*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 62359 *** NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos sin avisar. * Se ha modernizado la ortografía del original impreso y se han espaciado las rayas. * Algunas ilustraciones se han desplazado ligeramente para no interrumpir un párrafo. * Se ha expandido el Índice para detallar mejor el contenido del libro. EL ANACRONÓPETE ES PROPIEDAD ENRIQUE GASPAR EL ANACRONÓPETE VIAJE A CHINA -- METEMPSICOSIS ILUSTRACIÓN DE F. GÓMEZ SOLER [Ilustración] BARCELONA BIBLIOTECA «ARTE Y LETRAS» DANIEL CORTEZO y C.ª Calle de Pallars (Salón de S. Juan) 1887 [Ilustración] Establecimiento tipográfico-editorial de DANIEL CORTEZO Y C.ª [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO PRIMERO En el que se prueba que ADELANTE no es la divisa del progreso París, foco de la animación, centro del movimiento, núcleo del bullicio, presentaba aquel día un aspecto insólito. No era el ordenado desfile de nacionales y extranjeros dirigiéndose a la exposición del Campo de Marte ya para satisfacer la profana curiosidad, ya para estudiar técnicamente los progresos de la ciencia y de la industria. Mucho menos reflejaban aquellas fisonomías la alegre satisfacción con que los habitantes de la antigua Lutecia corren anualmente a ver disputar el gran premio en el concurso hípico destrozando palabras inglesas y luciendo trajes y trenes, capaz cada uno de satisfacer el precio del _handicap_ y de saldar todos juntos la deuda flotante de algún Estado. Verdad es que aunque época de certamen universal, pues desfilaba el año de 1878, no lo era de carreras, pues no iban transcurridos más que diez días del mes de julio. Además no había vaivén; es decir que no acontecía lo que en aquellos casos, que la gente que se divierte se cruza en opuesta dirección con la que trabaja o huelga. Todos seguían el mismo rumbo llevando impresa en la mirada la huella del asombro. Las tiendas estaban cerradas, los trenes de los cuatro puntos cardinales vomitaban viajeros que asaltando ómnibus y _fiacres_ no tenían más que un grito: «¡Al Trocadero!» Los vaporcitos del Sena, el ferrocarril de cintura, el _tram-way_ americano, cuantos medios de locomoción en fin existen en la Babilonia moderna, multiplicaban su actividad hacia aquel punto atractivo del general deseo. Aunque el calor era sofocante como de canícula, dos ríos humanos se desbordaban por las aceras de las calles, pues, exceptuando los vehículos de propiedad, París con sus catorce mil carruajes de alquiler, no podía transportar arriba de doscientas ochenta mil personas, concediendo a cada uno diez carreras con dos plazas; y como la población se elevaba a dos millones, en virtud del espectáculo del día a que todos querían asistir, resultaba que un millón y setecientos veinte mil individuos tenían que ir a pie. El Campo de Marte y el Trocadero, teatro de aquella representación única, habían sido invadidos desde el amanecer por la impaciente multitud que, no contando con billete para la conferencia que en el salón de festejos del palacio debía celebrarse a las diez de la mañana, se contentaba con presenciar la segunda parte, mediante el valor de la entrada, en el área de la Exposición. Los que ya no tuvieron acceso a ella, asaltaron los puentes y las avenidas. Los más perezosos o menos afortunados se vieron reducidos a diseminarse por las alturas de Montmartre, los campanarios de las iglesias, las colinas del Bosque y las prominencias de los Parques. Tejados, obeliscos, columnas, arcos conmemorativos, observatorios, pozos artesianos, cúpulas, pararrayos, cuanto ofrecía una elevación había sido adquirido a la puja; y los almacenes quedaron exhaustos de paraguas, sombrillas, sombreros de paja, abanicos y bebidas refrigerantes para combatir al sol. ¿Qué ocurría en París? Hay que ser justos. Ese pueblo que así se admira a sí propio colocando sus medianías sobre pedestales para que el mundo los tome por genios, como se divierte consigo mismo caricaturándose en sus infinitos ratos de ocio, se conmovía esta vez con sobrada razón. La ciencia acababa de dar un paso que iba a cambiar radicalmente la manera de ser de la humanidad. Un nombre, hasta entonces oscuro y español por añadidura, venía a borrar con los fulgores de su brillantez el recuerdo de las primeras eminencias del mundo sabio. Y en efecto. ¿Qué había hecho Fulton? Aplicar a la locomoción marítima los experimentos de Watt o de Papin a fin de que los buques caminasen con mayor rapidez venciendo más fácilmente la resistencia de las olas con su fuerza impulsiva; pero salir en lunes de un puerto para llegar en martes a otro en que antes, a la vela y viento en popa, no hubiera sido posible fondear hasta el sábado, no puede decirse que fuera ganar tiempo sino perder menos a lo sumo. Stephenson, inventando la locomotora, le hacía devorar espacio sobre dos nervios de metal; pero recorrer mayor distancia en menos minutos era siempre ir en busca del mañana por la senda del hoy. Lo mismo digo de Morse: transmitir el pensamiento por un alambre merced a un agente eléctrico, no destruye el que, aunque el fluido sea capaz de dar cuatro veces la vuelta al orbe terráqueo en un segundo, la idea tarde en volver a su punto de partida en cada revolución sobre la línea equinoccial la duocentésimo-cuadragésima parte de un minuto. Es decir que el resultado es fatalmente posterior en la noción del tiempo. Además, el no poderse prescindir de los conductores hace gráfica la definición que del telégrafo eléctrico daba en esta forma un individuo: «Perro muy largo al que se tira de la cola en Madrid y ladra en Moscú.» Las hipótesis del famoso Julio Verne tenidas por maravillosas, eran verdaderos juguetes de niño ante la magnitud del invento real del modesto zaragozano vecino de la Corte de las Españas. Bajar al centro de la tierra es cuestión de abrir un orificio por donde verificar el descenso; imitar a los habitantes de Ergasteria que muchos siglos antes de la era cristiana, ya penetraron en los abismos del Laurium para desenterrar el plomo argentífero. El trayecto era más corto; pero la carretera la misma. Navegar en los aires por la ingeniosa teoría del soplete, no ofrece otra ventaja que reducir la dirección a la voluntad del aereonauta suprimiendo la maroma con que en la batalla de Fleurus hacía transportar Jourdan los Montgolfier para descubrir la posición del enemigo. Ir al polo esperando el deshielo es obra de pura paciencia; copia servil aunque sabia de esas personas que, para hacer compras en un almacén, aguardan a que la tienda esté en liquidación. Por lo que al Nautilus respecta, mucho antes que Verne ya había hecho una prueba felicísima con el _Ictíneo_ nuestro compatriota Monturiol. Para relatarnos lo que existe en el fondo de los mares basta reunir un congreso de buzos. Y sobre todo (perdón si me repito) que arrancar en lunes del terreno de aluvión para llegar en martes al eoceno, en miércoles al permeano y concluir la semana en el mar de fuego; trasladarse en veinte horas desde Francia al Senegal por la vía aérea; o alcanzar por la submarina el fin de un viaje más tarde o más temprano, pero siempre _después_, encierra una idea de posterioridad que hace monótona la misión de la ciencia, corriendo invariablemente tras el mañana como si el ayer le fuese conocido. El mundo es la casa de la humanidad, cuyos habitantes al irse multiplicando, van añadiendo pisos a la fábrica con el fin de estar con más holgura; pero sin cuidarse de estudiar los cimientos del edificio, para cerciorarse de que podrá resistir el peso abrumador que le echan encima. Cuando tan desfigurado vemos media hora después el hecho de que hemos sido testigos treinta minutos antes ¿podemos confiar ciegamente en los relatos que la historia nos hace de los tiempos primitivos sobre los que fundamos nuestra conducta por venir? Si por una serie de deducciones Boucher de Perthes creyó probar la existencia del hombre fósil, ¿no es posible que el fémur que él tomó por humano perteneciera en la escala zoológica a algún congénere de la montura del escudero de don Quijote? El pasado nos es absolutamente desconocido. Las ciencias retrospectivas al estudiarlo, proceden casi por inducción, y mientras no tengamos conciencia del ayer, es inútil que divaguemos sobre el mañana. Antes que ir a la negación por las hipótesis del futuro, aprendamos a creer en Dios tocando de cerca los maravillosos orígenes de su colosal obra de arquitectura. Tales eran los principios filosóficos del doctor en ciencias exactas, físicas y naturales don Sindulfo García, y su aplicación el espectáculo a que aquel pueblo, ávido de emociones, concurría en masa con la ansiedad y la duda que necesariamente debía despertar en él lo que, a pesar de llamarse París el cerebro del mundo, no cabía en su cabeza. --Pero, diga usted, señor capitán --preguntaba a uno de húsares de Pavía un caballero que con diecinueve individuos más se dirigía en ómnibus al sitio de la experiencia--. Usted como español debe estar enterado del mecanismo del Anacronópete. --Dispense usted --respondió el interpelado--: Yo sé batirme contra los enemigos de mi patria; ser comedido con los hombres, galante con las señoras; conozco la disciplina, la táctica y la estrategia; pero en punto a navegar por el aire solo he aprendido a ser manteado en el colegio cuando no tenía la petaca bastante repleta para abastecer a mis condiscípulos. --Con todo --insistía el preguntón--. A mí se me figura que en calidad de compatriota del sabio inventor del aparato, debe usted poseer nociones más exactas de él que un extranjero. --Me honro con el título de español y soy además sobrino del señor García; pero no tengo más luces sobre el asunto que cualquier otro. La noticia del parentesco del capitán con el coloso científico, redobló la curiosidad de los viajeros, que empezaron a querer encontrar en él huellas de su tío, como en las desiertas llanuras de Maratón o entre los viñedos de los campos cataláunicos buscamos las pisadas de Milcíades o el casco del corcel de Atila. Las mujeres preguntaban si don Sindulfo era casado; los hombres si tenía alguna condecoración, y todos si era pariente de Frascuelo. --Pero, en resumidas cuentas, ¿qué se propone? --decía uno. --Lo que estamos hartos de hacer los franceses --exclamaba un patriota exaltado--. Viajar por los aires. --Sí; mas con dirección fija y con una velocidad vertiginosa --argüía prudentemente un guardia nacional reparando que el húsar echaba mano del sable sin más intención que la de colocárselo a su gusto. --No niego --objetaba un cuarto-- que es maravilla y grande surcar a medida del deseo las corrientes atmosféricas; pero esto más tarde o más temprano hubiera acabado por hacerse. Lo que no concibe la inteligencia humana, es que con ese vehículo pueda el hombre retrogradar en el tiempo saliendo _hoy_ de París después de comer en Véfour para llegar _ayer_ al monasterio de Yuste y tomar chocolate con el emperador Carlos V. --Eso es imposible --gritaron todos. --Para nosotros los ignorantes --prosiguió el que hacía uso de la palabra--. No así para la ciencia que ha sancionado la invención en el congreso último. De todos modos, pronto saldremos de dudas. El señor García parte hoy en su Anacronópete para el caos, de donde se propone regresar dentro de un mes trayendo las pruebas de su expedición fabulosa. --Apuesto a que el inventor es un bonapartista que quiere poner de nuevo sobre el trono de Francia al traidor de Sedán --vociferaba el patriota. --O traernos el Terror con Robespierre --decía apretando los puños un partidario de la causa legitimista. --Poco a poco --argumentaba un sensato--. Si el Anacronópete conduce a deshacer lo hecho, a mí me parece que debemos felicitarnos porque eso nos permite reparar nuestras faltas. --Tiene usted razón --clamaba empotrado en un testero del coche un marido cansado de su mujer--. En cuanto se abra la línea al público, tomo yo un billete para la víspera de mi boda. Celebrando estaban aún todos la ocurrencia, cuando el ómnibus (no sin gran riesgo de aplastar a la apiñada muchedumbre) se paró en la cabeza del puente; y, apeándose, cada cual trató de abrirse paso como pudo para dirigirse a su destino. Parece ficción lo que acabamos de oír, y sin embargo nada hay más positivo. El doctor don Sindulfo García se aprestaba a hacer el experimento práctico de la resolución del más arduo problema que hasta hoy registran los anales científicos: viajar hacia atrás en el tiempo. ¿Qué análisis había hecho de él? ¿A qué clase de cuerpos pertenecía, lo que hasta hoy era una idea abstracta, que así podía someterse a la descomposición? ¿De qué agentes se valía para ello? ¿Qué colosal sistema era ese con que amenazaba llegar al descubrimiento de la verdad retrogradando, en un siglo que busca sus ideales en el mañana y que acepta el «adelante» como fórmula del progreso? El capítulo siguiente nos lo dirá. [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO II Una conferencia al alcance de todos Componíase el espectáculo de dos partes. En la primera el sabio español se despedía de sus colegas, de las autoridades y del público de París con una conferencia dada en el palacio del Trocadero, en la que, supliendo el tecnicismo con demostraciones vulgares, se proponía hacer comprensible a los menos versados en ciencias, los principios fundamentales de su invención. Formaba la segunda la elevación del monstruoso aparato desde el Campo de Marte hasta la zona atmosférica en que debía realizarse el viaje. Para ser testigo presencial de la última, bastaba haber satisfecho la cuota de entrada en el recinto de la exposición, trepar a las eminencias o diseminarse por las llanuras en espacio abierto; y es lo que, como hemos visto, hicieron las masas desde que empezó a alborear, poniendo a prueba la prudencia y los puños de la gendarmería que al fin logró evitar una irrupción en el palacio de la Industria. Pocos, relativamente, eran los escogidos entre los muchos que alegaban derecho a oír la palabra del doctor. El salón de fiestas, aunque espacioso, no bastaba a contener tanta gente. Ninguno de los espectadores seguía el tratamiento del _anti-fat_, y sin embargo diríase que todos habían enflaquecido, pues en cada asiento cabía por lo menos persona y media. Las entradas estaban obstruidas y los pasillos cuajados de esa multitud que aguarda paciente la ocasión de avanzar un paso, sabiendo que no ha de llegar nunca a la meta. Los presidentes de la república, de los cuerpos colegisladores y del gabinete; el cuerpo diplomático, las comisiones de los institutos y academias, de las corporaciones sabias y del ejército alternaban, luciendo sus uniformes sembrados de placas y cintas, con el modesto sacerdote sin más cruz que la del Gólgota destacada sobre el fondo negro o morado de su túnica talar. Algunos fracs, aunque pocos, pues en Francia raro es el que no tiene uniforme, asomaban como con vergüenza su condición civil entre océanos de seda, cascadas de blondas, montes de brillantes y nubes de cabellos, negras unas como de tempestad, rubias otras como estratos heridos por el sol poniente y casi ninguna del color que anuncia la nieve en el invierno de la vida: que mujer y vieja va siendo ya cosa incompatible en la patria de Violet y de Pinaud. Por fin sonó la hora: una ondulación de curiosidad vibró en el recinto y la puerta, abierta de par en par por dos ujieres, dio paso a la comisión científica, a la derecha de cuyo presidente caminaba el héroe con la modestia propia del talento impresa en el semblante. Todo en él era vulgar. Su nombre más que de sabio parecía de barba de sainete. Su apellido no estaba ligado por ninguna partícula a esas hojas patronímicas que, como Paredes, o Córdoba, prestan frondosidad a los árboles genealógicos e impiden la falta de respeto con que un vástago ilustre de los García, la Malibrán, es nombrada en el mundo del arte cual pudiera serlo la Bernaola en el de los criminales célebres. Llevaba sus cincuenta años, no con el soberbio orgullo del titán aportando la piedra para escalar el cielo, sino con la resignación del mozo de cordel que transporta un baúl. Pequeñito, con sus guedejas lisas y en correcta formación, el traje muy cepilladito y como colgado de su armazón de huesos, tenía una de esas caras que parecen hechas bajo la influencia del nombre del que las ha de ostentar. En suma, era digno de llamarse D. Sindulfo García y merecedor del apodo de _Pichichi_ que su criada le había puesto por sambenito. Tal era la envoltura que la sabiduría eligiera para asombrar al mundo probando una vez más que bajo una mala capa se esconde un buen bebedor. La comisión tomó asiento debajo del órgano monumental; el presidente agitó una campanilla de plata, la sesión quedó abierta, y el inventor del Anacronópete pasó a ocupar la tribuna a través de una tempestad de aplausos que apagó, no su voz harto débil e insonora, sino el movimiento de sus labios que hizo comprender a la multitud que había pronunciado el sacramental «señores» comienzo de todo discurso. Restablecido el silencio, el héroe se expresó de esta manera: --Seré breve porque cuantas más horas consuma más alargo la distancia que me separa del ayer a donde me dirijo. Seré vulgar, porque, sancionadas mis teorías por el mundo sabio, solo me resta hacerme comprender de todos. Ello no obstante contestaré a cuantas objeciones se me hagan. Mi propósito nadie lo ignora, es retroceder en el tiempo, no para detener el continuo movimiento de avance de la vida, sino para deshacer su obra y acercarnos más a Dios encaminándonos a los orígenes del planeta que habitamos. Pero para explicar cómo se deshace el tiempo, es preciso que antes sepamos de qué se compone este. Procedamos con orden. Dios hizo el cielo y la tierra: aquel oscuro; esta en la forma caótica. Después dijo:--«Sea hecha la luz»--y la luz quedó hecha. Tenemos pues al Sol flotando en la bóveda celeste y al orbe suspendido en el espacio por la atracción solar. Cualquiera sabe, desde que Galileo demostró el principio de la rotación de la esfera, que el mundo se mueve; pero lo que no ha dicho la ciencia todavía, es por qué la tierra al girar verifica su movimiento de occidente a oriente en vez de hacerlo a la inversa; y esto es lo que yo voy a exponer como base de mi sistema anacronopético. El auditorio dejó escapar un murmullo de satisfacción, y el sabio continuó de este modo su conferencia: --La Tierra en un principio estaba sumida en el caos; era una inmensa bola de fuego que, como todo cuerpo incandescente, exhalaba esos vapores que conocemos con el nombre de irradiación. Fija en su eje, pues como obra acabada de crear no había empezado aún las revoluciones que el Hacedor le impuso, su calor era infinitamente más intenso por Oriente en virtud de la influencia del sol que constantemente la estaba bañando por aquella parte. Los que hayan visto fundirse en una marmita sustancias bituminosas habrán observado la enorme cantidad de vapor que se desprende de ellas. Figúrese por lo tanto el que despediría la fusión de un esferoide cuyo volumen es de mil setenta y nueve millones de miriámetros cúbicos. El más lego concibe que semejantes evaporaciones no podían tener lugar sin que cada desprendimiento fuese acompañado de un estampido y de una convulsión. Ahora bien, si al dispararse un cañonazo, la repercusión hace que el cañón retroceda, cada descarga de la irradiación debía llevar consigo dislocaciones en la esfera terráquea. Y como las descargas se repetían con más frecuencia e intensidad por la parte Oriente del planeta en razón del mayor calórico que el sol le suministraba, los repetidos retrocesos originados hacia aquel lado por las constantes sacudidas dieron por resultado la rotación del esferoide sobre su eje, en la dirección de Poniente a Levante, sabiamente prevista por la Providencia para la periódica sucesión de los días y las noches, y tan duradera como a su omnipotente arbitrio plazca que sea el fuego central que le sirve de motor. Un prolongado hurra acogió esta teoría tan nueva como atrevida e inesperada. El doctor sin humedecerse la boca--lo que no dejó de llamar la atención de los oyentes, acostumbrados a ver a sus oradores hacer siempre uso del agua en la peroración,--reanudó así el hilo de la suya. --Todo fenómeno obedece a una causa; y sin embargo han transcurrido dos siglos y medio desde que el inventor del termómetro y del compás de proporción, el sabio de Pisa que por el isócrono movimiento del péndulo enseñó a medir las pulsaciones de la arteria y a contar los segundos, Galileo en fin, nos dijo que la Tierra se movía, hasta hoy que nos ha sido revelada la razón de un hecho tan sencillo. Pero ¿basta esto? De ningún modo. Si todo fenómeno obedece a una causa, preciso es también que tenga un fin, que produzca un resultado, que llene un objeto. «La Tierra se mueve» grita un hombre; y en seguida la ciencia pregunta: «¿Por qué se mueve?» «Por el desprendimiento de calórico» responde la observación; pero acto continuo la filosofía da el alto, cruza el arma y exclama a su vez: «¿Y para qué se mueve?» Vamos a contestar a la filosofía. La Tierra se mueve para hacer tiempo. Nuestro planeta que, como hemos visto, no era más que una masa incandescente, llegó a solidificar su corteza, vio surgir de su superficie montañas colosales, llenó de mares sus senos, vistió su aridez con una flora sorprendente y poblóse de una fauna riquísima. ¿Cómo se operó este milagro? Muy sencillamente; por la acción del tiempo: por una sucesión de días o de épocas cuyo trabajo presidía la sabiduría y la voluntad del Hacedor Supremo, el cual permite que la revolución continúe para perfectibilidad del hombre y admiración de su omnipotencia. Las transformaciones del globo son pues la obra del tiempo. Pero ¿quién es este artífice? ¿Dónde están sus materiales? ¿Cuál es su laboratorio? El artífice es la irradiación; sus materiales están en la zona gaseosa; su laboratorio es el espacio: EL TIEMPO ES LA ATMÓSFERA. Todas las maravillas que la naturaleza, la ciencia, el arte y la industria presentan hoy a nuestra admiración y que creyéndolas la expresión genuina del progreso nos llenan de orgullo, proceden íntegras de esa región en que el hombre no ha sabido encontrar hasta ahora más que aire, lluvia, relámpagos, rayos, truenos y media docena más de accidentes meteorológicos. Refrenad vuestra impaciencia: voy a probar lo expuesto con una demostración práctica. A mí me gusta que la convicción llegue al ánimo por el sentido de la vista. Una oleada que amenazaba ser una explosión se produjo en el auditorio. El presidente agitó su campanilla, y el disertante, que se había vuelto de espaldas un momento, volvió a reaparecer de frente teniendo en la mano un sombrero de copa cuyo cilindro envolvía una de esas enormes gasas con que el hombre va diciendo que está de luto a los que no se lo preguntan, por lo poco que les importa. La gasa, dispuesta previamente para el caso, daba cinco o seis vueltas al sombrero y no estaba adherida a este más que por su cabo interior. Don Sindulfo empezó a desenvolverla entre las carcajadas de la muchedumbre, que en aquella, como en todas las circunstancias de la vida, aprovechó la que se le presentaba de abandonarse a su condición frívola y bullanguera. El sabio, como si nada oyese, continuó su tarea; dejó flotar el crespón cosido por un borde a la copa y, exhibiendo la sedosa felpa del sombrero, dijo, señalando el cilindro libre de toda envoltura: --He aquí la Tierra en su estado incandescente tal y como a Dios le plugo arrojarla en el espacio infinito. Como veis, está fija, inmóvil; pero de pronto, la irradiación representada por esta gasa produce un desprendimiento; este por la repercusión origina una dislocación en el globo y la esfera principia a girar sobre su eje dando lugar al tiempo que no es otra cosa que el movimiento incesante. Y así diciendo, mientras con la mano derecha tendía la gasa simulando una columna de humo que se elevase, con la izquierda imprimía una imperceptible rotación al sombrero. --Mirad el tiempo --proseguía señalando el crespón--. ¿Queréis saber cómo por una sucesión no interrumpida de segundos se convierte en minerales, en plantas y en seres orgánicos? ¿Cómo del alga llega al jardín de aclimatación, del caolín al aderezo de diamantes, de la caverna a la arquitectura, del trilobito con sus tres lóbulos, a la frente del hombre y al cálculo infinitesimal? Seguidle conmigo a su laboratorio atmosférico. La estupefacción estaba pintada en todos los semblantes. El doctor dejó escapar una sonrisa de triunfo, heraldo de su convicción, y remondándose el pecho continuó así: [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO III Teoría del tiempo: cómo se forma: cómo se descompone Cualquiera que haya visto hervir en un hornillo una cazuela de sopas, habrá tenido que fijarse necesariamente en el fenómeno de transformación que se verifica en el vaho al escaparse por la campana de la chimenea. Lo primero que hace es enfriarse y convertirse en gotas de agua que paralizan la ebullición si caen en el fondo del recipiente; o bien se trueca en hollín si la condensación tiene lugar a tal distancia del fuego que le permite solidificarse. Es decir que si la cazuela continuara hirviendo durante una serie no interrumpida de años, concluiría por formarse en la superficie de las sopas una película o corteza producto de los desprendimientos de los vapores, ni más ni menos que la que se forma en el fogón y que acabaría por petrificarse a fuerza de tiempo. Pues apliquemos este principio a nuestro caso. El sombrero es la tierra; la gasa el vaho. Este sube y se condensa; pero aquella gira y lo envuelve del mismo modo que la faja se lía en la cintura del chulo o el turbante en la cabeza del musulmán. Y aquí tienen ustedes cómo por esta rotación la primera capa del crespón oculta ya la seda del sombrero como la primera película sólida del globo ocultó la masa ígnea del planeta. La gasa aparece llena de pliegues y hendiduras. ¿Qué representan? Los montes y las llanuras obra del tiempo. ¿En dónde se ha producido este tiempo? En la atmósfera. ¿Es decir que el Himalaya y la montaña del Príncipe Pío; el valle de Josafat y el de Andorra nos han caído de las nubes? Indudablemente. ¿Cómo? Así: los espantosos huracanes que entonces reinaban, barrían hacia un punto dado las sustancias en fusión de la superficie de la Tierra que, aglomeradas y acumuladas, formaban puntos prominentes, del mismo modo que cuando soplamos en un plato de sémola, la sopa se llena de montoncitos. Por otra parte las continuas descargas eléctricas abrían zanjas en la corteza del esferoide o la deprimían produciendo cauces por los que corría la masa incandescente que son los filones de hoy. Vinieron por último las lluvias torrenciales que, enfriándolo y solidificándolo todo, dieron lugar a la formación del terreno primitivo o sea de la primera capa consistente (contando de abajo arriba) de esta corteza de ochenta kilómetros que nos sirve de pedestal. «Poco a poco, me objetará alguno: Yo no veo en esas revoluciones atmosféricas sino agentes modificadores de las propiedades del globo; pero nunca la idea del tiempo. Obra de este es indudablemente el mundo; sin embargo, la razón no admite que los minerales, los vegetales y los animales que en sí encierra, sean producto del rayo, del huracán o de la lluvia.» ¿Qué es el tiempo? preguntaré yo contestando. El tiempo es el movimiento; en la inacción no hay ni antes ni después. ¿Quién ha impreso el suyo en la Tierra? La irradiación, el desprendimiento de calórico, el vaho en fin por las repercusiones de sus descargas. ¿De qué agentes se componía este vaho? De todos los que hoy constituyen nuestro planeta; y la prueba es que si la Tierra no se hubiese movido, los gases, perdiéndose en el espacio, nos hubieran dejado sin globo llevándose con la evaporación todas sus substancias. Luego la atmósfera, recibiendo incesantemente las respiraciones del planeta, y devolviéndoselas transformadas, es el laboratorio donde se operan las metamorfosis cósmicas, donde el movimiento se realiza y donde por consiguiente el tiempo se produce. ¡Cómo! ¿Vosotros no veis en la lluvia más que la gota de agua, la chispa en el rayo, la ráfaga en el huracán? Levantad el espíritu y adorad al Creador que os envía en esos fluidos el mañana incesante, como hace cerca de siete mil años os mandó el hoy en que vivís y sus maravillas que admiráis. Las nubes arrojaron la columna de Santa Sofía en Constantinopla y el obelisco de Sixto V en la ciudad Eterna trayéndonos en sus gotas el pórfido rojo de Egipto con sus cristalizaciones blancas. De su laboratorio bajaron las agujas de Luxor y la columna de Pompeyo. El bermellón con que el hijo de David y Betsabé mandó pintar el templo de Jehová, ¿quién lo produjo sino el cinabrio llovido sobre Almadén en la Mancha? La cal y el carbono desprendidos de las entrañas del nimbo, os regalaron las casas que habitáis procurándoos las calcáreas y las calizas, de que extraéis el mortero y con que talláis la ménsula. En el mismo chaparrón en que venía envuelta la marga para ladrillos, llegaba el caolín que con el feldespato se vitrificaba para procuraros tazas en que tomar los alimentos y porcelanas con que adornar vuestros salones. ¿Dónde estarían los ferrocarriles que atraviesan el Mont-Cénis y el San Gotardo y los vapores que, como el Vega, se abren ya camino por el estrecho de Behring, sin la acción atmosférica que descomponiendo la vegetación del período carbonífero elaboró la hulla? ¿Negaréis que en cada gota existía el germen de una locomotora o de una goleta y en cada temporal el de un tren o de una escuadra? Pero no llovían solo medios de locomoción; del llanto de la zona gaseosa se desprendían chimeneas, alumbrados públicos y caricias femeniles: porque extraído el hidrógeno de la hulla, aquel levantaba fábricas de gas, mientras sus residuos metamorfoseados en coque congregaban a la familia al amor de la lumbre o servían para firmar las paces entre marido y mujer cuando, carbono cristalizado, se presentaban en la forma de diamante. La brújula y el telégrafo eléctrico tuvieron por inspirador al rayo. ¿Qué sería de la humanidad sin el mercurio que así le señala las variaciones de la temperatura como le sirve para la extracción del oro y de la plata? Pero aún hay más. En los elementos constitutivos de los fenómenos atmosféricos, Dios permite que vengan a la tierra en embrión las conchas, las tortugas, las aves, los reptiles y los mamíferos de la época secundaria; y que, purificado el aire por la absorción que del ácido carbónico ha hecho la vegetación carbonífera, sople ya tan respirable en el período terciario para la familia orgánica, que el infusorio, caído en la tierra con la gota de lluvia, se desarrolle, se cruce y se agigante convirtiéndose en mastodonte, hipopótamo, rinoceronte, caballo, toro, búfalo, ciervo, dromedario, tigre y león. Por fin, el terreno cuaternario nos presenta el mamut, el auroch, el urus, el gamo, el ciervo y el megaterio; hasta que la Providencia para coronar su obra, toma una porción de aquella arcilla elaborada al efecto durante seis días o épocas, y, modelando con ella una figura, le comunica su Divino soplo, la llama hombre y le proclama por su inteligencia rey de la creación. Señores, las envolturas concéntricas de la gasa simbolizan las épocas geológicas de la naturaleza. Estas épocas deben considerarse como las matemáticas del mundo. ¿No son producto de evoluciones atmosféricas? Sí. ¿No contamos por ellas la edad del globo? Sí. Pues si cada película es una serie de siglos, cada gota, cada chispa, cada ráfaga debe ser una porción de segundo; luego las horas se ciernen en el espacio: afirmemos pues que el tiempo es la atmósfera. El entusiasmo, reprimido en el auditorio por efecto de la admiración, estalló en la primera pausa propicia, y una tempestad de aplausos y aclamaciones retumbó en el recinto haciéndose extensiva hasta los corredores donde la gente aplaudía por espíritu de imitación. Uno de los concurrentes, levantándose del asiento con gran extrañeza del público que creía que abandonaba el local, se encaró con el sabio y le dijo: --¿Se me permite exponer una duda? --Todas cuantas se originen --respondió don Sindulfo. --Si el orador considera al tiempo como una faja densa, ¿no es de presumir que dada la depresión de todo cuerpo esférico por sus polos, los de la tierra queden sin envoltura como la imperial del sombrero y el aro o círculo de la cabeza han quedado sin gasa en la demostración? --Es indudable; y eso no hace sino confirmar mi tesis. Probado que la atmósfera es el tiempo y que el tiempo lo forman los acontecimientos, si nadie ha ido todavía a los polos, en los polos no ha sucedido nada; y no haciendo falta el crespón o envoltura allí donde no hay vitalidad, esta economía de atmósfera ha sido la sisa del sastre naturaleza. Una sonora carcajada acogió la humorística refutación del sabio, quien sin inmutarse prosiguió el curso de su conferencia. --Nada más simple, señores, que descomponer un cuerpo cuando los elementos que lo componen nos son conocidos. Si yo sé que este signo de luto de mi sombrero lo forman capas concéntricas de gasa liadas alrededor del cilindro, con irlas desenvolviendo en sentido contrario al que ellas emplean en su revolución envolvente, es indudable que llegaré a dejar a descubierto la copa; lo cual aplicado al cosmos significa que a fuerza de desliar zonas geológicas se ha de tropezar con el caos. Ahora bien: ¿Cómo tiene lugar esta descomposición? Para explicarlo satisfactoriamente es preciso que me ocupe un poco de mi aparato. El Anacronópete, que es una especie de arca de Noé, debe su nombre a tres voces griegas: _Aná_ que significa hacia atrás, _cronos_ el tiempo y _petes_ el que vuela, justificando de este modo su misión de volar hacia atrás en el tiempo; porque en efecto, merced a él puede uno desayunarse a las siete en París, en el siglo XIX; almorzar a las doce en Rusia con Pedro el Grande; comer a las cinco en Madrid con Miguel de Cervantes Saavedra --si tiene con qué aquel día-- y, haciendo noche en el camino, desembarcar con Colón al amanecer en las playas de la virgen América. Su motor es la electricidad, fluido a que la ciencia no había podido hacer viajar aún sin conductores por más que estuviese cerca de conseguirlo, y que yo he logrado someter dominando su velocidad. Es decir que lo mismo puedo dar en un segundo, como locomoción media, dos vueltas al mundo con mi aparato, que hacerlo andar a paso de carreta, subirlo, bajarlo o pararlo en seco. Dado el agente impulsor, todo lo demás son procedimientos mecánicos cuya relación ningún interés despertaría, especialmente en un público que sabe de memoria las obras de Julio Verne; obras de entretenimiento que si bien no he de comparar con el solemne carácter científico de mis teorías, encierran no obstante hipótesis basadas en estudios físicos y naturales que me eximen de explicaciones enojosas sobre el regulador, los compensadores, termómetros, barómetros, cronómetros, anteojos de gran potencia, recipientes de potasa, aparato Reiset y Regnaut para producir el oxígeno respirable y tantos otros detalles rudimentarios. Elévome, pues, al centro de la atmósfera, que es el cuerpo que se trata de descomponer y al que seguiré llamando tiempo. Como el tiempo para envolverse en la tierra camina en dirección contraria a la rotación del planeta, el Anacronópete para desenvolverlo tiene que andar en sentido inverso al suyo e igual al del esferoide o sea de occidente a oriente. El globo emplea veinticuatro horas en cada revolución sobre su eje; mi aparato navega con una velocidad ciento setenta y cinco mil doscientas veces mayor; de lo cual resulta que en el tiempo que la Tierra tarda en producir un día en el porvenir, yo puedo desandar cuatrocientos ochenta años en el pasado. Ahora bien; lo primero que salta a la vista es que, cualquiera que sea la velocidad de la locomoción y la altura a que esta se verifique, el Anacronópete no ha de hacer más que describir una órbita alrededor de la tierra como la que alrededor de los planetas describen los satélites; y así sucedería en efecto si la atmósfera permaneciera inalterable; pero como la descompongo, en cada vuelta deshago su obra de un día y allí donde me paro allí está el ayer. Veamos cómo se verifica este fenómeno. Dícese vulgarmente que para conservar las sardinas de Nantes y los pimientos de Calahorra hay que extraer _el aire_ de las latas. Error. Lo que se extrae es _la atmósfera_ y por consiguiente _el tiempo_; porque el aire no es más que un compuesto de nitrógeno y oxígeno, mientras que la atmósfera, además de constar de ochenta partes del primero y veinte del segundo, lleva en sí una porción de vapor de agua y una pequeña dosis de ácido carbónico, elementos todos que no se separan nunca al llenar un vacío. Pero apartémonos de la ciencia y vengamos al razonamiento vulgar. Figurémonos que el mundo es una lata de pimientos morrones de la que no hemos extraído la atmósfera. ¿Qué sucede una vez tapada sin esta precaución? Que el tiempo empieza a ejercer su influencia y a verificar su obra. En primer lugar se adhieren a las paredes del bote unas moléculas que, aglomeradas y solidificadas concluirían a fuerza de años por petrificarse y en cuyas substancias encontraríamos los gérmenes minerales de las rocas primitivas. Después observamos que el jugo se cubre de una especie de verdín que no es otra cosa que la vegetación rudimentaria. Y por último los infusorios del vapor de agua vivificados, reproducidos y desarrollados agusanan la conserva enriqueciéndola con las múltiples variantes del reino animal. ¿Puede aún dudarse que la atmósfera es el tiempo? Pues volvamos la oración por pasiva. Supongamos que hemos extraído el aire y que abrimos la lata cien años después de haberla tapado. ¿Qué vemos? Los pimientos en perfecto estado de conservación sin que el tiempo haya pasado por ellos; luego si la acción atmosférica debió destruirlos o metamorfosearlos y la falta de esta acción los ha mantenido en su completa integridad, es indudable que lo que nos comemos cien años después, es la vida vegetal de una centuria antes y que por consiguiente retrogradamos un siglo. Más claro. No hemos extraído el aire de la lata y la abrimos en el momento en que la descomposición empieza; si tomamos una cuchara y con ella empezamos a quitar las capas de moho que envuelven los pimientos, su rojizo color, aún no alterado, concluirá por descubrirse a través de las injurias de la atmósfera. Pues esta es la teoría del tiempo. Muy joven el mundo todavía para que el fuego central haya desaparecido, se halla no obstante cubierto de esas películas de moho que el Anacronópete va a desenvolver con el auxilio de cuatro grandes cucharas o aparatos neumáticos fijos en sus extremos angulares; con los que, no solo descompongo las miserables veinte leguas de gases que circundan el esferoide en capas concéntricas, sino que al desalojarlas logro navegar en el vacío impidiendo que mi vehículo se inflame con la frotación atmosférica. Porque, volviendo a los símiles: la atmósfera no es más que una aglomeración de átomos imperceptibles, del mismo modo que una playa no es otra cosa que la reunión de millones de granos de arena. O si la queremos más perceptible, la atmósfera es una vastísima plaza pública llena de gente en un día de revolución. Si un hombre temerario e inerme se empeñara en llevar corriendo un parte de un extremo a otro contra la oposición de la atmósfera popular, sucedería que empellón de aquí, tirón de allá, resistencia de todas partes, perecería sin remedio entre las ondas de aquel revuelto piélago, como el Anacronópete acabaría por desaparecer abrasado en su carrera en razón de la frotación y el movimiento. Pero ¿qué hace un gobernador prudente representado en esta circunstancia por la ciencia? Le da un caballo al encargado de llevar el parte (la electricidad aplicada al Anacronópete), le rodea de un piquete de caballería (los cuatro aparatos neumáticos), y les ordena que, lanza en ristre, desemboquen por una de las calles adyacentes. El fenómeno que se opera es de todos conocido. Los átomos se dispersan delante de los lanceros; las moléculas que quedan atrás tratan de llenar el hueco originado por el desalojamiento o sea la dispersión; pero, como la caballería camina con más velocidad que los amotinados de la retaguardia y los de delante huyen fuera del alcance de las picas, los grupos desaparecen, y el parte, libre de toda fuerza de resistencia llega a feliz término sin obstáculo alguno galopando por el vacío que le van abriendo las lanzas del escuadrón. El auditorio delirante iba a prorrumpir en una entusiasta exclamación; pero se detuvo al ver que el interruptor volvía a ponerse de pie, y encarándose con el disertante exclamaba: --No sin temor voy a exponer una duda. --Escucho --dijo el sabio. --Si por ese procedimiento, que no admite refutación, camina uno hacia atrás en el tiempo: ¿no sucederá que a medida que el anacronóbata pierda años, se vaya volviendo más joven? --Indudablemente. Aquí la sensación del bello sexo se tradujo en un grito de alegría. --¿De modo que el viajero acabará por no existir a fuerza de irse achicando? --Eso es lo que acontecería si la ciencia no lo hubiera previsto todo. --¿Y cómo neutraliza su señoría esos efectos? --Muy sencillamente: haciéndome inalterable merced a unas corrientes de un fluido de mi invención. ¿No camino yo hacia el pasado? Pues así como pueden guardarse sardinas frescas para el porvenir, me garantizo del ayer que constituye mi mañana. Es el procedimiento de las conservas alimenticias aplicado a la vida animal con el efecto invertido. Y esto sentado, permítaseme poner punto final a mi conferencia, pues avanzan las horas y me urge tener esta noche una entrevista con Felipe II para enterarme de si el pastelero de Madrigal fue o no positivamente el rey portugués cuya desaparición dejará de ser en breve uno de los misterios de la historia. Un diluvio de hurras se desencadenó en la sala. Los hombres lanzaban al aire sus tricornios y sus sombreros; las señoras cubrían de flores la tribuna del orador, y el órgano, ejecutando una marcha compuesta para aquella solemnidad, lograba a duras penas dejarse oír entre las frenéticas vociferaciones del desbordamiento público. Por fin, nuestro ilustre compatriota, rodeado del congreso científico y seguido de la multitud consiguió llegar a la puerta; y, dando allí un viva al _atrás_ como nuevo grito de la civilización, atravesó la balaustrada, descendió la colina del Trocadero y se encaminó al Anacronópete que majestuoso descansaba su inmensa mole en la explanada del palacio del campo de Marte. [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO IV En el que se tratan asuntos de familia Los grandes efectos no son siempre el resultado de grandes causas. Ahí tenemos si no las guerras del Peloponeso a las que la historia atribuye una razón eminentemente política y que sin embargo debieron su origen al rapto que de tres doncellas educandas de Aspasia hicieron unos habitantes de Megara, jóvenes de buen humor, sin contar que la cosa no había de ser del agrado de Pericles --de quien dicen malas lenguas si tenía o no tenía que ver con la profesora--. Y paréceme a mí que sí que le gustaba al hombre porque, cuando acusada de impiedad él se encargó de su defensa, no supo hacer más que cubrirse el rostro con el manto y llorar como un chiquillo en el Pnix; lo que por cierto le valió la absolución a la buena discípula de Anaxágoras. Pues bien, erudición a un lado, tampoco el invento de don Sindulfo era debido, como lo parecía, a su amor por la ciencia; sino a un interés doméstico, mejor diré, a una mira puramente personal. Cuatro palabras sobre su vida. Muy joven aún nuestro héroe se encontró solo en el mundo, doctor en ciencias y dueño de una inmensa fortuna cuyos rendimientos invertía, anualmente y casi íntegros, en aparatos de las mejores fábricas extranjeras con que enriquecer su gabinete de física y mineralogía. Tan pródigo para sus estudios como avaro para todo lo demás, llegó a los cuarenta años sin conocer ni los rudimentos del amor. Todas sus afecciones se concretaban en su amistad por Benjamín, otro sabiote dos lustros menor que él, pero casi tan ajeno como don Sindulfo a todas las cosas de la tierra; verdad es que el tiempo le faltaba para cuanto no fuese aprender sánscrito, hebreo, chino y un par de docenas más de lenguas difíciles, para las que tenía una aptitud sin igual. Aunque no habitaban la misma casa, puede decirse que vivían juntos, pues Benjamín no abandonaba la de García en la que diariamente podía contar con su plato de cocido a las dos y su guisado a las ocho, en virtud de lo cual Benjamín, que era pobre, resolvía el problema de ahorrar sin tener, y don Sindulfo encontraba un estómago agradecido que soportase sus impertinencias. Los periódicos de Zaragoza, como todos los de la Península, amanecieron una mañana anunciando la venta del museo de un célebre arqueólogo de Madrid fallecido pocas semanas antes; y como Benjamín, a quien no se le cocía el pan en el cuerpo cuando de cosas antiguas se trataba, manifestase deseos de adquirir algunas baratijas, su amigo le procuró la ocasión decidiendo trasladarse ambos a la corte de las Españas, y poniendo a disposición del anticuario su bolsillo y sus conocimientos. Dicho y hecho: llegaron a Madrid, tomaron un cuarto común en las Peninsulares y el día de la venta se trasladaron al gabinete del coleccionador. Benjamín lo hubiera comprado todo a haber tenido dinero; pero se contuvo ante su pobreza y aun fue preciso que don Sindulfo le aguijoneara para hacerse con algunos ejemplares. La verdad es que se necesitaba ser un santo para no quitárselo de la boca, por ser dueño de aquel cúmulo de maravillas. Allí en un estuche de cuero y en estado fósil se encontraba el ojo que Aníbal perdió en el sitio de Sagunto: a su lado se erguía la punta del cuerno del buey Apis: un poco más allá reposaba una carabina llena de moho que, por haberse encontrado cargada con cañamones, se suponía que fuese la de Ambrosio que hasta entonces se había tenido por legendaria. Pero como los precios no estaban al alcance de todas las fortunas, Benjamín tuvo que reducir sus aspiraciones y concretarse a la adquisición de una medalla relativamente importante. El tiempo había corroído parte de la inscripción; pero lo que de ella podía aún leerse que era esto: SERV C POMP PR JO HONOR no dejaba duda acerca del origen que el catálogo le atribuía suponiéndola tributo conmemorativo de Servio Cayo, prefecto de Pompeya, en honor de Júpiter. Ya iban a abandonar el museo cuando llamó la atención del absorto aficionado el ínfimo precio en que estaba tasada una momia de carácter particular. Y en efecto, ni el sarcófago tenía la forma egipcia, ni el procedimiento por que aquel cadáver había sido embalsamado era el que, según Herodoto, se practicaba en Tebas y Memfis abriendo el pecho con una aguzada piedra de Etiopía para sacar el ventrículo y rellenar el vientre con mirra, casia y vino de palmera. Tampoco se había obtenido la momificación con la resina llamada _Katran_ por los árabes, extraída a fuego vivo de un arbusto muy abundante en las orillas del mar Rojo, la Siria y la Arabia feliz, como lo consigna el coronel Bagnole. Su acartonamiento parecía obra natural; pues, sobre no tener huella de incisión alguna, ni estaba envuelta en las tradicionales bandas, ni, falta de depresiones, podía decirse que hubiera sido fajada nunca. El catálogo decía modestamente: «Momia de origen desconocido;» y esta ausencia de abolengo o de historia es lo que la hacía despreciable para los que de ordinario solo se pagan de genealogías apócrifas las más veces. Benjamín, con su espíritu observador, puso sus cinco sentidos en el estudio de los menores detalles; y fijándose en una ajorca o argolla de metal adaptada en el tobillo derecho y sobre la que campeaba una inscripción china --que el vulgo había tomado por un adorno--, no pudo reprimir un grito de sorpresa. --¿Qué es eso? --le preguntó don Sindulfo. --Acabo de hacer un descubrimiento prodigioso. --¿Cuál? --Oiga usted lo que dice esta inscripción: «Yo soy la esposa del emperador Hien-ti, enterrada viva por haber pretendido poseer el secreto de ser inmortal.» --¡Hien-ti! --exclamó don Sindulfo partícipe ya del entusiasmo de su amigo--. ¿El último vástago de la dinastía de los Han? Destronado en el siglo tercero de la era cristiana por Tsao-pi, fundador de la dinastía de los Ouei. --Es decir... [Ilustración: Don Sindulfo] --Es decir que ese pueblo, cuna de la civilización del resto del mundo, poseía, si no el secreto de la inmortalidad, por lo menos el de la longevidad fabulosa de los tiempos patriarcales. Don Sindulfo, sin esperar nuevas explicaciones, sacó su cartera y extendió una orden de pago contra su banquero, encargando el transporte a las Peninsulares de los objetos adquiridos, entre los que figuraba otro hallazgo hecho a última hora y consistente en un hueso petrificado, que tuvieron que pagar a peso de oro, pues se trataba nada menos, según el inventario, de una canilla de hombre fósil descubierta en las inmediaciones de Chartres, en unos terrenos de la época terciaria. Los dos inseparables no pensaban más que en los preparativos de regreso a Zaragoza para entregarse de lleno a sus investigaciones científicas. Pero un garbanzo interpuesto en su camino cambió de fase la majestuosa monotonía de su existencia. Al ir por la tarde a liquidar y despedirse del banquero, fornido zamorano viudo y enriquecido durante la primera guerra civil con la empresa de suministros para el ejército leal, hubo aquello de: --¿Y qué tal los tratan a ustedes en la fonda? --Mal; comida francesa con la que nunca sabe uno lo que se mete en el estómago. Nos vamos de Madrid sin probar un cocido a la usanza de Castilla. Y lo de: --Pues hoy satisfarán ustedes su capricho; porque precisamente acabo de recibir unos garbanzos de Fuentesaúco que ni de manteca serían más tiernos. --Que eso sería mucha incomodidad. --Que no. --Que sí. --Que toma. --Que daca. El resultado es que se quedaron a comer con el banquero, el cual banquero tenía una hija; la cual hija era muda; pero, aunque no le faltaba más que la palabra para hablar, a ella no se le quedaba nada por decir, que con pies y manos todo lo daba a entender. Yo no sé cuál de estos aparatos locutorios es el que ella puso más en juego durante la comida; lo cierto es que a los postres, don Sindulfo que ocupaba su derecha, estaba a pesar de sus cuarenta años enamorado ya de la chica como un cadete. Por supuesto que todo se lo merecía la hija de su padre, pues no había línea en su cuerpo que no alcanzase el máximo de curva, ni facción que no incitase a cualquiera a ser Espartero no solo para perseguirlas como en Bilbao sino para abrazarlas como en Vergara. El viaje se suspendió; las visitas se repitieron; la necesidad de no tener los aparatos físicos encomendados a manos mercenarias para su conservación sirvió a don Sindulfo de tema con Benjamín sobre la conveniencia del matrimonio: el asentimiento de este alentó al sabio, la demanda fue hecha en debida forma; y el banquero, que siempre tenía garbanzos del Saúco que probar cada vez que se le ponía a tiro un hombre en estado de merecer, dijo que sí con la alegría del enfermo a quien se le resuelve un tumor. La muchacha no hay que consignar si recibió bien la noticia, pues sabido es que tratándose de matrimonio hasta las mudas se alegran. Estipulóse la dote que fue pingüe, dispusiéronse los regalos de boda, y como entre las condiciones figuraba la de residir en Madrid, los sabios se volvieron a Zaragoza para empaquetar convenientemente el laboratorio. Un mes después, marido, mujer y amigo, se instalaban en la calle de los Tres Peces de la coronada villa. Mamerta, que así se llamaba la señora de García, salió de un natural excelente; porque el que gustase más de estar con Benjamín que con su marido, nada tenía de particular, si se considera que aquel en su calidad de políglota la enseñaba a hablar por señas en varias lenguas diferentes, mientras que don Sindulfo aun en la suya propia no conseguía hacerse entender; y las mujeres se pirran por que les den conversación. También se le iban los ojos detrás de los uniformes; pero don Sindulfo, comprendiendo que este es achaque de muchachas, se ponía de cuando en cuando el de nacional de caballería que usó en el bienio, y la dejaba tan contenta. El único defecto que tenía era el de no podérsela contrariar. Al instante le daba un ataque de nervios que se traducía en una serie de cachetes descargados sobre el occipucio de su marido, en gracia de cuya conservación el hombre tuvo por prudente dejarle hacer su voluntad en adelante para no excitar, decía, su sistema nervioso. Otra particularidad suya digna de notarse es que en cuanto veía una aguja enhebrada, se desmayaba; lo que, a pesar de sus buenos propósitos, la impedía ocuparse de los quehaceres domésticos. Pasábase pues el día poniéndose moños en el tocador, haciendo señas con Benjamín o tañendo a la guitarra una cosa que nadie le había enseñado ni nadie podía entender; pero que ella reproducía siempre invariablemente con el mismo ritmo, idénticas modulaciones y análogos efectos: romper el tímpano de los que la oían. Y así se deslizaron seis meses llenos de paz y de ventura para aquella trinidad; tras de los cuales vino el verano y con este los baños de mar, que el banquero tomaba en Biarritz para enflaquecer, sin lograrlo nunca, acompañado de su hija a quien se los propinaban para adquirir carnes, sin conseguirlo tampoco. Visto pues que Mamerta, a pesar del matrimonio, no engordaba, se decidió que aquel año iría con su padre, como de costumbre, a ponerse en remojo en la playa favorita de la emperatriz. Llegaron y se zambulleron; pero, con tan mala suerte, que el banquero mientras hacía una habilidad tuvo un vahido y se ahogó. Su hija pidió auxilio por señas; el bote de salvamento acudió como un rehilete; la muchacha no anduvo bastante lista en evitarlo y, dándole en la nuca con la proa, en vez de uno fueron dos los cadáveres que sacó a la orilla. Con lo que, como el padre había sido la primera víctima y Mamerta tenía hecho testamento en favor de su esposo, don Sindulfo se encontró posesor de una fortuna considerable que unida a sus bienes le permitía emular la fama de Creso. «Bien vengas mal si vienes solo» dice el refrán; y nunca proverbio tuvo más exacta aplicación, pues desde entonces empezaron las tribulaciones de nuestro sabio, si bien pueden darse todas por bien sufridas en gracia de los beneficios que reportaron a la ciencia. Murió también por aquel entonces una hermana de don Sindulfo, tan rica como él, viuda de luengos años y madre de un tierno pimpollo de quince primaveras que respondía al nombre de Clara. Al dejar esta tierra, en la de Pinto, donde residía, nombró tutor de la niña a su hermano, después de dejarle su manda correspondiente, sin otra condición que la de no separar en vida a la huérfana de una mozuela, cuatro años mayor que Clara, con quien esta se había criado y a quien, no obstante la condición humilde de Juanita --pues no pasaba de ser una criada suya-- quería entrañablemente. La viudez que lloraba nuestro sabio, sus aficiones que le incitaban a la soledad, las circunstancias que le atraían al retiro le indujeron a cambiar de residencia, y los dos inseparables con sus retortas y crisoles, sus pluviómetros y brújulas, sus pedruscos y sus fósiles, fueron a sepultarse en Pinto entre la inocente sencillez de Clara y las inocentes ocurrencias de Juanita que, hija de la tierra --sin dejar de serlo de su padre y de su madre, difuntos--, largaba una fresca al lucero del alba en ese tono mayor que usa la gente de Madrid abandonada a su natural instinto. Los sabios no le entraron a la maritornes por el ojo derecho y ya principió por regalarle a cada uno su mote. A don Sindulfo le llamaba _el tío Pichichi_ y al profesor de lenguas _el locutorio_. Pero ¡oh fragilidad de las cosas humanas! Aquel hombre que llegara hasta los cuarenta años sin experimentar la atracción de las hijas de Eva, no necesitó más que seis meses de consorcio para no saber ya resistir a la influencia de su imán. Desconociendo que su caso con la muda había sido una chanca matrimonial cedida al primer postor, llegó a figurarse que su cara era moneda de buena ley para adquirir a tan bajo precio artículos no averiados, y siempre se la estaba poniendo delante a su sobrina que, inocente y cariñosa, la contemplaba sin ver en ella más que una cara de tío. Estimulado por lo que nuestro héroe juzgaba el triunfo de sus atractivos y secundado por las sugestiones de Benjamín, siempre dispuesto a lisonjear las debilidades de su protector, un día al cabo de algunos meses don Sindulfo se decidió a declarar a su pupila su atrevido pensamiento, lo que le valió una negativa rotunda, si bien regada con amargo llanto de Clara que no se resolvía a explicar el motivo de su oposición. --¡Hombre de Dios! venga usté acá --le dijo Juanita saliendo al encuentro de su amo al enterarse de lo ocurrido--. Hágame usté el favor de mirarse las arrugas delante de ese espejo: ¿Cree usté que a mi señorita le ha de gustar casarse con un fuelle? --¡Deslenguada! --gritó don Sindulfo ciego de cólera--. No des lugar a que te ponga en el arroyo. --¿A mí? Ni usté ni nadie. Estoy aquí por la voluntad de la _testaora_ y me defiende la curia. Yo soy una criada ante escribano. --Pero ¿en qué se funda para desahuciarme? --preguntó el tutor en tono humilde, probando si por la dulzura sacaba mejor partido. --Pues _miste_; finalmente, que a la señorita y a mí no nos da por la _cencia_ sino por la _melicia_. --¿Cómo? --Que ella quiere retemucho a su primo don Luis el capitán de húsares, y yo a su asistente Pendencia; que dentro de tres días llegarán de guarnición a Madrid, y que si nos viene usted con retruécanos verá usted el escabeche de sabio que resulta. Aquella revelación, confirmada por su sobrina, fue el golpe de gracia para don Sindulfo, cuya pasión alcanzó el período álgido aguijoneada por los celos. El capitán, más enamorado que nunca de su prima, llegó efectivamente a la corte una semana después, y dos horas más tarde se personaba en Pinto; pero la puerta de la casa le fue herméticamente cerrada por don Sindulfo con la intimación de no volver a poner allí los pies so pena de desheredarle. El primer impulso de Luis fue pedir amparo a la justicia contra la arbitrariedad del despiadado tutor; pero ni Clara tenía la edad legal para que el juez supliese el disenso paterno, ni aun teniéndola hubiera ella contrariado la última voluntad de su madre por la que le obligó a no tomar marido que no fuese de la aprobación de don Sindulfo. Preciso fue por lo tanto sufrir y esperar. Cuando se quiere y se es querido, todo se soporta con resignación. Pero desde aquel punto la casa fue un infierno, pues las cartas iban y venían por conducto del asistente y de la maritornes, y al sabio todo se le volvía vigilar sin fruto y enflaquecer sin resultado. --¡Oh! --exclamaba el infeliz en su desesperación--. ¿Por qué se habrán liberalizado tanto las leyes? Dichosos tiempos aquellos en que un tutor tenía derecho de imponerse a su pupila. ¿Quién pudiera transportarse a aquella época, mal llamada de oscurantismo, en que el respeto y la obediencia a los superiores constituían la base de la sociedad? ¡Si yo pudiese retrogradar en los siglos! --¡Ojalá Dios! --contestaba Benjamín haciéndole el dúo--. De ese modo podríamos caer sobre China en el imperio de Hien-ti y aclarar ese enigma iniciado por la momia, para cuya interpretación he leído inútilmente cuantos historiógrafos han escrito sobre los sectarios de Confucio y Mencio. Esta idea predominante en ambos llegó a tomar en ellos las proporciones de una monomanía. El políglota soñaba en chino y su colega se pasaba la existencia extrayendo aire de los recipientes con la máquina neumática, para su análisis y descomposición. Pero todo fue inútil hasta que la Providencia --que quiso en este caso, como en la mayor parte de los descubrimientos, disfrazarse de casualidad-- vino inesperadamente en su ayuda. Cierta tarde en que el nuevo don Bartolo, impulsado por sus celos penetró de puntillas en la cocina con el fin de sorprender a las palomas, que huyendo del gavilán se refugiaban casi siempre en el fogón, halló a Juanita deletreando una carta de Pendencia, que ella se guardó precipitadamente donde sabía que don Sindulfo no se la había de coger. --¿Qué estás haciendo? --le preguntó. --Instruyéndome --le dijo ella sin inmutarse. --Más valdría que te entretuvieses en limpiar la chimenea que tiene un palmo de hollín y un regimiento de telarañas. --Y la creación entera encontrará usted ahí. Eso es la obra del tiempo. Si puede que desde que usted ha nacido no le hayan pasado un escobón. Don Sindulfo, que tenía un cuchillo a mano, lo blandió con ánimo sin duda de cometer un homicidio; pero deteniéndose oportunamente se puso a rascar con él la campana del hogar como para paliar su arrebato. --Pues entretente --añadió-- en quitar las capas de basura y verás cómo consigues sacar a luz los hornillos. --¡Ay! No me haga usté reír. Pues si eso fuera posible ya se hubiera usted puesto como nuevo rascándose con un cuchillo las capas de años que le sobran. Don Sindulfo se las iba a echar de matón; pero una idea súbita cruzó por su mente y se quedó en un pie como las grullas y en la actitud de Caín al oír al Señor preguntarle: «¿Qué has hecho de tu hermano?» Aquel ser vulgar sin la menor noción científica acababa de iniciarle en la solución del problema que perseguía con tanto empeño. Desde aquel instante puso manos a la obra. La física, las matemáticas, la geología, la dinámica, la mecánica, el cálculo sublime, la meteorología, todo el saber humano en fin, espoleado por su amor y azotado por sus celos, le abrió sus más recónditos enigmas, y reduciendo a una fórmula su maravillosa invención, sentó el axioma de que retrogradar en los siglos no era otra cosa que deshollinar el tiempo. Algunos años, todo su capital y gran parte del de su sobrina, se invirtieron en la construcción del Anacronópete. Entre tanto los novios esperaban pacientemente y aventuraban, aunque en vano, alguna tentativa de transacción. Don Sindulfo ejercía cada vez mayor vigilancia, ocultaba a todos, excepto a Benjamín, el trabajo que le absorbía y daba rienda suelta a su pasión con la ilusoria esperanza de la victoria. La terminación del aparato, coincidiendo con la apertura de la Exposición Universal de 1878, permitió por fin que un día se cargasen varios vagones con todas sus piezas desmontadas; y, encajonados en un coche de primera el inventor, su amigo, la sobrina y el sinapismo de la criada, emprendieron todos súbitamente el camino de París, donde el enamorado tutor se proponía, libre de las persecuciones del húsar, realizar su sueño; lo que no consiguió nunca, como verá el lector que con paciencia quiera seguir el curso de este increíble relato. [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO V Cupido y Marte Mientras se montaba el armatoste en el área que le habían destinado en el palacio de la exposición, don Sindulfo se estableció con su familia en el hotel de la Concordia sito en el boulevard Malesherbes. Inútil es decir que las horas que el sabio se pasaba en el Campo de Marte dirigiendo los trabajos, Clara y Juanita quedaban encerradas bajo llave en sus habitaciones; pues, celoso como un turco, nuestro compatriota temía a cada momento una evasión o un rapto. Cuando sacaba a las muchachas a paseo, siempre lo hacía en coche, y no asistían al teatro sino en palco con celosías. Todas estas precauciones, la distancia que los separaba de Madrid, la idea de dejar pronto la edad presente y los ineludibles deberes militares de su sobrino que le impedían abandonar su puesto, infundieron cierta tranquilidad relativa en el ánimo de don Sindulfo. Así pasó cerca de un mes viendo disminuir sus temores, cuando una tarde al regresar solo de una sesión del Congreso científico y remontar el lado izquierdo de la Magdalena, sintió como si le tirasen de la levita por detrás. Volvió la cabeza y casi la perdió al encontrarse de manos a boca con Pendencia, el asistente de su sobrino. --_¿Me da vu de la candel?