The Project Gutenberg eBook of El conde de Candespina (2 de 2) This ebook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this ebook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook. Title: El conde de Candespina (2 de 2) novela histórica original Author: Patricio de la Escosura Release date: January 18, 2025 [eBook #75134] Language: Spanish Original publication: Madrid: Imprenta, calle del Amor de Dios, n.º 14, 1832 Credits: Ramón Pajares Box. (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive / Canadian Libraries.) *** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL CONDE DE CANDESPINA (2 DE 2) *** NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos. * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española. * También ha sido modernizada la puntuación, la grafía de los nombres propios de personas y lugares, y los laísmos y leísmos. * Para facilitar la lectura, algunos pronombres enclíticos han sido separados de los verbos a los que acompañan. * Las abreviaturas han sido expandidas y la presentación de los diálogos se ha adaptado a los modernos usos ortotipográficos, utilizando párrafos distintos para cada interviniente y aislando entre rayas los comentarios del narrador. * El contenido de la fe de erratas, situada al final del libro, ha sido incoporado al texto. * Se han añadido viñetas decorativas al final de algunos capítulos que no las traen impresas. * En esta novela, el autor llama Alfonso VII al padre de la reina doña Urraca, pero los historiadores consideran que el padre de esta reina fue Alfonso VI, siendo Alfonso VII el hijo, y no el padre de doña Urraca. EL CONDE de CANDESPINA — TOMO SEGUNDO EL CONDE de CANDESPINA novela histórica original POR _Don Patricio de la Escosura_ Alférez del Escuadrón de Artillería de la Guardia Real. [Ilustración] MADRID y SEPTIEMBRE: IMPRENTA, CALLE DEL AMOR DE DIOS, n.º 14. — 1832 _¿Por qué de Roma tu ofuscada mente_ _Hazañas busca en la remota historia?_ _¿Para asombrar a la futura gente_ _No basta acaso la española gloria?_ _Cuando virtud y honor tu lira intente_ _Eternizar del mundo en la memoria,_ _Los campos corre de la madre España,_ _Y cada monte te dirá una hazaña._ (Don Ventura de la Vega, canto al Rey Nuestro Señor). EL CONDE DE CANDESPINA CAPÍTULO PRIMERO A corta distancia de Soria, y oculto al pie de un pequeño cerro, había dejado un escuadrón el conde de Candespina, según hemos dicho; y así es que una vez fuera de los muros de aquella ciudad, pudo la reina deponer todo temor. Detúvose su litera el tiempo necesario para que despojándose algunos caballeros de sus vestidos de almogávares, calasen el morrión y montasen a caballo; y aprovechando este intervalo, enteró don Gómez a la reina de los medios que había empleado para sacarla por segunda vez del poder de su marido. Ocioso será decir que llena de admiración y reconocimiento, no encontraba doña Urraca expresiones bastantemente fuertes para ponderar su gratitud; y si hemos acertado a pintar con alguna verdad el carácter del conde, creemos también que no habrá uno de nuestros lectores que no conciba su placer viéndose tan favorecido de su señora, y que una sola de sus expresiones bastaría para hacerle arrostrar mil muertes en su defensa. Concluidos los preparativos para la marcha, rompió su movimiento el escuadrón escogido, llevando en medio la preciosa litera. Verdaderamente era un magnífico espectáculo ver a aquellos guerreros cubiertos de fortísimas y brillantes armaduras, montados en soberbios bridones andaluces, y ostentando en la diversidad de colores de los pendones de las lanzas y de las bandas que adornaban las bruñidas corazas, las diferentes inclinaciones de sus damas, marchar con admirable concierto y uniformidad, como si todos fueran partes de una sola máquina, cuyo resorte principal fuese la voluntad de su caudillo. Flotaban a merced de los vientos las amarillas y negras plumas que adornaban la cimera del casco de este; el fogoso alazán que montaba, pareciendo sentir el gozo de su amo y envanecerse con sus triunfos, marchaba con la cerviz erguida, hinchado el ferviente pecho, sentando apenas las manos en la tierra, y cubriéndose a sí mismo de blanca espuma. La reina manifestaba en lo placentero del semblante cuál era su interior contento; y la dirección de todos los morriones indicaba que el objeto exclusivo a que atendía aquella tropa de leales era la misma doña Urraca. Empezaba el sol a declinar al occidente, dejándose apenas sentir la benéfica influencia de sus rayos, cuando dieron vista al campo castellano don Gómez y su escuadrón. Los centinelas de los reales que vieron venir con tan buen orden a ellos un número bastante crecido de soldados, dieron la alarma. Resonaron en la vasta extensión del campo los bélicos instrumentos; corrieron a las armas soldados y caballeros; y en poco tiempo se reunieron bastantes para poder hacer frente al enemigo, mientras el resto se organizaba. No había probado hasta entonces el conde de Lara más que las dulzuras del mando; y la crónica dice que, en el momento de que hablamos, creyendo que de improviso venía sobre él don Alfonso con todo su poder, hubiera de buena gana renunciado a su honorífico puesto. Hubo sin embargo de conformarse, y armado de todas armas se presentó al frente del campo. Ya en esto se habían aproximado bastante a él los que acompañaban a la reina; y adelantándose el conde de Candespina se dio a conocer al ejército. Más de un soldado dicen que hubo a quien le pesase que en efecto no fueran aragoneses los que se presentaban, sintiendo renunciar a la idea de las honras que distinguiéndose en el combate esperaba conseguir; pero como este entusiasmo no es general, aun entre los valientes, se alegraron la mayor parte de su engaño, y más que todos el jefe del ejército. —Bien ha hecho Vueseñoría, señor conde —dijo el de Lara—, en descubrirse a tiempo, porque si no, hubiéramos podido daros un mal rato. —Dios solo sabe quién lo hubiera tenido, conde don Pedro; mas lo que importa es que Vueseñoría se aperciba para recibir dignamente a Su Alteza. —¡Santos cielos! ¿Qué decís, don Gómez? —¿A Su Alteza? —¿A Su Alteza? —repitieron en coro los oficiales que rodeaban a don Pedro. —¿A Su Alteza? —exclamaron oyéndolo los más próximos, y a la manera con que, herida la mansa corriente de un caudaloso río por una piedra, se forman sucesivamente en torno de esta multitud de círculos cada vez mayores hasta que se terminan en las orillas, así también la voz «¿A Su Alteza?» se extendió por todo el campo, repitiéndola confusamente los ecos de los vecinos montes. —Sí, caballeros —continuó el conde de Candespina—, sí, soldados castellanos, nuestra reina doña Urraca es la que va a honrarnos con su presencia. —_Viva la reina, viva su libertador_ —exclamaron unánimemente cuantos alcanzaron a oírle. Y precisamente entonces llegó doña Urraca. Se apeó de la litera para gozar libremente, dijo, de la vista de sus vasallos, y habiéndose apeado también todos los caballeros, fue el conde de Lara a rendirla el debido homenaje, y tomar en su calidad de general las órdenes de Su Alteza. —¿Cómo —exclamó doña Urraca entre sorprendida e indignada—, cómo? Conde de Candespina, ¿no sois vos el caudillo de mis tropas? —Señora —contestó este—, el conde de Lara y yo alternamos en el mando. —¿Y quién ha alternado con vos para exponerse dos veces a riesgos eminentes por salvarme? ¡Ah, castellanos, castellanos! Felizmente para el conde de Lara, el respeto tenía bastante lejos de la reina a todos los jefes del ejército, sin lo cual hubieran oído la justa y amarga reconvención que sus últimas palabras contenían; mas no dejó de producir en don Pedro el más vivo resentimiento, o por mejor decir, la más negra envidia por lo que don Gómez acababa de hacer. Cualquier otro hombre de su calidad a quien la reina hubiera hecho semejante alusión, habría contestado con aspereza, y tal vez con desacato; mas el conde de Lara sabía dominarse, y contando con los recursos que aún le quedaban, no se dio por entendido de lo que oyó. La alegría del campo castellano era imponderable: el simple soldado que iba a la guerra sin más motivo que la voluntad de su señor feudal, veía llegar con el placer que puede imaginarse el momento de volver al cultivo de su campo, y a la dichosa oscuridad de su cabaña; y los ricos hombres y caballeros de más cuenta, empeñados en aquel partido, no desconocían que la sola presencia de doña Urraca daba más consistencia a su facción que cuantas victorias hubieran alcanzado sobre los aragoneses. Un solo hombre era el que entre tantos dichosos gemía dolorosamente viendo frustrados sus más caros proyectos, y pendiente sobre su cabeza la cuchilla de la justicia de la reina: don Pedro Ansúrez, custodiado por una fuerte escolta al mando de don Diego López, y conducido en pos de la triunfante doña Urraca, como en la soberbia Roma seguían los cautivos el carro de sus vencedores. ¡Extraña vicisitud de la fortuna! Veinticuatro horas antes pendía de su voluntad la suerte y la vida de los que en aquel momento eran árbitros de la suya. Después de haber corrido en esta disposición todo el campo, para que los soldados se cerciorasen de que en efecto se hallaba en él, se retiró la reina a la tienda de Lara, que por su magnificencia, acaso extremada para un guerrero, se juzgó la más digna de tener la honra de hospedarla. En ella recibió a las personas más distinguidas del ejército, y nada le quedó que hacer para que todos saliesen a cual más encantado de su afabilidad y dulzura; pero el conde de Candespina fue la persona a quien particularmente parecía dirigir sus afectuosas miradas. Cada vez que un noble la felicitaba por su inesperada libertad, decía: —Ved aquí al que ha hecho este milagro; Castilla le debe su reina, y doña Urraca la libertad y la vida. —¡Ah, señora! —contestaba el conde—, ¿quién no expondrá gustoso mil vidas por una reina como doña Urraca? Así que se hubo apaciguado algún tanto el tumulto causado por la inesperada aparición de doña Urraca, y que, satisfechos de haberla visto, los caballeros castellanos dejaron desembarazada su tienda, quedando solamente en ella los condes de Candespina y Lara, y algunas de las personas de más cuenta, volvió de nuevo a resonar el campo con gritos de alegría: la multitud de los soldados seguía a un caballero, montado en un caballo casi exánime de fatiga, y que apenas podía sostener su peso y el de una enlutada dama que a las ancas llevaba. —Es Hernando de Olea —gritaban los soldados—. Es el valiente Hernando. —Sí, camaradas —contestaba nuestro Hernando—. Yo soy: vuelvo a pelear, a vencer con vosotros. Los talentos de Olea eran escasos, pero su valor, sobrado, y el soldado gusta de esta cualidad en sus jefes, perdonándoles fácilmente en favor de ella cualquier otro defecto. Así es que Hernando gozaba de la más alta reputación entre la tropa, y su venida fue para el ejército un verdadero júbilo. —Leonor —exclamó la reina viéndola entrar—, ¿tú también aquí? Ya nada me falta. —¡Ah, señora!, déjeme Vuestra Alteza besar sus pies. —Alza y dame los brazos; ¿y a quién debo la dicha de tenerte a mi lado? —Al incomparable valor del amigo del conde de Candespina. —¿Al valiente Hernando? Venid acá, buen caballero, no estéis tan retirado; el servicio que me habéis hecho merece recompensa; pedid, y os será otorgada. —Vuestra Alteza pondera más de lo que vale mi acción, que al cabo nada significa, y además lleva la recompensa en sí misma. —¿No os parece, conde de Candespina, que vuestro amigo ha tenido más memoria que todos nosotros, acordándose de Leonor, y no poca osadía para quedarse solo en Soria por no dejarla en su convento? —Verdaderamente, señora —contestó el conde, a quien las bondades de doña Urraca tenían de festivo humor—, parece que el buen Hernando ha apartado poco de su memoria a doña Leonor desde... —Callad, conde, que hacéis ruborizar a mi camarera. Veamos, Hernando, qué recompensa pedís; os mando que la señaléis. —Pues Vuestra Alteza lo exige, diré... que... señora... el conde ha indicado... —Que amáis a Leonor; válgame el cielo, que amante sois tan tímido. Será preciso que yo hable por vos. —Señora, Vuestra Alteza ha adivinado mis pensamientos. —¿Y qué dices a esto, Leonor? Solo falta tu consentimiento para que seas esposa de Hernando. —No tengo más voluntad que la de Vuestra Alteza; y Hernando tiene demasiados títulos a mi agradecimiento para que yo pueda negarle nada. Mas hasta tanto que Vuestra Alteza esté pacíficamente en su trono, Leonor de Guzmán no pensará en casarse. —Todos a porfía queréis acumular las pruebas de vuestra fidelidad; plegue a Dios que llegue el momento en que pueda recompensaros. La tienda de la reina era en aquel instante el templo de la felicidad, y el generoso Candespina aprovechó la ocasión para hablar de don Pedro Ansúrez. A pesar de haber sido este siempre su mortal enemigo, a pesar de las asechanzas que últimamente intentó poner en práctica para llevarle a un suplicio, y a pesar de sus traiciones, no podía dejar el conde de Candespina de mirar a don Pedro Ansúrez como a un compatriota, y compatriota desgraciado. Habló pues en su favor a doña Urraca; Lara se opuso a que se le diera libertad, pretextando que debía hacerse un escarmiento; pero las razones que alegó el conde de Candespina sobre la crueldad que habría en deshacerse de un enemigo ya indefenso, lo peligroso que sería enajenarse los ánimos de sus muchos parientes y allegados; y hasta la especie de felonía con que había sido forzoso sacarle de Soria, unidas a los generosos ruegos de Hernando, Leonor y don Diego López, decidieron la cuestión en favor del desgraciado conde de Ansúrez. Aquella misma noche se le hizo saber la piedad de Su Alteza, y prestado que hubo juramento de fidelidad a doña Urraca, quedó libre para marcharse adonde mejor le pareciese. Con acuerdo de la reina resolvieron los dos generales que el ejército se pondría en marcha al romper el alba de la próxima mañana, y tomadas las disposiciones convenientes, se retiraron a reposar de las fatigas de aquel día tan fecundo en sucesos no comunes. [Ilustración] CAPÍTULO II Hemos dejado a don Alfonso de Aragón en Soria ocupado en despachar los negocios de su reino, cuando la dichosa temeridad del conde de Candespina sacó de aquella ciudad a la reina de Castilla. La poca armonía que reinaba entre él y su esposa era causa de que no se vieran, aun viviendo juntos, más veces que las necesarias para cumplir como suele decirse con el mundo; y el número de sus forzadas entrevistas se redujo en Soria a una sola al día, que se verificaba ordinariamente a la prima noche, y en presencia de tres o cuatro cortesanos de los más favorecidos. Así es que don Alfonso hubiera ignorado hasta la noche la fuga de su esposa, a no habérsela revelado antes la falta del conde don Pedro Ansúrez. Raro era el día en que este señor no veía al rey dos o tres veces para darle cuenta de los negocios de Castilla; y como jamás se verificó que dejase de presentarse al menos una vez antes de la noche, forzosamente hubo don Alfonso de extrañar que llegase la media tarde sin haberle aún visto. En consecuencia mandó que se fuera a buscarle a su casa, en la cual contestaron los criados que había salido horas hacía a ver a Su Alteza, según creían; con esta noticia fue el encargado al cuarto de la reina, y allí supo que en efecto don Pedro Ansúrez había estado a ver a doña Urraca, siguiéndole tres caballeros, y que después de haber tenido con ella una breve conferencia, y levantádose esta de su lecho salieron todos juntos, yendo la reina en una litera sin acompañamiento ninguno. En la antecámara de doña Urraca empezaron ya, según costumbre, a formarse conjeturas entre los palaciegos: uno decía que tenía datos muy positivos para creer que, cansado el rey de las altanerías e inconsecuencias de doña Urraca, la había enviado con todo secreto a un convento, y que impaciente por saber que se había ya verificado, enviaba a buscar a don Pedro Ansúrez, ejecutor de sus órdenes; el otro sabía por buen conducto que la salida de la reina encerraba gran misterio, «y vuesas mercedes lo verán dentro de poco», añadía con tono entre enfático y profético. Todos hablaban, todos decían su opinión, y cada cual se alejaba más de la verdad que el que le había precedido. Desde el cuarto de la reina al del rey enteró el criado a cuantos encontró de su comisión y éxito de ella, encargándoles a todos el secreto, sin duda para con los muertos, pues antes que don Alfonso sabían en Soria grandes y chicos que la reina y su mayordomo habían desaparecido de palacio, y que se ignoraba su paradero. Como quiera que sea, el comisionado dio cuenta al rey de Aragón del resultado de sus diligencias, que en resumen fue que no se sabía del conde Ansúrez ni de la reina. —Mentís —dijo furioso el rey—, es imposible. —Señor, Vuestra Alteza puede asegurarse por sí mismo de mi verdad. —Tiembla si te has atrevido a engañarme. —Mi cabeza responde. —Fortún, no te habrás enterado bien. —Desgraciadamente, no me cabe duda. —La reina habrá salido a alguna de sus devociones. Sí; esto es. Al momento que se recorran todas las iglesias y monasterios de la ciudad; que no quede en el alcázar un solo criado. Fortún, que no se perdone diligencia para encontrarla al instante. La idea que en aquel momento ocurrió a don Alfonso fue la de que doña Urraca, no pudiendo de otro modo sustraerse a su autoridad, se habría retirado al inviolable asilo de algún convento de religiosas: pensamiento plausible a primera vista; pero que debió desvanecerse con la consideración de que en tal caso lo primero que el conde de Ansúrez hubiera hecho sin duda sería ponerlo en noticia del rey. De todos modos se practicaron mil diligencias a cual más infructuosa, hasta que a un mismo tiempo dos circunstancias descubrieron la verdad del hecho. Los soldados que estaban de guardia en la puerta por la cual salió de Soria doña Urraca, notando que no cesaban de pasar por sus inmediaciones personas de la real servidumbre con aire presuroso y afanado, y movidos de la natural curiosidad, detuvieron a uno de aquellos criados para preguntarle la causa de su diligencia. —La reina no parece en toda la ciudad —dijo el enviado. —Ni es fácil —contestó un soldado—, no vengáis con chanzonetas, hermano, que pudierais viniendo por lana salir trasquilado. —No me chanceo, caballeros, lo que digo es la pura verdad; más de tres horas hace que andamos buscando a Su Alteza inútilmente. —Cuerpo de mi padre, y podréis buscarla hasta el día del juicio sin más provecho. —¿Sabréis vos, señor soldado, por ventura, dónde está? —Dónde está lo ignoro; pero puedo deciros dónde no está. —Por san Pedro que me digáis... —Lo que yo puedo decir es que no está en Soria. —¿Cómo? —Habiendo salido horas ha por esta puerta. —¿Con quién? —Con su mayordomo, dos caballeros armados de punta en blanco, y una tropa de almogávares. —Las once mil vírgenes me amparen: acabad, por Dios. —No sé más que a poco rato vino un caballero con otra dama encubierta, tomó un caballo, montó con ella y marchó como alma de sastre que llevan los diablos; y por último, que también se fueron en pos de él unos cuantos almogávares que esperándole estaban. —¿Nada más? —Nada más. —Dios os guarde por la merced que me habéis hecho. Y diciendo así partió como un rayo a llevar las nuevas a palacio. La otra circunstancia que hemos indicado fue la declaración de la abadesa del convento en donde doña Leonor estuvo en reclusión, sobre el modo con que había esta dama salido de él. De manera que a las ocho de la noche ya no le quedaba a don Alfonso ninguna duda de que su esposa había salido de Soria; y las apariencias eran de tal naturaleza que toda la culpabilidad recaía sobre el conde de Ansúrez. Don Alfonso maldecía la hora menguada en que depositó su confianza en el traidor conde; y si por desventura hubiera podido haberle entonces a las manos, parece posible que ni tiempo para justificarse le hubiera dejado. Los guardas de la puerta fueron relevados y puestos en estrecha prisión por una culpa que no habían cometido ni podido evitar. Pero tal es la suerte de los débiles, siempre víctimas hasta de las flaquezas de los fuertes. No era don Alfonso hombre cuyo enojo se limitara a simples amenazas; la saña que ardía en su pecho solo en la sangre de sus contrarios podía apagarse, y así resolvió hacerlo. Reunidos en poco tiempo en el alcázar los nobles aragoneses presentes en Soria, recibieron orden de hallarse dispuestos a salir con sus tropas al amanecer del siguiente día para pelear contra los castellanos. Dividiéronse los pareceres entre aquellos señores. Los jóvenes dejándose llevar por el ardor propio de sus pocos años, recibieron con indecible placer el mandato del rey; pero los más avanzados en edad, capaces de mayor reflexión, lo consideraban como imprudente. Las fuerzas de los castellanos eran en efecto considerables; la llegada de doña Urraca a su campo debía haber aumentarlo el entusiasmo de sus tropas; y el conde de Candespina era harto conocido por su pericia en el arte militar para que ni el mismo Alfonso pudiera lisonjearse de vencerle con fuerzas inferiores. No faltó quien hiciese estas y otras reflexiones semejantes al rey de Aragón, pero la ira le dominaba. El deseo de venganza triunfó de los avisos de la prudencia, y la salida contra los castellanos quedó irrevocablemente resuelta. Por su parte los parciales de doña Urraca, que teniéndola ya consigo ninguna causa tenían para detenerse delante de Soria, movieron su campo hacia Burgos con todo el concierto y precaución posibles; pues aunque el conde de Candespina no quiso de ningún modo aceptar ostensiblemente el mando hasta que concluyese el plazo señalado en su pacto con el de Lara, sin embargo nada se hacía sin su acuerdo desde que se le vio tan favorecido de la reina. Pocas horas llevarían de marcha cuando se recibió aviso de que se aproximaba a ellos aceleradamente un numeroso cuerpo de tropas a pie y a caballo, y nadie dudó de que fuese enviado por el rey de Aragón. La reina oyó aquella