en los hospitales 1100 enfermos, y en la plaza 170 piezas de artillería, con municiones bastantes de boca y guerra.
En seguida el general Latour-Maubourg marchó sobre Alburquerque
y Valencia de Alcántara, de que se apoderó en breve, no hallándose
aquellas antiguas y malas plazas en verdadero estado de defensa.
El mariscal Mortier sitió el 12 de marzo a Campomayor. Sitio
y capitulación
de Campomayor.
Guarnecían el recinto, de suyo débil, unos pocos soldados de milicias y
ordenanzas, y era gobernador el valeroso portugués José Joaquín Talaya.
Los enemigos situaron sus baterías a medio tiro de fusil, amparados
de las ruinas del fuerte de San Juan, demolido en la guerra de 1800.
Intimaron inútilmente la rendición el 15, y arrojando sin cesar dentro
infinidad de bombas, y batiendo el muro con vivísimo y continuado
fuego, abrieron el 21 brecha muy practicable. Pronto al asalto, no
quiso todavía entregarse el bizarro gobernador, no obstante sus cortos
medios y escasa tropa: y solo ofreció que se rendiría si pasadas
veinticuatro horas no le hubiese llegado socorro. Frustrada esta
esperanza, salió por la brecha, cumplido el plazo, con unos 600 hombres
entre milicianos y ordenanzas que era toda su gente.
Nuevos cuidados llamaron a Sevilla al mariscalp. 33 Soult. Luego que este se ausentó de aquella ciudad, tratose en Cádiz de distraer las fuerzas de la línea sitiadora y aun de obligar al enemigo, si ser podía, a alzar el campo. Pensose llevar a efecto tal propósito al fenecer enero, y obraban de acuerdo españoles e ingleses. En consecuencia, partió de Cádiz alguna tropa que desembarcó en Algeciras y que, con otra gente de la serranía de Ronda, formó la primera división del 4.º ejército a las órdenes de Don Antonio Begines de los Ríos. Debiendo este jefe dar la señal de los movimientos proyectados, marchó sobre Medina Sidonia y, el 29 del mismo enero, rechazó a los franceses cogiéndoles 150 hombres. El mayor inglés Brown, que continuaba gobernando a Tarifa, apoyó la maniobra avanzando a Casas Viejas. Paró allí esta tentativa, habiéndose retardado la ejecución del plan principal.
Un mes transcurrió antes de que se realizase; mas entonces combinose de modo que todos se lisonjeaban con la esperanza de que tuviese buena salida. Debía componerse la expedición de las indicadas tropas de Begines y Brown, y de las que acompañasen de la Isla y Cádiz a los generales Graham y Don Manuel de la Peña. Había el último de mandar en jefe, como quien llevaba mayor fuerza; y escogiole la regencia no tanto por su mérito militar, cuanto por ser de índole conciliadora y dócil bastante para escuchar los consejos que le diese el general inglés, más experto y superior en luces.
Las tropas británicas fueron las primeras que dieron la vela; luego las españolas, el 26 de febrero.p. 34 Conducía nuestra expedición de mar el capitán de navío Don Francisco Maurelle; escoltábanla la corbeta de guerra Diana y algunas fuerzas sutiles, y la componían más de 200 buques. Navegó la expedición con el mayor orden, y pusieron las tropas pie en tierra, en Tarifa, al anochecer del 27. Incorporáronse allí a los nuestros el cuerpo principal de los ingleses, y efectos y tropa de algunos buques que, impelidos del viento y corrientes del Estrecho, habían aportado a Algeciras.
Reunido en Tarifa todo el ejército combinado, excepto la división de Begines que se unió el 2 de marzo en Casas Viejas, distribuyole el general la Peña en tres trozos, vanguardia, centro o cuerpo de batalla, y reserva. La primera la guiaba Don José de Lardizábal, el centro el príncipe de Anglona, y la última el general Graham. En todo, con los de Begines, 11.200 infantes, entre ellos 4300 ingleses. Había además 800 hombres de caballería, 600 nuestros, los otros de los aliados; mandaba los jinetes el mariscal de campo Don Santiago Whittingham. Se contaban 24 piezas de artillería.
Púsose el 28 en marcha el ejército con dirección al puerto de Facinas, por cuyo sitio atraviesa, partiendo del mar a las sierras de Ronda, la cordillera que termina al ocaso el campo de Gibraltar. Desde ella se desciende a las espaciosas llanuras que se dilatan hasta cerca de Chiclana, Sancti Petri y faldas del cerro de Medina Sidonia; adonde, descolgándose de las sierras, arroyos y torrentes, atajan y cortan la tierra, y causan pantanos y barranqueras. Con lap. 35 muchedumbre y unión de las vertientes fórmanse, sobre todo en aquella estación, ríos de bastante caudal, como el Barbate que recoge las aguas de la laguna de Janda. Estos tropiezos y el fatal estado de los caminos, malos de suyo, retardaron la marcha particularmente de la artillería.
De Facinas podía el ejército dirigirse sobre Medina Sidonia por Casas Viejas, o sobre Sancti Petri y Chiclana por la costa, siguiendo la vuelta de Vejer. Evacuaron precipitadamente los franceses este pueblo el 2 de marzo, amenazados por algunas tropas nuestras, al paso que el grueso del ejército marchaba a Casas Viejas, camino que al principio se resolvió tomar. De aquí fueron también arrojados los enemigos, y se les cogieron unos cuantos prisioneros, dos piezas y repuestos de vituallas.
En las alturas frente a Casas Viejas y a la izquierda del Barbate, permaneció el ejército combinado hasta la mañana del 3, en cuyo tiempo, desistiendo el general en jefe de proseguir por el mismo camino de antes, emprendió la marcha por Vejer, orillas de la mar; y solo destacó hacia Medina, para alucinar a los franceses que la ocupaban, el batallón ligero de Alburquerque y el escuadrón de voluntarios de Madrid.
Desaprobaron muchos que se hubiese mudado de rumbo en la persuasión de que era preferible la primera ruta, que daba a espaldas del enemigo y se apoyaba en la serranía de Ronda, baluarte natural y con los arrimos de Gibraltar y Tarifa. No pareció disculpa la circunstanciap. 36 de ser Medina posición fuerte y estar artillada con 7 piezas, pues además de que no hubiera resistido a la acometida del ejército combinado, tampoco se necesitaba tomar empeño en su conquista, sino solamente observar lo que allí se hacía. Yendo por aquella parte se podía también contar con la belicosa y bien dispuesta población de la sierra; y en caso de malaventura no corría nuestra tropa riesgo de ser acorralada contra insuperables obstáculos, como era el de la mar del lado de Vejer y Sancti Petri. Mas la Peña, hombre pusilánime y sobrado meticuloso, quiso ante todo abrir comunicación con la Isla, creyéndose más seguro en la vecindad de tan inexpugnable abrigo; y desconociendo que, si acontecía algún descalabro, la confusión y el tropel no permitirían ni oportuna ni dichosa retirada.
Había quedado mandando en la Isla Don José de Zayas, con orden de ejecutar movimientos aparentes en toda la línea, ayudado de las fuerzas de mar. Tenía igualmente encargo de echar un puente de barcas al embocadero de Sancti Petri, en cuya orilla izquierda, enseñoreada por los franceses, forma el río, la mar y el caño de Alcornocal una lengua de tierra que habían con flechas cortado aquellos, dueños también de la torre y colinas de Bermeja, colocadas a la espalda. Nuestra posición en la orilla derecha dominaba la de los contrarios; y dos fuertes baterías y el castillo de Sancti Petri barrían el terreno hasta las indicadas flechas.
Estableciose, conforme a lo prevenido y en el paraje insinuado, un puente flotante bajo lap. 37 dirección del capitán de navío Don Timoteo Roch; y desde el 2 de marzo comenzaron ya las fuerzas de mar de los diversos apostaderos del río de Sancti Petri a hostilizar la costa; mas en la noche, después de echado el puente, por descuido o por otra razón que ignoramos, asaltando tiradores franceses a 250 españoles que le custodiaban, fueron sorprendidos estos y hechos prisioneros. Se tuvo a dicha que no penetrasen los enemigos más adelante; pues con la oscuridad y el desorden, ya que no se hubiesen apoderado de la Isla, por lo menos hubieran causado mayores daños.
De resultas, mandó Zayas cortar algunas barcas del puente, no sabiendo tampoco de fijo el paradero del ejército expedicionario. Como el primer pensamiento acerca de la marcha de este fue el de ejecutarla por Medina, habíase al partir convenido que las tropas aliadas advertirían su llegada a aquel punto por medio de señales, que no se verificaron, cambiado el plan. Un oficial que envió la Peña para avisar dicha mudanza, detuviéronle los ingleses dos días en el mar, pareciéndoles emisario sospechoso. Esto y el haber cortado algunas barcas del puente, impidió que de la Isla se auxiliasen con la prontitud deseada las operaciones de afuera.
A la caída de la tarde del 4 de marzo tomó el ejército expedicionario el camino de Conil, continuando después la vuelta de Sancti Petri. Acompañaban a las tropas muchos patriotas y escopeteros de los pueblos inmediatos y de la sierra. Llegó el ejército al cerro de la Cabeza del Puerco, o sea de la Barrosa, al amanecerp. 38 del 5; y de allí, hecho un corto descanso, prosiguió la vanguardia engrosada con un escuadrón y fuerzas del centro, vía del bosque y altura de la Bermeja. Quedó en el cerro del Puerco el resto de las tropas que componían el centro, y a su retaguardia la reserva; adelantándose por el flanco derecho el grueso de los jinetes. La marcha de las tropas en la anterior noche había sido larga y sobre todo penosa, no calculados competentemente de antemano los obstáculos con que iba a tropezarse.
Desasosegaban a los franceses los movimientos de los aliados, inciertos del punto por donde estos atacarían y faltos de gente. La que tenía el mariscal Victor delante de la Isla y Cádiz no pasaba de 15.000 hombres, y ascendían a 5000 más los que se alojaban en Medina, Sanlúcar y otros sitios cercanos. Aseguradas las líneas con alguna tropa, interpolada de españoles juramentados [que unos de grado y muchos por fuerza no dejaban en estas Andalucías de prestar auxilio a los enemigos] colocose el mencionado mariscal en las avenidas de Conil y Medina asistido de unos 10.000 hombres, en disposición de acudir a la defensa de cualquiera de dichos dos caminos que trajesen los aliados.
Cerciorado que fue de ello, y después de escaramuzar las tropas ligeras de ambos ejércitos, se reconcentró Victor en los pinares de Chiclana, puso a su izquierda la división del general Ruffin, en el centro la de Leval, y a Villatte con la suya en la derecha; guarneciendo el último la tala y flechas que amparaban el siniestro costado de su propia línea enfrente de la Isla.
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A este punto se dirigía la vanguardia española para atacar por la espalda los atrincheramientos y baterías enemigas que impedían la comunicación entre el ejército de dentro de la Isla y el expedicionario. Con la mira de estorbar semejante maniobra, habíase colocado el general Villatte delante del caño del Alcornocal y molino fortificado de Almansa, favorecido de un pinar espeso que ocultando parte de su tropa, dejaba solo al descubierto unos cuantos batallones apoyados en Torre Bermeja.
La vanguardia, bajo el mando de Lardizábal, atacó bravamente las fuerzas de Villatte: la pelea fue reñida, en un principio dudosa; pero decidiola en nuestro favor, conteniendo al enemigo y cargándole luego con ímpetu, el regimiento de Murcia, al mando de su coronel Don Juan María Muñoz, y tres batallones de Guardias españolas que, con el regimiento de África, llegaron en seguida y dieron al reencuentro feliz remate. Villatte, repelido así, pasó al otro lado del caño y molino de Almansa, quedando, de consiguiente, franca la comunicación con la Isla de León; aunque se retardó el paso por el tiempo que pidió la reparación del puente de Sancti Petri, poco antes cortado.
En el mismo instante, la Peña, que deseaba aprovechar la ventaja adquirida y continuar tras el enemigo por el espeso y dilatado bosque que va a Chiclana, llamó hacia allí lo más de su tropa, y dispuso que el general Graham, abandonando el cerro del Puerco, se acercase al campo de la Bermeja, distante tres cuartos de legua, y que cooperase a las maniobras de lap. 40 vanguardia, dejando solo en dicho cerro para proteger aquel puesto la división de Don Antonio Begines, un batallón inglés a las órdenes del mayor Brown, y los de Ciudad Real y Guardias valonas, unidos antes a la reserva.
Victor, que vigilaba los movimientos de los aliados, luego que notó el de Graham, y que caminaba este por el pinar con dirección al campo de la Bermeja, apareció en el llano y, dirigiendo la división de Leval contra los ingleses que iban marchando, se adelantó él en persona con las fuerzas de Ruffin al cerro del Puerco por la ladera de la espalda, posesionándose de su cima, verdadera llave de toda la posición, y cortando así las comunicaciones entre la gente que había quedado apostada en Casas Viejas y las tropas que acababan los españoles de dejar en el citado cerro del Puerco, las cuales, precisadas a retirarse, se movieron hacia el grueso del ejército.
Mostrábase ahora a las claras que la intención del enemigo era arrinconar a los aliados contra el mar y envolverlos por todos lados. El general Graham, que lo había sospechado, confirmose en ello al verse acometido y al noticiarle el mayor Brown el movimiento y ataque que los franceses habían hecho sobre el cerro del Puerco. Para remediar el mal contramarchó rápidamente el general británico: hizo que 10 cañones a las órdenes del mayor Duncan rompiesen fuego abrasador contra el general Leval, a quien, en consecuencia de la evolución practicada, tenían los ingleses por su flanco izquierdo, y mandó al coronel Andrés Barnardp. 41 empeñar la lid con los tiradores y compañías portuguesas. Formó además de los restantes cuerpos dos trozos: de estos, uno bajo el general Dilkes acometió a Ruffin, otro bajo el coronel Wheatley, a Leval. La artillería, mandada por Duncan, contuvo la división del último y causó en ella gran destrozo.
El mayor Brown se había aproximado, por orden de Graham, al cerro de que era ya dueño Ruffin, y antes que Dilkes llegara había tenido que aguantar vivísimo fuego. Juntos ambos jefes, arremetieron vigorosamente cuesta arriba para recobrar la posición defendida por los franceses con su acostumbrado valor. El combate fue porfiado y sangriento. Cayó herido mortalmente Ruffin, sin vida el general Chaudron-Roussau, y los ingleses al fin encaramándose a la cumbre, se enseñorearon del campo de los enemigos. Huyeron estos precipitadamente, y Graham contento con el triunfo alcanzado no los persiguió, fatigada su gente con las marchas de aquellos días. Al rematar la acción llegaron de refresco los de Ciudad Real y Guardias valonas, que antes estaban con él unidos perteneciendo a la reserva, los cuales sin orden de la Peña acudieron adonde se lidiaba movidos de hidalgo pundonor.
Las divisiones de Ruffin y Leval se retiraron concéntricamente: en vano quiso el mariscal Victor restablecer la refriega: el fuego sostenido y fulminante de los cañones de Duncan desbarató tal intento.
El combate solo duró hora y media; pero tan mortífero que los ingleses perdieron más dep. 42 1000 soldados y 50 oficiales: los franceses 2000 y 400 prisioneros, en cuyo número se contó al general Ruffin, tan mal herido que murió a bordo del buque que le transportaba a Inglaterra.
Los enemigos durante la pelea quisieron también extenderse por la playa al pie del cerro de la Cabeza del Puerco; mas se lo estorbaron las tropas de Begines y la caballería de Whittingham. Este no persiguió en la retirada cual pudiera a los franceses, que no tenían arriba de 250 jinetes. Solo los húsares británicos, que eran 180, se destacaron del cuerpo principal y, guiados por el coronel Federico Ponsonby, embistieron con los enemigos. Whittingham dio por disculpa para no seguir tan buen ejemplo el haber tomado por franceses a los españoles que habían quedado de observación en Casas Viejas, y que se acercaron al campo en el momento de concluirse la batalla.
No cesó en tanto el tiroteo entre la vanguardia del mando de Lardizábal y la división de Villatte, quien también quedó herido. Los españoles perdieron unos 300 hombres, no menos los contrarios.
La Peña no dio paso alguno para auxiliar al general Graham, ni se meneó de donde estaba, como si temiera alejarse de Sancti Petri, cuyo puente al cabo se reparó, pudiendo el general Zayas pasarle y colocarse cerca de las flechas y molino de Almansa. Excusó la Peña su inacción con haber ignorado la contramarcha de Graham, y con el poco tiempo que dio la corta duración de la pelea. Pero pareció a muchos que bastaba para aviso el ruido del cañón, y quep. 43 ya que no hubiese el general español podido concurrir al primer momento del triunfo, por lo menos encaminándose al punto de la acción hubiera su asistencia servido a molestar y deshacer del todo al enemigo en la retirada.
Graham, ofendido de tal proceder, y disminuida su gente y fatigada, metiose el 6 en la Isla, rehusó cooperar activamente fuera de las líneas, y solo prometió favorecer desde ellas cualquiera tentativa de los españoles.
En aquellos días las fuerzas sutiles de estos, al mando de Don Cayetano Valdés, sostenidas por las de los ingleses, se habían desplegado en la parte interior de la bahía, amenazando el Trocadero y los otros puntos del mismo modo que el río de Sancti Petri y caños de la Isla. En la mañana del 6 se verificó un pequeño desembarco en la playa del puerto de Santa María, y en la noche anterior Don Ignacio Fonnegra habíase posesionado de Rota, y destruido las baterías y artillería enemiga.
Derrotado el mariscal Victor en el cerro de la Cabeza del Puerco, o sea torre de la Barrosa, tomó medidas de retirada, y envió a Jerez heridos y bagajes: llamó de Medina Sidonia la división mandada por Cassagne, la cual no había asistido a la batalla, y se reconcentró con lo principal de sus tropas en la vecindad de Puerto Real.
Por su parte la Peña no se atrevió a emprender solo cosa alguna, y entró en Sancti Petri el 7 con todo su ejército, excepto los patriotas de la sierra y la división de Begines, que quedaron fuera y ocuparon el 8 a Medina Sidonia,p. 44 rechazando a 600 franceses que intentaron atacarlos.
Todas estas operaciones, y sobre todo la batalla del 5, excitaron quejas y recriminaciones sin fin. Mirose como fuente y causa principal de ellas la irresolución y desconfianza que de sí propio tenía la Peña. Graham, aunque con razón ofendido de varias acusaciones que se le hicieron, llevó muy allá el resentimiento y enojo.
En las cortes se promovieron acerca del asunto largos debates. Muchos querían que en todos los casos de acciones o sucesos desgraciados, se formase causa al general en jefe: opinión sobrado lata, pues las armas tienen sus días y los mayores capitanes han perdido batallas y equivocádose a veces en sus maniobras. Por lo mismo limitáronse las cortes a decidir que la regencia investigase con todo el rigor de las leyes militares lo ocurrido en tan notable suceso, quedándole expeditas sus facultades para obrar conforme creyera conveniente al bien y utilidad del estado.
Nombró al efecto la regencia una junta de generales, la cual informó meses después no resultar hecho alguno por el que se pudiese proceder contra Don Manuel de la Peña. En virtud de esta declaración cierto era que no debía la regencia poner en juicio a aquel general, pero tampoco había motivo para premiarle, como lo hizo más adelante, condecorándole con la gran cruz de Carlos III y con la manifestación de que así él como los demás generales y tropa se habían portado dignamente.
Las cortes anduvieron por entonces másp. 45 cuerdas, dando gracias a los aliados y declarando que estaban satisfechas de la conducta militar de la oficialidad y tropa del 4.º ejército. De este modo no mentaron en su declaración al general en jefe, e hicieron justicia a las tropas y a los oficiales que se condujeron en los lances en que se empeñaron con valor y buena disciplina. Posteriormente instadas las cortes por empeños, y apoyándose en los dictámenes que dieron varios generales, manifestaron también quedar satisfechas de la conducta de D. Manuel de la Peña en la expedición de la Barrosa. Resolución que con razón desaprobaron muchos.
En sesión secreta agraciaron las mismas al general Graham con la grandeza de España, bajo el título de duque del Cerro de la Cabeza del Puerco. Al principio pareció aceptar dicho general la merced que se le otorgaba, pues confidencialmente su ayudante y particular amigo Lord Stanhope así lo indicó, mostrando solo el deseo de que se variase la denominación, teniendo en inglés la palabra Pig peor sonido que la correspondiente en español. Convínose en ello; mas luego no admitió Graham, ya fuese resentimiento del proceder de la regencia, o ya, más bien, según creyeron otros, temor de lastimar a Lord Wellington todavía no elevado a tan encumbrada dignidad.
Después de lo acaecido, imposible era continuasen mandando en la Isla el general Graham y Don Manuel de la Peña. Explicaciones, réplicas, escritos se multiplicaron por ambas partes, y llegaron a punto de provocar un duelop. 46 entre Don Luis de Lacy, jefe del estado mayor del ejército expedicionario, y el general inglés: felizmente se arregló la pendencia sin lidiar. Sucedió en breve al último en su cargo el general Cook, y a la Peña, contra quien se desenfrenó la opinión, el marqués de Coupigny, que vimos en Bailén y Cataluña.
El mariscal Victor, pasado el primer susto, y viendo que nadie le seguía ni molestaba, volvió el 8 tranquilamente a Chiclana, y ocupó de nuevo y reforzó todos los puntos de su línea.
A poco empezaron los sitiadores a arrojar proyectiles que alcanzaron a Cádiz. Ya habían hecho ensayos en los días 15, 19 y 20 de diciembre anterior desde la batería de la Cabezuela junto al Trocadero, y conseguido que cayesen algunas bombas en la plaza de San Juan de Dios y sus alrededores, esto es, en la parte más próxima a los fuegos enemigos. No reventaban sino las menos, y de consiguiente fue casi nulo su efecto, pues para que llegasen a tan larga distancia [3000 toesas], era menester macizarlas con plomo, y dejar solo un huequecillo en que cupiesen unas pocas onzas de pólvora. Estos proyectiles lanzábanlos unos morteros que llamaban a la Villantroys, del nombre de un antiguo ingeniero francés que los descubrió, mas el modelo de las bombas le hallaron los franceses en el arsenal de Sevilla, invento antiguo de un español, que ahora parece perfeccionó un oficial de artillería, también español, en servicio de los enemigos, cuyo nombre no estampamos aquí en la duda de si fue o no cierta acusación tan fea. Los franceses tuvieron al principio unp. 47 corto número de morteros de esta clase, descomponiéndoseles a cada paso por la mucha carga que se les echaba. Aumentáronlos en lo sucesivo y aun los mejoraron, según en su lugar veremos.
Murmurándose mucho en Cádiz acerca de la expedición de la Peña, el consejo de regencia, para apaciguar los clamores y distraer al enemigo del sitio de Badajoz, cuya caída aún se ignoraba, ideó otra expedición al condado de Niebla, de 5000 infantes y 250 caballos, a las órdenes de Don José de Zayas, que debía obrar de acuerdo con Don Francisco Ballesteros.
Dio la vela de Cádiz aquel general el 18 de marzo, y desembarcado el 19 en las inmediaciones de Huelva, echó a los franceses de Moguer y trató de ir tierra adentro. Mas antes de verificarlo, reforzados los enemigos con tropa suya de Extremadura, y no unidos todavía Zayas y Ballesteros, tuvo el primero que reembarcarse el 23, previniéndole sus instrucciones que no emprendiese nada sin tener certidumbre de buen éxito, y se colocó en la isla de la Cascajera, al embocadero del Tinto. Los caballos hubo que abandonarlos, apretando de cerca el enemigo, y solo las sillas y arreos junto con los jinetes fueron transportados a la mencionada isla, y es digno de notar que varios de aquellos animales entregados a su generoso instinto cruzaron a nado el brazo de mar que los separaba de sus dueños.
Acampado Zayas en la Cascajera quiso ponerse de acuerdo con Ballesteros, quien celoso e indisciplinado daba buenas palabras, mas casip. 48 nunca las cumplía, y en el caso actual trató además de sobornar a los soldados de la expedición para engrosar sus propias filas. Zayas no obstante permaneció allí algunos días, y aun divirtió al enemigo en favor de Ballesteros, señaladamente el 29 de marzo que enviando gente sobre la torre de la Arenilla, sorprendió a los franceses de Moguer, les hizo perder 100 hombres, y aun recobró algunos de los caballos que habían quedado en tierra recogidos por los paisanos.
Al fin Zayas, sin alcanzar otro fruto que este y el de haber de nuevo inquietado a los enemigos, tornó a Cádiz el 31, habiendo los barcos de la expedición corrido riesgo de perecer en un temporal que sobrevino en aquella costa durante la noche del 27 al 28.
En Cádiz se mostró tan furioso que no quedaba memoria de otro igual, soplando un levante más bravo que el del año de 1810, de que en su lugar hablamos. Por fortuna, no se perdieron ahora buques de guerra, pero sí infinidad de mercantes, desamarrándose y chocando unos contra otros o encallando en la costa. Más de 300 personas se ahogaron y, como ocurrió de noche, la oscuridad y violencia del viento dificultó los auxilios. Los marinos, en particular los ingleses, dieron pruebas relevantes de intrepidez, pericia y humanidad, por la diligencia que pusieron en socorrer a los náufragos. Entonces se volvió a abrir la llaga aún reciente de la expedición de la Isla, y a clamar contra Peña, pues no cabía duda de que si se hubiera levantado el sitio de Cádiz, fondeados los barcos en parajes de mayorp. 49 abrigo, no se hubieran experimentado tantas desdichas.
Emprendía el mariscal Massena su completa retirada, mientras que ocurrieron en el mediodía de España los sucesos relatados. Firme en las estancias de Santarén en tanto que su ejército pudo subsistir en ellas y procurarse bastimentos, resolvió desampararlas luego que vio apurados sus recursos y que menguaba cada vez más el número de su gente, al paso que crecía el de los ingleses y sus medios. Empezó el mariscal francés su movimiento retrógrado en la noche del 5 al 6 de marzo, y empezole como gran capitán. Rodeábanle dificultades sin cuento, y para vencerlas necesitaba valerse de la movilidad de sus tropas en que tanta ventaja llevaban a las de los ingleses. El camino que hizo resolución de tomar fue hacia el Mondego, de arduo comienzo, pues exigía maniobras por el costado. Envió delante, y con anticipación al día 5, lo pesado y embarazoso, y ordenó al mariscal Ney que evolucionase sobre Leiría como si quisiese dirigir sus pasos a Torres Vedras. Entonces y en la citada noche del 5 al 6, alzando Massena el campo reconcentró el 9 en Pombal, por medio de marchas rápidas, todo su ejército, excepto el segundo cuerpo al mando de Reynier, y la división de Loison, que quemó las barcas de Punhete, tomando ambos generales la ruta de Espinhal y cubriendo así el flanco de la línea principal de retirada.
Echó Lord Wellington tras el enemigo, aunque con cautela, receloso siempre de descubrir las líneas. Y por eso y haberle también Massenap. 50 ganado por la mano desapareciendo disimuladamente, no pudo aquel reunir hasta el 11 tropas bastantes para operar activamente. No le aguardó el mariscal francés, pues por la noche continuó su marcha, amparada del 6.º cuerpo y de la caballería del general Montbrun, que se situaron a la entrada de un desfiladero que corre entre Pombal y Redinha. Desalojáronlos de allí los ingleses, y Massena parose el 13 en Condeixa. Era su intento caminar por Coimbra, y detenerse en las fuertes posiciones de la derecha del Mondego. Pero los portugueses, dirigidos por el coronel Trant, habían roto los puentes y preparado aquella ciudad para una viva defensa, recogiéndose también dentro los habitantes de la orilla izquierda, que la dejaron convertida en desierto. Adelantose sobre Coimbra el general Montbrun, y el 12 hizo ya algunas tentativas de ataque y arrojó granadas. En vano intimó la rendición, y desengañado de poder entrar la ciudad de rebate, advirtió de ello al general en jefe, creído además en que habían llegado refuerzos por mar desde Lisboa al Mondego.
No pudiendo Massena detenerse a forzar el paso del río, acosado de cerca hallábase muy comprometido, no quedándole otra ruta sino la dificilísima de Ponte da Murcella por Miranda do Corvo. Vislumbró Wellington que a su contrario le estaba cerrado el camino de Coimbra, porque sus bagajes tiraban hacia Ponte da Murcella. En esta atención, hizo el general inglés marchar por su derecha, atravesando las montañas, una división bajo las órdenes de Picton, movimiento de sesgo que forzó a los francesesp. 51 a desamparar a Condeixa y echarse una legua atrás situándose en Casal Novo. Wellington entonces abrió inmediatamente su comunicación con la ciudad de Coimbra, y trató de arrojar a los franceses de su nueva posición.
Siendo esta muy respetable por el frente, maniobró el inglés hacia los costados. Envió por el derecho al general Cole, que después debía dirigirse al Alentejo, y encargole asegurar el paso del río Deuza y la ruta de Espinhal, en cuyas cercanías estaba ya desde el 10 el general Nightingale en observación de Reynier y Loison, los cuales, según dijimos, habían por allí seguido la retirada. Wellington además envió del mismo lado, pero ciñendo al enemigo, al general Picton, y destacó por el costado izquierdo al general Erskine y la brigada portuguesa de Pack, al tiempo mismo que ordenó a las tropas ligeras que escaramuzasen por el frente, apoyadas en la división de Campbell. Quedó de reserva el resto del ejército anglo-portugués.
Parte del de los franceses se había replegado ya, posesionándose del formidable paso de Miranda do Corvo y márgenes del río Deuza. Aquí se juntó también a los suyos el general Montbrun, que avanzado a Coimbra se vio muy expuesto a que le envolviesen los ingleses cuando Massena desamparó a Condeixa. Los cuerpos 6.º y 8.º, que se mantenían en Casal Novo, abandonaron la posición en virtud de las maniobras del inglés por el flanco, y se incorporaron al mariscal en jefe, alojado en Miranda.
En el entretanto, uniose en la tarde del 14 a Nightingale el general Cole, y dueños los inglesesp. 52 de Espinhal, pasado el Deuza podían forzar, abrazándola, la nueva posición que ocupaban los franceses en Miranda do Corvo, motivo por el que los últimos la evacuaron en aquella misma noche y tomaron otra no menos respetable sobre el río Ceiras, dejando un cuerpo de vanguardia enfrente de la Foz de Arouce. El 15 se trabó en este punto un porfiado combate que duró hasta después de anochecido: con la oscuridad y el tropel hubo de los franceses muchos que se ahogaron al paso del Ceiras. No obstante Ney, que siempre cubría la retirada, consiguió salvar los heridos, y los carros y bagajes que aún conservaban, estableciéndose sin tropiezo el general Massena detrás del Alva. Dio Wellington descanso a sus tropas el 16, y situó el 17 sus puestos sobre la sierra de Murcella.
Puede decirse que se terminó aquí la primera parte de la retirada de los franceses comenzada desde Santarén. En toda ella marcharon los enemigos formados en masa sólida, cubiertos por uno o dos cuerpos de su ejército que sacaron ventaja del terreno quebrado y áspero con que encontraban. Massena desplegó en la retirada profundos conocimientos del arte de la guerra, y Ney a retaguardia brilló siempre por su intrepidez y maestría.
Pero los destrozos que causaron sus huestes exceden a todo lo que puede delinear la pluma. Ya en las primeras estancias, ya en las de Santarén, ya en el camino que de vuelta recorrieron, no se ofrecía a la vista otra imagen sino la de la muerte y desolación. Los frutos en el otoño no fueron levantados ni recogidos, y de ellosp. 53 los que no consumió el hambriento soldado, podridos en los árboles o caídos por el suelo, sirvieron de pasto a bandadas de pájaros y a enjambre de inmundos insectos que acudieron atraídos de tan sabroso y abundante cebo. La miseria del ejército francés llegó a su colmo: cada hombre, cada cuerpo robaba y pillaba por su cuenta, y formose una gavilla de merodeadores que se apellidaron a sí mismos décimo cuerpo de operaciones; dispersarlos costó mucho al mariscal Massena. Pero no eran estos, según acabamos de decir, los solos que causaban daño; la penuria siendo aguda para todos, todos participaron de la indisciplina y la licencia, acordándose únicamente de que eran franceses cuando se trataba de lidiar y combatir al inglés. Algunos habitantes que se quedaron en sus casas o tornaron a ellas confiados en halagüeñas promesas, martirizados a cada instante, unos perecieron del mal trato o desfallecidos, otros prefirieron acogerse a los montes y vivir entre las fieras, antes que al lado de seres más feroces que no aquellas, aunque humanos. Hubo mansión en cuyo corto espacio se descubrieron muertos hasta 30 niños y mujeres. Los lobos agolpábanse en manadas, adonde como apriscados, de montón y sin guarda yacían a centenares cadáveres de racionales y de brutos. Apurados los franceses y caminando de priesa, tenían con frecuencia que destruir sus propias acémilas y equipajes. En una sola ocasión toparon los ingleses con 500 burros desjarretados, en lánguida y dolorosa agonía, crueldad mayor mil veces que la de matarlos. Las villas de Torres Novas, Tomar y Pernes, morada muchosp. 54 meses de los jefes superiores, no por eso fueron más respetadas: ardieron en parte y, al retirarse, entregáronlas los enemigos al saco. También quemó el francés a Leiría, y el palacio del obispo fue abrasado por orden de Drouet; y por otra especial del cuartel general cupo igual suerte al famoso monasterio cisterciense de Alcobaça, enterramiento de algunos reyes de Portugal, señaladamente de Don Pedro I y de su esposa Doña Inés de Castro, cuyos sepulcros fueron profanados en busca de imaginados tesoros, y las reliquias esparcidas al viento; y cuéntase que aún se conservaba entero el cuerpo de Inés, desventurada beldad, que al cabo de siglos ni en la huesa pudo lograr reposo. En seguida todos los pueblos del tránsito se vieron destruidos o abrasados: el rastro del asolamiento indicaba la ruta del invasor, tan insano como si empuñara la espada del vándalo o del huno. (* Ap. n. 14-1.) Y como estos, por donde pasó corrasit toda la tierra, para valernos [*] de una palabra significativa de que usó en semejable ocasión un escritor de la baja latinidad. Una vez suelto el soldado, sea o no de nación culta, guíale montaraz instinto: aniquila, tala, arrasa sin necesidad ni objeto, mas por desgracia, según decía Federico II, «esa es la guerra.»
No faltó quien censurase en Lord Wellington el no haber a lo menos en parte estorbado tales lástimas, creyendo que mientras permanecieron ambos ejércitos en las líneas y en Santarén, amagado el enemigo con movimientos ofensivos, se hubiera visto en la necesidad de reconcentrarse, no siendo árbitro de llevar hasta 20 y 30 leguas,p. 55 como solía, el azote de la destrucción. Otros han motejado que después, en la retirada, no se hubiese el general inglés aprovechado bastantemente de las ventajas que le daba el número y buen estado de sus fuerzas, superiores en todo a las del enemigo, las cuales, menguadas, con muchos enfermos y decaídas de ánimo, no tenían otros víveres que los que llevaba cada soldado en su mochila o los escasos que podía hallar en país tan devastado. Los desfiladeros y tropiezos naturales, añadían los mismos críticos, que embarazaban y retardaban la marcha de los franceses, especialmente en Redinha, Condeixa, Casal Novo y Miranda do Corvo, facilitaban atacar a los contrarios y vencerlos, y quizá se hubiera entonces anonadado sin gran riesgo un ejército que, dos meses adelante, ya rehecho, peleó con esfuerzo y a punto de equilibrar la victoria. Estribaban tales reflexiones en fundamentos no destituidos de solidez.
Prosigamos nuestra narración. Lord Wellington a su llegada a Condeixa, luego que vio asegurado a Coimbra y que los franceses se retiraban precipitadamente, había vuelto los ojos a la Extremadura española, y el 13 de marzo resolvió destacar, a las órdenes del mariscal Beresford, una brigada de caballería, artillería correspondiente, dos divisiones inglesas de infantería y una portuguesa de la misma arma con dirección a aquellas partes. Dícese si Wellington había pensado ejecutar antes esta maniobra, y que le había detenido la dispersión de Mendizábal, acaecida en 19 de febrero. Dudamos que así fuese. El verdadero motivo de la dilación consistióp. 56 en que Wellington no quería desasirse de fuerza alguna hasta que le llegasen de Inglaterra las nuevas tropas que aguardaba. Contaba con ellas para fines de enero, y manteniendo esta esperanza había indicado que socorrería la Extremadura en febrero. Frustrose aquella y suspendió la ejecución de su plan, achacando la mudanza los que ignoraban la causa al descalabro padecido y no al retardo de los refuerzos, que no aportaron a Lisboa sino al principiar marzo. Llegados que fueron, uniéronse en breve al ejército, y Lord Wellington, cierto ya de la marcha decidida y retrógrada de los franceses, juzgó que sin riesgo podía desprenderse de la expresada fuerza y contribuir con su presencia en Extremadura a operaciones más extensas y de combinación más complicada.
Por consiguiente, en la sierra de Murcella, donde le dejamos el 17, estaba ya privado de aquellas tropas, si bien por otra parte engrosado con las de refresco llegadas de Inglaterra, y que ascendían a cerca de 10.000 hombres.
Massena, asentado a la derecha del Alva, destruyó los puentes pero no quedó en aquella orilla largo tiempo, porque continuando Wellington, según su costumbre, los movimientos por el flanco, obligó al mariscal francés a reunir el 18 casi todo su ejército en la sierra de Moita, que también evacuó este en la misma noche. Desde allí no se detuvo ya Massena hasta Celórico, por cuyo camino recto iba lo principal de su ejército, yendo solo el 2.º cuerpo la vuelta de Gouveia para cruzar la sierra y pasar a Guarda.
Cogieron los ingleses, el 19, bastantes prisioneros,p. 57 sobre todo de los jinetes que se habían desviado a forrajear, y persiguieron a Massena con la caballería y división ligera al mando del general Erskine, que favorecían fuerzas enviadas a la derecha del Mondego y las milicias portuguesas, que no cesaron de inquietar al francés por aquel lado. Hizo alto el resto del ejército para descansar de nuevo y aguardar que le llegasen víveres del Tajo, pues el país vecino de poco o nada proveía. El grueso de las tropas francesas, en vez de seguir de Celórico a Pinhel, temeroso de hallar ocupados aquellos desfiladeros, varió de ruta, y el 23 continuó la retirada yendo hacia Guarda. Aquel día fue cuando el mariscal Ney se separó de su ejército y partió para España, mal avenido con Massena.
Los aliados al fin aparecieron reunidos el 26 en Celórico y sus inmediaciones, con intento de desalojar al enemigo de una posición respetable que ocupaba sobre la ciudad de Guarda, y el 29 se movieron resueltos a atacarla. Pero los franceses, recogiéndose a Sabugal del Coa, mantuvieron en la orilla derecha nuevas estancias.
Colocose Wellington en la margen opuesta, tratando el 3 de abril de cruzar el río. Para ello echó las milicias portuguesas, a las órdenes de los jefes Trant y Juan Wilson, por más abajo de Almeida, con trazas de querer cruzar por allí el Coa, al paso que intentaba verificarlo por el otro extremo, del lado de Sabugal, en donde permanecía el 2.º cuerpo francés. Hubo aquí dicho día un recio combate, dudoso algún tiempo, en el que los ingleses experimentaron bastante pérdida,p. 58 pero logrando a lo último que los enemigos abandonasen sus puestos.
Pasó el 5 Massena la frontera de Portugal y pisó tierra de España después de muchos meses de ausencia, y de una campaña desgraciada, si bien gloriosa con relación al talento y pericia militar que desplegó en ella. Pudiera tachársele de haber consentido desórdenes y de no haberse retirado a tiempo, mas lo primero se debió a la escasez del país y a la penuria y afán que traen consigo las guerras nacionales, y lo segundo a la voluntad del emperador, sordo a todo lo que fuese recejar en una empresa.
Wellington, permaneciendo en los confines de Portugal, colocó lo principal de su ejército en ambas orillas del Coa, embistió a Almeida, y puso una división ligera en Gallegos y Espeja.
Remató así la expedición de Massena en que vino a eclipsarse la estrella de aquel mariscal, conocido antes bajo el nombre de «hijo mimado de la victoria.» Contada la gente con que entró en Portugal y los refuerzos que llegaron después, puede asegurarse que ascendieron a 80.000 hombres los empleados en aquella campaña. Solos 45.000 salieron salvos, los demás perecieron de hambre, de enfermedad o a manos de sus contrarios. Y sin la extremada prudencia de Lord Wellington, y la destreza y celeridad del mariscal francés, quizá ninguno hollara de nuevo los linderos de España.
Entonces el general británico, persuadido de que Massena no intentaría por de pronto empresa alguna, pensó concordar mejor las operaciones de Extremadura con las del Coa, y dejando el mandop. 59 interino del ejército aliado a Sir Brent Spencer, se encaminó en persona hacia el Alentejo.
Las instrucciones que había dado a Beresford se dirigían
principalmente a que este general socorriese a Campomayor, cuya toma
se ignoraba entonces en los reales ingleses, y a que recobrase las
plazas de Olivenza y Badajoz. La primera la habían ocupado ya los
franceses, según hemos visto, el 22 de marzo, y Beresford, cruzando
el Tajo el 17 en Tancos y siguiendo por Crato y Portalegre, no dio
vista a Campomayor hasta el 25, Evacúan
los
franceses
a Campomayor. en cuyo día evacuaron los enemigos
el recinto, del que se posesionaron los aliados sin resistencia alguna.
Beresford persiguió a los franceses en su retirada embarazados con un
gran convoy que escoltaban tres batallones de infantería y 900 caballos
a las órdenes del general Latour-Maubourg. Los aliados, atacándole,
le desconcertaron, mas el ardor de los jinetes anglo-portugueses,
llevándolos hasta Badajoz, les hizo experimentar cerca de los muros una
pérdida considerable.
Debía Beresford en seguida echar un puente de barcas sobre el Guadiana, y pasar este río por Jurumeña. Y cierto que, a usar entonces de presteza, quizá de rebato hubieran recobrado a Olivenza y Badajoz, escasas de víveres, abiertas todavía las brechas, y desprevenidos los franceses para un suceso repentino como la llegada de una fuerza inglesa tan respetable. Pero Beresford anduvo esta vez algo remiso. Imprevistos obstáculos contribuyeron también a impedir la celeridad de los movimientos. La tropa con las continuas marchas estaba fatigada, y carecíap. 60 de varios pertrechos esenciales. Necesitábase además construir el puente y no abundaban en Elvas los materiales, y cuando el 3 de abril estaba concluida ya la obra, una creciente sobrevenida en la noche inutilizó el puente, teniendo después que cruzar el río en balsas, penosa faena empezada el 5 y no concluida hasta bien entrado el día 8.
Por el mismo tiempo, Don Francisco Javier Castaños se había encargado del mando del 5.º ejército, sucediendo a Romana que, mientras vivió, le tuvo en propiedad, y al interino Mendizábal desgraciado momentáneamente de resultas de la aciaga jornada del 19 de febrero. Castaños había ocupado a Alburquerque y Valencia de Alcántara, plazas igualmente desamparadas por los franceses, y distribuido las reliquias de su ejército en dos trozos bajo las órdenes de Don Pablo Morillo y Don Carlos España, poniendo la caballería al cargo del conde Penne Villemur. Evolucionó en seguida hacia la derecha del Guadiana en tanto que lo permitieron sus cortas fuerzas, y procuró granjearse la voluntad del general inglés, estableciendo entre ambos buena y amistosa correspondencia.
Los franceses, volviendo en breve del sobresalto que les causó el aparecimiento de Beresford, repararon con gran diligencia las plazas, las avituallaron y pusiéronlas a cubierto de una sorpresa, capitaneando interinamente el 5.º cuerpo el general Latour-Maubourg en lugar del mariscal Mortier, de regreso a Francia.
Beresford, después de pasar el Guadiana, intimó el 9 de abril la rendición a Olivenza. Nop. 61 habiendo el gobernador cedido a la propuesta, hubo que traer de Elvas cañones de grueso calibre, y sitiar en regla la plaza, quedando el general Cole encargado de proseguir el asedio, mientras que Beresford se apostó en la Albuera para cortar con Badajoz las comunicaciones del ejército enemigo, replegado en Llerena. Castaños, por la derecha del Guadiana, continuó favoreciendo las operaciones de los aliados con tropas destacadas hasta Almendralejo, y lo mismo Ballesteros del lado de Fregenal.
Abierta brecha, se rindió el 15 la plaza de Olivenza a merced del vencedor, y se cogieron prisioneros 370 hombres que la guarnecían. Luego construido ya en Jurumeña un puente de barcas, el ejército inglés reconcentró en Santa Marta y pasó en seguida a Zafra, resguardada siempre su izquierda por Castaños cuya caballería, a las órdenes del conde de Penne Villemur, avanzó a Llerena, retrocediendo el 18 Latour-Maubourg a Guadalcanal.
En aquellos días llegó asimismo a Elvas Lord Wellington, y el 22 hizo sobre Badajoz un reconocimiento. Era su anhelo recuperar la plaza en el término de dieciséis días, espacio de tiempo que, según su cálculo, tardaría Soult en venir a socorrerla. Y en consecuencia, presentándole el comandante de ingenieros inglés el plan de acometer el fuerte de San Cristóbal, como único medio de alcanzar el objeto deseado, aprobó Wellington la propuesta. Pero como exigiese su presencia lo que se aparejaba en el Coa, tornó a sus cuarteles y dejó encomendado a Beresford el acometimiento de Badajoz.
p. 62
Al caer Wellington a Extremadura esperaba también obtener del gobierno español una señalada prueba de particular confianza. En marzo, el ministro inglés Sir Enrique Wellesley había pedido que se diese a su hermano el mando militar de las provincias aledañas de Portugal, para emplear así con utilidad los recursos que presentaban y combinar acertadamente las operaciones de la guerra. Súpole mal a la regencia tan inesperada solicitud; Niégaseles. mas deseosa de dar a su dictamen mayor fuerza, trató de sustentarlo con el de las cortes. Al efecto, en los primeros días de abril, pasó en cuerpo una noche con gran solemnidad al seno de aquellas, habiendo de antemano pedido que se celebrase una sesión extraordinaria. Indicaba asunto de importancia tan desusado modo de proceder, porque nunca se correspondían entre sí las cortes y la potestad ejecutiva, sino por medio de oficios o de los secretarios del despacho. Entró, pues, en el salón la regencia, y refiriendo de palabra el señor Blake la pretensión de los ingleses, expuso varias razones para no acceder a ella, conceptuándola contraria a la independencia y honor nacional, y añadiendo que antes dejaría su puesto que consentir en tamaña humillación. Entonces los otros dos regentes, los señores Agar y Císcar, poniéndose en pie, repitieron las mismas expresiones con tono firme y entero. Las cortes, conmovidas, como lo serán siempre en un primer arrebato los grandes cuerpos populares al oír sentimientos nobles y elevados, aplaudieron la resolución de la regencia, y diéronle entera aprobación. Desmaño fue en los ingleses entablarp. 63 pretensión semejante poco después de lo ocurrido en la Barrosa, suceso que había agriado muchos ánimos, y después igualmente de no haber socorrido a Badajoz, contra cuya omisión clamaron hasta sus más parciales. En los regentes, si bien nacía tanto interés y calor de patriotismo el más acendrado, no dejaron también de tener parte en ello otras causas; pues, a la verdad, ya que fuese justo, como pensamos, desechar la solicitud, debiera al menos no haber aparecido la repulsa empeño apasionado. Pero los tres regentes, varones entendidos y purísimos, adolecieron en esta ocasión de humana fragilidad. Blake, irlandés de origen, y marinos Agar y Císcar, resintiéronse el uno de las preocupaciones de familia, los otros dos de las de la profesión.
Estuvo Wellington de vuelta en sus reales, ahora colocados en Vilar Formoso, el 28 de abril. Tiempo era que llegase. Massena, al entrar en España, había dado descanso por algunos días a su ejército y acantonádole en las cercanías de Salamanca, con destacamentos hasta Zamora y Toro. Dejó solo una división del 6.º cuerpo cerca de los muros de Ciudad Rodrigo, y el 9.º en San Felices, en observación del ejército aliado. Cuidó también, desde luego, de acopiar víveres para abastecer a Almeida, escasa de ellos y estrechamente bloqueada por los ingleses.
Preparado ya un convoy en los campos fértiles de Castilla, y repuesto algún tanto el ejército francés, decidió Massena socorrer aquella plaza, y el 23 de abril dio indicio de moverse. Tenía consigo el 2.º, 6.º y 8.º cuerpos, una partep. 64 del 9.º agregose a estos, y disponíase la otra a marchar a Extremadura bajo las órdenes de su jefe el general Drouet, quien debía encargarse en dicha provincia del mando del 5.º cuerpo; pero la última fuerza no habiendo todavía partido a su destino, asistió también a las operaciones que emprendió Massena en los primeros días de mayo. Muchos soldados de todos estos cuerpos quedaron en los acantonamientos, imposibilitados para el servicio activo, y llenaron sus huecos hasta cierto punto tropas apostadas en Castilla, entre las que se distinguía un hermoso cuerpo de artillería y caballería de la guardia imperial, fuerza que cedió a Massena el mariscal Bessières, a la cabeza ahora de lo que se llamaba ejército del norte, y oprimía a Castilla la Vieja y las provincias vascongadas. El total de hombres que de nuevo salía a campaña con Massena ascendía a cerca de 40.000 infantes, y a más de 5000 caballos, todos ágiles, bien dispuestos, y olvidados ya de sus recientes y penosos trabajos.
A poco de unirse Wellington a su ejército, recogiole y situose entre el río Dos Casas y el Turones, extendiendo su gente por un espacio de cerca de dos leguas. La izquierda, compuesta de la 5.ª división, la colocó junto al Fuerte de la Concepción; el centro, que guarnecía la 6.ª, mirando al pueblo de Alameda, y la derecha en Fuentes de Oñoro, en donde se alojaron la 1.ª, 3.ª y 7.ª división. Por el mismo lado se encontraba la caballería, y a cierta distancia, en Nave de Haver, Don Julián Sánchez con su cuerpo franco. La brigada portuguesa al mando de Packp. 65 y un regimiento inglés bloqueaban a Almeida. Wellington presentaba en batalla de 32 a 34.000 peones, 1500 jinetes y 43 cañones, inferior por consiguiente en fuerza a Massena, sobre todo en caballería.
No obstante eso y su acostumbrada prudencia, resolvió el general inglés arrostrar el peligro y trabar acción. Tanto le iba en impedir el socorro de Almeida. El 2 de mayo, todo el ejército francés empezó a moverse, y cruzó el Azaba, antes hinchado, retirándose las tropas ligeras inglesas apostadas en Gallegos y Espeja. El Dos Casas corre acanalado, y no es su ribera de fácil acceso. El pueblo de Fuentes de Oñoro está asentado en la hondonada a la izquierda del río, excepto una ermita y contadas casas que aparecen en una eminencia roqueña y escarpada. Los franceses, el 3, atacaron con impetuosidad dicho pueblo, y aun se apoderaron después de una lid porfiada de la parte baja, de donde a su vez los desalojaron los ingleses, forzándolos a repasar el río, o más bien riachuelo, de Dos Casas. En lo demás de la línea se escaramuzó reciamente, por lo que las tropas ligeras inglesas que se habían acogido a Fuentes de Oñoro, enviolas Wellington a reforzar el centro.
Todavía no estaba el 3 en su campo el mariscal Massena. Llegó el 4, y en su compañía Bessières que regía los de la guardia imperial. Wellington, según lo ocurrido el 3 y otras maniobras del enemigo, sospechó que este, para enseñorearse del sitio elevado que ocupaban en Fuentes de Oñoro las tropas inglesas, cruzaría el Dos Casas en Poço Velho, y procuraría ganarp. 66 una altura hacia Nave de Haver, la cual domina toda la comarca: por tanto con la mira Wellington de evitar tal contratiempo movió por su derecha la 7.ª división que se puso así en contacto con Don Julián Sánchez, prolongándose desde entonces media legua más la línea de los aliados, aunque, (* Ap. n. 14-2.) conforme a la máxima ya de nuestro gran capitán [*] Gonzalo de Córdoba; «no hay cosa tan peligrosa como extender mucho la frente de la batalla.»
En la mañana del 5 se presentó en efecto el tercer cuerpo francés y toda la caballería del lado opuesto de Poço Velho, y el 6.º, a las órdenes ahora de Loison, con lo que quedaba del 9.º, se meneó por su izquierda. Sin tardanza reforzó Wellington la 7.ª división, del mando de Houston, con las tropas ligeras a la orden de Craufurd, las cuales habían vuelto del centro con la caballería gobernada por Sir Stapleton Cotton. Hizo también que la 1.ª y 3.ª división se corriesen a la derecha, siguiendo las alturas paralelas al Turones y Dos Casas, en correspondencia a la maniobra ejecutada en la parte frontera por el 6.º y 9.º cuerpo de los franceses.
Embistió luego el enemigo por Poço Velho, y arrojó de allí un trozo de la 7.ª división inglesa: fuese apoderando sucesivamente de un bosque vecino, y entre la espesura de este y Nave de Haver formó en un llano la caballería de Montbrun. Don Julián Sánchez, si bien con flacos medios, entretuvo a los jinetes enemigos, no cruzando el Turones hasta cosa de una hora después, y cedió entonces, no solo por la superioridad de la fuerza que le cargaba, sino también enojadop. 67 de que a un oficial suyo, que enviaba a pedir auxilio, le hubiesen matado los ingleses tomándole por un francés.
Durante algún tiempo recobró la división ligera inglesa el terreno perdido de Poço Velho; pero el general Montbrun, desembarazado de Don Julián Sánchez, ciñó la derecha de la 7.ª división británica y la caballería de Cotton en tanto grado que tuvieron que replegarse, aunque reprimieron la impetuosidad francesa con acertado fuego.
Llegado que se hubo a este trance, Wellington, decidido poco antes a mantener por medio de sus maniobras la comunicación con la orilla izquierda del Coa, vía de Sabugal, al mismo tiempo que el bloqueo de Almeida, abandonó la primera parte de su plan y se concretó a la postrera. En ejecución de lo cual reconcentrose en Fuentes de Oñoro, y ocupó con la 7.ª división un terreno elevado más allá del Turones, tratando de asegurar de este modo su flanco derecho y el camino que va al puente de Castelo Bom sobre el Coa.
Practicaron los ingleses la evolución, aunque ardua, con felicidad y maña, y resultó de ella alojarse ahora su derecha en las alturas que medían entre el Turones y Dos Casas. Allí, en Fresneda, se incorporó la infantería de Don Julián Sánchez al ejército británico, viniendo por un rodeo de Nave de Haver, y a dicho jefe con su caballería enviole Wellington a interceptar las comunicaciones del enemigo con Ciudad Rodrigo.
Los más pensaban que Massena insistiría en cerrar con la derecha de los ingleses, y envolverlap. 68 moviéndose hacia Castelo Bom. Pero en vez de ejecutar una maniobra que parecía la más oportuna y estaba indicada, limitose a cañonear por aquella parte, y a hacer amagos y algunas acometidas con la caballería sobre los puestos avanzados, fijando todo su anhelo en apoderarse de Fuentes de Oñoro y romper lo que ahora, en realidad, era centro de los ingleses.
Hasta la noche persistieron los franceses en este ataque reñidísimo, y con varia suerte. El 6.º cuerpo y el 9.º eran los acometedores, y Wellington, más tranquilo en cuanto a su derecha, reforzó con las reservas de ella la 1.ª y 3.ª división, que llevaron en el centro el principal peso de la pelea, portándose varios cuerpos portugueses con la mayor bizarría.
Lo recio del combate solo duró por la derecha hasta las doce: en Fuentes de Oñoro continuó, como hemos dicho, todo el día, y cesó repasando los franceses el Dos Casas, y quedándose los aliados en lo alto, sin que ni unos ni otros ocupasen el lugar situado en lo hondo.
Mientras que la acción andaba tan empeñada por la derecha y centro, el 2.º cuerpo, del mando de Reynier, aparentó atacar el extremo de la línea izquierda de los aliados que cubría Sir Guillermo Erskine con la 5.ª división, defendiendo al mismo tiempo los pasos del río Dos Casas por el lado del Fuerte de la Concepción y Aldea del Obispo. Reynier no se empeñó en ninguna refriega importante al ver al inglés pronto a aceptarla. Tampoco ocurrió suceso notable delante de Almeida, en donde se apostaba la 6.ª división, que regía el general Campbell. El convoy quep. 69 los franceses tenían preparado con destino a Almeida, estuvo aguardando en Gallegos todo el día coyuntura favorable, que no se le presentó, para introducirse en la plaza.
La batalla, por tanto, de Fuentes de Oñoro puede mirarse como indecisa, respecto a que ambas partes conservaron poco más o menos sus anteriores puestos, y que el pueblo situado en lo bajo, verdadero campo de pelea, no quedó ni por unos ni por otros. Sin embargo, las resultas fueron favorables a los aliados, imposibilitado el enemigo de conservar y de avituallar a Almeida, que era su principal objeto. El ejército anglo-portugués perdió 1500 hombres, de ellos 300 prisioneros. El francés algunos más por su porfía de querer ganar las alturas de Fuentes de Oñoro.
Temía Wellington que los enemigos renovasen al día siguiente el combate, y por eso empezó a levantar atrincheramientos que le abrigasen en su posición. Mas los franceses, permaneciendo tranquilos el 6 y el 7, se retiraron el 8 sin ser molestados. Cruzaron el 10 el Águeda, la mayor parte por Ciudad Rodrigo, los de Reynier por Barba de Puerco.
Este día la guarnición enemiga evacuó a Almeida. Era gobernador el general Brennier, oficial inteligente y brioso. No pudiendo Massena socorrer la plaza, mandole que la desamparase. Fue portador de la orden un soldado animoso y aturdido, de nombre Andrés Tillet, que consiguió esquivar, aunque vestido con su propio uniforme, la vigilancia de los puestos ingleses. El gobernador, a su salida, trató de arruinar las fortificaciones,p. 70 y preparadas las convenientes minas, al reventar de ellas abalanzose fuera con su gente, y burló a los contrarios que le cerraban con dobles líneas. Se encaminó en seguida apresuradamente al Águeda con dirección a Barba de Puerco, en donde le ampararon las tropas del mando de Reynier, conteniendo a los ingleses que le acosaban.
La conducta, en la jornada de Fuentes de Oñoro, de los generales en jefe Wellington y Massena sorprendió a los entendidos y prácticos en el arte de la guerra. Tan circunspecto el primero al salir de Torres Vedras, tan cauto en el perseguimiento de los contrarios, tan cuidadoso en evitar serios combates cuando todo le favorecía, olvidó ahora su prudencia y acostumbrada pausa; ahora que su ejército estaba desmembrado con las fuerzas enviadas al Guadiana, y Massena engrosado y rehecho, aventurándose a trabar batalla en una posición extendida y defectuosa que tenía a las espaldas la plaza de Almeida, todavía en poder de los enemigos, y el Coa de hondas riberas y de dificultoso tránsito para un ejército en caso de precipitosa retirada. Y ¿qué impelió al general inglés a desviarse de su anterior plan seguido con tal constancia? El deseo, sin duda, de impedir el abastecimiento de Almeida. Motivo poderoso; pero ¿era comparable acaso con la empresa, mucho menos arriesgada, de desbaratar al enemigo y destruirle en su marcha? No solo Almeida entonces, quizá también Ciudad Rodrigo hubiera caído en manos de los aliados, y el aniquilamiento del ejército francés de Portugal hubierap. 71 influido ventajosamente hasta en las operaciones de Extremadura, y de todo el mediodía de España.
Por su parte, Massena mostrose no tan atinado como de costumbre, pues a haber proseguido vigorosamente la ventaja alcanzada sobre la derecha inglesa, a la sazón que tuvo esta que replegarse y variar de puesto, la victoria se hubiera verosímilmente declarado por el ejército francés, y los nuevos laureles encubriendo los contratiempos pasados, quizá cambiaran la suerte entera de la guerra peninsular. Dícese que varios generales, sabiendo que iban a ser reemplazados, obraron flojamente y desavenidos.
En efecto, Junot y Loison partieron en breve para Francia. Massena mismo cedió el mando el 11 de mayo al mariscal Marmont, duque de Ragusa, y Drouet, con los 10 a 11.000 hombres que le restaban del 9.º cuerpo, marchó la vuelta de las Andalucías y Extremadura.
El recién llegado mariscal acantonó su ejército en las orillas del Tormes, y solo dejó una parte entre este río y el Águeda, debiendo hacer mudanzas y arreglos en el orden y la distribución.
Acampó Wellington su gente desde el Coa al Dos Casas; y el 16 del mismo mayo volvió a partir con dos divisiones a Extremadura, porque Soult, asistido de bastante fuerza, se adelantaba otra vez camino de aquella provincia.
Había desde el 4 de mayo embestido Beresford la plaza de Badajoz por la izquierda del Guadiana con 5000 hombres, reforzados por la 1.ª división del 5.º ejército español, bajo elp. 72 mando de Don Carlos de España. El 8 verificolo por la margen derecha, completando así el acordonamiento de la plaza, y decidió abrir aquella misma noche la trinchera por delante de San Cristóbal, punto señalado para el principal ataque. Como era el primer sitio que los ingleses emprendían en España, sus ingenieros no se mostraron muy prácticos, faltos también de muchas cosas necesarias.
Disponíanse al propio tiempo los anglo-portugueses a obrar ofensivamente contra el ejército enemigo en la misma Extremadura, aguardando apoyo de parte de los españoles. No se miraba como de importancia el que podía dar por sí solo el general Castaños, y de consiguiente se contaba con otras fuerzas.
Eran estas las de Ballesteros y una expedición que dio la vela de Cádiz el 16 de abril. A su cabeza habíase puesto Don Joaquín Blake, presidente de la regencia, para lo que obtuvo especial permiso de las cortes, vedando el reglamento dado a la potestad ejecutiva, el que mandase ninguno de sus individuos la fuerza armada. Blake tomó tierra el 18 en el condado de Niebla, y marchó por la sierra a Extremadura. Allí se unió con la división de Don Francisco Ballesteros, hallándose todo el cuerpo expedicionario acantonado el 7 de mayo en Fregenal y en Monesterio. Se componía de las divisiones 3.ª y 4.ª del 4.º ejército, y de una vanguardia. Esta la mandaba Don José de Lardizábal; era la 3.ª división la de Don Francisco Ballesteros; capitaneaba la 4.ª Don José de Zayas, y los jinetes Don Casimiro Loi. En todop. 73 12.000 hombres, entre ellos 1200 caballos con doce piezas. Ejercía la función de jefe de estado mayor Don Antonio Burriel, oficial sabio y amigo particular de Don Joaquín Blake.
Cuando Wellington estuvo en Elvas quiso ponerse de acuerdo con los generales españoles para las operaciones ulteriores; mas no pudiendo Castaños atravesar el Guadiana a causa de una avenida repentina, la misma que se llevó el puente de campaña establecido frente de Jurumeña, le envió Wellington una memoria comprensiva de los principales puntos en que deseaba convenirse, y eran los siguientes: 1.º, que Blake a su llegada se situaría en Jerez de los Caballeros, poniendo sobre su izquierda, en Burguillos, a Ballesteros; 2.º, que la caballería del 5.º ejército se apostaría en Llerena para observar el camino de Guadalcanal y comunicar con el dicho Ballesteros por Zafra; 3.º, que Castaños se mantendría con su infantería en Mérida para apoyar sus jinetes, excepto la división de España, reservada al asedio de Badajoz; y 4.º, que el ejército británico se alojaría en una segunda línea, debiendo en caso de batalla unirse todas las fuerzas en la Albuera, como centro de los caminos que de Andalucía se dirigen a Badajoz.
En la memoria indicó también Wellington que si se juntaban para presentar la batalla diversos cuerpos de los aliados, tomaría la dirección el general más autorizado por su antigüedad y graduación militar. Obsequio en realidad hecho a Castaños a quien, en tal caso, correspondía el mando; pero obsequio que rehusóp. 74 con loable delicadeza sustituyendo a lo propuesto que gobernaría en jefe, llegado el momento, el general que concurriese con mayores fuerzas: alteración que mereció la aprobación de todos. Asistieron los generales españoles en los demás puntos al plan trazado por el inglés.
Instaba a Soult ir al socorro de Badajoz. Mas antes tomó disposiciones que amparasen bastantemente las líneas de Cádiz y la Isla, en donde no dejaba de inquietar a los enemigos el marqués de Coupigny, sucesor, según vimos, de la Peña. Fortificó también el mariscal francés más de lo que ya lo estaban las avenidas de Triana y el monasterio cercano de la Cartuja, para abrigar a Sevilla de una sorpresa; y hechos otros arreglos, partió de esta ciudad el 10 de mayo. Llevaba consigo 30 cañones, 3000 dragones, una división de infantería reforzada por un batallón de granaderos, perteneciente al cuerpo que mandaba Victor, y dos regimientos de caballería ligera, que lo eran del de Sebastiani. Llegó el 11 a Santa Olalla, y juntósele allí el general Maransin; al mismo tiempo una brigada del general Godinot, acuartelado en Córdoba, avanzaba por Constantina. Uniose el 13 a Soult el general Latour-Maubourg, que tomó el mando de la caballería pesada, encargándose del 5.º cuerpo el general Girard. Los franceses contaban en todo unos 20.000 infantes y cerca de 5000 caballos, con 40 cañones. Sentaron el 14 en Villafranca su cuartel general.
No habían, entre tanto, los ingleses adelantado en el sitio de Badajoz. Philippon, gobernadorp. 75 francés, aventajábase demasiado en saber y diligencia para no contener fácilmente la inexperiencia de los ingenieros ingleses e inutilizar los medios que contra él empleaban, insuficientes a la verdad. Al aproximarse Soult, mandó Beresford descercar la plaza, y en los días 13 y 14 empezó a darse cumplimiento a la orden, siendo del todo abandonado el sitio en la noche del 15, en que se alejó la 4.ª división inglesa y la de Don Carlos de España, últimas tropas que habían quedado. Perdieron los aliados en tan infructuosa tentativa unos 700 hombres muertos y heridos.
Tuvieron el 14 vistas en Valverde de Leganés con el mariscal Beresford los generales españoles, y convinieron todos en presentar batalla a los franceses en las cercanías de la Albuera. En consecuencia expidieron órdenes para reunir allí brevemente todas las tropas del ejército combinado.
Es la Albuera un lugar de corto vecindario situado en el camino real que de Sevilla va a Badajoz, distante cuatro leguas de esta ciudad y a la izquierda de un riachuelo que toma el mismo nombre, formado poco más arriba de la unión del arroyo de Nogales con el de Chicapierna. Enfrente del pueblo hay un puente viejo y otro nuevo al lado, paso preciso de la carretera. Por ambas orillas el terreno es llano y en general despejado, con suave declive a las riberas. En la de la derecha se divisa una dehesa y carrascal llamado de la Natera, que encubre hasta corta distancia el camino real, y sobre todo la orilla río arriba por donde el enemigop. 76 tentó su principal ataque. En la margen izquierda por la mayor parte no hay árboles ni arbustos, convirtiéndose más y más aquellos campos que tuesta el sol en áridos sequedales, especialmente yendo hacia Valverde. Aquí la tierra se eleva insensiblemente y da el ser a unas lomas que se extienden detrás de la Albuera con vertientes a la otra parte, cuya falda por allí lame el arroyo de Valdesevilla. En las lomas se asentó el ejército aliado.
El expedicionario llegó tarde en la noche del 15, y se colocó a la derecha en dos líneas: en la primera, siguiendo el mismo orden, Don José de Lardizábal y D. Francisco Ballesteros, que tocaba al camino de Valverde: en la segunda, a 200 pasos, Don José de Zayas. La caballería se distribuyó igualmente en dos líneas, unida ya la del 5.º ejército, bajo las órdenes del conde de Penne Villemur, que mandó la totalidad de nuestros jinetes.
El ejército anglo-portugués continuaba en la misma alineación, aunque sencilla: su derecha en el camino de Valverde, dilatándose por la izquierda perpendicularmente a los españoles. El general Guillermo Stewart con su 2.ª división venía después de Ballesteros, y estaba situado entre dicho camino de Valverde y el de Badajoz; cerraba la izquierda de todo el ejército combinado la división del general Hamilton, que era de portugueses. Ocupaba el pueblo de la Albuera con las tropas ligeras el general Alten. La artillería británica se situó en una línea sobre el camino de Valverde; los caballos portugueses junto a sus infantes al extremop. 77 de la izquierda, y los ingleses avanzados cerca del arroyo de Chicapierna, de donde se replegaron al atacar el enemigo. Los mandaba el general Lumley, que se puso a la cabeza de toda la caballería aliada.
Colocado ya así el ejército, llegó Don Francisco Javier Castaños con seis cañones y la división de infantería de Don Carlos de España, la cual se situó a ambos costados de la de Zayas, ascendiendo los recién venidos con los de Penne Villemur, todos del 5.º ejército, a unos 3000 hombres. También se incorporaron al mismo tiempo dos brigadas de la 4.ª división británica que regía el general Cole, y que formaron con una de las brigadas de Hamilton otra segunda línea detrás de los anglo-portugueses, los cuales hasta entonces carecían de este apoyo. La fuerza entera de los aliados rayaba en 31.000 hombres, más de 27.000 infantes y 3600 caballos. Unos 15.000 eran españoles, los demás ingleses y portugueses; por lo que, siendo mayor el número de estos, encargose del mando en jefe, conforme a lo convenido, el mariscal Beresford.
Alboreaba el día 15 de mayo y ya se escaramuzaban los jinetes. El tiempo anubarrado pronosticaba lluvia. A las ocho avanzaron por el llano dos regimientos de dragones enemigos que guiaba el general Briche, con una batería ligera, al paso que el general Godinot, seguido de infantería, daba indicio de acometer el lugar de la Albuera por el puente. Los españoles empezaron entonces a cañonear desde sus puestos.
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A la sazón los generales Castaños, Beresford y Blake, con sus estados mayores y otros jefes, almorzaban juntos en un ribazo cerca del pueblo, entre la 1.ª y 2.ª línea, y observando el maniobrar del enemigo opinaban los más que acometería por el frente o izquierda del ejército aliado. Entre los concurrentes hallábase el coronel Don Bertoldo Schepeler, distinguido oficial alemán que había venido a servir de voluntario la justa causa de la libertad española; y creyendo por el contrario que los franceses embestirían el costado derecho, tenía fija su vista hacia aquella parte, cuando columbrando en medio del carrascal y matorrales de la otra orilla el relucir de las bayonetas, exclamó: «Por allí vienen.» Blake entonces le envió de explorador, y en pos de él, a otros oficiales de estado mayor.
Cerciorados todos de que realmente era aquel el punto amenazado, necesitose variar la formación de la derecha que ocupaban los españoles: mudanza difícil en presencia del enemigo y más para tropas que, aunque muy bizarras, no estaban todavía bastante avezadas a evolucionar con la presteza y facilidad requeridas en semejantes aprietos.
No obstante verificáronlo los nuestros atinadamente, pasando parte de las que estaban en segunda línea a cubrir el flanco derecho de la primera, desplegando en batalla y formando con la última martillo, o sea un ángulo recto. Acercábase ya el terrible trance: los enemigos se adelantaban por el bosque; a su izquierda traían la caballería, mandada por Latour-Maubourg,p. 79 en el centro la artillería, bajo el general Ruty, y a su derecha la infantería, compuesta de dos divisiones del 5.º cuerpo, mandadas por el general Girard, y de una reserva, que lo era por el general Werlé. Cruzaron el Nogales y el arroyo de Chicapierna, y entonces hicieron un movimiento de conversión sobre su derecha, para ceñir el flanco también derecho de los aliados, y aun abrazarle, cortando así los caminos de la sierra, de Olivenza y de Valverde, y procurando arrojar a los nuestros sobre el arroyo Valdesevilla y estrecharlos contra Badajoz y el Guadiana. Mientras que los enemigos comenzaban este ataque, que era, repetimos, el principal de su plan, continuaban el general Godinot y Briche amagando lo que se consideraba antes, en la primera formación, centro e izquierda del ejército combinado.