_ --le dijo este disponiéndose a encender su chicote en el _medianito_ del aturdido zaragozano y traduciendo en lengua de Racine su patrio estilo cordobés. --¡Un cuerno le daré a usted yo! ¿Qué hace usted en París? --Puez he venío penzionao por el Gobierno con quince camaradaz máz a las orillaz del Ciena para que aprendan los franceses a jacer zordaoz a nueztra jechura y cemejanza. Y en efecto, el ministerio de la Guerra enviaba al certamen un individuo de cada arma de que se compone el ejército español, para dar una muestra así de los uniformes como de su envidiable apostura y bizarría. --¿Y mi sobrino es también de la tanda? --preguntó el sabio presintiendo su desventura. --¡Ci ez él quien noz manda! Le ezcogieron a pulzo. --¡Cómo! --El meniztro le dijo: «Hombre, vaya usté a la dizpocición para que vean allí que todoz no zomoz tan feoz como zu tío de usté.» --¡Insolente! Comprendo la trama; pero sus inicuos proyectos quedarán frustrados. ¡Ay de él si se atreve a declararme la guerra! Puede usted ir a decírselo de mi parte. Y como en aquel momento llegasen a la fonda, don Sindulfo se separó bruscamente de Pendencia, que con un: «A la orden, don Pichichi» corrió en busca de su amo, en quien mis lectores habrán ya reconocido al capitán de húsares que al principio de esta historia se apeó del ómnibus en la cabecera del puente. [Ilustración] --¿Quién ha venido? ¿Habéis visto a alguien por el balcón? --fue la primera pregunta formulada por el atribulado tío al entrar en las habitaciones de su sobrina. --¿Y a quién quiere usted que veamos si nos pone usted candados hasta en las vidrieras? --replicó Juanita con su respingo habitual. Don Sindulfo no juzgó conveniente dar más explicaciones y se dirigió a su cuarto contiguo al de las reclusas; pero al volverse de espaldas dejó ver unos papeles que, pendientes de un hilo y enganchados a la levita por un alfiler, le había prendido Pendencia durante su trayecto por el boulevard; y de los que Juana se apoderó graciosamente mientras su amo abría la puerta, pues tanto la fregatriz como su señorita estaban seguras de que Cupido había de aprovechar la primera ocasión que se le presentase de comunicar con ellas. Apenas se quedaron solas empezó la lectura de las cartas. La de Luis encerraba mil protestas de amor para su prima, dándole la seguridad de que en breve se vería libre del yugo de su implacable tío. La de Pendencia era tan lacónica como digna de conocerse. Decía así: «Mi coracon es pera, y a esto y acui coma tullo asta la merte ilo es Roce Gomec.» Juanita, acostumbrada al estilo epistolar de su soldado comprendió que aquello quería decir: «Mi corazón espera. Ya estoy aquí. Coma (o sea la puntuación escrita.) Tuyo hasta la muerte. Y lo es Roque Gómez.» Al día siguiente Luis ocupaba ya un cuarto en el hotel de la Concordia. Por fortuna don Sindulfo, que marchaba el primero, pudo verle al entrar en el comedor, y retrocediendo antes de que los demás le apercibiesen, volvió a subir las escaleras con todos y dio orden de que en adelante les dieran de comer a él y a los suyos en gabinete aparte. Redobláronse las precauciones: cada vez que el tutor se ausentaba, Benjamín quedábase de centinela; pero, vano empeño; Luis sobornaba al criado de turno y las cartas iban y venían liadas en las servilletas, que era un llover. ¿Descubríase el ajo? ¿Suprimíanse los camareros sirviéndose a sí propios? ¿Prohibíase a Juanita que se acercase a la mesa para cambiar un plato y que saliese de su prisión para nada? Las misivas no por eso dejaban de llegar, ya pegadas con cola en el asiento de los jarros de agua para el tocador, ya en el hueco de un pastelillo que, con una señal convenida de antemano, elegía Clara entre los demás de la fuente, ya por último dentro de una nuez de que era portador un perro de la fonda al que Pendencia había enseñado a escabullirse entre las piernas de don Sindulfo, cada vez que este abría la puerta para recibir por sí mismo los manjares. Realmente aquello no era vivir; los cien ojos de Argos no bastaban para atender a tantas y tan frecuentes asechanzas. Así es que en cuanto el Anacronópete estuvo en disposición de habitarse, don Sindulfo estableció en él su domicilio obteniendo, bajo pretexto de su custodia, una guardia permanente de dos gendarmes que impedían la aproximación al aparato de todo el que no fuese acompañado por el inventor. Pero si la incorruptibilidad de los guardianes no cedió ni ante las súplicas ni ante las dádivas de Luis, la travesura de su asistente se multiplicó con los obstáculos. Tan pronto mientras los viajeros visitaban los Inválidos, donde ya había hecho él conocimientos, se presentaba con una pierna de palo y unas barbas de chivo sirviendo de cicerone, como envuelto en los andrajos de mendigo, les pedía una limosna en medio de los bulevares, lo que --la mendicidad estando prohibida-- le costaba pasar unas cuantas horas en la prevención. Casi siempre concluía por ser descubierto; así es que don Sindulfo decidió que en lo sucesivo no saldrían más que a misa y en carruaje. Pendencia se disfrazó de cochero; pero se vendió, porque al darle en francés las señas de la Magdalena, él, que no era fuerte en idiomas, los llevó al cementerio del Père Lachaise. Agotados por fin todos los recursos, un día se confabuló con el suizo de la iglesia a que asistían sus compatriotas y, ocupando su puesto a la vanguardia del postulante que durante la ceremonia recoge las limosnas de los fieles, se aprestó a entregar una carta a Clarita; pero la falta de costumbre de circular por entre las filas de los reclinatorios, cargado con la alabarda y el palo de tambor mayor, le hizo enredarse en el espadín en momento tan inoportuno que, cayendo sobre el sabio mientras la peluca se posaba en el devocionario de un caballero y el tricornio en la cabeza de una devota, descubrióse el pastel y don Sindulfo abandonó con su gente el templo regresando al Anacronópete que en adelante quedó convertido para todos sus moradores en prisión celular. Los días que siguieron a esta catástrofe fueron de desesperación para el enamorado Luis que veía desaparecer sus esperanzas, y para el asistente y sus quince compañeros que sentían aproximarse la hora de la expedición al pasado sin recoger el fruto de sus maquinaciones. El único consuelo del capitán era colocarse con los muchachos en la galería del arco central del palacio de la exposición y contemplar desde allí el Anacronópete que a un centenar de metros se erguía con la sombría majestad de un inmenso sepulcro. Una tarde, que como de costumbre se hallaban ocupados en esta contemplativa tarea proponiendo quién enviar una misiva encerrada en un proyectil hueco, quién valerse de la balística para lanzar un hilo telefónico, empezaron las nubes a arrojar agua que no parecía sino que se desprendían sobre la tierra las cataratas del cielo. --Buena va a ponerce la dizpocición ci hay alguna gotera --dijo el asistente prestando oído al diluvio que con fragor se despeñaba por los canalones. --No hay miedo --le arguyó su amo--. Tal vez los desagües son los trabajos más portentosos de esta fábrica. ¿No has visto los planos expuestos en la sección de París? Las alcantarillas son más altas que esta bóveda. --¡Cómo! --exclamó Pendencia abriendo desmesuradamente los ojos--. ¿Aquí hay zumieroz? --¡Qué duda cabe! Mira, el principal circula casi tangente al aparato. --¡Digo! Turgente y todo, ¿y ce eztá uzté con la lengua pegada al paladar? --No te entiendo. --Ci uzté no ha nacido para la guerra. Como genioz militarez Napoleón y yo. --¿Te explicarás? --Puez ez muy cencillo. Ci don Cindulfo tiene para zu defenza ezcarpaz y contraezcarpaz, nozotros para el ataque le abrimos minaz y contraminaz. Cabayeroz... al albañal. Un entusiasta viva acogió la idea del cordobés. Indudablemente la alcantarilla era la última trinchera del amor. Reconocidos los planos vióse con placer que bastaba abrir una galería transversal de pocos metros para encontrarse debajo del centro matemático del Anacronópete. Sobornar al encargado de la limpieza en aquella sección, fue obra tanto más fácil y hacedera, cuanto que el individuo en cuestión era rayano de España por el lado de Canfranc y gustaba de las peluconas de Carlos IV, que Luis no le escaseó para lograr su objeto. El tiempo apremiaba, pero contra diecisiete españoles, de los cuales la mitad se componía de aragoneses y catalanes, no hay obstáculos, sobre todo tratándose de militares siempre a las órdenes del general _No importa_. Los picos y azadones fueron abriendo paso; los puntales formando túnel y por último, el día fijado para el inverosímil viaje, mientras don Sindulfo daba su conferencia en el Trocadero acompañado de su inseparable Benjamín, los dieciséis hijos de Marte saludaban la llegada de su capitán con el último golpe de piqueta que los colocaba bajo la plaza enemiga. Al salir del foso se encontraron en una estancia rectangular de la altura de un hombre buen mozo. Era el podio u obra muerta del aparato para precaverle de las humedades en las paradas. El plan de los invasores era romper a hachazos el suelo del Anacronópete; pero con gran sorpresa suya, se lo encontraron abierto, pues el vehículo tenía en el fondo para la limpieza de la cala una compuerta que funcionaba eléctricamente con el mecanismo de una guillotina horizontal y que, sin duda con el objeto de dar mayor ventilación al piso bajo no se habían cuidado de cerrar, muy ajenos de que por allí pudiera tener efecto un ataque subterráneo. --¡Arriba! --fue el grito unánime; y transponiendo escaleras, cruzando corredores, invadiendo salas, llegaron a donde estaban las cautivas, que no pudieron reprimir un grito de terror al ver delante de sí a tantos hombres con armas que a prevención para cualquier evento llevaban consigo. El acto del reconocimiento no hay para qué pintarlo. Siéntanlo los que sepan amar. --Huyamos, mi bien --fue la primera frase que Luis acosado por el tiempo y las circunstancias acertó a decir a su prima. --¡Oh! Nunca --le respondió ella--. Cualquiera que sea mi suerte, la soportaré resignada antes que faltar al juramento que hice a mi madre moribunda. Te amaré siempre; pero huir contigo no lo esperes de mí. Los ruegos, las exhortaciones, las lágrimas eran inútiles ante la irrevocable resolución de aquella hija sumisa y obediente. Perdida parecía ya toda esperanza cuando las aclamaciones de la multitud penetrando en el recinto indujeron a Clara a inquirir el origen de tamaña confusión. Cuando Luis le explicó que obedecía al entusiasmo popular por el invento de su tío, las pobres prisioneras que ignoraban en absoluto los propósitos del tutor, prorrumpieron indignadas en invectivas contra aquel monstruo que con su silencio las obligaba a una peregrinación tan llena de peligros. --¡Eso es imposible! --balbuceaba la huérfana. --¡El demonio del sabio! --decía la maritornes--. ¡Pues ni que fuéramos cangrejos para andar hacia atrás! --¡Digo! Y tú que erez tan echada para adelante. --¡Huyamos! --repetía Luis apercibiéndose de que la gritería era cada vez más cercana--. Huyamos, no para esconder nuestro amor, sino para pedir a la justicia el amparo que la ley te debe. Esta juiciosa observación produjo su efecto. Los minutos eran preciosos; el tirano se aproximaba; un espantoso porvenir podía ser el resultado de aquella perplejidad. --Sea pues --exclamó la pupila resueltamente. Y todos se encaminaron a la mina. Pero al querer penetrar por la abertura la encontraron obstruida. Un desprendimiento del terreno les había cortado la retirada. [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO VI El vehículo considerado como escuela de moral Qué hacer en circunstancias tan adversas? Los pusilánimes proponían permanecer en el espacio hueco del podio y esperar a que el Anacronópete al elevarse les permitiera salir; pero sobre correr el riesgo de ser descubiertos si se notaba la falta de las cautivas, exponíanse --aun salvando esta eventualidad-- a ser pulverizados por una desviación del vehículo en el momento del arranque. Los más resueltos optaban por romper la puerta y conquistar la salida con las armas. Este plan se desechó por violento e infecundo, prevaleciendo al fin la idea sugerida por los prudentes, de ocultarse y aguardar la ocasión propicia de emprender la fuga. La cala estaba por fortuna harto provista de materiales de construcción, destinados a las reparaciones, y de vituallas de toda especie para que no abundasen los escondrijos. Fuéronse pues metiendo los unos tras la pipería de los caldos, los otros en los intersticios de los balotes de gramíneas; y así se formaban parapetos con los sacos de harina y los cajones de conservas, como se atrincheraban en los montones de legumbres o hacían reducto del sarcófago de la momia. Clara recomendó a todos la mayor prudencia exhortándoles a no moverse hasta que ella o Juanita viniesen en su busca, lo que, en nombre de sus compañeros, le fue prometido solemnemente por Pendencia, excitando una carcajada unánime al asomar la cara embadurnada de blanco por efecto de sus frotaciones contra unos costales de candeal. Mientras esta escena tenía lugar en el Anacronópete, fuera ocurrían incidentes dignos de ser narrados. Concluida la conferencia, don Sindulfo, como hemos visto, empezó su marcha triunfal desde el Trocadero al Campo de Marte entre los vítores de la multitud frenética y dos filas de guardia nacional que la villa de París había puesto a su disposición para conservarle el paso expedito. Una vez dentro del área de la exposición, el _maire_ invitó al sabio a reposarse breves momentos en una elegante tienda de campaña levantada _ad hoc_ cerca del Anacronópete, en el centro de la cual veíase una mesa capaz de satisfacer la intemperancia de Lúculo y de emular la esplendidez de los festines de Cleopatra. Era el _lunch_ de despedida ofrecido por la municipalidad de París al insigne inventor, pues parece imposición de la naturaleza, respetada por la costumbre, que en todo regocijo público el estómago haya de meter la primera cucharada. Sentáronse anfitriones, convidados y parásitos (planta que brota espontáneamente en todos los comedores) y, con el reposo del cuerpo, dio principio el trabajo de las mandíbulas. Durante los encurtidos, los torsos formaban con la mesa un ángulo recto. A medida que el lastre iba estibando el aparato digestivo, el ángulo se convertía en agudo. Al sonar la hora del champagne los lados móviles trataron de reconquistar el equilibrio; pero la perpendicular al mantel no pudo restablecerse y, dando por tope a los omoplatos el respaldo de los sillones, el ángulo obtuso dominó en toda la línea. Entonces empezaron los brindis, peores unos que otros, si bien todos malos, pues no hay nada que limite tanto la inteligencia como el elogio. Así es que, haciendo gracia de ellos al asendereado lector, me limito a extractar lo único que en aquel cúmulo de peroraciones hubo de bueno, que fue precisamente lo que no tuvieron de alabanza. El bibliotecario de la Sorbona, levantándose del asiento y sacando a luz un primoroso ejemplar de la _Iliada_, publicado recientemente a expensas de la sociedad bibliófila, rogó a don Sindulfo que al pasar por la olimpiada en que floreció el padre de la epopeya, obtuviese de Homero que le firmase su obra magna corrigiendo los yerros tipográficos que encontrase y consignando bajo el testimonio de su facsímil si fue en Quío o en Esmirna donde vio la luz primera. --Propongo que se substituya esa última frase por esta otra: «En dónde nació» --interpuso un académico de la historia--. Porque --prosiguió-- suponiendo que la lógica fuese en aquellos tiempos fabulosos una ciencia tan exigente como lo es en nuestros días, nos exponemos a seguir ignorando cuál fue la patria del cantor de Troya, si al preguntarle dónde vio la luz primera, él lo toma _pedem literæ_ y nos contesta que en ninguna parte por ser ciego de nacimiento. Aprobada la enmienda, tocole el turno al presidente de la junta de agricultura, quien en correcta frase --pues era un poeta el encargado de velar por los intereses agrícolas del país-- encareció a don Sindulfo casi en verso, la necesidad de combatir los efectos del _oidium_ y de la _philoxera_ en las vides: para lo cual creía el medio más seguro hacerse con unos sarmientos de la viña de Noé a fin de reproducirlos en Francia. Esta proposición levantó una tempestad de aplausos, pues nadie ignora que el vino es una de las principales riquezas del suelo transpirenaico, cuya producción aunque fabulosa, por poco que la cosecha flojee ya no alcanza a cubrir las necesidades del consumo. Muchas más fueron las ideas que, dirigidas todas al mejoramiento de la condición humana, se desarrollaron en la sobremesa, e infinitos los encargos particulares y de índole risible que se hicieron al doctor. Ya era un empresario de teatros quien le abría un crédito incondicional con el fin de que ajustase a Molière para dar doce representaciones antes de que se cerrara la exposición. Ya un tipógrafo quien se comprometía a trasladarse a la Grecia del siglo de Pericles, con el objeto de imprimir las conferencias de Sócrates y publicar un periódico político. Don Sindulfo dio las gracias a todos y a cada cual; objetó que aquel su primer viaje no tenía otro carácter que el de exploración, y, ofreciendo desempeñar cuantas pudiera de las diferentes comisiones que se le confiaban, dio por concluido el acto. No había llegado aún a la puerta cuando el prefecto de policía, apeándose de su carruaje, penetró en el pabellón y se dirigió al sabio. --¿Puede el señor García acordarme una conferencia de breves minutos? --le dijo. --Hiciéralo con placer si no fuese ya la hora reglamentaria y temiese abusar de la impaciencia pública. --Me trae aquí una misión oficial. Vengo en nombre del gabinete. Ante esta observación no había medio de insistir. Los comensales se retiraron prudentemente a un extremo de la tienda, mientras en el opuesto los dos interlocutores sostenían el siguiente diálogo: --El gobierno me delega para pedirle a usted un señalado servicio. --Me honra tal confianza. Escucho a usted. --A nadie se le oculta que la Francia, desgraciadamente, atraviesa un período de relajación moral que amenaza destruir los ya minados cimientos de la familia, fundamento de todas las sociedades. --Aunque con dolor, me es fuerza asentir a tan acertado parecer. --El gobierno, más interesado que nadie en la redención de su patria, ha penetrado con ánimo resuelto en el fondo de esta cuestión pavorosa; y cree poder afirmar que el quebrantamiento de los vínculos sociales proviene de ese escandaloso mercado sensual con que no ya emulamos, sino trasponemos el histórico y poco plausible renombre de Síbaris y Capua. --Evidentemente; mas no alcanzo cuál pueda ser la parte que me incumba en esa misión redentora. --A eso voy. Regenerar a la mujer es crear buenas madres de que carecemos. --No, en absoluto. --Es usted muy amable. Gracias por la mía. Tener madres es garantizar la educación de los hijos. De los buenos hijos germinan los esposos modelos y los íntegros ciudadanos. Luego hay que purificar la familia para salvar la patria. --Estamos de acuerdo. --Ahora bien; de esas desgraciadas mujeres, que, para vergüenza de propios y extraños, arrastran sus vicios por nuestras populosas ciudades pregonando con histéricas carcajadas su mercancía, pocas, contadas, son las que consiguen un resultado beneficioso que consolide su existencia en la vejez. Los hospitales, los teatros, las porterías suelen constituir su última trinchera; y muchas hay que al perder la menguada lozanía de los primeros años volverían con arrepentimiento a la senda de la virtud, a no impedírselo el estado en que los excesos y la depravación las han sumido y que las hacen ineptas para los puros goces de la familia. El gabinete, pues, en consejo extraordinario, me encarga ser intérprete de sus sentimientos cerca de usted y me comisiona para dirigirle a usted una proposición. El prefecto acercó más aún su silla a la de don Sindulfo y prosiguió de esta manera: --¿Hemos entendido mal o es cierto que con el maravilloso vehículo de su invención puede el navegante rejuvenecerse a medida que retrograde en el tiempo? --Así es, con tal de que previamente no se haya sometido a la inalterabilidad de las corrientes del fluido que lleva mi nombre; pues de otro modo vería pasar los siglos sin experimentar alteración alguna. --¿En qué tiempo puede usted recorrer un espacio de veinte años? --En una hora. --¿Y llegado a ese término, le es a usted dable perpetuar la edad de la persona en el punto porque entonces atraviese? --Sin ningún obstáculo. --Pues bien. El plan del gobierno es rogar a usted que acepte en la expedición una docena de señoras que frisen en los cuarenta (edad en que la vejez no las ha hecho aún desistir de las ilusiones; pero harto avanzada en mujeres de su condición para abrigar esperanzas de medro), y ofrecerles que en sesenta minutos van a reconquistar sus veinte abriles. De este modo, es indudable que, aleccionadas por la experiencia, y arrepentidas por el fracaso, al encontrarse dueñas de sus hechizos por segunda vez, sigan la senda de la morigeración y abandonen la del vicio. --Plausible es la intención. ¿Pero no teme usted, señor prefecto, que si lo que entra con el capillo no sale sino con la mortaja, las buenas señoras al verse en el pleno ejercicio de sus facultades quieran volver a tentar fortuna? --No lo espero. De todos modos este no es más que un ensayo de que desistiremos si no salimos airosos, o que en caso contrario repetiremos en grande escala. ¿Qué responde usted al ministerio? --La misión me honra sobremanera para rechazarla; pero debo advertir a usted que yo viajo con mi sobrina y... --No tema usted el menor desafuero. Se portarán dignamente. Ya las hemos exhortado y el miedo al castigo las contendrá. --Lo celebraría aunque lo dudo. --Se lo aseguro a usted; la amenaza es temible. --¿Cuál se les ha impuesto? --No quitarles ni un año de encima si se exceden en algo. --Tiene usted razón; me tranquilizo. --¿Estamos de acuerdo? --Completamente. --El gobierno sabrá recompensar a usted favor tan señalado. --Me basta conseguir por premio que Francia sea digna en el orden moral de la supremacía que por tantos otros conceptos se ha conquistado en el mundo. Terminada la entrevista, el cortejo con don Sindulfo a la cabeza salió del pabellón, a cuya puerta esperaban en sus carruajes las alegres expedicionarias que, apeándose, se agregaron al grupo oficial, tomando todos juntos la dirección del Anacronópete. Llegados al pie del coloso cruzóse un último adiós. El sabio, Benjamín y las viajeras penetraron en el vehículo y este, herméticamente cerrado, atrajo desde aquel momento las miradas de todos los circunstantes. No habría transcurrido un cuarto de hora, cuando un murmullo de dos millones de almas onduló en el espacio. El Anacronópete se elevaba con la majestad de un montgolfier. Nadie aplaudía porque no había mano que no estuviese provista de algún aparato óptico; pero el entusiasmo se traducía en ese silencio más penetrante que el ruido mismo. Llegado a la zona en que debía tener lugar el viaje, el monstruo, reducido al tamaño de un astro, se paró como si se orientara. De repente estalló un grito en la multitud. Aquel punto, bañado por un sol canicular, había desaparecido en el firmamento con la brusca rapidez con que la estrella errática pasa a nuestros ojos de la luz a las tinieblas. [Ilustración] CAPÍTULO VII ¡Marchen! Constaba el Anacronópete, como hemos dicho, de un podio o basamento sobre el que descansaba el suelo de la bodega, y en el espesor de cuyo muro veíanse empotrados los escalones que daban acceso al portón, única entrada del vehículo. La forma de este era rectangular. En sus ángulos erguíanse cuatro formidables tubos correspondientes a los aparatos de desalojamiento que, con sus bocas retorcidas en dirección de los puntos cardinales, parecían otros tantos enormes trabucos arqueados en figura de 7. En el piso principal, y corriendo por sus cuatro lados, circulaba una elegante galería cuya puerta, como todas las demás aberturas del locomóvil, quedaba herméticamente cerrada en viaje. Un inmenso disco de cristal, rasante por cada viento a la pared, servía a los viajeros para desde el interior y con el auxilio de potentes instrumentos ópticos, contemplar el paisaje y rectificar la orientación durante la marcha. Dos frontones coronaban los testeros ostentando en sus tímpanos el nombre del coloso y sosteniendo en sus caballetes la cubierta en plano inclinado, así dispuesta para las paradas; pues en movimiento --navegando por el vacío-- ni había que cuidarse de los desagües ni precaverse contra las afecciones atmosféricas. Exteriormente, era pues el Anacronópete una especie de arca de Noé sin quilla; toda vez que sus funciones no se relacionaban con el líquido elemento y que, para flotar en caso necesario, bastábale la tripa que, a modo de los antiguos navíos, arrancaba del suelo de la cala y se contraía debajo del balcón sirviéndole de soporte. Examinémosle ahora por dentro. La planta baja la ocupaba toda la bodega a excepción del pequeño espacio --destinado a vestíbulo y a la escala espiral-- que constituía la entrada de honor para las dependencias superiores, de las que se descendía a la cala por otra escalera de caracol levantada en uno de los ángulos. En el opuesto veíase el aparato del fluido García, con cuyas corrientes hacíanse inalterables los cuerpos; precaución tomada ya de antemano con cuantos materiales de construcción y provisiones de boca había a bordo. Enfrente de aquel, funcionaba el mecanismo Reiset y Regnaut para producir el oxígeno respirable. Tanto este aparato como el de la inalterabilidad estaban prudentemente reproducidos diversas veces en el Anacronópete, aunque sus efectos podían hacerse sentir en cualquiera parte con el auxilio de conductores. También las pilas eléctricas tenían los suyos diseminados por el vehículo, para llevar las corrientes a donde se necesitara un movimiento, porque allí toda actividad era mecánica. Así por ejemplo; la compuerta que, en forma de guillotina horizontal, dio acceso como hemos visto a los hijos de Marte, correspondía con otra de idéntica estructura tallada en el suelo del piso alto. ¿Queríase cargar el Anacronópete? Pues no había más que elevarle convenientemente, colocar debajo las mercancías, aplicarles un conductor y ellas solas subían por las aberturas hasta dar con los aisladores que paralizaban su ascensión en el punto deseado. La limpieza tenía lugar por el mismo procedimiento. Unas escobas mecánicas barrían los espacios libres y conducían los residuos sobre la trampa del piso principal. Abierta esta caían las escorias sobre la cala y, repetida allí la operación, un bostezo de la guillotina las arrojaba fuera; de modo que bastaba empezar en lunes el barrido para en un segundo encontrarse con el sábado hecho. En la planta alta residía el poderoso agente de la locomoción: la electricidad. Nada tan interesante como el relato de su mecanismo; pero como esto nos llevaría muy lejos y el lector, aceptado el principio, ha de hacerme gracia de las explicaciones técnicas, limítome a decirle que del centro de aquella zona lanzaban las pilas sus torrentes de fluido a todas las articulaciones encargadas de producir el movimiento y a los tubos neumáticos repulsores de la atmósfera. Un elegante registro marcaba la velocidad y una sencilla aguja la regulaba. En la misma pieza estaban el observatorio y el laboratorio con sus lentes, retortas, mapas, compases, bibliotecas, aerómetros y utensilios cronográficos. En las crujías laterales y con el sistema de los camarotes, alternaban por el ala derecha, el gabinete de señoras con el cuarto de baño y la despensa con la cocina; en la que sobre una plancha colocábase un pollo vivo que una descarga eléctrica desplumaba, mientras un chispazo lo convertía en comestible, siete mil doscientas veces más pronto que cualquier asador común. El lavadero, situado en la extremidad posterior del eje, era un prodigio. Entraba la ropa sucia por un lado y salía por el otro, lavada, planchada, seca y zurcida. El ala izquierda se la había reservado íntegra el sexo fuerte, y nada tenía de notable a no ser el departamento de los relojes; en que uno marcaba la hora real en la existencia efectiva y otro la relativa al momento histórico del viaje con expresión del siglo, año, mes y día según el cómputo Gregoriano. Cuando después del entusiasta y último adiós de las corporaciones, los sabios penetraron en su baluarte, el primer cuidado de don Sindulfo fue alojar bajo llave en el cuarto de las colecciones, a las atónitas agregadas, con intimación de no moverse de allí hasta que él fuera en su busca; pues por más confianza que le mereciesen sus protestas, él creía, y con razón, que las rejas no perjudicaban a los votos. En seguida y de una sola conmoción eléctrica dejó herméticamente cerrado el Anacronópete; hecho esto propinó a Benjamín unas descargas del fluido de la inalterabilidad, recibiendo él otras tantas de mano de su amigo. --Ya no puede el tiempo ejercer su influencia sobre nosotros --exclamó con aire de triunfo una vez terminada la operación. --¿No cree usted sin embargo --objetó su inseparable-- que nada perdíamos con esperar para fijarnos a que el Anacronópete llevase algunos minutos de marcha? --Comprendo la intención de usted, y nadie más interesado que yo en perder algunos años para ver si rejuveneciéndome cesaban los rigores de mi sobrina; pero si a usted o a mí, únicos que conocemos este mecanismo, nos sobreviniera un accidente cualquiera ¿cuál sería nuestra suerte disparados sin rumbo en el espacio y qué responsabilidad no pesaría sobre nosotros dejando insoluble el más gigantesco de los problemas científicos? La observación era tan justa, que el políglota no tuvo nada que objetar. Verdad es que todo hubiera sido inútil, pues, una vez fijados, solo la acción regular del tiempo hubiera tenido poder para destruir la producida por el fluido. Dirigiéronse por lo tanto al gabinete de señoras, donde Clara y Juanita se habían refugiado como los chicos que se esconden cuando creen haber hecho algún mal; y conduciéndolas capciosamente al laboratorio, mientras Benjamín conseguía con maña que las muchachas se pusiesen en contacto con los conductores, don Sindulfo las volvía inalterables con un par de descargas que las hizo retorcerse como culebras. --Oiga usté --dijo la de Pinto encarándose con su amo así que pudo enderezarse y articular palabra--, si es que usté quiere no seguir comiendo más que sémola, repita usted esa operación y verá usted salirle muelas... de la boca. ¿Para qué ha dado usted esas vueltas al organillo que nos ha dejado como si tuviésemos alferecía? --Menos gritos --le arguyó su amo--. Aquí estáis bajo mi férula. Empezó mi dominio y no hay para qué pedirme explicaciones de mi conducta. Vuestra misión es obedecer y callar. --En cuanto a eso, poco a poco --interpuso Clara. --¡Cómo! ¿Te me insubordinas? --No señor; pero protesto de que haya usted abusado de nuestra ignorancia, para obligarnos por sorpresa a emprender un viaje sin precedente en el mundo. --¿Y quién te ha dicho?... --¿Quién ha de ser, hombre de Dios, sino la mismísima milicia española que se está burlando de usté, a pesar de saber más matemáticas que Motezuma? --¿Qué oigo? ¿Ha encontrado Luis medio de hacerte llegar alguna carta? --preguntó el sabio aturdido y sin sospechar que, no obstante su tiranía, hubiera podido ser el capitán esquela viviente. --¡Digo, digo, una carta!... Toda una baraja completa para hacerle a usted tute. --Procura no ser insolente, porque de lo contrario en llegando a la Roma de los Césares, te vendo como esclava al primer patricio que encuentre en la calle. --¿Y qué van a hacerme a mí los patricios? ¡Pues qué! ¿Yo no vengo de liberales? Mi padre fue furriel de voluntarios. --Oiga usted nuestros ruegos. --Nunca. --Si le digo a usted que el tal don Pichichi es el Calomarde de los tíos. --Se concluyeron las intrigas --vociferaba don Sindulfo lívido de coraje--. Se acabaron los amorcillos de colegiala: y ya que a buenas no has querido aceptar mi mano, yo te sabré conducir a países y edades en que la voluntad del tutor siendo ley para su pupila, mal que te pese tendrás que llamarte mi esposa. --Eso jamás. Primero la muerte; antes la tortura. Y pues agotada la persuasión recurre usted a la violencia, yo le probaré que tengo valor para afrontarlo todo. Y dirigiendo una mirada de connivencia a Juanita, añadió: --En marcha cuando usted guste. --Sí, señor. Arre; que en el primer cambio de tiro ya nos apearemos para quejarnos a la autoridad. El sabio no se hizo repetir la orden; juntó los polos y el Anacronópete comenzó su marcha ascensional, no sin cierta emoción de parte de las reclusas que veían desaparecer por instantes los contornos de la ciudad bajo sus plantas. En el cuarto de las agregadas, la impresión fue más viva por estar esperando con más impaciencia los resultados del viaje. En la cala, el silencio era absoluto. Solo Pendencia se permitió decirle en voz baja a su jefe, al apercibirse de la oscilación: --Mi capitán: el botacilla. De repente el coloso tomó rumbo y empezó a desalojar atmósfera sin que nadie se apercibiera de que viajaban con una velocidad de dos vueltas al mundo por segundo; pues la locomoción, verificándose en el vacío, falta de capas con que rozar no producía movimiento alguno sensible. --Ya andamos --exclamó don Sindulfo con el orgullo paternal que le inspiraba su invención. --Adelante --prorrumpió resueltamente su sobrina. --¡Loor al genio! --balbuceó Benjamín abrazando a su protector. --¡Jesús! --decía Juana--. Si esto es más soso que un cocido sin sal. Ni se ve un campanario, ni una lechuga, ni _ná_ que le pueda alegrar a una el corazón. Prefiero el ordinario de mi pueblo. Vamos, don Sindulfo, _sóoo_... En llegando a los Inválidos pare usted. La pobrecilla no calculaba que había empezado su frase en París el diez de julio de mil ochocientos setenta y ocho y que la estaba acabando en treinta y uno de diciembre del año anterior sobre la cordillera de los Andes. [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO VIII Efectos retroactivos Las suertes estaban echadas y no había medio de retroceder, o mejor dicho, de avanzar, si queremos ser lógicos con la situación. Clara y Juanita se retiraron al gabinete, confiadas en la vecindad de sus defensores y dispuestas a exhibirlos en el primer alto que hicieran; pues en marcha les parecía aventurado sacarlos de su escondite, temerosas de que don Sindulfo, por vengarse, los condenara a todos a movimiento continuo. El sabio por su parte no se saciaba de saborear su triunfo con Benjamín; y verdaderamente no le faltaba razón para ello, pues jamás experimento alguno había tenido éxito tan satisfactorio. --¡_Eureka_! --exclamó en un arranque de entusiasmo aquel segundo Arquímedes que, sin el auxilio de una palanca, removía el mundo hasta en sus cimientos. --¿A qué altura estamos? --preguntó el políglota. --Hace veintiún minutos que salimos de París --le contestó su amigo consultando el cronómetro--; por consiguiente hemos desandado siete años y nos hallamos en diez de julio de mil ochocientos setenta y uno. --¿Estudiemos la situación? --Sea. --Rumbo a oriente --dijo Benjamín clavando los ojos en su compás. --Fijo --asintió el sabio mirando el suyo. --Latitud 50° N. --Exacto. --No hay más que inclinar los catalejos un grado al Sur y dirigir nuestras observaciones sobre el punto de partida. Y asestando los anteojos al disco meridional, cuyas puertas se abrieron de una descarga, ambos profesores se pusieron a sondear el espacio. Por supuesto que previamente apagaron las luces eléctricas que constituían el alumbrado constante de aquella hermética clausura donde siempre era de noche; pues como el vacío solo se hacía alrededor del Anacronópete, las capas atmosféricas inmediatas a él conducían los rayos del sol; y de no haber tenido cerrado el vehículo, nadie hubiera podido resistir las vertiginosas intermitencias de luz y sombra ocasionadas por la violenta transición del día a la noche en una velocidad de cuarenta y ocho horas por segundo. Pocos llevaban de observación los anacronóbatas sin apercibir en su carrera más que el vapor iluminado con que como aliento fosforescente, les anunciaban su presencia las ciudades en el período nocturno, o las grandes siluetas de las mismas bañadas por el sol y recortadas sobre el fondo oscuro del terreno durante el día, cuando de repente los dos observadores lanzaron un grito tan rápido como fugaz había sido la sensación que experimentaran. En medio de las tinieblas y sobre el meridiano de París, el reflejo de una inmensa hoguera acababa de herir su retina. --¡La _Commune_! --exclamaron ambos. Y en efecto, aquel resplandor era el petróleo de los pozos norteamericanos oponiendo en vano su devastadora influencia al sentimiento de civilización de la vieja pero noble Europa. Los sabios no se movieron de su observatorio hasta dar con otro hecho ostensible que ratificara sus deducciones cronológicas; pocos segundos les bastaron para transponer la primavera y cruzar aquel riguroso invierno teatro de la más espantosa de las luchas internacionales, y digno campo de la locura humana. La tierra era una inmensa sábana de nieve, como si el frío del terror sembrado en las campiñas hubiera germinado en cosechas de hielo. El astro rey no se reflejaba sino en mortíferas superficies de acero y bronce, y las parábolas de los proyectiles parecían arcos de fuego levantados en las sombras para impedir que se desplomase la bóveda sideral. Globos aerostáticos confiando a una corriente atmosférica la salvación de la patria, palomas mensajeras volviendo al arca sin el ramo de olivo, París capitulando, Metz cediendo, Sedán dejando huérfana una corona... ¿A qué más efemérides? El cómputo era exacto. Estaban en el año de los castigos. Cerradas las compuertas y vuelta a iluminar la estancia: --Maestro; una duda --exclamó Benjamín. --¿Cuál? --Puesto que nosotros nos dirigimos al ayer y vamos a llegar al pasado con la experiencia de la historia, ¿no nos sería dable cambiar la condición humana evitando los cataclismos que tamañas dislocaciones han producido en la sociedad? --Aclare usted su pensamiento. --Supongamos que caemos sobre el Guadalete en las postrimerías del imperio godo. --¿Y bien? --¿No cree usted que dando un curso de moral a la Cava y a don Rodrigo, o haciendo ver al conde don Julián por medio de la lectura de Cantú, Mariana y Lafuente, las consecuencias de su traición, lograríamos torcer el rumbo de los acontecimientos e impedir que hubiera tenido lugar la dominación árabe en España? --De ningún modo. Nosotros podemos asistir como testigos presenciales a los hechos consumados en los siglos precedentes; pero nunca destruir su existencia. Más claro; nosotros desenvolvemos el tiempo, pero no lo sabemos anular. Si el hoy es una consecuencia del ayer y nosotros somos ejemplares vivos del presente, no podemos, sin suprimirnos, aniquilar una causa de que somos efectos reales. Un símil le patentizará a usted mi teoría. Figúrese usted que usted y yo somos una tortilla hecha con huevos puestos en el siglo VIII. ¿No existiendo los árabes, que son las gallinas, existiríamos nosotros? Benjamín recapacitó un momento, después de lo cual repuso: --¿Y por qué no? Aun admitiendo la hipótesis de que ambos seamos descendientes del moro Muza, el evitar que este y los suyos penetren en España no impide nuestra existencia. Yo no destruyo las gallinas; lo que hago es obligarlas a que sigan poniendo en África. Luego la tortilla puede subsistir sin otra diferencia que tener el Atlas por hornillo en lugar del Guadalete. [Ilustración] Don Sindulfo se mordió los labios no encontrando refutación al argumento de su amigo que él calificó de paradójico, y cortó la conversación abriendo el pupitre y disponiendo a anotar en su diario las observaciones de la derrota. Benjamín a su vez dirigióse al armario en que encerraba los más preciados ejemplares de su museo arqueológico y se entretuvo en comprobar las clasificaciones. Dejémosles entregados a tan sabia tarea y veamos lo que en el ínterin ocurría en el cuarto de las colecciones, donde esperaban impacientes su transformación las doce hijas de Eva en que el gobierno francés fundaba la regeneración moral de su país. A aquellos de mis lectores que hayan visitado la Francia, y lo serán todos probablemente, no hay para qué hacerles la descripción de los trajes de las viajeras. Teniendo el lujo por cebo y el arte de agradar por oficio, fácilmente se colige que las tales señoras habían puesto a contribución para adornarse todo el ingenio de la industria sedera de Lyon, agotado los maravillosos recursos que posee la fabricación de encajes en Cluny y Valenciennes y engarzado en el oro de California los diamantes del Brasil, las esmeraldas de Colombia y las perlas del golfo de Bengala. --Y bien, Niní; ¿qué tal va eso? --preguntó a una esbelta rubia otra que acusaba haber sido incitante morena en sus mocedades y que respondía al nombre de Naná, pues todas tenían el suyo artístico. --Por ahora no puede decirse nada; pero si la prefectura me vuelve a mis quince años, le juro no casarme sino con un hombre que vote siempre por el gobierno. Hay que ser agradecida. --Cualquier día me uncen a mí --repuso desde su rincón una nerviosilla que con una carta se estaba entreteniendo en doblar pajaritas de papel. --¿Pues cuáles son tus propósitos, Emma? --Hacer que me desembarquen en la corte de Luis XV y pedir que me presenten a S. M. --Lo que es yo --dijo otra que se llamaba Sabina-- primero me dejo robar por los romanos que volver a París a vestirme de percal y dormir sobre un felpudo. --Pero hemos dado nuestra palabra --insistió Niní. --Pensad que la regeneración de la Francia depende de nosotras. --Para la que se fíe de promesas oficiales --arguyó Emma--. En cuanto nos viesen jóvenes y bonitas, los mismos que hoy nos toman por instrumentos de rehabilitación serían los primeros en querer venir a turbar nuestra paz doméstica. ¡Ah! ¡Los hombres! ¡Los hombres!... Y como siguiese jugueteando con la pajarita, observó que se le pulverizaba sin que sus dedos la triturasen. --Aquí tenéis la prueba --añadió explicando a su modo el fenómeno y dando cima a su pensamiento--. Escriben sus protestas de amor sobre papel podrido para que duren poco. --Eso es el fuego de la pasión que calcina el papel --objetó la optimista Niní. --O la humedad del recinto que lo deshace --adujo una nueva interlocutora--. No brilla el Anacronópete por su limpieza: desde que hemos entrado en él, no hago otra cosa más que quitarme velloncitos de lana y borrillas de toda especie que sin duda caen del techo. --Es verdad. Lo mismo he notado yo --dijo Sabina--. No te muevas, aguarda. --¿Qué es? --Una mariposa que tienes en el lazo del sombrero. ¡Una polilla! --¡Ay! ¡y yo un gusano! --gritó otra corriendo en busca de una mano benéfica que la libertara de él. Emma quiso volar en su auxilio; pero se detuvo al ver sus dedos impregnados de una sustancia viscosa que había sustituido a la pajarilla. Instintivamente produjo con el brazo un sacudimiento nervioso; pero al quererse mirar de nuevo la mano, la pasta había desaparecido y en su lugar pendían de sus falanges pedacitos de trapo y filamentos de todos tamaños y matices. Un grito de asombro resonó en el cuarto y la algarada se hizo general cuando Sabina, que consultaba con la mirada a Niní, vio que de la boca de esta, abierta por la sorpresa, salía un diente postizo disparado por el empuje de otro verdadero que tomaba su lugar. Simultáneamente el rubio añadido de Naná, perdido el color y falto del cordón que le sujetara, caía en el suelo mientras su cabeza se cubría de sedosas hebras capaces de causar envidia a la Margarita del Fausto. --Mirad a Emma --vociferaba una--. Ya no tiene pata de gallo. --Y Coralia ha perdido su verruga --exclamaba otra. --¡Qué tersura la de mi cutis! --¡Qué morbidez la de mis hombros! --¡No más canas! --¡Ya somos jóvenes! --¡Viva! Y todas consultaban los espejos de sus estuches o se miraban en cualquiera superficie bruñida, distribuyéndose besos y abrazos en el vértigo de su admiración. La causa de tan maravillosos efectos se explica muy fácilmente. El tiempo empujado hacia atrás verificaba su obra de destrucción; las viajeras no habían sido sometidas a la inalterabilidad; pero sus trajes tampoco. Así es que cada minuto que transcurría dejaba lo mismo en su organización física que en su tocado la huella del retroceso; pues todo en ellas caminaba hacia su origen; y del mismo modo el papel pasaba de la consistencia del billete a la trituración del batán y a la primera forma de guiñapo, que el raso se metamorfoseaba en mariposa para degenerar en larva y reducirse a semilla. Nada más encantador que aquellas turgentes formas mal cubiertas por racimos de capullos de seda entretejidos con vellones de finísima lana y contrastando el dorado color de sus tenues filamentos con el nácar de las ostras a medio abrir que servían de lecho a las perlas embrionarias. ¡Qué artística agrupación la de aquellos minerales incrustados en fragmentos de rocas, rodeados de copos de algodón en rama, ceñidos por verdes aristas de cáñamo y cruzados por residuos de cintas que, de confección anterior a aquel momento histórico, conservaban su integridad como un anacronismo de la moda en la armonía de descomposición de la naturaleza! La estupefacción era unánime; el entusiasmo indescriptible; pero el tiempo no se detenía en su carrera y el fenómeno empezó a tomar proporciones alarmantes. Los productos transformados en primeras materias dejaron en breve de adornar los contornos de aquellas humanas esculturas. Traspuesto el período en que cada porción de materia había sido arrancada de su asiento, las fracciones comenzaron a desertar en busca de sus matrices. El vellón desaparecía para adherirse a la oveja; la ostra atraída por el banco corría a sepultarse en las costas de Malabar; el algodón huía a hundir sus raíces en las llanuras norteamericanas y la cabritilla de los borceguíes despojada del curtido, volaba a revestir el esqueleto de la inocente res de los Alpes, mientras por los huecos que dejaba la deserción asomaban trazos dignos de inspirar el desnudo a los clásicos escoplos de Miguel Ángel, Praxíteles y Fidias. Las viajeras al contemplar su desnudez se taparon el rostro con las manos, que el pudor es algo inherente a la hermosa mitad de la especie humana, y prorrumpieron en tan desaforados gritos, que don Sindulfo y Benjamín, dejando aquel sus apuntes y este sus clasificaciones, corrieron en averiguación del alboroto. --No se puede entrar --decían unas al apercibirse de que los sabios trataban de abrir la puerta. --Ya tenemos bastante --exclamaban otras. --¡Ay! Mi corsé... --gritaba una tercera. Clara y Juanita, a quienes los sabios al verlas llegar despavoridas pusieron al corriente de la situación, penetraron en la estancia; y asustadas ante tan insólito espectáculo volvieron a salir pidiendo auxilio a la ciencia. --¡Hombre de Dios! Que se van a constipar esas señoras --vociferaba la maritornes. En esto Benjamín que ya había comprendido la situación, llegó con unos transmisores del fluido de la inalterabilidad; y pasándolos por la puerta entornada, aconsejó a las excursionistas que se agarrasen a ellos. Hiciéronlo así ellas, y con cuatro vueltas al aparato y otras tantas docenas de quejidos de las víctimas, quedaron estas fijadas y remediado el mal. --Prestadles unos vestidos vuestros --dijo don Sindulfo a su pupila y a Juana, en tanto que él y Benjamín desternillándose de risa tornaban a reanudar su tarea en el laboratorio, comentando el incidente. Pero apenas el políglota se había dejado caer en su asiento, cuando con los cabellos de punta y lanzando un grito desgarrador volvió a levantarse como si un sacudimiento galvánico le hubiese arrancado de la silla. --¿Qué ocurre? --le preguntó el sabio acudiendo en su socorro. --¡Mire usted... mire usted!... --balbuceaba el infeliz, señalándole la célebre medalla conmemorativa comprada en la almoneda del arqueólogo madrileño y atribuida según el catálogo a Servio Cayo, prefecto de Pompeya, en honor de Júpiter. Don Sindulfo tomó el disco que reluciente como una chapa de aguador brillaba sobre la mesa. El objeto en cuestión no había sido fijado aún, esperando para hacerlo el instante cronológico que pudiese acusarles su autenticidad; pero este había ya llegado y, destruida la acción del tiempo, los caracteres campeaban sobre el bruñido fondo con una elocuencia aterradora. SERV... C. POMP... PR... JO... HONOR era el anuncio sobre latón de una empresa de coches de muerto fundada en París por la época que ellos atravesaban y que restituida a su integridad decía así: SERVICE DE POMPES FUNÈBRES RUE D’ANJOU SAINT HONORÉ. [Ilustración] CAPÍTULO IX Reducción gradual del ejército hasta su supresión definitiva [Ilustración] Reparadas las averías causadas por la retrogradación en el indumento, las viajeras corrieron al laboratorio en busca de don Sindulfo y empezaron a darle múltiples pruebas de su gratitud. Los dos sabios no habían vuelto aún del estupor que les produjera la metamorfosis del disco; y en verdad que no les faltaba motivo para renegar de la ciencia que en tal ocasión los había tratado como madrastra. Ello no obstante hicieron de tripas corazón, disimularon su enojo y, cerrando los armarios, consagraron su atención preferente a la contemplación de aquellos tan variados ejemplares de la más hermosa mitad del género humano. La colección era completa: creeríase uno transportado al paraíso de Mahoma o al _foyer de la danse_ en la grande ópera de París. Aunque la conducta de las agregadas a bordo era irreprochable, don Sindulfo, temeroso de alguna imprudencia, quiso evitar a Clara su contacto y la exhortó a que con Juanita se retirara al gabinete. --Como que nos vamos a quedar encerradas allí dentro --dijo la de Pinto-- ahora que hemos encontrado que la casa está habitada por _presonas_. --No importa --repuso el tutor tragando bilis--. No os conocéis, no habláis el mismo idioma. --Mi señorita entiende el francés, y estas señoras conocen todas las lenguas. Ya nos han dicho que viajan por gusto y eso que andan a repelo. Y efectivamente: en los pocos minutos que habían tenido disponibles para conferenciar, no solo Juanita las había impuesto en la situación, sino que se había conquistado el concurso de las expedicionarias para obligar con ardides a don Sindulfo a hacer un alto que les permitiera sacar de su escondite a la fuerza armada y emprender juntos la fuga; pues hay que advertir que, al verse rejuvenecidas las doce hijas de Eva, ya no tenían más que una aspiración: ser libres. Comprendiendo el tutor que la lucha era desigual y tranquilizado con la falsa idea de que, restituidas a la edad del candor relativo, las parisienses solo abrigarían sentimientos puros e inocentes, puso en olvido aquello de «lo que entra con el capillo sale con la mortaja» y las dejó a todas juntas, si bien bajo la custodia de su inspección inquisitorial. --En este momento entramos en el año 1860 --exclamó Benjamín consultando el derrotero. --¡Ay! El día en que perdí a mi novio en Constantina --interpuso Niní poniendo en juego la sensibilidad para mover el corazón de don Sindulfo y auxiliar los planes de Clara. --Y el mismo en que yo abandoné el hogar materno en Bona, por los excesivos rigores de mi padrastro --adujo Sabina mojándose los ojos con saliva para fingir que lloraba. El sabio tomó oportunamente la palabra, pues de tardar unos segundos más, todas aquellas jóvenes hubiesen resultado oriundas de la Argelia. --Poco a poco --objetó don Sindulfo--. Se están ustedes enterneciendo prematuramente. Recapaciten ustedes que andamos hacia atrás; y que por lo tanto el año principia para nosotros en 31 de diciembre, o lo que es lo mismo, que entramos en él cuando en la vida real se sale. De modo que aún les quedan a ustedes tres minutos para consagrarse a su doloroso aniversario. --Tanto mejor --prorrumpió Niní en un arranque de alegría--. Así podré verle vivo. Pídame usted lo que quiera; pero restitúyame usted a sus brazos y empezará una era de ventura para mí que solo he tocado humillaciones. --Por piedad --vociferaba Sabina--. Ya que se ha encargado usted de nuestra rehabilitación, que se la debamos completa. --Lo que solicitan es imposible. Yo las restituiré a ustedes a Francia al regreso de nuestro viaje; pero el tiempo es oro y no puedo permitirme un alto. De hacer uno en África lo verificaría sobre Tetuán para asistir a la memorable jornada que tan alto puso el honor de las armas españolas. --¡Cómo! --arguyó Juanita tomando parte en la trama--. ¿Vamos a pasar por el Riff, donde murió de un balazo, antes de nacer yo, mi tío el trompeta de cazadores, y será usted tan cruel que no le deje dar un abrazo a su sobrina predilecta? --¿Pues no acabas de decir que no le conociste? --Eso no importa. Tenemos en casa su retrato al _garrotipo_. --Creo --balbuceó Clara, empleando todos sus medios de seducción-- que mi tío considera lo bastante el nombre castellano para no dejar de rendir este justo tributo de admiración al heroísmo de nuestros compatriotas; y es harto amable para no acceder al ruego de su pupila. --Sea, pues tú lo quieres --respondió el tutor vencido--. Asistiremos a aquella epopeya; pero sin bajar. --¿A vista de pájaro? --preguntó Juanita tratando de insistir; pero un gesto de su ama la hizo comprender que puesto en el camino de las concesiones, don Sindulfo no tardaría en rendirse. El sabio torció el rumbo hacia el 35° de latitud N.; y, al marcar el cronómetro el crepúsculo vespertino del 4 de febrero de 1860, redujo la marcha a paso de carreta y dejó que el Anacronópete se deslizara sobre Tetuán, fuera del alcance de los proyectiles; pero bastante cerca del teatro de la lucha para poder apreciar los menores detalles de aquella memorable batalla. Todos los corazones nacidos de la vertiente meridional de los Pirineos a la punta de Tarifa, palpitaban con violencia. Abierto el disco, cada cual asestó su instrumento óptico al campo de operaciones y un grito de entusiasmo resonó en la estancia. --Allí se divisan los combatientes --exclamó Naná, arreglándose el tocado por si levantaba los ojos alguno de los oficiales de Estado Mayor, mientras Juanita atónita balbuceaba: --¡Jesús! Si parece un _titirimundi_. --¡Pero, es extraño!... --adujo Clara, fijándose en el fenómeno que se desarrollaba a sus ojos--. Yo no me explico sus movimientos. --Es verdad --prorrumpieron todos parando mientes en caso tan original. --¿Qué es ello? --preguntó el sabio. --Mire usted. Lo hacen todo a la inversa. --¡Ah! sí --repuso el sabio dándose cuenta de lo que para él carecía de importancia, pues ya lo tenía previsto--. Eso consiste en que, como nosotros vamos viajando hacia atrás en el tiempo, empezamos a ver la batalla por el fin. --¡Ya! --interpuso Juanita--. ¡Cosas de usted, que lo principia todo por la cola!... Y efectivamente, los viajeros observaban la batalla de Tetuán con el orden cronológico invertido; como el héroe de _Lumen_ de Flammarión veía la de Waterloo, al remontarse en espíritu a la estrella Capella, teniendo que pasar antes por los rayos luminosos de la Tierra que alumbraban en el espacio hechos posteriores. --Observen ustedes --proseguía don Sindulfo-- cómo lo primero que se advierte es que los cadáveres se incorporan. --Es verdad --asentía Benjamín--. Y luego disparan sus fusiles. --Y después cargan. --¿_Cargan_? Porque serán sabios --argüía la maritornes, no desperdiciando ocasión de zaherir a su víctima. --¿Qué es eso? ¿Huyen? --No. Es que retroceden, porque caminamos hacia el momento en que están ocupando las posiciones que tenían antes de avanzar. Es decir, que ahora llegamos propiamente al principio de la batalla. De modo que parándonos podríamos asistir a ella por su orden. --Pues, _sóoo_ --dijo la lugareña excitando la hilaridad en todos, a cuyas reiteradas súplicas el sabio no tuvo valor de resistir, aguijoneado a su vez por el orgullo patrio. El Anacronópete quedó suspendido en la atmósfera merced a un ligero movimiento en el graduador. Escritos estos renglones veintiún años después de aquel memorable acontecimiento, paréceme que su relato, aunque hecho a vuela pluma, no ha de carecer de atractivo para la generación que nos está acabando de reemplazar. Copio aquí, pues, la narración del diario de don Sindulfo, en la que sin duda se ha inspirado el pintor Castellani para reproducir con el pincel aquella jornada, y que también ha servido a la prensa de la corte para describir el panorama que se exhibe en Madrid frente a la casa de la Moneda. Dice así: «Estamos en el centro del campamento marroquí de Muley-Ahmed. Las tropas españolas llegan hacia él persiguiendo de cerca al enemigo, cuyas posiciones corona simultáneamente. Tenemos en frente el mar, Tetuán a la espalda, el río Martín a la derecha, y a la izquierda la torre de Geleli y la Casa Blanca. »El general O’Donnell dispone que sus fuerzas ejecuten un movimiento envolvente sobre el campamento de Muley-Ahmed, con objeto de atacarlo por dos puntos distintos con las tropas de los generales Prim y Ros de Olano, entre las que se sitúa la artillería protegida por los ingenieros. Rómpese el fuego de cañón por cuarenta piezas que avanzan gradualmente hasta colocarse a cuatrocientos metros de las trincheras marroquíes. »En primer término se destaca el general en jefe a caballo con su estado mayor, dando órdenes al comandante Ruiz Dana y teniendo a su lado al coronel Jovellar y al jefe del Estado mayor, general García. Detrás las baterías españolas cañonean los reductos. En el fondo a lo lejos el mar y la escuadra. »A la derecha el general Ros de Olano, dando instrucciones a su hijo y dirigiendo el movimiento de la primera división del tercer cuerpo, mandada por el general Turón, consigue que sus soldados penetren por distintos puntos en las trincheras. El regimiento de Albuera con su coronel Alaminos; Ciudad-Rodrigo con el teniente coronel Cos-Gayón, y el brigadier Cervino al frente de los batallones de Zamora y Asturias, invaden a la vez el campamento a pesar de la tenaz resistencia de los enemigos; uno de los cuales en las ansias de la muerte, encuentra fuerzas suficientes en su fanatismo para arrastrarse hasta un cañón abandonado, y dispararlo causando horroroso estrago en las primeras filas de nuestras tropas. »Por la izquierda el general Prim ataca las trincheras seguido del coronel Gaminde; penetra por una tronera rodeado de catalanes, soldados de Alba de Tormes, Princesa, Córdoba y León; forma confuso tropel con los enemigos y sostiene cuerpo a cuerpo una lucha encarnizada. A su lado veo caer moribundos al comandante Sugrañes y al teniente Moxó, tremolando el primero en sus manos la bandera de los intrépidos tercios catalanes. Don Enrique O’Donnell apoya enérgicamente el ataque de su jefe el general Prim, y se dirige luego al campamento de Muley-Abbas en la torre de Geleli, que los moros abandonan precipitadamente. »Muley-Ahmed intenta en vano con enérgico valor detener la fuga de sus soldados, que huyen despavoridos ante las aguerridas huestes de Prim y abandonan la Casa Blanca. Llenos de terror, desoyen el mandato de su jefe, le arrastran en su huida y dejan en poder de nuestras tropas, como trofeo de tan señalado triunfo, el campamento con ochocientas tiendas, ocho cañones, armas, municiones, camellos, caballos y bagajes. »En el fondo, hacia Tetuán, el sultán de Marruecos contempla consternado la derrota de su ejército numeroso. »Durante la marcha de nuestros soldados, los enemigos amenazan atacar la retaguardia; pero el general O’Donnell, sin detenerse, destaca hacia Tetuán dos batallones del tercer cuerpo a las órdenes del general Makenna, quien adelantando rápidamente a lo largo del río Martín protegido por la brigada de coraceros del general Alcalá Galiano, rechaza al enemigo sobre la plaza después de breve lucha y paraliza sus esfuerzos. »Formidables fuerzas enemigas, bajando a la vez de la torre de Geleli, amagan atacar nuestra derecha con sus infantes y tres mil jinetes; pero el general en jefe, atento a todas las peripecias del combate, hace adelantar la brigada de lanceros del conde de Balmaseda. Las tropas cargan vigorosamente sobre el enemigo y le ponen en precipitada fuga protegidas en su movimiento por el cuerpo de reserva del general Ríos, situado en el reducto de la Estrella. »La jornada ha sido completa. Tetuán no tardará en abrir sus puertas al vencedor, y el emperador de Marruecos debe ya empezar a arrepentirse de haber excitado el justo enojo de la nación española.» El entusiasmo a bordo no reconocía límites. Todos suplicaban a don Sindulfo que les permitiese bajar para dar un abrazo a aquellos héroes, inclusa Juanita que pretextaba haber reconocido los pulmones de su familia en un paso de ataque tocado por su tío con la trompeta. El sabio que, además de estar poseído de la admiración general, tenía un carácter vengativo impropio de sus luces intelectuales, vio en aquella circunstancia una ocasión de desembarazarse del torcedor de su fregatriz, y accedió a la demanda decidido a volver a emprender la marcha en cuanto Juanita traspusiese los umbrales del Anacronópete en busca del supuesto pariente. Eligióse pues para el descenso un bosquecillo que les garantizase de una bala perdida, y con gran contentamiento de todos y una sencillísima manipulación, el vehículo tocó tierra. Pero ¡ay! que no comete el hombre acción mala sin recibir tarde o temprano por ella el condigno castigo. Saboreando estaba cada cual la realización de sus propósitos, cuando Benjamín, que, asomado al disco contemplaba el horizonte, dio un grito y retrocedió involuntariamente. --¿Qué es eso? --le preguntó su inseparable, corriendo a su lado. --¡Friolera! --contestó el políglota perdiendo el color--. Que sin duda hemos caído en una emboscada tendida por los marroquíes a nuestras tropas. Un sudor frío circuló por la frente de todos los viajeros. --¡Huyamos! --fue la opinión general. --Mire usted los kabilas que se dirigen hacia aquí. --No hay más remedio que apelar a la fuga --adujo el sabio corriendo al regulador y poniendo en movimiento la máquina, mientras Benjamín cerraba los discos y restablecía el alumbrado eléctrico, exclamando: --Pronto, que nos alcanzan. Aún no había acabado de pronunciar la frase cuando: --¡Un moro! --articuló con voz ahogada una de las viajeras. --¡Dos! --prorrumpió Juanita parapetándose detrás de su amo. --¡Veinte! --profirieron todos poseídos de un terror pánico cobijándose en un rincón del laboratorio en compacto grupo. Eran en efecto dos docenas de fugitivos del campamento de Muley-Ahmed que, buscando su salvación en el bosque, presenciaron el descenso del vehículo y tomándolo por arma de guerra habían resuelto atacarlo; pero, no encontrándole entrada franca, se valieron de sus cuerpos salientes y, escalándolos con la entereza que da el fanatismo, lograron introducirse por los tubos de desalojamiento antes de que el coloso emprendiese la marcha. [Ilustración] Pasado el primer momento de estupor, en que nadie osaba levantar los ojos ante aquellos morazos de seis pies de altura provistos de gumías y espingardas y llevando escrito en el rostro el vengativo ceño del enemigo derrotado, Naná se resolvió a preguntar a don Sindulfo: --Diga usted. ¿Nos harán algo? --A nosotros rebanarnos el pescuezo; y a ustedes llevárselas al harem en calidad de odaliscas. --¿Con los eunucos? ¡Qué horror! --articularon las aludidas por lo bajo. --Pues lo que es al harem --interpuso Juana encarándose con su señor-- creo que también podría usted venir. --¡Insolente! --Para hacernos compañía y enseñarnos ciencias en los ratos de ocio. El tutor no se había equivocado acerca del propósito de los invasores, según la traducción que Benjamín le hizo de las órdenes dictadas por el jefe de la fuerza. Los expedicionarios estaban irremisiblemente perdidos. Una idea luminosa brotó sin embargo en el cerebro del atribulado don Sindulfo. --Si logramos ganar tiempo --dijo al políglota-- nos hemos salvado. --¿De qué modo? --Dando al vehículo la velocidad máxima y consiguiendo que estos kabilas, que no están sometidos a la inalterabilidad, se vayan empequeñeciendo hasta que concluyan por desaparecer una vez traspuesto el instante de su natalicio. --¡Sublime idea! Y forzando el graduador, la máquina se puso a funcionar con una rapidez vertiginosa. --¡A ellos! --gritó el capitán; y los moros se aprestaron a consumar su obra; pero los ayes y las lamentaciones del sexo débil eran tan repetidos y penetrantes, que, no logrando restablecer el silencio, les pusieron a todos a guisa de mordaza un lienzo atado en la boca y, oprimiendo sus brazos con fuertes ligaduras, los arrastraron tras sí para conducir los esclavos al asilo del disperso campamento. Cerca de un cuarto de hora anduvieron buscando los riffeños inútilmente la salida, con gran satisfacción de los cautivos que, si bien no podían pedir socorro ni fugarse maniatados como estaban, veían en cambio que sus opresores se rejuvenecían rápidamente y acariciaban la esperanza de hallarse en breve libres de su yugo. Pero los caracteres meridionales son impetuosos y no tienen la paciencia por virtud. Agotada la de los hijos del desierto al sospechar que estaban siendo los prisioneros de sus rehenes, se conformaron con salir por donde entraran; mas, convencidos de la imposibilidad de hacerlo con su presa, adoptaron la extrema resolución de exterminar a los viajeros. Encontrábanse a la sazón en la cala y las mujeres se desesperaban al pensar que cuando una sola voz les bastaría para llamar en su auxilio a sus salvadores, tenían que sucumbir al mutismo. Colocados los reos en un ángulo de la bodega, los moros ocuparon el centro y apercibieron sus espingardas. Ya no les quedaba duda a aquellos infelices acerca de la triste suerte que les deparaba el destino. Apiñados y confundidos revolvíanse los desgraciados en la desesperación de la impotencia y ya los cañones estaban apuntados hacia su pecho, cuando el tiempo, ejerciendo su poderoso influjo, convirtió de repente la cuerda que sujetaba al tutor en finísimos filamentos de cáñamo que le dejaron libre el ejercicio de sus músculos. Apercibirse de tan providencial beneficio y emplearlo en poner en contacto los conductores que junto a él descendían por las paredes de la cala, fue operación tan rápida como el pensamiento. Acto continuo las compuertas se abrieron y los hijos de Agar desaparecieron para siempre en el espacio insondable. La alegría que sucedió a aquellos minutos de angustia no hay quien la describa. Restituidos a la libertad abrazábanse todos sin distinción de sexos ni condiciones; y hasta la misma Juanita no pudo prescindir de decir a su amo, en un arranque de gratitud: --Si no fuera usted tan feo, me casaba con usted. Saboreando estaba el sabio su triunfo muy convencido de haber conquistado con él un lugar preferente en el corazón de su pupila, cuando esta temiendo ver surgir nuevos contratiempos, --Ya es ocasión de revelárselo todo --exclamó, pidiendo consejo a Juanita. --¿Qué duda cabe? --respondió la resuelta asesora. Y añadiendo: --¡A mí, valientes! --incitó a salir de su guarida a los soldados españoles, riéndose con descaro del asombro del buen tío que intuitivamente comprendió la asechanza de que le habían hecho objeto. --¡Cómo! ¿Están aquí? --prorrumpió lívido de coraje. --¡Perdón! --repetía Clara. --Ni para ti ni para ellos --proseguía el celoso tutor dando golpes en cuantos objetos tenía a tiro. --Pues, ea --arguyó Juanita--. Guerra a muerte; y el sabio que sea hombre, que salga. Don Luis, Pendencia, melitares: ¡Mueran las matemáticas! Un ay de espanto reemplazó a tan enérgico apóstrofe. Los diecisiete hijos de Marte aparecieron en la cala trepando por los sacos de harina y los barriles de provisiones; pero, como no habían sido sometidos a la inalterabilidad y el mayor de ellos no contaba veinticinco primaveras, los cuatro lustros desandados en el tiempo desde la salida de París los habían reducido a la condición de tiernos parvulillos. --¡Esto es espantoso! --murmuraban las francesas que se las habían prometido muy felices de la galantería española. --¡Yo desfallezco! --articulaba la pupila no dando crédito a la realidad, mientras Juanita hecha un basilisco exclamaba enseñándole los puños a su amo: --Si es _usté_ el sabio más animal que conozco. El tutor se bañaba en agua de rosas al contemplar la venganza que le servía el azar. Entre tanto el vehículo caminaba y los infantes se achicaban hasta el extremo de no poderse tener ya en pie. --Pero, hombre de Dios, ¿no ve usted que se nos deshacen como la sal en el agua? --argüía la maritornes echando espuma por la boca. --Mejor --contestaba aquel segundo Otelo--. Así acabaremos de una vez. Y los angelitos yacían tendidos en el suelo agitando brazos y piernas en la inacción de los primeros meses y llorando a pulmón lleno. Compadecidas de su situación, cada hija de Eva tomó en brazos al suyo y se puso a pasearlo por la cala viéndolos mermarse progresivamente, en tanto que el implacable tío se frotaba las manos con satisfacción y sonreía con satánico gesto. --¡Luis mío! --repetía Clara anegada en llanto y tributando sus caricias a aquel residuo de su capitán de húsares. --¿Ya no tienes una gracia para tu Juanita? --preguntaba a su microscópico Pendencia la de Pinto. Y el bribón del asistente, como si aún quisiera darle una prueba de su travesura, le mordió el vestido por la parte en que a los niños de su edad se les sirven los alimentos. De pronto aquellas mujeres se quedaron pálidas con los brazos cruzados sobre el pecho; ya no abarcaban objeto alguno: el ejército se les había disuelto entre las manos. [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO X En que tiene lugar un incidente que parece insignificante y es, sin embargo, de mucha importancia La pérdida de un ser querido es una de las más terribles pruebas a que puede exponerse la sensibilidad humana: y aun así la aflicción pasa por distintas gradaciones según las circunstancias que han acompañado al hecho. --Al menos ha muerto en su cama y rodeado de los suyos --le dicen al atribulado pariente los encargados de consolarle. --Y ha tenido usted la satisfacción de que Dios se lo conserve hasta una edad avanzada --añaden otros. Y efectivamente, todas estas reflexiones son un lenitivo al dolor que, resultado de una máquina pensante y contante, paga la situación en su justo precio reservándose para las grandes catástrofes el máximum de intensidad. Ahora bien: imagínense los lectores cuál sería la disposición de ánimo de los viajeros ante aquel quinto acto de una tragedia para cuyo desenlace no había _Deus ex machina_ posible. Porque un novio es algo más que un pariente a los ojos del objeto de su cariño; y además de la amargura de separarse para siempre del suyo, las enamoradas doncellas sufrían el vejamen de ver que, siendo el amor un numen que engrandece cuanto toca, a ellas al revés, se les achicaba todo entre las manos. Clara perdió el sentido ante la inmensidad de su infortunio y tuvo que ser conducida al gabinete en brazos de las expedicionarias. Juana, más entera aunque no menos herida, se desahogaba dando gritos contra el opresor y llamando a la guardia en su socorro. Pero la situación más grave era sin duda la de don Sindulfo. Por malo que tuviese el genio, por mezquina que fuera su condición, por miras estrechas que lo alentasen, distaba mucho de ser un malvado: y la muerte de los veinticuatro moros, aunque llevada a cabo en legítima defensa propia, eran dos docenas de puñales que tenía hundidos en el corazón. Agréguese a esto la aparición de los hijos de Marte, en la que veía no solo una desobediencia a sus mandatos sino la inutilidad de haber agotado su ciencia y sus recursos para desembarazarse de un rival, y se comprenderá fácilmente que su razón trastornada le indujese a permitir que el tiempo devorase a aquellos infelices, sin prestarles el menor auxilio. Primer paso suyo en la senda del crimen por la que hemos de verle avanzar presa de los celos, la desesperación y la locura. No adelantemos empero el discurso. Los mahometanos, aunque hombres, eran enemigos de Dios y habían atentado contra su vida; por consiguiente, bien muertos estaban. ¿Pero aquellos diecisiete infantes, a quienes había servido de implacable Herodes, qué daño le habían hecho? ¿Merecía tan horroroso castigo una travesura de la juventud? ¿No era su sobrino una de las víctimas? ¿No hubiera sido más humano, pues no estaban sometidos a la acción del fluido, hacer rumbo hacia el presente y, una vez reconquistadas sus naturales proporciones, desembarcarlos en los alrededores de su edad? Todas estas y otras muchas observaciones se hacía don Sindulfo, pero la imagen de su pasión desatendida, y su amor propio sublevado concluían por vencer, y resultado de tan acerba lucha fue que delirante cayese en los brazos de su amigo bajo los efectos de una continua convulsión. ¿Pues no estaba garantizado por la inalterabilidad? me objetará alguien. Ciertamente, pero la acción del fluido, penetrando por la membrana epidérmica, atravesando el dermis e infiltrándose por los tejidos musculares, solo alcanza a la superficie de los huesos, que petrifica como las demás vías por donde circula. Así pues el ejemplar influido por sus corrientes, ni pierde la tersura del cutis, o sea la juventud, ni sufre de erupciones cutáneas, ni está expuesto a las inflamaciones producidas por la acción atmosférica: pero experimenta hambre, sed y sueño y no se exime de padecimientos viscerales, productos las más veces del sistema moral al que la ciencia no ha llegado a dar todavía la osificación que a un tegumento. Cargó pues Benjamín con aquel cuerpo inanimado y lo condujo a su dormitorio para ver de provocar la reacción metiéndolo en la cama; pero, al pasar por el laboratorio, recordó la velocidad vertiginosa que habían impreso al aparato en el momento de la invasión marroquí, y temeroso de alguna catástrofe por imprudencia, dio un golpe a la aguja del graduador, reduciendo el Anacronópete, a su entender, a la locomoción media. ¡Qué pequeños incidentes son origen de los más grandes acontecimientos! Don Sindulfo, acurrucado en el lecho, daba diente con diente de continuo y alguna que otra sacudida por intervalos a Benjamín. --Juanita --dijo este saliendo al encuentro de la de aparejo redondo--. Calienta un poco de agua para hacer una infusión a tu amo que se siente mal. --¿Quién? ¿Yo? Pues como no sea para escaldarle vivo, que se aguarde a que encienda fuego. --¡Vamos! Deja a un lado el enojo y recapacita que si él se muere nadie podrá llevarnos a puerto de salvación. --¿Pues usted no entiende la maquinaria? --Muy poco. Además, la caridad te aconseja ser compasiva. Prepara la lumbre mientras yo saco el té y el azúcar de la despensa. Sea el miedo a permanecer indefinidamente en el espacio o la compasión inherente a su sexo, Juanita no replicó e hizo rumbo a la cocina. --Ya sabes. Con un par de chispazos eléctricos alumbras una hoguera en un decir Jesús. --A mí déjeme usted de _telégrafos_, que yo me las compondré a la moda antigua. Y, así diciendo, llegó al hornillo, colocó en él unos carbones y tomando unos fósforos frotó uno tras otro sobre la lija, sin conseguir encender ninguno; pero lo más notable del caso era que ni dejaba huella la cerilla en el raspador ni la cabeza del de Cascante se gastaba. --Es claro. Las babas de don Sindulfo que lo reblandecen todo --murmuró, y echóse en busca de otra caja y de algunas virutas y trapos con qué facilitar la combustión. No encontrando nada a propósito, dio al pasar por el cuarto de las agregadas con unos fragmentos de telas y pieles que, aunque acusaban una rica procedencia, eran retales al fin y muy del caso en circunstancias tan apremiantes. Dispuso los residuos en el fogón y, haciendo una nueva e inútil tentativa con los fósforos: --A ver si usted tiene más gracia --dijo a Benjamín que acudía cargado con un pilón de azúcar y un bote de té Hulón. --Esto es más breve --arguyó el políglota comunicando la chispa eléctrica al hornillo a merced de la cual los trapos se encendieron pero no los carbones; siendo de notar, por más que ninguno de ambos observase el fenómeno, que las suplentes virutas iban tomando extrañas formas parecidas a lazos, mangas de vestido, tacones de bota y objetos de mercería. --Parte un poco de azúcar --ordenó Benjamín a Juanita en tanto que él, puestas las hojas en la tetera, derramaba encima el agua hirviendo. --¡El demonio que pueda con esta pirámide de Egipto! Si es más dura que la cabeza de un sabio --repetía Juanita dando golpes en el pilón con un martillo sin conseguir levantar una arista. --Déjate; aquí hay azúcar molido --exclamó el interpelado poniendo una cucharada en la taza de otro paquete que para el uso ordinario había en el vasar y sirviendo en ella el licor benéfico. --Pero aguarde usted... ¡si eso no está aún! Todavía no ha tomado color. Un sudor frío circuló por la frente de Benjamín, en quien la resistencia del pilón, la incombustibilidad de los carbones y la inalterabilidad del agua vinieron a darle la llave del enigma. Presa de una agitación nerviosa se puso a disolver el azúcar en la infusión; y al llevarse una cucharada a los labios: --¡Horror! --dijo palideciendo. --¿Qué ocurre? --preguntó la doncella mirándole de hito en hito temerosa de que también empezara él a reducirse como los otros. --¿Qué ha de ser? Que hemos vuelto inalterables para su conservación los artículos de consumo, y ahora nos encontramos con que son resistentes a toda influencia física. --¿Es decir?... --Que ni el azúcar endulza, ni el carbón se enciende, ni el pilón se parte, ni habrá quién le pueda hincar el diente a una patata. --¿De modo que nos vamos a morir de hambre? --balbuceó Juanita con los ojos desencajados. --No; pero tendremos que apearnos a cada comida y tomar los alimentos propios de la época y de la localidad; pues de fijarlos ya ves lo que sucede; y de abandonarlos a la acción retrógrada del tiempo, en tres minutos el pan se nos convertiría en espigas y el vino en cepas. --¿Y dónde tomaremos hoy la pitanza? --repuso la lugareña a quien la idea de un alto sonreía por lo que encerraba de salvador para las reclusas. --En los infiernos --salió murmurando Benjamín con la taza del agua caliente en la mano; la que propinada a su amigo le produjo las consecuencias de un emético sumiéndole después en una dulce y agradable somnolencia. Entretanto Juanita volaba a dar parte de lo ocurrido a sus compañeras de infortunio, quienes rodeando el lecho de la pupila, presenciaban una escena no menos digna de admiración que la precedente. Es pues el caso que mientras prodigaban sus consuelos a la pobre huérfana, Niní, que no sin profunda aflicción había visto desaparecer de sus lóbulos, antes de ser fijada, las dos hermosas perlas que llevaba por pendientes, dio un grito de alegría al llevarse las manos hacia los desheredados cartílagos y encontrarse con la restitución de sus preciadas joyas. --Mirad, esto es milagroso... --En efecto --exclamaron todas. Y al tender en torno suyo una mirada de asombro, este creció de punto al observar que todos los objetos arrebatados por la acción retrógrada del tiempo les eran devueltos sin saber cómo. Ya un girón del vestido de Naná, cubriéndose de larvas, tomaba la forma de capullos para metamorfosearse en tupido raso de Lyon; ya una tira de becerro, curtiéndose repentinamente y modelándose al pie de Sabina se llenaba de pespuntes y lazos hasta elevarse a la categoría de un borceguí Carlos IX. --¡Mi chal! --gritaba una... --¡Mis encajes! --decían otras. Y todas se libraban al más expansivo arranque de entusiasmo, cuando la más razonadora de ellas: --Poco a poco --les arguyó--. Moderad vuestro júbilo. Cierto es que reconquistamos nuestro ajuar; pero ¿quién os asegura que la devolución no será completa? --¡Cómo! --¿No teméis que por este fenómeno, cuya explicación ignoramos, cada perla que creemos ganada nos devuelva la arruga que juzgamos perdida? La observación era tan atinada y el temor de perder los encantos tan profundo, que un grito unánime salió de todos los labios en demanda de socorro; y las viajeras, dejando a Clara en el gabinete al cuidado de Juanita, echáronse en busca de los sabios encontrando felizmente en el laboratorio a Benjamín que consiguió a duras penas imponer silencio a aquella rebelde turba. --¿Qué significa esto? --preguntó la más osada--. ¿Tratáis de volvernos a envejecer? --Que se nos admita a libre plática --argumentaba otra--. Ya hemos pasado la cuarentena. --¡No más lazareto! --vociferaban a coro. Benjamín, que no acertaba a darse razón de lo que veía, estudiaba el caso con los ojos fijos en el suelo; y maquinalmente al notar un objeto que relucía, lo recogió y dio con un ochavo moruno. --Alguna moneda que se le ha caído a un kabila --dijo Niní llamándole la atención hacia lo más urgente--, no haga usted caso de eso. --Pero si esta moneda --repuso el políglota-- procede de un marroquí, ¿cómo, no estando sometida a la inalterabilidad, subsiste todavía? Debería haberse descompuesto toda vez que viajamos hacia atrás. --Acaso sea más antigua que el año en que nos hallamos. --No. Su fecha es del 1237; y como el cómputo árabe principia en 622, época de la Hégira, este ochavo corresponde al 1859 de nuestra era o sea al año anterior en que fuímos atacados por los riffeños y que debimos trasponer tres minutos después de la invasión. --¿Entonces?... --interrogaron las atónitas viajeras con la mirada. Y como Benjamín dirigiese la suya hacia el cuarto de los relojes: --¡Maldición! --dijo al consultar el cronómetro del tiempo relativo. E inmediatamente hizo parar en seco el Anacronópete. --¿Qué es ello? --Que al querer moderar hace poco la locomoción, he rebasado sin duda la línea de la aguja y caminábamos hacia adelante. Hemos deshecho lo andado. Estamos sobre Versalles a 9 de julio o sea en la víspera del día que salimos de París. La alegría que se pintó en el rostro de las viajeras al convencerse de que, sin detrimento de su juventud, eran restituidas al teatro de sus operaciones, no hay quien la describa. Todas suplicaron a Benjamín que las desembarcase; y aunque este temía las iras de don Sindulfo, pudo más en él la idea del ridículo de que iba a cubrirse cuando su colega advirtiese su ineptitud. Así es que confiado en el seguro del secreto, toda vez que ni Clara ni Juanita eran testigos de su derrota; y en la persuasión de cohonestar con una medida de buen gobierno el abandono de las agregadas, determinóse a darles gusto, lo que le valió una abundante y envidiable cosecha de abrazos y besos. El vehículo descendió majestuoso en el parque contiguo al Trianon; las viajeras lo abandonaron sigilosamente, y Benjamín, dando la velocidad máxima se echó por el espacio a desquitarse de lo perdido diciendo: --Ahora a China en busca del secreto de la inmortalidad. Al día siguiente los periódicos de París traían dos noticias: una que fue comentada por todos los desocupados de los bulevares; otra que solo conmovió al mundo sabio. Decía la primera, que habían sido reducidas a prisión doce jóvenes que, valiéndose de las circunstancias, querían explotar la credulidad pública haciéndose pasar por las expedicionarias del Anacronópete; siendo así que en ninguna de ellas se encontraban trazos que acusasen ser las agraciadas por la Prefectura, donde constaba su filiación y se les había entregado pasaportes de que las impostoras no venían provistas a su regreso. La segunda era más lacónica aunque más trascendental para la ciencia, en cuyos anales sigue constando como artículo de fe: se reducía a dar cuenta de que a las nueve y cuarenta y cinco minutos de la mañana el observatorio astronómico había presenciado la caída de un enorme aereolito en las inmediaciones de Versalles. ¡Así se escribe la historia! [Ilustración] CAPÍTULO XI Un poco de erudición fastidiosa aunque necesaria El día 14 del noveno mes del año 604 (antes de J. C.) en la aldea de Li, estado feudal de Tsou, hoy provincia de Hou-nan, nacía con los cabellos blancos después de ochenta y un años de gestación (al decir de sus sectarios) el gran metafísico de la China, apellidado por esta circunstancia Lao-tseu o sea el viejo niño. Hasta su aparición, la filosofía más remota del Celeste Imperio estaba reducida al _Y-King_, enciclopedia puesta en orden por _Fo-hi_, en quien los historiadores creen reconocer a Noé después que salió del Arca e hizo su viaje a la provincia de _Xen-si_ cerca del monte Ararat en la parte opuesta de la Bactriana. Su fundamento es enseñar el origen de las cosas y las transformaciones sufridas en el curso de las edades. Dios es considerado en ella como la piedra angular sobre que todo descansa. Es a un tiempo mismo _Ly_ y _Tao_ (razón y ley) y como tal se revela a la inteligencia humana. Lao-tseu, guiado por una sabiduría apacible, enseñó a despreciar las pasiones, a elevarse sobre todos los intereses, grandezas y glorias terrenales, recomendando hacer abnegación de sí propio en beneficio de los demás y humillarse para ser enaltecido: lenguaje que recuerda la humildad y la caridad de la doctrina del Salvador. Todo el tesoro de su inteligencia lo encerró en su obra titulada _Tao-te-King_. _King_ significa que el libro es clásico: _Tao_ y _Te_ son las palabras porque empiezan las dos partes de que consta su tratado y que, como sucede con el Pentatéuco, le han servido para darle el nombre. Ambos títulos reunidos quieren decir _Libro de la razón suprema y de la virtud_. He aquí un fragmento que confirma que, ante el espectáculo de las desgracias de su patria, en vez de aspirar a una reforma, como Confucio lo hizo más tarde, Lao-tseu se aisló, exhortando al hombre a buscar el bien supremo en la soledad ascética y haciéndolo consistir en la calma absoluta: «El hombre, dice, debe esforzarse en obtener el último grado de _incorporeidad_ a fin de conservarse tan inalterable cuanto le sea posible. Los seres aparecen en la vida y cumplen sus destinos: nosotros contemplamos su renovación sucesiva por la cual cada uno de ellos vuelve a su origen. Volver a su origen significa ponerse en reposo; ponerse en reposo es restituir su mandato; restituir su mandato es hacerse eterno. El que sabe hacerse eterno es iluminado; el que no, se convierte en víctima del error y de todas las calamidades.» Esta moral, que podemos llamar pasiva, fue exagerada por sus prosélitos que se apellidaron _Tao-sse_ o sean doctores celestes. Y en efecto, mientras Lao-tseu no asentaba el bien público y el privado sino en el ejercicio de la virtud y en la identificación con la razón suprema para dominar los sentidos y alcanzar la impasibilidad, sus sectarios abusaron de esta inacción para abandonarse a un rígido ascetismo; y, proclamando que la sabiduría engendra los desórdenes, recomendaron al pueblo la ignorancia más absoluta, reservándose no obstante las artes cabalísticas y adivinatorias a fin de embaucar con ellas a las masas cuando, a la aparición del budismo en China, los _Tao-sse_ se confundieron con los bonzos. Las dos sectas de los _Yang_ y los _Me_ no son sino ramas del mismo tronco: sus diferencias son tan insignificantes que no merecen ser reseñadas sino comprendidas en el principio fundamental de la religión de los _Tao-sse_, cuya consecuencia fue elevar a dogma la ociosidad entre las clases ignorantes. El año 551 antes de la era vulgar, hacia el solsticio de invierno del año vigésimo segundo del reinado de _Ling-uan_, nació en la aldea de _Tseu_, reino feudal de _Lu_ (hoy provincia de _Chan-tung_), el gran _Kun-fu-tseu_ o Confucio como le llamamos en Europa. Tan distante este filósofo de la ciega credulidad como de las mágicas ficciones de los _Tao-sse_, jamás se ocupó ni de la naturaleza humana, ni del principio divino, ni de la metafísica en fin. Su carácter no es el de un innovador; limítase tan solo a restablecer las bases de la moral práctica de las sociedades primitivas. «Lo que yo os enseño, decía él, lo podéis aprender por vosotros mismos haciendo un legítimo uso de las facultades de vuestro espíritu. Nada tan natural ni tan sencillo como la moral cuyas prácticas saludables trato de inculcaros. Todo lo que yo os predico, los sabios de la antigüedad lo han ejecutado ya. Su práctica se reduce a tres leyes fundamentales: de relación entre vasallos y señores, entre padre e hijo y entre marido y mujer, y el ejercicio de estas cinco virtudes capitales: la humanidad, es decir, el amor de todos sin distinción ninguna; la justicia, que da a cada uno lo que le pertenece; la observancia de las ceremonias y usos establecidos, a fin de que todos los que viven juntos sigan una misma regla y participen de las mismas ventajas y de los mismos inconvenientes; la rectitud de juicio y de sentimiento para buscar y desear lo verdadero en todo, sin alucinaciones egoístas para sí, ni apasionadas para los otros; la sinceridad, o sea un corazón abierto que excluya la ficción y el disimulo, así en las palabras como en las obras. Estas son las virtudes que han valido el dictado de venerables a los primeros institutores del género humano, en vida, y los han conducido después a la inmortalidad: Tomémoslos por modelo y esforcémonos en imitarlos.» Tal es en resumen la moral de Confucio, cuyo carácter distintivo es hacer derivar todos los deberes de los de la familia, y reducir las virtudes a una sola: la piedad filial. Su dogma es la obediencia del inferior al superior. En cuanto a metafísica, he aquí lo que al padre Pedranzini decía un mandarín sectario de Confucio: «Nosotros nos guardamos mucho de decidir sobre cosas que no son evidentes y que los sabios antiguos tenían por inciertas. El axioma de los hombres santos consiste en la partícula si, puesto que dicen: Si hay un paraíso, los virtuosos gozarán en él mil delicias; si hay un infierno, los malvados serán precipitados en él; pero ¿quién puede afirmar que existan o no? Abstenerse del mal y hacer bien, he aquí el punto importante. El _Tai-hio_ recomienda que lo principal es la virtud y lo accesorio las riquezas y el bienestar. El _Liun-in_ encarga que no hagas a otro lo que no quieras para ti. Todo estriba en esto. Procédase así y basta; las felicidades del paraíso, si hay uno, vendrán como consecuencia.» Esta moral fue la que dominó en las clases ilustradas cuyos sectarios, hostiles a los preceptos oscurantistas de los _Tao-sse_, tomaron el nombre de _letrados_ y su comunión el de _academia_. Entre los discípulos de Confucio el más notable es Meng-tseu o Mencio, muerto en 314 (a. de J. C.). Afligido de ver triunfantes las dos sectas de _Tao-sse_, o sean la de _Yang_ que predicaba el egoísmo como el principal regulador de las acciones humanas, y la de _Me_ que sostenía que el afecto debía extenderse a todos por igual sin distinción de parentesco, propagó una filantropía generosa basada en la moral de Confucio cuyo resumen es este: «_Sirve bien al cielo quien sigue la recta razón._» Su libro reunido a los tres de apotegmas de Confucio, es aún hoy de texto entre los que aspiran a los cargos públicos. Vemos, pues, dos grandes grupos disputándose el dominio de las conciencias: la metafísica de Lao-tse, relajada por los mágicos procedimientos de los _Tao-sse_, sus sectarios, dueña de las masas ignorantes y perezosas: la moral de Confucio, observada por los letrados, alumbrando las inteligencias privilegiadas y siendo, por decirlo así, la religión del estado, patrocinada y seguida por los emperadores, indiferentes más que tolerantes de todas las demás prácticas y creencias. Hubo sin embargo una época en que los cabalísticos amenazaron invadirlo todo. Fue en el siglo II (antes de J. C.) cuando los _Tao-sse_, separándose de la pura doctrina de Lao-tse, empezaron a librarse a extrañas especulaciones y pretendieron haber descubierto el secreto de la inmortalidad contenido en un misterioso brebaje. En vano fue que los sectarios de Confucio quisieran desenmascararlos; protegidos por el emperador Wu-ti hubieran sin duda alguna triunfado de los letrados, si uno de estos, tomando la copa que sus rivales destinaban al monarca, no la hubiese apurado de un sorbo desafiando el enojo del augusto personaje que, en su ceguedad, le condenó a morir en su presencia. --Si la eficacia de este licor es verdadera --le dijo el confucista-- la orden que acabáis de dar es inútil: si por el contrario es falsa, con mi muerte destruiréis vuestro error. El engaño descubierto, Wu-ti volvió su crédito a los letrados, y los _Tao-sse_ continuaron ejerciendo su influencia tan solo entre los ignorantes y amigos de la ociosidad. Estos siguiendo la religión de los espíritus, como ya se ha visto; aquellos predicando el escepticismo y la indiferencia y consignando que la muerte no tiene más objeto que hacer pasar el alma a otro cuerpo o descomponerla en aire, sin que quede nada del hombre a no ser la sangre en sus hijos y el nombre en su patria. Ello no obstante, como en sus libros consignase Confucio que él no trataba sino de restablecer la doctrina primitiva y que no era más que _el precursor de un ilustre personaje que vendría de Occidente_, el rey Ming-ti envió en el siglo primero de nuestra era una flota hacia aquella parte, en busca del gran reformador. Las naves fueron bastante lejos; pero no atreviéndose a ir más allá, abordaron una isla en que encontraron una estatua de Buda que, trasladada a China en el año 65 de Jesucristo, fue desde entonces adorada bajo el nombre de _Fo_ y sigue compartiendo el culto con los prosélitos de Lao-tse y los letrados. Algunos cristianos, huyendo por esta época de las persecuciones de Nerón, llegaron hasta el Celeste Imperio; pero cohibidos por la escasez del número y por las condiciones del país, quedaron oscurecidos hasta que en 635 de nuestra era, bajo el reinado de _Tai-tsung_, fue recibido en _Chang-ngan_ el sacerdote nestoriano _O-lo-pen_ del _Ta-tsin_, es decir del imperio romano. El emperador envió a su encuentro los principales dignatarios que le condujeron al palacio; hizo traducir sus santos libros y, persuadido de que encerraban una doctrina verdadera y saludable, decretó que fuese erigido un templo a la nueva religión y que veintiún sacerdotes se consagrasen a su servicio. El hecho está consignado en un monumento levantado en _Si ngan fu_, en el cual la doctrina cristiana se encuentra expuesta sucintamente, y se dice que los misioneros llamados por _O-lo-pen_ llegaron en 636 a la corte de _Tai-tsung_; que este publicó un edicto en favor del cristianismo; que _Kao-tsung_ hizo construir iglesias en todas las ciudades; que _Vu-heu_ persiguió a sus sectarios y que Kuo-tsé iba siempre seguido de un sacerdote cristiano en las batallas. Las revueltas políticas, que a principios del siglo tercero de nuestra era (en que va a tener lugar este relato) agitaban la China, no podían por menos de transmitir su influencia a los antagonismos religiosos que entre sí despertaban los tres principios de Lao-tse, Confucio y Fo o Buda. El emperador _Ho-ti_ fue el primero que en el año 120, era cristiana como todo lo que a seguir va, concedió honores y dignidades a los eunucos de palacio, en detrimento del ascendiente que los letrados habían tenido hasta entonces en la corte. Unos y otros continuaron disputándose el poder hasta el año 187 en que los eunucos hicieron sospechosa a los ojos del monarca la academia, presentándole la unión de los hombres instruidos como un peligro contra su tiranía. El emperador _Chung-ti_ desterró a los doctores y libró a los tribunales a los más ilustres proclamándose él a su vez amigo de la ciencia por haber hecho grabar sobre cuarenta y seis lápidas de mármol y en tres clases de caracteres los cinco libros clásicos del _I-King_. Aunque los _Tao-sse_ hacían aparentemente causa común con los eunucos, no tardaron, aprovechando las circunstancias, en utilizarlas en su provecho. La peste, habiendo desolado el imperio durante once años, un _Tao-sse_ llamado _Chang-kio_ halló contra ella un remedio seguro en cierta agua preparada con unas palabras misteriosas. Este charlatán obtuvo fácilmente crédito entre las masas. Seguido por una turba de empíricos, los disciplinó, y en breve encontróse a la cabeza de un partido numeroso. Su doctrina era que el _cielo azul_, o sea la dinastía de los _Han_ dominante a la sazón en la persona del emperador Hien-ti, tocaba a su término para dejar paso al _cielo amarillo_. Descubiertos sus propósitos y viendo su pérdida segura, se echó al campo en abierta rebelión. Cincuenta mil hombres secundaron su grito, y tomando un gorro amarillo por insignia, se aprestaron a devastar el país. Sus expediciones fueron favorecidas por el levantamiento de muchos ambiciosos que aspiraban a repartirse la China en diversos estados; pero la prudencia y el valor del general _Tsao-tsao_, jefe del partido de los letrados a quienes el monarca llamó en su auxilio, sofocaron la insurrección y los vencidos se acogieron a su bandera. Hien-ti le nombró su primer ministro; pero enorgullecido por su triunfo, pronto se vio a _Tsao-tsao_ ceñirse el sombrerete de doce colgantes, adornado con cincuenta y tres piedras preciosas --atributo distintivo de la majestad-- y hacerse llevar en el coche de eje de oro con tiro de seis caballos. No hubiera tardado mucho en apoderarse del sello imperial si la muerte no le hubiera atajado el camino. Su obra no obstante fue consumada por su hijo _Tsao-pi_, primer _calado_ o ministro de _Hien-ti_ a quien arrebató la corona en el año 220 dando fin a la dinastía de los _Han_ para dar comienzo a la de los _Ouei_. Pero, no adelantemos los sucesos toda vez que vamos a hacer asistir a los lectores a este acontecimiento memorable; y dejemos consignado para su mayor inteligencia que el Anacronópete llegó a _Ho-nan_, corte entonces del imperio chino, en el año 220, bajo el reinado de _Huen-ti_ y en sazón en que la revuelta dominada, muerto _Tsao-tsao_ y elevado a la dignidad de _Calado_ su hijo _Tsao-pi_, el poder había sido reconquistado por los letrados, quienes perseguían sin piedad así a los sectarios de Fo, por lo que tenía de nuevo la religión búdica importada del Indostán, como a los _Tao-sse_ por la grosería de sus empíricos recursos. [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO XII Cuarenta y ocho horas en el Celeste Imperio Miente como un bellaco el refrán, cuando asegura que no hay mal que dure cien años; pues sus dieciséis centurias bien contadas se pasó don Sindulfo en el lecho del dolor, desde que arrojó a los hijos de Mahoma en el espacio y a los de Marte en la nada, hasta que el Anacronópete se posó en los alrededores de Ho-nan, capital a la sazón del imperio chino. En los tres días y medio que duró el viaje, Benjamín, aprovechándose del sopor del sabio y del sueño de las muchachas, hizo sus correspondientes altos y salió sigilosamente del vehículo para proveerse de las indispensables municiones de boca; pues ya hemos visto que las que a bordo llevaban eran inútiles. El primer festín se lo debió a la piadosa munificencia de la reina Isabel la Católica; y por cierto que estuvo a punto de costarle la vida porque llegado al campamento de Santa-Fe, donde el ejército castellano se desesperaba ante la tenaz resistencia de los moros de Granada, fue tomado por espía de Boabdil, a lo que contribuía no poco el extraño disfraz que para aquella época constituían su americana y sus pantalones con boca de trabuco. Afortunadamente el políglota no perdió la serenidad; y acordándose de lo beneficiosos que podían serle los conocimientos adquiridos en la cátedra de historia, pidió ser conducido a presencia de la reina a fin de hacerle revelaciones importantes. Acompañada estaba doña Isabel de su esposo don Fernando, del cardenal Ximénez y de sus primeros capitanes; y todos, menos la augusta señora, sostenían el parecer de levantar un sitio en que se enterraban la paciencia de los sitiadores y los fondos del erario, cuando Benjamín haciendo irrupción en la tienda: --¿Qué es levantar el sitio? --exclamó con alientos de profeta. E inclinándose al oído de la reina añadió en voz baja: --Hoy 2 de enero de 1492, día de viernes, como aquel en que el Redentor de los hombres derramó en el Calvario su preciosa sangre, y a las tres, hora precisa en que el Verbo encarnado exhaló su postrer suspiro, el pendón de Santiago y el estandarte real ondearán en la torre de la Alhambra. Doña Isabel palideció; los cortesanos que la rodeaban, recelando algún desafuero, echaron mano a sus espadas; y no lo hubiera pasado muy bien el maestro de lenguas si los añafiles moros mezclándose con la trompetería cristiana no hubieran traído con sus ecos una pausa salvadora. --¿Qué ocurre? --preguntó el rey al ver aparecer en la tienda al conde de Cifuentes llevando en el semblante impresa la alegría. --Ocurre, señor --dijo el noble caballero-- que Boabdil acaba de rendirse; y que para que los vencedores puedan entrar en Granada con entera seguridad, el vencido envía en rehenes al campo de Castilla a sus hijos con seiscientos hombres de armas al mando de dos de sus más esclarecidos jefes. Un grito de asombro se escapó de todos los pechos. --¿Quién eres tú? --preguntó la reina casi prosternándose atónita ante el que en su fe bendita tomaba por aparición celeste. --Un pobre mortal --respondió Benjamín-- que os pide por toda recompensa que le dejéis seguir libremente su camino suministrándole un bocado de pan con que aplacar su hambre. Tan limitada exigencia acabó de ratificar el juicio que doña Isabel formara del profeta; y sin atreverse a insistir en premiarle con dádivas humanas, ella por sus propias manos le aderezó unas alforjas henchidas de rico jamón de las Alpujarras y rebosando de pan del mejor candeal de Castilla, amén de una cantimplora de vino de Aragón del que, para el servicio de la mesa de don Fernando, custodiaban en el repuesto los despenseros de campaña. Ya se disponía Benjamín a abandonar la tienda, cuando la soberana llamándole aparte y con las manos cruzadas en ademán de súplica: --¿Qué puedo hacer --le dijo-- para felicidad de mis vasallos y esclarecimiento de mi trono? --Dad oídos, señora --le contestó el políglota-- a un genovés que vendrá a ofreceros un mundo. --¿A Colón? --preguntó la reina admirada--. Ya le he visto; ¡pero si aseguran que es un loco!... Además, mi tesoro está exhausto. --Vended vuestras joyas si es preciso. Él centuplicará su valor creando vicios para la humanidad. Y así diciendo entregó a la reina una breva de Cabañas a la que la pobre señora daba vueltas entre sus dedos sin explicarse su virtud. --¿Y qué es esto? --se resolvió a inquirir al cabo. --¡Humo! --exclamó Benjamín, y desapareció. Y en efecto, dos años después, corriendo en busca de otro rumbo para las Indias orientales, volvía Colón de América con un nuevo mundo para España y una infinidad de estancos para las viudas de militares pobres. [Ilustración: --¿A Colón? --preguntó la reina admirada] El segundo descenso que en busca de vitualla hizo Benjamín a la tierra, veinte horas más tarde o sea en las postrimerías del siglo XI, no ofreció nada de notable. No así el que después de un período equivalente verificó en el año 696 a la ciudad de Rávena al declinar la tarde de un domingo. Esta villa, como saben todos, era a la sazón la residencia de los exarcas que dirigían los destinos de la parte de Italia sometida al poder de Bizancio. Gobernada por las instituciones municipales del Bajo-Imperio, estaba distribuida en escuelas para las milicias urbanas; pero una bárbara costumbre tenía allí lugar. Los días de fiesta, jóvenes y viejos, niños y mujeres, cualquiera que fuese su condición, salían de la ciudad y, divididos en bandos, se libraban a unas pedreas de que resultaban siempre heridos y muertos. Gozoso volvía Benjamín de un convento en que, gracias a los harapos de mendigo que se había colgado, recibiera abundantes provisiones; y dirigiéndose iba hacia su vehículo, cuando una desaforada gritería y una multitud de gente que avanzaba en precipitada fuga le dieron a comprender, compulsando fechas y según lo que en Agnelli había leído, que atravesaba aquel histórico momento en que los de la puerta Tiguriana, vencedores de los de la poterna de Sommovico, los persiguieron hasta dar cuenta de la mitad del opuesto campo. --Esto no reza conmigo --dijo para su capote el viajero, y se echó a correr a campo traviesa; pero los guijarros llovían con tal profusión que a fin de acelerar su marcha no titubeó en apoderarse de un burro lombardo que pacía en una pradera y cuyos lomos oprimiendo sacó al escape. Desgraciadamente una piedra salida de una honda tiguriana hirió con tan mala suerte a su cabalgadura que, dándole de lleno en un corvejón, le rebanó la pata por entero sin que al reponerse de la caída pudiera el jinete dar con el miembro mutilado que deseaba conservar como recuerdo de aquel drama cuyo fin, según diremos de paso, fue el siguiente: Vencidos los de la poterna simularon una reconciliación; e invitando a un festín a los de la escuela Tiguriana, los degollaron a todos arrojando sus cadáveres en las cloacas. Los traidores fueron ahorcados, sus muebles consumidos por el fuego; y, allanadas sus viviendas, el área en que se alzaban fue conocida en adelante con el nombre del _barrio de los asesinos_. Restituido milagrosamente Benjamín al Anacronópete, compartió su pitanza con Clara y con Juanita que desde la desaparición del ejército no salían de su cuarto en el que la aflicción las tenía relegadas; propinó algunas yerbas saludables que había cogido para don Sindulfo y emprendió su marcha hacia el celeste imperio. Pero al abrir su armario para hacer unas apuntaciones en el diario de bordo ¿qué creerán mis lectores que encontró dentro? Pues nada menos que la pata del burro hirsuta y sanguinolenta ocupando en el casilicio el lugar del famoso hueso que el desgraciado comprara en Madrid a peso de oro tomándolo por una canilla de hombre fósil descubierta en las inmediaciones de Chartres. Por fin sonó el año 220 en el cuadrante del tiempo relativo y, haciendo alto el coloso en los arrabales de Ho-nan, la esperanza de hacerse dueño del secreto de la inmortalidad borró el desengaño antropológico de que jamás hizo mención Benjamín a sus compañeros de viaje. Repuesto ya don Sindulfo de su acceso, aunque con la razón no muy conforme, como se verá por el curso de los acontecimientos, y entregadas las muchachas a esa obediencia pasiva que es la indiferencia del dolor, dispusiéronse todos a penetrar en la corte de Hien-ti, no sin que previamente cohonestara el políglota la desaparición de las francesas con una insurrección a bordo que le había puesto en el caso de desembarcarlas según sus deseos. Nadie le hizo observación alguna sobre el particular. Clara y Juanita sentían el corazón muy lacerado para ocuparse de otra cosa que de su desgracia, y el sabio por su parte, silencioso como un marmolillo, solo tenía puesta su imaginación en su proyecto, que era desembarcar en una época de oscurantismo y de autocracia donde la arbitrariedad de las leyes le permitiera obligar a su pupila a llamarse su esposa. La ciudad estaba desierta. La primera emperatriz había fallecido la noche antes, y el luto nacional, según el edicto del emperador, prohibía a todo hijo del celeste Imperio salir de sus viviendas ni abrir puertas ni ventanas en el transcurso de cuarenta y ocho horas. Llegados los viajeros a los muros de Ho-nan e interrogados por el jefe de la guardia acerca de sus designios, Benjamín, que era el intérprete de la expedición, le expuso sus deseos de ser recibidos en audiencia por el emperador Hien-ti. El traje de los excursionistas, los rasgos fisonómicos de la raza europea, la vigilancia que se le tenía prescrita y la sospecha de que los anacronóbatas pudieran ser sectarios de los _Tao-sse_, tan perseguidos a la sazón por el partido de los letrados dueños del poder, hicieron parar mientes al oficial, y creyendo servir con ello la causa de su monarca, dispuso que, escoltados por su gente y con los ojos vendados, fueran conducidos a la presencia del emperador. Obtenida la venia del monarca, los viajeros, no sin gran susto aunque tranquilizados por la erudición de Benjamín que se esforzaba en persuadirles de que en la conducta del jefe de guardia no había malevolencia sino cumplimiento del ritual observado en la corte china, se encontraron delante de Hien-ti. Era este soberano un hombre corrompido, de condición viciosa, en quien la sed de placeres no bastaba a saciar el insultante lujo de que se rodeaba a costa de sus abyectos vasallos. El palacio o _yamen_ que habitaba y del que tomó copia el príncipe _Tchao_ para construir el suyo en _Yé_ un siglo más tarde, era de una suntuosidad indescriptible. En sus muros no se veía sino mármol y en sus techos resbalaban los rayos del sol sobre la tersa superficie de los barnices y las lacas. Las campanillas que colgaban de los cornisamentos eran de oro; de plata las columnas que sostenían el entablamento, y toda suerte de piedras preciosas esmaltaban los cortinajes que cubrían las puertas. Las más hermosas mujeres, así de la clase mandarina como de la plebe, lo habitaban con más de diez mil personas que entre astrólogos y artistas formaban el séquito del emperador. Mil doncellas montadas en corceles ricamente enjaezados le servían de guardia y le acompañaban en sus excursiones, cuando no se hacía llevar en un ligero carruaje tirado por corderos adiestrados que se paraban allí donde una de las cinco mil actrices destinadas a la voluptuosidad de Hien-ti, ofrecía a los rumiantes pastos frescos para detener su carrera y lograr la insigne honra de que el monarca se reposase en sus brazos. Apenas los viajeros se presentaron en la estancia en que los aguardaba Hien-ti, este no pudo reprimir un movimiento de sorpresa, arrancado por la hermosura de Clara. Dominándose no obstante por el decoro que le imponía su condición de viudo, contentóse con cruzar una mirada de inteligencia con su primer ministro Tsao-pi; quien a su vez, y tal vez por adulación hacia su amo, hizo un gesto significativo contemplando a Juanita como quien dice: «Pues esta otra tampoco me parece a mí costal de paja.» Nos llevaría tan lejos la descripción del ceremonial empleado en la entrevista y el extraño estilo usado por los interlocutores que, para dar una idea de ambos, haremos un resumen de lo que el historiador Cantú y otros sinólogos cuentan sobre el particular; advirtiendo de paso que estos usos siguen practicándose hoy en China casi en absoluto, pues sabido es que el estacionamiento constituye la base de su carácter. «La cortesía artificial de los chinos --dicen los que de relatar estas ceremonias se han ocupado-- se manifiesta en todos sus actos, en sus visitas sujetas a reglamentación, en el modo de colocarse en ellas según la categoría, en su manera de andar y en sus interminables cumplimientos. Jamás emplean el _yo_ personal en la conversación; dicen, sí, _vuestro criado_; o si el rango lo exige, _vuestro indigno y humilde esclavo_. No dirigen la palabra a nadie sin tratarle de _muy noble señor_. Su país es _vil, miserable y abyecto_, lo mismo que sus presentes por suntuosos que los hagan; al paso que cuanto pertenece al _señor_ a quien hablan es _digno de la consideración más elevada_. En sus visitas todo esta prescrito por el código de la etiqueta, que tiene fuerza de ley, y el que descuidase la menor de sus prescripciones inferiría al otro un insulto, quedaría deshonrado y hasta se haría acreedor a un castigo. Los embajadores europeos quedaban antes sometidos a cuarenta días de aprendizaje y eran examinados por el tribunal de los ritos; transcurridos los cuales, si cometían algún yerro ante el emperador, eran responsables de él sus institutores.» «Cuéntase que un duque de Moscovia rogó al emperador en sus credenciales que dispensara a su enviado si, falto de práctica, caía en alguna falta venial; y que el Hijo del cielo dando sus pasaportes al plenipotenciario, contestó en estos términos al soberano moscovita: _Legatus tuus multa fecit rústice._» «Pero no es solamente en la corte donde se procede así; todo chino que desea hacer una visita a otro, sea letrado o mercader, hace presentar por el criado que le precede una tarjeta (_tie tsée_) con su nombre y sus cumplidos, en la que se lee por ejemplo: _El amigo tierno y sincero de su señoría, o el discípulo perpetuo de su doctrina se presenta para hacerle su reverencia hasta el suelo._ »Si el visitado le recibe, la silla o litera entra a través de los patios hasta la sala de recepción. Llegado a ella el ceremonial marca uno por uno los saludos que deben hacerse, las conversiones a derecha y a izquierda, las cabezadas, la súplica de pasar el primero y el no aceptarlo, la reverencia que el amo de la casa tributa al sitial destinado al huésped que este no ocupa sin que aquel le limpie antes el polvo con sus vestidos. Siéntanse por fin con la cabeza cubierta, pues lo contrario sería irreverente, y empieza la conversación cuidando mucho de llamarse viejos, refinamiento exquisito de amabilidad y buena educación. En seguida se sirve el té para el cual hay también su manera de ofrecerlo, de aceptarlo, de llevárselo a la boca y de devolvérselo al criado. Al despedirse, media hora bien contada se pierde en palabrería vana de la que tienen a provisión un buen repuesto. Si uno dice una galantería, _fei-sin_ responde el otro, es decir: _Prodiga usted su corazón._ El menor servicio le vale a uno un _Sie-putsin_. (_Mi gratitud no puede tener fin._) Favor pedido va siempre acompañado del indispensable _te-tsui_ (_¡Qué gran pecado tomarme tamaña libertad!_) La alabanza no se recibe sin protestar _Ki can_. (_¿Cómo poder creerlo?_) Y el postre de toda comida es esta frase del anfitrión: _Yeu-mau, tai-man_. (_Mal te hemos recibido, mal te hemos tratado._)» «El amo de la casa sale a la puerta para ver subir en la silla a su amigo. Este asegura que no lo hará nunca en su noble presencia: y después de un cange de instancias y de negativas, aquel se retira y el otro se mete en la litera; pero aún no se ha sentado cuando el primero llega a la carrera para desearle feliz viaje. El huésped le devuelve sus saludos, insiste en no marcharse sin que el amigo se retire, y aunque el amigo dice que allí permanecerá clavado hasta perderle de vista, el buen tono aconseja que al cabo sea él quien después de muchas dificultades ceda y se aleje. Parte el huésped, y apenas ha dado unos pasos, cuando el que lo recibió sale a la puerta para darle el adiós último al que el otro responde por gestos sacando la cabeza por la ventanilla; hasta que al fin logra llegar a su casa, y a los dos minutos un criado del anfitrión viene a enterarse de su salud de parte de su amo, a darle las gracias por su visita y a hacer votos para que se repita en breve.» Enterados de estas minuciosidades, demos cuenta en nuestro estilo usual de la interesante entrevista que los cuatro viajeros tuvieron con el emperador Hien-ti y con su primer _calado_, en el palacio de la corte de Ho-nan. [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO XIII La Europa del siglo XIX ante la China del siglo III El espectáculo de tantas maravillas acumuladas no pudo menos de sacar de su estupor a Clara y a Juanita; especialmente a la última que, si bien no logró reconquistar su buen humor, empezó a hacer uso de la palabra. --Oiga usted --preguntó dirigiéndose a su amo--. ¿Pues no dicen que los chinos llevan coleta? ¿Cómo es que estos son rabones? --Porque los celestiales --le contestó don Sindulfo-- conservaron su integridad capilar hasta el siglo XVII en que, vencidos por los tártaros manchures, estos les obligaron a dejarse crecer en la cabeza un _como rabo de perro_ en señal de esclavitud. --Me lo estudiaré --dijo gravemente la de Pinto, sentándose a una indicación del calado. Terminado el ritual de las salutaciones, el emperador interrogó a los viajeros acerca de su origen y del objeto que los conducía a su presencia; a lo que Benjamín respondió que eran habitantes de la región occidental; que vivían en una época mil seiscientos años posterior a la suya, y que, poseedores del secreto de retrogradar en los siglos, acudían a Ho-nan para inquirir el principio de la inmortalidad predicado por los _Tao-sse_ y poder, perfeccionándolo, abrir al hombre las puertas del porvenir como ya le tenían abiertas las del pasado. Hien-ti cruzó con su valido una mirada de inteligencia. Para ellos era indudable que los excursionistas pertenecían a la secta derrotada de los embaucadores que con tan inverosímiles relatos trataban sin duda de alucinar a la corte y al pueblo, para renovar las luchas de los _gorros amarillos_. Su sentencia de muerte estaba tácitamente dictada desde aquel instante, si bien el arrobamiento con que contemplaba las facciones de ambas doncellas parecía presagiar en su favor una conmutación de la pena capital. --¿Y qué pruebas podéis aducir que nos den testimonio de vuestra veracidad? --adujo el monarca a fin de conocer los subterfugios de que los impostores pensaban servirse para cohonestar sus afirmaciones. --Señor --repuso Benjamín--. Tarea fácil ha de sernos la de convencer a V. M. con solo presentarle alguna pequeña muestra de los progresos operados por la civilización en los dieciséis siglos que nos separan, y de que tan buen uso puede hacer el imperio, ya apropiándose los realizados en otras naciones, o ya anteponiéndose en su descubrimiento a los que, en centurias muy posteriores a la que atravesamos, llevó a cabo la China. --En efecto --dijo Hien-ti con una sonrisa de incredulidad--. Si la cosa es como aseguras, bien merece tomarse en cuenta. Haznos admirar esas maravillas de la civilización. Benjamín no se hizo repetir la orden; y, echando mano a un saquito de noche que a prevención llevaba provisto de multitud de zarandajas, empezó a vaciarlo con el orgullo de un hijo del siglo XIX que, engreído con las conquistas de su época, cree poder burlarse impunemente de sus antecesores, a quienes, después de todo, debe la base de unos conocimientos que él no ha hecho las más veces sino perfeccionar. --Aquí tenéis --dijo exhibiéndolo con paternal solicitud-- un vaso de bronce, imitación del ánfora griega. Sustancia fusible desconocida en vuestro imperio, cuyas aplicaciones os será grato saber. --Poco a poco --replicó el emperador cortándole el discurso y llevando a Benjamín a una puerta, ante cuyas antas se erguían dos colosales jarrones del mismo metal. --¡Cómo! --preguntó el políglota aturdido--. ¿No solo tenéis idea de la fusión sino que sabéis aplicarla a trabajos artísticos monumentales? Hien-ti no pudo reprimir una carcajada; y poniendo el dedo sobre unos caracteres chinos que por los adornos corrían: --Lee aquí --añadió. El atribulado viajero dio un paso atrás, producido por el asombro, al ver sobre el cuello del vaso esta máxima: _A fin de mejorar tu condición purifícate cada día_; lema perteneciente a todos los enseres del uso del emperador _Chang_ fundador de la segunda dinastía, y de cuya autenticidad no dejaba duda el sello de su reinado que campeaba en el centro. --Señores --gritó Benjamín dirigiéndose a los suyos--. Estos jarrones han sido fundidos en el año 1766 antes de la era cristiana. --De modo --interpuso el tutor-- que según nuestra cuenta, tienen de existencia casi treinta y seis siglos y medio. Mordiéndose los labios por despecho arqueológico estaba aún Benjamín, cuando descubriendo, a través de la pedrería que lo ocultaba, el fondo del cortinaje: --¿Qué es esto? ¿También os es familiar el arte de tejer la seda? --Tu ignorancia me asusta --le contestó el calado--. ¿No sabes que ese descubrimiento tuvo lugar en el año sesenta y uno del reinado de _Hoang-ti_, época en que dan principio para los letrados los tiempos históricos de la China y el ciclo de sesenta años divididos estos en 365 días y 6 horas, base de nuestro cómputo? --Y apuesto --dijo Juanita al oír la traducción-- que ese don _Juan Tic_ era ya viejo en tiempo de Jesucristo. --Como que floreció 2698 años antes --replicó don Sindulfo. --Lo que yo decía; contemporáneo de usted. --Pase por el bronce y vaya en gracia la seda --insistió Benjamín, que no se acomodaba a ser vencido en el certamen--. Pero a fe que esto no sabrá V. M. para lo que sirve. Y desdoblando un papel presentó al emperador una brújula. Hien-ti se sonrió con el ministro; y, conduciendo al políglota a una ventana que sobre el río caía, --¿Ves esos barcos? --le preguntó. --¡Con casco de hierro! --exclamó el interpelado atónito, pudiendo distinguir las planchas del forro a través de la luz crepuscular. --Sí; hace ya seiscientos años que no nos servimos de los buques de madera; y más de doce siglos que hacemos uso en ellos de ese aparato que tú nos presentas como una maravilla y cuya invención sabe el cielo a quién pertenece. Absortos estaban los dos sabios sin acertar a darse la explicación de lo que veían, cuando un confuso tropel de gente que, gritando para abrirse camino, precedía a unos carromatos de extraña forma, les sacó de su atolondramiento. --¿Qué ocurre? --inquirió don Sindulfo. --Nada importante --repuso Tsao-pi--. Algún incendio. Eso son las bombas que van a sofocarlo. --¡Las bombas! --prorrumpieron todos. --Que le echen a usted un roción --dijo la de Pinto a su amo-- a ver si le calman a usted esos ardores de la juventud. --Pero esa invención --añadió Benjamín oponiéndose aún a la evidencia-- como la de los pozos artesianos, la porcelana, los puentes colgantes, los naipes y el papel moneda, no datan en China, según nuestros historiógrafos, sino de los siglos octavo al trece, y estamos a principios del tercero. Pues si bien es cierto que el sabio sinólogo Estanislao Julien comunicó en 1847 a la academia de ciencias de París la fecha de ciertos descubrimientos de los chinos, las épocas que cita parecen tan fabulosas que el orgullo europeo se resiste a aceptarlas. --¿Y qué dice de nosotros ese buen señor? --Supone que en el siglo X de nuestra era ya poseíais el grabado y la litografía. El emperador por toda respuesta le enseñó su retrato y el de su difunta, que, hechos por ambos procedimientos, pendían de los muros con siete siglos de antelación a la hipótesis de Julien. --¿Y qué más refiere? --añadió Hien-ti. El políglota, bajando la voz, repuso: --Que en el siglo XI erais dueños de la maravillosa invención de Gutenberg. Y así diciendo le alargó un periódico al monarca, explicándole al propio tiempo la misión que venía a llenar la prensa periódica. --¡Ah! Sí. Mi predecesor trató de permitir la publicación de una gaceta con el fin de que todos sus vasallos pudieran convertirse en censores de los abusos del poder; pero en vez de utilizarla ellos como instrumento de censura, la convirtieron en palenque de diatribas e insultos, y fue preciso derogar la autorización y limitar el permiso de imprimir a la publicación de nuestros libros sagrados. E hizo ver a los viajeros un ejemplar de los apotegmas de Confucio que, ricamente encuadernado, yacía sobre un velador. Los dos sabios se abalanzaron a él con hidrofobia bibliómana; pero las sombras de la noche eran ya tan espesas que no lo hubieran podido examinar si Tsao-pi, dando la orden de encender las luces, no hubiera mandado entrar a unos esclavos que con unas esponjas, empapadas en cierta substancia inflamable, llenaron de claridad el recinto con solo aplicar la llama a unos mecheros salientes en el muro. --¡Gas! --fue el grito unánime. --Sí, gas --dijo tranquilamente el emperador. --¿Pero de dónde lo extraen? --Del seno de la tierra; de las materias fecales, cuyas emanaciones conducimos a donde queremos merced a unos tubos subterráneos. --Eso también lo dice Julien; pero se lo atribuye al siglo VIII. No os admire, señor, nuestra extrañeza; pues aunque teníamos vagos indicios de vuestros adelantos, son estos tales y tan en abierta contradicción con la decadencia y el atraso de la China del siglo XIX, que no nos atrevíamos a dar crédito a la civilización del pasado por el estacionamiento y hasta retroceso del presente. --Todas las naciones que alcanzan un gran desenvolvimiento, suelen ver desaparecer su grandeza, que utilizan otros estados nacientes --arguyó Hien-ti, no creyendo prudente, en razón de los planes que abrigaba, decir a los viajeros que eran unos impostores vulgares que querían hacer pasar por prodigios de supuestas edades futuras las nociones más rudimentarias de la ciencia practicada a la sazón. [Ilustración] --¿De modo que habrá que tomar por artículo de fe el aserto de Julien que, con la tinta y el papel de trapo, coloca la pólvora entre los descubrimientos del siglo segundo, anterior a Jesucristo? --¿La pólvora? --Sí. Esa composición de setenta y cinco partes de sal de nitro con quince y media de carbón y nueve y media de azufre, atribuida en la Edad media al monje alemán Schwartz, y que el sinólogo en cuestión cree que fue introducida en Europa, de la China, donde el nitrato de potasa lo da ya preparado la naturaleza. --Como no te refieras a los cañones, no sé qué quieres decir. A ver si es esto. Y tomando el emperador de una panoplia una flecha embadurnada de un polvo negro (que no era otra cosa sino pólvora), a cuyo extremo inferior había un cohete amarrado, prendió fuego a la corta mecha que de este pendía, apoyó el rehilete en la cuerda del arco y disparándolo por la ventana se incendió en el espacio como una lengua de fuego, acrecentando su marcha con la nueva fuerza impulsiva que le prestaba la explosión del petardo en la atmósfera. El monje alemán quedó relegado desde aquel momento a la categoría de los seres fabulosos. --No dudo --prosiguió Hien-ti-- que todos estos procedimientos se perfeccionarán con la marcha de los siglos; pero ya veis que esencialmente no podéis enseñarnos nada nuevo; y la prueba es que venís a nuestros dominios en busca del secreto de la inmortalidad que se tiene por dogma entre los sectarios de los espíritus del celeste imperio. Pues bien; no quiero que vuestro viaje sea infructuoso. Yo os descubriré ese arcano con una condición. --¿Cuál? --Ayer he perdido a la emperatriz mi compañera; las leyes me autorizan a tomar nueva esposa transcurridas que sean las cuarenta y ocho horas del luto nacional. Mañana vence el plazo. Concededme que comparta el trono con esta linda joven. Y acompañando la acción a la frase puso entre las suyas la mano de Clara que, asustada, la retiró, pidiendo que la explicaran tan brusca acometida. La traducción que Benjamín les hizo de la exigencia del monarca sublevó a la pupila y exasperó a don Sindulfo, que en vano había puesto en las autoritarias leyes del imperio la esperanza de ser el esposo de su sobrina. --Dígale usted que no se ha hecho la miel para la boca del asno --argumentaba la maritornes. Y todos, menos el políglota, se disponían a protestar tumultuosamente, cuando la idea de poder perder la vida si se obstinaban en rehusar, sugirió a don Sindulfo un plan conciliador. --Finjamos ceder --dijo por lo bajo a los suyos--, y una vez restituidos al Anacronópete, a donde pediremos que se nos conduzca para disponer los trajes de ceremonia, nos ponemos en movimiento y que nos echen galgos. Las muchachas asintieron a la proposición; pero Benjamín se resistía porque la fuga le privaba del secreto de la inmortalidad tan codiciado. Sin embargo, no tardó en avenirse aparentemente, pues abrigaba el proyecto que más tarde se verá. [Ilustración] Entre tanto el emperador organizaba con su ministro la manera de desembarazarse de los embaucadores, en cuanto la autoridad del jefe de la familia (tan ineludible en China para el matrimonio) le concediese el honor a que aspiraba. El ritual chino prescribe que la novia quede en su casa hasta que la comitiva nupcial vaya en su busca para transportarla a la del marido. Determinóse, pues, que los viajeros volviesen a su morada de donde al día siguiente por la noche iría a sacarla el cortejo imperial. Despidiéronse todos de Hien-ti y de su ministro; y, acompañados de una guardia de honor, para custodiar exteriormente el Anacronópete, y de multitud de esclavos cargados de provisiones y presentes, se encaminaron los anacronóbatas al vehículo cuya puerta abrió Benjamín entrando en él el primero. En cuanto los servidores se hubieron retirado y los centinelas esparcido por los alrededores del coloso, a distancia respetuosa, don Sindulfo tocando el regulador y soltando una carcajada: --No dirán que no los engañamos como a chinos --exclamó. Pero de pronto quedóse pálido; el engañado era él. El aparato eléctrico no funcionaba. Estaban reducidos a prisión. [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO XIV Un huésped inesperado Triste, como la misma noche triste de Hernán Cortés en la víspera de la batalla de Otumba, fue la pasada a bordo del Anacronópete por los expedicionarios. Clara, la más digna de compasión sin duda, no hacía sino llorar y preguntarse, en su situación desesperada, qué delito había cometido para ser directa o indirectamente la víctima expiatoria de todos los caprichos del destino inexorable. El tutor protestaba de su buena fe en las circunstancias presentes, puesto que su plan al acceder había sido burlar los designios del emperador emprendiendo la fuga; pero sus buenos propósitos, que no encerraban más que una mira egoísta, se estrellaban contra una fuerza mayor que los reducía a la inmovilidad contra todas las previsiones de sus cálculos científicos. --Una solución de continuidad no es la causa de la paralización, puesto que las corrientes circulan sin impedimento; decía el sabio fundándose en las observaciones que él y su amigo habían hecho repetidas veces en el vehículo y sin sospechar que Benjamín pudiera hacerle traición. --Me juego la cabeza de usted --argüía Juana a su señor-- a que si llamamos a un herrero chino nos dice en seguida en qué consiste la atascadura del carro. ¡Vaya! Que han quedado ustedes lucidos delante de su majestad. Alumbre usted su inteligencia, hombre, ya que, según le ha probado a usted el emperador, lleva usted una fábrica de gas en su persona. Don Sindulfo miraba a su amigo en demanda de consejo; pero Benjamín permanecía mudo como todo el que tiene sobre su conciencia algún delito de que no se arrepiente y cuya responsabilidad procura eludir con el silencio. Y en efecto, la culpa de aquella situación era exclusivamente del políglota. Verdad es que él ignoraba los proyectos de Hien-ti sobre la parte masculina de la tripulación y confiaba en que un subterfugio cualquiera restituiría a Clara al Anacronópete a fin de escapar apenas terminase la ceremonia, pero la ciencia es tan egoísta que todo lo juzga _anima vili_ cuando se trata de un experimento; y la idea de perder el secreto de la inmortalidad, si abandonaban la China del siglo III, podía más en él que las contingencias a que, si se quedaban, exponía a sus compañeros de infortunio. Así es que entrando el primero en el Anacronópete, como hemos visto, colocó capciosamente una jícara de porcelana entre los conductores del fluido y el volante, con cuyo aislador perdida la corriente eléctrica, el aparato dejaba de funcionar. Cada vez que don Sindulfo, sin sospechar la asechanza de su correligionario, verificaba con él un reconocimiento, Benjamín, afectando oficiosidad, se adelantaba y escabullía el pocillo con un hábil escamoteo, volviéndolo a ingerir en cuanto el sabio, convencido de que no había ningún obstáculo, pasaba adelante para poner en actividad el mecanismo. Agotados todos los recursos técnicos se pensó seriamente en desertar; pero ni era posible realizarlo con éxito, toda vez que la guardia afecta a su servicio tenía la orden de no abandonar un instante a los viajeros sospechosos, ni aun suponiendo posible la evasión mejoraban su precaria suerte; pues advirtiendo su ausencia, poco habían de tardar en dar alcance a los fugitivos. Además existía otra razón poderosa para oponerse; y era que no podían abandonar el Anacronópete sin correr el riesgo de permanecer indefinidamente a más de mil seiscientos años de distancia de su edad; cosa que hubiera sonreído a don Sindulfo si las circunstancias locales le hubieran permitido realizar su desideratum de imponer a la pupila su conyugal yugo. Tomóse pues la resolución de esperar a que la Providencia les enviara con la luz del nuevo día algún rayo de esperanza, y rendidos por la fatiga se recostaron en sus lechos. La noche fue larga como de dolor: cada cuarto de hora el grito de los centinelas cortaba la monotonía del silencio interrumpido además a intervalos por unos golpes secos como los que da el martillo sobre el clavo. El ruido parecía subir de la cala y, temiendo alguna invasión de los celestiales, don Sindulfo y Benjamín bajaron a la bodega; pero aunque permanecieron allí más de quince minutos, no volvieron a oír los martillazos que no obstante se reprodujeron apenas restituidos a sus habitaciones. --Es por este otro lado sin duda --exclamó Benjamín. --Sí --interpuso el sabio--. Algún arco de triunfo que nos preparan. Y absortos en sus pensamientos quedáronse ambos aguardando la aurora que no tardó en venirlos a saludar con una sonrisa que parecía feliz augurio de esperanza. Pero el día, sin detenerse en su carrera, seguía su curso no solo desprovisto de todo medio de salvación, sino devorando en cada minuto una ilusión de los viajeros. Al anochecer espiraba el plazo de las cuarenta y ocho horas prescrito por la ley para el luto nacional, y acto continuo la nueva emperatriz debía dirigirse al _yamen_ a compartir el trono con el soberano. Desde muy temprano fue visitado el Anacronópete por la servidumbre de Hien-ti, que, con opíparos manjares, ricos presentes y trajes de boda, a la usanza china, para todos los expedicionarios, estaba presidida por _King-seng_, maestro de ceremonias de la corte y joven simpático, de gallarda apostura, a quien todos otorgaron una preferencia espontánea, no sé si por el sello de tristeza que llevaba en el semblante o por las atenciones que guardaba a los cautivos. Por fin al declinar la tarde llegaron las esclavas y los eunucos encargados de vestir y aderezar el tocado, así de la contrayente como de su séquito, lo que quería decir que la hora había sonado de abandonar toda esperanza. La desesperación, último baluarte del impotente, se apoderó de los expedicionarios. Clara y Juanita abrazadas en un rincón se resistían heroicamente a entregar sus cuerpos a aquel para ellas fúnebre atavío. Don Sindulfo con los ojos extraviados incitaba a su amigo a que protestase de aquella violencia en el idioma de Confucio, como él lo hacía en el más enérgico aragonés. Benjamín, sin arrepentirse de lo hecho, empezaba a experimentar cierta compasión por sus correligionarios; y todo era lamentos, confusión y desorden cuando el maestro de ceremonias, mandando salir del laboratorio a la servidumbre y tomando aparte a los viajeros: --Desgraciados --les dijo-- no temáis; yo os salvaré. Júzguese de la sorpresa y de la alegría de los cuatro ante las palabras de King-seng, cuya traducción les iba haciendo Benjamín. Clara le estrechaba las manos, don Sindulfo le daba gracias en latín por si las humanidades habían llegado hasta el celeste Imperio, y Juanita le largó un abrazo a la usanza de Pinto que casi lo derriba. --Silencio, imprudentes --prosiguió el ángel tutelar de los desahuciados--. Evitad que nos oigan. El emperador os ha tomado por _Tao-sse_ venidos a Ho-nan para renovar las luchas de los gorros amarillos y se propone exterminaros apenas verificada la ceremonia nupcial. Esta boda no la lleva a cabo más que para saciar un grosero apetito, toda vez que una ley reciente le prohíbe aumentar el número de sus concubinas. --¡Qué horror! --balbucearon los reos. --Sí; pero aquí estoy yo que lo sé todo. --¿Cómo? --inquirieron los circunstantes estrechando el grupo. --Hace como diez lunas que llegó de Occidente un hombre fugitivo. Oculto en Ho-nan encontró medio de ponerse en contacto con la emperatriz _Sun-ché_, la esposa mártir del opresor. Lo que le dijo lo ignoro; pero la augusta señora, que me honraba con sus confidencias, me dio a comprender que aquel hombre era el que en sus apotegmas dice Confucio que traería de Occidente la revelación de su doctrina y que, en efecto, le había ofrecido la inmortalidad. --¡La inmortalidad! --repitieron todos escuchando con interés creciente un relato que justificaba la monomanía de Benjamín. --Sí --prosiguió King-seng--; para ella y para los suyos. La emperatriz me encargó de crear prosélitos y ordenó al misterioso personaje que hiciese venir de sus apartadas regiones algunas familias que alimentaran y propagasen sus luces. Vosotros sois sin duda los primeros en acudir al llamamiento y yo os brindo con mi protección. La oferta tenía demasiada importancia para que nadie se atreviera a destruir la suposición del maestro de ceremonias; así es que viendo en ello su salvación, se convinieron en seguirle la corriente, y sobre todo el políglota que tocaba la meta de sus aspiraciones. --¿Y ese occidental dónde encontrarle? --preguntó Benjamín. --La desgracia os persigue --adujo King-seng--. Ha muerto. --¡Muerto! --exclamaron todos fingiendo una profunda aflicción. --Pero vosotros proseguiréis su obra. Hace dos días el emperador, que ya miraba a su esposa con malos ojos por creerla sectaria de los _Tao-sse_, sorprendió al extranjero en conferencia con la emperatriz; y al oír que la brindaba con la inmortalidad, acabó por convencerse de que ambos pertenecían a la secta de los embaucadores. Tsao-pi, su primer ministro y jefe del partido de los letrados, pidió venganza; y, mientras el occidental era aserrado en la plaza de las ejecuciones, anunciábase al pueblo, para el que es un arcano cuanto en palacio ocurre, que Sun-ché había sucumbido repentinamente; pero la infeliz había sido enterrada viva en las mazmorras del yamen por orden de su despiadado esposo. --¡Qué inhumanidad! --arguyeron los oyentes a excepción de Benjamín que parecía absorto en profundas reflexiones. --La indignación ha dado un grito en el pecho de todos los parciales de la emperatriz, que aún es posible que exista, porque ese género de muerte es lento. Pero animada o cadáver la sacaremos de su tumba, para lo cual, mis secuaces reunidos, harán que estalle la rebelión mientras se celebre el banquete nupcial. Vosotros desechad todo temor; yo me encargo de protegeros con mis tropas; pero disponeos al ceremonial secundando así mis planes, pues la menor sospecha puede perdernos. Confiad en la gente que he traído para vuestro servicio. Me obedecen con absoluta abnegación. Andad, que la hora avanza. La idea de una lucha con resultados desconocidos no era en verdad halagüeña para gentes pacíficas, ajenas a los intereses del imperio; pero su situación particular se presentaba tan erizada de peligros insuperables, que no titubearon en decidirse por el término del dilema que les ofrecía alguna probabilidad de éxito. Llamada la servidumbre dejáronse ataviar con todo el esplendor debido a su rango, y aun sazonada estuvo la tarea con algunos chistes, pues no hay que olvidar que eran españoles los que corrían tamañas contingencias. Concluido el tocado, un ruido infernal de tamboriles, címbalos y el obligado _gong_ o campana china, además de multitud de linternas de caprichosa estructura que por los abiertos discos divisaron, les anunció que la comitiva imperial llegaba a las puertas del Anacronópete, donde se detuvo, pues el ritual prescribe que no se invada el domicilio de la virgen. --Adelante --exclamó King-seng tomando de la mano a Clara para conducirla a la litera en nombre del emperador. --¡Adelante! --gritaron todos poseídos del entusiasmo que infunde la esperanza. Y atravesando estaban la bodega para ganar el portón, cuando unos golpes secos y repetidos obligaron al séquito a pararse en medio de la estancia. --¿Qué es ello? --preguntó el maestro. --¿No habéis oído? --repuso Benjamín. --Sí. Parece que alguien llama. Y como todos prestasen atención, los golpes se reprodujeron con mayor insistencia. --¿No advertís? --hizo notar Clara--. Resuenan por este lado. --En la caja --añadió Juanita consultando con los ojos al anticuario. --¡Cómo! ¿En la de la momia? --balbuceó don Sindulfo tan asombrado como sus compañeros. En esto, Benjamín que había permanecido en la actitud de la meditación: [Ilustración] --Sí; eso es --articuló, dándose un golpe en la frente. --¿El qué? --prorrumpieron todos en coro. --Que retrogradando hemos llegado al período en que la emperatriz aún vivía, si bien enterrada, y mi momia no es sino la desgraciada consorte del emperador Hien-ti. Y dirigiéndose estaba ya al sarcófago, cuando un nuevo golpe más formidable que los otros hizo saltar los goznes de la caja, y una hermosa mujer en toda la lozanía de la juventud salió de aquel lecho de muerte. --¡Sun-ché! --gritaron todos los chinos reconociéndola y prosternándose ante la maravillosa aparición. --¡La emperatriz! --repitieron los atónitos expedicionarios. Juanita no decía nada; pero en conciencia empezaba a sospechar que los sabios no eran tan estúpidos como ella se figuraba. [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO XV La resurrección de los muertos antes del Juicio final Venganza! --fue la primera frase que articuló la emperatriz al verse rodeada de los suyos. --¡Venganza! --repitieron sus parciales aclamando a Sun-ché. --Dejad --prosiguió la egregia dama-- que bese las rodillas de la criatura que ha velado por mi existencia. Y sus ojos arrasados de lágrimas se posaron con gratitud en King-seng. --No es mía desgraciadamente la honra de haber salvado vuestros preciosos días --replicó el maestro de ceremonias que, no explicándose de otro modo la presencia de la emperatriz en el Anacronópete, supuso desde luego que sus tripulantes, más felices que él, habían logrado con astucia sacar de las mazmorras a la víctima inocente de Hien-ti. Los viajeros, aunque sabían que la momia encerrada en un sarcófago de alcanfor de época harto remota para poder resistir victoriosamente la acción retrógrada del tiempo, debía su resurrección a la circunstancia de no estar sometida a la inalterabilidad, dejaron al mandarín en su creencia, tanto por lo que tenía de racional, cuanto por lo que favorecía sus planes. --¡Cómo! ¿Son estos? --adujo la emperatriz al enterarse de la situación y besando con transportes de gozo a Clara y a Juanita; con gran contentamiento de la última que por primera vez se veía objeto de las caricias de una soberana. --Sí; estos son los que han roto vuestras cadenas. Desgraciadamente llegaron tarde para librar de la muerte al occidental su hermano, que como no ignoráis os precedió en el suplicio. --¡Pobre mártir! --articuló Sun-ché tributando un triste recuerdo al que fue su mejor amigo. Pero de pronto, levantando sus hermosas pupilas negras y fijándolas en don Sindulfo y en Benjamín que, con fruición arqueológica, saboreaban aquel triunfo de la ciencia, --Es extraño --repuso--. Yo os he visto antes de ahora. Vuestras facciones despiertan en mí un recuerdo vago y confuso que no acierto a precisar. --¡Ca! No lo crea Usía --interrumpió Juana--. Si estos moscones no se separan de nuestro lado. Son dos granos malignos que nos han salido a la señorita y a mí. El políglota, buscando la lógica de tamaño fenómeno, supuso, y así se lo comunicó a su amigo, que la momia al volver a la vida los había visto en la bodega a través de algún resquicio de la caja; pero que, expuesta a síncopes frecuentes antes de entrar en la plenitud de la existencia, había perdido la noción del tiempo en sus alternativas de insensibilidad, atribuyendo así a épocas remotas sucesos recientes. Error craso, como se probará en el curso de esta inverosímil historia. --¿Pero qué significa esta música? ¿Qué anuncian estos aprestos de fiesta? --preguntó Sun-ché al oír unos golpes de gong con los que se daba a entender a la comitiva que la hora avanzaba y que la paciencia del emperador tocaba a su término. Entonces King-seng narró lo ocurrido y puso al corriente a su soberana de cómo Hien-ti, pretextando al pueblo su muerte por accidente natural, se disponía a celebrar segundas nupcias con la extranjera a cuyos parientes había ofrecido, en cambio del consentimiento, el secreto de la inmortalidad. --Miente el infame --exclamó con voz de trueno la emperatriz--. Lo que medita es vuestro exterminio; pero no lo conseguirá. Y por un instintivo movimiento se abrazó a don Sindulfo como para defenderle de toda asechanza. --No hay más; la ha flechado --dijo Juana a su señorita--. A ver si así la deja a usted de mortificar ese sinapismo. --No lo conseguirá --replicó el maestro de ceremonias--; porque presintiendo que aún no habíais exhalado el postrer suspiro, vuestros parciales solo aguardan a que dé principio la ceremonia para provocar la rebelión. --Pues bien, marchemos; yo os guiaré al combate. --Poco a poco --objetó Benjamín, a quien el bélico entusiasmo de la augusta señora cercenaba las probabilidades de éxito si, vencidos en la refriega, no podía hacerse dueño del talismán que tanto ambicionaba--. La prudencia dicta meditar bien el caso antes de abandonarse a una aventura peligrosa. --Sí --adujo King-seng--. Vuestra egregia persona no debe exponerse. Todo está ya previsto para caer oportunamente sobre el tirano cuando menos lo presuma. No por anticipar el triunfo lo convirtamos en derrota. --Esperemos a que nos libre el arcano de la inmortalidad. --¿La inmortalidad? --inquirió con cierto orgullo la emperatriz--. ¿Y qué sabe él de ella? Os ha mentido. Yo sola poseo las pruebas que me dio el occidental y que he sabido sustraer a las requisas de Hien-ti ocultándolas en lo más recóndito del palacio. --Con doble motivo debéis proceder con cautela si vuestro objeto es recuperarlas; pues no imagino que queráis dejar ignorada tan preciosa conquista. --¡Oh! No. Decís bien. Es preciso aclarar ese enigma cuya solución parece hallarse en Occidente. --¡Cómo! --interrogaron todos. --No es este el momento de las explicaciones --continuó Sun-ché--. La noche avanza y el tirano debe estar impaciente. Seguid a la comitiva; fingid doblegaros a los proyectos del emperador. Yo os precedo a palacio para hacerme con las pruebas; y en cuanto la ceremonia comience en el patio del Dragón, me presento a mis secuaces; tras breve lucha os apoderáis de Hien-ti y, libertando al pueblo de un opresor, yo os indicaré quién debe compartir conmigo el trono de Fo-hi. Y así hablando, lanzó una mirada a don Sindulfo que heló a este la sangre en las venas, y le valió el que su criada le dijese al oído: --La suerte no es para el que la busca sino para el que la encuentra. ¡Viva don Pichichi primero! ¡Valiente rey de bastos va usted a hacer! Todos iban a prorrumpir en una aclamación; pero Sun-ché imponiéndoles silencio, vistióse, para no ser reconocida, las túnicas de una esclava; y seguida de dos eunucos de su confianza absoluta, salió del Anacronópete. King-seng llevando de la mano a Clara la condujo al palanquín; y cerrado este con llave, la música hirió el espacio y el cortejo nupcial tomó lentamente, entre la apiñada multitud, el camino del _yamen_. Catorce patios había que atravesar para dirigirse a las habitaciones imperiales, siendo el llamado de honor el inmediato al cuerpo del edificio. En el centro se hallaba el dragón sagrado, monstruo fundido en bronce con las fauces abiertas rasantes al suelo y la cola enroscada perdida en las alturas. Limitaban el área innumerables kioskos que servían de tribuna en las grandes solemnidades para los mandarines y dignatarios de alto rango y que formaban, por decirlo así, escolta al templete imperial al que solo el monarca, su familia y su primer ministro podían tener acceso. Todas estas fábricas, como el _yamen_ que abierto a cuatro vientos se erguía en el fondo sobre una suntuosa escalinata de mármol con adornos de jade sanguíneo, estaban profusamente iluminadas con miles de linternas de múltiples formas y dimensiones: ya un tulipán y una rosa robaban sus colores a la naturaleza, ya un enorme globo a través de sus paredes hechas de arroz con toda la transparencia del cristal, lucía figuras de movimiento. Junto a un pez de luz que agitaba sus natatorias y coleaba, veíanse dos gallos que libraban entre sí descomunal combate. Ora eran dos medias sandías las que luciendo su rojiza pulpa pendían de un arquitrabe, ora una langosta la que contrayendo y dilatando sus articulaciones coronaba el vértice de un frontón. Gomas odorantes se consumían en centenares de pebeteros; escudos de flores simulando mariposas e insectos alados embalsamaban el ambiente. La entrada estaba custodiada por los dioses porteros: dos gigantescas figuras de siniestra faz, de musculatura titánica y de una riqueza indumentaria solo comparable con su candor artístico. La guardia de doncellas rodeaba el templete del emperador; las demás fuerzas militares con sus arcos terciados y sus partesanas en reposo ocupaban el segundo término. La baja servidumbre del palacio invadía el graderío. --¿Estás seguro de lo que dices? --murmuró por lo bajo el monarca a Tsao-pi para evitar el ser oído por sus tres concubinas oficiales que detrás de él tomaban asiento. [Ilustración: --¡Sun-ché! --exclamó toda la corte] --No tardaréis en convenceros ante la evidencia. La rebelión debe estallar esta misma noche en el _yamen_; pero será sofocada, yo os lo juro. Los rebeldes me son conocidos y mis precauciones están tomadas. --¿De modo que esos impostores eran realmente sectarios de los gorros amarillos? --Y parciales de la emperatriz. Aquí llegaban en su diálogo cuando la comitiva nupcial empezó a trasponer con solemne paso el patio de honor, y a la voz de alerta cada cual se aprestó a llenar su cometido. Linternas y banderolas componían el fondo de esta procesión terminada por el palanquín de la desposada, a cuya puerta caminaba de vigía el maestro de ceremonias delegado por el augusto consorte para la presentación. Don Sindulfo, Benjamín y Juana hacían uso de su derecho de rodear la litera como miembros de la familia. Los cortesanos y la servidumbre venían detrás. Fuerzas de caballería cerraban la marcha. Depuesta la preciosa carga en mitad del patio, previas las rituales genuflexiones, King-seng entregó la llave del palanquín al monarca que, saliendo al encuentro de su futura, la condujo al templete. Acto continuo el jefe de los letrados leyó los preceptos de Confucio sobre los deberes que contrae la mujer para con el marido; y a felicitar a Hien-ti comenzaba en nombre de la academia cuando una melancólica canción de ritmo particular hizo volver la cabeza a los circunstantes que, atónitos, vieron aparecer a la emperatriz por entre las abiertas fauces del dragón sagrado. --_¡Sun-ché!