nueva con harto pesar; pero don Gómez le manifestó con tanta energía como brevedad que nada tenía que temer yendo en torno de ella tantos valientes castellanos; y autorizado competentemente pasó a dar las disposiciones necesarias para repeler al enemigo. —A vos, conde de Lara —dijo el de Candespina—, toca como a principal caudillo velar directamente sobre la persona de Su Alteza. Tomad para ello los soldados que creáis necesarios, que, Dios mediante, yo haré con el resto de modo que don Alfonso, aunque venga en persona, no pueda estorbaros la marcha. —Pésame en el alma —contestó el de Lara—, no poder quedarme aquí; mas pues así lo ha querido la suerte, sean en buen hora todas las glorias para vos. —Consolaos, conde, que ocasiones sobrarán en que podáis acreditar vuestro brío. —Así lo espero. La reina continuó su marcha acompañada del conde de Lara, quien viéndose libre de la embarazosa presencia de don Gómez, empezó a dar libre curso a su carácter lisonjero. —Preciso es, señora, confesar —decía a doña Urraca— que si es grande el valor del conde de Candespina, no lo es menos su buena estrella. —¿Por qué? —¿Y Vuestra Alteza lo pregunta? ¿Qué dicha puede apetecer un caballero mayor que la de consagrar sus servicios a la reina de Castilla, a la reina de la hermosura? —No gusto de lisonjas, conde de Lara. —Perdone Vuestra Alteza si mi lengua indiscreta ha ofendido su modestia; pero es tal la fuerza de la verdad... —Dejemos eso, y decidme qué pensáis del resultado del combate que en este momento se está dando. —Vuestra Alteza no puede dudar que será favorable a las armas de Castilla. Soldados que lidian por doña Urraca forzosamente han de vencer. —Más que en otra cosa fío en la pericia de don Gómez. La reina tenía razón. El conde de Candespina eligió tan bien sus posiciones para sacar partido de la ventaja que en el número tenía sobre los aragoneses que, a pesar de las acertadas medidas de don Alfonso, la victoria tardó poco en decidirse por los castellanos. Rechazados por todas partes los aragoneses volvían sin embargo a la carga repetidas veces, no perdonando sus jefes medio alguno para estimularlos al combate: mas todo fue inútil; los castellanos dieron sobre ellos con tal furia que, rotos los escuadrones enteramente, no les fue posible volver a rehacerse. El mismo don Alfonso, conociendo la imposibilidad de conseguir su fin, resolvió retirarse, y le fue menester emplear toda su ciencia y valor para poder hacerlo con los pocos que a su lado conservaban aún algún orden. Conseguido su objeto, mandó don Gómez tocar retirada, mas Hernando de Olea, que en aquel combate, como en todos, había hecho prodigios de valor, se empeñó tanto en la persecución de los aragoneses que, separándose enteramente de los que le seguían, que no eran muchos, se vio rodeado de enemigos; y eran tantos los golpes que llovían sobre él, que hubiera sucumbido a no ser por el señor de Nájara. Este caballero, que aunque menos arrebatado no cedía en valor a Hernando, le había seguido muy de cerca y acudió a propósito para sacarle del eminente peligro en que se hallaba; uniéronse después con Candespina y todos juntos marcharon a encontrarse con la reina. Esta seguía su marcha con no poco sobresalto, oyendo apenas las continuas y refinadas alabanzas que el conde de Lara la prodigaba, hasta que recibió noticias de la completa derrota de las tropas de su marido, que entonces ya, según algunos autores, empezó a saborear las lisonjas del galante conde, cuyo carácter no podía ser más a propósito para captarse su voluntad. [Ilustración] CAPÍTULO III Al mismo tiempo que el ejército castellano levantó el cerco de Soria, marchando a Burgos, salió de los reales el conde don Pedro Ansúrez, libre de los hierros que temía arrastrar largo tiempo; pero abrumado con el peso de su repentina y terrible desgracia. Un solo instante había disipado el mágico edificio de sus esperanzas, y a la manera con que el infeliz que en sueños ve terminados sus males, halla al despertarse la triste realidad de su duración, así también don Pedro, pronto a conseguir cuanto deseaba, se vio de repente desamparado y solo en el universo. Su penetración era demasiada para que pudiese ocultársele cuán peligroso sería volver a Soria, pues aunque a la verdad estaba inocente en todo lo acaecido, le era imposible presentar de ello pruebas tan evidentes como sin duda exigiría don Alfonso. Por otra parte, aun suponiendo que lograra justificarse, no desconocía el conde que, a menos de renunciar para siempre a Castilla, no podía volver a unirse con los aragoneses; pues ya era demasiado general la sublevación de los castellanos para que llegase enteramente a sofocarse. Estas reflexiones y otras no menos graves le decidieron a marchar a Valladolid, ciudad principal de sus estados, en la cual podía permanecer con alguna seguridad de su persona hasta que la fortuna, decidiéndose por uno de los dos partidos, le indicase cuál era el que debía seguir; y así lo verificó en efecto. Don Alfonso, imposibilitado por falta de tropas de renovar sus ataques contra el ejército de doña Urraca, regresó a Soria: de allí marchó a Aragón llamado por asuntos de la mayor importancia; y abandonando por entonces las cosas de Castilla en manos del destino, dedicó su atención a las guerras que continuamente sostenía contra navarros y franceses. Y no fue esta la única circunstancia que contribuyó a favorecer el partido de la reina, sino que apenas llegada esta señora a Burgos, ciudad que se entregó sin demora por capitulación, se recibieron cartas de Compostela en las cuales anunciaba su arzobispo que el Sumo Pontífice le había comisionado para que en su nombre juzgase definitivamente de la validez del matrimonio entre doña Urraca y don Alfonso. Esta nueva causó en la corte de Burgos la más agradable sensación: todos sabían que el grado de parentesco de los dos augustos contrayentes era bastante para que el matrimonio fuese de hecho nulo, y no se dudaba de que el juez nombrado por Su Santidad decidiese con toda justicia: porque don Diego Gelmírez, primer arzobispo de Compostela, era un prelado digno de los primeros tiempos de la Iglesia, por su celo, saber y virtudes; y su notorio patriotismo además le había hecho el ídolo de cuantos le conocían. Pero si los que miraban aquel negocio únicamente bajo el aspecto político se llenaron de gozo al saber la resolución del papa, figúrese el lector cuál sería el júbilo del conde de Candespina. Sus señalados servicios no solo al estado sino a la persona de la reina, y en particular el último, le daban en efecto derecho a esperar, no sin fundamento, que, libre doña Urraca de los lazos que la unían al rey de Aragón, podría tal vez verificarse el proyecto de los grandes que se juntaron en Mascaraque a fines del reinado de Alfonso VII; y, además, el agrado con que doña Urraca le continuaba tratando alentaba infinito sus esperanzas. Mas no por esto varió don Gómez de conducta: siempre modesto, siempre afable con sus inferiores e inflexible con los iguales, era adorado del pueblo, y respetado aunque no querido de los grandes. No así el conde de Lara, quien, fiado en su fortuna, también osaba aspirar a verse algún día rey de Castilla, cosa difícil mas no imposible. Aunque la reputación de este señor no fuera tan general ni tan sentada como la del conde de Candespina, sin embargo sus riquezas eran grandes, muchos sus parientes, y podía contar en su partido a infinito número de cortesanos amantes del ocio y la disipación, quienes preveían su inevitable ruina con el triunfo de don Gómez. Todo esto lo sabía el conde de Lara, y de todo sacaba partido: su casa era el centro, el foco, digámoslo así, de cuantas diversiones y festejos se disfrutaban en la corte. De ella salían las modas en el vestir, las divisas para los torneos y las serenatas nocturnas; la reputación de las damas, no era, es verdad, muy respetada entre sus secuaces; pero en cambio no había género de galantería que no se inventase para deslumbrarlas, y particularmente a doña Urraca. En la corte, en misa, en paseo, nunca dejaba de presentarse a la reina el conde de Lara con cuanta gala y bizarría podía ostentar; seguíanle sus amigos, y él y ellos no cesaban de alabar cuanto hacía y decía la reina. Desgraciadamente era esta harto sensible a la lisonja, y manejada con arte por un caballero galán y discreto, no podía dejar de hacerla alguna impresión, sobre todo por el notable contraste que ofrecía este proceder con el del conde de Candespina. Afluente y adulador el primero, lacónico y grave el segundo; severo el uno, licencioso el otro; encomendando aquel a los hechos de mostrar su pasión sin hablar nunca de ella, y manifestándola el otro con cuantas exterioridades alcanzaba: en todo eran distintos. Doña Urraca tenía inclinación a los placeres, y aborrecía sobre todas las cosas sujetarse a ajena censura; de modo que don Gómez era para ella un amigo de cuya sinceridad no podía dudar, pero al mismo tiempo un hombre rígido, a quien miraba más bien como a padre que como a amante: don Pedro de Lara, que por el contrario siempre se hallaba dispuesto no solo a tomar parte en cualquier diversión, sino a inventarlas en caso de necesidad, y que parecía adivinar los deseos de la reina, era muy a propósito para cautivar su corazón. El agradecimiento y la razón militaban por don Gómez; pero don Pedro tenía a su favor las naturales inclinaciones de la reina. Aún no había pasado un mes desde que esta señora se hallaba en Burgos, y ya su conducta era totalmente distinta que cuando llegó a aquella capital de sus estados. Consultaba como siempre los arduos negocios del reino con el conde de Candespina; mas en vez de seguir solamente su dictamen, como al principio lo hacía, nunca dejaba de pedir el suyo al conde de Lara, cuya influencia y valimiento se aumentaban visiblemente. Mas a pesar de todo no estaba don Pedro satisfecho, conociendo que la lucha era todavía muy desigual, pues al cabo no podía desvanecer los servicios positivos de don Gómez. Se le ocurrió para alejarle de la reina un expediente plausible, y se lo propuso a esta en ocasión de un festín que se daba en el alcázar. El de Candespina rara vez concurría a tales asambleas, que no aprobaba mucho, pareciéndole que las circunstancias eran todavía harto peligrosas para pensar en diversiones; y precisamente por la misma razón de que él no iba a ellas, las promovía su rival con más empeño. —Pensativo estáis, conde de Lara —dijo la reina, viendo que por primera vez no tomaba este, al parecer, interés en la brillante reunión que encerraba el alcázar. —Confieso a Vuestra Alteza —contestó el conde— que lo estoy más de lo que yo quisiera. —¿Estaríais por ventura enamorado? —Pudiera decir a Vuestra Alteza que sí, en caso de poderse llamar amor el que se profesa a un dios; pero debe decirse de esto adoración. —Sutil estáis; pero al cabo no sabremos qué os ocupa tanto el pensamiento. —Lo que siempre, señora; los intereses de Vuestra Alteza. —¿Mis intereses? Yo os lo agradezco. ¿Y no me diréis qué punto de ellos es el que tan importante os parece que ni aquí podéis apartarlo de la memoria? —¿Y cuándo se aparta Vuestra Alteza de ella? Pero Vuestra Alteza me permitirá que le haga presente que este paraje no es el más oportuno para tratar negocios de importancia. —Sin embargo, habréis de decírmelo, pues aunque reina soy mujer y, como tal, curiosa. —La voluntad de Vuestra Alteza es ley para mí. —Decid, pues. —Pensaba, señora, que don Alfonso no dejará de tener sus agentes en Compostela, y que la presencia de Vuestra Alteza en aquella ciudad sería muy útil para la pronta y mejor decisión del juicio en cuestión. —No está mal pensado, conde de Lara, y yo os agradezco la solicitud; pero no me parece prudente dejar Castilla en este momento. —Vuestra Alteza juzga con su acostumbrado tino, mas no sería imposible obviar ese inconveniente. —No lo alcanzo. —Por ejemplo, si Vuestra Alteza dejase en estos reinos una persona de toda su confianza, como el conde de Candespina, ¿no bastaría su presencia para mantenerlos en la debida obediencia? —Pudiera ser. —Verdad es que tendría Vuestra Alteza que privarse por algún tiempo de sus consejos: mas doña Urraca ¿de quién necesita para dirigirse? —Pensaré en vuestro proyecto, que no me parece despreciable. —Mis intenciones, al menos... —Conde de Lara, estoy penetrada de ellas. Así se terminó con no poco placer de don Pedro esta conversación. Lejos del conde de Candespina veía muy bien que no tardaría en ser pronto el privado de la reina, y una vez llegado a tal punto no contaba dejar espacio a su rival para perjudicarle. La reina, por su parte, empezaba a cansarse de la estancia en Burgos, y tanto para variar de posición, como con la idea de acelerar su divorcio, resolvió su viaje a Compostela, anunciándoselo así al conde de Candespina la mañana misma que siguió a la noche del festín de que acabamos de hablar. Don Gómez, a pesar de que sentía vivamente tener que separarse de la reina, no se atrevió a oponerse a su voluntad; y consintió, aunque no sin pena, en sacrificar sus intereses personales a los de doña Urraca. Esta se manifestó con él tan cariñosa en aquella ocasión, que poco le faltó ya al conde para arrojarse a sus pies y declarar abiertamente su pensamiento; se contuvo, sin embargo, reflexionando que aún era esposa de otro, y reservó para tiempo oportuno manifestar sus pretensiones. Siendo tan ajena la envidia del carácter de Candespina como la cobardía, no le alarmó la privanza del conde de Lara: conocía su infinita superioridad sobre él, y ni por el pensamiento le pasaba que la reina pudiera nunca escoger a don Pedro para marido. Sin duda no era aún en aquel tiempo proverbial la sentencia de que cuando las mujeres tienen en que escoger, escogen lo peor, que está muy vulgarizada en nuestro siglo. [Ilustración] CAPÍTULO IV En tanto que pasaba en Burgos lo que acabamos de referir, llegó el conde de Ansúrez a Valladolid, y sabiendo que el pontífice había nombrado juez a don Diego Gelmírez en el pleito del divorcio de los reyes, no dudó un momento en abandonar el partido aragonés, y en efecto proclamó que reconocía la autoridad de doña Urraca y que sometía a ella cuantas ciudades, villas y aldeas de él dependían, haciéndoselo saber a la corte por medio de un mensaje. Bien hubiera querido doña Urraca despojarle de todos sus estados, pero el conde de Candespina se lo disuadió, y la única medida de precaución que se tomó fue la de poner alcaides de conocida fidelidad a la reina en los castillos y fortalezas que habían hasta allí seguido el bando aragonés. Mas don Pedro, al mismo tiempo que trataba de reconciliarse con sus compatriotas, no quiso perder enteramente la gracia del rey de Aragón, por si un día variaban de aspecto los negocios. Difícil empresa era la de conservar a un tiempo la amistad de dos potencias enemigas, como Castilla y Aragón, gobernadas por dos esposos a punto de divorciarse; pero sin embargo creyó el conde de Ansúrez haber hallado medio para conseguirlo. Con este objeto salió de Valladolid para Aragón, llevando en su compañía algunos criados, y cuando estuvo en el pueblo donde momentáneamente se hallaba don Alfonso, se presentó ante él vestido de ropas de sayal, cubierta la cabeza de ceniza, ceñido el cuello con una cuerda de esparto y descalzos los pies,[1] que más parecía penitente o ajusticiado que noble castellano. Fue esto en ocasión que el rey salía de su alojamiento con algunos cortesanos, y viendo aquel hombre tan extrañamente aderezado, se paró a considerarle preguntándole: [1] El hecho que aquí se refiere es absolutamente histórico, y conviniendo en su relación cuantos han escrito sobre la materia, desgraciadamente para la memoria del conde, es indudable. —¿Qué es eso, hermano, qué os ha acaecido que así venís? —Vuestra Alteza no me conoce —contestó el conde—, y yo... —¿Cómo, traidor, osas ponerte en mi presencia? ¡Hola! Prendedle. —Rey Alfonso, escuchadme. Vedme aquí a vuestros pies: yo os he servido fiel y lealmente mientras he podido hacerlo; pero Dios dispuso las cosas de distingo modo del que vos y yo esperábamos. No fui yo quien sacó a la reina de Soria. —¿Ni quien puso en su poder las plazas de Castilla la Vieja? —He debido hacerlo. Toda Castilla... —Callad, noramala, y quitaos de mi presencia, o pesaros ha. Volvió con esto el rey la espalda al conde, dejándole mohíno y pesaroso del mal efecto que produjo su mojiganga. Desde allí regresó a Valladolid, donde despreciado por todos los partidos, empleó a lo menos útilmente el resto de sus días fundando diversos establecimientos piadosos, y construyendo varios edificios públicos, entre los cuales el puente que aún existe en aquella ciudad. La reina, en este intermedio, se había trasladado con toda su corte a Compostela, donde estaba su hijo del primer matrimonio, a la sazón aún muy niño. Don Pedro de Lara, que la acompañó en aquel viaje, era quien todo lo gobernaba en su casa. Insensiblemente y a fuerza de lisonjas llegó a adquirir tal ascendiente sobre el ánimo de doña Urraca que no sabía esta dar un paso sin su consejo. Poco a poco fue abandonando la aparente moderación de que al principio usaba: todo había de humillarse en su presencia, so pena de caer en desgracia el que osara resistirle; y no contento con avasallar a los que dependían de la corte de Castilla, quiso hacerlo del mismo modo con los grandes de Galicia. Pero aquellos magnates tenían sobrado orgullo para ceder, y tanto más cuanto que a la sazón no eran realmente súbditos de doña Urraca, pues al morir el padre de esta princesa legó en su testamento a su nieto don Alfonso el condado independiente de Galicia; y a más, como ya se ha dicho, le habían aclamado rey de Castilla sus tutores los condes de Traba. Estos, que eran dos hermanos de linaje esclarecido y gran poder en Galicia, no podían tolerar las altanerías del conde de Lara; diariamente había entre ellos competencias sobre la preferencia en los asientos en asambleas y funciones; de estas nimiedades se pasó, como de ordinario sucede, a cosas de mayor importancia; y, por último, ambos partidos se declararon la guerra abiertamente. Doña Urraca, cediendo a las sugestiones de su privado, jamás quiso tratar a su hijo más que como a conde de Galicia, y los hermanos Traba pretendían que el conde de Candespina le había reconocido en nombre de Su Alteza como rey de Castilla. De aquí resultó que los compostelanos empezaron a mirar con no poca animosidad a doña Urraca, y que por fin estalló el furor popular de una manera espantosa. En ocasión de una fiesta que se celebraba en la metropolitana iglesia de Compostela, se empeñó el conde de Lara en que la reina había de ocupar asiento preferente al de su hijo don Alfonso, y aunque los tutores de este al principio oponían una obstinada resistencia, cedieron sin embargo a las súplicas del dignísimo arzobispo don Diego Gelmírez. Llegó en efecto el día de la fiesta, y la reina ocupó su asiento sin dificultad; pero apenas vieron los gallegos al niño don Alfonso pospuesto a su madre, cuando, arrebatados de saña, salieron del templo, y ya fuera de sí con la cólera, se amotinaron pidiendo a voz en grito la cabeza de don Pedro de Lara y trataron con sobrado desacato la persona misma de doña Urraca. Conoció esta, aunque tarde, su imprudencia, y entonces echó de menos por primera vez a su leal don Gómez. Concluido el oficio divino, se trató de salir de la iglesia; pero el populacho furioso la rodeaba: los mismos condes de Traba procuraban en vano calmar el tumulto, y empezaban a temer algún funesto acontecimiento. La reina y sus damas más parecían cadáveres que personas vivientes; el conde de Lara, poseído de un terror pánico, no acertaba a proferir una palabra; y solos tres individuos conservaban alguna sangre fría en aquel trance, que eran el arzobispo, Hernando de Olea y su inseparable compañero don Diego López. Estos dos últimos opinaban que formando un escuadrón los cortesanos, saliesen espada en mano con la reina y sus damas; pero don Diego Gelmírez no quiso consentir en ello. —Harta sangre de cristianos —dijo— ha sido derramada por cristianos; y los enemigos de Dios triunfan con nuestras criminales enemistades. En nombre del que todo lo puede os prohíbo hacer uso de las armas. —Padre mío —le contestó la reina—, vuestra elocuencia podrá tal vez calmar a esos furiosos. —Señora, mi elocuencia es ninguna; pero Dios, que ve la pureza de mis intenciones, hablará por su siervo. —Sí —dijo por fin el conde de Lara—, habladles, santo pastor, y tal vez... —Tal vez —interrumpió Hernando, no pudiendo ya contenerse—, tal vez valiera más que vuestras locuras no hubieran irritado a ese pueblo. Iba el conde a contestar, mas el arzobispo y la reina interpusieron su autoridad, lo que acaso no hubiera bastado para detener a Hernando, ya ciego de cólera; pero doña Leonor asiéndole del brazo no tuvo más que decirle, con una voz que penetró hasta lo íntimo de su corazón, «¡Hernando mío!», y el irritado león se convirtió en manso cordero. Salió sin perder tiempo el arzobispo a arengar al pueblo: el espíritu divino parecía inspirarle; sus razones eran concluyentes; mas el furor dominaba a los gallegos, y se obstinaron en que a nadie dejarían salir del templo más que a los sacerdotes, si no se entregaba a su venganza el conde de Lara. No faltó quien opinase entre los cortesanos que, pues la necesidad lo exigía, debía sacrificársele al interés general; mas ni la reina lo hubiera consentido nunca, ni aprobádolo la mayoría de aquellos caballeros. Probáronse en vano todos los medios imaginables para aplacar a los amotinados, y la ansiedad de la corte de doña Urraca no podía ser ya mayor, cuando el arzobispo imaginó un expediente tan ingenioso como arriesgado para él, con que salvar a los castellanos. Se despojó de sus sagradas vestiduras y cubrió con ellas al conde de Lara, quien a favor de este disfraz salió de la iglesia sin que nadie se lo estorbara, rodeado por los familiares del arzobispo, que tenían los curiosos a suficiente distancia para que