Trabose, pues, por la derecha el combate formal. Empezole Zayas, le continuó Lardizábal que había seguido el movimiento de aquel general, y empeñáronse al fin en la pelea todos los españoles, excepto dos batallones de Ballesteros, que quedaron haciendo frente al río de la Albuera; mas lo restante de la misma división favoreció la maniobra de Zayas, e hizo una arremetida sobresaliente por el diestro flanco de las columnas acometedoras, conteniéndolas y haciéndolas allí suspender el fuego. Los enemigos entonces, rechazados sobre sus reservas, insistieron muchas veces en su propósito, si bien en balde; pero al cabo, ayudados de la caballería mandada por Latour-Maubourg, sep. 80 colocaron en la cuesta de las lomas que ocupaban los españoles.
Acorrió en ayuda de estos la división del general Stewart, ya en movimiento, y marchó a ponerse a la derecha de Zayas; siguiole la de Cole a lo lejos, y se dilató la caballería, al mando de Lumley, la vuelta del Valdesevilla para evitar la enclavadura de nuestra derecha en las columnas enemigas, siendo ahora la nueva posición del ejército aliado perpendicular al frente en donde primero había formado. Alten se mantuvo en el pueblo de la Albuera, y Hamilton, con los portugueses, aunque también avanzado, quedose en la línea precedente con destino a atajar las tentativas que hiciese contra el puente el general Godinot.
Por la derecha, prosiguiendo vivísimo el combate y adelantándose Stewart con la brigada de Colbourne, una de las de su división, retrocedían ya de nuevo los franceses, cuando sus húsares y los lanceros polacos, arremetiendo al inglés por la espalda, dispersaron la brigada insinuada, y cogiéronle cañones, 800 prisioneros y 3 banderas. Ráfagas de un vendaval impetuoso y furiosos aguaceros, unidos al humo de las descargas, impedían discernir con claridad los objetos, y por eso pudieron los jinetes enemigos pasar por el flanco sin ser vistos, y embestir a retaguardia. Algunos polacos, llevados del triunfo, se embocaron por entre las dos líneas que formaban los aliados, y la segunda inglesa, creyendo la primera ya rota, hizo fuego sobre ella y sobre el punto donde estaba Blake: afortunadamente descubriose luego el engaño.
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En tan apurado instante sostúvose sin embargo firme un regimiento de los de la brigada de Colbourne, y dio lugar a que Stewart con la de Hoghton volviese a renovar la acometida. Hízolo con el mayor esfuerzo; ayudole, colocándose en línea la artillería, bajo el mayor Dickson, y también otra brigada de la misma división que se dirigió a la izquierda. Don José de Zayas con los suyos empeñose segunda vez en la lucha, y lidió valerosamente. La caballería, apostada a la derecha del flanco atacado, reprimió al enemigo por el llano, y se distinguió sobre todo, y favoreció a Stewart en su desgracia, la del 5.º ejército español, acaudillada por el conde de Penne Villemur y su segundo, Don Antolín Reguilón.
La contienda andaba brava, y el tiempo, habiendo escampado, permitía obrar a las claras. De ningún lado se cejaba, y hacíanse descargas a medio tiro de fusil: terrible era el estruendo y tumulto de las armas, estrepitosa la altanera vocería de los contrarios. Por toda la línea habíase trabado la acción; en el frente primitivo y en la puente de la Albuera también se combatía. Alten aquí defendió el pueblo vigorosamente, y Hamilton, con los portugueses y los dos batallones españoles que dijimos habían quedado en la posición primera, protegiéronla con distinguida honra.
Dudoso todavía el éxito, cargaron en fin al enemigo las dos brigadas de la división de Cole; la una, portuguesa, bajo el general Harvey, se movió por entre la caballería de Lumley y la derecha de las lomas, sobre cuya posesiónp. 82 principalmente se peleaba, y la otra, que conducía Myers, encaminose adonde Stewart batallaba.
A poco Zayas, animado en vista de este movimiento, arremetió en columna cerrada, arma al brazo, y hallábase a diez pasos del enemigo a la sazón que, flanqueado este por portugueses de la brigada de Harvey, volvió la espalda y arremolinándose sus soldados y cayendo unos sobre otros, en breve fugitivos todos, rodaron y se atropellaron la ladera abajo. Su caballería, numerosa y superior a la aliada, pudo solo cubrir repliegue tan desordenado. Repasó el enemigo los arroyos, y situose en las eminencias de la otra orilla, asestando su artillería para proteger, en unión con los jinetes, sus deshechas y casi desbandadas huestes.
No los persiguieron más allá los aliados, cuya pérdida había sido considerable. La de solos los españoles ascendía a 1365 hombres entre muertos y heridos: de estos fuelo Don Carlos de España; de aquellos el ayudante primero de estado mayor Don Emeterio Velarde, que dijo al expirar: «Nada importa que yo muera si hemos ganado la batalla.» Los portugueses perdieron 363 hombres; los ingleses 3614 y 600 prisioneros, pues los otros se salvaron de las manos de los franceses en medio del bullicio y confusión de la derrota. Perecieron de los generales británicos Hoghton y Myers: quedó herido Stewart, Cole y otros oficiales de graduación.
Contaron los franceses de menos 8000 hombres: murieron de ellos los generales Pepin y Werlé, y fueron heridos Gazan, Maransin yp. 83 Bruyer. Sangrienta lid, aunque no fue de larga duración.
El 19 ambos ejércitos se mantuvieron en línea en frente uno de otro; retirose Soult por la noche, yendo tan despacio que no llegó a Llerena hasta el 23. Los aliados dejáronle ir tranquilo. Solo le siguió la caballería que, mandada por Lumley, tuvo luego en Usagre un recio choque en que fueron escarmentados los jinetes enemigos, con pérdida de más de 200 hombres.
El parlamento británico declaró «reconocer altamente el distinguido valor e intrepidez con que se había conducido el ejército español del mando de S. E. el general Blake en la batalla de la Albuera», aunque parece no había ejemplo de demostraciones semejantes en favor de tropas extranjeras. Las cortes hicieron igual o parecida declaración respecto de los aliados, y además decretaron ser el ejército español benemérito de la patria, con orden de que, finalizada la guerra, se erigiese en la Albuera un monumento. Agraciose también con un grado a los oficiales más antiguos de cada clase.
Mereció tan gloriosa jornada honorífica conmemoración del estro sublime de [*] Lord Byron, expresando que en lo venidero sería el de la Albuera asunto digno de celebrarse en las jácaras y canciones populares.
El 19 llegó Lord Wellington al Guadiana acompañado de las dos divisiones con las que, según dijimos, había salido de sus cuarteles del norte. Visitó el mismo día el campo de la Albuera, y ordenó al mariscal Beresford que no hiciese sino observar al enemigo y perseguirlep. 84 cautelosamente. Fue luego enviado dicho mariscal a Lisboa con destino a organizar nuevas tropas. Hubo quien atribuyó la comisión a la sombra que causaban los recientes laureles; otros, al parecer más bien informados, a disposiciones generales y no a celosas ni mezquinas pasiones; debiéndose advertir que las dotes que adornaban al Beresford antes se acomodaban a organizar y disciplinar gente bisoña que a guiar un ejército en campaña. El general Hill, de vuelta en Portugal, recobrada ya la salud, volvió a tomar el mando de la 2.ª división británica, encomendada en su ausencia a Beresford, con las demás tropas anglo-portuguesas que por lo común maniobraron a la izquierda del Tajo.
No viéndose Soult acosado, parose en Llerena y llamó hacia sí todas las tropas de las Andalucías que podían juntársele sin detrimento de los puntos fortificados y demás puestos que ocupaban. Se esmeró al propio tiempo en acopiar subsistencias, que no abundaban, y su escasez produjo disgusto y quejas en el campo, pues los naturales, desamparando en lo general sus casas, procuraban engañar al enemigo y deslumbrarle para que no descubriese los granos que, siendo en aquella tierra guardados en silos, ocultábanse fácilmente al ojo lince del soldado que iba a la pecorea. Por la espalda incomodaban asimismo al ejército de Soult partidarios audaces que se interponían en el camino de Sevilla y cortaban la comunicación, teniendo para aventarlos que batir la estrada, y destacar a varios puntos algunos cuerpos sueltos.
Dispuso Wellington que una gran parte delp. 85 ejército aliado se acantonase en Zafra, Santa Marta, Feria, Almendral y otros pueblos de los alrededores, con la caballería en Ribera y Villafranca de Barros. El 18 había ya la división de Hamilton renovado, por la izquierda de Guadiana, el bloqueo de Badajoz, a cuya parte acudió también la nuestra, que antes mandaba Don Carlos de España y ahora Don Pedro Agustín Girón, segundo de Castaños. Dudose algún tiempo si se emprendería entonces el sitio formal, no siendo dado apoderarse en breve de la plaza, y temible que en el entretanto tornasen los franceses a socorrerla. No obstante, decidiose Wellington al asedio, y el 22 convino, después de madura deliberación con los ingenieros y otros jefes, en seguir el ataque resuelto para la anterior tentativa, si bien modificado en los pormenores.
De consiguiente, el 25 la 7.ª división británica, del mando de Houston, embistió a Badajoz por la derecha de Guadiana, y el 27 la 3.ª reforzó la de Hamilton, colocada a la izquierda del mismo río. Empezose el 29 a abrir la trinchera contra el fuerte de San Cristóbal, divirtiendo al propio tiempo la atención del enemigo con falsos acometimientos hacia Pardaleras. Del 30 al 31 comenzaron igualmente los sitiadores un ataque por el mediodía contra el castillo antiguo.
Abierta brecha al este en San Cristóbal, tentaron los ingleses, creyéndola practicable, asaltar el fuerte, y se aproximaron a su recinto teniendo a la cabeza al teniente Forster. De cerca vio este que se habían equivocado, perop. 86 hallándose ya él y los suyos en el foso y animados, quisieron en vano trepar a la brecha, repeliéndolos el enemigo con pérdida: entre los muertos contose al mismo Forster.
En el castillo tampoco se había aportillado mucho el muro a pesar de los escombros que se veían al pie. El 9 repitiose otro acometimiento contra San Cristóbal, si bien no con mayor fruto. Desde entonces convirtiose el sitio en bloqueo, con intención Wellington de levantarle del todo. No se comprende como se empezó siquiera tal asedio, careciendo allí los ingleses de zapadores, y desproveídos hasta de cestones y faginas.
Entonces fue cuando de resultas de una hoguera encendida por artilleros portugueses, acampados al raso no lejos de Badajoz, en la margen izquierda del Guadiana, se prendió fuego a las heredades y chaparros vecinos, cundiendo la llama con violencia tan espantosa que en el espacio de tres días se acercó a Mérida, ciudad que se preservó de tamaña catástrofe por hallarse interpuesto aquel anchuroso río. Duró el fuego quince días, y devoró casas, encinares, dehesas, las mieses ya casi maduras, todo cuanto encontró.
Reforzado Soult más y más, determinó ponerse en movimiento la vuelta de Badajoz, y abrió su marcha el 12 de junio, juntándosele por entonces el general Drouet que se había encaminado con los restos del 9.º cuerpo por Ávila y Toledo sobre Córdoba, y de allí torciendo a su derecha había venido a dar a Belalcázar y al campo de los suyos en Extremadura. Incorporáronse estas fuerzas con el 5.º cuerpo, que empezóp. 87 desde luego a gobernar dicho Drouet. Tenía por mira Soult libertar a Badajoz, pero no osando, aunque muy engrosado, ejecutarlo por sí solo, quiso aguardar a que se le acercase Marmont, en marcha ya para el Guadiana.
Apenas había tomado a su cargo este mariscal el ejército de Portugal, cuando le dio nueva forma, distribuyendo en seis divisiones sus tres anteriores cuerpos. Su conato, luego que abasteció a Ciudad Rodrigo, se dirigió principalmente, según las órdenes de Napoleón, a cooperar con Soult en Extremadura, habiendo acudido allí la mayor parte del ejército combinado. Cuatro divisiones del de Marmont partieron de Alba de Tormes el 3 de junio, y las otras dos habíanse todavía quedado hacia el Águeda, atento el mariscal francés a explorar los movimientos de Sir Brent Spencer, que mandaba, en ausencia de Wellington, las tropas del Coa. Pero habiendo hecho Marmont un reconocimiento el 6, y persuadido de que el general inglés no le incomodaría, y que solo seguiría paralelamente el movimiento de las tropas francesas, salió en persona para Extremadura, acompañado del resto de su fuerza, con dirección al puerto de Baños. Cruzó el Tajo en Almaraz, habiendo echado al intento un puente volante, y su ejército, puesto ya en la orilla izquierda, marchó en dos trozos, uno de ellos por Trujillo a Mérida, otro sesgueando a la izquierda sobre Medellín.
Cuando Wellington averiguó que Soult avanzaba, apostose en la Albuera para contenerle y empeñar batalla. Mas después, noticioso de que Marmont estaba ya próximo a juntarse al otrop. 88 mariscal, con razón no quiso continuar en una posición en que tenía a la espalda a Badajoz y Guadiana, sobre todo debiendo habérselas con fuerzas tan considerables como las de los dos mariscales reunidos, y por tanto abandonó la Albuera, descercó a Badajoz, y repasando el Guadiana, se acogió el 17 a Elvas. Lo mismo hicieron los españoles vadeando el río por Jurumeña. Aproximáronse de consiguiente sin obstáculo Marmont y Soult, y se avistaron el 19 en el mismo Badajoz.
Había Sir Brent Spencer en el entre tanto marchado a lo largo de la raya de Portugal, pasado el Tajo en Vila Velha, y reunídose a Wellington en las alturas de Campomayor. Preparábase aquí el último a pelear extendiéndose su ejército por los bosques deleitosos de ambas orillas del Caya. Constaba en todo su fuerza de 60.000 hombres. Otros tantos tenían los enemigos, quienes haciendo el 22 reconocimientos por Elvas y Badajoz, se abstuvieron de comprometerse; no considerando fácil deshacer a los aliados situados ventajosamente.
De estos se había separado Blake el 18, seguido por el ejército expedicionario, la división de Ballesteros, la de Girón y caballería de Penne Villemur, no bien avenido con la supremacía de Wellington, por lo que se ofreció a hacer una correría al condado de Niebla. Dio el general en jefe su aprobación a la propuesta, y Blake, caminando por dentro de Portugal, repasó el Guadiana en Mértola el 23. En el tránsito padecieron nuestras tropas muchas escaseces a causa de las marchas rápidas que hicieron;p. 89 y desmandáronse muy reprensiblemente los soldados de Ballesteros, molestando sobremanera y maltratando a los naturales.
Parecía que Blake llevaba la mira en su expedición de ponerse sobre Sevilla, casi abandonada en aquel tiempo, y no defendiéndola sino escasas tropas francesas y unos pocos jurados españoles, gente en la que no confiaba el extranjero. Para que no se malograra tal empresa, conveniente era marchar aceleradamente, pues de otro modo, volviendo Soult pie atrás, apresuraríase a ir en socorro de la ciudad. Pero Blake, sin motivo plausible, detúvose y resolvió antes apoderarse de Niebla, villa a la derecha del Tinto, rodeada de un muro viejo y de un castillo cuyas paredes, en especial las de la torre del homenaje, son de un espesor desusado. Cabecera de la comarca y en buen paraje para enseñorearla, habíanla los franceses fortalecido cuidadosamente, aprovechándose de sus antiguos reparos, entre los que se descubrieron [según nos ha dicho el mismo duque de Aremberg, principal promotor de aquellos trabajos] bastantes restos de la dominación romana. Mandaba ahora allí el coronel Fritzherds al frente de 600 suizos.
Encomendose el ataque a la división de Zayas, y tuvo comienzo en la noche del 30 de junio. Mas no había cañones de batir, y las escalas, aunque añadidas y empalmadas, resultaron cortas; con lo que se desistió del intento y, sin conseguir cosa alguna en Niebla, perdió Blake la ocasión de hacer una correría a Sevilla y sembrar entre los enemigos el desasosiego y la tribulación.
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Tan solo produjo su movimiento el buen efecto de alejar parte de la fuerza enemiga de las cercanías de Badajoz; la cual viniendo sobre Blake al condado, le obligó a retirarse el 2 de julio, y repasar el Guadiana el 6 en Alcoutim, desde donde, meditando el general español otra empresa a levante, se dirigió a Villarreal de San Antonio y Ayamonte; reembarcándose el 10 con la fuerza expedicionaria y una parte de la división primitivamente al mando de Don Carlos de España. La de Ballesteros permaneció en el condado; y Don Pedro Agustín Girón con algunos infantes, y el conde de Penne Villemur asistido de la mayor parte de la caballería, se quedaron por las márgenes del Guadiana acercándose a Extremadura.
En este tiempo los calores fueron excesivos y abrasadores, atribuyéndolo algunos a la presencia de un cometa resplandeciente que se dejó ver en la parte boreal de nuestro hemisferio durante muchos meses, y tuvo suspensa la atención de la Europa entera. Percibíase en Cádiz por el día, y alumbraba de noche al modo de una luna la más clara, acompañado de larga y rozagante cabellera. Tales apariciones aterraban a los pueblos de la antigüedad, siendo pocos los astrónomos y contados los filósofos [*] (* Ap. n. 14-4.) que conociesen en aquella era la verdadera naturaleza de estos cuerpos. En los siglos modernos la antorcha de la ciencia, empuñada en este caso por el gran Newton y el ilustre Halley,[*] (* Ap. n. 14-5.) ha difundido gran luz sobre las leyes que dirigen los movimientos y revoluciones de los cometas, y disipado en parte los vanosp. 91 temores de la crédula y tenebrosa ignorancia.
Según insinuamos la correría de Blake al condado, aunque malograda, desvió de la Extremadura una porción de las tropas francesas. Soult salió de Badajoz el 27 de junio, y tornó a Sevilla, dirigiendo una división, a las órdenes del general Conroux, por Fregenal la vuelta de Niebla. Al retirarse avitualló de nuevo la plaza de Badajoz, y voló los muros de Olivenza, recinto que los ingleses habían abandonado cuando se pusieron detrás del Guadiana. Quedó a la izquierda de estos el general Drouet con el 5.º cuerpo.
Guardó la derecha algunos días el mariscal Marmont, cuyas espaldas eran a menudo molestadas por partidarios españoles. Quien más inquietó al enemigo hacia aquella parte fue Don Pablo Morillo, a la cabeza de la 2.ª división del 5.º ejército, que en vez de maniobrar unido con el cuerpo principal campeó sola y destacada de acuerdo con el general en jefe. Sorprendió en junio Morillo en Belalcázar al coronel Normant, matole 48 hombres y le cogió 111. Lo mismo hizo en Talarrubias el 1.º de julio, tomando al comandante 4 oficiales y 149 soldados. Acosado entonces por tres columnas enemigas, sorteó sus movimientos con bien entendidas, aunque penosas marchas y contramarchas, por lo intrincado de la Sierra Morena. Envió salvos al tercer ejército los prisioneros, que cruzaron sin tropiezo todo el país ocupado por los franceses, y, defendiéndose contra los que le iban al alcance, revolvió en seguidap. 92 contra otros que se alojaban en Villanueva del Duque: escarmentolos el 22, y combatiendo siempre, entró en Cáceres el 31 y se abrigó de los suyos después de una correría de dos meses, feliz y gloriosa.
Tales inquietudes y otras no menos continuas, así como lo devastado del país, dificultaban al mariscal Marmont las provisiones, teniéndole que venir convoyadas hasta de Madrid por fuertes escoltas, hostigadas siempre, a veces dispersas. Por tanto, fortificando los antiguos castillos de Medellín y Trujillo, apostó aquí la división del general Foy con gran parte de la caballería, y el 20 de julio, repasando el mismo mariscal el Tajo, se colocó en rededor de Almaraz y Plasencia.
Wellington también cruzó aquel río, vía de Castelo Branco, contramarchando al mismo son ambos ejércitos, y solo dejó al general Hill en Arronches y Estremoz para cubrir el Alentejo. Don Francisco Javier Castaños, con la fuerza entonces corta del 5.º ejército, se acuarteló en Valencia de Alcántara y sus cercanías, explorando la caballería bajo el mando de Penne Villemur las comarcas vecinas. Íbanse así tornando los respectivos ejércitos y cuerpos a los puntos desde donde habían partido, y de cuya inmediata y peculiar conservación estaban antes como encargados.
Y vemos que en estos seis o siete meses primeros del año de 1811 hubo desde Tarifa corriendo por el mediodía y ocaso hasta el Duero plazas perdidas y tomadas, batallas ganadas, fieros trances. Los aliados por una parte perdieronp. 93 a Badajoz; pero por la otra recobraron a Almeida y libertaron el reino de Portugal, inclinándose de este modo a su favor la balanza de los sucesos. Cometiéronse faltas, y no solo las cometieron los españoles, cometiéronlas también ingleses y franceses, pudiéndose inferir de nuestra relación cuánto pende de la fortuna la fama de los generales más esclarecidos, absolviendo por lo común el mundo, si aquella es propicia, de enormes e indisculpables yerros.
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RESUMEN
DEL
LIBRO DECIMOQUINTO.
Operaciones militares a los extremos de los ejércitos combinados anglo-hispano-portugueses. — Ronda. — Murcia y Granada. — Pasa Sebastiani a Francia. — Galicia y Asturias. — Evacuación de Asturias. — Acción de Cogorderos. — 7.º Ejército: Porlier a su frente. — Partidas de este distrito. — Sorpresa de un convoy en Arlabán, por Mina. — Ejército francés del norte de España. — Cataluña, Aragón y Valencia. — Sitio de Tortosa. — La toman los franceses. — Sensación que causa en Cataluña. — Sentencia contra el gobernador Alacha. — Toman los franceses el castillo del Coll de Balaguer. — Providencias de Suchet. — Vuelve a Aragón. — Alborotos en Tarragona. — El marquésp. 96 de Campoverde nombrado general de Cataluña. — Asoma Macdonald a Tarragona. — Se retira. — Reencuentro con Sarsfield en Figuerola. — Nuevos alborotos en Tarragona. — Nuevo congreso catalán. — Disuélvese luego. — Providencias de Suchet en Aragón contra las partidas. — Facultades nuevas y más amplias que Napoleón da a Suchet. — Vistas con este motivo de Suchet y Macdonald. — Pasa Macdonald a Barcelona. — Quema de Manresa. — Proclama de Campoverde. — Movimientos de este general. — Tentativa malograda contra Barcelona. — Sorpresa y toma de Figueras por los españoles. — Marcha a Figueras del barón de Eroles. — Ocupa a Olot y Castelfullit. — Estado crítico de los franceses. — Va también Campoverde a Figueras. — No consigue sino en parte socorrer el castillo. — Vacilación de Suchet. — Medidas de precaución que toma en Aragón. — Resuélvese a sitiar a Tarragona. — Principia el cerco. — Llega Campoverde a Tarragona. — Atacan y toman los franceses con dificultad el fuerte del Olivo. — Sale Campoverde de la plaza: se encarga el mando de ella a Don Juan Senén de Contreras. — Encarnizada defensa de los españoles. — Tropas que llegan de Valencia. — Diversión de Eroles y otros fuera de la plaza. — Toman los franceses el arrabal. — Quejas contra Campoverde. — Tentativa infructuosa de este para socorrer la plaza. — Tropas inglesas que se presentan delante del puerto. — No desembarcan. — Otras ocurrencias desgraciadas. — Baten los franceses la ciudad. — La asaltan. — La entran. — Gloriosap. 97 resistencia de los sitiados. — Muerte de D. José González. — Horrible matanza. — Reflexiones. — Suerte de Contreras y noble respuesta. — Ceremonia religiosa a que asiste Suchet. — Resuelve Campoverde evacuar el Principado. — Deserción. — Suchet pasa a Barcelona. — Actos suyos crueles. — Torna Suchet a Tarragona. — Desiste Campoverde de evacuar el Principado. — Se embarcan los valencianos. — Sucede a Campoverde en el mando Don Luis Lacy. — Lacy y la Junta del Principado en Solsona. Su buen ánimo. — Marcha admirable del brigadier Gasca. — Suchet trata de atacar la montaña de Monserrat. — Es elevado a mariscal de Francia. — Eroles en Monserrat. — Descripción de este punto. — Le ataca y toma Suchet. — Macdonald estrecha a Figueras. — Se rinde el castillo. — No por eso cesa la guerra en Cataluña. — Suchet pasa a Aragón, inquieto siempre este reino. — Valencia. Convoca Bassecourt un congreso. — Se disuelve. — Don Carlos O’Donnell sucede a Bassecourt. — Operaciones militares del 2.º ejército, o sea de Valencia. — Sucede el marqués del Palacio a O’Donnell. — Castilla la Nueva. — Juntas y guerrilleros. — El Empecinado. — Villacampa. — Ataque contra el puente de Auñón. — Diversos movimientos y sucesos. — Otros guerrilleros. — Malos y crueles tratamientos. — Más partidarios. — Resultas importantes de este género de guerra. — Situación de José. — Desengaños que recibe. — Estado de su ejército y hacienda. — Diversiones que José promueve. — Ilusiones de José. — Desazonaba su lenguaje a Napoleón. — Disgusto de José. — p. 98Su viaje a París. — Nacimiento del Rey de Roma. — Vuelve José a Madrid. — Escasez de granos. — Providencias violentas del gobierno de José. — Trata José de componerse con el gobierno de Cádiz. — Emisarios que envía. — Inutilidad de los pasos que estos dan.
p. 99
HISTORIA
DEL
LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
de España.
A los opuestos y distantes extremos de los puntos en donde se ejecutaban las grandes y principales maniobras del ejército anglo-portugués y anglo-español, descubríanse por un lado las montañas de Ronda y el tercer ejército, acantonado en la raya de Granada y Murcia, y por el otro Galicia y Asturias, con el ahora llamado 6.º ejército. En ambas partes pudiera haberse molestado mucho al enemigo, si se hubiese sacado ventaja de los medios que proporcionaba el país, señaladamente Galicia, y de la favorable oportunidad que ofrecía el agolparse de las huestes francesas hacia la raya de Portugal. Pero,p. 100 por desgracia, ciñéronse solo los esfuerzos a divertir la atención del enemigo, y a ponerle en la necesidad de emplear tropas que bastasen a observar y contener a las nuestras.
La serranía de Ronda, foco importante de insurrección, dividía, por decirlo así, el cuerpo francés sitiador de Cádiz del de Sebastiani, alojado en Granada. Gobernaba aquellas montañas, como antes, el general Valdenebro, presidente de la junta de partido; mas por lo común guiaban de cerca a los serranos caudillos naturales del país. Begines de los Ríos, con la primera división del 4.º ejército, apoyaba los movimientos de los habitadores y contribuía a mantener el fuego. Peleábase sin cesar, y ni las fuerzas que los franceses conservaban siempre en la misma sierra, ni las columnas que a veces destacaban de Sevilla, Granada o sitio de Cádiz eran suficientes para reprimir la insurrección. El paisanaje dispersábase cuando le atacaban numerosas fuerzas, y reconcentrábase cuando estas se disminuían, apellidando guerra por valles y hondonadas con instrumentos pastoriles, o usando de otras señales como de fogatas y cohetes. Inventaron los rondeños mil ardides para hostigar a sus contrarios, y en Gaucín subieron cañones hasta en los riscos más escarpados. Las mujeres continuaron mostrándose no menos atrevidas que los hombres, y en vano tentó el enemigo domar tal gente y tales breñas: desde principios de este año de 1811 hasta agosto anduvo la lid empeñada, y entonces animola, como veremos más adelante, la venida del general Ballesteros.
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No son muy de referir los acontecimientos que ocurrieron por el mismo tiempo en el tercer ejército, que antes componía parte del que llamaron del centro. Sucedió a Blake, cuando pasó a ser regente, el general Freire, quien, en diciembre de 1810, tenía asentados sus reales en Lorca y puesta su vanguardia en Albox, Huéscar y otros pueblos de los contornos. Franceses y españoles registraban a menudo el campo, y en febrero de 1811 quisieron los primeros internarse en Murcia, como para hacer juego con los movimientos de Soult en Extremadura. Extendiéronse hasta Lorca, ciudad que evacuó Freire, no llevando Sebastiani más allá sus incursiones, acometido de una consunción peligrosa.
Retirados los franceses, tornaron los nuestros a sus anteriores puestos y renovaron sus correrías y maniobras. Fue de las más notables la que practicaron el 21 de marzo. Don José O’Donnell, jefe de estado mayor, dirigiose con una división volante sobre Huércal Overa, y destacó a Lubrín al conde del Montijo, asistido de ocho compañías. Los enemigos allí alojados resistieron al conde, mas retirándose a poco, camino de Úbeda, viéronse perseguidos y experimentaron una pérdida de 180 hombres con algunos prisioneros.
Menguado cada día más el 4.º cuerpo francés, tuvo el general Sebastiani que ordenar la reconcentración de sus fuerzas cerca de Baza, aproximándolas por último a Guadix el 7 de mayo. De resultas, avanzó Freire y colocó su vanguardia en la Venta del Baúl, destacandop. 102 por su derecha, camino de Úbeda y Baeza, a Don Ambrosio de la Cuadra, con una división y las guerrillas de la comarca.
Este movimiento, hecho con dirección a parajes por donde pudieran cortarse los comunicaciones de las Andalucías, alteró a los franceses que acudieron aceleradamente de Jaén, Andújar y otras guarniciones inmediatas para contener a Cuadra y atacarle. Trabose el primer reencuentro el 15 de mayo en la misma ciudad de Úbeda. Tres veces acometieron los enemigos y tres veces fueron rechazados, obligándolos a huir la caballería española, que trató de cogerlos por la espalda. Los franceses perdieron mucha gente, sirviéndoles de poco un regimiento de juramentados, que a los primeros tiros se dispersó. Afligió sobremanera a los nuestros la muerte del comandante del regimiento de Burgos, Don Francisco Gómez de Barreda, oficial distinguido y de mucho esfuerzo.
También el 24 intentaron los enemigos desalojar a los españoles de la Venta del Baúl, mandados estos por Don José Antonio Sanz. Cargó intrépidamente el francés, mas no pudo conseguir su objeto, impidiéndoselo un barranco que había de por medio y el acertado fuego de nuestra artillería, que manejaba Don Vicente Chamizo. Se limitó de consiguiente la refriega a un vivo cañoneo, que terminó por retirarse los franceses a Guadix y a la cuesta de Diezma.
A poco pensó igualmente Freire en distraer por su izquierda al enemigo, y a este propósito envió la vuelta de las Alpujarras, con dos regimientos, al conde del Montijo. En tan fragososp. 103 montes causó este algún desasosiego a la guarnición de Granada, y aproximándose a la ciudad, llegó hasta el sitio conocido bajo el nombre del Suspiro del Moro.
Estrechado Sebastiani, hubo ocasión en que pensó abandonar a Granada, cuyas avenidas fortificó, no menos que el célebre palacio morisco de la Alhambra. Aliviole en situación tan penosa la llegada de Drouet a las Andalucías, habiendo entonces sido reforzado el 4.º cuerpo; socorro con el que pudo este respirar más desahogadamente.
Pero Sebastiani, al finar junio, pasó a Francia, ya por lo quebrantado de su salud, o ya más bien por las quejas del mariscal Soult, ansioso de regir sin obstáculo ni embarazo las Andalucías. El primero, durante su mando, no dejó de esmerarse en conservar las antigüedades arábigas de Granada, y en hermosear algo la ciudad; mas no compensaron, ni con mucho, tales bienes los otros daños que causó, las derramas exorbitantes que impuso, los actos crueles que cometió. Tuvo Sebastiani por sucesor al general Leval.
En Galicia y Asturias, el otro punto extremo de los dos en que ahora nos ocupamos, no anduvo en un principio la guerra mejor concertada que en Granada y Murcia. Don Nicolás Mahy conservó el mando hasta entrado el año de 1811, y ocupose, más que en la organización de su ejército, en disputas y reyertas provinciales. El bondadoso y recto natural de aquel jefe le inclinaba a la suavidad y justicia; pero desviábanle a veces malos consejos o particulares afectos puestos en quien no los merecía.
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El ejército gallego permanecía casi siempre sobre el Bierzo y otros puntos del reino de León, y fue de alguna importancia la sorpresa que, en 22 de enero, hizo Don Ramón Romay acometiendo a la Bañeza, en donde cogió a los enemigos varios prisioneros, efectos y caudales. De este modo prosiguió por aquí la guerra durante los primeros meses del año.
En Asturias mandaba Don Francisco Javier Losada; pero subordinado siempre a Mahy, general en jefe de las fuerzas del principado, como lo era de las de Galicia. Tan pronto en aquella provincia se adelantaban los nuestros, tan pronto se retiraban, ocupando las orillas del Nalón, del Narcea o del Navia, según los movimientos del enemigo. Los choques eran diarios, ya con el ejército, ya con partidas que revoloteaban por los diversos puntos del principado. El más notable acaeció el 19 de marzo de este año de 1811 en el Puelo, distante una legua de Cangas de Tineo yendo camino de Oviedo, lugar situado en la cima de unos montes cuyas faldas, por ambos lados, lamen dos diferentes ríos. Losada se colocó en lo alto, que forma como una especie de cuña, y aguardó a los contrarios que le atacaron a las órdenes del general Valletaux. Nuestra fuerza consistía en unos 5000 hombres, inferior la de los franceses. Estaban con el general Losada Don Pedro de la Bárcena y Don Juan Díaz Porlier, sirviendo este de reserva con la caballería, y aquel con los asturianos de vanguardia. Tiroteose algún tiempo, hasta que, herido Bárcena en el talón, entró en los nuestros un terror pánico que causó completa dispersión.p. 105 Losada y el mismo Bárcena, aunque desfallecido, hicieron inútiles esfuerzos para contener al soldado, y solo salvó a los fugitivos y a los generales la serenidad de Porlier y sus jinetes, que hicieron frente y reprimieron a los enemigos.
Tal contratiempo probaba más y más la necesidad en que se estaba de refundir todas aquellas fuerzas y darles otra organización, introduciendo la disciplina, que andaba muy decaída. En la primavera de este año empezose a poner en obra tan urgente providencia. El mando del 6.º ejército se había confiado a Castaños, al mismo tiempo que conservaba el del 5.º; acumulación de cargos más aparente que verdadera, y que solo tenía por objeto la unidad en los planes, caso de una campaña general y combinada con los anglo-portugueses. Y así, quien en realidad gobernó, aunque con el título de segundo de Castaños, fue Don José María de Santocildes, sucesor de Mahy, teniendo por jefe de estado mayor a Don Juan Moscoso. Ambas elecciones parecieron con razón muy acertadas: Santocildes habíase acreditado en el sitio de Astorga, logrando después escaparse de manos de los enemigos, y a Moscoso ya le hemos visto brillar entre los oficiales distinguidos del ejército de la izquierda. Se notaron luego los buenos efectos de estos nombramientos. En el país agradaron a punto de que se esmeraron todos en favorecer los intentos de dichos jefes, y hubo quien ofreció donativos de consideración.
Distribuyose el ejército en nuevas divisiones y brigadas, y se
mejoró su estado visiblemente, siguiéndose en el arreglo mejor
ordenp. 106 y severa
disciplina. La 1.ª división, al mando del general Losada, quedó
en Asturias, la 2.ª, al de Taboada, se apostó en las gargantas de
Galicia camino del Bierzo, y la 3.ª, bajo Don Francisco Cabrera, en
la Puebla de Sanabria. Permaneció una reserva en Lugo, punto céntrico
de las otras posiciones. En principios de junio marchó a Castilla
todo el ejército, excepto la división de Losada que se enderezó a
Oviedo. Esta maniobra, ejecutada a tiempo que el mariscal Marmont
había partido para Extremadura, produjo excelentes resultas. Evacuación
de Asturias. Los enemigos, por
un lado, evacuaron el principado de Asturias, saliendo de su capital el
14 de junio, en donde se restablecieron inmediatamente las autoridades
legítimas. Por el otro, destruyeron el 19 las fortificaciones de
Astorga y se retiraron a Benavente, entrando el 22 en aquella ciudad el
general Santocildes en medio de los mayores aplausos, como teatro que
había sido de sus primeras glorias.
Colocose el ejército español a la derecha del Órbigo, en donde se le juntó una de las brigadas de la división que se alojaba en Asturias. Bonnet, después que abandonó esta provincia, quedose en León, vigilándole en sus movimientos los españoles. Limitáronse al principio unas y otras tropas a tiroteos, hasta que en la mañana del 23 el general Valletaux, partiendo del Órbigo, atacó a la una del día a D. Francisco Taboada, situado hacia Cogorderos, en unas lomas a la derecha del río Tuerto. Sostúvose el general español no menos que cuatro horas, en cuyo tiempo acudiendo en su socorro la brigada asturianap. 107 a las órdenes de Don Federico Castañón, tomó este a los enemigos por el flanco y los deshizo completamente. Pereció el general Valletaux y considerable gente suya; cogimos bastantes prisioneros, entre ellos 11 oficiales, y se vio lo mucho que en poco tiempo se había adelantado en la formación y arreglo de las tropas.
Tampoco se descuidó el de las guerrillas del distrito, habiéndose facultado al coronel Don Pablo Mier para que compusiese con ellas una legión, llamada de Castilla. Muchas se unieron, y otras por lo menos obraron de acuerdo y más concertadamente.
Al entrar julio, hizo Santocildes un reconocimiento general sobre el Órbigo; y rechazando al enemigo, mostraron cada vez más los soldados del 6.º ejército su progreso en el uso de las armas y en las evoluciones. Así se fue reuniendo una fuerza que con la de Asturias rayaba en 16.000 hombres, llevando visos de aumentarse si los mismos caudillos proseguían a la cabeza.
Íbase a dar la mano con este ejército el 7.º, que comenzaba a formarse en la Liébana, habiendo sentado en Potes su cuartel general Don Juan Díaz Porlier, 2.º en el mando. Estaba elegido primer jefe Don Gabriel de Mendizábal, quien retardó su viaje con lo acaecido en el Gévora el 19 de febrero: desventura que le obligó, para rehabilitarse en el concepto público, a pelear en la Albuera voluntariamente como soldado raso en los puestos más arriesgados. Porlier, en consecuencia, se halló solo al frente del nuevop. 108 ejército, cuyo núcleo lo componían el cuerpo franco de dicho caudillo y las fuerzas de Cantabria, engrosadas con quintos y partidas que sucesivamente se agregaban. Renovales fue enviado hacia Bilbao para animar a las partidas y enregimentar batallones sueltos: tocó hasta en la Rioja, y contribuyó a sembrar zozobra e inquietud entre los enemigos.
Quisieron estos apoderarse del principal depósito del 7.º ejército, y acometieron a Potes en fines de mayo. Los nuestros habían, por fortuna, puesto al abrigo de una sorpresa sus acopios, y con eso desvanecieron las esperanzas del general Roguet que, asistido de 2000 hombres, entró en aquella villa, teniéndola en breve que desamparar a causa de la vuelta repentina de Don Juan Díaz Porlier, que había reunido toda su tropa, antes segregada.
Los invasores, por tanto, no disfrutaban aquí de mayor respiro que en las demás partes; causándoles el 7.º naciente ejército y las guerrillas que en el distrito lidiaban irreparables daños. Comprendíanse en este las de Campillo, Longa, el Pastor, Tapia, Merino y la del mismo Mina, aunque con especial permiso el último de obrar con independencia. Comprendíanse también las otras de menos nombre que recorrían las montañas de Santander, ambas márgenes del Ebro, hasta los confines de Navarra, y carretera real de Burgos. No entraba en cuenta la de Don José Durán, si bien en Soria; pues por su proximidad a Aragón se agregó con la de Amor, como las demás de aquel reino, al 2.º ejército, o sea de Valencia. No pudiendo el francés exterminarp. 109 contrarios tan porfiados y molestos, trató de espantarlos haciendo la guerra, al comenzar este año de 1811, con mayor ferocidad que antes, y ahorcando y fusilando a cuantos partidarios cogía.
Y estos, no hallando ya para ellos puerto alguno de salvación, en vez de ceder, redoblaron sus esfuerzos, anegando, por decirlo así, con su gente todos los caminos. Los mariscales, generales, y casi todos los pasajeros, siendo enemigos, veíanse a cada paso asaltados con gran menoscabo de sus intereses y riesgo de sus personas. Entre los casos de esta clase más señalados entonces [todos no es posible relatarlos] sobresale el de Arlabán; que así llaman a un puerto situado entre los lindes de Álava y Guipúzcoa, por donde corre la calzada que va a Irún.
Don Francisco Espoz y Mina, sabedor de que el mariscal Massena caminaba a Francia juntamente con un convoy, ideó sorprenderle; y marchando a las calladas y de noche por desfiladeros y sendas extraviadas, remaneció el 25 de mayo sobre el mencionado puerto. Casualmente Massena, a gran dicha suya, retardó salir de Vitoria; mas no el convoy, que prosiguió sin detención su ruta. Las 6 de la mañana serían cuando Mina, emboscado con su gente, se puso en cuidadoso acecho. Constaba el convoy de 150 coches y carros, y le escoltaban 1200 infantes y caballos, encargados también de la custodia de 1042 prisioneros ingleses y españoles. Dejó Mina pasar la tropa que hacía de vanguardia; y atacando a los que venían detrás, trabose la refriega, y duró hasta las 3, hora en que cesó,p. 110 cayendo en poder de los españoles personas y efectos. Más de 800 hombres perdieron los franceses, 40 oficiales, cogiendo el mismo Mina al coronel Laffite. Parte del caudal y las joyas se reservaron para la caja militar; lo demás lo repartieron los vencedores entre sí. Se permitió a las mujeres continuar su camino a Francia; y trató bien Mina a los prisioneros, a pesar de recientes crueldades ejercidas contra los suyos por el enemigo. Se calculó el botín en unos 4.000.000 de reales, ¡poderoso incentivo para acrecentar las partidas!
Conociendo Napoleón cuanto retardaba tal linaje de pelea la sumisión de España, había ya pensado desde principios de 1811 en dar nuevo impulso a la persecución de los guerrilleros, poniendo en una sola mano la dirección suprema de muchos de los gobiernos en que había dividido la costa cantábrica, y las orillas del Ebro y Duero. Así por decreto de 15 de enero formó el ejército llamado del norte, de que ya hemos hecho mención, y cuyo mando encomendó al mariscal Bessières, duque de Istria. Extendíase a la Navarra, las tres provincias vascongadas, parte de las de Castilla la Vieja, Asturias y reino de León; y llegó a constar dicho ejército de más de 70.000 hombres. Nada sin embargo consiguió el Emperador francés, pues Bessières no disipó en manera alguna el caos que producía guerra tan aturbonada, y para los enemigos tan afanosa; volviéndose a Francia en julio, con deseo de lidiar en campos de más gloria, ya que no de menos peligros. Tuvo por sucesor en el mando al conde Dorsenne.
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Muy atrás nos queda Cataluña, y con ella Aragón y Valencia, provincias cuyos acontecimientos caminaban hasta cierto punto unidos, y a las que hacían guerra los cuerpos de Suchet y Macdonald, obrando de concierto para sujetarlas. Cuando en esta parte suspendimos nuestra narración, formalizaba Suchet el sitio de Tortosa y se cautelaba para que no le inquietasen las tropas y guerrillas de las provincias aledañas, ayudándole Macdonald, colocado en paraje propio a reprimir los movimientos hostiles del ejército de Cataluña, que a la sazón regía Don Miguel Iranzo. Reduplicó Suchet sus conatos al fenecer del año de 1810; y el bloqueo de aquella plaza, comenzado en julio y todavía no completado, convirtiose el 15 de diciembre en perfecto acordonamiento.
Asiéntase Tortosa a la izquierda del Ebro en el recuesto de un elevado monte, a cuatro leguas del Mediterráneo. Su población, de 11 a 12.000 habitantes. Las fortificaciones irregulares, de orden inferior, construidas en diversos tiempos, siguen en el torno que toman los altos y caídas la desigualdad del terreno. Al sudeste e izquierda siempre del río, se levantan los baluartes de San Pedro y San Juan, con una cortina no terraplenada, que cubre la media luna del Temple. El recinto se eleva después en paraje roqueño, amparado de otros tres baluartes, por donde embistió la plaza el duque de Orleans en la guerra de sucesión, y desde cuyo tiempo, considerado este punto como el más débil, se le enrobusteció con un fuerte avanzado, que todavía llevaba el nombre de aquelp. 112 príncipe. Pasados dichos tres baluartes, precipítase la muralla antigua por una barranquera abajo, aproximándose en seguida al castillo, situado en un peñasco escarpado y unido con el Ebro por medio de un frente sencillo. Otro recinto, que parte del último de los tres indicados baluartes, se extiende por de fuera y, abrazando dentro de sí al castillo, júntase luego cerca del río con el muro más interno. Defienden los aproches de todo este frente tres obras exteriores; llaman a la más lejana las Tenazas, sita en un alto enseñoreador de la campiña. Comunica la ciudad con la derecha del Ebro, aquí muy profundo, por un puente de barcas, cubierto a su cabeza con buena y acomodada fortificación. Entre el río y una cordillera que se divisa a poniente, dilátase vasta y deliciosa vega, poblada antes del sitio de muchas caserías, y arbolada de olivares, moreras y algarrobos que regaban más de 600 norias. Parte de tanta frondosidad y riqueza talose y se perdió para despejar los alrededores de la plaza en favor de su mejor defensa. Se hallan por el mismo lado el arrabal de Jesús y las Roquetas. Desde mediados de julio gobernaba a Tortosa el conde de Alacha, que se señaló el año de 1808 en la retirada de Tudela. Era su 2.º Don Isidoro de Uriarte, coronel de Soria. Constaba la guarnición de 7179 hombres, y el vecindario, en su conducta, no desmereció al principio de la que mostraron otras ciudades de España en sus respectivos sitios.
Para cercar del todo la antes solo semibloqueada plaza, había Suchet ordenado el 14 de diciembre que el general Abbé quedase en lasp. 113 Roquetas, derecha del río; y que Habert, que antes mandaba en este paraje, pasase a la izquierda y ocupase las alturas inmediatas a la plaza, arrojando de allí a los españoles, lo cual acaeció el 15, después de haber los nuestros defendido la posición con tenacidad. Los enemigos echaron puentes volantes río arriba y río abajo de Tortosa, con objeto de facilitar la comunicación de ambas orillas.
Resolvieron también los mismos verificar su principal ataque por el baluarte, o más bien semibaluarte, de San Pedro, teniendo para ello primero que apoderarse de las eminencias situadas delante del fuerte de Orleans, las cuales enfilaban el terreno bajo. En su cima había Uriarte empezado a trazar un reducto, obra que Alacha, mal aconsejado, decidió no se llevase a cumplido efecto. Los franceses, por tanto, se enseñorearon fácilmente de aquellas cumbres, y abrieron el 19 la trinchera contra el fuerte de Orleans, ataque auxiliador del ya indicado como principal.
Dieron también comienzo a este último en la noche del 20, y para no ser sentidos, favorecioles el tiempo ventoso y de borrasca. Rompieron la trinchera partiendo del río, y prolongáronla hasta el pie de las alturas fronteras al fuerte de Orleans, distando solo de la plaza la primera paralela 85 toesas. El general Rogniat dirigía los trabajos de los ingenieros enemigos; mandaba su artillería el general Valée.
A la propia sazón reforzó a Suchet una división del ejército francés de Cataluña a las órdenes del general Frère, en la que se incluía la brigadap. 114 napolitana del mando de Palombini. Envió Macdonald este socorro el 18 en ocasión que, escaso de víveres y temeroso de alejarse demasiado, volvía atrás de una correría que había emprendido hasta Perelló. Colocó Suchet la división recién llegada en el camino de Amposta.
Iba este adelante en los trabajos del asedio, y ponía su conato en el ataque del baluarte de San Pedro, que era, según hemos dicho, el más principal, sin descuidar el de su derecha, aunque falso, contra el frente de Orleans, como tampoco otro de la misma naturaleza que empezó a su izquierda a la otra parte del río, destinado a encerrar a los sitiados en sus obras.
En los días 23 y 24 hicieron los últimos algunas salidas; mas el 25 terminó el enemigo la segunda paralela, lejana solo por el lado siniestro 33 toesas del baluarte de San Pedro, distando por el otro del recinto unas 50, recogida allí en curva a causa de los fuegos dominantes del fuerte de Orleans. Hicieron de resultas los españoles, la noche del 25 al 26, dos salidas, una a las 11 y otra a la 1. En vela los enemigos, rechazaron a los nuestros, si bien después de haber recibido algún daño.
No abatidos por eso los cercados, repitieron nueva tentativa en la noche del 26 al 27, en la que igualmente fueron repelidos, situándose entonces los franceses en la plaza de armas del camino cubierto, enfrente del baluarte de San Pedro. Semejantes reencuentros y los fuegos de la plaza retardaban algo los trabajos del sitiador, y le mataban mucha gente con no pocos oficiales distinguidos.
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Firmes todavía los españoles, efectuaron nueva salida en la tarde del 28, de mayor importancia que las anteriores. Para ello desembocaron unos por la puerta del Rastro para atacar la derecha de los enemigos, y otros se encaminaron rectamente al centro de la trinchera, protegiendo el movimiento los fuegos de la plaza y los del fuerte de Orleans; acometieron con intrepidez, desalojaron a los franceses de la plaza de armas que habían ocupado, y los acorralaron contra la segunda paralela. Parte de las obras fueron arruinadas, y por ambos lados se derramó mucha sangre. Al cabo se retiraron los nuestros, acudiendo gran golpe de contrarios, pero conservaron hasta la noche inmediata la plaza de armas, recobrada a la salida.
Puede decirse que este fue el último y más señalado esfuerzo que hicieron los cercados. En lo sucesivo se procedió flojamente. Alacha, herido ya desde antes en un muslo y aquejado de la gota, mostró gran flaqueza; y aunque es cierto que había entregado el mando a su 2.º, habíale solo entregado a medias, con lo que se empeoró más bien que favoreció la defensa, desmandando a veces uno lo que otro ordenaba, e inutilizándose así cualesquiera disposiciones. La población, con tal ejemplo, amilanose también y no coadyuvó poco al caimiento de ánimo de algunos soldados y a la confusión: manejos secretos del enemigo tuvieron en ello parte, como asimismo personas de condición dudosa que rodeaban al abatido Alacha.
Construidas entre tanto y acabadas las baterías enemigas, rompieron el fuego al amanecerp. 116 del 29. Diez en número, tres de ellas dirigieron sus tiros contra el fuerte de Orleans y las obras de la plaza colocadas detrás, cuatro contra la ciudad y baluarte de San Pedro, las tres restantes, a la derecha del río, apoyaban este ataque y batían además el puente y toda la ribera.
En breve los fuegos del baluarte de San Pedro, los de la media luna del Temple y los de casi todo aquel frente fueron acallados, y se abrió brecha en la cortina. Ya anteriormente se hallaban las obras en mal estado, y solo el estremecimiento de la propia artillería hundía o resquebrajaba los parapetos. La caída de las bombas produjo en el vecindario conturbación grande, aumentada por el descuido que había habido en tomar medidas de precaución. En balde se esforzaron varios oficiales en reparar parte del estrago, y en ofrecer al sitiador nuevos obstáculos.
Quedaron el 31 apagados del todo los fuegos del frente atacado; ocuparon los franceses, a la derecha del río, la cabeza del puente abandonada por los españoles, añadieron nuevas baterías, y haciéndose cada vez más practicable la brecha de la cortina junto al flanco del baluarte de San Pedro, acercábase al parecer el momento del asalto.
Mal dispuestos se hallaban en la plaza para rechazarle, los vecinos consternados, el soldado casi sin guía: Alacha, metido en el castillo, no resolvía cosa alguna, mas lo empantanaba todo. Uriarte, viéndose falto de arrimo en el mayor apuro, y hombre de no grande expediente, juntó a los jefes para que decidiesen en tan estrechop. 117 caso. Los más opinaron por pedir una tregua de 20 días, y por entregarse al cabo de ellos, si en el intervalo no se recibía auxilio. Disimulado modo de votar en favor de la rendición, pues claro era que no convendría el francés en cláusula tan extraña. Otros, si bien los menos, querían que se defendiese la brecha.
Prevaleció, como era natural, y no más honroso, el parecer de la mayoría al que daba gran peso el desaliento de los vecinos, de tanto influjo en esta clase de guerra. Por consiguiente, el 1.º de enero enarboló el castillo, constante albergue de Alacha, bandera blanca; y advirtió este a Uriarte que enviaba al coronel de ingenieros Veyán al campo enemigo a proponer la tregua que se deseaba. Salió en efecto el último con el encargo, y recibió de Suchet la consiguiente repulsa. Sin embargo, el general francés envió al mismo tiempo dentro de la plaza al oficial superior Saint-Cyr Nugues, facultado para estipular una capitulación más apropiada a sus miras.
Abocose primero el parlamentario con Uriarte, quien insistió en la anterior propuesta. Lo mismo hizo luego Alacha, añadiendo las siguientes palabras: «El deseo de que no se vertiese más sangre del vecindario me había inclinado a la tregua; no concedida esta, nos defenderemos.» Pero replicándole el francés «que conocía el estado de la plaza, y que la resistencia no sería larga», cambió Alacha inmediatamente de parecer, y propuso venir a partido con tal que se diese por libre a la guarnición. Veleidad incomprensible y digna del mayor vituperio.p. 118 Rehusó Saint-Cyr entrar en ningún acomodamiento de aquella clase, cierto de que en breve pisaría el ejército francés el suelo de Tortosa. Varios esforzados jefes allí presentes quedaron yertos y atónitos al ver la mudanza repentina del gobernador: y se sospecha que, desde entonces, allegados de este pactaron la entrega de la plaza en secreto, medrosos del soldado, que se mostraba asombradizo y ceñudo.
Los franceses, sin omitir las malas artes, continuaron con ahínco en sus trabajos para asegurar de todos modos su triunfo, y establecieron en la noche del 1 al 2 de enero una nueva batería, distante solo 10 toesas de una de las caras del baluarte de San Pedro. En 7 horas de tiempo abrieron con los nuevos fuegos dos brechas, sin contar la aportillada primeramente en la cortina; y por último, todo se apercibía para dar el asalto.
Uriarte, en aquel aprieto, y no tomadas de antemano medidas que bastasen a repeler al enemigo, quiso que la ciudad capitulase y que guardasen los españoles los principales fuertes. Propuesta que parecería singular si no la explicase hasta cierto punto el deseo que por una parte tenían los soldados de defenderse, y el descaecimiento que por la otra se había apoderado de los más de los vecinos.
No era tampoco menor el de Alacha, que sordo ya a toda advertencia, participó a Uriarte su final resolución de capitular así por los fuertes como por la plaza.
Aparecieron tremoladas en consecuencia 3 banderas blancas, que despreció el enemigo continuandop. 119 en su fuego. Provenía tal conducta de no querer tratar el francés antes de que se le entregase en prenda el fuerte llamado Bonete, temiendo algún inesperado arranque de la irritación del soldado español.
A todo se avenía Alacha, y creciendo en él la zozobra, avisó al general enemigo que relajados los vínculos de la disciplina, le era imposible concluir estipulación alguna si no le socorría. ¡Oh mengua! Aguijado Suchet con la noticia, y cada vez más receloso de que se prolongase la defensa por algún súbito acontecimiento, resolvió poner cuanto antes término al negocio. Y para ello, corriendo en persona a la ciudad, acompañado solo de oficiales y generales del estado mayor, y de una compañía de granaderos, avanzó al castillo, y anunciando a los primeros puestos la conclusión de las hostilidades, se presentó al gobernador. Paso que se pudiera creer temerario, si no hubiera asegurado su éxito anterior inteligencia. Trémulo Alacha, serenose con la presencia del general enemigo que miraba como a su libertador. Eterno baldón que disculparon algunos con la edad y los achaques del conde, condenando todos a varios de los que le rodeaban, en cuyos pechos parecía abrigarse bastardía alevosa.
Urgía sin embargo a los franceses ajustar la capitulación. Los soldados españoles, aun los del castillo, intentaban defenderse, y necesitó emplear tono muy firme el general enemigo y abreviar la llegada de sus tropas para huir de un contratiempo. Hizo en seguida también él mismo escribir aceleradamente un convenio quep. 120 se firmó sirviendo de mesa una cureña. No apresuró menos el que desfilase la guarnición con los honores correspondientes y entregase las armas, debiendo conforme a lo estipulado quedar prisionera de guerra. Ascendía todavía el número de soldados españoles a 3974 hombres: los demás habían perecido durante el sitio; de los franceses solo resultaron fuera de combate unos 500.
Embraveciose la opinión en Cataluña con la rendición de Tortosa,
y con lo descaminado y flojo de su defensa. Un consejo de guerra
condenó Sentencia contra
el gobernador
Alacha. en Tarragona al conde de Alacha a ser degollado, y el
24 de enero, ausente el reo, se ejecutó la sentencia en estatua. A la
vuelta a España en 1814 del rey Fernando, se abrió otra vez la causa,
dio el conde sus descargos, y le absolvió el nuevo tribunal, no la
fama.
En este ejemplo se nota cuánto daña al hombre público carecer de voluntad propia y firme. Alacha, en la retirada de Tudela, había recogido gloriosos laureles que ahora se marchitaron. Pero entonces escuchó la voz de oficiales expertos y honrados, y no tuvo en la actualidad igual dicha. Y si es cierto que los franceses en Tortosa dirigieron el sitio con vigor y maestría, y acertaron en atacar por el llano, lo que no habían hecho en Gerona, facilitoles para ello medios el descuido de Alacha, abandonando los trabajos emprendidos en las alturas inmediatas al fuerte de Orleans, y no pensando desde julio, en que empezó su mando, en plantear otros, a cuyo progreso no obstaba el semibloqueo del enemigo.
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No queriendo Suchet desaprovechar tan feliz coyuntura como le ofrecía la toma de Tortosa, previno al general Habert, adelantado ya a Perelló, que tantease conquistar el fuerte de San Felipe en el Coll de Balaguer, angostura entre un monte de la marina y una cordillera a la mano opuesta, pelada casi toda ella de plantas mayores, a la manera de tantas otras de España, pero odorífera con los muchos romerales y tomillares que llenan de fragancia el aire. Dicho castillo, construido en el siglo XVIII para ahuyentar a los forajidos que allí se guarecían, y a los piratas berberiscos que acechaban su presa ocultos en las inmediatas ensenadas, era importante para los franceses, interceptándoles y dominando aquella posición el camino de Tarragona a Tortosa. Habert rodeó el 8 de enero el fuerte de San Felipe, e intimó la rendición. El gobernador, capitán anciano, de nombre Serrá, en vez de mantenerse tieso se limitó a pedir 4 días de término para dar una respuesta definitiva. Negósele tal demanda, y desde luego comenzaron los franceses su ataque. Los españoles, sin gran resistencia, abandonaron los puestos exteriores. Volose en breve dentro del fuerte un almacén de pólvora, y fluctuando con la desgracia el ánimo de la tropa, ya no muy seguro por lo de Tortosa, escalaron los franceses la muralla, huyendo parte de la guarnición vía de Tarragona y salvándose la otra en un reducto, donde capituló, y cayeron prisioneros el gobernador, 13 oficiales y unos 100 soldados. Tanto cunde el miedo, tanto contagia.
Para asegurar Suchet aún más las ventajasp. 122 conseguidas y el embocadero del Ebro, fortificó el puerto de la Rápita y tomó otras disposiciones. Encargó a Musnier que con su división vigilase las comarcas de Tortosa, Albarracín, Teruel, Morella y Alcañiz; y dejó a Palombini y sus napolitanos en Mora y sobre el Ebro, en resguardo de la navegación del río, cuya izquierda ocupó el general Habert y su división para favorecer los movimientos que el mariscal Macdonald trataba de hacer contra Tarragona. Reservó consigo Suchet lo restante de su fuerza, y partió a Zaragoza a entender en arreglos interiores, y atajar de nuevo las excursiones de los guerrilleros y cuerpos francos que, con la lejanía de las principales tropas francesas, andaban más sueltos.
En tanto, acaecían en Tarragona, de resultas de la entrega de Tortosa, conmociones y desasosiegos. Los catalanes ya no veían por todas partes sino traidores. Desconfiaban del general en jefe Iranzo y de los demás, poniendo solo su esperanza en el marqués de Campoverde, quien gozaba de aura popular, ya por su buen porte como general de división, ya por los muchos amigos que tenía, y ya también por las fuerzas que habían ido de Granada, cuyo núcleo quedaba aún, y a las cuales pertenecía aquel caudillo. En la ciudad querían proclamarle por capitán general de la provincia, adhiriendo a ello los pueblos circunvecinos que, llevados de igual deseo, se agolparon un día de los primeros de enero al hostal de Serafina, inmediato a Tarragona.
Muchos pensaron que el marqués no ignorabap. 123 el origen de los alborotos, y que no los desaprobaba en el fondo, aunque, aparentando lo contrario, quería alejarse del principado. No sabemos si en secreto tomó parte, pero sí hubo allegados suyos y personas respetables que sostuvieron y fomentaron la idea del pueblo por amistad a Campoverde, y por creer que su nombramiento era el único medio de libertar a Cataluña de la anarquía y del entero sometimiento al enemigo. Por fin, y al cabo de idas y venidas, de peticiones y altercados, juntos todos los generales, hizo Iranzo dejación del mando, y no admitiéndole otros a quienes correspondía por antigüedad, recayó en Campoverde, el cual le aceptó interinamente bajo la condición de que se atendrían todos a lo que en último caso dispusiese el gobierno supremo de la nación.
Tranquilizó los ánimos este nombramiento, y evitó que el ejército se desbandase, frustrándose también de este modo los intentos del mariscal Macdonald que se había acercado a Tarragona con esperanzas de enseñorearla, cimentadas en el acobardamiento que se había apoderado de muchos, y en secretas correspondencias.
El 5 de enero había vuelto Macdonald a reunir al grueso de su ejército la división de Frère, cedida temporalmente a Suchet; y yendo por Reus, dio vista a los muros tarraconenses el 10 del mismo mes. La quietud, restablecida dentro, desconcertó los planes de los franceses, que no pudiendo detenerse largo tiempo en las cercanías por la escasez de víveres y el hostigamientop. 124 de los somatenes, Se retira. determinaron pasar a Lérida con propósito de prepararse en debida forma al sitio de Tarragona.
No realizó Macdonald su marcha reposadamente. Don Pedro Sarsfield, situado con una división en Santa Coloma de Queralt, recibió orden de Campoverde para caer sobre Valls, y cerrar el paso a la vanguardia enemiga, al propio tiempo que las tropas de Tarragona debían picar y aún embestir la retaguardia. Abría la marcha de los franceses la división italiana al mando del general Eugeni [diversa de los napolitanos de Palombini], y encontrose el 15 entre Valls y Plá con Sarsfield. Los españoles acometieron el pueblo de Figuerola, adonde se había dirigido el enemigo para atacar nuestra derecha, y le ocuparon, arrollando a los contrarios y acuchillándolos los regimientos de húsares de Granada y maestranza de Valencia que, a las órdenes de sus coroneles Don Ambrosio Foraster y Don Eugenio María Yebra, se señalaron en este día. El perseguimiento continuó hasta cerca de Valls; allí, reforzada la vanguardia enemiga, paráronse los nuestros, y se libertó la división italiana de un completo destrozo. Campoverde no tuvo por su parte tanta dicha como Sarsfield; pues si bien salió de Tarragona para incomodar la retaguardia francesa, tropezando con fuerzas superiores, no se empeñó en acción notable, y Macdonald, de noche y de prisa, atravesó los desfiladeros y se metió en Lérida. Costole el choque de Figuerola, glorioso para Sarsfield, 800 hombres. Murió de sus heridas el general Eugeni.
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Érale imposible al marqués de Campoverde tomar desde luego parte más activa en la campaña. Tenía que acudir al remedio de los males dimanados de la reciente pérdida de Tortosa y del Coll de Balaguer, no menos que a mejorar las defensas de Tarragona. Quizá requería también su presencia en esta plaza la necesidad de afirmar su mando caedizo en tales circunstancias. El fermento popular, aún vivo, servíale de instrumento. Sustentaba la agitación el saberse que había la regencia nombrado capitán general de Cataluña a Don Carlos O’Donnell, hermano del Don Enrique, habiendo motín o síntomas cada vez que se sonrugía la llegada. Campoverde no reprimía los bullicios bastantemente, escaseándole para ello la fortaleza, y siendo patrocinadores, según fama, personas que le eran adictas.
Encrespose la furia popular estando a la vista de Tarragona el navío América, en la persuasión de que venía a bordo el sucesor, mas se abonanzó aquella cuando se supo lo contrario. Renováronse, sin embargo, los alborotos el 17 de febrero, y a ruegos de la junta, de los gremios y de otras personas se posesionó Campoverde del mando en propiedad en lugar de proseguir ejerciéndolo como interino.
Para distraer el enojo del pueblo, apaciguar a este del todo, y ganar la opinión de la provincia entera, convocó Campoverde un congreso catalán, destinado principalmente a proporcionar medios bajo la aprobación de la superioridad. En rigor, no prohibía la ley tales reuniones extraordinarias, no habiendo todavía las cortesp. 126 adoptado para las juntas una nueva regla, conforme hicieron poco después.
Se instaló aquel congreso el 2 de marzo, y de él nacieron conflictos y disputas con la junta de la provincia, teniendo Campoverde que intervenir y hasta que atropellar a varias personas, si bien al gusto del partido popular. Modo impropio e ilícito de arraigar la autoridad suprema. Disuélvese luego. El congreso se disolvió a poco y nombró una junta que quedó encargada, como lo había estado la anterior, del gobierno económico del principado.
Nuevos sucesos militares, tristes unos, y otros momentáneamente favorables para los españoles, sobrevinieron luego en esta misma provincia. Interesaba a Napoleón no perder nada de lo mucho que habían últimamente ganado allí sus tropas, y cifrando toda confianza en Suchet, principal adquiridor de tales ventajas, resolvió encomendar al cuidado de este las empresas importantes que hacia aquella parte meditaba.
De vuelta Suchet a Zaragoza, y antes de recibir nuevas instrucciones y facultades, trató de destruir las partidas que habían renacido en Aragón, alentadas con la ausencia de parte de aquellas tropas, y con el malogro que ya se susurraba de la expedición de Massena en Portugal. Don Pedro Villacampa andaba en diciembre en el término de Ojos Negros, famoso por su mina de hierro y por sus salinas, en el partido de Daroca, de cuya ciudad, saliendo al encuentro del español el coronel Klicki, púsole en la necesidad de alejarse. Pero en enero el general de Valencia Bassecourt, queriendo divertir al enemigop. 127 que se presumía intentaba el sitio de Tarragona, dispuso que Villacampa y Don Juan Martín el Empecinado, dependientes ahora, por el nuevo arreglo de ejércitos, del 2.º o sea de Valencia, hiciesen diversas maniobras uniéndosele o moviéndose sobre Aragón. Barruntolo Suchet y envió de Zaragoza con una columna al general Paris, y orden a Abbé para que partiese de Teruel, debiendo ambos salir de los lindes aragoneses y extenderse al pueblo de Checa, provincia de Guadalajara, en donde se creía estuviese Villacampa. En su ruta encontrose Paris el 30 de enero con el Empecinado en la vega de Pradorredondo, y al día inmediato, contramarchando Villacampa que se había antes retirado, trabose en Checa acción, cooperando a ella el Empecinado, que combatió ya la víspera con el enemigo: el choque fue violento, hasta que los jefes españoles, cediendo al número, acabaron por retirarse.
Andando más tardo el general Abbé, no se juntó con Paris hasta el 4 de febrero, en cuyo día, combinando uno y otro sus movimientos, se dirigieron el último contra Villacampa, el primero contra el Empecinado, separados ya nuestros caudillos. No pudo Paris sorprender en la noche del 7 al 8, como esperaba, a Villacampa, y se limitó a destruir una armería establecida en Peralejos, replegándose el jefe español hacia la hoya del Infantado.
Fue Abbé hasta la provincia de Cuenca tras del Empecinado, que tiró a Sacedón, espantando el francés, al paso, en Moya, a la junta de Aragón y al general Carvajal, su presidente, quienp. 128 luego pasó a Cádiz, sin que se hubiese granjeado, mientras mandó en aquella provincia, las voluntades, ni adquirido militar nombre. Los generales Paris y Abbé, habiendo permanecido en Castilla algunos días, y no conseguido en su correría más que alejar del confín de Aragón al Empecinado y a Villacampa, tornaron a los antiguos puestos.
Otros combates sostuvieron también en aquel tiempo las tropas de Suchet contra partidas de jefes menos conocidos en ambas orillas del Ebro y otros puntos. El capitán español Benedicto sorprendió y destruyó en Azuara, cerca de Belchite, un grueso destacamento a las órdenes del oficial Milawski; y Don Francisco Espoz y Mina, apareciendo en los primeros días de abril en las Cinco Villas, atacó en Castiliscar a los gendarmes y cogió 150 de ellos, llegando tarde en su socorro el general Chlopicki.
Entre tanto, autorizó Napoleón a Suchet con las facultades que tenía pensado y más arriba indicamos. Fecha la resolución en 10 de marzo, encargábase por ella a dicho general el sitio de Tarragona, y se le daba el mando de la Cataluña meridional, agregándosele además la fuerza activa del cuerpo que regía Macdonald, desaire muy sensible para este, revestido con la elevada dignidad de mariscal de Francia que todavía no condecoraba a Suchet.
Inmediatamente, y para tratar de poner en ejecución las órdenes del emperador, se avistaron en Lérida ambos jefes. Quedábale de consiguiente solo a Macdonald la incumbencia de conservar a Barcelona y la parte septentrionalp. 129 de Cataluña, así como la de apoderarse de las plazas y puntos fuertes de la Seu de Urgel, Berga, Monserrat y Cardona.
Retirado aquel mariscal a Lérida después del reencuentro de Figuerola, había disfrutado poco sosiego, no abatiendo a los intrépidos catalanes reveses ni desgracias. Obligábanle los somatenes a no dejar salir lejos de la plaza cuerpos sueltos, y Sarsfield, apostado en Cervera, le impedía excursiones más considerables.
De acuerdo ahora en sus vistas Suchet y Macdonald, pasaron sin
dilación a cumplir ambos la voluntad de su amo. Encargose el primero de
la nueva fuerza activa que se agregaba a su ejército y constaba de unos
17.000 hombres, como también del mando de la parte que se desmembraba
al general de Cataluña. Pasa Macdonald
a
Barcelona. Partió Macdonald de Lérida el 26 de marzo camino
de Barcelona, en cuya ciudad debía principalmente morar en adelante
para dirigir de cerca las operaciones y el gobierno del país que aún
quedaba bajo su inmediata dirección. Mas para realizar el viaje de un
modo resguardado, ya que no del todo seguro, facilitole Suchet 9000
infantes y 700 caballos a las órdenes del general Harispe, los cuales,
a lo menos en su mayor número, pertenecían ahora al cuerpo de Aragón, y
tenían que reunírsele, desempeñado que hubieran la comisión de escoltar
a Macdonald.
Tomó este mariscal su rumbo vía de Manresa y acampó el 30 de marzo con su gente en los alrededores de la ciudad. Seguía el rastro Don Pedro Sarsfield, con quien se juntó el barón de Eroles en Casamasana, acompañado de partep. 130 de las tropas que se apostaban en los márgenes del Llobregat: ya unidos, marcharon ambos jefes en la noche del mismo 30, y llegaron al hostal de Calvet, a una legua de Manresa. La junta de esta ciudad había convocado a somatén, y los vecinos, acordándose de anteriores saqueos de los franceses, habían casi todos abandonado sus hogares. A la vista de ellos todavía estaban, cuando descubrieron las llamas que salían por todos los ángulos del pueblo.