_ --exclamó toda la corte presa de sentimientos distintos. --¡Traición! --gritó Hien-ti ante la resurrección de su víctima. Pero la extrañeza de los celestiales al recuperar a su soberana era juego de niños ante la que experimentó Juanita al sentirse cogida de los brazos como con tenazas por don Sindulfo y Benjamín que, con los ojos fuera de las órbitas y el pelo de punta balbuceaban entre sacudidas nerviosas: --¡Mamerta!... --¡Mi mujer!... Juanita creyó que estaban locos; pero no; era en efecto que los sabios habían reconocido en las modulaciones de aquella cantinela el célebre e ininteligible estribillo con que, en vida, les destrozaba el tímpano constantemente la hija del banquero, la muda de los garbanzos, la esposa del inventor ahogada con su padre, como recordarán mis lectores, al tomar un baño en las playas de Biarritz. En vano buscaban en los rasgos fisonómicos de la emperatriz trazos que acusasen alguna afinidad con la difunta. Empezando por que hablaba, todo en ella era diametralmente opuesto; mas no obstante, aquella rara melodía ¿era posible que fuese calcada con tan asombrosa exactitud de pausas e inflexiones por otro ser humano nacido a más de tres mil leguas de distancia y a dieciséis siglos de separación del primitivo ejemplar? Los dos amigos no tuvieron tiempo de rectificar ni de ratificar sus impresiones, porque la impaciencia de los rebeldes desbordada por el entusiasmo, les hizo prorrumpir en un viva a Sun-ché; y antes de que los secuaces del emperador pudieran apercibirse al combate, volvieron contra ellos sus armas. Por desgracia para los generosos libertadores, la previsión de Tsao-pi había hecho frotar las cuerdas con una sustancia corrosiva; de modo que al tender los arcos aquellas se rompieron; y las flechas en vez de salir disparadas por la tensión cayeron a sus pies dejándolos inermes. --¡A ellos! --gritó el calado a los suyos; y sin respetar jerarquías ni condiciones, la emperatriz, los anacronóbatas y los insurrectos fueron ceñidos por estrechas ligaduras y sus gritos ahogados por mordazas de cuero. --¿Tenéis más cómplices? --preguntó el emperador a Clara, que con desesperados esfuerzos protestaba de su inocencia. --Advierte --añadió Hien-ti-- que mis bodas no han sido más que un pretexto para descubrir vuestros planes. Solo la delación puede salvarte la vida. Responde. [Ilustración] Clara hizo un gesto negativo. --¿Y bien? ¿Vuestras órdenes? --dijo Tsao-pi al tirano. --Cumple con tu deber --repuso este tras breve pausa--. Y para que mi pueblo vea que nada me hace retroceder ante la salud del estado, comienza el sacrificio por la emperatriz rebelde y por los encubiertos partidarios de los gorros amarillos. Y mientras obligaban a los reos a arrodillarse delante del dragón, un pelotón de arqueros destacándose de las fuerzas se aprestó espontáneamente a consumar la hecatombe. Apuntaron en efecto; pero al dar el emperador la voz de tirar, volvieron contra este sus armas y el feroz Hien-ti cayó sin vida en el suelo atravesado por las flechas y bañado en sangre. Sus soldados, poseídos de la superstición de que cuando el jefe muere, sus legiones no alcanzan jamás la victoria, emprendieron despavoridos la fuga sin que los esfuerzos de Tsao-pi los pudieran detener, y perseguidos por los defensores de Sun-ché que libertados de sus trabas por los arqueros corrieron a coronar su obra. Entretanto las inocentes víctimas restituidas a la existencia, se abrazaban entre sí, lloraban de emoción; y por señas, pues la voz no salía del pecho, daban gracias a sus salvadores. --¿A quién debemos la vida? --pudo por fin articular Clara. --¡Viva España! --gritaron diecisiete voces. Y los arqueros despojándose de sus vestiduras dejaron ver a los hijos de Marte en toda la plenitud de su desarrollo. --¡Ellos! --exclamaron sus compatriotas ante aquel espectáculo más fenomenal que los anteriores. --¡Tú! ¡Y de tamaño natural! --repetía Juanita sin cansarse de mirar a su Pendencia y midiéndole la caja del cuerpo con los brazos. --¡Pues qué! ¿Crees tú que a mí ze me encoge el corazón ante el peligro? Clara estuvo a punto de desmayarse de alegría; pero como las mujeres tienen el talento de la oportunidad, no perdió el sentido más que lo estrictamente necesario para tener que apoyarse en el hombro de Luis. Benjamín discurría sobre las causas del fenómeno, y don Sindulfo echaba espumarajos por la boca vociferando: --¿Cómo estáis aquí? --¡Toma! ¿Puz no viajamos juntoz? --Yo os lo explicaré --repuso la emperatriz--. Al dirigirme a palacio los vi rondando la poterna; conocí por sus trajes que eran de los vuestros; y ellos, comprendiendo por mis señas mis intenciones, se acomodaron a ejecutar mis planes que eran velar por vosotros. --Pero no es eso --gritaba el tutor cada vez más exaltado--. ¿En qué consiste que después de evaporarse en el camino reaparecen en China en toda su integridad? --No es este el momento de las explicaciones --adujo Benjamín, temiendo alguna nueva complicación--. ¿Traéis las pruebas de la inmortalidad? --Sí --repuso Sun-ché. --Pues lo que urge es ponernos en salvo. --¡Al Anacronópete! --propusieron todos. --¡Si no funciona! --¿Quién sabe? Allá veremos --objetó Benjamín, seguro de lo que anticipaba--; lo principal es parapetarnos en sitio seguro. Y la emperatriz, cobijándose en don Sindulfo: --Partamos --añadió--, que ya libres del monstruo, la que fue dueña de un imperio podrá abandonarse a la irresistible atracción que por ti siente y tendrá orgullo en llamarse tu esclava. No le faltaba al sabio más que aquella declaración a quemarropa para acabar de perder el juicio; y hubiera cometido alguna inconveniencia en el estado en que se hallaba su razón, si el chocar de las armas no hubiera acusado la proximidad del enemigo y la precisión de huir. Colocaron pues a las damas entre las filas del sexo fuerte, y unos abandonados a su legítimo gozo y alguno a su desesperación, tomaron todos el camino del Anacronópete al que llegaron sin contratiempo. Para terminar los anales de la contienda civil entre los _Tao-sse_ y los letrados, diremos, que vueltas de su estupor las huestes de Hien-ti, concluyeron por vencer a los parciales de Sun-ché desanimados ante la desaparición de su soberana y sin un jefe que los condujera al combate. Tsao-pi, viendo huérfano el trono, subió sus gradas, se ciñó el sombrerete y fundó la séptima dinastía de los emperadores, conocida en la historia con el nombre de los _Ouei_. [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO XVI En que todo se explica complicándose todo La situación a bordo había cambiado completamente. Las muchachas bailaban en un pie ante un aumento de tripulación tan inesperado como de su gusto, y la misma emperatriz no ocultaba a nadie el contento que le producía su viudez. Los mílites arrullados por Cupido perdían la memoria de sus pasadas desventuras; y Benjamín, próximo a tocar su _desideratum_, bendecía las circunstancias que le colocaban en el caso de dar cima a su obra sin entorpecimiento alguno, puesto que de hecho él se hallaba convertido en jefe de la expedición. Y efectivamente; desde el punto en que entraron en el Anacronópete, don Sindulfo, que no había desplegado sus labios por el camino, se dejó caer en una silla víctima de un abatimiento alarmante. Tan pronto su mirada se clavaba en el suelo en la actitud del hombre que medita, como sus ojos desencajados erraban de uno a otro de sus compañeros, brillando con el siniestro resplandor de la amenaza. Cien ideas confusas se disputaban el paso por las inyectadas venas de su frente, en cuyas pulsaciones, alternativamente regulares y febriles, podía leerse ya el planteamiento de un teorema en demanda de una explicación científica para tantos fenómenos incomprensibles, ya los arrebatos de la ira caminando ciega de los celos a la venganza. --Me parece que a don _Pichichi_ se le ha aflojado algún tornillo del Capitolio; --dijo Pendencia observando como los demás el estado del tutor. --Y a usted también se le desmorona el cimborio --adujo Juanita encarándose con Benjamín--. Figúrense ustedes que hace poco, cuando los chinos querían mecharnos, estos dos señores han creído reconocer a la difunta de don Sindulfo que _requiescat_. ¿Habráse visto despropósito mayor? --En cuanto a eso, hablaremos más tarde --contestó el políglota un sí es no es picado. No por desconocer las causas hemos de negar los efectos de las cosas. --¿Cómo? --En este viaje inverosímil lo lógico es tal vez lo absurdo. Demos tiempo al tiempo. En aquel momento oyeron un penetrante grito y vieron a Sun-ché que, asida por el brazo, hacía esfuerzos para desprenderse de las férreas y convulsas manos de don Sindulfo. La infeliz, llevada de su instintivo amor hacia el sabio, había querido prodigarle una caricia, y el pobre loco la había recibido como algunos cuerdos reciben a la mujer propia, por la sola razón de serlo. Pero la víctima, cediendo a una convulsión nerviosa, agitaba los remos que le quedaban libres, con tan mala suerte para el presunto marido, que a más de algunos puntapiés en las espinillas se llevó desde la boca a la nuca una colección de redobles a puño cerrado, en que las narices, como punto más saliente, no fueron las menos favorecidas. --¡Es ella! ¡Es ella! --exclamó don Sindulfo soltándola por fin, y corriendo despavorido al lado de su familia--. ¡Es Mamerta! ¿Recuerda usted que tampoco podíamos contrariarla sin que sufriésemos las consecuencias de sus crispaciones, con lo que conseguía hacer siempre su voluntad? --Calma, amigo mío, calma --repetía Benjamín no menos absorto que el tutor ante la analogía de la soberana con la hija del banquero zamorano. Mientras no nos expliquemos racional o científicamente cómo una mujer española y del estado llano, ahogada en el siglo XIX, puede ser una emperatriz china del siglo tercero, estamos en el caso de suponerlo todo pura coincidencia. --Pero, hombre de Dios --arguyó Juana--: si eso es achaque de cada hija de vecino; la gramática parda del sexo. Y yo misma, si no hubiera usted sido mi señor, del primer ataque que me tomo cuando nos sacó usted de París, le deshago a usted el depósito de la sabiduría. --¡Y los cazcoz zon para ello! --repuso Pendencia haciendo notar los puños que Juanita crispaba. --¿No tendría la difunta alguna especialidad más marcada a cuyo cotejo someter a la emperatriz por vía de prueba? --preguntó el capitán de húsares participando de la extrañeza general. --Piénselo usted bien --insistió Clara. Don Sindulfo recogió un momento sus ideas, y después de reiterados esfuerzos: --Sí --exclamó dándose un golpe en la frente y sacando del reverso de la solapa una aguja que enhebrada tenía siempre a prevención para ensartar papeletas del catálogo. Y antes de que los circunstantes pudieran inquirir su propósito, dirigióse a donde Sun-ché se hallaba descansando del accidente. --Cósame usted esto --dijo arrancándose bruscamente un botón de la levita, y presentándoselo a la emperatriz, a quien miraba de hito en hito para no perder detalle del experimento. La buena señora que, no entendiendo nada de lo que ocurría en torno suyo, comenzaba a aburrirse, echó mano al botón considerándolo un objeto de curiosidad; pero al ver el arma de costura dio un penetrante grito, y doblando la cabeza sobre el pecho quedó desmayada en la silla; circunstancia que, como dijimos al comienzo de este relato, era peculiar de la organización de la muda y que Benjamín, lívido de estupor, refirió a los atónitos viajeros. --No hay duda, no --gritaba don Sindulfo retorciéndose como una culebra--; el mismo horror a las agujas enhebradas que no la permitió zurcirme nunca un par de calcetines. --Se conoce que la banquera era catedrática en holgazanería --arguyó en voz baja la doméstica; mientras el atribulado don Sindulfo, pronunciando frases incoherentes, golpeando cuanto en el camino encontraba, y echando espuma por la boca y fuego por los ojos, se dirigió frenético a su gabinete en busca de una solución para aquel problema. Todos se precipitaron tras él; pero la puerta, cerrada con estrépito, les cortó el paso. Entonces se resolvieron a prestar algún auxilio a la emperatriz; precaución que fue inútil, porque la augusta dama, como si se lo hubiesen soplado al oído, en cuanto la aguja desapareció, se quedó más buena que antes. --Supongo --dijo Luis al políglota-- que en el estado en que está mi tío no le confiará usted el rumbo de la expedición. --¡Dios me libre! Podría hacernos víctimas de su enojo --adujo Clara. --Con ece arriero eztamoz ceguroz de volcar. --Descuiden ustedes --objetó Benjamín--. Me interesa demasiado el asunto para confiar la derrota a un demente. --¡Cómo! ¿Ha perdido el juicio? --preguntaron los demás. --Mucho me lo temo. Con todo, no desespero de salvarle. Confíen ustedes en mí. E invitando a Sun-ché a acercarse al aparato de la inalterabilidad, en tanto que los viajeros hacían comentarios sobre la situación, la descargó unas corrientes que debieron contrariarla también a juzgar por las sacudidas nerviosas que llovieron sobre el occipucio del anticuario. Acto continuo separó el aislador que entorpecía la acción del volante; y elevando el vehículo a la zona atmosférica en que debía tener efecto la locomoción, hizo parar en seco el Anacronópete exclamando: --Ahora sepamos a dónde nos dirigimos. --¡A París! --fue el grito unánime. --Juzto; a Pariz para encerrar al zabio en un _manucordio_ y hacer que a nozotroz noz eche el cura el garabato _nuncial_. --Antes --objetó Benjamín-- veamos si el principal objeto de nuestra expedición se ha logrado satisfactoriamente. --¿Cuál? --La posesión del secreto de la inmortalidad que nos ha ofrecido la emperatriz. Instada esta a explicarse, sacó un pergamino en el que había trazado por una mano experta el plano de una ciudad. --¿Qué es esto? --preguntó el ansioso arqueólogo temiendo un desengaño. --Algún pellejo de zambomba de la adoración de los pastores en el Portal de Belén --dijo Juanita. --Pero, ¡la fórmula!... --volvió a insistir impaciente Benjamín apremiando a Sun-ché. --El occidental no tuvo ocasión de iniciarme en ese misterio, sorprendido como fue por mi tirano esposo; pero al encarecerme la eficacia de su principio, me manifestó que las pruebas de la inmortalidad habían sido enterradas por uno de sus antecesores en Pompeya, debajo de la estatua de un emperador, marcada en el pergamino con un círculo rojo. --Sí, aquí está --interpuso Benjamín señalando en el papiro una mancha circular bajo la que en correcto latín se leía: «Efigie pétrea de Nerón.» --Parece ser --prosiguió la emperatriz-- que el conocimiento de esta circunstancia pasó tradicionalmente por varias generaciones sin que nadie se atreviera a evidenciarlo; hasta que el intrépido mártir cuya muerte sentimos, se resolvió a sacarlo a luz; pero acusado de profanación por habérsele sorprendido en el instante en que se disponía a zapar la estatua, consiguió a duras penas evadirse de la prisión y llegar a mis dominios donde tuve la fortuna de conocerle. Una expedición secreta a su patria estaba ya decidida para hacerse con el misterioso talismán, cuando el fin que todos sabéis ha venido a destruir nuestros proyectos. --Aún vive quien los secundará --dijo Benjamín con los ojos centelleantes de entusiasmo. Y dirigiéndose a los suyos--: A Pompeya --añadió. Algunas protestas levantó aquel grito; pero la felicidad es tan complaciente y era tan natural el deseo de los viajeros de hacer una excursión por el pasado, libres ya de los riesgos que hasta entonces habían corrido, que aplacados los murmullos, Benjamín orientó el vehículo y poniéndolo en movimiento, hizo rumbo hacia la hija tan feliz como mimada del risueño golfo de _Neápolis_. Las siete horas que habían de tardar en recorrer los ciento cuarenta y un años que separaban a los anacronóbatas del principio del tercer siglo al último tercio del primero, no eran intervalo para que se aburriesen unas personas que tanto tenían que contarse y tantas curiosidades que admirar. Capitaneados pues por Juanita, los neófitos pusiéronse a girar una visita de inspección al Anacronópete en tanto que Benjamín, normalizada relativamente la situación, buscaba la causa de aquellos efectos fenomenales. Lo primero que trató de explicarse es la aparición de los mílites evaporados. Retrogradó por consiguiente en sus pensamientos, y a fuerza de hombre lógico, se dijo que si la consecuencia era anómala, el origen tenía que ser necesariamente irregular. Ahora bien: ¿qué circunstancia extraordinaria había ocurrido durante la navegación? Al momento le vino a las mientes el impulso retroactivo que él mismo imprimió al Anacronópete poco después de la catástrofe de los riffeños, cuando creyendo caminar hacia el pasado estuvo haciendo rumbo al presente hasta llegar a Versalles en la víspera del día de partida. La luz estaba hecha y las tinieblas disipadas: la deducción no tenía vuelta de hoja. Y en efecto, si mis lectores recuerdan el incidente del ochavo moruno (que, perdido por un kabila, se aniquiló en cuanto traspuso el instante en que fue acuñado, pero que volvió a cobrar forma apenas el Anacronópete, marchando hacia el presente, rebasó el minuto de la acuñación), comprenderán que el fenómeno de la resurrección de los hijos de Marte obedecía a la misma causa. Evaporados al retrogradar, habían perdido su forma humana, obra del tiempo; pero su espíritu inmortal no había abandonado el Anacronópete, como el grano de trigo oculto en la gleba no deja de existir en el terruño aunque invisible hasta la germinación. Así es que, cuando en su marcha hacia el hoy, sonó en el vehículo la hora del nacimiento de los soldados, la envoltura de carne acudió al llamamiento cronológico; y el germen, rompiendo la tierra, dejó ver el tallo para ser robusta caña y volver a tomar las proporciones de su espiga. El cómo se sustrajeron a una segunda disolución cuando, apercibido de la falta, Benjamín reconquistó el verdadero rumbo, tiene una explicación muy sencilla. Los soldados, que alternativamente se habían visto reducirse y desarrollarse, al recobrar sus proporciones quisieron no volverlas a perder y escalaron el laboratorio decididos a implorar el amparo de la ciencia; pero al llegar al pasillo, oyeron las explicaciones que sobre la inalterabilidad estaba dando Benjamín a las parisienses; y como el capitán de húsares tenía sus rudimentos de física, propinóse con sus compañeros unas corrientes del fluido y opinó muy sabiamente que permaneciendo ocultos servirían mejor la causa de las reclusas doncellas que exponiéndose, si se exhibían, a ignotas contingencias provocadas por los celos del tutor. Y así es cómo ocultos en sus gazaperas llegaron a China oportunamente para evitar una catástrofe. Apuntó Benjamín estas observaciones en su memorandum particular; pero abstúvose muy mucho de divulgarlas, prefiriendo dejar a todos en la persuasión de lo maravilloso a confesarse reo de ineptitud. El segundo problema era más difícil de resolver. ¿Cómo a través de dieciséis siglos una emperatriz china se presentaba a sus ojos con tan señaladas diferencias físicas, pero con analogías de organización tan evidentes con aquella Mamerta ahogada en las playas de Biarritz? Ensimismado estaba el políglota en tan metafísicos conceptos y ya el trayecto casi tocaba a su fin sin que hubiese podido coordinar dos ideas afines, cuando unos gritos desaforados que partían del gabinete de don Sindulfo le sacaron de su abstracción. --¡El loco! ¡El loco! --exclamaron los excursionistas, que al oír las voces acudieron precipitadamente en busca de Benjamín. --Sí. ¿Qué podrá ser? --Algún calambre en la mollera --dijo el andaluz. E instintivamente todos se dirigieron al cuarto; pero apenas iniciado el movimiento, la puerta se abrió; y don Sindulfo con el traje en desorden, las manos crispadas y la púrpura de la ira en el semblante, hizo irrupción en el laboratorio vociferando: --¡Maldición! --Ya dí con la clave del enigma. Ya comprendo cómo Sun-ché puede ser mi difunta Mamerta. --¿Cómo? --¡Por la metempsicosis!... Los profanos no entendían ni una palabra; pero el políglota se quedó pensativo luchando entre la fe y la duda. --Diga uzté; ¿y ezo ce come con cuchara o con tenedor? --¡La metempsicosis! --prosiguió el sabio sin atender a observaciones--. La transmigración de las almas, por la cual el espíritu de los que mueren pasa al cuerpo de otro animal racional o inmundo según sus merecimientos en vida. --¡Ay! --arguyó Juanita--. Pues lo que es ustedes dos, por lo chinches que han sido con nosotros, van a parar al Rastro. --¿Es decir --interrogó el sobrino, a quien el asunto empezaba a interesar-- que la emperatriz por una serie de transmigraciones llegó en su última evolución a ser la esposa de usted? --Justamente. Y al retrogradar en el tiempo se nos presenta bajo la envoltura real que tenía en esta época, como en el alto que hicimos en África pudimos --a haber tropezado con ella-- hallarla convertida en vegetal o en acémila entre los bagajes. --Permítame usted --objetó Benjamín--. Nosotros somos cristianos y nuestro dogma rechaza esas teorías. --¿Y qué importa? --replicaba el demente exaltándose por grados. --Nosotros somos católicos; pero ella es china, sectaria de Buda; luego bien puede transmigrar según prescribe su religión. Porque ¿quién le dice a usted que la Providencia no impone sus castigos con arreglo a las creencias que profesa cada uno? Todos, menos Sun-ché, que estaba como en el limbo sin saber lo que pasaba, comprendieron que el pobre doctor tenía el juicio extraviado. Solo Benjamín, a fuer de hombre de ciencia, entusiasmado con el descubrimiento de aquella especie de metafísica experimental, concluyó por dar al loco la razón; que era como perder la suya. --Es indudable. ¡Eureka! --gritó como Arquímedes abrazando a su amigo. --Pero si aquella no hablaba --insistió Juanita-- y esta echa cada discurso como un diputado. --Ezo no; porque ci zu marido no entiende lo que dice, para él ez lo mismo que ci fuese muda. --Además --dijo Luis sonriendo-- que si entonces perdió el uso de la palabra, tal vez fue un castigo del dios Buda por el abuso que de ella hizo acaso en una existencia anterior. --De modo --argumentó Clara aprovechando aquella ocasión de romper sus cadenas-- que ya cesará usted de perseguirme; porque ligado como está usted a esta señora por los vínculos del matrimonio, ¿no pretenderá usted casarse conmigo cuando nuestra religión proscribe la bigamia? El doctor, al sentirse hostigado en lo que precisamente constituía su preocupación desde que sorprendido hubo la afinidad de la emperatriz con Mamerta, estalló al ser argüido de aquel modo por Clara, y de la monomanía pacífica pasó al vértigo furioso. --¿Desistir yo de un cariño al que he consagrado todas las fuerzas de mi vida, mi actividad, mi inteligencia? --decía apretando los puños y haciendo rodar los ojos en sus órbitas--. ¡Oh, nunca! --¡Que muerde! --interrumpió Pendencia separándose por precaución, como los demás, del delirante sabio que persiguiéndolos añadía: --No. Si el destino me es adverso, lucharé contra el destino; pero serás mi mujer aunque para ello tenga que ir hasta el crimen. --Es inútil --repuso la atrevida maritornes--. Si aunque nos degüelle usted, aquí los muertos resucitan. --Pues bien, pereceremos todos. Es preciso acabar con esta situación. --¿Cómo? --En la cala hay diez barriles de pólvora; les aplicaré una mecha, y ni rastro quedará del Anacronópete. --No cea uzté bárbaro. --Tranquilícense ustedes --exclamó Benjamín recordando el incidente que en diversas ocasiones le obligó a descender a tierra en busca de vitualla en su trayecto de África a China--. Las provisiones, sometidas a la inalterabilidad, resultan ineficaces para su uso, según prácticamente he observado. --¡Ignorante! --interrumpió el loco recobrando por un momento su lucidez. --¿Qué? --Arrojando nuevo fluido sobre los cuerpos para que las corrientes anteriores se pongan en contacto con las nuevas y formen una sola, no hay más que dar vueltas a la inversa al disco del aparato transmisor para recogerlas todas y, neutralizadas, devolver a las provisiones sus propiedades específicas. --Bueno es saberlo; pero estamos perdidos. --Hay que inundar la Zanta Bárbara. --Corramos. --No, no temáis --interpuso el tutor pasando, para detenerlos, de la amenaza a la súplica--. Una voladura acabaría con todos, y yo no quiero que ella muera. Respetaré sus días. Pero vosotros --añadió dirigiéndose a los militares y a la emperatriz, y volviendo a la exaltación con más fuerza que nunca-- preparaos a sufrir mi venganza. Sois el obstáculo de mi dicha y os exterminaré a fin de realizar mis designios, aunque para llegar con Clara al altar tenga que cruzar ríos de sangre. ¡Ah! ¡Ya sé cómo!... Y así diciendo traspuso la puerta y se dirigió frenético a la cala. Sus compañeros, recelando no sin razón algún inminente peligro, corrieron tras él con intención de detenerle. Luis, capitaneando a los suyos, fue el primero en llegar a la bodega; pero el doctor, que acariciando su plan se había ocultado capciosamente, apenas vio a los hijos de Marte y a su sobrino en medio de la estancia, hizo girar el portón de la limpieza, y los diecisiete héroes desaparecieron en el espacio entre los gritos de las enamoradas doncellas y de Benjamín, que al ir en su seguimiento solo alcanzaron a ser testigos de tan horrorosa catástrofe. --¡Salvémonos! --fue la voz general, sin que nadie pensara en desmayarse ante la gravedad de las circunstancias. Y todos se abalanzaron a la escalera; pero Benjamín, apercibiéndose de que don Sindulfo trataba de cortarles el paso subiendo por otra escala espiral que había en el fondo, aconsejó a las tres cadavéricas mujeres que le esperasen allí; y trepando como un gamo por los salientes de la maquinaria, se introdujo por la claraboya del techo en el laboratorio, paró en seco el Anacronópete, interpuso previsoramente el aislador, descendió por el mismo conducto y, abriendo la puerta, abandonó con sus compañeras de infortunio aquel lugar de muerte antes de que el loco se apercibiera de su fuga. La suerte les favorecía en medio de tantas contrariedades. Habían arribado a Pompeya. [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO XVII Panem et circenses Pocos meses hacía que, sucediendo a su progenitor, imperaba Tito en Roma. Este príncipe generoso, que llamaba día perdido a aquel en que no había dispensado algún bien, empezaba a borrar con su clemencia el sangriento recuerdo de Nerón y la sórdida avaricia de Vespasiano su padre. El triunfador de Jerusalén, _las delicias del género humano_ como le apellidaban, había proscrito las persecuciones contra los sectarios del Nazareno, iniciadas por Tiberio y sobrepujadas por el hijo de Agripina. Ello no obstante, los suplicios no cesaron completamente. Las provincias, gobernadas por prefectos arbitrarios revestidos de una autoridad suprema y escudados en una irresponsabilidad absoluta, se libraban a cruentos espectáculos, ora para satisfacer los naturales instintos de la plebe, ya para secundar los ocultos planes de los pretores. En este caso se hallaba Pompeya. Residencia de estío de las familias patricias de la Campania y del Lacio, sus habitantes más que de luchas políticas se ocupaban del embellecimiento de su ciudad con el fin de atraer a la población flotante que tan buenos rendimientos les daba. Y tal era su fanatismo para la conservación del ornato público que, cuando a la caída de Nerón la Italia entera destruyó las estatuas de este monstruo, ellos respetaron, sin deificarlas, todas las que erigidas en sus calles encerraban alguna notoriedad artística. Pero así que el caliginoso aliento del verano empujaba hacia aquella vertiente del Vesubio a los levantiscos ciudadanos de Neápolis y Salerno, las pasiones se encendían y Pompeya era durante cuatro meses émula en discordias civiles de Roma su metrópoli. Tenían los pompeyanos a la sazón por _Præfectus urbis_ un senador vendido a la causa de Domiciano, aquel segundo Calígula que dos años después debía precipitar la muerte de su hermano Tito, colocándole en la fila de los dioses mientras le denigraba entre los simples mortales. Fingiendo pues someterse a los designios del emperador, el prefecto no desperdiciaba coyuntura de atizar el fuego de la indisciplina para favorecer, bajo mano, los ambiciosos planes del Caín su protector. Habían dado comienzo las _vindemiales_, ferias de las vendimias que desde el tres de septiembre al tres de octubre se celebraban en toda la Italia agrícola. La época de los grandes juegos se aproximaba y con ella el descontento público; no solo porque su terminación era la señal de desfile para los veraneantes impelidos mal de su grado a consagrarse a sus tareas ordinarias, sino porque desde el advenimiento de Tito las circenses no eran ya las lúgubres hecatombes en que el pueblo romano bebía su bélica inspiración. Reducidos a la carrera, al salto, al disco y al pugilato, echaban de menos los _gladiadores_, los _bestiarios_, los _secutores_ y los _dimaqueres_ con su polvo, sus rugidos, su sangre y sus cadáveres. Pero a las ya expuestas uníase aún otra circunstancia. Habiendo consumido un incendio en Roma el Capitolio, el Panteón, la Biblioteca de Augusto y el Teatro de Pompeyo, amén de otros monumentos menos importantes, Tito prometió que todo sería reedificado a sus expensas; y, rehusando los donativos que le ofrecían así las ciudades del imperio como los príncipes sus aliados, vendió hasta los muebles de su palacio para cumplir su palabra. El entusiasmo público desbordó en todas partes organizándose festejos con que solemnizar la largueza del emperador. Pero los secuaces de Domiciano, valiéndose de ocasión tan propicia para tomar en ridículo la clemencia del soberano, indujeron a la plebe a reclamar con tal insistencia la restitución de su espectáculo predilecto, que Tito debió ceder ante el clamor general y, al inaugurar su célebre anfiteatro, otorgó gladiadores, _naumaquias_ o combates navales y hasta cinco mil fieras. Los pompeyanos no fueron los que contribuyeron en menor parte a esta dolorosa reconquista instigados por el _Præfectus urbis_. Era el anochecer del día 7 de septiembre del año 79 de Jesucristo. El _ceryx_ encargado de la conservación del orden, recorría presuroso todos los puestos recomendando a sus _vigiles_ que atendieran a la seguridad pública, sin oponerse no obstante al torrente popular que, desbordando de las termas, de la Basílica, de los templos de Júpiter y Hércules, de las tiendas de la avenida de la Abundancia y de los tugurios de la calle de la Fortuna, se dirigía en tropel a la morada del Pretor, llevando teas encendidas y gritando como en la Roma cesárea: --¡Panem et circenses!... El prefecto, queriendo cubrir con cierto velo de legalidad su propia obra, presentóse en la puerta de palacio, rodeado de la guardia pretoriana; y, precedido de seis lictores que vestidos con el _sagum_ descansaban los _fasces_ sobre el hombro izquierdo mientras con la _virga_ en la opuesta mano separaban los grupos: --Al foro, dijo --y tomó el camino de las asambleas generales seguido de la multitud que tras él continuaba vociferando: --¡Panem et circenses!... En aquel santuario de la opinión pública, una representación verbal le fue elevada en nombre de todos los ciudadanos de Pompeya. --¿Sabéis --arguyó-- que las leyes lo prohíben? --Entiende tú --repuso el tribuno que llevaba la voz-- que si se enerva el pueblo en la molicie, el día de la lucha no tendrá fuerzas para abrir las puertas del templo de Jano. --¡No más _quadriga_!... --No más disco. --¡Luchadores!... --fue el grito unánime. Y como la exasperación amenazara convertirse en motín, el prefecto les concedió los _andabates_ que, peleando con una venda en los ojos o cubiertos con una armadura, ofrecían menos riesgo. --No: ¡gladiadores! --repitió la turba. Y el demandado fingiendo doblegarse a las circunstancias, asintió a los clamores de la plebe; pero como la debilidad de parte de la fuerza es la señal del abuso en el oprimido: --¡Bestiarios! --prorrumpieron unos pocos; lo que no tardó en hacerse el eco general. Y de concesión en concesión, los pompeyanos consiguieron que les restituyesen no solo los _laquearios_ (que por un lazo escurridizo tirado con destreza procuraban detener y cazar a los adversarios) y los _retiarios_ que, con una mano armada de un tridente y llevando en la otra una red, envolvían con ella a su antagonista para darle muerte una vez vencido, sino el repugnante espectáculo de las bestias feroces, desgarrando entre los aplausos de la abyecta muchedumbre las carnes de los prisioneros de guerra, o abriendo con sus dientes el camino de la gloria a los mártires sublimes de la religión cristiana. La impaciencia popular señaló el día siguiente para renovar el derramamiento de sangre en el anfiteatro. La premura de la exigencia no permitiendo que se restablecieran los abolidos gladiadores _fiscales_, que eran los que el Fisco suministraba a sus expensas, ni los _postulatitii_, o sea los que por más hábiles el pueblo reclama preferentemente, hubo de recurrirse a los _privados_, sostenidos por empresas particulares que los alquilaban mediante una retribución pecuniaria. En cuanto a los _bestiarios_, a falta de prisioneros de guerra y de delincuentes condenados a este género de lucha, se determinó substituirlos con esclavos o con gente ya acusada de impiedad, ya sospechosa de seguir la doctrina del que llamaban impostor de Galilea. Restituido el prefecto en triunfo al pretorio y agotados los vítores al emperador, la ebria muchedumbre se retiró a sus hogares a esperar el mañana, quedando sumida Pompeya en esa calma precursora de toda tempestad horrible. Este fue el instante en que los fugitivos del Anacronópete, deslizándose como sombras sobre el empedrado de lava de sus rectas y elegantes avenidas, penetraron en la ciudad. Benjamín, que en medio de las mayores contrariedades perseguía su fin científico con la terquedad de un sabio aragonés, se había provisto en su fuga de un zapapico y caminaba consultando al resplandor de la luna creciente el plano del teatro de sus operaciones. Sun-ché, que además de haber asistido a la trágica desaparición de los militares había sido impuesta por el políglota en la locura del doctor, se apoyaba en el brazo izquierdo de su intérprete rendida de cansancio y entregada a tristes pensamientos. Pendida del derecho arrastrábase mejor que andaba la más digna de compasión de todos: la desventurada pupila que por breves horas había tocado el séptimo cielo de sus ilusiones para ser precipitada desde más alto en los últimos abismos de la desesperación. Juana era la única que, no obstante la gravedad de las circunstancias, no se abandonaba al desaliento. --Verá usted --decía-- cómo a lo mejor nos los vemos aparecer por ahí vestidos como judíos del monumento. --No, esta vez los hemos perdido para siempre. --¡Quiá! Si ellos son como el ave _Félix_ que según cuentan renace después de hecha _cecina_. --Por fin llegamos --exclamó Benjamín deteniéndose en un _quadrivium_ o desembocadura de cuatro avenidas, en cuyo centro se alzaba la estatua de Nerón dando frente a la puerta de Herculano situada en la extremidad de la calle Domiciana. Invitados los viajeros por el impaciente sabio a tomar algún reposo mientras él se libraba a sus excavaciones, Clara y Sun-ché se recostaron en los poyos de una fuente que junto a ellas corría con manso murmullo; y, entregadas a sus reflexiones, quedáronse pronto, si no dormidas, aletargadas. Juanita, en la esperanza de ver aparecer a Pendencia en la forma de centurión o de _draconarius_, se quedó haciendo compañía al arqueólogo amenizándole la tarea con sus aceradas pullas. La situación del tesoro estaba tan perfectamente señalada en el plano, que a la media hora escasa de remover la tierra, el zapapico tropezó en un cuerpo resistente. Benjamín, con el corazón hecho un molino de viento, desenterró una pequeña caja de metal que, sin inscripción alguna, revelaba servir solo de estuche a algún objeto precioso. Abierta por fin en medio de la mayor ansiedad, sacó a luz el políglota unos manojos de cordelillos en los que de distancia en distancia había nudos que a primera vista dejaban comprender por sus combinaciones que no habían sido hechos al azar. El sabio dio un grito de asombro. [Ilustración] --¡Cordeles! --dijo Juanita--. ¿Hombre, y no le dan a usted ganas de ahorcarse? --Silencio, profana. --Siquiera propínese usted con ellos una docena de disciplinazos. --¿Sabes tú lo que es esto? --A que salimos ahora con que es alguna libra de fideos del tiempo de Salomón... --Esta es la primera escritura que usaron los hombres sobre la tierra, legada a la humanidad por _Fo hi_, como le llaman los chinos, o según nosotros por Noé a su salida del arca. Este es el prototipo de la palabra escrita revelado al mundo sabio en la academia de inscripciones por el paleógrafo Shuckford. Y con verdadera hidrofobia científica Benjamín se dispuso a interpretar el enigma. Desgraciadamente una densa nube le eclipsó el tenue rayo de la luna próxima ya a desaparecer en el horizonte occidental; y no bastándole el simple tacto, tuvo que diferir su empresa. --Pero diga usted: ¿qué tintero empleaban esos _potrotipos_? Pues qué: ¿siempre no se ha escrito del mismo modo? --Ni por soñación. Que sepamos, hasta ahora son tres las maneras conocidas de trazar la escritura: Por línea perpendicular, por orbicular o redonda y por horizontal; y aun así estas tres grandes ramas se subdividen en muchas variantes. --¡Jesús! Y yo que no sé poner una carta más que con falsilla, porque, si no, me tuerzo. Benjamín, a quien la nube se empeñaba en velar el astro de la noche, tanto para distraer su inacción, como cediendo a sus naturales aficiones, tomó así la palabra creyendo asistir a un curso de paleografía: En la _Mitología_ de Carrasco se lee que los indios de la isla Trapobana, según Diodoro de Sicilia, escriben por líneas perpendiculares rectas. Du-Halde consigna que los chinos y japoneses, aunque usan la escritura perpendicular, la trazan como los hebreos de derecha a izquierda; así es que sus libros comienzan por donde los nuestros tienen su fin. Los septentrionales o Escitas grababan en las rocas sus letras llamadas Runas o Rúnicas en renglones curvos, reuniendo las líneas de alto abajo y vice-versa; pero oblicuamente o en espiral. Los tártaros, según Nienhoff, cuyas consonantes son parecidas a las de los etíopes porque las enlazan con sus vocales, escriben en línea perpendicular de derecha a izquierda; y los mogoles, de alto abajo en opinión de Treveux. Los habitantes de las Islas Filipinas y de Malaca, refiere Giró del Mundo que comienzan, por el contrario, de abajo hacia arriba y de izquierda a derecha. Y los mejicanos, según Acosta, lo verifican por línea perpendicular ocupando de alto abajo toda la página. Conocieron también el uso de unas cuerdecitas teñidas de diversos colores anudadas y entrelazadas de varios modos según la importancia del suceso que debía referirse; esta costumbre era común en todos los salvajes de la América septentrional. Las grandes poblaciones del Perú, dice Baltasar Bonifacio, usaron como las de la América del Norte las mencionadas cuerdecitas, que conservaban en archivos (establecidos y custodiados por personas instruidas) para consulta de todos los sucesos dignos de ser transmitidos a la posteridad. --Aguarde usted --interrumpió Juanita--. ¿Va a ser muy larga la procesión? --Si te molesta la dejaremos. --Nada de eso; a mí no me incomoda, porque lo que no entiendo, por un oído me entra y por otro me sale; pero si usted me lo permite me sentaré. Con que quedamos en los salvajes de la _Habana serpentrional_. Benjamín la miró con lástima y prosiguió así: --Entrando en el segundo sistema, aseguran Pausanias y Bimard de la Bastie, que los griegos conocieron la escritura orbicular como se desprende de la inscripción del disco de Ífito que se reputa posterior en 300 años al sitio de Troya. También se sirvieron de ella, según Maffei, los etruscos o antiguos toscanos. Los más remotos pueblos septentrionales enlazaron la escritura de alto abajo y vice-versa; pero también en líneas oblicuas o en espiral. Y no ofreciendo dificultad el que estos caracteres sean los verdaderos runos, resultan legítimas las inscripciones que cita el mismo Pausanias por tener sus líneas mucha semejanza y aun identidad con las de los pueblos del Norte. Las inscripciones griegas del monumento erigido en Olimpia por los cipsélidas, eran difíciles de leerse a causa de sus multiplicadas curvas. --Lo mismo me pasaba a mí con las cartas de Pendencia; y eso que venían en papel rayado; pero cada renglón parecía un _via-crucis_: aquello sí que a estar en latín, lo cree usted escritura _articular_. --Tomemos la horizontal --continuó el sabio. Y Juanita, creyendo que se trataba de una orden que empezaba a lisonjearla, se tendió cuan larga era en el arroyo, como lo pudiera hacer en el más mullido lecho. --No me duermo, no señor --adujo al comprender por el movimiento de extrañeza de Benjamín que se había equivocado--. Siga usted, que si me aburro ya le diré a usted que se pare. Benjamín buscó la luna; pero como ella no se dejase ver, reanudó su discurso con desaliento. --Pues bien: la escritura por línea horizontal abraza varias especies. La _bustrofedona_ de la primera edad, de derecha a izquierda; la del segundo hasta el cuarto período, de izquierda a derecha; y la _aratoria_ que reúne las precedentes yendo y volviendo por líneas paralelas y frente por frente del punto de partida. --¡Vaya un trajín! ¿Sabe usted que una plana de esas parecerá un ejercicio de bomberos? --Los orientales siempre han escrito de derecha a izquierda como los etruscos; menos los armenios y los habitantes del Indostán que lo hacen de izquierda a derecha. En los griegos se ha observado que, bien sea por los métodos de Pelasgo, de Cécrope o de Cadmo, participa aunque a lo oriental de las dos especies; porque cuando escriben muchas líneas vuelven de derecha a izquierda. Esta dirección es la que empleaban los hunos. --¿Y los otros? --Hablo de los hunos, hoy _zikulos_ de la parte de la Transilvania. --¡Ah! sí. Adelante, no los conozco. --Los etíopes o abisinios, los siameses y los tibetanos escriben de izquierda a derecha, y estos últimos casi horizontalmente. Dos inscripciones notables presenta la escritura _bustrofedona_ de la primera edad, admitida también entre los galos y los francos; la una se halló en las ruinas del templo de _Apolo Amyclæus_ en Amycles, villa de la Laconia, hacia el año 1400 antes de J. C.; la segunda, que refiere Muratori, consta en el mármol de Nointel o Baudelot descubierto en 1672 en una iglesia de Atenas, cuyo mármol fija la época por los años 457 antes de la era cristiana. Las pieles de los cuadrúpedos preparadas de diversas maneras, las de los pescados, los intestinos de las serpientes y de otros animales, las telas de lienzo y de seda, las hojas, la corteza y la madera de los árboles, la borra de las plantas y su corazón, el hueso, el marfil, las piedras comunes y preciosas, los metales, el vidrio, la cera, el ladrillo, la greda y el yeso, han sido las materias sobre las que en todos tiempos y en el día se escriben los caracteres. --Pues en cuestión de caracteres, aunque el mío no es de los peores, como don Sindulfo no nos devuelva los militares, aún ha de ver usted a las criadas escribir con las uñas sobre pellejo de sabio. --Los mármoles, los bronces y las planchas o láminas de metal han sido de uso común entre los griegos y romanos: el de las pieles data del tiempo de Job. En planchas de madera y tablitas de bambú escribieron los chinos, dice Du-Halde, antes de la invención del papel. Las pirámides, los obeliscos y las columnas de las observaciones astronómicas de los babilonios, que refiere Flavio Josefo, fueron de mármoles, piedras y ladrillo. Las leyes de Solón estaban escritas en madera; las de los romanos en bronce, de las que tres mil se perdieron en el incendio del Capitolio. Los pueblos septentrionales grababan sus inscripciones rúnicas en las piedras y en las rocas. La escritura en plomo sube al tiempo del Diluvio. La hecha en marfil se ha conservado en las tablas llamadas _dípticas_ o de dos hojas, porque las _polípticas_ son las que exceden de este número. Se escribía también, según Plinio, en las hojas de palmera y de ciertas malvas; así es que en algunas comarcas de las Indias orientales, afirma Alfonso Costadan, escriben en las hojas del Macareguo, hojas que tienen seis pies de largo por uno de ancho. Lo propio hacen, dice Michael Boim, los habitantes del fuerte de Mieu, junto a Bengala y Pegú, sirviéndose del Areca, especie de palmera, y de la corteza del árbol llamado Avo. Los del reino de Siam y Camboya y los insulares de Filipinas (aunque estos últimos siguen el método de los españoles) se valen de las hojas de plátano, de palmera o de la parte lisa de las cañas en las que trazan sus caracteres con un punzón o cuchillo. Los siracusanos lo hacían en hojas de olivo y los atenienses en conchas. En Atenas, cuenta Suidas, que se consignaban los nombres de los valientes que habían sucumbido en defensa de la patria, sobre el velo de Minerva. --Pues buena la pondrían la mantilla a la pobre señora. ¡Vamos! sería de casco y lo escribirían por el revés. --Los indios, según Filostrato, hacían su escritura en los _Syndones_, que así llamaban a sus telas o vestidos. --¡Ay! Pues yo siempre los he visto en cueros; es decir, en las estampas. --Los judíos tenían una particular habilidad en unir los diferentes trozos del pergamino, haciéndolo en términos de no poderse distinguir señal alguna. Con este motivo, añade Flavio Josefo que Tolomeo Filadelfo se llenó de admiración cuando los setenta ancianos, enviados por el gran sacerdote, desdoblaron en su presencia los rollos de la ley toda escrita con caracteres de oro. No obstante, el grabado en seco, sin auxilio de la tinta ni de otro color, parece haber sido el primer procedimiento: los montañeses de _Kuei-cheu_ en China, así lo ejecutan sobre unas tablitas de madera muy tierna. Los parthos hacían en sus vestidos las letras con aguja, no usando del _papyrus_ que podrían haber hallado en abundancia en Babilonia. --Ya que me vuelve usted loca con tanto nombre extranjero, explíqueme usted siquiera alguno de esos terminachos que como guijarros de punta me están levantando chichones en la cabeza. --El _papyrus_ es una especie de caña parecida a la _typha_ propia de los parajes bajos y húmedos. Sus raíces leñosas tienen por lo regular diez pies de longitud: su tallo triangular no excede de dos codos en tanto que no se eleva sobre la superficie de las aguas; pero en su totalidad alcanza hasta cuatro o cinco. Después de varios procedimientos llegaba a ser papel, no excediendo nunca de la marca que se le tenía asignada, que era dos pies de longitud. Los instrumentos empleados para escribir han sido con corta diferencia los mismos que usamos en el día, a saber: la regla, el compás, el plomo, las tijeras, el cortaplumas, la piedra para afilar, la esponja, el estilo o punzón, la pluma o caña, el tintero o escribanía, el atril y las ampolletas o botellitas de vidrio, conteniendo una el líquido para volver más suelta la tinta espesada, y otra el bermellón o rojo para escribir los principios de los capítulos. El estilo, _stylus graphium_, y el buril, _cælum celtes_, sirvieron para la escritura en seco o sin tinta; de consiguiente se empleaban en los mármoles, metales y en las tablas preparadas con cera y yeso, y eran de varios tamaños y formas. La caña, _arundo_; el junco, _juncus_ y el _calamus_ usáronse en la escritura que se hacía con tinta; pero antes de conocerse la aplicación de las plumas. El Egipto, Gnido y el lago Amais en Asia, según Plinio, daban profusión de estos juncos o cálamos que los griegos se hacían llevar de Persia y que, cogidos en el mes de marzo en Aurac, dejaban endurecer por espacio de seis meses entre el fiemo o estiércol, tomando de este modo un hermoso barniz jaspeado de negro y amarillo oscuro. En aquel instante sonó un ronquido; pero Benjamín embriagado en su peroración, no se detuvo hasta terminar su relato. --El uso de las plumas de ánsares, cisnes, pavos y grullas --continuó disparado-- no data al parecer sino del siglo quinto. Los siameses se valían del lápiz. Los chinos emplean actualmente, como en la antigüedad, el pincel de pelo de conejo por mejor y más suave. La tinta de los tiempos remotos no tenía de común con la nuestra sino el color y la goma que entraba en su composición: Se llamaba _atramentum scriptorium_ o _librarium_, para distinguirla del _atramentum sutorium_ o _calchantum_. El negro lo hacían con el humo de la resina, de pez, de tártaro, marfil quemado y carbones triturados; cuyos ingredientes en fusión se sometían a la acción solar. Los pueblos orientales empleaban la gibia y el alumbre que los africanos substituían a veces con la adormidera o el jugo del calamar. Refiere Allatius haber visto la tinta de pelo de cabra quemado que, aunque un poco roja, tenía las propiedades de no perder su color, ser lustrosa y adherirse muy bien al pergamino; de modo que era muy difícil borrarla. La tinta china, conocida 1120 años antes de J. C., se extrae de varias materias y especialmente de los pinos o del aceite quemado. Entre los indios la decocción de las ramas de un árbol llamado _aradranto_ les suministra este licor tan... Aquí llegaba Benjamín en su afluente desbordamiento, cuando un --«Mátame al sabio», de Juanita que soñaba, le hizo comprender que su erudición era inútil y dio por terminada la conferencia. En esto un hombre, que con una linterna encendida en la mano doblaba la esquina, desembocó en el _quadrivium_. [Ilustración] --¡El loco! --gritó Benjamín reconociendo a don Sindulfo, que en efecto venía en busca de los fugitivos; a cuya voz despertáronse los tres durmientes como si hubiesen sentido un sacudimiento galvánico. --¡Favor! --exclamaron las infelices, abrazándose en defensa mutua. Pero Benjamín, para quien aquella luz era como el relámpago para el caminante perdido en las tinieblas, antes de que su amigo les apercibiese, corrió a su encuentro vociferando como el sabio de Siracusa cuando al dar con la teoría del peso específico dicen que salió desnudo del baño repitiendo: ¡Eureka! --¿De qué se trata? ¿Ha vuelto a la vida mi rival? --preguntó el demente persiguiendo su manía. --No. He hallado el secreto de la inmortalidad. Leamos, alúmbreme usted. Y consultando los cordelillos, su pecho se dilató al ver que la disposición de los nudos correspondía a la escritura armenia en la que creía poder alardear sus conocimientos. --Y bien: ¿Qué dice? Benjamín con no poca dificultad leyó lo que sigue: --«Si quieres ser inmortal, anda a la tierra de Noé y...» ¡Maldición! --¿Qué es ello? --Que no puedo interpretar el sentido de los demás caracteres. No importa --continuó en su delirio--. Volaremos a la región del Patriarca y daremos solución a este enigma indescifrable. --Si usted en cuestión de lenguas no conoce más que la estofada --se permitió argüir la intemperante Juanita; a cuya voz el loco fijando mientes en el grupo de las tres gracias, crispó los puños, y dirigiéndose a Sun-ché: --Tú también me estorbas --dijo-- pero pronto no serás más que un cadáver. E iba a abalanzarse sobre ella, cuando por dicha suya el sabio tropezó en uno de los poyos y cayó al suelo de bruces. Benjamín acudió en su auxilio mientras la trinidad femenina se replegaba con espanto hacia la fuente. --Esto no se hace entre cristianos --gritó la de Pinto con toda la fuerza que le prestaba la indignación. --¡Cristianos han dicho! --murmuró por lo bajo a su gente el ceryx, que atraído por la linterna de don Sindulfo, acechaba a los viajeros y que, por la relación de la palabra española con la latina dedujo una verdad funesta para los anacronóbatas. --¿Qué? --se preguntaron todos al verse rodeados de los _vigiles_. --Apoderaos de ellos. El terror fue general. --Yo soy inocente --aducía Clara. --Respetad a la emperatriz --ordenaba Sun-ché en chino. --¡Prenda usted a ese, señor guindilla! --balbuceaba la maritornes señalando al tutor. [Ilustración] Pero como los gritos fuesen en aumento, les aplicaron unas mordazas y maniatados los condujeron a la presencia del prefecto que en desenfrenada orgía saboreaba en el pretorio el motín tan favorable a la causa de Domiciano. --¡Piedad! --articularon todos, libertados de sus ligaduras y cayendo a los pies del ebrio senador. --No le excitéis con vuestros ayes --observó el políglota--. Reparad que no entiende más que el latín. --Pues bien: _In nomine Domini nostri Jesu-Cristi_ --dijo Juanita muerta de miedo y recordando la salutación con que el cura de su lugar daba los buenos días a sus feligreses. --¿Quién pronuncia aquí el nombre del impostor de Galilea? --rugió el prefecto pudiendo apenas mantenerse en equilibrio. --Estos cristianos que acaban de profanar la estatua de Nerón. --¿Cuál es el jefe? --Este, el más viejo --contestó Juanita impuesta por la traducción de Benjamín. --Subidlo al cráter y arrojadlo en las entrañas del Vesubio. Una explosión de lágrimas y lamentos sucedió a tan bárbara orden; pero antes de que las excursionistas pudieran dirigir una palabra de consuelo a don Sindulfo, este había desaparecido entre un grupo de _vigiles_ encargados de la ejecución del decreto. --Los demás --prosiguió el togado beodo-- apréstense a servir de bestiarios en los circenses de mañana. --¡Horror! Nos destinan al circo --tradujo el arqueólogo, cubriéndose el rostro con las manos, mientras Clara perdía el sentido y Sun-ché interrogaba con ojos extraviados sin obtener contestación. --¿Al circo? Pues no se apuren ustedes --objetó Juana-- que si es en el de _Price_ yo tengo allí un primo aposentador. --No: se nos condena a ser devorados por las bestias feroces. Amordazados de nuevo, nadie pudo proferir una queja. Los _vigiles_ sacaron del pretorio a los reos, y el _Præfectus urbis_, tambaleándose, volvió a la sala del festín gritando a sus comensales con feroz alegría: --El pueblo tendrá bestiarios: la paz de Pompeya queda por ahora asegurada. Y en efecto; unas horas después, al resplandor del sol naciente, el pobre tutor con los pies ensangrentados por la penosa ascensión del Vesubio rodaba a los profundos abismos del volcán, al mismo tiempo que sus compañeros de viaje penetraban en las mazmorras del anfiteatro para servir de pasto a las fieras y de diversión a la más soez de las plebes. [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO XVIII «Sic transit gloria mundi» No me detengo a describir el anfiteatro porque, exceptuando los ciegos de nacimiento, todos en España han visto una plaza de toros, con la que aquel guarda una completa analogía. Baste saber que los veinte mil espectadores, de que era capaz el de Pompeya, invadieron desde muy temprano aquel día los asientos que los _locarios_ les designaban en los _cunei_ o secciones previamente dispuestas por los _designatores_ o maestros de ceremonias, según el rango y circunstancias de cada uno. El _podium_, que era como si dijéramos la meseta del toril con gradines y extendiéndose por todo el círculo de la plaza, estaba destinado a los funcionarios de alta jerarquía. En él campeaba el _cubiculum_ o palco del prefecto, a imitación del _suggestum_ o trono del emperador en Roma, cubierto con un dosel a manera de pabellón; distintivo que, aunque menos suntuoso, ostentaban asimismo las localidades accidentalmente ocupadas por una vestal, un senador o algún enviado de las naciones extranjeras. A continuación del _podium_ venían las filas de gradas para los caballeros; y tras de ellas la _popularia_, el tendido, el sol por decirlo así; aunque la comparación no es fiel, pues maldito si los rayos del rubicundo Febo molestaban al público. Y no es porque nubes lo empañasen, que esplendente brillaba en mitad del firmamento, y con alientos tales que, no por ser el octavo día del mes de septiembre, pudieron prescindir de refrescar el ambiente, como lo verificaban en canícula, merced a un licor odorífero compuesto de agua, vino y azafrán, conducido por unos tubos hasta el espacio cubierto, consagrado a las mujeres en la parte superior del edificio, para desde allí hacerlo caer en lluvia cernida sobre el concurso. Tampoco obedecía el eclipse al capricho de ninguna empresa niveladora de clases en beneficio de sus intereses, como la de Casiano, que en Madrid y en el año de gracia de 1874, se permitió fijar este anuncio célebre la víspera de una corrida extraordinaria: _De orden de la autoridad mañana no hay sol_. Consistía sencillamente en que por encima de las cabezas de los circunstantes corrían unos toldos de lona que en los grandes circenses romanos solían ser de seda y púrpura bordados de oro. Bajo el podio, en derredor de la arena, estaban las _caveæ_, bóvedas o casetas poco elevadas, con sus _posticæ_ o compuertas cerradas por los _ferreis clathris_ --grifos de hierro-- en las que se metía a los gladiadores y las fieras destinados al combate. En frente se hallaba situada la puerta _libitinensis_, por donde se sacaba a los bestiarios muertos para ser conducidos al _spoliarium_, en el que se les despojaba completamente de lo que sobre sí tenían. Los ecos de los clarines anunciaron la aproximación de los gladiadores; y en efecto, no tardaron en presentarse en la arena todos juntos para saludar al auditorio; siendo recibidos por este con un batir de palmas que no parecía sino que Frascuelo y Lagartijo habían cambiado de traje y que el público de los barrios altos y bajos de Madrid estaba veraneando en Pompeya. Porque hay que tener presente que aplaudir y silbar ha sido en todas épocas el modo más admitido por el pueblo de expresar su satisfacción o su desagrado; y cuando esta última manifestación tenía lugar en un teatro, el actor que de ella era objeto, estaba en el deber de quitarse la máscara como para acusar recibo de la silba. Despejado el redondel después del paseo, un nuevo punto de clarín echó al anillo a los _essedarios_; luchadores que combatían sobre carros, a ejemplo de los galos y bretones. Vinieron en seguida los _hoplomacos_, armados de pies a cabeza y antagonistas de los _provocadores_. Ni unos ni otros consiguieron hacerse sangre, quedando todo reducido, con gran descontentamiento de la muchedumbre, a unos cuantos chichones sin consecuencia. Tras estos exhibiéronse los _mirmillones_ o _gallos_, que usando de lanza y escudo a la manera de los originarios de la Galia, reñían con los _retiarios_; los cuales al perseguirlos con la red y el tridente les gritaban: «_Galle, non te peto; piscem peto_». Es decir: «_Gallo, no a ti; a tu pescado quiero_». Con lo que aludían a un pez de metal que en la cimera de sus cascos ostentaban los opuestos combatientes. O el gallo había perdido los espolones o el pescador lo era más de caña que de red, ello es lo positivo que en una de las intentonas tuvieron la mala suerte de tropezar, cayendo cada cual por su lado, y sobre los dos una rechifla que ni cuando el concejal presidente deja pasar un toro de varas. Por fin sonó la hora de los _meridianos_, gladiadores que peleaban a la de medio día, y cuyo espectáculo era, para hablar técnicamente, el bicho de la tarde, el _quinto_ escogido a pulso: una circunstancia excepcional venía a hacerlos más interesantes; ambos luchadores eran _rudiarii_; o lo que es igual, que habiendo servido tres años consecutivos, tenían ganado el _rudis_, grueso bastón con nudos, símbolo de retiro o licenciamiento en los circenses, donde ya no debían volver a presentarse sino, como en la ocasión aquella, por un acto de su voluntad omnímoda. Aplaudidos y otorgada la venia por el gobernador o prefecto presidente, empuñaron las _arma lusoria_; espadas de madera recibidas en premio en varios ejercicios; y con ellas empezaron a ejercitarse cruzándolas en continuos choques: especie de proemio, como cuando los picadores prueban las puyas sobre la valla, al que daban el nombre de _præludere_, _ventilare_. Pero era necesario andar muy listos en esta operación; porque, en cuanto el clarín sonaba, deponían los juguetes; y, echando mano de los verdaderos trastos de matar, propinábanse cada linternazo que era una bendición de Dios. Así lo hicieron; y como los dos eran _mataores_ de fama, costó gran trabajo al más afortunado --pues no sé si era el más fuerte-- derribar de un _volapié_ a su antagonista que cayó a plomo revolcándose en la arena. A la vista de la sangre, el pueblo lanzó un rugido de entusiasmo. El vencedor consultó con la mirada al auditorio que, teniendo derecho de vida o muerte sobre el vencido, podía otorgarle gracia presentando la palma de la mano con el pulgar encogido; pero la sed de matanza era tal, que los jueces, tendiendo por el contrario el pólice y cerrando el puño, prorrumpieron unánimemente en voces de: _recipere ferrum_; lo que equivalía a exigir que se le diera el cachete. Solo faltaba la ratificación del prefecto al clamor popular; pero el presidente, sea por lástima o por capricho autoritario de oposición, agitó un lienzo blanco en señal de conceder el _missio_ o perdón por aquella vez en nombre del monarca augusto. Clemencia estéril entonces porque el herido acababa de ascender a cadáver. Retirado su cuerpo de la arena con unos garfios de que tiraban cuatro esclavos, dos ediles salieron a ofrecer al victorioso atleta la palma de plata otorgada a su valor. Los espectadores no creyendo justa la recompensa, pusiéronse a gritar: --_¡Lemnisci! ¡Lemnisci!_ Y el prefecto, a fin de no herir susceptibilidades, accedió a la demanda disponiendo entregar al gladiador, en sustitución de la palma, las guirnaldas de flores sujetas por cintas de lana, símbolo de los _lemniscati_; con lo que el agraciado quedaba manumitido de la esclavitud, entrando desde aquel instante en la categoría de los _libertos_. Un murmullo de satisfacción que con el arrellanarse en los asientos es en toda asamblea precursor del espectáculo preferente, indicó el turno de los bestiarios. Clara y Sun-ché, agobiadas bajo el peso de tan espantosa situación, eran casi conducidas en vilo por unos soldados, pues su abatimiento las impedía caminar. Benjamín, sacando fuerzas de flaqueza, procuraba mostrarse hombre y filósofo, avanzando serenamente. Juanita era la que con una resolución impropia de las circunstancias, entró en la arena emulando en desenvoltura a los chicos que se echan al redondel a correr novillos embolados. Habiendo escapado ya a tan varios como inminentes peligros, creíase _impermeable_, valiéndonos de su propia expresión para traducir la idea de invulnerabilidad. El éxito que obtuvo su porte no se puede comparar sino a las ovaciones que alcanzan en Madrid las malas comedias. Vestían los reos calzón y túnica corta y llevaban los brazos y piernas liados con unas tiras de cuero como los primitivos guerreros de la Lombardía. Blandiendo con la mano derecha una espada corta, pendía de su izquierda un paño rojo destinado a excitar a las fieras, de lo que acaso ha tomado origen nuestra suerte de matar en el arte de Pepe-Hillo. Llevados ante el _cubiculum_ del prefecto, les obligaron a entonar por tres veces el _morituri te salutant_; pero Juanita, amiga siempre de chacota, queriendo patentizar sus conocimientos en el latín de su uso, tomó los trastos con la extremidad del siniestro remo anterior y, simulando descubrirse con el brazo libre: --_Dominus vobiscum_ --le dijo al senador--. _Brindo para que usiam reventatur como un perri de una indigestionem de morcillam. Salutem y sarnam._ Concluida la peroración y diseminados los luchadores por el anillo, los guardias se retiraron y el prefecto hizo la señal de que soltasen las fieras. Juanita, cuadrándose delante de las _caveæ_, se dispuso a _recibir_ y las puertas giraron sobre sus goznes. Pero en vez de los leones del desierto de Lybia, Luis y Pendencia con sus quince compañeros de armas desembocaron en el circo apercibiendo los revólveres ya habilitados por el sistema de la _desinalterabilidad_, de que el malogrado don Sindulfo les enseñó a hacer uso en su primer rapto de locura. Verlos y arrojarse cada una sobre su cada cual, inclusa Sun-ché aunque no tenía cuyo, y Benjamín que simpatizaba con todos, obra fue de un mismo instante. --¿No se lo decía yo a usted? --gritaba la de Pinto--. Si son como los espárragos, perdonando el modo de señalar; que les corta usté la cabeza y en seguida les vuelve a salir otra. Pero la ocasión no era la más propicia para entretenerse con símiles. Los espectadores, defraudados en sus esperanzas y comprendiendo por lo que veían, que estaban siendo víctimas de un engaño, prorrumpieron en voces de: --¡Traición! Y abandonando las gradas, echaron fuera sus aceros y se aprestaron a hacer irrupción en la arena, para tomarse venganza por su mano. Luis, que todo lo tenía previsto, formó el cuadro con su fuerza, y, colocando en el centro a las mujeres, antes de que la turba transpusiese el podio, le envió una descarga de la que ni un solo tiro quedó por aprovechar. Sucedió una pausa producida por el asombro; mas como el valor de los pompeyanos era incontestable y no habían tenido aún tiempo de encontrar la explicación del fenómeno, trataron de insistir con más vehemencia, siendo detenidos en su empuje por una segunda hecatombe. Los pusilánimes se detuvieron; los más esforzados solo tuvieron un grito: --¡Adelante! Y ya empezaban a descolgarse en la arena cuando Luis, mandando hacer fuego graneado sobre ellos, dispuso una especie de caza, cuyos efectos los dejó consternados. Aquellos pequeños útiles de guerra que a tal distancia enviaban la muerte arrojando proyectiles sin interrupción, tomaron a sus ojos un carácter sobrenatural que no titubearon en atribuir al implacable enojo de sus dioses: el pánico sobrevino y la dispersión se hizo general. ¡Poder del progreso que permitía a un puñado de hombres ver correr en su presencia a veinte mil legionarios conquistadores del mundo entero! [Ilustración: Antes que la turba transpusiese el podio, le envió una descarga...] El anfiteatro se quedó vacío. Entonces comenzaron las expansiones, el deplorar la suerte adversa del tutor para cuyo rescate toda tentativa se juzgó inútil, pues debía haberse ya cumplido la sentencia; y por último las explicaciones y muy particularmente la que con la reaparición de los hijos de Marte se relacionaba. Esta no podía ser más sencilla. Mis lectores recordarán sin duda unos martillazos que don Sindulfo y Benjamín oyeron mientras recorrían el Anacronópete la noche que pernoctaron en China. Pues bien, dábanlos los mílites que, buscando asilo más seguro para hacer la travesía aérea que los parapetos de las provisiones, se confeccionaron, con unas lonas embreadas que había en la cala, un enorme zurrón o hamaca tendida en el espacio hueco del podio, con la que comunicaban merced a una abertura, provista para mayor disimulo de su correspondiente compuerta, practicada junto a la guillotina de la descarga, y donde el gas respirable entraba por un tubo de goma a través de un simple agujero. --De modo --concluyó Pendencia-- que cuando don Pichichi, que requiezcat, creyó arrojarnos en el _dezpacio_, no hizo más que abrirnos la puerta prencipal de nuestra propia caza. Dadas gracias a Dios y celebrada la ocurrencia: --Ahora escapemos; la tierra de Noé nos aguarda --dijo Benjamín sacándose del pecho los cordeles que había conservado en medio de tanta tribulación. Embriagados todos en su felicidad le siguieron automáticamente; pero al llegar a la puerta la encontraron cerrada; y, por los alaridos que daba el populacho al exterior, dedujeron que forzarla sería imprudencia. Y efectivamente, todo el pueblo acarreando muebles, canastas, maderos y cuantos utensilios pudieran servirles para formar barricadas, levantaban una colosal alrededor del edificio en el que los anacronóbatas iban a ser sitiados por hambre. La situación era grave. Restituidos al redondel, ya se habían puesto a discutir en consejo de familia, cuando un estampido horroroso retumbó en todos los ámbitos de la ciudad y una luz cárdena iluminó el espacio. El susto fue de padre y muy señor mío, porque, sin pensar en el anacronismo que cometían, los expedicionarios atribuyeron la detonación a la pólvora de alguna mina con que los indígenas querían volar el edificio. --Piensen ustedes en la fecha relativa de hoy --decía Benjamín--. ¿En qué día creen ustedes que vivimos? --Lo que es para nosotros siempre es martes --repuso Juanita. Una segunda conmoción aumentó la alarma. El arqueólogo se puso pálido como la muerte y, aspirando el olorcillo de azufre de que estaba impregnada la atmósfera: --¡Maldición! --gritó mesándose los cabellos. --¿Qué pasa? --interrogaron los excursionistas. --¡Sí... eso es... día 8 de septiembre del año setenta y nueve de la era cristiana!... ¡La erupción del Vesubio!... ¡¡¡Nos hallamos en el último día de Pompeya!!!... Aún no había concluido la frase, cuando un calambre geológico, una sacudida del suelo volcánico, sacando al circo de su asiento, derribó gran parte de sus muros haciendo rodar por la arena a los interlocutores sin que, felizmente, ninguno de ellos fuera alcanzado por los escombros. La lava caía a torrentes, la ceniza embargaba la respiración. --Salvémonos --gritó Benjamín apenas pudo ponerse en pie; y todos se precipitaron por la abertura, pasando por encima de cadáveres abrasados por la erupción y desatendiendo los ayes de los moribundos y la desesperación de los vivos. La inalterabilidad a que estaban sujetos haciéndolos insensibles a la influencia de cualquiera acción física, les permitió llegar al Anacronópete sin obstáculo alguno; pues las sustancias en fusión resbalaban sobre sus carnes sin adherirse. Instalados en él, Benjamín elevó el vehículo a la zona de locomoción. Un ruido como el de una piedra chocando en un tubo de desalojamiento, produjo un sonido campanudo; pero ya el coloso había emprendido su vertiginosa marcha y, devorando tiempo, se lanzaba a enriquecer la ciencia con el descubrimiento del pasado, mientras a sus pies dejaba una dolorosa enseñanza para el porvenir. [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO XIX Los náufragos del aire El trayecto que tenían que recorrer, pues determinaron no detenerse en ningún punto, era el más largo que se había llevado a efecto en toda la expedición. Se encontraban en el año 79 de la era cristiana; y el Diluvio Universal corresponde como nadie ignora al 3308 antes de J. C. Aunque la zona en que viajaba el Anacronópete estuviese muy por encima de la región en que se forman las tempestades y no tuvieran nada que temer por consiguiente del cataclismo provocado por la maldad de los hombres, creyeron no obstante deber dar oídos a la prudencia y se convino en hacer alto en un período posterior, históricamente hablando; lo que caminando hacia atrás equivale a tocar tierra antes de llegar a aquella gran catástrofe. Su objeto era avistarse con Noé; y como este repoblador del mundo vivió todavía 350 años después de salir del arca, no solamente podían evitar las contingencias del Diluvio, sino hacerse más pronto dueños del secreto de la inmortalidad desembarcando en el 2958 (a. de J. C.) en que acaeció su muerte; o sea a 3037 años de la destrucción de Pompeya añadiendo los 79 que les faltaba trasponer del siglo primero. Con todo; como no era cosa de irle a entretener de semejante asunto en las postrimerías de su existencia, y teniendo tiempo a mano de que disponer, se votaron un par de lustros más para imprevistos, y se fijó el descenso en el año 3050 del día de la fecha; trece antes del fin del patriarca, a los 937 de su edad y con 258 de antelación al desquiciamiento del globo. Contando pues en números redondos una marcha de cinco siglos diarios, necesitaban siete días (incluyendo las paradas de las comidas en plena atmósfera) para tragarse las treinta centurias y media en cuestión. Pero el humor no faltaba, si bien turbado a intervalos por el recuerdo de don Sindulfo, y había provisiones para dos meses; de modo que, si nada es más largo que una semana de hambre, ellos parafraseando el axioma, presentían que nada iba a ser más corto que otra de felicidad. La expedición tuvo principio en las mejores condiciones. Los ocios se mataban ora explicando a Sun-ché las maravillas del invento y narrándole las peripecias del viaje (si bien haciendo caso omiso de su parentesco con el inventor para evitarle las amarguras de la viudez), ora fundando planes sobre el porvenir, todos por supuesto de color de rosa y perfumados con el incienso de la vicaría. Poco más de la mitad del camino tenían ya andado, cuando en la hora meridiana del cuarto día y en sazón en que el vehículo cortaba la más limpia y transparente de las atmósferas, el aparato dejó repentinamente de funcionar. --¿Qué ocurre? --se preguntaron todos con extrañeza. --Algún cambio de tiro --repuso Juanita. Pero la actitud alarmante de Benjamín no permitió a nadie saborear el chiste. --Tal vez una solución de continuidad... --dijo este meditabundo. --Entonces vamos a despeñarnos sobre la tierra si la corriente no se establece --adujo Luis. --Sin embargo --objetó el políglota-- no nos movemos. --¡Cómo! ¿Ezto ni zube ni baja? --No. --Puez ací ce quedó Quevedo. Y precedidos de Benjamín los excursionistas se consagraron al reconocimiento del mecanismo sin hallar desperfecto alguno que les procurara la clave del enigma. La tarde se pasó en vanas tentativas, y con las sombras de la noche la alarma, exagerando el peligro, alcanzó proporciones considerables. Pocos fueron los que lograron dormitar; dormir ninguno. Con la luz del alba repitiéronse las observaciones; y como casi todos alcanzaban los mismos grados de inteligencia en mecánica, las opiniones podían contarse por los individuos. Al tercer día, los militares como recurso supremo y sin dar cuenta a Benjamín de lo que consideraban muy luminosa idea, se decidieron a deslastrar el Anacronópete; y empezaron a arrojar por las compuertas las cajas y costales que más a mano se les vinieron, sin reparar en clase ni condición. Término estaban poniendo a su tarea, cuando Benjamín que, atraído por los golpes, llegó a la cala: --¡Desgraciados! ¿Qué hacéis? Deteneos --gritó fuera de sí. --¡Le peza mucho la tripa a la cabalgadura! --Pero nos estáis dejando sin provisiones de boca; y nuestro caso es horrible: ¡Hemos naufragado en el aire!... Aquel grito fue la señal del pánico. Toda esperanza estaba en efecto perdida; y por un azar hijo de la impremeditación se veían sin vitualla, pues las existentes apenas alcanzaban para cuarenta y ocho horas. Semejante peligro era indudablemente el más grave a que habían estado expuestos. --¿Quién podrá venir en nuestro socorro? --preguntaba la pupila con las de sus ojos arrasados en lágrimas. --Deje usted; que puede que pase algún titiritero de esos que suben en globo y nos echará una cuerda --aducía Juana optimista hasta competir con el célebre Panglos. --¿Aereonautas aquí? --exclamaba con desaliento el arqueólogo consultando la situación--. ¿Ignoras que estamos en el año 1645 antes de la era cristiana y encima mismo del desierto de Sin? --Ci a mí me dan un cable yo me comprometo a dezcolgarme para ezplorar el horizonte --propuso Pendencia. Pero ni había a bordo soga tan larga, ni, aun siendo posible el descenso, debía exponerse el valiente andaluz a quedar en tierra si al vehículo se le ocurría emprender la marcha sin más razón que la que había tenido para pararse. Encomendóse pues la salvación de los náufragos a aquella débil pero única probabilidad, y como medida de precaución se acortaron las raciones. Seis días después de la detención ya no tenían qué llevarse a la boca. Al séptimo hubo que triturar las sustancias que contenían algún jugo y elaborar una especie de harina con sus principios leñosos. Al octavo la fiebre había ganado las filas. Al noveno no quedaba ningún recurso; y el aire que por todas las ventanas abiertas penetraba, era insuficiente para la respiración de aquellos infelices asfixiados por la sed y demacrados por el hambre. Al amanecer del décimo, los excursionistas yacían tendidos por el laboratorio, cuyo aspecto tenía muchos puntos de contacto con un campo de batalla sembrado de cadáveres. --Decidámonos. ¿Qué se hace? --preguntó Benjamín dando un rugido con el aliento que le prestaba la desesperación. --Devorarnos a la suerte --gritó un soldado. A cuya proposición asintieron en coro todos los hijos de Marte cerrando los oídos a las súplicas que las mujeres anonadadas les dirigían. --Un momento de reflexión --adujo Luis pensando en Clara--. Acaso se le ocurra a alguien otro plan menos cruento. --No; a la suerte --vociferaron los mílites tomando una actitud amenazadora. --Dicen bien --objetó Benjamín--. No hay salvación para nosotros; hace diez días que permanece inmóvil el aparato. --Zobre todo el dijeztivo. --El hambre nos acosa y el instinto de conservación aconseja una determinación radical. --¡Qué lástima que los judíos hayan matado a don Sindulfo! --balbuceó la decidora Juanita--. ¿Quién le tuviera aquí? --¿Para qué? ¡Una boca más! --No, señor; para hacerle pagar el pato. Al oír el pato verificóse un movimiento de reacción en los viajeros que les hizo incorporarse; pero convencidos de que eran víctimas de una ilusión, todos ahogaron un suspiro y volvieron a dejarse caer. --¡No más treguas! --insistieron los peticionarios. --¡Piedad! --murmuró Clara, estrechando las manos de Luis. --Por última vez --intercedió el enamorado capitán dirigiéndose a los suyos-- yo os exhorto a que hagáis gracia a las mujeres. --Ci. Puez para hacerlaz reír eztamoz ahora. --¡No! --Pues bien; yo os doy mi vida por la suya. --Ezo ez diztinto; ze aprueba, porque todoz hemoz de ir cayendo por turno. Ahora te convenceráz de mi amor, Juanita. --¿Por qué? --Porque mil vecez te he dicho: «Te quiero tanto, que te comería.» Y ci te toca número bajo yo te probaré mi cariño. Perdida ante el hambre toda noción de humanidad y de respeto, los soldados puestos de pie exigían con tal ahínco el cumplimiento de su demanda, que hubiera sido temeridad exponerse a que, tomando por sí mismo la justicia, se convirtiese en ley del capricho lo que podía concretarse a contingencia de la fortuna. --Resignación --dijo Benjamín--. Manos a la obra. Apuntemos los nombres; venga papel. --¿Papel? Nos hemos engullido hasta los billetes de banco. --Pues echemos pajas. --No; que nos podemos comer el juego. --Ya sé --prosiguió el políglota--. Aquí tengo mi colección de minerales y piedras preciosas; cada cual tome un ejemplar cuya inicial del color corresponda con la de su nombre. Así, por ejemplo: Luis, lázuli: Pendencia... perla: Clara, coral. --Usted, Benjamín, tomará el verde --interpuso Juanita. --Verde se escribe con V. --Para prozodias eztá el estómago. Distribuidas aquellas boletas de nueva invención, metiéronlas en un pañuelo y dispusiéronse a dar comienzo al acto. --¡A ver! Una mano inocente. --Como no zea la del almirez... --Usted, Clara. --Yo no quiero ser responsable de la muerte de mi prójimo --dijo la pupila eludiendo la oferta. --Tú, Juana. --No, que estoy segura de sacar la _jota_. Que escoja la emperatriz, que justo es que le toque a ella la China. Y ya le iban a presentar el bombo a Sun-ché, cuando un bulto que se desprendía por uno de los ventiladores, hizo volver a todos la cabeza hacia aquel sitio. --¡Don Sindulfo! --gritó el arqueólogo dejando caer las piedras. --¡El loco! --exclamaron los circunstantes no atreviéndose a creer lo que veían. Era realmente el asendereado tutor el que, excitado por la locura, aunque impotente por la inanición, se presentaba a sus ojos convertido en un esqueleto parlante. ¿Cómo se encontraba allí? Es muy sencillo. Al arrojarle al Vesubio, su cuerpo en vez de seguir hasta el fondo, se detuvo en una de las rocas salientes del interior del cráter. La inalterabilidad a que estaba sometido le permitió no solo resistir la caída sin el menor daño, sino soportar también la alta temperatura de aquel antro en fusión. Al verificarse la erupción fue lanzado al espacio con la peña que le sustentaba; pero como en aquel instante el Anacronópete, al salir huyendo de Pompeya, cortase la parábola que don Sindulfo describía, uno de los tubos de desalojamiento le recibió como el buzón recibe una carta, produciendo aquel extraño ruido que los viajeros tomaron por el choque de una piedra sobre el vehículo. --¿De modo, que del boleo que le dio a usted el volcán, vino usted a colarce por el rezpiradero del _ana compepe_? --Sí; para satisfacer mi venganza. --¿Cómo? --Al oír que mi sobrina y Luis se abandonaban a los mayores transportes de felicidad: al ver vivo al rival de quien ya me juzgaba libre, los celos ejercieron sobre mí su funesto poder y concebí la idea de que pereciésemos todos juntos. --Pero ¿por qué medio? --interrogó su colega. --Fijando en el espacio el Anacronópete, cuyo mecanismo secreto no conocéis ninguno, para condenaros a la inmovilidad en la atmósfera insondable y complacerme en vuestra lenta agonía. --¡Miserable! --prorrumpieron los soldados--... ¡Muera! --Ci, muera; que cea ezta la primera rez que ce zacrifique en nuestro _holoclauztro_. --Matadme en buen hora; no haré sino precederos. Vuestra suerte no por eso ha de cambiar. --Tiene razón --objetó Benjamín--, no adelantamos nada. --Sí; se adelanta la comida --arguyó la de Pinto. --¿Luego no hay clemencia? --Ninguna. Muramos. --Corriente, muramoz; pero lo que ez usted inaugura el matadero. --A él, camaradaz. Los soldados se precipitaron sobre don Sindulfo a pesar de la resistencia de Sun-ché que por gestos les pedía el perdón del hombre por quien experimentaba tan invencible simpatía. Ya iban a descargarle el golpe fatal, cuando una lluvia benéfica que penetraba por la claraboya del techo, suspendió la mano de aquellas sedientas criaturas. --¡Agua! --articularon todos abriendo la boca para recibir el celestial rocío. --¡Es nieve! --exclamó Juanita reparando que más que gotas aquello parecían copos. --¡Tampoco ez nieve! --repuso con alegría Pendencia al saborearlo--. Hay dentro azí como unos chícharoz. Benjamín que hasta entonces permaneciera silencioso, dióse un golpe en la frente, y embriagado de gozo: --¡Nos hemos salvado! --dijo. Y corrió en busca de una biblia que en el armario estaba, mientras don Sindulfo se mesaba los cabellos de desesperación al presentir su derrota. --Mirad --insistió el políglota leyendo en el libro--. «Capítulo XVI del Éxodo. Israel vino a parar en el desierto de Sin que está entre Elim y Sinaí.» Donde nos hallamos nosotros. --¿Y bien? --preguntaron los circunstantes atónitos al contemplar que envueltos en la lluvia caían por la claraboya centenares de pájaros animando el laboratorio con sus voces y aleteos. --«Y vinieron codornices que cubrieron el campamento, el cual se llenó también de un rocío que los israelitas llamaron maná.» --¡El maná! ¡Bendito sea Dios! Y todos se hincaron de rodillas. --¿Y ahora persistirá usted en su criminal proyecto? --preguntó Luis a su tío. --Y la peregrinación duró cuarenta años --interpuso Juanita--. Con que de aquí a que se nos acaben las provisiones, tiempo le queda a usted de ver cómo se arrullan. --En vano es luchar --exclamó el tutor vencido y humillado--. Llevadme adonde os plazca. --A la tierra de Noé en el Ararat --gritó Benjamín. --Sea --balbuceó el sabio; pero por lo bajo añadió: «Todavía puedo vengarme». Y los excursionistas, después de recoger abundante cantidad de aquel pan del cielo y de reconfortar sus perdidas fuerzas, obligaron a don Sindulfo a dejar desembarazados los movimientos del Anacronópete, encerrándole luego por precaución en el cuarto de los relojes para no verse expuestos a algún nuevo rapto de locura. --Que nadie ce coma laz plumaz de laz codornicez que han de cervir para hacerle un plumero al zabio. --¿No se lo decía yo a usted, señorita? --observó Juana--. Nosotros somos como los tentetiesos; aunque nos tiren de cabeza, siempre caemos de pie. Y el Anacronópete emprendió su majestuosa marcha sobre el pueblo escogido por Dios, al que aún tuvieron ocasión de ver atravesando el mar Rojo a pie enjuto mientras sus aguas, uniéndose tras él, abrían ancha tumba a los ejércitos del cuarto Amenophis. [Ilustración] [Ilustración] CAPÍTULO XX El mejor, no porque sea el más bueno, sino por ser el último Sesteaban tranquilamente los pastores mientras el ganado se esparcía por la falda de la montaña o por las laderas de dos ríos que, al cruzar sus brazos, parecían decirse estrechamente adiós como si presintieran que en su curso iban a separarse para no volver a reunirse nunca. Los labradores en el valle, congregados en familia, dormitaban bajo sus tiendas, soñando tal vez al resguardarse de los rayos del sol, en el botín que la noche les reservaba en el ataque de la vecina tribu. La mujer, reducida en aquellos tiempos a la condición de animal, el menos mimado del hombre, aderezaba las pieles que habían de servir de envoltura al fornido Triptolemo y al infatigable Nemrod, o disponía el tasajo con cuyos restos, disputados a los canes, se la premiaba el ejercicio de la maternidad. Dominando el campamento sobre una no muy elevada colina, alzábase la tienda del jefe, donde este y los ancianos organizaban el pillaje y resolvían las diferencias de la tribu con veredictos que nada tenían de común con la justicia. El descenso del Anacronópete en aquel risueño valle, produjo en la nómada multitud la extrañeza supersticiosa y cobarde que en la ignorancia infunde siempre lo desconocido. Al despertar sobresaltados por el aviso de los vigías, todos apercibieron sus hondas, empuñaron sus cayados y corrieron adonde el consejo estaba reunido para preguntar tumultuosamente si era al ataque o a la defensa a lo que debían disponerse. Aunque la caída del vehículo tenía algo de sobrenatural a sus ojos, y los trajes de los expedicionarios aumentaban su