no pudiesen conocerle; y pasado el tiempo que creyó bastante para que el conde, según habían concertado, saliese a caballo de Compostela, se mostró el mismo prelado al pueblo: le hizo relación del ardid de que se había valido para evitar que cometiese un crimen horrendo. —Y si necesitáis absolutamente para calmar vuestra ira una víctima —dijo—, aquí me tenéis; pronto estoy a terminar, por complaceros, una vida que toda entera os he consagrado. Pero cuando el Dios de las venganzas me pregunte: «¿Qué has hecho del rebaño que te he confiado?». «Señor», diré, «el enemigo del género humano se ha apoderado de él, mis ovejas descarriadas corren ciegas a la perdición». Y entonces el Omnipotente, soltando la rienda a su irresistible enojo, dejará caer sobre vosotros todo el peso de su ira. La maldición de Dios... Pero no, compostelanos: aún es tiempo de reparar vuestras faltas. Acatad en la persona de doña Urraca la imagen de Dios en la tierra; dejadla salir libremente y yo imploraré para vosotros la divina misericordia. Este breve discurso, las sugestiones caritativas de varios eclesiásticos que andaban mezclados entre el pueblo, y la idea de que ya se les había escapado el objeto principal de su venganza, redujeron a los rebeldes a términos más razonables, haciéndoles por fin consentir en dar libertad a la reina, con condición de que saliera en las veinticuatro horas de Compostela, reconociendo antes el título de rey de su hijo y su soberanía especial e independiente en el condado de Galicia. En todo consintió doña Urraca, y todo lo cumplió exactamente, pues suplicando al arzobispo el pronto despacho del pleito de su divorcio, salió aquella misma tarde para León. Tales eran los aciagos sucesos del partido de doña Urraca en Galicia, mientras que el conde de Candespina, su leal servidor, lograba a fuerza de actividad, talento y política, reducir a su obediencia a Castilla y a León, y organizar un ejército capaz de hacer frente a don Alfonso, quien, habiendo hecho treguas con los navarros, era de presumir volviese las armas contra su mujer. Así lo hizo en efecto; pero sabedor de que doña Urraca se hallaba en Galicia, e ignorando el suceso por el que tuvo que ausentarse de aquel reino antes de lo que pensaba, se encaminó contra él. Derrotó completamente al ejército gallego, mandado por los hermanos Traba, y es posible que su hijastro hubiera caído en sus manos, si el arzobispo de Compostela no se hubiera refugiado con él en Portugal. Con noticia de estos acontecimientos trajo el conde de Candespina sus tercios a las fronteras de Galicia; pero la llegada del invierno terminó aquella campaña sin dar lugar a que castellanos y aragoneses viniesen a las manos, retirándose los primeros a sus cuarteles de invierno, y los segundos, ricos con los despojos de los infelices gallegos, a su patria. A pesar de la agitación continua en que las circunstancias tuvieron todo aquel tiempo a don Diego Gelmírez, no descuidó el íntegro prelado el examen del casamiento de doña Urraca con el rey de Aragón; y después de haberlo todo considerado con el tino y prudencia que le caracterizaban, declaró poco tiempo después de su regreso a Compostela, que en nombre del Sumo Pontífice decidía ser enteramente nulo el matrimonio de la reina de Castilla, promulgando su sentencia con las formalidades de costumbre. [Ilustración] CAPÍTULO V Aprovechando el conde de Candespina las treguas que en aquellos tiempos daba el invierno a la guerra, fue a León, ciudad en que doña Urraca tenía entonces su corte, movido tanto por el deseo de verla como por el de empezar a disponer las cosas para su proyecto favorito; pues, disuelto ya el matrimonio de la reina, su pretensión era legal. La manera con que doña Urraca se había separado de él, prodigándole las señales del más sincero afecto, le hacía creer con fundamento que sus proposiciones serían favorablemente acogidas, y entregado a las más lisonjeras esperanzas dio vista a las torres de la ciudad de León; pero aún distaría una media legua de ella cuando salió a recibirle su fiel amigo Hernando de Olea. Pasada la alegría del primer momento, trabaron conversación como era natural sobre lo ocurrido en Galicia, y después de haber Hernando referido aquellos acontecimientos: —Cómo ha de ser —dijo el conde—, ya no tiene remedio. Decidme ahora algo de vuestros asuntos: ¿cuándo os casáis con la bella Leonor? —No se tardará mucho, don Gómez; por la reina ya estaría hecho, pero yo... —¡Es posible! ¿Por vos, Hernando, se ha diferido? —Sí, conde, por mí: ¿había yo de casarme sin estar vos presente? No por cierto. —Conque en efecto la reina continúa interesándose por vos. —¿Qué sé yo? No es todo oro lo que reluce. —¿Cómo? No os entiendo. —Ni es fácil; porque mientras habéis estado ausente son tantas las mudanzas que ha habido... Pero vos lo veréis por vuestros propios ojos. —Explicaos, en nombre del cielo. —No quisiera anticiparos un disgusto. —Hernando, en nombre de la amistad que nos une, decidme qué es lo que se ha mudado. —Todo: doña Leonor no goza ya de la privanza que antes con la reina; Hernando y don Diego López son respetados en la corte porque es fama que tienen muy larga la espada; el nombre de Candespina se pronuncia aún alguna vez en el alcázar, pero a modo de palabra de conjuro, en voz baja y como si fuera un delito. —¡Qué me decís! —¿Os sorprende? Es natural. —Si me lo dijera otro que vos, no lo creyera. —Mirad, conde, yo lo estoy viendo y apenas lo creo. Por lo mismo he ocultado en León vuestra llegada. Nadie en la corte sino don Diego y yo os espera: nadie está prevenido. Fácil os será, sorprendiéndolos, convenceros de mi verdad. —¿Pero a qué atribuir tan extraña mudanza? Cuando la reina salió de Burgos... —Cuando la reina salió de Burgos estaba muy reciente el servicio que acababais de hacerla, y no había tenido tiempo aún el vil don Pedro González... —¡Hernando! ¡Hernando! ¿De un noble habláis así? —Su nacimiento podrá ser noble; pero sus hechos son villanos. Siempre adulando al que tiene delante: siempre calumniando a los ausentes... —Pero veamos... —No hay más que ver sino que parece que ha hechizado a la reina. Perdóneme Dios; pero imposible es que no haya brujería. —Dejad por la Virgen Santa eso, y decidme si, en fin, doña Urraca se ha mudado completamente. —Pluguiera a Dios que yo me engañase; pero está desconocida. Castellar y Soria han desaparecido de su imaginación; no hay aragoneses que puedan contrastarla; y todo en el mundo se cifra en ese malaventurado don Pedro, que a fuerza de reverencias y palabras blandas la ha trastornado. —¿Y es posible que haya caído en redes tan groseras? —Es mujer, y... —Teneos; es nuestra reina. —Vos lo veréis. —Podrá ser; pero nunca me olvidaré de que soy su vasallo. —Ni yo, don Gómez; mas me duele ver que un miserable se lleve el fruto de vuestras fatigas. —Dejémoslo a la mano de Dios, que él lo dispondrá como más convenga. Razonando así llegaron a León. No dudaba el conde de la sinceridad de su amigo; pero como a pesar de todo el cariño que le profesaba no tenía la más alta idea de su penetración, dudó dar crédito a cuanto le refería, creyendo se hubiese fascinado por un exceso de amistad. Sin embargo, se engañaba: la privanza del conde de Lara era tan pública que no se necesitaba más que tener ojos para verla; y por otra parte, el frecuente trato con su futura esposa Leonor había civilizado, por decirlo así, a Hernando. De todos modos el conde, lleno de dudas harto fatales, hizo que su amigo anunciase a la reina su llegada; pidiendo al mismo tiempo permiso para presentarse a besar sus pies. Fue Hernando a desempeñar aquella comisión precisamente en un momento en que el conde de Lara se hallaba en compañía de la reina. —¡Don Gómez en León! —exclamó algún tanto turbada doña Urraca. —¿Sin consentimiento de Vuestra Alteza? —añadió imprudentemente Lara. —¿Por ventura estaba desterrado el conde de Candespina? —le preguntó Hernando arrojándole una furiosa mirada al mismo tiempo. —Y bien, decidle que puede desde luego presentársenos. —Vuestra Alteza será obedecida. Salió Hernando y quedaron solos la reina y Lara, pensativos además uno y otro. Por primera vez meditaba doña Urraca en qué había dejado que, bajo todos aspectos, adquiriese demasiado ascendiente en su espíritu el rival del conde de Candespina. Las pretensiones de este a su mano estaban autorizadas, no solo por sus recomendables prendas y servicios relevantes, sino además por la opinión del pueblo y el voto expreso de la mayoría de la nobleza; su conciencia decía a la reina que si algún hombre era acreedor a ser su esposo, sin duda había de ser el conde de Candespina; pero su inclinación hablaba a favor de Lara. Como hábil cortesano había de tal modo llegado a comprender don Pedro el carácter de doña Urraca que ella misma no se entendía tan bien como él. Debilidades, virtudes, inclinaciones, antipatías, de todo sabía aprovecharse, todo servía para sus fines. Sin embargo, la repentina llegada de su rival no dejaba de sobresaltarle. Don Gómez era hombre que tenía en sí tantos o más recursos que él para emplearlos en la intriga, si quería hacerlo; y si hasta allí había desdeñado tales medios, ¿quién aseguraba que en adelante haría lo mismo? Estas y otras reflexiones análogas ocuparon largo rato a doña Urraca y a don Pedro, hasta que pareciendo volver este en sí, dirigió en tono abatido la palabra a la reina de este modo: —Vuestra Alteza me dará su permiso para que yo me retire. —¿Y para qué? ¿Dónde vais? —Señora, mi presencia en este momento, cuando no molesta, es al menos inútil. —Si lo fuera, la reina os lo hubiera manifestado. —No quiera Dios que yo ofenda a Vuestra Alteza; pero Vuestra Alteza va a recibir... —¿Al conde de Candespina? —Sí, señora, a ese mortal privilegiado que dos veces ha tenido la dicha de salvar a Vuestra Alteza; al que una vez fue propuesto para vuestro esposo. —Vuestra presencia no me impedirá el recibirle. —¡Señora! —Quedaos. —Por cuanto hay de sagrado suplico a Vuestra Alteza que me permita retirarme. —¿No podré yo saber qué razones son las que producen tan extraña conducta? —Permítame Vuestra Alteza que calle. —No puede ser; explicaos. —Vuestra Alteza quiere que yo mismo pronuncie mi sentencia de muerte. —¿Qué estáis diciendo, conde de Lara? ¿Habéis perdido el juicio? —Sí, señora, loco debo de estar pues he osado... —¿Qué es lo que habéis osado? —Voy a decirlo; pero al menos prométame Vuestra Alteza su indulgencia. —Concedida; hablad. —Y bien, señora, mi temeridad es inaudita: miserable mortal, me he atrevido a poner los ojos en el cielo. Amo, adoro, idolatro a Vuestra Alteza —dijo esto arrojándose a los pies de la reina—. Me habéis prometido indulgencia. Sabéis mi fatal secreto; queréis aún que presencie el triunfo del que... —Basta; reportaos, que alguien se acerca —y humedecidos los ojos tendió la mano a Lara para ayudarle a levantarse. Un hombre se acercaba en efecto, y era el mismo conde de Candespina. Jamás hubo personas más turbadas que la reina y los dos condes. El de Candespina a pesar de venir ya prevenido por Hernando, no quería dar crédito a sus ojos viendo la reserva de doña Urraca; esta, después de haberse informado de la salud de don Gómez, hizo rodar la conversación sobre asuntos políticos, con objeto de serenarse y disimular más bien su turbación; y Lara, recobrando en un instante su aire apacible y lisonjero, se mostró con el conde de Candespina como hubiera podido hacerlo su más sincero amigo. La posición de los tres actores de aquella escena era tan violenta que no podía ser de larga duración. Don Gómez, que apenas acertaba a contener su enojo, fue quien primero pidió a doña Urraca permiso para retirarse, y ella, temiendo quedarse de nuevo a solas con Lara, le hizo seña para que saliese al mismo tiempo que el de Candespina. Salieron pues juntos ambos magnates de la cámara de la reina, absortos cada uno en reflexiones bien distintas en su especie: Lara, a quien no se ocultó la profunda emoción que causó en la reina su amorosa declaración, y que había presenciado la fría acogida que obtuvo su rival, rebosaba de júbilo y daba libre curso a los ambiciosos proyectos de su fantasía; Candespina, por el contrario, tocando la triste verdad de cuanto su amigo le había dicho, veía perdido todo el fruto de sus incesantes trabajos, sin saber a qué atribuirlo ni qué partido tomar. Todas las pasiones imaginables combatían a un tiempo su despedazado corazón, y a dar en hombre menos firme en la senda de la virtud, hubieran podido producir grandes trastornos en Castilla; pero el conde de Candespina no se desviaba jamás del camino recto. «Desconoce mi lealtad —decía entre sí—; paga mis servicios con frases estudiadas y vacías de sentido; prefiere el dulce veneno de la lisonja a la santa verdad que me es imposible ocultar. No importa: siempre es mi reina; mi vida es suya; consagrémosla a su servicio, y tal vez cuando yo no exista lograré al menos que mi memoria le cueste alguna lágrima». Pero a pesar de toda su filosofía, aquel golpe fue mortal para don Gómez. Llegó a su casa tan demudado que los criados se asustaron al verle, mas él, asegurándoles que nada tenía de particular, se encerró en su cuarto dando orden que a nadie se dejase entrar, incluso al mismo Hernando de Olea. Así permaneció luchando entre mil afectos contrarios hasta el siguiente día por la mañana, que dio la orden de que todo se hallase dispuesto para salir de León antes de dos horas, y en seguida salió dirigiéndose al alcázar. No había pasado aquellas veinticuatro horas doña Urraca muy agradablemente: la inclinación y el deber la indicaban dos caminos opuestos uno al otro. Su corazón se había ya decidido; pero la justicia clamaba contra aquella elección, y la reina no podía acallar el grito de su conciencia. Por otra parte no tenía a quien acudir pidiendo consejo; su confidente Leonor, apasionada y prometida esposa de Hernando de Olea, era demasiado parcial de Candespina para contar con ella; y las demás señoras que la servían, no habían llegado a adquirir suficiente confianza para depositar en ellas secreto de tanto peso. La reina no había querido recibir a nadie en particular, ni menos presentarse en público; pero cuando la anunciaron que el conde de Candespina solicitaba una audiencia, no se atrevió a negársela. —Decidle que a nadie he recibido, pero que a él no sabré rehusarle que me hable cuando quiera —dijo a la dama que había entrado el recado, y cuando salió de la cámara añadió a media voz—: ¡cuán caros me cuestan tus servicios, conde de Candespina! [Ilustración] CAPÍTULO VI Por más que un soberano quiera ocultar sus inclinaciones; por más estudio que ponga para que los que le rodean no conozcan quién es la persona que mayor afecto le merece, puede decirse que es casi imposible que los cortesanos no lleguen a descubrirlo. Únicamente ocupados en espiar las acciones del príncipe, son como la ligera veleta que varía de dirección a impulso del más apagado soplo del viento; el ensalzado conoce su fortuna en las adoraciones que los palaciegos le tributan antes que en los favores del soberano; y el pobre caído preverá su próxima desgracia, por poco tacto que tenga, en la imprudente altanería con que le tratarán. Decimos esto porque era curioso y deplorable a un tiempo observar la diversa conducta de la mayor parte de los cortesanos de Castilla respecto al conde de Candespina, antes de su ausencia y después de su regreso. Entonces no se hablaba más que de su valor y magnanimidad: el uno decía que era el mejor capitán de su siglo; el otro que no había hombre de estado que le igualase en saber; y el de más allá le citaba como el espejo de los caballeros. Todos se honraban con su amistad; haber hablado con el conde de Candespina un cuarto de hora seguido era una dicha de que se hacía el mayor aprecio, y el favorecido tenía cuidado de recoger las expresiones del héroe de Castellar para repetirlas como otros tantos apotegmas y textos sagrados. Un enjambre de hambrientas moscas no acude más presuroso a los panales que la multitud de los cortesanos corría en los salones del alcázar de Burgos a colocarse de modo que cada uno de ellos pudiera hacerse visible personalmente al libertador de la reina. Los menores movimientos de su rostro, una sonrisa, un gesto hecho impensadamente, el aire más o menos preocupado de su persona; todo daba pábulo a las conversaciones; todo producía interminables conjeturas. ¡Cuán diferente cuadro se hubiera presentado a la vista del observador en el alcázar de León! Seguía el conde de Candespina a una dama de la reina que le guiaba a la cámara de su señora; y ambos caminaban tan despacio y tan cabizbajos que era imposible verlos sin adivinar que cada uno iba entregado a sus reflexiones particulares, prescindiendo absolutamente del otro. La más profunda tristeza se veía estampada en el rostro de Candespina: no había podido perder aquella fisonomía, su natural nobleza; mas tampoco conservaban sus ojos la generosa audacia que le caracterizaba en tiempos más dichosos. La posición de los cortesanos era verdaderamente crítica. Si otro cualquiera hubiese caído de la gracia de la reina, tenían ya marcada la senda que seguir, cortando con él todo género de comunicaciones y afectando tratarle con el más alto desprecio. Pero con el conde de Candespina les era imposible portarse de tal modo. Las razones eran muchas y muy claras: ciertamente el conde don Gómez había cesado de ser el favorito de la reina; pero estaba lejos de hallarse malquisto de ella. Lara era el más querido; Candespina el más estimado; aquel el más obedecido; este el más respetado. Tratar con desprecio al conde de Candespina era arriesgarse a probar los filos de su terrible tizona; conservar con él los mismos ademanes respetuosos que en otro tiempo era perderse para siempre con el conde de Lara. ¿Qué hacer, pues? ¿Cómo navegar en aquel mar sembrado de escollos? Un solo arbitrio les quedaba: la fuga; y en efecto lo adoptaron. Nunca bandada de tímidas palomas se dispersa con más prontitud al acercarse el milano; ni huye más ligero el ciervo acosado por los lebreles a la espesura del bosque como, al presentarse don Gómez por segunda vez en el alcázar, se dispersaban y huían los áulicos de su presencia, evitando hasta el tener que saludarle. Era de ver la perplejidad de los que más torpes o menos ligeros no pudieron evitar su encuentro de ningún modo: unos para salir del compromiso fingían hallarse sumamente acalorados en la discusión de cualquier punto; otros, no tan discretos, se resolvían a saludar, y nada más ridículo, nada más asqueroso, permítasenos la expresión, que la manera con que lo hacían. Temor, vileza, falsedad, todo se veía pintado en su mirar oblicuo, engañosa sonrisa y ademanes encogidos. En otra ocasión se hubiera el conde reído de ellos, pero entonces puede decirse que ni los vio. Sus esperanzas destruidas en un solo instante, la felicidad de Castilla comprometida, y la existencia política de la misma doña Urraca aventurada, confiándose las riendas del gobierno a su rival, le ocupaban exclusivamente; y así llegó a presencia de la reina, sin haber reparado en ninguno de cuantos encontró al paso. No era posible presentarse a doña Urraca en ocasión más oportuna para los intereses del conde de Candespina: la especie de reclusión en que la reina pasó las veinticuatro horas que hemos dicho había dispuesto su espíritu de muy distinto modo que se hallaba el día anterior. Lara no la había podido ver de ningún modo: doña Urraca conocía su debilidad; recibirle y exponerse a que renovara la plática de su amor era arriesgarse a darle, a su pesar tal vez, esperanzas a cuya realización se oponían gravísimas razones. Quiso pues tomarse tiempo para fortificarse en la resolución de prohibirle que la requiriese de amores, y cuantas reflexiones hacía con este objeto redundaban en favor de don Gómez. El semblante de este descubrió desde luego a la reina la agitación en que se hallaba; y como la causa de ella no podía tampoco ocultársela, se conmovió singularmente. —Entrad, conde —le dijo—, y sentaos, que vuestra salud no parece mucho mejor que la mía. —Mi salud, señora, es harto buena. ¡Ojalá!... Mas yo no vengo a molestar a Vuestra Alteza con quejas de mi mala suerte, y sí solo a tomar su venia para retirarme de la corte. —¿Cuándo? —Hoy. —¿Por cuánto tiempo? —Lo ignoro; acaso por siempre, a menos que Vuestra Alteza tenga necesidad de mi persona, que entonces... —Será pues excusado que os marchéis; vuestra persona me es siempre útil. —Señora, ¿en las circunstancias actuales y en León, de qué puede servir el conde de Candespina? Es sobradamente sincero para ser buen cortesano, y no faltan a Vuestra Alteza caballeros que en esta materia suplirán muy ventajosamente su falta. —Conde don Gómez, con mucho menos de lo que habéis dicho bastaría para que la reina de Castilla dejara libre para marcharse de su corte a cualquier otro caballero de ella; pero a vos, a quien debo el trono y la vida... —Olvide Vuestra Alteza servicios que ya están recompensados. —¡Olvidarlos! ¡Jamás! —Pues bien, señora, en premio de ellos no pido a Vuestra Alteza más gracia que su licencia para dejar la corte. —¿Qué es esto, don Gómez? ¿Quién ha sido el que os ha dado causa...? —Nadie, señora. Mi carácter solo... Negocios particulares. En fin, señora, es indispensable, aun para la tranquilidad de Vuestra Alteza misma, que yo me retire de León. —Es forzoso decís para mi tranquilidad que os retiréis de León... —Sí, señora: lo es; crea Vuestra Alteza a mi celo, el mayor servicio que actualmente puedo hacerla es alejarme de su presencia. —Si os conociera menos, creería, don Gómez, que dominado de alguna manía incomprensible habíais perdido la razón; pero vuestra cordura me es notoria. —Vuestra Alteza tiene demasiada bondad en ocuparse tanto de lo que nada vale. Mi ausencia de la corte es asunto de pequeña importancia. Días ha que falto de ella y no se me ha echado de menos. —Conde, conde, a vuestro pesar se os conoce que os domina la cólera. —¡La cólera! ¿Por