Habíale puesto fuego el enemigo incomodado por el somatén, o más bien deseoso del pillaje que disculpaba la ausencia de los vecinos. Macdonald, situado en las alturas de la Agulla a un cuarto de legua, presenció el desastre y dejó que ardiese la rica y antes fortunada Manresa sin poner remedio. 700 a 800 casas redujéronse a pavesas o poco menos, incluso el edificio de las huérfanas, varios templos, dos fábricas de hilados de algodón, e infinitos talleres de galonería, velería y otros artefactos. Tampoco respetó el enemigo los hospitales, llevando el furor hasta arrancar de las camas a muchos enfermos y arrastrarlos al campamento. Solo se salvaron algunos en virtud de las sentidas plegarias que hizo el médico Don José Soler al general Salme, comandante de una de las brigadas de Harispe, recordándole el convenio estipulado entre los generales Saint-Cyr y Reding, convenio muy humano, y por el que los enfermos y heridos de ambos ejércitos debían mutuamente ser respetados y remitidos, después de la cura, a sus respectivos cuerpos. Los nuestros habían cumplido en todas ocasiones tan puntualmente con lo pactadop. 131 que el general Suchet no puede menos de atestiguarlo en sus memorias,[*] (* Ap. n. 15-1.) diciendo: «Vimos en Valls muchos militares franceses e italianos heridos, y nos convencimos de la fidelidad con que los españoles ejecutaban el convenio.»
Véase, sin embargo, como eran remunerados. Los manresanos clamaron por venganza, y pidieron a Sarsfield y a Eroles que atacasen y destruyesen sin misericordia a los transgresores de toda ley, a hombres desproveídos de toda humanidad. Cerraron los nuestros contra la retaguardia enemiga, en donde iban los napolitanos bajo Palombini. Desordenados estos, rehiciéronse, mas Eroles cargando de firme los arrolló y vengó algún tanto los ultrajes de Manresa. Distinguiose aquí el después malaventurado D. José María Torrijos, entonces coronel y libre ya de las manos de los franceses, entre las que, según dijimos, había caído prisionero meses atrás.
Macdonald, con tropiezos y molestado siempre, prosiguió su ruta, padeciendo de nuevo bastante en un ataque que le dio, en el Coll de David, Don Manuel Fernández Villamil, comandante de Monserrat. A duras penas metiose en Barcelona el mariscal francés con 600 heridos, y una pérdida en todo de más de 1000 hombres. Harispe el 5 de abril volvió a Lérida yendo por Villafranca y Montblanch, no dejándole tampoco de inquietar por aquel lado Don José Manso, que de humilde estado ilustrábase ahora por sus hechos militares.
No solo a los manresanos, mas a toda Cataluña enfureció el proceder
de los franceses enp. 132
aquella marcha, y sobre todo la quema de una ciudad que en semejante
ocasión no les había ofendido en nada. Encrueleciose de resultas la
guerra, tuvo crecimientos la saña. Proclama
de Campoverde. El marqués de Campoverde expidió una circular
en que decía: «La conducta de los soldados franceses se halla muy
en contradicción con el trato que han recibido y reciben de los
nuestros... y la del mariscal Macdonald no se ajusta en nada con las
circunstancias de su carácter de mariscal, de duque, ni de general
que ha hecho la guerra a naciones cultas, que conoce el derecho de
gentes, los sentimientos de la humanidad. No ha limitado su atrocidad
este general a reducir a cenizas una ciudad inerme y que ninguna
resistencia le ha opuesto, sino que, pasando de bárbaro a perjuro, no
ha respetado el asilo de nuestros militares enfermos, transgrediendo la
inviolabilidad del contrato formado desde el principio de la guerra.»
Y después concluía Campoverde: «Doy... orden... a las divisiones y
partidas de gente armada... mandándoles que no den cuartel a ningún
individuo, de cualquiera clase que sea, del ejército francés que
aprehendan dentro o a la inmediación de un pueblo que haya sufrido
el saqueo, el incendio o asesinato de sus vecinos... y adoptaré y
estableceré por sistema en mi ejército el justo derecho de represalia
en toda su extensión.» Las obras siguieron a las palabras, y a veces
con demasiado furor.
Antes desde Tarragona había dispuesto Campoverde realizar algunos movimientos. Tal fue el que en 3 de marzo mandó ejecutar a D. Juanp. 133 Courten con intento de recobrar el castillo del Coll de Balaguer, lo cual no se consiguió, aunque sí el rechazar al enemigo de Cambrils hasta la Ampolla, con pérdida de más de 400 hombres. De mayor consecuencia hubiera sido a tener buen éxito otra empresa que el mismo general dirigió en persona, y cuyo objeto era la toma de Barcelona o a lo menos la de Monjuich. Intentose el 19 de marzo, y con antelación, por tanto, a la entrada de Macdonald en aquella plaza.
La comunicación de nuestros generales con lo interior del recinto era frecuente, facilitándola la línea que casi siempre ocupaban los españoles en el Llobregat, y la imposibilidad en que el enemigo estaba de tener ni siquiera un puesto avanzado sin exponerle a incesante tiroteo y pelea.
Particular y larga correspondencia se siguió para apoderarse por sorpresa de Barcelona, y creyendo Campoverde que estaba ya sazonado el proyecto, se acercó a la plaza con lo principal de su fuerza, dividida entonces en tres divisiones, al mando de los jefes Courten, Eroles y Sarsfield. La vanguardia, en la noche del 19, llegó hasta el glacis de Monjuich, y hubo soldados que saltaron dentro del camino cubierto y bajaron al foso. Desgraciadamente, el gobernador de Barcelona, Maurice Mathieu, vigilante y activo, había tenido soplo de lo que andaba, y en vela, impidió el logro de la empresa. Los franceses castigaron a varios habitantes como a cómplices, arcabuceando en el glacis de la plaza el 10 de abril al comisario de guerra Don Miguel Alcina. Enp. 134 cuanto a Campoverde, tornó a Tarragona sin haber padecido pérdida, y antes bien Eroles escarmentó a los que quisieron incomodarle, obligándolos a encerrarse dentro de la plaza.
Más feliz fue la tentativa de la misma clase ideada y llevada a cima contra el castillo de San Fernando de Figueras. Por aquella comarca, como en todo el Ampurdán y los lugares que le circundan, Fábregas, Llovera, Miláns a veces, Clarós, otros varios, y sobre todo Rovira, traían siempre a mal traer al enemigo e inquietaban la frontera misma de Francia. En medio del estruendo de las armas, un capitán llamado D. José Casas mantuvo inteligencia por el conducto de un estudiante, Juan Floreta, con Juan Marqués, criado de Bouclier, guarda del almacén de víveres del mencionado castillo o fortaleza, y principal autor de aquella idea. Entraron otros en el proyecto, entre ellos y como primeros confidentes Pedro y Ginés Pou o Pons, cuñados de Marqués. Todos se avistaron y arreglaron en varios coloquios el modo de abrir a los nuestros a favor de llave falsa, que de la poterna adquirieron por molde vaciado en cera, la entrada de punto tan importante, cuya guarda descuidaba el gobernador francés Guillot, confiado en lo inexpugnable del castillo y en la falta de recursos que tenían los españoles para atacarle. Convenidos pues el Casas y sus confidentes, enteraron de todo a Don Francisco Rovira, y este a Campoverde, mereciendo el plan la aprobación de ambos.
Inmediatamente ordenó el último a D. Juan Antonio Martínez, que reclutaba gente y la organizaba en el cantón de Olot, que se encargase,p. 135 de acuerdo con Rovira, de la sorpresa proyectada, disponiendo, al propio tiempo, que el barón de Eroles se acercase al Ampurdán para apoyar la tentativa. El 6 de abril, sábado de Ramos, Martínez y Rovira salieron de Esquirol, cerca de Olot, con 500 hombres y pasaron a Ridaura. Aquí se les incorporaron otros 500, y el 7 llegaron todos a Oix, fingiendo que iban a penetrar en Francia. Prosiguieron el 8 su camino, y por Sardenas se enderezaron a Llerona, en donde permanecieron hasta el mediodía del 9. Lo próximos que estaban a la frontera la alborotó, y alucinó a los franceses en la creencia de que iban a invadirla. Diluviando y a aquella hora partieron los nuestros, y torciendo la ruta fueron a Vilarig, pueblo distante tres leguas de Figueras, y situado en una altura, término entre el Ampurdán y el país montañoso. Ocultos en un bosque aguardaron la noche, y entonces Rovira a fuer de catalán habló a los suyos y noticioles el objeto de la marcha, dándoles en ello suma satisfacción.
A la una de la mañana del 10, se distribuyeron en trozos y pusiéronse en movimiento. Casas, como más práctico, iba el primero. Dentro del castillo había 600 franceses de guarnición, en la villa de Figueras se contaban 700. Subió Casas con su tropa por la explanada frente del hornabeque de San Zenón, metiose por el camino cubierto y descendió al foso: sus soldados llevaban cubiertas las armas para que no relumbrasen si acaso había alguna luz, y se adelantaron muy agachados. Llegado que hubieron al foso, franquearon la entrada de la poterna con lap. 136 llave fabricada de antemano, y embocáronse todos sin ser sentidos en los almacenes subterráneos, de donde pasaron a desarmar la guardia de la puerta principal. Siguieron al de Casas los otros trozos, y se desparramaron por la muralla, apoderándose de todos los puntos principales. Dresaire sorprendió el cuartel principal, Bon el de artillería, y Don Esteban Llovera cogió al gobernador en su mismo aposento. Apenas encontraron resistencia, y todo estaba concluido en menos de una hora, rindiéndose prisionera la guarnición.
Martínez y Rovira, que se habían mantenido en respeto fuera en
los arcos, o sea acueducto, se metieron también dentro, y con los
que llegaron en breve compusieron unos 2600 hombres para guardar
el castillo. Los franceses de la villa nada supieron hasta por la
mañana, y no pudiendo remediar el mal, quedoles solo el duelo. De
Martorell había el 9 partido Eroles para apoyar la sorpresa. Ocupa a Olot
y Castelfullit. Diose el jefe
español en su marcha tan buena diligencia que el 12 se posesionó de los
fuertes que ocupaban los franceses en Olot y Castelfullit; les cogió
548 prisioneros, y reforzado, se dirigió en seguida a Lladó y penetró
el 16 en Figueras, aniquilando al paso en la sierra de Puigventós un
regimiento enemigo.
Con la toma repentina de aquel castillo estremeciose Cataluña de alborozo y júbilo, figurándose que despuntaba ya la aurora de su libertad. Crítica por cierto era la situación de los franceses; Rosas mal provisto, Gerona y Hostalrich rodeados de bandas y somatenes, notable la deserción y no poco el espanto del soldadop. 137 enemigo con la venganza del catalán, casi bravío después de la quema de Manresa.
Regía aquellas partes como antes el general francés Baraguey d’Hilliers, y no sobrándole gente en tal aprieto, abandonó varios puestos y algunos de consideración, así en lo interior como en la costa, señaladamente Palamós y Bañolas; llamó a sí al general Quesnel, próximo a sitiar la Seu de Urgel, y reconcentrando cuanto pudo sus fuerzas, apellidó a guerra hasta la guardia nacional francesa de la frontera, que esquivó entrar en España.
Grandes ventajas hubiera Campoverde podido sacar del entusiasmo de los nuestros, y del azoramiento y momentáneo apuro de los contrarios. Llegó la noticia de lo de Figueras a Macdonald, y conmoviole tanto que escribió a Suchet en 16 de abril desde Barcelona: «Que el servicio del emperador imperiosamente y sin dilación exigía los más prontos socorros, pues de otro modo estaba perdida la Cataluña superior... y que le enviase todas las tropas pertenecientes poco antes al 7.º cuerpo francés, y que acababan de agregarse al de Aragón.»
Fuese descuido en Campoverde o carencia de recursos, no se aprovechó cual pudiera de acontecimiento tan feliz, obrando con lentitud. Supo el 12 de abril la toma de Figueras y no partió de Tarragona hasta el 20. Con mayor celeridad, probable era que hubiese impedido a Baraguey d’Hilliers la reconcentración de parte de sus fuerzas, dado impulso y mejor arreglo al levantamiento de los pueblos, y obligado a Suchet a venir hacia allí y diferir el sitio de Tarragona.
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Campoverde llegó el 27 a Vic. Le acompañaban 800 caballos y 2000 infantes que sacó de aquella plaza con 3000 hombres de la división de Sarsfield. Más de 4000 hombres de tropa reglada y somatenes guarnecían ya a Figueras, falta todavía de artilleros y de ciertos renglones de primera necesidad. Estaba circunvalada la plaza por 9000 bayonetas y 600 caballos enemigos, número que competía con el de los españoles y era superior en disciplina, si bien con la desventaja de dilatarse por un amplio espacio en rededor de la fortaleza, cortado el terreno al oeste con quebradas y estribos de montes.
En la noche del 2 al 3 de mayo se aproximó Campoverde, y al amanecer del 3 atacó por el camino real para meter el socorro dentro de Figueras. Sarsfield iba a la cabeza y rodeó la villa situada al pie de la altura en donde se levanta la fortaleza, rechazando a los jinetes enemigos que quisieron oponérsele. Al mismo tiempo Rovira, que anteriormente había salido del castillo, unido con otro jefe de nombre Amat, y mandando juntos unos 2000 hombres, llamaban la atención del enemigo por Lladó y Llers. Eroles, todavía dentro, trataba por su parte de ponerse en comunicación con Sarsfield haciendo pronta salida, y ya se miraba como asegurada la entrada del socorro sin pérdida ni descalabro alguno. Mas de repente los enemigos, que estaban muy apurados en la villa, se dirigieron al coronel de Alcántara Pierrard, emigrado francés, que desembocaba del castillo para ejecutar de aquel lado, y conforme a las órdenes de Eroles, la operación concertada, y le propusieronp. 139 capitular. Engañado el coronel, anunció la propuesta a Campoverde que también cayó en el lazo, y suspendiendo este el ataque autorizó a dicho Pierrard para que concluyese el convenio pedido.
No era la demanda del enemigo sino un ardid de guerra. Cierto ahora del punto por donde se le acometía, quería dar largas para traer de la otra parte un refuerzo, como lo hizo, y seis cañones. El fuego de estos desengañó a Campoverde, atacando Sarsfield inmediatamente la villa de Figueras, lo mismo Eroles viniendo del castillo. Ya se hallaba el primero en las calles cuando le flanquearon por la derecha 4000 hombres que salieron de un olivar. Tuvo entonces que retirarse, y a dos de seis batallones dispersáronlos los dragones franceses. Campoverde, sin embargo, consiguió meter dentro de la fortaleza 1500 hombres escogidos y algunos renglones, pero no todo lo que deseaba, y a costa de perder varios efectos y 1100 hombres entre muertos, heridos y prisioneros. Con menos confianza y más decisión hubiera evitado tal menoscabo, y conseguido la completa introducción del socorro. A los franceses, que perdieron 700 hombres, les era quizá permitida, según leyes de la guerra, la treta que imaginaron: tocaba a Campoverde vivir sobre aviso.
La escuadra inglesa y algunos buques españoles recorrieron al propio tiempo la costa; tomaron y destruyeron barcos, arruinaron muchas baterías de la marina, malográndoseles una tentativa contra Rosas que se lisonjearon de tomar por sorpresa.
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Faltaba ahora ver como Suchet obraría después de la pérdida tan grande para ellos de Figueras, y si arreglaría su plan a los deseos arriba indicados de Macdonald, o si se conformaría con las primeras órdenes del emperador que no previendo el caso había determinado se sitiase a Tarragona. Dudoso estuvo Suchet al principio; hasta que pesadas las razones por ambos lados, resolvió no apartarse de lo que de París se le tenía prevenido. Pensaba que Figueras acordonado se rendiría al fin, y que urgía e importaba sobremanera posesionarse de Tarragona, punto marítimo y base principal de las operaciones de los españoles en Cataluña. Las resultas probaron no era falso el cálculo, y menos descaminado: bien que para el acierto entró en cuenta el propio interés. En recuperar a Figueras ganaba solo Macdonald: acrecíase la gloria de Suchet con la toma de Tarragona. Así el primero tuvo que limitarse a sus únicas y escatimadas fuerzas para acudir a recobrar lo perdido, y el segundo se ocupó exclusivamente en adquirir, sin participación de otro, nuevos triunfos y preeminencias.
Antes de saber la sorpresa de Figueras, y luego que recibió la orden de Napoleón, preparose Suchet para el sitio de Tarragona, cuidando de dejar en Aragón y en las avenidas principales, tropa que en el intermedio mantuviese tranquilo aquel reino. Más de 40.000 combatientes juntaba Suchet con los 17.000 que se le agregaron de Macdonald. Tres batallones, un cuerpo de dragones y la gendarmería ocupaban la izquierda del Ebro; a Jaca yp. 141 Benasque guardábanlos 1500 infantes, y había puntos fortificados que asegurasen las comunicaciones con Francia. El general Compère mandaba en Zaragoza, puesta en estado de defensa y guarnecida por cerca de 2000 infantes y dos escuadrones, extendiéndose la jurisdicción de este general a Borja, Tarazona y Calatayud, en cuya postrera ciudad fortificaron los enemigos y abastecieron el convento de la Merced, resguardados por dos batallones que gobernaba el general Ferrier. Cubría a Daroca y parte del señorío de Molina, fortalecido su castillo, el general Paris, teniendo a sus órdenes 4 batallones, 300 húsares y alguna artillería. En Teruel se alojaba el general Abbé con más de 3000 infantes, 300 coraceros y dos piezas; y se colocaron en los castillos de Morella y Alcañiz, 1400 hombres, así como 1200 de los polacos en Batea, Caspe y Mequinenza, favoreciendo estos últimos los transportes del Ebro. Excusamos repetir lo ya dicho arriba de las tropas dejadas en Tortosa y su comarca hasta la Rápita, embocadero de aquel río. Quedó además Chlopicki con 4 batallones y 200 húsares en el confín de Navarra, infundiendo siempre gran recelo al enemigo las excursiones de Espoz y Mina. Detenémonos a dar esta razón circunstanciada de las medidas preventivas que tomó Suchet, para que de ella se colija cuál era el estado de Aragón al cabo de tres años de guerra; de Aragón, de cuya quietud y sosiego blasonaba el francés. No hubiera sido extraño que hubiesen permanecido inmobles aquellos habitadores relazados así con castillos y puestos fortificados.p. 142 Sin embargo, a cada paso daban señales de no estar apagada en sus pechos la llama sagrada que tan pura y brillante había por dos veces relumbrado en la inmortal Zaragoza.
En fin, Suchet, tomadas estas y otras precauciones, y aseguradas las espaldas del lado de Aragón y Lérida, adelantose el 2 de mayo a formalizar el sitio de que estaba encargado, almacenando en Reus provisiones de boca y guerra en abundancia, y acompañado de unos 20.000 hombres.
Forma Tarragona en su conjunto un paralelogramo rectángulo, situada la ciudad principal en un collado alto, cuyas raíces por oriente y mediodía baña el Mediterráneo. A poniente y en lo bajo está el arrabal, adonde lleva una cuesta nada agria, corriendo por allí el río Francolí, que fenece en la mar y se cruza por una puente de seis ojos sobrado angosta. Cabecera de la España citerior y célebre colonia romana, conserva aún Tarragona muchas antigüedades y reliquias de su pasada grandeza. No la pueblan sino 11.000 habitantes. La circuye un muro del tiempo ya de los romanos, cuyo lado occidental, destruido en la guerra de sucesión, se reemplazó después con un terraplén de 8 a 10 pies de ancho y cuatro baluartes, que se llaman, empezando a contar por el mar, de Cervantes, Jesús, San Juan y San Pablo. Por esta parte, que es la de más fácil acceso, y para cercar el arrabal, habíase construido otra línea de fortificaciones que partía del último de los cuatro citados baluartes, y se terminaba en las inmediaciones del fuerte de Francolí, sito alp. 143 desaguadero de este río: varios otros baluartes cubrían dicha línea, y dos lunetas, de las que una nombrada del Príncipe, como también la batería de San José y dos cortaduras, amparaban la marina y la comunicación con el ya mencionado castillo de Francolí. En lo interior de este segundo recinto y detrás del baluarte de Orleans, colocado en el ángulo hacia la campiña, se hallaba el fuerte Real, cuadro abaluartado. Había otras obras en los demás puntos, si bien por aquí defienden principalmente la ciudad las escarpaduras de su propio asiento. Eran también de notar el fuerte de Lorito o Loreto, y en especial el del Olivo al norte, distante 400 toesas de la plaza sobre una eminencia. Tenía el último hechura de un hornabeque irregular con fosos por su frente y camino cubierto, aunque no acabado; en la parte interna y superior había un reducto con un caballero en medio y dos puertas o rastrillos del lado de la gola, la cual, escasa de defensas, protegían la aspereza del terreno y los fuegos de la plaza.
Necesitaba Tarragona, para ser bien defendida, que la guarneciesen 14.000 hombres, y solo tenía al principio del sitio 6000 infantes y 1200 milicianos, en cuyo tiempo la gobernaba Don Juan Caro, sucediendo a este, en fines de mayo, Don Juan Senén de Contreras. Era comandante general de ingenieros Don Carlos Cabrer, y de artillería Don Cayetano Saqueti.
Trataron los enemigos el 4 de mayo de embestir del todo la plaza. El general Harispe, acompañado del de ingenieros Rogniat, pasó el Francolí y caminó hacia el Olivo. Ofreciéronlep. 144 los puestos españoles gran resistencia, y perdió la brigada del general Salme cerca de 200 hombres. Al mismo tiempo la de Palombini, que con la otra componía la división de Harispe, se prolongó por la izquierda y se apoderó del Lorito y del reducto vecino llamado del Ermitaño, abandonados ambos antes por los españoles como embarazosos. Colocó Harispe, además, tropas de respeto en el camino de Barcelona, próximo a la costa. Del lado opuesto y a la derecha de este general, se colocó Frère y su división, y en seguida Habert con la suya, frontero al puente del Francolí y apoyado en la mar, completándose así el acordonamiento.
El 5 hicieron los españoles cuatro salidas en que incomodaron al enemigo, y empezó la escuadra inglesa a tomar parte en la defensa. Constaba aquella de tres navíos y dos fragatas, a las órdenes del comodoro Codrington, que montaba el Blake, de 74 cañones.
Precaviéronse los franceses como para sitio largo, y en Reus, su principal almacenamiento, atrincheraron varios puestos y fortalecieron algunos conventos y grandes edificios, temerosos de los miqueletes y somatenes que no cesaban de amagarlos e incomodar sus convoyes.
Así fue que, el 6 de mayo, un cuerpo de aquellos acometió a Montblanch, punto tan importante para la comunicación entre Tarragona y Lérida, e intentó prender fuego al convento de la Virgen de la Sierra, que guardaba un destacamento francés. Emplearon los miqueletes al efecto, aunque sin fruto, la estratagema de cubrirse con unas tablas acolchadas para poderp. 145 arrimarse a las puertas, imitando en ello el testudo de los antiguos. Los franceses de resultas reforzaron aquel punto.
Continuando los enemigos sus preparativos de ataque contra Tarragona, cortaron el acueducto moderno que surtía de agua a la ciudad, y que empezó a restablecer en 1782, aprovechándose de los restos del famoso y antiguo de los romanos, el digno arzobispo Don Joaquín de Santiyán y Valdivieso. No causó a Tarragona aquel corte privación notable, provista de aljibes y de un profundísimo pozo de agua no muy buena, pero potable y manantial. Más dañó al francés: los somatenes, sabiendo lo acaecido, hicieron cortaduras más arriba, y como aquellas aguas, necesarias por el abasto del sitiador, venían de Pont de Armentera junto al monasterio de Santas Cruces seis leguas distante, tuvo Suchet que emplear tropas para reparar el estrago, y vigilar de continuo el terreno.
Decidieron los franceses acometer a Tarragona por el Francolí, del lado del arrabal, ofreciéndoles los otros frentes mayores obstáculos naturales. Requeríase, sin embargo, en el que escogieron, comenzar por despejar la costa de las fuerzas de mar, con cuya mira trazaron allí el 8 y al cabo remataron, a pesar del fuego vivo de la escuadra inglesa, un reducto, sostenido después por nuevas baterías construidas cerca del embocadero del Francolí.
En lo interior de la plaza reinaba ánimo ensalzado, que se afirmó con la llegada el 10 del marqués de Campoverde, quien, noticioso de los intentos del enemigo, se había dado priesa ap. 146 correr en auxilio de Tarragona. Vino por mar, procedente de Mataró, con 2000 hombres, habiendo dejado fuera la tropa restante bajo Don Pedro Sarsfield, con orden de incomodar a Suchet en sus comunicaciones.
Tenía el enemigo para asegurar su ataque contra el recinto que tomar primero el fuerte del Olivo, empresa no fácil. Le incomodaban mucho de este lado las incesantes acometidas de los españoles; por lo que, para reprimirlas y adelantar en el cerco, embistió en la noche del 13 al 14 unos parapetos avanzados que amparaban dicho fuerte. Los defendió largo tiempo Don Tadeo Aldea, y solo se replegó oprimido del número. En el Olivo, muy animosos los que le custodiaban, respondieron a cañonazos a la proposición que de rendirse les hizo el francés; y pensando Aldea en recobrar los parapetos perdidos, avanzó de nuevo y poco después en tres columnas. Los contrarios, que conocían la importancia de aquellas obras, habíanlas sin dilación acomodado en provecho suyo, y en términos de frustrar cualquiera tentativa. Acometieron sin embargo los nuestros con el mayor arrojo, y hubo oficiales que perecieron plantando sus banderas dentro de los mismos parapetos.
Por de fuera molestaban los somatenes el campo enemigo, y también se verificó el 14 un reconocimiento orilla de la mar, a las órdenes de Don José San Juan, protegido por la escuadra. Se encerraron los franceses en el reducto que habían construido, y apresurose a auxiliarlos el general Habert.
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El mismo Don José San Juan destruyó el 18 parte de las obras que construía el sitiador a la derecha del Francolí, poniéndole en vergonzosa fuga y causándole una pérdida de más de 200 hombres. Señalose este día una mujer de la plebe conocida bajo el nombre de la Calesera de la Rambla. Multiplicáronse las salidas con más o menos fruto, pero con daño siempre del sitiador.
No descuidó Don Pedro Sarsfield desempeñar el encargo que se le había encomendado de llamar a sí y atraer lejos de la plaza al enemigo. El 20 se colocó en Alcover, y tuvieron los franceses que acudir con bastante fuerza para alejarle, costándoles gente su propósito. Tres días después, incansable Sarsfield se enderezó a Montblanch y puso en aprieto al jefe de batallón Année, que allí mandaba; y si bien se libró este, socorrido a tiempo, viose Suchet en la necesidad de abandonar aquel punto, a cada paso acometido.
Ahora fijose el francés en tomar el fuerte del Olivo, y con tal intento abrió la trinchera a la izquierda de los parapetos que poco antes había ganado, dirigiéndose a un terromontero distante 60 toesas de aquel castillo. Adelantó en su trabajo dificultosamente por encontrar con peña viva. Al fin terminó el 27 cuatro baterías, que no pudo armar hasta el 28, teniendo los soldados que tirar de los cañones a causa de lo escabroso de la subida. Cada paso costaba al sitiador mucha sangre; y en aquella mañana la guarnición del fuerte, haciendo una salida de las más esforzadas, atropelló a sus contrariosp. 148 y los desbarató. Para infundir aliento en los que cejaban, tuvo el general francés Salme que ponerse a la cabeza, y víctima de su valerosa arrogancia, al decir adelante, cayó muerto de un metrallazo en la sien.
Vueltos en sí los franceses a favor de auxilios que recibieron, comenzaron el fuego contra el Olivo el mismo día 28. Aniquilábalos la metralla española hasta que se disminuyó su estrago con el desmontar de algunas piezas, y la destrucción de los parapetos. En el ángulo de la derecha del fuerte aportillaron los enemigos brecha sin que por eso arriesgasen ir al asalto. Los contenía la impetuosidad y el coraje que desplegaba la guarnición.
A lo último, desencabalgadas el 29 todas las piezas y arruinadas nuestras baterías, determinaron los sitiadores apoderarse del fuerte, amagando al mismo tiempo los demás puntos. La plaza y las obras exteriores respondieron con tremendo cañoneo al del campo contrario, apareciendo el asiento en que a manera de anfiteatro descansa Tarragona como inflamado con las bombas y granadas, con las balas y los frascos de fuego. Tampoco la escuadra se mantuvo ociosa, y arrojando cohetes y mortíferas luminarias, añadió horrores y grandeza al nocturnal estrepitoso combate.
Precedido el enemigo de tiradores, acorrió por la noche al asalto distribuido en dos columnas: una destinada a la brecha, otra a rodear el fuerte y a entrarle por la gola.
Tuvo en un principio la primera mala ventura. No estaba todavía la brecha muy practicable,p. 149 y resultando cortas las escalas que se aplicaron, necesario fue para alcanzar a lo alto que trepasen los soldados enemigos por encima de los hombros de un camarada suyo que atrevidamente y de voluntad se ofreció a tan peligroso servicio.
Burláronse los españoles de la invención, y repeliendo a unos, matando a otros y rompiendo las escalas, escarmentaron tamaña osadía. En aquel apuro favorecieron al francés dos incidentes. Fue uno haber descubierto de antemano el italiano Vacani, ingeniero y autor diligente de estas campañas, que por los caños del acueducto que antes surtían de agua al fuerte y conservaron malamente los españoles, era fácil encaramarse y penetrar dentro. Ejecutáronlo así los enemigos, y se extendieron lo largo de la muralla antes que los nuestros pudiesen caer en ello.
No aprovechó menos a los contrarios el otro incidente, aún más casual. Mudábase cada ocho días la guarnición del Olivo; y pasando aquella noche el regimiento de Almería a relevar al de Iliberia, tropezó con la columna francesa que se dirigía a embestir la gola. Sobresaltados los nuestros y aturdidos del impensado encuentro, pudieron varios soldados enemigos meterse en el fuerte revueltos con los españoles; y favorecidos de semejante acaso, de la confusión y tinieblas de la noche, rompieron luego a hachazos junto con los de afuera una de las dos puertas arriba mencionadas, y unidos unos y otros, dentro ya todos, apretaron de cerca a los españoles y los dejaron, por decirlo así, sinp. 150 respiro, mayormente acudiendo a la propia sazón los que habían subido por el acueducto, y estrechaban por su parte y acorralaban a los sitiados. Sin embargo, estos se sostuvieron con firmeza, en especial a la izquierda del fuerte y en el caballero, y vendieron cara la victoria disputando a palmos el terreno y lidiando como leones, según la expresión del mismo Suchet.[*] (* Ap. n. 15-2.) Cedieron solo a la sorpresa y a la muchedumbre, llegando de golpe con gente el general Harispe, el cual estuvo a pique de ser aplastado por una bomba que cayó casi a sus pies. Perecieron de los franceses 500, entre ellos muchos oficiales distinguidos. Perdimos nosotros 1100 hombres: los demás se descolgaron por el muro y entraron en Tarragona. Rindiose Don José María Gámez, gobernador del fuerte; pero traspasado de diez heridas, como soldado de pecho. Infiérase de aquí cuál hubiera sido la resistencia sin el descuido de los caños, y el fatal encuentro del relevo. Ciega iracundia, no valor verdadero, guiaba en la lucha a los militares de ambos bandos. Dícese que el enemigo escribió en el muro con sangre española: «vengada queda la muerte del general Salme», inscripción de atroz tinta, no disculpable ni con el ardor que aún vibra tras sañuda pelea.
En la misma noche providenciaron los franceses lo necesario a la seguridad de su conquista, y por tanto inútil fue la tentativa que para recobrarle practicó al día siguiente Don Edmundo O’Ronani en cuya empresa se señaló de un modo honroso el sargento Domingo López.
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Mucho desalentó la pérdida del Olivo, sin que bastasen a dar consuelo 1600 infantes y 100 artilleros poco antes llegados de Valencia, y unos 400 hombres que por entonces vinieron también de Mallorca. Habíase pregonado como inexpugnable aquel fuerte, y su toma por el enemigo frustró esperanzas sobrado halagüeñas.
Juntó en su apuro el marqués de Campoverde un consejo de guerra, en cuyo seno se decidió que dicho general saliese de Tarragona, como lo verificó el 31 de mayo. Antes de su partida encargó la plaza a Don Juan Senén de Contreras, enviando en comisión a Valencia en busca de auxilios a Don Juan Caro. Contreras acababa de llegar de Cádiz, y siendo el general más antiguo no pudo eximirse de carga tan pesada. Parécenos injusto que, perdido el Olivo y a mitad del sitio, se impusiese a un nuevo jefe responsabilidad que más bien tocaba al que desde un principio había gobernado la plaza. Hasta el mismo Caro debiera en ello haberse mirado como ofendido. No obstante nadie se opuso, y todos se mostraron conformes. Incumbió a Don Pedro Sarsfield la defensa del arrabal de Tarragona y de su marina, encargándose el barón de Eroles, que había salido de Figueras, de la dirección de las tropas que antes capitaneaba aquel del lado de Montblanch. Campoverde, fuera ya de la plaza, situó en Igualada sus reales el 3 de junio. Salieron también de la ciudad muchos de los habitantes principales huyendo de las bombas y de las angustias del sitio. Habíalo antes verificado la junta y trasladádose a Monserrat, pues, como autoridad de todo el principado, justop. 152 era quedase expedita para atender a los demás lugares.
Dueños los franceses del Olivo, empezaron su ataque contra el cuerpo de la plaza, abrazando el frente del recinto que cubría el arrabal, y se terminaba de un lado por el fuerte de Francolí y baluarte de San Carlos, y del otro por el de Orleans, que llamaron de los Canónigos los sitiadores.
Abrieron estos la primera paralela a 130 toesas del baluarte de Orleans y del fuerte de Francolí, la cual apoyaba su derecha en los primeros trabajos concluidos por el francés en la orilla opuesta del río, amparando la izquierda un reducto: establecieron también por detrás una comunicación con el puente del Francolí y con otros dos que construyeron de caballetes, validos de lo acanalado de la corriente.
En la noche del 1.º al 2 de junio habían los sitiadores comenzado los trabajos de trinchera, y los continuaron en los días siguientes sin que los detuviesen las salidas y fuego de los españoles. Zanjaron el 6 la segunda paralela, que llegó a estar a 30 toesas del fuerte de Francolí, batiendo en brecha sus muros al amanecer del 7. Lo mandaba Don Antonio Roten, quien se mantuvo firme y con gran denuedo. Al caer de la tarde apareció practicable la brecha, y los enemigos se dispusieron a dar el asalto a las diez de la noche. Juzgó prudente el gobernador de la plaza Senén de Contreras que no se aguardase tal embestida, y por eso Roten, conformándose con la orden de su jefe, evacuó el fuerte y retiró la artillería.
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Prosiguiendo también los franceses en adelantar por el centro la segunda paralela, se arrimaron a 35 toesas del ángulo saliente del camino cubierto del baluarte de Orleans. Incomodábalos sobremanera el fuego de la plaza, y a punto de acobardar a veces a los trabajadores o de entibiar su ardor. Así fue que en la noche del 8 al 9 yacían rendidos de cansancio y del mucho afán, a la sazón que 300 granaderos españoles hicieron una salida y pasaron a degüello a los más desprevenidos. No menos dichosa resultó otra que del 11 al 12 dirigió en persona con 3000 hombres Don Pedro Sarsfield, comandante, según queda dicho, del arrabal y frente atacado. Ahuyentó a los trabajadores, destruyó muchas obras, y llevolo todo a sangre y fuego. En este trance, como en otros anteriores y sucesivos, distinguiéronse varios vecinos y hasta las mujeres, que no cesaron de llevar a los combatientes refrigerantes y auxilios en medio de las balas y las bombas.
Reparado el mal que se le había causado, tuvo el francés ya el 15 trazados tres ramales delante de la segunda paralela; uno dirigido al baluarte de Orleans, otro a una media luna inmediata llamada del Rey, y el tercero al baluarte de San Carlos, logrando coronar la cresta del glacis. Comprendían los sitiadores en el ataque la luneta del Príncipe, al siniestro costado del postrer baluarte, la cual acometieron en la noche del 16. Mandaba por parte de los españoles Don Miguel Subirachs. Se formaron los franceses para asaltar dicha luneta en dos columnas; una de ellas debía embestir por un punto débilp. 154 a la izquierda, en donde el foso no se prolongaba hasta el mar, y la otra por el frente. Inútiles resultaron los esfuerzos de la última, estrellándose contra el valor de los españoles, a manos de los cuales pereció el francés Javersac, que la comandaba, y otros muchos. Al revés la primera, pues favorecida de lo flaco del sitio entró en la luneta, pereciendo 100 de nuestros soldados, quedando varios prisioneros, y refugiándose los demás en la plaza. A estos los siguieron los enemigos, quienes, con el ímpetu, se metieron por la batería de San José y cortaron las cuerdas del puente levadizo. En poco estuvo no penetrasen en el arrabal: impidiolo un socorro llegado a tiempo que los repelió.
Con la posesión de la luneta del Príncipe cerró el sitiador cada vez más el frente atacado. Por ambas partes se encarnizaba la lucha, brillando el denuedo de los nuestros, ya que no siempre el acierto en la defensa. Tan enconados andaban los ánimos de unos y otros que acompañaban a la pelea palabras injuriosas y desaforados baldones. La matanza crecía en grado sumo, y por confesión misma de los franceses, nada ponderativos en sus propias pérdidas, contaban ya en el estado actual del sitio [el 16 de junio] entre muertos y heridos un general, 2 coroneles, 15 jefes de batallón, 19 oficiales de ingenieros, 13 de artillería, 140 de las demás armas, en fin con los soldados 2500 hombres. Y todavía tenían que apoderarse del arrabal, y empezar después el acometimiento contra la ciudad.
Dos días antes, el 14 de junio, había llegado a Tarragona Don José Miranda con una divisiónp. 155 de Valencia, compuesta de más de 4000 hombres armados y de unos 400 desarmados. Los últimos se equiparon y quedaron en la plaza. Los otros, con su jefe, siguieron y tomaron tierra en Villanueva de Sitges, juntándose el 16 en Igualada con el marqués de Campoverde. Reunía este, asistido de tan buen refuerzo, 9456 infantes y 1183 caballos, y, en consecuencia, se determinó a maniobrar en favor de la ciudad sitiada.
Por aquellos días el barón de Eroles, que obraba unido a Campoverde, atacó cerca de Falset un gran convoy enemigo, y cogiole 500 acémilas. Poco antes, hacia Mora de Ebro, en Gratallops, Don Manuel Fernández Villamil rodeó igualmente un grueso destacamento a las órdenes del polaco Mrozinski, y acabó con 300 de sus soldados entre muertos, heridos y prisioneros, obligando al resto de ellos a encerrarse en la ermita de la Consolación, de donde vinieron a sacarlos dificultosamente tropas suyas de Mora.
Pérdidas diarias de esta clase fueron parte para que Suchet llamase la brigada de Abbé y un regimiento que había enviado a observar a Eroles, a Villamil y otros jefes la vuelta de Mora y Falset, y también para que procurase acelerar la conquista de Tarragona, alterándole pensamientos varios en vista de la enérgica bizarría de la guarnición y del aumento de las fuerzas de Campoverde, y muestras que daba este de moverse.
El 18 de junio tenía el sitiador concluida la tercera paralela, y emprendió la bajada al foso enfrente del baluarte de Orleans, perfeccionando las obras de ataque por los demás puntos. Enp. 156 la mañana del 21 empezó a batir el muro; y a las cuatro de la tarde aparecieron abiertas tres brechas; dos en los baluartes de Orleans y San Carlos, la otra en el fuerte Real, aunque colocado detrás: lo mal parado del terraplén facilitó al enemigo su progreso.
Hasta ahora había defendido el arrabal, desde los primeros días de junio, Don Pedro Sarsfield, portándose con valor e inteligencia. Pero el 21, día mismo del ataque, como hubiese Campoverde pedido al gobernador que le enviase para mandar una división a Roten o al citado Sarsfield, escogió Contreras al último, y le hizo salir de la plaza en el momento en que ya el enemigo había dado principio a su acometida. Inexplicable proceder y de consecuencias inmediatas y desastradas. Porque, si bien se puso a la cabeza del punto atacado Don Manuel Velasco, oficial intrépido y entendido, sábese cuánto perjudica al buen éxito de todo combate la mudanza repentina de jefe.
A las siete de la tarde caminó el enemigo al asalto en tres trozos: contra el baluarte de Orleans, el de San Carlos, y el lado de la marina; llevaba todas sus reservas.
No obstante una vigorosa resistencia, se metieron los franceses en el baluarte de Orleans, deteniéndolos buen rato en la gola los españoles, de los que muchos fueron allí pasados por la espada. Y sin vengarse cual pudieran, no habiendo encendido a tiempo dos hornillos ya cargados. Se apoderaron también los enemigos de los demás puntos, hasta del fuerte Real, por escalada, estando aún la brecha poco practicable.p. 157 Hacia la marina rechazó Velasco los primeros ataques, sostúvose con notable esfuerzo, y no se retiró sino cuando avanzaron por el flanco los franceses que venían de los baluartes de San Carlos y de Orleans. Contreras, puesto en lo alto del muro de la ciudad, tomó precauciones para evitar cualquiera sorpresa de aquel segundo recinto, y logró que Velasco y los suyos se salvasen entrando por la puerta de San Juan. Dispararon los ingleses andanadas de todos sus buques, que no hicieron gran mella en el enemigo. Nosotros perdimos 500 hombres, no pocos se ocultaron, y a la deshilada se guarecieron sucesivamente en la ciudad. Mataron los acometedores a muchos vecinos del arrabal, sin distinción de sexo. Quemaron almacenes en el puerto y, dueños del muelle, incomodaron en breve el embarcadero del Milagro que ahora servía para las comunicaciones de mar. Ufanos los franceses con el buen suceso de su ataque, hicieron señales a la plaza por ver si el gobernador quería entrar en capitulación; pero este las desdeñó con altanero silencio.
Ofendiose Suchet, y la misma noche del 21 al 22 dispuso que se abriese la primera paralela contra la ciudad, apoyando la izquierda en el baluarte llamado Santo Domingo, y la derecha en el mar. No le restaba ya al enemigo que vencer sino este último recinto, sencillo y débil.
Los habitadores de Tarragona, Senén de Contreras, la junta de Cataluña, en una palabra todos murmuraban y quejábanse amargamente del marqués de Campoverde, cuya inacción la echaban algunos a mala parte. Se figuraban ser superioresp. 158 a lo que lo eran en realidad las tropas que aquel mandaba, y por el contrario disminuían en su imaginación sobradamente las de los franceses. Contribuyó al común error el mismo Campoverde por sus ofertas y encarecimientos: también Contreras, que en vez de obrar, consumía a veces el tiempo propalando indiscretamente que la plaza tendría luego que rendirse si en breve no era socorrida.
Cediendo, en fin, Campoverde al clamor universal y al propio impulso, resolvió hacer el 25 de junio una tentativa contra los sitiadores. En su virtud Don José Miranda, al frente de la división valenciana y de 1000 infantes de la de Eroles, con 700 caballos, fue destinado a atacar los campamentos franceses de Hostalnou y Pallaresos, al paso que Campoverde debía situarse a la izquierda en el Callas para sostener la columna de ataque, y favorecerla además por medio de un falso movimiento al cargo de Don José María Torrijos.
En espera de los nuestros, reunió Suchet sin alejarse sus principales fuerzas, contando con que se le atacaría del lado de Villalonga. Excusada era tanta prevención. Miranda no desempeñó su encargo so pretexto de que no conocía el terreno, y alegando dudas y temores que no le ocurrieron la víspera, y para las que no había nueva razón. Un escarmiento ejecutivo y severo hubiera servido en este caso de lección provechosa, y estorbado la repetición de actos tan indignos del nombre español. Lavó hasta cierto punto la mancha Don Juan Caro, de vuelta de Valencia, sorprendiendo y acuchillando en Torredenbarrap. 159 a unos 200 franceses. Mas se perdió la ocasión de aliviar a Tarragona, y Campoverde, aunque mal de su grado, tiró la vuelta del Vendrell.
Parecía, sin embargo, no estar todo aún perdido. El 26 llegaron delante de Tarragona, procedentes de Cádiz, 1200 ingleses al mando del coronel Skerret. Estas tropas, ya uniéndose a Campoverde, o ya reforzando la plaza, hubieran sido de gran provecho, no tanto por su número, cuanto por los alientos que infundiesen con su presencia. Mas cuando la suerte va de caída, esperada ventura cámbiase en aguda desdicha, Skerret y otros jefes británicos tomaron tierra, y después de examinar el estado de la plaza mostráronse muy abatidos. Contreras viendo esto, si bien le dijeron aquellos que se hallaban prontos a obedecerle, no quiso forzarles la voluntad, y dejó a su arbitrio desembarcar o no su gente. No desembarcan. Entonces los jefes ingleses se decidieron por mantenerla a bordo, y de consiguiente en mala hora aparecieron en las playas de Tarragona, trastornando del todo con semejante determinación ánimos ya muy inquietos después de las precedentes desgracias.
Otra ocurrencia había aumentado antes dentro de la plaza la desunión y discordia. Mal avenido Campoverde con Senén de Contreras a causa de continuos e indiscretos razonamientos de este, le escribió para que si no estaba contento se desistiese del mando, previniendo al propio tiempo a Don Manuel Velasco le tomase en caso de la dejación de Contreras, o en cualquiera otro en que el último tratara de rendirse. Comunicóp. 160 igual orden a los demás jefes, autorizándolos a nombrar gobernador si Velasco no aceptase el cargo. Conformábase la resolución de Campoverde con una circular de la regencia de principios de abril, aprobada por las cortes, según la cual se mandaba que en tanto que hubiese en una plaza un oficial que opinase por la defensa, aunque fuese el más subalterno de la guarnición, no se capitularía, y que por el mismo hecho se encargase dicho oficial del mando. Habíase originado esta providencia de lo que pasó con Imaz en Badajoz. Pero en Tarragona no se estaba en el mismo caso. Contreras no pensaba en rendirse, y justo es decir que sobrábanle bríos y honra para cometer villanía alguna. Era solo hombre de mal contentar, presuntuoso, y que usaba con poco recato de la palabra y de la pluma. En este lance, altamente ofendido, lejos de despojarse del gobierno dio a Velasco pasaporte para que saliese de Tarragona y se incorporase al cuartel general. Privábase así a la plaza de buenos oficiales, nacían partidos, y desmayaban hasta los más firmes.
Provechoso lucro para el francés. Avivaba este sus obras, y estableciendo la 2.ª paralela a 60 toesas de la plaza, o sea del último recinto que era el atacado, tuvo prontas y armadas en la noche del 27 al 28 las baterías de brecha. Sabedor Suchet de la llegada de los ingleses, apremiábale posesionarse de Tarragona. Estaba distante de imaginar que la presencia de aquellas tropas fuese nuevo agasajo que le hacía la fortuna. Abrieron los sitiadores temprano el fuego en la mañana del 28, intentando principalmentep. 161 aportillar el muro en la cortina del frente de San Juan por el ángulo que forma con el flanco izquierdo del baluarte de San Pablo. El terreno es de piedra sin foso ni camino cubierto.
Correspondieron los nuestros a los fuegos enemigos de un modo terrible y acertado, y destruyéndoles los espaldones de las baterías, dejaron en descubierto a sus artilleros y mataron a muchos. Por nuestra parte hubo la desgracia de volarse un repuesto de pólvora en el estrecho baluarte de Cervantes, y de que se apagasen sus fuegos. Mortíferos continuaban en los otros puntos, mas, recio el enemigo en asestar furibundos tiros contra el lienzo de la muralla que quería rasgar, empezó a conseguirlo y franqueó al fin anchuroso boquerón.
A las cinco de la tarde conceptuaron los sitiadores practicable la brecha, y dispuso Suchet el asalto bajo las órdenes de los generales Habert, Ficatier y Montmarie. También Senén de Contreras se preparó a recibir y rechazar a los franceses en la misma brecha, y aun a defenderse dentro de las calles, cortadas varias y señaladamente la rambla. 8000 hombres de buenas tropas le quedaban, y con ellas y alguna ayuda del vecindario podría Tarragona durante muchos días repetir el ejemplo de Gerona y Zaragoza. La suerte adversa determinó lo contrario. El gobernador español formó en frente de la brecha dos batallones de granaderos provinciales y el regimiento de Almería, y dio a sus jefes acertadas órdenes. Quizá hubiera debido Contreras agolpar allí más gente, y no esparcirlap. 162 como lo hizo por otros puntos que no estaban amagados.
Abalanzose pues el enemigo desde la trinchera contra la brecha. A los primeros acometedores derríbalos la metralla que vomitan nuestras piezas, los reemplazan otros y caen también o vacilan; acude la reserva, los ayudantes mismos de Suchet y hasta se forma para dar ejemplo un batallón de oficiales, que todo se necesitaba, arredrado el soldado francés con el arrojo y serenidad que muestran los españoles. Una y más veces se rompen las columnas enemigas, y una y más veces se rehacen y quedan desbaratadas. A cabo de dura porfía y a favor del número, suben los franceses a la brecha y penetran en la cortina y baluarte de San Pablo, procurando extenderse a manera de relámpago por lo largo del adarve.
Así lo tenía proyectado el general enemigo con mucha prudencia, pues dueños los suyos de todo el circuito del muro, sobrecogían a los sitiados e imposibilitaban probablemente la defensa interior de la ciudad. Sin embargo en las cortaduras de la rambla resistió valerosamente el regimiento de Almansa los ímpetus de los contrarios, y solo cedió al verse flanqueado y acometido por la espalda. Furibundo el francés penetró a lo último por todas partes, pilló, quemó, mató, violó, arreboló con sangre las calles y edificios de Tarragona.
En las gradas de la catedral murió defendiéndose, con otros hombres
esforzados, D. José González, hermano del marqués de Campoverde.
Senén de Contreras herido en el vientre de unp. 163 bayonetazo cayó prisionero en la puerta
de San Magín. Horrible
matanza.
Perecieron más de 4000 personas del vecindario, ancianos, religiosos,
mujeres y hasta los más tiernos párvulos, porque si bien muchos de los
principales moradores habían desamparado la plaza antes del asalto,
la masa de la población habíase quedado a guardar sus hogares. Entre
varios objetos de curiosidad e importancia que se destruyeron, contose
el archivo de la catedral. De los soldados quedaron prisioneros,
incluyendo los heridos de los hospitales, 7800: los generales Courten,
Cabrery y otros oficiales superiores fueron de este número. Hubo
tropas que intentaron escaparse por la puerta de San Antonio camino de
Barcelona, pero el general Harispe, apostado hacia aquella parte, los
envolvió o acosó contra la plaza.
Cometieron los españoles en la defensa diversas faltas. Fueron las de Campoverde no perfeccionar de antemano las fortificaciones, mudar de gobernador a mitad del sitio, y ofrecer confiadamente socorro para después no proporcionarle. Reprenderse deben en Contreras sus piques y quisquillas, sus manejos para malquistar al pueblo contra los demás jefes, lastimosas ocupaciones en que perdía el tiempo con desdoro suyo y en perjuicio de la causa que sostenía. Descansó también sobradamente en los auxilios que esperaba de fuera, y aunque oficial de saber y práctico, anduvo a veces desatentado en el modo de repeler las acometidas del enemigo o de preverlas. Una voluntad única y sola de inflexible entereza, y superior a celosas y míseras competencias, retardado hubiera los ataques delp. 164 sitiador, y aun inutilizado varias de sus tentativas.
Con todo eso, la defensa de Tarragona, plaza de suyo irregular y defectuosísima, honró a nuestras armas y afianzará por siempre a Contreras un puesto glorioso en los fastos militares de España. El enemigo, para apoderarse de aquel recinto, tuvo que abrir nueve brechas, dar cinco asaltos, y perder según su propia cuenta 4293 hombres, pues según la de otros pasaron de 7000.
Llevado Don Juan Senén de Contreras en unas angarillas delante de Suchet, reprochole este lo pertinaz de la resistencia y díjole: «que merecía la muerte por haber prolongado aquella más allá de lo que permiten las leyes de la guerra, y por no haber capitulado abierta la brecha.» Con dignidad le replicó Don Juan: «Ignoro qué ley de guerra prohíba resistir al asalto, además esperaba socorros: mi persona debe ser inviolable como la de los demás prisioneros. La respetará el general francés; donde no, el oprobio será suyo, mía la gloria.» Suchet tratole después con atenta cortesanía, agasajole y le hizo muchos ofrecimientos para que pasase al servicio del rey intruso. Desecholos Contreras, y de resultas le condujeron al castillo de Bouillon en los Países Bajos, de cuyo encierro logró escaparse, no habiendo nunca empañado su palabra de honor.
Suchet bajo palio y a pie fue en Reus a la iglesia a dar gracias al Todopoderoso por el triunfo que le había concedido con la toma de Tarragona. En vez los invasores de granjearse con eso las voluntades, las enajenaban más y muyp. 165 mucho, pues el religioso pueblo, aquí como en otras partes que ya hemos visto, calificaba tales actos de sacrílego fingimiento y mera juglería. Y a la verdad, ¿cómo pudiera graduarlos de otro modo, recordando que días antes, en Tarragona, los mismos que ahora se mostraban tan píos y devotos, habían prostituido los templos, profanado los sagrarios, quemado los óleos, pisoteado las formas? No cuadran con la gravedad y pausa española tránsitos tan repentinos y contradictorios, ni engaños tan mal solapados.
Difundida en Cataluña la nueva de la pérdida de Tarragona, se
apoderó de los ánimos exasperación y desmayo. Cundió el mal al
ejército y notose mucha deserción, porque los catalanes que en él
había preferían la guerra de somatenes a la de tropa reglada, poniendo
además en sus propios jefes mayor confianza que en los forasteros, y
los que eran valencianos, ansiando por volver a defender su propio
suelo que creían amenazado, reclamaban la promesa que les habían
hecho de un pronto retorno. Acrecentaban tal inclinación las mismas
medidas de Campoverde, fuera de sí y apesarado con los infortunios.
Resuelve
Campoverde
evacuar
el
principado. Yendo el 1.º de julio de Igualada a Cerveram
congregó un consejo de guerra en el que por cuatro votos de siete
se decidió la evacuación del principado, dejando solo en la tierra
guerrillas de catalanes. Inconcebible resolución cuando se conservaba
aún Figueras, e intactas las plazas de Berga, Cardona y Seo de
Urgel.
Con ella se aumentó la deserción, insistiendo ahincadamente el general Miranda en su embarco y vuelta a Valencia, temeroso de que sep. 166 alejase el ejército de los confines de este reino al retirarse de Cataluña. No se oponían Campoverde ni los otros jefes a tan justo deseo, en todo conforme a lo que se había ofrecido al capitán general de Valencia, pero dificultades casi insuperables estorbaron en un principio darle cumplimiento, habiendo Suchet extendido sus tropas lo largo de la costa hasta Barcelona.
En efecto, el general francés, con el propósito de impedir el
embarco de los valencianos, y aun con el de disipar si podía el
ejército de Campoverde, después de haber ordenado en Tarragona lo más
urgente, destacó en la noche del 29 al 30 dos divisiones camino de
la capital del principado, y marchó también él en la misma dirección
con una brigada y la caballería. Cañoneole la escuadra inglesa en
la ruta, mas no evitó que en Villanova de Sitges cogiese el francés
algunos barcos, bastantes heridos y partidas sueltas. Señaló el general
Suchet su viaje con reprehensibles actos. Actos
suyos
crueles. Cogió en Molins de Rey algunos prisioneros,
soldados todos y entre ellos a uno de 25 años de servicio, y mandolos
ahorcar. Hincados de rodillas pidiéronle aquellos desgraciados que
tuviese consideración al uniforme que vestían, mas Suchet implacable
mandó ejecutar su fallo, y la misma suerte cupo a varios paisanos y
mujeres. En vano creía abatir con el rigor al indómito catalán. Don
José Manso, a cuyo cuerpo pertenecían aquellos soldados, hizo en
consecuencia una enérgica declaración, y ahorcó a seis de los enemigos
que había cogido prisioneros. Embaza tanta sangre.
Noticioso Suchet de que Campoverde se internaba,p. 167 no dando ya indicio de querer embarcar a los valencianos, limitose a visitar la ciudad de Barcelona y a tomar ciertas medidas para la prosecución de la campaña de acuerdo con el gobernador Maurice Mathieu, y tornó en seguida a Tarragona. Aquí puso la plaza y su campo bajo las órdenes del general Musnier, y aseguró aún más las riberas del Ebro y la ciudad de Tortosa con la división del general Habert, en tanto que él se preparaba a nuevas empresas.
Por su lado Campoverde, adelante en el propósito de evacuar la
Cataluña, encaminábase a Agramunt para salvarse por las raíces del
Pirineo. La deserción de su gente y los clamores del principado le
detuvieron. A dicha ocurrió en el intermedio que Suchet se replegase
sobre Tarragona, y dejase libre y despejada la costa. Campoverde,
aprovechándose de tan oportuna clara, se dirigió a la marina Se embarcan
los valencianos. y sin
tropiezo consiguió embarcar el 8 de julio en Arenys de Mar la división
valenciana. Púsose a bordo toda ella excepto unos 500 hombres que,
disgustados de no tornar a su país nativo, se habían derramado por
Aragón y juntádose a Mina y otras partidas. Advertido Suchet del
movimiento de Campoverde, revolvió apriesa sobre Barcelona, en donde
entró el 9, partiendo inmediatamente Maurice Mathieu para oponerse a
los intentos que mostraba el general español. Llegó tarde el francés,
pues los valencianos habían ya dado la vela.
Habíase al propio tiempo alejado Campoverde, tomando el camino de Vic; en esta ciudad se encontró con un sucesor que le enviaba dep. 168 Cádiz la regencia, con Don Luis Lacy, a quien entregó el mando en 9 de julio. Perdido ya aquel general en la opinión y desestimado, menester le era ceder el puesto a un nuevo jefe. En tiempos ásperos y de revuelta aceleradamente se gasta el crédito, que a duras penas mantiene propicia y constante fortuna.
Viendo Lacy que el general Suchet daba traza de perseguirle, salió de Vic y pasó a Solsona, adonde le siguió la junta del principado, la cual, después de la pérdida de Tarragona, había desamparado a Monserrat. En los nuevos cuarteles, y favorecido de las plazas de Cardona y Seu de Urgel [destruyó la de Berga], no menos que de lo agrio de la tierra, empezó Lacy a rehacer su ejército y a reunir gente; fomentó también las guerrillas y encomendó al barón de Eroles la guarda de Monserrat, punto importante que amagaba el enemigo.
Igualmente, no sirviéndole sino de inútil y pesada carga un gran número de oficiales y caballos, despidió a muchos de aquellos y a 500 de estos, con otros soldados desmontados, permitiéndoles ir a plantar bandera de ventura, o a unirse a otros ejércitos en que pudieran ser empleados con utilidad y mantenerse más fácilmente. De contar es, por cierto, el rumbo que tomaron. Partieron todos el 25 de julio a las órdenes del brigadier Don Gervasio Gasca, faldearon los Pirineos, vadearon ríos, y aunque perseguidos por las guarniciones francesas llegaron felizmente a Luesia el 5 de agosto. Allí les causó Chlopicki alguna dispersión, pero juntándose de nuevo en Éibar, en Navarra, diolesp. 169 Mina guías, y cruzaron el Ebro el 12 de agosto. Gasca, prosiguiendo su marcha, se incorporó al ejército de Valencia, sin que le fuese posible al enemigo el estorbarlo. Los más de los soldados y oficiales acompañaron a aquel jefe hasta su destino, excepto unos cuantos que perecieron en el viaje y las peleas, y otros que tomaron sabor a la vida de los partidarios; de hambre y fatiga murieron bastantes caballos. Rodeo fue este y marcha de 186 leguas; prodigiosa, imposible de realizarse en otra clase de guerra.
Cebado Suchet con los favores que le dispensaba la suerte, quiso
proseguir la carrera de sus triunfos. En la distribución que Napoleón
había hecho de las operaciones de Cataluña, al paso que encargó a dicho
Suchet el sitio de Tarragona, dejó a la incumbencia de Macdonald,
conforme en su lugar apuntamos, la reconquista de Figueras y la
toma de Monserrat y plazas al norte. Pero absorbida la atención de
este mariscal en recuperar aquella primera e importante fortaleza,
circunvalábala asistido de la flor de sus tropas, y no le quedaba
fuerza suficiente con que atender a otros objetos. Suchet, ahora
más libre, se encargó de la toma de Monserrat. Para ello, después
de perseguir a Campoverde hasta Vic, no habiendo podido impedir el
embarco de los valencianos, dejó allí en observación de las reliquias
del ejército español bastantes fuerzas, y regresó a Reus el 20 de
julio decidido a verificar su intento. Es
elevado
a mariscal
de Francia. En este pueblo se halló
con pliegos en que se le noticiaba haberle elevado el emperador a
la dignidad de mariscal de Francia, y en que también se lep. 170 daba la orden de demoler
las fortificaciones de Tarragona, excepto un reducto, y la de tomar
a Monserrat, debiendo en seguida marchar sobre Valencia. Cumplíanse
así con sobras los deseos de Suchet: se veía altamente honrado, y
encargábasele concluir la empresa que él mismo meditaba.
Mercedes tales servían de espuela al celo ya fervoroso del nuevo
mariscal. Derribó en breve, según se le prevenía, las obras exteriores
de Tarragona, mas no el recinto de la ciudad ni el fuerte Real,
disposición que aprobaron en París. Dejó dentro al general Bertoletti,
con 2000 hombres, y tuvo el 24 de julio reunidas ya en las cercanías de
Monserrat sus principales fuerzas, Eroles
en
Monserrat. así como una columna procedente de Barcelona. Eroles
mandaba allí y tenía a sus órdenes 2500 a 3000 hombres, los más de
ellos somatenes.
Es Monserrat encumbrada montaña que, por su naturaleza singular y religiosas fundaciones, se presenta como una de las curiosidades más notables de España. A siete leguas de Barcelona, domina los caminos y principales eminencias del riñón de Cataluña. Tiene 8 leguas de circunferencia por la base, compuesta de rocas altísimas y escarpadas, de ramblas y torrenteras que no dejan sino pocas y angostas entradas. A la mitad de la subida y algo más arriba está asentado en un plano estrecho un monasterio de benedictinos, vasto y sólido, bajo la advocación de la Virgen. A partir de allí, pelada del todo la montaña, forma en varios parajes hasta la cima picachos y peñoles, a manera de las torrecillasp. 171 de un edificio gótico, que algunos han comparado a un juego de bolos. Para llegar desde el monasterio a lo alto se camina obra de dos horas, y en aquel trecho se hallan trece ermitas con sus oratorios, pegadas unas contra los lados de la peña viva, puestas otras en las mismas puntas. Llegando a la última, que nombran de San Jerónimo, se descubren las campiñas, los pueblos y los ríos, las islas y la mar: vista que se espacia deleitosamente por el claro y azulado cielo del Mediterráneo. En moradas tan nuevas, en otro tiempo tranquilas, residían de ordinario solitarios desengañados del mundo y únicamente entregados a la oración y vida contemplativa. De muy antiguo siendo este uno de los lugares más afamados por la devoción de los fieles, constantemente ardían en la iglesia del monasterio 80 lámparas de muchos mecheros cada una, y en lo que llamaban tesoro de la Virgen veíanse acumuladas ofrendas de siglos, a punto de ser innumerables las alhajas de oro y plata y las piedras preciosas. Un solo vestido de la imagen, dádiva de una duquesa de Cardona, tenía sobre exquisito recamado más de 1200 diamantes, montados en forma de 12 estrellas. Bien vino, para que no fuesen presa del invasor, que los prevenidos monjes hubiesen transferido con oportunidad a Mallorca lo más escogido de aquellas joyas.
Tan venerable albergue habíanle convertido los españoles en militar estancia durante la actual guerra, fortificando las avenidas. Está al cierzo la más importante de ellas, que desciende culebreando por medio de tajos y precipiciosp. 172 y va a dar a Casamasana. Dos baterías con cortaduras en la roca cubrían este lado, habiéndose además establecido un atrincheramiento a la entrada del monasterio, cuyas paredes se hallaban igualmente preparadas para la defensa. Por el mediodía corre un sendero que lleva a Collbató, y en él se había plantado otra batería. Cuidose no menos de los otros puntos, si bien los amparaba lo fragoso del terreno, en especial a levante, de caídas muy empinadas.
Preparose el barón de Eroles a sostener la estancia, y con tanta confianza que proveyó de mantenimientos para ocho días las baterías avanzadas. Al alborear del 25 de julio comenzaron los enemigos la embestida, mandándolos Suchet en persona. Dirigiose el general Abbé hacia la subida principal apoyado por Maurice Mathieu. Los otros caminos fueron igualmente amagados soltando además tiradores que procurasen trepar por las quiebras y vericuetos de la montaña con el objeto de flanquear nuestros fuegos.
Empeñose el ataque por el frente, y los contrarios no adelantaban ni un paso, firmes los españoles y acompañando sus fuegos de todo género de instrumentos mortíferos, y de piedras y galgas. Mas a cabo de largo rato encaramándose por la montaña arriba las ya mencionadas tropas ligeras, lograron dominar a nuestros artilleros y acribillarlos por la espalda. Ni aun así cedieron los atacados, pereciendo casi todos sobre las piezas antes que Abbé se posesionase de ellas.
Vencida por este término la mayor de las dificultades, prosiguió aquel general vía del monasterio.p. 173 Le habían precedido como para el ataque anterior muchos tiradores que hicieron esfuerzos por adelantarse y molestar desde los picachos y ermitas a los que defendían el edificio. Consiguieron los enemigos su objeto y aun se metieron dentro por una puerta trasera. Mas aquí, como el combate era singular, o sea de hombre a hombre, escarmentáronlos los somatenes; y cierta era la derrota de los contrarios, si Abbé no hubiese llegado al mismo tiempo y terminado en favor suyo la pelea. Evacuaron los españoles el convento, y los más, junto con su jefe Eroles, pudieron salvarse conocedores y prácticos de la tierra. Tres monjes ancianos y alguno que otro ermitaño fueron víctimas de la braveza del soldado francés. A dicha llegó a tiempo Suchet para poder salvar a dos de ellos que todavía quedaban vivos. Colígese de lo sucedido en Monserrat cuán dificultoso sea sostener tales puestos, por inexpugnables que parezcan, pues o menester es emplear fuerzas considerables que los defiendan, y entonces desaparece la utilidad de su conservación, o no es posible tapar las avenidas de modo que no columbre el acometedor resquicio por donde introducirse e inutilizar las precauciones más bien concertadas.
A pocos días de haber tomado a Monserrat, dejó allí de guarnición el Mariscal Suchet al general Palombini, asistido de su brigada y alguna artillería, poniendo en Igualada al general Frère, cuyas comunicaciones con Lérida por Cervera estaban asimismo aseguradas. Palombini no gozó de gran sosiego, molestado siempre, y el 5 y 9 de agosto Don Ramón Mas, al frentep. 174 de los somatenes, atacole y le causó una pérdida de más de 200 hombres.
En el perseverar de los catalanes conoció Suchet no podía desamparar aquel principado hasta que los suyos recobrasen a Figueras, y pudieran las tropas que bloqueaban esta fortaleza enfrenar los desmanes del somatén y las empresas de Don Luis Lacy. Aproximábase por desgracia tan fatal momento.
Tenía el enemigo estrechamente cercado aquel castillo con línea
doble de circunvalación. El mariscal Macdonald había en vano intimado
varias veces la rendición al gobernador Don Juan Antonio Martínez, a
quien no abatían los infortunios. Púsose el soldado a media ración,
mermada esta aún más, y consumidos sucesivamente los víveres, los
caballos, los animales inmundos: en fin, hambreada del todo la gente,
y sin esperanza de socorro, trató Martínez el 10 de agosto de salvarla
arrostrando peligros y abriéndose paso con la espada. Mas, muy en vela
el enemigo, Se rinde
el castillo. y
casi exánimes los nuestros, frustrose la tentativa, teniendo Martínez
que rendirse el 19 del mismo agosto. Cayeron con él prisioneros 2000
hombres, sin que entren en cuenta los heridos y enfermos: entre
los primeros hallaron a Floreta, Marqués y otros confidentes en la
sorpresa, que fueron ahorcados en un patíbulo que el francés colocó en
un revellín del castillo. Los Pous, con mejor estrella, se salvaron,
habiendo salido cuando Eroles, y en premio de su servicio se les nombró
capitanes de caballería.
Ni por eso cesó la guerra en Cataluña, antesp. 175 bien renacía como de sus propias cenizas. Lacy, activo y bravo, formaba batallones, sostenía a los débiles, enardecía a los más valerosos, y metiéndose por aquellos días en la Cerdaña francesa, repelió a 1200 hombres, exigió contribuciones y sembró el espanto en el territorio enemigo. Por todas partes rebullían los somatenes: Clarós apareció cerca de Gerona, en Besós Miláns, otros en diversos lugares, y no les era lícito a los invasores caminar sino como primero con fuertes escoltas. La junta del principado y Lacy decían en sus proclamas. «¿No hemos jurado ser libres o envolvernos en las ruinas de nuestra patria? Pues a cumplirlo.» Podíase exterminar tal gente, no conquistarla.
Sin embargo el mariscal Suchet, codicioso de tomar a Valencia, dejando por algún tiempo parte de su ejército en Cataluña, pasó a Zaragoza para hacer los preparativos convenientes a la empresa que meditaba y se le había ya encomendado en Francia. También urgía diese orden en las cosas de Aragón, en donde con su ausencia comenzaba la tierra a andar revuelta. En la ribera izquierda del Ebro los valencianos y el general Gasca, de que hemos hecho mención, con otros varios habían meneado aquellas comarcas y metido gran bulla. En la derecha, los generales Villacampa, Obispo, enviado de Valencia, y Durán, acudiendo de Soria, incomodaban a los destacamentos y guarniciones enemigas, de las que la de Teruel se vio muy apurada. Suchet procuró despejar el país y tranquilizarle algún tanto, estorbándole con todo para conseguirlo los partidarios de las otras provincias,p. 176 y en especial los temores que le inspiraba la vecindad de Valencia.
En este reino había continuado mandando algún tiempo Don Luis
Alejandro de Bassecourt, no muy atinado ni en lo político ni en lo
militar, y que con deseos de granjearse el aura popular y de imitar
a Cataluña, había convocado para 1.º de enero de 1811 un congreso
compuesto de la junta y de diputados de la ciudad y la provincia.
Las discusiones de esta corporación extemporánea fueron públicas,
y en un principio se limitaron a proporcionar auxilios, y a las
cuestiones puramente económicas; mas, tomando los nuevos diputados
gusto a su magistratura, quisiéronle dar ensanches y empezaron a
examinar la conducta del general. Escociole a este la idea, llevando
muy a mal que hechuras que consideraba como suyas se tomasen tal
licencia, Se disuelve. por lo que el
27 de febrero puso término a los debates y prendió a Don Nicolás
Gareli y a otros de los más fogosos. Las cortes, a cuyo superior
conocimiento subió la decisión de todo el negocio, mandaron soltar a
los presos, cerrando al propio tiempo la puerta a los ambiciosos e
inquietos de las provincias con el reglamento que por entonces dieron
a las juntas, Don Carlos
O’Donnell
sucede
a Bassecourt. del que luego haremos mención, y al
cual se sometieron todas. La regencia nombró interinamente a Don Carlos
O’Donnell por sucesor de Bassecourt, cuyos procedimientos se miraron
como nada cuerdos.
Tampoco en lo militar se había el Don Luis mostrado muy atentado. Vimos en el año último sus desaciertos en esta parte. Ahora había,p. 177 sí, fortificado a Murviedro; pero no coadyuvado cual pudiera al alivio de Cataluña. Hasta el 22 de abril, que entregó el mando a O’Donnell, tornando a Cuenca, apenas hizo en estos meses movimiento alguno de importancia, no siéndolo uno que intentó sobre Ulldecona el 12 del mismo abril.