confusión, la exigüidad del número con relación a la tribu restableció la confianza y se determinó dejarlos avanzar para despojarlos en sazón oportuna y repartirse las mujeres entre los que más se distinguieran por la noche en el rebato del aduar enemigo. En aquel momento una negruzca nube, que poco antes empezara a subir por el horizonte, llenó el valle de sombras y descargó en lluvia torrencial. --¡Ah de la tienda! --gritó Benjamín al llegar con los suyos a la de los ancianos. --Me parece que también aquí van a recibirnos con tanto gusto como al casero --murmuró Juanita al ver la actitud de la gente. --¿Por qué venís a turbar el sosiego de nuestro campo? --Somos viajeros errantes y pedimos hospitalidad. --Pagadla. --Ved nuestra extenuación --prosiguió el políglota--. Reconfortad con algún alimento nuestras perdidas fuerzas. Y la verdad es que, hartos de codornices, los excursionistas deseaban adquirir a cualquier precio una cazuela de modestas sopas de ajo. [Ilustración] --Trocadlo por vuestras vestiduras --repuso el jefe--. Aquí no se da nada sino por algo. Convenido el trueque, se transmitió la orden de servirles leche, frutas y un par de recentales. Entre tanto la tempestad seguía rugiendo y el eco de las descargas eléctricas repercutía en el valle con imponente fragor. --Mirad, mirad esa colección de ancianos venerables --repetía Benjamín dominado por su idea y contemplando con éxtasis la ratificación de sus esperanzas en aquellas cabezas cubiertas de nieve--. Decidme si no son ellos los que poseen el secreto de la inmortalidad. --¿Cuántoz añoz tiene usted, abuelo? --Quinientos setenta y cinco --repuso el interpelado al enterarse por Benjamín de la pregunta de Pendencia. --Gemelo de usted --dijo Juanita a don Sindulfo que, absorto y reflexivo, solo dejaba escapar una sonrisa de satisfacción cada vez que el rayo iluminaba la tienda con su cárdena luz. --Puez habrá usted conocido a Mahoma. --Creo prudente, don Benjamín --observó el capitán de húsares--, que mientras disponen los alimentos, aclare usted su enigma a fin de emprender el rumbo hacia nuestras tierras. --Sí... voy a realizar mi sueño dorado. Temblando de emoción y rodeado de sus compañeros que, después de tantos peligros, esperaban saborear las delicias del triunfo, el paleógrafo sacó los cordeles encontrados en Pompeya, y enseñándoselos avaramente al jefe de la tribu: --A ver --le dijo-- si podéis descifrarme esta escritura de que solo me ha sido dado interpretar los primeros caracteres. Todos los circunstantes contenían la respiración. El cinco veces centenario patriarca repasó los nudos entre sus dedos y, lanzando una carcajada estrepitosa: --¡Mirad! --exclamó haciendo circular el _documento_ entre los suyos que con irreverentes signos de desprecio hicieron coro a la hilaridad del anciano. --¿Pero en suma?... --preguntó Benjamín con desconcierto. --Esto son tonterías del soñador Noé: consejos que ha repartido por todas las tribus para curarnos de lo que él llama la corrupción de los hombres. --¿Qué? --interrumpieron los circunstantes presintiendo algún desengaño. --Él sabe que nosotros no nos acomodamos sino con el robo, el pillaje y el escándalo, y pretende que Dios, a quien no conocemos, va a castigarnos con sus iras. --No parece que os haya escarmentado el Diluvio --objetó Benjamín ante aquella tan paladina como desvergonzada confesión. --¿El Diluvio? No sé. Nosotros venimos de luengas tierras. --¿Pero no habéis experimentado una inundación general? --No en mis días. --Bien hice yo en sostener en el Ateneo que el cataclismo no había sido universal. En fin; volviendo a nuestro asunto, aquí dice: «Si quieres ser inmortal, anda a la tierra de Noé y»... --«Y él --prosiguió el viejo interpretando la escritura-- enseñándote a conocer a Dios te dará la vida eterna.» Los expedicionarios no pudieron reprimir un movimiento de indignación contra Benjamín, al ver reducido a un precepto moral lo que ellos acariciaron como receta empírica. Todo se explicaba perfectamente: los cordeles transmitidos a varias generaciones habían sido enterrados bajo la estatua de Nerón por algún cristiano habitante de la Campania deseoso de eludir las persecuciones del siglo primero; y el occidental refugiado en China, descendiente suyo e iniciado en el secreto, se había introducido en Ho-nan para difundir la doctrina del Salvador anteponiéndose a las gloriosas conquistas de las misiones católicas en el extremo Oriente. --¿De modo?... --balbuceó el políglota ruborizado... --Que nos ha hecho usted pasar las de Caín --repuso Juanita-- para aprender lo que desde chiquitines sabíamos ya por el catecismo del Padre Ripalda. --¡Ci zon uztedes doz zabioz de cimilor!... Las pullas y las diatribas no hubieran tenido fin sin una detonación espantosa que, pareciendo conmover hasta los cimientos del mundo, produjo un silencio de muerte. La lluvia se despeñó de golpe como si cataratas la vomitasen, y todos por instinto trataron de salir de la tienda; pero un vigía penetrando en ella con la mirada errante: --¡Salvaos! --dijo con terror--. El firmamento se desgaja; los ríos han roto sus barreras y el valle ha desaparecido bajo las hondas encrespadas de un mar de espuma. ¡A la montaña! --¡A la montaña! --gritó la tribu desapareciendo al par que la tienda: aquella impelida por el pánico; esta arrebatada por el huracán. Las mujeres, perdiendo el sentido, impidieron emprender la fuga a los anacronóbatas, que con espanto veían flotar los cadáveres sobre las aguas, ganar los vivos las alturas, iluminar el espacio sierpes de fuego, y sobre el negro fondo del horizonte subir el nivel de aquella rugiente masa líquida hasta lamer la cúspide del montículo que les servía de base. --¡Valiente chaparrón, caballeroz! ¿Ci cerá el Diluvio? --Imposible --dijo Benjamín--. Aquella catástrofe tuvo lugar en el 3308 antes de Jesucristo y nosotros hemos hecho alto en el 2971 o sea 337 años antes. --¿Y mi venganza? --vociferó don Sindulfo con la alegría de una satánica satisfacción. --¿Cómo? --Me habéis encerrado como una fiera en el cuarto de los relojes y yo los he retrasado para que, dirigidos por un falso cómputo, seáis víctimas conmigo de esta conflagración universal. Un rugido prolongado sucedió a las palabras del implacable loco. La situación era insostenible; las aguas desprendían bajo los pies de los viajeros las piedras de la colina, y la oscuridad era tan profunda que a dos pasos no se distinguían los objetos. Las fuerzas de Luis cedían al peso de su preciosa carga. Ello no obstante trató de subir hasta la punta del promontorio; pero una ráfaga le derribó y Clara desasida de sus brazos sepultóse en el abismo. --¡Dejarme a mí que nado como un boquerón! --dijo Pendencia y se arrojó al agua; pero al caer, sin lastimarse gracias a la inalterabilidad, en vez de sumergirse en un cuerpo líquido dio con el inanimado de Clara tendido sobre una superficie sólida y dura. Un manojo de rayos iluminó el firmamento, y a su resplandor pudo el intrépido soldado medir la inagotable bondad de la Providencia, enviándole en un grito agudo todo un himno de alabanza. --¡El cangrejo! --exclamó reconociendo el Anacronópete y recordando su condición retrógrada. Era en efecto el vehículo, que arrastrado por la corriente flotaba sobre las olas junto a aquella colina que de tumba se había trocado en embarcadero. Don Sindulfo, con los ojos inyectados en sangre, fue el primero en penetrar en él ciego de cólera. El trasbordo se verificó sin dificultad por la galería que recibiera a Clara y al asistente, y unos segundos más tarde los expedicionarios, hendiendo aquella cortina de agua y fuego, seguían su curso navegando por la más diáfana y apacible de las atmósferas primitivas. Ocupados en prestar auxilios a las enfermas y preocupados con la duración del síncope, todos advirtieron que andaba; pero a nadie se le ocurrió preguntar quién había puesto en actividad al coloso. Luis, ante el temor de que su pobre tío cometiese por razón de su estado alguna nueva imprudencia, le puso cuatro centinelas de vista señalándole otros tantos pies cuadrados de zona de movimiento fuera del alcance del mecanismo. [Ilustración] En las primeras horas se desconfió de salvar a aquellos exánimes seres harto resistentes hasta entonces a tantas vicisitudes; pero la juventud suele acordarse en medio de sus derrotas del indisputable derecho que la asiste a la vida, y provoca crisis tan rápidas y absolutas como la que a nuestras simpáticas viajeras devolvió el uso de sus facultades. Abrazado que se hubieron como hacían después de haber corrido algún gran peligro, por cuya razón paréceme que si no los deseaban tampoco los temían, nadie pensó sino en la felicidad que al regreso les esperaba. --¡Ah! --decía Juanita--. Cuando yo vuelva a oír pregonar por Madrid la _Correspondencia_... --Nada, nada: cada oveja con zu pareja. Uzté, capitán, con la ceñorita; don _Pichichi_ con la emperatriz y yo con la doncella (perdonando el modo de ceñalar) --con lo que se refería a un cariñoso golpe que le había dado en la espalda a la de Pinto-- noz vamos a la parroquia, noz echa el cura el garabato y a vivir. --A este paso no tardaremos en llegar --adujo Luis. Entonces fue cuando el políglota fijó mientes en la vertiginosa rapidez que llevaban; pero ignorando si la imprudencia estaba de su parte, se calló limitándose a consultar los relojes que con gran asombro suyo encontró desmontados y con las manillas fijas en el año 3308, época del Diluvio que habían traspuesto hacía seis horas. --¿Qué es esto? --se preguntó alarmado. Y abriendo uno de los discos del laboratorio, trató de reconocer la posición. Aquello era horrible; las alternativas de luz y sombra se sucedían como las vibraciones de un timbre eléctrico en que la transición del sonido al silencio no deja espacio perceptible. De vez en cuando el Anacronópete suspendía su marcha; diríase que se procuraba algún reposo, tras del cual, nuevo Judío Errante, emprendía su curso como si una voz oculta le gritase: «Anda.» Aprovechando estos fenómenos, para él incomprensibles, Benjamín con la vista clavada en el telescopio asistía al desfile de la descomposición de la naturaleza. Ora, al cruzar la antigua Hélade, robaba sus secretos a la mitología apercibiéndose de que los cíclopes no eran más que los primeros explotadores de las minas bajando a las entrañas de la tierra con una linterna en la frente, convertida por los poetas en un ojo; ya al cortar los confines del Asia y de la América, sorprendía que los siberianos habían sido los pobladores de las regiones descubiertas por Colón, pues los veía atravesar en caravanas, lo que entonces era un istmo, abierto más tarde por las aguas para formar el estrecho de Behring; el Mediterráneo no existía; los Alpes eran una llanura; el desierto de Lybia un mar. Tras los hijos de Caín, aparecía el cadáver de Abel: después del Paraíso la Creación... Una carcajada sacó a Benjamín de su estupor: era don Sindulfo que, recreándose en el asombro del arqueólogo, gritaba en el paroxismo de la locura: --Habéis provocado mi venganza y yo no cejo en la empresa. --¿Qué? --exclamaron todos presintiendo alguna nueva desventura. --Creíais caminar hacia adelante, y ya veis que seguís retrocediendo. --¿Pero aquí no se acaban las tribulaciones? --decía Juana. --Ce noz orvidó trincarlo. --Cambiemos de rumbo. --Sí. --Es inútil --prosiguió el loco con sus carcajadas convulsivas--. ¿No observáis que viajamos con una velocidad quintuplicada? No hay quien nos detenga: he destruido el regulador, y el Anacronópete disparado corre a precipitarse en las masas candentes primitivas. --¡Horror!... --La muerte nos espera a todos en el caos. --¡El caos! --Mirad. Y en efecto; a través del disco brillaba una tenue luz, principio del orden de la naturaleza y fin de la confusión de los elementos; pero, al retrogradar, la masa caótica iba espesándose gradualmente, y el grueso vidrio no alcanzaba a resistir los aluviones de agua, tierra y fuego que, agitados por el aire suspendían a intervalos y con violentos choques el empuje del vehículo flotante en aquel barro incandescente. La inalterabilidad había perdido sus propiedades; la asfixia se apoderaba de los viajeros, por el calórico desprendido de las paredes; hasta que por fin el cristal fundido, dando paso a un torrente de sustancias ígneas, ¡¡¡se abrió con el estampido de cien volcanes!!!... * * * * * Era el público del teatro de la _Porte Saint Martin_ que, concluida la representación de una comedia de Julio Verne, premiaba la inventiva del autor. Juanita con Pendencia y los agregados militares enviados por nuestro gobierno a la exposición de París, ocupaban unos asientos de galería. Clara, casada desde la víspera con Luis, compartía con este las miradas de los curiosos en un palco de proscenio, acompañada de su tutor y de su inseparable amigo el arqueólogo, parte integrante de la existencia de don Sindulfo desde que perdió a la muda en las playas de Biarritz, y atraídos ambos a la Babilonia moderna por el aliciente del universal concurso. Ya se comprende lo demás: el tutor se había dormido y había soñado. Cuando por el camino contó el sueño a su familia, todos rieron grandemente; lo que dudo mucho que haya acontecido a mis lectores con este relato. Y no obstante hay que reconocer que mi obra tiene por lo menos un mérito: el de que un hijo de las Españas se haya atrevido a tratar de deshacer el tiempo, cuando por el contrario es sabido que _hacer tiempo_ constituye la casi exclusiva ocupación de los españoles. [Ilustración] VIAJE A CHINA CARTAS AL DIRECTOR DE «LAS PROVINCIAS» [Ilustración] Macao, 26 de septiembre de 1878. Querido amigo: A las diez en punto de la mañana del 11 de agosto, el vapor _Tigris_, de las Mensajerías Marítimas, largó sus amarras, y como flecha salida del arco, se desprendió de Marsella con rumbo al extremo Oriente. Todos tus lectores saben sin duda lo que es un barco; pero pocos habrán estado a pupilo en uno correo durante treinta y ocho días, y por si alguno llegara a necesitar ese hospedaje, allá van unos cuantos informes sobre el particular. Los buques tienen su fisonomía como las personas; pero como en ellas, el cruzamiento de razas influye en la alteración de las facciones. No sé si la estética naval o la conveniencia indujo, no hace mucho, a los ingleses a suprimir el tajamar en sus _steamers_, y naturalmente, del comercio de sus astilleros con las naciones marítimas, resultó una generación de buques chatos que se pasea por los mares con los quevedos en la frente, puesto que los dos vigías de proa ya no encuentran narices sobre qué cabalgar. El _Tigris_, harto viejo para someterse a las exigencias de la moda, conserva aún su cartílago nasal, y hace bien, pues tengo para mí que en cuestiones de navegación, tan indispensable es el olfato como la vista. La patrona de estos pupilajes, que se llama _Agencia general_, y que tiene sucursales en las cinco partes del mundo, reside en Marsella, y le indica a uno el cuarto que puede ocupar en tal o cual de las nueve casas que desde la _Joliette_ hasta _Shang-hai_ tiene en aquel momento disponible; y he aquí lo que por 52 francos y 50 céntimos al día puede exigir el huésped. Una de las dos camas de que se compone cada camarote y los accesorios correspondientes a un cuarto-tocador con ropa; un camarero; baño diario, caliente o frío; un peluquero; el derecho de usar como costureras a las camareras destinadas al servicio de señoras; un médico; un boticario; cuarenta fogonistas, africanos, en su mayor parte salidos del golfo de Adén, encargados de alimentar los hornos; un primer maquinista y cuatro segundos; dos cocineros con sus marmitones correspondientes; un _maître d’hôtel_ y doce criados para las mesas de primera y segunda; cerca de cuarenta chinos para el servicio secundario, entre los cuales algunos _boys_ (voz inglesa que significa muchacho o criado de distinción), consagrados a agitar _las pancas_ de que hablaré a su tiempo; un capitán de armas conservador de las de a bordo, y con el deber de cerrar las escotillas de los camarotes cada vez que al mar se le hinchan las narices y amenaza invadir el buque por la menor abertura; despenseros; carniceros; un repostero; sobre cincuenta tripulantes para poner y quitar las cortinas de los balcones, según el viento que sopla; un agente de correos; un comisario, a cuyo cargo corre la administración general, pago de haberes, compra de provisiones y que recibe las quejas de los inquilinos si alguna tienen que formular; no sé cuántos timoneros; tres oficiales y un segundo capitán, salidos del cuerpo de pilotos, cada uno de los cuales hace el servicio de puente durante cuatro horas, lo que en lenguaje técnico se llama _el cuarto_, y por último, un comandante, por lo común teniente de navío de la marina de guerra, jefe nato de todo el personal, y por decirlo así, intendente de la casa. De paso, y como detalle, te diré que el carbón que se gasta diariamente a bordo se eleva a 50 toneladas, que, a 60 francos una como mínimum, representa una suma de 3.000 por día. Pasemos a la alimentación. A las seis y media de la mañana empiezan los desayunos de café solo o con leche, té, chocolate, pan con manteca, una copa de vino generoso u otra bagatela por el estilo. A las nueve y media se sirve el almuerzo, compuesto de cuatro _hors d’œuvres_, como sardinas de Nantes, salchichón, agujas u otro pastelillo de carne, huevos, manteca, ostras, langostinos, etc., etc., a los que siguen dos platos fuertes de cocina, tan abundantes como variados, y el indispensable _karrick_ (arroz con salsa muy cargada de pimienta), terminándose con un surtido postruario y una taza de café. Las libaciones se hacen con vino tinto francés, Marsala, Jerez seco, cerveza y coñac. También hay agua. Cuanto sale de este programa se paga a parte. «Y ya me tiene usted como un reloj», diría el _caballero particular_, hasta las doce y media, hora en que se sirve el _tiffin_, palabra con que se designa en Asia el _tente en pie_, que en Europa llaman los ingleses y sus adeptos _lunch_, y que consta de caldo, salchichón, pollo o carnes fiambres, queso, sandwiches, vino, cerveza, refrescos de limón y brandy, y otras menudencias. Concluido el _tiffin_, ya no se yanta nada más... hasta las cinco y media, en que la campana vuelve a congregar a los pasajeros en el refectorio para la comida. Afortunadamente esta es ligera: una sopa, un _relevé_, cuatro suculentas entradas, dos asados (de ave y de carne), ensalada, _karrick_, un plato de legumbres, dos _entremets_ o platos dulces, uno de los que muy a menudo es sustituido por un rico helado, queso, frutas frescas y secas, pastas, café, pan, vinos y licores. Y ya no toma uno otra cosa hasta las ocho y media. Entonces, con el pretexto de la taza de té, se paladea un bombón por aquí, se engulle una galleta por allá, se discute y se prueba experimentalmente que el sandwich es mejor por la noche que por la mañana; y con una limonada ahora, un vaso de cerveza poco después y un _grog_ más tarde, dan las diez de la noche, y las mandíbulas se entregan al reposo, para emprender de nuevo su tarea al romper el alba, ni más ni menos que un peón de albañil, sin domingos ni fiestas de guardar. A propósito de fiestas, te diré que estas no se solemnizan, por no haber a bordo sacerdotes; y que habiendo preguntado la causa de esta omisión, se me contestó, y me convencieron, que de establecer en los vapores un presbítero católico, había que dar cabida en ellos, por equidad, a un pastor protestante, a un _papa_ griego, a un derviche musulmán, a un bonzo chino y a tantos otros encargados de los diferentes cultos con que los hombres interpretan la idea de la Divinidad. Las diversiones y los espectáculos se dividen en naturales y técnicos. Son naturales el _whist_ y el ajedrez; el piano y canto, prodigados generalmente por los que menos aptitudes deben a la madre naturaleza y al arte auxiliar; el mareo desde la palidez, su primer síntoma en ambos sexos, hasta la abstinencia del tabaco en el hombre y la descompostura e impudibundez sin conciencia en las señoras; el rodar sobre cubierta de los pasajeros con sus sillas en días de marejada; los equilibrios y el cojeo de aquellos valientes que se pasean por vanidad, y a quienes al echar el pie les falta el barco; el pajarito que vuela, el pez que salta, el buque que se divisa, el promontorio que sale de las aguas, el panorama del puerto a que se arriba, y el ridículo tocado con que el europeo se disfraza por estas latitudes, y que contrasta con el traje negativo de la mayor parte de los indígenas asiáticos. Constituyen los técnicos las maniobras de la marinería, que los pasajeros experimentados explican a los novicios con gravedad cómica y en detrimento de la exactitud la mayor parte de las veces; las noticias geográficas, hidrográficas y etnográficas con que el viajero se enriquece, gracias a la amabilidad de los oficiales; el lenguaje de las banderas y de las luces; las de Bengala con que se saludan por la noche al cruzarse dos vapores de la misma compañía, y que, tomadas por un incendio a bordo, hicieron salir de su camarote a cierta señora tan despavorida, como ligera de ropa, enhebrada en un enorme salva-vidas de cerca de dos varas de diámetro; la revista de inspección que el domingo pasa el comandante, seguido de su estado mayor, a todo el personal, vestido de gala y formado en su puesto; el simulacro de fuego a bordo que se hace cada jueves y en el que, al minuto de dar la campana la señal de alarma, todo tripulante debe hallarse en su destino, la bomba funcionando, el doctor en la farmacia y las camareras preparando hilas y vendajes; por último, el zafarrancho de combate que, una vez en el viaje de ida y otro en el de vuelta, se simula para el horrible caso de abandono del buque, y que se practica tomando cada oficial el mando de un bote cuyas amarras hace picar, y saliendo primero el más joven con los niños, después el que le sigue en edad con las mujeres, el tercero con los viejos, y los sucesivos con el resto de la tripulación: todos los oficiales, armados de revólveres, tienen la consigna de levantar la tapa de los sesos al que no se someta a la disciplina del caso. _¡Delisioso!_ como diría el capitán de la zarzuela _Robinson_. Y enterado ya de lo que es el domicilio flotante y de la vida que en él has de llevar, pasemos a lo que podrás ver, si te da la ocurrencia de venir a hacerme una visita; para lo cual principias por gastarte dos mil francos para meterte como un libro en el estante de una biblioteca; y una vez encasillado, si el mareo no te vuelve tísico, o la diferencia de climas no te mata, ni te asfixia el mar Rojo, ni la nostalgia te impele a suicidarte, ya estás seguro de que a menos de que la máquina estalle, o se declare una manga de agua que sumerja el buque, o que haya un incendio a bordo, o que otro barco aborde el tuyo, o que un error de cálculo en una noche oscura te haga estrellar contra una roca, o que el mistral te quiera guardar en el Mediterráneo antes de que el Monzón pueda engullirte en el Océano Índico o devorarte un tifón en el mar de la China, ya estás seguro, repito, de llegar sano y salvo a Hong-Kong y poder exclamar al pisar sus playas: «Me separan de mi casa treinta y ocho días de mar y tres de tierra, descompuestos en tres mil leguas de veinte al grado. Aquí son las ocho de la noche y en mi patria apenas si será medio día: me hallo en pleno Celeste Imperio y he hecho la mitad de la vuelta al mundo: escribiré mi llegada a la familia y antes de tres meses tendré la contestación, si la manda a correo seguido.» Créeme, llévate pañuelo, porque si no tendrías que secarte más de una lágrima con el dorso de la mano. En fin, no pensemos más en ello; el comandante sobre el puente, grita con voz de trueno: «_Larguez tout: en avant_», y las amarras se divorcian de los bitones. Partamos. [Ilustración] Macao, 8 de octubre de 1878. Querido amigo: No me exijas que entre en un análisis profundo de las cosas que vamos a ver. Recuerdo aún la sorpresa que me produjo siendo niño, y ya empieza a ser larga la fecha, el primer prestidigitador que admiré en un teatro, y el desengaño que experimenté cuando, ya mozo, supe que tenían doble fondo las cajas; y desde entonces, siempre que puedo, me limito a la superficie, sin meterme en honduras, convencido de que la ilusión es más bella que la realidad. Te convido, pues, a una función de fantasmagoría sin alardes de erudición, en la que, si errores cometo, no serán de trascendencia, puesto que no trato de producir enseñanza. Pasemos el estrecho de Bonifacio, con la Córcega a un lado y la Cerdeña al otro. ¿Ves a la derecha una casita blanca con un toldo de pámpanos? Es la residencia de Garibaldi en Caprera. El brazo de la unidad italiana está allí para señalar enfrente al viajero la cuna de los Bonapartes. Alborea el día 13 y fondeamos en Nápoles. Su extensa y hermosa bahía se baña de luz; los vendedores de objetos de coral y de lava invaden el _Tigris_, mientras los músicos ambulantes, metidos en lanchas, te saludan con sus cantos populares, llenos de poesía y ejecutados con una admirable precisión por jovencillas vivarachas de ojos de fuego, para quienes la música es como la palabra: no saben cuándo la aprendieron. El vapor debe zarpar a las nueve, y no hay tiempo para visitar todo lo notable que encierra este primer punto de escala. Afortunadamente, yo la conozco desde mi regreso de Atenas y voy, aunque muy de prisa, a señalarte lo que más impresión ha de producirte. Figúrate que desembarcamos a las seis de la tarde. En primer lugar, tomemos un sorbete en casa de Benvenuto; es un tributo que hay que pagar al gran confeccionador de helados que tiene Europa. Por media lira, o sean dos reales, te sirven una como rodaja de queso de bola, de dos dedos de gruesa y en forma de media luna, que te deja recuerdo indeleble del nombre de _pezzi_ con que lo bautizan. De allí nos vamos al teatro de San Carlos, suntuoso edificio dirigido por un arquitecto español y academia en que se sanciona, como en la Scala de Milán, la fama de los artistas líricos. Ya es media noche y el estómago pide que nos ocupemos de él; por consiguiente, en lugar de meternos entre las ahogadas paredes de un restaurant, nos vamos a _Santa Lucía_. Allí, a la orilla del mar, al aire libre, sobre magníficas mesas de mármol, alumbradas por globos de gas, unos criados vestidos de rigurosa etiqueta nos sirven pescado frito, langostinos y ostras frescas, que unas vendedoras muy jóvenes y bien ataviadas abren y preparan en elegantes casilicios alineados al borde del parapeto del muelle; y todo esto rociado con Salerno y Siracusa, y amenizado con las picarescas canciones de tanta Malibrán en flor y tanto Paganini degenerado como fecunda en aquella tierra privilegiada la lava del Vesubio. Una carretela nos aguarda. Subamos a ella y sigamos la herradura de la bahía. Al cabo de dos horas de marcha, me preguntas admirado si aquella calle de Nápoles no acaba nunca; y tu asombro crece de punto al saber que hace más de una y media que hemos dejado la ciudad, y que aquella serie interminable de quintas, caseríos, _villas_ y hasta palacios, no son otra cosa que pueblecillos, jardines y granjas que se suceden sin interrupción ni intervalo desde Nápoles hasta _Reggio_, extremo occidental de la Italia en el estrecho de Mesina. Nosotros nos paramos en _Portici_, donde, a defecto de la _Muda_ del maestro Auber, encontramos a un locuaz arriero, que nos prepara las caballerías para la ascensión al Vesubio. Larga y penosa esta, fuera del interés científico que puede despertar en un geólogo, no tiene otro encanto que la satisfacción de haber marchado sobre cenizas, la vanidad de haber tocado los bordes de su inmenso cráter y oído la bronca respiración de sus pulmones; y para el que, como yo, madruga poco, haber asistido a la iluminación del golfo por los primeros rayos del sol naciente. Plata en el mar, verde en la montaña, rojo en el horizonte, azul en el cielo, tornasoles en la ciudad, perfume en el ambiente, música en el espacio, luz en el aire. Tú, poeta, dispón en tu fantasía y como te dicte el sentimiento, los colores y los ruidos que te libro a granel; pero que son los verdaderos componentes de una alborada en Nápoles. Desde allí, y por otra vertiente, las acémilas nos bajan a Pompeya, sepultada en el primer siglo de la era cristiana y descubierta en tiempo de Carlos III, de la que hoy se conoce ya todo el perímetro y más de tres cuartas partes de la ciudad están desenterradas. ¿Qué podré decirte de ella? Su orden arquitectónico te es bien conocido. Pues bien; imagínatela toda cortada a la altura del primer piso de sus casas y sin más que la planta baja en pie. Pórticos, vestíbulos, patios con fuentes microscópicas y detalles liliputienses, y detrás el gineceo o habitaciones para las mujeres; columnas estriadas como base de apoyo, mosaicos por adorno y el _cave canem_ inscrito en el suelo cerca de la perrera, como aviso prudente para las pantorrillas del visitante. Parece una ciudad cuyos moradores han salido para asistir a alguna fiesta cercana, y a cada momento crees que van a hacer irrupción en sus dominios. En su museo se admiran cosas sorprendentes: trigo y legumbres carbonizadas, pan cocido el día de la erupción, aceite metido en tinajas, joyas pertenecientes a los cadáveres, que se han encontrado envueltos en una capa petrificada de lava y azufre, y de los que han sacado vaciados en yeso, conservando la posición en que los sorprendió la muerte; papiros a los que se da cierta consistencia con una substancia química, y que colocados bajo una campana de cristal, se los sujeta a un aparato que desenvuelve dos milímetros por día, hasta que toda la hoja desarrollada, se la fotografía, y pegada a un cartón, pasa a enriquecer la biblioteca de manuscritos, más notable bajo el punto de vista de la curiosidad que de la historia. ¡Qué impresión al visitar aquel teatro donde resonó la musa de Plauto y de Terencio! ¡Qué movimiento de horror ante aquel circo, donde tantos gladiadores han apagado con su sangre la sed de espectáculos cruentos del pueblo latino! ¡Qué sobrecogimiento ante aquel foro, que Cicerón ha sabido llenar con su presencia cuando para reposar de las tareas de Roma, iba a solazarse durante el estío en la patricia residencia pompeyana! ¡Qué asombro al visitar aquellas termas, germen en un principio de salubridad y de higiene en una raza guerrera; fomentador más tarde de la corrupción y la molicie en aquellos imitadores de Capua! ¡Qué vergüenza en aquellos templos del amor, con sus lechos de mármol, sus estimulantes del deseo artísticamente pintados en las paredes, y su padrón de ignominia esculpido en la puerta como testimonio de la divinidad a que se rendía culto! Las ruinas de Herculano son más importantes en el concepto del arte; pero lo difícil del descenso y la premura de nuestro viaje nos impiden ir a verlas. Tomemos el tren, y atravesando vergeles llenos de quintas, con sus colgantes de macarrones puestos a secar en todas las ventanas (y de que el pueblo napolitano hace un inconcebible consumo, comiéndolos la gente baja con las manos y por madejas), volvamos a Nápoles, y a uña de caballo, echemos una ojeada al museo de Borbón. Vasto y suntuoso edificio; posee numerosos y notables cuadros; y en escultura se honra con el grupo de Farnesio; pero como no podemos apreciar una por una las bellezas que atesora, vamos a ceñirnos a una sola, aunque típica especialidad. Me refiero a la venta de copias de aquellos lienzos maestros, ejecutadas, no diré por artistas, mas sí por obreros del arte de Apeles que, a centenares, invaden las espaciosas crujías del palacio y asaltan al curioso con ofertas tentadoras y en competencia sin igual. Allá va un ejemplo para muestra: una copia de una Santa Familia del Sarto, midiendo media vara, tendida en un bastidor con cuñas, y aunque ligeramente tratada, representando un trabajo de tres sesiones por lo menos, me ha sido adjudicado en la suma de... ¡_una peseta_! Y basta, que nos esperan a bordo. Atravesemos a escape la _Chioja_ y _Toledo_, las dos grandes arterias de la populosa Nápoles, el palacio real y la multitud de teatrillos que, como hongos, salen por todos lados; y mientras el _Tigris_ larga sus amarras, echemos unas monedas de cobre a esos buzos, que desde su lancha nos desean buen viaje. Míralos cómo se zambullen, cómo luchan en el agua, y cómo, por fin, el más hábil se presenta en la superficie, llevando en la boca los dos cuartos de la presea. Por fin, zarpamos; los músicos ambulantes entonan desde sus canoas una marcha, cuyos ecos se van debilitando poco a poco; la bahía parece como que se contrae, y la ciudad como que se repliega; ya un solo punto luminoso se ve en el horizonte: el Vesubio; después su aliento... después nada; el mar, tan imponente cuando aleja al viajero; tan juguetón y bullicioso cuando le vuelve a los suyos. A las nueve de la noche, el _Stromboli_, como faro de las islas Líparis, se presenta por estribor, arrojando fuego de su cráter. A media noche, el vapor corre entre dos cordones de luces; son Mesina y Reggio; Scila y Caribdis. La Sicilia se borra por fin con la vaga silueta del Etna, y al otro lado la Calabria ulterior se pierde en las olas y se confunde en la bruma. Dos días después llegan hasta nosotros las brisas del archipiélago griego que, envidiosas de la isla de Candía, que nos sale al paso, trepan por sus ásperas montañas, y nos saludan con la más cariñosa de las sonrisas; y el 17, a las dos de la tarde, el vigía de Daimieta anuncia nuestra llegada a Puerto-Said. Estamos en África. Instintivamente la mirada se vuelve hacia atrás como buscando algo que se lleva el agua al borrar la estela de nuestro barco. Es que acabamos de dejar una parte del mundo; la nuestra. ¡Adiós, Europa! Hay dos itinerarios para llegar hasta el mar Rojo; el que seguimos nosotros y el que se hace desembarcando en Alejandría y tomando el ferrocarril que pasa por el Cairo y va a Suez. Este último es más largo, no por la duración del viaje, sino porque una vez en la capital del Egipto, ¿quién se vuelve sin visitar la Esfinge, la pirámide de Gizeh, las demás tumbas de los Faraones y lavarse en la corriente del Nilo? He dicho que el viaje es más largo, _no por su duración_, y debo rectificar este aserto, pues según me han referido, parece ser que la locomoción ferrocativa de los _fellah_, hace de la lentísima española algo vertiginoso, como los convoyes de San Francisco de California a Nueva-York, pues entre otras causas hay la muy poderosa de que cuando al maquinista se le cae la petaca, o encuentra a un amigo que sigue a pie la ruta, para el tren, y recoge a una o a otro, sin que nadie le dirija cargos por ello. Nosotros, ya puestos en la boca del canal, seguiremos la recta trazada por el inmortal Lesseps. En Puerto-Said desembarcan los pasajeros para Beirut, Damasco, Esmirna, y toda la costa de Siria y Palestina, y en los que seguimos al extremo Oriente, empieza a verificarse la metamorfosis reglamentaria de trajes, usos y costumbres. Lo primero es despojarnos de todo sombrero a la europea, y calzarnos el _hélmed_ (con _h_ aspirada); casco para el uso de los ingleses en la India, que le da a uno el aspecto de un cocinero de bomberos, en razón de la forma del utensilio y de la blanca funda que lo reviste. A este preservativo de la insolación sigue el aligeramiento de traje, como recurso contra los calores sofocantes que nos aguardan, y que consiste en la sustitución de la lanilla por el lino y el empleo de _la morisca_ por la noche. La morisca es un traje de algodón, compuesto de calzones anchos y blusa de manga perdida, que se viste con exclusión de camisa e interioridades equivalentes. A bordo da comienzo el consumo de arroz hervido, rociado con una salsa muy picante, de la que toma el nombre de _Kury_ para los ingleses, _Cary_ para los franceses, y que todos, indistintamente, llamábamos _Karrik_ en tono de broma, porque, como dicha prenda de vestir, servía de abrigo al estómago contra el desnivel de calórico producido por la transpiración. Las _pancas_, que son como unas bambalinas de lona pendientes del techo, forradas de algo que sin hacerlas pesadas las vuelva consistentes, y que se adornan con un volante al canto, son puestas en movimiento de vaivén por un chino que, desde el extremo del comedor tira de la cuerda que las une todas, y que es como la mano de aquellos abanicos, encargados de refrescar el aire a las horas de comer; o lo que es lo mismo, constantemente. Por último, se nos da la orden de dormir sobre cubierta, pues ha habido casos, como el de unas religiosas que por pudor se quedaron en el camarote, y amanecieron asfixiadas por la atmósfera de fuego que reina por las noches, principalmente en el mar Rojo. Puerto-Said no tiene nada de notable, aunque su porvenir es inmenso; ciudad brotada de la apertura del istmo, no hay nada en ella, fuera del sol, que acuse el carácter oriental; todo está construido a la europea, si bien con arreglo a las exigencias locales; su faro recuerda los de los puertos franceses; su plaza de Lesseps es un pequeño _square_ a la inglesa; las casas, aun las más fastuosas, como la agencia de las mensajerías y las oficinas del canal, podrían pasar por quintas de recreo en los alrededores de Roma, o en la campiña de Pau; las tiendas, pobres en general, se parecen a las de una provincia de segundo orden de España. Las calles, tiradas a cordel y a medio construir, son un remedo, en fin, de las modernas poblaciones. En ellas abundan los cafés cantantes con orquestas alemanas, billares, ruletas y demás entretenimientos. Pero lo que a Puerto-Said le falta como sello urbano, lo suple con creces con la diversidad de razas orientales que lo pueblan. Desde el negro del Sudán que en la barcaza conduce el carbón para _El Tigris_, hasta el chipriota que vende fotografías en el bazar, todo difiere de lo nuestro. Ya es el indolente mozo de cordel, que sucio y harapiento, acorta su miseria durmiendo en la arista de sombra que proyecta en la calle el alero de un tejado; ya el habitante de la Arabia pétrea, que con su túnica azul y su tabardo gris, ostenta sobre un fondo de luz los viriles y correctos contornos de una fisonomía abierta como el desierto; ya el beduíno de la fuente de Moisés, con la bruñida y negra faz, destacándose sobre el blanco y recogido turbante, y acariciando la espingarda, compañera de su soledad. Allí se codean la beduína de las montañas de Altaka, con la cara descubierta y llena de ajorcas y de joyeles, y la mujer fellah, de mirada incitante, que lanza rayos de sus pupilas por encima del velo que le cubre el rostro; el chek de la guardia nocturna, de rugosa frente y acusadas facciones, y el beduíno del monte Sinaí, con su turbante en punta y el torso desnudo; la dama turca y la esclava del Sudán; el derviche y el camellero, el hombre de mar y el de la montaña; el mercader, en fin, de bazar cubierto, y el hijo de los aduares; pero todo con tal perfume de Mahoma, con un sello tan marcado de _Corán_, que, para que la ilusión sea completa, hasta el cielo parece asociarse a nuestra causa, retrasando el plenilunio, y coronando en una luna creciente el inmenso turbante azul, bajo el que asoma la islamita fisonomía de Puerto-Said. Volvamos a bordo. Aquí ya nadie canta como en Nápoles; pero todos gritan. El batelero no te transporta al _Tigris_ si antes no pagas al chek el precio del pasaje. El buhonero ya no vende baratijas de su confección, sino artículos de viaje traídos de Europa. El arte se acabó en Italia, para no volver a verlo. En Egipto la fuerza natural impera, pero con un carácter retrógrado a medida que avancemos. Con los primeros albores del día 18, el vapor se pone en marcha para entrar en el canal, admirable corrección hecha por la ciencia sobre el libro de la naturaleza, sublime puerta por la que la civilización va a invadir los dominios de la barbarie. Entremos. Largamente debatida ha sido la cuestión de si en los tiempos antiguos existió o no un canal que ligaba el mar Mediterráneo al golfo Arábigo. Los que lo afirman, aducen como razón la presencia de los lagos en el istmo; lagos que, hábilmente utilizados por Lesseps, han facilitado notablemente su titánica empresa. Yo dejo al tiempo y a la ciencia que aclaren este punto, y limitándome a mi papel de cronista, relato lo que veo. Para no andar buscando mapas, vamos a formarnos uno, que nos dé una idea aproximada del istmo de Suez. Apoyemos las dos manos de plano sobre una mesa y unamos los pulgares por sus extremos como para formar la cadena magnética, con la que dicen que se hacen girar los platos y los sombreros. La mano derecha representa el continente africano, la izquierda es el Asia. El vacío que resulta entre los pulgares y el pecho significa el Mediterráneo que, extendiéndose por la muñeca derecha (a la que supondremos cortada, para que nos haga el efecto del Estrecho de Gibraltar), toma, desde el lado opuesto de la misma muñeca hasta el extremo del meñique izquierdo, el nombre de Océano Atlántico. El hueco desde los pulgares hasta los nudillos de los índices, es el mar Rojo o golfo Arábigo; y desde dichos nudillos hasta la extremidad de los dedos, el mar de las Indias. Los pulgares, unidos, son la lengua de tierra que une al Asia con el África, y que, impidiendo que el Mediterráneo y el mar Rojo se junten, toma el nombre de istmo de Suez. Cuando, antiguamente, un buque tenía que transportar mercancías a las Indias o a los puertos chinos colonizados por europeos, abordaba el Océano Atlántico, costeaba la punta de la mano derecha, y navegando después de índice a índice, estaba seguro de llegar en unos seis meses a su destino, cuando no tenía que detenerse un par de ellos, esperando viento favorable sobre la extremidad del anular derecho, conocido con el nombre de Cabo de las Tormentas o de Buena Esperanza. Pero un día el orbe entero se conmovió. Era por los años 1820. Un inglés llamado Mr. Wagorne había imaginado el modo de hacer llegar el correo desde Europa a las Indias, ganando más de una mitad de tiempo. _Time is money_, gritó la Gran Bretaña; y la Mala inglesa quedó establecida de este modo: un buque de vapor conducía los paquetes desde Gibraltar hasta el nudillo del pulgar derecho, o sea Alejandría; desde allí, atravesando el dedo, o sea el istmo, el correo era llevado por tierra con graves riesgos y exposiciones, hasta el puerto de Suez, en la bifurcación del pulgar y el índice: y una vez en Suez, otro vapor de la compañía Peninsular y Oriental inglesa lo dirigía a su destino por el mar Rojo. Era este un inmenso adelanto, y bien merecido tiene Mr. Wagorne el busto que la Compañía le ha levantado en el extremo del canal; pero la rapidez de la comunicación postal no hacía sino aguijonear la impaciencia del mercader que, si bien recibía la remesa con mucha antelación, no por eso las mercancías tardaban menos. En esto apareció Mr. de Lesseps, y esgrimiendo unas tijeras de gran temple intelectual y de muchos millones de coste, dio un corte en el istmo, hizo que dos mares, hasta entonces separados por dimes y diretes de una mala lengua de tierra, quedasen amigos hasta el extremo de vivir juntos, y ayudado por el vapor, logró que en la quinta parte del tiempo que un buque invertía antes en costear el África, pueda hoy el viajero trasladarse desde el Campo de Marte hasta Pekín. El canal no es otra cosa que una inmensa zanja abierta en el istmo y que se ensancha de cuando en cuando por la presencia de los lagos Menzaleh, Ballah, Timsah y los Amargos. A derecha e izquierda el desierto con sus ribazos blancos de sal por la evaporación del agua. De distancia en distancia un _chalouf_ o estación de la empresa, donde un poco de tierra vegetal, llevada exprofeso, ha permitido que broten algunas plantas para solaz y entretenimiento del guarda y remembranza de la vegetación en la mente del viajero. Por rara casualidad, un árabe con la espingarda al hombro atraviesa aquellos arenales, veloz como el pensamiento y como huyendo de la soledad. En las horas en que el sol cae más a plomo, algún camellero, con cinco o seis de sus fieles rumiantes, busca saludable refugio cerca de la corriente de las aguas, tendido en la vertiente del talud. Constantemente el espejismo, produciendo extraños fenómenos de óptica. Ya son montículos de arena que, reflejados en la atmósfera, semejan islotes saliendo del fondo de un lago: ya es una ciudad con sus cúpulas y minaretes, que la realidad destruye y convierte en la reflexión de una bandada de grullas que dispersa el silbido del vapor. En el medio del canal, un verdadero oasis: Ismailía con el palacio del virrey, rodeado de palmeras, naranjos y bananeros. Un poco más lejos nos sorprende la noche; pero como la navegación está aquí prohibida fuera de las horas de sol, hacemos alto. Se respira plomo; las bujías del piano ostentan una llama fija e inmóvil sobre cubierta; estamos atracados junto al ribazo y nadie se atreve a desembarcar: hay fieras. Amanece el 19 y nos ponemos en marcha. Tres horas después estamos en Suez. La ciudad, distante como una legua del puerto, se une a este por una faja de tierra echada sobre el agua, sin una piedra, sin un árbol, sin el menor pretexto de sombra. Pocos minutos después, el vapor sigue su rumbo y penetra en el mar Rojo. La sacudida de la hélice repercute en el corazón del viajero, y de un solo latido de su frente, retrograda miles de años. Va a pasar de Mahoma a Moisés, del Corán al Génesis; de la leyenda árabe al dogma bíblico; del mórbido seno de la desnuda poesía, al severo y majestuoso pliegue de la túnica cristiana. [Ilustración] [Ilustración] Macao, 14 de marzo de 1879. Mi querido amigo: Estamos atravesando el golfo de Suez; parece que, con solo extender los brazos, vamos a tocar al África por la derecha y al Asia por la izquierda. A un lado llevamos la tierra de los Faraones, el poema de José, el Nilo, cuna del gran legislador del pueblo Israelita; al otro el desierto, cuarenta años de peregrinación, Judea, el Jordán, Jerusalén. ¿Ves por babor aquel pequeño paraíso destacándose en medio del arenal de la Arabia pétrea? Es un grupo de palmeras y plátanos dando sombra a la fuente de Moisés, primer alto de los Israelitas después de pasar a pie enjuto el mar Rojo. Por la noche, el pico del monte Sinaí sale a recordarnos los preceptos del Decálogo. El mar se ensancha, bórranse las costas; pero la imaginación le hace adivinar a uno la proximidad de Medina, tumba del Profeta Mahoma, y los vapores que, hacinados de sectarios del Corán en caravana, se cruzan con el nuestro, nos señalan la situación de la Meca, la ciudad santa del islamismo. Durante tres días el calor nos sofoca. Por fin, llegamos al estrecho de Bab-el-Mandeb, o puerta de los Suspiros, perfumada con el aroma de los cafetales de Moka. Destacado de la costa africana se ve un peñón; es Perrin, la primera portería del estrecho; aquel guardián habla inglés, y a guisa de llavero ostenta un variado y surtido manojo de cañones. Unas horas más tarde, al amanecer el día 24, otro inglés, con más cañones que el primero, nos abre, por decirlo así, la otra hoja de la puerta, y fondeamos en Adén, pequeño rincón de la Arabia feliz. * * * * * Los hijos de Albión han impuesto al mundo conocido la sacramental frase de las casas de Madrid: _Nadie pase sin hablar con el portero_. Inglaterra es el conserje universal. Desde su casa puede pasar revista a todo el que se proponga dirigirse por el mar del Norte a las regiones árticas. El estrecho de Gibraltar le permite husmear cuanto ocurre en el Océano y el Mediterráneo. Queda un boquete abierto entre la Sicilia y Túnez; lo tapa con Malta; y Constantinopla, sobre la que de hecho ejerce el protectorado, cierra la marcha de esta serie de mamelones, que forman la gran muralla marítima de la Europa. En el triángulo del África es dueña de los ángulos: Sierra Leona, el canal de Suez, en la forma de la mitad de sus acciones, y el Cabo. La América se halla prensada entre la Nueva-Bretaña, o Canadá, la Jamaica y las posesiones antárticas y las de la Oceanía; y por lo que al Asia respecta, empezando en Chipre, siguiendo por Adén (donde se convierte en oro el café de Moka y desde el que se escudriña todo el movimiento de la costa S. E. del África, del cabo Guardafui al de Buena Esperanza) y terminando en el estrecho de Bering, todo habla inglés y nada escapa a la vigilancia de la Gran-Bretaña. El Indostán, enclavado entre dos golfos, está defendido en el de Omán por Adén y la isla de Ceylán, y por esta y Singapore en el de Bengala; amén del refuerzo de la Australia para tener en jaque a toda la Malasia y la Micronesia en el Océano equinoccial; la Cochinchina no puede moverse entre la Península de Malaca y Hong-Kong; y por último, las concesiones otorgadas en Shang-hai, Tien-tsing y la costa de la China, llevan la influencia del Reino Unido hasta las regiones árticas en el estrecho de Davis, y puede decirse que la Inglaterra tiene al mundo metido en el bolsillo. Pero hablemos de Adén. Allí dejamos a los viajeros que se dirigen a Zanzíbar, Mozambique, Madagascar, Mauricio y Borbón. Una serie de rocas peladas, sin más vegetación que una lujuriante de artillería de grueso calibre, sirve de asiento a la ciudad. Esta es una de las primeras fortificaciones del mundo; luego la visitaremos; antes fijémonos en lo que rodea al _Tigris_. Ya han trepado por la borda multitud de mercaderes y se han cerrado las portillas de los camarotes para evitar el hurto y la rapiña. Aquello es una invasión de hordas salvajes de aspecto aterrador, color de ébano, ojos inyectados en sangre, pelo crespo, sonrisa infernal, alaridos de fiera, desnudos la mayor parte, y ofreciéndote sus mercancías, consistentes en pieles de tigre, de leopardo o de mono, maderas toscamente labradas, flechas, crises, armas, dientes de animales; la especulación, en fin, en su forma más rudimentaria. Nuestro vapor se ve rodeado por infinidad de barcazas, tripuladas por seres que parecen monstruos salidos del Averno, y que en un inglés _sui generis_, te brindan con llevarte a tierra. Los niños, que de cinco o seis años ya manejan sus embarcaciones, tienen el aspecto de monos; como el simio, rechinan los dientes, y como él tienen los pies y las manos aplastadas, y muy largas las falanges. Han nacido para vivir en el agua, y es de ver como, por una pequeña retribución, se precipitan desde la borda del _Tigris_, atraviesan su quilla de babor a estribor, luchan entre sí y pescan la moneda, que muchas veces el remolino ha conducido al fondo. Otras, como en el viaje anterior al del _Tigris_, acontece que un tiburón se encarga de dirimir la contienda, devorando a alguna de aquellas pobres criaturas. Lo que llama poderosamente la atención, es que la mayor parte de aquellos negros ostenta una cabellera rubia como un hijo de las orillas del Támesis. Confieso que mi primera intención fue creer que la influencia del dominio inglés entraba por algo en aquel mesticismo de la raza; pero luego supe que solo se debe a la moda, que allí, como en todas partes, hace sentir su presión. Parece, en efecto, que este es un signo de distinción entre los habitantes del golfo de Adén, y que para obtener el resultado que se proponen, se untan la cabeza, después de raspada, con una mezcla de cal y no sé qué otra sustancia; y lo prueba el que muchos de ellos llevaban su hedionda plasta sobre el occipucio, pareciendo como atacados de alguna asquerosa enfermedad cutánea. Después dejan crecer el pelo, que, crespo y de colores distintos, les abulta la cabeza en tres o cuatro veces el tamaño natural, y excuso decirte si, al ver correr hacia ti a un fenómeno semejante, no echas mano al revólver, como medida de precaución. Lo primero que, después de los cañones, se ve al tocar tierra, es el barrio comercial, con sus agencias, fondas, factorías y la residencia del gobernador. Unos sucios e incómodos coches de cuatro asientos le llevan a uno por la ciudad indígena, formada de chozas y zaquizamíes; y después de cruzar el verdadero Adén, con sus cuarteles, sus casuchas jalbegadas y sus estrechas calles, sigues subiendo, con el mar siempre a la izquierda y algunos arrabales hediondos a la derecha, hasta llegar a las cisternas, obra titánica donde apaga su sed aquel pueblo, asfixiado por los rayos de un sol tropical. En todo el trayecto de dos horas no se encuentra ni el vestigio de una planta; solo al pie de las cisternas han conseguido, llevando tierra vegetal de Europa, plantar una docena de árboles, pero una docena literalmente hablando, que han alcanzado el desarrollo de una mata de laurel. En los puestos de la policía, que se suceden de trecho en trecho, se ve por vez primera el _gong_ o campana china, disco de metal que da un sonido como el del címbalo, y con el cual se comunican los agentes. Estos dominan a la turba a palos, y te libertan por ese medio de los innumerables chiquillos que te siguen y asedian pidiéndote una limosna, lo que no quita para que, después de despejado el terreno, el _policeman_ tienda también la mano en demanda de retribución. Asombra la diversidad de razas que allí pululan. El árabe, de correctas facciones; el abisinio, desafiando al sol con su cabeza siempre descubierta, y tapando sus piernas con una sábana llamada _sarrong_, que, liada a la cintura, pende hasta los tobillos, mientras que embozado en otra, echada sobre los hombros, encuadra con elegantes pliegues su bronceada fisonomía, de puras aunque acentuadas líneas, y juguetea con el inseparable junco en forma de cayado, indispensable atributo de su elegante condición; el somaulís, con su gracioso turbante; el afeitado y desnudo habitante de Nubia, cabalgando sobre el paciente asno; el parsi, descendiente de los antiguos persas, sectario de Zoroastro y adorador del fuego, cubierto con un jaique sobre calzones a la europea, y calzada la cabeza con una como mitra en forma idéntica a la boquilla de un clarinete; el indostánico o malabar, con la chaquetilla de vivísimos colores y el abultado turbante escarlata, fumando sus _ehibuc_, incrustado en las jorobas de su camello; hasta el hombre, en fin, que sin otro traje que un pañuelo pendiente de la cintura, ignora su patria, su religión y su lengua; todo se encuentra allí en mezcla confusa, como si la especie humana se hubiera dado cita para asombro del viajero, que solo conoce el mundo por las cartas geográficas. Amanece el día 25, y zarpamos con rumbo a Ceylán. A las dos de la tarde doblamos el cabo Guardafui, y dejamos el estrecho de Bab-el-Mandeb para cruzar el golfo de Omán por el mar de las Indias, y aquí empieza a danzar el buque impelido por un violento SO., que no es otra cosa que los últimos, pero respetables, aletazos del monzón. Son los monzones unos vientos que en dirección distinta reinan periódicamente en estas latitudes. De octubre a marzo soplan de NE., y de mayo a agosto del SO.; pero hasta entablarse o fijarse, hay en los meses intermedios una lucha entre ambos, que produce en el mar de la China los horrorosos huracanes conocidos con el nombre de tiffones que, aunque de menor importancia que los ciclones del Atlántico, ocasionan catástrofes espantosas. [Ilustración] Pasemos lo mejor que podamos estos ocho días que nos esperan sin ver tierra, y colocándonos por entre las Maldivas y las Laquedivas, recalemos sobre el cabo Comorin, crucemos el golfo de Manaar y fondeemos al terminar el 2 de septiembre en la parte meridional de la isla de Ceylán, en aquel paraíso, portugués primero, luego holandés y británico últimamente, que lleva el nombre de Punta de Gales. * * * * * Busco, pero en vano, la manera de describirte esta maravilla; no se me ocurre más que compararla a una decoración de ópera de gran espectáculo. Voy a ver si puedo dar de ello alguna idea. Estando en rada, miras de frente a la ciudad, y por tu derecha se extiende la costa. ¿Te has detenido a observar alguna vez el innumerable tejido de troncos y ramas de que se componen los zarzales y las malezas? Pues figúrate que toda aquella inextricable red de palitos se convierten en elevados y airosos cocoteros, que se cimbrean al soplo de una benéfica brisa, y tendrás la base de esta inconcebible vegetación. Imagínate que del centro de la ciudad, surgen cúpulas de templos católicos, pingorotes de capillas ojivales o góticas, promontorios de pagodas búdicas, pirámides de monumentos bramines, minaretes de mezquitas árabes, terrazas de opulentas moradas; y todo esto entre bosques de jardinería. Yo no sé si me explico; pero a ver si me entiendes: recuerdo que en todas partes por donde la vegetación es rica, se ve una masa hermosa, imponente; pero _masa_ en fin, cosa maciza. En Gales no; los troncos están tan compactos que se tocan; pero las ramas son tan variadas, tan elegantes, tienen una languidez tan poética, que parece como que el artífice de aquella naturaleza ha estudiado la combinación de la luz sobre los colores de las plantas, y se ha complacido en recortar aquellas hojas festoneadas, para que un cielo siempre azul caiga a pabellones por las ondulaciones de los árboles, y un sol tropical se infiltre por entre los hilos de aquel encaje de verdura. Junto al cocotero de cubierto tronco y arqueado penacho, surgen el bananero, de ancha y deshilachada hoja, y la palma del viajero, abanico abierto de colosales ramas, que lanza al aire sus varillas, adornadas de plumas de esmeralda, con la regularidad de los radios de una circunferencia; y si de los prismas pasamos a los olores, dime el maridaje que resultará de la mezcla de aquellas gomas, con los efluvios de unos frutos que, empezando en la odorante piña, espiran y se ahogan en los bosques de caneleros. ¡Aquello es un caos de colores y perfumes! Saltemos pronto a tierra; hay que entrar allí. ¿Pero qué es esto? En Gales todo es sorprendente. Las lanchas tampoco son como en los demás países; los botes, las canoas, las falúas, todo aquello concluyó. Aquí nos sale al encuentro la piragua, embarcación típica y original, que merece describirse. Figúrate un cajón de madera, de la longitud y de la altura de una canoa ordinaria, con dos proas como esta, pero sin tripa, toda vez que sus costados lo forman sencillamente dos planchas, unidas entre sí por unos travesaños en la parte superior, y una especie de peana o contrapeso por abajo. Su anchura no llega a media vara, de tal modo que los tripulantes, al sentarse en ellas, llevan las piernas encajadas, y las caderas fuera de la embarcación. Como supones, sería imposible que este aparato flotase, a no ser por el balancín que le agregan por un costado, y que consiste en dos largos remos armados y sujetos a la borda en posición de bogar, a cuyos extremos se ata transversalmente, o sea paralelo a la piragua, un cilindro de madera que, descansando sobre el agua, establece el equilibrio, presentando un extenso polígono de resistencia que le impide zozobrar. Ya asaltan el _Tigris_ los buhoneros del país. La raza humana, que en Nápoles era morena, tostada en África y negra en Adén, empieza a perder color en la India; el cingalés es un moreno con fondo amarillo y pelo de azabache. Hombres y mujeres se peinan echándose las melenas hacia atrás, y retorciéndolas para sujetarlas, hechas un bodrio, sobre la nuca; un peine de goma como el que en Europa usan las niñas, completa su tocado. El cuerpo le ciñen con un sarrong de colores, como la sábana de los abisinios, y una chaquetilla europea en ellos y un gabancito o _caracó_ en ellas, que tiene poco de airoso. El sexo feo suele usar patillas, lo que acaba de asimilarlos a los gitanos. La venta a bordo ha cambiado también de fase. A los productos artísticos de Italia y a los zoológicos de la Arabia, han sucedido los finísimos encajes de Lahor, los bordados y telas primorosas de Cachemira, los productos persas, que las caravanas indostánicas transportan de Ispahán y de Teherán, y por último, las piedras preciosas con que en calidad y cantidad compite la India con el mundo entero. Debo advertirte que se venden muy caras y que te piden por ellas el cuádruplo de su valor; así como que hay que ser muy experto para no tomar gato por liebre, pues son más las piedras falsas que las verdaderas que se ponen en circulación. Solo de ese modo se explica que yo adquiriese ocho grandes rubíes, tres enormes zafiros y un topacio en cambio de tres levitas, dos pantalones y cuatro chalecos fuera de uso. Fue un cambalache de cristal por paño, muy admitido entre los joyeros falsos cingaleses. Desembarquemos; pero no me preguntes lo que es Punta de Gales; no lo sé. Allí no hay calles; son bosques inmensos en los que, diseminados, encuentras templos, casas, chozas, hoteles, agencias, joyerías; coches que se cruzan con carretas tiradas por bueyes pequeños, que trotan como caballos, bayaderas que bailan, magnetizadores de serpientes que las electrizan al son de la flauta, juglares que te asombran, titiriteros que te horripilan. Ya sabes que los indios del Malabar son los más hábiles gimnastas que se conocen; estoy persuadido, sin embargo, de que van a maravillarte estos dos ejemplos de acrobacia y prestidigitación de que he sido testigo en uno de aquellos jardines que llaman plazas. Un hombre coloca tres venablos o chuzos atados en forma de trípode y con los hierros hacia abajo, sobre el puño de un sable; apoya la punta de este sobre una lanza, y acostándose en el suelo, tiene todo aquel armatoste en equilibrio sobre su frente, hasta que dándole una sacudida, despide la lanza por un lado, el sable por otro y los venablos vienen a clavarse en el suelo entre las rodillas y los sobacos del titiritero. Otro individuo puso sobre una mesa, sin tapete, una canasta de mimbre, en la que, encogiéndose mucho, se arrebuñó un muchachuelo; cubrió el cesto con su tapa, y blandiendo un enorme cris, se entretuvo en dar de puñaladas al continente y al contenido. Oyéronse los ayes más desgarradores, la sangre corría por la mesa... --¡Basta! ¡Basta! --gritamos todos, no dando crédito a nuestros ojos. El juglar destapó entonces el canasto; el canasto estaba vacío y el rapazuelo entraba en el corro pidiendo con su platillo unas monedas de cobre por aquel inconcebible espectáculo al aire libre. Una de las imprescindibles excursiones que hay que hacer en Punta de Gales es a Wackwella (pronuncia Guacuela). Un cómodo y bien acondicionado coche te lleva, mediante tres rupias (treinta reales), y durante cuatro horas, a visitar el bosque de los caneleros; y por un camino imposible de describir, en el que abundan los árboles más raros, las aves más trinadoras y pintadas que puede soñar la fantasía, y por el que constantemente te sigue una turba de rapaces ofreciéndote, ya un mangustán rojo como la grana y blanco como la nieve, ya un coco con que aplacar la sed, ya una rama de canela con que perfumarte, llegas a la plataforma en cuestión, desde la que, saboreando un refresco del país, divisas un extenso horizonte, cuajado de islas de cocoteros y de colinas de cafetales, por las que serpentea lo que al pronto parece un ancho y caudaloso río de muchas leguas, y que resulta ser una interminable y consecutiva serie de plantaciones de arroz. En el fondo se destaca el pico de Adán, monte situado al N. de la isla, detrás del que existe el puente de Eva, que une la isla de Ceylán al continente Índico, separados por el estrecho de Palk. Porque, debo advertirte, que los cingaleses pretenden, y creo que con razón, que el Paraíso terrenal estaba en su casa; así es que se encuentran allí todos los nombres de nuestras Sagradas Escrituras, y hasta se rinde culto a la Virgen María. Oye cómo la teogonía de los bramines cierra el capítulo de su Génesis: «Atani entristecía en el Paraíso; Dios le dio a Iva por compañera (aquí sigue una bellísima descripción imposible de traducir, pero tan admirable como el cántico de los cánticos). Y al contemplar Dios tanta ventura, dijo: “Ahora sí que estoy satisfecho de mi obra; ya es perfecta; _he producido el amor_”.» Suenan las once de la mañana del día 4 y no tenemos tiempo que perder. Despidámonos de los pasajeros para Pondichery, Madras, Calcuta y Bengala en el E. de la India, y de los que se dirijan a Bombay por el ferrocarril del continente. Volvamos al _Tigris_ y zarpemos. En cuatro días cruzamos el golfo de Bengala. El 8 se aparece Penang, el portero inglés de los Estrechos, con su artillería correspondiente, formando _pendant_ con la punta de Achem, de la isla de Sumatra, en la Oceanía. Al amanecer del 9 concluímos de pasar el estrecho de Malaca y atracamos junto al muelle de Singapore. Estamos sobre el Ecuador; un grado más y cortamos la línea. * * * * * La entrada a esta posesión inglesa es uno de los espectáculos más bonitos que puede soñarse y comparte justamente la admiración del viajero con el Bósforo, el Rhin, el Danubio, la bahía de Río de Janeiro y el golfo de Nápoles. Imagínate que Singapore es un gigante cuyos enormes pies, que son las costas, están bañados por el agua. El vapor se desliza por la punta de sus dedos; pero cada vez que cruza una de sus bifurcaciones, viene a sorprenderte un panorama pintoresco y variado, que te lleva de sorpresa en sorpresa. Entre una vegetación, si no tan exuberante, por lo menos tan coqueta como la de Ceylán, ves aparecer en la cumbre los _bungalows_, o casas de campo inglesas, con sus galerías corridas bajo una serie de arcadas, mientras por abajo, en los repliegues de los dedos, pueblos enteros de chozas plantadas sobre estacas, se reflejan en las ondas, de las que brotan árboles copudos y en que se bañan las aves domésticas. Cada una de aquellas ensenadas parece un Nacimiento. Aquí la raza es ya amarilla, con ese tinte enfermizo que caracteriza al malayo. Elegantes y ventilados cochecillos llamados palanquines, tirados por caballitos malabares, de la alzada de un borriquillo moruno y guiados por un cochero indio, con quien generalmente se cierra el ajuste a bofetadas, te transportan por un larguísimo camino poblado de tenduchos, en su mayoría chinos, a la _city_ o barrio comercial. Este es sombrío, sucio; pero importante y lleno de animación. Singapore es el punto de escala de los que van y de los que vienen, y el almacén de depósito de todas las mercancías imaginables. Así es que, relacionado con el resto del mundo, pululan en su seno todas las razas que vimos en Adén, enriquecidas con el concurso de los siameses y anamitas, los chinos del N. y S. del Celeste Imperio, los tagalos del Septentrión, los visayas del Centro y los moros del Mediodía del archipiélago Filipino, los javaneses y los indígenas, en fin, de las Molucas, las Célebes, la Oceanía y Australia. Allí no tienes que preguntar al europeo el derrotero que sigue; su rostro te lo indica; el que llega tiene color, está rozagante, ríe, charla, nace. El que regresa se lleva el sello del país, amarillea, calla, se queja, muere. En Singapore el traje se simplifica; el sarrong se reduce a un taparrabos, el desnudo impera y empiezan a verse los shalakos, enormes discos de junco de infinitas formas, para cubrirse aquellas cabezas afeitadas o aderezadas con tufos de pelo, que ya brotan en el principio del occipucio, ya se corren hacia la nuca o se inclinan caprichosamente sobre una de ambas orejas. En la _City_ vi el tipo que más ha excitado mi hilaridad. Era a la puerta de una tonelería; y sobre una pipa un hombre totalmente desnudo, con la cabeza afeitada, ostentando sobre sus narices unos anteojos chinos, cada uno de cuyos cristales tienen, sin exageración, el diámetro de una copa para agua, y su montura en concha medio dedo de ancho, leía puesto en cuclillas, a la usanza asiática, el _Times_ de Londres. Por un magnífico puente colgante, se atraviesa el río y se penetra en la ciudad propiamente dicha. Allí están las casas habitables, el palacio del gobierno, el _City hall_ o casa municipal, las iglesias, colegios, congregaciones, paseos, espectáculos; todo en medio de árboles y de flores; pero con carácter europeo adaptado a las condiciones locales. Poca sociabilidad, trato inglés, formalidad, mucho _comfort_; pero expansión, cero. [Ilustración] El 10 salimos de Singapore y empezamos a subir hacia el N. el mar de la China, cruzando el golfo de Siam. El 12 recalamos en el cabo de San Jaime, mole imponente erizada de bosque virgen, en cuya cumbre se levanta el semáforo, visitado constantemente por fieras, contra las que tienen que vivir apercibidos los vigías condenados a aquel peligroso servicio. Siguiendo la costa, aparece de repente, bajo la pesadumbre de aquella montaña, un fondeadero llamado la Bahía de los cocoteros; pintoresco y ameno lugar donde se halla establecida la estación telegráfica del cable submarino, por la que, pocos días después, recibía mi familia la noticia de mi feliz llegada, a las siete horas de mi desembarco en Hong-Kong, mediante la módica suma de once pesetas por palabra. Remontamos con la luna el Donaí, ancho y profundo río, lleno de zig-zag con monótonos, pero verdes ribazos, en los que duermen algunos cocodrilos; y antes de que alborease el día 13, atracábamos delante de la Agencia de las Mensajerías en Saigon, capital de la Cochinchina francesa. * * * * * Situado al lado opuesto del río, hay que atravesar este en una lancha para llegar a la ciudad. Sin querer exclama uno: «Esto es Francia.» En efecto, los hijos de San Luis tienen tres necesidades, que no pueden dejar de satisfacer, y que imprimen el sello hasta a sus colonias menos importantes: _Cafés_, _restaurants_ y _demi-monde_. Saigon está alumbrada por gas, como todas las posesiones inglesas del Asia; pero como en estas los establecimientos de diversión pública no existen, resultan oscuros, mientras que en la metrópoli de la Cochinchina la luz incita al paseante a recorrer su muelle, y la gente vive de noche, sin cuidarse de la hora del apaga-fuegos. Otro distintivo peculiar de la buena administración francesa es que el barquero o el cochero no te exigen nunca más dinero del que tú les das por su trabajo. Las calles, nacientes aún, están edificadas sobre bosques y jardines; pero estos, ni tienen el aspecto virgen de Ceylán, ni el ondulante y caprichoso de Singapore. El rectángulo impera; han obligado a los árboles a aprender táctica, y todos se han tenido que alinear, para producir anchos boulevares sujetos a escuadra. El palacio del gobernador es un magnífico y suntuoso monumento, los jardines recuerdan el parque Monceau de París. Dentro de algunos años aquello no se diferenciará en nada de una capital de provincia francesa, aparte de las chozas de los naturales. La arteria principal de Saigon se llama calle de España. Es el único testimonio y el solo provecho que hemos sacado de la campaña de Cochinchina, en la que las armas españolas han regalado a sus vecinos de allende el Pirineo la hegemonía sobre el imperio de Annam, la costa del golfo de Tonkín y el reino de Camboya. Solo falta Siam para tener el protectorado sobre toda la India Transgangética. A rumbosos no nos gana nadie. Amanece el día 14, levamos ancla, y Norte arriba del mar de la China, bordeamos la isla de Hai Nam, enfilada al canal de Formosa, y fondeamos el 17 a las nueve de la noche, en la rada de Hong-Kong, colonia inglesa del Celeste Imperio. * * * * * Y terminados aquí los treinta y ocho días de navegación, en que a escape hemos visitado lo que nos salía al encuentro, hagamos alto y empecemos a tratar detenidamente de los usos, costumbres, ceremonias y fisonomía del pueblo chino, así como del aspecto de las principales poblaciones del país de Confucio. [Ilustración] [Ilustración] Macao, 19 de abril de 1879. Mi querido amigo: Cuando desde Europa se le ocurre a uno pensar en China, se la representa en su imaginación como una inmensa tela de esos abanicos que llegan allí del Celeste Imperio. Por lo menos así me la forjaba yo. Por todas partes verdes praderas como la esmeralda, salpicadas de flores rojas y azules; en medio de aquellas limpias sábanas de verdura, casitas con su agalerada techumbre, flanqueadas de kioskos en forma de parasoles superpuestos, con su campanilla correspondiente al extremo de cada radio; el arqueado puente como la joroba de un camello tendido sobre un riachuelo transparente que refleja los vivísimos colores del junco al deslizarse por su superficie; a la puerta, en forma de una O, de la casa, ataviadas damas con sus bordados trajes de seda y diminuto pie departiendo tranquilamente con gallardos mancebos envueltos en talares túnicas de recamo de oro, y saboreando una taza de té; en el fondo niños remontando cometas sobre una terraza, y ancianos venerables de luenga barba blanca viendo volar pintados pajarillos. Todos ellos, por supuesto, con caras de marfil, aguzadas y nacaradas uñas y ojos oblicuos. En resumen, la China del europeo es el progreso material del siglo XIX combinado con las patriarcales costumbres de los tiempos bíblicos; de la tela del abanico se desprenden para él estas tres condiciones distintivas de la raza mongólica: lujo, limpieza y silencio. Cerremos el abanico y abramos la puerta del hoy imperio tártaro. Vas a ver el desengaño que nos espera. Una gritería, comparable tan solo a una riña de verduleras, es lo primero que te llama la atención al despedirte de la gente de a bordo y disponerte a tomar una embarcación que, desde la inmensa y hermosa bahía de Hong-Kong, te conduzca a tierra. Son los barqueros pugnando por atracar sus champanes al _Tigris_, ofreciéndote sus servicios o diciendo buenos días simplemente a un camarada, pues para todo se alborota aquí. Y palpitando de emoción bajas las escaleras con los ojos cerrados para abrirlos de repente y gozar del espectáculo de aquella China soñada. Lo primero que ves es el _champan_ o bote para conducción de pasajeros y mercancías, tosca embarcación parecida a una barcaza muy tripuda, con un toldo de bambú en la popa, chorreando mugre por todas partes y exhalando una fetidez insoportable, a la que concluyes por habituarte, pues la forma un conjunto de circunstancias inherentes a la raza indígena, que constituye el perfume local, conocido por el europeo con el nombre genérico de «olor de chino.» La tripulación está compuesta de varias mujeres de distintas edades, pero de fealdad idéntica; algunas veces hay también un hombre; pero como este viste el mismo traje que aquellas, carece en absoluto de barba y todos poseen los mismos rasgos fisonómicos, resulta que para el viajero inexperto el chino es _el ser que bajo una misma terminación y artículo comprende los dos sexos, masculino y femenino_, y que la gramática coloca en el género epiceno. Ojo pequeño y algo oblicuo, encerrado en un párpado carnoso, sin casi ceja, frente no muy deprimida, nariz aplastada, pómulos salientes, labio superior con honores de hocico, dientes un poco más pequeños que teclas de piano, color mejor que ictérico, amarillo de vicio, pelo negro de sartén con la aspereza exacta de la crin; lampiño el hombre, rechoncha la mujer, pero ambos escrofulosos y llenos de pupas y asquerosidades, son los componentes de una cabeza china de la clase humilde, que comprenderemos en la denominación de _culi_, como aquí se llama al bracero, mozo de cuerda y todo el que ejerce un oficio bajo. Un calzón ancho hasta el tobillo, de una tela que debió ser percal negro o azul y que, perdido el aderezo de goma, ha