qué, señora? ¿Por qué? Si la cólera me dominase medios habría de satisfacerla; mi brazo puede aún manejar una espada, aún soy... —Conde, recordad con quién habláis. —¡Ojalá no lo tuviera tan presente! Ved, señora, uno de los motivos por los que deseo separarme de la corte: criado en los campos de batalla, acostumbrado al trato sin dobleces ni arterías del simple soldado, el conde de Candespina no puede vivir en donde, perdóneme Vuestra Alteza que lo diga, la verdad es un crimen, la adulación una costumbre, la hipocresía una virtud necesaria. No, señora, yo no puedo, no debo quedarme. Cuando Vuestra Alteza vea sus reinos amenazados por enemigos interiores o extraños, entonces mi espada, mi persona, mi vida, serán las primeras... —No lo dudo, don Gómez, vuestra lealtad me es conocida, y en favor de ella puedo olvidar la dureza de algunas de vuestras expresiones. Mi amistad... —¡La amistad de doña Urraca! ¡Amistad, señora! Yo hubiera querido no estar largo tiempo en presencia de Vuestra Alteza. La disposición de mi espíritu es sobradamente violenta para poder contenerme... —Y bien, decid cuanto queráis; pero calmaos. —¿Qué es lo que he de decir? Lo que Vuestra Alteza está cansada de saber; lo que nadie ignora en Castilla. —No alcanzo. —Sí, señora, Vuestra Alteza lo sabe. ¿Por ventura tan pocos años hace que amo a Vuestra Alteza? —Amarme, ¿y os atrevéis?... —¿Por qué no? ¿Es un delito amar? Tormento podrá ser para el infeliz amador; ofensa para el amado, jamás. La barrera está ya rota, ahora Vuestra Alteza debe saber el resto: quizá de este modo se convencerá de que debo alejarme. —Norabuena: concluid. —No seré largo; no molestaré a Vuestra Alteza recordándole las infinitas pruebas que tiene de mi amor, aunque jamás esta palabra haya salido de mi boca hasta hoy: no hablaré tampoco de que la nobleza y el clero de Castilla me honraron proponiéndome... —Lo sé: continuad. —Sí, señora; todo esto nada importa; la voluntad de Vuestra Alteza es la sola que puede decidir en esta materia, y ya ha decidido. —Os engañáis. —Pluguiera a Dios. —Os lo aseguro. —Señora, ¿por qué se complace Vuestra Alteza en atormentarme? —Lejos de eso, deseo tranquilizaros. —¡Imposible, imposible! Tranquilidad para mí, solo en la tumba. Cuatro años trabajando, suspirando sin cesar solo para conseguir un objeto, y en el momento en que más me lisonjeaba la esperanza, cuando tal vez hubiera podido lograrlo, otro hombre se presenta. —¿Quién? —El conde de Lara. —¿Qué decís? —La verdad. —¿Quién os lo ha dicho? —Mis ojos; Castilla entera. —Os han engañado, conde don Gómez. ¿Queréis más? Doña Urraca desciende a daros satisfacciones: ved si aprecia vuestros servicios. —Si pudiera persuadirme... —Persuadíos pues... —Vuestra Alteza tiene demasiada bondad con un frenético indigno de ella; pero es preciso que yo deje León. —¿Por qué? ¿No basta lo que he dicho? —No, señora, no basta: yo me he aventurado a hablar a Vuestra Alteza de mi amor; esta confesión exige una respuesta. —¡Dios mío! ¿Quién si os oyera diría que es un vasallo el que habla con su reina? Sois singular. —Responded, señora, os ruego... —Terminemos esta conversación, conde: vos y yo estamos harto agitados para poder continuarla. No os mando como reina, como dama os suplico que os quedéis en León. —Vuestra Alteza sabe que soy esclavo de su voluntad. —Pues bien, retiraos por ahora, y no salgáis de mi corte. —¿Sin una palabra? —¿Bastará que os diga que a nadie conozco en Castilla más digno de ser amado que a vos? —Ah, señora, añadid que no seréis de otro... —Nunca, conde; idos. Cuando el conde se decidió a ir a pedir a doña Urraca permiso para salir de León, llevaba en efecto intención de limitarse a hacer su súplica, sin entrar en más explicaciones, convencido de que ni la reina se las pediría, ni dejaría de aprovechar con mucho gusto la ocasión que él mismo presentaba para desembarazarse de su presencia; pero la inopinada resistencia que opuso doña Urraca a su partida llegó a encender su ánimo de tal modo que ya no le fue posible contenerse. Por su parte, la reina, apreciando en su merecido valor las buenas calidades y afecto hacia ella del conde, no podía consentir en que abandonase la corte, como descontento de ella, un hombre conocido en España entera por los servicios que le había prestado y las virtudes que le adornaban. Hallaba, es cierto, más gracias en don Pedro de Lara; pero el mérito evidente de don Gómez la obligaba, por decirlo así, a profesarle cierto afecto más ardiente que la amistad, aunque no pudiera llamarse amor. Así fue como, sin que ni el uno ni el otro hubiesen formado proyectos anteriores, se explicaron completamente en la conversación que acabamos de referir, la cual se terminó retirándose el conde de Candespina a su casa tan gozoso como triste había salido de ella, y quedándose la reina satisfecha de haber en cierto modo pagado la deuda que con él tenía. Parece indudable que en aquel momento triunfó en su corazón don Gómez, pues apenas hubo salido de su cámara cuando llamó a doña Leonor para decirle que no quería se difiriese más tiempo su boda, pues había llegado el conde de Candespina, que debía ser padrino. —Quiero —dijo— probar a mis leales servidores que me intereso en su dicha, y nada será más agradable al conde que ver feliz a su amigo en brazos de mi bella camarera, a quien sospecho que no le pesará tampoco de ello, por más que ahora se sonroje. —Vuestra Alteza es la bondad misma; mas puede ser que alguna otra boda causara más placer al conde que la de Hernando: la suya por ejemplo... —¡Hola!, quieres vengarte haciendo que también... Tú me las pagarás. Y esto lo decía acariciando la mejilla de su confidente, que no podía volver de su admiración, viéndose tratar con tanto cariño al cabo de meses que apenas se hacía mención de ella para nada. [Ilustración] CAPÍTULO VII El lector recordará sin duda que cuando el conde de Candespina se retiró de la presencia de doña Urraca, la primera vez que la vio desde su regreso a León, iba tan apesadumbrado por el modo con que fue recibido que se encerró en su cuarto, dando orden a sus criados que a nadie dejasen entrar en él, incluso a su íntimo amigo Hernando. Sucedió pues que, ansioso este caballero de saber cómo doña Urraca se había comportado con el conde, fue a su casa, en la cual se halló extremadamente sorprendido viendo que por primera vez se le negaba la entrada, que estaba acostumbrado a encontrar franca. Desde luego conoció que debía haber sucedido alguna cosa que hubiera disgustado al conde notablemente para obligarle a estarse en estricta reclusión; y persuadido de que así que se calmara algún tanto le recibiría y comunicaría sus penas, se retiró con propósito de volver al siguiente día, y así lo hizo en efecto; pero fue precisamente cuando ya el conde había salido para el alcázar, dando antes la orden para que todo estuviera dispuesto de modo que pudiese salir antes de dos horas de León. Apenas Hernando supo tal determinación, mandó que se le dispusiera también un caballo para él, pues de ninguna manera dejaría partir solo a su amigo, aunque se arriesgase a enojar a doña Leonor; y en seguida se fue también al alcázar a buscar al conde, quien se hallaba en la cámara de la reina cuando el de Olea llegó. Decidido a esperarle, púsose a pasear por los salones no haciendo caso de cuantos se hallaban en ellos, y sin que tampoco se le acercase ningún cortesano. Hernando era para ellos una fiera, en cuyas inmediaciones no se creían seguros: sofismas y razones especiosas nada valían con un hombre cuyo único argumento era la lanza, y para quien no había respetos humanos capaces de moderarle, como no fuese de parte del conde su amigo o de doña Leonor; por consiguiente, los cortesanos le temían demasiado para que buscasen su compañía, y él los despreciaba tan altamente que no se curaba de su amistad más que de su odio. Paseábase pues solo, como hemos dicho, y en la mayor agitación, haciendo de cuando en cuando algún gesto amenazador y murmurando entre dientes tal cual imprecación, que eran evidentes señales de que la cólera le dominaba, precisamente en ocasión en que el conde de Lara se presentó en el alcázar para ver a la reina. Aunque Su Alteza no había querido recibirle en todo el día anterior, calculaba acertadamente don Pedro que era por efecto de su declaración amorosa, que estando demasiado reciente haría que la reina no pudiera verle sin turbarse; pero ya pasadas veinticuatro horas pensaba que habría tenido tiempo para serenarse, y que, en consecuencia, le recibiría. Se engañó sin embargo en sus conjeturas: en vano insistió en que se le anunciase a la reina que se hallaba allí: se le contestó que Su Alteza se hallaba conferenciando con el conde de Candespina, y que había absolutamente prohibido que nadie entrase. —Eso no puede entenderse conmigo —dijo orgullosamente. —Vueseñoría se engaña —le contestaron—: está expresamente dicho que no entre el conde de Lara. —¿Cómo? ¿Será posible? —Sí, señor. —Ya tenemos aquí al incomparable conde de Candespina, ¿para qué quiere Su Alteza más servidores? —Para nada los necesita —exclamó Hernando perdida ya la paciencia—, para nada. —Sosegaos, noble Hernando, sosegaos: nadie trata de injuriar a vuestro amigo. —¿Injuriarle? ¡Cuerpo de Cristo! Mientras Hernando conserve el uso de sus brazos, ¿quién osará en su presencia injuriar al conde de Candespina? Nadie; y menos que nadie cortesanos cuyas únicas armas son la lisonja y la calumnia. Mudó de color Lara, y los que le rodeaban, asombrados de semejante lenguaje, quedaron como petrificados. —Sois violento en extremo, Hernando. —Sincero, franco es lo que soy. —Norabuena; pero os excedéis en vuestras palabras. —Cuanto dice mi lengua lo sostiene mi espada; y no todos hacen lo mismo... —Aquí nadie ha dicho cosa que pueda ofenderos. —El que la hubiera dicho ya estaría arrepentido. —Mucho presumís. —Pronto estoy a darle pruebas al que tenga dudas. —Nadie las tiene; pero no debe sorprenderos que el conde de Lara extrañe que se le niegue la entrada adonde se le concede al de Candespina. —¿Y por qué ha de extrañarlo? ¿Pueden los servicios del conde de Lara compararse con los de don Gómez? Cuando el conde de Candespina, solo por decirlo así, fue a sacar del corazón de un reino enemigo a doña Urraca, ¿se le ocurrió al conde de Lara disputarle la preferencia? —Si la ocasión se hubiera presentado... —En Soria se presentó a todos igualmente. ¿Quién arriesgó su vida, don Gómez o don Pedro? Iba el conde a contestar, pero felizmente acaso para él salió el de Candespina de la cámara de la reina con un semblante tan gozoso que llamó la atención de todos. Apenas le vio Hernando volvió la espalda al de Lara, y dirigiéndose a él: —Loado sea Dios —le dijo— que os encuentro; decidme... —Venid conmigo y os diré cuanto queráis. Caballeros, guárdeos el cielo. Y diciendo así ambos amigos salieron del alcázar dejando absortos al conde de Lara y demás personas que allí se hallaban. Sin embargo de todo, no quiso el conde de Lara abandonar el campo sin hacer la última tentativa para conseguir su objeto; y así que Hernando y el conde se marcharon, hizo tanto que logró finalmente que se entrara recado a la reina de que deseaba hablarla, no dudando de que doña Urraca le recibiría inmediatamente; pero más le hubiera valido no empeñarse tanto, pues marchándose desde luego habría evitado el desaire que sufrió cuando públicamente le dijeron que Su Alteza no quería de ningún modo recibir a nadie más. Cuál fue la turbación del orgulloso don Pedro viéndose desairar a la faz de todos los cortesanos, fácil es de pensar. Supo contenerse en público y afectar un semblante sereno; pero sus entrañas se abrasaban, y juraba interiormente arriesgarlo todo para vengarse de su rival. Dominado de tales sentimientos llegó a su casa, y llamó a Lope, criado de toda su confianza, para encargarle una comisión de la cual pendía el éxito de todos sus proyectos. La oposición de doña Urraca a recibirle le hacía conocer que la reina temía tratarle demasiado bien; y por lo mismo una conversación secreta con ella era el objeto de todos sus deseos. Convencido de que por los medios ordinarios no lo lograría, al menos tan pronto como lo exigían las circunstancias, se decidió a dar un paso algo violento pero que podía tener excusa dándole cierto aspecto novelesco muy del gusto de la reina. Todas estas reflexiones fueron obra de un instante, y ya estaban hechas cuando Lope se presentó a su amo con un aire que quería ser humilde, pero que no pasaba de hipócrita. —Lope —le dijo el conde—, te tengo mandado que trabes amistad con los criados inferiores del alcázar. —Sí, señor. —Y que averigües cuidadosamente todas las interioridades. —Sí, señor. —Y bien, ¿se han cumplido mis órdenes? —Sí, señor. —¿Y sabrás responderme alguna cosa más que «sí, señor», salvaje? —Sí, señor, lo que Vueseñoría me mande. —Veamos, pues, si conocerás al jardinero. —Sí, señor, un buen mozo muy bebedor. —Eso no es del caso. —Vueseñoría me perdonará que le diga que sí lo es, porque ambas calidades, la de buen mozo y la de bebedor, son las que me han hecho buscar con preferencia su amistad. —Pues a ti, bribón, ¿qué diablos te importa su figura? —A mí, la verdad sea dicha, nada; pero a una doncella de doña Camila... —¿La dama de honor? —Sí, señor, pues a esa, como iba diciendo, le ha parecido bien la figura de Cosme, y como doña Camila es dama de Su Alteza, ya ve Vueseñoría... —Lo que yo veo es que no has perdido el tiempo en la corte. Mas déjate de digresiones, y dime si es hombre el jardinero con quien se puede contar... —Para cuanto se quiera: con solo suministrarle algunos cuartillos... —Aunque sean azumbres: toma esta bolsa; gasta sin temor, y cuenta con una buena recompensa si antes de la noche logras introducirme secretamente en el jardín del alcázar. —¿Antes de la noche, señor? —Sin remedio; marcha y ten presente lo que voy decirte: el conde de Lara recompensa con oro a sus servidores; pero tiene un puñal para los indiscretos. —Crea Vueseñoría que yo... —Basta; marcha a ejecutar mis órdenes. La reina tenía costumbre de bajar ordinariamente sola, o cuando más acompañada de una de sus damas, a pasearse por los jardines del alcázar al ponerse el sol; y el conde de Lara, que en la época de su privanza había tenido alguna vez que otra el alto honor de ser exceptuado de la regla que excluía a todo hombre de aquel paseo, sabía por consiguiente que en ningún momento se presentaría ocasión más oportuna para hablar a doña Urraca. La dificultad consistía solo en penetrar en aquel recinto sagrado: mas como el oro todo lo puede, el jardinero Cosme, merced a una dosis más que regular de un vino añejo tan delicioso para él como el néctar de los dioses, y a unos cuantos maravedises, puso en manos del astuto Lope una llave de la puerta falsa del jardín del alcázar. Lleno de aquel júbilo infernal que siente todo malvado cuando acaba de hacer una buena picardía, corrió Lope a llevar a su digno amo la llave del jardín, que aquel recibió con el contento fácil de imaginar. Recompensó ampliamente, como lo había prometido, el celo de Lope, y encargándole de nuevo el secreto, partió disfrazado con ropas humildes a situarse en paraje del jardín oportuno para sus miras. Escogió para ocultarse un cenador cubierto de verde y tupida yedra, y en él esperó, no sin alguna inquietud, la llegada de la reina, cuyo paso lento y mesurado no tardó en herir sus oídos. Doña Urraca venía sola, pues en ninguna ocasión más que en aquella tenía motivos de entregarse a las más serias reflexiones. Los condes de Lara y Candespina la ocupaban enteramente: no sabía por cuál decidirse. Pues aunque es cierto que entonces, aun a su mismo entender se inclinaba la balanza en favor de don Gómez, sin embargo la imagen seductora de don Pedro la perseguía sin cesar. Tal era la perplejidad en que se hallaba cuando llamó su atención el ruido de las hojas movidas por Lara, que saliendo de su escondite se presentó de repente a sus ojos; y antes de que hubiera tenido tiempo de pronunciar una sola palabra, ya el cortesano arrodillado a sus pies besaba humildemente la falda de su vestido. —Suspenda Vuestra Alteza su enojo —dijo, interrumpiéndose con profundos sollozos—, soy culpable, es verdad; pero la causa de mi delito es Vuestra Alteza misma... —¡Cómo, conde de Lara!, ¿habéis osado...? —¿...arriesgarlo todo para ver a Vuestra Alteza? ¿Qué otro medio me quedaba? Arrastrado por el ímpetu de una pasión irresistible, yo mismo pronuncié mi sentencia declarando mi amor. Vuestra Alteza me ha castigado privándome de su presencia. Yo vengo a pedir la muerte, mil veces preferible al tormento de no ver a doña Urraca. —¿Y no podíais haber esperado?... —Sí, señora, si el amor fuera capaz de esperar; pero me ha sido imposible. El resto de la conversación que siguió, sobre ser demasiado prolija, es además de tal naturaleza que nos parece excusado abusar de la paciencia de nuestros lectores referírsela menudamente. El hecho es que fue larga; que en ella desplegó Lara todo su arte, no de amar sino de seducir; y que doña Urraca le dejó ver demasiado la inclinación que le tenía. Sin embargo, le declaró positivamente que estaba resuelta a no partir el trono con nadie, y en efecto así era la verdad; pues escarmentada con el pasado matrimonio con el rey de Aragón, juró que aunque llegase a dar su mano a un príncipe o magnate, reservaría para sí sola toda la autoridad en Castilla, y además le manifestó que los servicios y popularidad del conde de Candespina exigían que se le tuviesen las mayores consideraciones. A otro hombre con más delicadeza y menos conocimiento de la humana fragilidad le hubieran desalentado tales preliminares; pero Lara, que conocía a la reina, esperaba, quizá no sin fundamento, que cediendo por entonces a todo, el tiempo y su maña la harían mudar de propósito. Habiendo, pues, logrado a fuerza de ruegos y extremos que doña Urraca prometiera recibirle al siguiente día en el mismo paraje, aunque en presencia de una dama de quien por ser parienta de Lara creyó poder fiarse, se retiró muy entrada la noche a su palacio. [Ilustración] CAPÍTULO VIII Amaneció el día siguiente al de los sucesos que acabamos de referir, y el sol no madrugó más que la mayor parte de los actores de nuestra historia, pues cada uno de ellos se hallaba demasiado agitado para poder entregarse largo tiempo al reposo. En efecto, doña Urraca acababa de comprometerse, por decirlo así, con los dos condes, y buscaba inútilmente algún medio para quedar airosa con ambos. Candespina se veía a punto de recobrar su ascendiente y, a su entender, de conseguir todos sus deseos. Lara, aunque en realidad había perdido momentáneamente como privado, conocía que como amante estaban sus negocios en el mejor estado; y por último, doña Leonor y Hernando, que en aquel día debían unirse con lazo indisoluble, es de presumir que tampoco estarían muy tranquilos. La magnífica catedral de León se había adornado con el mayor aparato para la ceremonia religiosa que se preparaba: los habitantes de la capital circulaban por las calles vecinas al alcázar esperando con ansia el momento en que la desposada saliese de él acompañada de la reina; los cortesanos, vestidos con un fasto excesivo, llenaban ya los regios salones, y la nueva privanza del conde de Candespina era el objeto en que todos se ocupaban. Solo el conde de Lara no se presentó en el alcázar, y esta falta produjo una sensación visible: sus parientes y amigos parecía que asistían forzados a aquella ceremonia, y demostraban en el arrugado ceño y ademanes desdeñosos el descontento que padecían: los demás, conformando su conducta a las circunstancias, volvían a elogiar a don Gómez, y a soltar de cuando en cuando tal cual epigrama contra Lara: en una palabra, un día bastó para que todo mudase de aspecto. Las diez de la mañana serían cuando salió del alcázar la real comitiva para la catedral. La novia, con un suntuoso vestido regalo de su soberana, marchaba al lado de esta, tan ruborosa, tan bella, que acaso no hubo un hombre, entre la multitud que la rodeaba, que no envidiase la dicha del venturoso Hernando, quien a la puerta del templo la esperaba en compañía del conde su amigo, y un sinnúmero de parientes y parciales, con un ansia fácil de concebir. No se dijeron una palabra los dos futuros esposos; pero una mirada fue para cada uno de ellos más expresiva que lo hubiera sido un discurso por elocuente que fuese. La comitiva entró en la iglesia: sus bóvedas resonaron con los himnos sagrados, y a poco ya Leonor y Hernando habían jurado al Supremo Hacedor amor y constancia eterna. Celebrose en seguida el santo misterio de nuestra redención, y los esposos salieron de la catedral con la misma comitiva que a ella habían llevado. La ceremonia religiosa que acababa de terminarse parecía haber dado a todos los ánimos cierta serenidad que anunciaban los placenteros rostros de damas y caballeros, únicamente ocupados en los festejos que, para más solemnizar la boda de su camarera y amigo, habían dispuesto la reina y el conde de Candespina; pero cuando ya la comitiva entera, acabando de salir del templo, se ordenaba para regresar al alcázar, llamó la atención general el confuso rumor del pueblo que abría paso a una persona que apresuradamente venía al encuentro de la reina. Era este un moro, vestido según la costumbre de su país, con extraordinaria magnificencia y montado en un caballo andaluz admirable por su belleza y gallardía. Coronaba el turbante del infiel una pieza de finísimo y brillante acero, terminada en figura cónica: cubría su pecho una coraza no menos lucida, en la cual llevaba engastadas razonable número de piedras preciosas; y el puño de la cimitarra, pendiente del costado derecho, así como el de la gumía o daga que llevaba en la cintura, correspondían a la riqueza del resto de su equipo. Seguíale a pie un esclavo negro como el ébano, cargado con la lanza y adarga de su señor. La persona del moro era la de un hombre de mediana estatura bien configurado pero cuyos miembros no habían aún