O’Donnell, ayudado de la marina inglesa, ordenó al principiar mayo una maniobra hacia el embocadero del Ebro. El comodoro Adams, a bordo del Invencible, con dos fragatas y dos jabeques españoles, cañoneó la torre de Codoñol, a 800 toesas de la Rápita, y el 9 obligó al enemigo a que la evacuase. Al mismo tiempo, el conde de Romré, con unos 2000 españoles, avanzó por tierra, y Pinot, comandante francés de la Rápita, acometido de ingleses y amenazado por españoles se replegó sobre Amposta, punto que inmediatamente rodearon los nuestros. Mas acudiendo sin tardanza los franceses de Tortosa y de los alrededores con fuerza superior, libraron a los suyos, no ocupando sin embargo la Rápita hasta después de la toma de Tarragona, y limitándose por esta vez a recobrar la torre de Codoñol.
En lo demás, no tentó O’Donnell operación alguna notable sino la de enviar a Cataluña la división de Miranda, de que ya se habló, y hacer amagos vía de Aragón, los cuales no dieron motivo a empresa alguna señalada. El mando interino de Don Carlos O’Donnell cesó al fenecer junio, empuñando el bastón en su lugar el marqués del Palacio. Fueron de allí en adelante preparándose en Valencia acontecimientosp. 178 de funesto remate, que reservamos para otro libro.
Réstanos en este contar lo que pasó en Castilla la Nueva en la mitad del año de 1811, tiempo que ahora nos ocupa: seremos breves. Tenían los franceses encomendada la defensa de aquel territorio al ejército que llamaban del centro, puesto a las inmediatas órdenes de José, y casi el único de que podía disponer el intruso con libertad bastante amplia. En ayuda de este ejército acudían a veces tropas de otras partes. Y como no fuesen de ordinario suficientes las suyas propias para cubrir los distritos de su incumbencia, que eran Ávila, Segovia, Madrid, Toledo, Guadalajara, Cuenca y Mancha, apostábase en el último una división del 4.º cuerpo, o sea de Sebastiani, bajo el mando del general Lorge, con especial encargo de conservar libre el tránsito entre las Andalucías y la capital del reino. Cada distrito tenía un jefe militar, y sumaban las fuerzas de todos ellos de 25 a 30.000 hombres.
Las contrarrestaban los guerrilleros, rara vez tropas regladas, manteniéndose siempre en pie las juntas de Guadalajara y Cuenca: inducidora algún tanto la primera de desavenencias y discordias. Otra se formó en la Mancha, tampoco muy pacífica, la cual se albergaba en los montes de Alcaraz y, por lo común, en Elche de la Sierra, conservando como abrigo y apoyo de operaciones el castillo de las Peñas de San Pedro, fábrica de romanos, sito en un peñol empinado. Mandaba el cantón Don Luis de Ulloa. Imprimía esta junta una gaceta de composiciónp. 179 no muy culta, pero en idioma propio a divertir y embelesar a la muchedumbre.
Pocos partidarios de los del año anterior habían desaparecido o sido aquí presa de los franceses. Cupo tal desdicha a algunos no muy conocidos, y entre ellos a uno de nombre Fernández Garrido, cogido en abril en Chapinería, partido de Madrid, por el marqués de Bermuy, al servicio de José, encargado de perseguir las guerrillas hacia las riberas del Alberche. Los más nombrados permanecían casi ilesos. Hubo unos cuantos que salieron por primera vez a plaza o adquirieron mayor fama. De este número fueron Don Eugenio Velasco y Don Manuel Hernández, dicho el Abuelo. En ocasiones los animaban tropas del tercer ejército, y sobre todo la caballería al mando de Osorio, que, como ya se apuntó, acudía al granero de la Mancha en busca de bastimentos.
Quien no cesó ni un punto de sobresalir entre los partidarios de Castilla la Nueva fue Don Juan Martín el Empecinado. Después de su vuelta de Aragón, lidió en el mes de febrero varias veces contra fuerzas superiores, ya en Sacedón, ya en Priego. Pasó en marzo a Molina, y en los días 8 y 9 encerró en el castillo, malparada, a la guarnición francesa. De allí se encaminó a Sigüenza, Villacampa. y mancomunándose con Don Pedro Villacampa, que andaba rodando por la tierra, decidieron ambos embestir la villa y puente de Auñón, provincia de Guadalajara. Era este puente el solo que permanecía intacto, habiendo roto el francés los de Pareja y Trillo, y quemado el de Valtablado, todos sobre el Tajo.p. 180 Partía dicho puente término entre la villa de su nombre y la de Sacedón, y por su importancia fortificábanle los enemigos, habiendo hecho otro tanto con las calles y casas de ambos pueblos: tenía de guarnición 600 hombres, y mandaba allí el coronel Luis Hugo, hermano del general que estaba a la cabeza del distrito de Guadalajara.
Franqueando aquel punto ambas orillas del Tajo, interesaba su ocupación a los nuestros y a los contrarios. Llegó a las cercanías en la mañana del 23 de marzo Don Pedro Villacampa y, por medio de una atinada maniobra, acometió a los franceses por el frente y espalda. Los desalojó del puente apoderándose de las obras que habían construido para su defensa. Se refugiaron en seguida aquellos en la iglesia de Auñón, muy fortalecida, y dudaba Villacampa atacarlos, cuando acudiendo Don Juan Martín empezaron ambos a verificarlo. Una tronada y copiosísima lluvia retardó los ataques y favoreció a los enemigos, dando lugar a que viniese de Brihuega Hugo, el comandante de Guadalajara, y de Tarancón el jefe Blondeau, a la cabeza de otra columna. Con este motivo, destruidas las obras, se retiraron los españoles llevando más de 100 prisioneros, y habiendo muerto y herido a otros tantos hombres; entre los postreros se contó al comandante del puesto, Hugo. Evacuó de resultas el enemigo a Auñón; y Villacampa y el Empecinado tiraron cada uno por diverso lado.
Tan continuos choques determinaron al gobierno intruso a hacer un esfuerzo para destruirp. 181 todas estas partidas, especialmente la del Empecinado, reuniendo al efecto a las fuerzas de Hugo las del general Lahoussaye, que mandaba en Toledo, y algunas otras. ¡Vana diligencia! Don Juan Martín traspuso entonces los montes, acometió a los franceses en la provincia de Segovia, los escarmentó en Somosierra, en el real sitio de San Ildefonso, y hasta envió destacamentos camino de Madrid cuando le buscaban al este, a doce leguas de distancia. Tuvo por tanto Hugo que volver atrás, costándole gente las marchas y contramarchas. Lahoussaye pasó en 22 de abril a Cuenca, de donde se retiró Don José Martínez de San Martín, y aquella ciudad, tan desventurada en las anteriores entradas del enemigo, de que hemos referido las más principales, no fue más dichosa en esta, por no desviarse nunca de la senda del patriotismo, honrosa pero llena de abrojos. Huete, Huertahernando, Alcázar de San Juan, Herencia, otros pueblos, entonces, después y antes padecieron no menos desgracias. Volúmenes serían necesarios para contarlas todas, junto con los rasgos de heroicidad de muchos habitantes.
No siendo, pues, dado a los enemigos acabar con Don Juan Martín, pusieron en práctica secretos manejos. Causaron con ellos altercados, una notable dispersión en Alcocer de la Alcarria y, lo que fue peor, el paso a su bando de algunos oficiales, si bien contados. También la junta, con su ambicioso desasosiego e imprudentes medidas, desavino los ánimos no menos que la inoportuna elección del marqués de Zayas [que no debe confundirse con Don José dep. 182 Zayas] como comandante de la provincia, poniendo bajo sus órdenes al Empecinado. De poco nombre dicho marqués entre los generales del ejército, era pernicioso para gobernar partidas, a cuya cabeza podían solo mantenerse los que las habían formado, hombres activos, prácticos de la tierra, avezados a todo linaje de escaseces, a los peligros de una vida arriesgada y venturera, manos encallecidas con la esteva y la azada, ablandadas solo en sangre enemiga. Separarse de camino tan derecho motivó considerables daños. Al principiar julio estaba como dispersa la fuerza que antes mandaba Don Juan Martín, y que ascendía a más de 3000 hombres. Por fortuna pusieron las cortes término al mal, ordenando que se disolviese la junta y se nombrase otra conforme al nuevo reglamento, del que hablaremos después; y previniendo al marqués de Zayas que dejase el mando, según lo realizó, tornando a Valencia, embolsados sueldos y atrasos, ya que no con acrecentamiento de fama. Recobró Don Juan Martín la comandancia de su división, y a pocos días revivió esta con no menor brillo que antes.
Entre los demás partidarios de menor nombre incomodaba D. Juan Abril a los franceses desde las sierras de Guadarrama y Somosierra hasta Madrid, atravesando con frecuencia los puertos y habiendo tenido la dicha, esta primavera, de rescatar 14.000 cabezas de ganado merino que llevaban fuera del reino. Saornil había ahora tomado a su cargo principalmente la provincia de Ávila y las confinantes; pero en 1.º de julio, sorprendido de noche por elp. 183 comandante Montigny junto a Peñaranda de Bracamonte, en donde, descuidado dormía al raso con los suyos, perdió alguna gente, si bien no se retiró hasta después de un combate muy encarnizado. Recorría solo o uniéndose con otros el término de Toledo Don Juan Palarea, el Médico, y en Cebolla y sus contornos, como en otros parajes, sorprendió diversas partidas enemigas, cogiendo en junio en Santa Cruz del Retamar a Mr. Lejeune, ayudante de campo del príncipe Neufchatel, quien ha representado el lance con presumido pincel, y valiéndose de la licencia que se concede a los pintores y a los poetas.
Casi siempre respetaron nuestros partidarios a sus enemigos; lo cual no impedía que so pretexto de ser forajidos, o soldados juramentados de José, los ahorcasen aquellos o arcabuceasen a menudo sin conmiseración alguna. La venganza entonces era pronta y con usura. A veces, a lo largo del camino del Pardo, en las otras avenidas de Madrid, y junto a sus tapias mismas, amanecían colgados tres y más franceses por cada español muerto en quebrantamiento de las leyes de la guerra. Forzosa represalia, pero cruda y lamentable.
Al lado opuesto de Toledo y del campo de las lides de Palarea, el otro médico, Don José Martínez de San Martín, que mandó en Cuenca hasta que volvió de Valencia Bassecourt, tampoco desperdició el tiempo. Combinaba a veces acertadamente sus operaciones entendiéndose con otros partidarios, y el 7 de agosto, unido a Don Francisco Abad [Chaleco], escarmentóp. 184 reciamente a los franceses en la Ossa de Montiel y les cogió bastantes prisioneros y efectos. No menos bulla y estruendo de guerrillas y franceses andaba en Ciudad Real, Almagro, Infantes, por todas las comarcas y villas de la Mancha como en las demás provincias de Castilla la Nueva. Los enemigos en todas ellas continuaban teniendo puntos fortalecidos en que se veían frecuentemente obligados a encerrarse, y a veces aun a rendirse.
De poco valer y harto cansados parecerán a algunos tales acontecimientos, si bien nos limitamos a dar de ellos una sucinta y compendiosa idea. A la verdad, minuciosos se muestran a primera vista y tomados separadamente; pero, mejor pesados, nótase que de su conjunto resultó en gran parte la maravillosa y porfiada defensa de la independencia de España que servirá de norma a todos los pueblos que quieran en lo venidero conservar intacta la suya propia. Más de tres años iban corridos de incesante pelea; 300.000 enemigos pisaban todavía el suelo peninsular, y fuera de unos 60.000 que llamaba a sí el ejército anglo-portugués, ocupaban a los otros casi exclusivamente nuestros guerreros, lidiando a las puertas de Madrid, en los límites y a veces dentro de la misma Francia, en los puntos más extremos, cuan anchamente se dilata la España.
En medio de tan marcial estrépito apenas reparaba nadie, y menos los generales franceses, en la persona de José, a quien podríamos llamar la sombra de Napoleón, con más fundamento del que tuvieron los partidarios de la casa dep. 185 Austria para apellidar a Felipe V, en su tiempo, la sombra de [*] (* Ap. n. 15-3.) Luis XIV. Pues a este permitíanle por lo menos dirigir sus reinos, si bien en un principio sujetándose a reglas que le dieron en Francia, cuando al primero ni sus propios amigos le dejaban, por decirlo así, suelo en que mandar; habiéndole arrebatado de hecho su hermano muchas provincias con el decreto de los gobiernos militares, y escatimándole más y más el manejo de otras: de suerte que, en realidad, el imperio de la corte de Madrid se encerraba en círculo muy estrecho.
De ello quejábase sin cesar José, que era gran desautoridad de su corona, ya harto caediza, tratarle tan livianamente. Mas no por eso dejaba de obrar cual si fuese árbitro y tranquilo poseedor de España. Daba empleos en los diversos ramos, promulgaba leyes, expedía decretos, y hasta trataba de administrar las Indias. Y, ¡cosa maravillosa, si no fuese una de tantas flaquezas del corazón humano!, motejaba en los periódicos de Madrid a las cortes, y los redactores mostrábanse a veces donairosos por querer las últimas gobernar la América, siendo así que José intentaba otro tanto, con la diferencia de que nunca le reconocieron allí como a rey de España, al paso que a las cortes las obedecían entonces, y las obedecieron todavía largo tiempo las más de aquellas provincias.
Todo concurría además a probar a José que si recibía desaires de los suyos, tampoco crecía en favor respecto de los que apellidaba súbditos. Lejos le hacían casi todos estos cruda guerra: en derredor mostrábanle su desafecto con el silencio,p. 186 el cual si se rompía era para patentizar aún más el desvío constante de los pechos españoles por todo lo que fuese usurpación e invasión extranjeras. Hubo circunstancia en que reveló sentimiento tan general hasta la niñez sencilla. Y cuéntase que llevando a la corte Don Dámaso de la Torre, corregidor de Madrid, a un hijo suyo de cortos años, vestido de cívico y armado de un sablecillo, se acercó José al mozuelo, y acariciándole le preguntó en qué emplearía aquella arma, a lo que el muchacho con viveza y sin detenerse le respondió: «En matar franceses.» Repite por lo común la infancia los dichos de los que la rodean, y si en la casa de quien por empleo y afición debía ser adicto al gobierno intruso se vertían tales máximas y opiniones, ¿cuáles no serían las que se abrigaban en las de los demás vecinos?
Inútilmente trató José de mejorar los dos importantes ramos de la guerra y hacienda para ponerse en el caso de manifestar que no le era ya necesaria la asistencia de su hermano, quien de nuevo le envió al mariscal Jourdan, como mayor general. Apenas había José adelantado ni un paso desde el año anterior en dichos dos ramos. Sus fuerzas militares no crecían, y cuando en los estados sonaban 14.000 hombres, escasamente llegaba su número a la mitad, y aun de estos a la primera salida íbanse los más a engrosar, como antes, las filas del Empecinado y de otros partidarios.
Con respecto a las contribuciones, ahora como en los primeros tiempos, no podía disponer José de otros productos que de los de Madrid.p. 187 Había ofrecido variar aquellas y mejorar su cobranza, pero nada había hecho o muy poco. Introdujo y empezó a plantear la de patentes, según la cual cada profesión y oficio, a la manera de Francia, pagaba un tanto por ejercerle. Conservó los antiguos impuestos, inclusos los diezmos y la bula de la Cruzada, respetando la opinión y aun las preocupaciones del pueblo, en tanto que servían a llenar las arcas del erario. Dolencia de casi todos los gobiernos.
En Madrid se aumentaron a lo sumo las contribuciones. Recargáronse los derechos de puertas; a los propietarios de casas se les gravó al principio con un diez por ciento; a los inquilinos con un quince, y en seguida con otro tanto a los mismos dueños: por manera que entre unos y otros vinieron a pagar un cuarenta por ciento, de cuya exorbitancia, junto con otros males, nació en parte la horrorosa miseria que se manifestó poco después en aquella capital.
Para distraer los ánimos promovió José banquetes y saraos, y mandó que se restableciesen los bailes de máscaras, vedados muchos años hacía por el sombrío y espantadizo recelo del gobierno antiguo. También resucitó las fiestas de toros, de las que Carlos IV había por algún tiempo gustado con sobrado ardor, prohibiéndolas después el último, llevado de despecho por un desacato cometido en cierta ocasión contra su persona, mas no impelido de sentimientos humanos. De notar es que semejante espectáculo, tan reprendido fuera de España y tachado de feroz y bárbaro, se renovase en Madrid bajo la protección y amparo de un monarcap. 188 y de un ejército ambos a dos extranjeros. Pero ni aun así se granjeaba José el afecto público: había llaga muy encancerada para que la aliviasen tales pasatiempos.
Verdad sea que la conducta y desmanes de los generales y tropas
francesas contribuían grandemente a enajenar las voluntades. A ello
achacaba José casi exclusivamente el descontento de los pueblos,
figurándose que si no, disfrutaría en paz de solio tan disputado.
Enfermedad apegada a los monarcas, aun a los de fortuna, esta del
alucinamiento. Así lo expresaba José, a punto de mostrar deseo de verse
libre de tropas extrañas. Desazonaba
su
lenguaje
a Napoleón. Disgustaba tal lenguaje a Napoleón,
informado de todo, quien con razón decía:[*] (*
Ap. n. 15-4.) «Si mi hermano
no puede apaciguar la España con 400.000 franceses, ¿cómo presume
conseguirlo por otra vía?», añadiendo: «No hay ya que hablar del
tratado de Bayona; desde entonces todo ha variado; los acontecimientos
me autorizan a tomar todas las medidas que convengan al interés de
Francia.» Cada vez arrebozaba menos Napoleón su modo de pensar. La
mujer de José escribía a su esposo desde París: «¿Sabes que hace mucho
tiempo intenta el emperador tomar para sí las provincias del Ebro acá?
En la última conversación que tuvo conmigo díjome que para ello no
necesitaba de tu permiso, y que lo ejecutaría luego que se conquistasen
las principales plazas.»
Afligido e incomodado José, codiciaba unas veces entrar en tratos con las mismas cortes, y otras retirarse a vida particular. «Más quiero [decía] ser súbdito del emperador en Franciap. 189 que continuar en España rey en el nombre: allí seré buen súbdito, aquí mal rey.» Sentimientos que le honraban; pero siendo su suerte condición precisa de todo monarca que recibe un cetro, y no le hereda o por sí le gana, pudiera José haber de antemano previsto lo que ahora le sucedía.
Sin embargo, primero de tomar una de las dos resoluciones extremas
de que acabamos de hablar, y para las que tal vez no le asistían
ni el desprendimiento ni el valor necesarios, trató José de pasar
a París a avistarse con su hermano; aprovechando la ocasión de
haber dado a luz la emperatriz, su cuñada, en el 20 de marzo, Nacimiento
del rey de Roma. un príncipe
que tomó el título de rey de Roma. Creía José que era aquella
favorable coyuntura al logro de sus pretensiones, y que no se negaría
su hermano a acceder a ellas en medio de tan fausto acontecimiento.
Pero no era Napoleón hombre que cejase en la carrera de la ambición.
Y al contrario, nunca como entonces tenía motivo para proseguir en
ella. Tocaba su poder al ápice de la grandeza, y con el recién nacido
ahondábanse y se afirmaban las raíces antes someras y débiles de su
estirpe.
El efecto que tan acumulada dicha producía en el ánimo del emperador francés, vese en una carta que pocos meses adelante escribía a José su hermana Elisa: «Las cosas han variado mucho [decía]; no es como antes. El emperador solo quiere sumisión, y no que sus hermanos se tengan respecto de él por reyes independientes. Quiere que sean sus primeros súbditos.»
p. 190
Salió de Madrid José camino de París el 23 de abril, acompañado
del ministro de la guerra, Don Gonzalo Ofarrill, y del de estado,
Don Mariano Luis de Urquijo. No atravesó la frontera hasta el 10 de
mayo. Paradas que hizo, y sobre todo 2000 hombres que le escoltaban,
fueron causa de ir tan despacio. No le sobraba precaución alguna:
acechábanle en la ruta los partidarios. Llegó José a París el 16 del
mismo mes, y permaneció allí corto tiempo. Asistió el 9 de junio al
bautizo del rey de Roma, y el 27, ya de vuelta, cruzó el Bidasoa. Vuelve José
a Madrid. Entró en Madrid el
15 de julio, solo, aunque sus periódicos habían anunciado que traería
consigo a su esposa y familia. Reducíase esta a dos niñas, y ni ellas
ni su madre, de nombre Julia, hija de Mr. Clary, rico comerciante de
Marsella, llegaron nunca a poner el pie en España.
Poco satisfecho José del recibimiento que le hizo en París su hermano, convenciose además de cuáles fuesen los intentos de este por lo respectivo a las provincias del Ebro, cuya agregación al imperio francés estaba como resuelta. No obtuvo tampoco en otros puntos sino palabras y promesas vagas; limitándose Napoleón a concederle el auxilio de un millón de francos mensuales.
No remediaba subsidio tan corto la escasez de medios, y menos
reparaba la falta de granos, tan notable ya en aquel tiempo que llegó a
valer en Madrid la fanega de trigo a cien reales, de cuarenta que era
su precio ordinario. Por lo cual, para evitar el hambre que amenazaba,
se formó una junta de acopios, yendo en personap. 191 a recoger granos el ministro de
policía, Don Pablo Arribas, Providencias
violentas
del gobierno
de José. y el de lo interior,
marqués de Almenara: encargo odioso e impropio de la alta dignidad que
ambos ejercían. La imposición que con aquel motivo se cobró de los
pueblos en especie recargolos excesivamente. De las solas provincias
de Guadalajara, Segovia, Toledo y Madrid se sacaron 950.000 fanegas
de trigo y 750.000 de cebada, además de los diezmos y otras derramas.
Efectuose la exacción con harta dureza, arrancando el grano de las
mismas eras para trasladarle a los pósitos o alhóndigas del gobierno,
sin dejar a veces al labrador con que mantenerse ni con que hacer la
siembra. Providencias que quizás pudieron creerse necesarias para
abastecer por de pronto a Madrid; pero inútiles en parte, y a la larga
perjudiciales: pues nada suple en tales casos al interés individual,
que temiendo hasta el asomo de la violencia, huye con más razón
espantado de donde ya se practica aquella.
Decaído José de espíritu, y sobre todo mal enojado contra su hermano, trató de componerse con los españoles. Anteriormente había dado indicio de ser este su deseo: indicio que pasó a realidad con la llegada a Cádiz, algún tiempo después, de un canónigo de Burgos llamado Don Tomás la Peña, quien, encargado de abrir una negociación con la regencia y las cortes, hizo de parte del intruso todo género de ofertas, hasta la de que se echaría el último sin reserva alguna en los brazos del gobierno nacional, siempre que se le reconociese por rey. Mereció la Peña que se le diese comisión tan espinosap. 192 por ser eclesiástico, calidad menos sospechosa a los ojos de la multitud, y hermano del general del mismo nombre; al cual se le juzgaba enemigo de los ingleses de resultas de la jornada de la Barrosa. Extraño era en José paso tan nuevo, y podemos decir desatentado; pero no menos lo era, y aun quizá más, en sus ministros, que debían mejor que no aquel conocer la índole de la actual lucha, y lo imposible que se hacía entablar ninguna negociación mientras no evacuasen los franceses el territorio y no saliese José de España.
La Peña se abocó con la regencia, y dio cuenta de su comisión,
acompañándola de insinuaciones muy seductoras. No necesitaban los
individuos del gobierno de Cádiz tener presentes las obligaciones
que les imponía su elevada magistratura para responder digna y
convenientemente: bastábales tomar consejo de sus propios e hidalgos
sentimientos. Inutilidad
de los pasos
que estos dan. Y así dijeron que ni en cuerpo ni separadamente
faltarían nunca a la confianza que les había dispensado la nación, y
que el decreto dado por las cortes en 1.º de enero sería la invariable
regla de su conducta. Añadieron también con mucha verdad que ni ellos,
ni la representación nacional, ni José tenían fuerza ni poderío
para llevar a cima, cada uno en su caso, negociación de semejante
naturaleza. Porque a las cortes y a la regencia se las respetaba
y obedecía en tanto que hacían rostro a la usurpación e invasión
extranjeras; pero que no sucedería lo mismo si se alejaban de aquel
sendero indicado por la nación. Y en cuanto a José, claro era
que faltándole elp. 193
arrimo de su hermano, único poder que le sostenía, no solamente se
hallaría imposibilitado de cumplir cosa alguna, sino que en el mismo
hecho vendría abajo su frágil y desautorizado gobierno. Terminose aquí
la negociación.[*] (* Ap. n. 15-5.) Las cortes nunca tuvieron de oficio
conocimiento de ella, ni se traslució en el público, a gran dicha del
comisionado. En los meses siguientes despacháronse de Madrid con el
mismo objeto nuevos emisarios, de que hablaremos, y cuyas gestiones
tuvieron el mismo paradero. Otras eran las obligaciones, otras las
miras, otro el rumbo que había tomado y seguido el gobierno legítimo de
la nación.
p. 195
RESUMEN
DEL
LIBRO DECIMOSEXTO.
Abren las cortes sus sesiones en Cádiz. — Presupuestos presentados por el ministro de hacienda. — Reflexiones acerca de ellos. — Debates en las cortes. — Contribución extraordinaria de guerra. — Reconocimiento de la deuda pública. — Nombramiento de una junta nacional del crédito público. — Memoria del ministro de la guerra. — Aprueban las cortes el estado mayor. — Créase la orden de San Fernando. — Reglamento de juntas provinciales. — Abolición de la tortura. — Discusión y decreto sobre señoríos y derechos jurisdiccionales. — Primeros trabajos que se presentan a las cortes sobre Constitución. — Ofrecen los ingleses su mediación para cortar las desavenencias de América. — Tratos con Rusia. — Sucesos militares. — Expedición de Blake a Valencia. — Facultades que se otorgan a Blake. — Desembarca en Almería. — Incorpóranse las tropas de la expedición momentáneamente con el tercer ejército. — Operaciones de ambas fuerzas reunidas. — Medidas que toma Soult. — Acción de Zújar y sus consecuencias. — Nuevos cuarteles del tercer ejército, y separación de las fuerzas expedicionarias. — Únese Montijo al ejército. — Sucede en el mando a Freire el general Mahy. — Los franceses no prosiguen a Murcia. — Valencia. — Estado de aquel reino. — Llegada de Blake. — Providencias de este general. — Se dispone Suchet a invadir aquel reino. — Pisa su territorio. — Su marcha y fuerza que lleva. — Las que reúne Blake y otras providencias. — Sitio del castillo de Murviedro o Sagunto. — Su descripción. — Vana tentativa de escalada. — Reencuentro en Soneja y Segorbe. — En Bétera y Benaguacil. — Buena defensa y toma del castillo de Oropesa. — Resistencia honrosa y evacuación de la torre del Rey. — Activa el enemigo los trabajos contra Sagunto. — Asalto intentado infructuosamente. — Prepárase Blake a socorrer a Sagunto. — Batalla de Sagunto. — Rendición del castillo. — Diversiones en favor de Valencia. Cataluña. — Toma de las islas Medas. — Muerte de Montardit. — Empresas de Lacy y Eroles en el centro de Cataluña. — Ataque de Igualada. — Rendición de la guarnición de Cervera. — De Bellpuig. — Revuelve Eroles sobre la frontera de Francia. — Acertada conducta de Lacy. — Pasa Macdonald a Francia. — Le sucede Decaen. — Convoy que va a Barcelona. — Aragón, Durán y el Empecinado. — Mina. — Tropas que reúnen los franceses en Navarra y Aragón. — Atacan a Calatayud Durán y el Empecinado. — Hacen prisionera la guarnición. — Viene sobre ellos Musnier. — Se retiran. — División de Severoli en Aragón. — Se separan Durán y el Empecinado. — Mina. — Ponen los franceses su cabeza a precio. — Tratan de seducirle. — Penetra Mina en Aragón. — Ataca a Ejea. — Coge una columna francesa en Plasencia de Gállego. — Embarca los prisioneros en Motrico. — Distribuye Musnier la división de Severoli. — Abandonan los franceses a Molina. — Nuevas acometidas del Empecinado. — De Durán. — Ambos bajo las órdenes de Montijo. — Ballesteros en Ronda. — Acción contra Rignoux. — Avanza Godinot. — Retírase Ballesteros. — Vanas tentativas de Godinot. — Tarifa socorrida. — Retírase Godinot. — Se mata. — Sorprende Ballesteros a los franceses en Bornos. — Juan Manuel López. — Crueldad de Soult.
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HISTORIA
DEL
LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
de España.
Trasladadas las cortes de la Isla de León a Cádiz, abrieron las sesiones en esta ciudad el 24 de febrero, según ya apuntamos. El sitio que se escogió pava celebrarlas fue la iglesia de S. Felipe Neri, espaciosa y en forma de rotonda. Se construyeron galerías públicas a derecha y a izquierda, en donde antes estaban los altares colaterales, y otra más elevada encima del cornisamento, de donde arranca la cúpula. Era la postrera galería angosta, lejana y de pocas salidas, lo que dio ocasión a alguno que otro desorden que a su tiempo mencionaremos, si bien enfrenados siempre por la sola y discreta autoridad de los presidentes.
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En 26 de febrero se leyó en las cortes, por primera vez, un presupuesto de gastos y entradas. Era obra de Don José Canga Argüelles, secretario a la sazón del despacho de hacienda. La pintura que en el contexto se trazaba del estado de los caudales públicos aparecían harto dolorosa. «El importe de la deuda [*] (* Ap. n. 16-1.) [expresaba el ministro] asciende a 7.194.266.839 rs. vn., y los réditos vencidos a 219.691.473 de igual moneda.» No entraban en este cómputo los empeños contraídos desde el principio de la insurrección, que por lo general consistían en suministros aprontados en especie. El gasto anual, sin los réditos de la deuda, le valuaba el señor Canga en 1.200.000.000 de reales, y los productos en solo 255.000.000. «Tal es [continuaba el ministro] la extensión de los desembolsos y de las rentas con que contamos para satisfacerlas, calculadas aproximadamente por no ser dado hacerlo con exactitud, por la falta a veces de comunicación entre las provincias y el gobierno, por las ocurrencias militares de ellas...» «Si la santa insurrección de España hubiera encontrado desahogados a los pueblos, rico el tesoro, consolidado el crédito y franqueados todos los caminos de la pública felicidad, nuestros ahogos serían menores, más abundantes los recursos, y los reveses hubieran respetado a nuestras armas; pero una administración desconcertada de veinte años, una serie de guerras desastrosas, un sistema opresor de hacienda, y sobre todo la mala fe en los contratos de esta y el desarreglo de todos los ramos, solo dejaron en pos de sí la miseria yp. 201 la desolación; y los albores de la independencia y de la libertad rayaron en medio de las angustias y de los apuros...» «A pesar de todo, hemos levantado ejércitos; y combatiendo con la impericia y las dificultades, mantenemos aún el honor del nombre español, y ofrecemos a la Francia el espectáculo terrible de un pueblo decidido que aumenta su ardor al compás de las desgracias...»
Y ahora habrá quien diga: ¿cómo pues las cortes hicieron frente a tantas atenciones, y pudieron cubrir desfalco tan considerable? A eso responderemos: 1.º, que el presupuesto de gastos estaba calculado por escala muy subida, y por una muy ínfima el de las entradas; 2.º, que en estas no se incluían las remesas de América, que, aunque en baja, todavía producían bastante, ni tampoco la mayor parte de las contribuciones ni suministros en especie; y 3.º, que tal es la diferencia que media entre una guerra nacional y una de gabinete. En la última los pagos tienen que ser exactos y en dinero, cubriéndolos solamente contribuciones arregladas y el crédito, que encuentra con límites: en la primera suplen al metálico, en cuanto cabe, los frutos, aprontando los propietarios y hombres acaudalados no solo las rentas sino a veces hasta los capitales, ya por patriotismo, ya por prudencia; sobrellevando asimismo el soldado con gusto, o al menos pacientemente, las escaseces y penuria, como nuevo timbre de realzada gloria. Y, en fin, en una guerra nacional, poniéndose en juego todas las facultades físicas e intelectuales de una nación, se redoblan al infinitop. 202 los recursos; y por ahí se explica como la empobrecida, mas noble, España pudo sostener tan larga y dignamente la causa honrosa de su independencia. Favoreciola, es verdad, la alianza con la Inglaterra, yendo unidos en este caso los intereses de ambas potencias; pero lo mismo ha acontecido casi siempre en guerras de semejante naturaleza. Díganlo, si no, la Holanda y los Estados Unidos, apoyada la primera por los príncipes protestantes de aquel siglo, y los últimos por Francia y España. Y no por eso aquellas naciones ocupan en la historia lugar menos señalado.
Al día siguiente de haber presentado el ministro de hacienda los presupuestos, se aprobó el de gastos después de una breve discusión. Nada en él había superfluo; la guerra lo consumía casi todo. Detuviéronse más las cortes en el de entradas. No propuso por entonces Canga Argüelles ninguna mudanza esencial en el sistema antiguo de contribuciones, ni en el de su administración y recaudación. Dejaba la materia para más adelante como difícil y delicada.
Indicó varias modificaciones en la contribución extraordinaria de guerra que, según en su lugar se vio, había decretado la junta central sin que se consiguiese plantearla en las más de las provincias. Con ella se contaba para cubrir en parte el desfalco de los presupuestos. Adolecía, sin embargo, esta imposición de graves imperfecciones. La mayor de todas consistía en tomar por base el capital existimativo de cada contribuyente, y no los réditos o productos líquidos de las fincas. Propuso con razón el ministrop. 203 sustituir a la primera base la postrera; pero no anduvo tan atinado en recargar al mismo tiempo en un 30, 45, 50, 60 y aun 65 por ciento los diezmos eclesiásticos y la partición de frutos o derechos feudales, con más o menos gravamen, según el origen de la posesión. Fundaba el señor Canga la última parte de su propuesta en que los desembolsos debían ser en proporción de lo que cada cual expusiese en la actual guerra; y a muchos agradaba la medida por tocar a individuos cuya jerarquía y privilegios no disfrutaban del favor público. Mas, a la verdad, el pensamiento del ministro era vago, injusto y casi impracticable; porque, ¿cómo podía graduarse equitativamente cuáles fuesen las clases que arriesgaban más en la presente lucha? Iba en ella la pérdida o la conservación de la patria común, e igual era el peligro, e igual la obligación en todos los ciudadanos de evitar la ruina de la independencia. Fuera de esto, tratábase solo ahora de contribuciones, no de examinar la cuestión de diezmos, ni la de los derechos feudales, y menos la temible y siempre impolítica del origen de la propiedad. Mezclar y confundir puntos tan diversos era internarse en un enredado laberinto de averiguaciones, que tenía al cabo que perjudicar a la pronta y más expedita cobranza del impuesto extraordinario.
Cuerdamente huyó la comisión de tal escollo; y dejando a un lado el recargo propuesto por el ministro sobre determinados derechos o propiedades, atúvose solo a gravar sin distinción las utilidades líquidas de la agricultura, de la industria y del comercio. Hasta aquí asemejábasep. 204 mucho el nuevo impuesto al income tax de Inglaterra, y no flaqueaba sino por los defectos que son inherentes a esta clase de contribuciones en la indagación de los rendimientos que dejan ciertas granjerías. Pero la comisión, admitiendo además otra modificación en la base fundamental del impuesto, introdujo una regla que, si no tan injusta como la del ministro ni de consecuencias tan fatales, aparecía no menos errónea. Fue, pues, la de una escala de progresión según la cual crecía el impuesto a medida que la renta o las utilidades pasaban de 4000 reales vellón. Dos y medio por ciento se exigía a los que estaban en este caso; más y respectivamente de allí arriba, llegando algunos a pagar hasta un 50 y un 76 por ciento: pesado tributo, tan contrario a la equidad como a las sanas y bien entendidas máximas que enseña la práctica y la economía pública en la materia. Porque gravando extraordinariamente y de un modo impensado las rentas del rico, no solo se causa perjuicio a este, sino que se disminuye también o suprime, en vez de favorecer, la renta de las clases inferiores, que en el todo o en gran parte consiste en el consumo que de sus productos o de su industria hacen respectiva y progresivamente las familias más acomodadas y poderosas. Dicho impuesto, además, llega a devorar hasta el capital mismo, destruye en los particulares el incentivo de acumular, origen de gran prosperidad en los estados, y tiene el gravísimo inconveniente de ser variable sobre una cantidad dada de riqueza, lo que no sucede en las contribuciones de esta especie cuandop. 205 solo son proporcionales sin ser progresivas.
Las cortes, sin embargo, aprobaron el 24 de marzo el informe de la comisión, reducido a tres principales bases: 1.ª, que se llevase a efecto la contribución extraordinaria de guerra impuesta por la central; 2.ª, que se fijase la base de esta contribución con relación a los réditos o productos líquidos de las fincas, comercio e industria; 3.ª, que la cuota correspondiente a cada contribuyente fuese progresiva al tenor de una escala que acompañaba a la ley. La premura de los tiempos y la inexperiencia disculpan solo la aprobación de un impuesto no muy bien concebido.
Adoptaron igualmente las cortes otros arbitrios introducidos antes por la central, como el de la plata de las iglesias y particulares, y el de los coches de estos. El primero se hallaba ya casi agotado, y el último era de poco o ningún valor: no osando nadie, a menos de ser anciano o de estar impedido, usar de carruaje en medio de las calamidades del día.
Tampoco fue en verdad de gran rendimiento el arbitrio conocido bajo el nombre de represalias y confiscos, que consistía en bienes y efectos embargados a franceses y a españoles del bando del intruso. Tomaron ya esta medida los gobiernos que precedieron a las cortes, autorizados por el derecho de gentes y el patrio, como también apoyados en el ejemplo de José y de Napoleón. Las luces del siglo han ido suavizando la legislación en esta parte, y el buen entendimiento de las naciones modernas acabará por borrar del todo los lunares que aún quedan,p. 206 y son herencia de edades menos cultas. En España apenas sirvieron las represalias y los confiscos sino para arruinar familias, y alimentar la codicia de gente rapaz y de curia. Las cortes se limitaron en aquel tiempo a adoptar reglas que abreviasen los trámites, y mejorasen en lo posible la parte administrativa y judicial del ramo.
Días después, en 30 de marzo, presentose de nuevo al congreso el
ministro de Hacienda, y leyó una memoria circunstanciada [*] sobre la
deuda y crédito público. Nada por de pronto determinaron las cortes
en la materia, hasta que en el inmediato septiembre dieron un decreto
reconociendo todas las deudas antiguas, y las contraídas desde 1808
por los gobiernos y autoridades nacionales, exceptuando por entonces
de esta regla las deudas de potencias no amigas. A poco nombraron
también las mismas cortes Nombramiento
de una junta
nacional del
crédito público. una junta
llamada nacional del crédito público, compuesta de tres individuos
escogidos de entre nueve que propuso la regencia. Se depositó en manos
de este cuerpo el manejo de toda la deuda, puesta antes al cuidado de
la tesorería mayor y de la caja de consolidación. Las cortes hasta
mucho tiempo adelante no desentrañaron más el asunto, por lo que
suspenderemos ahora tratar de él detenidamente. Diose ya un gran paso
hacia el restablecimiento del crédito en el mero hecho de reconocer de
un modo solemne la deuda pública, y en el de formar un cuerpo encargado
exclusivamente de coordinar y regir un ramo muy intrincado de suyo, y
antes de mucha maraña.
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También se leyó en las cortes el 1.º de marzo una memoria del ministro de la Guerra,[*] en que largamente se exponían las causas de los desastres padecidos en los ejércitos, y las medidas que convenía adoptar para poner en ello pronto remedio. Nada anunciaba el ministro que no fuese conocido, y de que no hayamos ya hecho mención en el curso de esta historia. Las circunstancias hacían insuperables ciertos males: solo podía curarlos la mano vigorosa del gobierno, no las discusiones del cuerpo legislativo. Sin embargo, excitó una muy viva el dictamen que la comisión de guerra presentó días después acerca del asunto. Muchos señores no se manifestaron satisfechos con lo expuesto por el ministro, que casi se limitaba a reflexiones generales; pero insistieron todos en la necesidad urgentísima de restaurar la disciplina militar, cuyo abandono, ya anterior a la presente lucha, miraban como principal origen de las derrotas y contratiempos.
Debiendo contribuir a tan anhelado fin, y a un bien entendido, uniforme y extenso plan de campaña el estado mayor general creado por la última regencia, afirmaron dicha institución las cortes en decreto de 6 de julio. Necesitábase, para sostenerla, de semejante apoyo, estando combatida por militares ancianos, apegados a usos añejos. Cada día probó más y más la experiencia lo útil de aquel cuerpo, ramificado por todos los ejércitos, con un centro común cerca del gobierno, y compuesto en general de la flor de la oficialidad española.
Asimismo las cortes al paso que quisieronp. 208 poner coto a la excesiva concesión de grados, a la de las órdenes y condecoraciones de la milicia, tampoco olvidaron excogitar un medio que recompensase las acciones ilustres, sin particular gravamen de la nación; porque, como dice nuestro Don Francisco de Quevedo,[*] (* Ap. n. 16-4.) «dar valor al viento es mejor caudal en el príncipe que minas.» Con este objeto propuso la comisión de premios, en 5 de mayo, el establecimiento de una orden militar, que llamó del Mérito, destinada a remunerar las hazañas que llevasen a cima los hombres de guerra, desde el general hasta el soldado inclusive.
No empezó la discusión sino en 25 de julio, y se publicó el decreto a fines de agosto inmediato, cambiándose, a propuesta del señor Morales Gallego, el título dado por la comisión en el de orden nacional de San Fernando. Era su distintivo una venera de cuatro aspas, que llevaba en el centro la efigie de aquel santo: la cinta encarnada con filetes estrechos de color de naranja a los cantos. Había grandes y pequeñas cruces, y las había de oro y plata con pensiones vitalicias en ciertos casos. Individualizábanse en el reglamento las acciones que se debían considerar como distinguidas, y los trámites necesarios para la concesión de la gracia, a la cual tenía que preceder una sumaria información en juicio abierto contradictorio, sostenido por oficiales o soldados que estuviesen enterados del hecho o le hubiesen presenciado. Hasta el año de 1814 se respetó la letra de este reglamento, mas entonces al volver Fernando de Francia, prodigose indebidamente la nuevap. 209 orden y se vilipendió del todo en 1823, dispensándola a veces con profusión a muchos de aquellos extranjeros contra quienes se había establecido, y en oposición de los que la habían creado o merecido legítimamente. Juegos de la fortuna nada extraños, si el distribuidor de las mercedes no hubiera sido aquel mismo Fernando, cuyo trono, antes de 1814, atacaban los recién agraciados y defendían los ahora perseguidos.
Mejoraron también las cortes la parte gubernativa de las provincias, adoptando un reglamento para las juntas que se publicó en 18 de marzo y gobernó hasta el total establecimiento de la nueva constitución de la monarquía. En él se determinaba el modo de formar dichos cuerpos y se deslindaban sus facultades. Elegíanse los individuos como los diputados de cortes, popularmente: nueve en número, excepto en ciertos parajes. Entraban además en la junta el intendente y el capitán general, presidente nato. Fijábase la renovación de los individuos por terceras partes cada tres años, y se establecían en los partidos comisiones subalternas.
A las juntas tocaba expedir las órdenes para los alistamientos y contribuciones, y vigilar la recaudación de los caudales públicos: no podían sin embargo disponer por sí de cantidad alguna. Se les encargaban también los trabajos de estadística, el fomento de escuelas de primeras letras, y el cuidado de ejercitar a la juventud en la gimnástica y manejo de las armas. No menos les correspondía fiscalizar las contratas de víveres y el repartimiento de estos, las de vestuario yp. 210 municiones, las revistas mensuales y otros pormenores administrativos. Facultades algunas sobrado latas para cuerpos de semejante naturaleza; mas necesario era concedérselas en una guerra como la actual. Reportó bienes el nuevo reglamento, pues por lo menos evitó desde luego la mudanza arbitraria de las juntas al son de las parcialidades o del capricho de cualquiera pueblo, según a veces acontecía. Las elecciones que resultaron fueron de gente escogida: y en adelante medió mayor concordia entre los jefes militares y la autoridad civil.
No menos continuaron las cortes teniendo presente la reforma del ramo judicial, sin aguardar al total arreglo que preparaba la comisión de constitución. Y así en virtud de propuesta que en 2 de abril había formalizado Don Agustín de Argüelles, promulgose en 22 del mismo mes un decreto aboliendo la tortura e igualmente la práctica introducida de afligir y molestar a los acusados con lo que ilegal y abusivamente llamaban apremios. La medida no halló oposición en las cortes; provocó tan solo ciertas reflexiones de algunos antiguos criminalistas, entre otros del señor Hermida, que avergonzándose de sostener a las claras tan bárbara ley y práctica, limitose a disculpar la aplicación en exceptuados casos. La tortura, infame crisol de la verdad, según la expresión del ilustre Beccaria,[*] (* Ap. n. 16-5.) no se empleaba ya en España sino raras veces: merced a la ilustración de los magistrados. Usábase con más frecuencia de los apremios, introducidos veinte años atrás por el famoso superintendente de policía Cantero,p. 211 hombre de duras entrañas. Los autorizaba solo la práctica: por lo que siendo de aplicación arbitraria solíase con ellos causar mayor daño que con la misma tortura. ¡Quién hubiera dicho que esta y los mismos apremios, si bien prosiguiendo abolidos después de 1814, habían de imponerse a las calladas por presumidos crímenes de estado, y a veces [*] (* Ap. n. 16-6.) en virtud de consentimiento u orden secreta emanada del soberano mismo!
Asunto de mayor importancia, si no de interés más humano, fue el que por entonces ventilaron también las cortes, tratando de abolir los señoríos jurisdiccionales y otras reliquias del feudalismo: sistema este que, como dice Montesquieu,[*] se vio una vez en el mundo, y que quizá nunca se volverá a ver. Traía origen de las invasiones del norte, pero no se descogió ni arraigó del todo hasta el siglo X. En España, aunque introducido como en los demás reinos, no tuvo por lo común la misma extensión y fuerza; mayormente si, conforme al dictamen de un autor moderno,[*] (* Ap. n. 16-8.) era «la feudalidad una confederación de pequeños soberanos y déspostas, desiguales entre sí, y que teniendo unos respecto de otros obligaciones y derechos, se hallaban investidos en sus propios dominios de un poder absoluto y arbitrario sobre sus súbditos personales y directos.» Las diferencias y mitigación que hubo en España tal vez pendieron de la conquista de los sarracenos, ocurrida al mismo tiempo que se esparcía el feudalismo y tomaba incremento. Verdad es que tampoco se ha de entender a la letra la definiciónp. 212 trasladada, no habiendo acaecido estrictamente los sucesos al compás de las opiniones del autor citado. Edad la del feudalismo de guerra y de confusión, caminábase en ella como a tientas y a la ventura; trastornándose a veces las cosas a gusto del más poderoso y, digámoslo así, a punta de lanza. Por tanto variaban las costumbres y usos no solo entre las naciones, pero aun entre las provincias y ciudades, notando Giannone, [*] (* Ap. n. 16-9.) con respecto a Italia, que en unos lugares se arreglaban los feudos de una manera y en otros de otra. No menos discordancia reinó en España.
Al examinar las cortes este negocio, presentábanse a la discusión tres puntos muy distintos: el de los señoríos juridisccionales; el de los derechos y prestaciones anexas a ellos con los privilegios del mismo origen, llamados exclusivos, privativos y prohibitivos; y el de las fincas enajenadas de la corona, ya por compra o recompensa, ya por la sola voluntad de los reyes.
Antes de la invasión árabe, el Fuero Juzgo, o código de los visigodos, que era un complejo de las costumbres y usos sencillos de las naciones del norte, y de la legislación más intrincada y sabia de los Teodosios y Justinianos, había servido de principal pauta para la dirección de los pueblos peninsulares. Según él,[*] (* Ap. n. 16-10.) desempeñaban la autoridad judicial el monarca y los varones a quien este la delegaba, o individuos nombrados por el consentimiento de las partes. Solían los primeros reunir las facultades militares a las civiles. Intervenían también los obispos[*]: (* Ap. n. 16-11.) disposición no menos acomodada a lasp. 213 costumbres del septentrión, transmitidas a la posteridad por la sencilla y correcta pluma de César [*] (* Ap. n. 16-12.) y por la tan vigorosa de Tácito,[*] (* Ap. n. 16-13.) cuanto conforme al predominio que en el antiguo mundo romano había adquirido el sacerdocio después que Constantino había con su conversión afirmado el imperio de la Cruz.
Inundada España por las huestes agarenas, y establecida en lo más del suelo peninsular la dominación de los califas y de sus tenientes, como igualmente la creencia del Corán, se alteraron o decayeron mucho en la práctica las leyes admitidas en los concilios de Toledo y promulgadas por los Euricos y Sisenandos. En el país conquistado prevaleció, de consiguiente, sobre todo en lo criminal, la sencilla legislación de los nuevos dueños; (* Ap. n. 16-14.) decidiéndose los procesos y las causas por medio de la verbal y expedita justicia del cadí o de un alcalde particular,[*] siempre que no las cortaba el alfanje o antojo del vencedor.
Pocos litigios en un principio debieron de suscitarse en las circunscriptas y ásperas comarcas que los cristianos conservaron libres; sujetándose probablemente el castigo de los delitos y crímenes a la pronta y severa jurisdicción de los caudillos militares. Ensanchado el territorio y afianzándose los nuevos estados de Asturias, Navarra, Aragón y Cataluña, restableciéronse parte de las usanzas y leyes antiguas, y se adoptaron poco a poco, con mayor o menor variación, las reglas y costumbres feudales, introducidas con especialidad en las provincias aledañas de Francia: tomando de aquí nacimientop. 214 la jurisdicción que podemos llamar patrimonial.
Conforme a ella, nombraban los señores, las iglesias y los monasterios o conventos, en muchos parajes, jueces de primera instancia y de segunda, que no eran sino meros tenientes de los dueños, bajo el título de alcaldes ordinarios y mayores, de bailes u otras equivalentes denominaciones. El gobierno de reyes débiles, pródigos o menesterosos, y las minoridades y tutorías acrecentaron extraordinariamente estas jurisdicciones. De muy temprano se trató de remediar los males que causaban, aunque sin gran fruto por largo tiempo. Las leyes de Partida, como el Fuero Juzgo, no conocieron otra derivación de la potestad judicial que la del monarca o la de los vecinos de los pueblos, diciendo:[*] (* Ap. n. 16-15.) «Estos tales [los juzgadores] non los puede otro poner si non ellos [emperadores o reyes] o otro alguno a quien ellos otorgasen señaladamente poder de lo fazer, por su carta o por su privillejo, o los que pusiesen los menestrales...» Adviértase que esta ley llama privilegio a la concesión otorgada a los particulares, y no así a la facultad de que gozaban los menestrales de nombrar sus jefes en ciertos casos: lo que muestra, para decirlo de paso, el respeto y consideración que ya entonces se tenía en España a la clase media y trabajadora. Otra ley [*] (* Ap. n. 16-16.) del mismo código dispone que si el rey hiciere donación de villa o de castillo, o de otro lugar, «non se entiende que él da ninguna de aquellas cosas que pertenecen al señorío del regno señaladamente; así como moneda op. 215 justicia de sangre...» Y añade que, aun en el caso de otorgar esto en el privilegio, «... las alzadas de aquel logar deben ser para el rey que fizo la donación e para sus herederos.» No obstante lo resuelto por esta y otras leyes, y haberse fundado una protección especial sobre los vasallos dominicales, creando jueces o pesquisidores que conociesen de los agravios, así en los juicios como en la exacción de derechos injustos, continuaron los señores ejerciendo la plenitud de su poder en materia de jurisdicción, hasta el reinado de Don Fernando el V y de Doña Isabel su esposa.
Ceñidas entonces las sienes de estos monarcas con las coronas de Aragón y Castilla, conquistada Granada, descubierto un Nuevo Mundo, sobreviniendo de tropel tantos portentos, hacedero fue acrecer y consolidar la potestad soberana y poner coto a la de los señores. El sosiego público y el buen orden pedían semejante mudanza. Coadyuvaron a ella el arreglo y mejoras que los mencionados reyes introdujeron en los tribunales, la nueva forma que dieron al consejo real y la creación de la suprema Santa Hermandad, magistratura extraordinaria que entendiendo, por vía de apelación, en muchas causas capitales, dio fuerza y unidad a las hermandades subalternas, y enfrenó a lo sumo los desmanes y violencias que se cometían bajo el amparo de señores poderosos, armados del capacete o revestidos del hábito religioso.
Jiménez de Cisneros, Carlos V, Felipe II ensancharon aún más la autoridad y dominio de la corona. Lo mismo aconteció bajo los reyes,p. 216 sus sucesores, y bajo la estirpe borbónica: llegando a punto que en 1808, si bien proseguían los señores nombrando jueces en muchos pueblos, tenían los elegidos que estar dotados de cualidades indispensables que exigían las leyes, sin que pudiesen conocer de otros asuntos que de delitos o faltas de poca entidad y de las causas civiles en primera instancia, quedando siempre el recurso de apelación a las audiencias y chancillerías.
Aunque tan menguadas las facultades de los señores en esta parte, claro era que aun así debían desaparecer los señoríos jurisdiccionales, siendo conveniente e inevitable uniformar en toda la monarquía la administración de justicia.
En cuanto a derechos, prestaciones y privilegios exclusivos, había mucha variedad y prácticas extrañas. Abolidos los señoríos, de suyo lo estaban las cargas destinadas a pagar los magistrados y dependientes de justicia que nombraban los antiguos dueños. La misma suerte tenía que caber a toda imposición o pecho que sonase a servidumbre, no debiendo sin embargo confundirse, como querían algunos, el verdadero feudo con el foro o enfiteusis, pues aquel consiste en una prestación de mero vasallaje, y el último se reduce a un censo pagado por tiempo o perpetuamente en trueque del usufructo de una propiedad inmueble. Servidumbre, por ejemplo, era la luctuosa, según la cual a la muerte del padre recibía el señor la mejor prenda o alhaja, añadiéndose al quebranto y duelo la pérdida de la parte más preciosa del haber o hacienda dep. 217 la familia. Igualmente aparecía carga pesada, y aún más vergonzosa, la que pagaba un marido por gozar libremente del derecho legítimo que le concedían sobre su esposa el contrato y la bendición nupcial. Tan fea y reprensible costumbre no se conservaba en España sino en parajes muy contados: más general había sido en Francia, dando ocasión a un rasgo festivo de la pluma de Montesquieu,[*] (* Ap. n. 16-17.) en obra tan grave como lo es el Espíritu de las Leyes. No le imitaremos, si bien prestaba a ello ser los monjes de Poblet los que todavía cobraban en la villa de Verdú 70 libras catalanas al año en resarcimiento de uso tan profano, y conocido por nuestros mayores bajo el significativo nombre de derecho de pernada. Los privilegios exclusivos de hornos, molinos, almazaras, tiendas, mesones, con otros, y aun los de pesca y caza en ciertas ocasiones, debían igualmente ser derogados como dañosos a la libertad de la industria y del tráfico, y opuestos a los intereses y franquezas de los otros ciudadanos. Mas también exigía la equidad que, así en esto como en lo de alcabalas, tercias y otras adquisiciones de la misma naturaleza, se procurase indemnizar en cuanto fuese permitido y en señaladas circunstancias a los actuales dueños de las pérdidas que con la abolición iban a experimentar. Pues reputándose los expresados privilegios y derechos en los tiempos en que se concedieron por tan legítimos y justos como cualquiera otra propiedad, recia cosa era que los descendientes de un Guzmán el Bueno, a quien, en remuneración de la heroica defensa de Tarifa se hizo merced delp. 218 goce exclusivo del almadraba o pesca del atún en la costa de Conil, resultasen más perjudicados por las nuevas reformas que la posteridad de alguno de los muchos validos que recibieron, en tiempo de su privanza, tierras u otras fincas, no por servicios, sí por deslealtades o por cortesanas lisonjas. El distinguir y resolver tantos y tan complicados casos ofrecía dificultades que no allanaban ni las pragmáticas, ni las cédulas, ni las decisiones, ni las consultas que al intento y en abundancia se habían promulgado o extendido en los gobiernos anteriores; por lo que menester se hacía tomar una determinación, en la cual, respetando en lo posible los derechos justamente adquiridos de los particulares, se tuviese por principal mira y se prefiriese a todo la mayor independencia y bien entendida prosperidad de la comunidad entera.
Venía después de las jurisdicciones feudales y de los derechos y privilegios anexos a ellas, el examen del punto, aún más delicado, de los bienes raíces o fincas enajenadas de la corona. Cuando la invasión de las naciones septentrionales en la península española, dividieron los conquistadores el territorio en tres partes, reservándose para sí dos de ellas, y dejando la otra a los antiguos poseedores. Destruyeron los árabes o alteraron semejante distribución, de la que sin duda hasta el rastro se había perdido al tiempo de la reconquista de los cristianos. Y, por tanto, no siendo posible, generalmente hablando, restituir las propiedades a los primitivos dueños, pasaron aquellas a otros nuevos, y se adquirieron: 1.º, por repartimiento de conquista; 2.º, por derechop. 219 de población o cartas pueblas; 3.º, por donaciones remuneratorias de servicios eminentes; 4.º, por dádivas que dispensaron los reyes, llevados de su propia ambición o mero antojo, y por enajenación con pacto de retro: 5.º, por compras u otros traspasos posteriores.
Justísima y gloriosa la empresa que llevaron a cima nuestros abuelos de arrojar a los moros del suelo patrio, nadie podía disputar a los propietarios de la primera clase el derecho que se derivaba de aquella fuente. Tampoco parecía estar sujeto a duda el de los que le fundaban en cartas pueblas, concedidas por varios príncipes a señores, iglesias y monasterios, para repoblar y cultivar yermos y terrenos que quedaron abandonados de resultas de la irrupción árabe, y de las guerras y otros acontecimientos que sobrevinieron. Solo podía exigirse en estas donaciones el cumplimiento de las cláusulas bajo las cuales se otorgaron, mas no otra cosa.
Respetaban todos las adquisiciones de bienes y fincas que procedían de servicios eminentes, o de compras y otros traspasos legales. No así las enajenaciones de la corona hechas con pacto de retro por la sola y antojadiza voluntad de los reyes, inclinándose muchos a que se incorporasen a la nación del mismo modo que antes se hacía a la corona; doctrina esta antigua en España, mantenida cuidadosamente por el fisco, y apoyada en general por el consejo de hacienda, que a veces extendía sus pretensiones aún más lejos. La fomentaron casi todos los príncipes,[*] (* Ap. n. 16-18.) y apenas se cuenta uno de los de Aragón o Castilla que, habiendo cedido jurisdicciones,p. 220 derechos y fincas, no se arrepintiese en seguida y tratase de recuperarlas a la corona.
Pero no era fácil meterse ahora en la averiguación del origen de dichas propiedades, sin tocar al mismo tiempo al de todas las otras. Y, ¿cómo entonces no causar un sacudimiento general, y excitar temores los más fundados en todas las familias? Por otra parte, el interés bien entendido del estado no consiste precisamente en que las fincas pertenezcan a uno u a otro individuo, sino en que reditúen y prosperen, para lo que nada conduce tanto como el disfrute pacífico y sosegado de la propiedad. Los sabios y cuerdos representantes de una nación huyen en materias tales de escudriñar en lo pasado: proveen para lo porvenir.
No se apartaron de esta máxima en el asunto de que vamos tratando las cortes extraordinarias. Dio principio a la discusión en 30 de marzo Don Antonio Lloret, diputado por Valencia y natural de Alberique, pueblo que había traído continuas reclamaciones contra los duques del Infantado, formalizando dicho señor una proposición bastantemente racional dirigida a que [*] (* Ap. n. 16-19.) «se reintegrasen a la corona todas las jurisdicciones, así civiles como criminales, sin perjuicio del competente reintegro o compensación a los que las hubiesen adquirido por contrato oneroso o causa remuneratoria.» Apoyaron al señor Lloret varios otros diputados, y pasó la propuesta a la comisión de constitución. Renovola en 1.º de junio y le dio más ensanches el señor Alonso y López, diputado por Galicia, reino aquejado de muchos señoríos, pidiendop. 221 que, además del ingreso en el erario, mediante indemnización de ciertos derechos, como tercias reales, alcabalas, yantares,[*] (* Ap. n. 16-20.) etc. «se desterrase sin dilación del suelo español y de la vista del público el feudalismo visible de horcas, argollas y otros signos tiránicos e insultantes a la humanidad, que tenía erigido el sistema feudal en muchos cotos y pueblos...»
Mas como indicaba que para ello se instruyese expediente por el consejo de Castilla y por los intendentes de provincia, levantose el señor García Herreros y enérgicamente expresó:[*] (* Ap. n. 16-21.) «Todo eso es inútil... En diciendo, abajo todo, fuera señoríos y sus efectos, está concluido... No hay necesidad de que pase al consejo de Castilla, porque si se manda que no se haga novedad hasta que se terminen los expedientes, jamás se verificará. Es preciso señalar un término, como lo tienen todas las cosas, y no hay que asustarse con la medicina, porque en apuntando el cáncer hay que cortar un poco más arriba.» Arranque tan inesperado produjo en las cortes el mismo efecto que si fuese una centella eléctrica, y pidiendo varios diputados a Don Manuel García Herreros que fijase por escrito su pensamiento, animose dicho señor, y diole sobrada amplitud, añadiendo «a la incorporación de señoríos y jurisdicciones la de posesiones, fincas y todo cuanto se hubiese enajenado o donado, reservando a los poseedores el reintegro a que tuviesen derecho...» Modificó después sus proposiciones, que corrigió también la misma discusión.
Empezó esta el 4 del citado junio, leyéndosep. 222 antes una representación de varios grandes de España en la que, en vez de limitarse a reclamar contra la demasiada extensión de la propuesta hecha por el señor García Herreros, entrometíanse aquellos imprudentemente a alegar en su favor razones que no eran del caso, llegando hasta sustentar privilegios y derechos los más abusivos e injustos. Lejos de aprovecharles tan inoportuno paso, dañoles en gran manera. Por fortuna hubo otros grandes y señores que mostraron mayor tino y desprendimiento.
La discusión fue larga y muy detenida, prolongándose hasta finalizar el mes. Puede decirse que en ella se llevó la palma el señor García Herreros, quien con elocución nerviosa, a la que daba fuerza lo severo mismo y atezado del rostro del orador, exclamaba en uno de sus discursos: «¿Qué diría de su representante aquel pueblo numantino [llevaba la voz de Soria, asiento de la antigua Numancia], que por no sufrir la servidumbre quiso ser pábulo de la hoguera? Los padres y tiernas madres que arrojaban a ella sus hijos, ¿me juzgarían digno del honor de representarlos, si no lo sacrificase todo al ídolo de la libertad? Aún conservo en mi pecho el calor de aquellas llamas, y él me inflama para asegurar que el pueblo numantino no reconocerá ya más señorío que el de la nación. Quiere ser libre, y sabe el camino de serlo.»
En los debates no se opuso casi ningún diputado a la abolición de lo que realmente debía entenderse por reliquias de la feudalidad. Hubo señores que propendieron a una reforma demasiado amplia y radical, sin atender bastantep. 223 a los hábitos, costumbres y aun derechos antiguos, al paso que otros pecaron en sentido contrario. Adoptaron las cortes un medio entre ambos extremos. Y después de haberse empezado a votar el 1.º de julio ciertas bases que eran como el fundamento de la medida final, se nombró una comisión para reverlas y extender el conveniente decreto. Promulgose este con fecha de 6 de agosto,[*] (* Ap. n. 16-22.) concebido en términos juiciosos, si bien todavía dio a veces lugar a dudas. Abolíanse en él los señoríos jurisdiccionales, los dictados de vasallo y vasallaje, y las prestaciones así reales como personales del mismo origen: dejábanse a sus dueños los señoríos territoriales y solariegos en la clase de los demás derechos de propiedad particular, excepto en determinados casos, y se destruían los privilegios llamados exclusivos, privativos y prohibitivos, tomándose además otras oportunas disposiciones.
Con la publicación del decreto mucho ganaron en la opinión las cortes, cuyas tareas en estos primeros meses de sesiones en Cádiz no quedaron atrás por su importancia de las emprendidas anteriormente en la Isla de León.
Mirábase como la clave del edificio de las reformas la constitución que se preparaba. Los primeros trabajos presentáronse ya a las cortes el 18 de agosto, y no tardaron en entablarse acerca de ellos los más empeñados y solemnes debates. Lo grave y extenso del asunto nos obliga a no entrar en materia hasta uno de los próximos libros que destinaremos principalmente a tan esencial y digno objeto.
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También empezaron entonces a tratar en secreto las cortes de un negocio sobradamente arduo. Había la regencia recibido una nota del embajador de Inglaterra, con fecha de 27 de mayo, incluyéndose en ella un pliego de su hermano el marqués de Wellesley, de 4 del mismo mes, en cuyo contenido, después de contestar a varias reclamaciones fundadas del gabinete español sobre asuntos de ultramar, se añadía, como para mayor satisfacción,[*] (* Ap. n. 16-22 bis.) «que el objeto del gobierno de S. M. B. era el de reconciliar las posesiones españolas de América con cualquier gobierno [obrando en nombre y por parte de Fernando VII] que se reconociese en España...» Encargándose igualmente al mismo embajador que promoviese «con urgencia la oferta de la mediación de la Gran Bretaña, con el objeto de atajar los progresos de aquella desgraciada guerra civil, y de efectuar a lo menos un ajuste temporal que impidiera, mientras durase la lucha con la Francia, hacer un uso tan ruinoso de las fuerzas del imperio español...» Se entremezclaban estas propuestas e indicaciones con otras de diferente naturaleza, relativas al comercio directo de la nación mediadora con las provincias alteradas, como medio el más oportuno de facilitar su pacificación; pero manifestando al mismo tiempo que la Inglaterra no interrumpiría en ningún caso sus comunicaciones con aquellos países. Pidió además el embajador inglés que se diese cuenta a las cortes de este negocio.
Obligada estaba a ello la regencia, careciendo de facultades para terminar en la materiap. 225 tratado ni convenio alguno; y en su consecuencia pasó a las cortes el ministro de estado el día 1.º de junio, y leyó en sesión secreta una exposición que a este propósito había extendido.
Nada convenía tanto a España como cortar luego y felizmente las desavenencias de América, y sin duda la mediación de Inglaterra presentábase para conseguirlo como poderosa palanca. Pero variar de un golpe el sistema mercantil de las colonias era causar, por de pronto y repentinamente, el más completo trastorno en los intereses fabriles y comerciales de la península. Aquel sistema habíanle seguido, en sus principales bases, todas las naciones que tenían colonias, y sin tanta razón como España, cuyas manufacturas más atrasadas imperiosamente reclamaban, a lo menos por largo tiempo, la conservación de un mercado exclusivo. Sin embargo las cortes acogiendo la oferta de la Inglaterra, ventilaron y decidieron la cuestión en este junio bastante favorablemente. Omitimos en la actualidad especificar el modo y los términos en que se hizo, reservándonos verificarlo con detenimiento en el año próximo, durante el cual tuvo remate este asunto, si bien de un modo fatal e imprevisto.
Por el mismo tiempo en que ahora vamos, se entabló otra negociación muy sigilosa y propia solo de la competencia de la potestad ejecutiva. Don Francisco Cea Bermúdez había pasado a San Petersburgo en calidad de agente secreto de nuestro gobierno, y en junio, de vuelta a Cádiz, anunció que el emperador de Rusia se preparaba a declararse contra Napoleón, pidiendop. 226 únicamente a España que se mantuviese firme por espacio de un año más. Despachó otra vez la regencia a Cea con amplios poderes para tratar, y con repuesta de que no solo continuaría el gobierno defendiéndose el tiempo que el emperador deseaba, sino mucho más y en tanto que existiese, porque prescindiendo de ser aquella su invariable y bien sentida determinación, tampoco podría tomar otra, exponiéndose a ser víctima del furor del pueblo siempre que intentase entrar en composición alguna con Napoleón o su hermano. Partió Cea, y viéronse a su tiempo cumplidos pronósticos tan favorables. Bien se necesitó para confortar los ánimos de los calamitosos desastres que experimentaron nuestras armas al terminarse el año.
La campaña cargó entonces de recio contra el levante de la península, llevando el principal peso de la guerra los españoles. Y del propio modo que los aliados escarmentaron y entretuvieron en el occidente de España durante los primeros meses de 1811 la fuerza más principal y activa del ejército enemigo, así también en el lado opuesto, y en lo que restaba de año, distrajeron los nuestros exclusivamente gran golpe de franceses, destinados a apoderarse de Valencia y exterminar las tropas allí reunidas, las que, si bien deshechas en ordenadas batallas, incansables según costumbre y felices a veces en parciales reencuentros, dieron vagar a Lord Wellington, como las otras partidas y demás fuerzas de España, para que aguardase tranquilo y sobre seguro el sazonado momento de atacar y vencer a los enemigos.
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Luego que hubo el general Blake abandonado el condado de Niebla, determinó pasar a Valencia, asistido del ejército expedicionario, ya para proteger aquel reino, muy amenazado después de la caída de Tarragona, ya para distraer por levante las fuerzas de los franceses. Íbale bien semejante plan a Don Joaquín Blake, mal avenido con el imperioso desabrimiento de Lord Wellington, a quien tampoco desagradaba mantener lejos de su persona a un general en gran manera autorizado como presidente de la regencia de España, y de condición menos blanda y flexible que Don Francisco Javier Castaños.
Necesitó Blake del permiso de las cortes para colocarse a la cabeza de la nueva empresa. Obtúvole fácilmente, y la regencia, dando a dicho general poderes muy amplios, puso bajo su mando las fuerzas del 2.º y 3.º ejércitos con las de las partidas que dependían de ambos, y además las tropas expedicionarias.
Se componían estas de las divisiones de los generales Zayas y
Lardizábal, y de la caballería a las órdenes de Don Casimiro Loy, de 9
a 10.000 hombres en todo. Aportaron a Almería el 31 de julio, y tomaron
pronto tierra, excepto la artillería y parte de los bagajes, que fueron
a desembarcar a Alicante. En seguida, y de paso para su destino, Incorpóranse
las tropas
de la expedición
momentáneamente
con el tercer
ejército. se incorporaron
aquellas momentáneamente con el tercer ejército, que, al mando de Don
Manuel Freire, ocupaba las estancias de la Venta del Baúl, teniendo
fuerzas destacadas por su derecha e izquierda. Permaneció allí hasta el
7 de agosto Don Joaquín Blake,p.
228 día en que partió camino de Valencia, anticipándose a sus
divisiones con objeto de preparar y reunir los medios más oportunos de
defensa.
Delante de Freire alojábase el general Leval, que regía el 4.º
cuerpo francés, bastante apurado por el brío que en su derredor
había cobrado el ejército español y los partidarios. Esto y el temor
que inspiraba el movimiento de las fuerzas expedicionarias impelió
al mariscal Soult a marchar en auxilio de Granada, maniobrando de
modo que pudiese envolver y aniquilar al ejército español. Medidas
que toma Soult. Con este propósito
ordenó al general Godinot que, en la noche del 6 al 7 de agosto, cayese
con su división, compuesta de unos 4000 hombres y 600 caballos, sobre
Baeza, y ciñese y abrazase la derecha de los españoles que, al cargo de
Don Ambrosio de la Cuadra, permanecía apostada en Pozo Alcón: al propio
tiempo determinó que se pusiese el 7 en movimiento el general Leval,
dirigiéndose sobre el centro de los españoles, adonde el 8 acudió
también en persona el mismo mariscal. Quedaron en la ciudad de Granada
algunas fuerzas, así para atender a la conservación de la tranquilidad
como para evolucionar del lado de las Alpujarras contra la gente que
mandaba el conde del Montijo.