degenerado en tejido de grasa, y una blusa de lo mismo abrochada por el costado, pendiente hasta el muslo, con mangas perdidas y largas hasta rebasar un palmo las manos, que quedan ocultas en ellas, constituyen el traje común de dos. No hay camisa ni cosa que lo valga. El pie desnudo; alguno que otro lleva una suela sujeta con cordeles al tobillo; pero es raro. Como ves, nada más parecido al disfraz del _pierrot_ francés, salvo el color y la limpieza. La mujer lleva la cabeza cubierta con un pañuelo de algodón, colocado lo mismo que nuestra gente del pueblo; el hombre la ostenta casi siempre desnuda. Usa, sin embargo, en verano un _shalakó_ o sombrero de bambú, en forma de un disco desmesurado, con un pingorote en el centro, como la tapadera de una taza, y en invierno una montera de fieltro oscuro, menos alta, pero idéntica en la forma al sombrero del pierrot. Tanto el macho como la hembra se abrigan con un saco hasta la cintura, sin mangas y guatado, que visten sobre el traje descrito, y llamado _patchama_. Los niños emplean el mismo uniforme, pero de colores rabiosos, y les cubren la cabeza, ya con un simple aro, del que penden borlas y cordones, ya con una cosa parecida a las carteras en que los chicos de la escuela guardan los libros, colocada de modo que la cubierta penda sobre el cogote, y adornando los dos picos del remate de arriba con unas orejitas de gato hechas de algodón en rama. Pasemos al peinado. Los parvulillos llevan sobre cualquiera de ambas orejas un plumerito, como la perilla de un hombre, atadito con una cinta de color; el resto afeitado; con lo cual se consigue que se fortalezca la parte de pelo que más tarde han de dejarse crecer, y que, como dejo dicho, toma la consistencia de la cerda. En efecto: en cuanto el niño llega a adulto, se le afeita también el tuferito y se le hace adoptar el invariable aderezo de la epidermis capilar masculina; porque debo advertirte que aquí nada cambia, todo es inmutable; no hay modas ni caprichos. El pasado se sabe por el presente, el mañana puede leerse por el hoy, la tradición impera; el estacionamiento es la base de su sistema. Hasta hace dos siglos el habitante del Celeste Imperio lucía larga cabellera y ostentaba el traje con que vemos representados en sus estampas a los ídolos y los héroes de sus leyendas; pero al caer la dinastía china de los _Ming_ y tener que soportar la dominación tártara de los manchures del N., la dinastía _Tsing_, que hoy subsiste, impuso a sus vasallos la dura ley del vencedor, y haciéndoles cambiar de traje, les obligó a afeitarse la cabeza y dejarse _una cola de perro_, en signo de servidumbre. Coloca sobre la cabeza un solideo; afeita todo lo que no esté cubierto por él; deja crecer hasta donde quiera el pelo que aquel encubre; haz después una trenza que, con el auxilio de cordones, casi siempre negros, pero alguna vez azules o encarnados, llegue hasta los tobillos, y tendrás la idea exacta del peinado chino, desde el primer mandarín hasta el último culi, sin más diferencia que, mientras las clases acomodadas se afeitan semanalmente y llevan los cordones limpios, el pobre lo toma por semestres y cambia de cordón cuando la miseria se ha comido el primero. Algunos _fashionables_ dejan crecer alrededor de la mata una como aureola de pelos cortos, que flotan a merced del viento y que acaba de embellecerlos. Agrega a todo esto las rarezas de configuración de aquellas cabezas, cuyos defectos nada hay que disimule; los chirlos, las protuberancias y las cicatrices de todo género que las ornan, y calcula los purgantes que ha debido uno tomar hasta acostumbrar el estómago y la vista. Ya que de pelos me ocupo, consignaré que la barba en los chinos son diez o doce hebras de esparto, brotadas al azar, y que les está prohibido por sus leyes y costumbres llevar bigote hasta que han cumplido cuarenta y ocho años, o tienen nietos, o bien a los veintiocho si son mandarines. Pasemos a las mujeres. La soltera se echa atrás todo el cabello, rematado por una trenza larga, en cuyo tronco lleva liada una cinta de color, formando un anillo; saca de la sien izquierda un banda de pelo como de tres dedos de ancha, lo que consigue abriéndose una pequeña raya vertical, y se circuye lo alto de la frente con aquella faja, que va a mezclarse con el resto de la cabellera por el lado opuesto. Como ves, las hijas de Eva conservan toda su integridad capilar, si bien son tan lampiñas como los chinos, pues las cejas y las pestañas hay que verlas con microscopio. El peinado de la casada es muy difícil de explicar: echado todo atrás, sin raya alguna, salen de los lados dos enormes cocas, que sujetan con alambres por dentro; el topo se separa más de un palmo de la nuca, y le forma todo el pelo de la mata, saliendo como el espolón de un buque de guerra, y el del cogote, subiendo a enlazarse con aquel: un cordón de pelo retorcido baja desde la parte alta y posterior de la cabeza hasta el vértice de aquel ángulo agudo, y multitud de broches y alfileres sujetan, con el auxilio de la goma, tan complicado aparato, al que dan el nombre de _peinado del ave de la inmortalidad_. Y esta denominación me sugiere una explicación más exacta del efecto que produce este tocado. Córtale a una gallina el cuello y las patas, ábrela por la pechuga, encájasela en la cabeza a una china por esta abertura, ábrele las alas en toda su extensión, que son las cocas, y adereza el topo de manera que quede formando la cola. Es idéntico hasta en sus proporciones. Por decreto de no sé qué emperador, cierta gente de mar está proscrita de la tierra, y por consiguiente no puede habitar más que en sus embarcaciones. De modo que el champan es el estrado, la cocina, el dormitorio, la pagoda, la cuna y el lecho de muerte de sus moradores; allí nacen, viven, rezan, se reproducen y mueren. Las madres, consagradas a sus tareas, no pueden atender muy asiduamente a sus hijos; así es que para trabajar desembarazadamente, se los echan a la espalda, sujetándolos con un como pañuelo de lana, al que va sentado el rapaz y del que penden cuatro correas, que se ajustan como cinturón y como tirantes en las caderas. Esto, si el infante es aún mamón; pues apenas anda, ya se bandea por su cuenta; y la única precaución que se toma es atarle un cordel a la cintura para pescarle cada una de las veinte veces que al día se cae al agua: algunos añaden corchos o vejigas, para que flote el náufrago; pero no es de rigor, en atención a que sin ellos aprende a nadar más pronto. Al cruzar la bahía, mi primer cuidado fue estudiar su aspecto; allí te encuentras el pontón para hospital militar, navío de tres puentes sin arboladura; el comodoro inglés, el almirante francés, corbetas rusas y alemanas, la Mala francesa que llega de Europa, la inglesa que sale para la India, vapores británicos para Shang-hai y Emuy, españoles para Manila, la Mala americana del Pacífico, los anexos de las Mensajerías para el Japón; pero te preguntas: «¿Y la marina china?» Allí la tienes representada por miles de champanes y centenares de _lorchas_ para la pesca y el tráfico costero, única empresa de estos nautas con coleta. La _lorcha_ es lo que vulgarmente llamamos junco; barco tripudo, más o menos grande, con una popa semi-esférica, anchísima y desmesuradamente alta, timón descomunal calado en celosía, y dos palos, a los que van sujetas unas velas latinas despuntadas con una serie de travesaños horizontales de madera, a modo de entenas, para tomar los rizos. Muchas de ellas, aun las mercantes, llevan a bordo cañones de hierro, que ni el famoso de Barba-Azul. Como el champan, la lorcha es una casa de familia, cuyo desaseo está en proporción de su mayor capacidad. El día se lo pasan tocando el _gong_, o tan-tan, o campana chinesca, que estos tres nombres tiene el disco en cuestión; y la noche quemando papelitos para ahuyentar a los espíritus maléficos. La media docena de lanchas cañoneras que posee el gobierno, están mandadas por capitanes franceses, ingleses o americanos. Por fin, desembarcamos en el muelle; culis machos y hembras transportando mercancías, pendientes a los extremos de un bambú, colocado sobre el hombro, culis de silla asaltándote con las de mano o literas, único medio de locomoción en estas regiones, agentes de policía india con sus abultados turbantes encarnados, repartiendo bofetones y latigazos con que hacer entrar en orden a aquellas acémilas humanas del servicio público, y mucho europeo consagrado a sus tareas, constituyen el movimiento de la población; pero aquello no es China; las casas que veo son las de mis latitudes, la gente con coleta que circula por las calles es la hez del pueblo uniformemente vestida, y yo necesito la tela del abanico, los colores, la luz, el recamo de oro, los bordados en seda, el Oriente, en fin, con sus mandarines, sus tropas, sus mujeres, su industria, sus diversiones, su vida peculiar. «Ya le veo a usted a la caída de la tarde persiguiendo modistillas chinescas» --escribía a un amigo mío residente en Hong-Kong otro suyo de Madrid--, y yo, aunque sin instintos de pirata callejero, deseaba conocer en toda su integridad la fisonomía del Celeste Imperio. Luego iremos al barrio chino; ahora recorramos la ciudad europea. Hong-Kong es una maravilla. Edificada en anfiteatro sobre una peña que hace cuarenta años no tenía ni una planta, asombra el ver lo que los ingleses han hecho de ella en tan corto espacio. Calles paralelas y escalonadas, abiertas a lo largo de la isla, te ofrecen por doquiera la grata sombra de sus amenos, elegantes y caprichosos jardines; porque es de notar que, aprovechando los accidentes del terreno, han edificado sus avenidas de modo que las calles no parecen calles; al lado de un templo ves una esbelta escalinata que conduce a la casa contigua, levantada sobre un terraplén con árboles; junto al graderío que te hizo subir, se abre una cuesta con artística ornamentación, que te hace bajar al _bungalow_ vecino; una tapia te oculta el _cottage_ que se alza sobre el promontorio de una colina interior; de modo, que la vista va de sorpresa en sorpresa, descubriendo aquel sembrado de moradas espléndidas entre una vegetación artificial, y de fortificación en fortificación, de paseo en paseo, de la iglesia al club, del teatro al hospital, subes por magníficos caminos en zig-zag, hasta el pico Victoria, donde se halla el semáforo y desde el que abarcas todo el panorama de la rica colonia inglesa. El mando superior de la isla es conferido por la corona inglesa a un gobernador, con la categoría (aunque civil) de vicealmirante y comandante en jefe, que preside los dos Consejos, ejecutivo y legislativo. La administración comprende la secretaría colonial, el tesoro, obras públicas, registro y correos. La de justicia tiene tres jurisdicciones, la Suprema corte o audiencia, la corte de policía o tribunal sumario y de primera instancia, y la corte de marina. La institución del jurado existe para lo civil y lo criminal. Además del pontón destinado en la bahía a hospital militar, hay en la población un hospital civil para europeos, otro para chinos, otro para variolosos y otro para la marina. Hay ocho o diez centros de enseñanza pública, la mayor parte encomendados a los misioneros. El material de incendios es una cosa admirable. En cada distrito estacionan varias bombas de vapor, que en pocos minutos se transportan al lugar del siniestro. Esto no quita para que el 25 de diciembre de 1878 se declarase un incendio a las once de la noche, y el 26, a las tres de la tarde, estuviesen convertidas en escombros seiscientas casas. Las libaciones de Navidad influyeron mucho en ello. Fue el espectáculo más imponente que he presenciado. En cuanto se da la señal de fuego, todo individuo con tienda abierta tiene obligación de mandar a los culis que están a su servicio, provistos de una linterna china de papel de colores, y vestidos con un saco de arpillera, en que consta la razón de la casa en grandes caracteres. Figúrate, pues, toda la población dominando las alturas de la ciudad, la gente de los barrios amenazados por el incendio salvando sus muebles, los culis transportándolos a hombros en medio de la gritería más espantosa y de la confusión menos descriptible, toda la fuerza armada de la plaza y la de los buques surtos en la bahía prestando su concurso, el gas apagado, las calles convertidas en ríos y en campamentos, la dinamita y el cañón derribando manzanas enteras, y en el fondo aquella hoguera colosal, de la que, como chispas, se desprendían millares de linternas en todas direcciones, y que convertía el mar en un espejo de fuego: comprendí a Nerón. La vida en Hong-Kong, como país comercial, tiene pocos atractivos. Algunas familias desperdigadas pasean por este o el otro vericueto, como medida higiénica; pero sin un punto fijo de cita para el _high-life_. Hay alguna que otra reunión, y un teatro inglés, al que apenas asisten señoras: verdad es que estas son escasas. En cambio el hombre se divierte mucho a la inglesa, es decir, haciendo excursiones campestres y desarrollando las fuerzas físicas en ejercicios gímnicos. Como no hay cafés públicos, existen un club alemán, otro portugués y otro parsi, pero ninguno puede compararse al británico, que es un verdadero modelo. El ingreso cuesta treinta duros y cuatro la cuota mensual; el edificio, suntuoso, pertenece a la sociedad, que ya no sabe en qué invertir el dinero que le sobra; del seno del mismo club emanan multitud de sociedades de _sport_, tales como el club de regatas, el de carreras, el de declamación, el de conciertos, el juego de pelota con variadísimas manifestaciones, la lucha de la maroma, en la que dos bandos tiran de los extremos de una cuerda hasta atraerse el uno al otro; por supuesto que para cada cosa tienen su magnífico local _ad hoc_, no siendo el menos notable las praderas que les sirven de trinquete; el gobernador y los notables presiden muchas de estas fiestas, y a todas tiene derecho el miembro del club general. En este puede decirse que vive la parte europea masculina de Hong-Kong. Es su Bolsa. Allí escribe su correo en magnífico papel que, a granel, y con preciosos membretes, anda tirado por las mesas, y recibe la correspondencia que en un cuadro está a merced del que la quiera tomar, sin que se le ocurra hacerlo nunca mas que al interesado. En el salón de lectura hay todos los periódicos notables del mundo; de la biblioteca, rica en obras sobre la China, toma el socio los volúmenes que le da la gana y se los lleva a su casa, dejando en cambio un recibo. Hay un _bar-room_, o sitio de bebidas, un _lunch-room_ o puesto de fiambres para el tente-en-pie, y un _diner-room_ o comedor, donde almuerza y come muchísima gente, teniendo sus platos huecos, que se llenan de agua caliente en el invierno, y su hielo, pancas y ventiladores para el verano. Existen trece dormitorios, con el objeto de que el socio que llegue de fuera esté seguro de tener cuarto donde pasar la noche, aunque las fondas estén atestadas. Y al efecto, cada uno que se sucede toma su turno; de modo que cuando arriba un décimo-cuarto huésped, el número uno se va con la música a otra parte, pues se supone que ya ha debido tener tiempo de procurarse posada. Lo que se consume no se paga hasta fin de mes, a la presentación del _ticket_, o boleta, que por cada cosa ha firmado el socio, así es que los dependientes, todos chinos, no pueden robar ni un céntimo. Magníficos billares, tocadores espléndidos y salones confortabilísimos completan este prototipo de casinos, cuya administración corre a cargo de un solo dependiente inglés con el título de secretario. La vida es cara en Hong-Kong. Una casa, no muy grande, cuesta ochenta duros al mes y ciento cincuenta el orificarle a uno cinco muelas. En las fondas se paga cuatro duros por día, sin los vinos, y cinco reales en el Club por una copa de licor cualquiera. Pero dejemos ya todo lo que huela a Europa y corramos en busca de cosas celestes. En _Queen’s road_, o sea en la arteria principal, alternan con establecimientos europeos, multitud de tiendas chinas, cuyo aspecto en nada difiere de las que vemos en nuestra casa, a excepción de las mercancías que en ellas se expenden. Trabajos en marfil, filigranas de plata, vasos de porcelana, pendientes de jade (piedra verde de gran valor en estas regiones), juegos de ajedrez, abanicos de concha y de laca, muebles de maqué y otras industrias parecidas, yacen en anaquelerías y escaparates, relativamente limpios, pero sin agrupación artística. Las muestras de los bazares son unas planchas de madera rojas o negras, colocadas en las puertas verticalmente y de canto como columnas, con caracteres chinos de relieve y dorados, que constituyen el mejor adorno posible, pues sabido es que la escritura china es un acabado modelo de elegancia en dibujo. En el fondo y detrás del mostrador, uno o dos chinos macilentos aguardan su presa. El mueblaje es invariable, como el de todo el Celeste Imperio. Sillas o sitiales, en ángulos rectos, de una madera oscura, casi negra, con más o menos tallado, según su riqueza, y con asiento por lo común de piedra, con unas mesas pequeñas, rectangulares también, con su tapa de mármol incrustada en el marco. Con estas tiendas alternan algún bazar japonés, con sus elegantes productos de idéntica fisonomía, pero más artísticos que los chinos, y mercaderes parsis e indostanes con sus cachemires, telas de la India y mantones de capuchas, hechos con retalitos del tamaño de dos reales, cosidos entre sí, y que parecen remiendos, de los que no compré uno porque me pidieron por él más de mil pesos, y era usado. Por fin, a la terminación de _Queen’s road_, en el extremo occidental de la ciudad, empieza el barrio chino. ¡Horror! ¡Abominación! ¿Y para esto he empleado treinta y ocho días y me he expuesto a las contingencias de un viaje de tres mil leguas? Figúrate unas casuchas de ladrillo gris azulado, sin enlucido de yeso, ni por dentro ni por fuera, con una puerta y una ventana embutidas en dos pilares de mampostería, porque es preciso que así sea, a fin de que no entren los espíritus maléficos. Unos gruesos barrotes de palo en sentido vertical hacen de cancela. En cada una de estas viviendas habitan treinta o cuarenta individuos, la mayor parte con el torso desnudo, destilando pringue, viviendo entre estiércol, en compañía del marrano y de las gallinas, ejerciendo su industria en colaboración con otro artesano de índole distinta. Así media tienda pertenece a un sastre y la otra media a un platero o pintor de retratos. Todo son abacerías, expendedurías de verduras, pescado salado y objetos de culto para las pagodas, tocinerías, zapateros remendones, armeros y artículos de ferretería oxidados por el moho y la incuria. En fin, el rastro de la grasa, de la fetidez y de la basura elevado al infinito. Ya hablaremos de ello al ocuparnos detenidamente de los usos y costumbres locales. Por hoy basta, pues al ver que en vano sería buscar en Hong-Kong la tan deseada tela del abanico, me falta tiempo para abandonar este muladar indígena y hacer rumbo hacia Macao. [Ilustración] [Ilustración] Macao, 30 de abril de 1879. Querido amigo: Un elegante vapor de ruedas, estilo americano como los del Misisipí, pintado de blanco y con la gran cámara a proa sobre cubierta, te hace recorrer en tres horas y cuarto, y por la suma de 3 duros, las cuarenta millas que separan a Hong-Kong de Macao. Las segundas están en el través del barco. Los chinos, cualquiera que sea su categoría, no son admitidos más que en la cala. Al ponerse en marcha el buque, lo primero que te llama la atención es un guardián que, con un sable desnudo, vigila una escotilla de proa, que comunica con la cala, y que antes ha tenido cuidado de tapar con unos barrotes de hierro, a los que ha echado la llave. Otro centinela, igualmente armado, custodia la escalera que desciende al sollado. Por último, en la cámara hay dos panoplias con machetes, puñales, carabinas, revólveres y municiones de reserva, con un letrero que dice: _loaded_, es decir, cargados. Son precauciones tomadas, invitaciones hechas al viajero para el caso probable, y antes muy frecuentemente reproducido, de que los chinos se subleven al pasar por las _Islas de los Ladrones_ y entreguen la tripulación a los piratas que infestan estos mares y que no perdonan vidas ni haciendas. Por fin, llegamos a Macao, pequeña península que afecta la forma de una S, en cuya cabeza y tripa existen unas fortificaciones. La curva inferior es el puerto interior, en la desembocadura del río. La bahía, huérfana de todo buque que no sean las lorchas chinas y sin casi calado, la representa el semicírculo entre el cuello y la cabeza, en cuyo muelle está situada la _Praia Grande_, la mejor o la única calle de la ciudad. Las demás, abiertas paralelamente a esta sobre la colina, y las transversales, son callejones tristes, sombríos, conventuales, acusando pobreza, ruina y privaciones. El barrio chino, idéntico al de Hong-Kong, se extiende por la espalda de la S desde la embocadura del río hasta la nuca, de la que arranca un istmo, el que liga la isla al continente chinesco, largo de un kilómetro y ancho lo suficiente para que un coche pase por él sin caerse al agua, si no se desvía del centro. Al cruzar la bahía, Macao, del que solo se ve la _Praia Grande_, parece un pequeño Nápoles; después se cree uno en un pueblo de Aragón o de Castilla en pleno siglo XVI. No voy a hacer historia, ni te enseñaría nada diciéndote que esta es la primera factoría europea que el arrojo de los portugueses abrió en los mares de China. Tampoco te importa saber que el mando de la isla esté confiado a un gobernador, teniente de navío; que existen un juez de derecho, un procurador de asuntos sínicos, una oficina de hacienda, encargados de obras públicas, sanidad, capitanía de puerto, una guarnición al mando de un comandante, jefes de fortificación, y media docena más de funcionarios portugueses, todos ellos amabilísimos y de franco y abierto carácter. Entre la colonia lusitana figura un señor don Lorenzo Marqués, dueño de una casa con un espacioso parque, en el que se encuentra la gruta de Camoens, compuesta de dos peñascos verticales y uno horizontal, apoyándose en aquellos a semejanza de _dolmen_ o altar druida, y en la cual el desterrado vate compuso la mayor parte de sus _Lusiadas_. Un templete con el busto de Camoens, y algunas estrofas de su poema esculpidas en mármol, alternan con ditirambos de poetas modernos de todas las naciones, figurando en muy buen lugar una octava de don José Heriberto García de Quevedo, ministro que fue de S. M. Católica en China. Las señoras europeas son nones y no llegan a tres, como canta el dicho. De la raza macaense no sé qué decirte para darte una idea de su fealdad. Es imposible que nada en el mundo se parezca al cruzamiento de chino con portugués, ya de la metrópoli, ya de sus posesiones de Goa en la India, Timor en Oceanía o Cabo Verde y demás establecimientos del África occidental. Imagínate un _bull-dog_ con vestimentas humanas, y te quedas atrás. Por supuesto, no se tratan con ningún europeo, ni se las ve a ellas en ninguna parte; deben estar enmohecidas. Por las tardes se colocan detrás de las persianas (cierre ineludible de todo hueco de Macao), y desde allí ven sin ser vistas. Los días de fiesta van a misa, vestidas de negro, y cubiertas con un enorme manto de seda del mismo color, que pende hasta las rodillas, y en el que esconden la cara, en lo cual obran con gran prudencia; además, las que pueden usan silla de mano, con puerta apersianada también; es su único ventilador. Te aseguro que al contemplar aquellas recatadas damas, cruzando en sus literas las tortuosas y empinadas calles de la ciudad, alumbradas de noche por algún modesto reverbero de aceite, y empedradas de pedernal y guijarros en punta, le da a uno gana de calarse un chambergo con pluma, embozarse en un tabardo y ceñir una espada de cazoleta, para no destruir la armonía de un cuadro digno de la época de Velázquez. Abolida en 1874 la emigración de culis o trabajadores para Cuba y el Perú, solo recurso, pero beneficioso, con que contaba Macao desde que la apertura del puerto de Hong-Kong le privó del gran tráfico con la Europa y la Oceanía, esta mísera colonia no cuenta con industria de ninguna clase, si no es la torrefacción del té, de la que están encargadas casas chinas. Se puede decir que los macaenses se hallan sumidos en la indigencia. Como puerto libre, el gobierno portugués no saca de ella más rendimientos que los que el juego público le procura; porque hay que notar que Macao es el Mónaco o el Baden-Baden del Celeste Imperio. El juego prohibido, perseguido y castigado severamente en todo el imperio, se ha refugiado en Macao, a la sombra de la bandera lusitana. El chino, que posee todos los vicios, no podía dejar de ser jugador, y lo es, en efecto, en grado superlativo. Además del ajedrez, las damas, el billar y el volante, para el que se sirve de los pies con suma destreza, tiene cartas más numerosas que las nuestras (128 naipes), pero en estrechas tiras, como los dedos de las manos, y con caracteres en vez de figuras; dominó, con 32 fichas de madera, al que llama _Paí_; el _atchen_, o juego de tres dados, en que sobre un cartón, en que figuran los seis números de uno de aquellos y las combinaciones de los tres, apunta el jugador, y al que por onomatopeya se le da el nombre de _Kulú-Kulú_, pues imita el ruido que producen los dados cuando el banquero los agita sobre un platillo cubierto de una pequeña taza de porcelana. Estos y otros muchos juegos se juegan en mitad de las calles del bazar chino por culis y arrapiezos que apenas pueden tenerse en pie, y es muy frecuente el ver a dos chinos comiendo naranjas y apostando sobre los gajos que tendrán, o, a defecto de otra cosa, sobre las sillas que pasarán en tal transcurso de tiempo por la esquina en que están sentados. Ya que de sentarse hablo, te diré que la manera que tienen de hacerlo los chinos y todos los pueblos del Asia es especial, e incomprensible que con ella hallen reposo. Abren las piernas, se dejan caer en cuclillas, sin tocar al suelo, y así se pasan horas enteras. Pruébalo y me contestarás. Pero volvamos a los juegos y consignemos los tres más productivos para el gobierno portugués. El _Pakopio_ es una especie de lotería antigua o primitiva, en la que, mediante una contribución, un comerciante chino es banquero. Al efecto, distribuye en todas las tiendas del bazar unos papeles o billetes como cartones de lotería con cuarenta caracteres arriba, y otros cuarenta abajo. Llega el jugador, y con un pincel borra a su elección cinco caracteres de la sección superior y otros cinco de la inferior, arriesgando en ellos el dinero que quiere. El banquero a su vez, y a una hora dada, antes de que empiece el juego en las tiendas expendedoras de billetes, ha borrado a su arbitrio otros cinco caracteres de cada sección, y depositado esta boleta en una caja, cuya llave tiene un delegado gubernativo. Ábrese esta al medio día, y los jugadores cuyas combinaciones son iguales a la que el banquero imaginó, cobran el premio proporcional a la suma expuesta. La operación vuelve a repetirse a las doce de la noche. ¡Dos extracciones diarias! ¡Oh moralidad! El segundo en jerarquía superior es el _Fantan_. Doce son las casas, entre primera, segunda y tercera clase, que se consagran hasta media noche a tan plausible tarea, dejando al fisco un rendimiento de cuarenta y cuatro mil duros anuales en concepto de contribución. Entras por una puerta adornada con calados dorados, como todas las casas lujosas de China, y alumbrada por linternas de papel de colores o de cola de pescado, con inscripciones. Un biombo de madera oscura, con los obligados calados, te oculta el lugar del suplicio. Tomas una escalerilla lateral, sucia y ennegrecida por el aceite de coco de las _iluminaciones_, y penetras en un cuartucho con un balcón o galería elíptica en el centro, que deja ver la sala de abajo, donde está el _tapete_. Algunas casas tienen otra galería en el segundo piso, tan falta de aseo como la del primero. Allí te sientas en un escabel de madera, forrado de grasa, en compañía de varios culis y europeos, que los sábados, en particular, vienen de Hong-Kong, y otros puntos a probar fortuna. Unas canastillas, pendientes de unas cuerdas sujetas a la baranda de la galería, te permiten hacer llegar a los de abajo el dinero que vas a exponer. Nada te digo de los perfumes que allí se aspiran entre efluvios de tabaco, tufo de las lámparas y eructaciones de los chinos, que consideran este desahogo como el más delicado refinamiento de cortesía, y en especial cuando uno está convidado en casa ajena para demostrar que la comida le ha sentado bien. Veamos ahora el salón. Un público tan numeroso y escogido como el de las galerías, rodea un mostrador, cubierto, a falta de tapete, con una esterilla fina de junco, en el centro del cual hay como un ladrillo de plomo, cada uno de cuyos ángulos representa un número del 1 al 4. Un culi, desnudo hasta la mismísima región umbilical, es el encargado de colocar las apuestas donde el público le marca, y de pagar a los gananciosos (con 7 por 100 de descuento, que se reserva la casa para la contribución), o de cobrar íntegro de los perdularios. Otro caballero chino, en lucha anatómica con el primero, se entretiene en un aditamento del mostrador en ordenar los billetes de banco, pesar los duros mejicanos, que por aquí son la moneda corriente, y envolver en papelitos los fragmentos de plata, escribiendo encima el valor efectivo para facilitar las transacciones. Conocidos el cobrador y el cajero, pasemos al _croupier_, o tenedor de la banca. Es este, por lo común, un señor carnoso y tranquilo, que no exhibe lo que sus vecinos, no porque deje de estar tan desnudo como ellos, sino por impedírselo un pliegue abdominal que candorosamente descansa sobre la mesa. Tiene delante como quinientas o seiscientas _sapecas_. La sapeca es la moneda china de cobre en circulación; su diámetro es el de un cuarto de los nuestros, con un agujero cuadrado en el centro; cada ciento veinte forman dos reales. Las sapecas destinadas al _Fantan_ son, sin embargo, _ad hoc_, más perfectas y sin inscripción como las otras. Toma un puñado como de doscientas próximamente, y las coloca en el mostrador, cubriendo aquel promontorio con una pequeña tapa de latón para impedir que el público pueda contarlas con la vista, tapa que mientras está puesta, indica que puede hacerse juego. Por fin la quita, y esgrimiendo una varita afilada por el extremo inferior, empieza con una delicadeza exquisita a separar con ella sapecas de cuatro en cuatro, hasta dejar una última porción que, según resulta ser de una, dos, tres o cuatro, da la ganancia a los que han jugado a estos números, amén de las infinitas combinaciones a que da lugar el sistema. Por supuesto, que cuando aún quedan por separar sesenta o más sapecas, hay jugador que ya sabe cuál va a ser el residuo. Dícese también que no obstante la vigilancia del público y el esmero con que la operación se practica, el banquero sabe sacar dos juntas cuando le conviene. De mí he de decir que he estado tres veces para enseñar este juego típico a extranjeros, y ellos y yo hemos perdido siempre. Pero el que revela hasta dónde llega la pasión del azar en los sectarios de Confucio y su inmoralidad en grado supino, es el juego del _Vaisen_ o de los examinandos. Si las instituciones chinas y sus preceptos sociales y políticos tuviesen en la práctica la observancia exigida por sus códigos, habría que confesar que era la primera nación del mundo, y tendríamos a honra el imitarlos. Pero nada más falseado en el ejercicio que las sanas doctrinas de sus moralistas y legisladores. Hable el _Vaisen_. En China no hay otra aristocracia que la del talento. Honores, títulos, condecoraciones, cargos públicos, todo, en fin, se le otorga al que más sabe, sin que el más oscuro y humilde del país deje de poder optar a la dignidad suprema. Al efecto, todos los años hay en Pekín y en Cantón, alternativamente, exámenes públicos, para cuyos ejercicios existen espaciosos locales con cuatro, cinco mil o más celdas, en las que, tapiados como los cardenales en la elección de Papa, ejecutan los examinandos sus composiciones; no creas que de ciencias exactas, naturales y físicas, no; toda la sabiduría de los celestes se reduce a conocer el mayor número de signos de que se compone su escritura, las máximas de Confucio y Mencio, y la genealogía de sus monarcas con hechos notables de su historia. Así obtienen el título de mandarín, que comprende nueve grados y se distinguen por el color del botón que colocan sobre el sombrero oficial, como te explicaré a su tiempo, con lo cual se hallan en aptitud para ejercer un destino público, el que, con una gran longevidad y un hijo varón, completa los tres mayores beneficios que estos señores se desean entre sí. Al terminar los exámenes de un año se reparten las listas de los examinandos para el siguiente, y aquí entra aquello. Fórmanse con estas listas millones de cuadernos en que figuran los nombres de los alumnos; estos cuadernos, que son otros tantos billetes de lotería, se venden a distintos precios a los jugadores, quienes marcan, como en el _Pakopio_, los nombres de los que juzgan que han de ser aprobados, ganando al terminar los exámenes en proporción de los nombres que acertaron y de la cantidad que representaba el cuaderno. ¡Qué sumas se jugarán al _Vaisen_ cuando el monopolizador de esta industria en Macao, único punto donde se tolera, paga al gobierno portugués cuatrocientos cincuenta mil duros anuales! Excuso decirte que cuando se aproxima la época de los ejercicios, todo se vuelve recomendaciones a los catedráticos y ofertas pecuniarias para que desaprueben a fulano o a mengano, sobre el que se ha inclinado la balanza de las apuestas; o bien recurren al examinando mismo para que conteste mal a trueque de dinero. En fin, no hay género de cohecho ni de prevaricación que deje de ponerse en práctica, con lo que resulta una segunda lotería para alumnos y examinadores. Ahora, antes de empezar a tratar al chino, acabemos de conocerle. Ya te he descrito al _culi_ macho y hembra, con su traje y su fisonomía; ambos son uno, salvo el que en la _patchama_ de las mujeres las mangas perdidas solo llegan a la mitad del brazo, que adornan con una pulsera de jade, como la ajorca del tobillo y los aretes de las orejas. ¡Coquetuelas en todas partes! Subiendo un peldaño en la escala femenina, tropezamos con la camarera o _ama_, como la llaman por aquí. Es la misma mujer culi, más limpia, con traje idéntico, si bien aseado, y con la patchama azul de lustrina ornada al canto con una faja negra de cuatro dedos. Usa zapatos con dos tacones, a proa y a popa, o de seda como el de los hombres, de forma agalerada, con una suela blanca de fieltro sumamente gruesa. Las hay que llevan medias de Europa; pero nunca se tapan la cabeza con _shalakó_ como las jornaleras; se preservan del sol con una sombrilla. Y ya se acabaron las hijas de Eva, puesto que la que ocupa una posición desahogada, la mujer de clase, si aquí puede llamarse de ese modo, no sale nunca de casa ni la ve, hasta después de casado con ella, el hombre mismo que ha de ser su marido. Vamos a hablar ahora del famoso pie pequeño de las chinas. En todas las clases lo encuentras con profusión. He aquí cómo se practica esta bárbara costumbre. Al nacer la niña le descoyuntan hacia dentro, triturándoselos, todos los dedos, menos el mayor, le doblan el pie de modo que se apoye al andar sobre las falanjes, quedando el dedo gordo formando el empeine, y le maceran el talón, que desaparece por completo en el tobillo. Es decir, que el pie lo forma solo el dedo respetado; lo demás es un muñón informe. Naturalmente el zapato, estrecho y muy puntiagudo, de vistosos colores y bordados, y sujeto a la canilla por una faja para que se sostenga, resulta de una pequeñez inconcebible y se da al pie la apariencia de una pata de cabra. El origen de esta aberración nadie lo conoce, o mejor dicho, se le atribuyen varias causas. Pretenden unos escritores que fue por adulación hacia una emperatriz que, por lo diminuto de su pie, mereció ser española; suponen otros que es signo de distinción para dar a entender con ello que no necesitan andar y pueden pagarse una camarera que las sirva de apoyo, pues hay muchas que, sin este requisito, no dan un paso. Algo de esto último debe haber dado la inclinación del chino a hacer ver que puede derrochar dinero, y sus aficiones a lo simbólico y emblemático, como lo es también el dejarse crecer las uñas, muy ribeteadas por lo común, para indicar que no se consagran a tareas manuales. Mujeres hay que las llevan cubiertas con dediles, y en Siam se ven individuos con treinta centímetros de uñas, que concluyen por retorcerse en forma de tirabuzón. Volviendo al pie pequeño, y respetando las opiniones de los que saben más que yo, opino, sin embargo, que hay otra razón para este martirio. Con la trituración desaparece por completo la pantorrilla; desde el tobillo a la rótula, la pierna no es más que una canilla; pero en compensación los muslos y las caderas adquieren un desarrollo fenomenal y muy en armonía con los gustos estéticos de los chinitos. --¿Por qué no suprimen ustedes esa costumbre? --pregunté a un celeste de quien me asesoro para mis apuntes. --Porque nos gusta --me respondió-- ver cimbrearse al andar a la mujer, que teniendo cuello de cisne, debe tener piernas de faisán. --Pero eso es bárbaro --añadí. --¿No lo es más el corsé europeo? --objetó en son de demanda. --De ese modo condenan ustedes a la pobre mujer a no participar de ninguno de los goces de su sexo --proseguí eludiendo la pulla. --¿Cuáles? --El baile, verbi gracia. --¡El baile! --me dijo soltando una carcajada--. Nosotros no bailamos nunca. Es una de las cosas que más nos llaman la atención en ustedes; que se sofoquen y echen los hígados para no gozar del espectáculo. ¿No sería más natural y más noble dejar bailar a los criados, y que los amos los contemplasen? Es lo que nosotros hacemos con los músicos y los juglares; nosotros los pagamos y ellos nos divierten. --Tiene usted buenas ocurrencias. --No, señor, es que ustedes tienen cosas muy raras. --¡Hombre! --Sí, señor, muy raras y muy inútiles. Así, por ejemplo, nosotros creemos que los botones están muy en razón en el traje cuando sirven para abrochar algo. --Y nosotros lo mismo --le argüí. --Entonces ¿por qué se ponen ustedes estos? --me dijo haciéndome dar media vuelta y señalándome los dos tradicionales botones del talle de la levita. Ante tamaño argumento confieso que me quedé mudo. Desde entonces cada vez que marcha delante de mí un europeo, no puedo dejar de mirar aquellas dos obleas que me parecen los ojos del chino riéndose de las modas de París, y diciéndome: «Te veo». En todas partes del mundo se nota diferencia en los rasgos fisonómicos entre un hombre de baja condición y otro educado. Hay en este último más delicadeza en los trazos, más suavidad en los músculos, más distinción en general. Aquí no; todos son iguales. El príncipe _Kung_, regente del imperio, el virrey de Cantón, el opulento empresario del opio, el mercader y el culi, son ejemplares del mismo cliché. Una sola cosa los distingue, y es la mejor tela del traje. Todo el que no es culi usa _patchama_ de la misma forma que la de aquel, pero de merino o de seda cruda, de delicados colores celeste, violeta o amarillo de hoja seca. Los pantalones, de igual forma que unos calzoncillos, no de punto, van atados al tobillo sobre unos calcetines de lienzo blanco, muy ajustados del pie y anchos de la canilla. En invierno añaden unas _pistoleras_, o sea un segundo calzón sin fondillos, que deja ver el de abajo por detrás desde las corvas hasta arriba y un capotón guatado y sin mangas como el de los culis, pero limpio relativamente. La blusa se convierte en ellos en túnica talar llamada _Kavalla_, cuando se visten de gala, de igual forma y color que la _patchama_, pero descansando en los talones. La cabeza, en verano descubierta y garantizada por un paraguas, en los meses de frío se la tapan con una flanerita de seda negra del tamaño de un solideo y colocada como este. El _boy_ o ayuda de cámara es el único chino de modales más desenvueltos y de rostro más simpático; yo creo que en ello influye su trato constante con europeos. Habla inglés o portugués, según la colonia en que habita, francés los de los puntos en que hay concesión de terreno a aquella nación, algunos alemán por análoga causa, y muchísimos español por haber permanecido en Manila o ido a Cuba en el período de la emigración. El boy es el jefe de todos los criados de una casa; las mujeres no hacen otro servicio que el de camareras. Se necesitan los siguientes: Un cocinero con siete duros mensuales: él provee el menaje de cocina y se agencia el pinche o aprendiz. Dos culis de silla; algunos tienen de cuatro a seis duros; encargados de la limpieza de la casa y de servirle a uno de acémila enganchados a la litera. Un _office coolie_, para las comisiones, correo y mandados burocráticos, con igual salario, y por último, el boy con ocho duros. Reservados, respetuosos, fieles, salvo las pequeñas sisas, serviciales, exactos, aunque rutinarios en el cumplimiento de su deber, los chinos son un verdadero modelo de criados. No viven más que para adivinar lo que a su amo puede hacerle falta. Hace pocas noches, con el deán de la Catedral de Manila, que me hizo el honor de pasar dos días conmigo, me fui al Círculo; de allí nos trasladamos a una casa de _Fantan_ para que conociera este juego. A la salida, sobre media noche, advertimos que llovía; pero al trasponer la puerta, los culis de casa estaban allí con la silla, sin que nadie los hubiera avisado y en un sitio al que jamás concurro. Un diplomático, amigo mío, asistió de uniforme a una comida oficial en Hong-Kong. Después se fue a tomar el té en casa de unos amigos; sintiéndose algo indispuesto, le obligaron a pasar allí la noche: al amanecer del día siguiente estaba su boy personado en la casa con el traje de levantarse y otro de calle para cuando su amo se despertara. Te vas de paseo al campo, llega una carta para ti y el _office coolie_, como un podenco, se pone a olfatear tu rastro, sin que vuelva a casa hasta encontrarte y haberte dado la misiva. Con su salario se mantienen, se visten y economizan para dar la mitad lo menos a su padre, o sostener su casa si no son solteros. En cambio no les mandes nada que esté fuera de sus deberes. Cada cual tiene los suyos y no sale de ellos. _El office coolie_ no te encenderá una lámpara ni tomará una escoba, el culi de silla no te sacará una camisa del armario, el boy no irá con un recado a casa de tu vecino. Ayer estaba en mi escritorio dándole unas instrucciones al boy; de pronto una ráfaga se me lleva todos los papeles. --Cierra esa ventana --le digo. Él gira sobre sus talones, y desde la puerta grita: --¡Culi! Ventana. El culi, como si hubiera presentido la caricia de Eolo, estaba ya trasponiendo el dintel. --¿Por qué no la has cerrado tú? --le grito al boy indignado. Y él sin alterarse, me contesta: --_Not my business, sir._ No es de mi incumbencia. [Ilustración] [Ilustración] Macao, 18 de noviembre de 1879. Mi querido amigo: Una representación teatral china es sin disputa lo que más llama la atención del europeo, acostumbrado a ver que entre los celestiales todo pasa al revés que entre nosotros. Así, por ejemplo, estar con la cabeza descubierta delante de una visita, se considera como signo irrespetuoso y hasta insultante. El lado izquierdo es el preferente en toda ceremonia. Una sonora eructación hacia el final de una comida, es la prueba más relevante de cortesía que puedes dar a tu anfitrión, para hacerle entender con ello que sus manjares te han sentado bien. Cuando a uno le llamas viejo, le prodigas el elogio más cumplido, y es hasta fórmula precisa preguntar a la persona a quien ves por la vez primera los años que tiene, y responderle que aparenta más edad. Por supuesto, ya sabes que escriben de arriba a abajo y de derecha a izquierda; de modo que sus libros, impresos en pliegos como los del papel de cartas por un solo lado, y encuadernados de manera que el doblez haga las veces de canto, formando una sola página lo que entre nosotros constituiría la primera y la cuarta, tienen el fin en el lugar en que en Europa se pone el principio. Pues bien, todo esto son tortas y pan pintado en comparación de los templos en donde se rinde culto a Melpómene y Talía. Los chinos son idólatras del teatro: es una verdadera pasión la que tienen por estos espectáculos, en que se representan batallas y pasajes de su historia, alternados con entremeses, de autor siempre anónimo, pues entre ellos es oficio vil el de dramaturgo, en lo que muy pronto creo que los vamos a imitar en Europa, si seguimos por donde andamos. Pero vayamos por partes. Las compañías, por lo menos las que yo he visto, están compuestas de hombres solos, y es notabilísima por cierto la habilidad con que los encargados de los papeles de mujer las imitan _en todo_; llegando la perfección hasta el punto de remedar el pie pequeño de las chinas, formado con un taruguito de madera que se colocan en la punta de los dedos, y con el que tienen que andar de puntillas. Su identificación con la metamorfosis es tal, que hasta fuera de la escena se los toma por mujeres. Me han asegurado que hay compañías exclusivamente formadas por el bello sexo y otras mixtas; y verdad debe ser, por cuanto las leyes chinas niegan a las actrices el derecho de contraer matrimonio legal, relegándolas a la condición de concubinas. Estas compañías, más o menos numerosas, se dividen en de 1.º, 2.º y 3.er orden, y llevan una vida nómada y errante, como la de nuestros antiguos _faranduleros_, trabajando allí donde los ajustan, si bien su adquisición es siempre disputada. Rara vez son empresarios los actores. Lo que llamaremos temporada dura cinco días consecutivos, y los artistas reciben por su trabajo una remuneración que varía entre 600 y 1,500 duros. Generalmente los teatros se improvisan con bambú en los pueblos de poca importancia; pero donde las representaciones son frecuentes, hay edificios de planta, hechos de ladrillo y yeso, a cuya categoría pertenecen los dos que posee Macao. La sala es un rectángulo. Dos órdenes de lunetas de madera oscura, separadas por un callejón en el centro, componen, como en nuestros coliseos, el patio, al que concurre la gente acomodada. Estas lunetas están separadas de la pared por un ancho pasillo a cada lado, a los que de pie y gratis asiste el pueblo. En el primer piso hay dos galerías laterales para señoras y caballeros preferentes. En el segundo y en el fondo, paralelamente a la escena, se levanta un graderío para todos, como el paraíso del Real, cuyas delanteras, separadas del _vulgo_ por una barrera y de los vecinos por un tabique, son los palcos para las autoridades de la Colonia. Los precios de las localidades varían desde un real hasta cinco. Las paredes, que en algún tiempo debieron estar enlucidas de yeso, no están ya más que relucientes de mugre, y jamás hubo mano de pintura en ellas ni en el maderamen, negro por tan distintas y frecuentes fumigaciones. Alguna que otra lámpara de aceite de coco, despabilada a intervalos por culis (_coolies_), vestidos lo estrictamente necesario para no poder decir que van desnudos, alumbran y asfixian al público. El traje del que no paga y el de la muchedumbre de a real, viene a ser como el del culi. Los de los _caballeros_ y _señoras_ ya nos son conocidos. Pero hay otra clase de Evas, luciendo _patchamas_ de la forma invariable china, si bien bordados en sedas de colores vistosísimos, que por las flores de su peinado, los oropeles de su prendido y el blanco de magnesia y rojo de ladrillo con que embadurnan sus mejillas, para imitar a las grandes damas, acusan a la legua su triste condición de _hetairas_. Su misión se reduce a dar testimonio con su presencia de la prodigalidad del que las alquila. Y en efecto, el chino, ostentoso por naturaleza, no la lleva allí con fin alguno ulterior: el oficio de aquella mujer termina con el espectáculo. Aquel buen hombre necesita hacer ver que se ha gastado en tal circunstancia algo más que el precio del billete, y ha convidado a aquella criatura, para que esté sentada junto a él, le abanique, le rasque y le prepare la pipa; pues se me olvidaba decir que todos, sin distinción de sexos, fuman durante la representación, comen y beben y _se dicen que les ha sentado bien_. En los pasillos hay puestos donde se confecciona toda clase de alimentos, desde el pastel hasta la morcilla asada, que aún humeante, sirven por la sala los dependientes de los abastecedores. Imagínate el olor que allí habrá, si agregas a esto el que todos los descartes de la naturaleza se llevan a cabo donde al público le place. Aquello es un vasto _jardín_. ¡Quién fuera alcalde de barrio de Sevilla para poder poner aquel célebre aviso: «_¡No se premite jumar en el zalon ni llevar castora ni náa que puea incomodal ar veyo sejo!_» Se me pasaba por consignar un detalle. Las representaciones dan comienzo a las siete de la noche, continúan hasta las cuatro de la madrugada, se suspenden hasta las once, y terminan a las cinco de la tarde. El que tiene sueño echa allí su siestecita y ronca. Los ruidos alternan con los perfumes. Pasemos a la escena, poco elevada sobre el nivel del público. Figúrate una decoración de sala cerrada; pero que en vez de ser de tela y madera, sea de ladrillo y yeso, es decir, fija, invariable, sin más puertas que dos pequeñas en el fondo, y adornada con pinturas y hojarascas de talla dorada. De los muros penden grandes tarjetones encarnados o negros, donde con caracteres de oro se consignan el nombre de la compañía y sus títulos. Dos pasillos laterales interiores, prosecución de los que en el público sirven para espacio gratuito, conducen al foro, donde en un solo recinto se hallan la guardarropía, la sastrería, el vestuario y todas las dependencias. En el centro del escenario está la orquesta destinada a acompañar a los ejecutantes. Su instrumental se compone de una especie de rabel o violín de una sola cuerda, una o dos guitarras chinas, desmesuradamente grandes, y con la caja en forma de concha, una como a modo de dulzaina, címbalos, gong o campana china, un tambor convexo de metal, como una cazuela pequeña, tocado con palillos, y unos crótalos que producen el sonido de nuestras castañuelas. Todo el proscenio está invadido por un centenar de culis, parte de ellos espectadores, otros guardarropas, despabiladores y dependientes, colocados, como los coros de las óperas en los teatros de provincia, en fila a guisa de soldados de papel. Comprenderás, por lo dicho, que el espacio libre para representar se reduce a unas cuatro varas en cuadro. Las decoraciones, cualquiera que sea el sitio en que pase la acción, se reducen a una mesa tosca de madera con una silla de bambú a cada lado. Si el teatro representa una casa rica, revisten las sillas de un paño encarnado. Cuando se trata de un accesorio que juega algún papel en la obra, como por ejemplo, un árbol a cuyo pie debe sentarse un personaje, cúbrese el asiento de un paño negro, al que se sujeta un cartelón que dice: «Árbol.» Fácilmente se ve hasta dónde puede llegarse por este camino de la ideología. Algunas veces la mesa se convierte en cama, agregándose unos riquísimos cortinajes: es el único lujo, pero preciso, que se permiten en la _mise en scène_. Desterrados del teatro los trajes de la dinastía reinante de los Tsing, raza tártara de la Manchuria, los artistas usan los de la época de los Ming, pura rama celestial o del imperio del Centro, que son lujosísimos, raros hasta lo indescriptible, y de que solo puedo darte una ligera idea, recordándote los personajes de ciertos abanicos y de algunas porcelanas antiguas del país. Carecen de consuetas y de traspuntes, y todo va fiado a la memoria; con la particularidad de que el público conoce casi siempre la obra tan bien o mejor que los actores, a quienes nunca aplaude, reduciéndose la manifestación de su agrado a un murmullo de aprobación. La mímica es entre los chinos el fundamento de la declamación; todo lo componen con gestos. Un personaje que escribe, otro que come, no se servirán nunca del pincel (que es su pluma), ni de la taza o los palillos (que forman el plato y el cubierto); con las manos dan a entender como pueden lo que hacen; y sin duda para ellos debió escribir aquel libretista del baile _El robo de las Sabinas_, la célebre acotación que decía: «Los romanos dejan ver por sus ademanes que carecen de mujeres.» Los chinos lo hubieran interpretado sin apurarse. Hay, sin embargo, algunos utensilios de que se sirven como símbolo: por ejemplo, el personaje que figura estar montado lleva como látigo una cola de caballo; el que navega blande un remo, porque es de notar que la acción no se interrumpe nunca ni se subsanan ciertas justificaciones con recursos de arte. Si alguien dice que se va de Cantón a Pekín, y la escena que sigue tiene ya lugar en el sitio de su destino, es preciso que emprenda el viaje, ejecutando todos los medios de locomoción de que ha de servirse, llegando a tal extremo la escrupulosidad de estos detalles, que no omite el de cerrar la puerta, bajar la escalera y golpear el aire con sus nudillos cuando figura que llama en otra casa. Pero lo más raro sin duda en este convencionalismo, es la manera de dar a entender que uno de los interlocutores no ha oído lo que los otros se han dicho aparte. Consiste el movimiento en volver la espalda al público. Siguiendo por la vía de los emblemas, no te sorprenderá el saber que, para demostrar un personaje que es hipócrita y de doble intención en sus actos, se pinta las narices con una mancha blanca. Por supuesto que abundan las prosopopeyas o personificaciones de ideas, entre las cuales he visto a la inspiración, vestida como de arlequín, penetrar en el cerebro de varios examinandos que concurrían a un certamen del grado de mandarines, dando brincos por encima de sus cabezas. Su literatura dramática no puedo yo apreciarla, aunque conozco algunas traducciones de obras antiguas. Sin embargo, sé de ella lo bastante para consignar que los entremeses modernos son, en su mayoría, obscenos y repugnantes, pintura fiel y exacta de sus costumbres. En ellos ves títulos como este: _El castigo de una mujer que no ha tenido hijos varones_, circunstancia que entre los celestiales autoriza al marido a tomar concubina legal; como verás cuando te dé a conocer al chino en familia. Son de larga duración, sin estar divididos en actos, o constando de uno solo. Se representa y se canta en ellos, siendo de notar que, tanto los personajes masculinos como los femeninos, cantan en falsete con unas modulaciones imposibles de comprender, y llevando un compás muy parecido a un laberinto. Añade el acompañamiento de aquellas chicharras, y el ruido infernal del gong y los platillos, que aprietan sin compasión al final de cada pieza, y tendrás una idea de cómo se rinde aquí culto a Euterpe. Esto no obsta para que en Pekín haya un ministerio que se llama de la música. Yo he asistido a la representación de una obra, que es la historia de un matrimonio, a cuyos contrayentes otorga el cielo, _coram populo_, el beneficio de un hijo en la forma de un muñeco de cartón, y a cuya paternidad legal puede el público servir de _testigo de prueba_. Por la contra, existen obras antiguas de un delicioso carácter y de una intención filosófico-social del mejor cuño. Juzga por este relato. [Ilustración] Tchuang-Tsen es un sabio y viejo confucista, casado con la hermosa Tián. Un día que el marido se paseaba por el monte, observó junto a una tumba a una linda mujer aventando la tierra con su abanico. Preguntándole lo que aquello significaba, contestóle ella que aquel sepulcro era el de su marido, que al morir le había impuesto la obligación de no volverse a casar hasta que la tierra de su lecho de muerte estuviese completamente seca, y que trataba de ver si con sus esfuerzos lograría lo que la naturaleza se empeñaba en negarle: secarla. El sabio, que al mismo tiempo tiene sus ribetes de hechicero, compadecido de la pobre viuda, hace que la humedad de la tumba desaparezca, lo que ella acoge con evidentes muestras de júbilo, llenando de caricias a Tchuang-Tsen, y concluyendo por regalarle su abanico. De regreso a su casa, entera a Tián de lo ocurrido, y esta, que demuestra ser mujer rígida en sus principios e intransigente en cuanto con la decencia y la consideración se relaciona, se desata en improperios y llena de dictados a aquella mujer, que tan pronto y sin recato alguno olvida el respeto debido a su difunto esposo. --Lo mismo harías tú y todas --le contesta el sabio. --Nunca --replica Tián--. Eso es indecoroso e impropio de mujer que se estima. Finalmente, tras una larga discusión, cada uno se queda con su razón, sin avenirse. A los pocos días, Tchuang-Tsen cae enfermo, y se muere. Tián se abandona al más vehemente y más ostensible dolor. Terminadas las ceremonias fúnebres, mete el cadáver en la caja, y se dispone, según la usanza china, a guardarle en la cámara mortuoria los tres o cuatro meses de rigor entre la gente rica. En este intervalo, llega a la casa Wang-Sun, joven y apuesto mancebo, que ignorando la muerte de Tchuang-Tsen, venía con una carta de recomendación, desde lejanas tierras, a ser su discípulo y compartir con él su hogar. La viuda le da alojamiento hasta que disponga su regreso, y ambos lloran al difunto, encomiando las excelencias de su carácter y sus virtudes. Pero el diablo las carga, y de _fil en aiguille_, como dicen los franceses, Tián concluye por enamorarse de Wang-Sun, que, nuevo José, quiere buscar en la fuga amparo contra las tentaciones de la viuda del Putifar chino. La pasión de Tián se excita con su esquivez, y por fin... ambos se ablandan. Entonces óyense golpes en la caja; Wang-Sun, aterrado, echa a correr; Tián, con mano trémula, abre el féretro, y lo halla vacío. Vuelve a la sala en busca de su amante, y se encuentra con su marido Tchuang-Tsen, que la recibe con una carcajada, y le explica que es él quien ha tomado la forma de Wang-Sun, concluyendo con esta frase: «¡Vamos! ¿Te convences de que lo mismo sois todas?» Los hechos históricos que en el teatro se representan, son más bien escenas gimnásticas, en las que los combatientes se entregan a saltos muy notables, luciendo trajes lujosísimos y armas de una rareza ejemplar, cuya autenticidad es notoria, pues aún se usan, y las describiré a su tiempo cuando te hable de mi visita al virrey de Cantón. Lo original de estas representaciones es el combate. Si la crónica refiere que el héroe de la leyenda mató a quinientos combatientes, no cesará el espectáculo mientras los comparsas no hayan pasado otras tantas veces bajo el filo de su espada, que él blande de un modo muy artístico, figurando que mata con ella a sus enemigos; hasta que al fin, para indicar que la lucha ha terminado, coge una cabeza de cartón que está sobre la mesa, y hace como si la derribara de un tajo. Entonces retumban vivas y gritos de victoria, y cercándole de banderas, se lo llevan en triunfo; el público murmura, y si no cae el telón por no haberlo, sale uno a respirar el fresco ambiente de la tarde. [Ilustración] [Ilustración] Macao, 26 de marzo de 1880. Mi querido amigo: Ya te he dicho que en vano busca uno colores en China; pues lo mismo sucede con los olores (salvo los malos, peculiares de este país), los ruidos, los afectos y las pasiones. Todo aquí es vergonzante o rudimentario; no hay nada franco y decidido. Aspirando bien, llegas a encontrar a la flor algún perfume recatado y modesto; las frutas no son ni agrias ni dulces, pero sí insípidas; los instrumentos músicos carecen de sonoridad, su ruido es _mate_; chinos y chinas cantan en falsete, sin vibraciones en la voz y en el diapasón de la confidencia; se diría que hacen música en secreto. No extrañarás, por lo tanto, el saber que en China no hay amor, con lo que probado queda que no hay nada: lo que no obsta para que los estadistas difieran en reconocerle de cuatrocientos a quinientos millones de población, que es una apreciable diferencia. Esto indica que hay familia en el sentido de la multiplicación. Veamos cómo está organizada esta operación aritmética. El nacimiento de una hembra es una desgracia en el hogar. La ley protege al marido cuya mujer no le ha dado hijos varones, y le autoriza a tomar concubina legal. La superstición, base de esta sociedad, va aún más lejos, y madres hay que considerando como un castigo celeste el no tener sino hijas, las matan, por aplacar el enojo divino. Venderlas es cosa frecuente; por dos reales adquieres una niña de tres o cuatro años. No hace muchos días vino una madre a regalarnos la suya, en agradecimiento de unos juguetes que a su hijo le habían dado los míos. Es tan inconcebible lo que voy a contarte y tan frecuente en los escritores el inventar por producir efecto, que, aunque te consta mi veracidad, creo de mi deber repetirte bajo palabra, para satisfacción de tus lectores, que estas correspondencias no tienen otro mérito que el de la exactitud, _reducidos sus detalles las más veces a las menores proporciones_, pues cosas hay que no sabe uno cómo decirlas, y que no obstante se deben dar a conocer. Entre muchas hermanas hay siempre una que es la predilecta de los padres, predilección que debe trascender al público, lo que consiguen colocándole en un lado de la cabeza el tuferito de pelo que las demás ostentan en mitad del occipucio, hasta que ya adultas unas y otras, dejan crecer la parte afeitada y adoptan el peinado de soltera o el de casada, aun siendo célibes, si no quieren consagrarse al matrimonio. Por supuesto, no las enseñan a leer ni a escribir, y su educación se reduce a empezar a comprimirlas el pie desde que tienen cuatro años, para destinarlas a esposas, que necesariamente han de ser de pie pequeño. Hablo de las clases acomodadas, pues los pobres, como en todas partes, hacen lo que pueden, y se casan sin miramiento a la base. Muchas de estas desgraciadas mujeres quedan relegadas a la condición de concubinas de algún chino acomodado, o pasan a ser mercancía vil del transeúnte, porque sucede que, si joven aún, cae enferma, _in articulo mortis_ la madre la vende a una curandera, que se encarga de cerrarle los ojos y sufragar su entierro; pero si sana, la empírica, que a su profesión agrega el oficio de zurcidora de voluntades, queda dueña exclusiva de la infeliz, y la explota hasta que ella puede emanciparse mediante un rescate pecuniario. La _elefantíasis_, esa terrible enfermedad hereditaria conocida vulgarmente con el nombre de _lázaro_, hace en China estragos horrorosos; y la mujer que por desgracia cuenta algún lazarino en su abolengo, es llevada por su propia madre a esos centros de la higiene pública, donde cubriéndose treinta y seis veces de oprobio, asegura la superstición que desaparece el germen del mal. Pero nace un hijo y la decoración cambia; no creas que hay bautizo ni inscripción civil; toda la ceremonia se reduce a celebrar tan fausto suceso con una comilona, mucho más copiosa para el mayorazgo que para los demás hermanos varones que le sigan: derecho de gradación que se refleja en todos los actos de la vida china, alcanzando hasta la herencia, de la que, excluidas las hembras, toca a cada hijo una parte tanto mayor cuanto aventaja en años a sus hermanos menores. El padre pone un nombre a su antojo al chico, y este lo conserva hasta que se halla en disposición de empezar su instrucción primaria. Entonces lo cambia, operación que verifica también al casarse y al desempeñar un cargo público. Los emperadores mudan asimismo de nombre al subir al trono, al entrar en la mayor edad y al ser juzgados después de su muerte por los censores, quienes le conceden el dictado con que han de ser conocidos en la historia. Empieza, pues, el muchacho por estudiar los caracteres de que se compone su lengua, y que se elevan a la enorme cifra de 85,000. Conocer la mayor cantidad posible de ellos constituye el desideratum de los chinos. Escritura ideológica trazada con pincel de arriba abajo y de derecha a izquierda, cada signo de sus más de doscientas radicales corresponde a la representación de un objeto, y combinados, producen esa multiplicidad de caracteres a cuya absoluta posesión no hay nadie que haya podido llegar todavía. Agrega a esto el que cada signo tiene una pronunciación monosílaba y que cada monosílabo es susceptible de ser pronunciado de cuatro maneras diferentes, y tendrás una idea, aunque remota, de las dificultades de la lengua. El idioma oficial es el mandarín o pekinés, existiendo además muchísimos dialectos o _puncti_ (lengua del país), entre los cuales el más generalizado es el cantonés. El populacho y la gente de mar hablan una jerga conocida con el nombre de _Aka_. Como en China no hay universidades ni centros de enseñanza oficial, el muchacho tiene que estudiar con maestros particulares, empezando por imponerse en moral según las máximas de Confucio, retórica, historia la estrictamente necesaria para conocer la cronología de sus reyes, pues la de los demás pueblos maldito lo que les interesa; filosofía con las ampliaciones de Mencio a los preceptos de Confucio y comentaristas de este, y legislación, la cosa menos parecida al derecho que puedas suponer. Y aquí se acabó toda la enseñanza. Lo importante es obtener un grado de mandarín, única aristocracia personal, no hereditaria, en China, a la que tiene opción el individuo cualquiera que sea su origen, y que si se otorgase exclusivamente al mérito, en vez de adjudicarse al mejor postor, justificaría en los chinos el dictado de celestiales con que se adornan; pero ya te dije al hablar de los juegos cómo se verifican estos exámenes. Nueve son los grados de mandarín y se distinguen por el botón o bellota con que adornan su sombrero. Este es como una gorra de _jockey_, a la que se le añadiese, en lugar de visera, un ala o baranda como la de un sombrero calañés ceñida al casquete, es decir, sin vuelo y tan alta como este, teniendo por remate en el centro de la copa, su borla de fleco encarnada y el botón distintivo de la categoría. Su efecto es el de un cubo de ancha base, puesto por la boca sobre el cráneo. El botón rubí o rojo transparente, es el signo de los mandarines de primera clase, la más elevada. Su número es de veinticinco. Seis están en el ministerio, quince presiden los tribunales de provincia y cuatro tienen a sus órdenes al ejército. Todos ellos han de ser letrados y forman el Consejo del emperador. El botón rojo coral opaco, lo usan los mandarines de segunda clase, en la que están comprendidos los magistrados y jefes militares, y los de los ramos de la administración pública, entre ellos los gobernadores de las provincias. El zafiro o azul transparente, corresponde a la tercera clase, o sea a los presidentes de los tribunales de segundo orden, en las provincias, estando comprendidos en la cuarta los individuos de estos mismos tribunales con derecho al uso del botón azul opaco. La quinta y sexta, relativas a cargos públicos de menor importancia, se diferencian por el botón blanco transparente y blanco opaco; y la séptima, octava y novena, que abrazan los maestros de instrucción y los encargados de la vigilancia y conservación del orden público, ostentan el botón dorado, ya liso, ya trabajado a cincel. Su número total asciende a 25.000; de ellos, 15.000 pertenecientes a ramos civiles y 10.000 al ejército, si bien estos pueden triplicarse en caso de guerra. Los cuatro grados principales son: el de _siut-sai_ o bachiller, cuyos exámenes escritos, verificados por el sistema celular y juzgados por tres tribunales distintos a pliego cerrado y con lema, como en los concursos poéticos, tiene lugar anualmente en las ciudades todas del imperio. El _siut-sai_ se subdivide en _ling-sen_, que con sueldo del Estado, sirve a las órdenes de mandarines de alto rango; en _seng-seng_ o agregado del _ling-sen_, con sueldo temporal, y en _fu-hio_, o sea una especie de alumno de la normal dedicado a la enseñanza. El grado inmediato superior es el de _Ku-jin_ o licenciado, el primero que da aptitud para aspirar a los cargos públicos, y cuyos exámenes, verificados como todos, por el mismo sistema celular, tienen lugar en la capital de la provincia. El de _Tsin_ o doctor, y el de _Ham-ling_ profesor, han de pasarse en Pekín. Todos los gastos en época de exámenes, son costeados por el emperador. Y ya en aptitud por razón de su categoría, lo mismo desempeña el mandarín un cargo en la magistratura que en la administración, en el ejército que en la marina. Lo compra y luego lo usufructúa como mejor le place, con arreglo a la tarifa de su capricho. Ya te he dicho que, una vez mandarín, el chino puede y debe dejarse crecer el bigote. Llegada la época de casar al muchacho, lo que si es mandarín no tendrá efecto sino con hija de mandarín precisamente, he aquí lo que ocurre. En primer lugar los novios no se conocen; uno y otro ignoran en absoluto con quién van a compartir la existencia. Una casamentera de oficio arregla con los padres de los contrayentes las condiciones del contrato, en las que para nada interviene el dote, pues no le hay. Basta saber que la novia es de pie pequeño y su familia de posición análoga a la del novio. Si es posible, se procura que los dos contrayentes hayan nacido en el mismo día de la luna (los chinos computan por lunaciones), si bien en año diferente, en atención a que ella debe ser más joven. Te diré de paso que, como para los celestiales el ser viejo es un título, todo chino cuenta adelantado, y desde que nace tiene un año: de modo que cuando realmente cumple uno, para él son dos. Unos días antes del destinado para la ceremonia, recorren las calles multitud de culis, harapientos como siempre, cargados con los regalos de la novia, consistentes en provisiones de boca para un mes, y el ajuar; todo metido en cajas, sobre las que hay unos letreros expresando el contenido, que nunca es tan ostentoso como reza el cartel, dado el defecto de ostentación de la raza. El día de la boda, a las nueve o las diez de la noche, la novia se viste con lo peor que tiene; deshace su peinado de soltera, y a medio hacer el de casada, se despide de su madre. Es condición precisa que alborote la casa, fingiendo gran desesperación; y así la bajan hasta el zaguán, donde la espera la silla nupcial, palanquín cerrado por todas partes y adornado de vistosa talla, que se alquila _ad hoc_, y en el que la meten a puñados y como por violencia, al compás de sus berridos, ahogados por los golpes del gong, la dulzaina, el tamborete convexo de metal y los cohetes del séquito, compuesto de culis provistos de linternas de papel de todos tamaños y hechuras. Antes de salir del hogar paterno, la madre arroja sobre la silla unos puñados de arroz y unas gotas de vino, extraído de este grano, para que la abundancia acompañe a su hija, y puesto un velo rojo a modo de cortina sobre el palanquín, la comitiva se pone en marcha hacia la casa del novio, seguida de la casamentera y de un marrano abierto en canal y asado, con que la suegra tiene que obsequiar necesariamente al yerno. En cuanto este advierte la proximidad del cortejo, sale a la puerta y espera que depositen la preciosa carga. Su primer cuidado es descorrer el velo que cubre la litera y llamar a su esposa, que continúa lanzando ayes como si la desollaran viva. Si el novio acepta con gusto el matrimonio, lo demuestra llamando a su mujer merced a una patada que da contra la puerta del palanquín; si, por el contrario, la boda le viene cuesta arriba, se concreta a golpear la silla con los nudillos. Por fin, ábrese el castillo encantado y la novia se presenta cubierto el rostro en señal de rubor. La casamentera la toma sobre sus espaldas, y como pudiera hacerlo con un fardo, la sube las escaleras y la deposita detrás de la cama, sobre el duro suelo. Síguela el marido, contempla a su cónyuge, y si no es de su agrado, se presenta ante los circunstantes con el abanico metido en la babucha; pero si merece su aprobación, se lo coloca entre el pescuezo y la _cavalla_ o túnica, cena con los circunstantes y remite a su suegra la cabeza y el rabo del cerdo, en testimonio de satisfacción absoluta. La noche se pasa devorando, bebiendo té, disparando cohetes y oyendo aquella música infernal. A la mañana siguiente tiene lugar la recepción de los parientes y amigos, provistos de su correspondiente regalo. Una vez reunidos, colocan a la novia en el centro, y las mujeres que la rodean principian a decir todo género de obscenidades y conceptos libres, que aquella debe escuchar con aparente rubor, pues el acto envuelve una especie de examen de su inocencia. Restituida al hogar paterno, y convencida la madre de que su hija ni ha sido impaciente ni ha faltado al recato, descósele las vestiduras que iban unidas entre sí para que no pudiera ser despojada de ellas, lávale la cabeza, la casamentera la adoba el peinado de casada, y con los aderezos propios de su condición, regresa definitivamente a casa de su marido, donde tiene sus habitaciones reservadas o su _gineceo_, inaccesible al sexo fuerte extraño a la familia. La mujer, degradada y envilecida en el Celeste Imperio, no come jamás con su marido, quien no titubea en sentarse a la mesa con los últimos culis de su servidumbre; y mientras no tenga un hijo varón, está en el deber de considerarse como la esclava de su suegra. El adulterio contra mujer legítima o primera, es decir, no concubina, es castigado de muerte _sin substitución_; pues en los demás casos de pena capital, el reo puede comprar substituto, y la ley se da por satisfecha con decapitar a un hombre que se avenga a purgar el delito ajeno. Los chinos, ostentosos por naturaleza, toman concubinas sin limitación, como cuestión de lujo, aun cuando su mujer les haya dado hijos varones. Todas habitan bajo el mismo techo y en perfecta armonía; pero los hijos de las segundas mujeres no pueden llamar madre sino a la esposa legal (de quien son criadas las otras), si bien gozan de toda consideración y derechos, incluso el de primogenitura, como hijos legítimos que son según sus Códigos. Uno de los cuidados más importantes del chino es hallarse rodeado de los suyos en el momento de la muerte; el hijo mayor es el encargado de dar a las cenizas de sus padres los honores más exagerados posibles, honores que a veces conducen hasta a la ruina. Vayamos por partes. Desde el instante en que principia la agonía de un celestial, todos los suyos rodean el lecho y prorrumpen en exclamaciones de dolor, que cesan en cuanto aquel espira, pues, rituales, más que espontáneas, tienen por solo objeto dar al moribundo un postrer testimonio de consideración; y muchas veces se alquilan llorones de oficio, si la familia no es bastante numerosa para armar todo el ruido de precepto. Con las ansias de la muerte se ponen a hacerle el tocado, incluso peinarle, operación que en las mujeres invierte horas enteras; y acto continuo le revisten de todos los trajes que constituyen su ajuar, puestos unos sobre otros, a fin