adquirido toda la robustez de que eran capaces: su rostro moreno claro, sus ojos vivísimos, la delicadeza de sus facciones, y sobre todo el bozo apenas naciente que en él se reparaba, descubrían que su edad no podía pasar de dieciocho a veinte años. Como Castilla se hallaba en paz con los mahometanos españoles, la venida de uno de estos a León nada tenía de particular, pues aunque moros y cristianos eran enemigos por religión y política, acostumbraban sin embargo a visitarse recíprocamente por curiosidad u otras causas cuando las circunstancias se lo permitían. En el reinado del padre de doña Urraca especialmente se hicieron más comunes las relaciones entre ambos países, tanto porque don Alfonso debió protección y amparo a los musulmanes, en la persecución que sufrió de parte de su hermano don Sancho, como porque posteriormente casó con Zaida, princesa mora sevillana. Por esto, pues, aunque la presencia del moro que hemos tratado de describir excitó como es natural la curiosidad de los leoneses, no les pareció de ningún modo alarmante su repentina aparición. La reina misma se volvió hacia el lado de donde venía el rumor, y se paró a admirar la elegancia de la figura y riqueza del vestido del infiel, que habiendo preguntado quién era la reina y habiéndolo sabido por uno de los circunstantes, saltó con la mayor ligereza de su caballo a tierra, y con sereno y modesto continente se encaminó derecho a ella. Llegado a sus inmediaciones, hizo tres reverencias seguidas cruzando los brazos sobre el pecho e inclinando el cuerpo hasta tocar casi en el suelo con la cabeza, y en seguida, postrándose a los pies de doña Urraca, esperó humildemente a que esta le dirigiese la palabra, en lo que se tardó algún tanto, pues tan inesperada acción sorprendió a la reina de Castilla. En fin, después que se hubo recobrado, le dijo, haciéndose un tanto atrás: —Álzate, moro, y di qué quieres. —Reina de Castilla, sultana de la belleza, flor de los nazarenos —contestó el infiel levantándose—: el libro de la verdad dice que la luz del sol brilla para todos. —Verdad es; pero sed breve o dejad vuestra súplica para momento más oportuno. —Alí, hijo de Hamet, solo viene a pedir a tu justicia un campo en qué lidiar. —Moro, si de alguno de mis vasallos tienes queja, yo te haré justicia. —La afrenta que el noble recibe, solo con la sangre del que se la hizo puede lavarse: y está escrito que Hamet derramará la del traidor que le ultrajó, con la ayuda de Alá y del santo Profeta. —Bien: nómbrame al menos tu ofensor. —Que la maldición del Profeta caiga sobre su detestable cabeza. Sultana de Castilla, en tu presencia y a la faz de tu pueblo acuso de traidor y desleal, indigno del nombre de caballero, al malvado que los hijos del Nazareno llamáis conde de Lara. —¿Qué dices, infiel? —exclamó la reina, mas no pudo continuar, pues las últimas palabras de Alí, pronunciadas en voz elevada, hiriendo los oídos del pueblo, produjeron en la multitud un efecto extraordinario. Lo mismo que la cristalina superficie del océano, si de repente sopla un recio huracán, se rompe y divide en enormes montañas de agua que chocándose entre sí causan un pavoroso estruendo, del mismo modo las injurias del moro contra el conde de Lara produjeron en el pueblo leonés, o al menos en gran parte de él, la mayor agitación. Desde luego las personas prudentes y tímidas se retiraron de la concurrencia; pero la muchedumbre, siempre curiosa, siempre amiga de novedades y pronta a irritarse cuando cree ser la más fuerte, prorrumpió en descompasadas voces contra el infiel, que osaba, decían, venir a insultar a los cristianos en sus propios hogares. Alí volvió el rostro sosegadamente al pueblo; contempló su agitación con la misma serenidad que si no se tratara de su persona, y pareció dispuesto a esperar la resolución de doña Urraca, que llena de espanto no acertaba a proferir una palabra. Los caballeros que rodeaban a la reina, y en particular el conde de Candespina, se disponían a hablar a la plebe para tratar de calmarla; mas hubieron de renunciar a su proyecto viendo que los amigos y parciales del conde de Lara, movidos de un espíritu frenético de venganza, empezaron a gritar: —Muera el perro infiel que se atreve a insultar a los ricos hombres de Castilla. Y al punto brillaron desnudas más de veinte espadas contra el inalterable Alí, que sin perder nada de su serenidad, desnudó la cimitarra, tomó en un instante el escudo de manos del negro, y se puso en ademán de hacer frente a sus contrarios. —¡Asesinos, cobardes! —gritó Hernando de Olea desnudando su acero y poniéndose al lado del moro—; conmigo las habrá el que se atreva a tocarle. El conde de Candespina también tiró su espada en defensa del agareno, y como es de presumir todos los de su bando hicieron otro tanto. Quien únicamente conservó su sangre fría fue don Diego López, que formando un escuadrón cerrado con la guardia de la reina sacó a esta señora y a sus damas del tumulto, y las condujo a palacio. Entre tanto se aumentaba el número de los contrarios y defensores de Alí: ambos partidos se llenaban de injurias, y hubieran llegado a las manos sin la circunstancia de estar el de Lara sin jefe y ser el conde de Candespina quien capitaneaba el contrario. Alí no encontraba expresiones con que agradecer a los parciales del conde el interés que tomaban por él; y les suplicaba que le abandonaran a su suerte, antes que derramar por él la sangre de sus hermanos. Pero Hernando juraba que haría pedazos al primero que osase acercarse, y los demás caballeros deseaban aprovechar aquella ocasión de saciar sus antiguos rencores. A pesar de la prudencia y esfuerzos de don Gómez, tal vez hubiera sido imposible evitar un combate sangriento si la casualidad de haber pasado esta escena en las inmediaciones de la catedral no hubiera hecho que los canónigos, testigos de aquel desorden, se apresuraran a revestirse y salir de la iglesia, llevando en procesión una imagen de nuestro Redentor, muy venerada en la ciudad. Esto y las persuasiones de los canónigos disiparon por entonces al pueblo y partidarios de Lara; y Alí pudo, escoltado por sus defensores, ir a la posada del conde de Candespina, adonde le llevaron para mayor seguridad. Hernando encontró allí a su bella esposa entregada a la más cruel inquietud; pero con el gozo de verle sano y salvo no se acordó siquiera de reprenderle por lo que ella llamaba su temeridad. Advertimos a nuestros lectores que el conde había suplicado a Hernando que ocupase con su esposa una habitación de su propia casa; y dejaremos para el capítulo siguiente referirles lo que en ella pasó con el valeroso Alí, hijo de Hamet. [Ilustración] CAPÍTULO IX El suceso de Alí había puesto en fermentación todos los espíritus en la corte de Castilla. Los dos partidos de Candespina y Lara, que hasta aquel punto habían conservado al menos las apariencias de la urbanidad por respeto a la reina, rota una vez la barrera no querían volver a entrar en sus respectivos límites; y cierto género de hombres turbulentos por naturaleza e interés, que no faltaban en ambas facciones como nunca han faltado en semejantes casos, hablaban de someter al juicio de Dios, esto es, a la suerte de las armas, la decisión de sus contiendas. En un instante desaparecieron todos los preparativos hechos para festejar el casamiento de doña Leonor y Hernando. Cada caballero corría a su casa a armarse y a armar a sus criados; los ciudadanos se retiraban también a sus hogares, mas era a encerrarse en ellos para ponerse a cubierto de los horrores que preveían; y por último, en el mismo alcázar se tomaban las más vigorosas medidas para prevenir todo accidente. Don Diego López, que mandaba la guardia de la reina, aseguró a esta señora que nada tenía que temer por su persona aun cuando el furor general llegase a tal punto que hubiera quien pensase en atacarla; y como doña Urraca conocía la lealtad y valor del señor de Nájara, se tranquilizó lo bastante para pensar en interponer por fin su autoridad en aquel negocio, enviando dos mensajeros en busca de los condes de Candespina y Lara. Pero lo que nosotros hemos referido en poquísimas líneas fue obra en León de más de una hora. Durante este tiempo el joven Alí se conciliaba cada vez más el afecto de sus protectores. La condición del moro correspondía en efecto a cuanto de su bien dispuesta persona podía esperarse; afable con extremo, cortés sin ser lisonjero, y con un talento claro y bien cultivado: Alí arrastraba tras de sí los ánimos de cuantos le escuchaban. Ya se supondrá que si la discreción del conde de Candespina fue bastante para que no hiciera pregunta ninguna a su huésped sobre el motivo de su odio al conde de Lara, ni Hernando ni su esposa pudieron contenerse; y a la verdad su curiosidad no carecía de disculpa. —Confieso —le decía Hernando— que he admirado vuestra serenidad, viéndoos rodeado de una multitud de furiosos que clamaban por vuestra muerte. —La vida de los hombres depende de la voluntad de Dios —contestó el moro—, y no hay poder bastante en la tierra para atrasar ni adelantar un momento el instante de su muerte. —Buena será esa máxima —replicó Leonor—, pero yo sé decir de mí que estaba muerta de miedo. —¿Y cuándo la cándida paloma ha alzado tanto el vuelo como el águila? —contesto el moro. —¿Y no pensabais —volvió a decir Leonor—, no pensabais en la pena que vuestra muerte hubiera causado a vuestra dama, si la tenéis...? —Hermosa cristiana, las dulzuras del amor no me han sido concedidas; pero tengo en cambio una hermana a quien mi muerte hubiera dejado sin amparo. —¿Una hermana? ¿En Granada? —Mi patria es Sevilla; pero mi hermana está en León. —¡Válgame el cielo! En León tenéis hermana. Hernando, si vos quisierais... —Mi esposa —dijo Olea— desea tener a vuestra hermana en su compañía. Concededla esta gracia. —Cristianos, me colmáis de favores. —Dejad eso y marchad a buscarla. —¿Qué decís? —interrumpió el conde—; este caballero no puede salir de aquí sin peligro de su vida; que diga donde está su hermana, y se irá por ella. Alí señaló la posada en que había dejado a su hermana guardada por algunos esclavos; y varios criados del conde guiados por el negro escudero fueron en su busca. Entre tanto no perdonaba medio ninguno la astuta doña Leonor para saber del moro el origen de su odio al conde de Lara: pero este, eludiendo unas preguntas y haciéndose el sordo a otras, dejó burlados todos sus ardides, sin que la respuesta más directa que dio pasase de decir que el hombre de honor no debía publicar sus afrentas hasta que estuviesen vengadas. Desembarazado por fin de aquella especie de examen fiscal, se ocupó con el conde de Candespina del asunto que parecía absorber toda su existencia. El conde le ofreció toda su protección, y cuando vino el mensajero de parte de la reina a buscarle, tomó a su cargo la comisión de suplicarle que le concediese una audiencia. Bien hubiera querido Hernando acompañar a su amigo al alcázar; mas como la orden de la reina nombraba únicamente al conde de Candespina, quiso este ir absolutamente solo. Ya estaba Lara al lado de doña Urraca cuando don Gómez se presentó, y desde luego la reina se quejó agriamente a ambos condes de la escandalosa escena de aquella mañana. Fácil le fue disculparse al de Lara con solo hacer presente que no habiéndose hallado en ella, ninguna responsabilidad podía exigírsele: mas no así el de Candespina que había tomado en ella una parte sumamente activa. Pero el noble castellano era incapaz de arrepentirse de su generosa acción. —Sí, señora —dijo a la reina—, he sacado el acero, me he puesto al lado de un hombre a quien una multitud furiosa trataba de sacrificar, si este es un delito, yo me confieso reo; pero no puedo arrepentirme... —Y por un infiel —dijo la reina—, por un infiel ibais a derramar la sangre de vuestros hermanos. —Un infiel, señora, es un hombre; y asesinos no pueden nunca ser mis hermanos. —Conde don Gómez —exclamó Lara—, ¿asesinos llamáis a los caballeros de la casa de Lara? —Aunque sola Su Alteza tiene derecho a examinar mi conducta y palabras —contestó don Gómez—, quiero que me digáis, conde de Lara, qué nombre daremos a los que siendo ciento atacan a uno. —Baste, caballeros —interrumpió la reina—, consiento en olvidar lo pasado; pero es preciso que la paz se restablezca inmediatamente. —Por mi parte —dijo Lara—, no tengo más voluntad que la de Vuestra Alteza. —Y yo —añadió don Gómez—, yo respondo a Vuestra Alteza de mis parientes y amigos. —Está bien, señores; retiraos pues, y cumplid vuestras promesas. Lara se disponía a obedecer a la reina, pero Candespina le detuvo para que oyese la súplica que en nombre de Alí iba a hacer a Su Alteza para que le admitiese a su presencia. Este nuevo incidente desconcertó a don Pedro, que se creía desembarazado para siempre de la presencia del moro; pero no se atrevió a proferir una sola palabra que diese a entender su descontento. La reina, por su parte, manifestó visiblemente su desagrado de que el conde de Candespina tomase cartas en aquel asunto; mas él con su acostumbrada inflexibilidad insistió tanto, y con tales razones demostró que era de rigurosa justicia conceder a Alí la audiencia que pedía, que al cabo la obtuvo para aquella misma noche. Llegó esta en efecto, y doña Urraca, sentada en un magnífico trono situado en una de las extremidades del más suntuoso salón del alcázar, rodeada de sus damas y de la mayor parte de la nobleza de Castilla, esperó, con un semblante en el cual a su pesar se leía no poco descontento, el instante de recibir al moro, origen inocente de las turbulencias de aquel día, quien no tardó mucho en presentarse acompañado del conde de Candespina, Hernando de Olea y todos sus parciales. Alí venía completamente armado, pero sin lanza ni escudo, y Hernando también iba dispuesto a entrar en lid; los demás caballeros llevaban vestidos de corte. Desde luego las armas de Hernando llamaron la atención general, pero pronto se dedicó toda al moro, que después de sus acostumbrados saludos y de haber recibido de la reina la orden de exponer brevemente su súplica, lo hizo en esta forma: —Reina de Castilla, mi súplica ya la sabes: soy noble, estoy agraviado; solo vengo a pedir un palenque en el que, con la ayuda de Alá, espero recobrar mi honra. —¿Quién te ha ofendido? —El conde de Lara. —¿Cómo puedo yo haberte ofendido, infiel —exclamó Lara—, si en mi vida te he visto? —Silencio —dijo la reina—, nadie sea osado a hablar sin mi permiso. Y tú, contesta: ¿es cierto que nunca has visto al conde de Lara hasta hoy? —Nunca. —¿Cómo pues te ha ofendido? —¿Cómo? Él lo sabe: mi nombre le descubrirá el arcano. Conde de Lara, yo soy Alí, hijo de Hamet. Todos los ojos se fijaron en Lara, a quien este apóstrofe hizo mudar de color; pero sea que no se atreviese a faltar a las órdenes de la reina, contestando sin que esta se lo mandase, o bien que no quisiera o tuviese qué responder, lo cierto es que guardó el más profundo silencio. Doña Urraca, después de haber considerado atentamente a los dos adversarios, se volvió a Alí y le dijo: —Singular es que seas su enemigo sin conocerle; pero al menos nos dirás cuál es la ofensa que te ha hecho. —Cuando Lara no exista la sabrás, reina. —Moro, recuerda que hablas con la reina de Castilla, y obedece sus mandatos. —Alá me preserve de faltarte al respeto; pero en tanto que mi ofensor viva, mis labios no pronunciarán nunca el agravio que me ha hecho. —Para que yo consienta el combate debo saber la causa. —Yo reto por traidor y desleal al conde de Lara en vuestra presencia, damas y caballeros. ¿No basta esto en Castilla para que un noble salga a la palestra? —Y sobra —contestó Candespina—: Vuestra Alteza no puede ya oponerse al combate sin menoscabo de la honra del conde de Lara mismo. —Callad —exclamó colérica la reina—; callad, y sea esta la última vez que se falte a mis órdenes. En fin, moro, resuelves no comunicarnos de qué acusas al conde de Lara. —Él lo sabe, repito, y si no es un cobarde, recogerá esa prenda —y al mismo tiempo le arrojó un guante, que cayo a los pies de su enemigo. Este permaneció inmóvil; pero la reina se dirigió a él, diciéndole: —Veamos si vos, conde de Lara, nos aclaráis este misterio. —Yo, señora, nada sé; no conozco a ese infiel, y su nombre hiere hoy mi oído por primera vez. —Caballeros, ya oís la respuesta del conde. —Y yo sostengo —exclamó Alí— que ha mentido. —Miserable —contestó furioso Lara cogiendo el guante—, tu vida me dará satisfacción. El conde de Lara no había manifestado hasta entonces la menor inclinación a combatir con el moro; pero ya fuese que no pudo resistir a las injurias que Alí le hacía, ya que conociera que su pusilanimidad iba a perderle para siempre aun en la opinión de sus mismos partidarios, lo cierto es que al coger el guante parecía animado por el noble resentimiento de un hombre de honor cruelmente ofendido. Tanto los caballeros como las damas presentes manifestaron con una especie de aplauso la satisfacción que les causaba el proceder del conde, y volvieron la vista hacia Alí para ver si conservaba o no la entereza que hasta aquel punto había manifestado; pero lejos de verse la más mínima señal de turbación en el rostro del joven musulmán, brillaba en sus ojos todo el fuego de la venganza, pronta a satisfacerse. Doña Urraca misma permaneció algún tiempo silenciosa y pensativa, contemplando ora a Alí, ora a Lara, que ambos enfrente de ella esperaban con visible impaciencia su resolución; hasta que por fin anunció que pues el conde de Lara había recogido la prenda del combate, por no desairarle consentía en que se verificase, y señalaba para que tuviese lugar el octavo día, a contar desde aquel. Alí dio las más expresivas gracias por la merced que se le hacía, y se retiró después de haber dicho que el caballero Hernando de Olea le honraba siendo su padrino en aquel combate. El conde de Lara nombró para que lo fuese suyo a Gutierre de Cetina, su deudo, que ejercía las funciones de mayordomo de la reina; y en seguida se dispersó la reunión. [Ilustración] CAPÍTULO X Mientras que en el alcázar de Burgos pasaban los sucesos que han dado materia al capítulo anterior, la esposa de Hernando de Olea desempeñaba los deberes de la hospitalidad con la interesante hermana de Alí, con una dulzura de que solo las mujeres son capaces. Zulema, que así se llamaba la joven mora, tendría como unos diecisiete años de edad, reuniendo además en su persona todos los dones que puede la naturaleza dispensar a una mujer para cautivar los corazones de cuantos la miren; pero no brillaba su rostro con los vivos colores tan propios de sus pocos años, ni la alegría de la juventud animaba dos ojos negros como el ébano; antes, por el contrario, su palidez y lánguido mirar descubrían que su corazón sufría el peso de alguna grave desgracia. Todo esto lo vio desde el primer instante doña Leonor, y como estaba dotada de sobrado ingenio, se prometió que la sencilla sevillana descubriría sin duda el secreto que su hermano guardaba tan cuidadosamente. En efecto, pasados los primeros cumplimientos, nuestras dos damas, jóvenes ambas, y ambas con un semblante tan afable que las provocaba a una recíproca confianza, parecían sin embargo suspensas, no atreviéndose ni una ni otra a entrar en materia, hasta que doña Leonor, como de más edad y experiencia, tomando una mano de Zulema y estrechándola con la suya, rompió el silencio diciéndola: —Mal parece en una niña como vos tanta tristeza: consolaos, y creed que, ya que no esté en nuestra mano devolveros lo que tal vez habéis dejado en Sevilla, haremos cuanto esté de nuestra parte para solazaros. —¡Ah, señora! —respondió casi llorando Zulema—, ¡cuán bondadosa eres! Pero no repares, te suplico, en mi melancolía que no puedo desterrar... —¿Cómo, a vuestros años, puede haber penas tan profundas? —¡Ay!, la herida está en el corazón, bellísima cristiana, en un corazón que jamás había padecido y por eso es más dolorosa; por lo mismo será eterna. —¡Pobrecilla criatura! ¡Cuánto diera yo por poder aliviar tus penas! —¿Aliviarlas? Imposible..., imposible. Más fácil sería que el Guadalquivir dejase de derramar sus aguas en el mar. —¡Infeliz!, ¿y ninguna esperanza os queda? —Ninguna, como tú dices: ninguna. —Acaso la muerte... —¡Ojalá! Al menos esperaría ser feliz cuando Azrael cortase el hilo de mi vida. Mas dejemos, amable señora, de ocuparnos en mis penas, no venga yo a turbar tu felicidad con mis lamentos tan inútiles como importunos. —No lo son por cierto para mí. Consolar al triste es un precepto de la verdadera religión... —¡Ah! —exclamó Zulema arrebatada—, ¿por qué ha de haber monstruos que se complazcan en atormentar a sus semejantes, siendo cristianos? —Luego a un cristiano debéis vuestras penas. —A un cristiano, sí; a un cristiano en el nombre; a un pérfido, a un malvado. Tú le conocerás tal vez: es hermoso, es amable, es seductor; pero sus entrañas son más duras que las del tigre. —Sosegaos, amor mío; por Dios, sosegaos, y decidme su nombre: tal vez podremos hacer... —Nada, nada. Un corazón traspasado no puede curarse. ¿Pero qué podré yo negar a quien tanto amor me muestra por la primera vez? Sabrás el nombre del malvado que me ha hecho desgraciada: sabrás la dolorosa historia de la infeliz Zulema. Si al principiar la conversación referida, la curiosidad sola movía a la bella Leonor a inquirir el secreto de sus huéspedes; ya viendo el dolor de la triste Zulema, únicamente la compasión la dominaba; y a la verdad hubiera sido necesario tener un corazón de piedra para resistir a sus lágrimas. La narración de su triste historia que vamos a insertar perderá sin duda gran parte del interés que inspiraban ya el dulce sonido de la voz de Zulema, ya el fuego o rubor con que refería algunos pasajes de ella; pero la crónica no conserva más que la especie de extracto que sigue, y tal como lo hemos encontrado así lo trasladamos. Durante el reinado del padre de doña Urraca, la comunicación entre moros y cristianos, como se ha dicho anteriormente, fue más común que en ningún otro; y esto dio lugar