Aunque Don Manuel Freire sospechó desde luego los intentos del enemigo, no juzgó oportuno abandonar la posición de la Venta del Baúl que consideraba fuerte, y pensó solo en reforzar su derecha, enviando al efecto la división expedicionaria del mando de Don José Zayas,p. 229 compuesta de 5000 hombres y la caballería que gobernaba Don Casimiro Loy. Ausente momentáneamente el citado Zayas, tomó la dirección de esta fuerza Don José O’Donnell, jefe de estado mayor del tercer ejército, quien se encaminó a los vados del Manzano en Guadiana menor, para obrar en unión con Don Ambrosio de la Cuadra, contener a los franceses y aun atacarlos. Mas como hubiese ya el último echado pie atrás, receloso de la cercanía del enemigo, no recibió las órdenes del general en jefe sino en Castril, a cuyo punto había llegado el 9.
Entre tanto Don José O’Donnell se colocó junto a Zújar, en las alturas de la derecha del río Barbate, que otros llaman Guardal, y Godinot, adelantándose sin tropiezo, le atacó en sus puestos. Cruzaron los franceses el Barbate, vadeable por todos lados, a las once de la mañana del 9, protegiéndoles su artillería de que carecían los nuestros. Envió Godinot contra la izquierda española gran número de tiradores, al paso que trabó recio combate por la derecha. Ció aquí el regimiento de Toledo, escaso de gente, y le siguieron otros, retirándose al principio con buen orden, que se descompuso en breve a gran desdicha. La caballería del mando de Loy, que vino de Benamaurel, fue igualmente rechazada y se retiró a Cúllar, adonde se le juntó la infantería. Perdiéronse en esta ocasión 433 muertos y heridos, y unos 1100 prisioneros y extraviados, recibiendo tan desventurado golpe a las órdenes de Don José O’Donnell una división que bajo Zayas había sobresalido poco antes en los campos de la Albuera.
p. 230
Felizmente no se aprovechó Godinot, cual pudiera, de la victoria, temiendo le atacase por la espalda Don Ambrosio de la Cuadra, por lo cual dirigió contra este toda la caballería y la brigada del general Rignoux, limitándose a enviar la vuelta de Cúllar y Baza algunas tropas de la vanguardia.
A semejante acaso debió Don Manuel Freire poder retirarse, sin que se le interpusiese a su espalda el enemigo. Sostúvose aquel general firme en la posición del Baúl todo el día 9, repeliendo acertadamente el ataque de los franceses. Mas sabedor, a las cinco de la tarde, de lo acaecido en Zújar, resolvió abandonar por la noche el campo, y replegarse al reino de Murcia. Consiguió atravesar sin tropiezo la ciudad de Baza, y entrar en Cúllar, adonde había llegado antes Don José O’Donnell. De allí marchando todo el ejército a las Vertientes, dispuso Freire que la caballería del tercer ejército, mandada por el brigadier Osorio, y la expedicionaria, a las órdenes de Don Casimiro Loy, cubriesen el movimiento. Acosaba a nuestros jinetes el general Soult, hermano del mariscal, y el 10 dioles tan violenta acometida que los obligó a cejar y a ponerse al abrigo de los infantes. Freire entonces determinó proseguir la retirada a pesar del cansancio de la tropa, distribuyendo la fuerza hacia las montañas de ambos lados del camino.
Por las de la derecha yendo a Murcia tiró Don José Antonio de Sanz con la 3.ª división, propia de su mando, y con la 2.ª que también debía obedecerle. Por las de la izquierda y enp. 231 la dirección de la ciudad maniobraba Don Manuel Freire. Sanz, al comenzar su retirada, se vio rodeado él y la 3.ª división en el peñón de Vertientes, mas impuso respeto al enemigo por medio de una diestra maniobra de amago y, enderezándose a Oria, se unió el 11 en Alboa con la 2.ª división. Juntas ambas marcharon por Huércal, Oria y Aguilar, en donde encontrándose con 300 dragones enemigos, los arrollaron y les cogieron caballos y efectos. Después, hecho alto y tomado algún descanso, llegaron el 15 sin otra desventura a Palmar de Don Juan, habiendo andado 37 leguas en 6 días, y comido solo tres ranchos. Penuria que nadie soporta con tanta resignación como el soldado español. Mereció Sanz en aquel lance justas alabanzas por el arrojo y tino con que guió su tropa.
Acosado de peor estrella, se vio casi perdido Don Manuel Freire, teniendo su gente, desarrancada de las banderas, que encaramarse por lugares ásperos y pasar el puerto del Chiribel con dirección a Murcia. Al cabo de mil afanes y de haber marchado a veces sin respiro 13 y más leguas, reunió aquel general sus soldados el 11 en Caravaca, en donde permaneció el 12, y se le incorporó Don Ambrosio de la Cuadra, que se había retirado por su cuenta y hacia aquella parte con la 1.ª división. Sentó luego Freire sus cuarteles en Alcantarilla, y colocó debidamente sus fuerzas, reducidas ahora a la caballería del brigadier Osorio y a tres divisiones propias del tercer ejército, por haberse a la sazón separado vía de Valencia las expedicionarias.
El general Leval llegó el 14 a Vélez el Rubio,p. 232 y se extendieron al desfiladero de Lumbreras, a tres leguas de Lorca, los generales Latour-Maubourg y Soult con los jinetes. Hicieron todos ellos en otras excursiones muchos daños, y hubo paraje en que abrasaron hasta 22 alquerías.
Al mismo tiempo no dejaron al del Montijo tranquilo las fuerzas que el mariscal Soult había enviado sobre las Alpujarras y la costa, y que ascendían a 1800 peones y 1000 caballos. Llegaron estas a Almería a tiempo que todavía desembarcaba un batallón de la expedición de Blake, que pudo librarse. Lo mismo aconteció a Montijo, que no dejó de molestar al enemigo y aun de sorprender la guarnición de Motril, con cuyo trofeo y otros prisioneros se reunió al cuerpo principal del ejército. Otros partidarios desasosegaban también no poco a los franceses, recobrando a menudo el botín que recogían estos por las montañas y tierra de Murcia. Se distinguieron especialmente Villalobos, Marqués, y sobre todo Don Juan Fernández, alcalde de Otívar.
Entregó el mando Don Manuel Freire en Mula, el 7 de septiembre, a Don Nicolás Mahy, que vimos en Galicia y Asturias. Provino la desgracia de aquel, aunque solo temporal, de la aciaga jornada de Zújar y sus consecuencias, acerca de la cual se hizo una sumaria información a instancia de las cortes. Los comprometidos salieron salvos: con justicia Freire, no teniendo culpa de lo sucedido en el Barbate, pues sus órdenes fueron bastante acertadas. No juzgaron lo mismo muchos en cuanto a Don José O’Donnell y a Don Ambrosio de la Cuadra, habiendo elp. 233 primero empeñado y sostenido malamente una acción, y no cumplido el segundo, como quizá pudiera, con lo que el general en jefe le había prevenido.
No insistieron por entonces los franceses en proseguir hasta Murcia. Daban cuidado al mariscal Soult nuevas que le venían de Extremadura, el aparecimiento en la serranía de Ronda del general Ballesteros: hablaremos de esto más adelante.
Ahora pondremos los ojos en el reino de Valencia, adonde había llegado D. Joaquín Blake. Mandaba antes, según ya apuntamos, el marqués del Palacio, cuyas providencias eran por lo común más propias de la profesión religiosa que de la de un general entendido y diligente. Pensaba mucho en procesiones, poco en las armas, pregonando inexpugnables los muros valencianos después que había en su derredor paseado a la Virgen de los Desamparados, imagen muy venerada de los habitadores. A este son caminaba en lo demás. No era culpa de Palacio mas sí de la regencia de Cádiz, que en sus elecciones anduvo a veces sobrado desatentada.
Jefe Don Joaquín Blake de otra capacidad, puso término a las singularidades y desbarros del mencionado marqués. Activó las medidas de defensa, reforzó los regimientos, ejercitó los reclutas, perfeccionó las obras del castillo de Murviedro, y fortificó el antiguo de Oropesa, que dominaba el camino real de Cataluña. Urgía tomar tales medidas, amenazando Suchet invadir aquel reino.
Habíale ya para ello dado Napoleón la ordenp. 234 en 25 de agosto, con prevención de que el 15 de septiembre estuviese el ejército lo más cerca que ser pudiera de la ciudad de Valencia. Para cumplir Suchet con lo que se le mandaba trató primero de asegurar las espaldas; dejó 7000 hombres bajo el general Frère en Lérida, Monserrat y Tarragona, con destino a cubrir estos puntos y la navegación del Ebro. Igual número en Aragón al cargo del general Musnier. El ejército francés del norte de la Cataluña y un cuerpo de reserva que se formaba en Navarra debían también apoyar en cuanto les fuera dado las operaciones. Lo mismo por la parte de Cuenca el ejército del centro, y por la de Murcia el del mediodía.
Tomados estos acuerdos, púsose Suchet en movimiento el 15 de septiembre la vuelta de Valencia: ascendía la fuerza que consigo llevaba a 22.000 hombres. Distribuyola en tres columnas de marcha. Partió una de Teruel a las órdenes del general Harispe, la cual en vez de seguir el camino de Segorbe, torció a su izquierda para juntarse más pronto con las otras. Formaba la segunda la división italiana, del cargo de Palombini, en la que iban los napolitanos, y tiró por Morella y San Mateo. Salió Suchet con la tercera de Tortosa, compuesta de la división del general Habert, de una reserva que capitaneaba Robert, de la caballería y de la artillería de campaña. Yendo sobre Benicarló tomó el mariscal francés la ruta principal que de Cataluña se dirige a Valencia. Al paso dejó en observación de Peñíscola un batallón y 25 caballos, y llegando a Torreblanca el 19, aventó de Oropesap. 235 algunos soldados españoles, encerrándose en el castillo los que de estos debían guarnecerle. Entraron los franceses aquella villa de corto vecindario, y habiendo intimado inútilmente la rendición al castillo, barriendo este con sus fuegos, colocado en lo alto, el camino real, tuvo Suchet que desviarse y caer hacia Cabanes. Uniose en aquellos alrededores con las columnas de Harispe y Palombini, y marchó adelante junto ya todo su ejército. Ocupó el 21 a Villarreal, y cruzó el Mijares, vadeable en la estación de verano, además de un magnífico puente de trece ojos que facilita el paso. La vanguardia de la caballería española estaba a la margen derecha y se vio obligada a retirarse: con lo que sin otro tropiezo asomó Suchet a la villa y fuerte de Murviedro.
La llegada fue más pronto de lo que hubiera querido Don Joaquín Blake, quien necesitaba de más espacio para uniformar y disciplinar su gente, y también para agrupar cerca de sí todas las fuerzas que habían de intervenir en la campaña. Eran estas las del reino de Valencia, o sea segundo ejército, las que dependían de él y guerreaban en Aragón bajo los jefes Don José Obispo y Don Pedro Villacampa, parte de las del tercer ejército, y las expedicionarias. Las últimas se habían detenido por causa de la fiebre amarilla, que picó reciamente durante el estío y otoño en Cartagena, Alicante, Murcia y varios pueblos de los contornos. Retardáronse las otras con motivo de marchas u operaciones que hubieron de ejecutar antes de unirse al cuerpo principal. Blake, no obstante, guarneció a Murviedro,p. 236 fortaleció más y más los atrincheramientos de Valencia y las orillas del Guadalaviar, e hizo que el marqués del Palacio y la junta se trasladasen a la villa de Alcira, situada a cinco leguas de la capital en una isla que forma el Júcar, cuyas riberas debían servir de segunda línea de defensa. El del Palacio conservaba el mando particular del distrito, y por eso, y quizá también para desembarazarse de persona tan engorrosa, le alejó Blake de Valencia so pretexto de poner al abrigo de las contingencias de la guerra las autoridades supremas de la provincia.
Era la toma de Murviedro el primer blanco de la expedición de Suchet. Allí tuvo su asiento la inmortal Sagunto. Con el transcurso del tiempo cambió de nombre, derivándose el actual del latin muri veteres, o, según otros, del limosino murt vert. Yacía la antigua Sagunto en derredor de un monte, a cuyo pie por la parte septentrional se extiende hoy la población que apenas pasa de 6000 almas. Lame sus muros el Palancia, que corre a la mar apartado ahora dos leguas; antes, según Polibio, siete estadios, unos mil pasos: lo cual prueba lo mucho que se han retirado las aguas, a no ser que se dilatase por allí la antigua ciudad. Opulentísima la llama Tito Livio,[*] (* Ap. n. 16-23.) y, en efecto, grande hubo de ser su riqueza cuando después de haber los moradores quemado en la plaza pública personas y efectos, quedaron tantos despojos que pudo el vencedor repartir entre su gente mucho botín, enviar no poco a Cartago, y reservar todavía bastante para emprender la campaña que meditaba contrap. 237 Roma. Vestigios notables declararon su pasada grandeza, que celebraron muchos poetas, en particular Bartolomé Leonardo de Argensola, que se duele del empleo humilde que en su tiempo se hacía de aquellos mármoles y de sus nobles inscripciones. La resistencia de Sagunto fue tan empeñada que, según cuenta el ya citado Polibio,[*] (* Ap n. 16-24.) tuvo Aníbal, herido en un muslo, que animar con su ejemplo al abatido soldado, sin perdonar cuidado ni fatiga alguna, y aun así no entró la ciudad sino al cabo de ocho meses de sitio y en medio de llamas y ruinas. Muy atrás quedó de la antigua defensa la que ahora vamos a trazar. Verdad es que no era ni con mucho parecido el caso.
La población moderna, ya tan reducida, no se hallaba murada a punto de impedir una embestida seria del enemigo. Fundábase la resistencia en una nueva fortaleza elevada en el monte vecino, el cual al invadir la primera vez Suchet el reino de Valencia, vimos que no estaba fortificado. Notose la falta y tratose en seguida de remediarla: tuvo para ello que destruirse en parte un teatro antiguo, preciosa reliquia conservada en los últimos tiempos con mucho esmero. La actual fortaleza, a que pusieron nombre de San Fernando de Sagunto, abrazaba toda la cima del cerro, habiendo aprovechado para la construcción paredones de un castillo de moros y otros derribos. Formaba el recinto como cuatro porciones o reductos distintos bajo el nombre de Dos de mayo, San Fernando, Torreón y Agarenos, susceptible cada uno de separada defensa. Había dentro 17 piezas, dos de a doce. Impidióp. 238 el envío de otras de mayor calibre la repentina llegada de Suchet. Era la fortaleza atacable solo por el lado de poniente, inaccesible por los demás, de subida muy pina y de peña tajada. Había delineado las obras modernas el comandante de ingenieros Don Juan Sánchez Cisneros. Encargose del gobierno, en 16 de septiembre, el coronel ayudante general de estado mayor Don Luis María Andriani. Ascendía la guarnición a unos 3000 hombres.
Cercanos los franceses, cruzó el general Habert el 23 de septiembre el Palancia, y rodeando el cerro por oriente, dispuso al mismo tiempo que parte de su tropa se metiese en la villa cuyas calles barrearon los enemigos, atronerando también las casas, ahora solitarias y sin dueño. Tiró a occidente la división de Harispe, y extendiéndose al sur se dio la mano con el general Habert. Situáronse los italianos en Petrés y Gilet, camino de Segorbe, quedando de este modo acordonado el cerro en que se asentaban los fuertes. Destacó reservas Suchet hacia Almenara, vía de Cataluña; exploró la tierra del lado de Valencia.
Entonces, impaciente y ensoberbecido con su buena fortuna, determinó tomar por sorpresa la fortaleza de Sagunto. Registró con este objeto el circuito del monte, y oídos los ingenieros, creyó poder tentar una escalada por la falda inmediata a la villa, en donde le pareció vislumbrar restos de antiguas brechas mal reparadas.
Fijó Suchet las tres de la mañana del 28 de septiembre para dar la embestida. El mayor dep. 239 ingenieros Chulliot mandaba la primera columna francesa. Debía seguirle el coronel Gudin, y adelantar a todos y apoyarlos el general Habert. También trataron los enemigos de distraer a los nuestros por los demás parajes.
Reuniéronse aquellos para efectuar la escalada a media subida en una cisterna distante 40 toesas de la cima. Vigilante Andriani descubrió por medio de una salida los proyectos del enemigo, y alerta con los suyos cerró los accesos que establecían comunicación entre los diversos fuertes. Un tiro o arma falsa de los acometedores abrevió una hora el ataque, respondiendo los nuestros al fusilazo con descargas y grandes alaridos. Andriani arengó a los soldados, recordoles memorias del suelo que pisaban: ¡Sagunto! Y embistiendo a la sazón Chulliot, enardecidos los españoles, le rechazaron completamente, y a Gudin, que cayó herido de una granada en la cabeza, y Habert, cuyos soldados espantados huyeron y dejaron sembradas de cadáveres las faldas del monte cuan largamente se extendían entre un baluarte que llevaba el apellido ilustre de Daoiz y el fuerte de Dos de mayo. Así, en presencia de venerables restos, se confundían antiguos y nuevos trofeos, apoderándose los cercados de varios fusiles, de más de 50 escalas y de otras herramientas. Perdieron los franceses 400 hombres. Escarmentado Suchet, aprendió a obrar con mayor cordura, y preciso le fue sitiar en forma más arreglada, fortaleza tan bien defendida.
Íbansele entre tanto aproximando a Don Joaquín Blake las fuerzas que aguardaba, y dispusop. 240 que Don José Obispo, con cerca de 3000 hombres, se quedase del lado de Segorbe para incomodar al enemigo mientras permaneciese este en Murviedro. También colocó por su izquierda en Bétera, con el mismo fin, a Don Carlos O’Donnell, asistido de una columna de igual fuerza compuesta de la división de Don Pedro Villacampa, procedente de Aragón, y de la caballería del ejército de Valencia, mandada por D. José San Juan. Quiso Suchet alejar de sí vecinos tan molestos, y al propósito ordenó a Palombini que ahuyentase al general Obispo, quien, habiéndose adelantado hasta Torres Torres, dos leguas de Murviedro, se había replegado después dejando en Soneja una corta vanguardia bajo D. Mariano Moreno. Atacó a esta Palombini el 30 de septiembre, que, si bien reforzada, tuvo que echar pie atrás para unirse con lo restante de la división. Entonces situó Obispo por escalones delante de Segorbe en el camino real la caballería y en las alturas inmediatas los infantes. Mas el enemigo acometiendo con impetuosidad y fuerza lo arrolló todo, y tuvo Obispo que retirarse a Alcublas.
En seguida pasó Suchet a atacar en persona el 2 de octubre a Don Carlos O’Donnell, cuyas tropas con destacamentos en Bétera se alojaban en los collados de Benaguacil, a la salida de la huerta en que se halla situada la Puebla de Valbona. Resistieron los nuestros bastante tiempo hasta que O’Donnell juzgó prudente repasar el Guadalaviar, como lo verificó por Villamarchante, imponiendo aquí respeto a los enemigos con la ocupación de dos alturas escarpadasp. 241 que dominan el camino. Dirigiose después sin ser incomodado a Ribarroja. Perdimos en estos reencuentros alguna gente, sobre todo en el primero en que perecieron oficiales de mérito. Motejose en Blake no haber hecho el menor amago para sostener ni a uno ni a otro de ambos generales, mirándose además como muy expuesta la estancia que había señalado a Don José Obispo. Influían también malamente en el buen ánimo del soldado tales retiradas y descalabros parciales, siendo reprensible en un jefe no precaverlos al abrir de una campaña.
Para no desperdiciar tiempo, y alejadas ya las tropas vecinas, pensó el mariscal Suchet apoderarse del castillo de Oropesa, que cerraba el paso del camino real de Cataluña. Ofreciole buena ocasión el atravesar por allí cañones de grueso calibre que traían de Tortosa contra Sagunto, de los que mandó detener algunos para batir los muros. Se componía el castillo de un gran torreón cuadrado, circuido por tres partes de otro recinto, sin foso pero amparado del escarpe del terreno. Tenía de guarnición unos 250 hombres, y solo le artillaban cuatro cañones de hierro. Mandaba Don Pedro Gotti, capitán del regimiento de América. A cuatrocientas toesas y orilla de la mar había otra torre llamada del Rey, muy al caso para favorecer un embarque, en la cual capitaneaba 170 hombres el teniente Don Juan José Campillo.
Después que los franceses habían penetrado en el reino de Valencia,
habían en vano tentado tomar de rebate el castillo de Oropesa. Unieron
ahora para conseguirlo sus esfuerzos, y fácilp. 242 era apoderarse de un recinto tan corto y
con flacos muros. Empezó el 8 de octubre a batirlos el enemigo, dueño
ya antes de la villa. Dirigía el general Compère a los sitiadores.
El 10 llegó Suchet, y derribado un lienzo de la muralla, prontos los
franceses a dar el asalto, capituló el gobernador honrosamente. Resistencia
honrosa
y evacuación
de la
torre
del Rey. No por eso se rindió el de la torre del
Rey, Campillo, que desechó con brío toda propuesta. Constante en su
resolución hasta el 12, y defendiéndose valerosamente, tuvo la dicha
de que acudiesen entonces para protegerle el navío inglés Magnífico,
comandante Eyre, y una división de faluchos a las órdenes de Don José
Colmenares. No siendo dado sostener por más tiempo la torre, pusiéronse
unos y otros de acuerdo, y se trató de salvar y llevar a bordo la
guarnición. Presentaba dificultades el ejecutarlo, pero tal fue la
presteza de los marinos británicos, tal la de los españoles, entre los
que se distinguió el piloto Don Bruno de Egea, tal en fin la serenidad
y diligencia del gobernador, que se consiguió felizmente el objeto.
Campillo se embarcó el último y mereció loores por su proceder: muchos
le dispensó la justa imparcialidad del comandante inglés.
Libre Suchet cada vez más de obstáculos que le detuviesen, paró su consideración exclusivamente en el cerco de Murviedro. Volvieron también de Francia, ausentes con licencia después de lo de Tarragona, los generales de artillería Valée y Rogniat, con cuya llegada se activaron los trabajos del sitio.
Empezolos el enemigo contra la parte occidentalp. 243 de la fortaleza, en donde estaba el reducto dicho del Dos de mayo, y plantó a ciento cincuenta toesas una batería de brecha. Ofrecíansele para continuar en su intento muchos estorbos nacidos del terreno, y, si los españoles hubiesen tenido artillería de a 24, siendo imposible en tal caso los aproches, quizá se hubiera limitado el cerco a mero bloqueo.
Pudieron al fin los franceses después de penosa faena romper sus fuegos el 17, mas hasta el 18 en la tarde no juzgaron los ingenieros practicable la brecha abierta en el reducto del Dos de mayo, en cuya hora resolvió Suchet dar el asalto.
Una columna escogida, al mando del coronel Matis, debía acometer la primera. Notaron los españoles desde temprano los preparativos del enemigo, y apercibiéronse para rechazarle. Hombres esforzados coronaban la brecha, y con voces y alaridos desafiaban a los contrarios sin que los atemorizase el fuego terrible y vivo del cañón francés.
Comenzose la embestida, y los más ágiles de los sitiadores llegaron hasta dos tercios de la subida, cuya aspereza y angostura les impidió ir más arriba, destrozados por el fuego a quemarropa de los nuestros, por las granadas y las piedras. Cuantas veces repitió el enemigo la tentativa, otras tantas cayeron sus soldados del derrumbadero abajo. Entroles desmayo, y a lo último, como anonadados, desistieron de la empresa con pérdida de 500 hombres, de ellos muchos oficiales y jefes. Por medio de señales entendíase la guarnición del fuerte con la ciudadp. 244 de Valencia, y Blake ofreció al gobernador y a la tropa merecidas recompensas.
Embarazábale mucho a Suchet el malogro de su empresa y, aunque procuró adelantar los trabajos y aumentar las baterías, temía fuese infructuoso su afán, atendiendo a lo escabroso y dominante del peñón de Sagunto. Confiaba solo en que Blake, deseoso de socorrer la plaza viniese, con él a las manos, y entonces parecíale seguro el triunfo.
Así sucedió. Aquel general tan afecto desgraciadamente a batallar, e instado por el gobernador Andriani, trató de ir en ayuda del fuerte. Convidábale también a ello tener ya reunidas todas sus fuerzas que juntas ascendían a 25.300 hombres, de los que 2550 de caballería, poco más o menos. Llegaron a lo último las que pertenecían al tercer ejército, bajo las órdenes de Don Nicolás Mahy. Pendió la tardanza de haberse antes dirigido sobre Cuenca para alejar de allí al general D’Armagnac, que amagaba por aquella parte el reino de Valencia. Consiguió Mahy su objeto sin oposición, y caminó después a engrosar las filas alojadas en el Guadalaviar.
Pronto a moverse Don Joaquín Blake, encargó la custodia de la ciudad de Valencia a la milicia honrada, y dio a su ejército una proclama sencilla concebida en términos acomodados al caso. Abrió la marcha en la tarde del 24, y colocó su gente en la misma noche no lejos de los enemigos. La derecha, compuesta de 3000 infantes y algunos caballos a las órdenes de Don José Zayas, y de una reserva de 2000 hombresp. 245 a las del brigadier Velasco, en las alturas del Puig. Allí se apostó también el general en jefe con todo su estado mayor. Constaba el centro, situado en la Cartuja de Ara Christi, de 3000 infantes que regía Don José Lardizábal, y de 1000 caballos, que eran los expedicionarios del cargo de Loy y algunos de Valencia, todos bajo la dirección de Don Juan Caro; había además aquí una reserva de 2000 hombres que mandaba el coronel Liori. Extendíase la izquierda hacia el camino real llamado de la Calderona. Cubría esta parte Don Carlos O’Donnell, teniendo a sus órdenes la división de Don Pedro Villacampa, de 2500 hombres, y la de Don José Miranda, de 4000 con 600 caballos que guiaba Don José San Juan. El general Obispo, bajo la dependencia también de O’Donnell, estaba con 2500 hombres en el punto más extremo, hacia Náquera. Amenazaba embestir por la parte del desfiladero de Sancti Espíritus todo nuestro costado izquierdo, debiendo servirle de reserva Don Nicolás Mahy al frente de más 4000 infantes y 800 jinetes. Tenía orden este general de colocarse en dos ribazos llamados los Germanells. Cruzaban al propio tiempo por la costa unos cuantos cañoneros españoles y un navío inglés.
Concurrieron aquella noche al cuartel general de Don Joaquín Blake oficiales enviados por los respectivos jefes, y con presencia de un diseño del terreno trazado antes por Don Ramón Pírez, jefe de estado mayor, recibió cada cual sus instrucciones con la orden de la hora en que se debía romper el ataque.
Hasta las once de la misma noche ignoróp. 246 Suchet el movimiento de los españoles, y entonces informole de ello un confidente suyo vecino del Puig. No pudiendo el mariscal ya tan tarde retirarse sin levantar el sitio de Sagunto con pérdida de la artillería, tomó el partido, aunque más arriesgado, de aguardar a los españoles y admitir la batalla que iban a presentarle. Resolvió a ese propósito situarse entre el mar y las alturas de Vall de Jesús y Sancti Espíritus, por donde se angosta el terreno. Puso en consecuencia a su izquierda del lado de la costa la división del general Habert, a la derecha hacia las montañas la de Harispe. En segunda línea a Palombini y una reserva de dos regimientos de caballería a las órdenes del general Boussart. Por el extremo de la misma derecha reforzada por Chlopicki, al general Robert con su brigada y un cuerpo de caballería, teniendo expresa orden de defender a todo trance el desfiladero de Sancti Espíritus que consideraba Suchet como de la mayor importancia. Quedaron en Petrés y Gilet Compère y los napolitanos, además de algunos batallones que permanecieron delante de la fortaleza de Sagunto, contra la cual las baterías de brecha no cesaron de hacer fuego. Contaba en línea Suchet cerca de 20.000 hombres.
A las ocho de la mañana del 25, marchando adelante de su posición, rompieron a un tiempo el ataque las columnas españolas, y rechazaron las tropas ligeras del enemigo. Trabose la pelea por nuestra parte con visos de buena ventura. Las acequias, garrofales y moreras, los vallados y las cercas no consentían maniobrase el ejércitop. 247 en línea contigua, ni tampoco que el general en jefe, situado como antes en las alturas del Puig, pudiese descubrir los diversos movimientos. Sin embargo, las columnas españolas, según confesión propia de los enemigos, avanzaban en tal ordenanza, cual nunca ellos las habían visto marchar en campo raso. La de Lardizábal se adelantaba repartida en dos trozos, uno por el camino real hacia Hostalets, otro dirigiéndose a un altozano, vía del convento de Vall de Jesús. Por Puzol, la de Zayas, tratando de ceñir al enemigo del lado de la costa. También nuestra izquierda comenzó, por su parte, un amago general bien concertado.
Acometiendo Lardizábal con intrepidez, el trozo suyo que iba hacia Vall de Jesús apoderose, a las órdenes de Don Wenceslao Prieto, del altozano inmediato, en donde se plantó luego artillería. Causó tan acertada maniobra impresión favorable, y los cercados de Sagunto, creyendo ya próximo el momento de su libertad, prorrumpieron en clamores y demostraciones de alegría. Bien conoció Suchet la importancia de aquel punto, y para tomarlo trató de hacer el mayor esfuerzo. Sus generales, puestos a la cabeza de las columnas, arremetieron a subir con su acostumbrado arrojo. Encontraron vivísima resistencia. Paris fue herido; lo mismo varios oficiales superiores; muerto el caballo de Harispe; arrollados una y varias veces los acometedores, que solo cerrando de cerca a los nuestros con dobles fuerzas se enseñorearon al cabo de la altura.
Mas los españoles, bajando al llano y unidos a otros de los suyos, se mantuvieron firmes ep. 248 impidieron que el enemigo penetrase y rompiese el centro. Era instante aquel muy crítico para los contrarios, aunque fuesen ya dueños del altozano; pues Zayas, maniobrando diestramente, comenzaba a abrazar el siniestro costado de los franceses acercándose a Murviedro, y por la izquierda Don Pedro Villacampa también adquiría ventajas.
Urgíale a Suchet no desaprovechar el triunfo que había conseguido en la altura, tanto más cuanto los españoles de Lardizábal, no solo se conservaban tenaces en el llano, sino que, sostenidos por la caballería de Don Juan Caro, contramarchaban ya a recuperar el punto perdido, después de haber atropellado y destrozado a los húsares enemigos, apoderándose también el coronel Ric de algunas piezas. En tal aprieto movió el mariscal francés la división de Palombini que estaba en segunda línea, y se adelantó en persona a exhortar a los coraceros que iban a contener el ímpetu de la caballería española. Se empeñó entonces una refriega brava, y Suchet fue herido de un balazo en un hombro; mas siéndolo igualmente los generales españoles Don Juan Caro y Don Casimiro Loy, que cayeron prisioneros, desmayaron los nuestros, arrollolos el enemigo, y hasta recobró los cañones que poco antes le habían cogido. Don Joaquín Blake envió, para reparar el mal, a Don Antonio Burriel, jefe del estado mayor expedicionario, y al oficial del mismo cuerpo Zarco del Valle. Nada lograron estos sujetos, que gozaban en el ejército de distinguido concepto. Los dragones de Numancia los arrastraron en la fuga.
p. 249
También por la izquierda, la suerte, favorable al principio, volvía ahora la espalda. Don Carlos O’Donnell, con objeto de reforzar a Obispo, que tenía delante a Robert, dispuso que avanzara Don Pedro Villacampa, quien, ganando terreno, obligó a los enemigos a ciar algún tanto. Pero en ademán Chlopicki de amenazar al general español por el costado, mandó O’Donnell a Don José Miranda que saliese al encuentro. Tuvo este general el desacuerdo de marchar en una dirección casi paralela a la del enemigo y con distancias cerradas, exponiéndose a que resultara confusión en sus líneas si los franceses, como se verificó, le acometían de flanco. Comenzó luego el desorden, y siguiose mucha dispersión. No pudieron los esfuerzos de Villacampa y O’Donnell reparar tamaño contratiempo. Unas y otras tropas vinieron sobre las de Mahy, atacadas no solo ya por Chlopicki, sino también por parte de la división de Harispe, que venía del centro. Hubiera quizá sido completa la dispersión sin los regimientos de Molina, Ávila y Cuenca, que se portaron con arrojo y serenidad. Por desgracia, se había Mahy retardado en su marcha, y no llegó bastante a tiempo para apoyar la primera arremetida, ni para contener el primer desorden. Los franceses victoriosos cogieron muchos prisioneros, y obligaron a Mahy y a las otras tropas de la izquierda a que se refugiasen por Bétera en Ribarroja.
Don José Zayas en la derecha tuvo mayor fortuna, y no se retiró sino cuando ya vio roto el centro y en completa retirada y confusión la izquierda. Hízolo en el mayor orden hasta lasp. 250 alturas del Puig, y antes, en Puzol, se defendió con el mayor valor un batallón suyo de guardias valonas, que por equivocación se había metido dentro del pueblo.
Se abrigaron sucesivamente del Guadalaviar todas las divisiones españolas, parándose el ejército francés en Bétera, Albalat y el Puig. Nuestra pérdida: 12 piezas y 900 hombres entre muertos y heridos; prisioneros o extraviados, 3922. Suchet en todo unos 800. A pesar de la derrota, aumentaron por su buen porte la anterior fama las divisiones expedicionarias y la de Don Pedro Villacampa; ganáronla algunos cuerpos de las otras. No Don Joaquín Blake, que, indeciso, apenas tomó providencia alguna. Hábil general la víspera de la batalla, embarazose, según costumbre, al tiempo de la ejecución, y le faltó presteza para acudir adonde convenía, y para variar o modificar en el campo lo que había de antemano dispuesto o trazado. También le desfavorecía la tibieza de su condición. Aficiónase el soldado al jefe que, al paso que es severo, goza de virtud comunicable. Blake de ordinario vivía separadamente, y como alejado de los suyos.
Siguiose a la derrota la rendición del castillo de Sagunto. Quería prevenirla el general español, volviendo a hacer otro esfuerzo, de cuyo intento trató de avisar al gobernador Andriani por medio de señales. Mas impidió el que aquel las advirtiese la cerrazón y el viento fresco que soplaba norte-sur, y hacía que encubriese el asta a los defensores del castillo la bandera y gallardete que se empleaban al efecto en el Miqueletp. 251 o torre de la catedral de Valencia. Aunque no hubiese ocurrido tal incidente, dudamos pudiera Blake haber vuelto tan pronto a dar batalla, a no exponerse imprudentemente a otro desastre como el de Belchite.
Ganado que hubo la de Sagunto el mariscal Suchet, propuso al gobernador del castillo Don Luis María Andriani honrosa capitulación, convidándole a que enviase persona de su confianza que viese con sus propios ojos todo lo ocurrido, y se desengañase de cuán inútil era ya aguardar socorro. Convino Andriani, y pasó de su orden al campo francés el oficial de artillería Don Joaquín de Miguel. De vuelta este al castillo, y conforme a su relación, capituló el gobernador en la noche del 26; y a poco en la misma, sin aguardar al día, salieron por la brecha con los honores de la guerra él y la guarnición, compuesta de 2572 hombres. Tanto instaba a Suchet terminar aquel sitio.
Por mucho desaliento en que hubiese caído el soldado después de la pérdida de la batalla, se reprendió en Andriani la precipitación que puso en venir a partido. «La brecha,[*] (* Ap. n. 16-25.) dice Suchet, era de acceso tan difícil que los zapadores tuvieron que practicar una bajada para que pudiesen descender los españoles.» Y más adelante añade que, aun tomado el Dos de mayo, se presentaban muchos obstáculos para enseñorearse de los demás reductos, por manera [son sus palabras] «que el arte de atacar y el valor de las tropas podían estrellarse todavía contra aquellos muros.» Habíase Andriani conducido hasta entonces con inteligencia y brío. Atolondrolep. 252 la batalla perdida, y juzgó quedar bien puesto el honor de las armas rindiéndose abierta brecha. Zaragoza y Gerona nos habían acostumbrado a esperar otros esfuerzos, y no era la hacha ni la pala oficiosa del gastador enemigo la que debiera haber allanado la salida a los defensores de Sagunto.
La toma de este castillo miráronla con razón los franceses como de mucha entidad por el nombre, y por el desembarazo que ella les daba. Sin embargo no se atrevieron a acometer inmediatamente la ciudad de Valencia. Era todavía numeroso el ejército de Blake, amparábanle fuertes atrincheramientos, y no estaba olvidado el escarmiento que delante de aquellos muros recibiera Moncey en 1808, como tampoco la inútil y malhadada expedición de Suchet en 1810. Por lo mismo, pareciole prudente al mariscal francés aguardar refuerzos, y se contentó en el intermedio con situarse, al comenzar noviembre, en Paterna, frente de Cuarte, prolongándose hacia la marina, izquierda del Guadalaviar. En la derecha se alojaron los españoles: el ejército desde Manises hasta Monteolivete, y de allí hasta el embocadero del río los paisanos armados de la provincia.
Trabajaba en Cataluña Don Luis Lacy, y entretenía a los franceses de aquel principado, ya que no pudiese activa y directamente coadyuvar al alivio de Valencia. Severo y equitativo, ayudado de la junta provincial, levantó el espíritu de los catalanes, quienes, a fuer de hombres industriosos, vieron también en las reformas de las cortes, y sobre todo en el decreto de señoríos,p. 253 nueva aurora de prosperidad. Reforzó Lacy a Cardona, fortificó ciertos puntos que se daban la mano, y formaban cadena hasta el fuerte de la Seu de Urgel; no descuidó a Solsona, y atrincheró la fragosa y elevada montaña de Abusa, a cierta distancia de Berga, en donde ejercitaba los reclutas. ¡Y todo eso rodeado de enemigos y vecino a la frontera de Francia! Pero ¿qué no podía hacerse con gente tan belicosa y pertinaz como la catalana? Dueños los invasores de casi todas las fortalezas, no les era dado, menos aún aquí que en otras partes, extender su dominación más allá del recinto de las fortificaciones, y aun dentro de ellas, según la expresión de un testigo de vista imparcial,[*] (* Ap. n. 16-26.) «no bastaba ni mucha tropa atrincherada para mantener siquiera en orden a los habitantes.» Más de una vez hemos tenido ocasión de hablar de semejante tenacidad, a la verdad heroica, y en rigor no hay en ello repetición. Porque creciendo las dificultades de la resistencia, y esta con aquellas, tomaba la lucha semblantes diversos y colores más vivos, desplegándose la ojeriza y despechado encono de los catalanes, al compás del hostigamiento y feroz conducta de los enemigos.
Apoderados estos de todos los puntos marítimos principales, determinó Lacy posesionarse de las islas Medas, al embocadero del Ter, de que ya hubo ocasión de hablar. Dos de ellas bastante grandes, con resguardado surgidero al sudeste. Los franceses, aunque las tenían descuidadas, conservaban dentro una guarnición. Pareciole a Lacy lugar aquel acomodado para un depósito, y buena vía para recibir por ella auxiliosp. 254 y dar mayor despacho a los productos catalanes. Tuvo encargo de conquistarlas el coronel inglés Green, yendo a bordo de la fragata de su nación, Indomable, con 150 españoles que mandaba el barón de Eroles. Verificose el desembarco el 29 de agosto, y el 3 de septiembre abierta brecha se apoderaron los nuestros del fuerte. Acudieron los franceses en mucho número a la costa vecina, y empezaron a molestar bastante con sus fuegos a los que ahora ocupaban las islas. Opinaron entonces los marinos británicos que se debían estas abandonar, lo cual se ejecutó, a pesar de la resistencia de Eroles y de Green mismo. Volaron los aliados antes de la evacuación el fuerte o castillo.
No era hombre Don Luis Lacy de ceder en su empresa, e insistiendo en recuperar las islas persuadió a los ingleses a que de nuevo le ayudasen. En consecuencia se embarcó el 11 en persona con 200 hombres en Arenys de Mar a bordo de la mencionada fragata, comandante Thomas: fondeó el 12 a la inmediación de las Medas, y dividiendo la fuerza desembarcó parte en el continente para sorprender a los franceses y destruir las obras que allí tenían, y parte en la isla grande. Cumpliose todo según los deseos de Lacy, quien, ahuyentados los enemigos y dejando al teniente coronel Don José Masanes por gobernador del fuerte y director de las fortificaciones que iban a levantarse, tornó felizmente al puerto de donde había salido. Restableciose el castillo, y se fortalecieron las escarpadas orillas que dominan la costa. En breve pudieron las Medas arrostrar las tentativas del enemigop. 255 que, acampado enfrente, se esforzaba por impedir los trabajos y arruinarlos. Puso el comandante español toda diligencia en frustrar tales intentos, y cuando momentánea ausencia u otra ocupación le alejaban de los puntos más expuestos, manteníase firme allí su esposa, Doña María Armengual, a semejanza de aquella otra Doña María de Acuña,[*] (* Ap. n. 16-27.) que en el siglo XVI defendió a Mondéjar, ausente el alcaide su marido. Sacose provecho de la posesión de las Medas militar y mercantilmente, habiendo las cortes habilitado el puerto.
Apellidolas el general en jefe islas de la Restauración, como indicando que de allí renacería la de Cataluña, y a un baluarte a que querían dar el nombre de Lacy púsole el de Montardit: «honor, dijo, que corresponde a un mártir de la patria.» Tal suerte, en efecto, había poco antes cabido a un Don Francisco de Montardit, comandante de batallón, muy bien quisto, hecho prisionero por los franceses en un ataque sobre la ciudad de Balaguer, y arcabuceado por ellos inhumanamente. Dirigió Lacy con este motivo en 12 de octubre al mariscal Macdonald una reclamación vigorosa, concluyendo por decirle: «Amo, como es debido, la moderación; mas no seré espectador indiferente de las atrocidades que se ejecuten con mis subalternos: haré responsables de ellas a los prisioneros franceses que tengo en mi poder, y pueda tener en lo sucesivo.»
Incansable Don Luis, trató en seguida de romper la línea de puestos
fortificados que desde Barcelona a Lérida tenían establecidos los
franceses.p. 256 Empezó
su movimiento, y el 4 de octubre acometió ya la villa de Igualada con
1500 infantes y 300 caballos. Ataque
de
Igualada. Le acompañaba el barón de Eroles, segundo comandante
general de Cataluña, cuyo valor y pericia se mostraron más y más
cada día. Los franceses perdieron en el citado pueblo 200 hombres,
refugiándose los restantes en el convento fortificado de Capuchinos,
que no pudo Lacy batir, falto de artillería. Pasaron después ambos
caudillos a sorprender un convoy que iba de Cervera, para lo cual
repartieron sus fuerzas en dos porciones. Dio primero con él, según lo
concertado, el barón de Eroles, y sorprendiole el 7 del mismo octubre,
perdiendo los enemigos 200 hombres, sin que dejase aquel general nada
que hacer a Don Luis Lacy.
Aterráronse los franceses con la súbita irrupción de los nuestros y con las ventajas adquiridas, y juzgando imprudente mantener tropas desparramadas por lugares abiertos o poco fortificados, abandonaron al fin, metiéndose depriesa en Barcelona, el convento de Igualada, la villa de Casamasana, y aun Monserrat. Quemaron a la retirada este monasterio, y lo destrozaron todo, sagrado y profano.
Requiriendo los asuntos generales del principado la presencia de Lacy cerca de la junta, tornó este a Berga, y dejó al cuidado del barón de Eroles la conclusión de la empresa tan bien comenzada, y proseguida con no menor dicha.
Atacó el barón a los franceses de Cervera, y el 11 los obligó a rendirse: ascendió el número de los prisioneros a 643 hombres. Estaban atrincherados los enemigos en la universidad, edificiop. 257 suntuoso, no por la belleza de su arquitectura sino por su extensión y solidez, propias para la defensa. Había fundado aquella Felipe V cuando suprimió las otras universidades del principado en castigo de la resistencia que a su advenimiento al trono le hicieron los catalanes. Cogió también Eroles a Don Isidoro Pérez Camino, corregidor de Cervera nombrado por los franceses, hombre feroz que a los que no pagaban puntualmente las contribuciones o no se sujetaban a sus caprichos, metía en una jaula de su invención, la cabeza solo fuera, y pringado el rostro con miel para que atormentasen a sus víctimas en aquel potro hasta las moscas. A la manera del cardenal de la Balue en Francia, llegole también al corregidor su vez, con la diferencia de que la plebe catalana no conservó años en la jaula al magistrado intruso, como hizo Luis XI con su ministro. Son más ardorosas y, por tanto, caminan más precipitadamente las pasiones populares. El corregidor pereció a manos del furor ciego de tantos como había él martirizado antes, y si la ley del talión fuese lícita, y más al vulgo, hubiéralo sido en esta ocasión contra hombre tan inhumano y fiero.
Se rindió en seguida en 14 del mismo octubre al barón de Eroles la guarnición de Bellpuig, atrincherada en la antigua casa de los duques de Sesa. Muchos de los enemigos perecieron defendiéndose, y se entregaron unos 150.
Escarmentado que hubo el de Eroles a los franceses del centro de la Cataluña, y cortada la línea de comunicación entre Lérida y Barcelona, revolvió al norte con propósito hasta dep. 258 penetrar en Francia. Obró entonces mancomunadamente con Don Manuel Fernández Villamil, gobernador a la sazón de la Seu de Urgel, y sirviole este de comandante de vanguardia. Rechazó ya al enemigo en Puigcerdá el barón, el 26 de octubre, y le combatió bravamente el 27 en un ataque que el último intentara. Al propio tiempo Villamil se dirigió a Francia por el valle de Querol, desbarató el 29 en Marens a las tropas que se le pusieron por delante, saqueó aquel pueblo que sus soldados abrasaron, y entró el 30 en Ax. Exigió allí contribuciones, e inquietó toda la tierra, repasando después tranquilamente la frontera. Sostenía Eroles estos movimientos.
Pero el centro de todos ellos era Don Luis Lacy, quien cautivó con su conducta la voluntad de los catalanes, pues al paso que procuraba en lo posible introducir la disciplina y buenas reglas de la milicia, lisonjeábalos prefiriendo en general por jefes a naturales acreditados del país, y fomentando el somatén y los cuerpos francos a que son tan aficionados. La situación entonces de la Cataluña indicaba además como mejor y casi único este modo de guerrear.
Y alrededor de la fuerza principal que regía Lacy o su segundo Eroles, y cerca de las plazas fuertes y por todos lados, se descubrían los infatigables jefes de que en varias ocasiones hemos hecho mención, y otros que por primera vez se manifestaban o sucedían a los que acababan gloriosamente su carrera en defensa de la patria. Seríanos imposible meter en nuestro cuadro la relación de tan innumerables y largas lides.
p. 259
Mirando los franceses con mucho desvío tan mortífera e interminable lucha, gustosamente la abandonaban y salían de la tierra. Macdonald, duque de Tarento, regresó a Francia partiendo de Figueras el 28 de octubre. Era el tercer mariscal que había ido a Cataluña, y volvía sin dejarla apaciguada. Tuvo por sucesor al general Decaen.
Apenas podía moverse del lado de Gerona el ejército francés del principado, teniendo que poner su principal atención en mantener libres las comunicaciones con la frontera. No más le era permitido menearse a la división de Frère, perteneciente al cuerpo de Suchet, la cual, conforme hemos visto, ocupaba la Cataluña baja, dándole bastante en que entender todo lo que por allí ocurría y en parte hemos relatado. De suerte que la situación de aquella provincia, en cuanto a la tranquilidad que apetecían los franceses, era la misma que al principio de la guerra, y una misma la necesidad de mantener dentro de aquel territorio fuerzas considerables que guarneciesen ciertos puntos y escoltasen cuidadosamente los convoyes.
Solo por este medio se continuaba abasteciendo a Barcelona, y Decaen preparó en diciembre uno muy considerable en el Ampurdán con aquel objeto. Tuvo aviso de ello Lacy y, queriendo estorbarlo, puso en acecho a Rovira, colocó a Eroles y a Miláns en las alturas de San Celoni, dirigió sobre Trentapasos a Sarsfield y apostó en la Garriga con un batallón a D. José Casas. Las fuerzas que Decaen había reunido eran numerosas ascendiendo a 14.000 infantes y 700 caballosp. 260 con ocho piezas, sin contar unos 4000 hombres que salieron de Barcelona a su encuentro. Las de Lacy no llegaban a la mitad, y así se limitó dicho general a hostilizar a los franceses durante su marcha emprendida desde Gerona el 2 de diciembre. Padeció el enemigo en ella bastante, y Sarsfield se mantuvo firme contra los que le atacaron y venían de la capital. Los nuestros, ya que no pudieron impedir la entrada del convoy, recelando se retirase Decaen por Vic, trataron de cerrarle el paso de aquel lado. Para ello mandó Lacy a Eroles que ocupase la posición de San Feliú de Codinas, y él se situó con Sarsfield en las alturas de la Garriga. Se vieron luego confirmadas las sospechas de los españoles, presentándose el 5 en la mañana los enemigos delante del último punto con 5000 infantes, 400 caballos y cuatro piezas. Rechazolos Lacy vigorosamente y siguieron el alcance hasta Granollers Don José Casas y Don José Manso, por lo que tuvieron todas las fuerzas de Decaen que tornar por San Celoni y dejar libre y tranquila la ciudad y país de Vic.
Útil era para defender a Valencia esta continuada diversión de la
Cataluña, pero fue más directa la que se intentó por Aragón. Aquí,
conforme a órdenes de Blake, se habían reunido el 24 de septiembre en
Ateca, partido de Calatayud, Durán
y el
Empecinado. Don José Durán y Don Juan Martín el Empecinado.
Temores de esto y las empresas en aquel reino y en Navarra de Don
Francisco Espoz y Mina Mina. habían
motivado la formación en Pamplona y sus cercanías de un cuerpo
de reserva bastante considerable, pues que las fuerzas quep. 261 en ambos parajes mandaban
los generales Reille y Musnier no bastaban para conservar quieto el
país y hacer rostro a tan osados caudillos.
Entre las tropas francesas que se juntaban en Navarra, contábase una nueva división italiana que atravesando las provincias meridionales de Francia y viniendo de la Lombardía, apareció en Pamplona el 31 de agosto. La mandaba el general Severoli y se componía de 8955 hombres y 722 caballos; permaneció el septiembre en aquella provincia, mas al comenzar octubre pasó a reforzar las tropas francesas de Aragón.
Además de los de Severoli habían ido a Zaragoza tres batallones, también italianos, procedentes de los depósitos de Gerona, Rosas y Figueras, los cuales, para unirse a la división de Palombini, que con Suchet se había dirigido sobre Valencia, rodearon y metiéronse en Francia para entrar camino de Jaca en Aragón por lo peligrosa que les pareció la ruta directa. Y, sea dicho de paso, de 21.288 infantes y 1905 jinetes, unos y otros italianos, que fuera de los de Severoli habían penetrado en España desde el principio de la guerra, ya no quedaban en pie sino unos 9000 escasos.
Los tres batallones que iban de Cataluña no se unieron inmediatamente al ejército invasor de Valencia: quedáronse en Aragón para auxiliar a Musnier. Habían llegado a este reino antes de promediar septiembre, y uno de ellos fue destinado a reforzar la guarnición enemiga de Calatayud.
Aquí tuvieron luego que lidiar con los ya mencionados Don José Durán y Don Juan Martín,p. 262 quienes desde Ateca habían resuelto acometer a los franceses alojados en aquella ciudad. No tenía el Empecinado consigo más que la mitad de su gente, habiendo quedado la otra bajo Don Vicente Sardina en observación del castillo de Molina. Al contrario Durán, a quien acompañaba lo más de su división junto con D. Julián Antonio Tabuenca y Don Bartolomé Amor, que mandaba la caballería, jefes ambos muy distinguidos. Uno y otro tuvieron principal parte en las hazañas de Durán, que nunca cesó de fatigar al enemigo, habiendo tenido entre otros un reencuentro glorioso en Ayllón el 23 de julio.
Ascendía el número de hombres que para su empresa reunieron Durán y el Empecinado a 5000 infantes y 500 caballos. El 26 de septiembre aparecieron ambos sobre Calatayud, desalojaron a los franceses de la altura llamada de los Castillos, y les cogieron algunos prisioneros, encerrándose la guarnición en el convento fortificado de la Merced, cuyo comandante era Mr. Muller. Durán se encargó particularmente de sitiar aquel punto, e incumbió a la gente del Empecinado observar las avenidas del puerto del Frasno, en donde el 1.º de octubre repelió el último una columna francesa que venía de Zaragoza en socorro de los suyos, y tomó al coronel Gillot que la mandaba.
Cercado el convento, y sin artillería los nuestros, se acudió para rendirle al recurso de la mina, y aunque el jefe enemigo resistió cuanto pudo los ataques de los españoles, tuvo al fin el 4 de octubre que darse a partido, Hacen prisionera la guarnición. quedando prisionerap. 263 la guarnición que constaba de 566 soldados, y con permiso los oficiales de volver a Francia bajo la palabra de honor de no servir más en la actual guerra.
Muy alborotado Musnier, gobernador de Zaragoza, con ver lo que amagaba por Calatayud, y con que hubiese sido rechazada en el Frasno la primera columna que había enviado de auxilio, reunió todas sus fuerzas de la izquierda del Ebro, y llegó, a petición suya, de Navarra con el mismo fin, destacado por Reille, el general Bourke, que avanzó lo largo de la izquierda del Jalón. Se retiran. Musnier asomó a Calatayud el 6 de octubre, pero los españoles se habían ya retirado con sus prisioneros, quedando solo allí, según lo estipulado, los oficiales, a quienes sus superiores formaron causa por haber separado su suerte de la de los soldados.
Viendo los franceses que se habían alejado los nuestros de Calatayud, retrocedieron, tornando Bourke a Navarra y los de Musnier a la Almunia. Ocuparon de seguida y nuevamente la ciudad los españoles.
Semejante perseverancia exigió de los franceses otro esfuerzo
que facilitó la llegada a Zaragoza de la división de Severoli en 9
de octubre. Venía esta a instancias de Suchet, incansable en pedir
auxilios que directa o indirectamente cooperasen al buen éxito de la
campaña de Valencia. Musnier partió con la mencionada división vía del
Frasno, y uniéndose a la caballería de Klicki entró en Calatayud. Se separan
Durán
y el Empecinado. Durán
y el Empecinado habían vuelto a evacuar la ciudad, retirándose en dos
diferentes direcciones. Parap.
264 perseguirlos tuvieron los enemigos que separarse, yendo unos
a Daroca y Used, y otros a Ateca, camino de Madrid.
No persistieron mucho en el alcance, llamados a la parte opuesta a causa de una súbita irrupción en las Cinco Villas de Don Francisco Espoz y Mina. Habían los franceses acosado de muerte a este caudillo durante todo el estío, irritados con la sorpresa de Arlabán. Y él, ceñido de un lado por los Pirineos, del otro por el Ebro, sin apoyo ni punto alguno de seguridad, sin más tropas que las que por sí había formado, y sin más doctrina que la adquirida en la escuela de la propia experiencia, burló los intentos del enemigo y escarmentole muchas veces, algunas en la raya y aun dentro de Francia.
Arreció en especial el perseguimiento desde el 20 de junio hasta el 12 de julio. 12.000 hombres fueron tras Mina entonces; más acertadamente dividió este sus batallones en columnas movibles con direcciones y marchas contrarias, incesantes y sigilosas, obligando así al enemigo a a dilatar su línea a punto de no poderla cubrir convenientemente, o a que, reunido, no tuviese objeto importante sobre que cargar de firme.
Desesperanzados los franceses de destruir a Mina a mano armada,
pusieron a precio la cabeza de aquel caudillo. 6000 duros ofreció
por ella el gobernador de Pamplona, Reille, en bando de 24 de
agosto, 4000 por la de su segundo Don Antonio Cruchaga, y 2000 por
cada una de las de otros jefes. Reuniéronse a medios tan indignos
los de la seducción y astucia. Tratan
de
seducirle. A este propósito, y por el mismo tiempo, personas
de aquellap. 265 ciudad,
y entre otras Don Joaquín Navarro, de la diputación del reino, con
quien Mina había tenido anterior relación, enviaron cerca de su
persona a Don Francisco Aguirre Echechurri para ofrecerle ascensos,
honores y riquezas si abandonaba la causa de su patria y abrazaba la
de Napoleón. Mina, que necesitaba algún respiro, tanto más cuanto de
nuevo se veía muy acosado, entrando a la sazón en Navarra la división
de Severoli y otras fuerzas, pidió tiempo para contestar sin acceder
a la proposición, alegando que tenía antes que ponerse de acuerdo
con su segundo Cruchaga. Impacientes de la tardanza los que habían
abierto los tratos, despacharon en seguida con el mismo objeto,
primero a un francés llamado Pellou, hombre sagaz, y después a otro
español conocido bajo el nombre de Sebastián Iriso. Deseoso Mina de
ganar todavía más tiempo, indicó para el 14 de septiembre una junta
en Leoz, cuatro leguas de Pamplona, adonde ofreció asistir él mismo
con tal que también acudiesen los tres individuos que sucesivamente se
le habían presentado, y además el Don Joaquín Navarro y un Don Pedro
Mendiri, jefe de escuadrón de gendarmería. Accedieron los comisionados
a lo que se les proponía y, en efecto, el día señalado llegaron a
Leoz todos excepto Mendiri. La ausencia de este disgustó mucho a
Mina, quien a pesar de las disculpas que los otros dieron concibió
sospechas. Vinieron a confirmárselas cartas confidenciales que recibió
de Pamplona, en las cuales le advertían se le armaba una celada, y
que Mendiri recorría los alrededores acechando el momento enp. 266 que deslumbrado Mina con
las ofertas hechas, se descuidase y diese lugar a que cayeran sobre él
los enemigos y le sacrificasen.
Airado de ello, el caudillo español arrestó a los cuatro comisionados, y se alejó de Leoz llevándoselos consigo. Desfiguraron después el suceso los franceses y sus allegados, calificando a Mina de pérfido: traslucíase en la acusación despecho de que no se hubiese cumplido la alevosía tramada. Con todo, habiendo venido los comisionados bajo seguro, y no pudiéndose evidenciar su traición o complicidad, hubiérale a Mina valido más el soltarlos que dar lugar a que debiesen su libertad, como se verificó, a los acasos de la guerra.
Poco después de este suceso y de haber Severoli y otras tropas
salido de Navarra, fue cuando penetró dicho Mina en Aragón, conforme
arriba enunciamos. El 11 de octubre atacó en Ejea un puesto de
gendarmería cuyos soldados lograron evadirse en la noche siguiente,
con pérdida en la huida de algunos de ellos. Marchó luego Mina sobre
Ayerbe, y el 16 forzó a la guarnición francesa a encerrarse en un
convento fortificado que bloqueó; mas en breve tuvo que hacer frente
a otros cuidados. El comandante francés que en ausencia de Musnier
gobernaba a Zaragoza, Ataca a Ejea.
sabedor de la llegada de los españoles a Ejea, destacó una columna
para contenerlos. Encontrose en el camino Ceccopieri, jefe de ella,
con los gendarmes poco antes escapados; y juzgando ya inútil la marcha
hacia Ejea, cambió de rumbo y se dirigió a Ayerbe en busca de Mina.
Mas, llegado que hubo a estap.
267 villa, en cuyas alturas inmediatas le aguardaban los
españoles, pareciole más prudente después de un fútil amago, retirarse
y caminar la vuelta de Huesca. Envalentonáronse con eso los nuestros
y no pudieron los contrarios verificar impunemente su marcha como se
imaginaban. Mina, empleando sagacidad y arrojo, los estrechó de cerca
y rodeó, por manera que tuvieron que formar el cuadro. Así anduvieron
siempre muy acosados Coge una
columna
francesa
en Plasencia
de Gállego. hasta más allá de
Plasencia de Gállego, en donde, opresos con la fatiga y el mucho
guerrear, y acometidos impetuosamente a la bayoneta por Don Gregorio
Cruchaga, vinieron a partido: 640 soldados y 17 oficiales fueron los
prisioneros; muchos de ellos heridos, gravemente el mismo comandante
Ceccopieri. Habían muerto más de 300.
Azorado Musnier, y temiendo hasta por Zaragoza, tornó
precipitadamente a aquella ciudad, en donde ya más sereno trató
de marchar contra Mina y de quitarle los prisioneros, obrando
de concierto con los gobernadores y generales franceses de las
provincias inmediatas. ¡Trabajo y combinación inútil! Mina escabullose
maravillosamente por medio de todos ellos, y atravesando el reino de
Aragón, Navarra y Guipúzcoa, Embarca
los
prisioneros
en Motrico. embarcó al principiar noviembre en
Motrico todos los prisioneros a bordo de la fragata inglesa Iris y de
otros buques, después de haber también rendido la guarnición francesa
de aquel puerto.
Concíbese cuán incómodos serían para Suchet tales acontecimientos, pues además de la pérdida real que en ellos experimentaba, distraíanlep. 268 fuerzas que le eran muy necesarias. Con impaciencia había aguardado la división de Severoli, y en vano por algún tiempo pudo esta incorporársele. Musnier ni aun con ella tenía bastante para cubrir el Aragón, y mantener algún tanto seguras las comunicaciones. Una de las dos brigadas en que dicha división se distribuía se vio obligado a colocarla al mando de Bertoletti en las Cinco Villas, izquierda del Ebro, y la otra al de Mazzuchelli en Calatayud y Daroca.
Tuvo la última que acudir en breve a Molina, cuyo castillo se hallaba de nuevo bloqueado por Don Juan Martín. Llegó en ocasión que el comandante Brochet estaba ya para rendirse. Le libertó Mazzuchelli el 25 de octubre, mas no sin dificultad, teniendo empeñada con el Empecinado en Cubillejos una refriega viva en que perdieron los enemigos mucha gente. Abandonaron de resultas estos, habiéndole antes volado, el castillo de Molina.
Don Juan Martín, solo o con la ayuda o de Durán o de tropas suyas bajo Don Bartolomé Amor, continuó haciendo correrías. Rindió el 6 de noviembre la guarnición de la Almunia, compuesta de 150 hombres, hizo rostro a varias acometidas, batió la tierra de Aragón, cogió prisioneros y efectos, interceptó a veces las comunicaciones con Valencia, vía de Teruel.
Por su parte Durán, cuando obraba separado, tampoco permanecía
tranquilo: en Manchones, y sobre todo el 30 de noviembre en
Osonilla, provincia de Soria, alcanzó ventajas. Regresó después a
Aragón, y reincorporándosep.
269 por nueva disposición de Blake con el Empecinado, Ambos
bajo las órdenes
de Montijo.
se pusieron ambos el 23 de diciembre en Milmarcos, provincia de
Guadalajara, bajo las órdenes del conde del Montijo, que trayendo
igualmente 1200 hombres debía mandar a todos.
En grado tan sumo como el que acabamos de ver, divertían los nuestros en Cataluña y Aragón las huestes del enemigo, entorpeciéndole para su empresa de Valencia. También cooperó a lo mismo lo que pasaba en Granada y Ronda. Allí, privado el tercer ejército de la fuerza que había sacado Mahy, se encontraba muy debilitado, y hubieran probablemente acometido los franceses y amenazado a Valencia del lado de Murcia, sin el desembarco que ya indicamos de Don Francisco Ballesteros en Algeciras. Tomó este general tierra el 4 de septiembre, teniendo enlace su expedición con el plan de defensa que para Valencia había trazado Don Joaquín Blake. Sentó Ballesteros sus reales en Jimena, y medidas que adoptó, unas de conciliación y otras enérgicas, reanimaron el espíritu de los serranos.
Para procurar apagarle, vino inmediatamente sobre el general español
el coronel Rignoux, a quien de Sevilla habían reforzado. Amagó a
Jimena, y Ballesteros evacuó el pueblo con intento de atraer y engañar
al enemigo, lo cual consiguió. Porque Rignoux, adelantándose ufano
sobre San Roque, fue de súbito acometido por costado y frente, y
deshecho con pérdida de 600 hombres. Tomó entonces el mariscal Soult
contra Ballesteros disposiciones más serias;p. 270 Avanza
Godinot. y mandando al general Godinot que avanzase de Prado del
Rey con unos 5000 hombres, dispuso que se moviesen al propio tiempo la
vuelta de la sierra los generales Semellé y Barroux, yendo el primero
de Vejer y el último del lado de Málaga. Componían juntas todas estas
fuerzas de 9 a 10.000 hombres, y jactábanse ya de envolver las de
Ballesteros. Retírase
Ballesteros.
Mas este se retira a tiempo y con destreza, abrigándose el 14 de
octubre del cañón de Gibraltar. Los franceses llegaron al campo de San
Roque, y se extendieron por la derecha a Algeciras, cuyos vecinos se
refugiaron en la Isla Verde.
Malográndosele así a Godinot el destruir a Ballesteros, quiso, sin dejar de observarle, explorar la comarca de Tarifa, y aun enseñorearse por sorpresa de esta plaza. No anduvo en ello tampoco muy afortunado. El camino que tomaron sus tropas fue el del Boquete de la Peña, orilla de la mar, paso angosto que, dominado por los fuegos de los buques británicos, no pudieron los franceses atravesar, teniendo el 18 de octubre que retroceder a Algeciras. Aun sin eso nunca hubiera Godinot conseguido su intento. Tarifa socorrida. La guarnición de Tarifa había sido por entonces reforzada con 1200 ingleses al mando del coronel Skerret, que vimos en Tarragona, y con 900 infantes y 100 caballos españoles bajo las órdenes del general Copons.
En el intermedio renovaron los rondeños sus acostumbradas excursiones, molestaron por la espalda a los enemigos y les cortaron los víveres; de los que escaso Godinot, hubo de replegarse, picándole Ballesteros la retaguardia. Sep. 271 restituyó a Sevilla el general francés, y reprendido por Soult, que ya le quería mal desde la acción de Zújar por no haber sacado de ella las oportunas ventajas, alborotósele el juicio Se mata. y se suicidó en su cama con el fusil de un soldado de su guardia. Había antes mandado en Córdoba, y cometido tales tropelías, y aun extravagancias, que mirósele ya como a hombre demente.
No desaprovechó Ballesteros la ocasión de la retirada de los enemigos, y esparciendo su tropa para disfrazar una acometida que meditaba, juntola después en Prado del Rey; marchó en seguida de noche y calladamente, y sorprendió el 5 de noviembre en Bornos, derecha del Guadalete, al general Semellé, a quien ahuyentó y tomó 100 prisioneros, mulas y bagajes.
Fatigado Soult de tan interminable guerra, trató de aumentar el
terror poniendo en ejecución contra un prisionero desvalido el feroz
decreto que había dado el año anterior. Llamábase aquel Juan Manuel
López: era sargento, con veinte años de servicio, de la división de
Ballesteros, y arrebatáronle desempeñando una comisión, que le había
confiado su general, para recoger caballos y acabar con ciertos
bandoleros que, so capa de patriotas, robaban y cometían excesos. Las
circunstancias que acompañaron a la causa que se le formó hicieron
muy horrible el caso. Negábase a juzgar a López la junta criminal de
Sevilla, obligola Soult mandándole al mismo tiempo que, a pesar de
estar prohibida por el rey José la pena de horca, la aplicase ahora
en lugar de la de garrote. La junta absolvió sin embargo al supuesto
reo. Muyp. 272 disgustado
Soult, ordenó que se volviese a ver la causa, sin conseguir tampoco su
odioso intento. Irritado el mariscal cada vez más, creó una comisión
criminal compuesta de otros ministros, quienes también absolvieron
a López, declarándole simplemente prisionero de guerra. La alegría
fue entonces universal en Sevilla, y mostráronlo abiertamente por
calles y plazas todas las clases de ciudadanos. Pero, ¡o atrocidad!,
todavía estaba el infeliz López recibiendo por ello parabienes,
Crueldad
de Soult. cuando vinieron
a notificarle que una comisión militar escogida por el implacable
Soult acababa de condenarle a la pena de horca sin procedimiento
ni diligencia alguna legal. Ejecutose la inicua sentencia el 29 de
noviembre. Desgarra el corazón crudeza tan desapiadada y bárbara; e
increíble pareciera a no resultar bien probado que todo un mariscal de
Francia se cebase encarnizadamente en presa tan débil, en un soldado,
en un veterano lleno de cicatrices honrosas.
p. 273
RESUMEN
DEL
LIBRO DECIMOSÉPTIMO.
Lord Wellington en Fuenteguinaldo. — 6.º ejército español. — Abadía sucede a Santocildes. — Posición de aquel ejército. — Lo atacan los franceses. — Se retira. — Combates en la retirada. — Se repliegan los franceses. — Posición de Wellington en Fuenteguinaldo. — Se combinan para socorrer a Ciudad Rodrigo Dorsenne y Marmont. — La socorren y atacan a Wellington. — Combate del 25 de septiembre. — Combates del 27. — Nuevas estancias de Wellington. — Se retiran los franceses. — Wellington en Freineda. — Se prepara a sitiar a Ciudad Rodrigo. — Coge Don Julián Sánchez al Gobernador francés de aquella plaza. — Carta de Don Carlos de España al de Salamanca. — 5.º ejército p. 274español. — Severidad de Castaños. — Pedrezuela y su mujer. — El Corregidor Ciria. — Temprano el partidario. — Combínanse para una empresa en Extremadura ingleses y españoles. — Acción gloriosa de Arroyomolinos. — Otra vez el 6.º ejército. — Medidas desacordadas de Abadía. — Invaden de nuevo los franceses a Asturias. — 7.º ejército. — Lo manda Mendizábal. — Porlier. — Entra en Santander. — Don Juan López Campillo. — Longa, el Pastor y Merino. — Mina. — Decreto suyo de represalias. — Sucesos militares en Valencia. — Pasa Suchet el Guadalaviar el 26 de diciembre. — Mahy con parte de las tropas se retira al Júcar. — Blake con las otras a Valencia. — Acordonan los franceses la ciudad. — Reflexiones. — Vana tentativa de Blake el 28 para salvar su ejército. — Briosa conducta del coronel Michelena. — Desasosiego en Valencia y reflexiones. — Convocación de una Junta. — Reuniones tumultuarias. — Las contiene Blake y disuelve la Junta. — Adelanta Suchet los trabajos de sitio. — Se retira Blake al recinto interior de la ciudad. — Empieza el 5 de enero el bombardeo. — Pocas precauciones tomadas. — Destrozos. — Tibieza de Blake para animar a los habitantes. — Desecha Blake la propuesta de rendirse. — División en el modo de sentir de los habitantes. — Estado crítico de la plaza. — Disienten los jefes acerca de tratar con los enemigos. — Capitula Blake el 9. — Entra Suchet en Valencia. — Blake. — Parte que da. — Recompensas de Napoleón a Suchet y a su ejército. — Providencias severas de Suchet. — Frailes llevados ap. 275 Francia y arcabuceados. — Conducta del clero y del Arzobispo. — De los Valencianos. — Avanza Montbrun a Alicante. — Posición del general Mahy. — Se aleja Montbrun. — Suchet. — Toma a Denia. — Situación del 2.º y tercer ejército. — El general Soult en Murcia. — Le ataca Don Martín de la Carrera. — Muerte gloriosa da este. — Honores que se le tributan. — Sitio de Peñíscola. — La toman los franceses. — Conducta infame del gobernador García Navarro. — Serranía de Ronda y Tarifa. — Movimientos de Ballesteros. — Sitian los franceses a Tarifa. — Gloriosa defensa. — Levantan los franceses el sitio. — Ciudad Rodrigo. — Cerca Lord Wellington la plaza. — La asaltan los aliados y la toman. — Gracias y recompensas. — Nuevas esperanzas.
p. 277
HISTORIA
DEL
LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
de España.
Mientras iba sobre Valencia denso nublado, sin que bastaran a disiparle ni los esfuerzos de aquella provincia, ni de las inmediatas, será bien que veamos lo que ocurría por el occidente de España y lugares a él contiguos.
Cruzado que hubo Lord Wellington el río Tajo, siguiendo en julio el movimiento retrógrado del mariscal Marmont, caminó al norte y sentó sus reales el 10 de agosto en Fuenteguinaldo, con visos de amagar a Ciudad Rodrigo.