de que en la otra vida no carezca de abrigo. Ya en las postrimerías, le arrojan de la cama abajo, pues ningún chino debe morir sino en el duro suelo, y cerrados los ojos, guardan el cadáver durante tres días, en los que los bonzos, con los invariables instrumentos de gong, chirimía o dulzaina y timbalillo de metal, se entregan en la casa mortuoria a sus oraciones fúnebres, acompañados de los parientes más cercanos, que se distinguen por una montera de tela blanca con que cubren la cabeza. El luto consiste en ponerse el cordón de la coleta de color azul y revestir la casa con entrepaños de papel celeste, también con caracteres dorados, en los que se consignan el nombre del finado y las máximas sobre el respeto debido a los que ya no son. Transcurrido aquel plazo, meten el cuerpo en una caja cuadrilonga con una especie de medias cañas superpuestas en toda la longitud de sus lados, lo que, vistas por sus testeros, le da la apariencia de una flor de cuatro hojas, y en tal estado conservan el cadáver en la casa dos, cuatro meses y hasta un año, según los medios de que dispone la familia, pues en todo este intervalo continúan las preces, y por consiguiente los gastos. Llegado el día del entierro, se reunen parientes, amigos, llorones, bonzos y músicos, y precedidos de dos con estandartes de madera, se dirigen al sitio de la inhumación. Si el muerto es pobre, le dan sepultura en el cementerio general, que es el lomo de una colina sin tapia ni cercado, lleno de pilares de piedra, donde está inscrito el nombre del que debajo reposa. Si, por el contrario, se trata de un rico, el féretro es transportado a veces a centenares de leguas de distancia, a la tumba que, el finado en vida o el hijo a su muerte, ha adquirido en virtud de informaciones dadas por una especie de agoreros o adivinos, que viven de esta especulación. Su misión es estudiar el terreno, siempre montuoso, en que el cadáver hallará más dulce bienestar, y que mejor se adapte a sus condiciones de carácter, según las revelaciones atribuidas a sus sortilegios. Inútil es decirte que los tales arúspices se ponen a menudo de acuerdo con el propietario de un yermo invendible; y que, abusando de la supersticiosa credulidad en que todo chino incurre, llega hasta a hacer pagar a su cliente cien mil duros por lo que no valdría veinticinco en buena venta. La tumba china afecta invariablemente la forma de Omega, o para los que no sepan griego, de una corcheta, mucho más elevada por el centro de la curva que por los extremos, y con el espesor suficiente para contener un cuerpo humano entre el doble tabique de su línea. Su diámetro alcanza catorce o más metros; el hueco central está esmaltado de flores, y una verja de caprichosa forma circuye, aunque no siempre, el todo. La comitiva enciende grandes teas de ramas secas, con las que a los cuatro vientos se ponen todos a dar golpes al aire para ahuyentar los malos espíritus, operación muy frecuente en los actos de la vida china, concluido lo cual dan sepultura al muerto, gritan otro ratito, y depositando en la tumba comestibles y otras menudencias, se da por terminado el acto. La idea de que el espíritu del muerto anda errante, y puede carecer en la otra vida de los artículos más necesarios, incluso el dinero, hace que el chino esté enviando constantemente remesas a sus deudos de todo género de cosas; pero como el procedimiento saldría muy caro, han inventado un expediente tan original como lucrativo para los que a tal industria se dedican. Consiste este en la fabricación de enseres fúnebres de papel representando corpóreamente sillas, mesas, barcos, literas, caballos, armas, camas, pagodas y hasta dinero (pedacitos cuadrados de talco pegados sobre una cuartilla de papel de estraza); todo lo cual se vende en multitud de almacenes especiales, para que los chinos lo quemen diariamente, y convertido en humo, lo hagan llegar a su destino. En fin, conduce a tal extremo la superstición de estas gentes sobre el particular, que, aunque algo en desuso, todavía se practica una bárbara costumbre; al dar sepultura a un chino opulento, entierran vivos con él a dos o más muchachos para que desempeñen con el muerto las funciones de criados... y otras. [Ilustración] [Ilustración] Macao, 30 de enero de 1881. Mi querido amigo: Los chinos computan por lunaciones y por los años de entronizamiento del príncipe reinante. Hoy, es, pues, primer día de luna del año séptimo del emperador Kuang. La única fiesta, propiamente hablando, que le está concedida al celestial, y cuya duración es generalmente de treinta días. Es condición indispensable que nadie entre en el año nuevo sin haber pagado todas las deudas contraídas en el anterior; de ahí el que a la espiración de diciembre los artículos de lujo se vendan en las tiendas por la mitad del precio, la estadística de hurtos, nunca robos, aumente de una manera considerable, y los prestamistas no puedan dar abasto a los clientes. Quince días antes del que hoy se conmemora, las transacciones se paralizan; el chino, comerciante con lonja abierta o propietario con casa cerrada --como lo están todas las que no son expendedurías, pues el prurito del celestial es que nadie inspeccione sus actos, y para ello fabrica su vivienda a cubierto del murallón que adopta por fachada-- todo confucista, budista o taotista, en fin, barre o manda barrer su hogar; operación que no vuelve a repetir hasta el año siguiente, pues entre otras preocupaciones, tiene la de creer que quitar las inmundicias, es ahuyentar la fortuna. Tanto es así, que el mayor castigo que en su superstición puede dársele a un celestial, es condenarle a pobreza eterna, pasándole una escoba por la cara. Y por mi nombre, que deben ser riquísimos, a juzgar por los ostensibles signos de economía de que hacen alarde. Engalánanse los almacenes con hojarasca de papel de oro y de colores, con flores de artificio, con macetas de plantas naturales, algunas de las cuales, por su rareza, alcanzan ciento o más duros de valor; ilumínase todo con arañas, linternas y candelabros; dispónese en el centro una mesita cubierta con riquísimo tapete de seda recamado de oro, sobre la cual el dragón sagrado u otro ídolo de su devoción recibe la ofrenda de las golosinas que los visitantes han de comerse después, y da comienzo al disparo de millones de pequeños cohetes, con que sin interrupción están saludando a la luna. Al principiar el año nuevo, o sea a las doce de la noche, pues nadie duerme para no entrar en él con malos sueños, todo el mundo --menos la mujer de condición que vive siempre reclusa-- échase a la calle a contemplar las iluminaciones, aspirar el olor de la pólvora, asistir a los espectáculos teatrales y decir Kon-ji o sea «viva» al deudo, pariente o amigo. Amanece, y desde aquel punto las tiendas, cuyo cierre además de la puerta ordinaria, consiste en gruesos barrotes verticales de madera al exterior, ingeniosamente atrancados por una traviesa que los sujeta todos por dentro, quedan cerradas, a excepción del postigo, para dar paso a las visitas. Estas las constituyen _caballeros_, que aquel día no parecen millonarios por lo limpios que se ponen, que van a comer alguna golosina y a emborracharse jugando a la morra, o sea a acertar el número de dedos que entre los jugadores presentan simultáneamente. Al revés que entre nosotros, el que pierde es el que queda obligado a beber, y el que gana el que paga el vino de arroz, único que ellos conocen y que liban en tazas microscópicas de porcelana. Aunque la embriaguez llega a su colmo en estas fiestas de Baco, ni hay que deplorar nunca una consecuencia triste, ni en esta ni en otra época del año se encuentra un chino beodo por la calle. La morigeración de este pueblo, en lo que a costumbres públicas se refiere, es ejemplar. ¿Será la civilización el germen de nuestros vicios? Creamos que no, y pasemos adelante. Por supuesto que en ese día no puedes contar con ninguno de tus servidores; tienes que andar a pie, prescindir de recados y darte por muy feliz si, en gracia de los aguinaldos recibidos, alguno de ellos se digna hacerte la cama y darte de comer algo frito, para acabar pronto. Desde muy temprano vienen todos a prosternarse en tu presencia, y en seguida echan a correr al bazar a comprarse zapatos, de que hacen provisión para los doce meses restantes; pues nadie deja de estrenar algo en año nuevo; y hasta los pobres de solemnidad, a falta de otra cosa, renuevan el cordón con que se trenzan la coleta. En cambio ellos te obsequian con toda clase de dulces, desde el de toronja o zambúa, hasta el de guisantes en vaina azucarados; y te regalan cohetes. Entre las clases acomodadas el ceremonial es el mismo, sin más diferencia que el hacerse a cencerros tapados. Se saludan por tarjetas, pedazos rectangulares de papel grana, de un palmo de largo, con tres o cuatro caracteres negros, del diámetro de un napoleón; se envían presentes comestibles, y se visitan con el ritual que te explicaré al hablarte de _mis relaciones sociales_ con los hijos del cielo. Poco a poco el bullicio va perdiendo en intensidad, y quince días después todo torna a su natural estado. Los chinos celebran otras festividades; pero en ninguna de ellas se cierran los establecimientos ni se suspende la vida pública. La conmemoración de los difuntos, que tiene lugar durante la cuarta luna, se reduce a quemar objetos de uso doméstico, simulados en papel, que por ese medio creen enviar a los errantes espíritus para que no carezcan en la otra vida de lo necesario. Lo más notable de este rito son las visitas a las pagodas que entonces se construyen a expensas de los consumidores, pues se sufragan con el producto de una especie de subsidio con que todo expendedor recarga sus ventas anuales y que religiosamente entrega a la comisión encargada de alquilar o adquirir los adornos y de dirigir los festejos. Estas construcciones, que ocupan un área como la plaza Mayor de Madrid y tienen una elevación como la de la nave del Escorial, están hechas exclusivamente de bambú sin el auxilio de un clavo ni otra trabazón que la de sus muescas y nudos. De aquellas inmensas bóvedas penden millares de lámparas y objetos de adorno, cuyo peso maravilla que puedan resistir unos soportes tan débiles en apariencia. Las lucernas, algunas de las cuales sustentan hasta cien globos de luz, tienen sus brazos y machones revestidos de diminutas plumas de un pájaro azul turquí que se confunden entre filamentos de oro con el más acabado esmalte de orfebrería. El interior de las pagodas no puede describirse; es de un efecto maravilloso, hasta para los europeos acostumbrados a ver prodigios en los concursos universales de la industria. Sobre colosales armazones de sutil mimbre, vuelan por el espacio gigantescas mariposas, aves e insectos de flores naturales con todos los matices y perfumes de que es susceptible la naturaleza de la zona tropical. Alternando con estos ramilletes y encuadradas en magníficos marcos de talla, vense representaciones esculturales de tamaño natural y de movimiento, recordando pasajes de las mejores obras dramáticas; cuyos personajes, luciendo los trajes de la pasada dinastía Ming, son un asombro de lujo, con tamaña profusión de sedería bordada, que nadie ha podido aún igualar en perfección ni en opulencia. Más allá los bronces del culto y suntuarios se mezclan con los vasos y discos del más puro caolín, de los tiempos remotos, confundidos a su vez con los monstruosos bloques de verde jade o de sanguinolento mármol de la Tartaria. Mientras la susurrante fuente humedece las espirales de humo perfumado que exhalan centenares de pebeteros, los ídolos búdicos, de quince codos de altura, resisten con sus atléticos brazos los arranques del entablamento, y las obras más acabadas del recamo de oro y plata sobre seda, cuelgan desde el friso hasta el pavimento como ramificaciones de un Pactolo aéreo e inagotable. Es la primera vez que he visto realizado el esplendor de mi China soñada. Desgraciadamente solo dura la ilusión ocho días al año. Quince minutos han bastado muchas veces para que un incendio lo devorase todo y produjese innumerables víctimas; pero ¿quién se resiste a visitar de noche aquel admirable conjunto, realzado con millares de luces y transparentes de tan delicado gusto como caprichosas formas? Desgraciadamente el encanto huye con solo fijarse en el sucio porte de la concurrencia. No hay compensación. Contrastando con esta magnífica exposición, llega la fiesta del plenilunio de la octava luna; manifestación modesta, pero imprescindible, del culto budista. En ella se conmemora el aniversario de la creación por Dios del astro de la noche. Todo chino permanece en su casa, y aguarda con la ventana abierta y a oscuras a que la casta Selene haga su aparición en la rendija del firmamento que le permite ver su angosta calle; y, apenas la divisa, le alumbra candelillas, le quema pebetes, la saluda prosternándose hasta el suelo y come en su honor un pedazo de pastel, confeccionado exprofeso con tocino y almendra para aquella solemnidad, cuya virtud no se me alcanza; pero te diré acerca de su consumo, que una sola pastelería de Hong-Kong produce anualmente a cada uno de sus cinco socios, la enorme cifra de diez mil pesos fuertes. Verdad es que se trata de un pastelero más famoso que el mismo de Madrigal. Otro espectáculo que realmente tiene importancia y novedad para el europeo es una procesión de linternas. Estas no se verifican en épocas determinadas; son expansiones accidentales que se permite sufragar, ya un vecino acomodado a quien un negocio le ha salido bien, ya un gremio que solemniza una circunstancia memorable, ya, en fin, un barrio que impetra el favor del cielo ante una enfermedad epidémica. Porque, aunque retarde con una digresión su relato, debes saber que aquí la medicina no constituye facultad ni se aprende en colegio alguno. Todo es empirismo; no hay más que curanderos, cuyo mérito está en proporción del número de recetas que poseen. Su diagnóstico es muy sencillo: para ellos las enfermedades se reducen a fuego o aire. Su terapéutica aún lo es más. El fuego lo apagan con jugos de vegetales, y el aire lo sacan con ventosas y con cauterios. De ahí que no haya chino que no tenga el cuerpo, y en especial el cuello y la cabeza, lleno de cicatrices y quemaduras. El tifus, que en China se llama fiebre del cabello, consiste, a su juicio, en una como venita o hebra capilar que circula por el cuerpo llena de sangre corrompida y que hay que extraer. Para asesorarse de que el enfermo padece semejante dolencia, le dan a saborear un manjar amargo; y si lo halla dulce, es prueba inconcusa de que el mal existe. Entonces hay que buscar el sitio en que puede encontrarse el cabello, y si dan con él, lo extirpan vaciándole la sangre inficionada. Poseen, sin embargo, algunos medicamentos de virtud reconocidísima; y no puedo resistir a la tentación de transcribirte el que para combatir el cólera emplean en el Ton-Khin. Se lo debo a nuestro compatriota el Reverendo Padre monseñor Colomer, natural de Reus, obispo y jefe de nuestras misiones en aquella región de Annam; que siempre lo ha usado con resultados satisfactorios. Tuéstanse al horno unos cangrejos, mejor de río que de mar; machácanse bien con su cáscara; se disuelve media cucharada de aquellos polvos en una copa pequeña de buen vino añejo y se le da a beber al paciente. Generalmente basta con la primera dosis; pero si el mal no cediera, se repite la operación. Suele ocurrir que al desaparecer el cólico, se paralizan también los descartes diuréticos. Para provocarlos y combatir la irritación que origina aquel estado, no hay sino machacar vivos, y por consiguiente crudos, dos o tres cangrejos; mezclarlos con igual cantidad de vino y de la misma clase que en el procedimiento anterior, y, colado su jugo, dárselo a beber al enfermo. Volvamos ahora a la procesión de linternas, a la que concurren todos los vecinos del barrio con objetos de su exclusiva confección o alquilados a industriales al efecto; pero de un modo o de otro, llevados a cabo con una perfección asombrosa. El elemento principal de ellos, como de casi todos los adornos chinos, es el papel, y una pasta de arroz transparente como el cristal, y muy parecida, aunque más pura, a nuestra cola de pescado, que adaptan primorosamente a unos armazones de mimbre o bambú finísimo. En cuanto anochece, se reúne el cortejo en el lugar de la cita; y al estampido de algunos morteretes y de algunos millares de petardos, da comienzo el desfile por el orden siguiente: abren la marcha unas cuantas docenas de individuos, vestidos como todos los que componen la procesión con los pintorescos e indescriptibles trajes de la época de los Ming, llevando piras embreadas en recipientes de metal, que iluminan el espeso humo que van produciendo. Síguense unas banderas más grandes, pero idénticas en corte a las de los gremios valencianos, puestas sobre el hombro del porta-estandarte y en sentido horizontal. Y allí principia un ascua de fuego producida por cuatro o cinco mil linternas de todos tamaños, formas y colores, levantadas sobre unas perchas, cuyo río de luz corta de trecho en trecho, ya un grupo de músicos con címbalos, crótalos, dulzaina, timbales, discos convexos (sobre los que repican con una sola baqueta) y el obligado gong; ya unas pagodillas del tamaño de nuestras andas, llenas de molduras y rodeadas de pebetes; ora unas mangas y parasoles de espléndido tisú de oro, parecidas a las del culto católico; luego los monstruosos ídolos de la teogonía búdica. No ha concluido aún la sorpresa que te producen el insecto, el pájaro, el buque, el jarrón, el kiosco y el templo montados con flores naturales y circuidos de puntos luminosos, cuando te arranca un nuevo grito de admiración el niño que, simbolizando un guerrero mitológico cabalga sobre un microscópico caballo de los confines del desierto de Gobi, enjaezado a la usanza mandarina y cubierto de gualdrapas dignas del tocado del imperial jinete; te encanta la imaginación que han desarrollado en la gigantesca concha con todos los cambiantes de la madrépora, en cuyo seno descansa una elegante china simulando una perla del río de Cantón, o te seducen el albérchigo y la naranja que, abiertos en gajos, presentan a tus atónitos ojos, humanas simientes en la clásica agrupación del arte asiático. Pero donde está el mérito sobresaliente de la procesión, es en la infinita variedad de aquella multitud de linternas, donde parece haberse agotado la fuerza imaginativa de la inspiración del hombre. Sin detenerme a describir los faroles ordinarios, pequeños unos y colosales otros, ostentando un carácter chino, que ya por sí constituye un adorno singular; pasando en silencio los tulipanes, girasoles, estrellas, globos y pirámides; ¿cómo no llamar la atención el racimo de uvas de luz, contrastando con el oro de su fruto el verde tono de sus pámpanos; las dos medias sandías con la púrpura de su seno salpicada de relucientes pepitas; la carpa, el salmonete y el atún abriendo la boca y agitando sus aletas; los dos gallos combatiendo con la saña de la verdad; el pavo que se esponja ante la contemplación del auditorio; la langosta que despide aletazos o contrae y dilata sus articulaciones; el faisán de Shang-hai; los monstruos gesticulantes emblema de las pasiones humanas; y por último, las monumentales pagodas con sus cubiertas agaleradas, sus frisos esculpidos y sus afiligranados detalles --más numerosos y sutiles que los de la arquitectura gótica-- dejando escapar por el mosaico de su policromía torrentes de luz y de perfumes? Una guardia, provista de partesanas y lanzones dignos del lápiz de Gustavo Doré, precede a un hombre con cabeza de león (animal fatídico de esta fauna mitológica), huyendo ante el dragón sagrado, que lo persigue para ver si lo puede devorar. Es la lucha de la virtud con el vicio. Este dragón, de formidables fauces y armado con anillos que le permiten plegarse a discreción de los doscientos hombres que lo llevan sobre puntales de bambú, está forrado de seda verde transparente, y va alumbrado por dentro. Tiene más de cien metros de longitud, y se considera como un favor celeste y un signo de felicidad el que incline la cabeza delante de la casa de uno. El favorecido le dispara entonces unos millares de cohetes en justo reconocimiento, y el reptil se libra a una graciosa y bien combinada serie de ondulaciones, contrayéndose, dilatándose y retorciéndose en espirales luminosas. Terminaré mi catálogo de festejos con la descripción de los fuegos artificiales, a que son muy aficionados los chinos. Para el concurso del gran _patchon_ (cohete), se exhiben con anterioridad en un barracón los premios consistentes en un espejito de mano, un transparente, un ramo de papel de talco, o cualquiera zarandaja por el estilo, que ellos en dar no son muy pródigos. Llegada la tarde de la lucha, colócase el pirotécnico sobre un tablado y empieza a disparar voladores. La muchedumbre, apiñada alrededor, observa la dirección de la caña; aguarda a que baje, y entonces hace prodigios de agilidad por apoderarse de ella; con lo cual y consecuente con la superstición que preside todos sus actos, no solo alcanza ventura para sí y los suyos --mayor cuanto es más gordo el cohete-- sino que obtiene una recompensa, quedando obligado a sufragar otra para la justa del año siguiente. Sus tan decantados fuegos artificiales, repetidos con frecuencia y siempre con igual monotonía, no tienen de particular más que la candidez. Divídense en diez o doce actos, y cada uno de estos en tres transformaciones, lo que da lugar a que el espectáculo termine a las cuatro de la mañana habiendo empezado apenas anochecido. Allá va un acto por cuyo patrón están cortados todos los demás. Princípiase por disparar en medio de la calle y sobre una mesita, una cantidad de voladores con poca o ninguna luz, muchas chispas, profusión de humo y largos compases de espera. Luego la escena se traslada a un catafalco, sobre el que se alza un andamiaje de bambú de la altura de una casa de cuatro pisos. Ízanse en él tres como bombos, de cuádruple diámetro que el de los de una orquesta, en que van encerrados los fuegos. Se aplica una mecha al inferior, y después de diez largos minutos, el armazón se abre y deja ver una maceta con una planta cuyas hojas van cambiando lentamente de colores. Llegado el turno del segundo tambor, aparece una rueda horizontal, en que dan vueltas unas figuras de movimiento que montan a caballo, se apean, riñen o se abrazan, pero todo tan diminuto, alumbrado por unas lucecitas de tan poca intensidad y tan envuelto en humo, que solo el espectador de primera fila puede apreciarlo. La última caja contiene el _bouquet_; y en honor de la verdad, algunos de ellos no dejan de llamar la atención, pues fatigada la vista con tanto inútil esfuerzo, gusta de que la sorprendan con una masa luminosa; y lo consigue una gran torre transparente de forma octógona, que se desprende desde lo alto del andamiaje hasta el suelo, llevando pendiente de cada ángulo de su tejado una sarta de linternas encendidas, que ni sabe uno darse cuenta de cómo se alumbran, ni se explica que puedan caber en tan estrecho recinto. [Ilustración] [Ilustración] Fiestas de Hon-Kung en Macao Macao, 26 de septiembre de 1881. La primera parte la constituye la afluencia de cien mil forasteros a una ciudad de sesenta y ocho mil almas; se albergan donde pueden, duermen donde se albergan y comen en la alcoba: no he nombrado la calle porque se sobreentiende. Cuatro días de fiesta: ni una borrachera, ni un robo, ni una disputa. ¿Quién es Hon-Kung? No lo sé, ni tengo tiempo de estudiarlo en este momento. Es, según voz pública, el primero, después de Dios, de los santos de la corte celestial china. Se le invoca para que conceda paz a todo el imperio, le preserve de epidemias y le otorgue riquezas innúmeras; participa, por consiguiente, del Jano de los paganos, del San Roque de los católicos y de la lotería de los españoles. En el cómputo chino, cada tres años traen uno bisiesto, que se compone de una luna más de veintinueve o treinta días en la lunación séptima, época en que debe verificarse la fiesta del santo; pero como no siempre hay dinero disponible, redúcese aquella a una modesta manifestación, transcurriendo a veces catorce y más años sin que tenga efecto una solemnidad como la que voy a describir, y que en la ocasión presente ha sobrepujado a cuanto se ha hecho hasta ahora en Macao, matriz, metrópoli, casa solariega del festival en cuestión. ¿Cómo se arbitran los fondos? Como no puede copiar ningún pueblo que no tenga la buena fe, el patriotismo, el amor, en una palabra, del celestial a su enorme familia de cuatrocientos millones de individuos con coleta. Todo comerciante con tienda abierta está obligado a recargar cada objeto que vende en cinco _sapecas_ (cada sapeca vale medio maravedí), que entrega religiosamente a una comisión económica, la cual se encarga de aumentar los productos con el interés que hace ganar al dinero y con los donativos espontáneos de los particulares, cuyos nombres figuran después inscritos en sendos papeles encarnados en el pabellón central del barrio chino. Desde el año 1868 hasta hoy se han recaudado sesenta mil pesos fuertes, que son los que se han invertido en _alquiler_ de los objetos de ornamentación para la ceremonia: calcúlese por ahí el valor intrínseco de este Pactolo de oro, seda y luces. Describamos, si podemos: Una cruz griega forma la parte engalanada del Bazar; son dos calles perpendiculares que se cortan casi por el centro y a cada una de las cuales puede que el kilómetro le venga como a su medida. Unos armazones, o andamios de bambú, atados con hojas de la misma caña, y sin que en su sostenimiento entre un clavo, se elevan hasta por encima de las casas, produciendo en algunos sitios tres cúpulas superpuestas de una elevación como el cimborio del Escorial. Todo aquel armazón se cubre con lo que ahora diré; y el vecino a quien le tapan una ventana, ni se queja al alcalde, ni habla mal del gobierno; come a oscuras, y se calla. Reviste el techo un lienzo de colores abigarrados con flores, hojarasca, animales y quimeras, del que penden tulipanes, peces, frutas e infinitas representaciones, que no son sino otras tantas linternas que le dan el aspecto de una bóveda tachonada de puntos luminosos. Hasta poco más de la altura de dos hombres, caen, sujetos por gruesas maromas, millares de lucernas, arañas, girandolas y quinqués, cuya forma no hay medio de describir ni por su variedad ni por su complicación. Voy a ver si, ciñéndome a una sola, logro hacerme comprensible. Figúrense los lectores la Catedral de Milán reproducida materialmente en madera, con siete metros de altura, y todo el resalte de filigrana de oro. El fondo para el profano es de esmalte azul; para el observador que lo toca y se convence de que la paciencia del hombre pueda llegar a tal límite, es de plumas microscópicas de alción o martín pescador, pegadas con cola. Añádansele centenares de estatuitas esculpidas en pirámides o en racimos como los grupos de los juegos acrobáticos; e iluminándola con doscientos globos de luz con colgantes o lágrimas de cristal de todos los colores del prisma, se sabrá lo que es una de estas lámparas, como se sabe que el punto que asoma en la lontananza del mar es un vapor, porque se ve el humo con el catalejo. Sin que la bóveda se venga abajo por el enorme peso que resiste, sustenta además de todo lo que es luz, una asiática profusión de gigantescas mariposas, dragones colosales, caracteres chinos titánicos y un centenar más de variantes en ramos de flores; que no otra cosa son los tales monstruos sino la parte perfumada de la naturaleza, adornada con pedazos de espejo y cintas de seda y oro. Nosotros decimos que todo pende de Dios, pero los chinos deben creer que todo pende del bambú; porque después de lo que dejo colgado, aún faltan unos centenares de cajones con veinte o treinta figuras de medio tamaño natural en cada uno, reproduciendo escenas de los dramas y entremeses más notables de la dramática celeste. La encarnación de los personajes es perfecta; el indumento riquísimo, y las armas, como el sable que le regalé a un sobrino mío en ciertas Navidades, y que, según él, era de _buena verdad... de carne_. Las calles están cortadas a trechos por arcos de triunfo _colgantes_; pues son sin pies, no tienen más que un cornisamento y un gran friso, se estriban en las paredes y los sostiene el entablamento. Cada arco parece el puente de los Suspiros en Venecia. Todas las fachadas de las casas están literalmente cubiertas, desde el zócalo hasta el alero del tejado, de ricas obras de talla, altos y bajos relieves, cuadros de algunos metros con figurillas hacinadas del color del lapislázuli, hojarascas de ricas maderas aromáticas, otras doradas, transparentes y adornos policrómicos, mientras cada puerta (que lo es de una tienda) se halla convertida en una pagoda con su altar en el centro, su ídolo, flores, pebetes y ofrendas de comestibles. A intervalos una música deleita al transeúnte (si es chino) con sus chirriantes ecos, o un juglar luce sus habilidades sobre un estrado. Pero donde está la verdadera maravilla es en el pabellón principal; vasto recinto, colosal nave formando la cabeza de la cruz, y en el que, lo que ya llevamos visto, está centuplicado en profusión y en riqueza. ¿Qué hay allí? Yo no sé si podré explicarlo. Lucernas, cuadros, flores, relieves, esculturas, cincuenta mil nombres de contribuyentes o donantes, músicos, un teatro en el fondo con representación permanente y quince mil espectadores, además de otros dos coliseos que funcionan en las calles contiguas, y millares de macetas que parecen receptáculos de plantas y son vasos de prodigios: aquel arbolillo, que se tomaría por un juguete de Nuremberg, es un ejemplar liliputiense del corpulento ébano guardando todas las proporciones debidas en sus microscópicos detalles. Un arbusto que más allá simula un león hecho con astas de venado, es una raíz que a fuerza de mutilaciones, injertos, paciencia y sabiduría, ha tomado aquella forma en un transcurso de doscientos años tal vez, y con el concurso de seis o siete generaciones. Lo mismo digo del carácter chino que está a su lado; con la apariencia de una rama de boj recortado recientemente para aquella circunstancia, es no obstante un tronco con sus brazos y hojas educados desde hace siglos para concluir por simular el nombre de una divinidad, de un emperador o de un simple individuo. Que hay planta de ellas que vale dos mil pesos, no hay para qué consignarlo. La calle termina por un inmenso altar a cada lado, defendido por dos gigantes de cartón; cuya cabeza, como los telamones del orden atlántico, sostiene el piso. En el pebetero que hay delante arde todo un tronco, de madera de sándalo. Relicarios de filigrana de algunos metros de tamaño, cajas y linternas de orfebrería, monstruos y quimeras de metal, apoyados en el suelo y enroscándose hasta la bóveda, cascadas de paños bordados de oro y sedas, vasos de jade y otras piedras preciosas; todo está allí hacinado, como si la mano de un Pluto invisible hubiera removido las entrañas del universo para hacer ante la humanidad el inventario de su riqueza. Hablemos ya de la procesión. Esta en algunos casos suele ir por dentro; pero en el presente va por todas partes, porque es de rigor que pase por la casa de cuantos a ella han contribuido. No se extrañará por lo tanto que el desfile, que dura más de dos horas a paso de marcha, con raras detenciones de un minuto a lo más, empiece a las ocho de la mañana, termine a las seis de la tarde y tenga que reanudarse durante tres días consecutivos. Relatar todo lo que va en ella y por su turno correspondiente, es tarea superior a mi asendereada memoria. El oro, la seda y los adornos que hemos visto en el bazar, constituyen su base. Pero asusta pensar que el traje más modesto de la comitiva no baja de doscientos pesos de valor, que pasan de tres mil los asistentes, y que no hay medio de contar las banderas monumentales de raso recamado de oro, los estandartes de sedas flojas, los parasoles de plumas de pavo real, los bronces suntuarios, vasos de jade, mármoles sanguinolentos, maderas preciosas y tanto y tan infinito detalle de un exagerado precio, ya por su rareza como por su antigüedad o mérito artístico. Aunque variados hasta la saciedad, he aquí el patrón de los dos figurines, que dan la norma en esta especial indumentaria. Las congregaciones de chinos ricos llevan el tradicional zapato de galera bordado; media blanca con polainas de cintas de seda de colores hasta la rodilla; calzón de satín blanco; blusa de _lo_, color de plomo claro; faja de gró muy ancha que forma como un delantal, y cuyos cabos bordados en seda y oro de relieves valen un dineral: cordón de torzal grana en la coleta y esta enroscada sobre la frente; un sombrero tártaro de paja, igual a los paveros de España, forrado de gró, y con caracteres y adornos de terciopelo y oro en la copa; y el inseparable abanico de plumas de cisne, ensartado en la cintura por detrás, lo que les da el aspecto de una cola de palomo. Todos llevan su correspondiente _culi_ o criado portador del banquillo para reposarse en las paradas. El otro traje yo no lo sé explicar. Se compone de una túnica y una sobretúnica bordadas; mejor diré, empedradas de oro y plata, comparables tan solo, aunque más ricas, a los vestidos de luces de nuestros toreros. Los sombreros, ya representando un enorme tulipán con franjas de seda, ya un capacete o casco con aletas y plumas de faisán, son de lo mismo, y el efecto general es el de un ejército de astros. Con ellos alternan los mandarines modernos en traje de gala, con vestas y capacetes de seda del mismo color en cada individuo, y mil reproducciones del iris entre todos; los bonzos, de cabeza rasa, y los ejecutores de la justicia (séquito de los grandes personajes), con sus hopalandas negras, uno como cencerro de mimbre oscuro en la cabeza, y portador cada cual de un instrumento de suplicio. A las banderas, grandes como las de los gremios valencianos, suceden niños a caballo en traje de emperadores de la dinastía de los _Ming_. Detalle curioso; entre las cabalgaduras figuraba un pollino, especie rarísima en estas regiones. A aquellos siguen timbaleros redoblando sus tamboretes de metal (porque aquí se puede repicar y andar en la procesión); andas con objetos raros, perfumes, pagodillas, músicas, angarillas con comestibles y bebidas para los que tengan necesidad de reconfortar sus fuerzas; armarios con trajes para reponer los desperfectos, cuadros de talla, lemas, parasoles de flores naturales, y multitud de centenares de representaciones humanas, simbolizando pasajes de su teogonía, cuya explicación no es de este lugar, pero cuyo efecto sorprendente no puedo dejar de transmitir. Imagínense los lectores un pescador y una tancalera colocados de pie sobre un torniquete giratorio; él echa las redes, ella rema; ambos dan vueltas como la tablilla de un barquillero, y ninguno se cae ni oscila, a pesar de ser párvulos como todos los actores de esta especie de autos religiosos. Otra de las andas es una mujer que se abanica mientras que un mandarinete se sostiene en equilibrio sobre el país del abanico. Ya un anciano tao-tsé ve brotar un guerrero de su dedo índice, ya una virgen se posa sobre la cabeza de una paloma viva, ora dos héroes cruzan sus partesanas y sostienen terrible lucha en el aire, o un Buda en fin apoya un pie en los pétalos de un lotho mientras en su infantil mano se yergue su elegido, que vuela a la región de los espíritus descartado de su envoltura material. No se ve ni un alambre, ni el menor asomo de mecanismo: aquello asombra. Precedido de un lujoso acompañamiento y al son de atambores (algunos del tamaño y configuración de una pipa de cien arrobas sobre la que pegan a quien más puede dos robustos mancebos), aparece el dragón cornúpeto; monstruo de cartón con escamas de oro y marabus en las articulaciones, con cincuenta metros de longitud, tres mil duros de coste, y admirable obra de atrezista cantonés. Es llevado por treinta hombres, que ejecutan con él variadas evoluciones, y el público le saluda con cohetes y petardos, que se confunden con los acordes de la música que graciosamente y en honor del pueblo chino, ha dispuesto el señor gobernador de la colonia que toque a su paso por delante del palacio. El reptil, en cambio, recorre todo el vestíbulo, pues sabido es que donde mete la cabeza el tal animal sagrado, entra la felicidad. Cierra la marcha la guardia de honor, ostentando armas blancas de una rareza que casi frisa en extravagante. Lanzones, partesanas, pinchos, medias lunas, harpones, horquillas, machetillos y adargas de mimbres son los objetos más salientes de aquella hoy ya inocente armería. Y aquí da fin este desaliñado relato hecho a vuela pluma, para que no pierda su sello de oportunidad. [Ilustración] [Ilustración] Los chinos dentro de casa. Visita a una familia rica. -- La habitación. -- El mobiliario. -- El banquete. -- Elaboración del té. -- Uso del opio. Macao, 10 de marzo de 1882. Mi querido amigo: El tiempo y el comercio se han encargado de destruir la preocupación con que los celestiales miraban a los europeos. Hoy encuentran que sus _dollars_ son excelente lazo de unión, y gracias a las transacciones mercantiles, las puertas de la casa china no están ya cerradas al _diablo blanco_, mote de todo occidental. El gineceo continúa siendo inaccesible; pues sabido es que las hijas de Eva no son aquí visitadas sino por los parientes íntimos, ni salen a la calle más que para llenar deberes de cortesía, y aun eso en palanquín cerrado y con previo anuncio. Ello no obstante, como satisfacción de una curiosidad y con alguna influencia, consigue uno ingerirse hasta el santuario de las mujeres, acompañado, como es natural, del gallo del gallinero. Mi mujer y yo hemos tenido la dicha de ser recibidos por la familia de un miembro de la alta banca, y creo que será grato conocer mis impresiones sobre el particular. Como en China el ir a ver a una señora no es aquello de «me voy a pasar un ratito con fulana,» como sucede en nuestros países, sino que el acto, sobre poco frecuente, reviste el carácter de una solemnidad, es preciso tomar día, pedir audiencia como si dijéramos, y acompañar la solicitud con un regalito de tanta más monta, cuanto mayor es la categoría del visitante. * * * * * Las viviendas ya tengo dicho que están a cubierto de la curiosidad pública; así es que tienes que atravesar uno o más patios para encontrar la puerta de la casa, donde el dueño te está esperando, y en la que te recibe con las cortesías propias de su ceremonial. Consisten estas en juntar las manos sobre el pecho, como el oficiante católico al dirigirse al ara, pero con los puños cerrados, que agita repetidas veces al mismo tiempo que inclina la cabeza. Apenas transpuesto el umbral, se tropieza con un gran biombo o mampara, último tapujo del interior, en que alineadas y puestas sobre pies derechos, se destacan unas planchas (a veces quince o veinte) pintadas de encarnado y con letras de oro acusando el nombre, títulos, cargo y dignidades del morador. El zaguán, que en algunas partes es un patio cubierto alrededor con su _impluvium_ en el centro, a la pompeyana, constituye el estrado del marido. Allí me recibió el banquero, mientras su primera esposa, acompañada de una hermanita suya, de sus hijas, y de su servidumbre (entre la que hay que colocar a las concubinas de su esposo), apareciendo en lo alto de una escalera, se llevó a mi mujer y a la del señor que me servía de intérprete, a las habitaciones superiores. La disposición del mobiliario es igual en todas partes. Las sillas, grandes sitiales de tamarindo, de la forma de nuestros sillones de baqueta, pesados como el plomo y negros como el ébano, tienen el asiento y el respaldo de piedra cuyas vetas --simulando montañas y paisajes-- les dan un valor fabuloso. Cuando el personaje es muy rico, los muebles están cubiertos de paños color de grana, con bordados de oro y sedas. Arrimados a la pared, de la que nunca se separan, a cada dos sillones sucede una mesita alta, estrecha y con tres estantes, que sirve de pedestal a un jarrón de flores, y de apoyo al té y los dulces con que el que visita es obsequiado apenas llega. Frutas escarchadas, entre las que figuraban guisantes en su vaina, cigarros y otras golosinas, nos fueron ofrecidos en una bandeja circular con radios que constituían otros tantos casilicios. Mi anfitrión se entretuvo mientras hablaba en roer unas pepitas secas de sandía, con cuyos desperdicios, expelidos ruidosamente de la boca, ensució mi Hou-lon, rico _cha_, como aquí se llama al té, presentado en tazas sin asas, provistas de una cobertera que uno entreabre para beber con la misma mano con que la sostiene, y cuyo objeto es impedir el sorber las hojas que flotan en el líquido. El chino no usa el agua como bebida; el consumo, por lo tanto, de _cha_, es incalculable; no le ponen jamás azúcar, ni emplean más que el negro. Su precio varía, desde diez reales hasta treinta y dos duros la libra. Este es el mandarín, que se vende en manojitos de la cantidad de cada toma, atados con cintas de colores. * * * * * Allá va una sucinta reseña sobre la elaboración del té. Recibido en las fábricas, todavía fresco, se escogen sus infinitas variedades; sométesele a la acción del fuego en unas colosales cacerolas, como las perolas de hilar la seda, y agitándolo constantemente, espérase a que las hojas queden contraídas por la torrefacción. El que posee aroma propio no sufre nuevas operaciones; al inodoro se le perfuma después con unas fumigaciones de azahar, de jazmín y otras olorosas flores, y encerrado en cajas de plomo, recubiertas de otra de madera, se le exporta. El verde procede de unas hojas superiosísimas, que se tuestan muy poco; pero como la cosecha es escasa y el consumo en Europa grande, se le falsifica como los vinos de Lebrija, las Cabezas, Valencia y Cataluña, que tomamos por Jerez y Burdeos. Los ácidos son la base de aquella mistificación, contra la que hay que ponerse en guardia. El espíritu de especulación lleva tan lejos a los chinos, que los agentes de las casas europeas necesitan ojos de Argos para no caer en las mil y una añagazas que les tienden los celestiales. La prueba del té destinado a la exportación, es muy curiosa. Tómanse unos puñados de diversas calidades extraídos de cualquiera caja al azar; colócanlos en unas cubetas bañadas de luz zenital, que penetra por un enorme embudo de madera fijado en la ventana donde se apoya el mostrador. Pésase un tael (próximamente una onza) de cada montón, y se deposita en tantas teteras como especies han de analizarse, y que, numeradas como las tazas que tienen delante, corresponden a las cubetas. Echase encima el agua hirviendo, y transcurridos los cinco minutos que marca un diminuto reloj de arena, viértese el licor en los pocillos y los residuos pasan al mostrador junto con el puñado correspondiente. Entonces se escudriña con minuciosidad la diferencia entre el cha en crudo y el poso de la infusión. El color acusa la frescura de la hoja. Si esta, al desrizarse queda entera, es prueba de que no se la ha hecho servir ya, porque en China, donde nada se desperdicia, recogen los detritus del té y lo venden a los fabricantes, para mezclarlo con el virgen. La sed de ganancia hace que también el europeo, cuando no hay abuso, pero sí rebaja de precio, pase por esta mala fe, que no sospechan los consumidores de Occidente; pero en cambio son muy rigurosos con el peso, por lo que, provistos de un imán muy potente, lo restriegan por los montones de las cubetas, y extraen de ese modo las limaduras de hierro con que se mezcla el artículo. Ahora bien; problema: Cuando un enfermo se propina en España una taza de Pei-Kó, ¿qué es lo que cura, el té, la herradura o las babas de chino que por tercios entran en su composición? * * * * * Reanudemos nuestra visita, en la que es de rigor permanecer cubiertos, porque ya sabes que aquí todo se hace al revés que entre nosotros. El primer cumplido que te espeta el dueño de la casa es decirte que pareces un viejo; la senectud es para el celestial la condición más respetable. Todo lo que es tuyo lo eleva a las nubes con hipérboles extremadamente orientales, y lo que con él se relaciona lo pone a los pies de los caballos. Si le encomias la buena disposición de la casa, te contestará que vive en una pocilga, y si le alabas la hermosura de su mujer, te argüirá que es una _bruta_ (sic). Después nos hizo pasar a sus oficinas de comercio, donde, con el cajero, tenedor de libros, dependientes y mozos de carga, nos congregamos alrededor de una mesa, abandonándonos a un expansivo banquete de todo género de sucia pastelería. * * * * * Como creo que ha de interesarte el relato de una comida a su usanza, voy a permitirme esta digresión. Las mujeres no asisten; la confusión de ambos sexos es degradante para el fuerte, que ve en la madre de sus hijos una esclava y no una compañera. Cada mesa no puede contener más de ocho personas; por consiguiente aquellas se multiplican en proporción del número de convidados. Manteles no los hay; en cuanto a servilletas, cada uno va provisto de un pañuelo de seda que hace sus veces. Los manjares están ya servidos en grandes escudillas de porcelana, rodeadas de otras más pequeñas para las salsas y jugos con que han de adobarse, y que vierte el comensal con una cucharilla de loza, cuando no _pringa_ en el líquido condimento el bocado que, por ser muy grande, ha tenido que llevar tres o cuatro veces a la boca. Una taza sin asas, para los comestibles, y otra microscópica para el único vino que ellos beben, extraído del arroz y perfumado con una esencia, constituyen la vajilla. El cubierto son los célebres palillos, llamados _fachi_, que colocan uno en la bifurcación del pulgar y el índice, y otro entre el índice y el anular, mientras el del corazón y el meñique funcionan, a guisa de muelle, para abrirlos y cerrarlos como unas tenazas. Con este aparato cada cual toma de la vasija común el pedazo que más le apetece, y lo traslada a la suya parcial, después de multitud de paseos y baños por las diferentes salseras. El sitio preferente es el de la izquierda. He aquí ahora el orden del _menú_: abren la marcha los dulces y las frutas. Síguense a estos las cuatro entradas de manjares finos, entre los que figuran los deliciosos cangrejos con huevos, las no despreciables aletas de tiburón, las insípidas pechugas de codorniz y los repugnantes nidos de pájaro, que nosotros llamamos de golondrina. Este refinamiento culinario, que se paga a peso de oro, son verdaderos nidos de un pajarillo, que se encuentra en Java. Formado de tallos y yerbecillas, se los limpia de plumones y otras adherencias, y deshechos por la cocción, quedan reducidos a una sustancia gelatinosa, con la que mezclan almendras de varias frutas, y de la que, a pesar de sus condiciones pectorales, no he podido intentar una segunda prueba. Su nombre es _ning-vo_. A estas delicadezas suceden los platos fuertes. Manos de cerdo rellenas, chuletas azucaradas, patos salados y prensados, que saben a jamón, faisanes que en Shang-hai valen a dos reales pieza, corzo y pescados ahumados. La salazón abunda en su cocina, lo que produce escrófulas y asquerosidades a que la pluma se resiste. Excuso decirte que, dado el cubierto, todo tiene que presentarse hecho pedacitos; y que si algo hay que trinchar, los dedos se encargan de la operación. Aquí principian las libaciones, en las que son muy parcos. En seguida entra en tanda el arroz hervido simplemente y servido en cubos de madera, de los que cada convidado se propina dos o tres tazas, pues constituye la verdadera y diaria alimentación del chino, que nunca prueba el pan. Amenízanlo con langostinos, cerdo, aves, pescado y todo género de _chow-chow_ (chau-chau), como ellos llaman a las mezclas. La manera de devorarlo, pues no puede decirse que lo comen, es nauseabunda. Pizcan de la fuente general un trozo de chow-chow, lo trasladan a su escudilla y, colocándose esta debajo de la barba, como una bacía de afeitar, empujan precipitadamente con los fachis el arroz, ni más ni menos que si rellenasen de casquijo un agujero, y no lo mascan hasta que se les sale por la boca. * * * * * Relatarte lo que come el indigente es tarea ímproba. Aquí no se desperdicia nada. La carne de perro y de gato se vende públicamente; a la de ratón y toda suerte de animales inmundos se le da caza en el propio domicilio. Sé que voy a extralimitarme poniendo a prueba el estómago de tus lectores; pero la cosa es tan notable, que no puede pasarse en silencio. Para el chino pobre, peinarse es un banquete. De ese modo pretenden que recuperan la sangre que el _insecto_ les ha chupado. Terminada la comida, es preciso colocar los _fachi_ cruzados sobre la taza en signo de satisfacción y gratitud; el anfitrión los va retirando y poniendo sobre la mesa como contestando: no hay de qué. Un par de eructaciones son del mejor tono para atestiguar que los manjares te han sentado bien. El té sin azúcar y unas chupadas de pésimo tabaco ponen fin a la fiesta. Las pipas en que fuman, indescriptibles y variadas hasta lo infinito, no contienen, por enormes que sean, más tabaco que el indispensable para una bocanada; por consiguiente, hay que cargarlas en cada aspiración, valiéndose para encenderlas de unas mechas de papel retorcido (que también se usa como cordel) sobre las que soplan muy hábilmente para que produzcan llama. * * * * * Admitidos por fin en el gineceo, nos encontramos a las señoras terminando su _tiffin_ y en sazón que la dueña de la casa, quitándose un _nivat_ de plata (horquilla) y pinchando con él un pastelillo, se lo ofrecía a mi mujer; que como puedes imaginarte, _no tenía ya más apetito_. En vista de lo cual la criada sirvió agua caliente, en la que remojó un pañuelo de espumilla de seda, con el que su ama se limpió las manos y la boca, pasándolo después a toda la reunión _para que hiciera lo propio_. Luego sacaron las pipas. Todo el sexo bello fuma. Acto continuo nos llevaron a visitar las habitaciones, idénticamente amuebladas a las que ya he descrito. En el salón penden algunos retratos de familia, horriblemente pintados al óleo, cuadros inocentes como los países de los abanicos y entrepaños con máximas y caracteres. Las paredes no están enlucidas; ostentan el ladrillo vivo de color gris azulado y ennegrecido por el humo de los pebetes que a todas horas están ardiendo en nichos destinados a los dioses penates y porteros. En el oratorio álzase un altar con pebeteros y relicarios de metal blanco, flores artificiales, estatuitas de Lao-tse, el fundador de la metafísica, de _Cug-ñan_, la Virgen de la pureza, y de la multitud de ídolos de las teogonías búdica y de Brahma, que mezcladas con la moral de Confucio, forman las tres religiones dominantes en el país. En los dormitorios, arcones de sándalo y armarios de alcanfor alternan con las camas de tamarindo, confundiéndose la de la primera mujer con las de las concubinas, que el dueño comparte indistintamente. Duermen vestidos y sobre una esterilla que sustituye al colchón, sin más sábanas que un abrigo de lana, en que se arrebujan. La almohada es de loza del tamaño y forma de las almohadillas que antiguamente usaban las señoras en España para coser; y no apoyan en ellas la cabeza sino el cuello, con lo que las mujeres consiguen no deshacerse el peinado que, por su complicación, no restauran más que semanal o quincenalmente. En la cabecera hay colgados infinidad de amuletos, acusadores de la superstición que los domina. Un sobre de un despacho imperial trae fortuna; y, si se le hierve, su agua cura enfermedades epidémicas. Unas monedas de cobre ensartadas evitan el mal de ojo. La infusión de una bolita de oro, otra de plata y una ramita de coral es eficacísima contra los sustos. La nuez extraída de la garganta de un mono vivo no tiene rival para las fiebres. Y en la casa donde, como acontece en la mía que está apoyada sobre un monte, entran culebras, ya no hay más que pedir. * * * * * El fumador de opio pertenece a lo reservado; los hay públicos para los transeúntes, sin perjuicio de tener cada uno el suyo particular en el domicilio. Este horrible vicio, que embrutece al hombre y le acorta la vida, no ha podido ser desterrado, a pesar de los esfuerzos del gobierno imperial, que ha tenido que contentarse con infligirle un impuesto de diez pesetas por bola de cuatro libras, que es como se expende en crudo. En las colonias está monopolizado, mediante una suma, que en Macao asciende, con la inclusión de la pequeña isla de Taipa y Colowane, a cerca de cincuenta mil duros al año. Sus efectos son espantosos; el pobre compra el residuo del de la gente acomodada, y no gasta menos de un real diario. Yo conozco en Hong-Kong a un rico mandarín que invierte más de peso y medio cada día, y que, a consecuencia del abuso, tiene que trasladarse a Cantón de dos en dos meses, para hacerse operar por la paralización absoluta de sus funciones digestivas. El opio, que cocido toma el nombre de _anfión_ (_a-pin hi_ en chino), se reduce por esta operación a una pasta bastante dura. Para fumarlo, se necesita que la habitación esté cerrada, a fin de que el aroma no se evapore. En el centro del cuarto elévase un entarimado cubierto con un boca-porto, más o menos lujoso, que imprime al conjunto el carácter del escenario de un teatro, del tamaño de una cama de matrimonio. En él, provistos de dos almohadas, se acuestan los fumadores, separados por un banquillo, sobre el que arde una lamparilla de aceite. Cuando el chino no tiene un amigo que le acompañe, lo reemplaza por una concubina que, aunque no comparte su placer, le arrulla y le canta. La mujer propia jamás se presta a lo que entre ellos es el colmo de la abyección. La pipa es de las dimensiones y estructura de una flauta, con un agujero en el centro, al que se adapta el hornillo de barro, como un hongo o seta, provisto de un oído diminuto. Las sustancias de estos aparatos varían hasta lo infinito; y a veces su mérito, por la saturación del tubo o la riqueza del utensilio, es tal, que lámpara, cilindro y horno cuestan tres mil duros, como los que yo he visto destinados al último embajador de China en Rusia. El procedimiento es este: con un alambre se extrae del bote una partícula de anfión como un guisante; se somete a la acción de la llama para fundirlo, y rozándolo sobre el hornillo de la pipa, se le hace tomar, cilindrándolo, el tamaño del oído, en el que se adapta, después de repetidas manipulaciones. Aplícasele a la luz, arde y se aspira. Su sabor es acre como su perfume; pero no tiene nada de repulsivo. Sus efectos son la atrofia y sus consecuencias, la imbecilidad. * * * * * Una revista, pasada a las joyas y telas bordadas del ajuar de la señora, puso término a una visita en que invertimos más de tres horas de reloj, volviendo a casa cargados con multitud de golosinas, de que nos llenaron los bolsillos, como testimonio comestible de la honra que les acabábamos de dispensar. Hasta la otra. [Ilustración] CANTÓN I Macao, 8 de diciembre de 1882. Cantón es para los chinos lo que París para los europeos; la ciudad de los placeres, del lujo, de la industria, de la actividad y de la riqueza. Pekín, con ser la capital del Imperio, no tiene para los celestiales otro aliciente que el de la vida pública con su balumba oficial. Nacer en _Suchau_, que produce los hombres más hermosos; vivir en Cantón, paraíso de los bienes terrenales, y morir en _Lauchan_, donde se fabrican las mejores cajas de muerto, son los tres dones más preciados que la naturaleza puede hacer a un hijo de Confucio. Las noventa y tantas millas que separan al emporio chino de la colonia de Hong-Kong, y de las cuales más de dos tercios son de navegación fluvial, se recorren en unas siete horas en vapores de río, sistema americano, pertenecientes a compañías, ya indígenas, ya inglesas, con servicio cuotidiano de día y de noche. Ni Cunard, ni las Mensajerías, ni la Mala del Pacífico, ni la Trasatlántica, ni la Trinacria pueden compararse en lujo y comodidad con algunos de los buques de esta empresa británica. Construidos para cortas travesías, sin riesgo de ninguna especie (pues al menor indicio de tifón dejan de circular), estos _steamers_ tienen en el centro de la cubierta la cámara; vasto y elegante salón ventilado en verano por multitud de ventanas que permiten al viajero admirar las riberas sin moverse de su sitio, y abrigado en invierno por caloríferos y estufas. Los camarotes son verdaderos gabinetes, con camas en vez de literas, lámparas suspendidas e inmensos tocadores de mármol provistos de irreprochables artículos de limpieza. El pasaje no cuesta más que tres duros, y uno y medio cada comida, que en cantidad satisfaría la intemperancia de Lúculo, y en calidad merecería el aplauso de Brillat-Savarin; se la rocía con Burdeos, Jerez, Porter y Pale-ale, sin contar los licores que precipitan el Moka, y añadiendo un desayuno a elección en los viajes de noche. Viajar por agua sin columpiarse, es el bello ideal de la locomoción: metido, pues, en un palacio que se desliza, avanza uno con vertiginosa rapidez embelleciendo con la feliz disposición del ánimo los detalles que le salen al encuentro. Para Boca Tigris, fortificación que defiende la entrada del río, es la primera sonrisa del excursionista, que en cada montón de tierra que saca la cabeza del agua, reconoce siempre a un simpático amigo. Renuncio a juzgar si este mamelón está bien o mal artillado, porque en punto a cañones, yo no he tenido trato más que con los de las plumas cuando se estilaban de ave. Lo único que sé, es que los chinos lo miran como un Gibraltar, y los europeos se ríen de él. Sumando, pues, ambos términos, y tomando la proporción media, deduzco que con unas leccioncitas de los oficiales del ramo ingleses y buena pólvora de Albión, el ruido y las nueces andarían equilibrados. Remontando aquellas riberas amenizadas con las típicas torres de cinco, seis o siete pisos, terminados por tejadillos en forma de araña y alfombradas de diversas plantaciones, llégase a Wampoa, avanzada de Cantón, donde ya nos interceptan el paso los innumerables botes de la población flotante, condenada a vivir y morir en sus esquifes, y cuyo número excede a toda ponderación. Los ingleses llaman a estas embarcaciones _Slipper-boat_ (barco zapatilla) por la forma que afectan con su puntiaguda proa y sus toldos agalerados de bambú: el efecto real es el de un cerdo nadando. Al verlos hacinados a miles bajo los puentes de Cantón y en los puntos más resguardados del río, se le ocurre a uno preguntar si la ciudad está abandonada, pues no parece sino que se ha trasladado a bordo el millón y medio de sus habitantes. Por fin se atraca: estamos en el emporio chino. Cerremos los ojos ante aquella especie de muladar que constituye el carácter distintivo de los barrios celestiales, y apretemos el paso para hacer entrar a los sentidos en puertos de salvación. Después nos encenagaremos. Antes de rebasar la línea, nos sorprende un edificio severo y majestuoso con cara de persona decente y acomodada. Es el _Custom house_ o aduana inglesa. Sabido es que cuando la poderosa Albión terminó a cañonazos sus diferencias con el imperio del Medio, intervino las aduanas, como garantía del pago de la indemnización de guerra. Saldada que fue la operación, observó el gobierno chino que los rendimientos durante la gestión administrativa de sus apaleadores, habían sido mucho más pingües que en manos de sus funcionarios nacionales; y rogó a aquellos que continuasen en su tarea por cuenta del Estado en lo que se refiriera a importación o exportación en buques extranjeros. Desde entonces radica en Pekín un inteligentísimo Director general, retribuido con un elevado tanto por ciento sobre el total de la recaudación, a cuyo cargo, elección y coste, están los funcionarios de las diferentes agencias fiscales del imperio. Sujetos a un escalafón riguroso y a reglamentos fijos, exígeseles a estos empleados el conocimiento perfecto del inglés, e ingresan en el cuerpo, después de unos meses de prueba, con un haber mínimo de ciento veinte pesos al mes y casa en común o independiente si son casados. Simultaneando con el ejercicio de sus funciones, aprenden la lengua mandarina y obtienen sus ascensos a medida de su aplicación, hasta llegar a jefes de departamento con diez, doce y creo que hasta catorce mil duros anuales, y habitación, criados, convites oficiales y otros gastos satisfechos. El personal se compone de ingleses, americanos, españoles, franceses, italianos; de todas las nacionalidades en fin. De ese modo el día que el gobierno chino quisiera prescindir de la administración inglesa, habría una reclamación universal de intereses lastimados, y tendría que someterse a la dura ley de la fuerza. Esto es entenderlo y saber hacer duraderas las cosas. Lo mismo nos pasa a nosotros. No nos entristezcamos y pasemos adelante. Atravesando el puente de los señores, pues el otro que lo separa de la población china está destinado a la servidumbre, nos encontramos en _Shameen_; islote no más grande que una manta de cama pequeña de matrimonio, cuyo terreno constituye la concesión o morada europea. Habitado por el cuerpo consular, los funcionarios de la aduana y los agentes de las casas de comercio extranjeras, _Shameen_ encierra en junto treinta familias. Cada casa es un pequeño hotel con su galería abierta sobre la fachada, respirando alegría, riqueza y buen gusto. El arroyo es de césped y las calles andenes de jardín. Hay una capilla protestante y hasta gente que se pasea a caballo y al trote. ¡Qué temeridad! Pero no vayan ustedes a figurarse que aquí se detienen las maravillas del pequeño Lilliput: es todo un Estado bajo la base del comunismo. Un cónsul es administrador de correos con la responsabilidad y formalidades de un funcionario público. Todos los habitantes, excepto las señoras (que me parece que son nones y no llegan a tres), están obligados a prestar servicio como bomberos. El de las armas es gratuito y obligatorio: al menor asomo de revuelta por parte de los chinos, como aconteció hace dos o tres años, cada cual empuña el útil de guerra de que dispone, organízanse guardias y retenes, los vapores de la línea aprontan sus calderas; y, como fuera vano empeño resistir, al primer tiro de alarma, todo el mundo a bordo: el ejército de tierra se convierte en fuerzas de mar. Sobre ser tan pequeña la isla, aún queda espacio para un elegante paseo sobre el malecón; desde el cual, dirigiendo la vista del lado de la tierra, apercíbense hombres que se agitan en diversas direcciones, pelotas que describen giros parabólicos y raquetas que muy a menudo resignan sus poderes en la cara de su dueño. Son praderas públicas, trinquetes a la inglesa, _sport_ verdadero, donde los moradores entretienen sus ocios con el ejercicio gímnico del _cricket_. Teniendo ya _lawn-tennis_, no pierdo la esperanza de asistir a un _handicap_ en el futuro hipódromo de Shameen. ¿Me preguntan ustedes qué ruido de billar es el que sale por las ventanas de ese magnífico edificio? Pues qué quieren ustedes que sea sino el del billar del club inglés; donde además de todos los juegos lícitos y de todas las bebidas y reconfortantes gástricos apetecibles, encontrarán ustedes una magnífica biblioteca, de cuyas obras se puede disponer a domicilio, y habitación dispuesta para que pernocte el socio transeúnte. Esto sin contar los periódicos y el papel gratis para la correspondencia. Pero no nos detengamos aquí, que mejor que el club inglés es el alemán, en el que, amén de las mismas comodidades y atractivos, existe un teatro, un verdadero teatro común de dos; pues en él los pobladores de Shameen hacen de hombres y mujeres; de actores y público; de empresario y abono. ¿Quieren ustedes más? Pues como no nos metamos en un _houseboat_ (bote-casa), con su dormitorio, cocina y demás menesteres, para entrarnos río adentro y pasar ocho días consagrados a la pesca o a la caza en domicilio flotante propio, de que nadie carece, la isla ya no da más de sí. Ahora repasemos el puente; hagamos irrupción en la ciudad china y digamos como en los libretos de las comedias de magia: Mutación. Así como el comedor de la casa de aquel chusco era tan bajo de techo que no podía comerse en él más que lenguados, así las calles de Cantón son tan estrechas que no hay mortal que entre en su recinto si no es con calzador. Extendiendo los brazos, y hablo en serio, se tocan ambas paredes; y en todas las esquinas hay una tienda con una puerta en cada lado del ángulo, a fin de que, al cruzarse dos palanquines, mientras el uno sigue por el arroyo, el otro tome por el almacén y no se interrumpa la circulación. De trecho en trecho un enorme portón se atraviesa en el camino para limitar un barrio; abierto al tránsito de día, ciérrase al ponerse el sol, y nadie pasa sin permiso del portero, lo que permite no solo localizar cualquier motín en un momento dado, sino saber quién trasnocha y por qué motivo. El que haya visto una población china las conoce todas; su construcción es idéntica. Casas hechas con un ladrillo gris azulado, sin más presión que la de los pies del obrero, y que no enlucen jamás ni en paredes ni en tabiques: vigas al aire; en el interior una zahurda; en la fachada una puerta con una ventana encima. Escalas de mano para el acceso: dos o tres industriales viviendo en comunidad, y toda clase de animales domésticos, desde el guarro hasta la chinche, compartiendo el hogar con los moradores racionales. El chino rico solo se diferencia del pobre en tener casa más grande y poseer más dinero. Pekín es la única ciudad que reviste otro carácter. Sus calles anchas tienen en el centro a modo de un terraplén formado por la basura, que arrojan los vecinos y que el sol se encarga de secar y corromper. Sobre esta alfombra transita la gente, ya a caballo ya en carretas, en las que no cabe más que un individuo sentado en el fondo de la caja; porque asientos, Dios nos los dé. El polvo es asfixiante y fétido; pero la _municipalidad_ ya lo tiene previsto todo: ha colocado de distancia en distancia unos recipientes de barro que hacen el oficio de columnas mingitorias; y a determinadas horas del día la escuadra de la limpieza, provista de sendos cazos, riega la vía con aquel precioso licor. No hablemos más de Pekín; en primer lugar porque no lo conozco y me alegro; y en segundo, porque mis lectores han de participar de mi alegría. [Ilustración] CANTÓN II Ya estamos dentro de Cantón; ya estamos en medio de esta red de estrechas callejas, llenas en toda su extensión de tiendas y tiendecillas. ¿En dónde están los que consumen? se pregunta uno al ver aquella profusión de abastecedores. Porque en efecto, no hay una sola casa que no sea una tienda, a excepción del barrio tártaro, erigido en una zona especial, cuyos moradores, de más bizarro continente que los chinos, y soldados por derecho de raza (pues pertenecen a la nacionalidad de la dinastía _manchú_ reinante) tienen viviendas de un solo piso, jalbegadas por el exterior, y si mucho menos aseadas, parecidas a las de algunas aldeas pobres españolas. El fenómeno se explica con recordar que Cantón es a Asia lo que París a Europa. Los cuatrocientos millones de habitantes del Celeste imperio se surten en él, no solo de los artículos de lujo, sino de los de boca de primera necesidad que, salados y secos, transportan a los últimos confines en millares de _lorchas_ o juncos de su temeraria cuanto rutinariamente diestra marina mercante. Dicho sea en honor de la verdad, hay algunos establecimientos que seducen, no por la suntuosidad de los edificios, que en poco o en nada difieren de los otros, sino por la riqueza de los objetos que en ellos se expenden. Los bordados de seda, las lacas, las porcelanas, los tejidos, las incrustaciones de nácar sobre madera, peculiares del Tonkín, las sillerías de tamarindo (el ébano local), las tallas perfeccionadas de Ning-po con aplicaciones de marfil, las filigranas de plata y oro, y las antigüedades, fascinan por su valor intrínseco y por la novedad que producen a nuestros ojos; pero carecen de aquella variedad infinita, del gusto ejemplar de la industria europea, y sobre todo de su perfección irreprochable. Aquí no hay nada bien concluido, y las más preciadas joyas concluyen por hastiar a fuerza de monotonía. Se fabrica sobre un tipo y solo varía la materia. El arte, como la existencia del chino, está sujeto a patrón. Así es que cuando se han aprendido ya de memoria las dos docenas de moldes en que se vacía su inteligencia industrial, los bazares suntuarios con sus preciosidades gemelas (o por lo menos con su aire incontestable de familia) y sus enormes muestras de planchas de charol con caracteres de oro que, pendientes del arquitrabe y rasando el suelo en sentido vertical, dan a la calle el aspecto de una columnata, quedan eclipsados por la asombrosa multiplicidad y el inagotable surtido de abacerías, bodegones, ropavejeros, confeccionadores de toscos objetos de papel para conmemoración de los difuntos, y tantos y tan repugnantes comercios bajos que, ora detienen la marcha del transeúnte con un buey o un cerdo abierto en canal junto a la carcomida tabla anunciadora: ya le salpican el rostro con la sangre del pescado que cortan a rebanadas; o provocan sus náuseas, en fin, con la exhibición de verduras en salmuera, salazones de especies desconocidas, gusanos de seda sacados de las perolas de las fábricas de filatura para ser comidos con arroz, hierro enmohecido, festines de animales al aire libre, dentistas ambulantes revestidos de rosarios de muelas, barberos que sacuden sus navajas sobre los circunstantes, hombres desnudos que, con sus amarillentas manos provistas de largas y negras uñas, sacan de las vasijas los manjares que aquel pueblo famélico devora con avidez; ciegos en filas de seis y ocho tocando campanillas para no ser atropellados por la muchedumbre, mendigos con úlceras y escrófulas que solo se creen viéndolas, truhanes, agoreros, jugadores de dados y fumadores de opio. Este es el Cantón típico: miseria, basura, abyección. Apenas anochece cesa el ruido; las puertas se cierran herméticamente. En las primeras horas arden unas candelillas, que cada familia enciende a sus dioses penates en hornacinas abiertas sobre el umbral. Cuando se apagan, todo queda en tinieblas. Entonces aparecen las rondas nocturnas, armadas de lanzones retorcidos, partesanas, escudos de mimbre, y precedidos de un _gong_ o campana china, en el que dan sendos porrazos; con lo que consiguen dos objetos: despertar al que duerme y prevenir a los ladrones para que burlen su vigilancia. Una buena costumbre, que debe ser imitada en ciertos países donde la policía deja mucho que desear, es la de hacer responsables a los inquilinos con tienda abierta de los desórdenes que pueden ocurrir en la calle delante de su casa. De ese modo el temor de una multa, hace que en cuanto en el arroyo se origina una disputa, salga el tendero provisto de un garrote o de cualquier otro argumento de persuasión, y se lleve a los contendientes a la zona de su vecino, quien a su vez repite la operación, y así sucesivamente hasta dar con la fuerza pública, que termina en la cárcel la partida de tente-tieso. Las pagodas, aunque en la parte consagrada al culto difieren poco entre sí, tienen notables diferencias de aspecto como edificios. Cuéntanse a centenares, por lo que no nos detendremos mas que en las que ofrezcan alguna particularidad. La de los Quinientos ídolos es sencillamente un museo de escultura encargado de perpetuar, en toscas figurillas de madera dorada de medio tamaño natural, la memoria de los que se han distinguido por cualquier concepto. Un padre que tuvo muchos hijos, un hombre que alcanzó una gordura fenomenal (signo de favor celeste), un individuo virtuoso, un general valiente, están seguros de inmortalizarse en aquel _totum revolutum_ de santos, héroes y monstruos de feria. No hablemos del mérito artístico de las estatuas. Hay allí (y por cierto que es circunstancia singular) una reproducción del gran viajero del siglo XIII, del veneciano Marco Polo, con una chaquetilla de trajinero de la Mancha y un hongo pavero, que pedir más fuera gollería. La de la Campana es solo notable por el gigantesco tamaño de la que pende de una oscura y medio derruida linterna. Todos estos templos poseen la suya además del _gong_ y del bombo con parche de piel de vaca sin curtir; pues, según la tradición, los primitivos bonzos eran criminales condenados al aislamiento; y debían anunciar, con una campanada repetida cada quince minutos, que no habían apelado a la fuga. La Torre de porcelana, mal comprendida entre las pagodas, es uno de esos polígonos de varios cuerpos que figuran en todas las telas de abanicos y cuyas tejas barnizadas relucen al sol con varios cambiantes. Sus relieves de buen gusto y su elegante forma la conquistan un primer lugar entre los monumentos de su especie. La Pagoda de los Cerdos, así llamada por una pocilga en la que pasan feliz existencia cinco o seis ejemplares sagrados de ellos, que se renuevan anualmente, encierra un culto simbólico; pues parece ser que, según la metempsicosis, el hombre que transmigra a aquel animal inmundo es de los menos pecaminosos; y tiene la seguridad de recobrar pronto su condición primitiva, visto que la vida del marrano no excede por lo común de doce meses. Constituye, en una palabra, una dosis de purgatorio a su manera, tanto más pronto redimido cuanto menos tardan en desarrollarse las mantecas del pecador. La de los Cinco pisos, desmantelada, no sirve ya mas que de mirador, en gracia de su altura, y fue cuartel general del ejército de ocupación. El ritual del culto de Buda, cuya religión tiene tantos puntos de contacto con el cristianismo, se parece bastante al ceremonial católico. El oficiante junta las manos sobre el pecho, como nuestros sacerdotes, con ligeras alteraciones en la colocación de los dedos; y hasta en sus cantos hay inflexiones que diríanse copiadas de nuestra liturgia. Jamás olvidaré la impresión que me produjo un servicio fúnebre a que asistí en Macao con motivo del entierro más suntuoso que registran los fastos chinos. Invirtiéronse en él cerca de cuarenta mil duros; pues en los cien días que se conservó el cadáver en la casa y que, según el budismo, es el tiempo que el alma anda errante hasta ocupar su puesto en la región de los espíritus, cuantos parientes, deudos y amigos acudieron a rendir el último tributo al finado, fueron mantenidos, incluso de opio, a expensas del hijo primogénito. Sin detenerme a describir las maravillas de ornamentación de la casa mortuoria, atestada de muebles excepcionales, de plantas en cuya cultura habían intervenido tres o cuatro generaciones para ir conduciendo los tallos hasta formar con las robustas ramas caracteres, figuras y símbolos; de objetos de papel para quemar ante la tumba que se confundían con el marfil, el bronce y el cristal; omitiendo la narración de los tres meses de ceremonias religiosas, en las que tomaron parte sesenta bonzos y dos obispos o jefes de comunidad, referiré a la ligera la que tuvo efecto la víspera de la inhumación. Una pagoda, aislada de la capilla ardiente, ocupaba dos habitaciones contiguas. En la interior y bajo unos arcos de ramaje de una transparencia cristalina, profusamente iluminados, doce bonzos y un superior vestidos de seda y oro y apoyados en una fauna simbólica, se mantenían en éxtasis. ¡Qué inmovilidad en aquellas difíciles posiciones! ¡Qué inercia y qué absorción en aquella actitud contemplativa! Era preciso detenerse media hora ante aquellas estatuas animadas, para sorprender una ligera oscilación que acusase un soplo de vida en su marmórea rigidez. Así se mantuvieron desde las seis de la tarde hasta la una de la madrugada. En la pieza vecina, atestada de relicarios gigantescos de filigrana, revestida de paños bordados, en que el oro entraba por arrobas, e iluminada profusamente, veíanse unas mesas dispuestas en trapecio, como en los festines de las óperas. Ocupaban las de los lados los bonzos de orden menor, cubiertos de unas hopalandas oscuras y ceñidos de unas fajas y bandas de diversos colores, según la comunidad a que pertenecían. En las tres del fondo estaban los oficiantes. Sobre estos y en un trono de nubes pendiente del techo, yacía recostado un obispo en el mismo arrobamiento que sus otros compañeros de reposo; si bien acompañado de dos harapientos culis, que con sendos abanicos, le refrescaban la atmósfera deletérea de aquella elevación en que se acumulaban las emanaciones del aceite de las luminarias y la respiración, a menudo ruidosa, de sus colegas y del auditorio celeste. Otros mancebos, con más o menos mugre, distribuían té a los religiosos. Preces, invocaciones, purificación de la morada por el fuego y mucho golpe de gong acompañado de dulzaina, formaron la parte esencial de la ceremonia. Por fin, el oficiante principal se puso en pie detrás de su mesa; y en medio de un silencio sepulcral, levantó los ojos al cielo, blandió dos campanillas y se puso a comunicar con el muerto. Después del _Dies iræ_ del catolicismo, no conozco nada más sublime que ese coloquio de la religión con el pecador. Ni una voz, ni un canto, ni una palabra; pero ¡cuánto arte en las vibraciones del timbre que, ora simulan el terror del alma puesta al borde del abismo de las penas eternas; ora traducen la satisfacción y la gratitud del espíritu arrancado de repente a la condenación, por las plegarias de los vivos; o bien, por último, evaporándose en una imperceptible noción del sonido, acusan el alejamiento del hálito vital por las regiones etéreas, para volar a fundirse en Dios, principio y germen de todo lo creado, de quien era partícula y a cuyo todo se restituye! Es un pasmo de ejecución y un torrente de sentimiento. Por desgracia, pronto descubren la oreja; pues el difunto, para quien aquel día suele ser siempre nefasto, responde que su alma está sufriendo crueles torturas, que no cesarán hasta que doten con una fuente en que naden peces de colores a tal convento, o hagan a cual otro los donativos que sus riquezas le permitan; de modo que el estómago se apodera de la sublimidad de la concepción, y toda la grandeza del espíritu se desvanece entre la gente bonza, ante una solución gástrica de refectorio. Cerremos esta crónica religiosa con cuatro palabras sobre la Catedral erigida en el centro del barrio tártaro. De orden gótico, está tallada en duro granito y recuerda la de Amiens. Carece aún de pavimento, de ornamentación, de altares y de objetos de culto, y van invertidos en ella ocho millones de francos, producto de donaciones y limosnas. Su diócesis alcanzará a veinte personas; sin embargo, al verla ostentar su inmensa nave en medio de millón y medio de gentiles, diríase que ha sido construida en la previsión de que pueda servir para millón y medio de católicos. Todo es de esperar de nuestras intrépidas misiones. CANTÓN III En la parte opuesta del río, llamado _Honam_, hay unos jardines, que visitaremos, por no quedarnos sin verlo todo; pero no porque merezca la pena de perniquebrarse al pasar aquellos carcomidos puentes, ni de atrapar unas fiebres palúdicas por intentar en vano reflejar nuestra imagen en el impuro seno de unas charcas cenagosas. La flora es rica, pero descuidada; y como esta excursión no es científica, suprimo por inoportuno lo que habla a la inteligencia y callo por inexistente lo que halaga los sentidos. No saldremos, sin embargo, de allí sin entonar un himno de asombro a la camelia de Cantón, rarísima variedad, que solo florece de dos en dos años y cuya forma es una verdadera maravilla. Redúcese a una estrella de varias puntas, cada uno de cuyos radios está compuesto de pétalos sobremontados, que disminuyen hacia las extremidades con una simetría y proporción geométricas. Estos pétalos, que son de color de rosa pálida, doblan sus bordes hacia fuera, presentando una fimbria de matiz más fuerte, que dan a la flor, como dejo dicho, el aspecto de una estrella de escamas, con círculos concéntricos festoneados de rojo. No salgamos del _slipper boat_, toda vez que nos hallamos en el río; y desafiando su impetuosa corriente, dirijámonos de nuevo a las márgenes de la ciudad china, en busca de los tan afamados botes de flores, donde los celestiales comparten los placeres nocturnos con los teatros y los _culaus_; bodegones sobre los que vale más callarse, y espectáculos de que es preferible no volver a decir una palabra. Constituyen aquellas mansiones de la alegría unas enormes barcazas flotantes, que en nada difieren entre sí, a pesar de su número. Vista una, vistas todas. Alegremente pintadas al exterior, ocupa el puente un salón alumbrado por linternas y amueblado con sitiales y mesillas. Unos canastillos de flores penden del techo: y allí se come, se bebe y se fuma, mientras unas cuantas mujeres de jalbegado rostro, con los pómulos y los párpados cubiertos de almazarrón (aristocrático afeite del bello sexo), bien vestidas y mejor peinadas (pero nunca limpias), cantan, al parecer acompañadas de instrumentos músicos, muy semejantes para nosotros a los de tortura, preparan las pipas de los consumidores y les dan conversación. Todo ello sin algazara expansiva, pacíficamente y sin ulteriores consecuencias. Los hombres pagan y no riñen; y a las cantantes les dura el peinado intacto una semana, que es lo que tarda en volver la peinadora. No hay propinas. Se me olvidaba consignar que los europeos deben ir provistos de algún frasco de esencia con que preservar el olfato de ciertas emanaciones, porque además de los perfumes urbanos, existen los fluviales, despedidos por unas _góndolas_ que constantemente están cruzando el río cargadas con materias para el abono de sus fértiles tierras de labor, y a las que los habitantes de Shameen han bautizado con el nombre de _tigres_, no sé si por el aliento que exhalan o por el terror que inspiran: lo cierto es que se las presiente y se las huye. Saltemos a tierra. ¿Pero qué es esto? ¿Tocan somatén? ¿Hay algún incendio? Toda la gente mira hacia arriba, y provistos de gongs, cacerolas, latas de petróleo o simples pedazos de bambú, grandes y chicos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres golpean y gritan a quien mete más ruido. ¡Ah! No hay que asustarse. Es que hay eclipse, y como según la astronomía china, este fenómeno tiene lugar porque la luna riñe con el sol, y en la contienda lleva la casta Selene la mejor parte, pues empieza ya a comerse al astro del día, los moradores de la tierra la obligan por aquel medio a soltar el bocado, a fin de no quedarse sin luz y sin calor; lo que consiguen siempre, porque aquí no tiene el mismo significado que en Europa lo de ladrar a la luna. Verifícanse en Pekín y en Cantón alternativamente los exámenes anuales para los diversos grados de mandarín. Los ejercicios se hacen por el sistema celular; es decir, que cada examinando queda recluso y tabicado durante unos días, con el objeto de escribir su tesis sin el auxilio de bibliotecas ni consultores; y a este fin se destina un edificio conocido con el nombre de las once mil celdas, que mas propiamente deberían llamarse chiqueros. No es, pues, una universidad, porque la enseñanza es libre y a domicilio; y tampoco es una pocilga, porque son miles de ellas. Con saber las máximas de Confucio, los comentarios de Mencio, la cronología de los emperadores y contar hasta diez mil, sale de allí un hombre con aptitud para general, almirante, presidente del Supremo, obispo, ministro de la música (existe un ministerio _ad hoc_) o cualquier otro cargo en armonía con sus aficiones o al alcance de sus recursos, pues importa saber que en China la administración del Estado se concede a la puja. Luego nos extenderemos sobre este particular. Recordemos antes a los lectores que lo hayan puesto en olvido, que existe una lotería llamada _Vaiseng_ (desterrada del imperio y acogida al pabellón portugués en Macao), reducida a jugar sobre el nombre de los examinandos que se presume que han de ganar el curso. Cuál sea el número de los jugadores dedúzcase de lo que el monopolizador paga al gobierno del establecimiento lusitano, que en la última subasta trienal satisfizo la enorme suma de seiscientos cuarenta mil duros. Así es que cuando la opinión se inclina por tal o cual estudiante de reconocida aplicación e incontestable inteligencia, el concesionario, ante la probabilidad de tener que satisfacer grandes premios, procura sobornar a los examinadores para que desahucien al candidato, o corromper a este con dádivas para que abdique del éxito. Volvamos a lo de la puja. Cantón, capital de los dos Kuanes (Kuan-tung y Kuan-si) es la sede de un a modo de gobierno de provincia; con la sola diferencia de que el gobernador tiene el título de virrey y ejerce jurisdicción sobre cuarenta millones de habitantes en una extensión de 435,000 kilómetros cuadrados. Pues bien; cuando el gabinete de la metrópoli, o más propiamente hablando, el emperador --y en su defecto el regente, si como acontece ahora, el soberano está aún en la menor edad-- trata de proveer el cargo, elige un mandarín de la más elevada categoría; pero siendo muchos los aspirantes, opta por aquel que ofrece mayor suma de rendimientos al Estado. Por supuesto que el monarca repite, como Luis XIV, _el Estado soy yo_. Una vez el agraciado en el ejercicio de sus funciones, saca sus cuentas y dice: «Seis que me cuesta el destino y seis que yo quiero ganar son doce, que corresponden a los contribuyentes. Dividiendo estos doce por tres, que son los años que ha de durar mi ejercicio, tocan a cuatro anual.» Y en efecto; llama a los mandarines sufragáneos, y suma por aquí, multiplica por allá, él se las arregla de modo que le salgan los cuatro. Pero ¿qué acontece? Que, como las autoridades inferiores han escalado sus destinos por igual procedimiento, apelan a los mismos recursos económicos; y pídales lo que les pida el virrey, se lo dan, pues toda la operación se reduce a aumentar la derrama entre sus administrados. No hay más ley que el capricho, y es inútil quejarse, porque al que protesta se le confiscan los bienes, y al que se resiste lo decapitan. Para muestra basta un botón. El general de las fuerzas militares de Cantón, a quien tuve el gusto de conocer, y que entre varias cosas notables me preguntó si España estaba junto al Perú, responde de un contingente de doscientos mil soldados, pues el efectivo apenas llega a la mitad; los restantes figuran solo nominalmente en los cuadros del ejército, y el pre se cobra pero no se paga. El día que hay una revista general, lo que ocurre de higos a brevas, se echa mano de los culis de los oficiales, de los cargadores, mozos de esquina, vagos y mendigos, y hasta la otra. Este espectáculo, que tiene mucho de curioso (y no en la acepción de limpio), se divide en dos partes. Es la primera una parodia de táctica al estilo europeo, en que las voces de mando son sustituidas por golpes de gong y las descargas dirigidas por los banderines de las secciones. Los movimientos resultan a discreción, sin duda para corresponder al calzado de la tropa, que es también discrecional. Unos llevan borceguíes viejos de señora con bigotera de charol, otros botas de hombre con la caña por fuera, algunos los usan de gendarme francés montado, y la generalidad _caret utroque_. En fusiles los hay desde el arcabuz hasta el de aguja, largos y cortos, y que apuntan y no tiran. La parte nacional comprende el tiro al blanco con arcos de un peso y de una tensión excepcionales; la esgrima de lanza, en la que agotan todos los recursos de la gesticulación para hacerse miedo; y las maniobras hípicas con jinetes, que montan y desmontan a la carrera, se tienden sobre el caballo, que es poco mayor que una rata gorda, y ejecutan, en fin, todas las habilidades propias de los _clowns_. Ahí van algunos datos curiosos. Según la estadística de Behm y Wagner de 1874 a 76, las veinticinco provincias en que se divide el Imperio del medio, contando la China propiamente dicha y los países tributarios, miden una superficie de 10.466.655 kilómetros cuadrados, y tienen una densidad de 434.446.514 habitantes. Pero vaya usted a saber la verdad en un país donde no hay censo y en el que es preciso sacar las cuentas como las presupuestaba de las obras municipales aquel arquitecto de Soria, que, preguntándole lo que podría costar un matadero, respondía: «De quinientos a sesenta mil duros.» Los ingresos de la nación, según los ingleses, que son los más versados en la contabilidad china, ascienden por el presupuesto de 1875 a 79.500.000 taels (cada tael valiendo peso y medio), y se descomponen así: Por territorial 18.000.000 Impuesto sobre mercancías 20.000.000 Renta de aduanas 15.000.000 Sal 5.000.000 VENTA DE CATEGORÍAS 7.000.000 Ingresos eventuales 1.000.000 Ganados, agricultura y demás productos naturales y en especie 13.100.000 ------------ TOTAL 79.100.000 En 1874 emitió el gobierno chino el primer empréstito exterior por 15.691.875 francos, dando en garantía la renta de aduanas. Careciendo de administración civil, no es para extrañarse que tampoco la tenga militar. Verdad es que el mismo vacío se nota en ingenieros y estado mayor; y aun me atrevería a decir en el ejército en absoluto, si no vinieran a desmentirlo los siguientes datos de Klaprotz, de que él no sale garante, ni yo tampoco, pues están adquiridos en los cuadros mitológicos del ya conocido contingente ideal. Infantería regular 300.180 hombres. Caballería regular 227.000 » Artillería 17.000 » Reserva 30.000 » Oficiales del ejército regular 6.000 » Infantería irregular 400.000 » Caballería irregular 273.000 » Oficiales del ejército irregular 5.200 » Marina 32.440 » ---------- TOTAL 1.290.820 hombres. Si yo fuera ministro de la Guerra en China, pondría una nota al pie de mi presupuesto departamental, como la de los antiguos billetes de diligencia en las observaciones sobre los equipajes, diciendo: «No se responde de robos por fuerza mayor.» Como no lo soy, y me alegro, me limito a consignar que el efectivo del ejército celeste depende del resultado de las cosechas generales. [Ilustración] CANTÓN IV [Ilustración] Según hemos consignado al principio, la dinastía reinante no es china, propiamente hablando, sino tártara manchú; es decir, invasora, dominante por derecho de conquista, y mirada, por consiguiente, con prevención por los oprimidos. De aquí nace el que, favorecidos por la gran desorganización del Estado, tengan estos formadas sociedades secretas, que funcionan en el misterio, y cuyo fin, como fácilmente se colige, no es correr tras la libertad en busca del derecho político moderno, sino sencillamente cambiar de yugo. Dos siglos hace que trabajan con este objeto, sin lograrlo. Hay además otro partido: el extranjerista, compuesto indistintamente de tártaros y chinos, que reconociendo las ventajas de la civilización, pide telégrafos, ferrocarriles, reformas en las costumbres y progreso, en una palabra; pero sus sectarios se hallan en minoría, pues ni el espectáculo del gas incita a la masa tradicional del pueblo a desprenderse de sus linternas, ni el espíritu revolucionario del movimiento en sentido de avance, se aviene con la rutinaria y perezosa marcha de estos seres mecánicos. Ello vendrá, no obstante, y acaso muy pronto, pues ya empiezan a observar que la actividad es un elemento de riqueza, y el chino es avaro. Tomando pretexto de cualquiera de estas razones políticas, sucede a lo mejor que un mandarín cuyas aspiraciones no han sido satisfechas, se levanta en armas, recluta ciento cincuenta mil hombres, y recorre con ellos las provincias, amenazando absorber el imperio. Pero como en Pekín le ven las cartas, le envían un emisario para que ajuste la paz con él; le dan algo de lo mucho que pide y una mañana el rebelde no amanece en el campo, con lo cual se disuelve el ejército; porque, lo mismo en sublevaciones que en batallas, en faltando el jefe se acabó el cotarro. Algunas veces, pocas, pillan al descontento y le cortan la cabeza, como acaeció hace cuatros años con el general Li, que se había enseñoreado del Tonkín, y cuyo recuerdo me trae a la memoria una frase del virrey de Cantón, que no debo pasar en silencio. Esto me da pie para relatar nuestra visita al _yamen_ o palacio del feudal lugarteniente del emperador. Agregado en calidad de curioso a la misión diplomática que cerca de Li-u (nombre del virrey, que no hay que confundir con el del general rebelde) fue a desempeñar por entonces nuestro malogrado ministro en China D. Carlos A. de España, vestíme, como los demás señores del cortejo, de chaqué y sombrero gacho; y suprimidos con el frac los guantes como innecesario e incomprensible atributo de cortesía en las altas y bajas regiones celestes, encaminámonos todos en sendas sillas mandarinas forradas de algo que fue paño verde, y con alamares, que a haber conservado su envoltura de seda, hubieran sido negros, al yamen del gobernador, precedidos del porta-tarjetas para anunciarnos. Forman el palacio en cuestión multitud de anchurosos patios con pabellones sueltos, que en nada difieren, como arquitectura y muebles, de las casas de los chinos ricos. En la puerta exterior unos harapientos culis disparan seis morteretes; y unos hombres vestidos de colorines, con la cabeza calzada de una especie de enorme cencerro colorado, del que salía como cimera una tiesa, larga y única pluma de faisán, se pusieron en fila junto a unos figurones gigantescos y ridículos de cartón, dioses porteros de la morada. En el último patio, y acompañado de su séquito, nos esperaba el virrey, que graciosamente nos saludó a todos cerrando los puños, juntándolos por las falanges y agitándolos a la altura del pecho, como si zarandease una sonajera. Li-u, que respecto a fisonomía y modales está cortado por el patrón general de su raza, en la que no se nota nunca esta diferencia de cutis, de movimientos, de dicción y de forma que distinguen a nuestras clases privilegiadas del común de las gentes, vestía túnica de riquísimo satín celeste con caballa o balandrán azul tina, ostentando en el pecho, a modo de sacerdote bíblico, una placa cuadrada con los emblemas de su magistratura bordados en seda y oro. Botas de raso negro con ancha suela de fieltro blanco cubrían sus piernas hasta la rodilla; y de sus hombros pendía una esclavina de lustrosa piel de nutria, sobre cuyo fondo destacábase un profuso collar de cuentas de ámbar. Cubría su cabeza el sombrerete mandarín de castor, con un botón de coral del tamaño de un huevo de paloma, y de la parte posterior del bonete salía en sentido horizontal un plumero a modo de rabo de zorra, que se extendía hasta media espalda. Invitados a pasar al pabellón de las recepciones, encontramos servida en él una mesa con dulces, vinos, tazas de té y cubiertos europeos. El virrey puso al ministro a su izquierda, lugar de honor según los usos locales, y al intérprete a su derecha. Los secretarios, la oficialidad del aviso _Marqués del Duero_, el vice-cónsul de España en Cantón, y el cronista, muy servidor de ustedes, nos acomodamos donde quisimos, permaneciendo con nuestros hongos encasquetados, para seguir el ceremonial de la etiqueta confucista. Los oficiales de Li-u, de pie detrás de nosotros a manera de coperos, nos escanciaban el champagne, y colmaban los platos de sabrosos limoncillos en almíbar, jengibre en dulce, guisantes azucarados y otras golosinas, por las que previamente había pasado sus manos el virrey, atestiguando así que podíamos comerlas con entera confianza, seguros de que no contenían veneno. El gobernador, entre bocado y bocado, daba una chupada a la pipa, que cada vez le cargaba su secretario particular; pues sabido es que el recipiente de estos utensilios no admite tabaco más que para una sola aspiración. Y allí empezaron a tratarse los asuntos de Estado con la asistencia de nuestros culis de silla y de los barrenderos, apaga luces y encargados de las salvas en el _yamen_, que hicieron irrupción en la sala, en uso por lo visto de un legítimo derecho; pues nadie los estorbó en su faena de interrumpir con sus animadas conversaciones y carcajadas a los conferenciantes. --¿Qué noticias hay de la insurrección de Li? --preguntó nuestro plenipotenciario. --Eso acabará pronto --contestó el virrey. Y haciendo un gesto de contrariedad: --El caso es --añadió-- que yo he tenido en la mano el evitar esta revuelta, porque días antes de levantarse en armas, y cuando todavía nadie sospechaba de su lealtad, vino a visitarme, y en su conferencia conmigo noté cierta vaguedad en su mirada que no me dio buena espina. Tanto, que tuve _una corazonada_, y determiné mandarle cortar la cabeza; pero luego ¡SE ME OLVIDÓ! * * * * * ¡Desventurado país donde la vida de los ciudadanos está a merced de las corazonadas de un gobernador! A él debían mandarse a todos los que en la vieja Europa se rebelan contra la tiranía imaginaria del cumplimiento de sus obligaciones, porque ávidos de privilegios injustos, olvidan que sus ansiados derechos no son más que sus propios deberes ejercidos por otro. Li-u, quitando la cobertera a su taza de té, nos invitó a apurar las nuestras; lo que significaba que la conferencia había dado fin. Al día siguiente, embarcado en un bote de flores, remolcado por una lancha de vapor, fue a devolver la visita al ministro; sin que en ella ocurriera otro incidente digno de relato, que la súplica dirigida a don Guillermo Lobé, comandante del _Marqués del Duero_, de no saludarle con los cañonazos de ordenanza, hasta encontrarse fuera del alcance de los tacos. Lo que se cumplió, esperando para hacer la salva a que tomase tierra, y metido en la silla que allí le aguardaba, desapareciese entre la multitud precedido de soldados, tocando gongs y caracoles (que hacen las veces de trompetas). Yo quería llevar a mis lectores a conocer la cárcel, pero no me atrevo, porque, francamente, es un espectáculo que con dificultad se resiste. Me limito, pues, a pasearlos por delante del establecimiento, sito en una plazoleta cerrada por un murallón, sobre el que se ven pintados monstruos de una fauna _sui generis_. Allí, convenientemente custodiados, se _solean_ centenares de presos con la coleta cortada, envueltos en andrajos, comidos por la miseria, y ostentando la importancia de su penalidad, quien con la cabeza metida en la canga, cual arrastrándose con los pies en cepo; otro, en fin, con una cadena sujeta a la garganta, y de cuyo extremo inferior pende una piedra como un queso de bola, en la que estriba su libertad, pues solo puede recobrarla el día en que, por efecto del uso, el adoquín se desprenda de la cadena. Los mandarines encargados de administrar la justicia, proceden también por corazonadas. Cuando hay un delito que castigar, echan mano del presunto reo; pero si este se fuga, lo substituyen con su pariente más próximo, o en defecto de familia, con el vecino más inmediato. El interrogatorio da principio, suspendiendo al que va a servir para satisfacción de la vindicta pública, a un como banquillo de cama puesto en sentido vertical, amarrándole por los pulgares de manos y pies. Por no prolongar esta posición insostenible, el acusado reconoce las más veces una culpabilidad de que está inocente; y ya convicto, no hay más procedimientos ni apelaciones: se le mete en la cárcel y se aguarda la llegada de la primavera, que es la época en que a granel se verifican las ejecuciones. Ya no consisten estas, como antiguamente, en aserrar en dos a lo largo a la víctima, ni en cortarle lentamente en miles de pedacitos, ni en quemar a fuego lento, ni en ninguno de tantos primores como aún se admiran en efigie en la pagoda de los tormentos; pero se flagela hasta la muerte; se divide viva en setenta y cinco trozos a la mujer adúltera; se estrangula a los cómplices atándoles una soga al pescuezo y tirando un verdugo de cada uno de los cabos; se tritura liando al reo con una cuerda y oprimiendo el cable a merced de un torno; y se decapita, por último, a gusto del consumidor; porque si es pobre, se arrodilla en el suelo con las manos sujetas a la espalda y recibe dos o tres sablazos, hasta dividirle la cabeza del tronco: si tiene con qué pagar la supresión del sufrimiento, elige un ejecutor afamado, que con solo apoyar en la nuca la hoja, le corta de un golpe las vértebras cervicales, ni más ni menos que como se descabella a un toro: y si es muy rico, compra quien lo reemplace en el cadalso; lo que se obtiene, tanto por la indiferencia con que mira la muerte el chino de precaria condición (que halla en este mercado manera de que sus hijos le hagan honras fúnebres de que carecería de otra suerte), cuanto por la benevolencia de los tribunales, que se contentan con que al crimen suceda el castigo, sea quien fuere el que lo sufra: por último, cuando se cuenta con influencias, se soborna a los jueces, y entonces la faena se lleva a efecto fuera de la época reglamentaria; pero en lugar de salir el reo de la cárcel metido en un canasto con las piernas colgando _coram populo_ y a la luz del día, lo llevan por la noche al campo del suplicio, donde le aguarda una litera que lo conduce a otra provincia, y el público se da por satisfecho con creer que la cabeza del inocente que yace en el suelo es la del verdadero criminal. Después de referir tantos horrores, quisiera concluir con una frase de consuelo. Ya dí con ella: No hablemos más de Cantón. [Ilustración] LA METEMPSICOSIS [Ilustración] I Pues señor, era una vez un tal don Abundio Recogido con quien tan bien cuadraba el apellido por la morigeración de sus costumbres, como contrastaba el nombre por la escasez de sus recursos. Ex-profesor de Historia de un instituto de provincia, vivía reducido a los estrechos límites de su jubilación de catedrático de entrada, pues jamás pudo conseguir el ascenso. Era sin embargo feliz, tan feliz como puede serlo un hombre que a los sesenta años habita un piso cuarto en la calle de la Palma Alta de Madrid, posee una regular biblioteca, se hace servir por una maritornes alcarreña el chocolate con buñuelos a las siete de la mañana, come a las dos su eterno cocido, y digo eterno por carecer de principio y de fin, y cena a las once su inevitable guisado con patatas, precedido en invierno de unas sopas de ajo y seguido en la época canicular del indigesto pero refrescante gazpacho con pepino. Por las tardes de tres a cinco o de cinco a siete, según la estación, se encaminaba _pian pianino_ a la calle de la Victoria y, ya saboreando un vasito de café con leche, ya paladeando un chico de horchata, repasaba la prensa del día que el camarero le iba presentando, seguro de que los dos cuartos de propina no habían de faltarle. Todos los parroquianos del café de la Vizcaína conocían a don Abundio; pero ninguno le trataba. No tenía amigos, y desde diez años atrás se le había bautizado con el mote de Juan Palomo, por aquello de _yo me lo guiso y yo me lo como_ que reza el refrán. Los domingos amenizaba el Moka con una copita de ron o las chufas con una ración de bizcochos. El primero de mes se permitía el despilfarro de una peseta para asistir al paraíso del teatro Real, y el quince se deleitaba con lo que entonces era literatura dramática en el teatro Español, donde por cinco reales ocupaba un asiento de galería alta. Practicaba las fiestas de precepto, nunca faltaban en su bolsillo los cuatro ochavos que destinaba diariamente a la limosna de un anciano, de una mujer, de un niño y de un lisiado, y así tranquilo, ordenado y solo, llevaba don Abundio su existencia calzada con chanclos, tanto para evitar el lodo del mundo como para pasar por él sin hacer ruido y evitar el molestar y que le molestasen. Había con todo una nube en su horizonte, y el género de vida que se había impuesto era como una especie de expiación de su pasado. Hagamos historia. Allá en sus mocedades, don Abundio había tenido por amigo fraternal a un don Serapio Benigno Prudencio Manso y Cordero, natural de Toro, propietario, viudo y padre de un niño llamado León, de quien el catedrático de historia había sido padrino al mismo tiempo que albacea testamentario de la madre. El lazo que los unía era tan estrecho que no tenían pan partido como suele decirse; y en casa del propietario había el cuarto de don Abundio, el cubierto de don Abundio y hasta las zapatillas de don Abundio, pues allí se descalzaba, comía a menudo y aun pernoctaba con frecuencia. _Fragility, your name is woman_: Fragilidad, tu nombre es mujer, ha dicho Shakespeare, y aun cuando yo no sé lo que quiso dar a entender con ello el poeta de Stratford, aquí lo aplico por si viniera bien, pues la fragilidad de don Serapio le condujo a contraer segundas nupcias en cuanto hubo acabado de llorar los doce meses reglamentarios a su difunta esposa. Ocioso creo consignar que don Abundio fue padrino de la boda y que, si bien retiró sus zapatillas del hogar conyugal, siguió compartiendo frecuentemente con sus amigos el cocido de la amistad sazonado con el chorizo de la abundancia. _Non bis in idem_, dice el proverbio latino, que cito para que vean ustedes que lo mismo manejo yo las lenguas muertas que las vivas, y también para probar que efectivamente no se debe reincidir en nada si es esto lo que aquella máxima prescribe; pues así como le pudo salir bien a don Serapio la segunda edición de su esclavitud, le salió en la frente, como vulgarmente se dice, para dar a entender que algo le sale a uno mal. Y en efecto, doña Remigia, pues así se llamaba la consorte, le salió rana; y no lo digo porque careciese de pelo, que mata era la de sus trenzas capaz de adornar la cimera del casco de un oficial de caballería; lo que ya creo que había tenido lugar cuando estuvo en relaciones con un teniente de lanceros de Calatrava; y en cuanto a guapa, llamábanla en su pueblo la hermosa Judit no solo por sus encantos personales sino porque hacía perder la cabeza a cuanto Holofernes se le ponía a tiro. Pero pagada de sí misma, esclava de su belleza, manirrota y poco dada al trabajo, resultó madrastra del hijastro y cara mitad del esposo; cara, en lo que tenía de dispendiosa, y mitad en lo que dividía al entero. Alegre como unas castañuelas eso sí; porque su cama podría parecer un plantel de espárragos por los cuarenta dedos que ella y su marido dejaban asomar por los agujeros de las sábanas, las calcetas asemejar a los desiertos africanos por no tener una planta, los baberos del niño competir en barbas con un albañil en sábado; pero ni una noche faltaría en su casa la tertulia de hombres solos, en la que se entretenían en juegos inocentes, entre los cuales el escondite, siendo don Serapio el encargado de buscar siempre sin encontrar nunca, especialmente a su mujer y a un empleado en consumos que tenían una habilidad notable para esconderse. Hubo a la sazón una de esas expansiones populares que, como lluvia tras sequía, lo fecundan todo, y del chaparrón aquel brotó una milicia nacional. Don Serapio fue nombrado capitán de la cuarta del primero y don Abundio su teniente. Con este motivo las visitas del catedrático se sucedían sin interrupción, pues a los deberes de la amistad se agregaban las exigencias de la patria. Aunque don Abundio frisaba ya en los cuarenta años, conservaba rasgos de esa belleza a lo Espartaco que tanto cautiva a ciertas Evas idólatras de la forma. Además en su calidad de catedrático de historia, relataba con frecuencia la de España a doña Remigia que, a fuer de mujer, se encantaba aprendiendo vidas ajenas. Si a esto se añade el aliciente del uniforme y la veleidad de la dama, fácilmente se deducirá de todo junto que, nueva edición de la señora de Putifar, doña Remigia trató de quedarse entre las manos más de una vez la capa de don Abundio. Fiel este al que, imitando los tiempos de la Edad Media, llamaba su hermano de armas, rechazó como pudo las obsesiones de aquel súcubo tentador en quien la virtud de la víctima no hacía sino aguijonear el deseo. Pero _ce que femme veut, Dieu ou le diable le veut_. ¡Cuidado si sé yo lenguas! Vamos al decir que doña Remigia se empeñó en que allí fuera Troya, y Troya hubo con su Paris y su Menelao correspondientes. Un día de parada, estando reunido el batallón en el patio de un ex-convento de carmelitas, don Serapio se apercibió de que se había dejado olvidada en su casa la alocución que debía dirigir a su compañía en el convite que después de la formación había de darle, para agradecer el honor de haberle elegido capitán. Don Abundio fue el encargado de ir en su busca. Al entrar en el domicilio de su jefe, lo primero que vio fue a doña Remigia acabando de ataviarse para asistir a la parada. Estaba hecha un brazo de mar; pero si hemos de ser justos, él no la iba en zaga. Aquellos pantalones blancos y relucientes cuya posesión se disputaban por arriba dos tirantes con las hebillas corridas hasta los hombros y por debajo unas trabillas con las que parecía llevar los pies en cabestrillo, eran el _summum_ de la marcialidad de afición. ¿Pues dónde me dejan ustedes la casaca de paño verde botella con vivos y golpes de color de canario, que amarillo era el distintivo de los fusileros, y botones de metal numerados a un lado y otro del _péti_ cerradito en forma de pechuga de pichón? No había medio de resistir a un hombre que sobre sus cinco pies y cinco pulgadas se ponía un morrión de un palmo cumplido, con una visera como el pescante de un coche, una chapa hasta la imperial despidiendo rayos de latón y un par de carrilleras con escamas. Pues no digo nada cuando repicaban gordo y le añadían el último piso al chacó. El golpe maestro era aquella cuarta de plumero en forma de nabo arqueado hacia delante, utensilio de triple utilidad, pues no solo quitaba el sol, sino que aventaba las moscas y llenaba de cortesías a los transeúntes. En esta forma, más la espada en el biricú y el corbatín de suela, se presentó don Abundio ante la esposa de don Serapio; y si hoy estaría para pegarle un tiro, entonces no cabe duda que estaba seductor. Doña Remigia al verle lanzó una exclamación de asombro que le hizo dar tres o cuatro vueltas al plumero. Él se descubrió, y arreglándose el cucuné le expuso el objeto de su visita. Busca por aquí, busca por allá, ni sombra de alocución en el pupitre de don Serapio. Con la confusión y las prisas debieron ponerse tan cerca uno del otro, que el fleco de la berta de doña Remigia se enredó en uno de los botones de la casaca del catedrático, y cátenlos ustedes trabajando por desasirse. Primero todo fueron risas, después ya empezaron como a ponerse formales, el fleco no se desprendía y los dedos se enredaban. En suma, cuando don Serapio que había encontrado el discurso en el fondo del morrión, entró en la casa para decirle a su amigo que no se molestase en buscarlo, pues había dado con él donde menos lo presumía, es decir cerca de su cabeza, encontró al teniente ascendido, y, señalándole la puerta, dimitió la capitanía y se retiró con su mujer a Toro de donde ya he dicho que era natural. Los remordimientos, la vergüenza y el desprecio de sí mismo que le inspiraba su conducta, produjeron en don Abundio unas viruelas que le pusieron entre la vida y la muerte. Por fin se restableció; pero ya no volvió a ser ni sombra de lo pasado. Transcurrido el tiempo reglamentario pidió su jubilación y retiróse a Madrid donde le tenemos buscando por la paz del cuerpo la tranquilidad del espíritu. Pero _nada hay duradero sobre la tierra_, ha dicho el sabio (y no lo repito en griego no sé por qué). Un día recibió una carta que, si empezó llamándole la atención por la ridícula forma del sobre, le llenó de alarma al abrirla y verla fechada en Toro. Decía así; salvo la ortografía: «Muy señor mío y mi dueño: Tengo el gusto de participar a usted que ayer se murió el difunto don Serapio Manso, lo que hemos sentido mucho y rogad por él. Lo hemos enterrado junto con doña Remigia (q. b. s. p.) que también se murió hace dos días de una indigestión en el vientre que el médico dice que es cólera; pero yo no quiero que sea cólera que para eso soy alcalde, servidor de usted, y después se asustarán los vecinos. »El niño está en mi casa, jugando a la pelota de luto, porque son criaturas que nada entienden de aflicciones, y el sastre que es el pregonero se lo ha cosido en dos trancos. »Don Serapio ordena y manda que usted sea tutor y curador de Leoncito, y se lo remitiremos si usted no viene según la disposición del difunto cuya vida Dios guarde muchos años. Juan Artola -- Alcalde. Por no saber firmar hace la señal de la cruz, †.» Don Abundio lloró al amigo, rezó por la pecadora, comprendió que aquella disposición testamentaria era el castigo impuesto a su felonía, y quince días después entraba en Madrid con su pupilo León. II El angelito acababa de cumplir los quince años y tenía ya la cara llena de vello como melocotón verde de Calatayud. Mal criado y voluntarioso como si fuera hijo de su madrastra, había que darle gusto en todo, so pena de que escandalizase el barrio a berridos. Insolente a fuer de rico ignorante, y desarrollado por las faenas agrícolas de su pueblo, don Abundio no tenía sobre él dominio alguno físico ni moral. En vano trató de inculcarle algunas nociones de Historia; los resultados fueron nulos. Una vez al preguntarle quién era Colón respondió que un hombre que había puesto un huevo de punta; y en Geografía sostenía que la capital de Holanda era _Bola_, de donde tomaba su nombre el queso. ¿Asistir a las academias? Perdone por Dios, hermano. De pedrea todos los días, eso sí, con los pilletes de la puerta de Santa Bárbara; y llenos andaban los encantes de sus libros de enseñanza que malvendía para comprar un tendido de sol en los novillos, su pasión dominante. Él era siempre el primero en saltar a la arena en cuanto tocaba el turno de los embolados para el público, y más de un revolcón le costaba la aficioncilla. Su aula predilecta era el matadero, de donde siempre volvía con algún chirlo más y unas tajadas menos. [Ilustración] En la casa todos eran sus víctimas. Tan pronto era el perro de aguas, compañero inseparable de don Abundio, el que atado por el rabo y sujeto a una escarpia de la pared, pasaba media hora boca abajo atronando la manzana con sus aullidos, como el _minino_ el que, con un mazo de cohetes encendidos en la cola, salía bufando por la calle como alma que lleva el diablo. El pobre tutor le hacía reflexiones amenizadas siempre con su poquito de Historia para ver si, por la misma puerta por donde trataba de inculcarle la morigeración y el respeto, le entraba también la instrucción; pero, nada; era como lavarle la cara con jabón a un burro negro. Un día en que León había atado mano con mano y pata con pata a los dos pobres bichos, unidos así de costado como los hermanos siameses, y los había lanzado a la calle con unas alcuzas en las extremidades posteriores, don Abundio, que atropellado por los fugitivos midió el suelo, habló así a su pupilo: --Tu conducta es salvaje, León. El que hace daño a los animales está en camino de hacérselo a los hombres. Además, si tú no fueses un ignorantón, sabrías que los egipcios creían en la metempsicosis o transmigración de las almas, por la cual el hombre que no había cumplido con todos sus deberes morales y sociales, en vida, pasaba al morir a la condición de bruto o bestia inmunda. Esta creencia, más generalizada de lo que algunos suponen, la profesan también los chinos, quienes consideran como un don celeste el transmigrar a un cerdo, porque de ese modo solo ha de durar un año la esclavitud de su espíritu en una envoltura irracional. Ahora bien; ¿quién te asegura que semejante castigo no es una de las manifestaciones de nuestras penas eternas? ¿Por qué no ha de formar parte eso del infierno o del purgatorio de los creyentes? Y si es así ¿quién te dice que al martirizar a un pobre bruto no estás lastimando a un amigo, a un pariente, acaso a los mismos que te dieron el ser? Yo no sé el efecto que esta homilía produjo en el ánimo del adolescente; pero lo que sí puedo atestiguar es, que algunos días más tarde, la maritornes volvió de la plazuela trayendo una marranilla de leche que su padre (el de la criada, no el de la _lechona_) remitía a don Abundio, por vía de regalo, con el ordinario de su pueblo; y que León, aprovechando un descuido, cargó con ella y la vendió al primer transeúnte para, con su producto, asistir a la corrida de toros. El ex-profesor de Historia, enfurecido ante la pérdida de aquel suculento manjar, raro en su mesa, repetía: --¡Vender una marranilla de tres meses! --Esos hace que lloramos a doña Remigia --contestó el pupilo--. ¿Querría usted que me expusiera a comerme a mi madrastra? * * * * * Y efectivamente, desde aquel día, empezó a dejar en paz a los animales; pero la emprendió con las personas; y así llenaba de recortes de ortiga la cama de su tutor, como conteniendo el aliento y de puntillas, se acercaba por detrás a la alcarreña mientras espumaba el puchero, de bruces sobre el fogón, y metiendo una mano entre el zagalejo corto y sus piernas sin medias, le clavaba los dedos en la robusta pantorrilla al par que imitaba el ladrido de un perro; con lo que la pobre muchacha al principio se asustaba mucho; pero luego se fue acostumbrando. Las cosas iban llegando a tal punto que el infeliz don Abundio no gozaba momento de reposo. César Cantú, Lafuente, Mariana y multitud de historiógrafos habían desaparecido de su biblioteca y tomado la forma de tendidos; el uniforme de teniente de nacionales yacía en una casa de préstamos de donde salió el dinero para una tienda de manzanilla. Finalmente una noche en que, a hora muy avanzada, León se dirigía a oscuras desde su cuarto al de la alcarreña con intención de darle algún susto, tropezó en las sombras con su tutor que, con los brazos abiertos, buscaba la manera de orientarse por el pasillo. --¿Qué hace usted aquí? --le preguntó con severidad don Abundio. --¿Y usted? --le replicó el mozalbete. --Yo he sentido pasos; y temeroso de alguna trastada de las de usted, me he levantado a velar por el reposo de esa inocente criatura. --Pues yo he venido a preguntarle si había puesto a remojo los garbanzos. Y al día siguiente, con el pretexto de dar un paseo matinal, tutor y pupilo se encaminaron a la calle de _Sal si puedes_, donde Leoncito quedó como pensionista en el colegio de don Tranquilino Verdugo, bajo la advocación de San Juan Capistrano. Ustedes habrán oído decir, y por si no yo se lo digo, que no hay nada peor que un chico travieso a no ser dos chicos traviesos. Pues bien, en el colegio de don Tranquilino había treinta pensionistas, de los que pronto se hizo jefe nuestro héroe; y si antes León valía por cuatro, concluyó por hacerse insoportable con la emulación de sus compañeros. El desgraciado director, hombre entrado en edad y cuyas narices eran una bomba aspirante de rapé, apeló a todos los correctivos imaginables para meterlo en cintura; pero no alcanzó mejor suerte que don Abundio. Ya era un bramante sujeto por un extremo a la mampara y prendido por el otro con un alfiler a su peluca el que dejaba al profesor con la calva al aire cada vez que abrían la puerta; ya una vejiga provista de un pito la que, al ir a sentarse en el sillón, aplastaba con su cuerpo y le hacía saltar hasta las vigas creyendo, con el quejido que daba al deshincharse, que había despanzurrado a su gata de Angora. Por supuesto que no cejó en su manía de asustar a las criadas; pero a la de don Tranquilino, que era del Escorial, le cayó en gracia el chico, y lejos de incomodarse, engordaba, como suele decirse, con las travesuras de León. Un domingo del mes de diciembre en que había novillos con mojiganga y dos toros estoqueados, el director tuvo la desgraciada ocurrencia de llevarse de paseo a sus alumnos por la calle de Alcalá para que asistiesen al espectáculo de la ida de la gente a la plaza. León, que formaba a la cola de la ruta, contemplaba con ojos de envidia aquel torrente humano que a pie, en berlina, en ómnibus, en calesa y aun en tartana, se precipitaba desde la Puerta del Sol hasta la Cibeles como desbordando por un embudo invertido. La cara de satisfacción de los transeúntes, la idea de las emociones que iban a experimentar aquellos con quienes se codeaba al paso y de quienes tan lejos estaría dentro de poco, el humo de los cigarros, pues hasta los que no van a los toros fuman el día de corrida para hacer creer a los que los ven que van; el ruido, el sol, el conjunto, en fin, trastornaron el juicio del hijastro de doña Remigia, y unas se le iban y otras se le venían sin cocérsele el pan en el cuerpo. De repente la luz parece como que adquirió más intensidad y el ambiente un olor como de carne muerta y tripas rotas. Todas las miradas convergieron a un punto dado. Era la cuadrilla de chulos que en coches abiertos se dirigían al redondel luciendo colores, lentejuelas, moñas y pasamanería. La sangre afluyó al corazón del aficionado y un velo cubrió su vista; pero no tan tupido que le impidiese percibir entre la comitiva a un picador que, caballero en una alimaña, llevaba a la grupa a uno de esos pilletes que les sirven de escuderos y que, bajo la égida de su protector, tienen entrada triunfal y gratuita en la plaza. León no resistió más; echó a correr como deudor perseguido por acreedores y, agarrando de un tobillo al escudero, lo desmontó de una sacudida y de un salto ocupó su lugar. Aunque se subía el embozo del capote para no ser conocido, sus camaradas de colegio le olfatearon y fueron con el soplo a don Tranquilino que, ahogado por la pena, y en la imposibilidad de darle alcance, volvió a casa con la ruta y participó a don Abundio lo ocurrido, consignando en la carta su irrevocable resolución de despedir al mozalbete. El ex-catedrático de Historia, que le estaba poniendo a la alcarreña unos pendientes de similor que le había regalado por su buen comportamiento, recibió la misiva como si fuera el casero, es decir, de mal humor, y se echó a la calle confeccionando un discurso con que ablandar a don Tranquilino y evitarse la irrupción del ahijado en su hogar, si bien metiéndose tres reales en el bolsillo del chaleco para, si no lograba convencer al señor Verdugo, comprar a su criada unas medias de estambre. En todo pensaba el bendito señor. Llegado que hubo al colegio de San Juan Capistrano, pudo convencerse de que la determinación de don Tranquilino no tenía vuelta de hoja. Le ofreció aumentarle los honorarios, le habló de Cicerón y de Séneca probándole que sabía más que ellos. Nada, ni las dádivas, ni la adulación quebrantaron aquella naturaleza de diamante: «Usted que tiene criada --concluyó por decirle-- comprenda usted lo que a la mía le espera». En estas estaban departiendo en el refectorio, pues ya había anochecido y los muchachos cenaban bajo la vigilancia del director que andaba viendo a quienes tocaba el turno del castigo para ahorrarse las diez raciones que diariamente suprimía bajo el pretexto de penas correccionales, cuando se presentó León con la gorra encasquetada y embozado en un capote que, si no tan roto como el del lazarillo de Tormes, quien tiraba piedras sin desembozarse, estaba reducido al tercio de su peso específico en virtud de tanto agujero por donde se tamizaba su individuo. Verle llegar y caer sobre él una granizada de improperios de don Tranquilino y don Abundio acompañada de una rechifla de los imberbes fue cosa simultánea. León impávido se mantenía de pie en un rincón. Restablecido el orden y penetrado el tutor de que no tenía más remedio que compartir el hogar con su ahijado, pronunció su discurso de despedida y exhortó al reo a que pidiera perdón a su víctima. Resistióse aquel, y como don Abundio se empeñara en apelar a la violencia, el muchacho dejó caer su capa en el suelo, blandió un par de banderillas que ocultas llevaba y, aprovechando la actitud de don Tranquilino que había dejado caer su pañuelo de yerbas y se disponía a recogerlo, se las clavó de frente en medio de las dos paletillas y emprendió la fuga entre la algazara de los alumnos, los berridos del director y las convulsiones de don Abundio que, con la boca a un lado y agitando pies y manos como si nadase, se revolcaba por los suelos. Media hora después sucumbía el desgraciado a un ataque de apoplegía fulminante, y a don Tranquilino, de bruces en la cama, le hacían la primera cura. De este no volveremos a saber nada. De los demás nos ocuparemos en los capítulos siguientes. [Ilustración] [Ilustración] III Han transcurrido cinco años desde los últimos acontecimientos y nos hallamos _donde Tajo a Jarama el nombre quita_, o sea en la _provincia_ de Aranjuez, como decía un amigo mío que se gastó todo su patrimonio en que le eligieran diputado con el objeto de ser nombrado gobernador, lo que no pudo lograr ni siquiera del punto en que tiene lugar esta escena. Yo les describiría a ustedes Aranjuez; pero temo abusar, porque pocos serán mis lectores que no hayan estado allí, y además porque con la explicación de los países pasa lo que con la de las personas en las novelas, que por más que los autores se empeñen en pintarnos la forma de sus narices, el color de sus ojos y el timbre de su voz, los personajes pasarían impunemente al lado de uno sin cuidado de ser conocidos, a no haberlos visto antes, pues en la cara es donde se admira la fecundidad y la inventiva de la naturaleza: todas están compuestas de los mismos órganos y ninguna se parece. Así pues plantemos árboles, tracemos alamedas, hagamos brotar abundantes pastos, dejemos serpentear por allí brazos de ríos, y que cada cual se lo forme en su imaginación como le parezca que ha de estar más bonito y más adecuado a un sitio real cantado por los poetas y atravesado por el ferrocarril. Solo les exijo a ustedes no dar al olvido que allí hay dehesas en donde se crían toros que, después de corridos y martirizados en el espectáculo más típico y peculiar de nuestro país, nos los comemos en estofado los españoles y las españolas. _La luna de octubre siete meses cubre_, dice el proverbio; y, como la de aquel año hubiera sido esplendente y limpia, he aquí por qué en el mes de enero, en que empieza este relato, el sol brillaba en el cielo como el ojo de una muchacha bonita; que si a soles comparan los poetas los ojos, no hay razón para que a ojo no compare yo el sol, si es verdad aquello de que el orden de los factores no altera el producto. En fin, eran las dos y sereno de una tarde del mes de los gatos, y la yerbecilla, caldeada por los rayos de Febo, parecía cama de canónigo atemperada por confortante calentador. Sobre aquella sábana de esmeralda, rumiando los tallos tiernecitos, como quien después de una comida abundante no desdeña el paladear una golosina, un enorme cabestro yacía muellemente tendido haciendo firmas con la cola sobre el suelo, como las hace cualquiera con el bastón cuando está sentado pensando en las musarañas. Un colosal cencerro pendiente de un collarín de baqueta cortaba las líneas de su cuello, y era su pelo cárdeno como espalda de azotado. Colmillos de elefante de Bankok eran sus astas, y por la redondez de su cuerpo parecía ir diciendo a todos: «Pues señor, no estoy descontento de mi suerte.» Y apuesto a que ya han reconocido ustedes en él al cónyuge de doña Remigia, al bueno de don Serapio que, después de seis años de transmigración, estaba reducido a custodiar cornúpetos jarameños, del mismo modo que entre los seres racionales se cuida de las odaliscas en el harem. No olviden ustedes que, aunque transmigrado, don Serapio conservaba recuerdos de su vida anterior, porque de lo contrario ¿dónde estarían la gracia y el castigo de la metempsicosis? Sentado este precedente, asistamos a su soliloquio penetrando en sus reflexiones. «Lo que es este año se puede decir que no tenemos invierno. Miren ustedes qué días estos. Yo estoy con un palmo de lengua fuera; y si es los muchachos, andan por ahí revueltos como en canícula; hace materialmente calor. La verdad es que esta existencia no deja de tener su encanto, sobre todo para las naturalezas pacíficas como la mía. Nadie se mete con uno, a uno le importa un pito todo cuanto pasa a su lado; buena yerba, buen establo y ningún quebradero de cabeza. Verdad es que tampoco me la quebraba mucho cuando era hombre; pero me la quebraban los demás, porque ya era el inquilino que no pagaba, el investigador de hacienda que me aumentaba la contribución, y eso que siempre que pasaba por el pueblo venía a vivir a mi casa; por más señas que como al maldito no le gustaba acostarse temprano, mi pobre mujer se tenía que quedar acompañándole hasta las tantas para hacerle la tertulia, porque lo que es yo con la primera campanada de las diez las buenas noches y a dormir. Ahora, nada; en cuanto amanece viene el mayoral, me dice: arriba, _Manteca_, y yo _dolón, dolón, dolón_ a llevar a pacer a la gente del bronce; una vez en la pradera, a comer y a revolcarse; si hay alguna disputilla, de las que siempre tienen la culpa las vacas, los meto en cintura, porque, parece mentira; pero ahora que no tengo ni voluntad, ni inteligencia, ni raciocinio, ni nada, soy más valiente que cuando lo tenía todo. Y así que empieza a anochecer vuelve a decir el mayoral: arriba, Manteca, y yo _dolón, dolón, dolón_, a casa con ellos. Y ¡cómo me obedecen! ahora sí que puede decirse que soy capitán y no cuando lo era de nacionales, que tenía descuidados todos mis asuntos con la bendita patria, y el tiempo se me pasaba en recibir a los subalternos que me venían a pedir la orden, hasta que tuve que tomar la determinación de que fuera mi mujer la que se entendiera con los oficiales. ¡Pobre Remigia! ¿Qué habrá sido de ella? La echo mucho de menos, no porque la necesite, que maldita la falta que me hace el que venga a turbar mi sosiego, sino por saber qué suerte ha sido la suya. ¡Cómo lloró su extravío! se empeñó en hacer testamento porque quería suicidarse, lo que hubiera llevado a cabo a no ser porque me previno el escribano y convinimos él y yo en que pretextaría un quehacer apremiante siempre que ella fuera a su casa con objeto de testar. »Pues así y todo estuvo Remigia yendo diariamente por espacio de un año en busca de don José, hasta que se le pasó aquello no sé cómo. La verdad es que yo procedí muy cruelmente; llevármela a Toro donde no tenía trato con nadie, ella, acostumbrada toda la vida a alternar con los unos y con los otros... Pues no digo nada, despedir de mi casa a Abundio, al amigo de toda la vida; porque de aquel incidente, como de ello me convenció mi mujer, solo era responsable la casualidad, el demonio que anda suelto y hace que se enrede un fleco en un botón, precisamente en el momento en que a mí se me ocurre volver a mi casa; porque si yo me quedo con el batallón en el convento, nada. ¿Y cómo estará mi hijo? ¡Qué adelantos habrá hecho bajo la inspección de Abundio para quien lo mismo eran griegos y romanos que paja y avena para mí! ¿Vivirán? ¿Serán infelices? ¿Dónde estarán?» Y así pensando, y con la boca abierta se fue quedando dulcemente dormido, cayéndosele la baba de gusto. Pocos minutos hacía que se hallaba entregado al reposo, cuando un alboroto promovido en la torada vino a sacarle de su letargo. --¿Qué será ello? --se preguntó don Serapio levantándose y dirigiéndose hacia el teatro de la lucha. En esto vio llegar una vaca que desalentada corría hacia él gritando: --Señor Manteca, señor Manteca; venga usted pronto, que se matan. --Pero ¿qué ocurre? --Un toro que han traído de las dehesas del Norte, donde nadie le podía domeñar y que, dada la fama de usted, le ponen bajo su vigilancia. Apenas entró en el prado se empeñó en decirme chicoleos, y como mi _Caramelo_ es tan celoso, se trabaron de palabras, de las palabras vinieron a las manos, sus amigos tomaron parte por él, y allí los tiene usted a todos revueltos sin que zagales ni mansos los puedan hacer entrar en razón. Un silbido acompañado de un grito de _Manteca_ lanzado por el mayoral, le hizo apretar el paso a don Serapio que, sonando el cencerro, se interpuso entre los combatientes. El intruso era un toro de cinco años berrendo en negro, bonito de estampa y duro de cabeza; pero en cuanto don Serapio metió la suya en el corro, allá fue rodando el otro como tente-tieso de mojiganga. --¿Conque contigo no ha podido nadie? Pues a ver si yo te enseño a tratar a las personas decentes. Y a darle se disponía un nuevo revolcón, cuando el vencido bajando la voz para no ser oído de nadie le dijo al cabestro: --Detente, Serapio. ¿No me reconoces? --¡Abundio! --murmuró este con un ahogado gemido solo perceptible del catedrático. Y los dos quedaron mirándose silenciosos. Los demás testigos de la escena fueron a comentar el triunfo de Manteca diseminados en corrillos por el prado, y cuando los dos estuvieron solos se hablaron de esta manera: --¿Tú por aquí, Abundio? ¡Qué alegría! Pero déjame que te mire. Te encuentro hasta buen mozo. Al pronto no te había reconocido. --Pues yo a ti, Serapio, al momento. No has cambiado nada; estás lo mismo. --Cuéntame qué ha sido de ti. ¿Te has casado? ¿Y mi hijo? ¿Vive? ¿Es hombre de bien? ¿Estudia mucho? Aquí el berrendo lanzó un suspiro y, tomando sus precauciones para no dar a su amigo tan triste noticia de sopetón, fue poco a poco y con rodeos detallándole las proezas de León hasta el paso de las banderillas, último detalle de que había podido ser testigo el profesor de historia. Por supuesto que bien pudo ahorrarse ceremonias, porque don Serapio en vez de afligirse lanzó una sonora carcajada y pareció divertirse mucho con el relato. --¡Qué diablillo! ¡Qué diablillo! --decía sin dejar de reír--. La misma afición de su madre, que esté en gloria, que se moría por los toreros. Y en cuanto a lo de asustar a las criadas, vamos, no lo ha robado de nadie, ¡que yo también cuando chico las daba cada susto! ¡Qué diantre! Todos hemos sido jóvenes. ¿Verdad, Abundio? Y diciendo así le daba con el cuerno en el hombro maliciosos golpecitos. --Serapio, tu grandeza de sentimientos me humilla y me degrada más y más a tus ojos. --¿Qué quieres decir con eso? --Que no obstante mi conducta para contigo, me conservas tu amistad y... --¿Vas a ponerte de mal humor por una niñería que no vale un pito? Ya sé yo que en el fondo ninguno de los dos teníais la culpa de aquello. ¡Ea! lo pasado, pasado y abracémonos. --Pero... --insistía el profesor titubeando. --Si no me abrazas para probarme que no me guardas rencor por haberte echado de mi casa, me incomodo. Y los dos amigos se confundieron en un estrecho abrazo. --Ahora vente conmigo y te enseñaré una praderita donde hay unos pastos con los que te vas a chupar los dedos, pero te encargo que delante de gente no me llames Serapio sino Manteca. Y tú, ¿qué nombre tienes? --A mí me llaman _Pendenciero_. --Y lo eres, según me han referido. --Chico, no es esto revolverme contra lo que ya no tiene remedio; pero encuentro que mi transmigración no es justa. --Hombre, no le dan a uno a elegir. Yo tampoco merecía esta suerte; pero ¿qué hacer? Hay que conformarse. Después de todo, esto no es tan malo; y si en vez de mostrarte bravucón y gallito haces por aparecer reflexivo y prudente, llegarás a verte como yo, y ya tienes tu vida asegurada. Y departiendo así, los dos amigos recorrieron la dehesa con gran contentamiento de los pastores, que en aquella unión no veían sino el ascendiente de Manteca, cuya fama de cabestro número uno quedó asegurada para siempre. Y así transcurrió como medio año, hasta que un domingo del mes de julio... Pero lo que sigue merece capítulo aparte. [Ilustración] [Ilustración] IV --¿En dónde estoy? --se decía para sí don Abundio dando vueltas y más vueltas en un pequeño espacio sin luz alguna cuyos límites medía con la cabeza y con la cola--. Vamos a ver, recojamos las ideas --se repetía--. Ayer por la tarde con cinco compañeros más y acompañado de don Serapio y algunos otros cabestros, me metieron en una jaula de madera y me empaquetaron en un vagón del ferrocarril; pero las portezuelas eran tan altas que no pude orientarme en todo el trayecto. Por la noche, que era oscura como boca de lobo, nos desembarcaron a todos juntos; custodiados por zagales, vinimos a un corralón en donde sin pegar los ojos, la hemos pasado tratando inútilmente de explorar el terreno y haciendo comentarios sobre lo que nos ocurría. Esta mañana, obligándome a pasar por un corredor con puertas a los lados, una de las cuales estaba abierta, y con gente por arriba, a quien no he visto, si bien oía su algazara, han empezado a pincharme y a hacer conmigo tales cosas, que me metí no sé por dónde y de repente me encontré encerrado en este cuchitril. Mi primer cuidado fue llamar a gritos a Manteca; pero en lugar de la suya, fueron las cinco voces de mis camaradas las que me contestaron contándome que también ellos se hallaban en idéntica situación. Yo creo sin embargo que esto no ha de durar mucho, porque mis compañeros han ido saliendo por turno, y al pasar por aquí delante decían a los que quedábamos: «¡Una puerta abierta! ¡Sálvese el que pueda!» Y ya no he vuelto a oírlos; lo que me prueba que han logrado evadirse. Hasta ahora van cuatro, de modo que solo gemimos presos el _Carabinero_ y yo. Así discurría Pendenciero cuando de repente encontróse inundado en luz; la puerta de su mazmorra se había abierto de par en par como movida por un resorte, e inútil es decir que se echó fuera dando brincos de alegría y gritando con toda la fuerza de sus pulmones: --¡Carabinero, Carabinero! ya me han soltado, estoy libre. ¡Viva la libertad! ¡Viva Riego! --Acérquese usted por acá --le contestaba el otro-- y ayúdeme usted a derribar esta maldita puerta a ver si podemos escaparnos juntos. Y don Abundio por una parte y Carabinero por la de dentro, pusieron a prueba sus testuces; pero aquello era más duro que pan de limosna. En esto el liberto sintió un agudo dolor entre las paletillas y notó que le colgaban unas como cintas escaroladas por el lomo. --¡Brutos! --exclamó con un prolongado bramido. --¿Qué es eso? --Una cerbatana que algún mal intencionado acaba de propinarme. ¡Y cómo me pica! Carabinero, compóngaselas usted como pueda que yo no aguanto más. Aquí hay una salida y por ella me escurro. Hasta más ver. Y colóse en efecto por una como boca de antro que, apenas lo recibió en su seno, cerróse herméticamente dejándolo tan a oscuras como lo estuviera hasta entonces. --Pues, vaya, que esto es salir de Málaga y entrar en Malagón --decía el pobre don Abundio frotándose contra las paredes tanto para orientarse como para calmar el escozor de la espaldilla. Aplicó el oído y percibió en confusa mezcla, aplausos, gritos y música hacia la parte exterior. Un rayo de luz, que entraba por un agujero en forma de calabaza, hirió su vista, velada por el dolor y el enojo, y, colocando su cuerpo de modo que la armadura no le molestase, guiñó un ojo y aplicó el abierto al de la cerradura. --¡Horror! --gritó retrocediendo y alcanzando toda la medida de su situación--. ¡Estoy en una plaza de toros! ¡Soy el quinto; el predilecto de la corrida!... Y empezó a revolverse con furia loca, embistiendo a todas partes y haciendo ariete de su cabeza con que producir brecha y escapar. Pero fue inútil. Una serie de puyazos dirigidos por una ventanilla que abrieron en el techo del toril, acabaron de hacerle perder el juicio: y, cuando al son de los clarines y timbales giró sobre sus goznes la ferrada puerta, salió a la plaza dispuesto a comerse al que se le pusiera delante. Del primer arranque despanzurró a dos jamelgos cuyos jinetes quedaron sepultados bajo las cabalgaduras. --¡Caballos! ¡Caballos! --aullaba el público, o sea la fiera de los tendidos, entusiasmado con aquel prólogo que tan bello porvenir prometía. La gente de a pie apenas si tenía tiempo de saltar el olivo. --El toro de la tarde --decían unos. --El de la temporada --argumentaban otros. --Sentarse --gritaban los de arriba, poniéndose de pie como los de abajo. Un picador de los de reserva, que quería contraer méritos para asegurar su contrata, se acercó al ángulo cinco, y echando al aire su sombrero, --Vaya por ustedes --dijo, y se encaminó sobre su sardina en busca de don Abundio. --¡Bravo! ¡bravo! --fue el grito general. Pero apenas se había puesto en suerte cuando caballo y caballero fueron rodando por la arena con gran peligro del segundo que, solo dando vueltas como una perinola, logró escapar de una muerte segura, llevando dos pisotones en la cabeza, un varetazo en el muslo y un susto en todo su cuerpo. --¿Me haría usted el favor de repetir esa suerte, que estaba distraído y se me ha pasado? --le dijo un chusco; pero como en aquel momento se apercibiera el público de que, con el _marronazo_, el reserva había despaldillado al toro, se armó una de silbidos que ni en un teatro en noche de estreno infeliz. --¡A la cárcel! --decía la sombra. --¡Que lo ahorquen! --coreaba el sol, siempre partidario de los recursos extremos. Y las botellas y los proyectiles andaban por los aires como murciélagos perseguidos, mientras los alguaciles agitando sus penachos y luciendo sus pantorrillas, se llevaban al reserva al palco presidencial e intimaban a los picadores la orden de salir a los medios. Restablecida la calma y normalizada la corrida, don Abundio empezó a experimentar cansancio, y ya le era preciso traer a la memoria su desesperada suerte para que se decidiera a tomar varas. Un prolongado punto de clarín despejó de cuadrúpedos el redondel, no sin que el presidente se llevara una silba por no haber dejado al toro dar todo su juego, y don Abundio creyó que todo había concluido. Pero como viese delante a un mozalbete que, con unos palitos en la mano, se entretenía en dar saltos, ya corriendo hacia delante ya hacia atrás: --Tú vas a pagar por todos --dijo el berrendo, y fuese a él en derechura; pero el chulo, dándole un gracioso quiebro como bolero en _salida_, le dejó clavadas en el morrillo dos banderillas que le hicieron dar un bote y exclamar: --¡Pobre don Tranquilino! ¡Qué rato pasaría usted!... Al segundo par sintió no haberse fingido cobarde como le aconsejó don Serapio, cuya condición envidiaba; y al tercero se decidió a vender cara su vida y se _entableró_ pegando la cola a la valla sin que los capotes de los chicos lograran hacerle _arrancar_. --Ande usted, que nos ha engañado --gritó una voz femenina desde la barrera--. Salió usted más valiente que el Cid y se ha quedado usted más reflexivo que un catedrático de Historia. Al oír la alusión volvió don Abundio la cabeza y se encontró con una hermosa muchacha, vestida de manola, apoyada sobre la capa de paseo del matador puesta a guisa de colgadura en el antepecho. --¡Sí, señor!, yo se lo digo a usted --proseguía ella--, la moza de _Pinturita_ que va a mandarle a usted de un volapié a la eternidad, en cuanto el señor presidente acabe de sonarse y pueda hacer seña con el pañuelo. Don Abundio dio un bramido horroroso. ¿Ustedes creen que de indignación? Nada de eso; es que acababa de reconocer en aquella manola a la alcarreña su criada. El pobre señor ya no tuvo momento de reposo; se fue al centro de la plaza y, tomando carrera, saltó el olivo con tal empuje que a no haber maroma, se cuela en el tendido con ánimo de dar un abrazo a su antigua maritornes. Tres veces repitió la tentativa, y solo a duras penas, y después de haberle clavado un rejón en al anca, se logró que fuera a entablerarse al lado opuesto. Por fin, tocaron a matar; _Pinturita_ tomó los trastos, y después del correspondiente brindis, se fue solo a la fiera, paró los pies y se puso en facha. Tres pases al natural y dos de pecho forzados llevaba cumplidos el matador con gran contentamiento del público y absorta extrañeza de Pendenciero que no le quitaba ojo, cuando, liando el trapo y armándose para el volapié, echó atrás la cabeza el diestro y dejóle ver al toro un lunar como una pieza de dos reales que tenía junto a la nuez. Descubrir don Abundio aquel signo y echarse a correr por la plaza todo fue uno. --¡Está huido! --vociferaban todos silbando al toro como pudieran hacerlo con un actor que no supiera su papel. Y sin embargo, el pobre cornúpeto llevaba la razón en su fuga; quería evitar una horrorosa catástrofe. Había reconocido en Pinturita a su ahijado León. En vano fue que este cambiara de muleta y apelara a todos los recursos para traer al toro a jurisdicción; don Abundio, transido de pena, esquivaba la lucha. Lo que pasó por su pupilo, nadie lo sabe. ¿Temía el fiasco? ¿Recordaba lo que sobre la metempsicosis le había repetido tantas veces su tutor y, compulsando fechas, abrigaba algún temor sobre el caso presente? Lo ignoro; lo cierto es que se puso pálido, y volviendo a la barrera depositó trapo y estoque y se sentó en el estribo diciendo que él no podía hacer más. --¡Perros! ¡perros! --gritó el público; porque se me olvidaba decir a ustedes que esto pasaba antes de que la media-luna se hubiera introducido en la lidia. Y, en efecto, la traílla salió a la arena con gran contentamiento de don Abundio que, no hallando motivos de consideración para los canes, los fue despanzurrando por turno después de llevarlos y traerlos como pelota en trinquete. La única que se le resistía era una perra con cara de patrona de casa de huéspedes sin principio, que siempre encontraba modo de escabullírsele entre las patas. --También llevarás tu merecido --murmuró el catedrático dando un derrote al aire. --¿Yo? --le contestó la perra soltando una de esas carcajadas más insultantes que un bofetón--. ¡Si no ha podido conmigo mi marido! Caro va usted a pagar el haberme puesto en el caso de ir a acabar mis días en Toro con Serapio. --¡Remigia! --pues la mastina no era otra-- argüía Pendenciero falto de fuerzas para resistir a tanta tribulación. Mira que yo no soy manso, y si me buscas camorra la encontrarás. --Calle usted la boca, teniente de papel. Ni a usted ni a todo Jarama junto temo yo. Y el toro que sea hombre, que salga. Y daba brincos procurando hincar el diente donde podía; hasta que convencida de la inutilidad de sus esfuerzos y oyendo al tendido pedir a voz en cuello que se llevaran al toro al corral, porque la noche se venía encima, se dirigió resueltamente a donde León estaba, y ladrando y enseñándole los dientes, le increpó de esta manera: --Lo mismo que tú, torero de invierno, ¿así vuelves por la honra de tu familia? ¿Por qué no le diste un golletazo? ¡Si me voy convenciendo de que eres hijo de tu padre!... León no entendía; pero no quitaba los ojos de la perra y meditaba. Por fin soltaron a los cabestros y, en cuanto doña Remigia reconoció a su marido, se le abalanzó a una oreja diciéndole con transportes de fingido gozo: --¡Serapito mío! Esta vez sí que no nos separaremos; yo quiero ir a donde tu vayas. Mira, aquí tienes a Leoncito que se hará pastor, y reunidos pasaremos la existencia. Hasta si tú quieres consentiré en que nos acompañe don Abundio. Y don Serapio, inmóvil, conmovido y con la cabeza inclinada por el peso de su esposa, cuyas virtudes admiraba, quiso hablar, pero solo tuvo fuerzas para decir: _Muuu_... Todo parecía augurar un feliz desenlace, cuando uno de los pastores, creyendo por la actitud de Manteca que la perra le martirizaba en vez de acariciarle, tomando por odio de raza lo que era expansión de familia, llegó con el garrote enarbolado a donde los cónyuges estaban, y descargó con él tan tremendo como infortunado golpe sobre la cabeza de doña Remigia, que esta, dando media vuelta, cayó exánime a los pies de su marido. --¡Pobrecita! ¡tan buena! --murmuró Serapio. Y, dirigiéndose a donde el catedrático estaba: --La hemos perdido --exclamó--. ¡Valor, amigo! Y ambos tomaron el camino del toril, lanzando al pasar junto a León una mirada y un mugido que conmovieron al émulo de Costillares. Pero al llegar a la puerta, don Abundio dobló las rodillas y, sin proferir una queja, quedó muerto de repente. En las reseñas de los periódicos dijeron que le había ocasionado la muerte la despaldilladura del reserva. ¡Así se escribe la Historia! En el matadero se vio que tenía el corazón deshecho. Había muerto de un aneurisma. Don Serapio siguió llevando el cencerro y acabó por olvidar y ser feliz. Lo que pasó por León nadie lo sabe; pero es lo cierto que al día siguiente se cortó la coleta con asombro de sus admiradores; se volvió misántropo y concluyó por fundar en Madrid la primera sociedad protectora de los animales. En cuanto a la alcarreña, continuó sirviendo. FIN ÍNDICE PÁGINAS EL ANACRONÓPETE 7 Capítulo primero. En el que se prueba que ADELANTE no es la divisa del progreso. 7 Capítulo II. Una conferencia al alcance de todos. 15 Capítulo III. Teoría del tiempo: cómo se forma: cómo se descompone. 22 Capítulo IV. En el que se tratan asuntos de familia. 33 Capítulo V. Cupido y Marte. 47 Capítulo VI. El vehículo considerado como escuela de moral. 56 Capítulo VII. ¡Marchen! 64 Capítulo VIII. Efectos retroactivos. 71 Capítulo IX. Reducción gradual del ejército hasta su supresión definitiva. 82 Capítulo X. En que tiene lugar un incidente que parece insignificante y es, sin embargo, de mucha importancia. 96 Capítulo XI. Un poco de erudición fastidiosa aunque necesaria. 105 Capítulo XII. Cuarenta y ocho horas en el Celeste Imperio. 114 Capítulo XIII. La Europa del siglo XIX ante la China del siglo III. 125 Capítulo XIV. Un huésped inesperado. 135 Capítulo XV. La resurrección de los muertos antes del Juicio final. 144 Capítulo XVI. En que todo se explica complicándose todo. 155 Capítulo XVII. Panem et circenses. 167 Capítulo XVIII. «Sic transit gloria mundi» 186 Capítulo XIX. Los náufragos del aire. 197 Capítulo XX. El mejor, no porque sea el más bueno, sino por ser el último. 207 VIAJE A CHINA -- Cartas al director de «Las Provincias» 219 Macao, 26 de septiembre de 1878. 221 Macao, 8 de octubre de 1878. 227 Macao, 14 de marzo de 1879. 240 Macao, 19 de abril de 1879. 256 Macao, 30 de abril de 1879. 269 Macao, 18 de noviembre de 1879. 283 Macao, 26 de marzo de 1880. 293 Macao, 30 de enero de 1881. 305 Fiestas de Hon-Kung en Macao. Macao, 26 de septiembre de 1881. 316 Los chinos dentro de casa. Macao, 10 de marzo de 1882. 324 Cantón I. Macao, 8 de diciembre de 1882. 335 Cantón II. 342 Cantón III. 349 Cantón IV. 356 LA METEMPISCOSIS 363 I. 365 II. 371 III. 379 IV. 386 ÍNDICE 395 [Ilustración] End of the Project Gutenberg EBook of El anacronópete; Viaje a China Metempsicosis, by Enrique Gaspar y Rimbau *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 62359 ***