a que visitando Hamet, moro sevillano, tan opulento como sabio, la corte de Castilla, trabase amistad con don Gonzalo, conde de Lara, cuyo hijo era don Pedro, de quien tanto hemos hablado en nuestra narración. Entre los diversos y profundos conocimientos que Hamet poseía, no era de los menos importantes el de la medicina; ciencia que en aquellos tiempos puede decirse que era patrimonio exclusivo de los árabes y judíos, que la ejercían aun entre los mismos cristianos; ofreciéndonos la historia ejemplo de algún monarca que pasó a reino infiel con objeto de curarse de dolencias a que no hallaba remedio en su propio país. La amistad, pues, del viejo conde de Lara con Hamet, la ciencia de este, y la pertinacia de cierta enfermedad que su hijo padeció siendo ya adulto le movieron a que le enviase a Sevilla a ver si su amigo podía restituirle la salud. Don Pedro de Lara se presentó en casa de Hamet, como un año antes de los acontecimientos principales de nuestra historia, rico con los dones de la naturaleza, y con cierto aire de interesante languidez que inspiraba una compasión fácil de convertirse en amor en el alma de una joven, aunque hubiera sido más experimentada que la inocente Zulema. El moro recibió al noble castellano con la cortesía y magnificencia con que todos los orientales ejercen la hospitalidad, y la dulzura y flexible carácter de su huésped le cautivaron de tal modo que no tardó en tratarle como a un hijo. A poco de estar Lara en Sevilla murió su padre; y este acontecimiento, obligándole a no presentarse en público, aun las pocas veces que sus males físicos lo permitían antes de él, hizo que se constituyese a vivir enteramente en familia con Hamet y Zulema; pues Alí, hermano de esta, se hallaba a la sazón en África con unos parientes. Zulema era quien preparaba las salutíferas yerbas que su docto padre recetaba a Lara; Zulema se las administraba por su mano, y Zulema era quien continuamente procuraba distraerle de sus penas. Al paso que la ciencia del padre le restituía la salud, la belleza naciente, el candor, y la amabilidad de la hija inflamaban la sangre del noble castellano, y la fiebre del amor se apoderaba de todos sus sentidos. Zulema debía a la naturaleza el funesto don de la sensibilidad más exquisita; palpitaba violentamente su corazón oyendo referir cualquier desgracia, y sus ojos se llenaban de lágrimas con la mayor facilidad. ¿Qué extraño será pues que un joven bizarro, atacado a un tiempo por una enfermedad, y la pérdida del autor de sus días, inspirara a la tierna Zulema una pasión que ya era invencible cuando ella apenas presumía sentirla? Nada más natural; pero nada tampoco más funesto para ella. Como quiera que sea, se pasaron muchos meses sin que ambos jóvenes se hablasen de amor. Zulema se informaba de las costumbres de los cristianos y de su religión: Lara respondía minuciosamente a todas sus preguntas, y pintaba con tales colores la dulzura, la luz de la verdadera fe, que la joven mora empezó a dudar de sus falsos ritos, y a desear instruirse más a fondo en los sagrados misterios de nuestra redención. Aunque don Pedro fue siempre naturalmente vicioso, sin embargo, en la época de que hablamos, no habiéndose aún desenvuelto en él el germen de la ambición, conservaba gran parte de las sanas máximas que en su esmerada educación se había procurado inculcarle, y la idea de convertir a Zulema a la religión santa de la fe le arrebató. Pero las conferencias sobre este punto no podían tenerse ni delante de Hamet, ni en paraje en que entrando cualquiera de los comensales de la casa, pudiera sorprenderles en una conversación que, una vez descubierta, podía costarle a Lara la cabeza; y por lo mismo escogieron los dos jóvenes el jardín de la casa, delicioso como todos los de la ribera del Betis. Allí, a la sombra de los laureles y naranjos, y respirando un aire embalsamado con el delicioso aroma de la purpúrea rosa y el nevado jazmín, oía Zulema atentamente las lecciones de Lara: se enternecía escuchando la barbarie de los judíos con el Redentor del mundo, y grababa en su corazón las máximas de dulzura, de tolerancia y de caridad, que son la base de nuestra creencia. Lara, favorecido por la belleza y santidad del asunto, parecía más elocuente, más seductor que nunca; y al paso que los ojos de la mora se abrían a la luz de la revelación, su misionero se apoderaba enteramente de su alma. Mientras que el castellano, dudando de convertir a Zulema, se ocupó exclusivamente en asuntos religiosos, su celo fue loable; sus intenciones puras, su fin santo; pero desde que ya enteramente convencida la hija de Hamet no le fue necesario tanto estudio, la pérdida de la joven pudo tenerse por inevitable. —Zulema —le decía una noche sentados ambos al pie de un copudo y antiguo laurel—: Zulema, si alcanzas la salud eterna con el bautismo, ¿qué cristiano podrá creerse más feliz en la tierra que el que sea tu esposo? —¿Y quién, Lara, querría unir su suerte con la mía? —contestó llena de rubor la mora. —¿Quién, Zulema? Todos. La rosa de abril no te iguala en belleza, la azucena no es más cándida que tú y ningún sabio te aventaja en discreción. ¿Qué te falta pues para ser amada? —Amigo mío, tú me adulas. —No, Zulema, no te adulo; pero dime: ¿tu corazón no ha palpitado aún por ningún hombre? —¡Ah! —¿Suspiras, Zulema? Tú amas; ¿a quién? —Lara, amigo mío, yo amar... —Sí, tú amas; y tu misma turbación me lo demuestra. Tú amas, Zulema; un mortal venturoso ha sabido cautivar tu corazón, y yo... ¡infeliz...! —¿Tú infeliz, Lara? ¿Por qué?... —Cruel, ¿qué preguntas? Tú eres la causa de mi tormento. —¿Cómo es posible que yo te atormente, Lara; yo que por no verte padecer un instante daría toda mi existencia? —Pero tú amas a otro, y yo te adoro —dijo enajenado y atrayéndola a sus brazos. —¿Me adoras? —contestó Zulema casi sin sentido—. ¿Me adoras? Y bien, yo te idolatro. Zulema era esposa de Lara un instante después. El castellano la prodigaba las más tiernas caricias, haciéndola mil juramentos, tal vez sinceros entonces, de constancia y fidelidad; pero la víctima infeliz perdió desde aquel día el reposo, y no volvió a recobrarlo jamás. Había faltado a su deber, y el remordimiento la atormentaba, persiguiéndola al mismo tiempo los más fatales presentimientos que demasiado pronto se verificaron. Lara, recobrado enteramente de su dolencia y satisfecho ya su amor propio con haber triunfado de la virtud de Zulema, aprovechó la ocasión que le ofrecían los disturbios de su patria para regresar a ella, dejando a su esposa inconsolable a pesar de las protestas que le hizo de volver antes de mucho a pedírsela por mujer a su padre, protestando para no hacerlo entonces lo revuelto de los negocios de Castilla. La infeliz Zulema quedó en Sevilla tan desconsolada como Ariadna en el desierto: los días volaban, los meses también, y Lara no parecía ni daba noticia de su persona. Su continuo padecer atacó su salud, y por otra parte sus relaciones con Lara habían sido demasiado íntimas para que dejaran de manifestarse. El anciano Hamet vio el estado de su hija: adivinó parte de lo sucedido, supo el resto de su boca; y el dolor de la pérdida de su amada hija, y de la honra de su familia, le condujeron en pocos días al sepulcro. Alí, a quien los lectores ya conocen, regresó al seno de su familia precisamente a tiempo de saber la desgracia de su hermana, y de ver exhalar a su padre el último suspiro. Hamet, que conocía la violencia del carácter de su hijo, y su extremado pundonor, le hizo jurar que no maltrataría a la desgraciada joven, cuya falta era bien excusable en sus pocos años. Juró Alí, y cumplió su juramento; pero había prometido respetar a su hermana, mas no dejar impune a su malvado seductor; y así, apenas cumplió con los deberes de la piedad filial, tributando a los restos de su padre los últimos honores, partió con Zulema para la corte de Castilla con objeto de hacer en ella lo que ya hemos visto. [Ilustración] CAPÍTULO XI La noche que Lara contaba haber empleado útilmente en la especie de audiencia que doña Urraca le había prometido, se pasó la mayor parte en el salón del alcázar con harto sentimiento suyo, no solo porque se le escapaba la ocasión más favorable de adelantar sus asuntos, hallándose la reina enojada contra el conde de Candespina por lo sucedido con Alí; sino porque veía en la venida de este moro un grande obstáculo a todos sus proyectos. Su nombre, según Alí dijo, reveló a su enemigo el misterio de su reto; pero Lara, viendo que el moro tenía la extravagancia, decía él, de callar el motivo, se guardó muy bien de revelarlo, pues temía con razón que una vez enterada de él la reina, caería para siempre de su gracia; y por otra parte la perspectiva del próximo combate con el joven sarraceno no le era nada lisonjera. Acosado, pues, de diversos y desagradables pensamientos, iba ya a entrar en su casa cuando un criado de palacio le paró llamándole por su nombre, y le intimó que de orden de Su Alteza fuese con él inmediatamente. Obedeció el conde sin replicar, y a poco se halló en el alcázar, en donde fue introducido hasta la cámara de doña Urraca. Adornada esta señora todavía como lo estuvo durante la audiencia, estaba sentada en un soberbio sillón, apoyando el brazo en una mesa sobre la cual ardía una lámpara de plata, y sus ojos fijos en la llama indicaban la profunda preocupación de su espíritu. Entró Lara, y viéndola como absorta, se paró junto a la puerta y esperó con aire sumiso a que su soberana le dirigiera la palabra, en lo que se tardó algún tiempo, durante el cual la reina y el conde parecían dos estatuas. Por fin doña Urraca hizo un movimiento como el que vuelve en sí de un profundo letargo: examinó todo el aposento con la vista, y sus ojos encontraron al inmóvil conde de Lara que pacientemente esperaba aquel momento. —¡Ah!, ¿vos aquí, conde de Lara? No os había visto aún, ¿que queréis? —Vuestra Alteza me ha mandado venir. —¿Yo? —Al menos así se me ha dicho. —Sí, es verdad: creo haber dicho que me alegraría haceros alguna pregunta; mas no que vinierais precisamente ahora. —Si mi presencia es importuna, señora, voy a retirarme. —No, quedaos. Una vez que ya estáis aquí... No os vayáis. —Nada puede mandarme Vuestra Alteza que me sea más lisonjero que el permanecer en su presencia. —Bien, bien. El conde de Lara siempre el mismo y galante caballero. —¿Galante, señora, quién no lo será cuando su corazón está lleno...? —Su corazón..., su corazón... Los labios están llenos..., pero... —Crea Vuestra Alteza que... —Silencio: pruebas, y no palabras. Vengamos al asunto. Es preciso que yo sepa el origen de la escena de esta mañana y el desafío de esta noche. —Yo mismo lo ignoro. —¡Oh! Eso es imposible; absolutamente imposible. —¿Por qué, señora? Vuestra Alteza misma ha oído a ese sarraceno confesar que jamás me había visto. —Verdad es; pero su nombre..., ese nombre de Alí, hijo de Hamet, produciendo el efecto de un talismán, y que ahora mismo os ha hecho mudar de color; ese nombre, conde de Lara, encierra algún misterio que la reina de Castilla quiere y debe aclarar. —¿Qué no haría el conde de Lara por complacer a su reina, al objeto exclusivo de sus pensamientos? Pero no puede explicar a Vuestra Alteza las locuras o las maldades de un ser a quien no conoce. —¿Y su nombre? ¿Y vuestra turbación? —¡Mi turbación! Si así se llama a la justa ira que los insultos de ese miserable han producido en mí: verdad es que me he turbado. —Conde de Lara, explicadme entonces qué puede mover a un hombre a quien no habéis ofendido, ni conocéis, a venir a retaros en mi corte, y a medir sus armas con vos. —Confieso, señora, que semejante suceso me sorprende tanto a lo menos como a Vuestra Alteza; pero el favor con que la reina de Castilla me ha honrado en algún tiempo me ha suscitado muchos enemigos... —¿A un moro qué puede importarle que yo os favorezca? —Nada, señora; pero un moro puede ser instrumento de ajena venganza. —¿Qué decís, conde de Lara? —Señora, que ese agareno pudiera muy bien ser un servidor de los que han envidiado mi fortuna. —¿Y en quién sospecháis tal vileza? —En nadie: preguntádselo, señora, a los protectores de Alí; a los que por un moro desconocido, al parecer, iban a entregar la corte de Vuestra Alteza a los horrores de la guerra civil. —Os entiendo; pero la enemistad os hace presumir cosas de que el conde de Candespina es incapaz. —Yo no he nombrado al conde; y repito a Vuestra Alteza que en nadie sospecho; pero no habiendo yo ofendido a ese hombre, algún motivo extraño debe haber para que venga a provocarme tan temerariamente. —Esa reflexión no tiene réplica; pero repasad bien vuestra conciencia: ¿no habrá acaso alguna belleza de por medio? —Sí, señora, la hay: la mayor de todas; una belleza incomparable. —¿Su nombre? —Doña Urraca. —¿Habéis perdido el juicio? —No, señora; pero estoy persuadido de que la belleza de Vuestra Alteza es el origen de todo este lance. —¿Cómo es posible? —La envidia se engaña fácilmente: los que han visto las bondades de Vuestra Alteza para conmigo las habrán interpretado de la manera más favorable para mí..., y..., y lo demás fácil es de inferir. —Hay en efecto algo de incomprensible en todo este negocio... Hernando, padrino del moro... El conde protegiéndole... Infelices de ellos si vuestras sospechas son fundadas. —Permítame Vuestra Alteza, señora, una súplica. —Decid. —No se ocupe Vuestra Alteza en este asunto: la suerte de las armas debe decidirlo, y no será mucha presunción de mi parte esperar que triunfe conmigo la justicia. —No dudo yo de vuestro valor; pero tampoco quiero exponer un vasallo leal al dudoso éxito de un combate, para el cual, si vuestras sospechas son fundadas, se habrán tomado precauciones. —No importa, señora, concédame Vuestra Alteza la gracia de no mezclarse más en este negocio; mis enemigos tomarían armas contra mí de la intervención de Vuestra Alteza, y... —Bien, bien. Dios decidirá, pues así lo deseáis, sin que yo intervenga para nada. —Vuestra Alteza podría hacerme invencible. —¿Cómo? —Si al entrar en la lid pudiera el conde de Lara lisonjearse de que el corazón de doña Urraca... —Mis damas os oyen, y la noche está muy adelantada: retiraos. —¡Sin una esperanza! —Nos volveremos a ver. —¿Cuándo? —Yo os avisaré, conde. —Señora, recuerde Vuestra Alteza que tal vez dentro de ocho días... —Basta; antes será. —Al menos permítame Vuestra Alteza... —Sea. Adiós. El conde después de besar la mano a la reina se retiró. A pesar de que Lara se lisonjeaba de haber preparado el ánimo de la reina contra su rival, y alejado al mismo tiempo toda sospecha del verdadero motivo por el que el hijo de Hamet le retaba, conocía que esto sin embargo no era bastante. El plazo de ocho días señalado para el combate había de expirar, y todas sus intrigas eran inútiles si un bote de lanza de Alí ponía término a su vida, o le obligaba para salvarla a unirse con su hermana; y esta consideración, unida al poco amor que a los combates tenía, le atormentaba sin cesar. Pero Lara no era hombre que se atuviera a lamentar su suerte. Resuelto a llegar al mando supremo, los medios le eran indiferentes. Escrúpulos de conciencia no los conocía; y las virtudes eran en su entender nombres vacíos de sentido. Para más alentarle en la carrera del crimen le había deparado la suerte en Lope un hombre capaz de todo lo malo, y que solo en la perversidad se complacía. Nacido de padres tan pobres como de humilde linaje, la sed del oro le devoraba; aborrecía a cuantos veía halagados por la fortuna, y su propio amo, en cuyos intereses al parecer tomaba gran parte, no estaba exento de su odio; mas como las continuas intrigas del conde le proporcionaban medios de enriquecerse, y los peligrosos secretos que de él poseía le daban un conocido ascendiente sobre su persona, Lope le servía en efecto con celo. Figúrese el lector a estos dos malignos personajes en el gabinete del conde pocos instantes después de la conferencia de este con la reina, paseándose apresuradamente el amo, y el criado quieto contemplándole entre humilde y con desprecio, y con una sonrisa sardónica que indicaba que ya comprendía que iba a empleársele en alguna de las acostumbradas comisiones. —Y bien, Lope, ya sabrás lo ocurrido esta mañana —dijo el conde. —Nadie lo ignora en León, señor conde. —Sí, la cosa ha tenido afortunadamente por testigo a todo el pueblo. —Y los partidarios del conde de Candespina no se han descuidado tampoco en publicarla. —Eso por supuesto. Pero lo que tú no sabrás tal vez, será la escena de esta noche. —¿Cuál de las dos? —¿Cómo? ¿Qué es eso de cuál de las dos? —Quiero decir si de la audiencia pública o de la secreta. —Silencio, señor entrometido: de la pública hablo. —De esa, sí, señor. —¡Hola! Pronto te han informado. —Como tengo muchos amigos en el alcázar... —Sabes lo que se quiere que sepas, y algo más, ¿no es verdad? Pero te aconsejo que trates de olvidar lo último. —Será como Vueseñoría mande. —Bueno: así debe ser. ¿Y qué piensas de todo esto? —Señor, nada: yo no pienso más que cuando mi amo me lo manda. —¡Hipócrita! ¿Hasta conmigo quieres conservar tu máscara? Déjate de gazmoñerías, y di tu parecer. —Una vez que Vueseñoría lo manda... —Al grano, al grano. —Pienso que ese moro no es desconocido al conde de Lara. —Muy bien pensado: veamos ahora el fundamento de tus acertadas conjeturas. —Si no me engaño, Vueseñoría ha vivido en Sevilla no hace siglos, y según he llegado yo a entender, hubo en aquella ciudad una cierta mora llamada Zulema, hija de Hamet, que dice el recién venido es también su padre, que... —Maldito seas, ¿de dónde sabes tú todo eso? —Yo estaba al servicio del difunto conde, y veía con frecuencia las cartas de Vueseñoría fechadas en Sevilla... —Y poco te bastó para ponerte al corriente. Pues bien, es cierto: Zulema era bella; yo joven; ella crédula... —Vueseñoría astuto. —Lope, cuidado con la lengua. Zulema sucumbió; Alí viene a vengarla; si se sabe esta historia soy perdido. —En efecto, doña Urraca no es mujer que sufra rivalidades. —No; y además el virtuoso don Gómez sacaría gran partido de una aventura que en sí no es nada. —¿Qué ha de ser? Seducir a una mora y después abandonarla, ¿qué significa? —No te hagas el escrupuloso. —Lejos de eso, soy de la misma opinión de Vueseñoría: la cosa nada vale. —Valga o no valga, es preciso que no se sepa. —Sería muy conveniente. —Indispensable. —Indispensable. —¿Pero cómo se logra? —Venciendo y matando Vueseñoría a Alí en el combate. —Eso pronto está dicho: ¿y si yo sucumbiera? —¡Imposible! El conde de Lara no puede menos de vencer a un infiel. —Aun cuando eso fuera así, que ni tú ni yo lo pensamos, ¿en los ocho días que faltan no puede ocurrírsele descubrir lo que hasta aquí ha callado, o confiárselo al salvaje de Olea que se ha declarado su amigo? —Y que apenas lo supiera lo referiría en voz clara e inteligible. —Ya lo sé; ya lo sé; y eso precisamente es lo que quiero evitar. —Adelante Vueseñoría el combate. —La reina ha señalado ella misma el día, es imposible mudarlo; y además..., además... —No le parece cuerdo al señor conde arriesgar su persona y proyectos a un juego tan incierto como el de las armas, ¿no es verdad? —Quizás; a ver si tu fecundo ingenio... —Vueseñoría me favorece. —Vamos, ya sabes que sé pagar liberalmente tus servicios: tú mismo señalarás la recompensa por este. —¿Quién sabe el secreto? —Alí. —¿Nadie más? —Es de presumir que no. —¿Y Vueseñoría quiere que se sepulte para siempre este secreto? —Sí, hombre, sí. —Yo no conozco más que un medio. —¿Cuál? —Es muy violento. —¿Pero es único? —Sí, señor, y seguro. —Pues dilo. —Que muera Alí. —¡Qué horror! —Humilde criado de Vueseñoría. —Espera..., ¿y no hay otro medio? Escucha, Lope, no te vayas. —Veo a Vueseñoría hecho un ermitaño, y me retiro a rogar a Dios que dé más fuerza a su brazo de la que tiene su espíritu... —¡Malvado! ¿No conoces más medio que un asesinato? —Hombre muerto no habla. —Ni el que está en un calabozo puede hablar, al menos de modo que se le oiga. —Pero puede salir de él, y entonces... —Entonces prefiero correr ese riesgo a cargar mi conciencia con un crimen horrible. —¡La conciencia del señor conde! —Lope, basta lo dicho: Alí debe desaparecer de León; y yo no quiero que muera. —Vueseñoría dispondrá lo que haya de hacerse. —Arrebatarlo y conducirlo a uno de mis castillos. —¿Y si se resiste? —Si se resiste..., entonces... se obra según las circunstancias. —Ya entiendo: lo que el señor conde quiere es que toda la odiosidad pese sobre mí. No importa; yo sabré servir a mi amo. —Marcha. Y lo que haya de hacerse, cuanto antes. —Será. Con tan saludables designios se separaron aquellos monstruos; pero Lara no podía ahogar enteramente el grito de su conciencia. En vano procuró calmar su agitación con el sueño; el poco tiempo que durmió creía ver a sus nobles abuelos alzar del sepulcro las frentes venerables, y que ardiendo en ira le reprendían por el nefando crimen que intentaba. «¡Asesino, asesino!», era el grito que resonaba en sus oídos; y así pasó una de las noches más crueles de su vida. Sin embargo, el nuevo día reanimó sus fuerzas, y como ya la propensión al mal era en él invencible, no desistió de su infame proyecto, dejando a Lope continuar en sus infernales maquinaciones. [Ilustración] CAPÍTULO XII La tranquilidad se había ya restablecido enteramente en León dos días después de la llegada de Alí; y el moro, como si al cabo de un corto plazo no le esperara un cruelísimo combate, se ocupaba alegremente en examinar las curiosidades del pueblo en compañía de alguno de los parciales de Candespina; pues ni el conde, ocupado en negocios de la mayor entidad, ni Hernando, que como buen novio no desamparaba el lado de su esposa, tenían espacio para ello. Las mañanas las dedicaba Alí a la ciudad; mas por las tardes salía solo y a caballo a recorrer los alrededores de la capital, en los cuales echaba muy de menos la fertilidad y hermosura de las márgenes del Guadalquivir. Una tarde que ya puesto el sol se retiraba, según costumbre, de su paseo para regresar a León, se