Permaneció, no obstante, inmoble hasta promediar septiembre, de lo que se aprovechó elp. 278 francés, ansioso de extender el campo de su dominación, para atacar al 6.º ejército español; lisonjeándose de deshacerle, y verificar quizá en seguida una incursión rápida en el reino de Galicia.
Tocaba ejecutar el plan al general Dorsenne, que mandaba en jefe las tropas y distritos llamados del norte; y favorecíanle, en su entender, no solo la inacción de Lord Wellington, sino también mudanzas sobrevenidas en el gobierno de las fuerzas españolas.
Vimos cuán atinadamente capitaneaba el 6.º ejército Don José
Santocildes, y cuánto le adestraba de acuerdo con el jefe de estado
mayor D. Juan Moscoso. En virtud de tan loable porte parecía que
hubiera debido continuar en el mando. No lo permitió la suerte aviesa.
Abadía sucede
a Santocildes.
Reemplazole en breve Don Francisco Javier Abadía. Se atribuyó la
remoción al general Castaños, que conservaba, si bien de lejos, la
supremacía del 6.º ejército, y susurrose que le impelieron a ello
inspiraciones de ajenos celos, u otros motivos no menos reprensibles.
Abadía se presentó a sus tropas a mediados de agosto.
Situábase en aquel tiempo el mencionado ejército del modo siguiente: la vanguardia, bajo Don Federico Castañón, en San Martín de las Torres y puente de Cebrones; la 3.ª división, del cargo del brigadier Cabrera, en la Bañeza; la 2.ª, ahora a las órdenes del conde de Belveder, en el puente de Órbigo; se alojaba en Astorga una reserva, y permanecía en Asturias, como antes, la 1.ª división. Indicamos en otro lugar el total de la fuerza, que más bien quep. 279 disminuido se había desde entonces aumentado.
No cesó esta de hostilizar al enemigo, a pesar de lo ocurrido en primeros de julio que ya referimos, siendo de notar la sorpresa que el 16 de agosto hicieron algunos destacamentos de la guarnición francesa del pueblo de Almendra, en donde cogieron más de 130 prisioneros.
Fue el 25 del citado mes cuando Dorsenne intentó acometer a los nuestros, que se dispusieron a retirarse, viniendo sobre ellos superiores fuerzas. Abadía, como recién llegado y sin conocimiento a fondo de la disciplina de sus soldados, recelábase del éxito; por lo que con moderación laudable dejó a Santocildes y a Don Juan Moscoso la principal dirección de las operaciones.
Tuvieron estas por mira efectuar una retirada en parte excéntrica, por cuyo medio se consiguiese no agolpar las tropas a un solo punto, cubrir las diversas entradas de Galicia, algunas de Asturias, y establecer comunicaciones a la derecha con los portugueses que mandaba en Tras-os-Montes el general Silveira. Maniobra útil en aquella ocasión, y muchas veces conveniente en las guerras nacionales, (* Ap. n. 17-1.) según expresa, y con razón, Mr. de Jominy.[*]
Los franceses avanzando acometieron primero la división que se alojaba en la Bañeza; la cual, después de sostener briosamente una arremetida de los lanceros enemigos, se replegó en buen orden sobre Castrocontrigo, y de allí, según se le tenía mandado, a la Puebla de Sanabria. En seguida, y por la tarde de dicho día 25, atacaron los franceses la vanguardia y la 2.ª división,p. 280 las cuales se enderezaron al punto de Castrillo, para unirse con la reserva.
Juntos los tres últimos cuerpos, o sean divisiones, tomaron el 26 la ruta del puerto de Foncebadón, excepto el regimiento 1.º del Ribero, que reforzado después con el 2.º de Asturias, defendió el 27 valerosamente el puerto de Manzanal.
En este día también penetró el francés por Foncebadón, defendiéndose largo tiempo Castañón y la reserva en las alturas colocadas entre Riego y Molinaseca. Aquí, no menos que en Manzanal, fueron escarmentados los enemigos, pues tuvieron mucha pérdida y contaron entre los muertos al general Corsin y al coronel Barthez, quedando a los nuestros por trofeo el águila del 6.º regimiento de infantería.
Sin embargo, engrosados los contrarios, pasaron adelante y se derramaron por el Bierzo. Abadía, al propio tiempo que sentó su cuartel general en el Puente de Domingo Flórez, cubriendo a Galicia por este lado, retiró de Villafranca la artillería, camino de Lugo, destacó hacia allí fuerzas que amparasen las alturas de Valcarce, y colocó en Toreno, para cerrar las avenidas inmediatas de Asturias, los cuerpos que habían combatido en Manzanal.
De resultas de estas medidas, de la buena defensa que en los puertos habían hecho los españoles, y a causa de los temores que infundía Galicia por su anterior resistencia, detúvose Dorsenne y no avanzó más allá de Villafranca del Bierzo, desesperanzado de poder realizar en aquel reino pronta y venturosa irrupción.p. 281 Saquearon, sí, sus tropas los pueblos del tránsito, y al retirarse, en los días 30 y 31 de agosto, se llevaron consigo varias personas en rehenes por el pago de pesadas contribuciones que habían impuesto. Abadía de nuevo ganó terreno, y hasta entonces portose de modo que su nombramiento no produjo en el ejército trastorno ni particular novedad, habiendo obrado, según apuntamos, en unión con su antecesor. ¡Ojalá no hubiera nunca olvidado proceder tan cuerdo!
El avanzar de nuestras tropas, y un amago de las de la Puebla de Sanabria, aceleraron la retirada de Dorsenne, que se limitó a conservar y fortalecer a Astorga. Aguijole también para ello el mariscal Marmont, que necesitaba de ayuda en un movimiento que proyectaba sobre el Águeda y sus cercanías.
En aquellas partes, firme Lord Wellington en Fuenteguinaldo, hacía resolución de rendir por hambre a Ciudad Rodrigo, escasa de vituallas. Con este objeto, y persuadido del triunfo, a no ser que acudiese al socorro gran golpe de gente, formó una línea que desde el Azaba inferior se prolongaba por el Carpio, Espeja y El Bodón a Fuenteguinaldo. Asiento el último punto del cuartel general, reforzole con obras de campaña, y situó en él la 4.ª división: destacó a la derecha del Águeda la división ligera, y puso en las lomas de la izquierda del mismo río la 3.ª con la caballería, apostando una vanguardia en Pastores, a una legua de Ciudad Rodrigo. El general Graham, que de la Isla de León había pasado a este ejército, y sucedido a Sir Brent Spencer en calidad de 2.º de Wellington,p. 282 regía las tropas de la izquierda, alojadas en la parte inferior del Azaba, ocupando la superior, en donde formaba el centro, Sir Stapleton Cotton con casi todos los jinetes. De los españoles solo había Don Julián Sánchez, y también Don Carlos de España, enviado por Castaños para alistar reclutas en Castilla la Vieja y mandar aquellos distritos: ambos jefes recorrían el Águeda río abajo. Destinose la 5.ª división inglesa a observar el punto de Perales, permaneciendo a retaguardia de la derecha. Servía de reserva la 7.ª en Alamedilla. Lo restante de la fuerza anglo-portuguesa, se acordará el lector que la dejó Lord Wellington a las órdenes del general Hill en el Alentejo, para atender a la defensa de la izquierda del Tajo, y a las ocurrencias de la Extremadura española.
El movimiento que intentaba Marmont sobre el Águeda, y para el que hubo de contar con el general Dorsenne, dirigíase a socorrer a Ciudad Rodrigo, cuyos apuros crecían demasiadamente. Abrió el mariscal francés su marcha desde Plasencia el 13 de septiembre, tomando antes varias precauciones, como construir un reducto en el puerto de Baños, asegurar los puentes y barcas de ciertos ríos, y poner al general Foy con la 6.ª división en vela del camino militar y pasos de la sierra.
Yendo a encontrarse Dorsenne y Marmont, cada uno por su lado, juntáronse el 22 cerca de Tamames. Con el primero hallábase ya incorporada una división que mandaba el general Souham, la cual pertenecía a las fuerzas que habían entrado últimamente en España cuando las italianasp. 283 de Severoli. Y sin riesgo de error puédese computar que las tropas enemigas que marchaban ahora la vuelta de Ciudad Rodrigo, ascendían a 60.000 hombres, 6000 de caballería con gran número de cañones.
Próximos los franceses, no hizo Lord Wellington ademán alguno para impedir la introducción de socorros en la plaza, y solo aguardó al enemigo en la posición que ocupaba. Vino aquel a atacarla el 25. Trabó el combate con 14 escuadrones el general Wathier por la parte inferior del Azaba, que guarnecía Graham, y arrolló los puestos avanzados, los cuales, volviendo en sí y apoyados, recobraron el terreno perdido. No era esta tentativa más que un amago. Encaminábase la principal atención de los contrarios a embestir la 3.ª división inglesa situada en las lomas que se divisan entre Fuenteguinaldo y Pastores. Puso Marmont para ello en movimiento de 30 a 40 escuadrones, guiados por el general Montbrun, y mucha artillería, debiendo favorecer la maniobra 14 batallones. Lord Wellington dudó un instante si atacarían los enemigos aquella posición por el camino real que va a Fuenteguinaldo o por los pueblos de Encina y El Bodón. Cerciorado de que sería por el camino real, dispuso reforzar en gran manera aquel punto. Los ingleses allí apostados, si bien al principio solos y en corto número, se defendieron denodadamente contra la caballería y artillería enemigas, y recobraron dos piezas abandonadas en una embestida.
No habían aún llegado los infantes franceses, mas, advirtiendo Wellington que se aproximaban,p. 284 y calculando que probablemente concurrirían al sitio del ataque antes de los principales refuerzos británicos, llamados de partes más lejanas, resolvió abandonar las lomas asaltadas y retirar a Fuenteguinaldo las tropas que las defendían. Verificaron estas el repliegue formando cuadros y en admirable ordenanza, sin que la pudiesen romper los arrojados acometimientos de la caballería francesa. Quedó solo como cortada la pequeña vanguardia que cubría el alto de Pastores y mandaba el teniente coronel Williams; pero este oficial, lejos de atribularse, mantúvose reposado y con acertada inteligencia subió el Águeda la orilla derecha arriba hasta Robledo, en donde repasó el río logrando por la tarde unirse felizmente al grueso del ejército en Fuenteguinaldo.
Aquí, en el mismo día, estableció su centro Lord Wellington, alterando la anterior posición con la derecha del lado del puerto de Perales y la izquierda en Nave de Haver. Apostó a Don Carlos de España y la infantería española junto al Coa, enviando la caballería bajo Don Julián Sánchez a retaguardia del enemigo.
Reunieron el 26 los franceses toda su gente, y examinado que hubieron la estancia de Fuenteguinaldo, creyéronla tan fuerte que desistieron de atacarla. No lo pensaba así Wellington, por lo cual retrocedió tres leguas, poniendo el 27 la derecha en Aldeia Velha, la izquierda en Bismula y el centro en Alfayates, antiguo campo romano y hoy villa de Portugal, en sitio alto, cercada de viejos muros. En este día dos divisiones de los franceses, siguiendo la huella de losp. 285 aliados, trabaron vivos reencuentros, y la cuarta de los ingleses perdió y recobró dos veces a Aldeia da Ponte.
No satisfecho aún Wellington con su última posición, y ateniéndose a un plan general de operaciones anteriormente trazado, retirose una legua atrás a estancias que se dilataban por la cuerda del arco que forma el Coa cerca de Sabugal, dejando a la derecha la sierra das Mesas, y a la izquierda el pueblo de Rendo, en cuyo sitio presentó batalla a los franceses, que esquivaron estos, cumplido su deseo de socorrer a Ciudad Rodrigo.
En los combates del 25 y 27 perdieron los ingleses unos 260 hombres, no más los franceses. Vio en aquellos días por primera vez el fuego, y se distinguió, el príncipe de Orange, que allí asistía en calidad de ayudante de campo de Lord Wellington, exponiendo su persona por la independencia de un país muy desamado, dos siglos antes, de sus ilustres y belicosos abuelos los Guillermos y Mauricios. Así anda y voltea el mundo.
Separáronse a poco los dos generales franceses, no pudiendo mantenerse unidos por celos, falta de subsistencias y por amagos que tenían de otros lugares. Dorsenne se retiró hacia Salamanca y Valladolid; Marmont a tierra de Plasencia.
También Lord Wellington tomó nuevos acantonamientos, sentando en Freineda su cuartel general. Vínole bien no le hubiesen los franceses atacado el 25 con todo su ejército, ni embestido el 26 la posición de Fuenteguinaldo.p. 286 Las muchas fuerzas que consigo traían hubiéranle podido causar gran menoscabo. Tan cierto es que en la guerra representa la fortuna papel muy principal.
Dio entonces Lord Wellington comienzo a los preparativos que exigía la formalización del sitio de Ciudad Rodrigo. Le dejó para su empresa, según ya indicamos, sumo despacio lo que ocurría en las demás partes de España, y tampoco le perjudicaron las operaciones de los partidarios que andaban cerca, singularmente las de Don Julián Sánchez.
Entre otros hechos de este, por entonces notables, cuéntase el acaecido el 15 de octubre en las cercanías de Ciudad Rodrigo. Sacaban los enemigos su ganado a pastar fuera, y deseoso Sánchez de cogerle, armó una celada con 360 infantes y 130 jinetes en ambas orillas del Águeda corriente abajo. A la propia sazón que acechaban los nuestros y se preparaban a la sorpresa, salió de la plaza a hacer un reconocimiento con 12 de a caballo el gobernador francés Renaud, y emparejando parte de los emboscados con él y su escolta, apoderáronse de su persona por la izquierda del río, al paso que por la derecha apresaron los otros unas 500 reses de ganado vacuno y cabrío. Desesperábase Renaud por su infortunio, y Don Julián tratando de consolarle, le dio una cena acompañada de música y tan espléndida como permitían las circunstancias de su vario e inestable campo.
También molestaba España a los enemigos, e irritado de que el general Mouton, comandante de unas tropas que entraron en Ledesma, hubiesep. 287 arcabuceado a 6 prisioneros nuestros 24 horas después de haberlos cogido, hizo otro tanto con igual número de franceses, escribiendo en 12 de octubre al gobernador de Salamanca Thielbaud una carta en que se leían las cláusulas siguientes:[*] (* Ap. n. 17-2.) «Es preciso que V. E. entienda y haga entender a los demás generales franceses que siempre que se cometa por su parte semejante violación de los derechos de la guerra, o que se atropelle algún pueblo o particular, repetiré yo igual castigo inexorablemente en los oficiales y soldados franceses... y de este modo se obligará al fin a conocer que la guerra actual no es como la que suele hacerse entre soberanos absolutos, que sacrifican la sangre de sus desgraciados pueblos para satisfacer su ambición o por el miserable interés, sino que es guerra de un pueblo libre y virtuoso, que defiende sus propios derechos y la corona de un rey a quien libre y espontáneamente ha jurado y ofrecido obediencia, mediante una constitución sabia que asegure la libertad política y la felicidad de la nación.» ¡Esto decía España en 1811!
A la derecha de Lord Wellington, D. Francisco Javier Castaños con el 5.º ejército, y auxiliado por las tropas del general Hill, dio no poco que hacer a los franceses.
Aunque se extendía el mando de aquel jefe al 6.º ejército, y después
comprendió también el del 7.º, su autoridad inmediata aparecían por
lo común solo en Extremadura y puntos vecinos. Mostrose Castaños allí
riguroso con desertores, infidentes y otros reos, lo que desdecíap. 288 de su carácter al parecer
blando. Bien es verdad que hubo ocasión en que ejerció la justicia
contra delincuentes cuya conducta estremece aún y pone espanto. Pedrezuela
y su mujer. Fue horrible el caso
de José Pedrezuela y de su mujer María Josefa del Valle. Barba el
primero algún tiempo del coliseo del Príncipe de Madrid, fingiose
comisionado regio del gobierno legítimo, y desempeñó el supuesto cargo
en Piedralaves y Ladrada, pueblos de tierra de Toledo. Los habitantes
y guerrillas de la comarca le obedecían ciegamente en la creencia
de ser enviado por el gobierno de Cádiz. La ocupación enemiga daba
favor al engaño. El Pedrezuela y su esposa fueron convictos de haber
condenado a suplicios bárbaros, sin facultad ni debido juicio, a más
de 13 personas. Ejecutaba aquel las sentencias por sí mismo, o las
hacía ejecutar a media noche en un monte o heredad, cosiendo a sus
víctimas a puñaladas, o matándolas de un fusilazo en el oído. Iba a
veces la muerte acompañada de otros horrores, y si bien se probaron
solo 13 asesinatos, se imputaban a los reos fundadamente más de 60.
La mujer, hembra de ferocidad exquisita, condenaba en ausencia del
marido y superaba a este en saña y encarnizamiento. Querían cohonestar
sus crueldades con el patriotismo, y sacrificaron a varios sujetos
respetables, entre otros a D. Marcelino Quevedo, asesor de las
guerrillas de la provincia de Toledo. Alucinados así los pueblos, y
contenidos por el respeto que tributaban al gobierno legítimo, se
sometieron al pseudo-comisionado por espacio de tres meses. Descubierta
a lo último la falsía y enredo, diose orden dep. 289 prender a matrimonio tan sanguinario y bien
apareado, y mandó Castaños formarles causa. Vista esta, condenaron los
jueces al marido a la pena de horca, y a ser en seguida descuartizado;
a la mujer a la de garrote. Ajusticiáronlos el 9 de octubre en Valencia
de Alcántara. Digno castigo, aunque tardío, de tamaños crímenes.
Si no de color más subido, eran también sobrado feos los que se achacaban a Don Benito María de Ciria, capitán retirado y actual corregidor del rey José en Almagro. Llamábanle el Nerón de la Mancha. Obtuvo tal nombre por las extorsiones que causó, por los varios inocentes que llevó al cadalso. Le prendió el 29 de septiembre, cerca de aquella ciudad, el capitán Don Eugenio Sánchez, al tiempo que su jefe el sargento mayor Don Juan Vaca, de la partida, o sean húsares francos de Don Francisco Abad [Chaleco], atacaba la guarnición enemiga, la deshacía y tomaba bastantes prisioneros. Un consejo de guerra reunido por Castaños condenó a Ciria a la pena de garrote, ejecutada el 25 de octubre en el mismo Valencia de Alcántara. Pero apartemos los ojos de escenas tan melancólicas, deplorables efectos de disensiones civiles.
Otros hechos verdaderamente nobles y sin rastro de duelo realizábanse, entre tanto, por aquellos pasajes. No nos detendrán los muchos y diversos de las guerrillas, aunque sí merece honrosa mención el partidario D. Antonio Temprano, quien el 8 del citado octubre, a las puertas mismas de Talavera, libertó al coronel inglés J. Grant, cogido antes prisionero en el Acehúche.
p. 290
Combate de mayores resultas y muy glorioso pasará a delinear nuestra pluma. Habían los enemigos tratado de estrechar el corto ámbito que ocupaba el 5.º ejército en Extremadura, con la mira de privarle de los limitados recursos que sacaba de allí, y aumentar los suyos propios, también harto circunscriptos. Con tan doble objeto colocose en Cáceres y se extendió hasta las Brozas el general Girard, asistido de una columna de 4000 infantes y 1000 caballos, perteneciente al 5.º cuerpo francés, que seguía bajo el general Drouet enseñoreando las márgenes de Guadiana. Esta operación habíanla los franceses diferido, recelosos de empeñar choque no solo con los españoles, sino igualmente con los anglo-portugueses de Hill. Mas la inmovilidad de los últimos, metidos allá en el Alentejo sin ayudar a los nuestros, dio aliento a los enemigos para extenderse por los puntos arriba indicados. Hambreando de ese modo a los españoles, y no pudiendo la junta de la provincia, establecida en Valencia de Alcántara, ni siquiera suministrar las más indispensables raciones, acudió Don Francisco Javier Castaños a Lord Wellington y le propuso un movimiento en unión con las tropas aliadas.
Accedió el general inglés a los deseos del español, y en consecuencia marchó Hill la vuelta de nuestra Extremadura. Tomó este consigo la mayor parte de su fuerza, que según dijimos ascendía a 14.000 hombres, y el 23 de octubre asomó ya por Alburquerque. Se le juntó el 24 en Aliseda Don Pedro Agustín Girón, segundo de Castaños y comandante de la columnap. 291 destinada a obrar con los ingleses, la cual se componía de 5000 hombres, distribuidos en dos trozos, a las órdenes inmediatas del conde de Penne Villemur y de Don Pablo Morillo.
Continuando en Cáceres la fuerza principal de Girard, tenía destacamentos en algunos pueblos y señaladamente 300 caballos en Arroyo del Puerco, los cuales se recogieron el 25 a Malpartida por avanzar Penne Villemur con la caballería española. Quisieron los aliados atacarlos en aquel pueblo, mas los enemigos se replegaron a Cáceres, cuya ciudad también abandonó el general francés dirigiéndose a Torremocha.
Prosiguieron los nuestros su camino y el 27 se reunieron todos en Alcuéscar, en donde supieron con admiración que Girard se mantenía en Arroyomolinos, distante una legua corta. Pendía la confianza de los franceses de la persuasión en que siempre estaban de que el inglés no se metería muy adentro en España, y también de la fidelidad con que los habitantes guardaron el secreto de nuestra marcha.
Hill, que mandaba en jefe a los hispano-anglo-portugueses, determinó entonces acometer, y a las dos de la madrugada del 28 puso en movimiento todas las tropas. Diluviaba, soplando recio viento, mas el temporal, por dar a los nuestros de espalda, fue más bien favorable que contrario. Avanzando así en buen orden y calladamente, formáronse las columnas, siendo todavía de noche, en una hondonada no lejos de Arroyomolinos.
Pertenece esta villa, distante de Cáceres seisp. 292 leguas, al partido de Mérida, y se apellida de Montánchez por hallarse situada a la falda de la sierra de aquel nombre. Está como aislada y sin otras comunicaciones que pocas y penosas subidas con malas veredas. Puestos los aliados en orden de ataque en el sitio indicado, moviéronse a las 7 de la mañana para sorprender al enemigo. Una columna anglo-portuguesa con artillería, mandada por el teniente coronel Stuart, marchó en derechura al pueblo; otra compuesta de la infantería española, bajo Morillo, se encaminó a flanquear las casas por la izquierda, y una tercera, también de peones, anglo-portuguesa, del cargo de Howard, tomó por la derecha y se adelantó a cortar los caminos de Mérida y Medellín, para de allí revolver sobre el francés y atacarle. Por el diestro costado de esta última columna iban los jinetes españoles, y por el opuesto los británicos, algo retrasados los postreros a causa de un extravío que padecieron en la noche.
Ignoraba del todo Girard el movimiento y proximidad de los aliados, manteniéndose hasta lo último los habitadores inmudables en su fidelidad. Así fue que llegaron aquellos sin ser sentidos, y en sazón que Girard emprendía su ruta a Mérida. Una brigada al mando de Remond le había precedido, saliendo de Arroyomolinos antes del quebrar del alba, mas la retaguardia, con alguna caballería y los bagajes, aún se conservaban dentro del pueblo. Cubría espesa niebla la cima de la sierra, y marchaba Girard descuidadamente, cuando le avisaron se acercaban tropas. No pensaban fuesen regladas, y menos inglesas.p. 293 Figurósele que eran partidarios, por lo que mandó apresurar el paso y no detenerse a repeler las acometidas.
Pero, desengañado, grande fue su sorpresa y la de sus soldados. Resintiéronse de ella al tiempo de pelear, pues columbrarlos los nuestros, atacarlos y romperlos, casi fue todo uno. Parte de la columna anglo-portuguesa que se había dirigido al pueblo, entró en su casco; el resto persiguió a Girard ya en marcha, quien en vano formó dos cuadros, encerrados estos entre los fuegos de los que venían de Arroyomolinos, y los de la columna de Howard que se había antes adelantado a cortar los caminos. La caballería española dio también sobre el general francés, y la llegada de la inglesa, a las órdenes de Sir W. Erskine, acabó de trastornarle. Entonces aquel se salvó con pocos, trepando por peñas y riscos, y se acogió a la sierra. Continuó el alcance Morillo por el puerto de las Quebradas hasta la altura que da vista a Santa Ana. El cansancio de la gente no consintió ir más allá. Tenía ya la pelea ventajosísimo y honroso resultado. Perdieron los enemigos 400 muertos y heridos, entre ellos al general Dombrousky; quedaron prisioneros el general Brun, el duque de Aremberg, el jefe de estado mayor Idri, gran número de oficiales y 1400 soldados, cabos y sargentos. Se cogieron dos cañones y un obús, el tren, dos banderas, una por los españoles, otra por los anglo-portugueses; muchos fusiles, sables, mochilas, caballos: el bagaje entero. Desapareció, en fin, aquella división, excepto contados hombres que acompañaron a Girard, y la brigadap. 294 de Remond que, como había salido con anticipación de Arroyomolinos, ni tomó parte en el combate, ni tuvo de él noticia hasta llegar a Mérida. Acreciose la satisfacción de los aliados en vista de la poca gente que perdieron: 71 hombres los anglo-portugueses, unos 30 los españoles. Obraron todos los jefes muy unidos y con destreza y tino: cierto que los nuestros, Girón, Morillo y Penne señalábanse, el primero en el dirigir, los otros en el ejecutar. Gran terror se apoderó de los franceses. Badajoz permaneció cerrado dos días y dos noches, muy vigilados los vados del Guadiana, y recogidos los destacamentos sueltos en los parajes más fuertes. Penne Villemur llegó a Mérida, tras de él Hill, en donde ambos se mantuvieron hasta que volviendo en sí Drouet y avanzando, se retiraron los españoles a Cáceres, y los anglo-portugueses a sus antiguos acantonamientos.
Mas si por la derecha de Lord Wellington había cabido tal fortuna y
gloria, no acaeció lo mismo por la izquierda, en Galicia y Asturias,
yendo las cosas allí muy de caída. Don Francisco Javier Abadía,
prudente en un principio y cuerdo, cambió después de conducta. Medidas
desacordadas
de Abadía.
Trató de dar nueva organización a su ejército sin motivo fundado, y
alterando la actual, mudó jefes, oficiales, sargentos, cabos, soldados;
trasladolos de unos cuerpos a otros, confundiolo todo; y a punto que
resultó, hasta en los uniformes, mezcla rara de colores y variedades,
y eso en presencia del enemigo. Liviano porte, ajeno de la reputación
militar de que gozaba aquel jefe, haciéndose así más dolorosa la
remoción súbita yp. 295
poco meditada de Santocildes. Representó contra la organización nueva
el jefe de estado mayor Moscoso, mas inútilmente. Sostuvo el capricho
y la tenacidad lo que al parecer había dictado la irreflexión. Notose
también que Abadía, en vez de presenciar el planteamiento de su obra,
ausentose a tomar baños, pasando después a la Coruña. En su lugar
envió al marqués de Portago, hombre de sana intención pero de limitada
capacidad, originándose de tan indiscretas, mal dispuestas reformas y
providencias que no saliese del Bierzo el ejército, ni asomase a sus
antiguas estancias para inquietar al enemigo y distraerle de otras
excursiones.
Viendo los franceses la mucha inacción, y persuadidos de que a lo menos durante el invierno no se moverían de Portugal los ingleses, pensaron en invadir de nuevo a Asturias, ya para tener más medios con que sustentar su ejército, ya porque agradaba al general Bonnet tornar adonde él campeaba con mayor independencia que bajo Drouet en Castilla. Alentaba también a ello el haber Abadía sacado de Asturias tropas aguerridas y enviado otras menos disciplinadas.
Que iba Bonnet a entrar en aquel principado, sonrugíase por todas partes, y el jefe de estado mayor Moscoso enderezose a Oviedo a marchas forzadas, si no para evitar el golpe, al menos para disponer con orden la retirada de nuestras tropas y disminuir el desastre.
En Asturias mandaba, como antes, Don Francisco Javier Losada: tenía a su cargo la 1.ª división del 6.º ejército, recompuesta o trastrocadap. 296 según el nuevo arreglo de Abadía. No había por eso el Don Francisco dejado de tomar durante su gobierno medidas militares bastante oportunas. En la puente de los Fierros había levantado algunas obras de campaña, y colocado allí, y en los puntos más fuertes de la avenida de Pajares, una de sus secciones al mando de Don Manuel Trevijano.
El general Bonnet no solo pensó en acometer al principado por dicho puerto, sino también por el de Ventana, más al occidente. Contaba para su expedición con 12.000 hombres, que dividió en dos trozos. El principal mandábalo Bonnet mismo, y se encaminó a Pajares, el otro lo regía el coronel Gauthier.
Informado Losada del plan del enemigo, trató de burlarle poniendo en movimiento de antemano sus tropas sobre el Narcea; pues de este modo impedía le cortasen los franceses la retirada hacia Galicia. En consecuencia, el 5 de noviembre, día en que se presentó Bonnet delante de la puente de los Fierros, no se hizo en ella otra resistencia sino la suficiente para ocultar lo proyectado; cuyo éxito fue tan feliz que el 7 reuniéndose todas las tropas en Grado, marcharon sin detenerse a tomar puesto en las alturas del Fresno y cubrir el paso del Narcea. La celeridad y buen orden con que se ejecutó la maniobra destruyó los intentos del enemigo, no siéndole dado a Gauthier ponerse a nuestra espalda: al bajar del puerto de Ventana, tuvo que contentarse con perseguir a los españoles, y alcanzó en Doriga la retaguardia; de donde repelido, cejó en breve, pensando ya solo enp. 297 darse la mano con Bonnet que había entrado en Oviedo. Acompañaban a Losada Don Pedro de la Bárcena, restablecido de anteriores y honoríficas heridas, y Don Juan Moscoso: la presencia de ambos en la retirada favoreció la diligente actividad del primero. Artillería, municiones, efectos pertenecientes al ejército y real hacienda, todo se salvó, embarcándolo en Gijón o transportándolo por tierra. Los vecinos de la capital del principado, como los moradores de todos los pueblos, abandonaron por lo general sus casas: daban el ejemplo los pudientes, siendo aquella provincia una de las más constantes en su adhesión a la causa de la patria, y de las que más prodigaron la sangre de sus hijos y sus caudales.
Doliole amargamente a Bonnet entrar en Oviedo y ver la ciudad tan solitaria, porque si bien los asturianos le habían acostumbrado a ello, esperaba que los trabajos y el tiempo comenzarían ya a domeñar ánimos tan inflexibles. Pesole no menos encontrar vacías las fábricas de armas y los almacenes; lo cual le embarazaba para suplir los menesteres de su tropa, y emprender otras operaciones.
Sin embargo, trató de probar fortuna y obligó a Gauthier a revolver inmediatamente sobre los españoles. Losada juzgó entonces prudente retirarse aún más allá del Narcea, y el francés llegó a Tineo el 12 de noviembre. Mantúvose allí muy poco, porque combinando nuestros jefes un movimiento, atacole Bárcena con una sección y le forzó a retroceder. También Abadía quiso amagar por Astorga y el Órbigo parap. 298 divertir la atención de los franceses de Asturias; pero la idea no tuvo resulta, dejándose para más adelante. A pesar de eso Bonnet apenas poseyó esta vez en el principado otro terreno sino la línea de Pajares a Oviedo, pues por el ocaso fuéronle estrechando sucesivamente Losada y Bárcena, y por el oriente Don Juan Díaz Porlier.
Este caudillo, y todos los que mandaban las divisiones y cuerpos
francos de que constaba el 7.º ejército, hicieron por el mismo tiempo
guerra continua al enemigo desde Asturias hasta la Navarra inclusive.
La composición de las tropas de aquel distrito no era uniforme, ni
para obrar a la vez en línea: no lo permitían las circunstancias del
país en que se lidiaba, como tampoco lo vario del origen de la gente y
la independencia tan necesaria entonces de sus distintos comandantes.
Lo manda
Mendizábal. Don Gabriel de
Mendizábal, general en jefe elegido meses atrás, apareció allí en el
verano. No se puso al frente de ninguna división ni cuerpo especial.
Recorriolos todos, principiando por el de Porlier, alojado comúnmente
en Potes, montañas de Santander, y acabando por el de Merino, en
Burgos, y el de Mina, en Navarra. La presencia del Don Gabriel alentaba
a los pueblos, en particular a los de Vizcaya, de donde era natural.
Algunas operaciones se ejecutaban con su anuencia; otras sin ella y
solo por dirección de los mismos jefes. Húbolas señaladas.
Desde junio había organizado mejor y aumentado Porlier su fuerza, que pasaba de cuatro mil hombres. Había también acopiado en lap. 299 Liébana ocho mil fanegas de trigo y muchos otros bastimentos, para lo cual, teniendo que recorrer la tierra e internarse en Castilla, hubo de marchar día y noche, burlar con ardides al enemigo, y combatir bizarramente en peligrosos reencuentros. Hechas estas correrías preliminares y necesarias, Entra en Santander. revolvió en agosto sobre Santander, y atacó el 14 la ciudad y los fuertes de Solia, Camargo, Puente de Arce y Torrelavega; porque aquí, a semejanza de las demás partes, habían los franceses fortalecido casi en cada pueblo algún grande edificio, o mejorado fuertes antiguos. Mandaba en Santander Rouget; y rompiendo Porlier el fuego por el sitio de los Molinos de Viento, colocose el general francés a la cabeza de la guarnición compuesta de 500 hombres, la cual, acorralada en las calles y las casas, quiso en vano sostenerse; y destrozada, con trabajo se salvaron de ella 100 hombres y el jefe. Al mismo tiempo, o sucesivamente, atacaron los de Porlier los demás puntos arriba indicados, y se apoderaron de Solia, Puente de Arce y Camargo, cuyos fuertes arrasaron. Mantuvieron los contrarios el de Torrelavega. La pérdida de estos en las diferentes acometidas pasó de 400 hombres, sin incluir muchos prisioneros, algunos de ellos oficiales de graduación. Recogieron asimismo los nuestros abundante botín, y estuvieron por cierto tiempo enseñoreados de casi toda la provincia de Santander. Tuvo Rouget que aguardar refuerzos antes de poder tornar a la ciudad, que evacuaron luego los españoles sin detenerse, inferiores en número, a hacer resistencia.
p. 300
Además dispuso Porlier que Don Juan López Campillo, que maniobraba
desde la carretera del Escudo hasta las provincias vascongadas, fuese
engrosado con cuadros instruidos por Renovales, y que ascendían a
800 hombres. Así se distrajo al enemigo, y Campillo consiguió el 26
de septiembre ventajas cerca de Valmaseda. Lo mismo Don Francisco de
Longa en diversos ataques, especialmente el 2 del mismo mes en la
Peña Nueva de Orduña; dando uno y otro, junto con el Pastor y más
jefes, mucho en que entender al general Caffarelli, que allí mandaba.
Longa, el Pastor
y Merino. Longa
fue quien por lo común acompañó a Mendizábal en sus viajes, y en
diciembre se avistaron ambos con Merino en tierra de Burgos. Unidos los
tres, redoblose el celo de los pueblos, y se llamó grandemente hacia
Castilla la atención de los franceses: diversión que servía al inglés
en Portugal, y a los caudillos españoles que gobernaban en los puntos
inmediatos.
No necesitaba Mina de tales ejemplos para proseguir por el camino
espinoso y de gloria que había emprendido. Vímosle maniobrando en
Aragón para ayudar a Valencia, y vímosle alcanzar victorias y embarcar
sus prisioneros en el Golfo de Vizcaya: ahora, al cerrar del año, hizo
mansión en Navarra, más desembarazada de tropas enemigas a causa de las
que habían corrido en socorro de Aragón, Valencia y Castilla. Respiró
por tanto Mina momentáneamente en cuanto a ser perseguido, sin que por
eso dejasen de afligirle otros cuidados. En Pamplona había el francés
acrecido sus rigores,p. 301
y poblado las cárceles y conventos con los padres, parientes y familias
de los voluntarios que servían bajo las banderas de la patria,
ahorcando a unos y conduciendo a otros a Francia desapiadadamente.
Decreto suyo
de represalias.
(* Ap.
n. 17-3.) Mina, con razón
airado, dio en 14 de diciembre un decreto en que anunciaba represalias
terribles. Decía en el preámbulo:[*] «Ni los sentimientos de humanidad,
ni las leyes de la guerra admitidas entre los militares civilizados,
ni la conducta generosa de los voluntarios de Navarra han contenido
el espíritu sanguinario y desolador de los generales franceses y
autoridades intrusas; ... no se da un paso sin oír tristes alaridos
causados por la tiranía. Navarra es el país del llanto y amargura;
se vierten lágrimas continuas por la pérdida de sus mejores amigos:
padres que ven a sus hijos colgados en una horca por su heroicidad en
defender la patria; estos a sus padres consumidos en la prisión y,
por último, expirar en un palo sin más delito que ser padres de tan
valientes defensores. Contínuamente he pasado a los generales franceses
de la Navarra los oficios más enérgicos, capaces de reprimirlos y
hacerlos entrar en el orden: no he perdonado diligencia alguna para
reducir la guerra a su debida comprensión; estoy justificado de mis
procedimientos... Para colmo... de la iniquidad francesa y perfidia de
algunos malos españoles, he visto 12 paisanos fusilados en Estella, 16
en Pamplona, 4 oficiales y 38 voluntarios pasados por las armas en dos
días...» Después, en el primer artículo, «declaraba guerra a muerte
y sin cuartelp. 302
a jefes y a soldados, incluso el emperador de los franceses.» Eran
los otros artículos del propio tenor. En uno de ellos también se
consideraba a Pamplona en estado de verdadero sitio, y proclamábanse de
consiguiente varias resoluciones. Injusto y aun sañudo parecería este
decreto a no haberle provocado sobradamente las crueldades inauditas
del enemigo. La ejecución correspondió a la amenaza, y más adelante
tuvieron los franceses que entrar en razón.
Así corrían por acá las cosas: tristes eran las que se preparaban en Valencia. Dejamos aquí al principiar noviembre ambos ejércitos, español y francés, fronteros uno de otro en las opuestas orillas del Guadalaviar o Turia. Ocupaban los enemigos en la izquierda casi dos leguas de extensión, y fortificaron su línea con obras defensivas. En la derecha habían los españoles aumentado las suyas después de las anteriores tentativas de los franceses contra Valencia, de cuya ciudad dimos breve idea cuando hablamos del primer sitio de 1808. Habían ahora los nuestros cortado los puentes de la Trinidad y Serranos, dos de los cinco de piedra que cruzan el río, de cauce este no muy profundo, y sangrado además para el riego por muchas acequias. Conservaron los españoles por algunos días en la izquierda del Guadalaviar unas cuantas casas, el colegio de San Pío V y el convento de Santa Clara: levantaron en los puentes no destruidos varias obras, y derribaron, para facilitar la defensa, el suntuoso palacio llamado del Real. En el recinto principalp. 303 y antiguo se hicieron algunas mejoras; pero se atendió con particularidad a construir un terraplén de 16 pies de alto y otro tanto de espesor, con flancos y foso, que empezaba al oeste junto al río enfrente del baluarte de Santa Catalina, y continuaba exteriormente por Cuarte, abrazando el arrabal de este nombre y los de San Vicente y Ruzafa hasta Monteolivete, en donde se levantó un reducto. De aquí al mar se practicaron cortaduras y se fabricaron escolleras, fortaleciendo también el lazareto al embocadero del río. Por el otro extremo, vía de Manises, se establecieron parapetos y otras fortificaciones de campaña no cerradas. Sin embargo de tales obras, estaba Valencia lejos de haberse convertido en una plaza respetable. Figuraban más bien aquellas la imagen de un campo atrincherado, y ese fue el objeto que se llevó al realizarlas. Y con razón advirtieron los inteligentes que para ello se habían desaprovechado muchas de las ventajas que ofrecía el terreno, porque ni se dispuso inundar debidamente los campos con las aguas de riego, ni tampoco se robustecieron varios conventos y edificios por allí esparcidos, cuya solidez se acomodaba muy mucho al establecimiento de una cadena de puntos fortificados.
Considerada de este modo la defensa, hallábase la clave de ella a una legua de Valencia, en Manises, sitio en que yacen las compuertas de las acequias mayores. Tenía en dicho punto Don Nicolás Mahy su cuartel general, y en él y en San Onofre estaban las divisiones de Villacampa y Obispo, permaneciendo apostada ap. 304 la izquierda, y algo detrás, en Aldaya y Torrente, la caballería. Por la derecha, en Cuarte se situaba la otra división del mismo general, a las órdenes de Don Juan Creagh. En el pueblo de Mislata alojábase la de Don José Zayas, y próximo a Valencia la de Lardizábal. Se mantenía en el Monteolivete la de Miranda; componiendo la totalidad de las tropas unos 22.000 hombres. Proseguían guardando los puntos hasta el mar guerrilleros y paisanos. Recorrían la costa barcos cañoneros españoles y buques de guerra aliados.
No se descuidó Suchet por su parte en afianzar más y más desde el puerto del Grao hasta Paterna su línea, que podía llamarse justamente de contravalación. Proponíase en ello no solo enfrenar los ataques del ejército de Valencia y de cualesquiera partidas que se descolgasen de lo interior, sino también conservar con menos gente su estancia para tener disponible mayor número de tropas, llegado el caso de obrar ofensivamente. Por lo mismo, y ansioso de despejar toda la orilla izquierda, pensó antes de nada en arrojar a los españoles de las casas y edificios que allí ocupaban. Costole bastante, habiéndose defendido los nuestros con grande empeño, sobre todo en el convento de Santa Clara, que no evacuaron hasta que el enemigo, abierta brecha con sus hornillos, se preparaba al asalto. En lo demás, apenas se hizo durante mes y medio otra demostración hostil por ambas partes que fuego de artillería gruesa.
Blake llamó aún hacia el reino de Valenciap. 305 más fuerza del tercer ejército, de cuyas tropas quedaron con eso ya muy pocas en la frontera de Granada. Las que ahora se alejaron componíanse de unos 4000 hombres a las órdenes de Don Manuel Freire, quien se dirigió primero a Requena, punto amagado por D’Armagnac de vuelta en Cuenca. Antes había destacado Blake hacia aquella parte a Don José Zayas, con más de 4000 hombres, por lo mucho que importaba cubrir flanco de tal entidad. Entró el último en la mencionada villa el 28 de noviembre. A su vista se retiraron los enemigos, temerosos también de las tropas del tercer ejército, que habían ya llegado a Iniesta. Adelantose en seguida Freire a Requena, e hizo allí alto. Zayas entonces restituyose a su antigua posición de Mislata, y la ocupó otra vez el dos de diciembre.
Fuera de eso, no pensó Blake en incomodar al enemigo, ni en fomentar guerrillas por la espalda y flanco; siendo así que algunas se habían mostrado en Nules, Castellón de la Plana y Villarreal. Desentendíase por lo general de cualquiera otro linaje de pelea que no fuese la reglada y puramente militar; de suerte que no hubo en Valencia, en favor de la defensa, aquel ardor que se notó en las ocasiones pasadas. Entibiábase por el despego del jefe hacia el paisanaje y su sobrada y casi exclusiva confianza en las tropas de línea.
Se desvivía en tanto Suchet por la tardanza de los refuerzos que debían llegarle, sin los cuales juzgaba imprudente arremeter a los españoles en sus atrincheramientos, y difícil encerrarlosp. 306 dentro de la ciudad. Cuantos más días pasaban, más crecía el desasosiego del mariscal francés, por el tiempo que se daba a Blake para fortalecerse, y huelgo a los naturales para rebullir y empezar por sí solos una guerra popular y destructiva.
Pero en medio de tan justos recelos, imposible se le hacía a Suchet acelerar el momento de la acometida. Dirigíase su plan a embestir nuestra izquierda y envolverla por flanco y espalda, amagando al propio tiempo nuestro centro y derecha. La ejecución requería previo y detenido examen, mayormente cuando no se trataba de presentar batalla en descampado, modo de combatir tan ventajoso para los franceses, sino de romper por medio de atrincheramientos, acequias y vallados, en donde pudiera su tropa recibir lección rigurosa y de consecuencias muy fatales.
Han motejado algunos a Blake por haber permanecido quieto con el ejército en los alrededores de Valencia, en lugar de ir a buscar al enemigo o de retirarse a otros puntos. Parécenos en esta parte la acusación injusta. Lo que más importaba era conservar aquella ciudad de muchos recursos, de nombradía y grande influjo. Aventurar una acción exponía los muros valencianos a inminente riesgo; alejarse, los descubría. Y en tanto que se consideró a nuestro ejército bastante numeroso y fuerte, ya que no para batallar a lo menos para defender las líneas, debieron sus soldados mantenerse en ellas, como poderoso y casi único medio de impedir la conquista. Varió el caso cuando,p. 307 aumentadas las tropas francesas, pudieron rodear a las nuestras y bloquearlas.
Acabaron aquellas de engrosarse después de promediar diciembre. Napoleón, que deseaba dar un golpe y ganar terreno en España para imponer respeto en el norte de Europa, ya conmovido, determinó que no solo la división de Severoli, sino también la de Reille acudiesen a Valencia y se pusiesen bajo el mando de Suchet, la última momentáneamente, debiendo en el intermedio ser reemplazada en Navarra y frontera de Aragón con tropas de la división de Caffarelli, si bien este harto afanado en Vizcaya. Severoli y Reille trajeron consigo cerca de 14.000 hombres. Llegaron a Segorbe el 24 de diciembre, y en la noche del 25 empezaron a incorporarse al ejército de Suchet, quien juntó entonces unos 34.000 combatientes; 2644 de caballería: excelentes tropas, muy aguerridas.
No se limitó Napoleón al envío de las citadas divisiones; insistió también en que D’Armagnac, del ejército del centro, continuase en amagar por Cuenca, y mandó además que Marmont destacase del de Portugal una fuerte columna que, atravesando la Mancha, cayese a Murcia.
Tan reforzado ya el mariscal Suchet y sostenido, decidió poner en práctica su primer plan de atacar la posición española por la izquierda. Verificolo en efecto el 26 de diciembre, pasando por Ribarroja el Guadalaviar. Había preferido este punto con la mira de cruzar el río agua arriba de Manises, de no enmarañarse por el laberintop. 308 de las acequias, y de evitar cualquiera inundación apoderándose de las compuertas.
Durante la noche los enemigos echaron tres puentes: protegieron a los trabajadores 200 húsares que, llevando en las ancas a unos cuantos soldados de tropas ligeras, vadearon el río y ahuyentaron los puestos españoles. Por la mañana, el primero que atacó en lo más extremo de nuestra izquierda fue el general Harispe. Precedíale caballería que tropezó con la de Don Martín de la Carrera hacia Aldaya, entre la acequia de Manises y el barranco de Torrente, en medio de garroferos y olivos. Nuestros jinetes rechazaron a los contrarios, y el soldado del regimiento de Fernando VII Antonio Frondoso, hombre esforzado, hirió y dejó en el campo por muerto al general Boussart, en cuyo derredor perecieron defendiéndole un ayudante suyo y varios húsares. Mas rehechos los enemigos, arremetieron de nuevo con superiores fuerzas y recobraron a Boussart. Viose entonces obligado Don Martín de la Carrera a retirarse, tomando la dirección de Alcira. Casi al mismo tiempo embistió el general Musnier a Manises y San Onofre, de donde se alejó Don Nicolás Mahy, después de corta defensa, en busca también del Júcar por Chirivella.
Advertido Blake del ataque, salió de Valencia, y a las diez de la mañana, estando a medio camino de Mislata, recibió noticia de Mahy, pintándole su apuro y pidiendo instrucciones. La línea en aquella sazón estaba ya por todas partes acometida o amenazada. Zayas en Mislata andaba a las manos con la división de Palombini.p. 309 Acudió por orden de Mahy a socorrerle desde Cuarte Creagh con alguna gente; mas Zayas no necesitando de aquel auxilio, mayormente por esperar de Valencia dos batallones, le despidió, y guardó solo dos obuses, defendiendo con brío su posición. Nuestro fuego aquí fue tan vivo y acertado que desordenó la brigada enemiga de Saint Paul y la arrojó contra el Guadalaviar. En vano Palombini quiso rehacerla, amenazando igual suerte a la otra suya de Balathier. Asegurada, pues, parecía de este lado la victoria, si no la inutilizaran el descuido y flojedad de que se adoleció en las otras partes.
Porque adelantando Harispe sobre Catarroja, y posesionado Musnier de Manises y San Onofre, vinieron algunos cuerpos enemigos sobre Cuarte, y venciendo los primeros atrincheramientos, obligaron a las tropas que guarnecían el pueblo a evacuarle. Volvía Creagh entonces de su excursión a Mislata, y a pesar de sus esfuerzos y de los de Don José Pérez al frente del batallón de la Corona, no se pudo contener el progreso de los franceses, teniendo al cabo los nuestros que retirarse. Se distinguieron aquí el cuerpo que acabamos de citar, el de tiradores de Cádiz, de Burgos, Princesa y Alcázar de San Juan con sus respectivos jefes. Los enemigos cada vez más impetuosamente cargaban, pues llegando a la sazón el general Reille, marchó en la dirección de Chirivella y favoreció las operaciones de Harispe y de Musnier. Inútilmente quisieron los españoles hacer rostro en dicho pueblo, y defender la posición cubierta con unas flechas. Los enemigos los arrollaron y con esop. 310 salió de ahogo Palombini, viéndose Zayas obligado a desamparar su estancia.
Anhelaba Suchet envolver todo el ejército español, y acorralarle en Valencia, por lo que puso todo su conato en que la división de Harispe llegara pronto a Catarroja. Entonces, yendo ya los nuestros de retirada, corrió el mariscal francés a Chirivella con riesgo de ser cogido prisionero. Habíase allí apeado y subido al campanario. Solo le acompañaban sus ayudantes con pequeña escolta. Y cuando, atento, atalayaba aquel una y otra orilla del Turia, acercose al pueblo un batallón español, dando indicio de querer penetrar por las calles. Al instante, los pocos franceses que había se pusieron en ademán de defender a su jefe, y aparentando ser muchos engañaron a los nuestros, que pronto se alejaron.
Por su parte Don Joaquín Blake anduvo lento y escaso en tomar medidas. Los batallones que de Valencia debían reforzar a Zayas llegaron tarde, y tampoco hubo providencia notable que enmendase en algo el precipitado repliegue de Mahy, o que contribuyese a prolongarla resistencia en Chirivella.
Los generales españoles, al retirarse, tomaron cada uno el rumbo
que les permitió su respectiva situación. Dicha fue que Suchet no
lograse estrecharlos a todos en Valencia. Don Nicolás Mahy con Creagh,
Carrera, Villacampa y Obispo se separaron del grueso del ejército, y se
encaminaron a las riberas de Júcar. Blake
con las otras
a Valencia. Blake con Zayas, Lardizábal y
Miranda encerrose en los atrincheramientos exteriores de la ciudad,
quep. 311 se dilataban
desde enfrente de Santa Catalina hasta Monteolivete.
En este punto Habert, encargado de pasar por allí el río cerca del desaguadero, lo había conseguido dificultosamente, costándole afán y horas alejar por medio de sus baterías en el Grao los barcos cañoneros españoles y los buques de guerra aliados. Solo a las doce del día cruzó el Guadalaviar por un puente que echó casi a la boca. Apoderose después del Lazareto y arrolló con facilidad al paisanaje. Miranda, situado en Monteolivete, apenas tomó parte en la pelea. Pisado que hubo el general Habert la orilla derecha, anduvo solícito en extenderse y darse la mano con las otras tropas de su nación que habían forzado la izquierda de los españoles. Ponían en ello los franceses grande ahínco, queriendo que no se les escapase el general Blake, ya que Mahy lo había conseguido. Por la noche completaron el acordonamiento de Valencia, y cortaron la comunicación con el camino real de Madrid y el que corre por el istmo entre la Albufera y el mar, desconocido antes al enemigo.
Perecieron en aquel día de cada parte 500 a 600 hombres. Además cogieron los franceses algunos prisioneros y cañones. Recibieron los enemigos el principal daño en su acometida contra Zayas y Creagh, en donde perdieron 40 oficiales.
Esta jornada provocó severa crítica contra la conducta de Don Joaquín Blake: defendiéronle sus apasionados, imputando la culpa de la desgracia a Don Nicolás Mahy. Ambos generales tuvieron en ella parte; pero mayor fuep. 312 la del primero. Faltó el último en no haber sostenido con más empeño su posición, y en haber algún tanto desguarnecido a Cuarte, queriendo, sin necesidad, auxiliar a Zayas. Pecó, y mucho, Don Joaquín Blake en no poner mejores tropas en su izquierda, punto el más flaco, y sobre todo en no haber construido allí obras cerradas que no pudieran ser embestidas de revés por el enemigo, para lo cual tuvo sobrado tiempo en los dos meses que el ejército casi permaneció inactivo. Consistió este descuido en no pensar Blake sino en el frente, imaginándose que los franceses le atacarían solo de aquel lado. Error grave, y apenas creíble, si no se mostrara a las claras por el género de obras que construyó, abiertas todas.
También vituperaron en Mahy sus censores que se hubiese retirado hacia el Júcar, y no recogídose en Valencia. Difícil era conseguir lo postrero interpuesto el enemigo entre Mislata y Cuarte, y derramado hasta Catarroja. Mas aunque así no fuese, ¿qué suerte hubiera cabido a aquellas tropas metidas una vez en la ciudad? La misma que cupo a las de Blake, en verdad harto lastimosa.
Este general, tan poco diligente y atinado el 26, mostrose después [menester se hace el confesarlo] aún más desatentado y flojo. Acordonada la ciudad, no le quedaba ya más arbitrio para salir con honra y airoso sino salvar a todo trance su ejército, o convertir a Valencia en otra Zaragoza. Veamos si empleó convenientes medios para alcanzar uno u otro de ambos extremos.
p. 313
Hubiérale sido todavía el 26 muy asequible libertar a su ejército y sacarle de Valencia. Primero a la hora de mediodía, antes que Habert comunicase con Harispe, dirigiéndose al istmo entre la Albufera y el mar: después por la noche, no preparado bastantemente el enemigo para detener una súbita irrupción y salida de nuestras tropas. Así opinaron los generales que juntó Blake, quien no obstante decidió lo contrario, fundado en que, siendo preciso distribuir de antemano víveres, hacíase imposible verificarlo en tan breve espacio. Dejose pues la partida para el día siguiente. Renovó entonces Blake al anochecer el consejo de guerra, cuyos individuos insistieron en el dictamen dado la víspera de poner al ejército cuanto antes en salvo. Mas ocurriole al general en jefe otra dificultad. La artillería de batalla permanecía en los atrincheramientos, y removerla a deshora, como era indispensable para ejecutar de noche la salida, parecíale imprudente y motivo de espanto al pueblo. Así difiriose la operación por segunda vez. En vista de lo cual, ¿a quién no admirará tal negligencia después de dos meses que hubo para precaver todos los casos? ¿A quién no tanta lentitud e incertidumbre delante de un enemigo tan activo como el francés?
Por último fijose la noche del 28 al 29 para efectuar la salida. Encargose antes a Don Carlos O’Donnell el cuidado de la plaza, asistido de pocas tropas, con orden de capitular a su debido tiempo, consultando los intereses del vecindario. El resto del ejército, bajo Don Joaquín Blake, debía dirigirse por la puerta de Sanp. 314 José y puente inmediato, y salvarse penetrando por las líneas enemigas vía de Burjasot, punto menos guarnecido de franceses y terreno ya a las cuatro leguas quebrado. Era el orden de la marcha el siguiente. A la cabeza la división de Don José de Lardizábal, formando en ella vanguardia con un corto trozo el coronel Michelena; luego Don Joaquín Blake, la gente de Zayas, bagajes y varias familias; detrás Don José Miranda y su tropa.
Abrió, pues, Michelena la marcha, y pasó entre Tendetes y Campanar; imitole Lardizábal, no encontrando al principio ningún estorbo. El enemigo se mantenía tranquilo, si bien algo cuidadoso por haber los nuestros explorado en la tarde aquel sitio. Yendo adelante, cruzaron ambos jefes una acequia que había primero, y llegaron a la de Mestalla, en donde les escasearon tablones que facilitasen el paso. Diligente Michelena, no por eso se arredró, y descubriendo un molino o casa con comunicación que daba a entrambas orillas, trató de atravesar por allí. Tenían los enemigos apostado cerca un piquete, y preguntando: «¿quién vive?», respondieron los españoles en lengua francesa: «húsares del 4.º regimiento»; y prosiguieron su camino con brío. Por desgracia, solo Michelena y su corta vanguardia tuvieron tan laudable y valerosa resolución. Lardizábal titubeó y, parándose, detuvo el movimiento de lo restante del ejército. Hallábase todavía Blake en el puente inmediato a la puerta de San José y no tomó partido alguno, aunque vio el entorpecimiento que experimentaban sus columnas. Impacientep. 315 Zayas, propúsole continuar y dirigirse, tomando río arriba, al pueblo de Campanar distante menos de media legua. Nada determinó el general en jefe.
Entre tanto Michelena, caminando sin interrupción, tropezó cerca de Beniferri con una patrulla enemiga, y para que esta no diese aviso a los suyos, se la llevó consigo prisionera. Al atravesar los nuestros la mencionada población, acaeció que algunos soldados de la artillería italiana que estaban en las calles, notando lo silencioso y apresurado del caminar de aquella tropa, tuvieron sospecha de que eran españoles, y encerrándose dentro de las casas, empezaron a hacer fuego desde las ventanas, poniendo así en arma el campo francés. No impidió eso a Michelena proseguir su ruta, con la dicha de llegar salvo por la mañana a Liria.
Mas Blake, fijo en el puente e irresoluto, sin escuchar en su atamiento consejo alguno, después de permanecer inmoble por un rato, temiendo al fin un ataque del enemigo por las demás partes, ordenó la retirada a la ciudad, y que cada uno volviese a ocupar su anterior y respectivo puesto: término infeliz del intentado movimiento. Erró Blake en haberle emprendido por solo un paraje, exponiendo así todo el ejército a una misma y precaria suerte. Merece también poca disculpa no haberse provisto de las herramientas y útiles necesarios para el paso de las acequias, y no haber en el aprieto tomado una atrevida y pronta determinación. Tampoco Lardizábal correspondió aquella noche a su fama de hombre intrépido y arrestado. Al revésp. 316 el coronel Michelena, que se portó con inteligencia y esforzadamente.
Malograda la salida, redoblaron los franceses su cuidado, y
crecieron más y más los obstáculos para los españoles. Con todo,
pensaba Blake en repetir la tentativa dos o tres días después, como si
fuera ya entonces fácil burlar la vigilancia de los enemigos y romper
por medio de sus líneas. Desasosiego
en
Valencia,
y reflexiones. Detuviéronle, según dijo, señales
tumultuarias del pueblo de Valencia, que aquel general calificó de
inconsideradas, y no así nosotros. Porque si bien somos opuestos a
tal linaje de intervención en los asuntos públicos, graduándole de
medio solo oportuno de favorecer las maquinaciones de los malévolos,
nos parece que en el caso actual la paciencia de aquella ciudad había
excedido los límites del sufrimiento más resignado. Durante dos meses
dejaron sus habitadores a Don Joaquín Blake en entera libertad de
obrar. Facilitáronle cuanto deseaba, no le ofrecieron resistencia
alguna, ni siquiera levantaron un quejido. Y ¿qué resultó? Ya lo hemos
visto. Y ¿será dado callar a los vecinos cuando se trata de la vida, de
la hacienda, y de que no se despeñe en su perdición la ciudad en que
nacieron? No, mayor silencio tachárase de servidumbre humilde.
Pero lo que aún es más, el mismo Don Joaquín Blake fue quien dio
impulso a los primeros mormullos del paisanaje. Empezaron estos el
29. Antes, el 28, había aquel general comunicado al ayuntamiento y
a la comisión de partido su resolución de salir por la noche con
el ejército, y prevenídoles al mismo tiempo haber dispuestop. 317 que el gobernador Don
Carlos O’Donnell convocase una junta extraordinaria compuesta de las
principales clases y autoridades, la cual atendería en circunstancias
tan críticas a todo cuanto juzgase útil respecto de los intereses del
vecindario. Los preparativos para este llamamiento y las reuniones
que provocó despertaron la atención de los ciudadanos, y descubrieron
el disgusto común, que se aumentó con la tentativa de evasión del
mismo día 28 y su mal éxito. Congregose la nueva junta en la noche del
30 al 31, no advirtiéndose sin embargo hasta entonces otra cosa que
fermentación y suma desconfianza. Reuniones
tumultuarias. Mas luego de instalada aquella corporación, se
encrespó la furia popular, y menester fue nombrar comisionados que
pasasen a examinar el estado de la línea. Entre ellos había individuos
de diversas clases y algunos frailes.
Prendiéronlos a todos al salir por la puerta de Cuarte, y los
enviaron a Blake que se hallaba en el arrabal de Ruzafa. Era la una de
la madrugada, y desazonole mucho al general en jefe el aparecimiento
de los tales comisionados, por lo que no solo no consintió en que
fuesen a visitar la línea, sino que guardando en rehenes a algunos
de ellos, despachó a los otros con escolta a Zayas para que este
les hiciese desfogar los ímpetus del patriotismo en las baterías.
Las contiene
Blake y disuelve
la
junta. Igualmente ordenó a la junta disolverse, no permitiendo
hubiese más autoridad popular que la comisión de partido aumentada con
cuatro o cinco individuos para facilitar el despacho de los negocios.
De este modo quebró su enojo Blake, deshaciendo lo mismo que antes
había decidido,p. 318 y
mostrándose severo y resuelto en ocasiones en que quizá no era muy
necesario.
Obedecieron todos las determinaciones del general, y se notó a las claras cuán dueño era de llevar a cabo cualquiera plan sin que pudiesen los vecinos ponerle impedimento alguno, manteniéndose siempre el ejército obediente y subordinado. No obstante, ya hemos visto como alegó Blake, para no intentar nueva salida, el desasosiego del pueblo, añadiendo después que no quería con su ausencia dar ocasión a desórdenes y contratiempos. Razón singular, si no le asistía otra, para comprometer la suerte de un ejército entero.
Aprovechaban semejantes disturbios y desaciertos al mariscal Suchet, quien, estrechando el sitio, reforzó más la orilla izquierda del Guadalaviar, construyó reductos, fortificó conventos y rodeó a Valencia de manera que se inutilizasen cuantas tentativas por escaparse hiciesen los nuestros. Comenzó también el ataque contra la ciudad, dirigiendo el principal por la derecha del río y arrabal de San Vicente, y otro por Monteolivete. En ambos frentes abrieron los ingenieros enemigos en la noche del 1.º al 2 de enero las primeras paralelas a 60 y 80 toesas de distancia. Experimentaron alguna pérdida, contando entre los muertos al coronel Henri, oficial inteligente y bizarro. Sus artilleros plantaron en breve siete baterías y empezaron a batir nuestras obras.
Viendo entonces Don Joaquín Blake la dificultad de sostener la línea exterior desde Monteolivete hasta Santa Catalina, metiose dentrop. 319 de la ciudad con todo el ejército en la noche del 4 al 5: solo dejó fuera las tropas que guarnecían el arrabal del Remedio y las cabezas de puente. También conservó un camino cubierto tirado desde la puerta del Mar hasta el baluarte de Ruzafa. Retiró la artillería de batalla y la gruesa de bronce; mandó clavar la que había de hierro.
No advirtieron los enemigos la retirada de Blake hasta por la
mañana. Creyeron al principio que era un ardid, mas cerciorados
luego de que no, ocuparon el recinto abandonado, y empezaron el 5 el
bombardeo entre una y dos de la tarde desde tres reductos levantados
a la izquierda del río. Mil bombas y granadas cayeron en el espacio
de 24 horas. Considérese el estrago, Pocas
precauciones
tomadas. mayor cuanto no se había tomado
medida alguna para disminuirle, ni blindajes, ni almacenes a prueba
de bomba; la pólvora esparcida y al desabrigo; el ejército allí
amontonado, y la población aumentada con la mucha gente que de la
huerta había acudido; las calles, además, angostas, altas las casas
y endebles, pocos los sótanos. No cesó después el bombardeo: Destrozos. en los días 7 y 8 fueron los
destrozos muy grandes. Depósito aquella ciudad de muchas preciosidades
y rica sobre todo en letras y bellas artes, pereció la biblioteca
arzobispal y la de la universidad, y con esta manuscritos de gran
estima recogidos por el docto Don Francisco Pérez Bayer, su principal
fundador. Así, en un instante, arrasa la guerra y convierte en polvo
lo que ha producido en siglos el ingenio, el talento, o la asidua
laboriosidad.
Consoláranse a lo menos hasta cierto puntop. 320 de tamaña ruina el político, el guerrero
y aun el literato, con tal que en cambio se hubiesen podido sacar de
la defensa ejemplos vivos que instruyesen a la mocedad y realzasen las
glorias de la nación. Tibieza de Blake
para
animar
a los habitantes. Mas Blake, si había andado perdido
en las operaciones meramente militares, no era de esperar se mostrase
más bien encaminado en las luchas populares, en las de calles y casas,
a semejanza de la inmortal Zaragoza. Iba con su anterior carrera la
primera clase de peleas, oponíase la segunda. Para esta, además,
necesítase fuego y ardiente inspiración, que solo da naturaleza y no
suplen el saber adquirido ni el mas acendrado honor.
En nada había Don Joaquín Blake levantado el ánimo de los habitantes, habíale más bien amortiguado. En nada tampoco había dado indicio de querer defender lo interior de la ciudad, pues no solo, según poco ha hemos visto, escaseaban abrigos contra la caída y explosión de los proyectiles, sino que tampoco se habían cortado las calles ni atronerado las casas, ni adoptado ninguno de los muchos medios que el arte y la práctica enseñan en tales casos.
No obstante Don Joaquín Blake desechó el 6 la propuesta que de
rendirse le hizo el mariscal Suchet. Entre tanto, el estrago y lástimas
crecían, y se presentaron al general en jefe dos diputaciones, una
de la comisión de partido, y otra a nombre del pueblo, para que
capitulase. División
en el modo
de
sentir
de los habitantes. Respetó Blake a estos emisarios.
No así a otros que de tropel acudieron a su casa, pidiendo que
continuase la defensa. De ellos retuvo el general presos a algunos
que subieron a su habitación,p.
321 y capitaneaban la multitud. El disenso por tanto era
grande: tuvo Blake que llamar tropa para apaciguar a los alborotados y
dispersarlos. Con esto acabó toda oposición y pudo el general disponer
a su arbitrio de la suerte de Valencia.
Era cada vez más crítica la situación de la plaza. Los enemigos, al favor de las cercas y las casas, construían sus baterías muy inmediatas. Habíanse establecido en los arrabales de Ruzafa, San Vicente y Cuarte; la toma de este y la del convento de Santa Úrsula costoles sangre. En ciertos parajes distaban los sitiadores de 15 a 20 varas del muro, cuyo espesor era de solos 10 pies, con endeble parapeto y almenas, el foso angosto, la artillería colocada sobre tablados sostenidos por fuertes pies derechos. Sin embargo, Zayas prosiguió defendiendo con vigor la puerta de San Vicente, siendo aquel general el único que hacia aquella entrada preparó para la resistencia interior las calles vecinas. Inutilizó también una mina de los enemigos, quienes entonces dirigieron sus trabajos contra una convexidad más desamparada que forma la muralla entre la puerta de Cuarte y la mencionada de San Vicente.
Cinco baterías nuevas habían los sitiadores construido y armado sin
que los nuestros pudiesen contraponer cosa de importancia a tantos
fuegos. Amenazaban ya estos abrir brecha, cuando en la tarde del 8
envió Blake al campo enemigo oficiales que prometiesen de su parte
capitular, bajo la condición de que se le dejaría evacuar la ciudad con
todo su ejército, armas y bagajes, y retirarse a Alicante y Cartagena.
Desechóp. 322 Suchet la
propuesta, y en su lugar fijó los artículos de una capitulación pura y
sencilla, con el aditamento de canjear 2000 hombres por otros tantos de
los prisioneros que hubiese en la isla de la Cabrera, u otras partes.
Disienten
los jefes
acerca de tratar
con el enemigo. Reunió entonces Blake un consejo de guerra a que
asistieron 12 jefes. Los pareceres fueron discordes, queriendo unos
aceptar las proposiciones de Suchet, y otros no. En realidad era ya
infructuosa toda resistencia, fuese militar, fuese de pueblo; la una no
la consentía la naturaleza de la plaza, no estaba preparada la otra.
Decidiose Don Joaquín Blake a admitir la capitulación. Por ella debían los enemigos respetar la religión y proteger las propiedades y a los habitantes, no permitir pesquisa alguna en cuanto a lo pasado, y conceder tres meses de término a los que quisiesen abandonar la ciudad con sus bienes y familia. Otorgábase al ejército salir con los honores de la guerra por la puerta de Serranos, conservando los oficiales las espadas, caballos y equipajes, y los soldados las mochilas. También se convino en el canje propuesto.
Firmose la capitulación en 9 de enero, en cuyo día ocuparon los enemigos la puerta del Mar y la ciudadela. Al siguiente salieron para Francia los españoles prisioneros junto con D. Joaquín Blake. El número de ellos inclusos los 2000 destinados para el canje que fueron camino de Alcira, le hacen subir los franceses a 18.219 hombres: cuenta que nos parece exagerada si no se comprenden en la suma paisanos armados. De gente reglada pueden en verdad computarse unosp. 323 16.000. No se verificó el canje ajustado, por no haber consentido en él la regencia del reino.
Hasta el 14 no hizo su entrada en Valencia el mariscal Suchet. Hízola con gran pompa y acompañado de la mayor parte de sus tropas por la puerta de San José, al mismo tiempo que con el resto de ellas penetró por la de San Vicente el general Reille. Quedó nombrado gobernador el general Robert.
Concluida que fue la capitulación, ansió por alejarse de Valencia Don Joaquín Blake. Obraba en ello con prudente mesura. El estado a que se hallaba reducido, aparecían harto deplorable para que no quisiera apartarse cuanto antes del teatro infausto en donde acababan de tener fatal desenlace sus casi continuas y lastimosas desventuras. Hombre recto e ilustrado, propio para dirigir en tiempos tranquilos las tareas de un estado mayor, carecía Blake de las prendas que componen la esencia del verdadero general en jefe, las cuales, como decía Napoleón a ciertos oficiales rusos, no se adquieren con la mera lectura de autores militares. Aferrado Blake en su opinión, no sacaba fruto ni de las lecciones que le suministraba su propia y larga experiencia. Los muchos desastres que empañaron el brillo de su carrera descubren también lo siniestra que le fue siempre la fortuna. Grave perjuicio en un general, por la desconfianza que en los otros y en sí mismo infunde, y que ha dado ocasión a que escritores de peso, y Cicerón[*] (* Ap. n. 17-4.) entre ellos, señalen como una de las cualidades principales de un gran capitán la de la felicidad.
Luego que llegó a Francia Don Joaquín Blake,p. 324 le encerraron en Vincennes cerca de París, lo mismo que habían hecho con Palafox y otros españoles distinguidos. ¡Injusto y bárbaro procedimiento! Allí hubiera aquel general finado quizá sus días sin los sucesos de 1814. Antevía lo que le aguardaba cuando, dando parte a la regencia del reino de la capitulación de Valencia, decía: «Por lo que a mí toca... miro como determinada la suerte de toda mi vida, y así en el momento de mi expatriación, que es un equivalente a la muerte, ruego encarecidamente a vuestra alteza, que si mis servicios pueden haber sido gratos a la patria, y no hubiesen desmerecido hasta ahora, se digne tomar bajo su protección a mi dilatada familia.» Palabras muy sentidas que aun entonces produjeron favorable efecto, viniendo de un varón que, en medio de sus errores e infortunios, había constantemente seguido la buena causa; que dejaba pobre y como en desamparo a su tierna y numerosa prole, y que resplandecía en muchas y privadas virtudes.
Si por nuestro lado con la caída de Valencia abundaron solo las lágrimas, se manifestaron por el de los franceses sumas las alegrías, y se derramaron con largueza gracias y distinciones. Nombró Napoleón, por decreto de 24 de enero, al mariscal Suchet duque de la Albufera, concediéndole en propiedad y perpetuamente la laguna de aquel nombre, con la caza, pesca y dependencias en premio de los recientes servicios y para dotación de la nueva dignidad. Cuantioso don y de los más fructíferos que se pueden otorgar en España. Por decreto también de lap. 325 misma fecha, queriendo Napoleón recompensar igualmente a los generales, oficiales y soldados del ejército de Aragón, mandó que se reuniesen a su dominio extraordinario de España, [son sus expresiones] bienes de los situados en la provincia de Valencia, por el valor de 200 millones de francos, no consultando primero si para ello eran bastantes los llamados nacionales que allí pudiera haber, ni especificando en el caso contrario de dónde debiera suplirse lo que faltase. De este modo se despojaba también a José, sin consideración alguna, de los derechos que le competían como a soberano, y se privaba a los interesados en la deuda pública, que aquel había reconocido o contratado, de una de las más pingües hipotecas. Napoleón sucesivamente con la prosperidad desarrebozaba sus intentos respecto de España, y descubría del todo la determinación en que estaba de arrancar a José hasta la sombra de autoridad que este conservaba todavía.
Al día siguiente de la rendición de Valencia fueron desarmados
los vecinos, y muchos conducidos a Francia so pretexto de que eran
provocadores de motín. Lo mismo, por orden especial despachada de
París, todos los frailes que pudieron haberse, que ascendieron a
1500. Frailes llevados
a Francia
y
arcabuceados. Hubo más: a cinco de ellos, los padres Rubet,
Lledó, Pichó, Igual y Jérica, arcabuceáronlos junto a Murviedro, a
otros dos en Castellón de la Plana. Igual suerte cupo desde Segorbe a
Teruel a 200 prisioneros que se rezagaban de cansados. Así se cumplía
la capitulación pactada.
Figurábanse ahora los franceses, como ya enp. 326 un principio, ser los frailes los
fraguadores del levantamiento y de la resistencia nacional, y de
consiguiente se ensañaban en sus personas. Juicio, según hemos
advertido otras veces, hasta cierto punto errado. Hubo religiosos que
en efecto tomaron parte honrosa en la causa de la patria común, pero
no todos ni exclusivamente. Y en Valencia pensó el mayor número, más
que en la defensa, en sus particulares intereses, en vender ajuar
y alhajas y en repartirse el peculio, porte que excitó descontento
y murmuración. Conducta
del clero
y
del arzobispo. El clero secular acogió bien a los invasores a
imitación del prelado de la diócesis, el arzobispo Company, franciscano
escondido en Gandía durante el sitio, y que tornó a Valencia después
de conquistada la ciudad, esmerándose en obsequios y lisonjas hacia
Napoleón y sus huestes.
Verdad sea que hasta de la población recibió Suchet mayores pruebas de afición que en otras partes. Las causas, las mismas que las que indicamos al tiempo de ser ocupada la Andalucía, o a lo menos muy parecidas a las de entonces. Contribuyó también mucho a semejante disposición de los ánimos el inconcebible proceder de Blake, y su tibieza con los moradores. No obstante eso, y de procurar Suchet, conforme veremos más adelante, introducir en la administración mejor arreglo que otros generales compatriotas suyos, no tardaron largo tiempo en levantarse por aquel reino varias partidas.
Mientras ocurrían en Valencia los sucesos que acabamos de referir, adelantábase por la Mancha el auxilio que enviaba a Suchet el mariscal Marmont, desde las riberas de Tajo, enp. 327 Extremadura. Consistía la fuerza en tres divisiones, dos de infantes y una de caballos, bajo las órdenes del general Montbrun. Llegó este el 9 de enero a Almansa, y aunque con fecha del 11 recibió indicación de Suchet para que se volviera, pues tomada Valencia excusado era el socorro, prosiguió sin embargo su marcha y se adelantó a Alicante, cuya plaza pensó ganar por sorpresa aprovechándose del decaimiento que había causado la pérdida de la capital de la provincia. No era la empresa tan fácil como se imaginaba.
Don Nicolás Mahy y las tropas que con él se retiraron después del 26 de diciembre a las riberas del Júcar, habían abandonado estas harto de priesa, y evacuando apenas sin oposición el punto importante de Alcira, habíanse venido a Alcoy y pasado en seguida, unas a Alicante, otras a Elche. También Don Manuel Freire se había alejado de Requena y acercádose a los mismos puntos.
Aunque poco gloriosos los más de estos movimientos, resultó no obstante de ellos que se agolpasen hacia Alicante tropas bastantes para desbaratar los proyectos de los enemigos contra dicha plaza. Se presentó delante de ella el general Montbrun, y habiendo intimado en vano la rendición y arrojado dentro algunas granadas, se retiró de allí muy pronto. Su presencia, si bien efímera, dejó en la comarca mal rastro. Porque después de haber desalojado de Elche y pueblos cercanos las tropas españolas, impuso de contribución a los habitantes sumas enormes, y causoles extorsiones graves.
p. 328
Esto y otras atenciones impidieron a Suchet emprender cosa alguna contra Alicante y Cartagena, cuyos boquetes, fomento de guerra, había pensado cerrar el mariscal francés apoderándose en breve de aquellos muros. La malograda tentativa de Montbrun sirviendo de despertador para una defensa más cumplida, frustraba todo rebate.
Tuvo por tanto Suchet que limitar sus deseos, y contentarse con situar más allá del Júcar al general Harispe y la brigada de Delort, poniendo por la izquierda de estos, en Gandía, al general Habert. También se enseñoreó de Denia, puerto de mar, plaza en el nombre, con un castillo en lo alto. La abandonó sin hacer resistencia su gobernador Don Esteban Echenique. Tuvo de ello culpa en parte Don Nicolás Mahy, que primero envió 200 hombres de socorro y luego los retiró. Sin embargo, ya que se hubiese evacuado la ciudad, convenido hubiera sacar, como no se hizo, varios efectos e inutilizar la artillería.
Después de tamañas desgracias, las tropas que restaban del 2.º ejército, y se habían retirado con las del 3.º, mandadas por Don Nicolás Mahy, y las que de este mismo se habían antes adelantado con Don Manuel Freire hacia Requena, o quedádose en la frontera de Granada, continuaron alojadas, ya en Alicante y sus alrededores, y ya en Cartagena y pueblos del reino de Murcia. El número de ellas, incluyendo las guarniciones de las citadas últimas dos plazas, al pie de 18.000 hombres. Tomó luego el mando interino de todas Don José O’Donnell, jefe del estado mayor del tercer ejército. Las del generalp. 329 Villacampa, que entraban en cuenta, se alejaron al fenecer enero y no tardaron mucho en regolfar a Aragón, principal sitio de sus proezas.
No solo se vieron acosadas todas estas fuerzas por las de Suchet
y por las del general Montbrun, sino también por parte de las del
ejército francés del mediodía que acudieron al cebo de los despojos.
Llegaron las postreras a la vista de la ciudad de Murcia el 25 de
enero, El general Soult
en Murcia.
y el 26 entró en ella con 600 caballos el general Soult, hermano del
mariscal. La víspera le había precedido un destacamento, y unos y otros
impusieron al vecindario muy pesadas contribuciones, imposibles de
realizar. A estos gravámenes quiso el general francés añadir otro nuevo
con sus festines, y mandó se le preparase para aquel día en el palacio
episcopal donde se albergaba, un espléndido y regalado banquete. Le ataca
Don Martín
de la Carrera.
Gustaba ya deliciosos manjares, cuando vino a interrumpirle en su
ocupación sensual una voz que decía: «Las tropas españolas han entrado,
los enemigos son perdidos.»
En efecto, Don Martín de la Carrera, que se apostaba no lejos con gran parte de la caballería del segundo y tercer ejército, después de reunir un trozo de ella en Espinardo, a media legua de la ciudad, acababa de penetrar por la puerta de Castilla a la cabeza de 100 jinetes. Tenían otros la orden de acometer al mismo tiempo por los demás puntos. Era el intento de Carrera sorprender a los enemigos que, a la verdad, no le aguardaban, cogerlos o aventarlos, y libertar a la ciudad de huéspedes en tal manera molestos.
p. 330
Sobresaltado el general Soult, levantose de la mesa y, con la
precipitación, tropezó y bajó la escalera casi rodando. Aunque mal
parado, montó sin embargo a caballo: le siguieron todos los suyos. No
así, por desgracia, a Carrera los de su bando, quienes, excepto los
que él mismo capitaneaba, o no entraron en la ciudad o retrocedieron
luego por equivocación o desmayo. Tuvo de consiguiente el Don Martín
que hacer cara solo con sus cien hombres a las fuerzas del enemigo
tan superiores. No por eso se abatió, y antes de ser estrechado paseó
calles y plazas acuchillando y matando a cuantos contrarios topaba.
Duró tiempo la lid. Costó el terminarla sangre al francés; Muerte gloriosa
de este. mas a lo último,
cogidos, muertos o destruidos los soldados de Carrera, quedó este solo
y rodeado por seis de los enemigos en la plaza nueva. Defendiose gran
trecho, mató a dos, y si bien herido de un pistoletazo y de varios
sablazos, sostúvose aún, no quiso rendirse, y peleó hasta que exánime
y desangrado cayó tendido en la calle de San Nicolás donde expiró.
Ejemplo de hombres valerosos era Carrera, mozo y membrudo, de estatura
elevada, noble en el rostro, de arrogante y gentil apostura.
Antes de finalizarse el combate ya habían los enemigos entregado al saco la ciudad de Murcia. Robáronlo todo, y cometieron los mayores excesos, particularmente en el barrio del Carmen. Despojaban en la calle a las mismas mujeres de sus propias vestiduras, y no perdonaron ni aun el ochavo que en el mugriento bolso escondía el mendigo. Cargados de botínp. 331 y temerosos de que tornasen los nuestros, se retiraron por la noche, y en Alcantarilla y en casi todo el camino hasta Lorca repitieron iguales o mayores demasías.
Como quiera que lacerados de dolor, tributaron los murcianos al día siguiente honores fúnebres al cadáver del inmortal Don Martín de la Carrera, y le sepultaron con la pompa que les permitía su triste azar. Un mes después, celebró también en memoria del difunto solemnes exequias el general en jefe Don José O’Donnell, y diose el nombre de la Carrera a la calle de San Nicolás, en la cual terminó aquel caudillo sus días, peleando como bueno. La junta provincial determinó igualmente erigirle un cenotafio en el sitio mismo de su fallecimiento.
A los muchos desastres que de tropel sucedieron en esta parte de España, agregose otro mancillado de afrenta. Dueño de Valencia el mariscal Suchet, y enviadas a la derecha del Júcar las fuerzas que hemos arriba expresado, púsose asimismo en relación, ocupando a Buñol, con el ejército francés del centro, destacó a Cataluña la división de Musnier, necesaria allí por lo que ocurría, y destinó al general Severoli con los italianos a formalizar el sitio de Peñíscola.
Se eleva esta población sobre una empinada roca, mar adentro, a 120 toesas de la orilla con la cual no comunica sino por medio de una lengua de tierra bastante angosta. Escarpados y buenas obras rodean la plaza por todas partes; domínala interiormente un castillo, y se asemejap. 332 en compendio por su natural fortaleza a Gibraltar. Fue largo tiempo mansión de aquel papa Luna de condición tan obstinada, cuyo nombre lleva todavía una torre en donde parece moraba. Cubren al istmo en los temporales las oleadas, y estaba ahora reforzado el frente con baterías de varios pisos. Más allá, y paralelo a unas montañas vecinas, se extiende un marjal perenne, cuya inundación se había aumentado artificialmente, e interrumpido con cortaduras la calzada que le atraviesa y conduce a la citada lengua de tierra, único punto accesible para los franceses, no señores de la mar. Tenía la plaza mil hombres de guarnición y estaba abundantemente provista. Cruzaban por aquellas aguas barcos cañoneros y buques de guerra nuestros y aliados. Era gobernador Don Pedro García Navarro.
Acercose el general Severoli el 20 de enero a Peñíscola, y envió un parlamentario con proposiciones que fueron desechadas. De resultas, empezaron los enemigos a preparar el sitio, y se colocaron en las colinas y playas inmediatas. El 28 arrojaron bombas desde una batería de morteros distante 600 toesas. En la noche del 31 al 1.º de febrero formaron la línea paralela de faginas y gaviones que se prolongaba por detrás de la inundación, y torcía a su extremo meridional para continuar lo largo de la costa. En el opuesto construyeron baterías en las alturas. Las dificultades que tenían los sitiadores que vencer antes de aproximarse al cuerpo de la plaza parecían insuperables. No obstante prosiguieron los trabajos.
p. 333
En el intermedio aconteció que viniese a parar a manos de los
franceses un pliego que el gobernador García Navarro escribía al
general español de Alicante: quejábase en su contenido del porte
de los ingleses, y hablaba como si intentasen estos apoderarse de
Peñíscola; añadiendo que preferiría en tal caso someterse a los
enemigos. Barruntos tenía Suchet de la propensión de ánimo del
García Navarro, si ya no ocultas relaciones; y en vista ahora del
expresado pliego se apresuró a establecer con él negociación directa,
para lo cual despachó al oficial de estado mayor Mr. Prunel. García
Navarro inmediatamente se rindió a partido, y se rindió bajo la sola
condición de que se permitiera a los suyos retirarse libremente
adonde quisieren. En consecuencia se posesionaron los franceses
de Peñíscola el 4 de febrero. Escandalosa entrega; pero aún más
escandalosos y sin ejemplo los términos siguientes con que se encabezó
la capitulación:[*] (* Ap. n. 17-5.) «El gobernador y la junta militar...
convencidos de que los verdaderos españoles son los que unidos al
rey Don José Napoleón procuran hacer menos desgraciada su patria.»
Conducta infame
del gobernador
García
Navarro. Basta. ¡Qué gobernador! ¡Qué junta militar! No paró
aquí la desbocada conducta del primero. Entró después a servir al
intruso, y recibió en premio honores y condecoraciones, escribiendo
antes al mariscal Suchet entre otras cosas:[*]
(* Ap. n. 17-6.) «V. E.
debe estar bien seguro de mí: la entrega de una plaza fuerte que tiene
víveres y todo lo necesario para una larga defensa... es un garante
de mis promesas...» Memorial con relaciónp. 334 de méritos sacados de la propia infamia.
Tal baldón, tales infortunios compensáronlos en parte dos acontecimientos felices y honrosos, que ocurrieron casi por el mismo tiempo.
Fue el uno la defensa de Tarifa. Diose cuenta en su lugar de los
refuerzos anglo-españoles que habían en octubre entrado en aquella
plaza, como también de los movimientos concomitantes que hasta 1.º de
noviembre ejecutó en la serranía de Ronda Don Francisco Ballesteros.
Movimientos
de Ballesteros. El
glorioso avance que hizo dicho general sobre Bornos en 5 de aquel
mes, y otro que en su apoyo verificaron a la propia sazón, la vuelta
de Vejer, el general Copons y el coronel inglés Skerret, pararon
ahincadamente la consideración del mariscal Soult. Pero no hallándose
este con suficientes fuerzas a causa de las que le ocupaban las
inmediatas atenciones, y de tropas que había enviado a Extremadura por
lo de Arroyomolinos, creyó necesario echar mano en parte de las de
Granada para contener a Ballesteros y embestir a Tarifa. Así, ordenó
que Leval se acercase a la serranía de Ronda con 6800 combatientes
infantes y caballos, y que se le juntase en ella el general Barrois
con 4200, debiendo también dirigirse un trozo de 3000 hombres de
los que sitiaban a Cádiz sobre Facinas y otros puntos inmediatos.
Tal avenida de fuerzas obligó a Ballesteros a refugiarse otra vez
bajo el cañón de Gibraltar, dejando no obstante en las montañas una
vanguardia a las órdenes de Don Antonio Solá, quien, asistido además
de los serranos, tenía encargo de cortar al enemigo la comunicación e
interceptarlep. 335 las
subsistencias. Cumplió debidamente este jefe con lo que le habían
encomendado, y estrechando de cerca el 6 de diciembre a los franceses
de Estepona, los obligó a huir y les cogió mochilas y equipajes.
También Copons y Skerret evolucionaron para distraer al enemigo por
la parte de Algeciras; mas, sabedores de que Tarifa era amenazada,
tornaron de priesa a cubrir sus muros.
El deseo de enseñorearse de ellos, y la escasez de vituallas que las correrías de Solá y del paisanaje causaban en el campo francés, decidieron a Leval a abandonar a San Roque y aproximarse cuanto antes a la citada plaza de Tarifa. Se halla esta colocada en la punta más meridional de España y en lo más angosto del estrecho; tiene de población dos mil y cien vecinos, y le dio renombre la defensa que contra moros hizo Don Alonso Pérez de Guzmán, llamado el Bueno por hazaña tan ilustre, sin par en sus circunstancias. No guarnecían a Tarifa sino un antiguo y frágil castillo, y débil muralla de poco espesor, con torreones cuadrados y foso. Los reparos nuevos, no muchos y poco robustos. A corta distancia y al sudoeste plántase una isla circular y peñascosa, de media hora de bojeo, que se denomina como la ciudad. Antes separaba a dicha isla del continente un canal de corriente rápida, a manera de pequeño Euripo, que se acabó de cerrar en 1808 por el celo y personales sacrificios del intendente Don Antonio González Salmón, quien formó allí un fondeadero acomodado. Habíanla actualmente fortalecido y artilladop. 336 con 12 cañones: punto de retirada conveniente y que infundía aliento. Fueron habilitadas en su recinto una cisterna y una antigua torre y se sirvieron los sitiados para almacén de pólvora de una especie de subterráneo apellidado Cueva de Moros, guarida en otro tiempo de corsarios berberiscos. Prevención necesaria la última estando la isla dominada por las alturas vecinas. De ellas, la más cercana al oeste, la de Santa Catalina, fortificola Copons, ejecutando también al este, frontero de la Galeta, algunas obras. Cortáronse además en la ciudad las calles, y se atajaron con rejas arrancadas de las ventanas; atroneráronse muchas casas. Constaba la guarnición, entre ingleses y españoles, de 2500 hombres. Los tarifeños se señalaron de valientes y proporcionaron 300 marineros. Era gobernador el coronel Don Manuel Daván, y jefes de ingenieros y de artillería Don Eugenio Iraurgui y Don Pablo Sánchez. Mandaba las fuerzas sutiles españolas Don Lorenzo Parra. Había también buques de guerra ingleses. La defensa, sin embargo, dirigiola con especialidad Don Francisco Copons y Navia ayudado de los consejos del coronel inglés Skerret.
Presentáronse los franceses a la vista de la plaza el 19 de diciembre, después de dejar fuerza en observación de Ballesteros, y también del lado de Algeciras. Obligaron a Copons el 20 a meterse dentro, y empezaron en seguida los trabajos de sitio; adelantáronlos el 28 hasta 50 toesas de los muros, y el 29 abrieron el fuego con 6 cañones de a 18 y 3 obuses de a 9 pulgadas. En la tarde del mismo día hallábasep. 337 ya practicable una brecha de 300 toesas por la parte contigua a la puerta del Retiro, y destruido casi del todo el torreón de Jesús. Intimaron luego los enemigos la rendición, y desechada la propuesta por Copons, preparáronse al asalto.
Se verificó este el 31 a las nueve y media de la mañana, acudiendo de una vez a embestir la brecha 23 compañías al cargo del general Chassereaux, a las que apoyaban las demás fuerzas. Los acometedores se arrojaron con ímpetu, pero parolos en su ataque una escarpadura interior hecha en la muralla y varios parapetos de colchones levantados detrás, junto con el fuego incesante que salía de los lugares vecinos y las casas. Descorazonados, los enemigos no insistieron en romper adelante y retrocedieron con gran mengua, dejando allí más de 500 heridos y muertos. Para recoger los primeros pidieron los franceses un armisticio que se les concedió, ayudándolos generosamente en la faena nuestros soldados y paisanos; ejemplo de humanidad raro, y no menos digno de imitar que los muchos que de valor habían dado todos ellos poco antes. Aprovechose Copons de la ventaja, y a su vez incomodó al sitiador por cuantos medios pudo. Vinieron también en auxilio de la plaza las lluvias, que anegaron las trincheras enemigas, los caminos y los campos, sin dejar al fatigado francés ni siquiera un palmo de terreno enjuto en que reclinar la cabeza. Apurado Leval, alzó el sitio el 5 de enero yéndose vía de Vejer y Medina. Costole la malograda tentativa entre muertos,p. 338 heridos, enfermos y desertores al pie de dos mil hombres. Perdió toda la artillería gruesa, y dejó sembrados por el tránsito efectos y municiones. Así se estrellaron los esfuerzos de diez mil franceses en las murallas de una fortaleza, flacas en sí, mas sostenidas por brazos vigorosos y por el buen concierto de los jefes españoles e ingleses.
El segundo de los dos acontecimientos que hemos anunciado como favorables y gloriosos fue la toma de Ciudad Rodrigo, más importante por sus consecuencias que la defensa de Tarifa. Resuelto lord Wellington, según apuntamos al principio de este libro, a formalizar el sitio de aquella plaza, continuó tomando varias disposiciones desde sus acantonamientos de Freineda, y juntó en Almeida, al acabar noviembre, el parque correspondiente de artillería. Completó en seguida y con mucho orden los demás preparativos, habiendo ejercitado algunas tropas en las tareas propias del ingeniero y del zapador, en lo que antes se habían los suyos mostrado harto bisoños. Mandó también al general Hill que se moviera hacia la Extremadura española, y colocó a Don Carlos España y a Don Julián Sánchez en el Tormes, con objeto de que los últimos cortasen aquellas comunicaciones. Estos jefes, particularmente Sánchez, desempeñaron bien su comisión, y los pueblos de Castilla mostraron, según escribía el mismo Wellington, grande adhesión a la causa de la patria; guardando además tal fidelidad que pasaron días primero que supiesen los franceses de Salamanca, aunque tan próximos,p. 339 haber los aliados emprendido el sitio.
Debió este tener principio el 6 de enero; pero se retardó hasta el 8 por el mal tiempo. Describimos a Ciudad Rodrigo cuando el cerco de 1810, tan honorífico para las armas españolas. Desde entonces habían los franceses reparado los daños causados en aquella defensa, fortalecido los principales edificios del arrabal, y el convento de Santa Cruz al nordeste, como también levantado en el cerro, o sea teso, de San Francisco un reducto que apellidaron de Renaud, en memoria del malhadado gobernador de aquel nombre que cogiera Don Julián Sánchez.
Ocuparon los ingleses esta obra en la noche misma del 8 al 9; estreno feliz de su empresa. Por allí dirigieron los trabajos, siguiendo el mismo camino que habían tomado los franceses en el anterior cerco. Establecieron los sitiadores la primera paralela en el mencionado teso, y plantaron tres baterías de a once piezas cada una. Rompieron el 14 el fuego, y abriendo los aproches formaron la segunda paralela a 70 toesas de la plaza. Favoreció el progreso la toma que el general Graham verificó el 13 del convento de Santa Cruz, con lo cual se vio protegida la derecha de los sitiadores. Sucedió otro tanto respecto a la izquierda, habiéndose enseñoreado los aliados en la noche del 14 del convento de San Francisco en el arrabal. Continuaron los ingleses completando del 15 al 19 la segunda paralela y sus comunicaciones, y no descuidaron adelantar la zapa hasta la cresta del glacis.
p. 340
Entre tanto, había previsto Wellington que tal vez convendría, antes de que se concluyeran debidamente los trabajos, dar el asalto; por lo que, recibiendo de los ingenieros seguridad de que era posible abrir brecha solo con los fuegos de las baterías de la primera paralela, ordenó que se pusiese en ello todo el conato. Así se hizo, y en la tarde del 19 hallose ya aportillado el muro de la falsabraga y el del cuerpo de la plaza. Además de la brecha principal, practicose otra más a la izquierda de los aliados, por medio de una nueva batería plantada en el declive que va desde el cerro al convento de San Francisco.
Hasta entonces habían los sitiados procurado retardar las operaciones del inglés, y el 14 hicieron una salida en que le causaron daño. Sin embargo, ni estas tentativas ni otros arbitrios fueron parte a impedir que llegase el momento crítico del asalto.
Dispúsole Wellington, desechada que fue por el gobernador francés la propuesta de rendirse, y acelerole en consecuencia de tristes nuevas que empezaba a recibir de Valencia, como también por reunir tropas en Valladolid el mariscal Marmont, quien desde Toledo y Talavera había llegado en los primeros días de enero a aquella ciudad con parte de su ejército en busca de víveres, y sospechando que los ingleses iban a poner sitio a Ciudad Rodrigo.
Por tanto el mismo día 19 en que se abrieron las brechas, determinó
Wellington que al cerrar de la noche se asaltase la plaza. Destinó
al efecto cinco columnas. La quinta de ellas ap. 341 las órdenes del general Pack estaba
encargada de hacer un ataque falso por la parte meridional: debía
la cuarta, guiada por Craufurd, embestir la brecha pequeña y cubrir
la izquierda del acometimiento de la más principal, cuyo asalto se
había reservado a las tres columnas restantes bajo el general Picton.
Diose principio a la empresa, arrostrando los anglo-portugueses con
serenidad los mayores peligros, y superando obstáculos. Se defendieron
los franceses con denuedo; mas sucediendo bien los diversos ataques,
aflojaron, y pudieron los aliados al cabo de media hora extenderse lo
largo de las murallas, y enseñorearse de la plaza. Cayeron prisioneros
1709 franceses y el comandante Barrié, que hacía de gobernador; los
demás, hasta 2000 que componían la guarnición, habían perecido en
la defensa. Conservaron los aliados, al entrar en la ciudad, buen
orden: su pérdida ascendió en todo a 1300 hombres. Entre los muertos
contose desgraciadamente a los generales Mackinson y Craufurd.
Gracias
y recompensas. Entregó lord
Wellington la plaza en manos de Don Francisco Javier Castaños, y las
cortes decretaron las debidas gracias al ejército anglo-portugués, y
concedieron al general en jefe la grandeza de España bajo el título de
duque de Ciudad Rodrigo. También el gobierno y parlamento británico
dispensaron honores y pensiones, ordenando además que se erigiese un
monumento en memoria del valiente y malogrado general Craufurd.
Otros sucesos felices y nuevas esperanzas acompañaron a estos triunfos. No habían losp. 342 franceses reforzado sus filas en 1811 con más de 50.000 combatientes; auxilio que ni con mucho bastaba a llenar los claros que hacía la guerra, ni los huecos que dejaban algunas tropas que ahora partieron; pudiendo aseverarse que por el tiempo en que vamos no conservaban los enemigos en la península arriba de 240.000 hombres. Entre los llegados últimamente, muchos eran conscriptos, y en el diciembre de 1811 y primeros meses de 1812 marcharon a Francia unos 14.000 veteranos; 8000 de la guardia imperial y restos de otros cuerpos, y 6000 polacos del ejército de Aragón, queriendo el emperador francés emplearlos en Rusia, cuya guerra parecía ya inminente. Albores todos de las dichas que nos aguardaban en aquel año.
p. 343
RESUMEN
DEL
LIBRO DECIMOCTAVO.
La Constitución. — Presenta la comisión su proyecto. — Entusiasmo que produce. — Obstáculos que algunos quieren poner a su discusión. — Empieza esta. — Título 1.º De la nación española y de los españoles. — Título 2.º Del territorio de las Españas, su religión y gobierno. — Título 3.º De las Cortes. — Título 4.º Del Rey. — Título 5.º De los tribunales. — Título 6.º Del gobierno interior de las provincias y de los pueblos. — Título 7.º De las contribuciones. — Título 8.º De la fuerza militar nacional. — Título 9.º De la instrucción pública. — Título 10.º y último. De la observancia de la constitución y modo de proceder para hacer variaciones en ella. — Reflexiones generales acerca de la constitución. — Descontentos fuera de las cortes. — Asunto dep. 344 Lardizábal. — Del consejo. — Papel de la España vindicada. — Tribunal especial para entender en estos negocios. — Exposición del decano del consejo. — Desagradable ocurrencia con el diputado Valiente. — Curso y final término de estos negocios. — Manejos para poner al frente de la regencia a la infanta Doña María Carlota. — Carta a las cortes de esta señora. — Proposiciones para ponerla al frente de la regencia. — Del señor Laguna. — Se desecha. — Del señor Vera y Pantoja. — Apruébanse otras en contrario del señor Argüelles. — Nueva regencia compuesta de cinco individuos. — La anterior regencia. Juicio acerca de ella. — Su administración y algunos acontecimientos de su tiempo. — Reglamento dado a la nueva regencia. — Se firma, jura y promulga la constitución el 18 y 19 de marzo. — Auméntase y cunde el entusiasmo en su favor. — Felicitaciones y aplausos que reciben las cortes.
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HISTORIA
DEL
LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
de España.
«Que precediese el establecimiento de las leyes entre nosotros a la creación de los reyes»,[*] díjolo ya con respecto a Aragón el historiador Jerónimo Blancas. Y si en el origen de la restauración de la monarquía, tiempo de oscuridad e ignorancia, se cautelaron tanto nuestros mayores contra los abusos y desmanes futuros de la autoridad real, ¡con cuánta y más poderosa razón no debieron mostrarse precavidos y aun umbrosos los españoles de la era actual y sus diputados! Los antiguos podían tener presentes los excesos de los Witizas y de los Rodrigos, de donde manaron para la nación raudales de sangre y lágrimas; pero ahora ofrecíanse,p. 346 además, a la contemplación moderna los muchos y funestos ejemplos de las edades posteriores, y el tremendo y reciente del reinado de Carlos IV, en el que hasta la independencia tocó al borde del precipicio. Por lo mismo conveniente fue poner diligencia extrema y muy atenta en procurar adoptar francas y buenas instituciones, aun en medio de una guerra desastrada; pues la ocasión de dar la libertad, como sea presurosa, perdida una vez con dificultad vuelve a hallarse.
Anunciamos en otro libro la lectura hecha a las cortes en 18 de agosto de 1811 de los primeros trabajos de la comisión de constitución, nombrada en el diciembre anterior. Comprendían aquellas las dos primeras partes, o sea todo lo concerniente al territorio, religión, derechos y obligaciones de los individuos, como igualmente la forma y facultades de las potestades legislativa y ejecutiva. La tercera parte se leyó en 6 de noviembre del mismo año, y abrazaba la potestad judicial; habiéndose presentado la cuarta y última el 26 de diciembre inmediato, en la cual se determinaba el gobierno de las provincias y de los pueblos, y se establecían reglas generales acerca de las contribuciones, de la fuerza armada, de la instrucción pública, y de los trámites que debían seguirse en la reforma o variaciones que en lo sucesivo se intentasen en la nueva ley fundamental.
Acompañó al dictamen de la comisión un discurso elocuente y muy notable, en que se daban las razones de la opinión adoptada, fundándola en nuestras antiguas leyes, usos y costumbres,p. 347 y en las alteraciones que exigían las circunstancias del tiempo y sus trastornos. Le había extendido Don Agustín de Argüelles, encargado por tanto de su lectura: hizo la del texto Don Evaristo Pérez de Castro.
El lenguaje digno y elevado del discurso, la claridad y orden del proyecto de la comisión y sus halagüeñas y generosas ideas, entusiasmaron sobremanera al público; no parándose los más en los defectos o lunares que pudieran deslucirle, porque en España se conocían los males del despotismo, no los que a veces acarrean en punto de libertad ciertas y exageradas teorías. Así fue que Don Juan José Güereña, diputado americano por la nueva Vizcaya y presidente de las cortes, a la sazón que se leyeron las dos primeras partes, si bien desafecto a reformas, arrastrado como los demás por el torrente de la opinión, señaló para principiar los debates el 25 del propio agosto, plazo sobradamente corto. Duró la discusión por espacio de cinco meses, no habiéndose terminado hasta el 23 del próximo enero: fue grave y solemne, y de suerte que afianzando la autoridad de las cortes, ensalzó al mismo tiempo la fama de los individuos de esta corporación.
Por eso los obstáculos que quisieron presentarse al progreso de las deliberaciones venciolos fácilmente la voz pública y el vivo y común deseo de gozar pronto de una constitución libre. De aquellos, húbolos de fuera de las cortes, y también de dentro, aunque no muy dignos de reparo. Hablaremos de los primerosp. 348 más adelante. Comenzaron los últimos ya en el seno de la comisión, no habiendo querido uno de sus individuos, D. José Pablo Valiente, firmar el proyecto, a pesar de haber concurrido a la aprobación de las bases más principales. Crecieron algún tanto al abrirse los debates en el congreso. Los contrarios al proyecto, frustradas las esperanzas que habían fundado en el presidente Güereña, reemplazaron a este el 24, día de la remoción de aquel cargo, con Don Ramón Giraldo, a quien tenían por enemigo de novedades, y no menos resuelto para suscitar embarazos en la discusión que fecundo, a fuer de togado antiguo, en ardides propios del foro. Mas también en eso se equivocaron. Giraldo, luego que se sentó en la silla de la presidencia, mostrose muy adicto a la nueva constitución, y empleó su firmeza en llevar a cabo y en sostener con tesón las deliberaciones.
Desbaratadas de este modo las primeras tentativas de oposición, no quedaba ya otro medio a los enemigos del proyecto sino prolongar los debates, moviendo cuestiones y disputas sobre cada artículo y sobre cada frase. Pero sábese que en un congreso, como en un ejército, si se malogran los ímpetus de una embestida, cuanto más fogosos fueren estos en un principio, tanto más pronto aflojan después y del todo cesan.
Distribuíase la nueva constitución en artículos, capítulos y títulos. No ha de esperarse que entremos a hablar por separado de cada una de estas partes: limitarémonos a dar una ideap. 349 general de la discusión, ateniéndonos para ello a la última de las divisiones insinuadas, que se componía de diez títulos. Era el 1.º de la nación española y de los españoles. Renovábase en su contexto el principio de la soberanía nacional, admitido en 24 de septiembre anterior, y declarado ahora como fuente en España de todas las potestades, y raíz hasta de la constitución. 128 diputados contra 24 aprobaron el artículo, y los que le desecharon, no fue en la sustancia sino en los términos en que se hallaba extendido. Tratamos con cierta detención de este punto en el libro 13.º; y allí indicamos que, aunque conviniese no estampar en las leyes ideas abstrusas, la situación particular de la monarquía y su orfandad disculpaban se hiciese en el caso actual excepción a aquella regla. Individualizábanse igualmente en dicho título los que debían conceptuarse españoles, ora hubiesen nacido en el territorio, ora fuesen extranjeros, exigiéndose de los últimos carta de naturaleza o diez años de vecindad. Se insertaba también allí mismo una breve declaración de derechos y obligaciones, que, aunque imperfecta, evitaba algún tanto el peligroso escollo de generalizar demasiadamente, habiéndose reprobado en los debates alguno que otro artículo del proyecto de la comisión, más bien sentencioso que preceptivo. En todos estos puntos, como había vasto campo de sutileza en que apacentar el ingenio, detuviéronse más de lo regular ciertos vocales, avezados a la disputa con la educación escolástica de nuestras universidades.
Hablaba el 2.º título del territorio, de la religiónp. 350 y del gobierno. Hubo en la comisión muchos altercados sobre lo primero, en especial respecto de América, no pudiendo conformarse ni aun entenderse a veces sus propios diputados. Cada uno presentaba una división distinta de territorio, y quería que se multiplicasen sin fin ni término las provincias y sus denominaciones. Provenía esto del deseo de agasajar vanidades de la tierra nativa, y también de la confusión y alteraciones que había habido en la repartición de regiones tan vastas, soliendo llevar el nombre de provincia lo que apenas se diferenciaba de un desierto o paramera. También se suscitaron algunas reclamaciones en cuanto a la España peninsular, y todos estaban de acuerdo en la necesidad de variar y mejorar la división actual, pues aun acá en Europa era harto desigual así en lo geográfico como en lo administrativo, judicial y eclesiástico, y tan monstruosa a veces que, entre otros hechos, citose el de la Rioja, en donde se contaban parajes que correspondían ya a Guadalajara, ya a Soria y ya a Burgos. Pero, a pesar de eso, como el poner acomodado remedio pedía espacio y gastos, ciñéronse por entonces las cortes a hacer mención en un artículo de las más señaladas provincias y reinos de ambas Españas, anunciando en otro que luego que las circunstancias lo permitiesen, se efectuaría una división más conveniente del territorio de la monarquía.
Esta cuestión, si bien de importancia para el buen gobierno interior del reino, no era tan peliaguda como la otra del mismo título, tocante a la religión. La comisión había presentadop. 351 el artículo concebido en los términos siguientes: «La nación española profesa la religión católica, apostólica, romana, única verdadera, con exclusión de cualquiera otra.» Tan patente declaración de intolerancia todavía no contentó a ciertos diputados, y entre otros al Señor Inguanzo, que pidió se especificase que la religión católica «debía subsistir perpetuamente, sin que alguno que no la profesase pudiese ser tenido por español, ni gozar los derechos de tal.» Volvió por lo mismo el artículo a la comisión, que le modificó de esta manera. «La religión de la nación española es, y será perpetuamente, la católica, apostólica, romana, única verdadera. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra.» Le aprobaron así las cortes, sin que se moviese discusión alguna ni en pro ni en contra. Ha excitado entre los extranjeros ley de intolerancia tan insigne un clamor muy general, no haciéndose el suficiente cargo de las circunstancias peculiares que la ocasionaron. En otras naciones, en donde prevalecen muchas y varias creencias, hubiera acarreado semejante providencia gravísimo mal; pero no era este el caso de España. Durante tres siglos había disfrutado el catolicismo en aquel suelo de dominación exclusiva y absoluta, acabando por extirpar todo otro culto. Así no hería la determinación de las cortes, ni los intereses, ni la opinión de la generalidad, antes bien la seguía y aun la halagaba. Pensaron sin embargo varios diputados, afectos a la tolerancia, en oponerse al artículo, o por lo menos en procurar modificarle. Mas, pesadas todas lasp. 352 razones, les pareció por entonces prudente no urgar el asunto, pues necesario es conllevar a veces ciertas preocupaciones para destruir otras que allanen el camino, y conduzcan al aniquilamiento de las más arraigadas. El principal daño que podía ahora traer la intolerancia religiosa consistía en el influjo para con los extranjeros, alejando a los industriosos, cuya concurrencia tenía que producir en España abundantes bienes. Pero como no se les vedaba la entrada en el reino, ni tampoco profesar su religión, solo sí el culto externo, era de esperar que con aquellas y otras ventajas que les afianzaba la constitución, no se retraerían de acudir a fecundar un terreno casi virgen, de grande aliciente y cebo para granjerías nuevas. Además el artículo, bien considerado, era en sí mismo anuncio de otras mejoras: la religión, decía, «será protegida por leyes sabias y justas.» Cláusula que se enderezaba a impedir el restablecimiento de la inquisición, para cuya providencia preparábase desde muy atrás el partido liberal. Y de consiguiente, en un país en donde se destruye tan bárbara institución, en donde existe la libertad de la imprenta y se aseguran los derechos políticos y civiles por medio de instituciones generosas, ¿podrá nunca el fanatismo ahondar sus raíces, ni menos incomodar las opiniones que le sean opuestas? Cuerdo, pues, fue no provocar una discusión en la que hubieran sido vencidos los partidarios de la tolerancia religiosa. Con el tiempo, y fácilmente creciendo la ilustración y naciendo intereses nuevos, hubiéranse propagado ideas más moderadas en la materia, y el españolp. 353 hubiera entonces permitido sin obstáculo que, junto a los altares católicos, se alzasen los templos protestantes, al modo que muchos de sus antepasados habían visto, durante siglos, no lejos de sus iglesias, mezquitas y sinagogas.
Era el otro extremo del título en que vamos el del gobierno. Reducíase lo que aquí se determinaba acerca del asunto a una mera declaración de ser el gobierno de España monárquico, y a la distribución de las tres principales potestades, perteneciendo la legislativa a las cortes con el rey, la ejecutiva exclusivamente a este, y la judicial a los tribunales. No fue larga ni de entidad la discusión suscitada, si bien algunos señores querían que la facultad de hacer las leyes correspondiese solo a las cortes, sobre lo cual volveremos a hablar cuando se trate de la sanción real.
Especificábase en el mismo título quiénes debían conceptuarse ciudadanos, calidad necesaria para el uso y goce de los derechos políticos. Con este motivo se promovieron largos debates respecto de los originarios de África, cuestión que interesaba a la América, pues por aquella denominación entendíanse solo los descendientes de esclavos trasladados a aquellas regiones del continente africano, a quienes no se declaraba desde luego ciudadanos como a los demás españoles, sino que se les dejaba abierta la puerta para conseguir la gracia según fuese su conducta y merecimientos. En un principio, los diputados americanos no manifestaron anhelo porque se concediese el derecho de ciudadanía a aquellos individuos, y húbolos, como el Señorp. 354 Morales Duarez, que se indignaban al oír solo que tal se intentase. En el decreto de 15 de octubre de 1810, cimiento de todas las declaraciones hechas en favor de América, no se extendió la igualdad de derechos a los originarios de África, y en las proposiciones sucesivas que formalizaron los diputados americanos tampoco esforzaron estos aquella pretensión. No así ahora, queriendo algunos que se concediese en las elecciones a los mencionados originarios voz activa y pasiva, aunque los más no pidieron sino que se otorgase la primera, motivo por el que se sospechó que en ello se trataba, más bien que del interés de las castas, de aumentar el número de los diputados de América; pues debiendo ser la base de las elecciones la población, claro era que incluyéndose entre los ciudadanos a los descendientes de África, crecería el censo en favor de las posesiones americanas.
No tenían los españoles contra dichas castas odio ni oposición alguna, lo cual no sucedió a los naturales de Ultramar, en cuyos países eran tan grandes la enemistad y desvío que, según dijo el Señor Salazar, diputado por el Perú, se advertía hasta en los libros parroquiales, habiendo de estos unos en que se sentaban los nombres de los españoles y de los reputados por tales, y otros en que solo los de las castas. Lo mismo confirmaron varios diputados también de América, y entre ellos el Señor Larrazábal, por Guatemala, y de los más distinguidos, quien, a pesar de que abogaba por los originarios, decía:
«Déjese a aquellas castas en el estado en que se hallan, sin privarlas de la voz activa... nip. 355 quererlas elevar a más alta jerarquía, pues conocen que su esfera no las ha colocado en el estado de aspirar a los puestos distinguidos.»
Era espinosísima la situación de los diputados europeos en los asuntos de América, en los que caminaban siempre como por el filo de una cortante espada. Negar a los originarios de África los derechos de ciudadano era irritar los ánimos de estos; concedérselos ofendía sobremanera las opiniones y preocupaciones de los demás habitantes de Ultramar. Al contrario la de los diputados americanos, quienes ganaban en cualquiera de ambos casos, inclinándose el mayor número de ellos a excitar disturbios que abreviasen la llegada del día de su independencia. A sus argumentos, de gran fuerza muchos, respondió con especialidad y profundamente el Señor Espiga:
«He oído [decía] invocar con vehemencia sagrados derechos de naturaleza y bellísimos principios de humanidad; pero yo quisiera que los señores preopinantes no perdieran de vista que habiéndose establecido la sociedad, y formádose las naciones para asegurar los derechos de la naturaleza, ha sido preciso hacer algún sacrificio poniendo aquellas limitaciones y condiciones que convenía no menos al interés general de todos los individuos que al orden, tranquilidad y fuerza pública, sin la cual aquel no podía sostenerse... Los principios abstractos no pueden tener una aplicación rigurosa en la política... Esta es una verdad conocida por los gobiernos más ilustrados y que no son despóticos y tiranos... ¿Gozan por ventura las castas en la Jamaica y demás posesiones inglesasp. 356 del derecho de ciudadano que aquí se solicita en su favor con tanto empeño?... Vuélvase la vista a los innumerables propietarios de la Carolina y de la Virginia, pertenecientes a estas castas, y que viven felizmente bajo las sabias leyes del gobierno de los Estados Unidos: ¿son acaso ciudadanos? No, señor, todos son excluidos de los empleos civiles y militares. Y cuando el sabio gobierno de la Gran Bretaña, que por su constitución política y por su justa legislación, y por una ilustración de algunos siglos, ha llegado a un grado superior de riqueza, de esplendor y de gloria, al que aspiran los demás, no se ha atrevido a incorporar las castas entre sus ciudadanos, ¿lo haremos nosotros cuando estamos sintiendo el impulso de más de tres siglos de arbitrariedad y despotismo, y apenas vemos la aurora de la libertad política? Cuando la constitución anglo-americana, que con mano firme arrancó las raíces de las preocupaciones, y pasó quizás los límites de la sabiduría, las excluyó de este derecho, ¿se le concederemos nosotros que apenas damos un paso sin encontrar el embarazo de los perjuicios y de las opiniones, cuya falsedad no se ha descubierto por desgracia todavía? ¿Podrá acusarse a estos gobiernos de falta de ilustración, y de aquella firmeza que sabe vencer todos los estorbos para llegar a la prosperidad nacional? Tal es, señor, la conducta de los gobiernos cuando desentendiéndose de bellas teorías consideran al hombre no como debe ser, sino como ha sido, como es y como será perpetuamente. Estos respetables ejemplos nos deben convencer de quep. 357 son muy diferentes los derechos civiles de los derechos políticos, y que si bien aquellos no deben negarse a ninguno de los que componen la nación por ser una consecuencia inmediata del derecho natural, estos pueden sufrir aquellas limitaciones que convengan a la felicidad pública. Cuando las personas y propiedades son respetadas; cuando lejos de ser oprimidos los individuos de las castas han de hallar sus derechos civiles la misma protección en la ley que los de todos los demás españoles, no hay lugar a declamaciones patéticas en favor de la humanidad, que por otra parte pueden comprometer la existencia política de una gran parte de los dominios españoles...»
Pasó al cabo el artículo con alguna que otra variación en los términos, y sustituyendo a la expresión de «a los españoles que por cualquiera línea traen origen del África...» la de «a los españoles que por cualquiera línea son habidos y reputados por originarios de África...» Medio de evitar escudriñamientos de origen, y de no asustar a los muchos que por allá derivan de esclavos, y se cuentan entre los libres y de sangre más limpia.
Honró a las cortes también exigir aquí que «desde el año 1830 deberían saber leer y escribir los que de nuevo entrasen en el ejercicio de los derechos de ciudadano», señalando de este modo como principal norte de la sociedad la instrucción y buena enseñanza. Antes ya estaba determinado lo mismo en Guipúzcoa, y en el reino de Navarra habíase establecido, por auto de buen gobierno, que ninguno que no supierap. 358 leer y escribir pudiera obtener los empleos y cargos municipales.
Llegó después la discusión del tercer título del proyecto; uno de los más importantes por tratarse de la potestad legislativa. Aparecían en él como cuestiones más graves: 1.º, si habían de formarse las cortes en una sola cámara, si en dos, o en estamentos o brazos como antiguamente; 2.º, el nombramiento de los diputados; 3.º, la celebración de las cortes; 4.º, sus facultades; y 5.º, la formación de las leyes y la sanción real.
Proponía la comisión que se juntasen las cortes en una cámara sola compuesta de diputados elegidos por la generalidad de los ciudadanos. Sostuvieron principalmente el dictamen de la comisión los señores Argüelles, Giraldo y conde de Toreno. Impugnáronle los señores Borrull, Inguanzo y Cañedo. Inclinábanse estos a la formación de las cortes divididas por brazos o estamentos; opinando el primero que, ya que no concurriese toda la nobleza por su muchedumbre y diferencias, fuese llamada a lo menos en parte. Esforzó el diputado Inguanzo las mismas razones, a punto de dar por norma, para «los temperamentos de la potestad real», la constitución y gobierno de la Iglesia, que consideraba como una monarquía mixta con aristocracia, olvidándose que, en este caso, la cabeza era electiva y electivos todos sus miembros. Más moderado el señor Cañedo, si bien adicto a aquel género de representación, no se oponía a que se hiciese alguna reforma en el sistema antiguo. La comisión y los que la seguían fundaban su dictamenp. 359 en la dificultad de restablecer los brazos antiguos, en los inconvenientes de estos, y en la diferencia también que mediaba entre ellos y las dos cámaras o cuerpos establecidos en Inglaterra y otros países.
Muy varias habían sido en la materia las costumbres y usos de España, no siendo unos mismos en los diversos siglos, ni tampoco en los diferentes reinos. Se conocieron por lo común tres estamentos en Cataluña y Valencia. Cuatro en Aragón, en donde no asistió el clero hasta el siglo XIII, y en donde, además, estaba tan poco determinado los que de aquel brazo y del de la nobleza debían concurrir a cortes que dice Jerónimo Blancas:[*] (* Ap. n. 18-2.) «De los eclesiásticos, de los nobles, caballeros e hijosdalgo no se puede dar regla cierta de cuáles han de ser necesariamente llamados, porque no hallo fuero ni acto de corte que la dé. Mas parece que no deberían dejar de ser llamados los señores titulados, y los otros señores de vasallos del reino.» En Castilla y León celebráronse cortes, aun de las más señaladas, en que no hubo brazos; y en las congregadas en Toledo, los años 1538 y 1539, no concurrieron otros individuos de la nobleza sino los que expresamente convocó el rey, diciendo el conde de la Coruña en su relación manuscrita:[*] (* Ap. n. 18-3.) «y no se acaba la grandeza de estos reinos en estos señores nombrados, pues, aunque no fueron llamados por S. M., hay en ellos muchos señores de vasallos, caballeros, hijosdalgo de dos cuentos de renta y de uno, que tienen deudo con los nombrados.»
En adelante, ni aun así asistieron en Castillap. 360 los estamentos, y en la corona le Aragón hubo variedad en los siglos XVI y XVII. En el XVIII sábese que, luego que se afianzó en el solio español la estirpe de Borbón, o no hubo cortes, o en las que se reunieron los reinos de Aragón y Castilla nunca se mezclaron en las discusiones los brazos, ni se convocaron en la forma ni con la solemnidad antiguas.
De consiguiente, no habiendo regla fija por donde guiarse, necesario era resolver cómo y de quiénes se habían de formar dichos brazos; y aquí entraba la dificultad. Decían los que los rehusaban:
«¿Se compondrá el de la nobleza de solos los grandes? Pero esta clase, como ahora se halla constituida, no lleva su origen más allá del siglo XVI, cuando justamente cesaron los brazos en Castilla y acabó en todas partes el gran poder de las cortes; siendo de notar que en Navarra, donde todavía subsisten, entran en el estamento noble casas, sí, antiguas, mas no todas condecoradas con la grandeza. ¿Asistirán todos los nobles? Su muchedumbre lo impide. ¿Harase entre sus individuos una elección proporcionada? Mas, ¿cómo verificarla con igualdad, cuando se cuentan provincias como las del norte en que el número de ellos no tiene límite, y otras, como algunas del mediodía y centro, en que es muy escaso? Aumenta las dificultades [añadían] la América, en donde no se conocen sino dos o tres grandes, y se halla multiplicada y mal repartida la demás nobleza. No menores [proseguían] aparecen los embarazos respecto de los eclesiásticos. Si en una cámara o estamento separado han de concurrirp. 361 los obispos y primeras dignidades, además de los daños que resultarán en cuanto a los de América en abandonar sus sillas e iglesias, no será justo queden entonces clérigos en el estamento popular a menos de convertir las cortes en concilio; y desposeer a los últimos de un derecho ya adquirido, ofrécese como cosa ardua y de dificultosa ejecución. Por otra parte [decían los mismos señores], los bienes que trae la separación del cuerpo legislativo en dos cámaras no se consiguen por medio de los estamentos. En Inglaterra júntanse aquellas, y deliberan separadamente con arreglo a trámites fijos, y con independencia una de otra. En España sentábanse los brazos en diversos lados de una sala, no en salas distintas; y si alguna vez, para conferencias preparatorias y examen de materias, se segregaban, ni eso era general ni frecuente; y luego, por medio de sus tratadores, deliberaban unidos y votaban juntos. De lo que nacía haber en realidad una cámara sola, excepto que se hallaba compuesta de personas a quienes autorizaban privilegios o derechos distintos.»
En medio de tan encontrados dictámenes, hablando con la imparcialidad que nos es propia y con la experiencia ahora adquirida, parécenos que hubo error en ambos extremos. En el de los que apoyaban los estamentos antiguos, porque además de la forma varia e incierta de estos, agregábanse en su composición, a los males de una sola cámara, los que suelen traer consigo las de privilegiados. En el opuesto, porque si bien los que sostenían aquella opinión trazaronp. 362 las dificultades e inconvenientes de los estamentos, y aun los de una segunda cámara de nobles y eclesiásticos, no satisficieron competentemente a todas las razones que se descubren contra el establecimiento de una sola y única, ni probaron la imposibilidad de formar otra segunda tomando para ello por base la edad, los bienes, la antigua ilustración, los servicios eminentes o cualesquiera otras prendas acomodadas a la situación de España.
Pues ya que una nación, al establecer sus leyes fundamentales o al rever las añejas y desusadas, tenga que congregarse en una sola asamblea, como medio de superar los muchos e inveterados obstáculos con que entonces tropieza, llano es que varía el caso, una vez constituida y echados los cimientos del buen orden y felicidad pública, debiendo los gobiernos libres para lograr aquel fin adoptar una conveniente balanza entre el movimiento rápido de intereses nuevos y meramente populares, y la permanente estabilidad de otros más antiguos, por cuya conservación suspiran las clases ricas y poderosas.
Atestiguan la verdad de esta máxima los pueblos que más largo tiempo han gozado de la libertad, y varones prestantísimos de las edades pasadas y modernas. Tal era la opinión de Cicerón, que en su tratado De Republica[*] (* Ap. n. 18-4.) afirma que óptimamente se halla constituido un estado en donde «ex tribus generibus illis regali, et optimati et populari confusa modicè.» Y Polibio piensa que lo que más contribuyó a la destrucción de Cartago fue hallarse entonces todop. 363 el poder en manos del pueblo, cuando en Roma había un senado. Lo mismo sentía el profundo Maquiavelo, lo mismo Montesquieu y hasta el célebre conde de Mirabeau, señalándose entre todos Mr. Adams, si bien republicano, y que ejerció en los Estados Unidos de América las primeras magistraturas, quien escribía:[*] (* Ap. n. 18-5.) «Si no se adoptan en cada constitución americana las tres órdenes [el presidente, senado y cámara de representantes] que mutuamente se contrapesen, es menester experimente el gobierno frecuentes e inevitables revoluciones, que aunque tarden algunos años en estallar, estallarán con el tiempo.»
Las cortes, no obstante, aprobaron por una gran mayoría de votos el dictamen de la comisión que proponía una sola cámara, escasas todavía aquellas de experiencia, y arrastradas quizá de cierta igualdad no popular, sino, digámoslo así, nobiliaria, difundida en casi todas las provincias y ángulos de la Monarquía.
Tomaron las cortes por base de las elecciones la población, debiendo ser nombrado un diputado por cada 70.000 almas, y no exigiéndose ahora otro requisito que la edad de 25 años, ser ciudadano y haber nacido en la provincia o hallarse avecindado en ella con residencia a lo menos de siete años. Indicábase en otro artículo que más adelante, para ser diputado, sería preciso disfrutar de una renta anual procedente de bienes propios, y que las cortes sucesivas declararían cuándo era llegado el tiempo de que tuviese efecto aquella disposición. Y, ¡cosa extraordinaria!, diputados como el señor Borrull, prontos siemprep. 364 a tirar de la rienda a cuanto fuese democrático, contradijeron dicho artículo, temiendo que con él se privase a muchos dignos españoles de ser diputados. Cierto que, estancada todavía casi toda la propiedad entre mayorazgos y manos muertas, no era fácil admitir de seguida y absolutamente aquella base; pues los estudiosos, los hombres de carrera y muchos ilustrados pertenecían más bien a la clase desprovista de renta territorial, como los segundos de las casas, que a los primogénitos; y exigir desde luego para la diputación la calidad de propietario como única, antes que nuevas leyes de sucesión y otras distribuyesen con mayor regularidad los bienes raíces, hubiera sido exponerse a defraudar a la nación de representantes muy recomendables.
Pasaba la elección por los tres grados de juntas de parroquia, de partido y de provincia: lo mismo, con leve diferencia, que se exigió para las cortes generales y extraordinarias, según referimos en el libro XII; y con la novedad de no deber ya ser admitidos los diputados de las villas y ciudades antiguas de voto en cortes, ni los de las juntas que se hallaron al frente del levantamiento en 1808. También se igualaban con los europeos los americanos, cuyas elecciones quedaban a cargo de los pueblos, en lugar que las últimas las verificaron los ayuntamientos. Superfluo parecía que esta ley reglamentaria formase parte de la constitución, mas el señor Muñoz Torrero insistió en ello, queriendo precaver mudanzas prontas e intempestivas. Podían ser nombrados diputados individuos del estadop. 365 seglar o del eclesiástico secular. Más de una vez provocaron ciertos señores la cuestión de que se admitiesen también los regulares; pero las cortes desecharon constantemente semejantes proposiciones.
Se excluían de la elección los secretarios del despacho, los consejeros de estado, y los que sirviesen empleos de la casa real. Pasó el artículo sin oposición: tan arraigado estaba el concepto de separar en todo la potestad legislativa de la ejecutiva; como si la última no fuese un establecimiento necesario e indispensable de la mecánica social, y como si en este caso no valiera más que sus individuos permaneciesen unidos con las cortes y afectos a ellas, que no que estuviesen despegados o fuesen amigos tibios. Tocante a la exclusiva dada a los empleados en la casa real, era uso antiguo de nuestros cuerpos representativos, particularmente de los de Aragón, según nos cuentan sus escritores, y entre ellos el secretario Antonio Pérez.
Todos los años debían celebrarse las cortes, no pudiendo mantenerse reunidas sino tres meses, y uno más en caso de que el rey lo pidiese, o lo resolviesen así las dos terceras partes de los diputados. Adoptose aquella limitación para enfrenar el demasiado poder que se temía de un cuerpo único y de elección popular, y para no conceder al rey la facultad de disolver las cortes o prorrogarlas. Providencia de la que pudiera haberse resentido el despacho de los negocios, causando mayores males que los que se querían evitar.
Proponía la comisión en su dictamen que sep. 366 nombrasen los diputados cada dos años, y que fuese lícito el reelegirlos. Aprobaron las cortes la primera parte y desecharon la última, adoptando en su lugar que no podría recaer la elección en los mismos individuos, sino después de haber mediado una diputación, o sea legislatura. Desacuerdo notable, y con el que, según oportunamente dijo en aquella ocasión el señor Oliveros, se echaba abajo el edificio constitucional. Porque, en efecto, al que ya le faltaba el fundamento sólido de una segunda y más duradera cámara, ¿qué apoyo de estabilidad le restaba, variándose cada dos años y completamente los individuos que componían la única y sola a que estaba encargada la potestad legislativa? Dificultoso se hace que haya, por decirlo así, de remuda cada dos años en un país 300 individuos capaces de desempeñar cargo tan arduo; sobre todo en un país que se estrena en el gobierno representativo. Mas, aunque los hubiera, una cosa es la aptitud y otra la costumbre en el manejo de los negocios: una el saber y otra hallarse enterado de los motivos que hubo para tomar tal o cual determinación. Eso sin contar con las pasiones y el prurito de señalarse que casi siempre acompaña a cuerpos recién instalados. Además, no hay profesión, no hay arte, no hay magistratura que no requiera ejercicio y conocimientos prácticos: no todos los años se relevan los militares, ni se mudan los jueces ni los otros empleados; ¿y se podrá cada dos cambiar y no reelegir los legisladores? Verdaderamente encomendábase así el estado a una suerte precaria y ciega. Y todo por aquel mal aconsejado desprendimiento,p. 367 admitido desde un principio, y tan ajeno de repúblicos experimentados. Rayaba ahora en frenesí, teniendo que dejar a unas cortes nuevas el afirmamiento de una constitución todavía en mantillas, y en cuyos debates no habían tomado parte.
Siguiendo la misma regla, y la adoptada en el año anterior, se decretó, por artículo constitucional, que no pudieran los diputados admitir para sí, ni solicitar para otro, empleo alguno de provisión real ni ascenso sino los de escala durante el tiempo de su diputación, ni tampoco pensión ni condecoración hasta un año después. La prolongación del término, en el último caso, estribaba en la razón de no haber en él sino utilidad propia, cuando en el primero podría tal vez ser perjudicial al estado privarle por más tiempo de la asistencia de un hombre entendido y capaz.
Se extendían las facultades de las cortes a todo lo que corresponde a la potestad legislativa, habiéndose también reservado la ratificación de los tratados de alianza ofensiva, los de subsidios, y los especiales de comercio, dar ordenanzas al ejército, armada y milicia nacional, y estatuir el plan de enseñanza pública y el que hubiera de adoptarse para el príncipe de Asturias.
En la formación de las leyes se dejaba la iniciativa a todos los diputados sin restricción alguna, y se introdujeron ciertos trámites para la discusión y votación, con el objeto de evitar resoluciones precipitadas. Hubo pocos debates sobre estos puntos. Promoviéronse, sí, acerca dep. 368 la sanción real. La comisión la concedía al monarca restricta, no absoluta, pudiendo dar la negativa o veto hasta la tercera vez a cualquiera ley que las cortes le presentasen; pero llegado este caso, si el rey insistía en su propósito, pasaba aquella y se entendía haber recibido la sanción. Ya los señores Castelló y conde de Toreno se habían opuesto al dictamen de la comisión en el segundo título, en que se establecía que la facultad de hacer las leyes correspondía a las cortes con el rey. Renovaron ahora la cuestión los señores Terreros, Polo y otros, queriendo algunos que no interviniese el monarca en la formación de las leyes, y muchos que se disminuyese el término de la negativa o veto suspensivo. Los diputados que impugnaban el artículo apoyábanse en ideas teóricas, plausibles en la apariencia, pero en el uso engañosas. Había dicho el conde de Toreno, entre otras cosas:
«¿Cómo una voluntad individual se ha de oponer a la suma de voluntades representantes de la nación? ¿No es un absurdo que solo uno detenga y haga nula la voluntad de todos? Se dirá que no se opone a la voluntad de la nación, porque esta de antemano la ha expresado en la constitución, concediendo al rey este veto por juzgarlo así conveniente a su bien y conservación. Esta razón, que al parecer es fuerte, para mí es especiosa: ¿cómo la nación, en favor de un individuo, ha de desprenderse de una autoridad tal, que solo por sí pueda oponerse a su voluntad representada? Esto sería enajenar su libertad, lo que no es posible ni pensarlo por un momento, porque es contrariop. 369 al objeto que el hombre se propone en la sociedad, lo que nunca se ha de perder de vista. Sobre todo debemos procurar a la constitución la mayor duración posible; y ¿se conseguirá si se deja al rey esa facultad? ¿No nos exponemos a que la negativa dada a una ley traiga consigo el deseo de variar la constitución, y variarla de manera que acarree grandes convulsiones y grandes males? No se cite a la Inglaterra: allí hay un espíritu público formado hace siglos; espíritu público que es la grande y principal barrera que existe entre la nación y el rey, y asegura la constitución que fue formada en diferentes épocas y en diversas circunstancias que las nuestras. Nosotros ni estamos en el mismo caso, ni podemos lisonjearnos de nuestro espíritu público. La negativa dada a dos leyes en Francia, fue una de las causas que precipitaron el trono...»
Varias de estas razones y otras que, inexpertos entonces, dimos, más bien tenían fuerza contra el veto suspensivo de la comisión que contra el absoluto; pues aquel no esquivaba el conflicto que era de temer naciese entre las dos primeras autoridades del estado, ni el mal de encomendar a la potestad ejecutiva el cumplimiento de una ley que repugnaba a su dictamen. Fundadamente decía ahora el señor Pérez de Castro:
«No veo qué abusos puedan nacer de este sistema, ni por qué, cuando se trata de refrenar los abusos, se ha de prescindir del poderoso influjo de la opinión pública, a la que se abre entre nosotros un campo nuevo. La opinión pública apoyada de la libertad de la imprenta, que es sup. 370 fiel barómetro, ilustra, advierte y contiene, y es el mayor freno de la arbitrariedad. Porque ¿qué sería en la opinión pública de los que aconsejasen al rey la negativa de la sanción de una ley justa y necesaria? Ni ¿cómo puede prudentemente suponerse que un proyecto de ley, conocidamente justo y conveniente, sea desechado por el rey con su consejo en una nación donde haya espíritu público, que es una de las primeras cosas que ha de criar entre nosotros la constitución, o nada habremos adelantado, ni esta podrá existir? El resultado de una obstinación tan inconcebible sería quedar expuesto el monarca al desaire de una nación forzada, y a perder de tal modo el crédito o la opinión sus ministros, que vendrían al suelo irremisiblemente. Y supongamos [caso raro en verdad] que alguna vez estas precauciones impidan la formación de alguna ley; no nos engañemos, esto no puede suceder cuando el proyecto de ley es evidente, y tal vez urgentemente útil y necesario; pero hablando de los casos comunes estoy firmemente persuadido que el dejar de hacer una ley buena es menor mal que la funestísima facilidad de hacer y deshacer leyes cada día, plaga la más terrible para un estado.»
«Juzgo [continuaba] que la experiencia y sus sabias lecciones no deben ser perdidas para nosotros, y que el derecho público en esta parte de otras naciones modernas que tienen representación nacional no debe mirarse con desdén por los legisladores de España. No hablaré de esa Francia que quiso al principio de sus novedades darse un rey constitucional, yp. 371 donde, a pesar del infernal espíritu desorganizador de demagogia y democracia revolucionaria que fermentó desde los primeros pasos, se concedió al monarca la sanción con estas mismas pausas. Tampoco hablaré de lo que practica una nación vecina y aliada, cuya prosperidad, hija de su constitución sabia, es la envidia de todos, porque todos saben la inmensa extensión que por ella tiene en este y otros puntos la prerrogativa real. Solo haré mención de la ley fundamental de un estado moderno más lejano, de los Estados Unidos del norte de América, cuyo gobierno es democrático, y donde propuesto y aprobado un proyecto en una de las dos cámaras, esto es, en la cámara de los representantes o en el senado, tiene que pasar a la otra para su aprobación; si es allí también aprobado, tiene que recibir todavía la sanción del presidente de los Estados Unidos; si este la niega, vuelve el proyecto a la cámara donde tuvo su origen; es allí de nuevo discutido, y para ser aprobado necesita la concurrencia de las dos terceras partes de votos: entonces recibe fuerza, y queda hecho ley del estado... Pues si esto sucede en un estado democrático, cuyo jefe es un particular revestido temporalmente por la constitución de tan eminente dignidad, tomado de los ciudadanos indistintamente, y falto por consecuencia de aquel aparato respetuoso que arranca la consideración de los pueblos; si esto sucede en estados donde la ley se filtra, por decirlo así, por dos cámaras, invención sublime dirigida a hacer en favor de las leyes que el proyecto propuestop. 372 en una cámara no sea decretado sino en otra distinta, y aun después ha menester la sanción del jefe del gobierno, ¿qué deberá suceder en una monarquía como la nuestra, y en la que no existen esas dos cámaras?...»
Prevaleció el dictamen de la comisión, y es de advertir que, entre los señores que le impugnaban, y repelían la sanción real con veto absoluto o suspensivo, habíalos de opiniones las más encontradas. Sucedía esto con frecuencia en las materias políticas: y diputados, como el señor Terreros, muy aferrados en las eclesiásticas, eran de los primeros a escatimar las facultades del rey, y a contrastar a los intentos de la potestad ejecutiva.
En este artículo 3.º establecíase la diputación permanente de cortes, y se especificaba el modo y la ocasión de convocar a cortes extraordinarias. Se componía ahora la primera de siete individuos escogidos por las mismas cortes, a cuyo cargo quedaba durante la separación de las últimas velar sobre la observancia de las leyes, y en especial de las fundamentales, sin que eso le diera ninguna otra autoridad en la materia. Antiguamente se conocía un cuerpo parecido en los reinos de Aragón, y en la actualidad en Navarra y juntas de las provincias vascongadas y Asturias. Nunca en Castilla hasta que se unieron las coronas y se confundieron las cortes principales de la monarquía en unas solas. Entonces apareció una sombra vana a que se dio nombre de diputación, compuesta también de siete individuos que se nombraban y sorteaban por las ciudades de voto en cortes. Pudo ser útil semejantep. 373 institución en reinos pequeños, cuando la representación de los pueblos no se juntaba por lo común todos los años, y cuando no había imprenta o se desconocía la libertad de ella, en cuyo caso era la diputación, según expresó oportunamente el señor Capmany, «el censor público del supremo poder.» Pero ahora, si se ceñía este cuerpo a las facultades que le daba la constitución, era nula e inútil su censura al lado de la pública; si las traspasaba, además de excederse, no servía su presencia sino para entorpecer y molestar al gobierno. Tuvieron por conveniente las cortes respetar reliquia tan antigua de nuestras libertades, confiándole también la policía interior del cuerpo, y la facultad de llamar en determinados casos a cortes extraordinarias.
Dábase esta denominación no a cortes que fuesen superiores a las ordinarias en poder y constituyentes como las actuales, sino a las mismas ordinarias congregadas extraordinariamente y fuera de los meses que permitía la constitución. Su llamamiento verificábase en caso de vacar la corona, de imposibilidad o abdicación del rey, y cuando este las quisiese juntar para un determinado negocio, no siéndoles lícito desviarse a tratar de otro alguno. Con esto se cerraba el título tercero.
En el cuarto entrábase a hablar del rey, y se circunstanciaban su inviolabilidad y autoridad, la sucesión a la corona, las minoridades y regencia, la dotación de la familia real o sea lista civil, y el número de secretarios de estado y del despacho con lo concerniente a su responsabilidad.
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El rey ejercía con plenitud la potestad ejecutiva, pero siempre de manera que podía reconocer, como dice Don Diego de Saavedra,[*] (* Ap. n. 18-6.) «que no era tan suprema que no hubiese quedado alguna en el pueblo.» Concediósele la facultad de «declarar la guerra y hacer y ratificar la paz», aunque después de una larga y luminosa discusión, deseando muchos señores que en ello interviniesen las cortes, a imitación de lo ordenado en el fuero antiquísimo de Sobrarbe.[*] (* Ap. n. 18-7.) Las restricciones más notables que se le pusieron consistían en no permitirle ausentarse del reino ni casarse sin consentimiento de las cortes. Provocó ambas la memoria muy reciente de Bayona, y los temores de algún enlace con la familia de Napoleón. Autorizábanlas ejemplos de naciones extrañas, y otros sacados de nuestra antigua historia.
Se reservó para tratar en secreto el punto de la sucesión a la corona. Decidieron las cortes, cuando llegó el caso, que aquella se verificaría por el orden regular de primogenitura y representación entre los descendientes legítimos varones y hembras de la dinastía de Borbón reinante. Tal había sido casi siempre la antigua costumbre en los diversos reinos de España. En León y Castilla autorizola la ley de partida; y antes nunca había padecido semejante práctica alteración alguna, empuñando por eso ambos cetros Fernando I, y luego Fernando III el Santo: tampoco en Navarra, en donde se contaron multiplicados casos de reinas propietarias, y a la misma costumbre se debió la unión de Aragón y Cataluña en tiempo de Doña Petronila, hijap. 375 de Don Ramiro el Monje. Bien es verdad que allí hubo algunas variaciones, especialmente en los reinados de Don Jaime el Conquistador y de Don Pedro IV, el Ceremonioso, no ciñendo en su consecuencia la corona las hijas de Don Juan el I, sucesor de este; la cual pasó a las sienes de Don Martín, su hermano. Pero recobró fuerza en tiempo de los reyes católicos, ya al reconocer por heredero al malogrado Don Miguel, su nieto, príncipe destinado a colocarse en los solios de toda la península, incluso Portugal, ya al suceder en los de España Doña Juana la Loca y su hijo Don Carlos. Por la misma regla ocupó también el trono Felipe V de Borbón, quien sin necesidad trató de alterar la antigua ley y costumbre, y las disposiciones de los reyes D. Fernando y Doña Isabel, y de introducir la ley sálica de Francia. Hízolo así hasta cierto punto, pero bastante a las calladas y con mucha informalidad y oposición, según refiere el marqués de San Felipe. En las cortes de 1789 ventilose también el negocio, y se revocó la anterior decisión, mas muy en secreto. Las cortes, poniendo ahora en vigor la primitiva ley y costumbre, en nada chocaban con la opinión nacional, y así fue que en el seno de ellas obraron en el asunto de acuerdo los diversos partidos que las componían, mostrando mayor ardor el opuesto a reformas.
Esto, en parte, pendía del ansia por colocar al frente de la regencia y aproximar a los escalones del trono a la infanta Doña María Carlota Joaquina, casada con Don Juan, príncipe heredero de Portugal, e hija mayor de los reyes Don Carlosp. 376 IV y Doña María Luisa, en quien debía recaer la corona a falta de sus hermanos, ausentes ahora, cautivos y sin esperanza de volver a pisar el territorio español. Había en ello también el aliciente de que se reuniera bajo una misma familia la península entera; blanco en que siempre pondrán los ojos todos los buenos patricios. Tenía el partido antirreformador empeño tan grande en llamar a aquella señora a suceder en el reino, que, para facilitar su advenimiento, promovió y consiguió que por decreto particular se alejase de la sucesión a la corona al hermano menor de Fernando VII, el infante Don Francisco de Paula y a sus descendientes; siendo así que este, por su corta edad, no había tenido parte en los escándalos y flaquezas de Bayona, y que tampoco consentían las leyes ni la política, y menos autorizaban justificados hechos tocar a la legitimidad del mencionado infante. En el propio decreto eran igualmente excluidas de la sucesión la infanta Doña María Luisa, reina viuda de Etruria, y la archiduquesa de Austria del mismo nombre, junto con la descendencia de ambas; la última señora por su enlace con Napoleón, y la primera por su imprudente y poco mesurada conducta en los acontecimientos de Aranjuez y Madrid de 1808. En el decreto sin embargo nada se especificaba, alegando solo para la exclusiva de todos «ser su sucesión incompatible con el bien y seguridad del estado.» Palabras vagas, que hubiera valido más suprimir, ya que no se querían publicar las verdaderas razones en que se fundaba aquella determinación.
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Las cortes retuvieron para sí en las minoridades el nombramiento de regencia. Conformábanse en esto con usos y decisiones antiguas. Y en cuanto a la dotación de la familia real, se acordó que las cortes la señalarían al principio de cada reinado. Muy celosas anduvieron a veces las antiguas en esta parte, usando en ocasiones hasta de términos impropios aunque significativos, (* Ap. n. 18-8.) como aconteció en las cortes celebradas en Valladolid el año 1518,[*] en las que se dijo a Carlos V «que el rey era mercenario de sus vasallos.»
Instrumentos los ministros o secretarios del despacho de la autoridad del rey, jefe visible del estado, son realmente en los gobiernos representativos la potestad ejecutiva puesta en obra y conveniente acción. Se fijó que hubiese siete: de estado o relaciones exteriores; dos de la gobernación, uno para la península y otro para ultramar; de gracia y justicia; de guerra; de hacienda y de marina. La novedad consistía en los dos ministerios de la gobernación, o sea de lo interior, que tropezó con obstáculos por cuanto ya indicaba que se querían arrancar a los tribunales lo económico y gubernativo en que habían entendido hasta entonces.
Debían los secretarios del despacho ser responsables de sus providencias a las cortes, sin que les sirviese de disculpa haber obrado por mandato del rey. Responsabilidad esta por lo común más bien moral que efectiva; pero oportuno anunciarla y pensar en ella, (* Ap. n. 18-9.) porque, como decía bellamente el ya citado Don Diego de Saavedra:[*] «dejar correr libremente a losp. 378 ministros, es soltar las riendas al gobierno.»
También en este título se creaba un Consejo de estado. Bajo el mismo nombre hallábase establecido otro en España desde tiempos remotos, al que dio Carlos V particulares y determinadas atribuciones. Elevaba ahora la comisión el suyo, dándole aire de segunda cámara. Debían componerle cuarenta individuos: de ellos cuatro grandes de España, y cuatro eclesiásticos; dos, obispos. Inamovibles todos, los nombraba el rey, tomándolos de una lista triple presentada por las cortes. Eran sus más principales facultades aconsejar al monarca en los asuntos arduos, especialmente para dar o negar la sanción de las leyes, y para declarar la guerra o hacer tratados; perteneciéndole asimismo la propuesta por ternas para la presentación de todos los beneficios eclesiásticos y para la provisión de las plazas de judicatura. Prerrogativa de que habían gozado las antiguas cámaras de Castilla y de Indias; porción, como se sabe, integrante y suprema de aquellos dos Consejos. Aplaudieron hasta los más enemigos de novedades la formación de este cuerpo, a pesar de que con él se ponían trabas mal entendidas a la potestad ejecutiva, y menguaban sus facultades. Pero agradábales porque renacía la antigua práctica de proponer ternas para los destinos y dignidades más importantes.
Comprendía el título 5.º el punto de tribunales, punto bastante bien entendido y desempeñado, y que se dividía en tres esenciales partes: 1.ª, reglas generales; 2.ª, administración de justicia en lo civil; 3.ª, administración de justiciap. 379 en lo criminal. Por de pronto, apartábase de la incumbencia de los tribunales lo gubernativo y económico, en que antes tenían concurso muy principal, y se les dejaba solo la potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales. Prohibíase que ningún español pudiese ser juzgado por comisión alguna especial, y se destruían los muchos y varios fueros privilegiados que antes había, excepto el de los eclesiásticos y el de los militares. No faltaron diputados, como los señores Calatrava y García Herreros, que con mucha fuerza y poderosas razones atacaron tan injusta y perjudicial exención; mas nada por entonces consiguieron.
Centro era de todos los tribunales uno supremo, llamado de Justicia, al que se encargaba el cuidado de decidir las competencias de los tribunales inferiores; juzgar a los secretarios del despacho, a los consejeros de estado y a los demás magistrados en caso de que se les exigiese la responsabilidad por el desempeño de sus funciones públicas; conocer de los asuntos contenciosos pertenecientes al real patronato; de los recursos de fuerza de los tribunales superiores de la corte, y en fin de los recursos de nulidad que se interpusiesen contra las sentencias dadas en última instancia.
Después poníanse en las provincias tribunales que conservaban el nombre antiguo de audiencias, y a las cuales se encomendaban las causas civiles y criminales. En esta parte adoptábase la mejora importante de que todos los asuntos feneciesen en el respectivo territorio; cuando antes tenían que acudir a grandes distanciasp. 380 y a la capital del reino, a costa de muchas demoras y sacrificios. Mal grave en la península, y de incalculables perjuicios en ultramar. En el territorio de las audiencias, cuyos términos se debían fijar al trazarse la nueva división del reino, se formaban partidos, y en cada uno de ellos se establecía un juez de letras con facultades limitadas a lo contencioso. Hubieran algunos querido que en lugar de un solo juez se pusiese un cuerpo colegiado compuesto a lo menos de tres, como medio de asegurar mejor la administración de justicia y de precaver los excesos que solían cometer los jueces letrados y los corregidores; pero la costumbre, y el temor de que se aumentasen los gastos públicos, inclinó a aprobar sin obstáculos el dictamen de la comisión.
Hasta aquí todos estos magistrados, desde los del Tribunal supremo de justicia hasta los más inferiores, eran inamovibles y de nombramiento real a propuesta del Consejo de estado. Venían después en cada pueblo los alcaldes, a los que, según en breve veremos, elegíanlos los vecinos, y a su cargo se dejaban litigios de poca cuantía, ejerciendo el oficio de conciliadores asistidos de dos hombres buenos, en asuntos civiles o de injurias, sin que fuese lícito entablar pleito alguno antes de intentar el medio de la conciliación. Cortáronse al nacer muchas desavenencias mientras se practicó esta ley, y por eso la odiaron y trataron de desacreditar ciertos hombres de garnacha.
En la parte criminal se impedía prender a nadie sin que procediese información sumariap. 381 del hecho por el que el acusado mereciese castigo corporal; y se permitía que en muchos casos, dando fiador, no fuese aquel llevado a la cárcel; a semejanza del habeas corpus de Inglaterra, o del privilegio hasta cierto punto parecido de la antigua manifestación de Aragón. Abolíase la confiscación, se prohibía que se allanasen las casas sino en determinados casos, y adoptábase mayor publicidad en el proceso, con otras disposiciones no menos acertadas que justas. La opinión había dado ya en España pasos tan agigantados acerca de estos puntos que no se suscitó al tratarlos discusión grave.
Mas no pareció oportuno llevar la reforma hasta el extremo de instituir inmediatamente el jurado. Anunciose, sí, por un artículo expreso que las cortes, en lo sucesivo, cuando lo tuviesen por conveniente introducirían la distinción entre los jueces del hecho y del derecho. Solo el Señor Golfín pidió que se concibiese dicho artículo en tono más imperativo.
El título 6.º fijaba el gobierno interior de las provincias y de los pueblos. Se confiaba el de estos a los ayuntamientos, y el de aquellas a las diputaciones, con los jefes políticos y los intendentes. En España, sobre todo en Castilla, había sido muy democrático el gobierno de los pueblos, siendo los vecinos los que nombraban sus ayuntamientos. Fuese alterando este método en el siglo XV, y del todo se vició durante la dinastía austriaca, convirtiéndose por lo general aquellos oficios en una propiedad de familia, y vendiéndolos y enajenándolos con profusión la corona. En tiempo de Carlos III, reinado muyp. 382 favorable al bien de los pueblos, dispúsose en 1766 que estos nombrasen diputados y síndicos, con objeto en particular de evitar la mala administración de los abastos; teniendo voto, entrada y asiento en los ayuntamientos, y dándoles en años posteriores mayor extensión de facultades. Mas no habiéndose arrancado la raíz del mal, trató la constitución de descuajarla; decidiendo que habría en los pueblos para su gobierno interior un ayuntamiento de uno o mas alcaldes, cierto número de regidores, y uno o dos procuradores síndicos, elegidos todos por los vecinos y amovibles por mitad todos los años. Pareció a muchos que faltaba a esta última rueda de la autoridad pública un agente directo de la potestad ejecutiva, porque los ayuntamientos no son representantes de los pueblos, sino meros administradores de sus intereses; y así como es justo por una parte asegurar de este modo el bien y felicidad de las localidades, así también lo es por la otra poner un freno a sus desmanes y peculiares preocupaciones con la presencia de un alcalde u otro empleado escogido por el gobierno supremo y central.
No quedaba a dicha semejante hueco en el gobierno de las provincias. Había en ellas un jefe superior, llamado jefe político, de provisión real, a quien estaba encargado todo lo gubernativo, y un intendente que dirigía la hacienda. Presidía el primero la diputación compuesta de siete individuos nombrados por los electores de partido, y que se renovaban cuatro una vez, y tres otra cada dos años. Tenía este cuerpo latamente y en toda la provincia lasp. 383 mismas facultades que los ayuntamientos en sus respectivos distritos, ensanchando su círculo hasta en la política general y mas allá de lo que ordena una buena administración. Las sesiones de cada diputación se limitaban al término de noventa días para estorbar se erigiesen dichas corporaciones en pequeños congresos, y se ladeasen al federalismo: grave perjuicio, irreparable ruina, por lo que hubiera convenido restringirlas aún más. Podía el rey, siempre que se excediesen, suspenderlas, dando cuenta a las cortes.
Se formaron estas diputaciones a ejemplo de las de Navarra, Vizcaya y Asturias, las cuales, si bien con facultades a veces muy mermadas, conservaban todavía bastante manejo en su gobierno interior, especialmente las dos primeras. Todas las otras provincias del reino habían perdido sus fueros y franquezas desde el advenimiento al trono de las casas de Austria y de Borbón: por lo que incurren en gravísimo error los extranjeros cuando se figuran que eran árbitras aquellas de dirigir y administrar sus negocios interiores; siendo así que en ninguna parte estaba el poder tan reconcentrado como en España, en donde no era lícito desde el último rincón de Cataluña o Galicia hasta el mas apartado de Sevilla o Granada, construir una fuente, ni establecer siquiera una escuela de primeras letras sin el beneplácito del gobierno supremo o del consejo real, en cuyas oficinas se empozaban frecuentemente las demandas, o se eternizaban los expedientes con gran menoscabo de los pueblos y muchos dispendios.
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El 7.º título era el de las contribuciones. Pasó todo él sin discusión alguna. Tan evidente y claro se mostró a los ojos de la mayoría. En su contexto se ordenaba que las cortes eran las que habían de establecer o confirmar las contribuciones directas e indirectas. Preveníase también que fuesen todas ellas repartidas con proporción a las facultades de los individuos sin excepción ni privilegio alguno. Ratificábase el establecimiento de una tesorería mayor, única y central con subalternos en cada provincia; en cuyas arcas debían entrar todos los caudales que se recaudasen para el erario: modo conveniente de que este no desmedrase. Tomábanse además otras medidas oportunas, sin olvidar la contaduría mayor de cuentas para el examen de las de los caudales públicos: cuerpo bastante bien organizado ya en lo antiguo, y que tenía que mejorarse por una ley especial. Se declaraba el reconocimiento de la deuda pública, y se la consideraba como una de las primeras atenciones de las cortes; recomendándose su progresiva extinción, y el pago de los réditos que se devengasen.
Importante era el título 8.º; pues concernía a la fuerza militar nacional, y abrazaba dos partes. 1.ª Las tropas de continuo servicio, o sea ejército y armada. 2.ª Las milicias. Respecto de aquellas se adoptaba la regla fundamental de que las cortes fijasen anualmente el número de tropas que fuesen necesarias, y el de buques de la marina que hubieran de armarse o conservarse armados; como también el que ningún español podría excusarse del servicio militarp. 385 cuando y en la forma que fuere llamado por la ley. Quitábanse así constitucionalmente los privilegios que eximían a ciertas clases del servicio militar; privilegios destruidos o en parte modificados, por disposiciones anteriores, y abolidos de hecho desde el principio de la actual guerra.
Al cuidado de una ley particular se dejaba el modo de formar y establecer las milicias, base de un buen sistema social, y verdadero apoyo de toda constitución, siempre que las compongan los hombres acomodados y de arraigo de los pueblos. Tan solo se indicaba aquí que su servicio no sería continuo; previniéndose que el rey, si bien podía usar de aquella fuerza dentro de la respectiva provincia, no así sacarla fuera antes de obtener el otorgamiento de las cortes. Hubo quien quería se determinase desde luego que los oficiales de las milicias fueran nombrados y ascendidos por los mismos cuerpos, confirmando la elección las diputaciones o las mismas cortes; pues opinaba quizá algo teóricamente que siendo dicha fuerza valladar contra las usurpaciones de la potestad ejecutiva, debían mantenerse sus individuos independientes de aquel influjo. Nada se resolvió en la materia dejándose la decisión de los diversos puntos para cuando se formase la ley enunciada.
Había también un título especial sobre la instrucción pública que era el 9.º Instituía este escuelas de primeras letras en todos los pueblos de la monarquía, y ordenaba se hiciese un nuevo arreglo de universidades, coronando la obrap. 386 con el establecimiento de una dirección general de estudios, compuesta de personas de conocida instrucción, a cuyo cargo se dejaba, bajo la inspección del gobierno, celar y dirigir la enseñanza pública de toda la monarquía. Todo se necesitaba para introducir y extender el buen gusto y el estudio de las útiles y verdaderas ciencias, por cuya propagación tanto, y casi siempre en vano, clamaron y escribieron los Campomanes, los Jovellanos, y muchos otros ilustres y doctos varones. Se elevaba en este título a ley constitucional la libertad de la imprenta, declarando que los españoles podían escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas, sin necesidad de licencia, revisión o aprobación anterior a la publicación; propio lugar este de renovar y estampar de un modo indeleble ley tan importante y sagrada; pues ella bien concebida, y enfrenado el abuso con competentes penas, es el fanal de la instrucción, sin cuya luz navegaríase por un piélago de tinieblas, incompatible con las libertades constitucionales.
El décimo y último título hablaba de la observancia de la ley fundamental y del modo de proceder en sus mudanzas o alteraciones. Las cortes al instalarse debían ejercer una especie de censura, y examinar las infracciones de constitución que hubieran podido hacerse durante su ausencia. Se declaraba también con el propio motivo el derecho de petición de que gozaba todo español. No se presentaron óbices ni reparos especiales a esta parte del título. Por el contrario a la en que se trataba del modo dep. 387 hacer modificaciones en la constitución. Decíase en el proyecto que aquellas no podrían ni siquiera proponerse hasta pasados ocho años después de planteada la ley en todas sus partes, y aun entonces se requerían expresos poderes de las provincias; precediendo además otros trámites y formalidades. Contradecían esta determinación los desafectos a las nuevas reformas, y algunos de sus partidarios los mas ardientes; sobre todo los americanos. Los primeros, porque querían que se deshiciese en breve la obra reciente; los otros, por desearla aún mas liberal, y los últimos con la esperanza de que acudiendo mayor número de los suyos a las próximas cortes ordinarias, podrían legalmente, ya que no decretar la separación de las provincias de ultramar, ir por lo menos preparando cada vez más la independencia de ellas.
Consecuencia era inmediata de todo el artificio de la constitución poner particulares trabas a su fácil reforma. Porque no habiendo sino una cámara, y no correspondiendo al rey mas veto que el suspensivo, claro era que siempre que se hubiese autorizado a las cortes ordinarias para alterar las leyes fundamentales, lo mismo que lo estaban para las otras, de su arbitrio pendía destruir legalmente el gobierno monárquico, o hacer en él alteraciones sustanciales. Verdad es que en Inglaterra no se conoce diferencia entre la formación de las leyes constitucionales y las que no lo son; pero esto procede de que allí no pasa acta alguna del parlamento sin la concurrencia de las dos cámaras y el asenso del rey, cuyo veto absoluto esp. 388 salvaguardia contra las innovaciones que tirasen a alterar la esencia de la monarquía. Esforzaron los argumentos en favor del dictamen los señores Argüelles, Oliveros, Muñoz Torrero y otros; quedando al fin aprobado.
Termináronse aquí los mas importantes debates de esta constitución, que se llamó del año doce porque en él se promulgó, circuló y empezó a plantear. Constitución que fue en la España moderna el primer esbozo de la libertad, y que graduándola unos de sobreexcelente, la han deprimido otros, y aun menospreciado con demasiada pasión.
Hemos tocado algunas de sus faltas en el curso de la anterior narración y examen; advirtiendo que pecaba principalmente en la forma y composición de la potestad legislativa, como también en lo que tenía de especulativa y minuciosa. Aparecía igualmente a primera vista gran desvarío haber adoptado para los países remotos de ultramar las mismas reglas y constitución que para la península; pero desde el punto que la junta central había declarado ser iguales en derechos los habitantes de ambos hemisferios, y que diputados americanos se sentaron en las cortes, o no habían de aprobarse reformas para Europa, o menester era extenderlas a aquellos países. Sobrados indicios y pruebas de desunión había ya para que las cortes añadiesen pábulo al fuego; y en donde no existían medios coactivos de reprimir ocultas o manifiestas rebeliones, necesario se hacía atraer los ánimos, de manera que ya que no se impidiese la independencia en lo venidero, se alejasep. 389 por lo menos el instante de un rompimiento hostil y total.
En lo demás, la constitución, pregonando un gobierno representativo y asegurando la libertad civil y la de la imprenta, con muchas mejoras en la potestad judicial y en el gobierno de los pueblos, daba un gran paso hacia el bien y prosperidad de la nación y de sus individuos. El tiempo y las luces cada día en aumento hubieran acabado por perfeccionar la obra todavía muy incompleta.
Y en verdad, ¿cómo podría esperarse que los españoles hubieran de un golpe formado una constitución exenta de errores, y sin tocar en escollos que no evitaron en sus revoluciones Inglaterra y Francia? Cuando se pasa del despotismo a la libertad, sobreviene las más veces un rebosamiento y crecida de ideas teóricas que solo mengua con la experiencia y los desengaños. Fortuna si no se derrama y rompe aún más allá, acompañando a la mudanza atropellamientos y persecuciones. Las cortes de España se mantuvieron inocentes y puras de excesos y malos hechos. ¡Ojalá pudiera ostentar lo mismo el gobierno absoluto que acudió en pos de ellas y las destruyó!
No ha faltado quien piense que si hubieran las cortes admitido dos cámaras y dado mayores ensanches a la potestad real, se hubiera conservado su obra estable y firme. Dudámoslo. El equilibrio más bien entendido de una constitución nueva cede a los empujes de la ignorancia, y de alborotadas y antiguas pasiones. Los enemigos de la libertad tanto más la temen, lap. 390 aborrecen y la acosan, cuanto más bella y ataviada se presenta. Camino sembrado de abrojos es siempre el suyo. Emprendímosle entonces en España; más para llegar a su término, aguantar debíamos caídas y muchos destrozos.
Puso grima a los contrarios de las cortes fuera de su seno el partido que estas ganaron, y los elogios que merecieron ya en el mero hecho de presentarse a sus deliberaciones el proyecto de la constitución. Despechados manifestaron más a las claras su enemistad, y a punto de comprometerse ciertas personas conspicuas y cuerpos notables en el estado.
Dio la señal desde un principio un escrito publicado en Alicante, en el mes de septiembre de 1811, y qué llevaba por título «Manifiesto que presenta a la nación el consejero de estado Don Miguel de Lardizábal y Uribe, uno de los cinco que compusieron el supremo consejo de regencia de España e Indias, sobre su política en la noche del 24 de septiembre de 1810.» Comenzó en octubre a circular el papel en Cádiz, y como salía de la pluma no de un escritor desconocido y cualquiera, sino de un hombre elevado en dignidad y de un exregente, metió gran ruido y causó impresión muy señalada, mayormente cuando no se trataba solo en él de opiniones que tuviera el autor, mas también de los pensamientos e intenciones aviesas que al instalarse las cortes había abrigado la regencia de que Lardizábal era individuo.
Excitados los diputados por el clamor público, llamaron algunos, en 14 de octubre, acerca del asunto la atención del congreso; siendop. 391 el primero Don Agustín de Argüelles, apoyado por el conde de Toreno. Presentó el impreso el señor García Herreros, que se mandó leer inmediatamente. Era su contenido un ataque violento contra las cortes, dirigido «a persuadir la ilegitimidad de estas; y asentando que si el consejo de regencia las reconoció y juró en la noche del 24 de septiembre, fue obligado de las circunstancias, por hallarse el pueblo y el ejército decididos en favor de las cortes.» El señor Argüelles, calificando este impreso de libelo, dijo que contenía dos partes. «La primera [añadió] abraza las opiniones de un español, que, como ciudadano y estando en el goce de sus derechos, ha podido y ha debido manifestarlas, y está bien que diga lo que quiera, y sostenga su opinión hasta cierto punto. Pero a otra parte no es opinión, son hechos que atacan a las cortes, a la nación y a la causa pública... ¿Qué quiere decir que si el consejo antiguo de regencia hubiera podido disponer del pueblo o de la fuerza en la noche del 24 de septiembre, la cosa no hubiera pasado así?... Si ese autor se reconoce tan impertérrito, ¿por qué no tuvo valor... en Bayona?» [Había el Don Miguel de Lardizábal sido individuo de la junta que allí reunió Napoleón en 1808]. «La grandeza de los hombres [concluía el señor Argüelles] se descubre en las grandes ocasiones. En los peligros está la heroicidad.» Fue de la misma opinión el señor Mejía, y propuso que pasase el papel a la junta de censura de la libertad de la imprenta. Arrojose más allá el conde de Toreno, pidiendo con vehemenciap. 392 que se tomasen providencias severas y ejecutivas. Al cabo, y después de largos y vivos debates, se resolvió, según propuesta del señor Morales Gallego, ampliada y modificada por otros diputados, que «se arrestase y condujese a Cádiz desde Alicante, donde residía, a Don Miguel de Lardizábal, siempre que fuese autor del referido manifiesto, como también que se recogiesen los ejemplares de este y se ocupasen los demás papeles de dicho Lardizábal; todo bajo la más estricta responsabilidad del secretario del despacho a quien correspondiese.»
Al día siguiente continuose tratando del mismo asunto, y Don Antonio de Escaño, compañero de regencia con Lardizábal, hizo una exposición desmintiendo cuanto había publicado el último acerca de las ideas e intenciones de aquel cuerpo. Igual o parecido paso dieron más adelante los señores Saavedra y Castaños. La discusión, pues, siguió el 15 muy animada, porque sonrugíase que el consejo de Castilla obraba de acuerdo con Lardizábal, y que en secreto había extendido recientemente una consulta comprensiva de varios particulares relativos a lo mismo, y contra la autoridad de las cortes. También paró la consideración de estas una protesta remitida por el obispo de Orense, de que hablaba Lardizábal en su manifiesto; e impelido el señor Calatrava de ambos motivos, pidió: 1.º «Que se nombrase una comisión de dos diputados para que inmediatamente pasase al consejo real y recogiese dichas protesta y consulta. 2.º Que otra comisión de igual númerop. 393 pasase a recoger la exposición o protesta del mismo reverendo obispo, que se decía archivada en la secretaría de gracia y justicia. 3.º Que se nombrase una comisión de cinco diputados que juzgase al autor del manifiesto, y entendiese en la causa que debía formarse desde luego para descubrir todas sus ramificaciones...» Aprobáronse las dos primeras propuestas, y se nombraron para desempeñar la comisión del consejo al mismo señor Calatrava y al señor Giraldo, y para la de la secretaría de gracia y justicia a los señores García Herreros y Zumalacárregui. Se opuso el señor del Monte a la tercera proposición, y se desechó que fuesen diputados los que juzgasen a Don Miguel de Lardizábal, aprobándose en su lugar «que una comisión del congreso propusiese en el día siguiente doce sujetos que actualmente no ejerciesen la magistratura, para que entre ellos eligiesen las cortes cinco jueces y un fiscal que juzgasen al autor del manifiesto y entendiesen en la causa que debía formarse desde luego para descubrir todas sus ramificaciones, procediendo breve y sumariamente con amplias facultades, y con la actividad que exigía la gravedad del asunto.»
Tal vez parecerá que hubo demasía en injerirse las cortes directamente en este asunto, y en nombrar un tribunal especial, separándose de los trámites regulares y ordinarios. Pero el acontecimiento en sí era grave; tratábase de personas de categoría, de las que constantemente se habían opuesto a las reformas y actuales mudanzas, y de un cuerpo como el consejo,p. 394 enemigo por lo común de cuanto le hiciese sombra y no se acomodase a sus prerrogativas y extraordinarias pretensiones. Además, íbase a juzgar a Lardizábal como a regente, y a los consejeros, si había lugar a ello, como a magistrados. Era caso de responsabilidad; las leyes antiguas estaban silenciosas en la materia, o confusas y poco terminantes, y la constitución no se había acabado de discutir. Necesario, pues, era llenar por ahora el vacío. En Inglaterra acusa la cámara de los comunes en causas iguales o parecidas; juzga la de los lores; y en ofensas particulares y que les son propias, ellas mismas, cada una en su sala, examinan y absuelven o condenan. Y, ¡qué diferencia!, allí existe una constitución antigua bien afianzada, árbol revejecido y de siglos que contrasta a violentos huracanes; mas aquí todo era tierno y nuevo, y cañaveral que se doblaba aun con los vientos más suaves.
En la misma sesión del 15 dieron cuenta los diputados de las comisiones nombradas de haber cumplido con su encargo. Los que fueron a la secretaría de gracia y justicia encontraron la exposición del obispo de Orense, altanera en verdad y ofensiva; pero que no era otra sino la que presentó aquel prelado a las cortes en 3 de octubre de 1810, de la cual hicimos mención en el libro 13. Los que se encaminaron al consejo no descubrieron la consulta de que se trataba, y solo sí tres votos contra ella de los señores que habían disentido, y eran Don José Navarro y Vidal, Don Pascual Quílez y Talón y Don Justo Ibar Navarro. Estaba encargadop. 395 de extender la consulta el conde del Pinar, quien dijo haberla destruido de enojo, porque cuando la presentó al consejo le habían puesto reparos algunos de sus compañeros hasta en las más mínimas expresiones. Irritó la disculpa, y pocos dieron a ella asenso, creyendo los más que dicho documento se había inutilizado ahora y después del suceso. Con su desaparecimiento y lo que resultaba de los votos de los tres consejeros que discordaron, encrespose el asunto y se agravó la suerte de los de la consulta, habiéndose aprobado dos proposiciones del conde de Toreno concebidas en estos términos: «1.ª Que se suspendiesen los individuos del consejo real que habían acordado la consulta de que hacían mérito los votos particulares de los ministros Ibar Navarro, Quílez Talón y Navarro Vidal; remitiendo estos votos y todos los papeles y documentos que tuviesen relación con este asunto al tribunal que iba a nombrar el congreso para la causa de Don Miguel de Lardizábal. 2.ª Que, mientras tanto, entendiesen en los negocios propios de las atribuciones del consejo los tres individuos que se habían opuesto a la consulta, y los ausentes que hubiesen venido después y se hallasen en el ejercicio de sus funciones.»
Golpe fue este que chocó a los enemigos de las reformas, viendo caído a un cuerpo gran sustentáculo a veces de preocupaciones y malos usos. En todos tiempos, a pesar de la censura que tapaba los labios, han clamado los españoles, siempre que han podido, contra las excesivas facultades de los togados yp. 396 sus usurpaciones. «Amigos [decía de ellos [*] (* Ap. n. 18-10.) Don Diego Hurtado de Mendoza] de traer por todo, como superiores, su autoridad.» Y después, más cercano a nuestros días, [en los de Felipe V] Fr. Benito de la Soledad,[*] (* Ap. n. 18-11.) que ya tuvimos ocasión de citar, afirmaba que... «todos los daños de la monarquía española habían nacido de los togados... Ellos [continúa dicho escritor] han malbaratado los millones y nuevos impuestos... Ellos han quitado la autoridad a todos los reinos de la monarquía, y desvanecídoles las cortes...» Y más adelante; «los togados deben limitarse a mantener y ejercitar la justicia sin embarazarse en tales dependencias... Sala de gobierno [añade] en los togados es buena para que nunca le haya con utilidad ni decencia; pues esto pertenece a estadistas...» Omitimos otras expresiones harto duras, y quizá algo apasionadas. Por lo demás, admira que en principios del siglo XVIII se tuviesen ideas tan claras sobre varios de los males administrativos que agobiaban a España, y sobre la necesidad de separar la parte gubernativa de la judicial. Ahora el descrédito del consejo y la oposición a sus providencias se habían aumentado con la conducta equívoca e incierta que había seguido aquel cuerpo al momento de levantarse las provincias del reino, y su conato en atacar a estas y contrariar casi todas las reformas que emanaban de aquella fuente.
No paró aquí negocio tan importante, si bien enfadoso. Imprimíase entonces en Cádiz, en la oficina de Bosch, un papelito intitulado: «Españap. 397 vindicada en sus clases y jerarquías», el cual se presumía tener enlace con lo que en la actualidad se trataba; por lo que en el mismo día 15 extendió una proposición el señor García Herreros, de cuyas resultas se remitieron a las cortes dos ejemplares impresos de dicho escrito con el original. Era esta producción una larga censura de todos los procedimientos del congreso, en la que el autor, aunque a cada paso y en tono suave afirmaba ser hombre sumiso y obediente a las cortes, excitaba contra ellas a los clérigos y a los nobles que decía injuriados por no haberse admitido los estamentos; añadiendo que no podían las mismas entender sino en negocios de guerra y hacienda para rechazar al enemigo. Sonaba y se decía autor del papel Don Gregorio Vicente Gil, oficial de la secretaría del consejo y cámara; pero asegurábase, y luego se probó, que el verdadero autor era Don José Colón, decano del consejo real. Por eso, mirando el asunto como conexo con el de esta corporación y con el de Lardizábal, se pasó el 21 del propio octubre un ejemplar impreso con el original manuscrito al tribunal especial que iba a entender en las otras dos causas.
Había sido aquel nombrado el 17, escogiendo las cortes de entre los 12 sujetos propuestos por la comisión, cinco jueces y un fiscal. Fueron los primeros Don Toribio Sánchez Monasterio, Don Juan Pedro Morales, Don Pascual Bolaños de Novoa, Don Antonio Vizmanos y Don Juan Nicolás Undabeitia, y el último Don Manuel María Arce. Prestaron todos juramento ante las cortes, y considerose dicho tribunalp. 398 como supremo dispensándole el tratamiento de alteza.
Tuvo el negocio incidentes muy desagradables, siendo el campo de lides del partido reformador y del antirreformador. Dio lugar a varias discusiones una representación del mencionado decano del consejo Don José Colón, en la que «sometiéndose como individuo a comparecer ante el tribunal especial, pedía como persona pública la venia más atenta, para que el juicio y cuanto se obrase en él, fuese y se entendiese con la reserva de exponer [por sí, si vivía, o por el que le sucediese] a las cortes presentes y futuras cuanto conviniese a su alto cargo y a su tribunal.» Algunos diputados miraron dicha exposición como ambigua y como una protesta anticipada de las reformas judiciales de la constitución. Pidiéronse al Don José explicaciones acerca del sentido; diolas, y no satisfaciendo con ellas, dijo el señor García Herreros: «Todo individuo de la sociedad tiene derecho para representar al soberano cuanto le parezca. En sustancia esa venia que Don José Colón pide ¿no es para representar lo que le convenga, ya sea antes o después de la sentencia? Pues, ¿a quién ha negado la ley ni las cortes el que acuda a hacer presente lo que juzgue útil y preciso a su derecho?... Así que [concluyó manifestando el señor García Herreros] yo no comprendo a que es pedir esa venia, y me parece inútil concederla. Mi dictamen pues es que se diga que use de su derecho y nada más.» A esto respondió el señor Gutiérrez de la Huerta: «que, según el derechop. 399 español, era necesario para instaurar un recurso extraordinario al soberano, pedir antes la venia, y que siendo extraordinario el tribunal creado, podían ocurrir casos en que los acusados tuviesen que usar de este medio, por lo que justamente el decano del consejo pedía dicho permiso para ocurrir a las cortes siempre que él o sus compañeros se sintiesen agraviados.» Práctica forense esta no aplicable al caso, ni tampoco muy usada y clara; por lo que con razón expresó Don Juan Nicasio Gallego «que no era fácil desenmarañarla, sobre todo cuando los señores jurisperitos que, además del estudio, tenían la práctica del foro y estrados, hablaban con tanta variedad en el negocio.»
Fuese este enredando cada vez más y, enardeciéndose las pasiones, se llegó al extremo de que las galerías, hasta entonces tranquilas, y que escuchaban con respetuoso silencio las demás discusiones, tomaron parte y se excedieron.
Creció el desasosiego el 26 de octubre, en cuyo día continuó el debate, dando ocasión a ello un discurso pronunciado por Don José Pablo Valiente. Tenía el pueblo de Cádiz contra este diputado antigua ojeriza, que había empezado ya en 1800, por atribuírsele la introducción allí de la fiebre amarilla volviendo de ser intendente de la Habana. La acusación era infundada; y en todo caso, culpa hubiera sido más bien que suya de las autoridades de la ciudad. Odiábanle también porque patrocinaba el comercio libre con América, a causa de sus relaciones y amistades en la isla de Cuba; puesp. 400 aquel diputado, enemigo constante de las reformas, sostenía esta con fuerza, al paso que los vecinos de Cádiz, muy adictos a todas las otras, era la sola a que se oponían como interesados en el comercio exclusivo. Tanto influjo tienen en nuestras determinaciones las miras privadas. Valiente, además, asistía poco a las cortes, y sabíase que era el único individuo de la comisión de constitución que había rehusado firmar el proyecto. Motivos todos que aumentaban la aversión hacia su persona, y por lo que debiera haber procedido con mucha mesura. Mas no fue así; y acudiendo inopinadamente a las cortes, púsose luego a hablar, usando de expresiones tales que presumieron los más ser su intento excitar al desorden, y convertir por este medio, según prevenía el reglamento, la sesión pública en secreta. Confirmose la sospecha cuando se vio que Valiente al primer leve murmullo de las galerías reclamó el cumplimiento de aquel artículo reglamentario; con lo cual indispuso aún más los ánimos, y a poco los irritó del todo añadiendo que entre los circunstantes había intriga; y también, según oyeron algunos, gente pagada. Palabras que apenas las pronunció, causaron bulla y desorden en términos que el presidente alzó la sesión pública a pesar de vivas reclamaciones del señor Golfín y conde de Toreno.
Permanecieron sin embargo los espectadores en las galerías, y aunque después las evacuaron, mantuviéronse en la calle y puertas del edificio. Cundió en breve el tumulto a toda la ciudad, y se embraveció al divulgarse quep. 401 era Valiente la causa primera de aquel disgusto. De resultas cesaron las cortes en la deliberación pública y secreta del asunto pendiente, y solo pensaron en tomar precauciones que preservasen de todo mal la persona del diputado amenazado. A este fin vino a la barandilla el gobernador de la plaza Don Juan María Villavicencio, quien respondió de la seguridad individual del Don José Pablo; mas, atemorizado este, no quiso volver a su casa y pidió que se le llevase al navío de guerra Asia fondeado en bahía. Hubo de condescenderse con sus deseos, y puesto a bordo, mantúvose allí y después en Tánger muchos meses por voluntad propia, pues era medroso y de condición indolente; aunque, según más adelante veremos, no permaneció en su retiro desocupado, procurando sostener y fomentar sus conocidas máximas y principios. Por lo demás, el lance ocurrido, doloroso y de perjudicial ejemplo, si bien fue provocado por la indiscreción y temeridad de Valiente, dio armas a los que después quisieron quejarse de falta de libertad.
Pero de pronto amilanáronse los enemigos de las reformas, y Don José Colón mismo desistió de sus peticiones, las que sin embargo pasaron al tribunal especial. Siguieron en este todos sus trámites las causas encomendadas a su examen y resolución. Lardizábal llegó de Alicante al principiar noviembre y, arrestado en Cádiz en el cuartel de San Fernando, hizo a las cortes varias representaciones procurando sincerar su conducta y escritos. Duraron meses estos negocios. El de la España vindicada empantanosep. 402 con una calificación que en su favor dio la junta suprema de censura, en oposición a otra de la de provincia, excediéndose aquella de sus facultades. A los consejeros procesados, 14 en número, absolviolos de toda culpa en 29 de mayo de 1812 el tribunal especial. Menos dichoso el señor Lardizábal, pidió contra él el fiscal la pena de muerte, y el tribunal, si bien no se conformó con dicho parecer, condenó al acusado en 14 de agosto del propio año «a que saliese expulso de todos los pueblos y dominios de España en el continente, islas adyacentes y provincias de ultramar, y al pago de las costas del proceso, mandando que los ejemplares del manifiesto se quemasen públicamente por mano del verdugo.» Apeló Lardizábal del fallo al tribunal supremo de justicia, ya entonces establecido; el que en sala 2.ª revocó y anuló la anterior sentencia, que confirmó después en todas sus partes la sala 1.ª en virtud de apelación que hizo el fiscal del tribunal especial. Finalizaron así tan ruidosos asuntos, en los que si hubo calor y quizá algún desvío de autoridad, dejáronse por lo menos a los acusados todos los medios de defensa; formando en esto contraste con los inauditos atropellamientos que ocurrieron después al restaurarse el gobierno absoluto.
Volviendo poco a poco del asombro el partido antiliberal, causó a su contrario nuevas turbaciones, naciendo la primera de querer poner al frente de la regencia a una persona real. Hemos visto en el curso de esta historia los príncipes que en diversas ocasiones reclamaronp. 403 sus derechos a la corona de España, o solicitaron tomar parte en los actuales acontecimientos. No disminuyeron después los pretendientes a pesar de la situación mísera y atribulada de la península, teniendo abogados hasta la antigua casa de Saboya, cuyo príncipe reinante moraba en la isla de Cerdeña, viviendo en mucho retiro, y habiéndole casi olvidado el mundo. Mas sobre todos reunía poderoso número de parciales la infanta Doña María Carlota, de la que poco hace hablamos. Queríanla los antirreformadores como apoyo de sus pensamientos. Queríanla los antiguos palaciegos y participaban también del mismo deseo muchos liberales ansiosos de incorporar el reino de Portugal a España. Pero de los últimos, los más eran opuestos a la medida; pues aunque partidarios como los otros de la unión de la península, no estimaban prudente por un bien lejano e incierto aventurar ahora el inmediato y más seguro de las libertades públicas, persuadidos de que el bando contrario a ellas adquiriría notable fuerza con la ayuda y prestigio de una persona real. Sostenía la idea Don Pedro de Sousa, ahora marqués de Palmela, ministro entonces del reino de Portugal y de la corte del Brasil en Cádiz, hombre diestro y muy solícito en el asunto, si bien le oponía resistencia su compañero el ministro británico Sir Henry Wellesley.
Tampoco se descuidó la infanta procurando por sí misma lisonjear a las cortes, y hacer bajo de mano ofrecimientos muy halagüeños. Con todo, a veces no anduvo atinada; y entre otros casos, acordámonos de uno en que por lo menosp. 404 probó imprudencia extraña y suma. Había por este tiempo entre España y la corte del Brasil motivos de desavenencia y quejas que nacían de antiguas usurpaciones de aquel gobierno en la orilla oriental del río de la Plata, y también de reciente y desleal conducta en Montevideo. La infanta, para desvanecer ciertas dudas que había sobre la parte que S. A. había tomado en el último procedimiento, escribió una carta a las cortes como para satisfacerlas y desahogar con ellas su pecho, informándolas acerca de aquel punto y de otros; y terminaba por rogar que no se descubriese a su esposo aquella correspondencia. Singular confianza y encargo, como si pudiera guardarse sigilo en una corporación compuesta de 200 individuos, de dictámenes y condiciones diversas. Diose cuenta del asunto en secreto, y sobre él resolvieron las cortes se hiciese saber a la infanta que en materias tales tuviese a bien S. A. dirigirse a la regencia, a cuyas facultades correspondía el despacho. Más adelante repitió sin embargo sus cartas la misma princesa, aunque alguna de ellas, según veremos, con motivo plausible.
En tanto, los manejos ocultos para colocar a dicha señora al frente
del gobierno de España tomaron mayor incremento; y el diputado Laguna,
de poco nombre e influjo, testa de ferro en este lance, hizo el 8 de
diciembre de este año de 1811 entre otras proposiciones la de que
Del señor
Laguna. «se eligiese nueva
regencia compuesta de cinco personas, de las que una fuese la persona
real a quien tocase.» Resultaba claro que esta, aunque no se nombraba,
era la infantap. 405 Doña
María Carlota; pues destruida la ley sálica, y ausentes y cautivos sus
hermanos, a ella pertenecía por su inmediación a la corona presidir
en aquel caso la regencia. Se desecha.
La proposición, a pesar de lo mucho que se había maquinado, no fue ni
siquiera admitida a discusión.
Pocos días después promovió en secreto la misma cuestión Don Alonso Vera y Pantoja, pero habiéndose decidido que no era asunto que debiera tratarse a las calladas, renovola dicho diputado en la sesión pública del 29 del propio diciembre. Era Don Alonso diputado por la ciudad de Mérida, anciano, buen caballero, pero pazguato, y más para poco que el ya mencionado Laguna. Presentó pues aquel una exposición poco medida en sus términos, de agria censura contra las cortes, y que por ahí descubría ser no solo de ajena mano, mas también de forastera y no amiga de aquella corporación. Concluía el escrito con varias proposiciones, de las cuales las más esenciales eran:
«1.ª Que se nombrase una regencia, y presidente de ella a una persona real, concediéndole el ejercicio pleno de las facultades asignadas al rey en la constitución. 2.ª Que en el término perentorio de un mes después de elegir dicha regencia, se finalizasen las discusiones de la constitución, y se disolviesen las cortes. 3.ª Que no se convocasen otras nuevas hasta el año 1813.»
Conjura poco disfrazada y demasiadamente grosera. El señor Calatrava, pidiendo que conforme al reglamento explayase el autor sus proposiciones, puso al D. Alonso en grande aprieto estando este ya muy confuso, y próximo a nombrar la personap. 406 que se las había apuntado. Pero después, tomando el mismo señor Calatrava tono más grave, dijo:
«Una porción de protervos se valen de hombres buenos, como lo es el señor Vera, que acaso no tendrá las luces necesarias. Es ya tiempo de quitarles la máscara. Hombres malvados se valen de estos instrumentos para desacreditar a las cortes y encender la tea de la discordia entre nosotros... ¿Qué ha hecho el autor de las proposiciones en los 15 meses que están instaladas las cortes? ¿Qué proposiciones ha hecho para ayudar a estas? ¿Qué planes ha presentado para salvar la patria? Regístrense las actas, bájense los expedientes de la secretaría. Allí se verá lo que cada uno ha hecho. ¿Qué ha dicho y hecho el señor Vera para acusar a las cortes ahora? Dice que estas se han ocupado en expedientes particulares: pregunto ¿quién los ha promovido más?... ¿De qué se trata en ese papel? De culpar a las cortes como la causa de los defectos del gobierno. ¿Y esto lo dice un diputado?... ¿A qué se dirigen estas proposiciones? A desacreditar a las cortes y al gobierno. Esto no puede tener origen sino en personas descontentas por las reformas que se han intentado.»
Siguió la discusión, y el señor Argüelles hizo otras proposiciones en sentido inverso a las del diputado Vera, terminándose por aprobar el 1.º de enero tres de las de dicho señor Argüelles: dos de las cuales eran importantes y se dirigían la una a que «en la regencia que ahora se nombrase para gobernar el reino con arreglo a la constitución, no se pusiese ninguna personap. 407 real»; y la otra «a que se eligiese una comisión de las mismas cortes para que propusiera las medidas que conviniese tomar entre tanto que se organizaba el gobierno, a fin de asegurar mejor la decisión de tan importante negocio.» No tuvieron de consiguiente resulta las del señor Vera que de suyo cayeron en el olvido.
Por lo demás urgía nombrar regencia: era en eso unánime la opinión de los diputados. La antigua estaba ya usada y como manca. Lo primero acontecía fácilmente en tiempos desasosegados y de tanto apuro como los que corrían; pendía lo segundo de la ausencia casi continua de Don Joaquín Blake, y de haber ahora este acabado de perderse quedando prisionero en la toma de la ciudad de Valencia.
Pasaron pues las cortes a ocuparse en la elección de la regencia nueva, y se pusieron con este motivo todos los partidos muy sobre aviso. Precedió para ello una lista de candidatos y un examen de condiciones presentadas por la comisión elegida a propuesta del señor Argüelles. Hubo en la materia discusiones secretas, largas y reñidas. Al cabo fueron el 21 de enero nombrados regentes «el teniente general, duque del Infantado; Don Joaquín Mosquera y Figueroa, consejero en el supremo de Indias; el teniente general de la armada Don Juan María Villavicencio; Don Ignacio Rodríguez de Rivas, del consejo de S. M., y el teniente general conde del Abisbal»; entre los cuales debía turnar la presidencia cada seis meses por el orden en que fueron elegidos, que era el que va indicado.
Estos señores, excepto el duque del Infantado,p. 408 ausente en Londres como embajador extraordinario, juraron en las cortes el 22, y el mismo día tomaron posesión de sus plazas. Habían hecho en gran parte la elección los antirreformadores, por habérseles unido, en especial para la del duque del Infantado, los americanos, confiados estos en que así serían mejor sostenidas sus pretensiones y sus candidatos, en lo cual se engañaron. Recibiose mal en Cádiz el nombramiento, vislumbrando ya el público el lado adonde se inclinarían los nuevos regentes.
Los que acababan, ya que no fuesen los más adecuados para aquel puesto, distinguiéronse por su patriotismo y sanas intenciones, y las cortes en atención a ello, nombraron a todos tres, a saber: a los señores Blake, Agar y Císcar del consejo de estado que iba a formarse, sin excluir al primero aunque ya camino de Francia.
Junto a unas cortes de tanto poder como las actuales aminorábase la importancia del gobierno, y no parecía su autoridad tan principal como lo había sido la de los anteriores. Así el examen de su administración no puede ahora detenernos igual tiempo que nos detuvo la de la junta central y 1.ª regencia; habiendo ya hablado de muchos asuntos en que se ocuparon las cortes, y se rozaban con los otros de la potestad ejecutiva. En la parte diplomática los dos más graves que ocurrieron fue el de la mediación inglesa para América, y el comienzo de la alianza con Rusia, de los que ya hicimos mención, y estaban todavía ahora pendientes.
No hubo tratado de subsidios ni algún otro posterior al de 1809 con la Inglaterra, que menguabap. 409 sus socorros directos particularmente en metálico al gobierno supremo, reduciéndose por lo común los que aprontaba a anticipaciones sobre entradas de América o sobre libranzas dadas contra aquellas cajas. Sin embargo las cortes habían dado varias providencias en cuanto a algodones, muy útiles a las manufacturas británicas. Fue la primera en mayo de 1811, por la cual se permitió [*] (* Ap. n. 18-12.) «que los géneros finos de aquella clase a la sazón existentes en las provincias de España, pudieran embarcarse y conducirse a América en el preciso término de seis meses, con la circunstancia de que a su salida de la península satisficiesen los derechos que debían adeudar a su entrada en Ultramar, con la rebaja de un dos por 100 en los expresados derechos.» Luego en noviembre del mismo año se dieron mayores ensanches a la concesión, extendiéndola a los algodones ordinarios, y prorrogándose por más tiempo el término de los seis meses. Véase cuánta no sería la introducción en América de aquella y otras mercadurías al abrigo de tales permisos, y cuántas las ganancias de los súbditos ingleses.
La marina se mantuvo con corta diferencia en el mismo ser y estado que antes, y también los ejércitos, pues si por una parte se aumentaron de estos el 4.º, 5.º y 6.º, empezando a formarse el 7.º, las pérdidas experimentadas por la otra en las plazas de Cataluña, y la última y sensibilísima de Valencia disminuyeron el 1.º, 2.º y 3.º y hasta el mismo 4.º ejército. Recibieron las partidas bastante incremento, y cada vez mejor organización.
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Continuaba siendo varia e incierta la entrada de caudales en las provincias, pero crecieron sus recursos en especie con una providencia que dieron las cortes en 25 de enero de 1811, mandando que para la manutención de los ejércitos y formación de almacenes de víveres, además de los frutos que pertenecían al erario por excusado, noveno y demás ramos, se aplicase la parte de diezmos, aunque con calidad de reintegro, que no fuese necesaria para la subsistencia de los diversos partícipes, habiéndose después prevenido que fuesen las juntas de provincia las que determinasen la cuota de dicha subsistencia. Aquellas corporaciones se habían propagado más y más, formándose hasta en los territorios de Toledo y Ávila, y en otros nuevos de los ocupados. Su orden y gobierno interior había continuado también perfeccionándose con el último reglamento que se dio para las juntas; las cuales permanecieron al frente de las provincias hasta que más adelante se fueron nombrando las diputaciones que creaba la constitución.
En Cádiz subsistía el ramo de hacienda administrado directamente por el gobierno supremo, después que en 31 de octubre de 1810 se rescindió el contrato con la junta de aquella ciudad. Las entradas en los dos restantes y últimos meses del mismo año ascendieron a 56.740.380 reales vellón, en que se comprenden 30.588.672 idem reales conducidos de ultramar por el navío Baluarte: y las de 1811 desde 1.º de enero hasta 31 de diciembre inclusive a 201.678.121 reales vellón: de ellosp. 411 70.975.592 de la misma moneda, procedentes también de América: suma esta y la anterior todavía considerables en medio de las revueltas que agitaban a aquellos países. El ministro británico anticipó en el último año 15.758.200 reales vellón; se le reintegraron luego 10.000.000 en letras a la vista contra las cajas de Lima, que pasó a recoger el capitán inglés Fleming en el navío de guerra El Estandarte. Antes, en diciembre de 1810, igualmente se entregaron al cónsul de la propia nación en Cádiz 6.000.000 en pago de cantidades prestadas.
Por tanto si el estado de los negocios públicos no se había mejorado desde la instalación de la regencia cesante, y antes bien se habían padecido dolorosos descalabros en la parte militar, vese con todo que la causa de la nación no estaba aún perdida, ni falta de esperanzas, mayormente si se atiende, según insinuamos ya, a los acontecimientos ocurridos en Portugal y a otros que se columbraban; a la perseverancia de nuestros ejércitos; al revuelo y muchedumbre de las partidas; y, en fin, al impulso que dieron y aliento que infundían las cortes con sus providencias, las muchas reformas útiles y la nueva constitución.
En tales circunstancias, favorecida por algunas ventajas y rodeada en verdad de muchos obstáculos, comenzó a gobernar la regencia de los cinco, recién nombrada. Modificaron las cortes el reglamento interior de esta, según proposición que había ya formalizado en 21 de octubre Don Andrés Ángel de la Vega Infanzón, diputado por Asturias, y el mismo que vio el lectorp. 412 en Londres en 1808, hombre de vasta capacidad y de muchos y profundos conocimientos. Se hacía ahora más precisa la alteración del anterior reglamento con motivo de las novedades que iba a introducir la constitución, y por eso una comisión especial a la que había pasado la propuesta del diputado Vega acompañada de un proyecto del mismo señor sobre la materia, presentó un nuevo arreglo, cuya discusión comenzó el 2 de enero, terminándose esta y aprobándose el dictamen en 24 del propio mes. La comisión había seguido casi en todo los pensamientos del señor Vega, quien había observado de cerca y atentamente el método que prevalecía en las secretarías de Inglaterra, y en el modo de proceder de sus ministros.
Se componía el reglamento ahora formado de tres capítulos: 1.º De las obligaciones y facultades de la regencia; 2.º Del modo con que la regencia debía acordar sus providencias con el consejo de estado y secretarios del despacho, y de la junta que habían de formar estos entre sí; 3.º De la responsabilidad de la regencia y de la de los secretarios del despacho. La discusión fue importante en ciertos puntos. No era el primer capítulo sino una mera aplicación, por decirlo así, de los artículos de la constitución, dando a la regencia las mismas facultades que tenía el rey, salvo algunas restricciones. Establecíase muy sabiamente en el capítulo 2.º que los ministros formasen entre sí una junta, y también el modo de asentar sus acuerdos y resoluciones para hacer efectiva, en su caso, la responsabilidad. Tuvo aquella propuesta contradictores,p. 413 acordándose algunos de la junta llamada de estado que en 1787 había introducido el conde de Floridablanca, y por cuyo medio habíase este convertido realmente en ministro universal de la monarquía; pero no se hacían cargo de que lo mismo que pudo quizá ser un mal en un gobierno absoluto reconcentrando todavía más la autoridad suprema, se cambiaba en un bien, y era necesario en un gobierno representativo, así para aunar las providencias como para resistir a los grandes embates de la potestad legislativa. Se particularizaban en el capítulo 3.º, según anunciaba ya su título, los trámites que habían de preceder para examinar la conducta de los individuos del gobierno y la de los ministros, y decidir cuando se estaba en el caso de formarles causa.
Aprobado pues este reglamento, escogida e instalada la regencia, y nombrados en febrero hasta 20 consejeros de estado [se reservaba la elección de los restantes para mejores tiempos]; púsose en ejercicio y concertado orden la potestad ejecutiva conforme a las bases de la nueva ley fundamental, no quedando ya que hacer en esta parte sino firmar la constitución, y llevar a efecto su jura y promulgación solemne.
Verificose el primer acto el 18 de marzo de 1812, firmando los diputados dos ejemplares manuscritos, de los cuales uno debía guardarse en el archivo de cortes, y otro entregarse a la regencia. Concurrieron 184 miembros: veinte más se hallaban enfermos o ausentes con licencia. Entre los de Europa no solo había diputados propietarios por las provincias libres, sinop. 414 también otros muchos por las ocupadas; siguiendo estas aprovechándose, para hacer las elecciones, de los cortos respiros que les dejaban la invasión y vigilancia francesa. Contábanse ya de América vocales aun de las regiones más remotas, como lo eran algunos del Perú y de las islas Filipinas, escogidos allá por sus propios ayuntamientos.
El 19 juraron la constitución en el salón de cortes los diputados y la regencia: se prefirió aquel día como aniversario de la exaltación al trono de Fernando VII. Ambas potestades pasaron en seguida juntas a la iglesia del Carmen a dar gracias al Todopoderoso por tan plausible motivo. Ofició el obispo de Calahorra, y asistieron los miembros del cuerpo diplomático, incluso el nuncio de su Santidad, los grandes, muchos generales, magistrados, jefes de palacio e individuos de todas clases. Por la tarde hízose la promulgación con las formalidades de estilo, y hubo en aquella noche y en las siguientes regocijos y luminarias, esmerándose en adornar sus casas los ministros de Inglaterra y Portugal, sobre todo el último, marqués de Palmela.
Aunque lluvioso el día, en nada se disminuyó el contento y la satisfacción. Veíanse los diputados elogiados y aplaudidos, y los bendecían muchos por ir realizando las esperanzas concebidas al instalarse las cortes. En todas partes no se oían sino vivas, y alborozados clamores, y en teatros, calles y plazas se entonaban a porfía canciones patrióticas alusivas a festividad tan grata. Arrobados los más de placer y júbilo, ni reparaban en las bombas, frecuentes a la sazón: lasp. 415 cuales alcanzando ya a la plaza de San Antonio, amenazaban de consiguiente como más cercanos los edificios donde tenían sus sesiones las cortes y la regencia, que no por eso mudaron de sitio. Al contrario el empeño del francés fortalecía a los españoles en su propósito, y realzábase así, y aún más ahora que antes en la Isla, la situación del gobierno legítimo y la de las cortes: magnificada ya por la inalterable constancia de ambas autoridades, por sus sabias resoluciones, y por otros afanes y tareas en que habían acudido a tomar parte diputados de países tan lejanos y diversos, hombres de tan varias y distintas estirpes.
Para perpetuar la memoria de la publicación de la constitución se acuñaron medallas, y hubo a este fin donativos cuantiosos. También los ingenios españoles celebraron en prosa y verso acontecimiento tan fausto; brillando en muchas composiciones el talento y buen gusto, y en todas el patriotismo más acendrado.
Con igual alegría y fiestas que en Cádiz se promulgó y juró la constitución en la Isla, y sucesivamente en las otras provincias y ejércitos de España, tratando a cual más todos de manifestar su gozo y adhesión cumplida. Lo mismo hicieron las corporaciones ya civiles, ya eclesiásticas; lo mismo muchedumbre de particulares que a competencia enviaban al congreso sus parabienes y felicitaciones. Los diarios, las gacetas y los papeles del tiempo comprueban la verdad del hecho, y dan, por desgracia, sobrado testimonio de la frágil condición humana y sus vaivenes. Cundió en seguida el ardor a ultramar,p. 416 y prodigáronse a las cortes desde aquellas apartadas regiones, comprendidas todavía bajo el imperio español, reiteradas alabanzas y sentidos encomios.
Representábase, pues, como asentada de firme la constitución. Pero si bien la libertad echó raíces, que al cabo es de esperar den fruto, aquella ley, aunque planteada entonces en todo el reino, y restablecida años después con general aplauso, derribada siempre, parece destinada a pasar, como decía un antiguo de la vida, a manera de sueño de sombra.
p. i
APÉNDICES
AL TOMO CUARTO.
p. iii
DEL
LIBRO CATORCE.
Ingens bellum et priore majus per Attilam Regem nostris inflictum, pene totam Europam, excisis invasisque civitatibus atque castellis, corrasit. En otras ediciones se dice corrosit.
(Indictione XV-447. Marcellini Comitis Chronicon.)
Tratado de re militari: por el capitán Diego de Salazar. El autor, en el libro 4.º de sus diálogos, pone esta máxima en boca del gran capitán, bajo cuyas órdenes sirvió, según dice él mismo, en Italia.
Es notable lo que acerca de los cometas dice Lucio Anneo Séneca y el género de predicción con que acompaña su opinión. «Ego nostris non assentior. Non enim existimo cometen subitaneum ignem, sed inter æterna opera naturæ.» (y después) «Veniet tempus quo ista, quæ nunc latent, in lucem dies extrahat et longioris aevi diligentia... Veniet tempus, quo posteri nostri tam aperta nos nescisse mirentur.» (Lib. Septimus L. Annæi Senecæ naturalium quæstionum). Daba verdaderamente a tan ilustre cordobés su penetración una especie de don profético, pues no es menos notable lo que en su tragedia de Medea anuncia respecto de los descubrimientos que de nuevas tierras se harían en lo sucesivo.
Parece que estaba destinado fuese un español quien primero pronosticase el futuro descubrimiento de la América, y españoles los que le verificasen.
Traité de Mecanique Céleste; par Mr. le Marquis de la Place. Liv. 15, tom. 5.
p. vHalley empezó a calcular antes que nadie la vuelta de los cometas anunciando era posible se mostrase de nuevo en 1758 o 59 el que había aparecido en 1682, y cuya revolución es de unos 76 años poco más o menos. En la citada y profunda obra de La Place y en muchas otras de astronomía puede verse cuán remota es la probabilidad, pues casi toca en lo imposible, de un encuentro o choque de nuestro globo con los cometas, cuando estos se acercan a la órbita que describe la tierra en su curso anual.
p. vii
DEL
LIBRO QUINCE.
«D’après une convention conclue entre les généraux français et espagnols en Catalogne, les blessés et les malades étaient mis réciproquement sous la protection des autorités locales, et avaient la faculté, après guérison, de rejoindre leurs corps respectifs. A Valls, où nous vîmes plusieurs militaires français et italiens blessés, nous nous convainquîmes de la fidélité avec laquelle les espagnols exécutaient cette convention.» (Mémoires du Maréchal Suchet, tom. 2.º, chap. II, pág. 29).
«Les espagnols... s’y défendent en lions, quoique gênés par leur propre nombre.» (Mémoires du Maréchal Suchet, tom. 2.º, chap. II, pág. 59).
«Memorial historial y política cristiana que descubre las ideas y máximas del cristianísimo Luis XIV para librar a la España de los infortunios que experimenta, por medio de su legítimo Rey Don Carlos III, asistido del señor emperador para la paz de Europa, y útil de la religión: puesto a las plantas de la Sacra Cesárea y Real Majestad del señor emperador Leopoldo I; por Fr. Benito de la Soledad, predicador apostólico, hijo de nuestro padre S. Francisco, reforma de S. Pedro de Alcántara.»
Tal es el nombre del autor y el título de una obra impresa en Viena en 1703 en favor de la casa de Austria que pretendía la corona de España.
En dicha obra, mal escrita y peor digerida, se hallan hechos curiosos y noticias importantes; llamándose en ella casi siempre a Felipe V la sombra de Luis XIV.
Se toman estas citas y la de las cartas siguientes de una correspondencia cogida con otros papeles en el coche de José Bonaparte después de la batalla de Vitoria en 1813.
De aquí sacó sin duda Mr. de Pradt la peregrina historia de que habla en su obra intitulada «Mémoires historiques sur la revolution d’Espagne» y según la cual habían enviado las cortes diputados a Sevilla antes de la batalla de la Albuera para tratar de componerse con José. No es la primera ni sola vez que confunde dicho autor hechos muy esenciales, y que toma por realidad los sueños de su imaginación.
p. ix
DEL
LIBRO DIECISÉIS.
Diario de las Cortes: tom. 4.º, pág. 19.
Diario de las Cortes: tom. 4.º, pág. 398.
Diario de las Cortes: tom. 4.º, pág. 64.
Historia y vida de Marco Bruto; por Don Francisco de Quevedo.
«Questo infame crociuolo della verità è un monumentop. x ancora esistente dell’antica e selvaggia legislazione...»
(Beccaria, Dei Delitti e delle Pene.)
Entre otros a Don Juan Antonio Yandiola en 1817, como complicado, según aseguraban, en la conspiración de Richard. El mismo Fernando VII permitió que le aplicasen el horrible apremio conocido bajo el nombre de grillos a salto de trucha. Y sin embargo el mencionado Don Juan tuvo la generosidad de contribuir desde 1820 hasta 1823 como diputado y como ministro a sostener la autoridad y defender la persona de aquel monarca.
Montesquieu de l’Esprit des lois. Liv. 30, chap. 1. «Un événement arrivé une fois dans le monde, et qui n’arrivera peut-être jamais.»
Essais sur l’histoire de France par Mr. Guizot, 5.e Essai.
Dell’istoria civile del regno di Napoli. Da Pietro Giannone. Lib. 13, cap. últ.
«Dirimere causas nulli licebit, nisi aut à principibus potestate concessa, aut consensu partium electo judice...»
(Lib. 2, tít. 1, 14. Codicis legis Wisigothorum.)
p. xiTambién puede verse en el mismo título y libro la ley 26.
«Sed ipsi qui judicant ejus negotium, unde suspecti dicuntur haberi, cum episcopo civitatis ad liquidum discutiant atque pertractent...»
(Lib. 2, tít. 1, 23. Codicis legis Wisigothorum.)
César hablando de los Druidas en sus comentarios, lib. 6.º, cap. 5.º «Ferè de omnibus controversiis publicis privatisque constituunt... Si cædes facta, si de hæredidate, de finibus controversia est, idem decernunt, præmia pœnasque constituunt...»
Tácito. — De situ, moribus et populis Germaniæ, Cap. 7.º «Cæterum neque animadvertere, neque vincire, neque verberare quidem nisi sacerdotibus permissum...»
Después en otros capítulos vuelve a hablar de la autoridad de los sacerdotes, a quienes también correspondía en las asambleas públicas: «coercendi jus».
Hubo ciudades que en las capitulaciones o pleitesías con los moros sacaron ventajas particulares. Así aconteció en Toledo, en donde, según Ayala (crónica del rey D. Pedro; año 2, cap. 18), otorgaron los moros a los conquistados que estos «oviesen alcalde cristiano ansi en lo criminal como en lo civil entre ellos, e que todos sus pleitos se librasen por el su alcalde.»
Partida 3.ª, tít. 4.º, ley 2.ª
Partida 5.ª, tít. 4.º, ley 9.ª
Montesquieu de l’Esprit des lois. Liv. 28, hablando des établissemens de San Luis.
Hasta los mismos reyes católicos Don Fernando y Doña Isabel declararon en 1480 «que las mercedes que se hicieron por sola la voluntad de los reyes que se puedan del todo revocar...»
(Ley 10, tít. 5, lib. 3, Novísima Recopilación.)
Diario de las Cortes: tom. 4.º, pág. 426.
Diario de las Cortes: tom. 6.º, pág. 143.
Diario de las Cortes: tom. 6.º, pág. 145.
Colección de los decretos y órdenes de las Cortes: tom. 1.º, pág. 193.
Secretaría de Estado. — Archivo. — América. — Pacificación. — 1811. — Legajo 2.º
Civitas ea longè opulentissima ultra Iberum fuit. (Titi Livii. Liber XXI.)
Τοτὲ (Ἀννίβας) μὲν ὑπόδειγμα τῷ πλήθει ποιῶν αὑτὸν... ἐν ὀκτὼ μησὶ (Πολυβίου, ἱστορίων.)
Mémoires du Maréchal Suchet. Tome second, chapitre XIV.
Storia delle campagne e degli assedi degl’italiani in Ispagna: Da Camillo Vacani. Volume terzo. Parte terza, II.
«Historia del rebelión y castigo de los moriscos del reino de Granada», por Luis del Mármol, lib. 1.º, cap. 17.
p. xv
DEL
LIBRO DIECISIETE.
Tableau analytique des principales combinaisons de la guerre, par le baron de Jominy, chap. 2, section 1, de la Stratégie.
Gaceta de la Regencia, del martes 12 de noviembre de 1811.
Gaceta de la Regencia de las Españas, del martes 17 de marzo de 1812.
Ego enim sic existimo, in summo imperatore quatuor has res inesse oportere, scientiam rei militaris, virtutem, auctoritatem, felicitatem. (Oratio pro lege Manilia, 10.)
Gacetas de Madrid del Gobierno de José, del 21 de febrero de 1812.
Gacetas de Madrid del Gobierno de José, año 1812 22 de marzo.
p. xvii
DEL
LIBRO DIECIOCHO.
«Apud nos priùs leges conditas, quam reges creatos fuisse.» (Aragonensium rerum commentarii.)
En su obra intitulada: «Coronaciones de los serenísimos reyes de Aragón, y del modo de tener cortes.»
Se encuentra en la colección manuscrita de las cortes de Castilla, tom. 8.º
De Republica, lib. 2, cap. 23.
A defence of the constitutions of government ofp. xviii the United States of America, by John Adams... Preface.
Empresas políticas. — 20.
Decía este fuero, según el ya citado Jerónimo Blancas en su obra Aragonensium rerum commentarii: «Bellum aggredi, pacem inire, inducias agere... seniorum annuente consilio.»
Fr. Prudencio de Sandoval. Historia de la vida y hechos de Carlos V.
Empresas políticas. — 13.
Guerra de Granada.
Memorial historial y política cristiana &c. páginas 147, 175.
Diario de las discusiones y actas de las cortes, tom. 5.º, pág. 355.
Fin del tomo cuarto.
p. xix
DEL TOMO CUARTO.
PÁGINAS. | DICE. | LÉASE. |
— | — | — |
Pág. 19, lín. 31, | válida | valida |
Pág. 21, lín. 3, | Lahaussaie | Lahoussaie |
Pág. 27, lín. 7, | por la parte de que | por la parte que |
Pág. 32, lín. 18, | Jesé | José |
Pág. id., lín. 20, | minas | ruinas |
Pág. 43, lín. 14, | trocadero | Trocadero |
Pág. 48, lín. 18, | motró | mostró |
Pág. 52, lín. 7, | de la Faz | de la Foz |
Pág. 72, lín. 10, | Diponianse | Disponíanse |
Pág. 74, lín. 34, | el sitio | en el sitio |
Pág. 77, lín. 18, | fuera | fuerza |
Pág. 102, lín. 30, | costa | cuesta |
Pág. 164, lín. 27, | Bonillon | Bouillon |
Pág. 178, lín. 23, | La | Las |
Pág. 187, | Divisiones (en el epígrafe). |
Diversiones |
Pág. 212, lín. 16, | el de los derechos | el de los señoríos jurisdiccionales, el de los derechos &c. |
Ibid. | anejas | anexas |
Pág. 214, lín. 22, | privilegio | privillejo |
Pág. 219, lín. 21, | todas | todos |
Pág. 232, lín. 22, | Utivar | Otivar |
Pág. 239, lín. 26, | trofeos. Apoderándose | trofeos; apoderándose |
Pág. 246, lín. 20, | Consideba | Consideraba |
Pág. 247, lín. 23, | importacia | importancia |
Pág. 255, lín. 1, | campado | acampado |
Pág. 261, lín. 25, | 900 | 9000 |
Pág. 262, lín. 8, | Tubuena | Tabuenca |
Pág. 267, lín. 26, | el Aragón | el reino de Aragón |
Pág. 269, lín. 14, | Y hubiera... a los | y hubieran... los |
Pág. 270, lín. 34, | pisándole | picándole |
Pág. 277, lín. 3, | ni las | ni de las |
Pág. 279, lín. 26, | Toming | Jominy |
Pág. 281, | Se replegan (en el primer epígrafe). |
se repliegan |
Ibid. lín. 34, | Sir Bren | Sir Brent |
Pág. 339, lín. 2, | esto | este |
Pág. 340, lín. 12, | planteada | plantada |
p. xxPág. 350, lín. 19, | monstruoso | monstruosa |
Pág. 351, lín. 17, | La aprobaron | Le aprobaron |
Pág. 363, lín. 24, | 60.000 almas | 70.000 almas |
Pág. 373, lín. 18, | extraordinarias | ordinarias |
Pág. 383, lín. 32, | empezaban | empozaban |
Pág. 395, lín. 28, | chocó | achocó |
Pág. 396, lín. 34, | papelito titulado | papel intitulado |
NOTA. En el tomo 2.º, pág. 391, lín. 15 dice Garroyo, debiendo decir D. Francisco Garvayo.