vio de improviso atacado por cuatro hombres montados como él, pero cubiertos de hierro de los pies a la cabeza; y a pesar de su inferioridad, lejos de pensar en huir echó mano a su cimitarra y acometió denodadamente a los asesinos, siendo tal la furia con que descargó los primeros golpes, que sin valerle a uno de ellos el temple de su casco, cayó redondo a los pies del sevillano. Aún le quedaban, sin embargo, tres adversarios que no perdían estocada, pues no llevando Alí escudo ni coraza, no tenía con qué defenderse. Duró aquella lucha tan desigual algunos minutos, gracias a la extremada destreza y valor del agareno; pero al fin, acribillado, como suele decirse, de heridas, cayó sin sentido del caballo. No estaban sus enemigos muy bien parados; pues uno había muerto y otro se hallaba herido; pero satisfechos con haber conseguido su malvado designio, se retiraron llevando el cadáver de su compañero, sin duda para ocultarle en paraje en donde nunca se supiera de él. Zulema vivía con Leonor. La hermosa mora había encontrado una verdadera amiga en la esposa de Hernando; y doña Leonor, por su parte, cada día amaba y compadecía más a aquella inocente víctima de la maldad de Lara. Hasta entonces se había visto Zulema precisada no solo a no hablar de sus penas, sino hasta a ocultarlas; pues aunque su hermano Alí la amaba tiernamente, sin embargo, recordarle de cualquier modo que fuese la desgracia y deshonra de su familia era medio seguro de enojarle; y nada temía más Zulema que apesadumbrar al único protector que en el mundo tenía; pero Leonor, sensible, discreta y afable, era una confidente de un valor inestimable. Como mujer tomaba más interés por una persona de su sexo tan vilmente tratada que ningún hombre hubiera podido tomarlo; como amante comprendía y participaba de los sentimientos de la pobre Zulema; y con su talento logró reanimar las fuerzas de aquel espíritu abatido más de lo que se hubiera creído posible. La hermana de Alí no estaba alegre, porque esto ya no podía darse en ella; pero la calma de la resignación empezaba a manifestarse en su frente cuando el hado impío vino a descargar sobre ella el último, el más cruel de los golpes. Había ya pasado, y con mucho, la hora en que Alí acostumbraba a regresar de su paseo, y Zulema procuró en vano disimular su temor, hasta que conociéndolo la esposa de Olea, le dijo: —No os inquietéis, pronto estará Alí de vuelta. —Mi corazón, bella Leonor, no sabe más que temer desdichas —contestó la mora. —¡Pobre niña! Yo espero que por esta vez serán infundados tus temores. —¡Ojalá!, amada amiga, ¡ojalá! —Vamos, sosegaos; la menor circunstancia, la más insignificante basta para que Alí se haya detenido... —No lo creas. Mi hermano no altera fácilmente sus costumbres: es niño en los años, viejo en las acciones. —Bueno, pero a veces... —Mirad, me parece que siento pasos, a ver si es Alí... —No es Alí —contestó Hernando—, no es Alí, señora mía. —¡Ah!, ¿vos sois, señor caballero? —le dijo su esposa—, ¿y vos también, señor conde?, norabuena, me alegro; venid a ver si podéis tranquilizar a esta pobre niña, ya llena de temor porque aún no ha vuelto su hermano. —¡Bah, bah, señora! —exclamó Hernando—, ¿queréis que Alí viva como un ermitaño? ¿Quién sabe si alguna cristiana habrá sabido amansar su corazón? —Tranquilizaos, amable Zulema —dijo el conde—, si Alí tarda, saldremos a buscarle. Zulema se aquietó en efecto, al menos en la apariencia, y la conversación rodó algún tiempo sobre materias indiferentes; pero los ojos de la mora no se separaban de la puerta, y el mismo Candespina no estaba muy tranquilo tampoco, porque había llegado a conocer a fondo al conde de Lara. Tanto tiempo pasó que al cabo la inquietud por Alí fue general. Zulema lloraba; Leonor procuraba consolarla, pero también sufría; Hernando votaba; y el conde mandó ensillar algunos caballos para él, su amigo, y varios criados, que en dos tropas diferentes salieron en busca del moro por dos distintas puertas de la ciudad. Hernando rodó en vano largo tiempo por la campiña, pero don Gómez tardó poco en encontrar el cuerpo de Alí, inmóvil, cubierto de sangre, y con todas las señales de la muerte. Sería inútil decir la pena que le causó aquel espectáculo y las sospechas que le hizo concebir, porque son fáciles de suponer; y por lo mismo solo diremos que, recogiendo al infeliz moro, marchó con él a su casa, con intención de ocultar por algún tiempo tan funesto acontecimiento a la pobre Zulema; pero fue en vano. Apenas sintió la hermana de Alí las pisadas de los caballos en el zaguán, cuando, soltándose de los brazos de doña Leonor, se precipitó a la escalera y salió al encuentro de los que conducían a su hermano. Fue imposible evitar que arrojándose sobre el helado mancebo le abrazase estrechamente. —Alí, hermano mío —decía, como si pudiera oírla—, vuelve en ti, escucha los lamentos de tu Zulema. —Y luego, soltándolo de repente—: pero no; no me escuches: he dado la muerte a mi padre, soy causa de la tuya. La maldición de Dios me persigue, soy un monstruo indigno de compasión. Huid de mí, huid, ¿no veis la sangre de que estoy cubierta? Es la de mi padre, es la de mi hermano: huid de Zulema... ¡Ah!... ¡Hamet!... ¡Asesinos! —aquí perdió el sentido la desdichada. Condujéronla sus afligidos huéspedes a su lecho, y también a su hermano se le depositó en otro, en donde observaron con la mayor satisfacción que aún se descubrían en él señales de no haberse extinguido enteramente la vida. Cuantos socorros fueron posibles se suministraron al malherido moro, y merced a ellos logró recobrar el sentido; pero los facultativos no se atrevían a responder de su vida. Alí había abierto los ojos, mas no profería una palabra. Su vista examinaba el aposento, y al parecer no comprendía cómo era que se hallaba en tal situación; y ninguno de los circunstantes se atrevió tampoco a romper el silencio. Pero Hernando vino a poner fin a aquella escena muda. Cansado de sus inútiles pesquisas, había regresado a su casa impaciente ya por saber del moro: —¿Ha padecido? —preguntó al primer criado que halló al paso. —Sí, señor —contestó este—, y... —Pues no lo decía yo, que al cabo..., pero nada, las mujeres parece que son las mismas entre moros y cristianos. —Pero, señor, si... Hernando, sin escuchar más, subió apresuradamente las escaleras y se fue derecho al cuarto de su esposa, que encontró vacío; otro tanto le sucedió en el estrado y habitación del conde, a que en seguida se dirigió; hasta que, por fin, entrando en la de Alí halló en ella reunida la mayor parte de las gentes de la casa. —¡Qué diablos! —dijo al entrar—, creí que no había nadie en la casa; pero... ¡El cielo me valga! ¿Qué ha sucedido? ¿Qué tenéis, Alí? Decidme, conde, por San Pedro... —Callad, caballero —le interrumpió uno de los cirujanos—, porque... —¿Y quién sois vos, pese a mi vida, para mandarme callar? Y diciendo esto enarboló el puño sobre la cabeza del cirujano, que lo hubiera pasado muy mal a no haber el conde de Candespina asido del brazo al impaciente Olea, y explicádole en breves razones lo sucedido. El enfermo, que desde luego había fijado la vista en la parte de su aposento en que pasaba la escena referida, prestó la mayor atención a las palabras del conde, y después de haberlas oído hizo seña con la mano a los dos caballeros para que se acercasen, lo que en efecto hicieron. Viendo el facultativo que Alí trataba de incorporarse y se disponía a hablar, le dijo que era preciso que se estuviera quieto si no quería exponerse a graves riesgos; mas el moro le contestó: —Cristiano, los días del hombre están contados, y tu ciencia no es bastante a parar el golpe de la espada de Azrael; déjame pues morir en paz. —Y después, dirigiéndose a don Gómez—: Conde, a ti solo y a tu amigo tengo que hacer una revelación importante. —Despejad; y a nadie se permita la entrada hasta nueva orden —dijo a sus criados Candespina, y en un momento quedó el cuarto vacío. Alí se incorporó en la cama: sus ojos, algunos minutos antes lánguidos y abatidos, recobraron al parecer el antiguo fuego, y aun el rostro algún tanto de los colores; el conde y su amigo le contemplaban atentamente. En la fisonomía de don Gómez se dejaba ver una expresión melancólica y profunda: miraba al moro con ternura y compasión, y con una especie de desconsuelo indefinible; pero Hernando brotaba centellas por los ojos: su arrugado ceño, el arrebatado color del rostro y la mano izquierda apoyada en el pomo de la espada, al paso que con la derecha enjugaba el sudor continuo de su frente, eran indicios de lo violentamente que padecía. El hijo de Hamet habló por fin de esta manera: —El tiempo es precioso para mí, caballeros: antes de muchas horas habré comparecido en presencia del Padre de los verdaderos creyentes; así, no seré largo. Me habéis visto retar a Lara: ignoráis por qué; y no debo bajar al sepulcro sin confiaros mi afrenta, tanto en muestra de mi agradecimiento, como para dejar asegurada la suerte de la triste Zulema. —Deponed en ese punto todo temor, noble Alí —le respondió el conde—, si la desgracia hace, (que no lo creo), que perdáis la vida, vuestra hermana será la mía. Para contar con mi amparo no hay necesidad de que reveléis vuestro secreto. —Conde de Candespina, Alí podrá morir, pero su gratitud a vos le seguirá aun más allá del sepulcro; pero escuchadme en silencio, porque siento faltarme las fuerzas. El conde de Lara ha seducido a mi hermana, violando las leyes de la hospitalidad y abusando de su inocencia. —¡Malvado! Yo le juro... —exclamó Hernando; pero el conde le interrumpió. —Dejadlo por ahora; escuchemos a este joven. —Yo he venido —continuó Alí— a vengar mi afrenta; el cobarde, desconfiando de vencerme, me ha hecho asesinar. —¡Santo cielo! —dijo ocultándose el rostro entre ambas manos Candespina. —Por el alma de mi padre, que si eso es así, no ha de escaparse de las manos de Hernando. —Sí —volvió a decir Alí, visiblemente complacido del interés que las exclamaciones del conde y Hernando manifestaban—, sí, me ha hecho asesinar y no puedo dudarlo. —¿Cómo pues lo sabéis? —preguntó don Gómez. —De la boca de los ministros de su crimen. —¿Y han osado...? —Creían que Alí ya no existía; pero aún alentaba y conservaba sus sentidos, cuando, viéndome caer del caballo, uno de aquellos perversos les dijo a los otros dos: «Esto se ha concluido». «Sí», le contestaron, «sí se ha concluido; pero hemos perdido un compañero». «A ese se le enterrará, y su parte en la recompensa prometida por Lope en nombre del conde de Lara...», le replicó el primero, y no pude oír más porque perdí el conocimiento. Conde de Candespina, guardaos del de Lara, o podréis tener mi suerte. —No hará muchas más felonías, amigo Alí, yo os lo prometo a fe de caballero. —Noble Hernando, vuestra amistad endulza mis últimos momentos; pero renuncio a vengarme; ¡no permita Alá que por causa mía haya de derramar una sola lágrima la bella Leonor! —Imitad, Hernando, la cordura y generosidad de este valeroso caballero. Atacar vos al conde de Lara no sería glorioso ni conveniente en las circunstancias presentes de la patria; pero dejando esto aparte, Alí, yo os prometo a fe de caballero servir de padre a vuestra hermana si vos morís; y Hernando... —Yo también lo juro sobre la cruz de mi espada; Zulema será mi hermana. —¡Azrael, Azrael! Ven cuando quieras, el decreto del destino puede ejecutarse ya sin causarme temor. Las manos del moro estaban cada una en las de los dos cristianos; Alí recostó la cabeza sobre la almohada; pronunció en voz baja algunas palabras en árabe, que se presumió ser de oración a su falso profeta, y como si la naturaleza no hubiera aguardado más que a que hubiese revelado su secreto para poner término a su vida, exhaló el último suspiro en brazos de los dos nobles castellanos, cuya tristeza concebirá el lector. [Ilustración] CAPÍTULO XIII La muerte del joven y malogrado Alí produjo una consternación general en la casa del conde de Candespina, pues sus pocos años, el valor que demostraba y su mucha cortesía le habían granjeado en breve tiempo el afecto de cuantos le habían tratado. ¿Pero qué pluma sería capaz de describir el dolor de la inconsolable Zulema al perder el último de sus protectores naturales? No será la nuestra la que lo intente; quien no tenga un corazón de diamante comprenderá fácilmente la angustia de la desvalida mora. Mas aquel funesto acontecimiento dio al parecer nuevo vigor a su espíritu: la palabra venganza salió, por primera vez acaso, de sus labios; y absolutamente insistió en que se había de presentar a la reina a pedir justicia. El conde de Candespina no se opuso a que parte tan interesada como ella diera semejante paso; pero sí a que su amigo Hernando retase públicamente por traidor al conde de Lara, como quería hacerlo. Tuvieron sobre esta materia Hernando y don Gómez un largo altercado, y lo único que el último consiguió del primero, fue que le prometiera abstenerse de hacer mención del hecho del asesinato, que no estaba enteramente probado se hubiese ejecutado por orden de Lara; porque si bien no era creíble que Alí en los últimos instantes de su vida, y desmintiendo su acrisolada virtud, hubiera inventado tan negra calumnia contra su enemigo, sin embargo parecía posible que, debilitado por la mucha sangre que había perdido, hubiese delirado la conversación que refirió pocos minutos antes de expirar. Este raciocinio, que logró calmar algún tanto la cólera del de Olea, no carecía de verosimilitud; mas por desgracia el infeliz Alí no había delirado. Ya se ha visto en la última conversación que del conde de Lara con su confidente hemos referido, que el infame Lope había tomado a su cargo arrebatar al hermano de Zulema para llevarlo a uno de los castillos del conde, y evitar así que se opusiera a sus designios; pero Lope estaba avezado al crimen: todos sus horrores le eran familiares, y hubiera podido rivalizar con los espíritus infernales en la perversidad de corazón. La vida de sus semejantes era para aquel monstruo el objeto más indiferente: desgraciado de aquel cuya existencia le era bajo cualquier aspecto temible, porque poco tardaba en perderla. El proyecto de encarcelar a Alí le disgustó desde luego, «porque puede una casualidad», decía, «presentar al moro una ocasión de romper sus hierros, y entonces, ¡ay de nosotros! No, señor, no; cuando el conde vea muerto a su enemigo yo sé que se alegrará; y el perro además no ha de volver del otro mundo a contar quién lo ha despachado. Por mi cuenta sea: pocas horas le quedan de vida». Formado este designio no pensó más que en su ejecución, principiando por espiar las acciones de Alí. Poco tardó en averiguar la costumbre que tenía de salir a paseo a caballo por las tardes, retirándose a su casa ya entrada la noche; y pareciéndole que no podía ofrecerse circunstancia más oportuna para su objeto, pagó a peso de oro los servicios de los cuatro malvados que dieron muerte al malhadado hijo de Hamet. Así que Lope supo que el crimen se había consumado, se apresuró a buscar a su amo para noticiárselo. —Señor —dijo al presentarse. —¿Qué hay, Lope? —contestó el conde—, dos solos días faltan para el de mi duelo, y Alí... —No podrá presentarse en la palestra. —¿Cómo? ¿Ya está preso? —No, señor, pero..., Alí..., Alí no existe... —¡Monstruo! ¿Qué has hecho? —Yo nada: cumplir las órdenes de Vueseñoría. —¡Miserable!, ¿y te he mandado yo por ventura que...? —Vueseñoría me mandó que se le prendiese; pero que si se resistía se obrase según las circunstancias. Cuatro hombres seguros y decididos fueron a sorprenderle; en vez de rendirse, Alí dejó muerto en el campo a uno; otro expira tal vez en este instante de las heridas de su tremenda cimitarra... —¿Y por qué no fue más gente? —En efecto, el secreto era para confiarse a muchos. —¿Conque en verdad murió? —Sí, señor. —Y el conde de Lara, gracias a tu perversidad, ha sido a su pesar cómplice de un asesinato. —Si se hubiera estado quieto el moro en su tierra... —Y si yo no me fiara de ti... Marcha, Lope, huye para siempre de mi presencia. Toma de mis tesoros la parte que te convenga: no te pongo tasa, pero que mis ojos no vuelvan a verte jamás. —No, señor: la suerte de Lope está ya unida para siempre a la del conde de Lara; nos unen lazos indisolubles. —Calla, miserable, calla, o... —¿O qué, señor conde? ¿O qué? Nada temo. Vueseñoría no puede descubrir mis fechorías sin que las suyas salgan a luz. Estoy tranquilo en esta parte. —Bien, déjame ahora; ya hablaremos en otro momento en que esté más sosegado. Vete... Pero no: antes dime si estás seguro del silencio de esos... —Sí, señor: dos de ellos, merced al sevillano, cerraron ya su boca para no volverla abrir. En cuanto a los otros dos, no querrán arriesgar sus cabezas... —Y si se les ofreciera la vida y por ella nos vendiesen... —No es creíble; pero en todo caso... —¡No más sangre! ¡No más sangre! —Unas yerbas bien preparadas... —No, Lope, no. Recompénsalos liberalmente; y sea después lo que el destino ordene. Adiós. Lara estaba realmente abrumado con el peso del crimen. Por una parte, nunca había tenido intención de privar de la vida a Alí; y por otra, veía que si el autor de aquel delito llegaba a descubrirse, no habría quien, al saber que era Lope, dejase de creer que se había cometido por orden suya. A todas estas reflexiones debe agregarse que la insolencia con que su criado acababa de tratarle, le hizo conocer, aunque tarde, que aquel malvado era capaz de venderle, siempre que sus intereses se lo dictaran, y por lo mismo se decidió a deshacerse de él sin tardanza. La media noche sería, cuando seguido de varios de sus hombres de armas se dirigió al cuarto de Lope, que se hallaba durmiendo; despertáronle al entrar el conde y sus soldados; incorporose en el lecho, no sin algún sobresalto, y después de haber considerado atentamente a los que le rodeaban, se encaró con su amo preguntándole qué se le ofrecía. —Levántate, sígueme y lo sabrás —respondió desabridamente Lara. —Obedezco —dijo Lope, y en efecto se vistió a toda prisa. Luego que hubo concluido tomó su puñal antes que el conde pudiera impedirlo; pero viéndole ya con él en la mano exclamó: —Entrega tus armas, Lope; en el paraje adonde vas te serán inútiles. —Es costumbre mía —replicó el criado. —No importa: obedece y entrégalas. —¡Señor! ¿Pues de qué se trata? —De que mis criados aprendan a respetar al conde de Lara. —No entiendo. —Ya entenderás. Las armas. —No. El puñal nunca: antes de entregarlo... —¡Miserable! ¿Osas resistir? —Comprendo vuestro designio: queréis que desaparezca todo vestigio... —Silencio, o te cuesta la vida. —Ingrato, antes morirás tú —gritó furioso. Y hubiera ejecutado su designio si los soldados, arrojándose sobre él, no le hubiesen detenido; mas viéndose próximo a caer indefenso en poder del conde, dirigió contra su propio corazón el puñal homicida, y terminó de un solo golpe una vida que toda había sido un tejido de maldades. Pero separemos la vista de este cuadro de horrores, y trasladémonos por un instante al alcázar. La reina se ocupaba aún en su tocado, la mañana siguiente a la muerte de Alí, cuando se le anunció que el conde de Candespina pedía audiencia para él y una enlutada dama que le acompañaba. Sorprendió no poco a doña Urraca que el conde viniese con tal acompañamiento, pues debe advertirse que Zulema había vivido con tal sigilo en compañía de Leonor que nadie en la corte sabía que hubiese venido con su hermano. —¿Conocéis a esa dama? —preguntó la reina a quien le entró el recado. —No, señora; su rostro me es enteramente desconocido. —Cosa rara. ¿Es joven? —Una niña, si pueden creerse las apariencias. —¿Hermosa? —Sí, señora; pero su semblante indica alguna pena extraordinaria. —El bueno del conde es el paño de lágrimas universal; mas no importa: que entre. Obedeciose la orden de la reina, y a pocos instantes se presentó ante sus ojos la afligida mora, que para evitar las miradas de la curiosa plebe vistió un traje negro de su amiga Leonor, y no parecía sino que jamás había llevado otro. Como quiera que sea, la reina saludó graciosamente al conde con la mano y una inclinación de cabeza, y en seguida con una mirada, rápida y penetrante, examinó a la que le acompañaba. Zulema era hermosa, la reina mujer, y acostumbrada a ser el objeto exclusivo de las adoraciones: así, no es de extrañar que ver venir a uno de sus amantes con una joven de tan singular belleza causase en ella cierta sensación desagradable, que como a pesar suyo transpiraba en la manera con que se dirigió a don Gómez: —¿Qué nuevo misterio es este, conde de Candespina? —Un misterio horrible, señora; pero la desdichada que Vuestra Alteza ve a sus pies es quien debe hablar, no yo. —¿Y quién es esta dama? —Yo soy —dijo sollozando Zulema—, yo soy la infeliz hermana de Alí. —¿Del moro que ha venido a retar al conde de Lara? —Sí, señora —contestó el conde—, su hermana es. —¿Y viene, por ventura —volvió a decir doña Urraca—, a desafiar por su parte a alguna dama de mi corte, o es tal vez a mí?... —Señora —interrumpió con notable severidad Candespina—, dígnese Vuestra Alteza oírla hasta el fin, y después me parece que verá que esta desdichada merece al menos toda su compasión. —Sois un celoso protector de la belleza, conde. Alzad vos, niña mía; alzad, y explicaos sin melindres ni rodeos. Zulema no sabía qué era lo que pasaba por ella. El tono de la reina, sus miradas alternativamente irónicas y severas, y la aspereza con que sin causa la trataba, turbaron enteramente a aquella alma cándida e inexperta; pero el conde, cuyo carácter no era de temple que pudiese tolerar en su presencia tan notoria injusticia, tomó por ella la palabra, explicándose en los términos siguientes: —Vuestra Alteza me permitirá que sea yo quien la explique la causa del dolor demasiado justo, demasiado verdadero de esta joven; de cuya veracidad parece que mi reina duda, aunque sin causa. La desdichada que ve Vuestra Alteza llora la muerte de su hermano... —¿Qué decís? ¿Ha muerto Alí? —Sí, señora, ha muerto. —¿Y qué remedio puedo yo dar a ese mal? —Remedio ninguno —interrumpió Zulema, cobrando aliento—; ninguno porque no hay poder humano capaz de darlo. —Tú misma lo dices, mora. Te compadezco; mas nada puedo hacer por ti. —Vengarme, señora, o por mejor decir, hacerme justicia. —¿De qué? —De sus asesinos. —¿De los asesinos de quién? —De los de mi hermano. —Mujer, ¿qué dices? El dolor te ha trastornado el juicio. —No, señora —dijo don Gómez—, no ha perdido el juicio. ¡Ojalá se engañase!, pero Alí ha muerto asesinado. —¿Vos también, conde? —Años ha, señora, que Vuestra Alteza me conoce, y debe saber que el conde de Candespina no ha faltado jamás a la verdad. —¡El cielo me valga! ¿Conque asesinado, decís? —¡Asesinado, asesinado! —exclamó dolorosamente Zulema: yo he visto las profundas heridas de su pecho: su sangre me cubre aún. ¡Justicia, reina de Castilla, justicia! —Sosiégate, infeliz, sosiégate —respondió doña Urraca visiblemente enternecida—, y habla: ¿quién le ha muerto? —Lo ignoro. —¿Cómo pues se sabe que fue asesinado? Conde, explicádmelo. El conde refirió a la reina el suceso de la muerte de Alí, omitiendo sin embargo la revelación hecha por el moribundo con respecto a Lara, en virtud de las razones que se han dicho. Doña Urraca le escuchó atentamente, y después, volviéndose a Zulema, le preguntó: —¿Tenía tu difunto hermano algún enemigo en León? —Sí, señora —contestó la mora—, uno y muy poderoso. —¿Quién es? —El conde de Lara. —¡Virgen Santísima! ¿Cómo puede ser el conde su enemigo si no le conocía siquiera? —Jamás había Lara visto a Alí hasta que vino a vuestra corte; pero la desgraciada Zulema, señora, no le es desconocida. —No eran pues infundadas mis sospechas; tú has sido la causa... —Sí lo he sido, aunque inocente. —¡Traidor!... Al momento refiéreme cuanto haya pasado entre los dos. Zulema se vio en la precisión de referir de nuevo la historia de sus tristes amores a doña Urraca, a quien solo la presencia del conde de Candespina era capaz de contener para que no prorrumpiera en amargas quejas contra el de Lara por haberla engañado. Mas a pesar de todo, la inclinación que tenía a don Pedro le hablaba aún a su favor: dudaba de la verdad de Zulema; y resolvió salir finalmente de su inquietud. Así que la hermana de Alí terminó su breve y dolorosa narración, dijo: —Yo he de apurar la verdad de este asunto. Pasad, conde, con esta niña a la cámara inmediata, y esperad allí mis órdenes. El conde obedeció y Zulema con él; y doña Urraca dio sus disposiciones para salir en efecto de dudas. [Ilustración] CAPÍTULO XIV Por más que el conde de Candespina, empleando alternativamente las persuasiones, el halago y su amistad, se había esforzado para conseguir que Hernando de Olea no se mezclara en el suceso de Alí, no podía este caballero tranquilizarse de ningún modo. «He jurado», decía entre sí, «ser el hermano de Zulema, y debo cumplirlo: las razones del conde serán todas muy buenas; pero no me convencen; sigamos, pues, la senda que el honor me manda». Con esta resolución se puso a pensar en qué medio hallaría para cumplir con su obligación sin disgustar a su amigo, a quien respetaba como a padre; y después de haber martirizado toda la noche su pobre cabeza para encontrar el deseado expediente, se resolvió por fin a dar el paso que vamos a ver. Al mismo tiempo que Zulema y don Gómez marcharon al alcázar, se fue Hernando a la casa del conde de Lara, quien al oír el nombre del que venía a buscarle se quedó extrañamente sorprendido. «Hernando en mi casa», se dijo, «no será para nada bueno». Entró Hernando en el gabinete del conde, y recibiole este con muestras de cortesía y agasajo; mas el amigo de Candespina sin contestarle le dijo: —Haced que nos dejen solos: el asunto de que tengo que hablaros es reservado. —Voy a complaceros —contestó el conde haciendo una señal a sus criados, que al punto se retiraron—. Ya estamos solos. Hernando sin responder dio una vuelta al aposento como para cerciorarse de que no hubiese nadie escondido debajo de los tapices; en seguida se dirigió a la puerta, que cerró con llave; y por último, desciñéndose la espada y sacando la daga que llevaba en la cintura, las puso ambas sobre un escaño. Asombrado y con no poco temor miraba aquellos singulares preparativos Lara; pero no osaba decir palabra porque conocía el carácter de Olea, y este tomando asiento frente a él empezó a hablar de esta manera: —Alí ha muerto asesinado... —¡Santos cielos! ¿Qué me decís? —interrumpió don Pedro, y al mismo tiempo cubría su rostro la palidez de la muerte. —Sí, malvado, ya lo sabes, y tú eres el autor de su muerte. —¿Hernando, a esto habéis venido? —Sí, a esto; a esto solo. —¿Qué pruebas podréis presentar de esa horrible calumnia? —Tu conciencia y mi espada. ¿Te parecen bastantes? Pero aún te queda un medio de salvar tu honra. —Jamás la he perdido. —Asesino, no abuses de mi paciencia. He depuesto las armas para que no pudieras decir que te ataco con ventaja; pero con una mano me sobra para darte el castigo que mereces. —Basta, Hernando: sobrado tiempo he sufrido esa insolencia; idos, y si tenéis alguna queja contra mí, exponedla ante quien convenga, yo sabré responder. —Con la lengua sí; sabes manejarla, ya lo sé; pero la espada te pesa demasiado. —¡Hola..., criados...! —Silencio, silencio —le interrumpió Hernando asiéndole un brazo con tal violencia que faltó poco para que se lo rompiera—; has de oírme hasta el fin, y después eres muy dueño de llamar a tus criados, que yo sabré contenerlos. —Habla pues, y pronto —contestó el conde lleno de rabia y confusión. —Tú has llenado de amargura los últimos instantes de la vida del amigo de tu padre: tú has deshonrado a la hermana de Alí; y por último, has cometido un asesinato para evitar el pelear como caballero con él. Eres el baldón de los tuyos; la afrenta de los castellanos; el destructor de tu patria. Has merecido la muerte, y la recibirás si no te conformas con lo que voy a proponerte... No me repliques: óyeme. El pueblo ignora que seas tú el asesino de Alí: este secreto solas dos personas lo saben: el conde de Candespina es una, y yo la otra. Si quieres salvarte... Aquí llegaba Hernando, cuando un criado llamó fuertemente a la puerta de la estancia en que se hallaba con el conde, a quien nada podía causar más placer que ver interrumpida tan desagradable conferencia. —¿Quién llama? —preguntó furioso Hernando. —La reina manda —contestó el criado— que el conde de Lara se presente inmediatamente en el alcázar. —Ya oís —dijo Lara... —Sí, ya oigo; y no me opondré a las órdenes de Su Alteza; pero volveremos a vernos antes de mucho; y tiembla por ti si te atreves a publicar esta conversación. Diciendo así, tomó Hernando sus armas, abrió la puerta y se marchó, dejando absorto y pesaroso al menguado conde. Sin embargo, este recordó que debía presentarse a la reina; sacó fuerzas de flaqueza, y como tenía sobrada costumbre de disfrazar sus naturales sentimientos, logró tomar un aspecto bastante sereno para comparecer ante doña Urraca, quien por su parte también se esforzaba para disimular su enojo. —Os he llamado, conde —le dijo—, para daros una noticia que va sin duda a sorprenderos: vuestro contrario Alí ha perecido ayer a manos de unos asesinos desconocidos. —Acabo de saber, señora, tan desagradable acontecimiento, y puedo asegurar a Vuestra Alteza que a pesar de todo... —Estoy persuadida de que el conde de Lara es incapaz de alegrarse de semejante maldad; pero dejando esto aparte, sed franco: ahora que ese moro no existe, ¿no me diréis qué motivos...? —Mil veces he dicho a Vuestra Alteza, y lo repito ahora bajo juramento, que nunca había yo visto a ese joven hasta que en presencia de Vuestra Alteza... —Sí, eso puede ser verdad; y, sin embargo, también sin verle pudierais haberle agraviado. —Que pudiera ser, señora, no lo niego, mas no ha sido... —Hay, conde, quien dice lo contrario... —Si Vuestra Alteza da oídos a mis enemigos, no habrá crimen que no se me impute —y al decir esto se turbó extraordinariamente. —No, a fe mía, no he escuchado en este negocio a vuestros enemigos. Creedme, conde, confesad francamente a vuestra reina qué causa hizo al joven Alí vuestro enemigo. —Vuestra Alteza sabe que la ignoro. —Yo sé que así me lo habéis dicho; pero la cosa es tan inverosímil... —¿Y quién ha presentado pruebas que contradigan mi verdad? Nadie, señora. Por el contrario: el mismo silencio de Alí ¿no prueba que no tenía de qué acusarme? —Hace dos horas tal vez me hubiera convencido esa razón; mas ahora... —Y ¿qué causa ha podido haber para que yo pierda la confianza con que Vuestra Alteza me honraba? —Causa, ninguna. Solamente una reflexión, conde: habéis sido siempre tan rendido con las damas que me parece probable que algún amorío... —¡Qué delirio, señora! Mi corazón no ha amado más que una sola vez, y esa con harta desgracia. —Esa vez basta quizá para haber... —No acabe Vuestra Alteza, señora; el objeto de mi amor nada ha tenido que ver con ese moro; yo he amado, amo todavía, y amaré siempre, pero será a mi reina. —Basta, conde: no sabéis responder otra cosa. ¿Conque en efecto no habéis vos provocado la enemistad de Alí? —No, señora. —Miradlo bien. —Mirado está, señora. Doña Urraca hizo seña a una dama de su servidumbre que allí estaba, y esta salió inmediatamente de la cámara. Entonces abandonando la reina el aire de fría tranquilidad que hasta aquel punto había afectado, se levantó de su asiento y empezó a pasearse apresuradamente por la sala, con admiración de Lara; hasta que, abriéndose la puerta, se presentó a los ojos del asombrado conde la misma Zulema, pero vestida con el traje propio de su nación. Lara al verla creyó que el universo entero se desplomaba sobre su cabeza, y exclamó involuntariamente: —¡Zulema, tú aquí! La reina se había parado en medio de la cámara, y con ojos centelleantes de furor consideraba al pérfido conde que, aterrado, no se atrevía a separar la vista del suelo. —¿Tampoco —dijo la reina por fin—, tampoco habréis visto a esta joven antes de ahora? Conde de Lara, responded: ¿qué se ha hecho de vuestra elocuencia? Perjuro, ¿no decías que no habías agraviado nunca al infeliz Alí? Responde. Lara no podía articular una palabra, tal era su espanto; Zulema, temerosa, se había quedado a la puerta de la cámara derramando copiosas lágrimas que regaban sus descoloridas mejillas; y doña Urraca, que ya no pensaba en enfrenar su enojo, continuó diciendo: —No os atrevéis a responderme; pues bien, preparaos a sufrir el castigo que merece quien engaña a su reina. ¡Hola! Venga el conde de Candespina al momento. Este nombre surtió un efecto mágico en don Pedro: oírlo y recordar al momento que, según Hernando le había dicho, poseía don Gómez el secreto fatal de la muerte de Alí, todo fue una misma cosa; y juzgando que Candespina no despreciaría aquella ocasión de libertarse para siempre de su rival, se dio por perdido. —Señora —exclamó arrojándose a los pies de la reina—, no quiera Vuestra Alteza humillarme ante el conde. —Apartaos —contestó doña Urraca—, sois indigno de consideraciones. —¡Ah, señora! He delinquido, es verdad, con Zulema; ¿pero debe Vuestra Alteza ser quien me castigue por ello? La causa... —Es vuestra perfidia. Venid, conde de Candespina; venid y encargaos de este caballero que confío a vuestra guarda. Zulema, ya veis que soy justa. Mañana será Lara vuestro esposo o perecerá en un cadalso. ¿Queréis más? —No, señora. Quédese libre el conde de Lara: su corazón no es mío, y aunque lo fuera, yo no podría ya mirar sin horror al que ha causado la muerte de mi padre y la de mi hermano, y con ellas mi eterno dolor. Yo he venido solo a pedir a Vuestra Alteza justicia contra los asesinos del desdichado Alí, si puede averiguarse quiénes son. —Y la obtendréis como yo llegue a conocerlos. Conde, llevaos al preso. —¿Querrá Vuestra Alteza —dijo Candespina— escuchar una súplica? —Decid presto. —Pues bien, señora, yo ruego a Vuestra Alteza que el conde de Lara quede en libertad. Su conciencia, el enojo de Vuestra Alteza, y el menosprecio de todos los buenos harto castigo son para un noble. —Y yo —añadió Zulema—, yo uniré también mis ruegos a los de este generoso caballero. Piedad, señora. Las lágrimas inundaron los ojos de doña Urraca, y después de un breve rato de meditación, volviéndose a Lara le dijo: —Salid de mi presencia, y no os volváis a presentar sin mi orden —y luego, señalándole al conde de Candespina añadió—: este es vuestro enemigo, procurad imitarle. Lara, confuso y desesperado, se retiró; y don Gómez iba a hacer lo mismo con Zulema, mas doña Urraca los detuvo. La generosidad del conde y la perfidia de su rival le habían abierto los ojos por fin, y resolvió premiar en aquel mismo instante los servicios y constancia de su libertador dándole la mano de esposa. Sin embargo, fiel a su primer proyecto de no dividir el trono con nadie, se lo hizo saber así al conde; pero este, lleno de amor y enajenado de júbilo, respondió: —Yo, señora, amo a doña Urraca, no a su trono; mi gloria será después de ser su esposo, como lo es ahora la de ser su vasallo más fiel. La triste Zulema hubo de presenciar aquella escena, que recordaba a su afligido corazón la corta y venturosa época en que también a ella la halagaban las dulces y lisonjeras ilusiones del amor, y aun parecía que su alma bondadosa olvidaba parte de sus penas para tomarla en la alegría de su protector; pero el dardo había penetrado demasiado para que la herida pudiera nunca cerrarse. En vano doña Urraca le propuso recibirla entre sus damas si quería quedarse en Castilla, o hacerla llevar a su país si lo deseaba: la hermana de Alí, resuelta a entrar en el gremio de los fieles, pidió por única gracia que se la administrara el bautismo para retirarse después a un claustro. Al cabo de no poco tiempo se retiró el conde con Zulema a su casa, y enteró de su próxima dicha a Hernando y a Leonor, cuyo júbilo no puede encarecerse bastante. Hernando contó a su amigo la conversación que con Lara había tenido, diciéndole su objeto, que era el de obligar al conde a que diese la mano a la pobre mora; «mas pues ella lo rehúsa», concluyó, «inútil es insistir más». Pocos días después del de la escena referida recibió Zulema el bautismo, siendo sus padrinos el conde de Candespina y doña Leonor; e inmediatamente tomó el velo de novicia en uno de los conventos de León, donde a su debido tiempo profesó; siendo los pocos años que sus penas la dejaron vivir un modelo de virtud, dulzura y paciencia: dotes dignas a la verdad de mas próspera suerte que la que su aciago destino le proporcionó. El leal, el valiente, el virtuoso conde de Candespina vio colmados sus deseos con la posesión de la mano de la reina de Castilla. Su matrimonio se verificó en el oratorio del alcázar, en presencia de Hernando, su esposa, don Diego López y algunos fieles partidarios, quedando secreto por entonces. Doña Urraca quería tener un esposo, pero no un dueño; y el conde, sobre no ser ambicioso, conocía que, en aquellas circunstancias, aun los mismos que como ministro eran sus parciales se convertirían tal vez en enemigos si veían brillar en su frente la diadema de los godos. Continuó viviendo en la corte el conde de Lara por un resto de vanidad que no le permitía retirarse de ella, como sin duda hubiera debido hacerlo; y don Gómez era demasiado generoso para hacerle sentir el peso de su poder. Lejos pues de tratarle con aspereza le manifestaba más agrado acaso del justo, y contenía con su ejemplo a muchos, que sin él, hubieran tomado cruelísima venganza de agravios recibidos en otro tiempo. Solo Hernando era quien no podía resolverse a dirigirle la palabra jamás; y por deferencia a su amigo huía las ocasiones de encontrarle. —Paréceme —decía a su esposa— que veo siempre sus manos teñidas en la sangre del desventurado Alí. Asesino es la primera palabra que se me ocurre decirle, y asesino también la última. Por fin Lara, perseguido por los remordimientos, despreciado de sus enemigos y abandonado de los que en su privanza le manifestaban más afecto, vivía infeliz y miserablemente. [Ilustración] CONCLUSIÓN La disolución del matrimonio de la reina con don Alfonso de Aragón había privado a este príncipe de todo derecho a la corona de Castilla; pero creyéndose ofendido como hombre y como rey, no quiso desistir de su empresa ni entrar en negociaciones de paz, a pesar de cuantos esfuerzos hizo para ello el conde de Candespina. Terminado pues el invierno, entró en Castilla con un ejército infinitamente superior al que doña Urraca pudo poner en campaña. La habilidad de don Gómez prolongó algún tiempo la guerra con el cuidado que tuvo en evitar toda acción general: mas al cabo le fue imposible hacerlo en las inmediaciones de Sepúlveda. La batalla se dio precisamente en el campo de Espina, que era de donde don Gómez tomaba su título, y el mando de la primera línea se le confió al conde don Pedro de Lara, quien a pesar de todo lo acaecido tuvo bastante maña e influjo para conseguirlo, tal vez con la sana intención de rehabilitar su fama. Mas apenas los veteranos de don Alfonso cargaron a las tropas que mandaba, se puso en vergonzosa fuga, siguiéndole todos sus soldados. Resultó de esto lo que no podía menos de suceder: los fugitivos de la primera línea desordenaron los escuadrones de la segunda. El espanto se apoderó de casi todos los ánimos. «¡Traición!», gritaban unos; «¡Sálvese el que pueda!», otros: todos huían, y huían en vano, porque su propia precipitación los entregaba a sus enemigos, que hicieron en ellos una horrible carnicería. En medio de aquel desorden general permanecía sin embargo organizado un escuadrón todo compuesto de caballeros, que en torno del estandarte del conde de Candespina, que ostentaba una águila negra en campo amarillo, y capitaneados por él, resistían al poder de los aragoneses. Para llegar hasta aquellos campeones era preciso salvar un parapeto que de los cadáveres de sus enemigos habían hecho; y sería necesaria la pluma de Homero para pintar las hazañas que vio aquel día memorable. Sin embargo, todo su valor fue inútil: los tiros de los ballesteros aragoneses y la multitud de los hombres de armas que caían sobre ellos continuamente acabaron por reducir de tal modo su número que el conde, Hernando, don Diego López y Millán se llegaron a ver solos. Don Alfonso, admirado de tanta valentía, quiso otorgarles la vida si se le rendían; mas como lo rehusasen, mandó que se les matara. Millán cayó el primero, siguiole López, y a este el valeroso don Gómez. Hernando, asido el estandarte con la una mano y esgrimiendo con la otra su temible espada, sacrificó a más de veinte a su furor antes de que llegaran a herirle; pero un soldado, de un golpe con el hacha de armas le cortó el brazo izquierdo. No por esto desmayó, pues cogiendo entre sus dientes el paño de la bandera, continuó peleando, y no cayó hasta que de otro golpe perdió el brazo derecho. Entonces los soldados acabaron de matarle, y dio fin aquel modelo de los amigos y espejo de los valientes. Leonor fue a unirse con Zulema en su convento: ambas lloraban juntas las irreparables pérdidas que habían hecho, y ambas murieron fieles a la virtud. En cuanto a doña Urraca y Lara, el resto de su vida política pertenece a la historia, y el lector curioso puede acudir a ella. Del público y las circunstancias depende que con el tiempo llegue a dar a luz las aventuras secretas de doña Urraca y don Pedro de Lara, que según creo deben hallarse en unos antiguos manuscritos de la misma biblioteca, de donde he sacado la historia que precede; la cual plegue a Dios sea del agrado de todos. [Ilustración] FIN ERRATAS TOMO 2.º _Pág._ _Lín._ _Dice_ _Léase_ 29. 8. mando marido 34. 14. nevitable inevitable 69. 6. les le 86. 14. arriesgase enojar arriesgase a enojar 90. 1. concede le concede 94. 5. buena recom- una buena recompen- 103. 5. acaba acababa 104. 16. que de que 109. 9. infie infiel 124. 6. de del 126. 2. Gutierrez Gutierre 143. 21. Galante, seño¿ra, ¿Galante, señora, *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL CONDE DE CANDESPINA (2 DE 2) *** Updated editions will replace the previous one—the old editions will be renamed. Creating the works from print editions not protected by U.S. copyright law means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. Special rules, set forth in the General Terms of Use part of this license, apply to copying and distributing Project Gutenberg™ electronic works to protect the PROJECT GUTENBERG™ concept and trademark. Project Gutenberg is a registered trademark, and may not be used if you charge for an eBook, except by following the terms of the trademark license, including paying royalties for use of the Project Gutenberg trademark. If you do not charge anything for copies of this eBook, complying with the trademark license is very easy. You may use this eBook for nearly any purpose such as creation of derivative works, reports, performances and research. 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International donations are gratefully accepted, but we cannot make any statements concerning tax treatment of donations received from outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff. Please check the Project Gutenberg web pages for current donation methods and addresses. Donations are accepted in a number of other ways including checks, online payments and credit card donations. To donate, please visit: www.gutenberg.org/donate. Section 5. General Information About Project Gutenberg™ electronic works Professor Michael S. Hart was the originator of the Project Gutenberg™ concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For forty years, he produced and distributed Project Gutenberg™ eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg™ eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as not protected by copyright in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our website which has the main PG search facility: www.gutenberg.org. This website includes information about Project Gutenberg™, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks.